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Conciencia

Índice

1 “Consciencia” y “conciencia”

1.1 Perspectiva psicológica

1.2 Perspectiva ética

1.3 Perspectiva teológica

2 Perspectiva bíblica

2.1 Antíguo Testamento

2.2 Nuevo Testamento

3 Perspectiva histórica

4 Desarrollo y madurez de la conciencia

5 La conciencia en clave personalista, comunitaria y profética

5.1 Conciencia moral autónoma y auto trascendente

5.2 Conciencia moral comunitaria y eclesial

5.3 Conciencia moral profética y liberadora

6 Encuentro de moralidad y espiritualidad en la conciencia

7 Referencias

En la experiencia de la conciencia la persona libre se percata de su capacidad de discernir bien y mal para decidir responsablemente. En la conciencia cristiana confluyen la experiencia moral humana de la responsabilidad y la experiencia espiritual cristiana de vivir la fe y caminar en el Espíritu.

1 “Consciencia” y “conciencia”

“Consciencia” (en inglés, consciousness; en alemán, Bewusstsein) y “conciencia” (i., conscience; al., Gewissen) remiten a la etimología latina de conscientia: cum scientia, simul scire, y a la griega de syn-eidesis: “conocer-con” o conocimiento reflejo de sí mismo, concomitante al conocimiento de algo o alguien. “Consciencia” se dice en sentido fisiológico y psicológico de estar en estado consciente, despierto y capaz de reconocerse en los propios actos y ante el entorno. “Conciencia” se dice, con sentido moral o religioso, de la aprehensión responsable del valor moral y espiritual. Desde antiguo, en culturas lejanas entre sí en espacio y tiempo, hay expresiones de vida cotidiana sobre la satisfacción por el bien y el remordimiento por el mal, como muestran, por ejemplo, estas inscripciones: “El corazón es testigo; no se debe actuar contra él” (cultura egipcia); “un dios invisible habita en nuestro interior” (cultura hindú); “lo mejor de cada humano, su corazón bueno y firme, tener a Dios en su corazón” (cultura náhuatl) .

1.1 Perspectiva psicológica

En la conciencia psicológica la persona, que no es una cosa más entre las cosas, se percata de sus propios estados anímicos y vuelve reflejamente sobre sí misma, reconociéndose conscientemente como sujeto de su vida psíquica en el mundo, en el tiempo y en relación con otras personas.

1.2 Perspectiva ética

La conciencia moral percibe la llamada a realizar los valores morales y cumplir las normas; juzga, ejercitando prudentemente la razón práctica, sobre lo que se debe hacer o no hacer para realizar esos valores y aplicar las normas en las circunstancias concretas de la vida cotidiana. Sócrates se refiere a la voz del daimonion que le aconseja. Séneca la llama “observador vigilante del bien y el mal en nuestro interior”. Confucio dijo que siempre había vivido “escuchando la voz del cielo”. Para Kant es el “tribunal de justicia en el interior del hombre”. Considerada desde el objeto del juicio, la conciencia es verdadera o errónea. Considerada desde el sujeto, es sincera o insincera. Estamos llamados a seguir el dictado de la conciencia y, al mismo tiempo, reconocer la posibilidad del error y la necesidad de formar o corregir la conciencia. La conciencia antecedente invita a hacer el bien y evitar el mal. La conciencia consecuente confirma la satisfacción por el bien hecho y reprocha el mal cometido.

1.3 Perspectiva teológica

La conciencia moral creyente se identifica con la fe que interioriza el llamamiento divino y expresa la respuesta responsable para vivir practicando el amor de caridad  (agape) con la ayuda de la gracia. La conciencia es voz, luz y fuerza para responder a la realidad desde la fe; capacita, guía y apoya el juicio prudente y la decisión responsable (CURRAN, 2004, 7). Es voz que llama a dejarse conducir por el Espíritu. Es luz que acompaña los procesos de discernimiento y deliberación sobre valores, normas y circunstancias. Es fuerza para decidir y para sanar o reconciliar después de reconocer los fallos en la decisión.

2 Perspectiva bíblica

2.1 Antiguo Testamento

En la Biblia hebrea, “corazón y entrañas” son metáforas de la conciencia. En la hondura de la interioridad, la fe reconoce si “el corazón no le reprocha” (Job 27, 6). A David “le palpitó el corazón” con remordimiento por un comportamiento injusto (1Sam 24, 6; 2Sam 24, 10). El salmista arrepentido clama: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… Un corazón quebrantado y humillado, no lo desprecias” (Ps 51, 12-18). Ahí promete Dios grabar su palabra: “Meteré mi ley en su pecho, la inscribiré en su corazón” (Jer 31, 33; cf. Dt 4, 39). Jeremías anuncia que “el pecado está grabado en la tabla del corazón” (Jer 17, 1). Job se defiende: “Mi corazón no me reprocha ni uno de mis días” (Job 27, 6). La promesa del Espíritu es: “Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo. Arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 11, 19; 18, 31; 36, 26)). El Creador, que “ve el corazón” (1 Sam 16,7), es el “Dios justo que sondea corazón y entrañas” (Ps 7, 10; Ps 139, 1-7; cf Ps 26, 2; Jer 11, 20; 17, 10; 20, 12).

2.2 Nuevo Testamento

Jesús predica la disposición interior del buen corazón, en vez de la exterioridad de la conciencia moral farisaica (Mt 15, 7-20; Lc 11, 37-42). “Lo que sale de dentro del corazón humano es lo que mancha” (Mc 7, 21-23). “El que es bueno, de la bondad que almacena su corazón saca el bien” (Lc 6, 45). Llegó el tiempo de vivir con un corazón nuevo: Dios lo transformará, derramando sin limitaciones su Espíritu (Lc 4, 14-21; Jn 7, 39; cf. Joel, 3, 1-2). Pablo integró la tradición helénica sobre la conciencia (syneidesis) con la presencia interior y activa del Espíritu. “Los que se dejan conducir por la sabiduría del Espíritu tienden a lo propio del Espíritu” (Rom 8,5), que ilumina el discernimiento (cf. Rom 14, 16-23; 1Tim 1,5; 1 Co 2, 6-16).

La autonomía de la conciencia moral humana consiste en ser ley (nomos) para sí mismo (autos): una ley no escrita, grabada en los corazones (Rom 2, 14-15), que se explicita en la conciencia moral cristiana como autonomía teonómica que coincide con el sentido de vivir y caminar en el Espíritu. Pablo plantea las cuestiones morales para una fe y conciencia adultas, por contraste con el modo de actuar infantil por miedo a castigos o por esperanza de premios (Rom 14, 1-4) y destaca la coherencia de la acción con la propia convicción, acentuando el aspecto comunitario y la repercusión de nuestra manera de actuar en otros miembros de la comunidad (Rom 14, 12). En ese texto la palabra clave es “convicción interna de fe” (pistis).

Pablo integró la noción popular y filosófica de conciencia (syneidesis) en la época helénica con la de la fe cristiana, centrada en la actividad del Espíritu que ilumina el discernimiento y fortalece la decisión. Pero el derecho y deber de actuar en conciencia se conjugan con el respeto hacia la conciencia de los demás (1Co 8, 1-13  y 10, 23-33).

La conciencia es voz, guía y fuerza del Espíritu: voz que no viene de fuera, sino se escucha en la interioridad; guía para discernir prudentemente. “Dichoso el que examina las cosas y se forma un juicio… lo que no procede de convicción es pecado” (Rom 14, 23); fuerza para decidir responsablemente, denunciar proféticamente y testimoniar valientemente (Mt 10, 19-20).

3 Perspectiva histórica

La tradición patrística predicó la respuesta fiel a la llamada de una conciencia a la vez humana o natural y cristiana o espiritual; pero los latinos acentuaron más las imágenes de la conciencia como tribunal, juez o testigo interior, mientras que los griegos preferían la comparación con el pedagogo, guía y acompañante.

La tradición monástica y mística cultivó el discernimiento según la conciencia que se deja guiar por el Espíritu; pero, en las controversias medievales sobre fe y razón, discurren por cauces diferentes la moral vivida desde la fe por el camino ascético-místico y la moral pensada en las disputas escolásticas. Lo ejemplifica la controversia sobre los aspectos subjetivo y objetivo de la conciencia (Bernardo vs. Abelardo), que desembocan en la síntesis tomista de una conciencia iluminada por la ley nueva e interior del Espíritu, para vivir la primera virtud teologal de la caridad, mediante el discernimiento práctico según la primera virtud cardinal de la prudencia.

La tradición escolástica distinguió la conciencia como capacidad de discernir bien y mal (synderesis) y como aplicación concreta (syneidesis, conscientia). Tomás de Aquino (In 2 Sent., disp. 24, q.2, a.4) lo expuso en forma silogística: La premisa mayor, fruto de la synderesis; la menor, de la ratio, que dictamina por qué tal acción es mala; la conclusión fruto del juicio de la conscientia.

En la época de los manuales de teología moral, a partir del s. XVII, se tendió a reducir el papel de la conciencia a aplicar principios deductivamente, con claridad y certeza para imponer normas y reprochar fallos.

En las controversias acerca de los sistemas morales laxistas, rigoristas o equilibrados (probabilismo, probabiliorismo, equiprobabilismo) para superar las dudas en el juicio y decisión morales, la conciencia parecía reducirse a un instrumento para captar la ley moral y aplicarla. Este enfoque ya se iniciaba en el siglo XIV (Ockham), por la mentalidad voluntarista, legalista y  extrinsecista, que veía la conciencia como simple árbitro del encuentro entre ley objetiva y decisión subjetiva.

Los debates del s. XX, sobre la ética de situación, provocaron la reacción autoritaria del magisterio eclesiástico, pero redescubrieron el discernimiento espiritual, olvidado tras el divorcio de teología moral y teología mística.

El Concilio Vaticano II reafirmó la tradición del discernimiento y asumió la autonomía de una conciencia madura, que no debe confundirse con un super-yo o un impulso inconsciente freudianos (Gaudium et spes 16-17, Dignitatis humanae, 3 y 14).

El desarrollo renovador de la moral teológica postconciliar avanzó paralelo a la crisis de conciencia suscitada por el rechazo de los métodos de regulación de natalidad considerados “no naturales” en la encíclica Humanae vitae. Se cuestionó por parte de muchos obispos y teólogos el énfasis excesivo en la relación entre el magisterio eclesiástico y la conciencia obediente (HÄRING, 1981; MCCORMICK, 1989, 38-41).  Pero esta crisis favoreció la reflexión sobre la función de la conciencia capaz de disentir responsablemente: no disentir “de” la iglesia, sino disentir “en” la iglesia, sintiéndose iglesia, para colaborar así a la evolución de la comprensión de la fe y de su práctica. Por otra parte, se desarrolló durante las décadas siguientes una reacción opuesta de tendencia restauracionista para volver a la manera de entender la conciencia en la teología postridentina, tal como la exponía el esquema De ordine morali, redactado por la comisión preparatoria, pero rechazado por el Concilio.

La encíclica de Juan Pablo II, Veritatis splendor (VS, 1993), estuvo preocupada por evitar la oposición creciente entre los enfoques renovadores, que intentaban recuperar la mejor tradición sobre la conciencia (cf. VS 38, 41, 42), y las tendencias antirrenovadoras, que enfatizaban el autoritarismo del magisterio eclesiástico (cf. VS, 53, 59, 82). Pero, afectada por el miedo al relativismo y subjetivismo de estas dos décadas, esta encíclica puso, de hecho, un freno a la renovación postconciliar, criticando a las corrientes teológicas de esa línea (VS 4, 5, 67, 90, 115). Las exhortaciones postsinodales del Papa Francisco (Evangelii gaudium EG y Amoris laetitia AL) han recuperado el cambio de paradigma postconciliar reafirmando una moral del discernimiento (AL 300-312), que hable más de gracia que de ley (EG 38), se centre en la caridad y la misericordia (EG 37), respete la gradualidad y las limitaciones en el crecimiento y maduración de la conciencia  (EG 44-45) y acompañe el discernimiento ayudando a formar las conciencias, pero sin pretender sustituirlas (AL 37) y prohibirles pensar, decidir y amar por y desde sí mismas.

4 Desarrollo y madurez de la conciencia

Psicología evolutiva y psicopedagogía (Piaget, Kohlberg) han explorado el desarrollo de la conciencia moral en el individuo. Antropología cultural, sociología y psicoanálisis (Durkheim, Freud) han estudiado la evolución del sentido moral en la diversidad de épocas y culturas. Estas indagaciones han sugerido etapas de crecimiento, tanto en la conciencia individual como en la historia de la especie: prenomía, tabúes, condicionamientos heteronómicos, subjetividad autonómica, reciprocidad y objetividad universalizadoras… Pero, tanto biográfica como históricamente, la complejidad de avances y retrocesos impide organizar esas etapas de crecimiento según una secuencia ideal homogénea. Más bien expresan la aspiración a la madurez de una conciencia moral vista desde la altura de reflexiones actuales. La psicoterapia aplicada a la espiritualidad ha presentado el desarrollo hacia la maduración en “cinco niveles de consciencia”; 1) sensorial (un yo indiferenciado y dependiente); 2) individual (un yo egocéntrico independiente); 3) personal (un sujeto interdependiente,  un “nosotros”);  4) cósmica (interdependiente con  solidaridad universal); y 5) eterna (en comunión con lo absoluto) (SÁNCHEZ-RIVERA, 1981).

Estas propuestas diversas sobre génesis y desarrollo de la conciencia convergen en una noción dinámica y holística de conciencia moral que plantea la tarea y el método de educarla. En vez de reducir la conciencia moral a reconocer mandatos o prohibiciones y recompensar el cumplimiento o reprobar la infracción, se la descubre como semilla de la capacidad para captar los valores morales personales y trascendentes. Si la voz de la conciencia dice: hazte lo que eres y estás llamado a ser, la educación moral tendrá que facilitar el dinamismo del crecimiento humano para captar y responder a los valores personales, espirituales y totales como, por ejemplo, amar y dejarse amar, perdonar y dejarse perdonar, agradecer y dejarse agradecer.

5 La conciencia en clave personalista, comunitaria y profética

La teología moral postridentina hasta mediados del siglo XX, además de proseguir distanciada de la teología espiritual, permaneció también aislada de las corrientes  filosóficas sobre la conciencia en la modernidad y postmodernidad; no dialogó con el pensamiento moderno sobre la autoconciencia (Descartes), ni con la autonomía, categoricidad y universalidad de la moral crítica (Kant); ni con las sospechas postmodernas contra la conciencia (Nietsche y Freud); ni con el enfoque sobre la voz de la conciencia en la fenomenología existencial y hermenéutica (Sartre, Heidegger). Estos olvidos y distanciamientos han sido recuperados en las reflexiones sobre la conciencia realizadas por quienes han releído la tradición bíblica, espiritual y lo mejor de Santo Tomás y Kant, articulándola con las aportaciones de la fenomenología existencial (Rahner, Fuchs, Lonergan), la antropología hermenéutica (Ricoeur) y las teorías críticas de la sociedad (Metz, Gutiérrez, Boff), dando lugar al enfoque personalista, comunitario y liberador hacia el que se encamina en la actualidad el modo de entender la conciencia. Esta concepción de la conciencia ha madurado a lo largo de las controversias postconciliares: sobre moral de fe vs. autonomía (GAZIAUX, 1995),  sobre magisterio eclesiástico vs. asentimiento y disenso individual (MIETH, 1994) y sobre las teologías de la liberación (VIDAL, 2000).

5.1 Conciencia moral autónoma y autotrascendente

La conciencia es expresión de lo mejor de uno mismo en el núcleo íntimo de la persona, clave de su dignidad. Para la teología, la conciencia somos nosotros mismos, últimamente vinculados a Dios por la fe en actitud de escucha. Para la antropología moral, la conciencia es la voz de la autenticidad que nos llama a ser nosotros mismos. La voz que escuchamos como llamada a la autenticidad desde nuestra autonomía es, en último término, voz de Dios (teonomía), pero de un Dios que por su Espíritu está en nuestra intimidad, no para imponérsenos heterónomamente, sino para hacer que nos hagamos autónomamente (autonomía teonómica) (CAFFARENA, 1983, 244). Si la conciencia moral capta lo bueno y lo malo en los actos de una libertad como imperativo de autorrealización, la cuestión radical de “quién quiero ser” será más importante que la pregunta “qué debo hacer”; al optar en conciencia por lo bueno, me elijo a mí mismo como proyecto de personalización y humanización (LÓPEZ AZPITARTE, 1994, 52-54).

La conciencia, a la escucha de la llamada del Espíritu que la capacita para responder, es la percepción personal de la respuesta apropiada. La profundidad en la respuesta sería la opción fundamental y el fallo en la respuesta sería el pecado. La conciencia es el centro de nuestra interioridad, telón de fondo de los juicios y decisiones que ejercitan la prudencia. Así se ha relacionado íntimamente el sentido de la conciencia con el percatarse explícitamente de las propias actitudes básicas y opciones fundamentales, clave de la coherencia y continuidad de la vida moral del sujeto. “El sujeto auténticamente personal, convertido intelectual, moral, afectiva y religiosamente, opera en el más alto nivel de conciencia existencial, moral y responsable” (LONERGAN, 1973, 5).

5.2 Conciencia moral comunitaria y eclesial  

Otro significado del prefijo “con” de “con-ciencia” sugiere el aspecto social del discernimiento moral. Aunque el último paso de un proceso de discernimiento sea un juicio y decisión, cuya responsabilidad es personal e intransferible, la aportación comunitaria es ineludible a lo largo del camino hacia la toma de decisión, así como en la formación de la conciencia. Las caras del poliedro de la conciencia que discierne son: a) actitudes básicas, b) datos sobre circunstancias, c) interpretación-reflexión, d) contraste-consejo, y e) decisión personal, prudente y responsable (MASIÁ, 2015)

En los pasos previos a la decisión, juega un papel el punto de vista comunitario.

a) La comunidad eclesial ayuda a configurar actitudes básicas de fe, que influyen en el modo de percibir la realidad, engendra hábitos de pensar, valorar y actuar, influyendo así en los juicios morales y decisiones. La persona creyente se ha educado en una tradición en la que ha recibido unas orientaciones y criterios. Las normas transmitidas tradicionalmente son referencia importante; pero no excluyen la necesidad de pensar y decidir por uno mismo. La comunidad ayuda a formar la conciencia y la acompaña en el discernimiento, pero no la sustituye.

b) No funciona bien la conciencia sin buenos datos de experiencia de vida y de las ciencias. Manteniendo unos mismos valores y principios, pueden deducirse conclusiones diferentes, según el cambio en los datos. Con sólo datos no discierno, pero sin ellos no haré un buen discernimiento. La comunidad de información y comunicación, tanto dentro como fuera de la iglesia, contribuye a cerciorarnos de esos datos.

c) Desde las actitudes básicas ante valores y con suficientes datos hay que emitir un juicio en cada caso. Aquí entra en juego el papel de un pensar honesto que pregunta, analiza los datos, interpreta y no cesa de buscar creativa y críticamente las respuestas. Este pensar no lo ahorra ni sustituye la fe, ni la ciencia o la experiencia.

d) No estamos solos ante la urgencia de la decisión. Necesitamos la ayuda de otras personas para contrastar las interpretaciones. Diversas comunidades de personas pueden ayudar: por ejemplo, la comunidad de investigadores científicos; la comunidad del diálogo de pensamiento; la comunidad de relaciones humanas dentro de una sociedad plural; las comunidades que comparten unas convicciones religiosas, etc. En el marco de estas ayudas se encuadra el papel orientador de estas últimas – que nunca debería ser dominante, ni autoritario – desde las respectivas tradiciones comunitarias culturales o religiosas. Nos corrige el paso del tiempo y el paso a través de las otras personas.

Los debates de fin del siglo pasado sobre sentir y disentir en la iglesia han ayudado a madurar la conciencia eclesial, más allá de las antiguas oposiciones entre conciencia individual y magisterio eclesiástico, para entender el papel del acompañamiento pastoral como ayuda al discernimiento de la conciencia, pero sin sustituirla para decidir en su lugar. Es papel de la comunidad eclesial ayudar a educar el juicio moral y a la formación de la conciencia de los fieles. Como portadora de una tradición sobre temas morales, la Iglesia ha acumulado a lo largo de los siglos un acervo de sabiduría práctica, que proporciona importantes orientaciones a la hora de discernir. La conciencia las respetará críticamente, pero sin tomarlas como un almacén de respuestas prefabricadas. La comunidad creyente se convierte en el lugar en el que sus miembros pueden dialogar, estudiar y discernir en común los problemas morales. El papel de la iglesia, más que el de legislar, es el de iluminar desde una dimensión alta con propuestas de valores. En ocasiones tendrá que tomar postura oficialmente sobre problemas concretos, cumpliendo ante la sociedad una función que puede ser, según los casos, terapéutica o profética. Cuanto más concretos sean los problemas, menos tajantemente asertivas podrán ser las tomas de posición. Respetar estas tomas de posición oficiales de la iglesia no significará seguirlas a ciegas, como si ahorrasen pensar y decidir en conciencia.

e) Una decisión responsable (que no es lo mismo que acertada o con un cien por cien de certeza) sería la que ha tenido en cuenta debidamente los cuatro pasos anteriores. Puede que, al cabo del tiempo, revisemos la decisión y descubramos que fue equivocada; pero eso no quiere decir que fuera irresponsable. En ese sentido era una decisión éticamente correcta. La conciencia antecedente tendrá que presuponer actitudes básicas de respuesta a los valores, antes del citado proceso de informarse, pensar y debatir. Durante el proceso, la conciencia deberá ser también una conciencia acompañada comunitaria y eclesialmente. Después de pasar por el proceso, se requiere responsabilidad para adoptar en conciencia resoluciones prudentes, que no tienen que depender de un cien por cien de certidumbres, ni pueden imponerse a otras personas. Cuando queremos conjugar el respeto a las personas con la fidelidad a las normas, son inevitables los conflictos. En esas ocasiones ha de intervenir la sabiduría práctica como mediadora. “La sabiduría práctica, dice Ricoeur, consiste en inventar las conductas que satisfarán mejor las excepciones exigidas por nuestra solicitud para con las personas, traicionando lo menos posible las normas” (RICOEUR, 1990, 312).

5.3 Conciencia moral profética y liberadora

La teología de la liberación ha revalorizado el papel profético y liberador de la conciencia, a la vez que la llamada a convertir la comunidad creyente en voz de los sin voz y conciencia social que denuncie la necesidad de una concienciación o concientización para hacer frente a la manipulación ideológica de las conciencias y a la opresión y exclusión de las personas. El clamor del pueblo víctima de la injusticia (Ex 3, 7), las denuncias de la injusticia por los profetas (Amos 5, 18-24) y el mensaje evangélico de projimidad y misericordia (Lc 10 y Mt 25) se actualizan en el contexto de las teologías liberadoras como responsabilidad de la conciencia profética para reconocer las injusticias sistémicas y males estructurales que exigen ser denunciados por la comunidad solidaria con las víctimas. Esta conciencia profética llama, no solo a aliviar dolores y pobrezas, sino a deshacer sus causas sociales, estructurales, políticas y económicas. Esta conciencia actualiza desde la fe el amor al prójimo en la lucha contra toda violencia, racismo, exclusión, discriminación, etc. No lo hace pidiendo paternalmente que se incluya al pobre en el sistema, sino exigiendo el cambio del sistema que excluye al pobre. Esta conciencia escucha a Dios escuchando el clamor del pobre, que orientará su discernimiento y motivará sus decisiones.

6 Encuentro de moralidad y espiritualidad en la conciencia

La teología mística de Buenaventura vio en la conciencia, capaz de captar el bien, un movimiento amoroso de la voluntad, más que un juicio cognitivo. Pero la conjugación de deliberación ética y el discernimiento espiritual se debilitó a medida que se acentuaba la desconexión de moralidad y espiritualidad. Del s. XVII al XIX crece la distancia entre moral de preceptos y espiritualidad de consejos evangélicos. A mediados del siglo XX llegan con retraso los intentos de recuperar el diálogo de la moral teológica con la espiritualidad. La recuperación de la tradición bíblica del discernimiento y de la tradición filosófica reflexiva, ayudan a relacionar, a la vez que las diferencian, las funciones respectivas de la experiencia moral y la experiencia religiosa.

La voz de la conciencia, que dicta lo que se ha de hacer o no hacer “sale del fondo de mí mismo… es el clamor de la realidad camino de lo absoluto (ZUBIRI, 2007, 101-104). La experiencia metafísico-religiosa de la religación y la experiencia moral de la obligación son diversas, pero relacionadas. “Estamos obligados a algo porque previamente estamos religados al poder que nos hace ser”. (ZUBIRI, 2007, 93). La vivencia de la religación es el fundamento de la conciencia moral de la obligación. El fenómeno de la conciencia no se reduce a una obligación moral. La conciencia no se reduce a un fenómeno moral; en ella se relacionan íntimamente dos experiencias diferentes, la moral y la religiosa. La experiencia filosófico-religiosa de la “religación” fundamenta la experiencia moral de la obligación. “La voz de la conciencia es… la palpitación y el latido de la divinidad en el seno del espíritu humano” (ZUBIRI, 1997, 66-67). La experiencia filosófico-religiosa de la “religación” fundamenta la experiencia moral de la obligación. “Dios está manifiesto en el fondo de todo hombre… en la voz absoluta de la conciencia (ZUBIRI, 1997, 72-73). La dimensión religiosa de la realidad personal se desvela así en la conciencia, lugar de encuentro de moralidad y espiritualidad.

Juan Masiá, SJ. Universidad Católica Santo Tomás, Osaka (Japón). Texto original en español

7 Referencias

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GÓMEZ CAFFARENA, J. El teismo moral de Kant. Madrid: Cristiandad. 1983.

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HÄRING, B. Libertad y fidelidad en Cristo. Barcelona: Herder, 1981.

LONERGAN, B. Method in Theology. London: Darton, Longman, 1973.

LÓPEZ AZPITARTE, E. Fundamentación de la ética cristiana. México: San Pablo, 1994.

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McCORMICK, R. The critical calling. Washington, D.C.: Georgetown Univ. Press, 1989.

MAHONEY J. The Making of Moral Theology. Oxford: Clarendon Press, 1987.

MASIÁ, J. Animal vulnerable. Madrid: Trotta, 2015.

MIETH, D. La teología moral fuera de juego.  Barcelona: Herder, 1994.

RICOEUR, P. Soi même comme un autre. Paris: Seuil, 1990.

SÁNCHEZ RIVERA, J.M. Integración psíquica y psicología humanística. Madrid: Marova, 1981.

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ZUBIRI, X. El problema filosófico de la historia de las religiones. Madrid: Alianza y Fundación Xavier Zubiri, 1993.

____. El hombre y Dios. Madrid: Alianza y Fundación Xavier Zubiri, 2007.

Para saber más

Bockle, Franz. Hacia una conciencia cristiana: conceptos basicos de la moral. Estella: Verbo Divino, 1981.

MAJORANO, S. A Consciência. Uma visão cristã. Aparecida:Santuário, 2000.

Ruf, Karl. Curso Fundamental de teologia moral: consciência e decisão. São Paulo: Loyola, 1994.

BURÓN OREJAS, Javier. Psicología y conciencia moral. Santander: Sal Terrae, 2010.

DUQUE, Roberto Esteban. La voz de la conciencia. Madrid: Encuentro, 2015.

DAMASIO, Antônio. O mistério da consciência: do corpo e das emoções ao conhecimento de si. São Paulo: Companhia das Letras, 2005.

DI BIASE, Francisco (Org.) AMOROSO, Richard (Org.) A revolução da consciência: novas descobertas sobre a mente no Século XXI. Petrópolis: Vozes, 2004.

GUARDINI, Romano. La coscienza. 4. ed. Brescia: Morcelliana, 1977.

GURWITSCH, Aron. El campo de la conciencia: un análisis fenomenológico. Madrid: Alianza, 1979.

HABERMAS, Jurgen. Conciencia moral y acción comunicativa. Madrid: Trotta, 2008.

KENNETH, Overberg. Consciência em conflito. São Paulo: Paulus, 1999.

LAIN, Vanderlei. Nova consciência: a autonomia religiosa pós-moderna. Recife: Libertas, 2008.

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LONERGAN, Bernard. La formazione della coscienza. Brescia: La Scuola, 2010.

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STRECK, Lenio Luiz. O que é isto – decido conforme minha consciência? Porto Alegre: Livraria do Advogado, 2010.

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VALADIER, Paul. Elogio da consciência. São Leopoldo: UNISINOS, 2000.

WEBB, Eugene. Filósofos da consciência: Polanyi, Lonergan, Voegelin, Ricoeur, Girard, Kierkegaard. São Paulo: É Realizações, 2013.

Misal Romano

Índice

1 Introducción

2 La Constitución Apostólica Missale Romanum

3 Breve historia y génesis del Misal Romano

4 Aspectos teológicos y pastorales valorados por el nuevo Misal

4.1 Presencia de Cristo

4.2 Asamblea y participación

4.3 Sagrada Escritura

5 Conclusión

6 Referencias bibliográficas

1 Introducción

Por medio de la Constitución Apostólica Missale Romanum, del 3 de abril de 1969, el papa Pablo VI aprobó el nuevo Misal Romano y la “Instrucción General al Misal Romano” (Institutio Generalis Missalis Romanum – IGMR), que acompaña y precede al formulario del Misal . El texto de la edición oficial (editio typica) del Misal y de la Instrucción son del 25 de marzo de 1970. Pasados apenas cinco años, se publicó la segunda edición del Misal Romano. En el año 2000, treinta años después de la primera edición del Misal, se lanza su tercera edición. En esa ocasión surgieron algunas orientaciones que complementaban la edición anterior del Misal, las cuales fueron incorporadas en la tercera edición de la IGMR. Tomemos como paradigma para nuestras referencias esta última edición de la IGMR. Ella presenta nueve capítulos y 399 números (la primera edición tenía ocho capítulos y 342 números).

Esta Instrucción -al igual que sucede con las introducciones de los libros litúrgicos emanados de la reforma litúrgica conciliar (praenotanda) – es un rico conjunto de hilos de carácter bíblico, teológico, doctrinal, catequético y pastoral; todos formando un único tejido multicolor. Lejos de ser un mero manual de rúbricas, la IGMR es portadora de una teología fecundada por la renovación pre y post-conciliar, pero sobre todo por las riquísimas propuestas del Concilio Vaticano II. “Marca un giro en relación a los precedentes Rubricae Generales y Ritus servandus del Misal de Pío V, ya por el propio título: Institutio, un género literario nuevo, y aún por su contenido de amplio respiro” (FALSINI, 1996, p.7) .

Al lado de la IGMR, otro tesoro de la reforma litúrgica fue el Ordo Lectionum Missae (OLM) – el listado oficial de las lecturas de la Sagrada Escritura que se proclaman en la celebración de la eucaristía. La primera edición típica del OLM fue publicada en 1969, por mandato de Pablo VI. En 1981 hubo su segunda edición. Se trata de un documento compuesto de seis capítulos, cuyo ámbito teológico, catequético y pastoral es realzar el valor de máxima importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la eucaristía (CNBB, 2008).

El objetivo de la investigación propuesta es explorar algunos aspectos relevantes del Misal Romano. Para ello, propondremos un trayecto a recorrer en tres etapas: 1) Constitución Apostólica Missale Romanum; 2) Breve histórico y génesis del Misal de Pablo VI; 3) Aspectos teológicos y pastorales valorados por el nuevo Misal, donde especificar tres aspectos: presencia de Cristo, asamblea y participación y Sagrada Escritura.

2 La Constitución Apostólica Missale Romanum

La Constitución Apostólica Missale Romanum merece un enfoque aparte, dado su peso y relevancia. Ella no sólo se presentó como un instrumento necesario para que fuera posible la promulgación del nuevo Misal, sino que trajo consigo una densa y profunda síntesis de potencialidades y propuestas teológicas y pastorales[1].

El Misal que vigoró hasta 1970 fue aquél promulgado por el papa Pío V, en 1570, de acuerdo con el decreto del Concilio de Trento. Según nuestra Constitución, él está “entre los muchos y admirables frutos que ese Santo Sínodo ha difundido por toda la Iglesia de Cristo”. Durante cuatro siglos, los sacerdotes del rito latino lo tuvieron como norma para la celebración de la eucaristía.

En la primera mitad del siglo XX, de modo particular, comienza a despuntar y desarrollarse entre los cristianos un fuerte deseo de una renovación de la liturgia, deseo este que, según las palabras del Papa Pío XII, debe ser considerado “paso del Espíritu Santo por su Iglesia “(JAVIER FLORES, 2006, p.285). Con eso, se fue aclarando que el Misal de Pío V debía ser urgentemente renovado y enriquecido en sus textos. El propio Pío XII dio inicio a esta obra, restaurando la Vigilia Pascual y el Ordinario de la Semana Santa, auténticos y concretos pasos para el inicio de la reforma del Misal Romano y su adaptación a las necesidades de la Iglesia de hoy.

Con la promulgación del primer documento del Concilio Vaticano II, la Constitución Litúrgica Sacrosanctum Concilium (SC), fue lanzada la piedra fundamental de la profunda reforma del Misal Romano. En lo que se refiere al misterio de la eucaristía, la Sacrosanctum Concilium, en el capítulo II (números 47-58), presenta algunas directrices concretas para la revisión del Misal: buscar mayor claridad en los textos y ritos; promover la participación de los fieles; preparar “con mayor abundancia para los fieles” la mesa de la Palabra de Dios; centralizar la realidad del misterio pascual; resucitar algunos ritos que se perdieron durante la historia (oración universal, concelebración, lectura de textos del Antiguo Testamento, comunión bajo las dos especies, etc.) y el uso de la lengua vernácula. La preocupación por una auténtica renovación litúrgica, en particular en lo que se refiere a la celebración de la eucaristía, señala precisamente  la participación de los bautizados en el misterio que se celebra: “El ritual de la Misa debe ser revisado, de modo que aparezca más claramente la estructura de cada uno una de sus partes, así como su mutua conexión, para facilitar una participación piadosa y activa de los fieles “(SC n.50). [2]

Pablo VI, en la Constitución Apostólica Missale Romanum, aclara que la renovación del Misal no es fruto de un capricho de la Iglesia posconciliar y nada tiene de improvisado. Por el contrario, ella fue preparada cariñosa y progresivamente, de modo particular, con el auxilio de los avances de la teología bíblica y litúrgica. Estos y otros factores señalan la asistencia permanente del Espíritu Santo, que, en todas las fases de la historia, suscita en la Iglesia de Cristo los soplos de renovación. Pablo VI recuerda que, tras el Concilio de Trento, se inició el estudio de antiguos manuscritos de la Biblioteca Vaticana y de otros materiales recogidos de varios lugares. El Papa Pío V da testimonio de que este rico documental contribuyó mucho a la revisión y renovación del Misal promulgado en 1570. De la publicación de ese Misal hasta el Concilio Vaticano II se descubrió y publicó un rico material de antiguas fuentes litúrgicas, como también fueron conocidas y estudiadas antiguas fórmulas litúrgicas de la Iglesia Oriental. En este sentido, afirma Pablo VI: “Así muchos insistieron para que tales riquezas doctrinales y espirituales no permanecieran en la oscuridad de las bibliotecas, sino que, por el contrario, fuesen dadas a luz, para ilustrar y nutrir las mentes de los cristianos” (PAULO VI, 1992, p.18).

Una de las más importantes novedades de la reforma del nuevo Misal son los nuevos formularios de Oraciones eucarísticas. La Oración Eucarística I, también llamada Canon Romano, fue fijada entre los siglos IV y V y permaneció siendo el único formulario usado en las Misas hasta el nuevo Misal. Además de las nuevas oraciones eucarísticas, este Misal se ha enriquecido con un gran número de nuevos Prefacios. El actual Misal cuenta con trece Oraciones Eucarísticas[3]. Se trata, por tanto, de un Misal con una riqueza eucológica sin precedentes (BUGNINI, 2013, p.347).

Además, de acuerdo con las orientaciones del Concilio Vaticano II, hubo el cuidado de simplificar varios elementos secundarios que, a lo largo de los siglos, se han ido añadiendo a la celebración de la Misa. Con frecuencia, esos elementos desviaban a los fieles de lo que era esencial en el misterio eucarístico, además de sobrecargar demasiado la celebración. Todo, sin embargo, fue hecho cuidadosamente para que se conservara la sustancia de los ritos litúrgicos. Se respetó la estructura esencial de los ritos y, al mismo tiempo, se optó por su simplificación. Orienta el Concilio: “Se omitan todos los elementos que, con el paso del tiempo, se han duplicado o, menos útilmente, se han añadido; se restaure, sin embargo, si parece oportuno o necesario y según la antigua tradición de los Padres, algunos que injustamente se perdieron “(SC n.50). (MARSILI, 2010: 329-37).

Se han restaurado, sigue recordando  Pablo VI en la Constitución Apostólica, algunos ritos que habían caído en desuso en la celebración de la Misa y que gozaron de importancia en el tiempo de los Padres de la Iglesia. Entre los ritos restaurados, el de la proclamación de la Biblia en la Liturgia de la Palabra es indudablemente uno de los más significativos y decisivos (TRIACCA, 1992, p.135-51). Se trata de una expresa orientación conciliar: “Para que la mesa de la Palabra de Dios sea preparada con mayor abundancia para los fieles, se abran más ampliamente los tesoros de la Biblia, de modo que, dentro de cierto número de años, sean leídas al pueblo las partes más importantes de la Sagrada Escritura “(SC n.51) [4]. “Todo esto fue así ordenado para aumentar cada vez más en los fieles el hambre de la Palabra de Dios” (Am 8,11) que, bajo la dirección del Espíritu Santo, debe llevar al pueblo de la nueva Alianza a la perfecta unidad de la Iglesia “- afirma Pablo VI.

En la conclusión de la Constitución Apostólica Missale Romanum, el pontífice manifiesta su deseo de “dar fuerza de ley” a todo lo expuesto en ese documento. Recuerda que su predecesor Pío V, con ocasión de la promulgación del Misal Romano, declara al pueblo cristiano que ese libro litúrgico era “como factor de la unidad litúrgica y signo de la pureza del culto de la Iglesia”. “De la misma forma”, continúa Pablo VI, “nosotros, en el nuevo Misal, aunque dejando lugar para legítimas variaciones y adaptaciones, según las normas del Concilio Vaticano II, esperamos que sea recibido por los fieles como un medio de testimoniar y afirmar la unidad de todos, pues, entre tanta diversidad de lenguas, una sola y misma oración, más fragante que el incienso, subirá al Padre celestial por nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo, en el Espíritu Santo “(PAULO VI, 1992, p.21).

3 Breve historia y génesis del Misal Romano

Aunque nuestro propósito es enfocar la reforma del Misal Romano de Pablo VI, no se puede dejar de señalar que el siglo XX estuvo marcado por un fuerte deseo de reforma en el campo de la liturgia. Pío X, en la Bula Divino afflatu (1/11/1911), muestra la necesidad de reformar algunas líneas concernientes a la Misa y al Oficio divino. En su motu propio Abhinc duos annos (23/10/1913), él presenta un esbozo programático de una futura reforma del Breviario. Los proyectos de reforma de los dos principales libros litúrgicos de la Iglesia -el Breviario y el Misal- quedaron paralizados debido a varias circunstancias imprevistas, de modo particular el estallido de la primera guerra mundial y la muerte del pontífice.

Pío XII dio un nuevo impulso a los trabajos de reforma ya en marcha. En 1946, él forma una comisión con el fin de hacer un levantamiento de lo que hasta ese momento había sido realizado en pro de una reforma litúrgica. Esta comisión quedó bajo la coordinación del entonces prefecto de la Congregación de los Ritos, el cardenal Salotti. En el año 1948, esa comisión produjo un largo memorándum que contenía las principales directrices de una concreta obra de reforma. El factor decisivo de esta fase fue la publicación de la encíclica Mediator Dei (20/11/1947). Con esta encíclica, Pío XII abre decisivamente la fase preconciliar de la renovación litúrgica (JAVIER FLORES, 2006, p.271-87).

En los años inmediatamente precedentes al Concilio Vaticano II, había, en los diversos sectores de la Iglesia y entre los fieles, un vivo deseo de una reforma litúrgica, particularmente en lo que se refería a la Misa. El 25 de enero de 1959, el Papa Juan XXIII manifiesta, por primera vez, su intención de convocar un Concilio. En junio del mismo año, el secretario de Estado, cardenal Tardini, pidió a todos los obispos, a los superiores de las órdenes religiosas y a las universidades católicas enviar sugerencias de temas a tratar en el Concilio. Muchas de estas sugerencias se referían a la reforma de la Misa (LENGELING, 1971, p.501). En vista de estos y otros factores, se puede entender por qué el primer documento emanado del Vaticano II fue justamente la Constitución Litúrgica Sacrosanctum Concilium, promulgada el 4 de diciembre de 1963. El segundo capítulo de esa Constitución (n.47-58) fue completamente dedicado al sacramento de la eucaristía.

El 25 de enero de 1964, Pablo VI formó el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, una comisión que debía llevar adelante el proyecto de la reforma litúrgica. Al formar este Consejo, el pontífice tenía el ardiente deseo de poner en práctica lo que había pedido el Concilio Vaticano II: “Los libros litúrgicos sean cuanto antes revisados ​​por personas competentes y consultando a obispos de diversos países del mundo” (SC n.25) . Motivado por esa exhortación, el Consilium, de inmediato, puso manos a la obra. En poco tiempo, los trabajos de la comisión ya presentaban los primeros signos de la reforma del Misal (BASURKO & GOENAGA, 1990, p.149). La empresa, sin embargo, necesitó ser enfrentada de forma paciente y gradual. El motivo de este procedimiento se dio por dos razones: a) de acuerdo con el Concilio Vaticano II, el trabajo de reforma debía transcurrir con prudencia, pues lo que estaba en juego era algo delicado y desafiante. Según la SC n.23, era tarea de la Iglesia conservar la “sana tradición” y, al mismo tiempo, lanzarse en un “progreso legítimo”, según lo que los nuevos tiempos exigían. Y eso debería ser hecho “con cuidadosa investigación teológica, histórica y pastoral acerca de cada una de las partes de la liturgia eucarística que deben ser revisadas”. Y más, la Iglesia debería tener en cuenta “las leyes generales de la estructura y del espíritu de la liturgia, la experiencia adquirida en las recientes reformas litúrgicas”. Además, que se tomara el cuidado de no introducir innovaciones indebidas en el proceso de reforma y que las nuevas formas surgieran de las ya existentes. Obviamente, una obra de tal porte exigía tiempo, discernimiento y cautela; b) desde el punto de vista didáctico y psicológico, sería perjudicial exigir un cambio inmediato y radical. El clero y el pueblo de Dios no tendrían condiciones de comprender correctamente y asimilar de forma profunda y provechosa los cambios propuestos por la Iglesia. Para comprobar la paciencia y el cuidado maternal de la Iglesia en relación a sus hijos, basta con conferir la lista de los documentos romanos publicados entre los años 1964 y 1971, todos ellos relacionados con la reforma del nuevo Misal. Y eso con el deseo que el pueblo de Dios acogiera con conciencia y provecho las propuestas de la reforma litúrgica (LENGELING, 1971, p.506-9).

En el ámbito del Consilium, doce grupos de trabajo contribuyeron a realizar el nuevo Misal. Tres otros grupos se ocuparon de problemas comunes a la reforma del Breviario y del Misal, tales como el calendario, las rúbricas y las fiestas particulares. De los grupos que se encargaron de la reforma del Misal – lecturas bíblicas, oraciones, prefacios, participación de los fieles, comunión bajo dos especies, concelebración, Misas votivas, cantos de la Misa – no se puede dejar de hacer memoria de nombres como A. Franquesa, M. Righetti, T. Schnitzler, P. Jounel, C. Vagaggini, P. M. Gy, J. A. Jungmann, J. Gelineau, L. Bouyer y tantos otros. Gracias a ellos y a la supervisión continua de Pablo VI, se hizo posible la obra de la reforma litúrgica con uno de sus frutos más fecundos y prometedores: el Misal Romano.

Siendo la reforma del Misal una obra auténticamente eclesial y colegial, Pablo VI quiso garantizar que participasen de ella todos los obispos. Sobre esto, recordamos aquí las palabras pronunciadas por el pontífice en la audiencia concedida a los participantes de la VII sesión plenaria del Consilium, en diciembre de 1966. Después de haber hablado de la importancia de la música sacra, él declara:

Hay otra cuestión, entre todas, que es de máximo interés: aquella que se refiere al Ordo Missae. Tomamos ya ciencia del estudio realizado y sabemos cuántas eruditas y religiosas discusiones están relacionadas tanto al texto del así llamado Ordo Missae, sobre la composición del nuevo Misal y del calendario de las celebraciones. La cosa es de tanto peso y de tanta importancia universal que no podemos dejar de consultar al episcopado antes de convalidar con nuestra aprobación las medidas propuestas por éste Consilium. (LENGELING, 1971, p.506-9)

De hecho, la propuesta de reforma de la Misa fue sometida al examen de los obispos, que fueron convocados para un Sínodo en Roma, en el año 1967. Varias indagaciones fueron hechas y ricas sugerencias fueron dadas para que, sin demora, se hiciera la reforma del Misal. Sin embargo, sea durante el Sínodo, sea en momentos sucesivos, “no faltaron intentos con el fin de denigrar el nuevo Ordo Missae” (LENGELING, 1971, p.512). De él se dijo que contenía “errores de una nueva teología”, transferidos al campo litúrgico, y que la propuesta del nuevo Ordo, de que también el pueblo de Dios pueda ofrecer el sacrificio, oscurece en los fieles la realidad de la “plenitud de los poderes sacerdotales “(LENGELING, 1971, p.512). Las voces contra el nuevo Misal propalaban que la reforma había faltado al respeto de tres importantes puntos sostenidos por la doctrina católica: la naturaleza sacramental de la misa, la cuestión de la presencia real del Señor en las especies eucarísticas y el tema de la naturaleza del sacerdocio ministerial. En tres números seguidos de la proclamación de la IGMR, estos argumentos son enfrentados y aclarados de la siguiente manera: “La naturaleza sacramental de la Misa, que el Concilio de Trento solemnemente afirmó, en concordancia con la universal tradición de la Iglesia, fue nuevamente proclamada por el Concilio Vaticano II. “(N.2). “El admirable misterio de la presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas fue confirmado por el Concilio Vaticano II y por otros documentos del Magisterio Eclesiástico, en el mismo sentido y en la misma forma con que fuera a nuestra fe por el Concilio de Trento” (n.4). “La naturaleza del sacerdocio ministerial, propio del obispo y del presbítero que ofrecen el sacrificio en la persona de Cristo y presiden la asamblea del pueblo santo, se evidencia en el propio rito, por la eminencia del lugar de función del sacerdote” (n.4).

Después de un doloroso parto, nace, en fin, el Missale Romanum. Un momento nuevo y prometedor en la vida de la Iglesia, de su identidad y misión, ya que lo que está en juego es la celebración del misterio de la eucaristía. “Ella” contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, el mismo Cristo, nuestra pascua y pan vivo, dando vida a los hombres a través de su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo (…). La Eucaristía aparece como fuente y cumbre de toda la evangelización “(CONCILIO VATICANO II, 1982, n.5).

4 Aspectos teológicos y pastorales valorados por el nuevo Misal

Para que se tenga acceso al manantial ofrecido por el nuevo Misal y de él se quiera un fecundo provecho, se hace necesario conocerlo en su teología y perspectivas pastorales. Sin duda, uno de los mejores medios para ello es un buen conocimiento de los principios y normas propuestos por la IGMR. Esta Instrucción quiere franquear el contacto con el rico material eucológico presente en el actual Misal – se trata de piezas ricas en sus dimensiones bíblica, teológica, litúrgica, espiritual, catequética y pastoral. En este sentido, la IGMR está lejos de ser un simple aggiornamiento de rúbricas y de orientaciones pragmáticas; por el contrario, quiere ser un rico y permanente manual de formación litúrgica para el clero y el pueblo de Dios. Aquí conviene recordar la amonestación que nos viene del Concilio Vaticano II: “Con empeño y paciencia busquen a los pastores de almas dar la formación litúrgica y promover también la participación activa de los fieles (…)” (SC n.19) (CONGREGACIÓN PARA El CULTO DIVINO2, 2003, n.11). Con ese objetivo, seleccionamos en esta sección tres temas de particular relevancia en el Misal Romano y, por consiguiente, enfatizados en la IGMR.

4.1 Presencia de Cristo

El tema de la presencia de Cristo en la celebración eucarística es enfáticamente abordado en el número 27 de la IGMR:

En la Misa, o Cena del Señor, el pueblo de Dios es convocado y reunido, bajo la presidencia del sacerdote, quien obra en la persona de Cristo (in persona Christi) para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico. De manera que para esta reunión local de la santa Iglesia vale eminentemente la promesa de Cristo: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Pues en la celebración de la Misa, en la cual se perpetúa el sacrificio de la cruz, Cristo está realmente presente en la misma asamblea congregada en su nombre, en la persona del ministro, en su palabra y, más aún, de manera sustancial y permanente en las especies eucarísticas

La doctrina contenida en ese número se encuentra impregnada de teología bíblica. En pasajes como Mt 28,19-20 y Jn 15,4-7, vemos el deseo de Jesús en estar presente, de permanecer junto a los suyos. Ciertamente la experiencia de esa presencia era el corazón del culto y de la experiencia de fe de la comunidad primitiva. En la época apostólica y patrística “la presencia del Señor era una verdad profundamente vivida en todas sus dimensiones” (LÓPEZ MARTÍN, 1996, p.112). En la celebración litúrgica, de modo privilegiado, esa verdad se experimentaba en profundidad.

El tema de la presencia de Cristo en la liturgia ha sido objeto de constante interés del Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir de Pío XII[5]. Es, sin embargo, en la Sacrosanctum Concilium, que es abordado de forma incisiva: Cristo está siempre presente en su Iglesia, especialmente en las acciones litúrgicas: en el sacrificio de la misa, en la persona de aquel que preside el culto, en las especies eucarísticas (cf SC n.7). Con el aliento del Concilio,  la IGMR  enfrenta  la cuestión de la presencia de Cristo en la celebración de la cena del Señor – presencia variada y múltiple, debido a la diversidad de los signos con que se realiza la acción litúrgica: asamblea, ministro, Palabra, especies eucarísticas. Ciertamente esa panorámica se debe, en gran parte, a la teología conciliar. La Sacrosanctum Concilium afirma que, por medio de la liturgia, especialmente por el sacrificio eucarístico, “se actúa la obra de nuestra redención” (SC n.2). La realización de una obra de tal porte exige la “presencia” de Cristo actuando a través de los signos litúrgicos. En efecto, lo que fue realizado “una vez por todas” (Hb 7,27), en el evento histórico, se actualiza “todas las veces” (1 Cor. 11,26), en la celebración de la eucaristía. Es la grandeza de esa presencia en mystérion, es decir, operada por el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, a través de los signos sacramentales, lo que provocó la genial formulación de la IGMR 27 (CORBON, 2004, 111-9).

 Cristo está realmente presente “(“Christus realiter praesens adest“) siempre que la Iglesia celebra el misterio de la eucaristía. Notemos bien el tono de esa formulación de la Instrucción. La presencia de Cristo se describe marcadamente en cuatro formas distintas e integradas; y, para cada una de ellas, se aplica la fuerza del adverbio “realmente”, presencia “real”. Esto no sólo está en perfecta consonancia con la revelación bíblica y la tradición de la Iglesia, sino que también es un estupendo rescate de una realidad que yacía bajo los escombros durante muchos siglos. Sabemos que, en la Edad Media, en virtud de las controversias eucarísticas surgidas a partir de los siglos VIII y IX, la atención de la teología católica pasó a concentrarse única y exclusivamente en la forma de la presencia de Cristo en las especies eucarísticas, quedando en la penumbra las demás formas enumeradas por nuestra Instrucción. Esta polarización absolutizante nos hizo perder, en cierto modo, la visión de conjunto del misterio eucarístico. “El Concilio de Trento y la teología post-tridentina reafirmar la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo en la eucaristía. El énfasis con que esta verdad de fe fue afirmada hizo pensar sólo en ella como verdaderamente real, como si los otros modos de presencia no fueran reales “(SPERA & RUSSO, 2004, p.123). Las consecuencias de esto se perciben frecuentemente en los ámbitos de la catequesis, de la pastoral y de la vivencia eucarística, donde, aquí y allá, prevalece un devocionalismo eucarístico concentrado de forma exclusiva en la adoración a Cristo presente en la “hostia consagrada”, desconsiderándose la riqueza y la amplitud de las formas de la presencia de Cristo – todas ellas reales – en el misterio de la celebración de la Cena del Señor.

4.2 Asamblea y participación

Como anteriormente se ha expuesto, una de las formas de la presencia de Cristo en la celebración de la cena se da precisamente en la asamblea litúrgica; en ella Cristo está realmente presente (IGMR n.27). El mismo Dios toma la iniciativa de convocar y reunir a su pueblo para hacer de él el sacramento de su presencia y de la permanente acción de Cristo en su Iglesia. A cada asamblea eucarística se aplica con toda la propiedad la promesa de Cristo a sus discípulos: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). De esta forma, podemos decir que la IGMR considera la asamblea cultual a partir de su sacramentalidad, es decir, de lo que ella señaliza y realiza en el marco del proyecto salvífico de Dios en relación a todos los hombres (BOSELLI, 2014, p.98-116 ).

Esta asamblea es el auténtico sujeto de la acción litúrgica (PALUDO, 2003, p.67-75, AUGÉ, 1998, p.73-4), una realidad diferenciada y enriquecida por múltiples dones y carismas que el Espíritu Santo le confiere. En ella, cada bautizado, miembro del cuerpo de Cristo, es llamado a vivir el triple munus que el sacramento del bautismo le confió: profético, sacerdotal y regio. En la misma dinámica de un organismo estructurado y bajo el prisma de un pueblo jerárquicamente ordenado, la celebración eucarística cuenta necesariamente con el ejercicio del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común de los fieles. De esta forma, el culto eucarístico es una acción de toda la Iglesia, donde cada uno debe hacer solamente lo que le corresponde, de acuerdo con el don que recibió de Dios, puesto al servicio de la edificación de la asamblea. “Este es el pueblo adquirido por la sangre de Cristo, reunido por el Señor, alimentado por su Palabra; pueblo llamado para elevar a Dios las oraciones de toda la familia humana, y dar gracias en Cristo por el misterio de la salvación, ofreciendo su sacrificio; pueblo, en fin, que crece en la unidad por la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo “(IGMR 5).

Como sujeto de la acción celebrativa, toda asamblea es insistentemente llamada a tomar parte en el misterio celebrado, a participar en él. En ese punto, la IGMR resuena perfectamente el llamamiento lanzado por la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, a su vez, no hace otra cosa sino llevar a término el grito levantado por el Movimiento Litúrgico de los inicios del siglo pasado. Desde allí hasta hoy, no se puede más pensar en la celebración litúrgica sino a partir de categorías más participativas, que se adecuan perfectamente a las fuentes del culto cristiano y al pensamiento de la tradición de los Padres de la Iglesia (SANTO DOMINGO, 1993, n.9; BOTTE,  1978).

Conviene resaltar que la profunda y amplia reforma de los ritos y textos litúrgicos, propuesta por el Concilio Vaticano II y por la reforma posconciliar, siempre ha tenido como objetivo mejorar la calidad de la participación de los fieles. Ya no forma parte del pensamiento litúrgico contemporáneo una mera reforma de rúbricas o casuística. Corresponde a los obispos, en particular, orientar a los fieles en esta perspectiva. Ellos deben cuidar para que, “en la acción litúrgica, no sólo se observen las leyes para la válida y lícita celebración, sino que los fieles participen de ella consciente, activa y fructuosamente” (SC n.11). Y matizando aún la realidad de la participación como algo que brota de nuestra llamada bautismal, vale la pena aún oír el Concilio: “Es deseo ardiente en la madre Iglesia que todos los fieles lleguen a aquella plena, consciente y activa participación en la celebración litúrgica que la propia naturaleza de la liturgia exige y a la que el pueblo cristiano, “raza escogida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Pe 2,9, cfr. 2,4-5), tiene derecho por fuerza del bautismo “(SC n.14 ).

Los nueve capítulos que forman la IGMR, directa o indirectamente, se polarizan en torno a la asamblea reunida para la celebración eucarística y la participación exigida por ese culto. Los diversos elementos de la Instrucción procuran estar al servicio de esas realidades a fin de que de ellas salga a la luz el manantial que cargan en potencia. Nuestro documento tiene una gran preocupación en establecer una relación “rito-asamblea” y “rito-participación”. Por esta razón, él procura esclarecer y precisar las funciones que cada ministro, cada miembro de la asamblea, es llamado a desempeñar durante la celebración – una verdadera orquesta que cuenta con la dedicación y participación de cada músico, cuya meta es la experiencia de la belleza y de la armonía, una unidad generada a partir de una fecunda diversidad. A la luz de la IGMR, la propia disposición del espacio y sus condiciones de la celebración – dignidad del lugar, arte litúrgico, altar, cátedra, ambón, sonido, luz, etc.) deben estar dirigidas a la plena y activa participación de los fieles. “Lo que aquí se resalta – una clara sensación de armonía del conjunto – no es la correcta funcionalidad del rito, sino su orientación  a la asamblea, a la Iglesia reunida, que allí realiza su misterio, llamada a entrar en el dinamismo de la pascua de su Señor “(FALSINI, 1996, p.9).

4.3 Sagrada Escritura

La IGMR da absoluta primacía a la proclamación de las lecturas bíblicas en la celebración de la eucaristía: “La parte principal de la liturgia de la palabra está constituida por las lecturas de la Sagrada Escritura” (n. 55). Proclamar los textos de la Biblia en la asamblea de los fieles -lo que se suele llamar “Liturgia de la Palabra” – es una de las principales misiones de la Iglesia (ekklesía, es decir, convocatoria del pueblo de la Alianza para acoger y responder a la Palabra del Señor), según lo que  bien  nos dice el Concilio Vaticano II: “Efectivamente, en la liturgia Dios habla a su pueblo, y Cristo continúa anunciando el Evangelio. Por su parte, el pueblo responde a Dios con el canto y la oración “(SC n.33). Continúa la Instrucción recordando que, durante la proclamación de la santa Escritura, “Dios habla a su pueblo, revela el misterio de la redención y salvación, y ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su Palabra, se halla presente en medio de los fieles “.

Rescatar la importancia de la Palabra de Dios en el marco de la asamblea y su índole proclamativa fue una de las principales intenciones del Concilio Vaticano II y de la reforma litúrgica encabezada por el papa Pablo VI, llevada adelante gracias a la empeñada actividad de sus colaboradores. Ciertamente, esa reforma no pretendió otra cosa sino volver a los orígenes más genuinos de la celebración cristiana en cuanto a la primacía que tenían los textos sagrados en las asambleas primitivas y en las comunidades que florecieron a partir de las instrucciones de los Padres de la Iglesia; de ellos, a ese respecto, podríamos citar varios testimonios.

La IGMR declara que es “mejor conservar la disposición de las lecturas bíblicas por la que se manifiesta la unidad de los dos testamentos y de la historia de la salvación” (n.57). Qué precioso rescate éste,  realizado por la reforma litúrgica, sobre todo cuando se conoce la praxis que regía en la celebración de la Misa hasta el Concilio Vaticano: la ausencia de la proclamación de los textos veterotestamentarios. Se toma ahora una clara conciencia de la “unidad de los dos testamentos”, que forman una única economía de la salvación. Según la dinámica del proyecto de Dios, no se puede concebir la plenitud de la revelación ocurrida en Cristo sin la comunicación que Dios hace de sí mismo, de diversos modos, en la primera alianza (Hb 1,1).

La Sagrada Escritura, proclamada en la Liturgia de la Palabra, evoca y hace actual toda la economía de la salvación que, en Cristo, tuvo su pleno cumplimiento. Sugestivo a este respecto es el episodio de los discípulos de Emaús. En la tarde de Pascua, el resucitado se coloca entre dos de sus discípulos que se encontraban desolados e incapaces de reconocer al Señor. En cierta altura del recorrido, Lucas dice que Jesús retoma la revelación veterotestamentaria y de ella se hace un hermeneuta calificado: “Y empezando por Moisés y por todos los profetas, interpretó en todas las Escrituras lo que a él se refería” (Lc. 24,27). Dado que la economía de la primera alianza, toda ella, encuentra en el Cristo pascual su cumplimiento, lo que queda bastante marcado en lo que sigue en la perícopa: “Era necesario que se cumpliera todo lo escrito sobre mí Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos “(v.44).

La proclamación de la Palabra en la liturgia nos hace “contemporáneos” del misterio de Cristo y nos pone en comunión con su presencia. Celebrando el memorial dela promesa hecha a Abraham y llevada a cabo en “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4),  la Palabra anunciada en la liturgia se convierte en epifanía de la presencia definitiva del Emmanuel, el “Dios con nosotros” (cf. Mt 1,23; Is 7,14). Él mismo es el euangélion perennemente proclamado y hecho actual, evento de salvación para todos los que lo acogen en la fe.

La IGMR resalta, con toda propiedad, que la proclamación de la Palabra en la celebración eucarística se prolonga en la homilía, parte integrante de la Liturgia de la Palabra: “La homilía es una parte de la liturgia y vivamente recomendada, siendo indispensable para nutrir la vida cristiana” n.65). Por regla general, esta función corresponde al que preside la asamblea, pudiendo también ser delegada a otro concelebrante o a un diácono (cf. n.66). Lo que la Instrucción propone acerca de la homilía es una concreta aplicación pastoral de lo que fue preconizado por el Concilio Vaticano II: “Se recomienda vivamente la homilía, como parte propia de la liturgia; en ella, en el transcurso del año litúrgico, se presentan, a partir del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. En las misas dominicales, sin embargo, y en las fiestas de precepto, concurridas por el pueblo, no se omita la homilía, sino por grave motivo “(SC n. 52).

“En la celebración litúrgica es de máxima importancia  la Palabra de Dios”, nos recuerda vehemente el Vaticano II (SC n.24). Resolver la importancia de la Palabra de Dios en el marco de la asamblea reunida y su índole proclamativa fue una de las principales intenciones del Concilio y de la reforma litúrgica posconciliar. De modo que esto se verifica en la propuesta que llega del Ordo Lectionum Missae, que afirma que “la Palabra de Dios y el misterio eucarístico fueron honrados por la Iglesia con la misma veneración, aunque con diferente culto” (OLM n.10). “La Palabra de Dios, propuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor activo del Padre, que nunca deja de ser eficaz entre los hombres” (OLM n.4).

[La liturgia] constituye, efectivamente, el ámbito privilegiado donde Dios nos habla en el momento presente de nuestra vida; habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Cada acción litúrgica está, por naturaleza, impregnada de la Sagrada Escritura. (BENEDICTO XVI, 2010, n.52)

 El deseo de escuchar y responder a Dios, por medio de su Palabra, sin duda alguna, ha sido una gratificante experiencia eclesial en la vida de nuestras comunidades, en Brasil y en América Latina en general (PALUDO & D’ANNIBALE, 2005, p. 143-91). Son innumerables los testimonios de esta realidad. Podemos afirmar que la fuerte aspiración del Concilio Vaticano II -que, con holgura, los “tesoros de la Biblia” sean abiertos a todo el Pueblo de Dios”[6]– se ha celebrado entre nosotros, aunque, sin duda, tengamos un camino a recorrer en esa dirección .

Concluimos este tema con una exhortación conciliar, dirigida a los sacerdotes, catequistas, en fin, a todos bautizados. Ella se encuentra en la Dei Verbum, ya denominada como “uno de los más preciosos documentos del Concilio Vaticano II” y la “perla”, la “obra maestra” del Concilio:

Mantengan contacto íntimo con las Escrituras (…) Recuerden, sin embargo, que la lectura de la Sagrada Escritura debe ser acompañada de la oración, para que sea posible el coloquio entre Dios y el hombre, pues con él hablamos cuando rezamos, y a él oímos, cuando leemos los divinos oráculos (San Ambrosio). (CONCÍLIO VATICANO II, 2010, n.25).

5 Conclusión

El libro princeps de la reforma del Concilio Vaticano II es, indudablemente, el nuevo Misal Romano. En total respeto con la tradición, se presenta también, en muchos aspectos, como algo verdaderamente nuevo, que sólo puede ser evaluado a través de un profundo conocimiento (MARSILI, 1971, p.443). Por esa razón la Iglesia es invitada a centrarse en él y a investigar, sin tregua y con afectuoso cariño, su estructura, composición, riqueza y potencialidad. Él reclama ser conocido en la variedad de sus formas y en el amplio margen de posibilidades catequéticas y pastorales. Valorarlo y acercarse a él con ese espíritu de investigación, en verdad, no es una obra fácil; pero es necesario que así sea para que de él se pueda hacer un uso provechoso y sorprendente en descubrimientos. “La multiplicidad de textos y la flexibilidad de las rúbricas, en efecto, permiten una celebración viva, sugestiva, espiritualmente eficaz, ya que pueden adaptarse a las diversas situaciones y diversos contextos de las asambleas, sin que haya necesidad de recurrir a artificios y elecciones personales, muchas veces arbitrarias, que ciertamente reducirian el tono de la celebración “(CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, 1971, p.541).

La IGMR se sitúa exactamente al servicio de esta investigación. “Considerada en su conjunto, a ella puede ser considerada como uno de los mejores documentos de la reforma litúrgica. De su conocimiento depende tanto una correcta y eficaz pastoral de la celebración, como un renovado estilo de celebración del máximo misterio de nuestra fe “(FALSINI, 1996, p.10). Como una especie de vademécum, con el que podemos cultivar familiaridad, la IGMR se presta no sólo a consultas esporádicas para remediar eventuales dudas de rúbricas, sino que  también se coloca ante su lector como un vehículo que podrá conducirlo a profundas reflexiones de eclesiología , cristología y teología eucarística; sin mencionar, naturalmente, su alcance catequético y pastoral.

Intentar describir  algunos de los aspectos más relevantes del Misal Romano fue la propuesta de nuestra aportación. Optamos por hacer un recorte metodológico en nuestro enfoque, conscientes de que el tema puede ser presentado bajo diversos ángulos. Privilegiamos algunos aspectos teológicos y pastorales. La Institutio Generalis Missalis Romanum fue el instrumental que nos posibilitó vislumbrar las potencialidades del Misal Romano. El enfoque de la Constitución Apostólica Missale Romanum y de un breve histórico y génesis del Misal se adaptaron a la IGMR para el fin a que nos propusimos.

Luis Fernando Ribeiro Santana, PUC Rio, Original português.

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[1] Esto puede ser verificado en la propuesta del propio contenido de la Constitución del Papa Pablo VI: PAULO VI, Constituição Apostólica “Missale Romanum”. Missal Romano. São Paulo: Paulus, 1992.

[2] A este respecto, consultar: CNBB. Animação da vida litúrgica no Brasil. Documento 43. São Paulo: Paulinas, 1989, n.184-195 y GRILLO, A. Introduzione alla teologia liturgica. Approcio teorico alla liturgia e ai sacramenti cristiani. Padova: Messaggero si Sant’Antonio, 2011, p. 407-8.

[3] En el caso de Brasil tenemos una más: la Oración Eucarística V, del Congreso Eucarístico de Manaus.

[4] Sobre el tema de la mesa de la Palabra y de la mesa de la eucaristía en la celebración eucarística del Día del Señor,  consultar: ALDAZÁBAL, J. (org.). A mesa da Palavra. Elenco das leituras da Missa. v. I. São Paulo: Paulinas, 2007, p.74-8; BIANCHI, E. Giorno del Signore. Giorno dell’uomo. Per um rinnovamento della domenica. Casale Monferrato: Piemme, 1999, p.167-71.

[5] Por esta razón, entendemso necesario enumerar algunos documentos magisteriales que tratan esta cuestión: Encíclica Mediator Dei (1947), Constitución Sacrosanctum Concilium (1963), Encíclica Mysterium Fidei (1965), Instrucción Eucharisticum Mysterium (1967), Carta Apostólica Mysterii Paschalis celebrationem (1969).

[6] SC n.51: “A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura.”

Padres Apostólicos

Índici

1 Introducción

1.1 ¿Quiénes son los Padres Apostólicos?

1.2 Formación de la colección

1.3 Naturaleza de la colección

2 Características Generales

3 Breve presentación de cada obra en particular

4 Referencias bibliográficas

1 Introducción

1.1 ¿Quiénes son los Padres Apostólicos?

Con la expresión Padres Apostólicos se entiende hoy un corpus de escritos de los siglos I-II, de autores que habrían conocido directamente a los apóstoles o que habrían tenido contacto con testigos directos de su enseñanza. Por ese motivo, estas obras gozaron de grandísima autoridad en la época antigua, hasta el punto de que algunas se encontraban listadas en los elencos primitivos de Escritura canónica (como el Canon de Muratori o el Código sinaítico del siglo IV). Tal corpus, hoy, es variadamente considerado en las ediciones modernas. Se considera parte de ella la Carta a los Corintios, de Clemente de Roma, las siete cartas auténticas de Ignacio de Antioquía, la Carta a los Filipenses, de Policarpo de Esmirna, y el Martirio de Policarpo, los fragmentos de Papías de Hierápolis, la Carta del Pseudobarnabé, el Pastor de Hermas, la Didaché. Hoy se tiende a considerar parte de ese corpus el A Diogneto y la Homilía del Pseudoclemente. .

1.2 Formación de la colección

La particularidad de este corpus consiste en que no fue formado en la antigüedad, sino que surgió en el s. XVII. El término en sí, como sabemos, fue usado por primera vez por un autor del s. VII, Anastasio Sinaíta, abad del monasterio de Santa Catarina hacer Sinaí (cf. EHRMAN, 2003, p.1), para indicar el corpus de escritos que en  aquel tiempo se atribuyeron a Dionisio el Areopagita, una obra que es, sin duda, no es anterior a  finales del siglo V y que hoy se denomina con el término Pseudoareopagita. Pero sólo a partir de 1672, con la publicación realizada por J. Cotelier, de la obra SS. Patrum qui temporibus apostolicis floruerunt, etc., comienza a formarse ese grupo de escritos. Cotelier, que utiliza por primera vez, en su obra el término futuramente consagrado por el uso apostolicorum patrum collectio (“colección de los padres apostólicos”), incluye en esta colección cinco autores: Bernabé, Clemente de Roma, Hermas, Ignacio de Antioquía y Policarpo de Esmirna. El criterio utilizado por Cotelier para formar ese grupo era que los autores hubieran conocido a los apóstoles o Pablo, o que hubieran sido sus discípulos directos (cf. EHRMAN, 2003, p.8-9). En 1765, A. Galandi, Bibliotheca veterum patrum, le añade los fragmentos de Papias de Hierápolis y el A Diogneto. En 1883 se descubrió un manuscrito que hizo conocer el texto de la Didaché, que inmediatamente fue incorporado a esa colección.

1.3 Naturaleza de la colección

Una dificultad planteada por algunos autores contemporáneos es que tal corpus no sigue criterios unívocos. En efecto, se encuentran, de hecho, géneros literarios diversos (hay cartas, el Pastor es considerado por muchos autores como un ejemplo de apocalíptica, Pseudoclemente es una homilía, A Diogneto es una apología, etc.). Si el criterio es haber conocido a los apóstoles o Pablo, la dificultad consiste en que la Carta de Bernabé (que es antes un tratado), por ejemplo, es un caso de pseudepigrafía, es decir, no es escrita por el colaborador de Pablo, como no es, ciertamente, Clemente el autor de la homilía que forma parte del corpus.

Algunos autores, como Drobner (1998, p.98-9), creen que la expresión corpus debería ser abandonada y las obras recolocadas en la historia de la literatura cristiana con criterios más homogéneos (cronológico o de género literario). No vemos dificultad alguna en continuar usando la expresión, ya consagrada en la tradición plurisecular, una vez que estamos conscientes de su naturaleza heterogénea y de la singularidad de cada obra. Los Padres Apostólicos, junto con otras fuentes pertinentes, son un testimonio indispensable para comprender la dinámica de los primeros momentos de la formación de la conciencia creyente y de la Iglesia: “son una fuente privilegiada para estudiar la cristología, la cuestión de la penitencia, que emerge en particular del Pastor de Hermas, el martirio, la opción preferencial por los pobres, la praxis sacramental, la vida y la organización de la Iglesia primitiva ” (DELL’OSSO, 2011, p.10).

2 Características Generales

Todos los autores que se ocuparon de los Padres Apostólicos, así como los simples lectores, sin interés directo por la Patrística o por la literatura cristiana antigua, concuerdan en que en las páginas de estos Padres se percibe una simplicidad que parece desaparecer en las obras de los Padres posteriores, sobre todo a partir del s. IV. Significativos son los juicios de autores clásicos y contemporáneos: “Todavía queda distante la preocupación que inspirará a los apologistas del s. II, de ofrecer una explicación científica del cristianismo o de los dogmas en particular “(ALTANER, 1968, §23). “Los escritos de los Padres Apostólicos tienen un carácter pastoral. Tanto su contenido como su estilo los acercan a los libros del Nuevo Testamento “(QUASTEN, 1980/2009, p.44). “Cada vez que se abre una de sus páginas, se descubren nuevos aspectos de humanidad, de sabiduría y de experiencias iluminadas. No envejecen nunca porque tienen una verdadera superabundancia de vida espiritual. (…) De toda la literatura cristiana antigua, la de los Padres Apostólicos es quizás la más espontánea que logra hacer converger hacia ella también el interés de los más críticos del cristianismo de hoy “(QUACQUARELLI, 1991, p.375-6). “Los autores de estas obras no eran escritores de profesión, sino que escribían a los cristianos, con el lenguaje comprensible y simple, con que se dirigían a sus hermanos en la fe” (DELL’OSSO, 2011, p.6).

Sin embargo, sería un error considerar estos escritos como “más puros” en relación a una supuesta decadencia de las obras posteriores que irían en una dirección más intelectual. En realidad, esos escritos no se ocupan de “teología” como la entendemos hoy y cómo la encontramos en los autores, principalmente a partir del s. IV, porque el cristianismo aún no había sido desafiado por cuestiones acerca de la verdad de sus afirmaciones. Esto ocurrirá, sobre todo, en la confrontación con el gnosticismo y el arrianismo, que provocará la necesidad de una respuesta de acuerdo con el depósito de la fe tal como fue recibido. Y los primeros textos realmente teológicos, como los entendemos, son los de Irineo de Lyon y, sobre todo, los de Orígenes, en reacción a los gnósticos; un paso posterior será dado por los Padres Capadocios (Basilio de Cesarea, Gregorio de Nazianzo, Gregorio de Nisa) en reacción al arrianismo y al apolinarismo. Los textos de los Padres Apostólicos permanecen en el estilo bíblico, tienen especialmente interés parenético, de exhortación moral, y abordan cuestiones que se refieren a la vida de la comunidad. Su lenguaje es concreto, ellos todavía usan las categorías del Antiguo Testamento en el intento de dar cuenta de la novedad experimentada con lo sucedido con Jesús. En sus páginas encontramos la expresión de la novedad cristiana mostrando que aún no tiene necesidad de categorías y lenguajes diferentes de las de la Sagrada Escritura, a diferencia de lo que ocurrirá cuando sea necesario responder a cuestiones diferentes acerca de la propia fe. La teología trinitaria de Orígenes y el desarrollo dogmático de Nicea (325) y Constantinopla I (381), así como los momentos finales de la reflexión teológica de Atanasio de Alejandría y de los Capadocios, son las respuestas adecuadas a las nuevas preguntas, respectivamente, por los gnósticos y por Ario. Los Padres Apostólicos no abordaron estos temas porque simplemente la conciencia teológica de su tiempo aún no había tenido necesidad de diferenciarse teóricamente. Esto no quita, al contrario, refuerza, su carácter extraordinario de fuente de altísimo valor para los inicios del cristianismo en todas sus dimensiones: “sus ricas y significativas diversidades y el desarrollo de la comprensión de la propia auto-identidad, distinción social, teología, normas éticas y prácticas litúrgicas “(EHRMAN, 2003, p.13-4).

3 Breve presentación de cada obra en particular

Carta a los Corintios de Clemente Romano, indicada también como 1Clem. El texto en sí mismo es anónimo, pero ciertamente es una carta del ámbito romano y la atribución al obispo de Roma, Clemente, es constante en las fuentes antiguas y en el consenso general de los estudiosos modernos. Citada por fuentes antiguas escritas antes de 170 y haciendo referencia a la persecución de Nerón (64) y a un tiempo de persecución mientras el autor escribe, lleva a pensar en el período final del gobierno del Emperador Domiciano (81-96). El texto es una exhortación a la paz escrita por parte de la Iglesia de Roma y dirigida a la Iglesia de Corinto con motivo de graves tensiones internas en esa última. La popularidad de la carta fue enorme, hasta el punto de que en 170 era leída en las asambleas cristianas. Tradicionalmente se vio en esta carta una indicación de la posición preeminente de la Iglesia de Roma,  que puede intervenir en las dinámicas internas de otra Iglesia. Recientemente se propuso también ver en esta carta un caso “de correptio fraterna[corrección fraterna], que se entendía no como una simple exhortación, sino como un procedimiento jurídico preciso que podría conducir a la exclusión de la comunidad” (LARGOBARDO, 2007, p.141) [1]. Si no en el plano jurídico, sin embargo, la legitimidad de la intervención de la Iglesia de Roma ciertamente era reconocida al menos en el plano de la preocupación pastoral. La carta es interesante, también, por los temas filosóficos presentes en la trama de su texto, además del “sabor” bíblico que la impregna.

Homilía del Pseudoclemente. En la tradición manuscrita de 1Clem, exactamente en tres manuscritos, después de la Carta a los Corintios, de la cual hablamos arriba, se encuentra este texto, llamado en dos de los tres manuscritos “Segunda Carta de Clemente a los Corintios”. El texto parece en realidad una antigua homilía, probablemente bautismal, pero del ámbito oriental (Egipto, Siria), que se remonta a la mitad del s. II. “Es el más antiguo sermón cristiano que ha llegado hasta nosotros, dirigido a neófitos, cuyo tono simple y sobrio revela un escritor desprovisto de aspiraciones literarias” (DELL’OSSO, 2011, p.213).

Cartas de Ignacio de Antioquía. La discusión en torno a esas cartas fue, ya en su tiempo, enorme. Ignacio fue obispo de Antioquía entre los siglos I y II (tradicionalmente su muerte se data en el año 107, bajo el Emperador Trajano). La antigüedad y, por lo tanto, la autoridad de esas cartas, es de enorme importancia, porque nos proporcionan indicaciones precisas sobre la estructura y la organización de la Iglesia en su tiempo. De manera particular impresiona el episcopado monárquico, donde el obispo es el garante de la unidad de la Iglesia; la estructura obispo-presbítero-diácono del orden ministerial; pero también la centralidad del misterio de Cristo, con insistencia en la realidad de la encarnación contra las evidentes posiciones adversas de tipo docetista; notable, además, la espiritualidad del martirio ligada a una famosa imagen eucarística. El hecho de que el corpus de sus cartas nos haya llegado de modo complejo favoreció las posiciones de quienes, contrariamente al reconocimiento de tal organización jerárquica eclesial ya en los siglos I-II, negaba la autenticidad de las cartas, considerándolas muy posteriores. “Hasta nuestros días el escepticismo fue alimentado por la complicada historia del texto, en la cual la crítica textual bien pronto se enlazó con cuestiones teológicas y fue influenciada, y a veces hasta guiada, por opciones confesionales y se volvió más el vehículo de una crítica literaria ni siempre libre de presupuestos en lo que se refiere al contenido “(PROSTMEIER, 2006, p.490). Hoy existe un consenso bastante generalizado en el reconocimiento de la autenticidad de las siete cartas que Ignacio escribió en su deportación a Roma, para ser juzgado y muerto, habiéndolas redactadas en forma de un “diario de viaje escrito por el mártir designatus, para usar una expresión de Tertuliano “(QUACQUARELLI, 1991, p.97). Estas cartas son a los Efesios, a los Magnesios (es decir, a la comunidad de Magnesia en el Meandro, hoy territorio de la Provincia de Aydin, en Turquía), a los Tralianos (es decir, a la comunidad de Tralia o Trales, hoy Aydin, en Turquía), A los romanos, a los Filadelfios (es decir, a la comunidad de Filadelfia, hoy Alaşehir, en Turquía), a los Esmirnios (de Esmirna, hoy Izmir, en Turquía), A Policarpo.

Carta a los Filipenses de Policarpo de Esmirna. Cuando la comunidad de Filipos solicitó a Policarpo copia de las cartas de Ignacio, que él poseía, el obispo de Esmirna las envió acompañadas de una carta suya, que hoy, contrariamente a hipótesis anteriores, se considera única y no la fusión de una carta con una nota (capítulo 13). La carta es importante porque habla justamente de las mencionadas cartas de Ignacio. Aprovechando la circunstancia, Policarpo exhorta a los cristianos de Filipos en materia de moral cotidiana y los alienta a resistir las tentaciones docetistas. Debe haber sido escrita no mucho tiempo después de la muerte de Ignacio.

Martirio de Policarpo. Policarpo, según Irineo, habría conocido al apóstol Juan. Parece, sin embargo, que el obispo de Lyon confunde al apóstol con un presbítero homónimo, contemporáneo de Policarpo, mencionado por Papías de Hierápolis (DELL’OSSO, 2011, p.131). Después de su muerte, muchas comunidades solicitaron noticia sobre el martirio del obispo anciano (murió a los 86 años), que gozaba de gran autoridad. El texto, que en sí sería una carta, inaugura (cf. LARGOBARDO, 2007, p.143), sin embargo, el género literario martirial, y usa por primera vez el término “mártir”, en el sentido en que será conocido sobre todo de las persecuciones de la mitad del s. III. En el Martirio de Policarpo encontramos casi todos los elementos que servir de base al culto y a la espiritualidad de los mártires.

Carta de Bernabé (o Pseudobarnabé). Encontramos este importante texto incluido a continuación del Apocalipsis, en el famoso  Codex Sinaiticus, un manuscrito del s. IV que contiene la copia más antigua del Nuevo Testamento completo, por lo tanto entre los libros tenidos como inspirados. Algunas evidencias internas nos llevan a datar el escrito en la primera mitad del s. II, tal vez en el ámbito alejandrino, pero sin excluir la posibilidad de Palestina o de Siria. Ciertamente no es de autoría del compañero y colaborador de Pablo, razón por la cual hoy se indica también como Pseudobarnabé. Aunque la forma es del género epistolar, el texto en realidad es un verdadero tratado, donde por primera vez -nos sabemos – se aborda la cuestión de la relación entre el cristianismo y el judaísmo. La primera parte es escrita en una perspectiva fuertemente crítica al judaísmo, del cual toma claramente distancia; en la segunda parte se encuentra una catequesis parenética, según la clásica imagen de las dos vías. Como en todas las obras de polémica con el judaísmo de este período, o en la literatura siríaca del s. IV, como en Afraates y Efrén de Nísibi, sería un grave error leer esos textos como “antisemitismo” ante litteram. Las disputas más furiosas se dan muchas veces entre hermanos. En estos textos tenemos el desarrollo de una nueva comprensión y el proceso de afirmación de una nueva identidad debida a la adhesión a la experiencia de lo ocurrido con Jesús, por la cual la diferenciación con respecto al origen judío comportó tensiones no irrelevantes de ambos lados. Concordamos plenamente con C. Dell’Osso cuando dice que el Pseudobarnabé es “el éxito de aquel esfuerzo de reflexión que el movimiento cristiano emergente estaba haciendo en busca de las razones de su diferencia con respecto al judaísmo, o en busca de la identidad cristiana en relación con la matriz judía ” (2011, p.178).

El Pastor de Hermas. Este texto, en comparación con los demás que pertenecen al corpus de los Padres Apostólicos, es ciertamente el más difícil de situar dentro del cuadro. El autor sería Hermas, hermano del Papa Pío (140-155), de acuerdo a la información del Canon de Muratori. Orígenes, por otro lado, levanta la hipótesis de que el autor del Pastor es el Hermas saludado por Pablo en Romanos 16,14. El texto también fue considerado como formado por un material variado, que pasó por varias redacciones y que habría recibido su forma actual alrededor de la mitad del s. II. El escrito está claramente dividido en tres partes que parecieron a algunos independientes, a tal punto de plantear la hipótesis de varios autores organizados por un redactor final. Otros, por el contrario, tienden a una unidad global, y esa es hoy la posición corriente entre los estudiosos. La obra está estructurada en 5 visiones, 12 mandamientos y 10 parábolas.  Los números, obviamente, no son casuales y hay evidencias de la voluntad positiva del autor de usar exactamente esas cifras fuertemente simbólicas. Para algunos, es un apocalipsis, para otros un libro de alegorías. Ciertamente, fue escrito en una época de crisis, y su llamamiento a la conversión está perfectamente en consonancia con lo que se espera en un momento como ese, con la esperanza de un futuro mejor. La comunidad donde surge el Pastor es la romana, y ese texto es muy interesante para la historia y la comprensión del desarrollo de la disciplina penitencial. Se deduce que se trata de una comunidad que perdió su fervor inicial y, por lo tanto, desde el punto de vista moral, el deterioro es evidente. Ante esto, surge una tentación rigorista, según la cual el bautismo era la última posibilidad de recibir el perdón de los pecados y no había posibilidad de perdonar a los cometidos después del baño de la regeneración; y una postura más abierta y comprensiva, que intentaba encontrar una oportunidad ulterior para aquellos que hubieran caído después del bautismo. Esta tensión era constante en la comunidad romana y norteafricana, como muestran los casos del Papa Calisto y su adversario rigorista, el autor de Elenchos (otrora se consideraba que era de Hipólito de Roma, pero siendo atribuido al mismo nombre obras de autores ciertamente diversos , se prefiere hoy indicarlos de ese modo), en la Roma entre los siglos I y II; o las controversias sobre los lapsi tras las persecuciones de Decio y Valeriano, en la segunda mitad del s.  III que verán a Cipriano de Cartago y el Papa Cornelio representar la línea de la misericordia, este último contra Novaciano, probablemente un exponente de la misma línea rigurosa, minoritaria pero potente, presente en Roma desde el tiempo de Hermas. El Pastor tiende a reconocer sólo una posibilidad de penitencia después del bautismo, exhortando al mismo tiempo a una conversión seria hacia el fin inminente. De todos los textos de los Padres Apostólicos, el Pastor es el que quizá esté más lejos de nosotros en el nivel del lenguaje, debido al bosque de imágenes y alegorías. No está desprovisto, sin embargo, de aspectos bastante interesantes, especialmente a la luz del reciente magisterio del Papa Francisco. A.  Quacquarelli escribía hace unos cuarenta años: “Es una enseñanza continua que se refiere a la simplicidad, la sinceridad, la castidad, la indisolubilidad del matrimonio, la caridad de perdonar al cónyuge culpable, pero no reincidente, a las segundas nupcias después de la viudez “(1991, p.240).

La Didaché. Este texto, fundamental para la historia de la liturgia, de la disciplina eclesiástica, de la moral y de la doctrina cristiana, fue descubierto en 1863 en Constantinopla, dentro de un código de 1056. Los materiales que lo componen probablemente datan del mismo período en que se escribieron los escritos sinópticos, aunque el texto actual es ciertamente redaccional, pero no más allá del s. I, y el área de la composición habría sido Siria. ¿Qué es la Didaché? “La doctrina de los doce apóstoles” y “Doctrina del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles”. Es “una especie de regla para la comunidad cristiana” (LARGOBARDO, 2007, p.145). Es un género catequético influenciado por el estilo evangélico (…), un manual, tal vez uno de los muchos, que entonces circulaban por la comunidad (…), una antología de preceptos con reflexiones y exhortaciones que podrían dar la impresión de un conjunto de notas “(QUACQUARELLI, 1991, p.25). Debido a su antigüedad, es de extraordinario interés para la historia de la liturgia (especialmente para la celebración de la eucaristía) y para el estudio de la organización de la Iglesia en los primeros tiempos. En la parte de la instrucción moral, encontramos la doctrina de las dos vías, como vimos en el Pseusobarnabé. Algunos autores creen que, ya que la misma doctrina se encuentra en los escritos de Qumran, la matriz común de tal ética pueda ser encontrada en la literatura sapiencial judía; otros hacen notar que la imagen de los dos caminos es clásica en el mundo antiguo (cf. DELL’OSSO, 2011, p.16). En todo caso, el texto es preciosísimo, pues “echa raíces en las capas más profundas de los orígenes cristianos, allí donde sigue viva y fluida la tradición sobre Jesús, donde aún es vital la conexión con la espiritualidad, la ética y la liturgia judía y, donde resuena aún el eco directo de la eucaristía protocristiana y del anuncio de los profetas cristianos “(cf. DELL’OSSO, 2011, p.16).

Papias de Hierápolis. En las colecciones de los Padres Apostólicos, como dijimos, a partir de 1765, aparecen también algunos fragmentos de la Exposición de los dichos del Señor, obra de Papías, obispo de Hierápolis (hoy sus restos se sitúan en las proximidades de Pamukkale, Turquía). Según Irineo de Lyon, Papias habría sido discípulo del apóstol Juan y compañero de Policarpo. Eusebio de Cesárea, sin embargo, lo localiza como discípulo de otro Juan, un presbítero diferente del apóstol. Por lo tanto, Papías pertenecía a la generación que fue instruida por aquellos que conocieron a los apóstoles, pero no por los propios apóstoles. Se considera como fecha de composición de su obra la primera mitad del s. II, tal vez entre los años 125-130 (cf. DELL’OSSO, 2011, p.159). El testimonio de Papías es importante por sus referencias a los orígenes del evangelio de Mateo (que habría sido escrito en hebreo) y de Marcos (que se habría originado de la predicación de Pedro), pero también porque revela la importancia de la tradición oral de las enseñanzas de Jesús que eran transmitidos por medio de los “presbíteros”.

A Diogneto. Este texto se llama así por el nombre que se encontraba en el único manuscrito que lo contenía, descubierto en Constantinopla en 1436 y desgraciadamente destruido en Estrasburgo durante la Guerra Franco-Prusiana de 1870. Afortunadamente poco antes se habían hecho dos copias. El texto no es tanto una carta, como una obra del género apologético, que se ubica aproximadamente al final del siglo. II y principios del s. III. Es una presentación del cristianismo a un personaje, probablemente ficticio, llamado Diogneto.  El estilo es elevado y la lengua griega excelente, lo que hace pensar que el autor ha sido una persona culta y de un ambiente social elevado. En el texto, los cristianos son presentados como personas que viven la vida de todos los días, como el resto de los hombres y las mujeres de su tiempo, diferenciándose esencialmente por el hecho de ser perseguidos y despreciados, y por responder a eso con mansedumbre y testimonio de amor  con todos, indistintamente. Con una célebre imagen (capítulo 6), el autor establece un sugestivo paralelo: los cristianos son para el mundo lo que el alma es para el cuerpo. A continuación, pasa a describir algunos puntos de la visión teológica de los cristianos, terminando con una exhortación parenética a la conversión. Este texto fue a menudo utilizado para hablar del laicado cristiano y, sobre todo después del Vaticano II, indicado como un instrumento de inspiración para la formación de la madurez del laicado católico .

Massimo Pampaloni S.J. Pontificio Istituto bíblico (Roma). Original em italiano

4 Referencias bibliográficas

Para un trabajo científico:

Para hacer un trabajo científico sobre los Padres Apostólicos, la edición crítica más utilizada actualmente es la última edición de FUNK, F. X.; BIHLMEYER, K.; WHITTAKER, M. Die Apostolischen Väter. Tübingen, 1992.

Para las obras en particular (excepto para Papias y la Homilía del Pseudoclemente) existe una edición crítica en la colección Sources Chrétiennes, a la que se podrá recurrir útilmente. Para la Didaché, SC 248, Paris, 1978; para la Carta a los Corintios, de Clemente, SC 167, Paris, 1971; para las cartas de Ignacio de Antioquia, la Carta a los Filipenses de Policarpo y el Martirio de Policarpo, SC 10, Paris, 1958; para la Carta del Pseudobarnabé, SC 172, Paris, 1971; para el Pastor de Hermas, SC 53, Paris, 1958; para A Diogneto, SC 33, Paris, 1965.

Para una presentación general sobre cada obra en particular:

– Las Patrologías clásicas:

ALTANER, B.; STUIBER, A. Patrologia. Vida, obras e doutrina dos padres da Igreja. São Paulo: Paulinas, 2010.

DROBNER, H. Manual de Patrologia. Petrópolis: Vozes, 2008.

QUASTEN, J. Patrología I: hasta el Concilio de Nicea. v. I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1978.

– Um dicionário útil:

BERARDINO, A. DI (org.). Dicionário patrístico e de antiguidades cristãs. Petrópolis: Vozes, 2002.

Bibliografia citada en el texto:

ALTANER, B. Patrologia. Genova, 1968.

DELL’OSSO, C. (ed). I Padri Apostolici, Testi patristici 5. Roma: Città Nuova, 2011.

DROBNER, H. R. Patrologia. Casale Monferrato, 1998.

EHRMAN, B. D. (ed). The Apostolic Fathers. v I. Cambridge – London: Loeb Classical Library, 2003.

LONGOBARDO, L. Apostolica, letteratura – Padri Apostolici. In: BERARDINO, A. DI (ed). Letteratura patrística. Cinisello Balsamo, 2007. p.140-8.

PROSTMEIER, F. R. Ignazio di Antiochia. In: DOPP, S.; GEERLINGS, W. (eds). Dizionario di letteratura cristiana antica. Roma, 2006. p. 489-92.

QUACQUARELLI, A. (ed). I Padri Apostolici, Testi patristici 5. Roma, 1991.

QUASTEN, J. Patrologia I. Genova-Milano, 1980. Reimpressão: 2009.

VISOGNÀ, G. (ed). Didachè. Insegnamento degli Apostoli. Milano, 2000.

[1] El autor de la tesis sobre la carta como corrección fraterna es E. CATTANEO, La Prima Clementis come un caso de correptio fraterna. In P. LUISIER. Studi su Clemente Romano. 2003, OCA (268), 83-105.

Fe cristiana e inculturación

Índice

1 Itinerario conceptual

1.1 Innovaciones preconciliares

1.2 Asunción de la Patrística en el Vaticano II

1.3 Evangelii nuntiandi: la ruptura entre el Evangelio y la cultura

1.4 Inculturación latinoamericana post-conciliar

2 Elecciones conceptuales

2.1 Culturas

2.2 Encarnación

2.3 Inculturación

3 Referencias bibliográficas

La fe cristiana, su confesión en palabras y sus desdoblamientos en obras, existe solamente en determinadas configuraciones históricas y culturales. Las culturas son sistemas sujetos a cambios históricos. No obstante, sectores fundamentalistas y, supuestamente, ortodoxos desean desvelar los artículos de la fe de su carácter misterioso a través de definiciones dogmáticas y tratan de sustituir la dimensión histórico-cultural de los artículos de la fe por una seguridad atemporal y univocidad universal. En el rastro del Vaticano II (1962-1965), el paradigma de la “fe inculturada” asume la revelación de Dios en la historia y, por consiguiente, trabaja la historia como lugar teológico. La revelación de Dios no sucede fuera de la historia y la interpretación de esta revelación es igualmente histórica y culturalmente determinada.

Además de esta premisa fundamental de la historicidad, se trata del paradigma de la inculturación de una transformación cultural. Ella puede tener dos finalidades diferentes: la transformación de la cultura del destinatario de la evangelización y la transformación de la cultura del agente evangelizador. Ella puede aceptar la colonización como imposición de la fe cristiana en ropaje cultural forastero o puede reformular el ropaje cultural de los artículos de la fe y las estructuras eclesiales del propio evangelizador.

En situaciones de una larga tradición cristiana, hay que escrutar la génesis de la llamada primera evangelización y preguntar si se produjo en condiciones coloniales o si, a través del tiempo, cristalizó ciertos momentos de esa primera evangelización y perdió la capacidad de oír la voz de Dios en nuevas configuraciones histórico-culturales. De este modo, “inculturación” puede significar “descolonización”, donde la fe fue transmitida en condiciones coloniales, y “liberación” (desalienación), donde esa fe no responde más a las preguntas de su tiempo.

Por ser histórica, la propia inculturación sólo puede ser inconclusa. En la conquista de las Américas se encontraron las tradiciones religiosas de muchos siglos, las tradiciones amerindias y la tradición del cristianismo medieval. El reconocimiento recíproco de esas tradiciones exigió el diálogo y la catequesis del encuentro. Las razones económicas exigieron sumisión política y, en función de esa hegemonía político-económica, imposición del credo del vencedor y colonización de los vencidos.

El paradigma de la inculturación tiene cabeza de Jano. Mirando hacia atrás, y frente al cristianismo colonial, significa una reparación histórica. Mirando hacia adelante y al lado, significa una recuperación de la credibilidad y de las raíces fundantes del propio cristianismo y de las razones por las cuales el Verbo de Dios se hizo carne: diálogo y liberación, reconocimiento en la igualdad y shalom en la diversidad. Ambas miradas son precarias. La voz de Dios clama siempre por una escucha mejor y por una práctica más relevante y radicalmente nueva. Por detrás del paradigma de la “evangelización inculturada” está una lucha histórica, no por el concepto, sino por la práctica de una evangelización poscolonial y por los artículos liberadores de la fe, enraizados en la vida de los pueblos (cf. SUESS, 1995).

1 Itinerario conceptual

El neologismo “inculturación” remite a desafíos y prácticas misioneras, presentes en la Iglesia desde sus orígenes. También Jesús, el misionero encarnado en su cultura, no logró plenamente transmitir los misterios de Dios que no caben en las culturas humanas. Buscó buscó acercarse a esos misterios no a través de conceptos, sino de parábolas, que hasta hoy interpretamos porque no permiten desvelar plenamente su sentido.

A partir de la era constantiniana, el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio Romano y de imperios posteriores, y la práctica de expresar la fe en la cultura del otro cayó progresivamente en desuso. Una de las premisas de la inculturación, que es la desvinculación del poder en sus dimensiones políticas, económicas e ideológicas, pocas veces fue cumplida.

Desde los orígenes del cristianismo, cuando descartó la conversión de Israel y se dirigió ad gentes, dos doctrinas y prácticas misioneras estaban concomitantemente presentes. Una declara que las culturas paganas se encuentran fuera de la historia de la salvación y nada pueden añadir al cristianismo que se consideró cualitativamente pleno. La plenitud cuantitativa -la conversión de toda la humanidad al cristianismo- se consideró tarea de la misión y de una metodología misionera que pudo variar entre invitación desarmada hasta el uso de la fuerza militar. La otra corriente admitió las culturas paganas como precursoras y facilitadoras para el encuentro con el Evangelio.

1.1 Innovaciones preconciliares

A través de experiencias pastorales confrontadas con la mirada crítica de las censuras y prohibiciones de la Curia Romana de Pío XII, un sector profético de la Iglesia católica buscó, en la primera mitad del siglo XX, responder a la demanda histórica de la descolonización y al desafío de una fe muy lejana  de la realidad social. Este sector buscó acercar el cristianismo a la realidad concreta de los pueblos y clases sociales. La presencia de las Hermanitas de Jesús de Charles de Foucauld (1858-1916) junto al pueblo Tapirapé, por ejemplo, desde 1952 constituyó un referencial de inspiración para la ruptura con el trabajo misionero colonial en Brasil. En la misma perspectiva vale recordar la lucidez de la opción por los obreros, de un Joseph Cardijn, fundador de la Juventud Obrera (JOC) e inspirador de la Acción Católica, en 1925, con su método de la “revisión de vida”. Posteriormente, toda la Pastoral de América Latina y los documentos eclesiales se beneficiaron del método de la JOC y de su “ver-juzgar-actuar”. También la sobriedad vivencial y pastoral del padre Antoine Chevrier (1826-1879) y de sus seguidores en el movimiento del Prado (Lyon), el movimiento de los sacerdotes obreros y de la Misión de Francia, el despojo de un Abbé Pierre, fundador del movimiento de los trapero-constructores de Emaús, ya apuntaban a la opción por los pobres y por los que más sufren.

Precursores preconciliares de la inculturación había también en los movimientos litúrgico y bíblico que abrieron horizontes para la celebración de la vida y la lectura de la palabra de Dios. histórica y vivencialmente contextualizada. Siguiendo la reflexión teológica de un Melchor Cano, teólogo del Concilio Tridentino (1545-1563), que colocó la historia como lugar teológico en la pauta teológica de su tiempo, la hermenéutica de la realidad como lugar teológico – la teología de las realidades terrestres de un padre Chenu por ejemplo, contribuyó a una nueva cercanía teológica y pastoral del mundo moderno.

En su conjunto, todas estas prácticas de inserción que precedieron al Vaticano II, y la reflexión teológica que las acompañó, fueron consideradas marginales, sospechosas y, a veces, abruptamente prohibidas, como por ejemplo la experiencia de los sacerdotes obreros. La mayoría de los teólogos relevantes de la época-Henri de Lubac, Yves Congar, Marie-Dominique Chenu y Karl Rahner, entre otros- llegaron arrastrados en la corriente de la prohibición a la puerta del Concilio.

1.2 Asunción de la Patrística en el Vaticano II

El Vaticano II y, a continuación, el magisterio universal de la Iglesia y el magisterio latinoamericano de las Conferencias Episcopales de Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), rescataron algunos tópicos teológicos de los primeros los siglos del cristianismo, de Justino (…165), Ireneo (…202), Tertuliano (…220) y Eusebio de Cesarea (…339), por ejemplo, que permitieron configurar el nuevo concepto de la evangelización inculturada (cf. SUESS, 1986; 1994 p.41 y ss.).

Los padres conciliares, en su mayoría, admitieron encontrar en las culturas paganas “destellos de la Verdad” (Nostra aetate, n.2) y “semillas del Verbo” (Ad gentes, n.11). Estos “destellos” y “semillas” tampoco añaden nada a la dimensión macroecuménica del cristianismo, porque arrojan sus vestigios en otras religiones y culturas. La Gaudium et spes (n.57), con su recepción positiva del mundo, afirma, refiriéndose a Ireneo, que el Verbo de Dios, antes de encarnarse para salvar y recapitular en sí todas las cosas, ya estaba en el mundo como “luz verdadera que ilumina a todos los hombres” (Jn 1,9s).

En las discusiones en torno a la “Constitución pastoral Gaudium et spes” del Vaticano II (GS n.53-62), se observa en la Iglesia católica una preocupación colectiva con la relación entre fe y cultura y con la cercanía y la distancia entre ellas. El Concilio nombró la búsqueda de una mayor proximidad entre ambas con algunas palabras balbuceantes, como “aggiornamiento” y “adaptación” (SC n.37s, GS n.91), “autonomía de la realidad terrestre” (GS n.36, 56) y de la cultura, “señales de los tiempos” (GS n.4a; 11) y “diálogo” (ChD n.13b, UR n.4, ES, n.34-68), “encarnación” y “solidaridad” (GS n.32).

1.3 Evangelii nuntiandi: la ruptura entre el Evangelio y la cultura

Las articulaciones entre fe, cultura y evangelio repercutieron diez años después del Vaticano II en la “Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi” (1975), que resume las discusiones del “Sínodo sobre la evangelización en el mundo contemporáneo” de 1974. El lamento de Pablo VI llamó a la ” la atención de la Iglesia: “La ruptura entre el Evangelio y la cultura es sin duda el drama de nuestra época, como lo fue también de otras épocas” (EN n. 20). En el referido Sínodo, los obispos de África divulgaron una declaración donde afirman que la aculturación religiosa produjo “un cristianismo insuficientemente encarnado y vivido, muchas veces, como desde fuera, sin vinculación real con los valores auténticos de las religiones tradicionales” (SUESS, 1990, p. .404).

Coser la ruptura entre cultura y Evangelio y romper con una evangelización “desde fuera” es la intención profunda de la inculturación. El Evangelio no tiene cultura propia. Por eso puede ir al encuentro de todas las culturas. La inculturación apunta a una nueva proximidad entre el mensaje y la doctrina de la Iglesia y la realidad en que vive la familia humana.

La EN opera, además, con el concepto de la “Evangelización de las culturas” (EN n.20) que, aunque es incorrecto, prepara los conceptos posteriores de la “asunción de las culturas” (DP n.400) y de la “inculturación” (DSD n.13). La “evangelización de las culturas”, que tiene como foco el cambio de la cultura del otro mientras no está de acuerdo con el Evangelio y que se sirve sólo de “elementos de la cultura” (EN n. 20), no toma suficientemente en cuenta la cultura en la que el Evangelio se está transmitiendo. Por apuntar a una “cultura pura” se olvida la historicidad de las culturas.

1.4 Inculturación latinoamericana post-conciliar

En el tiempo post-conciliar, la Iglesia latinoamericana asumió intenciones profundas del Vaticano II, acuñó expresiones propias y sacudió las columnas de una teología deductiva cristalizada. La teología conciliar fue inductiva. La lectura latinoamericana de las palabras clave de esa teología inductiva, que construye su argumento a partir de la realidad concreta (cf GS n.62,2), forjó la Teología de la Liberación. Su diccionario incorporó nuevas entradas: “liberación” y “opción por los pobres” (Medellín, 1968), “participación”, “asunción” y “comunidades de base” (Puebla, 1979), “inserción” e “inculturación” (Santo Domingo (1992), “misión”, “testimonio” y “servicio” de una Iglesia samaritana y abogada de la justicia y de los pobres (Aparecida, 2007). La Evangelii gaudium (2013), del Papa Francisco, con sus palabras clave “diálogo” (EG n.142), “encuentro” (EG n.239) y “Iglesia en salida” (EG n.20 et seq.) , ofrece nuevas entradas para ese diccionario.

Después de Medellín, que enfatizaba la cuestión de la liberación de los pobres, algunos sectores del magisterio pensaban que la “cuestión de la cultura” podría prestarse como sustitutivo de la preocupación por la “cuestión de la clase” y su anexo de la “opción por los pobres”. En el transcurso del tiempo, la pretendida sustitución de la causa de los pobres por la causa de los otros no ocurrió, porque los pobres viven en una multiplicidad de culturas, y los otros pertenecen a determinada clase social. También el otro-rico no debe ser colonizado en el proceso de su evangelización.

El documento de Puebla (DP, 1979), que destaca con cierto peso la cuestión de la cultura, nos habla de la encarnación en los pueblos que acogieron el Evangelio y enfatiza la asunción de sus culturas, revalidando “el principio de la encarnación” formulado por san Ireneo: “Lo que no es asumido no es redimido”(DP 400).

Desde las Conclusiones de Santo Domingo (DSD, 1992), el magisterio latinoamericano añadió, explícitamente, al paradigma de la liberación el paradigma de la inculturación. La inculturación de la fe y de todas las actividades eclesiales que emergen de esa fe (pastoral, liturgia, teología, kerigma, obras sociales), son “imperativos del seguimiento de Jesús” (DSD n.13) que redimió a la humanidad en la proximidad histórico-cultural de la encarnación.

El paradigma de la inculturación, en la síntesis del DAp, fue nuevamente propuesto como camino para expresar cada vez mejor la catolicidad. (DAp n.276b, 330, 348), “contexto” (DAp n.276, 331), “insertar” (DAp n.329, 517h), y “presencia” (DAp n.215, 474b) pertenecen al campo semántico de la inculturación: “Con la inculturación de la fe, la Iglesia se enriquece con nuevas expresiones y valores, manifestando y celebrando cada vez mejor el misterio de Cristo, logrando unir más la fe con la vida y así contribuyendo a una catolicidad más plena, no sólo geográfica, sino también cultural ” (DAp n.479).

Después de ese “itinerario conceptual” y de la comprensión normativa de la inculturación como imperativo del seguimiento de Jesús, necesitamos delimitar algunos conceptos que configuran el campo semántico de la inculturación y verificar su uso correcto o incorrecto en la transmisión de la fe.

2 Elecciones conceptuales

En el encuentro entre fe y cultura, los evangelizadores tratan de traducir el mensaje del Evangelio en lenguas y lenguajes, en los mitos y ritos, en los símbolos y signos, en las costumbres y en los egos de todos los pueblos y grupos sociales. La relevancia del Evangelio para el mundo de hoy -y este mundo puede ser un mundo secularizado y no confesional, como puede ser un mundo tradicional y religioso- depende de la capacidad de traducir contribuciones propias del cristianismo en lenguajes particulares y universales, privados y públicos , religiosas y secularizadas, sin perder su referencial y sus raíces. Siempre se trata de la tarea axial de la Iglesia, “enviada por Cristo para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y mujeres y pueblos” (Ad gentes, n.10). En esta tarea, los conceptos son instrumentos históricamente construidos, muletas de un cojo que busca aprender a caminar.

2.1 Culturas

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la antropología acuñó el concepto “cultura” para describir la experiencia humana. Originalmente, la noción de cultura se aplicaba en el singular, casi idéntica al concepto de “civilización”. “La cultura” era la cultura del observador exógeno, del antropólogo, misionero o viajero, que sirvió como punto de llegada.

Hoy, el concepto “culturas”, casi siempre usado en el plural, nos permite observar la diversidad de las experiencias humanas, sin recurrir a esquemas meramente evolucionistas (primitivo x civilizado), racistas (inferior x superior) o totalizantes (universalismo x relativismo). No existe un punto de llegada de una cultura-civilización que pueda servir para la constitución de la identidad de todos los pueblos. Hay, concomitantemente, diferentes experiencias humanas, una multiplicidad de culturas, todas ellas válidas y precarias (véase GS n.372 y ss.). La presencia del Evangelio en las culturas es siempre precaria, porque los misterios de Dios no caben en los vasos culturales, que son humanos. También la “evangelización de las culturas” es una evangelización revestida con una determinada cultura imperfecta que se acerca a una cultura que pretende perfeccionar y, en parte, desmontar.

La observación cultural se dirige siempre con una dimensión sistémica, con la sincronía estática, comparable a la fotografía de un evento, y una dimensión histórica, con la diacronía dinámica que es como la filmación del mismo evento. Por lo tanto, las culturas son construcciones históricas en proceso, herencias sociales incautadas que desafían a cada generación a discernir entre la conveniencia de “asunción” y la necesidad de “transformación”. La vida humana es siempre cultural y socialmente vivida (cf. SUESS, 1997, p.22 y seq.).

En el contexto de la inculturación de la fe, comprendemos las culturas como proyectos históricos de vida, codificados en las diferentes esferas sociales: en los campos sociopolítico, económico e ideológico. Las culturas, como proyectos de vida, siempre luchan contra la muerte. Por eso, no tiene sentido hablar de “cultura de la vida” ni de “cultura de la muerte”. Si “cultura de la vida” es lo obvio, la “cultura de la muerte” es el absurdo. Cada grupo social se junta para vivir y no para matarse recíprocamente.

La afirmación de que ninguna cultura es perfecta quiere sólo enfatizar su historicidad. A causa de esa relatividad histórica, la cultura de un pueblo nunca es normativa para otro pueblo. Para los sujetos que pertenecen a una determinada cultura, es, sin embargo, internamente normativa. Ninguna cultura, sin embargo, puede reivindicar su normatividad frente a otras culturas. El equilibrio entre la estima de lo propio y el reconocimiento de lo ajeno, a veces, es difícil. Todos los grupos sociales son tentados por el ufanismo, etnocentrismo y racismo (SUESS, 1994).

2.2 Encarnación

El paradigma de la inculturación se inspira en el misterio de la encarnación del Verbo. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre la inculturación y la encarnación. Se trata sólo, con las palabras de la Lumen gentium, de “una no mediocre analogía” (LG n.8). Jesús, según su naturaleza humana, nació en Belén y fue criado en Nazaret, donde se enculturó, es decir, donde aprendió su propia cultura. Hasta aquí no hubo inculturación en una cultura extraña. Desde niño, el Nazareno aprendió la cultura de los nazarenos.

¿En qué consiste esa “no mediocre analogía” entre encarnación e inculturación? Como persona divina, Jesús no era sólo un nazareno; era también hijo de Dios, preexistente desde antes de la creación del mundo. Podemos, por lo tanto, analogicamente, decir que Él vino de su “cultura” o “patria” celeste para nacer en una determinada cultura humana y se enculturó como niño e inculturó, como Dios, en la cultura de Israel. Como ser humano aprendió la cultura de su pueblo y cómo Dios Él trabajó con lo culturalmente disponible para hablar a su pueblo de esa otra patria, de donde el Padre le envió (SUESS, 1998, p.127 y.).

La encarnación, por lo tanto, tiene algo específico y no puede ser sin más identificada con la inculturación. (…) Precisamos siempre distinguir estos dos momentos: Dios se despojó – San Pablo habla de la kénosis – de su divinidad y entró en la cultura de Israel (inculturación). Pero ese Dios también nació como persona humana y se enculturó aprendiendo lengua, religión y costumbres con los nazarenos. La comprensión de la encarnación como despojamiento y cercanía, despojamiento de la propia cultura para poder asumir la cultura del otro, preparó el paradigma de la inculturación. La analogía entre encarnación y presencia cristiana en las múltiples culturas del mundo hizo que la reflexión misionológica acuñara el paradigma de la inculturación (Lumen gentium n.8, Santo Domingo n.30 y 243).

2.3 Inculturación

La inculturación es precedida por el aprendizaje de la propia cultura en casa, en la calle y en la escuela. A esa apropiación cultural la denominamos enculturación, endoculturación o socialización cultural. Nacemos “naturales” y morimos con los aprendizajes culturales añadidos a nuestra “naturalidad”.

Al lado de ese primer aprendizaje de la propia cultura, llamado “enculturación”, existen otras posibilidades de aproximación cultural: la aculturación y la inculturación. La aculturación es, teóricamente, la aproximación de dos culturas diferentes. Cada una aprende algo de la cultura del otro y así nace una nueva cultura. En realidad, la aculturación ocurre en condiciones de asimetría social, debido a la hegemonía política de una de las dos culturas sobre la otra. En esta situación, la cultura políticamente dominante se impone a los demás haciendo concesiones periféricas o folclóricas en campos secundarios (comida, ropa, danza, adornos). La cultura “subalterna” se desvirtúa  progresivamente. La aculturación es casi siempre una forma de colonización.

La inculturación es el intento de asumir la cultura de otro grupo social, a fin de comunicar, revivir y asumir el Evangelio con expresiones, lenguas, y en contextos históricos y sociales totalmente diferentes.

Con la inculturación, la Iglesia se vuelve “una señal más transparente” y “un instrumento más apto” (RMi n.52) para anunciar el Evangelio, no como una alternativa a las culturas, sino como una de sus realizaciones posibles. En la inculturación se entrelazan meta y método, el universal de la salvación con el particular de la presencia. Lo universal “tanto más promueve y expresa la unidad del género humano cuanto mejor respeta las particularidades de las diversas culturas” (GS n.54). La meta de la inculturación es la liberación, y el camino de la liberación es la inculturación (DSD n.243). La inculturación busca la descolonización de ciertas prácticas históricas en la comunicación del Evangelio y, al mismo tiempo, una proximidad respetuosa ante la alteridad, crítica frente al pecado y solidaria en el sufrimiento. Nuestra aproximación – presencia y participación – encuentra su matriz en la cercanía de Dios. Sólo vale la pena si nuestra vida está marcada por el Dios-con nosotros, su apertura, gratuidad, libertad y solidaridad. En la inculturación no se trata de una identificación del Evangelio con una determinada cultura, porque la evangelización inculturada apunta a la liberación interminable de cada proyecto de vida (cultura) “de las estructuras de pecado” (DSD n.243) y de los poderes de la muerte ” (DSD n.13). La inculturación, como inserción en la cultura del otro, es un aprendizaje siempre precario que tiene como objetivo la revisión de la evangelización colonial y la corrección de las estructuras de pecado.

La inculturación que pasó por la criba de la opción por los pobres apunta a la asunción de los últimos como prójimos y primeros. Su vida es el lugar preferente de la epifanía de Dios. Si el punto de partida de la inculturación es la perseverancia en medio de la vida fragmentada, el punto de llegada es la participación de la vida integral. La vida fragmentada y la vida integral se articulan por una propuesta, el Evangelio, y por un camino a recorrer, la misión como encuentro, diálogo de la fe y argumento de esperanza.

Paulo Suess. ITESP. Texto original en português.

3 Referencias bibliográficas

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COMBLIN, J. As aporias da inculturação. Revista Eclesiástica Brasileira, n.223/224, set/dez, 1996, p.664-84 e 903-29.

FONTANA, J. O grande paradigma da inculturação do Evangelho nos primórdios da Igreja. Ciberteologia – Revista de Teologia & Cultura, Ano II, n.7.

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MIRANDA, M. F. Inculturação da fé. São Paulo: Loyola, 2001.

PAULO VI. A Evangelização no mundo contemporâneo (Evangelli Nuntiandi). São Paulo: Loyola, 1976.

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______. Desafios da inculturação: reflexões teológicas e pistas pastorais. In: BEOZZO. J. . (org.) Culturas e inculturação: Fé cristã, ecumenismo e diálogo inter-religioso. Curso de verão – Ano XII. São Paulo: Paulus/Cesep, 1998, p.119-39.

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TAVARES, S. S. (org.). Inculturação da fé. Petrópolis: Vozes, 2001.

Espiritualidad ecuménica

Índice

1 Introducción

2 La espiritualidad humana es don de Dios

3 Vivir es interpretar

4 La difícil relación entre espiritualidad y teología

5 Gratuidad y compromiso

6 Espiritualidad interreligiosa y Derechos Humanos

7 El diálogo ecuménico como afirmación de la vida

8 Consideraciones finales

9 Referencias bibliográficas

1 Introducción

Dentro de la tradición teológica protestante – sobre todo la que se consolidó con los movimientos ecuménicos del siglo XX, como las experiencias en torno al Consejo Mundial de Iglesias, por ejemplo – se comprende la perspectiva ecuménica en su triple dimensión: la unidad cristiana, a partir del reconocimiento del escándalo histórico de las divisiones y de una preocupación en construir perspectivas misioneras ecuménicas; la promoción de la vida, sustentada en los ideales utópicos de una sociedad justa y solidaria y en la comprensión que ellos pueden regir la organización de la sociedad integrando todos los de “buena voluntad”; y el diálogo interreligioso, en la búsqueda incesante de la superación de los conflictos entre las religiones, para conseguir la paz y la comunión justa de los pueblos. Por lo tanto, el diálogo interreligioso no es una expresión al lado del ecumenismo, sino que lo constituye en esencia y propuesta (SANTA ANA, 1987). Las experiencias ecuménicas en general están marcadas por comprensiones de fe que sean activas en el mundo, engendradas especialmente por iniciativas de búsqueda por la paz con justicia, por la defensa de los derechos humanos y de la tierra y por el apoyo a las más diversas acciones de solidaridad, afirmación de la dignidad humana y de la ciudadanía. En este conjunto de experiencias, están presentes formas de espiritualidad singulares que poseen densidad y significados especiales y que desafían la realidad en los días de hoy.

2 La espiritualidad humana es don de Dios

Dentro de una serie de aspectos que marcan la vivencia humana, está la incesante búsqueda de superación de límites, del ir más allá de las contingencias y de las ambigüedades históricas, de la búsqueda de absolutos que puedan redimensionar la relatividad y la precariedad de la vida. Las experiencias religiosas, históricamente, pretendieron y pretenden posibilitar respuestas para esa búsqueda. En la diversidad de tales experiencias, confluyen elementos de lo más diversos, desde los preponderantemente numinosos, “santos”, espontáneos e indicadores de una trascendencia, hasta aquellos marcadamente ideológicos, fácilmente identificados como reproducción de filosofías o culturas y artificialmente creados.

La mirada crítica de las teologías modernas y contemporáneas produjo una sana distinción entre fe y religión. Es cierto que esta relación es compleja y tiene numerosas implicaciones, pero, en lo que se refiere a la reflexión propuesta, hay que afirmar que la primera, la fe, requiere una espiritualidad que, aunque sea auténticamente humana, viene de una realidad que trasciende los engranajes históricos. Ella es recibida, acogida. La espiritualidad humana, hermanada con la fe, es don de Dios.

En las reflexiones teológicas más recientes, ha sido cada vez más común la indicación de que la fe es antropológica, y que puede convertirse en religión. La experiencia religiosa no se desvaloriza con la distinción de la fe; por el contrario, la religión es un medio por el cual la fe antropológica se efectúa. Ella está al lado de otras expresiones humanas, todas ideológicas -en el sentido positivo de la palabra-, que pueden contribuir muchísimo en el cumplimiento de la voluntad de Dios para la vida humana y para toda la creación, así como pueden, en ciertos casos, inhibir la realización del amor de Dios en la vida humana y en el mundo.

En ese sentido, la mirada teológica se detiene en las realidades humanas e históricas para discernir las formas religiosas y culturales y comprender lo que ellas muestran o lo que ocultan. Al mismo tiempo, la teología se mueve hacia lo “alto” y hacia lo “profundo” de la vida para percibir el don gratuito de Dios donante de sentido y de significado último para la humanidad y para el cosmos (BOFF & KEMPIS, 2016) . La teología, debido a su estatuto epistemológico, no puede perder su carácter espiritual, aunque ande por las más áridas sendas de la racionalidad científica, y con ello puede reflejar una espiritualidad ecuménica.

3 Vivir es interpretar

Como no podemos abstraerse de la vida para hacer el juicio que en general deseamos hacer sobre ella-preciso, verdadero, calculado, irrefutable-, la espiritualidad, como clima de la fe, gana contornos que, si estamos atentos para percibirlos, constituyen la propia naturaleza : el de aventura (ad ventura). La espiritualidad es una forma de vivir. Es un hecho que posee fuentes bien delimitadas de cada tradición religiosa. Sin embargo, los relatos, los escritos, los dogmas, los testimonios religiosos fueron o son interpretados de manera diferente, a veces incluso antagónicamente. Por lo tanto, no basta con decir que la Biblia, en el caso cristiano, u otra determinada tradición es la fuente de la espiritualidad. Dios habla al ser humano en formas diversas y complejas, mucho más allá de las posibilidades de interpretación de los textos tenidos como sagrados.

Defendemos que hay un círculo hermenéutico, una interpretación, que orienta la reflexión teológica y la vivencia de la fe cuyo punto de impacto (por no decir inicio respecto a la noción de círculo) es el sentir. No se trata de subjetivismo ni de arbitrariedad individualista. Se trata del encuentro de lo humano con la Presencia Espiritual, en el lenguaje teológico de Paul Tillich (1984), que lo moviliza y lo dirige hacia la realidad trascendente de la vida, imperativo último para un proceso efectivo de humanización, de realización de la justicia y de manifestación del amor. Tal apertura existencial condiciona las comprensiones de la vida, de los libros sagrados, de la tradición y del actuar humano.

En ese sentido, podemos hablar de que vivir es interpretar y que las hermenéuticas pueden ser dirigidas hacia prácticas liberadoras o para las que generan formas autoritarias, represivas, alienantes, prejuiciosas o violentas. Una religiosidad, incluso con referencia a la Biblia o a una doctrina específica, puede tener, por ejemplo, contacto con personas y familias pobres y no percibir en ellas a los anunciadores privilegiados del Evangelio. De la misma manera, puede mirar a una persona desprovista de las condiciones básicas de la vida, como el trabajo, y ver en ello un fruto de la falta de fe de la propia persona. O ver el sistema capitalista y admirarlo, pues él puede dar condiciones de prosperidad para las personas que en él se adecuan debidamente.

Por otro lado, en términos de la fe cristiana, una espiritualidad basada en la Biblia, una vez recibida bajo los influjos divinos de una decisión existencial que valora el amor, la justicia y la alteridad, en general produce frutos diferentes. Comprendemos que, por la gracia de Dios, “una fuerza extraña en el aire” mueve y quita percepciones hasta el punto de ver lo que no está mostrado: que “otro mundo es posible”, como nos indicaron los Foros Sociales Mundiales, que las personas tienen valor independientemente de sus condiciones sociales y económicas, que el amor de Dios es preferentemente dirigido a los más pobres, que la paz y la justicia andan juntas, que el amor y el respeto deben prevalecer en las relaciones humanas, que la salvación viene de Dios y es universal , no limitándose a una iglesia o religión específica, que Dios es mayor que todas las cosas. Este tipo de espiritualidad no se aprende en libros o conceptos teológicos, filosóficos o políticos. Él viene con la fe.

4 La difícil relación entre espiritualidad y teología

El matrimonio entre la espiritualidad y la teología fue históricamente marcado más por disgustos y conflictos que por una aproximación armoniosa. La primera – la espiritualidad -, siempre más libre y espontánea, teniendo la defensa de la vida como preocupación última, desinteresada y donadora de sentido a la fe, no siempre ha sido como la segunda – la teología -, repleta de criterios racionales, a veces orientada más por los intereses institucionales que por la manifestación viva del amor y de la voluntad de Dios, profesional, no siempre articulada con los desafíos que la vida trae. En el caso de la fe cristiana, históricamente, fueron despreciadas intuiciones bellísimas de fe entre montanistas, anabaptistas, pentecostales, a veces tachadas de heréticas, otras veces descalificadas por sus subjetivismos y radicalismos.

Pero no fueron pocos los grupos que, también a lo largo de la historia, estuvieron preocupados por ese distanciamiento y tensión. La centralidad de la Biblia en la reflexión teológica es, por ejemplo, deudora de Martín Lutero, que en el siglo XVI, en una conjunción de esfuerzos y de desarrollo cultural propios del inicio de la era moderna, posibilitó mayor acceso de personas a la Biblia. La confluencia de varios elementos del itinerario espiritual de Lutero y de grupos reformadores de la época -como el anhelo de libertad, la búsqueda de una expresión de fe espontánea, el deseo de poder obtener la salvación gratuitamente- retomó principios bíblicos fundamentales, en especial el don gratuito de Dios, revelado en gracia y en amor, como los escritos paulinos en el Nuevo Testamento anuncian.

Se pasan los siglos, numerosas experiencias de cultivo espiritual de la vida y de la fe son vivenciadas y permanecen las tensiones entre las formas más vivas de espiritualidad y la racionalidad teológica secular moderna. Los siglos XIX y XX llevan al auge tales tensiones y abren un horizonte significativo de mejor comprensión racional y exegética de la Biblia, liberándola de las prisiones del universo medieval fantasioso. Varios teólogos de esa época dieron pasos amplios en la valoración del estudio crítico de la Biblia, pero precisaron que otros, como Karl Barth, volvieran a los principios de la Reforma al destacar, por ejemplo, la centralidad de la Biblia en la vida de la Iglesia y en la vivencia de la fe.

De la misma forma, la diversidad religiosa ha ganado fuerza. En ese cuadro, la palabra mística se volvió cada vez más recurrente en la sociedad brasileña. De hecho, la vivencia religiosa en Brasil sufrió, en las últimas décadas, fuertes cambios. Algunos aspectos de este nuevo perfil se deben a la multiplicación de los grupos orientales, a la afirmación religiosa afro-brasileña, al fortalecimiento institucional de los movimientos católicos de renovación carismática, a las expresiones espiritualistas y mágicas que se configuran en torno a la llamada Nueva Era, a la mística literaria de autores como Paulo Coelho, y al crecimiento evangélico, en especial, el de las iglesias y movimientos pentecostales. Todas estas expresiones carecen de crítica teológica, construida ecuménicamente, que pueda revelar límites y potencialidades de las diferentes experiencias. Se espera que la reflexión teológica y los esfuerzos prácticos de las iglesias y religiones contribuyan decisivamente a que la espiritualidad ecuménica pueda ser difundida y vivenciada en todas las comunidades, grupos, proyectos e instituciones en el transcurso de ese siglo.

5 Gratuidad y compromiso

La espiritualidad ecuménica, incluso vivida en diferentes formas y expresiones, converge hacia los ideales marcados por el despojo. Ella requiere formas personales y colectivas que nos llevan a aprender con las personas pobres el significado más profundo de la entrega, de la disposición a compartir, de la solidaridad y del amor sin límites, aunque vivan tales dimensiones de la fe con intensas contradicciones.

En el caso de la fe cristiana, diversas motivaciones y actitudes, difíciles de enumerar, brotan de la lectura de la Biblia y emergen en una nueva espiritualidad. Sin embargo, es posible intuir que la espiritualidad bíblica hoy debe, al menos, forjar una práctica de discipulado, de seguimiento de Jesús con apertura al otro, de misionariedad y de valorización de la vida, en todos sus aspectos. Tales dimensiones-al lado de otros relevantes aspectos- están presentes en diversos grupos esparcidos por el continente, católicos, evangélicos y ecuménicos. En ellos, la Biblia no es idolatrada, ni meramente contemplada, sino que se lee de forma integrada, cuando la dimensión mística de la fe se articula con la visión profética. Al mismo tiempo, la centralidad de la Palabra en la reflexión sobre la fe requiere una visión global de la Biblia y no fragmentada en pedazos que son justificados ideológicamente por “nuestra imagen y semejanza”. No se trata de una “receta”, pero tal vivencia es un indicativo de huir de la lectura fundamentalista, autoritaria, al “pie de la letra”, sin conexión con la realidad de la vida. Se trata de una lectura que apunta a la dimensión dialogal, amorosa y justa.

Tales indicaciones nos llevan a preguntar si es posible vivir una espiritualidad ecuménica en los días de hoy. ¿Cómo realizar tal hecho en medio de tantas tentaciones individualistas, sectarias y consumistas? La cultura sustentada en el lucro a cualquier precio, en la explotación y en la cosificación del ser humano, en el individualismo y la indiferencia, como se sabe, es opuesta a la fe cristiana y al espíritu ecuménico (BINGEMER, 2013). Por otro lado, la fe es fruto del amor. Ella es expresión de la gracia de Dios. Y en nuestra cultura – capitalista, en el caso – no hay nada “de gracia” …

La gratuidad es una grandeza autónoma, importante en sí, que dispensa instrumentalizaciones, sean religiosas o políticas. En las palabras paulinas: “ya no soy más que vivo, pues es Cristo que vive en mí” (Gálatas 2,20). Así, es posible, sobre todo, vivir la gratuidad gratuitamente, como un “clima” que envuelve toda la vivencia humana.

Aún en la fe cristiana tenemos, en el Nuevo Testamento, el Sermón de la Montaña, que indica en las bienaventuranzas (Mateo 5,1-12) que la pureza de corazón es, sobre todo, vaciamiento de los dogmatismos e imposiciones. La humildad, como expresión de la espiritualidad bíblica, es estar radicalmente involucrado en los procesos políticos liberadores, pero con un sentimiento de “siervo inútil” y pecador. Trabajar por la paz, por ejemplo, es no hacer de la lucha el fin último, comprendiéndola apenas como medio provisional, sin construir una mística de la lucha, sino de la justicia de la paz y de la reconciliación.

6 Espiritualidad interreligiosa y Derechos Humanos

La espiritualidad ecuménica, como sabemos, requiere capacidad de diálogo y profunda sensibilidad para la afirmación de la vida y para la promoción de la paz. En ese sentido, la misión cristiana consiste en anunciar el Evangelio que se hizo carne en determinada cultura. Pero ni el Evangelio ni las culturas existen por sí mismos. Estos dos polos interactúan y, con ello, el Evangelio confiere a la misión un aspecto profético, comprendido como Reino de Dios que, a su vez, requiere una transformación creciente de la sociedad y de las culturas en ella insertadas.

La religión y la espiritualidad se destinan a la vida. Es decir, ellas representan la ayuda para que personas y comunidades vivan de forma mejor la realidad actual. Al mismo tiempo que la religión se convierte en causa de división y conflicto entre pueblos de todas partes del mundo, también abre sus caminos para el diálogo y la promoción de la paz. El diálogo es una incumbencia de las religiones y debe ir más allá del compartir opiniones y experiencias y llegar al desafío mutuo y a la cooperación conjunta para la construcción de una nueva humanidad.

El diálogo interreligioso no se restringe a nivel de especialistas, sino que  ocurre también en las capas populares. En ese campo, no se puede menospreciar el valor y el significado de las curaciones y los milagros y cómo ellos revelan fuentes genuinas de espiritualidad, casi siempre provenientes de distintas tradiciones religiosas. El pensamiento moderno no puede ser rehén de la lógica meramente racionalista y tampoco tiene que abdicar de ella.

Desde el punto de vista práctico, las religiones en general y las iglesias cristianas en particular son desafiadas a la protesta contra todas las formas de discriminación y al incentivo a la reconciliación y al sentido de comunidad en el mundo. También deben contribuir a consensos públicos y debates regionales y nacionales que pueden formar la base de una comunidad mayor de libertad, igualdad, fraternidad y justicia. Es cierto que el vínculo entre religiones y derechos humanos en la actualidad es bastante ambiguo y complejo. Las conexiones entre religión y cultura, por ejemplo, no pueden ser despreciadas en los análisis. No basta simplemente condenar las formas fundamentalistas, pues ellas tienen raíces más vigorosas y la mayoría de las veces con significado social profundo. En el caso de movimientos fundamentalistas contemporáneos en el islam, por ejemplo, muchos han sido vistos como reacción defensiva a los impactos de la cultura occidental, percibida como destructora de valores sociales y religiosos. Algo similar se puede decir sobre el conversionismo exacerbado de grupos cristianos, que genera una identidad rígida, pero forma un sentimiento de pertenencia en un mundo de despersonificación y anomia. Tal vez, una comunicación más dialógica entre las religiones pudiera contribuir a que todas identificasen sus propias limitaciones y se volvieran así a la promoción de los valores humanos y al bienestar de todos (AMALADOS, 1995).

7 El diálogo ecuménico como afirmación de la vida

En la tradición de la práctica de diálogos entre las religiones, como se sabe, hay implicaciones expresas de compartir la vida, experiencia de comunión y conocimiento mutuo, dentro de un horizonte de humanización, de búsqueda de la paz y la justicia y de valoración y afirmación de la vida, considerando las exigencias concretas que tales dimensiones poseen.

La práctica de diálogo entre las religiones se da entre personas y grupos que están enraizados y comprometidos con su fe específica, pero que al mismo tiempo están abiertos al aprendizaje de la diferencia. Para la realización de esa aproximación ecuménica, Faustino Teixeira (2008) indica cinco elementos orientadores: la conciencia de humildad, la apertura al valor de la alteridad, la fidelidad a la propia tradición, la búsqueda común de la verdad y un espíritu de compasión.

Hay varias formas de diálogo interreligioso, pero independientemente de ellas la práctica dialogal requiere un espíritu de apertura, hospitalidad y cuidado. Entre las formas de diálogo destacan: la cooperación religiosa en favor de la paz, los intercambios teológicos y el compartir la experiencia religiosa, especialmente en el ámbito de la devocionalidad y la oración.

Hay todavía dos polos de reflexión, ambos muy desafiadores. El primero trata del lugar del diálogo entre las religiones en el proceso de globalización, considerando tanto los efectos positivos, como las facilidades de comunicación, una nueva conciencia global y planetaria y el pluralismo, como los negativos, como la agudización del fundamentalismo en varias religiones. Tal contradicción reside, especialmente, en el rechazo del compromiso comunicativo, por un lado, y por la apertura dialogal, por otro. La primera opción refuerza los tradicionalismos exacerbados en reacción a las nuevas sensibilidades y circunstancias de la comunicación dialógica y global, lo que genera las más distintas formas de fundamentalismo. La segunda opción, la del diálogo, se impone como desafío creativo y significativo para el futuro del mundo. El segundo polo se refiere a la espiritualidad y cómo se vincula íntimamente a la práctica del diálogo interreligioso.

8 consideraciones finales

La compleja realidad social y religiosa que hoy enfrentamos, especialmente el pluralismo religioso, tanto en el nivel intra-cristiano como en el interreligioso, desafía fuertemente la producción teológica latinoamericana. Entre los desafíos está la construcción de una lógica plural para el camino teológico y pastoral, lo que resalta aún más la importancia de las cuestiones ecuménicas para las reflexiones teológicas actuales.

Destacamos en nuestra reflexión sobre los desafíos de la espiritualidad ecuménica para la fe cristiana el encuentro de las personas y grupos con la vida y con la Biblia, y como tal encuentro marca el camino espiritual de ellas, haciendo que tengan siempre en mente los desafíos pastorales del presente siglo. Para ello, vimos la espiritualidad como don de Dios, como “clima” que nos permite vivir la vida, interpretando sus desafíos, dilemas y posibilidades, orientados por la idea de que la fe sin vida es muerta.

Nuestra consideración, por tanto, es que ante el pluralismo religioso se hace necesaria para la teología ecuménica una atención especial a la articulación entre la capacidad de diálogo de los grupos religiosos y los desafíos en torno a la defensa de los derechos humanos, presuponiendo que la espiritualidad ecuménica requiere visión dialógica, profunda sensibilidad con las cuestiones que afectan la vida humana e inclinación hacia la promoción de la paz. Indicamos también que, una espiritualidad ecuménica que surge de los desafíos y de las bases de la fe cristiana, así como del pluralismo religioso, tendrá como valor la dimensión mística y la alteridad y eso incidirá en los procesos religiosos y sociales, favoreciendo perspectivas utópicas, democráticas y donantes de sentido. Resaltamos el diálogo ecuménico como afirmación de la vida, con las respectivas y concretas implicaciones en lo referente a la solidaridad, la comunión, el conocimiento mutuo y las iniciativas y proyectos de humanización y de justicia social.

Claudio de Oliveira Ribeiro. Universidade Metodista de São Paulo. Original em português.

9 Referencias bibliográficas

AMALADOSS, Michel. Pela estrada da vida: prática do diálogo inter-religioso. São Paulo: Paulinas, 1995.

BINGEMER, Maria Clara. O mistério e o mundo: paixão por Deus em tempos de descrença. Rio de Janeiro: Rocco, 2013.

BOFF, Leonardo; KEMPIS, Tomas de. Imitação de Cristo e seguimento de Jesus. Petrópolis: Vozes, 2106.

SANTA ANA, Julio de. Ecumenismo e libertação: reflexões sobre a relação entre a unidade cristã e o Reino de Deus. Petrópolis: Vozes, 1987.

TEIXEIRA, Faustino do Couto; DIAS, Zwinglio Motta. Ecumenismo e diálogo inter-religioso: a arte do possível. Aparecida: Santuário, 2008.

TILLICH, Paul. Teologia sistemática. São Paulo: Paulinas/Sinodal, 1984.

Creo en la resurrección de la carne

Índice

1 La resurrección de Jesús y nuestra resurrección

2 Fundamentos y características de la resurrección según san Pablo (1 Cor 15)

3 “Resurrección de la carne”. Antecedentes histórico-dogmáticos

4 Síntesis sistemática

4.1 La resurrección de la carne implica salvación de la totalidad humana

4.2 Resurrección de la carne y consumación comunitaria-social

4.3 Resurrección de la carne y consumación cosmológica

5 Referencias

1 La resurrección de Jesús y nuestra resurrección

La comunidad cristiana celebra y sigue proclamando al mundo que Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado. Con este mensaje inaudito culminan los cuatro evangelios del Nuevo Testamento (Mt 28, 5-7; Mc 16, 5-7; Lc 24, 4-7; Jn 20, 12-13). Cristo ha resucitado venciendo la muerte y su victoria es anticipo de la de aquellos que han muerto, enseña San Pablo al reflexionar sobre la fe en la resurrección (1Cor 15,20). “Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe” (1 Cor 15,14). La comunidad apostólica enseña que Jesús, el Nazareno, el que “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38) y realizando diversos signos, anunciando el reinado de Dios, fue condenado a la muerte de cruz, colgado de un madero, ese mismo, Jesús, ha sido resucitado por Dios y constituido Kyrios y Cristo, Señor y Mesías (Hch 2,14-36; 3,12-26; 4,8-12; 10,34-43; 13,16-41). Jesús es Señor (Kyrios) y Cristo porque Dios mismo lo ha resucitado en el Espíritu. Por lo mismo, desde los inicios de la fe cristiana existe la convicción de que Dios ha anticipado en una persona concreta, en el Nazareno, el acontecimiento escatológico fundamental: la superación definitiva y para siempre de la muerte: el Crucificado ha resucitado. En Cristo resucitado se cumplen todas las promesas de Dios y por ello es constituido Señor de la vida y de la historia humana, fundamento de nuestra esperanza y de nuestra futura resurrección.

Lo vivido por Jesucristo es esperanza de salvación para todos nosotros: “porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rom 10,9). Por ello celebramos y hacemos fiesta en la permanente liturgia y alabanza de la Iglesia, porque la muerte ya no tiene la última palabra. Nuestra vida ya no es la crónica de una muerte anunciada, sino, por el contrario, se trata de una vida en la que ya experimentamos el amor de Dios y su presencia constante, y donde por su gracia se pueden anticipar signos de la alegría, paz, fraternidad y justicia que algún día viviremos plenamente. La esperanza de una vida eterna, de una felicidad sin límites, de una plena comunión de vida y amor con Dios y todos los bienaventurados, tiene desde ya su fundamento en Jesucristo resucitado. “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11).

2 Fundamentos y características de la resurrección según san Pablo (1Cor 15)

La exégesis considera que el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios es fundamental para comprender los alcances de la fe en la resurrección. En la comunidad de Corinto se manifestaban ciertas dificultades doctrinales debido a la cultura propia del mundo griego o a erróneas interpretaciones respecto a la resurrección. El mundo griego podía admitir sin problemas la idea de una inmortalidad del alma, pero tenía serias dificultades para admitir la resurrección. Para Pablo, “la negación de una resurrección corporal desintegra los fundamentos mismos de la fe y acaba con la genuina esperanza de la salvación, que no puede ser sino una salvación encarnada y escatológica” (RUIZ DE LA PEÑA, J. L., 2000, p. 153).

Subrayando su perspectiva cristocéntrica, Pablo reitera enfáticamente que el fundamento de la resurrección de los muertos es la resurrección de Cristo mismo; los muertos resucitan porque Cristo resucitó (vv. 12-19). En el mismo sentido, a Cristo resucitado se le llama dos veces “primicias”, por el cual “viene la resurrección de los muertos” (vv. 20-28). Para responder la pregunta por el modo de la resurrección (¿Cómo se resucita?), Pablo elige un camino analógico. Utiliza la imagen de la semilla; Dios dará un cuerpo a su voluntad: a cada semilla (sembrada) su cuerpo. Describe, a continuación, la relación entre el cuerpo terrestre, cuerpo animado  (psíquico) y el cuerpo del hombre resucitado, cuerpo espiritual (soma pneumatikón), estableciendo cuatro antítesis reseñadas con los siguientes términos: “se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animado, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 42-44). Muy lejos de los modelos de oposición y exclusión entre materia y espíritu propios del pensamiento griego, lo que proponen tales antítesis es dejar establecida tanto la continuidad como la discontinuidad entre el cuerpo terrestre de la condición peregrina y el cuerpo de los resucitados. Pablo muestra y enseña que la resurrección de los muertos sólo puede tener su fundamento en la resurrección del mismo Jesucristo y

“si ésta no puede ser conceptuada ni explicada adecuadamente… tampoco aquella. Sin embargo, podemos hablar de nuestra resurrección, en analogía con la de Cristo – como lo hace Pablo – , y proclamarla como obra del poder de Dios efectuada mediante el Espíritu vivificante… Por eso podemos esperar que viviremos ‘siempre con el Señor’ y también con los demás resucitados” (KREMER, J., 1970, p. 85)

Para Pablo es inimaginable la vida futura sin “soma”. Al decir de J. Gnilka “en esta totalidad (soma) no se separan entre sí los sentimientos, los pensamientos, las vivencias y las acciones… Para Pablo el cuerpo es absolutamente inseparable del yo humano” (GNILKA, J., 1970, p. 133). De todos modos se trata de un cuerpo que se transforma (1 Cor 15, 51) por la acción del Espíritu, “que da lugar a un ‘cuerpo espiritual’, lleno de ‘poder’ y sin debilidad, incorruptible e inmortal” precisa A. Puig i Tarrech (PUIG I TARRECH, A., 2014, p. 278).

Según J. Ratzinger, de acuerdo al pensamiento de Pablo, el modelo de interpretación para comprender la corporeidad del hombre resucitado surge de la experiencia de Cristo resucitado y de su nueva corporeidad. “Al realismo fisicista se le contrapone no un espiritualismo, sino un realismo pneumático” (RATZINGER, J., 2007, p. 185). El mismo teólogo hacer ver que:

“En cuanto a la materialidad de la resurrección queda abierto prácticamente todo. Se afirma su condición de lo totalmente distinto. No se puede decir a ciencia cierta qué significa positivamente su realismo pneumático, que se contrapone a las espiritualizaciones. La idea de que al final, y sea como sea, la totalidad de la creación de Dios entra en la salvación, resulta tan clara que cualquier sistematización reflexiva sobre el material bíblico tiene que tener muy en cuenta esa idea (cf. especialmente 1 Cor 15, 20-28…)” (RATZINGER, J., 2007, p.187).

Por su parte, B. Sesboüé, junto con reiterar que la resurrección de Jesús es modelo ejemplar y causa de la resurrección de los muertos, añade: que “La afirmación de la resurrección general de los muertos está en estrecha correspondencia con el interés que Jesús muestra continuamente a lo largo de su ministerio por el cuerpo humano” (SESBOÜÉ, B., 2000, p. 612). Lo que la exégesis bíblica quiere subrayar a propósito del pensamiento de Pablo es que éste

“no postula una corporeidad inmaterial ni una espiritualidad desligada  del cuerpo. Se trata de una unidad en la que confluyen lo material y lo espiritual. El pneuma es la fuerza que informa al cuerpo. Soma no designa en Pablo una parte del hombre, sino a todo el hombre, a su realidad ontológica misma. ‘Cuerpo espiritual’, por lo tanto, no significa un cuerpo de materia etérea, sino el hombre plenamente divinizado por el Espíritu del Señor” (NOEMI, J., 1996, pp. 91-92).

En efecto, “el cuerpo se da no sólo al modo adamítico, de ‘cuerpo animado’, sino también al modo cristológico debido a la resurrección de Jesucristo, en cuanto corporeidad gracias al Espíritu Santo” (RATZINGER, J., 2007, p. 185).

En definitiva, San Pablo quiere superar dos extremos posibles en su época: 1) el espiritualismo griego que se fundaba exclusivamente en la inmortalidad del alma y 2) la idea judía de identidad cuasi-física del cuerpo resucitado con el mortal. Nada hace pensar que el cuerpo resucitado se entienda como reanimación, o recuperación del cadáver. Pero tampoco se puede entender sin el soma transformado. En suma, hay, entre el cuerpo del ser humano histórico-peregrino y el resucitado discontinuidad y también continuidad (PUIG I TARRECH, A., 2014, pp. 276-278;  SESBOÜÉ, B., 2000, pp. 610-612; KREMER, J., 1970, pp. 76-87; GNILKA, J., 1970, p. 127-135; NOCKE, F. J., 1984, pp. 80-83).

3 “Resurrección de la carne”   (Antecedentes histórico-dogmáticos)

Se desprende de los antecedentes bíblicos que lo esencial es que la resurrección de Jesús no sólo es el fundamento de nuestra fe en la resurrección corporal, sino que, de hecho, hace posible e implica la resurrección de todos los muertos al final de la historia. Los primeros símbolos de fe recogen de distinto modo esta convicción fundamental. Al respecto, B. Sesboüé, hace ver que

“los dos credos cristianos emplean a este respecto un lenguaje un tanto diferente: Oriente (Nicea-Constantinopla) menciona ‘la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro’; Occidente, por su parte, habla de ‘la resurrección de la carne y la vida eterna’. Por este término de ‘carne’ hay que entender, no el conjunto de nuestros músculos, sino el ‘cuerpo’ humano en tanto que es humano y tal como ha sido analizado aquí, de acuerdo con su condición histórica, limitada y frágil. El lenguaje de san Juan no vacila ante este término bastante ‘crudo’ de ‘carne’. Por eso dice: ‘La Palabra se hizo carne’ (Jn 1, 14), es decir, ha asumido verdaderamente nuestra condición humana corporal y carnal” (SESBOÜÉ, B., 2000, p. 611).

Con el fin de refutar y tomar distancia de reducciones espiritualizantes de la categoría “cuerpo espiritual”, aparecidas en cristianos del siglo II bajo influjo gnóstico, se comienza a utilizar la expresión “resurrección de la carne”. Los especialistas muestran que, por ese motivo, se habría incluido en el símbolo romano antiguo para neutralizar las interpretaciones espiritualistas de índole dualista y la misma razón explica que la fórmula se haya trasladado y mantenido en muchos credos. Observa C. Pozo – que “Incluso debe reconocerse una progresiva acentuación del realismo en las fórmulas de fe: de la fórmula ‘resurrección de la carne’ se empieza ulteriormente a subrayar que la resurrección se hará ‘en esta carne en que ahora vivimos’ (Fides Damasi, DH 72) (POZO, C., 1993, p. 42).

Ratzinger, en su libro Escatología, y después de estudiar el empleo de la fórmula ’resurrección de la carne’ en los tres primeros siglos (recogiendo los aportes de Ireneo de Lyon y Justino en polémica con el gnosticismo de Valentín…) concluye que “al final estaba claro que ‘resurrección de la carne’ significa resurrección de las criaturas sólo en el supuesto de que quiera decir también resurrección del cuerpo” (RATZINGER, J., 2007, p. 191). Ante el riesgo de gnosticismo y dualismo, la defensa y valoración de la carne, como expresión irrenunciable de la corporeidad e integridad del ser humano, se convirtió en los primeros siglos en un tema crucial.

Entre los Padres, Ireneo de Lyon y Tertuliano se destacan por su manifiesta opción en este empeño y valoran la salvación de la carne como algo central de la fe y esperanza cristianas[1]. Comentando el mismo texto Sobre la resurrección de la carne de Tertuliano[2], que en otro lugar se refiere a la carne como “la hermana de Cristo” y señala que Dios “ama la carne”, Sesboüé observa que este escrito:

“lleva la marca de los acentos cordiales de un cristiano de comienzos del siglo III: nuestra ‘carne’ es la hermana de Cristo. Se salvará en la resurrección como la suya, con el mismo derecho que todo lo que forma parte de nuestra condición concreta, y con la misma continuidad y la misma discontinuidad entre nuestro estado presente y nuestro estado futuro” (SESBOÜÉ, 2000, p. 613).

Confrontado con el dualismo, el Magisterio siempre ha enseñado que los muertos resucitarán con sus propios cuerpos. Aún resuenan aquellas palabras del XI Concilio de Toledo del año 675: “creemos que resucitaremos, no en una carne aérea o de cualquier otro tipo como algunos deliran, sino en ésta en la que vivimos, subsistimos y obramos”(DH 540). Es decir, resucita un cuerpo humano y el mismo cuerpo humano (identidad específica y numérica), transfigurado, cuerpo glorioso. Por la misma convicción de unicidad de la persona humana y del valor propio del cuerpo, criatura de Dios, desde los primeros siglos se escucharon voces críticas que no aceptaron la doctrina de la transmigración de las almas, entre otros motivos,  por su desprecio a la corporeidad. Además de Ireneo y Tertuliano, se destacan las opiniones de Justino, Minucio Félix, Teófilo de Antioquía, y  San Agustín, quienes en distintas etapas culturales manifiestan su rechazo a las teorías reencarnacionistas entre los siglos II y V (POZO, C., 1993, pp. 165-185). Por su parte, en el año 561 el II Concilio de Braga rechaza ideas semejantes defendidas por las tendencias maniqueístas de los seguidores de Prisciliano (DH 456). En el medioevo, el IV Concilio de Letrán, XII Ecuménico, realizado en el 1215, en su definición contra el dualismo radical de los cátaros, quienes también rechazaban el cuerpo por considerarlo perverso, recuerda que Jesucristo “ha de venir al fin del mundo, ha de juzgar a los vivos y a los muertos y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan” (DH 801).

Frente al desafío dualista en sus diversas expresiones, la teología cristiana sostiene la bondad de la creación y de las criaturas, de la materia y del espíritu, y por ello combina argumentos creacionales y escatológicos para afirmar tanto la bondad original como el destino eterno y glorioso del cuerpo humano.

“Tanto el cuerpo como el espíritu tienen un futuro de plenitud por el don de Dios Creador y Consumador de la historia. El cristianismo cree en un Dios Creador de todo lo visible e invisible, en un Dios que se define como Amor y que ha creado por amor la existencia de lo otro, de lo distinto de sí, en su diversidad y pluralidad. Tanto la materia como el espíritu se remontan a un único designio creador de Dios. El cuerpo es, en consecuencia, tan digno, tan auténtico y cabal como el alma. El ser humano, hombre/mujer, es alma encarnada, síntesis de materia y espíritu” (PARRA, F., 2011, p. 249).

Como bien lo enseña – en los tiempos actuales – el Concilio Vaticano II:

“En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día” (GS, 14).

4 Síntesis sistemática

4.1 La resurrección de la carne implica salvación de la totalidad humana

Con su fe en la resurrección de la carne, el cristianismo manifiesta su esperanza en que toda la persona y todas las personas tienen un futuro que va más allá de la muerte y que pueden confiar en que Dios cumplirá su promesa de consumación. “No hay esperanza sólo para una parte de la persona. A la totalidad del ser humano pertenecen su corporeidad, su sociabilidad e historicidad en relación con la naturaleza.” (PARRA, F., 2011, p. 251).

Es el ser humano entero, en cuerpo y alma, el que alcanza – por gracia de Dios – su plenitud. Con razón Hans Urs Von Balthasar, expresa que la ‘resurrección de la carne’ “se describiría mejor como ‘resurrección del hombre’ en su totalidad” (VON BALTHASAR, H. U., 2008, pp. 37-38). Lo que los teólogos quieren destacar es que la corporalidad humana tiene valor en sí misma junto con todas las dimensiones de lo humano. En palabras de J. Moltmann, “la esperanza en la ‘resurrección de la carne’ nos permite no menospreciar ni rebajar la vida corporal ni las experiencias de los sentidos, sino que las afirma profundamente y concede su honor supremo a la ‘carne’ menospreciada” (MOLTMANN, J., 2004, p. 100).

En analogía con la resurrección del Crucificado y su glorificación corporal (Flp 3, 21),

“los creyentes consideran también su muerte como una parte de aquel proceso en el que toda esta creación mortal será glorificada y volverá a nacer para el reino de la gloria. Por la ‘resurrección de la carne’ se entiende  la metamorfosis de esta creación perecedera que llegará a ser el reino eterno de Dios, y de esta vida mortal que llegará a ser la vida eterna: ‘vita mutatur, non tollitur[3]” (MOLTMANN, J., 2004, pp. 112-113).

Gesché comenta acertadamente que “es este cuerpo de aquí el que resucitará… Este cuerpo de aquí es el que, como sucede con el grano de trigo, germinará en la vida cumplida, porque es su semilla… El secreto del cuerpo… es tener un germen de cuerpo de gloria” (GESCHÉ, A., 1997, p. 306). Recordemos que, conforme al pensamiento de Pablo, el cuerpo sembrado es el que resucita. Por ello puede aseverar Gesché que “el cuerpo de esta tierra tiene una estructura resurreccional” (GESCHÉ, A., 1997, p. 306). Desde Cristo, el Crucificado resucitado, “la resurrección es ahora el acto del Padre, en Jesús, por el poder del Espíritu, por el que remodela precisamente la creación” (GESCHÉ, A., 2002, p. 203).

“En adelante la resurrección pertenece a la capacidad teologal del hombre creado, Homo capax Dei, restituido así a su vocación de destino propuesta en la creación y remodelada en la resurrección, Homo capax resurrectionis. (…) En adelante, el hombre conseguirá la salvación, es decir, el camino de su destino, sabiendo decir sí a su naturaleza resurreccional” (GESCHÉ, A., 2002, p. 204).

Si resurrección de la carne implica resurrección del hombre en su totalidad, esto significa que hay identidad personal entre el ser humano que se desarrolló en la historia terrena y el que resucitará. Para J. L. Ruiz de la Peña:

“resucitar ‘con el mismo cuerpo’ significará… resucitar con un cuerpo propio, esto es, un cuerpo que transparenta la propia y definitiva mismidad, ya sin posible equívoco; un cuerpo que es más mío que nunca, en cuanto supremamente comunicativo de mi yo. El cuerpo glorioso (soma pneumatikón) del que habla Pablo es el yo irradiando la vida del Espíritu, libre de todo automatismo inconsciente, depositario de una plenitud integral que nace del núcleo más íntimo de la persona y alcanza y transfigura su corporeidad” (RUIZ DE LA PEÑA, J. L. 2000, pp. 173-174).

En el mismo sentido, el teólogo F. J. Nocke, afirma que

“el cuerpo futuro, a diferencia del presente, será imperecedero; pero nuestro cuerpo actual no será substituido por otro, sino transformado en otro… la esperanza cristiana no pretende que la existencia actual sea simplemente arrinconada, echada, olvidada en favor de otra existencia totalmente distinta, sino que ésa, en su totalidad, sea elevada y transformada en una existencia indestructible” (NOCKE, F. J., 1984, p. 82).

De acuerdo al teólogo brasileño L. C. Susin, “la ‘carne’ significa exactamente este modo terreno, mortal, finito y frágil, marcado por lágrimas, alegrías, amores y trabajos: esta carne, marcada por la historia terrena, será transfigurada” (SUSIN, L. C., 1995, p. 127). En definitiva, resurrección del cuerpo o de la carne quiere decir entonces que todo el ser humano – con la historia de su vida, con sus relaciones con los otros y con la naturaleza – tiene un futuro y es redimido por Dios. En una palabra, resucita la persona. Contra todo dualismo que rechaza la carne o el cuerpo “la fe cristiana defiende la radical unicidad de la persona humana: unicidad en su origen, unicidad en su destino final; y de una persona que se desarrolla y crece en un mundo radicalmente bueno por designio y gracia de un Dios Creador y Consumador” del mundo y de la historia (PARRA, F., 2011, pp. 249-250).

  1. 2 Resurrección de la carne y consumación comunitaria-social

El don de la plenitud consumada que trae consigo la resurrección de la carne no es un regalo que recibirá el individuo aislado de su entorno social y comunitario. Por el contrario, la resurrección de la carne anhelada y esperada será un acontecimiento comunitario y social y que, por tanto, integra la red de relaciones humanas espacio-temporales que ha acompañado siempre e históricamente el desarrollo de cada persona. En fin, resucitamos no sólo  porque Cristo ha resucitado de entre los muertos y a imagen de Cristo resucitado, causa ejemplar de la nuestra, sino también como miembros participantes del cuerpo de Cristo. Con razón J. L. Ruiz de la Peña comenta a propósito de esto último: “la carne que resucita está, pues, hecha de projimidad, ha sido amasada en el molde de la socialidad. La resurrección no será el salvamento del náufrago solitario, sino la reconstitución de la unidad originaria de toda la familia humana” (RUIZ DE LA PEÑA, J. L., 2000, p. 170).

Por ser precisamente una esperanza comunitaria inseparable tanto de la vida en común y de la comunión, como del anhelo de una sociedad inclusiva y del bien común en la historia, en la esperanza de la resurrección no puede estar ausente la pregunta por la reconciliación final y la justicia. Reflexionando en torno a la necesidad de justicia y de la reparación final de todo sufrimiento injusto Benedicto XVI, declara que

“Sí, existe la resurrección de la carne[4]. Existe una justicia[5]. Existe la ‘revocación’ del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos” (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, n. 43).

La tradición cristiana enseña que finalmente habrá justicia y que la verdad oculta de cada cual se conocerá en el momento de la muerte. La fe de la Iglesia sostiene que, inmediatamente después de la muerte, puede haber comunión con Dios y los bienaventurados o purificación escatológica, así como también puede haber perdición o autoexclusión eterna[6].

4.3 Resurrección de la carne y consumación cosmológica

Tanto el cuerpo como el espíritu tienen un futuro de plenitud por el don de Dios Creador y Consumador de la historia. “el mundo material también participará en la glorificación plena del hombre…” (LIBANIO, J. B.,- BINGEMER, M. C., 1985, p. 201).

A una humanidad resucitada corresponde igualmente un mundo transfigurado. Ya se ha dicho que la promesa de la resurrección de la carne asume al ser humano en su integridad de un modo coherente con la antropología cristiana esencialmente no dualista. El cosmos creado siempre ha formado parte del plan salvífico que cruza toda la historia. La fe cristiana concibe el final del mundo que trae consigo la Parusía como consumación y plenitud del mismo. La Tierra nueva y el cielo nuevo esperados implican trasfiguración, nueva creación como don del  Dios Creador y Consumador del todo.

Para L. Boff, “en Jesucristo resucitado tenemos un modelo que nos permite vislumbrar la realidad futura de la materia. Su cuerpo material fue transfigurado por la resurrección. No dejó de ser cuerpo y por esto mismo una porción de materia. Pero esta materia está de tal manera penetrada por Dios y por la vida eterna, que revela máximamente a Dios y con esto manifiesta capacidades latentes en la materia, que ahora son plenamente realizadas: todo es gloria, luz y comunión, presencia, transparencia, ubicuidad cósmica. La materia ya no es principio de limitación, de peso y de opacidad, sino total expresión del sentido, encarnación del espíritu y principio de comunión y presencia total” (BOFF, L., 1981, pp. 105-106).

El teólogo J. Ratzinger piensa que…. En efecto, “es el hombre entero el que alcanza la salvación, y es el mundo entero el que participa de ella” (RATZINGER, J., 1976, p. 228). Sintetizando su visión del mundo nuevo y la consumación que esperamos, reitera el teólogo alemán:

“como conclusión quedémonos con esto: no hay manera alguna de imaginarse el mundo nuevo. Tampoco disponemos de ninguna clase de enunciados concretos que nos ayuden a imaginarnos, de alguna manera, como el hombre se relacionará con la materia en el mundo nuevo y cómo será el ‘cuerpo resucitado’. Pero sí tenemos la seguridad de que la dinámica del cosmos lleva a una meta, a una situación en la que materia y espíritu se entrelazarán mutuamente de un modo nuevo y definitivo. Esta certeza sigue siendo también hoy, y precisamente hoy, el contenido concreto de la creencia en la resurrección de la carne” (RATZINGER, J., 2007, p. 210).

Efectivamente, la creación entera está llamada a transfigurarse porque también ella ha “de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21). Retomando la sabiduría de san Bernardo de Claraval, el pensador francés J. L. Chrétien ha señalado bellamente que

“no es la presencia, sino la ausencia del cuerpo lo que impide al alma ‘salir en cierto modo de sí misma y entrar toda ella en Dios’[7], en una eterna ebriedad. Pues todo ha de ser glorificado; nada debe faltar a la alabanza, y en el hálito con que damos gracias a Dios, todo ha de estar presente para que no nos arrojemos a Dios sólo con nuestra alma, sino a cuerpo descubierto. Con nuestro cuerpo, también podremos entregarle todo lo que en nuestro cuerpo llevó su imagen, todo aquello ante lo cual se mantuvo en pie, signo del espíritu, las montañas y los ríos, los árboles y los manantiales, todo el mundo material santificado por la encarnación de Dios. Nada debe faltar a la alabanza” (CHRÉTIEN, J. L., 2005, p. 219).

En el gozo de la glorificación final participan todas las criaturas creadas por Dios y todos los seres alabarán a Dios, su creador (MOLTMANN, J., 2004, pp. 427-430). La gloria de Dios comporta gozo y alegría eterna para todas las criaturas.

Destacando el don de la alegría de la vida eterna en Spe salvi, escribe Benedicto XVI que Jesucristo, “verdadero Pastor”, vencedor de la muerte, nos guía más allá de la muerte (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, nn. 6 y 27) y nos conduce a la Vida. La esperanza de la vida verdadera y eterna, que supone la resurrección de la carne, supera ampliamente toda comprensión y representación (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, nn. 12-13). Sin embargo, algo podemos balbucear: “quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente vida”. La vida verdadera y eterna que, “totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud” (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, n. 27) en la que estaremos “desbordados simplemente por la alegría” (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, n. 12).

El Concilio Vaticano II no sólo descarta toda idea de una aniquilación del mundo en el último día, en el acontecimiento consumador que conlleva la resurrección final, sino que junto con subrayar que se trata de una plenitud y felicidad que desborda toda expectativa enseña también la continuidad entre este mundo y la bienaventuranza eterna:

“Ignoramos el tiempo en que será la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre” (CONC. VATICANO II, GS, 39).

En fin, y como conclusión, al decir resurrección de la carne  hablamos de plenitud y suma alegría del ser humano, de una salvación del hombre entero (cuerpo y alma), donde todas sus relaciones fundamentales se consuman en Dios Uno y Trino en el mundo regalado y transfigurado: un mundo de Dios donde, como enseña el Apocalipsis “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).

Fredy Parra. Facultad de Teología. Pontificia Universidad Católica de Chile. Texto original español.

5 Referencias

BENEDICTO XVI. Spe salvi, Madrid: San Pablo, 2007.

BERNARDO DE CLARAVAL. De diligendo Deo, III, 146.

BOFF, L. La vida más allá de la muerte. Bogotá: CLAR, 1981.

JUAN PABLO II. Catecismo de la iglesia católica. Madrid: San Pablo, 1992.

CHRÉTIEN, J. L. La mirada del amor. Salamanca: Ed. Sígueme,  2005.

DENZINGER, H., – HÜNERMANN, P. El Magisterio de la Iglesia. Barcelona: Ed. Herder, 1999 (DH).

GESCHÉ, A. Dios para pensar II. Dios-El Cosmos. Salamanca: Sígueme, 1997.

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GNILKA, J. La resurrección corporal en la exégesis moderna. En Concilium 60 (1970) 127-135.

IRENEO DE LYON. Adv. haer., 5, 14, 1, PG 7, 1161.

KREMER, J. La resurrección de Jesús, fundamento y modelo de nuestra resurrección, según San Pablo. En Concilium 60 (1970) 76-87.

LIBANIO, J. B. – BINGEMER, M. C. Escatología cristiana. Buenos Aires: Ed. Paulinas, 1985.

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NOCKE, F. J. Escatología. Barcelona: Ed. Herder, 1984.

NOEMI, J. El mundo, creación y promesa de Dios. Santiago: Ed. San Pablo, 1996.

PARRA, F. Esperanza en la historia. Idea cristiana del tiempo. Santiago: Ed. Alberto Hurtado,  2011.

POZO, C., La venida del Señor en la gloria. Valencia: Edicep, 1993.

PUIG I TARRECH, A. El cuerpo de Jesucristo resucitado como cuerpo cósmico y místico,       en MARLÉS, E. (ed.). Trinidad, universo, persona. Navarra: Estella (EDV), 2014.

RATZINGER, J. Escatología. Barcelona: Ed. Herder, 2007.

_____. Palabra en la Iglesia. Salamanca: Ed. Sígueme, 1976.

RUIZ DE LA PEÑA, J. L. La pascua de la creación. Escatología. Madrid: Ed. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), 2000.

SESBOÜÉ, B. Creer. Madrid: Ed. San Pablo, 2000.

SUSIN, L. C. Assim na terra como no céu. Brevilóquio sobre Escatologia e Criação. Petrópolis: Ed. Vozes, 1995.

TERTULIANO. De carnis resurrectione, 8, 3; PL 2, 806.

____. De carnis resurrectione, 9; PL 2, 807 ab.

VON BALTHASAR, H. U. Escatología en nuestro tiempo. Madrid: Ed. Encuentro, 2008.

[1] Según Ireneo  “si no hubiese de salvarse la carne, no se habría encarnado en absoluto el Verbo de Dios” (Ireneo de Lyon, Adv. haer., 5, 14, 1, PG 7, 116). En el mismo sentido, Tertuliano, en el siglo III, piensa que “caro salutis est cardo”, “la carne es el quicio de la salvación” (Tertuliano, De carnis resurrectione, 8, 3; PL 2, 806).

[2] Tertuliano, De carnis resurrectione, 9; PL 2, 807 ab.

[3] Prefacio de Difuntos I, Misal Romano: “La vida no termina, sino que se transforma”.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 988-1004.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1040.

[6] Opciones libres que se han “fraguado en el transcurso de toda la vida” pueden tener como consecuencia “formas provisionales” de bienaventuranza o condenación, conforme a la idea del judaísmo antiguo sobre la condición intermedia entre muerte y resurrección que se hace presente en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Inmediatamente después de la muerte puede haber comunión con Dios y los bienaventurados (Catecismo, nn. 1023-1029) como también perdición definitiva, una “autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados”, situación “que se designa con la palabra ‘infierno’ (Catecismo, nº 1033). Ahora bien, más allá de ambas situaciones extremas, añade Benedicto XVI, lo más normal es que en gran parte de los hombres quede, “en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios” y requieran ser purificados, en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador (nº 48), a fin de madurar plenamente para la comunión definitiva con Dios (nº 47), en un “tiempo del corazón, tiempo del ‘paso’ a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo” (nº 47; cf. Catecismo, nn. 1030-1032). El Papa reitera, una vez más, el carácter comunitario de la salvación cristiana, destacando la convicción -heredada del judaísmo antiguo- de que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo 2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). Cf. F. Parra, Esperanza en la historia, p. 265.

[7] Bernardo de Claraval, De diligendo Deo, III, 146, citado por J. L. Chrétien.

Conferencias del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)

Índice

1 Antecedentes del CELAM

1.1 Los primeros encuentros episcopales latinoamericanos

1.2 Creación del CELAM

2 Las conferencias generales del episcopado Latinoamericano

2.1 Primera Conferencia: Río de Janeiro, entre el 25 de Julio – 4 de Agosto de 1955

2.1.1 Contexto social y eclesial

2.1.2 Organización y principales acentos

2.2 Segunda Conferencia: Medellín, entre el 26 de Agosto – 7 de Septiembre de 1968

2.2.1 Contexto social y eclesial

2.2.2 Organización y Principales acentos

2.3. Tercera Conferencia: Puebla, entre el 27 de enero – 13 de febrero de 1979

2.3.1 Contexto social y eclesial

2.3.2 Organización y Principales acentos

2.4 Cuarta Conferencia de Santo Domingo: entre el 12 – 28 Octubre de 1992

2.4.1 Contexto social y eclesial

2.4.2 Organización y Principales acentos

2.5 Quinta Conferencia: Aparecida, entre el 13 – 31 Mayo de 2007

2.5.1 Contexto social y eclesial

3 Breves cuestiones conclusivas

4 Referencias

1 Antecedentes del CELAM

1.1 Los primeros encuentros episcopales latinoamericanos

El episcopado latinoamericano tiene una larga historia de búsqueda de un organismo colegiado que discierna la ruta del catolicismo del continente. En efecto, durante la época colonial se desarrollaron concilios provinciales o juntas eclesiásticas tanto en ciudad de México como en Lima, incluso antes de la Real Cédula pos-tridentina de 1621.

Ya en 1899, por iniciativa del Obispo chileno Monseñor Carlos Casanueva, el Papa León XIII convoca en Roma al Primer Concilio Plenario Latinoamericano, con ocasión del 400 aniversario de la llegada de colonos españoles. Los trece arzobispos y cuarenta obispos se ocuparon fundamentalmente de discutir más que cuestiones doctrinales, asuntos relativos a la disciplina eclesiástica, con la emergencia de problemas socio-eclesiales comunes.

1.2 Creación del CELAM

El CELAM se crea en 1956, a propósito de la celebración de la Primera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunido en Río de Janeiro en 1955. Su nacimiento jurídico se remonta a 1958. La creación del CELAM precede a la existencia de la mayoría de las Conferencias Episcopales de iglesias locales, por lo tanto, no podemos leer su surgimiento como una recepción regional de una experiencia local. En la reunión aludida de fines del XIX, no habría surgido aún la conciencia común del episcopado latinoamericano, dado que la Iglesia en América Latina era heredera de la cristiandad rural, manifestada en formas masivas y pasivas de piedad popular decimonónica, estrictas pautas sociales tradicionales de convivencia, élites eclesiásticas de territorio, etc. (HOUTARD, 1986, 94). En este sentido, el CELAM no fue fraguado en el interior de la reflexión del cuerpo episcopal del continente. Se institucionalizó como órgano eclesial-episcopal por la iniciativa de algunos obispos y el impulso de instancias romanas. Con la renovación del Concilio Vaticano II, esta institución eclesial latinoamericana adquirirá progresivamente más autoconciencia del significado del afecto colegial y sus positivas repercusiones pastorales.

Para que este Consejo Latinoamericano funcionara eficazmente, se creó un Secretariado General como órgano permanente para dos cosas: implementar las resoluciones del Consejo y coordinar la actividad de los Secretariados Nacionales (IBAN, 1989, 289). En mayo de 1956, Mons. Julián Mendoza, fue elegido por el Papa como el primer Secretario General, quien de inmediato preparó la primera reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano. Presidida por el Nuncio Apostólico en Colombia, en esa ocasión se eligió al Presidente y a los dos Vice-Presidentes del Consejo para el período 1957-1958. Por mayoría fue elegido Presidente el Arzobispo de Río de Janeiro, Cardenal Jaime de Barros Cámara, y como Vicepresidentes Mons. Miguel Darío Miranda, Arzobispo Primado de México y Mons. Manuel Larraín, Obispo de Talca, Chile.

El CELAM se ha reunido en Conferencia General cinco veces: 1955, 1968, 1979, 1992 y 2007, emitiendo un Documento Final como conclusiones de sus trabajos. Estos documentos no se explican de manera automática e independiente, se requiere una adecuada hermenéutica para evaluarlos y entender aquello que allí se ha expresado u omitido.

2 Las conferencias generales del episcopado Latinoamericano

2.1 Primera Conferencia: Río de Janeiro, entre el 25 de julio-4 de agosto de 1955

2.1.1 Contexto social y eclesial

Dos acontecimientos eclesiales marcarían la primera Conferencia del Episcopado Latinoamericano, a saber, el XXXVI Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Río de Janeiro entre el 17 y el 24 de julio y el II Encuentro Latinoamericano de la Juventud Obrera Católica (JOC), con presencia del sacerdote belga Joseph Cardijn, fundador de la JOC (DUSSEL, 1965, 63). Allí resonaron las voces del laicado promotor de un catolicismo marcado por la preocupación de la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia en contexto latinoamericano, la cuestión laboral y la vivencia social de la fe. La convocación, programación y presidencia fue responsabilidad Pontificia, el Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial, Cardenal Giovanni Adeodato Piazza, trabajó en la preparación y conducción junto a Monseñor Antonio Samoré, Monseñor Helder Câmara (Brasil) y los Arzobispos de Concepción (Chile), de Puebla (México) y de Santo Domingo. Se invitaron a observadores de los Episcopados de Estados Unidos, Canadá, España, Filipinas y Portugal.

El Papa Pío XII, esperaba expresamente que los obispos de América Latina se hicieran cargo del problema de la escasez de clero, considerado como el principal para el catolicismo regional. No hubo mención expresa del enorme problema social causado por la dependencia latinoamericana de Estados Unidos. Se había comenzado a establecer la consolidación de gobiernos nacionalistas y reformistas que buscaban alejarse de la excesiva influencia de Estados Unidos en la conducción de sus políticas interiores; frente a ello se establecieron políticas de desestabilización económica y política. Todo esto fue deliberadamente dejado de lado. La preocupación fundamental estaba centrada en el incremento del protestantismo lo que, a juicio del Pontífice, estaba directamente relacionado con la falta de atención pastoral por ministros, quedando un terreno libre a diversos grupos sociales y religiosos que ponían en riesgo la predominancia de la fe católica. Por ello el trabajo en pastoral vocacional y el cuidado en la formación del clero ayudaría a generar más y mejor clero local; pero también se precisaba el fomento de la llegada de sacerdotes extranjeros, de modo que se renovasen métodos pastorales apropiados a las exigencias del problema religioso de América Latina, superando la fragmentación y generando más intercambio entre las iglesias locales.

2.1.2 Organización y principales acentos

La realidad religiosa del Continente marcó la agenda de la Conferencia. Para descubrir el rostro de Dios, en su resplandor y deformaciones, el Cardenal Piazza solicitó realizar un análisis estadístico de la situación pastoral, espiritual y social de las iglesias locales. Metodológicamente se trataba de hacer localmente estos estudios, para que luego las asambleas provinciales enviaran los resultados a la asamblea de Río.

Las siete comisiones de la Conferencia fueron: Clero, Auxiliares del clero, Organización y medios del apostolado, Protestantismo y otros movimientos anticatólicos, Actividades sociales-católicas, Misiones, indios y personas de color, Emigración y gente de mar; ellas trazaron un perfil del catolicismo latinoamericano que enfrentaba un proceso de descristianización producido – según los informes – por la falta de sacerdotes. Atención especial mereció la cuestión misionera especialmente frente a la emigración rural y al creciente aumento del protestantismo y las sectas, comprometiéndose con los inmigrantes y con la promoción de una cultura autóctona. Se destacó el potencial de las diversas formas de apostolado laico frente a formas de disgregación cristiana. La Conferencia se propuso, además, incentivar la creación de un diario católico en cada país y también limitar la influencia del mal cine. A pesar de identificar el problema en la escasez de clero, con una eclesiología muy autocentrada, se evidenció una sensibilidad real por los problemas sociales del momento y la positiva influencia que un laicado mejor formado podía traer al Continente.

La Conferencia aprobó una Declaración dirigida al clero y a todos los fieles de América Latina, además de Resoluciones que todo el episcopado de América Latina debía tener en consideración. La principal sería, sin duda, la constitución de un Consejo Episcopal Latinoamericano (Conclusiones, 82-84), el cual tendría como principal preocupación identificar los principales problemas comunes y coordinar e impulsar las iniciativas católicas en el Continente.

2.2 Segunda Conferencia: Medellín, entre el 26 de agosto – 7 de septiembre de 1968

2.2.1 Contexto social y eclesial

La segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano fue también precedida por un Congreso Eucarístico Internacional realizado en Bogotá. Fue la primera vez que un pontífice pisaba tierras latinoamericanas. Entre 1962 y 1965 se había celebrado el Concilio Vaticano II, trayendo consigo la cristalización de décadas de pensamiento teológico renovador en el catolicismo romano. Este magisterio universal sería contrastado con dos documentos promulgados por el papa Pablo VI: la Encíclica Populorum Progressio (PP), con muy buena recepción en América Latina y la Encíclica Humanae Vitae que había desatado una encarnizada polémica. Los contenidos de ambos documentos perfilaron los discursos de Pablo VI en Bogotá, añadiendo numerosas condenas contra la justificación y apología de la violencia, en línea con PP que establecía una clara condena de la violencia institucional como causante de la inestabilidad social.

Socialmente, el continente enfrentaba una desproporción acelerada entre progreso económico y desarrollo social. Muchas Iglesias locales, tales como Brasil, Chile, Venezuela, Colombia, Ecuador y Costa Rica apoyaron la creación de movimientos de inspiración cristiana como cooperativas y proyectos de promoción humana. La Iglesia también colaboró en la creación de partidos políticos con inspiración cristiana. Algunas reformas estructurales, como la agraria, fueron también impulsadas por la Iglesia.

La Conferencia se enfrentó a ese modelo económico neoliberal de desarrollo, unido a la convulsión estudiantil de varios países del continente. Era imperativo hacerse cargo del desafío de hablar desde y hacia ese momento presente latinoamericano.

2.2.2 Organización y Principales acentos

Medellín puede ser contada como la gran recepción continental del Concilio Vaticano II. Alrededor de 750 obispos se reunieron en torno al tema “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”. Junto a la recepción conciliar, quisieron hacer una apropiada recepción de la situación social, emergiendo desde allí notablemente los temas de la reestructuración eclesial, las comunidades de base, y un nuevo método teológico, desde la preocupación por los pobres y por la liberación. Desde presupuestos bíblicos y pastorales (ABALOS, 1969, 115), resulta evidente que el nuevo paradigma eclesial que emerge en Medellín resitúa un tema marginal en los debates conciliares, el paradigma eclesiológico de la “Iglesia de los pobres” (SCATENA, 2008). Esto reveló una autoconciencia eclesial continental, como una contribución local a la catolicidad de la Iglesia. De esta manera, fue más allá de una mera aplicación del magisterio conciliar, proponiéndose una renovación de las estructuras internas de la Iglesia, como signo de una presencia liberadora en el complejo contexto social (TAMAYO, 2000,11). Hubo también una valorización de la acción política de los cristianos, como una característica esencial de la teología y pastoral del catolicismo del continente (MANZATTO, 2007,532). Los obispos Gregory, McGrath, Pironio, Proaño, Ruiz, hablaron, desde la tribuna de la teología, de los signos de los tiempos, atendiendo al paso de Dios en la historia de un pueblo que busca liberación en medio de situaciones de opresión.

Es, además, en este contexto eclesial, teológico-doctrinal, donde se inscriben las primeras sistematizaciones de la llamada teología de la liberación, la gran aportación en método a la teología universal. Liberación, fue la categoría acuñada que contrastó con la clásica de desarrollo, utilizada en modelos económico-sociales de esa época (GUTIERREZ, 1988, 17); aunque el Documento Final se refiriera a ambas (7 y 11) (OLIVEROS,1977, 127). Desde el punto de vista del diseño eclesial, es en Medellín donde se da particular impulso a la organización y formación de las Comunidades Eclesiales de Base, un modelo de Iglesia que emerge desde ambientes eclesiales de frontera, la célula inicial de las estructuras eclesiásticas (10-11). La Introducción del documento final sostiene claramente que el Continente se encuentra bajo el signo de transformación y desarrollo, en la búsqueda de alcanzar cada nivel de actividad humana, enfrentando una nueva época en la historia del continente (4).

Más que la madurez teológico-doctrinal local, Medellín demuestra en sus resultados, una iglesia que supera la cristiandad (CANAVAUGH, 1994, 68) y la comprensión dualista, asumiendo la autonomía de las realidades terrenas con su consistencia propia, lo que llevó a la Conferencia a empoderarse frente al cambio social, alejada de lo establecido y de las oligarquías latinoamericanas. Se provee de un análisis estructural del neocolonialismo que afectaba interna y externamente a los países pobres (9ª), aumentando la brecha de inequidad (23). Esta Conferencia se convertiría en el lugar que auscultar la legitimidad eclesial en el proceso de liberación de las comunidades cristianas del Continente, un lugar donde advertir el sensus ecclesiae en las décadas siguientes.

2.3. Tercera Conferencia: Puebla, entre el 27 de enero – 13 de febrero de 1979

2.3.1 Contexto social y eclesial

La extraordinaria recepción de Evangelii nuntiandi en la Iglesia de América Latina, fue el escenario en el cual surgió la idea de convocar a una nueva Conferencia General del Episcopado, en el décimo aniversario de Medellín. La Iglesia latinoamericana fue madurando entre Medellín y Puebla y ese sería el contexto que determinó la propuesta temática: “La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”. El Continente asistía a una de las épocas sociales más complejas de la historia reciente, enfrentaba regímenes dictatoriales, represivos, violencia institucionalizada, bloqueos, desmantelamiento a revoluciones, abstenciones electorales, fronteras de apoyo político y militar de potencias extranjeras, etc. (BORRAT, 1978, 32-34).

La Iglesia, de esa manera, habría asumido en un gran sector del Continente un rol de liderazgo religioso en defensa de los derechos de las personas en un ambiente de tortura, desaparición y muerte. La Teología de la Liberación se había convertido en ese momento, en una herramienta eclesial militante que se ocupaba de sistematizar las experiencias de opresión y liberación desde la opción creyente; un método de análisis y un lenguaje apropiado para expresar cristianamente la realidad, mucho más que la doctrina social de la Iglesia (POBLETE, 1979, 38).

2.3.2 Organización y Principales acentos

El Documento Previo de Consulta a las Conferencias Episcopales fue parcialmente fruto de sugerencias hechas durante el cuarto encuentro episcopal regional de varios episcopados del Continente entre julio y agosto de 1977 (CELAM, 1978). En torno al tema general de la Conferencia “La evangelización en el presente y futuro de América Latina”, este Documento realiza un diagnóstico social, económico y político, enumerando los principales núcleos del pensamiento social de la Iglesia. Se advierte transversalmente que, a pesar del desarrollo económico, la brecha entre ricos y pobres es demasiado grande y que la existencia de extrema pobreza desafía fuertemente a los cristianos. El Documento Previo tuvo una masiva socialización, recibiéndose comentarios de todas las conferencias episcopales. Con representantes de las cuatro regiones fueron analizados y sobre esa base, se elaboró el Documento Base para la Conferencia, que estuvo en continuidad temática con el previo.

Los resultados en el Documento Final fueron notables, significó un paso adelante respecto de aquel encuentro de Medellín. La recuperación de conciencia histórica, en la exigencia de una cierta comprensión de misión, determinó el modo en cómo se entendió la evangelización de la cultura y de la piedad popular; la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y oprimidos, por los jóvenes, por la dignidad de las personas y por la liberación integral. La Iglesia evidenció la capacidad de conseguir una autoconciencia histórica totalizante de su misión, haciendo su propia lectura contextual católica de la realidad del pueblo fiel, de los gozos y esperanzas del pueblo latinoamericano creyente.

En Puebla se confirma en su estatuto a las Comunidades Eclesiales de Base, como camino de construcción de una Iglesia de comunión y participativa (MANZATTO. 2007, 538). El modelo de Iglesia como sacramento del Reino de Dios se instala, promoviendo vivamente la activa participación laical y el desarrollo de ministerios. Se confirma a la Iglesia en su irrenunciable misión religiosa de establecer una comunidad más humana, frente a la compleja situación sociopolítica que enfrentaban la mayoría de los países de América Latina (42).

2.4 Cuarta Conferencia de Santo Domingo: entre el 12 – 28 octubre de 1992

2.4.1 Contexto social y eclesial

Más de veinte años mediaron entre la cuarta y la quinta conferencia. Ya desde mediados de los 80’ se consideró que el quinto centenario de la presencia de la Iglesia en América Latina sería un escenario apropiado para una nueva reunión episcopal. Juan Pablo II inaugurando en Port-au-Prince la XIX Asamblea ordinaria de los Obispos del CELAM, el 9 de marzo de 1983, sostuvo que el Continente tenía necesidad de una evangelización nueva: nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión. En la preparación de esta Conferencia se advierte un declive en participación, afectando su recepción e impacto en la vida eclesial. Por la diversidad de interpretaciones que merece, la ocasión del V Centenario suscitó reacciones contrastantes en sectores eclesiales bien definidos. La ‘nueva evangelización’ fue leída en no pocos ámbitos eclesiales en clave ideológica, como respaldo del catolicismo romano a la actitud colonizadora en los pueblos indoamericanos. La vitalidad de las Comunidades Eclesiales de Base, provocada por la integración y participación social, se va progresivamente a desplazar por otras instancias que habían abierto las incipientes democracias. Este hecho había también tendido a confinar a los episcopados nacionales en sus propias fronteras, disminuyendo el potencial del CELAM, el cual enfrentaba además ciertas fricciones con la Comisión Pontificia para América Latina.

2.4.2 Organización y principales acentos

Dos nuevos impulsos del Papa fueron especialmente significativos en Santo Domingo. El primero es el que lo llevó a plantear la iniciativa de un Sínodo de Obispos de todo el continente americano. El segundo fue un fuerte apoyo a los nuevos procesos de integración que estaban surgiendo en América Latina desde comienzos de los años noventa.

El CELAM convocó la cuarta conferencia bajo el tema “Nueva Evangelización, promoción humana, cultura cristiana. Jesucristo ayer, hoy y siempre (Heb. 13,8)”, preparando un Documento de Consulta que no permeó todos los estamentos eclesiales y resultó insatisfactorio para un amplio número de obispos. Algunos obispos y teólogos prepararon el Segundo Informe o Relatio, que parecía más inspirador y profético y que representaría la auténtica alma de la Iglesia de América Latina (HENNELLY, 1993, 31); sin embargo, el Documento de Trabajo final, el que recibieron los conferencistas, cambió radicalmente el tradicional método teológico-pastoral utilizado en las Conferencias anteriores.

El diagnóstico de la realidad social y eclesial fue débil, debido especialmente al desplazamiento desde categorías teológicas adquiridas para abrazar esa realidad por otras más genéricas y menos comprometidas. La catequesis y la liturgia son muy enfatizadas como canales de inculturación del Evangelio (42-53). La cuestión cultural, desplazó en gran medida a la cuestión sociopolítica y de esa manera los documentos finales insistieron en la afirmación de la necesidad de la evangelización desde el paradigma de cultura de vida v/s cultura de muerte (Cf. 228ss), distanciándose en gran medida de aquella asumida teología positiva de la historia y de la autonomía de las realidades terrenas. Se insistió, sin embargo, en un modelo de misión más polarizado y menos penetrante, que salvaguardaba la exclusividad romano-católica (Cfr. 275ss).

2.15 Quinta Conferencia: Aparecida, entre el 13 – 31 mayo de 2007

2.5.1 Contexto social y eclesial

En los quince años que mediaron entre Santo Domingo y Aparecida, se habían producido muchos cambios sociales y eclesiales. El cambio de pontificado llegaba a un Continente en el que las Conferencias Episcopales locales y el mismo CELAM habían decrecido en su importancia como órganos colegiados para el impulso pastoral (MANZATTO, 540). La emergencia masiva de nuevos movimientos religiosos había cambiado el rostro confesional en un Continente que había prácticamente perdido el influjo pastoral directo de las comunidades cristianas de base.

Además, América Latina y el Caribe se veían afectados por el establecimiento de un nuevo orden mundial, regido por el neoliberalismo como sistema económico y la globalización que atravesaba todas las esferas de la sociedad.

2.5.2 Organización y Principales acentos

A diferencia de la metodología de otras Conferencias donde se enviaba un Documento de Consulta, que después de ser revisado y enmendado servía como Documento de Trabajo, para la de Aparecida, el CELAM tuvo la intuición de proponer un Documento de Participación (CELAM, 2005), con fichas de trabajo para las comunidades para incentivar la activa participación de los diversos sectores y estamentos eclesiales. El tema que convocaba era “Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn. 14,6)”.

Este proceso de consulta duró alrededor de tres años, donde los nuevos movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, congregaciones religiosas y asociaciones de fieles tomaron también parte. Este documento mostró una gran preocupación por considerar integralmente la vida de los fieles y de esa manera generar transformaciones sociales (BRIGHENTI, 2005, 302-336). Luego se elaboró una Síntesis que reafirmó la necesidad y hondo deseo de una Iglesia abierta y participativa (CELAM, 2007). Esta síntesis redundó en un Documento Base que recibieron los obispos al comenzar la Conferencia. Este material refleja la gran riqueza teológico-pastoral del Continente que se afirma en el método jocista del ver-juzgar y actuar  (BOFF, 2007, 5-35).

El tema general de la Conferencia se ubicó en sintonía con las categorías teológicas latinoamericanas tradicionales “Discípulos y Misioneros de Jesucristo para que en él nuestros pueblos tengan vida: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (CELAM, 2007), a saber, el del discipulado comunitario y de la valorización de la historia concreta donde se expresa ese discipulado, seguimiento del Verbo encarnado (61ss). Una renovada comprensión de misión se dibuja en la Conferencia, más abierta e inclusiva, sin las cargas de un eclesiocentrismo excluyente (163ss) y más atenta a la reivindicación de la pluralidad étnica de América Latina.

Aunque se advierta un cambio de nomenclatura por un cierto clima de oposición, ya no se hablará de teología de la liberación como venía siendo tradicional desde Medellín (RICHARD, 2006), sino que se hablará de teología latinoamericana, sin renunciar a la tradición teológico-pastoral del Continente que se impulsaba por la irrenunciable opción preferencial por los más pobres (SOTER/AMERINDIA, 2006). En este sentido, se enfatiza explícitamente la continuidad tanto con Medellín, como con Puebla (19). Así se leen los pasajes en los cuales reaparecen con fuerza tanto la opción preferencial por los más pobres, contra la pobreza; como, el aprecio por una eclesiología de base, para los obispos, desde las Comunidades Eclesiales de Base (178-180); emerge la iglesia en salida, tan propia de esta Asamblea. Este tema, convertido en un paradigma eclesiológico, sería universalizado por el papa Bergoglio en Evangelii Gaudium. En ambos acentos, sin embargo, se advierte con claridad el criticismo de los obispos, se ha perdido la urgencia pastoral de la opción por los más pobres en circunstancias que han aumentado las formas de exclusión estructural. Además, las Comunidades Eclesiales de Base, no han podido desarrollarse a pesar del valor enorme que tienen, por las restricciones que la misma iglesia local ha establecido.

3 Breves cuestiones conclusivas

Las conferencias del episcopado latinoamericano, sin duda, han marcado la agenda del catolicismo del Continente, le han otorgado nuevos lenguajes pastorales, de modo que el pueblo creyente latinoamericano ha podido aproximarse al mundo con mediaciones más cercanas a su propia realidad. Las tempranas asambleas le otorgaron una cierta legitimidad a los movimientos sociales cristianos emergentes o consolidados; las últimas, especialmente Aparecida, ha visibilizado con solidez categorías de comprensión de la realidad social y eclesial que han devenido comunes, como la violencia institucionalizada, la opción eclesial preferencial por los más pobres, la inculturación del evangelio, la promoción de la dignidad humana y sus derechos inalienables, la iglesia inclusiva, en salida hacia las nuevas realidades y nuevos rostros.

A través de estas Asambleas, apreciamos un continente más maduro en buscar y utilizar formas más colegiadas de discernimiento eclesial, aunque aún falte mayor creatividad latinoamericana en el diseño de formas de gobierno más representativas de toda la membresía eclesial. Resulta evidente, además, que, en la gestación de magisterio local, la consideración de otras disciplinas en el análisis de la realidad es necesaria, así como la asesoría permanente de quienes cultivan la disciplina teológica. El episcopado latinoamericano ha madurado y esto debe proyectarse en las relaciones con otros cuerpos episcopales, así como con la curia romana. Y esta madurez debe traducirse en la proactividad en el diseño de políticas eclesiales locales que reviertan la suerte de irrelevancia en la que el catolicismo latinoamericano se va convirtiendo.

Sandra Arenas. Facultad de Teología. Pontificia Universidad Católica de Chile. Texto original en español.

4 Referencias

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TAMAYO, Juan José. La Conferencia de Medellín, bajo el signo de la liberación y la inculturación. En El Ciervo Año 49/597, diciembre 2000.

Libros Históricos

Índice

1 Introducción

2 Josué

3 Jueces

4 Rut

5 1-2 Samuel

6 1-2 Reyes

7 1-2 Crónicas

8 Esdras

9 Nehemías

10 Tobías

11 Judit

12 Ester

13 1-2 Macabeos

14 Consideraciones finales

Referencias bibliográficas

1 Introducción

Esta entrada presenta los libros clasificados, según el canon de la Vulgata, como “Históricos”. Tal denominación, sin embargo, es anterior y deriva de la Septuaginta (LXX), es decir, de la versión griega de la Biblia Hebrea. En ella, además de tener un canon diferente, los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, son denominados “Profetas Anteriores” (nebî’îm ri’šônîm).

Los libros de Rut, Ester, Esdras, Nehemías y 1-2 Crónicas, en la Biblia Hebrea, pertenecen al bloque de los “Escritos” (Ketubîm). Rut y Ester reciben todavía una consideración posterior dentro de ese bloque, pues integran, al lado de Cántico de los Cantares, Lamentaciones y Eclesiastés, un conjunto de cinco rollos denominado de megillôt. Estos libros se leen en las fiestas litúrgicas. Cántico de los Cantares, en la fiesta de Pascua; Rut, en la fiesta de Pentecostés; Lamentaciones, en el recuerdo de la destrucción del templo de Jerusalén; Eclesiastés, en la fiesta de las Carpas; y Ester, en la fiesta de los Purim.

Los libros de Tobías, Judit y Macabeos, deuterocanónicos para católicos y apócrifos para protestantes, no fueron incluidos en el canon hebreo de las Escrituras por cuatro motivos principales: a) no fueron escritos o conservados en lengua sagrada: el hebreo; b) no fueron escritos en la Tierra Prometida: Palestina; c) no fueron escritos antes de la reforma sociorreligiosa emprendida por Nehemías y Esdras; d) no fueron considerados en pleno acuerdo con la Torá.

En lo que concierne al orden de los cánones, un caso particular se refiere al libro de Rut y a los libros de Esdras, Nehemías y 1-2 Crónicas. En el primer caso, el libro de Rut, aparece colocado entre Jueces y Samuel en el canon griego, posición que se sigue en los demás cánones, excepto, como se ha visto anteriormente, en el canon hebreo, y sirvió para evidenciar el hambre, como uno de los principales problemas la época de los jueces; así como para reconocer la posibilidad de que una familia deje la tierra prometida, recién conquistada según la narrativa, e inmigrar más allá del Jordán, en este caso, a Moab, para sobrevivir. Se puede pensar en una forma de un “nuevo éxodo” o en una “diáspora pre-monárquica”. Por encima de todo esto, el libro de Rut sirvió de transición y anticipación en la narrativa (prolepsis) para hablar de una ancestral no israelí para el futuro rey David, que entrará en escena en el libro de Samuel (Rt 4,17.21). La ciudad de Belén, de la que proviene el futuro rey David, también, recibió evidencia en el libro de Rut.

En el segundo caso, el canon hebreo se concluye con 2 Crónicas. El último acontecimiento narrado en este libro es una mirada de esperanza al futuro del antiguo Israel, basado en la profecía de Jeremías (Jr 25,11-12, 29,10, 2Cr 36,21), según la cual Ciro, rey de los persas, ordenó la reconstrucción del templo de Jerusalén y la repatriación de los judíos que habían sido exiliados con ocasión de la conquista babilónica. Con el anuncio de la reconstrucción del templo de Jerusalén, el cronista acentúa el papel del culto como la principal institución davídica capaz de reedificar, solidificar y devolver la identidad del pueblo elegido.

En los estudios bíblicos, a partir del siglo XIX, los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes pasaron a ser clasificados como pertenecientes a la Obra Deuteronomista de Historia. Esta clasificación se remonta a Martin Noth que observó en estos libros muchos puntos de contacto con el libro del Deuteronomio (vocabulario, lenguaje, estilo, motivos, teología, etc.). Noth creía que los libros Deuteronomio, Josué, Jueces, Samuel y Reyes serían obras de un solo autor, que trabajó durante el exilio en Babilonia, a fin de elucidar la historia del pueblo desde las vísperas de la conquista, con el testamento de Moisés, hasta la destrucción de Jerusalén y el consiguiente exilio. Con ello, tal autor intentó evidenciar, teológicamente, que la pérdida de la tierra prometida se debió no a la debilidad de Dios, sino a la infidelidad de los liderazgos y del pueblo a la Torá.

Esta hipótesis ha ganado muchos adeptos, pero en las últimas cuatro décadas viene perdiendo su fuerza. En las investigaciones actuales, la concepción ya no es aceptada en los moldes de M. Noth. Es posible continuar usando la denominación Obra Deuteronomista para el bloque Js-Rs, pero teniendo en cuenta que el proceso de formación de estos libros es complejo y abarca un arco temporal acorde con los tiempos del rey Josías, el período del exilio, el post-exilio y en ese, un papel fundamental se atribuye al período persa (RÖMER, 2008, p.21-50).

Otro bloque que, aparentemente, aparece bien cohesionado comprende los libros de 1-2 Crónicas, Esdras y Nehemías, denominado comúnmente de Obra del Cronista. Este conjunto habría tenido origen en los círculos sacerdotales que comenzaron a elaborar una propuesta teológica en forma de literatura a partir del siglo IV aC, y trató de dar una interpretación diferente de la Obra Deuteronomista en cuanto a la pérdida de la tierra y el consiguiente exilio en Babilonia.

La historia del pueblo elegido es la manifestación de los designios y del plan de Dios. Todo está en sus manos. En 1-2 Crónicas, esta historia es narrada según un arco temporal muy amplio, que va de la creación del mundo, pasa por la elección de Israel, prosigue en el período de la monarquía, con gran énfasis sobre el rey David, hasta la conquista de Babilonia por Ciro, rey de los persas, que dio amnistía a los exiliados y decretó la reconstrucción del templo de Jerusalén. En cierto modo, los libros de Esdras y Nehemías continúan la historia del punto abierto dejado al final de 2 Crónicas, conduciéndola al momento de la refundación del pueblo de Dios y de la ciudad de Jerusalén a través de una profunda reforma socio-religiosa: el judaísmo basado en la ” Torá.

Los libros de Tobías, Judit y Ester no forman un bloque específico, como los anteriores, sino que pertenecen al género literario denominado historia edificante. Los acontecimientos narrados están situados en el período persa (siglos VI-IV aC) y permiten percibir los dolores y dificultades que enfrentaron a los judíos piadosos que continuaron en la diáspora (Tobías y Ester). El ideal socio-religioso deseado con la fundación del judaísmo fue ejemplificado no por judíos piadosos que vivían en Judá-Jerusalén, sino en la diáspora. Esta afirmación encuentra fundamentación en el hecho de que los grandes reformadores, Esdras y Nehemías, son judíos piadosos que vinieron de la diáspora para restaurar las costumbres en Judá-Jerusalén. Además, hay otro factor de gran relevancia: la Torá. Según la perspectiva bíblica, la Torá aparece como obra realizada durante el período en que los hijos de Israel estuvieron en el desierto. La alianza renovada en Moab por Moisés, antes de su muerte, permite decir que, si fuera violada, podría ser renovada, independientemente de que el pueblo elegido esté o no en la tierra prometida.

En el caso particular del libro de Judit, la datación puede aproximarse a la época de la elaboración de 1-2 Macabeos, es decir, al siglo II aC. Tobías, Judit y Ester narran cómo los judíos piadosos enfrentaron a los enemigos de la fe en el único Dios, usando la astucia, la violencia y hasta el enfrentamiento bélico para liberar al pueblo y salvaguardar las costumbres según las leyes, los decretos y los mandamientos contenidos en la Torá . Desde este punto de vista, se puede admitir que los libros de Tobías, Judit y Ester se encuentran en estrecha relación con la Torá.

2 Josué

Este libro recibe el nombre de su protagonista principal: Josué, hijo de Nun, de la tribu de Efraín, presentado como ayudante y sucesor del gran líder Moisés (cf. Ex 24,13, 33,11, Nm 11,28) en la conducción del pueblo a la tierra prometida (cf. Nm 27,18-23, Dt 1,38, 3,28, 31,3.7.23, 34,9). El nombre Josué significa “el Señor salva” o “el Señor es salvación”.

Fue Josué, según la narración bíblica, quien hizo que el pueblo pasara el río Jordán, condujo las batallas de la conquista, distribuyó el territorio entre las tribus y, antes de morir, renovó la alianza, recordando al pueblo las consecuencias nefastas que habría en el caso de que las futuras generaciones fueran infieles. Con eso, surge, fácilmente, la estructura del libro: a) un discurso que introduce a Josué como nuevo líder del pueblo. Dios le asegura su asistencia de la misma manera en que estuvo con Moisés (Jos 1); b) narrativa de la ocupación de la tierra de forma bélica, precedida por dos preámbulos: una nueva circuncisión y la exploración de Jericó por espías (Jos 2,1-12,24); c) narrativa de la división del territorio (Jos 13,1-22,34); d) un discurso final en el que ocurre la renovación de la alianza (Jos 23,1-24,33).

La conquista de la tierra y su división son los dos pilares del libro de Josué, pues la salida de Egipto alcanzó su objetivo: entrar y tomar posesión de la tierra prometida. Los hechos narrados demuestran, sobre todo, que Dios permaneció fiel a las promesas que había hecho a los patriarcas y a Moisés. Con la entrada, la toma de posesión y la división de la tierra entre las tribus, un nuevo período en la historia de los libertos de Egipto comenzó, pues, al lado de la ley ya recibida en el Sinaí, en el libro del Éxodo, y renovada en las estepas Moab, en el libro del Deuteronomio, fueron lanzadas las bases del futuro del pueblo como nación. Sucedió el paso del régimen seminomada, vivido durante el tiempo del desierto, al régimen de vida sedentaria, es decir, de una cultura eminentemente pastoril a una cultura agraria y urbana.

La perspectiva teológica más marcada del libro recae sobre la figura de Josué como un siervo exitoso en sus empresas porque fue obediente a la Torá. Josué representa el tiempo de la formación del piadoso judío que aprende en la dureza de la existencia, en ese caso el tiempo del desierto, a ser fiel a Dios por el servicio. La generación comandada por Josué puede ser declarada ejemplar (cf. Jue 2,10), salvo el incidente que se produjo con la violación del anatema (cf. Jos 7,1-26) y las dificultades para la conquista de Hai (cf. Jos 8,1-29). El vínculo de Josué con Moisés tiene una función pedagógica, pues el discípulo de la ley logró seguir los pasos y las orientaciones del maestro de la ley. Desde el punto de vista religioso, el principal elemento teológico del libro se refiere a la fidelidad a Dios a través de la obediencia a la Torá. Josué figura como ejemplo de ello y sus hazañas victoriosas son narradas como prueba de que Dios recompensa al justo por ser fiel a su voluntad. Esta perspectiva aparece, de forma clara, al final del libro, pues el foco central recae sobre el empeño de las tribus que se comprometen a mantenerse fieles a la alianza, sabedores de que toda transgresión será debidamente castigada por Dios.

3 Jueces

En hebreo, este libro se llama šōpeṭîm, un participio plural masculino absoluto (“los que juzgan”), derivado del verbo šāpaṭ, que significa “juzgar”, en el sentido de establecer el derecho y la justicia, es decir: mantener al pueblo en la sociedad fidelidad al Dios de la alianza. En griego, es llamado Krítaí (“Jueces”). El título Jueces representa el reconocimiento dado a los jefes del pueblo tras la muerte de Josué (cf.  Jue 2,16). Además, en el propio libro los jueces son llamados “salvadores” (cf. Jue 2,16.18, 3,9.15.31, 7,7, 10,1), porque, como líderes, actuaron en diversas situaciones de litigio, principalmente frente a los enemigos circundantes. Fueron sucitados por Dios para librar al pueblo de alguna amenaza externa, trayendo la paz (Jue 3,9; 4,6; 6,64). Se puede decir que sobre estos líderes recaen tres características principales: a) fueron escogidos por Dios; b) recibieron un carisma especial; c) tenían una fuerza particular de Dios en función de la misión salvífica (combate a los enemigos).

La estructura del libro es fácilmente percibida: a) introducción: Jue 1,1-3,6, conteniendo una recapitulación de la ocupación de Canaán (Jue 1,1-2,5) y presentación esquemática de la perspectiva teológica del libro (Jue 2, 6-3,6); b) cuerpo: Jue 3,7-16,31, conteniendo las narrativas de las hazañas de los jueces; c) dos apéndices: Jue 17,1-18,31, que presenta la idolatría de Dan, y Jue 19,1-21,15, que presenta el crimen de los benjaminitas y la guerra de las tribus contra Benjamín.

El libro de los Jueces, por un lado, parece continuar la secuencia del libro de Josué. Por otro lado, sin embargo, el foco del libro sigue siendo la conquista de la tierra y el asentamiento de las tribus. Este asentamiento prepara una nueva y gran etapa de la historia del antiguo Israel en la tierra: la institución de la monarquía (Jue 17,6, 18,1, 19,1, 21,25), que tendrá lugar en el libro de Samuel, con la unción de Saúl. Los jueces representan entonces una institución política intermedia entre el régimen tribal y el régimen monárquico, preparando el terreno para el surgimiento del carisma profético.

El libro tiene una profunda teología de la historia religiosa del pueblo elegido: si ha sido víctima de sus enemigos, la causa debe ser buscada en su infidelidad; si Dios lo liberó por la misión de un juez, se dio por pura misericordia, pues desde los tiempos de Egipto continuó oyendo sus gritos y gemidos de aflicción.

El principal objetivo del libro es mostrar el castigo divino como consecuencia del pecado y la conversión como camino que conduce a la salvación (Jue 2,11-8). Jue 2,6-3,6 permite visualizar el objetivo principal del libro: pecado de apostasía (Jue 2,11; 3,7-12); la entrega a los enemigos (Jue 2,14; 3,8.12); clamor a Dios (Jue 2,15; 3,9.15); el envío del juez (Jue 2,16; 3,9.15); liberación de los enemigos y tiempo de paz, por 20, 40, 80 años (Jue 3,11.30). Este objetivo aparece ejemplificado en las narrativas de los jueces: seis son más detalladas, denominadas Jueces Mayores y seis más breves, denominados Jueces Menores. Así se alcanzó el número doce, simbolizando a las doce tribus de Israel.

Jueces Mayores Jueces Menores
Otoniel Jue 3,7-11 Samgar Jue 3,31 (5,6)
Aod Jue 3,12-30 Tola Jue 10,1-2
Barac/Débora Jue 4,1-24; 5,1-31 Jair Jue 10, 3-5
Gedeón Jue 6,1–8,35 Ibzán Jue 12,8-10
Jefté Jue 10,6–12,7 Elón Jue 12,11-12
Sansón Jue 13,1–16,31 Abdón Jue 12,13-15

El esquema pecado, castigo y liberación se repite en la historia de los Jueces Mayores. La tradición talmúdica atribuyó la autoría del libro de los Jueces a Samuel. La crítica moderna, sin embargo, muestra que existe un largo proceso de colección de las tradiciones, redacciones y composiciones deuteronómico-deuteronomistas hechas antes y durante el exilio en Babilonia, y añadidos posteriores al exilio. No es posible decir si las tradiciones orales estarían basadas en auténticas memorias sobre los héroes locales y los conflictos que existieron durante el período de los asentamientos. Estas memorias fueron conservadas y transmitidas de forma poética (Jue 5), fábula (Jue 9,8-15) o en narrativas populares.

En los últimos veinte años, fuertes ataques se han hecho a la autenticidad de los hechos narrados, debido a los recientes descubrimientos arqueológicos hechos por Israel Finkelstein, en diversos lugares: Meguido, Hazor y Guézer. El cuadro histórico descrito en el libro poco o nada tiene que ver con los resultados obtenidos por la arqueología en la región montañosa durante el período del Hierro I (1150-900 aC). Se cree que en la base del surgimiento del Israel pre-monárquico estuvieron transformaciones sociales muy complejas entre los pueblos que habitaban el territorio (pastores, nómadas, agricultores) y no los conceptos teológicos tardíos de pecado y redención. En el libro, entonces, ese contacto del grupo que atravesó el Jordán bajo el mando de Josué con los pueblos cananeos sobresale en el período de los jueces (1200 – 1040 a. C.) por el predominio de los aspectos teológico-religiosos bajo ropaje histórico.

4 Rut

El libro recibe el nombre de uno de los personajes principales: Rut, una extranjera moabita, que figura al lado de Noemí, una judaíta de Belén. Aunque breve, con sólo cuatro capítulos, el libro posee una riqueza muy grande de enseñanzas y se presta a varios tipos de interpretación por la diversidad de temas en él contenidos: la carestía; la muerte de los varones; la salida de Canaán en busca de la supervivencia; las relaciones entre nuera y suegra; la práctica de los mandamientos; el levirato; el derecho del rescate de la tierra; la preocupación por la viuda y el extranjero; la bondad del hombre hacia la mujer; la complementariedad entre el hombre y la mujer; la virtud de la mujer extranjera, etc.

El libro está estructurado básicamente en tres partes: a) una introducción (Rut 1,1-5); b) un cuerpo (Rut 1,6-4,12); c) una conclusión (Rut 4,13-22). El cuerpo del libro transcurre alrededor de decisiones, de diálogos, de acciones y de reacciones que mueven la trama narrativa que va evolucionando, de forma moderada y lenta, en las unidades o episodios en cada capítulo, hasta alcanzar un final deseado.

La trayectoria geográfica interactúa con la trayectoria demográfica: de Belén a los campos de Moab, la muerte y las posibilidades de supervivencia predominaron sobre Noemí y su familia; de los campos de Moab a Belén, la vida y las posibilidades de supervivencia predominaron para Noemí y su familia, alcanzaron los belemitas y, por David, todo Israel. Rut, con su decisión y su profesión de fe en el Dios de Noemí, fue el soporte de ese cambio al lado de Booz.

Así, Rut 1,1-5 corresponde a Rut 4,13-22: la situación de muerte fue revertida en vida; Rut 1,6-19 corresponde a Rut 4,1-12: la imposibilidad de un nuevo matrimonio es revertida para Rut y favorece a Noemí; y uRt 1,20-22 corresponde a 3,1-18: la amargura de Noemí fue transformada en esperanza. La historia de Noemí alcanzó un desenlace favorable gracias a la decisión de Rut de continuar con ella y gracias a Booz, que llegó al encuentro de las necesidades de Noemí con generosidad y atención personal por Rut. (FERNANDES, 2012, p.23-5)

El libro de Rut muestra a Dios encontrándose con el hombre en el tiempo y en el espacio, en el movimiento y en el misterio que envuelve la muerte y la vida, haciéndole participar de su amor previsor y providente. Así como Dios no estaba ausente de la vida de Noemí, pues a través de Rut y de su amor se revelaron su presencia y su acción, tampoco está ausente de cada ser humano, pues su amor salvífico sigue actuando en la historia.

La situación inicial de penuria, agravada por la muerte de los varones y la desesperanza de Noemí, aparece confrontada con la situación final. El desencadenamiento se desarrolló paulatinamente, en la medida en que Rut fue asumiendo el protagonismo al lado de Noemí y de Booz, hasta alcanzar el clímax deseado en el matrimonio y en el hijo generado que transformaron completamente la tragedia en felicidad, es decir, muerte en vida.

La solución del problema vino acompañada de una revelación que, evidenciando David, ofreció un elemento para que el libro de Rut quedara abierto y la narrativa pudiera proseguir en los libros de Samuel y Reyes (canon de la LXX / Vulgata), mostrando que, en última instancia Dios es quien intervino y transformó la penuria en abundancia. (FERNANDES, 2012, p.106-7)

5 1-2 Samuel

En la Biblia Hebrea, estos dos libros eran un solo rollo. La división en dos libros apareció en los LXX, la Vulgata siguió y sólo entre los siglos XV-XVI dC tal división pasó a la Biblia Hebrea. El arco temporal abarcado por 1-2 Samuel es muy amplio: va desde el nacimiento de Samuel hasta prácticamente la muerte del rey David (1070 – 970 a. C.).

Tres puntos son centrales: el fin del período de los jueces, las instituciones del profetismo y de la monarquía, con la unificación de las tribus bajo el reinado de David. Samuel fue el primer profeta por institución (cf. 1Sm 3,19-21) y fue la figura de la gran transición entre el final del período de los jueces y el inicio de la monarquía. En la dinámica de estos tres puntos se contempla fácilmente la estructura de 1-2 Samuel: a) nacimiento de Samuel (1Sm 1-3); b) el arca de la alianza y su pérdida para los filisteos (1Sm 4-7); c) Samuel unge Saúl como rey, que a su vez es rechazado por Dios (1Sam 8-15); d) Saúl y David, persecución de éste y muerte de aquél (1Sam 16-31); e) efectos de la muerte de Saúl (2Sm 1); f) David es elegido rey, reina sobre Hebrón y conquista Jerusalén (2Sm 2-8); g) disputas sobre la sucesión al trono (2Sm 9-20); h) suplementos (2Sm 21-24).

Otra forma de división más simple de 1-2 Samuel se basa en los personajes centrales: Samuel (1Sm 1-7); Samuel y Saúl (1Sm 8-15); Saúl y David (1Sm 16-2Sm 1); David (2Sm 2-20); y suplementos (2Sm 21-24).

En la base de 1-2 Samuel se encuentran materiales antiguos procedentes de las tradiciones sobre Samuel, Saúl, David y el arca de la alianza. Estos, inicialmente, tuvieron orígenes locales, pero fueron reunidos y elaborados bajo la óptica teológica deuteronómico-deuteronomista, a fin de dar respuestas a diversas cuestiones sobre los inicios de la monarquía y los rumbos que el antiguo Israel tomó por el cambio en la forma de gobierno. Se nota que las tradiciones con las que 1-2 Samuel fue formado quieren demostrar las implicaciones y la interacción entre el profetismo y la monarquía, como dos fuerzas que ayudaron a comprender la supervivencia de Israel como nación y su autocomprensión como pueblo de Dios .

En 1-2 Samuel se notan duplicados e incompatibilidades: dos tradiciones atestiguan la entrada de David en la corte de Saúl. En la primera, David fue llamado como músico de Saúl y sólo después fue puesto como escudero del rey (cf. 1Sm 16,14-23), pasando a acompañar a Saúl en el combate a los filisteos, por el cual se distinguió en la lucha contra Goliat (cf. 1Sm 17,1-11). En la segunda, David es un simple pastor, desconocido de Saúl y que, a petición del padre Isaí, va al campo de batalla para conocer las noticias de sus hermanos. En ese momento, lucha, vence a Goliat y pasa al servicio de Saúl (cf. 1Sm 17,12-30, 17,55-18,2). Por dos veces, Saúl intenta matar a David (cf. 1 Samuel 18,10-11, 19,8-10). Dos textos narran la popularidad de David (cf. 1Sm 18,12-16; 18,25-30); su fuga (cf. 1Sm 19,10-17 y 20,1-21,1) y la muerte de Saúl (cf. 1Sm 31,1-6 y 2Sm 1,1-16). Algunas “fuentes” son citadas y usadas en la formación de 1-2 Samuel (cf. 2Sm 1,18, cf. 1Cr 29,29-30, 27,24).

Hay tres posturas sobre la monarquía: a) antimonárquica, por la cual Dios rechaza la monarquía (cf. 1Sm 8,1-22; 10,17-25); b) pro-monárquica, por la cual Dios revela sus intenciones a Samuel (cf. 1Sm 9,1-10,16); c) neutral, por la cual la monarquía es dada a Saúl por sus méritos de bravura (cf.  1Sam 11,1-15).

A pesar de que el género narrativo prevalece en 1-2 Samuel, existen algunas composiciones poéticas: el cántico de Ana (cf. 1Sm 2,1-10); la elegía de David a Saúl y Jonatán (cf. 2Sm 1,17-27); el himno de acción de gracias de David (cf. 2Sm 22,2-51 paralelo al Sal 18) y las últimas palabras de David (cf. 2Sm 23,1-7).

En 1-2 Samuel, el tema de la alianza es importante. Dios hizo una alianza con David, pautada en la Ley y en la promesa de estabilidad de la casa y del reino davídico, por lo cual surge el tema del mesianismo real (2Sam 7,1-17). Los filisteos figuran como principal enemigo y, así, queda establecido el vínculo con el libro de los Jueces, en particular los capítulos que se refieren a las narrativas sobre Sansón (Jc 13-16). El ciclo narrativo sobre David tiene su preanuncio en el libro de Rut. Las figuras de Saúl y David son antagonizadas en torno a la figura de Samuel. Correspondió al  pueblo elegido y, dentro del mismo, a los elegidos para el bien del pueblo, no abrogar para sí poder, títulos o derecho a la realeza. Desde el punto de vista teológico, 1-2 Samuel apunta a las condiciones del reinado de Dios con su pueblo. La iniciativa, que parecía originarse en el deseo del pueblo, por la lógica interna partió del propio Dios.

6 1-2 Reyes

1-2 Reyes, también como en el caso de 1-2 Samuel, formaba un solo rollo en la Biblia Hebrea, llamado Melākîm. La división apareció en la LXX (βασιλέων τρίτη-τετάρτη: 3º y 4º Reinos) y fue seguida por la Vulgata (Liber regum tertius, quartus). Sólo entre los siglos XV-XVI dC, la división en dos libros fue adoptada en la Biblia Hebrea. Así, 1-2 Samuel era 1-2 libros de los Reinos y 1-2 Reyes, 3-4 libros de los Reinos. El arco temporal cubierto por 1-2 Reyes es mucho mayor que 1-2 Samuel: va desde la muerte de David, con la consiguiente entronización de Salomón, hasta la amnistía dada por Evil Merodak al rey Yehoākîn (970-562 aC).

1-2 Reyes puede dividirse en tres partes: la historia de Salomón y su reinado, que comienza en el contexto de la muerte de David (1Re 1-11); la historia de la monarquía dividida: Reino del Norte (Israel), hasta la destrucción de Samaria, su capital, ocurrida en 722/21 aC (1Re 12-2Re 17), y el Reino del Sur (Judá), hasta la destrucción de Jerusalén, su capital, ocurrida en 587/6 (2Re 18-25). De 1Re 12 a 2Re 17, la historia corre paralela entre los dos reinos. 2 Re 18-25 se ocupa solamente del Reino del Sur . Los reyes de Judá se presentan en tres categorías: malos, porque idólatras: Abdias (cf. 1Re 15,3.6), Acaz (cf. 2Re 16,2-4), , Manasés (cf.2Rs 21,2-9), Joacaz (2Re 23,32); buenos porque no siendo  idólatras, permitieron el culto en los lugares altos: Asa (cf. 1Re 15,11-13), Josafat (cf. 1Re 22,43-49), Joás (cf.2Rs 12,2b-3) , Amasias (cf.2Rs 14,4), Azarías (2Re 15,3s), Jotán (2Re 15,34); y óptimos, porque, además de no haber sido idólatras, combatieron la idolatría y sus focos: Ezequías (cf.2Rs 18,3-5) y su bisnieto Josías (cf.2Rs 22,2; 23,25).

La metodología utilizada para presentar cada uno de los monarcas sigue un esquema: entronización, duración del reinado, edad del rey, un juicio sobre la conducta, descripción de la muerte, sepultura y su sucesor. Cada rey que sube al trono, sea del norte o del sur, es descrito en sincronía con el que ya está en el trono, sea del norte, sea del sur. Los reyes de Judá recibieron un trato diferenciado en relación a los reyes de Israel. La redacción fue hecha en Judá, por autores de la corriente deuteronómica-deuteronomista, dato que explica la razón de ese tratamiento diferenciado. El elemento central es el juicio que recae sobre el comportamiento religioso de cada rey en cuanto a sus relaciones con Dios, las otras divinidades, el culto y la alianza. En el caso de los reyes de Israel, el parámetro tomado fue el idólatra Jeroboam. En el caso de los reyes de Judá, el parámetro tomado fue el amado y fiel David.

Algunos reyes recibieron tratamiento más diferenciado, mientras que de otros se dieron sólo algunas noticias. El autor deseó mostrar si el rey fue fiel o infiel a Dios y cuáles las consecuencias directas de sus actitudes. En ese sentido, 1-2 Reyes atestigua una “historia de la salvación” en curso, en la cual los planes salvíficos de Dios se estaban concretando: como bendiciones para los fieles y como maldición para los infieles, base de la teología de la retribución. El parámetro es la alianza y, en relación con ella, el reino de Judá, es decir, de los descendientes de David, se convirtió en depositario de las promesas mesiánicas (2Sam 7,1-17).

Digno de nota, además de la atención dada a los reyes, es la atención concedida a los profetas: Elías (1Re 17-19.21, 2Rs 1); Eliseo (2Re 2-13); Isaías (2Re 19,5-20,19). Además de éstos, muchos otros son citados (1Re 13,18, 20,13, 22,8). El término “profeta”, en el singular o plural, ocurre 83 veces en 1-2 Reyes. Se puede afirmar que estos dos libros sirven de contexto socio-religioso para presentar la actuación de los profetas preexílicos: Oseas, Amós, Isaías, Miqueas, Sofonías, Jeremías. Reside, en esta dinámica profética, la certeza de que Dios actuó en la historia de modo particular por palabras y acciones conexas entre sí, realizadas por los profetas que envió. Por medio de ellos, exhortando y amenazando, se reveló la fidelidad y la infidelidad de los liderazgos y del pueblo en general a la alianza. En confrontación con la monarquía, la presencia y actuación de profetas en 1-2 Reyes atestiguaban que la Palabra de Dios era más potente que cualquier maniobra política.

Algunas “fuentes” fueron indicadas en 1-2 Reyes. Por ejemplo: “el libro de los hechos de Salomón” (1Re 11,41); “El libro de los anales de los reyes de Israel” (1Rs 14,19); “El libro de los anales de los reyes de Judá” (1Rs 14,29). De entre todos estos libros, hay uno en particular, el libro de la Ley, que había sido encontrado en el templo de Jerusalén, durante los trabajos de restauración promovidos por el piadoso rey Josías (2Rey 22,8). Por estas indicaciones, se puede decir que 1-2 Reyes tuvo su origen en el período preexílico, continuó siendo ampliado durante el exilio (2Re 25,25-30) y alcanzó su forma final durante el período persa.

7 1-2 Crónicas

La Biblia Hebrea denomina 1-2 Crónicas de sepēr dibrē hayyamîm: “libro de las cosas diarias” o “libro de los hechos cotidianos”. Los LXX los denomina παραλειπομένον πρῶτον δεύτερον (Paraleipoménôm primero y segundo), es decir, Primer y Segundo libro de las cosas omitidas o no transmitidas. El título de Crónicas deriva de San Jerónimo que los designó Chronicon totius divinae historiae, “Crónica de toda la historia divina”. Como 1-2 Samuel y 1-2 Reyes, también 1-2 Crónicas era, originalmente, un solo rollo. La división fue hecha en los LXX, seguida por la Vulgata y en los siglos XV-XVI dC tal división pasó a la Biblia Hebrea.

Los libros de 1-2 Crónicas pueden dividirse en cuatro partes: a) de Adán a David (1Cr 1-10): listas genealógicas, mostrando que la salvación es universal. Todos los descendientes de Adán esperan la realización de las promesas hechas a Abraham. Saúl fue un precursor de David, pero no fue un rey que agradó a Dios como David (cf. 1Cr 10,13); b) David, además de rey, es legislador y el fundador del culto celebrado en el templo de Jerusalén (1Cr 11-29): el Reino de David (1Cr 11-14), el arca en la ciudad de David (1Cr 15-20) , la preparación para la construcción del templo (1Cr 21-29); c) Salomón fue el sucesor de David, a quien tocó la construcción del templo (2Cr 1-9); d) los reyes de Judá son los legítimos sucesores de David (2Cr 10-36).

La gran preocupación u objetivo que se encuentra en 1-2 Crónicas es mantener viva en el pueblo la conciencia de ser elegido. La experiencia del exilio en Babilonia no retiró ni alteró el sentido y el valor de la elección. Dios es fiel, continúa amando a su pueblo y requiere fidelidad y obediencia a su Ley. La figura de David es central, pues a él fue hecha, por boca del profeta Natán, la promesa de que su dinastía subsistiría (1 Cr 17 , 1-15). Los reyes de Israel son ilegítimos y quedaron fuera del plan de Dios, por lo que su historia no fue narrada.

Dado que, durante y después del exilio en Babilonia, la monarquía no continuó, fueron acentuadas las realizaciones religiosas y cultuales de David, rey ideal y según la voluntad de Dios (el arca en Jerusalén, el deseo del templo, la elaboración de los Salmos). El culto se convirtió en el fuerte elemento de unión e identificación del pueblo elegido (2Cr 2-7). Guardar el culto, instituido por David, se convirtió en el acto preservador de la identidad del pueblo. Así, la comunidad post-exílica, adorando a Dios como en el tiempo de David, podría esperar un nuevo David: el Mesías.

De los reyes juzgados buenos en 1-2 Reyes, todo lo que pueda declarar contra ellos no es referido (adulterio de David, idolatría de Salomón en la vejez, crueldad de Manasés, etc.). La historia de la monarquía contada en 1-2 Crónicas es un relato ideal de la dinastía davídica, por lo que no se ocupó de los reyes de Israel. Con eso, no se dio espacio para los ciclos de Elías (cf. 2Rs 17,1-2Rs 1) y Eliseo (cf. 2Rs 2-13). 2 Crónicas se concluyó con el edicto de Ciro, por el cual no sólo permitió que los judíos volvieran a su país, sino que se  declaró encargado por el Dios de los judíos para reconstruir el templo en Jerusalén (cf. 2Cr 36,22-23 ).

En 1-2 Crónicas se refleja la teología del Reino de Dios centrada en el ideal teocrático. La base de esto es la alianza de Dios con David (1Cr 17,13-14). En la alianza con David, el pueblo se une a Dios y el Reino de Dios está lanzado en la tierra, destinado a ser universal. Por eso, bajo David pueblos extranjeros y hasta egipcios están congregados. El rey, el culto y el santuario son como una única realidad sagrada. Por eso, el rey es quien determina el funcionamiento del templo que será construido por su sucesor. En el templo está el trono sobre el que Dios reina sobre Israel y los pueblos del mundo entero, derramando sus bendiciones. Todo gira alrededor del templo y su culto se celebra con salmos, acompañados por diferentes instrumentos musicales (cf. 2Cr 5,11-14, 6,6, 9,25-30, 30,21). Israel es el pueblo de la alianza, una comunidad cultual y consagrada, un “reino de sacerdotes” (cf. Ex 19,6). Dios es santo, por lo que puede manifestar su amor y su celo por su pueblo. Cuando el pueblo es fiel al reino davídico, Dios lo defiende y protege, pero lo castiga paternalmente cuando desprecia su amor.

Cuando se compara 1-2 Crónicas con 1-2 Sm y 1-2 Re, se percibe que la historia fue vista bajo un fuerte punto de vista teológico: universalismo y continuidad de la historia (1Cr 1-9); David se tiene desde el principio como rey de las doce tribus (1Cr 11), mientras que en 2 Sam 5,1-5 por primera reinó sobre Judá y Benjamín, y sólo después de siete años pasó a reinar sobre las tribus del norte; 1-2 Crónicas intentó evitar hablar de las guerras y de las etapas políticas del reinado de David, para enfatizar su figura como legislador, en particular su empeño para organizar el culto y la construcción del templo de Jerusalén; 2Sam 24 afirma que fue la ira de Dios la que incitó a David a censar al pueblo. Ya en 1Cr, 21, fue Satanas quien incitó a David; 2 Sam 24,24-25 afirma que David pagó cincuenta ciclos de plata por la era y por los bueyes para construir un altar para Dios. Ya en 1Cr 21,25-27, David pagó seiscientos ciclos de oro y apareció un fuego del cielo y un ángel; 1Cr 22 se refiere con énfasis a los preparativos para la construcción del templo; 2Cr 29-31; 34-35 enfatizan la reforma religiosa emprendida por Ezequías y Josías.

8 Esdras

El libro recibe el nombre del personaje protagonista, a pesar de su entrada en escena no ocurrir antes del capítulo séptimo. Esdras fue hijo de Seraías, que pertenecía a la familia del sumo sacerdote Aarón, y fue descrito como sacerdote celoso y profundo conocedor de la ley de Moisés (Esd 7,1-6.12.21). El libro de Esdras, originalmente, formaba una sola obra con el libro de Nehemías. La subdivisión en dos libros fue hecha por los traductores de los LXX y sólo en la Edad Media fue asumida en la Biblia hebrea. Ambos libros se pueden leer como continuación de 2 Crónicas. Además del libro canónico, hay otros cinco libros con el título de Esdras, pero son apócrifos. Algunos pasajes están escritos en arameo (Esd 4,8-6,18, 7,12-26), lengua oficial del imperio persa.

El libro de Esdras fue probablemente compuesto en Jerusalén en el siglo IV aC, y narra el regreso de un primer grupo de judíos exiliados a Jerusalén (Esd. 1-2), para reconstruir el templo que había sido destruido por los babilonios en 587 aC (Esd. 3-6). Esta primera fase puede situarse entre los años 520-515 aC y sucedió bajo el mando de Zorobabel, que pertenecía a la estirpe de David, y Josué, hijo de Josedec, que era de linaje sacerdotal. El libro de Ageo y la primera parte del libro de Zacarías, capítulos 1-8, ayudan a comprender y completar ese momento histórico. El comando de Esdras, sin embargo, ocurrió casi un siglo después del regreso del primer grupo. Con Esdras, un segundo grupo de exiliados regresa a Jerusalén (Esd 7-8), a fin de reorganizar la vida social y cultual. Para realizar su misión, Esdras se enfrentó a las cuestiones relativas al culto ya los matrimonios mixtos, exigiendo la estricta observancia de la ley de Moisés (Esd 9-10).

Así, la renovación religiosa de la comunidad judía, en particular de Jerusalén y de su templo, fue el principal objetivo de la misión de Esdras. Esta renovación tuvo su base en las promesas de Dios, según las cuales una nueva y decisiva etapa tendría inicio: el paso del castigo a la salvación, pues la misericordia de Dios triunfó como su principal acto de juicio sobre la infidelidad a la alianza mosaica. Con Esdras, como si fuera un nuevo Moisés, ocurrió la renovación socio religiosa que pasó a ser llamada de judaísmo.

9 Nehemias

Como se dijo anteriormente, el libro de Nehemías formaba una sola obra con Esdras y, también, pasó a ser llamado por su principal personaje. Nehemías, nombre que significa “el Señor consuela”, fue hijo de Hacalias y, como se desprende del libro, fue un judío muy piadoso y celoso por las tradiciones. Vivió en la ciudad de Susa y fue un hombre de la corte, pues servía al rey Artajerjes I Longimano (465-423 aC) como su copero mayor, un alto e importante cargo para la época. Es en el contexto de su servicio al rey que comienza la trama del libro. La motivación de su misión se desarrolló como una embajada del rey en Jerusalén, a fin de que se reconstruir las tumbas de los antepasados y las murallas de la ciudad. En el fondo, esa acción fue un paso decisivo para devolver dignidad a la ciudad ya sus habitantes.

Nehemías tuvo insignias de gobernador y el libro narra su misión en Jerusalén en dos etapas. En la primera, restauró las murallas de Jerusalén para salvaguardar la seguridad de la ciudad y, vehemente, se opuso a la explotación de los más pobres por los más ricos. En la segunda, tomó serias medidas para combatir los desórdenes sociales, los matrimonios mixtos, y los desvíos culturales, con el establecimiento del diezmo que debía darse  a los levitas y la estricta observancia del sábado.

El libro trata de la restauración de Jerusalén y, en particular, de la reconstrucción de las murallas (Ne 1-7). Al lado de Esdras, se leyó la ley de Moisés, base para la penitencia y para la renovación de la alianza del pueblo con Dios (Ne 8-10). En fin, trata de la restauración del orden social de la comunidad judía y de la posterior acción de Nehemías (Ne 11-13).

Se nota que el libro fue escrito teniendo como base lo que se podría llamar “memorias de Nehemías”, pues muchas cosas aparecen escritas en primera persona (cf. Ne. 1-7; 10; 12,27-43; 13). Al lado de eso, existen listas de los habitantes de Judá-Jerusalén (Ne 11) y “memorias de Esdras” (Ne 8-9). La forma final del libro se dio en el siglo IV aC en Jerusalén. Nehemías juntamente con Esdras son considerados los fundadores del judaísmo, en el que se encuentra la nueva modalidad socio-religiosa que pasó a caracterizar al pueblo repatriado.

10 Tobías

El libro de Tobías, por lo que todo indica, fue originalmente escrito en hebreo o arameo. Esta afirmación se fundamenta en los manuscritos encontrados en Qumran, entre los cuales estaba un titulado sēper dibrê tōbit, es decir, “libro de las palabras / acontecimientos de Tobit”. Sin embargo, este libro fue preservado sólo a través de las versiones griegas: en los LXX, en una recensión breve, preservada en el Códice Vaticano y en el Código Alejandrino, y en una recensión más larga, preservada en el Código Sinaítico. La nueva Vulgata sigue una forma intermedia, del Códice Vercellensis (latino). Tobías es un libro deuterocanónico y no pertenece al canon hebreo ni al canon protestante.

En el libro, Tobías era hijo de Tobit, un judío piadoso que fue deportado a Nínive y vivió en la diáspora. Tobit fue un judío irreprensible ante la ley, incluso ante las varias adversidades y persecuciones. El libro, además de las vicisitudes y percances de Tobit, que quedó ciego, narra, igualmente, los sufrimientos de Sara, una pariente que vivía en Ecbátana. Entonces, en la narración, Tobías pasó a tener un importante papel, tanto en relación al padre, cumpliendo fielmente el cuarto mandamiento, como en relación a Sara, que se convirtió en su esposa. La dinámica interna del libro recuerda fuertemente los relatos patriarcales contenidos en el libro del Génesis.

En el libro se narran: los actos de beneficencia, la ceguera de Tobit, el sufrimiento de Sara, que no logra finalizar un matrimonio, y las oraciones que ambos elevan a Dios, suplicando auxilio (Tb 1-3). Narra el viaje de Tobías de Nínive a Ecbátana, para rescatar una deuda. A lo largo de ese viaje, Tobías pasó a ser acompañado por un “pariente” que, en realidad, era el ángel Rafael, nombre que significa “curación de Dios”, por el cual Tobías logró librar a Sara de su mal y su padre de la ceguera (Tb 4-12). En la última parte, Tobit elevó a Dios una acción de gracias, y Tobías, después de la muerte de sus padres, se mudó con Sara a Ecbátana, para cuidar de los suegros hasta su muerte. La última información del libro describe que Tobías vio lo que fue hecho a los ninivitas y elevó a Dios una acción de gracias por su justicia (Tb 13-14).

El libro de Tobías puede ser clasificado como un relato, un cuento o una novela edificante que fue escrito en forma histórica. Posee un cuño doctrinal y moral muy fuerte, rico en sentencias de índole sapiencial y que se interesa en demostrar que Dios no abandona al justo en sus dolores y sufrimientos. La enseñanza sobre los ángeles y los demonios, presente en el libro, evidencia también el desarrollo del pensamiento religioso del judaísmo post-exílico, muy próximo a la literatura apocalíptica. La fidelidad a la ley, la constancia en la oración y la práctica de las obras de misericordia (sepultar a los muertos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir a los desnudos, acoger a los peregrinos, dar limosna a los necesitados) evidencian la justicia como amor al prójimo y sirven para fortalecer la fe delante y durante las duras pruebas de la vida. Las dificultades narradas en el libro, encuadrándolo en un amplio contexto de persecuciones, permiten situar su forma final entre los siglos III-II aC, en el marco de las nuevas persecuciones ocurridas en el período helénico.

11 Judite

Este libro, en sí, no es una descripción exacta de un período o de hechos históricos, pero tiene un fuerte enfoque didáctico, como en el caso del libro de Tobías. Lo mismo se aplica en lo que se refiere al texto, pues debe haber existido un probable original hebreo que no ha sido preservado. Existe el texto griego de los LXX en tres recesiones y una reelaboración hebrea bien posterior a la escrita. Los códices B, S y A son considerados los mejores, mientras que el códice Vaticano griego Reginense depende de la Vetus Latina. El texto de la Vulgata es una traducción que Jerónimo hizo, probablemente, de un texto arameo hoy perdido. El título del libro viene de su protagonista, Judit, que significa judía, una joven viuda que vivió en Betulia, y que, por su coraje y total confianza en Dios, logró salvar a su pueblo del exterminio.

El libro narra la victoria de los asirios sobre los pueblos circundantes que no atendieron al llamado de la coalición (Jdt 1-3). Holofernes es el imponente general encargado de conducir una campaña militar para castigar a los vasallos infieles, entre los cuales están los judíos. En el camino de Israel, sin embargo, estaban los judíos que vivían en Betulia, que fue asediada. De allí los ejércitos seguirían hacia Jerusalén (Jdt 4-7). Ante la amenaza, Judit surgió valiente y exhortó al pueblo a mantener su confianza en Dios (Jdt 8-9). Para salvar a su pueblo, Judit usó de astucia y estrategia femenina, logrando infiltrarse en el campamento enemigo y degollar a Holofernes, salvando de esa forma al pueblo judío de un gran exterminio (Jdt 10-15). Una acción de gracias fue hecha por la victoria y un cántico fue elevado en reconocimiento del valor y de las virtudes de Judit, que, antes de morir con una edad avanzada, distribuyó sus bienes entre los parientes de su fallecido marido y entre sus familiares (su familia, Jdt 16).

Si, por un lado, existen fuerzas contrarias y hostiles al pueblo de Dios, por otro lado, la ayuda salvífica surge a través de los que a él se dirigen y viene como respuesta a la oración confiada. En ese sentido, la ayuda divina no dispensa la participación humana y se evidencia la soberanía universal de Dios tanto en relación a su pueblo como a los demás pueblos. El contenido del libro de Judit se acerca mucho al libro de los Jueces. De hecho, los hechos de esa piadosa e imponente judía son narrados como los hechos de los jueces mayores que actuaron en pro de la liberación y consiguieron devolver la paz a los hijos de Israel (Jdt 16,25).

La ausencia de fundamentación histórica para los hechos narrados en el libro de Judit no disminuye su valor tanto narrativo como literario. Resalta la voluntad de mostrar cómo la protección divina puede ocurrir no sólo a través de hombres fuertes y robustos, sino por medio de una mujer que sabe usar su belleza con la debida astucia. Es una exaltación, incluso, del papel que una viuda puede desempeñar a favor de todo el pueblo. En ese sentido, Judit, la viuda, y Ester, la huérfana, demuestran que Dios interviene utilizando los medios humanos menos aptos. La astucia de Judit no contradice la moral, alegando que los fines justifican los medios, pues los efectos positivos alcanzados están de acuerdo con el derecho a la legítima defensa. En la dinámica bíblica, Judit encarna la figura de la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente (Gn 3,15), venciendo a Holofernes, que encarna al antiguo enemigo.

12 Ester

Al lado del libro de Rut y de Judit, el libro de Ester encierra una perspectiva teológica que marca, profundamente, el prominente papel de mujeres en la construcción y conducción de la historia de la salvación del pueblo elegido. La denominación del libro también deriva de su protagonista, descrita con rasgos de belleza y adornada de grandes virtudes, en particular la sabiduría. Digno de mención es el hecho de que Ester era una huérfana que, tras la muerte de sus padres, había sido creada por un primo, un judío piadoso llamado Mardoqueo. Tanto el nombre Ester (Ishtar) como Mardoqueo (Marduk) son de origen babilónico. El nombre Ester podría ser de origen persa stareh que significa “estrella”. Hadassa es el nombre hebreo de Ester y significa “murta”. Mardoqueo posee, al lado de Ester, un papel importante en el libro, pues representa el fuerte vínculo de Ester no sólo con su pueblo, sino con la fe en el Dios de sus padres, conforme a la oración que ella hizo (cf. Est 4, 17k-z).

Como se dice en la introducción, el libro de Ester integra el bloque de los Escritos y está entre los cinco megillôt. El texto hebreo es más breve que el texto de la Septuaginta (seguida por la Vulgata). El texto en griego contiene cerca de 107 versículos más que el texto hebreo y estos versículos se insertan de un modo muy lógico en el texto. El libro en hebreo fue escrito por un judío de la diáspora oriental, probablemente entre los siglos IV-III aC, pero bien informado sobre lo que sucedía en la corte persa. Los añadidos en griego se pueden situar  entre los años 150-100 aC.

El libro de Ester puede ser subdividido en cinco partes: a) en la primera parte (Est 1-2), se encuentra una ambientación, en la que la reina Vasti cayó en desgracia por no acatar la orden del rey y, en su lugar, después de una selección, Ester se convirtió en reina. Mientras tanto, Mardoqueo descubrió la existencia de un complot contra el rey, que en la narrativa se denomina Asuero y muy probablemente sería Jerjes I (486-465 aC); b) en la segunda parte (Est 3), Amán se convierte en un alto dignatario del rey y, por envidia de Mardoqueo, proyecta una estrategia para exterminar a los judíos que viven en cualquier parte del imperio, con la acusación de que, como Mardoqueo, rechazan seguir la religión oficial del imperio persa; c) en la tercera parte (Est 4-7), Mardoqueo pidió a Ester que interviniera junto al rey para librar al pueblo judío del exterminio. Ester, después de cierta reticencia, decidió poner su propia vida en peligro y, con gran astucia, logró hacer públicos Asuero los planes de Amán contra su pueblo. En la misma horca que Amán había preparado para Mardoqueo, aquél  fue ahorcado; d) en la cuarta parte (Est 8-9), debido a la imposibilidad de revertir el decreto del rey emanado por Amán, los judíos recibieron el derecho de defenderse contra los que siguieran dicho decreto. Es en este contexto que sucedió la institución de la fiesta de Purim, que quiere decir “suertes”; e) en la quinta parte (Est 10), Mardoqueo recibe grandes elogios y Asuero le concede una alta dignidad, pasando a ser el cortesano más importante, estando por encima de él sólo el propio rey.

De modo particular, el objetivo central del libro de Ester parece ser el de querer explicar el origen y el significado de la fiesta de Purim. Sin embargo, sobresalen muchos puntos teológicos de gran relevancia: la piedad, la oración, el amor por las tradiciones religiosas, la confianza en Dios y, sin duda alguna, un fuerte nacionalismo. A pesar de eso, ese nacionalismo acentuado en el libro servía como una forma de garantizar la supervivencia de la identidad judía de los que vivían fuera de la tierra santa.

13 1-2 Macabeos

1-2 Macabeos son dos libros considerados independientes, se nota que el estilo literario usado en cada uno es muy diferente. Sin embargo, la resistencia al helenismo, encabezada por la familia macabea, es el dato fuerte y común entre los dos libros. Antíoco IV Epífanes quiso imponer el helenismo a la fuerza, desencadenando persecuciones contra el judaísmo; por otro lado, se impuso la fuerza religiosa anti-helenística encabezada por la familia macabea. En 1 Macabeos, la resistencia es acentuadamente bélica, ya en 2 Macabeos, además de bélica, la resistencia también ocurre a través de la aceptación del martirio, elemento fundamental para introducir la fe en la resurrección.

1 Macabeos cubre un arco temporal de aproximadamente cuarenta años: desde la ascensión de Antíoco IV Epífanes (175 aC) hasta la muerte del sumo sacerdote Simón (134 aC). Fue escrito originalmente en hebreo entre los años 100-64 aC, pero fue preservado sólo en el griego de la LXX que lo denomina Μακκαβαίων πρῶτον, seguido por la Vulgata Primus Machabæorum. Fue escrito, probablemente, en Jerusalén, con fuerte acentuación histórica y apologética. La combinación de estos dos elementos no fue muy feliz. Si, por un lado, el valor histórico es digno de crédito por los datos cronológicos y topográficos que posee, por otro lado, su carácter apologético está marcado por un nacionalismo exagerado.

Sin defender algún punto doctrinal concreto o lecciones morales directas, el autor se concentró en los elogios a los piadosos (hassideus, que dieron inicio  probablemente al grupo de los esenios), por haber perseguido y combatido los intereses políticos de los seléucidas, encabezados por Antíoco IV Epífanes (175-163 aC). La fe ardorosa de la familia macabea, sin embargo, elucida la confianza en Dios, sin que sea citado, y en su providencia (cf. 1Mac 2,61, 3,18-20, 4,10-12, 9,46), sin la cual no habría ocurrido la liberación. La observancia de la Ley.

1 Macabeos puede ser dividido en cuatro partes: a) descripción de la situación religiosa y política durante el gobierno de Antíoco IV Epífanes, que llevó a la insurrección de los judíos encabezados por Matatías (1Mac 1-2); b) luchas y victorias de Judas Macabeo contra los enemigos y relato de su muerte gloriosa (1Mac 3,1-9,22); c) luchas bajo el mando de Jonatán y su política de conciliación (1Mac 9,23-12,54); d) Simón asume el gobierno, la Judea se vuelve autónoma, trayendo paz y bienestar para el pueblo (1Mac 13-16). Los hechos y realizaciones de los tres hijos de Matatías se presentan según un orden cronológico.

2 Macabeos cubre sólo quince años de la historia macabea (175-160 aC). Fue escrito, probablemente, en Egipto, en griego, entre los años 130-100 aC. La LXX lo denominó Μακκαβαίων δεύτερον, seguido por la Vulgata Secundus Machabæorum. No es una obra inédita, sino un resumen de una obra en cinco volúmenes de Jasón de Cirene (cf. 2Mac 2,19-32), un judío piadoso de la diáspora cirenaica. Una obra que no se ha conservado. Los puntos centrales de esta obra habrían sido: la santidad e inviolabilidad del templo de Jerusalén (2Mac 3,1-40); intrigas de los impíos, ira de Dios que pesa sobre Israel y los mártires que expían el pecado del pueblo (2Mac 4-7); la ira dio lugar a la misericordia por la victoria sobre los impíos, con la consiguiente dedicación del templo de Jerusalén (2Mac 8,1-10,9); el templo quedó libre de profanación interna y externa (2Mac 14,1-15,37). El estilo adoptado es exuberante: las luchas, los actos heroicos de Judas Macabeo y el testimonio de fe de algunos mártires fueron contados con abundancia de detalles (2Mac 6,18-31; 7,1-42); pero, también, oratorio, pues busca agradar, mover y persuadir al lector. Los personajes son descritos de forma antitética, impíos (antipáticos) y justos (simpáticos) están en oposición. La crueldad de los impíos sobre los mártires es descrita con gran realismo (2Mac 6,18-7,42).

2 Macabeos puede dividirse en cuatro partes: a) cartas de los judíos de Jerusalén a los hermanos de la diáspora alejandrina en Egipto y prólogo (2Mac 1-2); b) hechos ocurridos durante el gobierno de Seleuco IV Filopatro (2Mac 3,1-4,6); c) presión del helenismo y persecución durante el gobierno de Antíoco IV Epífanes (2Mac 4,7-10,9); d) luchas de Judas Macabeo contra Antíoco V Eupátor y contra Demetrio I Soter, con victoria sobre Nicanor (2Mac 10,10-15,39). Se narra, con eso, la persecución de los judíos bajo Antíoco IV Epífanes y la lucha de liberación comandada por Judas Macabeo hasta su victoria sobre Nicanor (175-161 aC).

Dios intervino en la historia de su pueblo no sólo por la acción de los macabeos, sino con prodigios: un caballo y su caballero misteriosos castigan a Heliodoro (2Mac 3,23-29); caballos y caballeros relucientes aparecen por cuarenta días (2Mac 5,1-4); caballos y caballeros celestes ayudan a Judas a vencer a Timoteo (2Mac 10,29-30); un caballero en vestiduras blancas surge blandiendo  su espada dorada y los judíos vencen a los enemigos (2Mac 11,8-12). Además de estas intervenciones divinas, 2 Macabeos posee afirmaciones teológicas que muestran cierta evolución en cuanto a la concepción de la resurrección de los muertos (cf. 2Mac 6,26; 7,11.14.23; 14,46), a la fe en la vida eterna (2Mac 7 9-14), a la intercesión de los vivos en favor de los muertos (cf. 2Mac 12,38-46) ya la eficacia de las oraciones por los muertos (cf. 2Mac 12,38-46). Se afirma la creación del mundo ex nihilo (2Mc 7,28). De esto resulta que 2 Macabeos acentúa mucho más el aspecto religioso de la resistencia al helenismo, multiplicando las oraciones antes de las luchas, la observancia del sábado, la acentuación del martirio por la fe y la creencia en la resurrección con la justa retribución para justos e injustos.

14 Consideraciones finales

Los libros de Josué, Jueces, 1-2 Samuel y 1-2 Reyes están repletos de crueldades y grandes masacres. El oyente-lector hodierno tiene toda la razón en quedar perplejo, pero, al acercarse a esos libros, es invitado a percibir la clara diferencia que existe en el actuar de los protagonistas involucrados en las narrativas: Dios y el antiguo Israel en formación

La historia y las vicisitudes de este pueblo están narradas en la Biblia a la manera como se hacía en todo el Antiguo Oriente Próximo (AOP), a través de relatos de guerras, de conquistas, de duelos, de ocupaciones y destrucciones territoriales, de deportaciones, etc. El antiguo Israel está inserto en su tiempo y en su cultura, usa el mismo lenguaje y las mismas imágenes que los pueblos circundantes. En la secuencia narrativa de la conquista de la tierra prometida (Josué), de las batallas contra los filisteos (Jueces), del fin del tiempo de los jueces y del acontecimiento de la monarquía (1-2 Samuel), de las guerras de Judá e Israel contra los pueblos (1-2 Reyes) una marcada dependencia cultural del vocabulario militar, que caracterizaba la historia de los pueblos antiguos: egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos y, sin duda alguna, de muchos pueblos actuales.

El acto de leer y de estudiar esos libros exige capacidad de discernimiento, por el cual se aprende a separar lo que es contingente y perteneciente a las vicisitudes de la historia del antiguo Israel (conquista de la tierra, guerras con los pueblos vecinos, campañas militares de sus reyes) de lo que tiene valor perenne, porque pertenece a la historia de la salvación: la lucha de Dios contra el mal y el pecado, afirmando su soberana realeza sobre todo lo que sucede en el mundo.

Un estudio histórico-crítico de Josué a Reyes demuestra que la conquista de la tierra fue lenta, difícil y que su pérdida se debió a la negligencia política de sus reyes. La versión de la conquista y de la pérdida de la tierra, en estos libros, es mucho más teológica y profética que histórica. Josué fue el sucesor de Moisés que, por la obediencia a la Ley de Dios, efectuó la conquista de la tierra, porque Dios, verdadero protagonista, cumplió su palabra y las promesas hechas a los patriarcas. En cambio, con el libro de los Jueces se demuestra que la fidelidad de la generación liderada por Josué no se mantuvo (Jue 2,10 tiene que ver con Ex 1,8 y explica el cambio en la conducta: la nueva generación desconoce los hechos). Con eso, se introduce la necesidad de la formación pedagógica que será emprendida por el conocimiento de la Torá. La dialéctica de la alianza es fundamental para comprender estos libros: cuando el pueblo se vuelve hacia Dios y es obediente, es bendecido; cuando abandona a Dios y es desobediente, es castigado.

Los libros de 1-2 Crónicas, Esdras y Nehemías, vistos en su conjunto literario y en el contexto histórico a ellos vinculado, suponen y comentan: la dolorosa experiencia del exilio, la reconstrucción de la sociedad hebrea, a partir del retorno de los exiliados, y una larga vivencia del judaísmo, es decir, la nueva fase de la religión de Moisés que comienza después del retorno de los exiliados. Algunos elementos atestiguan la época tardía de estos tres libros: la fuerte influencia de la teología sacerdotal; la presencia del ideal teocrático con David y Salomón. Jerusalén y el templo están en el centro de esta teocracia; la Ley de Moisés (Torá) es “divinizada”; los hechos y realizaciones narrados fueron adaptados en función de su ideología positiva de la historia.

Todas las instituciones vinculadas al culto fueron enfatizadas en los libros de 1-2 Crónicas, Esdras y Nehemías: la traslación del arca (cf. 1Cr 15-16); la dedicación del Templo (cf. 2Cr 5-7); la reforma del culto y la celebración de la Pascua bajo el reinado de Ezequías (cf.  2Cr 29-31); la solemnidad de la Pascua bajo Josías (cf.  2Cr 35); la restauración de la liturgia, después del exilio, bajo Josué y Zorobabel (cf.  Esd 3); la dedicación del nuevo Templo y la celebración de la Pascua (cf. Esd 6,16-22); la celebración de la fiesta de los Tabernáculos (cf. Ne 8,13-18); la dedicación de los muros de Jerusalén (cf. Ne. 12,27-43). Los sacerdotes y levitas, músicos, cantantes, porteros, personajes involucrados en el culto y que no tuvieron destaque en los libros de Josué a Reyes, recibieron un trato diferenciado (cf.  1Cr 9,17-29; 15,16-21; 16,4-42; 2Cr 5, 12-14; Esd 3,10-11; 7,7; Ne 7,1-45; 11,17-19). En la historia narrada en estos libros, se manifiesta el plan de Dios: comienza con la creación, se sigue con la elección de Israel, el ideal monárquico con la dinastía de David hasta el exilio babilónico, etapas que acabaron por reconducir a la reforma del matrimonio antiguo Israel y sus instituciones emprendidas por los reformadores Esdras y Nehemías.

Los libros de Rut, Tobías, Judit y Ester contextualizan la Ley de Dios bajo diferentes ángulos. Son, fundamentalmente, literatura edificante, por la cual la vida y sus vicisitudes son el campo fértil para realizar la interpretación y la actualización de la fe. En ese tipo de literatura, el oyente-lector no sólo se enfrenta a las situaciones de los personajes, sino que es invitado a dejarse provocar por ellas, a fin de sacar lecciones para su propia vida. La providencia divina es vivamente evidenciada al lado de las iniciativas humanas. Las dificultades, los dolores, las pruebas y los sufrimientos de la vida pueden ser superados en la fe, acentuando el consuelo de Dios, pero no dispensan la participación humana. Los justos pueden ser sometidos a muchas y grandes pruebas, pero no se dejan abatir por su fe y fidelidad a Dios.

Rut, Judit y Ester son heroínas, mujeres extraordinarias y protagonistas de la salvación del pueblo. Estas mujeres ejemplifican Gn 3,15 y Pr 31,10-31. El sueño de todo padre piadoso es tener un hijo igualmente piadoso y virtuoso. De esto trata el libro de Tobías, evidenciando, en particular, el sentido y cumplimiento del cuarto mandamiento “honrar padre y madre” (Ex 20,12, Dt 5,16). El carácter didáctico, parenético y sapiencial de ese libro no invalida el sentido o el valor histórico que a él se ha querido atribuir, elaborados y enriquecidos testimonios de vida ejemplar, haciendo sobresalir la caridad, la pureza legal y los tres pilares de la piedad judía: la oración , la limosna y el ayuno (cf. Mt 6,1-18).

 Los libros de los Macabeos describen una fase posterior de la lucha del pueblo por la propia supervivencia. Esta vez, el peligro no viene tanto de las invasiones de ejércitos extranjeros o de los matrimonios mixtos, sino de la política adoptada por los reinos helenísticos que usaban la cultura como medio para unir diversos componentes de sus imperios. Estos imperios conocían, por cierto, el valor de la cultura y de la educación. Basta recordar la importancia, en el mundo antiguo, de la Biblioteca de Alejandría de los reyes Ptolomeos, cerca de 305 a. Más importante aún fue la introducción del sistema griego de educación en forma de “gimnasios” en diversas partes del imperio (1Mac 1,14). El impacto de la cultura griega era fuerte y el pueblo judío se sintió inmediatamente amenazado. En el mundo antiguo, la religión, la cultura y la política eran a menudo inseparables. (SKA, 2015, p.150-1).

El proceso de helenización de Palestina se inició mucho antes de las hazañas atribuidas a los hermanos macabeos. Este se dio a partir del momento que Alejandro Magno conquistó militarmente el vasto imperio persa. Con la conquista de Tiro, en el 331 aC, toda Palestina pasó a manos del nuevo conquistador. Con Alejandro Magno y su ejército llegaron el intercambio comercial, la literatura, las artes, los deportes, es decir, una nueva cultura con un nuevo estilo de vida. El peso y la imponencia de la cultura griega constituyeron una amenaza para el judaísmo que, a su vez, parecía insensatez a los líderes griegos. En el fondo, el helenismo fue pensado como una metodología de dominación, al que el judaísmo macabeo no quiso someterse. El propio judaísmo, en la época en que vio reinar la rivalidad entre los seléucidas (Babilonia y Siria) y ptolomeos (Palestina y Egipto), ya estaba dividido en facciones o partidos, y conflictos internos ya venían debilitando las tradiciones y las prácticas religiosas. 1-2 Macabeos representaron, inicialmente, la clase de los resistentes al helenismo, pero con el ascenso al poder e implantación de nueva política comenzó el gobierno asmoneo. Este nombre fue tomado, de acuerdo con Flavio Josefo (Ant XII, 6,1; XX, 8,11; 20,10), de Simón  Asmoneo, de la dinastía macabea que reinó de 134 a 36 aC, año que llevó , por imposición romana a Herodes Magno no sólo al trono, sino al exterminio de los descendientes de los macabeos.

Leonardo Agostini, PUC Rio. Texto original português

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Cristología (I)

Índice

1 Cristología y seguimiento

2 Método y punto de partida

3 Regreso a los Evangelios

4 Bautismo y mesianismo asuntivo

5 La centralidad del Reino

6 Los destinatarios: pobres y excluidos

7 El Dios de Jesús

 1 Cristología y seguimiento

La cristología preconciliar se componía de dos tratados: De Iesu, legato divino y De Verbo incarnato (MOINGT, J., 1995, Vol. I, p. 7-16). El primero consistía en demostrar que Jesús era el enviado de Dios y que no era un simple ser humano. Se apoyaba en los milagros como acciones sobrenaturales. El segundo tratado explicaba cómo lo que Jesús hacía era propio de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo. Sin embargo, el sujeto de la acción y la reflexión no era Jesús de Nazaret sino el Hijo eterno de Dios. La cristología postconciliar, por el contrario, entiende que en Jesús se da una unidad indisoluble entre lo humano y lo divino, porque “el que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto” haciendo que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes 22).

La novedad conciliar llevó a que la reflexión cristológica latinoamericana se enmarcara dentro de la praxis discipular que llamamos seguimiento, pues conocer a Cristo es seguir su praxis histórica en medio de los pobres (SOBRINO, J., 1991, 56). Esto significa que el conocimiento de la relación de Jesús con su Padre y con su época es el que obtuvieron sus discípulos a través del seguimiento. Ellos tuvieron que recordar lo de Jesús, sus palabras y gestos, todo aquello de lo que ellos habían sido testigos. Este recuerdo primero llevó a la pregunta por el sentido que comenzó a desvelarse en el discernimiento pospascual.

Por ello, aunque tengamos en cuenta lo que puede conocerse científicamente sobre Jesús de Nazaret, la cristología está basada en lo que los testigos recuerdan y nos dicen de él, tal como lo consignaron en el Nuevo Testamento y sobre todo en los evangelios (DUNN, J., 2009, p. 167). Las investigaciones contemporáneas han insistido en la importancia de rescatar la historia de Jesús o lo que tiene de histórico y significativo para su época. Éste es para nosotros el Jesús de la historia o Jesús prepascual. Sin embargo, Jesús es mucho más que los datos históricos que podamos saber acerca de él. Es una persona vista desde la fe, desvelada por el Espíritu (Jn 14,26) y actualizada en el seguimiento.

2 Método y punto de partida

El estudio Cristológico se motiva en la pregunta que le hizo Jesús a Pedro: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27-30). A lo largo de la historia se han manifestado diferentes respuestas. Cada una presupone un punto de partida metodológico. Podemos mencionar algunas (LUCIANI, R., 2005, p. 17-116):

(a) Afirmaciones dogmáticas: algunas investigaciones parten de los dogmas definidos en los Concilios Ecuménicos. Es el caso de Calcedonia (451 d.C.) al afirmar que en Cristo cohabitan dos naturalezas, una humana y otra divina, unidas, sin divisiones. Habría que considerar aquí que los dogmas son siempre un punto de llegada en los procesos de reflexión eclesial y no un punto de partida (RAHNER, K., 1961, p. 51-92);

(b) Afirmaciones bíblicas: otras investigaciones asumen como punto de partida la proclamación de la fe en Jesús a partir de los títulos cristológicos (Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Mesías) o desde las teologizaciones que se han hecho de los acontecimientos más importantes de su vida (la Resurrección). Habría que precisar que el Nuevo Testamento es el Antiguo Testamento aconteciendo de una manera completamente nueva, definitiva y plena en la persona de Jesús de Nazaret. No podemos separar ambos testamentos, como tampoco tratar a los pasajes bíblicos sin su debida correlación con nuestra época ;

(c) El Kerygma: según esta postura el verdadero Cristo es el Cristo predicado por los evangelistas, como sostuvo Martin Kähler en 1882 en su conferencia El llamado Jesús histórico y el Cristo existencialmente histórico y bíblico. Para esta escuela no podemos saber acerca de su vida histórica como tal;

(d) El culto: según otra corriente, el Cristo total sólo se descubriría en el culto eclesial. El peligro radica en caer en ciertos espiritualismos y subjetivismos que relativicen la experiencia social y comunitaria de la fe en Jesucristo, así como de entender a la liturgia como fuente y no como celebración, colocándola por encima de la Escritura;

(e) Teologías postconciliares: el jesuita Karl Rahner propone un giro antropológico en consonancia con el Vaticano II. Entiende que la humanidad de Cristo es sacramental y, por ello, su carne, es decir, su humanidad, es el camino concreto para acceder al misterio de Dios. Así da paso a la vía antropológica como lugar de conocimiento y de encuentro con Dios;

(f) Latinoamérica: partiendo del Jesús Histórico se invita a leer los signos de los tiempos de nuestra realidad presente para asumir el compromiso por la Liberación de las situaciones que niegan la presencia del Reino de Dios. El punto de partida es el seguimiento de Jesús que establece siempre una correlación entre el modo cómo Jesús vivió y asumió su época, y la toma de conciencia frente a la realidad de injusticia que vivimos en la nuestra. Por ello, la cristología latinoamericana no parte de una pregunta aislada sobre los datos recuperables de la vida histórica de Jesús. Aquí, se entiende por histórico a “las actividades de Jesús para operar sobre la realidad social y transformarla en la dirección precisa del Reino de Dios. Histórico es lo que desencadena historia” (cfr. SOBRINO, J., 1991, p. 77). Se rompe así con la teología de la primera ilustración, en la cual sólo se libera el pensamiento, la razón, más no la realidad sociocultural en todas sus dimensiones. Este punto de partida exige un regreso a Jesús de Nazaret, al Jesús de los Evangelios, y el impacto de sus palabras y gestos para el mundo de hoy.

3 Regreso a los Evangelios

Esta necesidad de regresar a los Evangelios planteada por las investigaciones contemporáneas no buscan reconstruir una biografía de Jesús, sino su praxis histórica en cuanto actual e interpelante. Sin embargo, la distancia cultural entre las primeras comunidades y nosotros hace que algunos términos no se entiendan con claridad hoy. Por ello, debemos tener en cuenta los géneros literarios tanto del judaísmo como del helenismo, y las características redaccionales propias de cada evangelista. Hay que distinguir entre los hechos prepascuales y las interpretaciones postpascuales, pero partiendo de la unidad indisoluble existente entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.

El diálogo entre la ciencia histórica y la teología protestante alemana permitió rescatar la relación entre la persona de Jesús, predicada por los discípulos tras la Pascua, y su mensaje del Reino, centro indiscutible de interés del Jesús prepascual. Sin embargo, la teología dialéctica insistió, luego, en la dificultad de reconciliar el carácter escatológico del mensaje de Jesús con los datos accesibles por la ciencia histórica. De este modo, sólo se podía llegar al kerygma proclamado en la Iglesia. Estos primeros debates llevaron a posturas fideístas, como la de los postbulmanianos, que sostuvieron poder creer en Jesús sin saber nada histórico de él. Estos debates contribuyeron con la necesidad de pensar una nueva articulación del discurso sobre la pertinencia de la historia en la teología. Esta es la tarea de hoy, es decir, fundamentar de nuevo la proclamación de la fe, el kerygma, en el relato evangélico que se nos da como paradigma de discernimiento y seguimiento. El teólogo tiene el reto de aprender a leer el evangelio a la doble luz de la historia y de la fe, sabiendo que dicha relación no es necesariamente convergente, pero sí expresa la fe de la Iglesia.

La cristología latinoamericana ha contribuido en advertir que los textos del Nuevo Testamento no pueden ser usados de forma aislada con la sola preocupación de estratificarlos hasta lograr probar lo que pudo haber dicho o hecho Jesús mismo, y lo que posteriormente fue construido por las comunidades pospascuales. Tampoco han de estudiarse con la sola pretensión de comprender a Jesús en el marco histórico del judaísmo del siglo I. Un elemento clave es ver la trascendencia que brotó del espíritu con el que Jesús vivió, el cual provocó una novedad radical respecto al mismo judaísmo a partir de su opción por el Reino de Dios. El reto para la actual investigación es el de lograr transmitir nuevamente el impacto que produce la humanidad de Jesús en el hoy de nuestra historia, iluminando los grandes problemas que afrontamos globalmente. Se trata de correlacionar el modo en que él vivió —según las Escrituras y como oyente de la palabra del Padre— con el modo en que, luego, sus seguidores, impactados por ese estilo de vida, debían transmitirlo en un contexto hermenéutico judío; y a partir de este marco podemos, entonces, correlacionarlo con el modo en que nosotros estamos llamados a actualizar su mensaje en nuestras realidades concretas.

Tal aproximación permitirá ir descubriendo el proceso de Jesús, como fue discerniendo y asumiendo aquellos rasgos de humanidad que correspondían fielmente al proyecto del Reino a la luz de las Escrituras, seleccionando las tradiciones proféticas y sapienciales que expresaban mejor la imagen que fue brotando de su experiencia del Dios del Reino. Proceso que se inicia con el acontecimiento que se representa en el Bautismo de Jesús.

4 Bautismo y mesianismo asuntivo

La conciencia histórica de Jesús se enmarca inicialmente tanto en la espiritualidad de los pobres de Yahvé compartida por su madre, cuanto en el discernimiento personal que hace de su vocación humana como seguidor del proyecto del Reino, según fue predicado y creído por Juan Bautista. Jesús no solo se bautizó (Mt 3,13-15; Mc 1,9; Lc 3,21) sino que también comenzó a practicar y a fomentar el rito del bautismo entre sus propios discípulos y seguidores (Jn 3,22-23; 3,26; 4,1-3). El Bautismo es la clave hermenéutica para comprender su misión y su proceso de conversión personal al Dios del Reino. Hay una continuidad inicial con el proyecto de Juan que encuentra luego su momento decisivo de ruptura a partir del encarcelamiento y muerte del Bautista (Mc 6, 17-29; Mt 14,3-13). Tras este acontecimiento, Jesús entiende que el tiempo de la preparación había terminado y se iniciaba uno nuevo, el de la irrupción del reinado de Dios (Mt 4,23).

Los relatos de las tentaciones que siguen al bautismo explicitan este proceso de discernimiento y conversión que hace Jesús tras la muerte de Juan. ¿Quién era el sujeto real del Reino? ¿era Dios Padre? ¿Qué implicaba ser Hijo de un Dios que era Padre bueno y misericordioso? (Lc 4,3; Mt 4,3) ¿cómo hablar de un Reino que no tiene rey ni ejércitos? ¿se podía proclamar el Reino por la vía de la imposición, esperando su irrupción violenta, como esperaba el Bautista? Jesús nunca se identificó con las expectativas mesiánicas dominantes en su época. Él había optado por un estilo de vida mesiánico no político. Practicaba un mesianismo asuntivo (LUCIANI, R., 2014, p. 117-136) cuyas consecuencias socio-políticas y religiosas serían inevitables, pero nunca provocadas ni forzadas por la vía de la violencia y el ejercicio de la fuerza armada (Jn 18,36). Asume la causa del pobre como algo deseado y favorable a los ojos de Dios, el Señor, Yahvé, con la nueva época que él inauguraba: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis oído» (Lc 4,21). La época del Reino.

5 La centralidad del Reino

El tema del Reino es estructural y estructurante de todo el quehacer teológico y la vida cristiana. Cuando la teología alemana del siglo XIX planteó serias interrogantes sobre la imposibilidad de escribir una vida sobre Jesús, más que presentar un problema de interés historiográfico o biográfico, estaba abriendo paso, tal vez sin saber, a la búsqueda de la ultimidad del cómo y por qué vivió el Jesús histórico su vida de una manera determinada (para sí) y determinante (para otros). En otras palabras, qué lo hizo vivir de esa manera y no de otra. La investigación histórica permitió el abordaje de nuevas perspectivas en la investigación sobre la vida de Jesús de Nazaret que ahondaban no sólo en la forma de su revelación (problema clásico), sino en el contenido de la misma, referido tanto a las razones para vivir así y las implicaciones que esto le trajo. En este sentido el tema del Reino de Dios como una cuestión de ultimidad y absolutez frente a lo relativo es el eje central de todo el quehacer de Jesús de Nazaret.

La lógica de Reino de Dios implica una inversión de valores: “los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” o “el que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mt 19,30; Mc 10,31; Mt 20,16; Lc 13,30; Mc 9,35). Dicha inversión es cualitativa y relacional. Invierte relaciones establecidas que deshumanizan por otras que humanizan. Podemos mencionar tres ejemplos. El primero es de la relación patrono-asalariado, tal y como lo narra la parábola de los jornaleros (Mt 20,1-6), que recibieron, al final del día, la misma paga y, sin embargo, los que más trabajaron protestaron. El segundo esquema es el del Rey-súbdito o la del Rey que invitó a todos a su mesa porque los invitados primeros invitados no se presentaron (Mt 22,1-10). El Rey ya no se relaciona más con los otros como a sus súbditos, sino que los reconoce como personas en toda su dignidad. El tercer esquema se refiere al Padre-hijo, según se nos narra en la parábola del Padre bueno (Lc 15,11-32). En ella la proporción o correspondencia no es el criterio del discernimiento del Padre frente a las actitudes de los dos hijos, sino el de la gratuidad. Los esquemas cuantitativos de status o posición social son superados por los cualitativos, donde lo central es lo que humaniza y reconoce al otro como hermano.

La noción de Reino expresa, así, un modo de vivir el amor a Dios por medio del servicio al hermano. En Mt 22,40 se nos narra: “amarás al prójimo como a ti mismo”. En Lev 19,8 ya aparece la referencia al otro, y en Dt 6,4 (Shemá Israel) se habla del Otro, Dios. Jesús coloca ambos criterios al mismo nivel práxico, más no ontológicamente. La consecuencia es que sólo por medio del otro que es nuestro hermano (fraternidad) podemos encontrar a Dios como hijos (filiación). He aquí la gran inversión. El horizonte de la humanización es superpuesto al de la ley y el culto. La experiencia del Reino lleva a construir la vida fraterna de los hijos/as de Dios.

Diversos han sido los modelos teológicos europeos que explican la noción del Reino. Podemos resaltar algunos. (a) Rudolf Bultmann desplaza la mediación (el Reino de Dios) por el mediador (Jesucristo) como lo último. Lo que importa es el Kerygma, el anuncio de Jesucristo Resucitado que es Buena Nueva para todos los hombres. El Reino de Dios queda reducido al marco de una fe individual; (b) Wolfhart Pannenberg presenta su escatología como anticipación del futuro último. La esperanza relaciona la historia con el futuro. Su visión no toma en cuenta las condiciones del antirreino en la historia, sino las del individuo esperanzado (racionalmente) ante el futuro ofrecido en la Resurrección; (c) Jürgen Moltmann considera que el eschatón sigue siendo el futuro que se manifiesta en la esperanza del hombre a Dios. Advierte que hay realidades históricas que contradicen al Reino de Dios. Por tanto, el futuro ha de ser crítica a la negatividad del presente; (d) Para Walter Kasper el Reino de Dios “es la imposición y reconocimiento de Dios en la historia” (escatológico), “el día en que Yahvé será todo en todos” (soteriológico), e implica “la superación de los poderes del mal, destructores, enemigos de la creación y el comienzo de una nueva era” (soteriológico); (e) Edward Schillebeeckx hace resaltar el carácter operativo del reinado de Dios. Para él, la “soberanía de Dios implica hacer la voluntad de Dios”. Ya no es la esperanza estética del esperar en Dios, sino la relación que se instaura entre los hombres y Dios para prolongar aquí, en la historia, el poder de Dios, su voluntad salvífica. Pero “es también un juicio sobre nuestra historia”. No sólo comunica una noticia alegre, sino que realiza una crítica a los antivalores presentes en la historia bajo relaciones de dominio, ambición y poder. El reino de Dios es un “todavía por venir” (Mc 14,25; Lc 22,15-18) que comienza a hacerse presente mediante la praxis de Jesús.

Por otra parte, el planteamiento teológico Latinoamericano plantea cuatro grandes temas. (a) En presencia de y contra el antirreino: se parte de la realidad en toda su crudeza y concreción en la que el pecado se ha hecho estructural y oprime a grandes cantidades de personas, para quienes vivir es sobrevivir. Esta realidad opresora y destructora de vida es el antirreino, como la califica Jon Sobrino. La salvación es ofrecida como su liberación; (b) Los pobres como destinatarios: en ellos Dios se revela y a través de ellos Dios nos evangeliza ayudándonos a descubrir los valores de la gratuidad y la esperanza a pesar del peso de la vida. Jesús vivió ofreciendo la Buena Noticia del Reino a los pobres: curándolos, sanándolos, perdonándolos y comiendo con ellos; (c) Lo histórico: el Reino anuncia lo escatológico realizándolo desde el ahora, desde las relaciones constituidas en el presente en todos sus ámbitos, desde lo social, a lo económico y lo político. Reino e Historia se relacionan profundamente en la persona de Jesús. Él vive en un pueblo pobre y hace presente con sus actividades el amor de Dios que favorece al marginado y oprimido. “Hoy se cumplen estas profecías que acaban de escuchar” (Lc 4,21) revela esta historicidad del reino y la ruptura de toda concepción dualista de la historia (sagrada-profana); (d) Lo popular: existe una reciprocidad histórica, tanto soteriológica como escatológica, entre la presencia del Reino de Dios y el pueblo de Dios. Ignacio Ellacuría proponía una clara implicación del reino con la pertenencia a un pueblo histórico que, en América Latina, es un pueblo pobre y crucificado. Todo el mensaje Bíblico está dirigido a sujetos que viven en un pueblo situado, en una historia concreta, ante la cual Dios ofrece gratuitamente su Liberación en contra de toda forma de opresión.

A partir de estos ejes de reflexión, la cristología latinoamericana insiste en la necesidad de sincerar nuestro seguimiento de Jesús. La construcción del reinado de Dios hoy pasa por la constitución de comunidades fraternas de hijos/as de Dios que asuman la causa del pobre. Esta praxis es esencial al modelo de Iglesia como Pueblo de Dios, porque la Iglesia realiza su sacramentalidad anunciando al reino de Dios en la historia. En este sentido, queda establecida una hermosa analogía entre la cristología del seguimiento de Jesús y la eclesiología del Pueblo de Dios. Como lo explica Ellacuría, “Jesús fue el cuerpo histórico de Dios, la actualidad plena de Dios entre los hombres, y la Iglesia debe ser el cuerpo histórico de Cristo, al modo como Jesús lo fue de Dios Padre. La continuación en la historia de la vida y de la misión de Jesús, que le compete a la Iglesia, animada y unificada por el Espíritu de Cristo, hace de ella que sea su cuerpo, su presencia visible y operante” (ELLACURÍA, I., 1990, Tomo II, p. 131). Y esto lo hace en medio de los pobres pero en contra de la pobreza. Una tal cristología pasa por establecer relaciones concretas que nos ayuden a constituirnos en pueblo de Dios. Relaciones que en América Latina, dada la situación de pobreza, claman por una vida justa y equitativa.

6 Los destinatarios: pobres y excluidos

Jesús orienta su praxis hacia los marginados y excluidos. Ante la pregunta: “¿eres tú el que debe de venir o tenemos que esperar a otro?”, él responde: “vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: que los ciegos ven, que los cojos andan, que los leprosos quedan sanos, que los sordos oyen, que los muertos resucitan y que se predica la Buena Nueva a los desdichados” (Mt 11,3-6). El Reino de Dios se está construyendo entre los “desdichados”, que son los pobres, los marginados y los que otros consideran pecadores.

En la lógica de Jesús, tenemos que salir a buscar a la oveja perdida para incluirla, aunque tengamos a las otras 99 con nosotros. Esta forma de valorar no es algo pacífico del todo, hace crear rupturas, arranca viejos modos-de-conocer y crea conflictividad en ocasiones. Por ello, es criticado como “comedor y amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,9), perturbado mental (Mc 3,21), seductor (Mt 27,63), y hasta será contado entre los delincuentes (Lc 22,37).

Un rasgo histórico, muy propio de Jesús, es el comer con los marginados. La comida es una forma, dentro del mundo oriental, de honrar a una persona. Expresa una relación de cercanía y acogida. Es un momento donde se perdona y da la paz. Es el lugar del Shalom. Lo distintivo de Jesús no son los milagros sino la convivencia fraterna con los desheredados, descartados y olvidados. La comida simboliza una escatología ya presente. Los pobres son incorporados a la mesa de la salvación, al banquete de la comunión. De este modo se rompe con el sectarismo y se universaliza el ofrecimiento de la salvación por medio del restablecimiento de la comunión fraterna (GONZÁLEZ FAUS, J.I., 1984, p. 88-89).

Desde el servicio a los pobres, Jesús llama a los que marginan y viven con privilegios para que se conviertan e integren al proyecto del Reino. Es el caso de los siguientes grupos: (a) los ricos: en Lc 6,24 la riqueza deshumaniza cuando el rico se apega a lo material como algo absoluto. Jesús llama al rico a ser justo y a servir al pobre (Lc 16,19). “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13; Mt 6,24). Servir a Dios es servir al pobre. El rico no es cuestionado por ser rico, sino por su actitud ante la riqueza y ante el pobre; (b) los escribas y fariseos: Jesús cuestiona el sentido de la ley. Llama hipócritas (Mc 12,38) y opresores del pueblo (Mc 12,40) a quienes la interpretan por encima del sujeto humano y sus condiciones de vida digna; (c) los sacerdotes: su crítica al Templo lo enfrenta al sistema religioso de su época que dividía a las personas en puras e impuras, y les dotaba de privilegios y status. Jesús plantea un nuevo lugar de encuentro con Dios, la comunidad fraterna, la mesa de los reunidos (Mt 18,19) en espíritu y verdad (Jn 4,21).

7 El Dios de Jesús

La opción de Jesús por los pobres y excluidos es fruto de su fe en un Dios Padre que ama con la misericordia de una madre. En Heb 12,2 Jesús es presentado como iniciador y culmen de la fe, como quien la ha vivido y por eso la puede llevar hacia su consumación. La fe es lo que lo hace participar, desde su humanidad, de la vida compasiva de Dios. Lo hace asumir su vida como creyente, discerniendo todo lo que hace, ora y vive desde el proyecto del Reino. Jesús es ontológicamente Dios, pero como ser humano tiene que ir descubriendo procesualmente lo que él ya es, porque su divinidad está encarnada en una historia y en una época concretas. Lo antropológico es el único medio para ir conociendo lo ontológico. La fe de Jesús nos revela quién es Dios para él. En este sentido Jesús tuvo que habérselas con Dios desde su propio proceso humano.

Jesús llama a Dios Abbá. Lo comprende como un Padre que lo ama como Hijo. La experiencia del Padre es la de quien se da, mientras que la del Hijo la de quien recibe gratuitamente semejante amor y le corresponde con su entrega y obediencia filial. Esta relación de filiación no significó, en ningún momento, una especie de experiencia intimista que lo enajenaba de la existencia de los otros. Por una parte, Jesús aprende a reconocer en el otro a un hermano, y en estas relaciones de fraternidad puede vivirse como Hijo, pues los hermanos son todos hijos de un mismo Padre bueno. Pero por otra parte, esta experiencia de filiación revela el modo específico y único como Dios trata a Jesús, es decir, como su Hijo y, en esta filiación, es posible comprender la dimensión salvífica de la fraternidad de todos los seres humanos.

En el Antiguo Testamento se utiliza la palabra Padre unas 15 veces para designar a Dios, sin embargo, la novedad radical no se encuentra en llamar a Dios Padre, ya que otros pueblos del antiguo oriente lo hacían, inclusive expresando un carácter materno en algunas expresiones. “La novedad consiste en que la elección de Israel como primogénito se manifiesta en un acto histórico: la salida de Egipto” (cfr. JEREMIAS, J., 1989, p. 20). La experiencia de Israel es la experiencia de un Salvador siempre trascendente, no de un Padre amoroso, por ello la palabra utilizada para designar la paternidad de Dios será Abí, comprendiendo la relación con Dios a partir de acciones históricas, de acontecimientos de carácter histórico‑salvíficos, antes que relaciones personales y filiales. La expresión Abí podía significar Padre mío, pero dentro de un sentido autoritario, solemne, comunitario, e informado por la lógica de la separación entre lo divino, como absolutamente Santo (otro-distinto) y lo humano. La palabra Abí surge y se extiende en la época imperial, asumiendo un carácter de sumisión ante la autoridad paterna.

En el Antiguo Testamento también encontramos el uso de las palabras Abbá, que significa papá e imma que significa mamá. Estas palabras se usaban en la vida familiar de cada día. Abbá surge del lenguaje balbuceante infantil (aba-abba). Por lo tanto, pudo haber sido considerado una falta de respeto dirigirse a Dios con un término tan cercano y familiar, pues Dios era siempre era el Otro, el distinto, el Santo.

Esta experiencia de Dios-Padre (Abbá) vivida por Jesús en su fe y comunicada a sus discípulos va a ser asumida y transmitida por las comunidades cristianas. En los Evangelios el término Padre aparece más de 170 veces en labios de Jesús. En Marcos 4 veces, en Lucas 15, en Mateo 42 y en Juan 109. Según Jeremías, “la designación de Dios como Padre empezó a difundirse ampliamente en una etapa anterior a Mateo dentro de la tradición de las palabras de Jesús”, pero “es en los escritos de Juan donde el término ho patér (el Padre), empleado absolutamente, se convirtió sin más en el nombre de Dios para los cristianos” (JEREMIAS, J., 1989, p. 41).

El uso de esta palabra en los escritos neotestamentarios encuentra tres razones básicas. Primero, se trata de una palabra auténtica de Jesús, de hecho se ha mantenido en arameo, la lengua de Jesús, sin traducirse. Segundo, tiene un sentido catequético, pues pone el mensaje de Jesús al alcance de los creyentes. Tercero, expresa una referencia teológica, al revelar con ella, un contenido y un rostro específico en el actuar y proceder de Dios en relación con el ser humano, como un Padre bondadoso y misericordioso que nos recibe como hijos suyos, no por nuestros méritos (lógica cuantitativa), sino por el hecho gratuito de ser sus hijos (lógica cualitativa).

Cuando Jesús confía a sus discípulos las palabras del Padre Nuestro, no sólo les está enseñando a orar, sino que les está dando el poder de decir como él, de hablar como él con su Padre Dios. Más aún, dada la dimensión performativa de la palabra en el mundo hebreo, decirle a Dios Padre significa tratarlo como Padre. No estamos ante un uso nominal del lenguaje, sino realizativo o performativo. Jesús no sólo da poder para llamar a Dios como Padre, sino para tratarlo y, así, relacionarlos con Él como tal. La invocación no tiene sentido si no va acompañada del trato que se implica en ella.

Los evangelios nos remiten a tres expresiones para referirse a Dios como Padre. La primera, El Padre, nos plantea un problema teológico, es decir, quién es Dios. La segunda, Vuestro Padre, así como la otra, Padre Nuestro, revela la condición fraternal de la experiencia teologal de los hombres con Dios. No se dice sólo que Dios es Padre, sino de quién es Padre. Es Padre nuestro, de todos nosotros, a la vez, de los muchos, y no de unos pocos. Mientras que Padre denota la realidad de Dios y lo que produce, filiación (verticalidad), Nuestro señala la realidad del Reino y lo que la filiación produce, la fraternidad (horizontalidad). La tercera expresión, Mi Padre, plantea un problema cristológico: ¿qué revela Jesús de sí mismo al llamar a Dios Abbá?

Rafael Luciani (Venezuela). Boston College (USA). Texto original en español.

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Dios

Índice

1 Introducción

2 La tradición judeo-cristiana

2.1 El Dios del AT

2.2 El Dios de Jesús en el NT

3 La inculturación: el gran desafío de la evangelización

4 El Dios trino de la fe cristiana

5 Perspectivas de la Teología Latinoamericana

6 Hacia una nueva imagen de Dios

1 Introducción

A la hora de comenzar una reflexión sobre “Dios” nos encontramos con una realidad muy singular: hablar de “Dios” no es lo mismo que hablar de cualquier otro objeto de reflexión científica. “Dios” no es en realidad un “objeto” junto a otros, un ente más entre los otros seres de este mundo finito. Se trata de un concepto que, en el ámbito de las religiones, pretende referir precisamente a aquella realidad que es distinta, porque es la realidad suprema. Con la palabra Dios se quiere nombrar aquello que constituye el principio y fundamento de todo; que brinda cierta inteligibilidad y sentido a todo el resto de la realidad.

De esta característica singular provienen dos primeras dificultades: por un lado, al no ser un objeto más de nuestro conocimiento, un ente propio de nuestro mundo sensible, pertenece al concepto mismo de Dios el poseer una dimensión de misterio, impenetrabilidad, trascendencia e infinitud. Obviamente, ello variará mucho de una religión a otra, de cómo cada una comprende y presenta a su Dios, pero puede decirse que en mayor o menor medida, la idea de Dios estará siempre acompañada de una cierta inefabilidad que le es propia.

En segundo lugar, otra dificultad sugerente, proviene del hecho de que, precisamente por tratarse del fundamento de la realidad y la existencia, se trata del ser ante el cual nunca puede pretenderse una actitud neutral, de total objetividad. Hablar de Dios siempre nos implica a nosotros mismos, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia, nuestra manera de entender el sentido y destino de la historia y de nuestra propia existencia.

Esas dificultades, sin embargo, no impiden que sea válido, posible e incluso insoslayable, plantearse la pregunta por un discurso racional sobre Dios. Y precisamente, ese es el objetivo de la teología. Si la pregunta por Dios implica la pregunta por el fundamento último del mundo y del hombre, se trata sin duda de la pregunta más fundamental de todas, aquella que el hombre no puede dejar de formularse si quiere vivir su existencia con plenitud de sentido. (Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, 13ss.).

2 La tradición judeo-cristiana

Ahora bien, la reflexión sobre Dios, justamente por ser universal e implicar a todo hombre, no puede tener nunca una respuesta única, absolutamente neutra, universal y objetiva. A la hora de hablar de Dios no podemos hacerlo desde una mirada que abarque todas las perspectivas culturales y religiosas. Aquí sólo procuraremos brindar un primer acercamiento muy elemental y breve a la historia de la reflexión cristiana sobre Dios y su particular recepción en Latinoamérica.

Puede decirse que la religión cristiana se vio marcada desde sus mismos inicios por el encuentro entre dos tradiciones diversas: la cultura greco-latina y la cultura bíblica hebrea. Del entrecruzamiento de esas dos corrientes nacería, como una nueva síntesis, la cultura de Occidente (Cf. Zarazaga, Dios es comunión, 253). La prédica cristiana sería un motor y agente fundamental de esa nueva configuración religiosa y cultural.

2.1 El Dios del AT

La historia de Israel como pueblo es inseparable de la historia de su religión. Israel elabora su propia historia interpretando los sucesos que la jalonan desde la clave teológica de su relación con Yahvé. Esa clave hermenéutica, nos permite comprender que el AT no busca en realidad brindar una historiografía detallada ni una crónica precisa de los principales acontecimientos que determinaron el curso de la historia de Israel. Lo que pretende en realidad es testimoniar la fe en que toda la historia y la existencia misma de Israel solo se fundan en el misterio de su elección como pueblo de la alianza por parte de Yahvé. Yahvé, por libre designio de su amor y voluntad, habría decidido elegir a Israel para conducirlo hacia su liberación y su plena realización en un reino de paz, justicia y prosperidad.

Hoy sabemos que esa convicción de los orígenes no implicaba todavía una expresa confesión monoteísta. Probablemente, el culto a Yahvé fue llevado a Palestina hacia el año 1100 a. C. por algún grupo o tribu procedente del Sur, que se desplazaba huyendo de la dominación egipcia (ḥabiru / hebreos), buscando algún lugar donde asentarse con cierta seguridad y autonomía. Allí se habrían ido amalgamando con otras tribus y grupos que fueron adoptando el culto a Yahvé, probablemente atraídos por el perfil de ese Dios liberador que no se ponía del lado de los emperadores y poderosos sino de los pobres y oprimidos en busca de libertad y salvación. Puede que allí se funde la gestación de una suerte de memoria mítica colectiva que asociará los orígenes de Israel con la gesta de un éxodo milagroso logrado en virtud de los portentos salidos del poderoso brazo de Yahvé. (Cf. Albertz, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento, 83-174; Liverani, Más allá de la Biblia, 49; Römer, The Invention of God, 82ss.).

 Las características de ese Dios, insuficientemente conocido, debieron ir explicitándose poco a poco, a lo largo de la historia y la reflexión teológica de Israel. Muy probablemente, en los comienzos, Yahvé fue comprendido como el Dios de una precaria mancomunidad de tribus pero sin excluir la adoración de otros dioses y cultos vinculados a la memoria de los antepasados y las prácticas cultuales propias de la vida agraria y pastoril. Las prácticas adivinatorias, los cultos astrales, la veneración a alguna divinidad femenina asociada a la fecundidad, etc., eran habituales en aquel entorno cultural del medio Oriente.  Parecía obvio, además, que cada pueblo tuviera sus propios dioses y cultos, identificados con los intereses y la cultura de la propia etnia, clan o nación. (Cf. Albertz, 174ss.).

Fue a través de los avatares de la propia historia que Israel fue reelaborando la comprensión de su Dios. (ver la apretada síntesis de Römer, 246ss). Las religiones de los pueblos vecinos, le sirvieron de marco de referencia para incorporar o rechazar en Yahvé los rasgos que ellas atribuían a sus propios dioses. Si durante la época monárquica la teología oficial comenzó a pensar que Yahvé debía ser adorado como Rey de los dioses y demás seres de la corte celestial, como poderoso Señor de los Ejércitos (Yhwh Şeba’ot) (Cf. Albertz, 197ss.; 219ss; 243ss.; Römer, 136s.); más adelante debería revisar esos aspectos ante el estrepitoso fracaso de ese proyecto político.

También durante el exilio babilónico, los teólogos de Israel debieron realizar un enorme esfuerzo por reinterpretar la historia para tratar de comprender los misteriosos designios de Yahvé y dilucidar cómo lograría ahora conducir a Israel hacia el pleno cumplimiento de su promesa. Allí, al tiempo que la fe en Yahvé y la  fidelidad a su alianza fue convirtiéndose en el principal símbolo de la identidad israelita, fue extendiéndose la comprensión de su campo de acción: si Yahvé es capaz de cumplir sus promesas, si puede realmente liberar a su pueblo, puede entonces conducir los destinos de la historia. La introducción de esa idea de un “código de la alianza” dictado directamente por Yahvé a Moisés, comenzó a convertirse en el argumento fundamental de la teología yahvista: La historia de Israel, el fracaso de los Reinos del Norte primero y del Sur después, la destrucción del templo y el exilio, todo podía explicarse en virtud de la infidelidad, del pueblo o de sus dirigentes, a Yahvé y su alianza. (Cf. Abertz, 471ss.; Liverani, 271ss.).

Pero esa misma alianza recordaba, a su vez, las promesas y la misericordia de Yahvé. Había que seguir confiando en que Dios no se olvidaría de su pueblo. Si Israel volvía a abrazarse a la Torah, si volvía a cumplir sus leyes y preceptos, obedeciendo y amando solo a Yahvé, sin duda que podía confiar en una restauración de las promesas en una forma aun superior a la anterior.

Fue así que en época del exilio y frente al inminente fin del imperio asirio, comenzó a gestarse la idea de que Yahvé volvería a intervenir en la historia, enviando un nuevo mesías mediador, que volvería a liberar a Israel  a través de un nuevo éxodo que le permitiría retornar a la patria y reconstruir el templo. Los capítulos del Deuteroisaías son particularmente indicativos de esta perspectiva teológica. (Cf. Is 40-55) (Cf. Albertz, 528ss.).

Con determinación creciente la fe de Israel fue reconfigurando su esperanza en torno a la convicción de que si Yahvé puede intervenir en el curso de la historia, en cualquier momento y en cualquier lugar es porque en realidad Yahvé no es solo el Dios de Israel sino que es el único Dios, el creador y Señor de todos los pueblos de la tierra (Cf. Römer, 252ss.; Albertz, 655ss.). Así, a través de muy distintas tradiciones, memorias y narraciones mitológicas, reelaboradas aumentadas y corregidas una y otra vez, Israel fue arribando a una identificación cada vez más plena de Yahvé con la esencia misma de la divinidad: “Solo yo soy Yahvé. No hay otro Dios fuera de mí.” (Dt 4,35; 32,39; Is 43,10-11; 44,6-8; 45,6.18.21). La fe en Yahvé lograba explicitar así, después de siglos, su natural tendencia monoteísta (Cf. Römer, 218s.).

Desde esa perspectiva teológica más universalista, la misión y vocación de Israel también debieron ser reelaboradas para poder comprender su rol y el sentido de su elección. La viejas profecías sobre un rey mesías, descendiente de David, que vendría a inaugurar un reino de paz y prosperidad, cobraban ahora un nuevo significado: era en realidad Israel, como siervo sufriente, quien a través de su propia experiencia histórica de pecado, fracaso y humillación, había sido elegido y purificado para constituir una nación santa y sacerdotal, que con su fidelidad y amor a Yahvé se convirtiera en luz de las naciones, y ejerciera así la mediación universal que condujera a todos los pueblos a someterse al reinado definitivo de Yahvé. (Cf. Albertz , 805ss.).

A la vuelta de los deportados las cosas no fueron como se esperaba. Israel no logró realizar el reino de paz y justicia que avizoraba.  Una última cuestión se plantearía entonces a la fe de Israel. Si Dios es el misericordioso Señor de la historia, ¿por qué permite este mundo de injusticia y opresión? ¿Por qué no premia a los buenos y castiga a los malos? ¿Por qué siguen sufriendo los pobres y son los ricos los que parecen gozar de la bendición de Dios? La teología cobraría entonces una nueva direccionalidad en la que se irían amalgamando expectativas apocalípticas y escatológicas (cf. Is 24-27; Dn 2-7). (Cf. Albertz, 783ss.). La acción de Yahvé no tiene por qué limitarse a los estrechos márgenes del mundo y de la historia. Si Yahvé es el Dios creador del universo, si él ha creado al hombre “a su imagen y semejanza”, ha sido para tratarlo como un hijo, para protegerlo y hacerlo partícipe de su vida y su eternidad. La idea de una retribución personal de los justos se iría transformando así en la esperanza explícita de una resurrección de los muertos, por la que Dios, vencedor de la muerte, concedería la vida eterna a los pobres y justos de Yahvé (Is 25,8; 26,19; 2 Mac 7,9; 12,43-46, y Dn 12,2-3). (Cf. Albertz, 800ss.).

En Daniel, la espera de esa intervención divina, toma figura humana en un enviado, un mesías mediador celeste, que vendrá sobre las nubes del cielo a instaurar el reinado definitivo de Yahvé (Dn 7,13-15). (Cf. Albertz, 818s.).

2.2 El Dios de Jesús en el NT

Es en el marco de esta comprensión de Dios y de estas expectativas históricas que hay que ubicar la fe cristiana. (Para lo que sigue, ver Kessler, Cristología, 316-384). El cristianismo nació de la convicción de que Jesús de Nazaret era el Mesías esperado por algunos grupos en Israel, pero en el que Dios ha cumplido sus promesas de una manera muy superior a todo lo esperado: A pesar del rechazo de Israel, que condenó y crucificó al Mesías, Dios lo ha resucitado y sentado a su derecha en la gloria para reinar con él. La vida y la muerte de Jesús, su persona misma, ha quedado así definitivamente asociada al plan de salvación de Dios y su plena realización escatológica. El acontecimiento Jesucristo llegaría por ello a ser comprendido como plena autorrevelación escatológica del mismo Dios. (Cf. Kasper, Jesús el Cristo, 151-196; Schillebeeckx, Jesús. La historia de un viviente, 99ss.)

¿Cómo es esto posible? ¿Cómo pudo Jesús de Nazaret, ser elevado a una condición propia de lo divino que era exclusiva de Yahvé? Su resurrección y glorificación a la derecha de Dios han mostrado que el Mesías no era solo un hombre elegido sino el mismo Hijo de Dios, enviado desde el seno del Padre como Palabra y Logos de Dios (Jn 1,1-3). (Cf. Pannenberg,Teología Sistemática I, 286ss.; II, 361ss., 371ss.). Los evangelios nacen precisamente como un modo de explicar narrativamente, y ahora en griego, esta venida del Hijo de Dios a la historia de los hombres y su retorno al reino de los cielos. En él se cumple la salvación anunciada y se realizan las promesas de Yahvé de un modo definitivo, inesperado, supereminente y universal.

Entregando su vida al Padre en la cruz, el Hijo ha entregado al mundo su Espíritu para invitar y conducir ahora a toda la humanidad como un nuevo pueblo de Dios hacia su destino definitivo y escatológico como Reino universal y eterno del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Cf. Pannenberg, I, 289ss.).

Se produce así una honda transformación en la comprensión de Dios. Si el AT confesaba a Yahvé como un Dios que es uno, único y absolutamente trascendente, ahora ese Dios se ha mostrado siendo uno como amor trino, como amor de Padre, Hijo y Espíritu Santo que llama a los hombres a insertarse en esa dinámica del amor. En el Hijo encarnado el Dios trascendente asume un rostro, se hace parte de la historia, se hace verdaderamente hombre para mostrar que Dios asume en sí mismo el dolor y la suerte de los pobres y condenados de este mundo, y se identifica con su destino para transformarlo en vida y resurrección.

3 La inculturación: el gran desafío de la evangelización

La fe cristiana nacería así profundamente marcada por un difícil desafío: ¿Cómo predicar a un Dios que es uno pero que se ha manifestado como siendo Padre, Hijo y Espíritu Santo?

La dificultad de semejante prédica puede comprenderse si se tiene en cuenta que los primeros cristianos debieron predicar su fe en el escenario de unas comunidades culturalmente forjadas en el encuentro entre el rígido monoteísmo judío y la cultura griega marcada por el sesgo decididamente unitario de la racionalidad griega.

La cultura religiosa de las comunidades de origen judío suponía, como vimos, que Dios debía ser comprendido como absolutamente uno y trascendente. Jamás se puede ver su rostro, ni siquiera mencionar su nombre.

El pensamiento griego, por su parte, también había fundado su comprensión del universo sobre la idea de un único principio, un único arkhé, un único fundamento metafísico de lo real: más allá de este mundo sensible, cambiante y pasajero, tiene que haber un fundamento inmutable y eterno que sea su razón y sentido. Sólo así puede explicarse la constante permanencia del ser en un mundo físico en que todo cambia, pasa y muere. El mundo de las ideas de Platón, el mundo de lo eterno, del bien y lo perfecto, se convertiría en Aristóteles en la afirmación de una sustancia suprema, racional e inmaterial, un primer motor inmóvil, perfecto, sin necesidad de movimiento ni de cambio. Ese es el fundamento, la causa final perfecta, que permite comprender el orden que rige en el universo, a pesar de su enorme multiplicidad, caducidad y contingencia. Así, en la cosmovisión griega, la idea de lo divino quedaba asociada a la de una unidad primera absoluta, eterna e inmutable, que no sufre ninguna alteración ni devenir.

Por muy distinto que fuera el comportamiento apático del Primer motor inmóvil griego con respecto al comprometido Dios personal, fiel y misericordioso del AT, ambos coincidían en ser concebidos como una unidad absoluta, el único fundamento absolutamente uno de todo.  (Zarazaga, Dios es comunión, 253ss.).

¿Cómo predicar en ese contexto a un Dios que es proclamado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se conmueve y se involucra en la historia de los hombres al punto de encarnarse, hacerse verdadero hombre y morir en la cruz?. Tal afirmación no podía ser comprendida sino como necedad y locura para griegos y judíos (1 Co 1,23). Todo el Nuevo Testamento puede ser comprendido a la luz de este contexto y este desafío impuestos por el rígido monoteísmo judío y la necesidad de un fundamento único propio de la racionalidad griega.

4 El Dios trino de la fe cristiana

Es en ese escenario cultural que el cristianismo debió intentar explicar y explicarse a sí mismo la particular y novedosa comprensión de Dios que brotaba de su fe. Si se proclamaba la fe en Cristo como Hijo de Dios muerto y resucitado, si se bautizaba en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19), era una tarea teológica insoslayable dar cuenta de cómo articular la afirmación del Dios uno con esa confesión trinitaria.

La teología de los primeros siglos estaría marcada por esta búsqueda. Los dos primeros grandes concilios (Nicea en el 325 y Constantinopla I en el 381) estuvieron destinados a responder a problemas netamente trinitarios, surgidos precisamente de intentos fallidos de armonizar la unicidad de Dios con las diferencias que implicaba proclamarlo como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esos errores provenían, fundamentalmente, de salvaguardar la unicidad de Dios mostrando que el Hijo y el Espíritu Santo no son propiamente Dios en el mismo sentido y nivel que el Padre. Los Concilios salieron al cruce de esas desviaciones afirmando que Padre, Hijo y Espíritu Santo son coeternos y de la misma naturaleza divina (–> ver voz “Trinidad”). La discusión se planteó en los términos conceptuales propios de ese entorno cultural ya fuertemente influenciado por la terminología griega. En el marco de ese sistema conceptual los concilios buscaron sin embargo, salvaguardar la fe de esa rígida racionalidad griega. Así quedó definido que Dios ha de ser concebido como “una única substancia o esencia” (ousía), una única naturaleza (physis), pero en la cual subsisten tres relaciones verdaderamente distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Para explicar qué son estos tres se diría que las relaciones divinas, internas a la única substancia, dan origen (eterno) a tres subsistencias o personas distintas (tres hypóstasis o prósopa).

La historia de la comprensión de Dios en Occidente estaría marcada por esta teología fruto del encuentro entre el monoteísmo hebreo y la racionalidad griega que, a pesar de sus muchas diferencias, tenían en común, como dijimos, el primado absoluto de la unidad por sobre la diferencia. Ambos razonan a partir de un principio irreductiblemente uno que es fundamento y razón única del universo finito.

En el año 380, con la conversión del Imperio Romano al cristianismo, terminaba de consolidarse un imaginario que comprende el mundo como fundado en un origen divino único y destinado, a pesar de toda su aparente pluralidad, a formar una estructura única y unitaria. La teología cristiana desde los Santos Padres hasta la baja Edad Media, pasando por los grandes Capadocios, Agustín y Tomás de Aquino, consistió en la explicitación y profundización de estos supuestos básicos.

En ese proceso, podría decirse que hasta el siglo XV, la teología Occidental asumió en lo fundamental el imaginario piramidal de un mundo, una sociedad y una Iglesia verticalmente concebidos, cuya unidad se fundaba en la figura superior de un único Dios, Creador y Padre del universo. El Papa era en la tierra el vicario de su Hijo y el Emperador su brazo político y administrativo. La unidad del Uni-verso (versus ad unum), la sociedad y la Iglesia, tenía su fundamento en la única substancia metafísica divina. Un cierto patrocentrismo, representado en el ícono de un Pantocrator imponente, sentado sobre su trono y munido del bastón de mando, resultaba afín a este imaginario cultural. En ese escenario, las figuras del Hijo y el Espíritu Santo tendían a ocupar un lugar algo derivado y segundo con respecto al Padre, a pesar de que todas las definiciones conciliares procuraban evitarlo.

La modernidad trajo consigo un giro significativo. Los descubrimientos de Copérnico, Galileo y  Kepler significaron un cambio radical en la comprensión del universo. A pesar de las apariencias, no es la tierra el centro del cosmos, sino que es ella la que gira alrededor del sol. La realidad no es tan obvia, transparente y objetiva como pretenden los sentidos. Los relatos de Marco Polo, los descubrimientos de Colón, mostraban que el mundo, la cultura y la religión eran mucho menos uniformes y homogéneos de lo que se suponía. La Biblia mostraba no poder revelar todos los secretos del universo. Las ciencias y el conocimiento avanzan revelando siempre nuevos aspectos y dimensiones de la realidad. Si el sol y su luz son el centro de nuestro universo, el hombre y la luz de su razón son el centro y el motor del saber y el conocer. (Cf. Zarazaga, El Redescubrimiento de la Trinidad, 20ss.)

El sujeto adquiría así una nueva centralidad fundada en la potencia de su razón, autonomía y libertad. La evolución filosófica de Occidente se verá profundamente afectada por este nuevo giro copernicano hacia una comprensión crítica y progresiva de la realidad. En la teología cristiana, este imaginario se manifestaría en una comprensión de Dios no ya como esencia o substancia primera sino como sujeto absoluto y suprema libertad. La reforma protestante liderada por Lutero en el siglo XVI, puede entenderse a la luz de estas nuevas tendencias que venían a cuestionar una comprensión excesivamente metafísica y substancialista de Dios y de la naturaleza de la iglesia. A su vez, su comprensión más pesimista del hombre y su libertad, despertarían en la contrarreforma la necesidad de una tematización más honda de una antropología cristiana que repensara la relación Creador-creatura, el sentido de la historia, y la relación entre razón, fe y libertad humana. Desde esta luz puede comprenderse la evolución del pensamiento filosófico occidental desde Descartes a Hegel y desde Nietzsche a Heiddegger. ¿Cómo puede haber lugar para la libertad humana si está sometido a un Dios que es sujeto absoluto, absoluta libertad y soberanía? El ateísmo de los siglos XIX y XX expresa mucho de esas preguntas y sospechas. Si bien la Iglesia católica se resistió en gran medida al influjo de estos pensadores, sus planteos y desafíos fueron configurando un nuevo escenario cultural que exigía una profunda reelaboración de la teología cristiana y su modo de dar cuenta de su comprensión de Dios. La teología, que es siempre reflexión sobre la fe de la Iglesia pero desde las coordenadas propias y cambiantes de cada época y cultura, sintió el impacto de este cambio en la comprensión del universo. Fuertes impulsos de renovación espiritual, litúrgica y pastoral comenzaron a manifestarse en muy distintos ámbitos de la vida eclesial. Importantes teólogos de gran renombre y prestigio (sobre todo del ámbito francés y alemán) asumieron el desafío de repensar la teología desde las nuevas coordenadas. La labor teológica de pensadores como Teilhard de Chardin, Chenú, Congar, de Lubac y K. Rahner, entre otros, pronto hicieron sentir su influjo. La conciencia de la necesidad de una urgente reacción renovadora fue extendiéndose como un impulso imparable hasta desembocar en la convocatoria del Concilio Vaticano II. Gracias al Concilio, la teología se haría cargo de que incluso la comprensión de Dios necesitaba ser reelaborada y expresada desde un nuevo sistema de categorías. La discusión trinitaria del siglo XX fue testigo de este intenso proceso de reelaboración teológica. Mientras algunos autores continuaban afirmando la necesidad de postular la verdadera existencia una substancia divina única, otros sostenían que era imprescindible superar esas viejas categorías abstractas de la metafísica para entender a Dios en la nueva clave subjetiva: Dios no es una lejana y difusa esencia divina sino el sujeto de su propia revelación (K. Barth), que se autocomunica de manera concreta y personal en la economía de la salvación (K. Rahner). Otros teólogos, por su parte, vieron aquí el influjo de la filosofía moderna y el peligro de reducir la Trinidad de personas a la identidad de un único sujeto absoluto. Surgía así una nueva tendencia teológica que procuraba pensar a Dios en clave intersubjetiva, como realidad relacional y propiamente interpersonal (H. U. von Balthasar, J. Moltmann, W. Pannenberg).

Para comprender estas nuevas tendencias y propuestas es necesario tener en cuenta que surgieron en el contexto epocal de un cambio radical en la comprensión del universo. En efecto, el siglo XX, nacía de la mano de una verdadera revolución científica. La teoría de la relatividad de Einstein significó un nuevo giro copernicano, una profunda transformación de la comprensión newtoniana del mundo. El universo no es, como se pensaba, un gran contenedor, un espacio tridimensional vacío en el que se ubican los planetas como cuerpos autónomos que ejercen cada uno, en virtud de la densidad de su propia masa, una fuerza de atracción llamada gravedad. Por el contrario, el universo no puede ser comprendido sino es incorporando también la dimensión temporal y relacional. El espacio es también materia. En él todo se encuentra en relación, intercambio y movimiento. La velocidad y las dimensiones son siempre relativas a la ubicación y el movimiento del observador. El universo se representa ahora más como un espacio en redes, un tejido en la que el peso de los cuerpos curva el espacio alterando la trayectoria de los cuerpos vecinos. La luz no está allí donde se la ve. Viaja en realidad a través de millones de años haciéndonos ver ahora imágenes de una configuración estelar que ha cambiado hace mucho tiempo ya. La teoría de la relatividad vino así a transformar de manera profunda y definitiva nuestra manera de comprender el mundo, la realidad, al hombre y su evolución.

5 Perspectivas de la Teología Latinoamericana

Frente a este panorama, el Concilio Vaticano II propuso el desafío de una más atenta lectura de los signos de los tiempos. Era fundamental  para ello fortalecer el rol de las iglesias particulares. Sólo así podría asumirse el nuevo impulso misionero que renovara un diálogo inculturado con el mundo.

Ahora bien, en América Latina la recepción del Concilio se haría desde sus propias coordenadas históricas y culturales. Allí el problema central no estaba dado por el desafío del ateísmo y la secularización  sino por los cuestionamientos de una realidad marcada por una escandalosa injusticia social y el espectáculo de grandes mayorías sociales sumidas en la miseria y la marginalidad. Esa situación de fuerte exclusión social, de falta de educación, medios y oportunidades, en un continente que se proclamaba inminentemente católico, se transformó en un desafío insoslayable para la Iglesia y la teología. La lectura de los signos de los tiempos no se centró entonces en el diálogo con la increencia sino en la opción preferencial por los pobres (Cf. Codina, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, 17ss.). La obra de Gustavo Gutiérrez, “Teología de la liberación” aparecía en 1971, apenas 6 años después de la finalización del Concilio. En el aspecto específicamente referido al tema de Dios y la Trinidad, la teología de la liberación pondría el acento en el compromiso de Dios con la historia, su identificación con los pobres y su disponibilidad para asumir el dolor y la muerte en el camino de la liberación y la redención. La gesta de la liberación de Egipto y la solidaridad del Jesús histórico con la suerte y el destino de marginación y muerte de los más débiles, fue el modelo inspirador para comprender el cristianismo como llamado a construir el reino de Dios como reino de justicia, solidaridad y reivindicación de los pobres. Para Gutiérrez, la teología es reflexión sobre la fe desde la praxis de la liberación, y es esta perspectiva de la liberación la que ofrece el punto de partida adecuado para una reflexión teológica que permita comprender integralmente y en profundidad el mensaje evangélico desde América Latina. La obra de Leonardo Boff, Jon Sobrino, Ignacio Ellacuría, Lucio Gera, Juan Carlos Scannone y muchos otros es testimonio de la continuidad de esa nueva perspectiva de la teología latinoamericana que se comprendía a sí misma desde el compromiso con el destino de un pueblo empobrecido.

 6 Hacia una nueva imagen de Dios

Puede decirse que también ese enfoque está pasando en la actualidad por un significativo proceso de transformación. Una nueva sensibilidad y apertura exigen hoy escuchar la voz y los reclamos de otros grupos y sectores discriminados: los derechos de los pueblos originarios, de la mujer, del niño, del inmigrante, del discapacitado, llaman hoy a asumir la realidad de una amplia diversidad de perspectivas, identidades e intereses como un nuevo signo de los tiempos. La categoría de “pueblo” o “pobres” pareciera resultar ya hoy insuficiente para captar la riqueza de ese paisaje plural y policromático. Pero se trata en realidad de una característica epocal que trasciende largamente el ámbito latinoamericano. La globalización, a pesar de todos sus peligros y ambigüedades, ha traído consigo una nueva sensibilidad, una nueva conciencia planetaria que llama a atender no sólo a los pobres sino también a los diferentes, los excluidos, a otros sectores y grupos humanos que reclaman integración y participación.

La teoría de la relatividad, implicó, como hemos dicho, un giro copernicano en la manera de comprender el mundo y el conjunto de lo real. La teoría del Big Bang, los descubrimientos realizados en el campo de la física atómica, la mecánica cuántica de campos y los progresos tecnológicos que a partir de allí se fueron desencadenando en el área de la comunicación y la informática, implicaron un cambio radical del imaginario colectivo. El fundamento último de lo real deja de estar vinculado a un puro uno, a-relacional, solitario y autónomo. La realidad comienza a ser concebida como un conjunto de estructuras profundamente complejas, signadas por la dualidad ondo-corpuscular, la intrínseca vinculación entre materia-energía y tiempo-espacio como dimensiones inseparables, constitutivamente vinculadas en todo lo real.

Así, todo lo real es siempre sistema, relación e intercambio, tanto en su propia composición interna como en su vinculación ad extra. Los nuevos modelos atómicos, han traído aparejada la idea de un mundo donde todas las partículas, cargas y energías, existen y actúan siempre en el juego de un intercambio de fuerzas que las mantiene relacionadas, unidas y separadas a la vez, siempre en movimiento e interactuando en el contexto de un campo dinámico abierto por ellas mismas. Campo y partículas se implican en simultaneidad relativa. La realidad es comprendida entonces como una red donde lo singular y el sistema se implican simultáneamente en el todo vinculado y vinculante de lo real. Todo lo real es relativo, es decir, constitutivamente relacional y comunicativo. (Cf. Zarazaga, Hablar de Dios en el nuevo escenario científico y cultural, 143ss.).

Obviamente, este cambio científico y cultural, esta nueva comprensión del mundo y la realidad, requiere también una reformulación teológica de nuestra comprensión de Dios. Si bien Dios y la fe no cambian, sí cambian los conceptos e imágenes con que los entendemos, explicamos y transmitimos. En este sentido, el carácter constitutivamente trinitario de la comprensión cristiana de Dios adquiere hoy una mayor inteligibilidad y sentido. Dios no puede ser ya comprendido como un ser aislado, como un puro uno, concebido como a-relacional, que fuera un solitario amor de sí. Desde aquí se entiende por qué los teólogos comenzaron a dejar atrás la idea de Dios concebido como substancia una e inmutable. Tampoco la idea de Dios como sujeto absoluto, solitario y autónomo parece ya acorde con esta creación constitutivamente plural y relacional. Sólo un Dios que es constitutiva relacionalidad perijorética interpersonal puede fundar la unidad del mundo en su misma diversidad.

Que Dios es trino significa que él es en sí mismo relación comunional de amor, comunicación de amor como unidad en la diferencia y diferencia sólo posible en la unidad indivisible del amor infinito. Que Dios es trino significa que el origen y fundamento mismo de todo lo real es un Dios que es amor como comunicación e intercambio, en el que Padre, Hijo y Espíritu Santo realizan el amor como donación y recepción infinita de sí, desde y hacia el otro distinto de sí. Cada uno realiza esa donación y recepción de sí de una manera única, irrepetible e irreemplazable. El Padre como amor parental, el Hijo como amor propiamente filial, el Espíritu como el agápico amor horizontal. Unidad, alteridad y comunicación de amor se implican e incluyen mutuamente en el origen fontal divino de todo lo real. Es esa comunión divina la que crea y funda el mundo como ámbito, espacio y red de intercambio de dones y vida donde todo adquiere su propia identidad única e irrepetible en virtud de su propia participación comunicativa. Porque Dios es amor y es comunión es que sigue vigente la intuición de la teología latinoamericana: la fe implica siempre la búsqueda de una justicia que es sinónimo de plena inclusión social, de participación e intercambio de dones para una vida propiamente humana y comunicativa, fundada en un Dios que es uno porque es communio, él es el infinito intercambio perijorético del amor interpersonal trinitario. (Cf. Zarazaga, Dios es comunión, 302ss.).

Gonzalo Zarazaga, SJ. Facultad de Teología del Colegio Máximo de San José, Argentina. Texto original en Español.

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