Misal Romano

Índice

1 Introducción

2 La Constitución Apostólica Missale Romanum

3 Breve historia y génesis del Misal Romano

4 Aspectos teológicos y pastorales valorados por el nuevo Misal

4.1 Presencia de Cristo

4.2 Asamblea y participación

4.3 Sagrada Escritura

5 Conclusión

6 Referencias bibliográficas

1 Introducción

Por medio de la Constitución Apostólica Missale Romanum, del 3 de abril de 1969, el papa Pablo VI aprobó el nuevo Misal Romano y la “Instrucción General al Misal Romano” (Institutio Generalis Missalis Romanum – IGMR), que acompaña y precede al formulario del Misal . El texto de la edición oficial (editio typica) del Misal y de la Instrucción son del 25 de marzo de 1970. Pasados apenas cinco años, se publicó la segunda edición del Misal Romano. En el año 2000, treinta años después de la primera edición del Misal, se lanza su tercera edición. En esa ocasión surgieron algunas orientaciones que complementaban la edición anterior del Misal, las cuales fueron incorporadas en la tercera edición de la IGMR. Tomemos como paradigma para nuestras referencias esta última edición de la IGMR. Ella presenta nueve capítulos y 399 números (la primera edición tenía ocho capítulos y 342 números).

Esta Instrucción -al igual que sucede con las introducciones de los libros litúrgicos emanados de la reforma litúrgica conciliar (praenotanda) – es un rico conjunto de hilos de carácter bíblico, teológico, doctrinal, catequético y pastoral; todos formando un único tejido multicolor. Lejos de ser un mero manual de rúbricas, la IGMR es portadora de una teología fecundada por la renovación pre y post-conciliar, pero sobre todo por las riquísimas propuestas del Concilio Vaticano II. “Marca un giro en relación a los precedentes Rubricae Generales y Ritus servandus del Misal de Pío V, ya por el propio título: Institutio, un género literario nuevo, y aún por su contenido de amplio respiro” (FALSINI, 1996, p.7) .

Al lado de la IGMR, otro tesoro de la reforma litúrgica fue el Ordo Lectionum Missae (OLM) – el listado oficial de las lecturas de la Sagrada Escritura que se proclaman en la celebración de la eucaristía. La primera edición típica del OLM fue publicada en 1969, por mandato de Pablo VI. En 1981 hubo su segunda edición. Se trata de un documento compuesto de seis capítulos, cuyo ámbito teológico, catequético y pastoral es realzar el valor de máxima importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la eucaristía (CNBB, 2008).

El objetivo de la investigación propuesta es explorar algunos aspectos relevantes del Misal Romano. Para ello, propondremos un trayecto a recorrer en tres etapas: 1) Constitución Apostólica Missale Romanum; 2) Breve histórico y génesis del Misal de Pablo VI; 3) Aspectos teológicos y pastorales valorados por el nuevo Misal, donde especificar tres aspectos: presencia de Cristo, asamblea y participación y Sagrada Escritura.

2 La Constitución Apostólica Missale Romanum

La Constitución Apostólica Missale Romanum merece un enfoque aparte, dado su peso y relevancia. Ella no sólo se presentó como un instrumento necesario para que fuera posible la promulgación del nuevo Misal, sino que trajo consigo una densa y profunda síntesis de potencialidades y propuestas teológicas y pastorales[1].

El Misal que vigoró hasta 1970 fue aquél promulgado por el papa Pío V, en 1570, de acuerdo con el decreto del Concilio de Trento. Según nuestra Constitución, él está “entre los muchos y admirables frutos que ese Santo Sínodo ha difundido por toda la Iglesia de Cristo”. Durante cuatro siglos, los sacerdotes del rito latino lo tuvieron como norma para la celebración de la eucaristía.

En la primera mitad del siglo XX, de modo particular, comienza a despuntar y desarrollarse entre los cristianos un fuerte deseo de una renovación de la liturgia, deseo este que, según las palabras del Papa Pío XII, debe ser considerado “paso del Espíritu Santo por su Iglesia “(JAVIER FLORES, 2006, p.285). Con eso, se fue aclarando que el Misal de Pío V debía ser urgentemente renovado y enriquecido en sus textos. El propio Pío XII dio inicio a esta obra, restaurando la Vigilia Pascual y el Ordinario de la Semana Santa, auténticos y concretos pasos para el inicio de la reforma del Misal Romano y su adaptación a las necesidades de la Iglesia de hoy.

Con la promulgación del primer documento del Concilio Vaticano II, la Constitución Litúrgica Sacrosanctum Concilium (SC), fue lanzada la piedra fundamental de la profunda reforma del Misal Romano. En lo que se refiere al misterio de la eucaristía, la Sacrosanctum Concilium, en el capítulo II (números 47-58), presenta algunas directrices concretas para la revisión del Misal: buscar mayor claridad en los textos y ritos; promover la participación de los fieles; preparar “con mayor abundancia para los fieles” la mesa de la Palabra de Dios; centralizar la realidad del misterio pascual; resucitar algunos ritos que se perdieron durante la historia (oración universal, concelebración, lectura de textos del Antiguo Testamento, comunión bajo las dos especies, etc.) y el uso de la lengua vernácula. La preocupación por una auténtica renovación litúrgica, en particular en lo que se refiere a la celebración de la eucaristía, señala precisamente  la participación de los bautizados en el misterio que se celebra: “El ritual de la Misa debe ser revisado, de modo que aparezca más claramente la estructura de cada uno una de sus partes, así como su mutua conexión, para facilitar una participación piadosa y activa de los fieles “(SC n.50). [2]

Pablo VI, en la Constitución Apostólica Missale Romanum, aclara que la renovación del Misal no es fruto de un capricho de la Iglesia posconciliar y nada tiene de improvisado. Por el contrario, ella fue preparada cariñosa y progresivamente, de modo particular, con el auxilio de los avances de la teología bíblica y litúrgica. Estos y otros factores señalan la asistencia permanente del Espíritu Santo, que, en todas las fases de la historia, suscita en la Iglesia de Cristo los soplos de renovación. Pablo VI recuerda que, tras el Concilio de Trento, se inició el estudio de antiguos manuscritos de la Biblioteca Vaticana y de otros materiales recogidos de varios lugares. El Papa Pío V da testimonio de que este rico documental contribuyó mucho a la revisión y renovación del Misal promulgado en 1570. De la publicación de ese Misal hasta el Concilio Vaticano II se descubrió y publicó un rico material de antiguas fuentes litúrgicas, como también fueron conocidas y estudiadas antiguas fórmulas litúrgicas de la Iglesia Oriental. En este sentido, afirma Pablo VI: “Así muchos insistieron para que tales riquezas doctrinales y espirituales no permanecieran en la oscuridad de las bibliotecas, sino que, por el contrario, fuesen dadas a luz, para ilustrar y nutrir las mentes de los cristianos” (PAULO VI, 1992, p.18).

Una de las más importantes novedades de la reforma del nuevo Misal son los nuevos formularios de Oraciones eucarísticas. La Oración Eucarística I, también llamada Canon Romano, fue fijada entre los siglos IV y V y permaneció siendo el único formulario usado en las Misas hasta el nuevo Misal. Además de las nuevas oraciones eucarísticas, este Misal se ha enriquecido con un gran número de nuevos Prefacios. El actual Misal cuenta con trece Oraciones Eucarísticas[3]. Se trata, por tanto, de un Misal con una riqueza eucológica sin precedentes (BUGNINI, 2013, p.347).

Además, de acuerdo con las orientaciones del Concilio Vaticano II, hubo el cuidado de simplificar varios elementos secundarios que, a lo largo de los siglos, se han ido añadiendo a la celebración de la Misa. Con frecuencia, esos elementos desviaban a los fieles de lo que era esencial en el misterio eucarístico, además de sobrecargar demasiado la celebración. Todo, sin embargo, fue hecho cuidadosamente para que se conservara la sustancia de los ritos litúrgicos. Se respetó la estructura esencial de los ritos y, al mismo tiempo, se optó por su simplificación. Orienta el Concilio: “Se omitan todos los elementos que, con el paso del tiempo, se han duplicado o, menos útilmente, se han añadido; se restaure, sin embargo, si parece oportuno o necesario y según la antigua tradición de los Padres, algunos que injustamente se perdieron “(SC n.50). (MARSILI, 2010: 329-37).

Se han restaurado, sigue recordando  Pablo VI en la Constitución Apostólica, algunos ritos que habían caído en desuso en la celebración de la Misa y que gozaron de importancia en el tiempo de los Padres de la Iglesia. Entre los ritos restaurados, el de la proclamación de la Biblia en la Liturgia de la Palabra es indudablemente uno de los más significativos y decisivos (TRIACCA, 1992, p.135-51). Se trata de una expresa orientación conciliar: “Para que la mesa de la Palabra de Dios sea preparada con mayor abundancia para los fieles, se abran más ampliamente los tesoros de la Biblia, de modo que, dentro de cierto número de años, sean leídas al pueblo las partes más importantes de la Sagrada Escritura “(SC n.51) [4]. “Todo esto fue así ordenado para aumentar cada vez más en los fieles el hambre de la Palabra de Dios” (Am 8,11) que, bajo la dirección del Espíritu Santo, debe llevar al pueblo de la nueva Alianza a la perfecta unidad de la Iglesia “- afirma Pablo VI.

En la conclusión de la Constitución Apostólica Missale Romanum, el pontífice manifiesta su deseo de “dar fuerza de ley” a todo lo expuesto en ese documento. Recuerda que su predecesor Pío V, con ocasión de la promulgación del Misal Romano, declara al pueblo cristiano que ese libro litúrgico era “como factor de la unidad litúrgica y signo de la pureza del culto de la Iglesia”. “De la misma forma”, continúa Pablo VI, “nosotros, en el nuevo Misal, aunque dejando lugar para legítimas variaciones y adaptaciones, según las normas del Concilio Vaticano II, esperamos que sea recibido por los fieles como un medio de testimoniar y afirmar la unidad de todos, pues, entre tanta diversidad de lenguas, una sola y misma oración, más fragante que el incienso, subirá al Padre celestial por nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo, en el Espíritu Santo “(PAULO VI, 1992, p.21).

3 Breve historia y génesis del Misal Romano

Aunque nuestro propósito es enfocar la reforma del Misal Romano de Pablo VI, no se puede dejar de señalar que el siglo XX estuvo marcado por un fuerte deseo de reforma en el campo de la liturgia. Pío X, en la Bula Divino afflatu (1/11/1911), muestra la necesidad de reformar algunas líneas concernientes a la Misa y al Oficio divino. En su motu propio Abhinc duos annos (23/10/1913), él presenta un esbozo programático de una futura reforma del Breviario. Los proyectos de reforma de los dos principales libros litúrgicos de la Iglesia -el Breviario y el Misal- quedaron paralizados debido a varias circunstancias imprevistas, de modo particular el estallido de la primera guerra mundial y la muerte del pontífice.

Pío XII dio un nuevo impulso a los trabajos de reforma ya en marcha. En 1946, él forma una comisión con el fin de hacer un levantamiento de lo que hasta ese momento había sido realizado en pro de una reforma litúrgica. Esta comisión quedó bajo la coordinación del entonces prefecto de la Congregación de los Ritos, el cardenal Salotti. En el año 1948, esa comisión produjo un largo memorándum que contenía las principales directrices de una concreta obra de reforma. El factor decisivo de esta fase fue la publicación de la encíclica Mediator Dei (20/11/1947). Con esta encíclica, Pío XII abre decisivamente la fase preconciliar de la renovación litúrgica (JAVIER FLORES, 2006, p.271-87).

En los años inmediatamente precedentes al Concilio Vaticano II, había, en los diversos sectores de la Iglesia y entre los fieles, un vivo deseo de una reforma litúrgica, particularmente en lo que se refería a la Misa. El 25 de enero de 1959, el Papa Juan XXIII manifiesta, por primera vez, su intención de convocar un Concilio. En junio del mismo año, el secretario de Estado, cardenal Tardini, pidió a todos los obispos, a los superiores de las órdenes religiosas y a las universidades católicas enviar sugerencias de temas a tratar en el Concilio. Muchas de estas sugerencias se referían a la reforma de la Misa (LENGELING, 1971, p.501). En vista de estos y otros factores, se puede entender por qué el primer documento emanado del Vaticano II fue justamente la Constitución Litúrgica Sacrosanctum Concilium, promulgada el 4 de diciembre de 1963. El segundo capítulo de esa Constitución (n.47-58) fue completamente dedicado al sacramento de la eucaristía.

El 25 de enero de 1964, Pablo VI formó el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, una comisión que debía llevar adelante el proyecto de la reforma litúrgica. Al formar este Consejo, el pontífice tenía el ardiente deseo de poner en práctica lo que había pedido el Concilio Vaticano II: “Los libros litúrgicos sean cuanto antes revisados ​​por personas competentes y consultando a obispos de diversos países del mundo” (SC n.25) . Motivado por esa exhortación, el Consilium, de inmediato, puso manos a la obra. En poco tiempo, los trabajos de la comisión ya presentaban los primeros signos de la reforma del Misal (BASURKO & GOENAGA, 1990, p.149). La empresa, sin embargo, necesitó ser enfrentada de forma paciente y gradual. El motivo de este procedimiento se dio por dos razones: a) de acuerdo con el Concilio Vaticano II, el trabajo de reforma debía transcurrir con prudencia, pues lo que estaba en juego era algo delicado y desafiante. Según la SC n.23, era tarea de la Iglesia conservar la “sana tradición” y, al mismo tiempo, lanzarse en un “progreso legítimo”, según lo que los nuevos tiempos exigían. Y eso debería ser hecho “con cuidadosa investigación teológica, histórica y pastoral acerca de cada una de las partes de la liturgia eucarística que deben ser revisadas”. Y más, la Iglesia debería tener en cuenta “las leyes generales de la estructura y del espíritu de la liturgia, la experiencia adquirida en las recientes reformas litúrgicas”. Además, que se tomara el cuidado de no introducir innovaciones indebidas en el proceso de reforma y que las nuevas formas surgieran de las ya existentes. Obviamente, una obra de tal porte exigía tiempo, discernimiento y cautela; b) desde el punto de vista didáctico y psicológico, sería perjudicial exigir un cambio inmediato y radical. El clero y el pueblo de Dios no tendrían condiciones de comprender correctamente y asimilar de forma profunda y provechosa los cambios propuestos por la Iglesia. Para comprobar la paciencia y el cuidado maternal de la Iglesia en relación a sus hijos, basta con conferir la lista de los documentos romanos publicados entre los años 1964 y 1971, todos ellos relacionados con la reforma del nuevo Misal. Y eso con el deseo que el pueblo de Dios acogiera con conciencia y provecho las propuestas de la reforma litúrgica (LENGELING, 1971, p.506-9).

En el ámbito del Consilium, doce grupos de trabajo contribuyeron a realizar el nuevo Misal. Tres otros grupos se ocuparon de problemas comunes a la reforma del Breviario y del Misal, tales como el calendario, las rúbricas y las fiestas particulares. De los grupos que se encargaron de la reforma del Misal – lecturas bíblicas, oraciones, prefacios, participación de los fieles, comunión bajo dos especies, concelebración, Misas votivas, cantos de la Misa – no se puede dejar de hacer memoria de nombres como A. Franquesa, M. Righetti, T. Schnitzler, P. Jounel, C. Vagaggini, P. M. Gy, J. A. Jungmann, J. Gelineau, L. Bouyer y tantos otros. Gracias a ellos y a la supervisión continua de Pablo VI, se hizo posible la obra de la reforma litúrgica con uno de sus frutos más fecundos y prometedores: el Misal Romano.

Siendo la reforma del Misal una obra auténticamente eclesial y colegial, Pablo VI quiso garantizar que participasen de ella todos los obispos. Sobre esto, recordamos aquí las palabras pronunciadas por el pontífice en la audiencia concedida a los participantes de la VII sesión plenaria del Consilium, en diciembre de 1966. Después de haber hablado de la importancia de la música sacra, él declara:

Hay otra cuestión, entre todas, que es de máximo interés: aquella que se refiere al Ordo Missae. Tomamos ya ciencia del estudio realizado y sabemos cuántas eruditas y religiosas discusiones están relacionadas tanto al texto del así llamado Ordo Missae, sobre la composición del nuevo Misal y del calendario de las celebraciones. La cosa es de tanto peso y de tanta importancia universal que no podemos dejar de consultar al episcopado antes de convalidar con nuestra aprobación las medidas propuestas por éste Consilium. (LENGELING, 1971, p.506-9)

De hecho, la propuesta de reforma de la Misa fue sometida al examen de los obispos, que fueron convocados para un Sínodo en Roma, en el año 1967. Varias indagaciones fueron hechas y ricas sugerencias fueron dadas para que, sin demora, se hiciera la reforma del Misal. Sin embargo, sea durante el Sínodo, sea en momentos sucesivos, “no faltaron intentos con el fin de denigrar el nuevo Ordo Missae” (LENGELING, 1971, p.512). De él se dijo que contenía “errores de una nueva teología”, transferidos al campo litúrgico, y que la propuesta del nuevo Ordo, de que también el pueblo de Dios pueda ofrecer el sacrificio, oscurece en los fieles la realidad de la “plenitud de los poderes sacerdotales “(LENGELING, 1971, p.512). Las voces contra el nuevo Misal propalaban que la reforma había faltado al respeto de tres importantes puntos sostenidos por la doctrina católica: la naturaleza sacramental de la misa, la cuestión de la presencia real del Señor en las especies eucarísticas y el tema de la naturaleza del sacerdocio ministerial. En tres números seguidos de la proclamación de la IGMR, estos argumentos son enfrentados y aclarados de la siguiente manera: “La naturaleza sacramental de la Misa, que el Concilio de Trento solemnemente afirmó, en concordancia con la universal tradición de la Iglesia, fue nuevamente proclamada por el Concilio Vaticano II. “(N.2). “El admirable misterio de la presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas fue confirmado por el Concilio Vaticano II y por otros documentos del Magisterio Eclesiástico, en el mismo sentido y en la misma forma con que fuera a nuestra fe por el Concilio de Trento” (n.4). “La naturaleza del sacerdocio ministerial, propio del obispo y del presbítero que ofrecen el sacrificio en la persona de Cristo y presiden la asamblea del pueblo santo, se evidencia en el propio rito, por la eminencia del lugar de función del sacerdote” (n.4).

Después de un doloroso parto, nace, en fin, el Missale Romanum. Un momento nuevo y prometedor en la vida de la Iglesia, de su identidad y misión, ya que lo que está en juego es la celebración del misterio de la eucaristía. “Ella” contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, el mismo Cristo, nuestra pascua y pan vivo, dando vida a los hombres a través de su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo (…). La Eucaristía aparece como fuente y cumbre de toda la evangelización “(CONCILIO VATICANO II, 1982, n.5).

4 Aspectos teológicos y pastorales valorados por el nuevo Misal

Para que se tenga acceso al manantial ofrecido por el nuevo Misal y de él se quiera un fecundo provecho, se hace necesario conocerlo en su teología y perspectivas pastorales. Sin duda, uno de los mejores medios para ello es un buen conocimiento de los principios y normas propuestos por la IGMR. Esta Instrucción quiere franquear el contacto con el rico material eucológico presente en el actual Misal – se trata de piezas ricas en sus dimensiones bíblica, teológica, litúrgica, espiritual, catequética y pastoral. En este sentido, la IGMR está lejos de ser un simple aggiornamiento de rúbricas y de orientaciones pragmáticas; por el contrario, quiere ser un rico y permanente manual de formación litúrgica para el clero y el pueblo de Dios. Aquí conviene recordar la amonestación que nos viene del Concilio Vaticano II: “Con empeño y paciencia busquen a los pastores de almas dar la formación litúrgica y promover también la participación activa de los fieles (…)” (SC n.19) (CONGREGACIÓN PARA El CULTO DIVINO2, 2003, n.11). Con ese objetivo, seleccionamos en esta sección tres temas de particular relevancia en el Misal Romano y, por consiguiente, enfatizados en la IGMR.

4.1 Presencia de Cristo

El tema de la presencia de Cristo en la celebración eucarística es enfáticamente abordado en el número 27 de la IGMR:

En la Misa, o Cena del Señor, el pueblo de Dios es convocado y reunido, bajo la presidencia del sacerdote, quien obra en la persona de Cristo (in persona Christi) para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico. De manera que para esta reunión local de la santa Iglesia vale eminentemente la promesa de Cristo: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Pues en la celebración de la Misa, en la cual se perpetúa el sacrificio de la cruz, Cristo está realmente presente en la misma asamblea congregada en su nombre, en la persona del ministro, en su palabra y, más aún, de manera sustancial y permanente en las especies eucarísticas

La doctrina contenida en ese número se encuentra impregnada de teología bíblica. En pasajes como Mt 28,19-20 y Jn 15,4-7, vemos el deseo de Jesús en estar presente, de permanecer junto a los suyos. Ciertamente la experiencia de esa presencia era el corazón del culto y de la experiencia de fe de la comunidad primitiva. En la época apostólica y patrística “la presencia del Señor era una verdad profundamente vivida en todas sus dimensiones” (LÓPEZ MARTÍN, 1996, p.112). En la celebración litúrgica, de modo privilegiado, esa verdad se experimentaba en profundidad.

El tema de la presencia de Cristo en la liturgia ha sido objeto de constante interés del Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir de Pío XII[5]. Es, sin embargo, en la Sacrosanctum Concilium, que es abordado de forma incisiva: Cristo está siempre presente en su Iglesia, especialmente en las acciones litúrgicas: en el sacrificio de la misa, en la persona de aquel que preside el culto, en las especies eucarísticas (cf SC n.7). Con el aliento del Concilio,  la IGMR  enfrenta  la cuestión de la presencia de Cristo en la celebración de la cena del Señor – presencia variada y múltiple, debido a la diversidad de los signos con que se realiza la acción litúrgica: asamblea, ministro, Palabra, especies eucarísticas. Ciertamente esa panorámica se debe, en gran parte, a la teología conciliar. La Sacrosanctum Concilium afirma que, por medio de la liturgia, especialmente por el sacrificio eucarístico, “se actúa la obra de nuestra redención” (SC n.2). La realización de una obra de tal porte exige la “presencia” de Cristo actuando a través de los signos litúrgicos. En efecto, lo que fue realizado “una vez por todas” (Hb 7,27), en el evento histórico, se actualiza “todas las veces” (1 Cor. 11,26), en la celebración de la eucaristía. Es la grandeza de esa presencia en mystérion, es decir, operada por el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, a través de los signos sacramentales, lo que provocó la genial formulación de la IGMR 27 (CORBON, 2004, 111-9).

 Cristo está realmente presente “(“Christus realiter praesens adest“) siempre que la Iglesia celebra el misterio de la eucaristía. Notemos bien el tono de esa formulación de la Instrucción. La presencia de Cristo se describe marcadamente en cuatro formas distintas e integradas; y, para cada una de ellas, se aplica la fuerza del adverbio “realmente”, presencia “real”. Esto no sólo está en perfecta consonancia con la revelación bíblica y la tradición de la Iglesia, sino que también es un estupendo rescate de una realidad que yacía bajo los escombros durante muchos siglos. Sabemos que, en la Edad Media, en virtud de las controversias eucarísticas surgidas a partir de los siglos VIII y IX, la atención de la teología católica pasó a concentrarse única y exclusivamente en la forma de la presencia de Cristo en las especies eucarísticas, quedando en la penumbra las demás formas enumeradas por nuestra Instrucción. Esta polarización absolutizante nos hizo perder, en cierto modo, la visión de conjunto del misterio eucarístico. “El Concilio de Trento y la teología post-tridentina reafirmar la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo en la eucaristía. El énfasis con que esta verdad de fe fue afirmada hizo pensar sólo en ella como verdaderamente real, como si los otros modos de presencia no fueran reales “(SPERA & RUSSO, 2004, p.123). Las consecuencias de esto se perciben frecuentemente en los ámbitos de la catequesis, de la pastoral y de la vivencia eucarística, donde, aquí y allá, prevalece un devocionalismo eucarístico concentrado de forma exclusiva en la adoración a Cristo presente en la “hostia consagrada”, desconsiderándose la riqueza y la amplitud de las formas de la presencia de Cristo – todas ellas reales – en el misterio de la celebración de la Cena del Señor.

4.2 Asamblea y participación

Como anteriormente se ha expuesto, una de las formas de la presencia de Cristo en la celebración de la cena se da precisamente en la asamblea litúrgica; en ella Cristo está realmente presente (IGMR n.27). El mismo Dios toma la iniciativa de convocar y reunir a su pueblo para hacer de él el sacramento de su presencia y de la permanente acción de Cristo en su Iglesia. A cada asamblea eucarística se aplica con toda la propiedad la promesa de Cristo a sus discípulos: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). De esta forma, podemos decir que la IGMR considera la asamblea cultual a partir de su sacramentalidad, es decir, de lo que ella señaliza y realiza en el marco del proyecto salvífico de Dios en relación a todos los hombres (BOSELLI, 2014, p.98-116 ).

Esta asamblea es el auténtico sujeto de la acción litúrgica (PALUDO, 2003, p.67-75, AUGÉ, 1998, p.73-4), una realidad diferenciada y enriquecida por múltiples dones y carismas que el Espíritu Santo le confiere. En ella, cada bautizado, miembro del cuerpo de Cristo, es llamado a vivir el triple munus que el sacramento del bautismo le confió: profético, sacerdotal y regio. En la misma dinámica de un organismo estructurado y bajo el prisma de un pueblo jerárquicamente ordenado, la celebración eucarística cuenta necesariamente con el ejercicio del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común de los fieles. De esta forma, el culto eucarístico es una acción de toda la Iglesia, donde cada uno debe hacer solamente lo que le corresponde, de acuerdo con el don que recibió de Dios, puesto al servicio de la edificación de la asamblea. “Este es el pueblo adquirido por la sangre de Cristo, reunido por el Señor, alimentado por su Palabra; pueblo llamado para elevar a Dios las oraciones de toda la familia humana, y dar gracias en Cristo por el misterio de la salvación, ofreciendo su sacrificio; pueblo, en fin, que crece en la unidad por la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo “(IGMR 5).

Como sujeto de la acción celebrativa, toda asamblea es insistentemente llamada a tomar parte en el misterio celebrado, a participar en él. En ese punto, la IGMR resuena perfectamente el llamamiento lanzado por la Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, a su vez, no hace otra cosa sino llevar a término el grito levantado por el Movimiento Litúrgico de los inicios del siglo pasado. Desde allí hasta hoy, no se puede más pensar en la celebración litúrgica sino a partir de categorías más participativas, que se adecuan perfectamente a las fuentes del culto cristiano y al pensamiento de la tradición de los Padres de la Iglesia (SANTO DOMINGO, 1993, n.9; BOTTE,  1978).

Conviene resaltar que la profunda y amplia reforma de los ritos y textos litúrgicos, propuesta por el Concilio Vaticano II y por la reforma posconciliar, siempre ha tenido como objetivo mejorar la calidad de la participación de los fieles. Ya no forma parte del pensamiento litúrgico contemporáneo una mera reforma de rúbricas o casuística. Corresponde a los obispos, en particular, orientar a los fieles en esta perspectiva. Ellos deben cuidar para que, “en la acción litúrgica, no sólo se observen las leyes para la válida y lícita celebración, sino que los fieles participen de ella consciente, activa y fructuosamente” (SC n.11). Y matizando aún la realidad de la participación como algo que brota de nuestra llamada bautismal, vale la pena aún oír el Concilio: “Es deseo ardiente en la madre Iglesia que todos los fieles lleguen a aquella plena, consciente y activa participación en la celebración litúrgica que la propia naturaleza de la liturgia exige y a la que el pueblo cristiano, “raza escogida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Pe 2,9, cfr. 2,4-5), tiene derecho por fuerza del bautismo “(SC n.14 ).

Los nueve capítulos que forman la IGMR, directa o indirectamente, se polarizan en torno a la asamblea reunida para la celebración eucarística y la participación exigida por ese culto. Los diversos elementos de la Instrucción procuran estar al servicio de esas realidades a fin de que de ellas salga a la luz el manantial que cargan en potencia. Nuestro documento tiene una gran preocupación en establecer una relación “rito-asamblea” y “rito-participación”. Por esta razón, él procura esclarecer y precisar las funciones que cada ministro, cada miembro de la asamblea, es llamado a desempeñar durante la celebración – una verdadera orquesta que cuenta con la dedicación y participación de cada músico, cuya meta es la experiencia de la belleza y de la armonía, una unidad generada a partir de una fecunda diversidad. A la luz de la IGMR, la propia disposición del espacio y sus condiciones de la celebración – dignidad del lugar, arte litúrgico, altar, cátedra, ambón, sonido, luz, etc.) deben estar dirigidas a la plena y activa participación de los fieles. “Lo que aquí se resalta – una clara sensación de armonía del conjunto – no es la correcta funcionalidad del rito, sino su orientación  a la asamblea, a la Iglesia reunida, que allí realiza su misterio, llamada a entrar en el dinamismo de la pascua de su Señor “(FALSINI, 1996, p.9).

4.3 Sagrada Escritura

La IGMR da absoluta primacía a la proclamación de las lecturas bíblicas en la celebración de la eucaristía: “La parte principal de la liturgia de la palabra está constituida por las lecturas de la Sagrada Escritura” (n. 55). Proclamar los textos de la Biblia en la asamblea de los fieles -lo que se suele llamar “Liturgia de la Palabra” – es una de las principales misiones de la Iglesia (ekklesía, es decir, convocatoria del pueblo de la Alianza para acoger y responder a la Palabra del Señor), según lo que  bien  nos dice el Concilio Vaticano II: “Efectivamente, en la liturgia Dios habla a su pueblo, y Cristo continúa anunciando el Evangelio. Por su parte, el pueblo responde a Dios con el canto y la oración “(SC n.33). Continúa la Instrucción recordando que, durante la proclamación de la santa Escritura, “Dios habla a su pueblo, revela el misterio de la redención y salvación, y ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su Palabra, se halla presente en medio de los fieles “.

Rescatar la importancia de la Palabra de Dios en el marco de la asamblea y su índole proclamativa fue una de las principales intenciones del Concilio Vaticano II y de la reforma litúrgica encabezada por el papa Pablo VI, llevada adelante gracias a la empeñada actividad de sus colaboradores. Ciertamente, esa reforma no pretendió otra cosa sino volver a los orígenes más genuinos de la celebración cristiana en cuanto a la primacía que tenían los textos sagrados en las asambleas primitivas y en las comunidades que florecieron a partir de las instrucciones de los Padres de la Iglesia; de ellos, a ese respecto, podríamos citar varios testimonios.

La IGMR declara que es “mejor conservar la disposición de las lecturas bíblicas por la que se manifiesta la unidad de los dos testamentos y de la historia de la salvación” (n.57). Qué precioso rescate éste,  realizado por la reforma litúrgica, sobre todo cuando se conoce la praxis que regía en la celebración de la Misa hasta el Concilio Vaticano: la ausencia de la proclamación de los textos veterotestamentarios. Se toma ahora una clara conciencia de la “unidad de los dos testamentos”, que forman una única economía de la salvación. Según la dinámica del proyecto de Dios, no se puede concebir la plenitud de la revelación ocurrida en Cristo sin la comunicación que Dios hace de sí mismo, de diversos modos, en la primera alianza (Hb 1,1).

La Sagrada Escritura, proclamada en la Liturgia de la Palabra, evoca y hace actual toda la economía de la salvación que, en Cristo, tuvo su pleno cumplimiento. Sugestivo a este respecto es el episodio de los discípulos de Emaús. En la tarde de Pascua, el resucitado se coloca entre dos de sus discípulos que se encontraban desolados e incapaces de reconocer al Señor. En cierta altura del recorrido, Lucas dice que Jesús retoma la revelación veterotestamentaria y de ella se hace un hermeneuta calificado: “Y empezando por Moisés y por todos los profetas, interpretó en todas las Escrituras lo que a él se refería” (Lc. 24,27). Dado que la economía de la primera alianza, toda ella, encuentra en el Cristo pascual su cumplimiento, lo que queda bastante marcado en lo que sigue en la perícopa: “Era necesario que se cumpliera todo lo escrito sobre mí Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos “(v.44).

La proclamación de la Palabra en la liturgia nos hace “contemporáneos” del misterio de Cristo y nos pone en comunión con su presencia. Celebrando el memorial dela promesa hecha a Abraham y llevada a cabo en “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4),  la Palabra anunciada en la liturgia se convierte en epifanía de la presencia definitiva del Emmanuel, el “Dios con nosotros” (cf. Mt 1,23; Is 7,14). Él mismo es el euangélion perennemente proclamado y hecho actual, evento de salvación para todos los que lo acogen en la fe.

La IGMR resalta, con toda propiedad, que la proclamación de la Palabra en la celebración eucarística se prolonga en la homilía, parte integrante de la Liturgia de la Palabra: “La homilía es una parte de la liturgia y vivamente recomendada, siendo indispensable para nutrir la vida cristiana” n.65). Por regla general, esta función corresponde al que preside la asamblea, pudiendo también ser delegada a otro concelebrante o a un diácono (cf. n.66). Lo que la Instrucción propone acerca de la homilía es una concreta aplicación pastoral de lo que fue preconizado por el Concilio Vaticano II: “Se recomienda vivamente la homilía, como parte propia de la liturgia; en ella, en el transcurso del año litúrgico, se presentan, a partir del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. En las misas dominicales, sin embargo, y en las fiestas de precepto, concurridas por el pueblo, no se omita la homilía, sino por grave motivo “(SC n. 52).

“En la celebración litúrgica es de máxima importancia  la Palabra de Dios”, nos recuerda vehemente el Vaticano II (SC n.24). Resolver la importancia de la Palabra de Dios en el marco de la asamblea reunida y su índole proclamativa fue una de las principales intenciones del Concilio y de la reforma litúrgica posconciliar. De modo que esto se verifica en la propuesta que llega del Ordo Lectionum Missae, que afirma que “la Palabra de Dios y el misterio eucarístico fueron honrados por la Iglesia con la misma veneración, aunque con diferente culto” (OLM n.10). “La Palabra de Dios, propuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor activo del Padre, que nunca deja de ser eficaz entre los hombres” (OLM n.4).

[La liturgia] constituye, efectivamente, el ámbito privilegiado donde Dios nos habla en el momento presente de nuestra vida; habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Cada acción litúrgica está, por naturaleza, impregnada de la Sagrada Escritura. (BENEDICTO XVI, 2010, n.52)

 El deseo de escuchar y responder a Dios, por medio de su Palabra, sin duda alguna, ha sido una gratificante experiencia eclesial en la vida de nuestras comunidades, en Brasil y en América Latina en general (PALUDO & D’ANNIBALE, 2005, p. 143-91). Son innumerables los testimonios de esta realidad. Podemos afirmar que la fuerte aspiración del Concilio Vaticano II -que, con holgura, los “tesoros de la Biblia” sean abiertos a todo el Pueblo de Dios”[6]– se ha celebrado entre nosotros, aunque, sin duda, tengamos un camino a recorrer en esa dirección .

Concluimos este tema con una exhortación conciliar, dirigida a los sacerdotes, catequistas, en fin, a todos bautizados. Ella se encuentra en la Dei Verbum, ya denominada como “uno de los más preciosos documentos del Concilio Vaticano II” y la “perla”, la “obra maestra” del Concilio:

Mantengan contacto íntimo con las Escrituras (…) Recuerden, sin embargo, que la lectura de la Sagrada Escritura debe ser acompañada de la oración, para que sea posible el coloquio entre Dios y el hombre, pues con él hablamos cuando rezamos, y a él oímos, cuando leemos los divinos oráculos (San Ambrosio). (CONCÍLIO VATICANO II, 2010, n.25).

5 Conclusión

El libro princeps de la reforma del Concilio Vaticano II es, indudablemente, el nuevo Misal Romano. En total respeto con la tradición, se presenta también, en muchos aspectos, como algo verdaderamente nuevo, que sólo puede ser evaluado a través de un profundo conocimiento (MARSILI, 1971, p.443). Por esa razón la Iglesia es invitada a centrarse en él y a investigar, sin tregua y con afectuoso cariño, su estructura, composición, riqueza y potencialidad. Él reclama ser conocido en la variedad de sus formas y en el amplio margen de posibilidades catequéticas y pastorales. Valorarlo y acercarse a él con ese espíritu de investigación, en verdad, no es una obra fácil; pero es necesario que así sea para que de él se pueda hacer un uso provechoso y sorprendente en descubrimientos. “La multiplicidad de textos y la flexibilidad de las rúbricas, en efecto, permiten una celebración viva, sugestiva, espiritualmente eficaz, ya que pueden adaptarse a las diversas situaciones y diversos contextos de las asambleas, sin que haya necesidad de recurrir a artificios y elecciones personales, muchas veces arbitrarias, que ciertamente reducirian el tono de la celebración “(CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, 1971, p.541).

La IGMR se sitúa exactamente al servicio de esta investigación. “Considerada en su conjunto, a ella puede ser considerada como uno de los mejores documentos de la reforma litúrgica. De su conocimiento depende tanto una correcta y eficaz pastoral de la celebración, como un renovado estilo de celebración del máximo misterio de nuestra fe “(FALSINI, 1996, p.10). Como una especie de vademécum, con el que podemos cultivar familiaridad, la IGMR se presta no sólo a consultas esporádicas para remediar eventuales dudas de rúbricas, sino que  también se coloca ante su lector como un vehículo que podrá conducirlo a profundas reflexiones de eclesiología , cristología y teología eucarística; sin mencionar, naturalmente, su alcance catequético y pastoral.

Intentar describir  algunos de los aspectos más relevantes del Misal Romano fue la propuesta de nuestra aportación. Optamos por hacer un recorte metodológico en nuestro enfoque, conscientes de que el tema puede ser presentado bajo diversos ángulos. Privilegiamos algunos aspectos teológicos y pastorales. La Institutio Generalis Missalis Romanum fue el instrumental que nos posibilitó vislumbrar las potencialidades del Misal Romano. El enfoque de la Constitución Apostólica Missale Romanum y de un breve histórico y génesis del Misal se adaptaron a la IGMR para el fin a que nos propusimos.

Luis Fernando Ribeiro Santana, PUC Rio, Original português.

6 Referencias bibliográficas

ALDAZÁBAL, J. (Ed.). Instrução Geral ao Missal Romano. São Paulo: Paulinas, 2007.

______. A mesa da Palavra. Elenco das leituras da Missa. v.I. São Paulo: Paulinas, 2007.

AUGÉ, M. Liturgia. História, celebração, teologia e espiritualidade. São Paulo: Ave Maria, 1998.

BASURKO, X.; GOENAGA, J. A. A vida litúrgica sacramental da Igreja em sua evolução histórica. In: BOROBIO, D. (Ed.) A celebração na Igreja. Liturgia e sacramentologia fundamental. v.1. São Paulo: Loyola, 1990, p. 39-160.

BECKHÄUSER, A. (Org.). Sacrosantcum Concilium. Texto e comentário (SC). São Paulo: Paulinas, 2012.

BIANCHI, E. Giorno del Signore. Giorno dell’uomo. Per um rinnovamento della domenica. Casale Monferrato: Piemme, 1999.

BOSELLI, G. O sentido espiritual da liturgia. Brasília: CNBB, 2014.

BOTTE, B. O Movimento Litúrgico. São Paulo: Paulinas, 1978.

BUGNINI, A. La Reforma de la liturgia – 1948-1975. BAC: Madri, 2013.

CASTELLANO, J. Liturgia e vida espiritual. Teologia, celebração, experiência. São Paulo: Paulinas, 2008.

CNBB. Instrução Geral ao Missal Romano e Introdução ao Lecionário. Brasília: Ed. CNBB, 2008.

CNBB. Animação da vida litúrgica no Brasil. Documento 43. São Paulo: Paulinas, 1989.

CONCÍLIO VATICANO II. Constituição dogmática Dei Verbum sobre a revelação divina (DV). São Paulo: Paulinas, 2010.

CONCÍLIO VATICANO II. Decreto Presbyterorum Ordinis (PO). Petrópolis: Vozes, 1982.

CONGREGAÇÃO PARA O CULTO DIVINO. Terza Istruzione per la esata applicazione della Costituzione Litúrgica. Rivista Liturgica v.58, n.4, p.540-53, jul./ago. 1971.

CONGREGAÇÃO PARA O CULTO DIVINO. Diretório sobre a piedade popular e liturgia. Princípios e orientações. São Paulo: Paulinas, 2003.

CORBON, J. A fonte da liturgia. Lisboa: Paulinas, 2004.

BENTO XVI. Exortação Apostólica Verbum Domini. São Paulo: Paulinas, 2010.

FALSINI, R. Principi e Norme per l’uso del Messale Romano. Testo e Commento. Milano: Edizioni O.R., 1996.

GRILLO, A. Introduzione alla teologia liturgica. Approcio teorico alla liturgia e ai sacramenti cristiani. Padova: Messaggero di Sant’Antonio, 2011.

JAVIER FLORES, J. Introdução à teologia litúrgica. São Paulo: Paulinas, 2006.

LENGELING, E. J. Contributo alla storia della riforma del Messale Romano. Rivista Liturgica Liturgica v.58, n.4, p.496-514, jul./ago. 1971.

LÓPEZ MARTÍN, J. No Espírito e na verdade. Introdução teológica à liturgia. v.1. Petrópolis: Vozes, 1996.

MARSILI, S. Sinais do mistério de Cristo. Teologia litúrgica dos sacramentos, espiritualidade e ano litúrgico. São Paulo: Paulinas, 2010, p.329-37.

______. Editoriale. Rivista Liturgica v. 58, n. 4, jul./ago. 1971.

PALUDO, F.; D’ANNIBALE, M. A Palavra de Deus na celebração. In: CELAM. Manual de Liturgia II. A celebração do mistério pascal. Fundamentos teológicos e elementos constitutivos. São Paulo: Paulus, 2005, p.143-91.

PALUDO, F. O povo celebrante. O sujeito da participação. In: CNBB. A sagrada liturgia 40 anos depois. Documento 87. São Paulo: Paulus, 2003, p.67-75.

PAULO VI. Constituição Apostólica Missale Romanum. Missal Romano. São Paulo: Paulus, 1992.

PUEBLA. III CONFERÊNCIA DO EPISCOPADO LATINO-AMERICANO. Petrópolis: Vozes, 1982.

SPERA, J. C.; RUSSO, R. Quem de nós celebra?, In: CELAM. Manual de Liturgia I, A Celebração do Mistério Pascal – Introdução à Celebração Litúrgica, São Paulo: Paulus, 2004, p.119-50.

SANTO DOMINGO. IV CONFERÊNCIA GERAL DO EPISCOPADO LATINO-AMERICANO. São Paulo: Loyola, 1993.

TRIACCA, A. M. Bíblia e liturgia. In: SARTORE, D.; TRIACCA, A. M. (Orgs.) Dicionário de Liturgia. São Paulo: Paulistas; Paulinas, 1992, p.135-51

[1] Esto puede ser verificado en la propuesta del propio contenido de la Constitución del Papa Pablo VI: PAULO VI, Constituição Apostólica “Missale Romanum”. Missal Romano. São Paulo: Paulus, 1992.

[2] A este respecto, consultar: CNBB. Animação da vida litúrgica no Brasil. Documento 43. São Paulo: Paulinas, 1989, n.184-195 y GRILLO, A. Introduzione alla teologia liturgica. Approcio teorico alla liturgia e ai sacramenti cristiani. Padova: Messaggero si Sant’Antonio, 2011, p. 407-8.

[3] En el caso de Brasil tenemos una más: la Oración Eucarística V, del Congreso Eucarístico de Manaus.

[4] Sobre el tema de la mesa de la Palabra y de la mesa de la eucaristía en la celebración eucarística del Día del Señor,  consultar: ALDAZÁBAL, J. (org.). A mesa da Palavra. Elenco das leituras da Missa. v. I. São Paulo: Paulinas, 2007, p.74-8; BIANCHI, E. Giorno del Signore. Giorno dell’uomo. Per um rinnovamento della domenica. Casale Monferrato: Piemme, 1999, p.167-71.

[5] Por esta razón, entendemso necesario enumerar algunos documentos magisteriales que tratan esta cuestión: Encíclica Mediator Dei (1947), Constitución Sacrosanctum Concilium (1963), Encíclica Mysterium Fidei (1965), Instrucción Eucharisticum Mysterium (1967), Carta Apostólica Mysterii Paschalis celebrationem (1969).

[6] SC n.51: “A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura.”