Ecología integral y ética planetaria

Índice

Introducción

1 Ecología integral: un “nuevo” paradigma

2 El surgimiento de una “ética planetaria”

2.1 La “impotencia de la ética” y el desafío de una ética planetaria

2.2 Dignidad de los pobres: dignidad de la Tierra

2.2.1 Dignidad de la humanidad o del género humano

2.2.2 Dignidad de la Tierra y su Comunidad de vida

Conclusión: una “nueva” ética para un paradigma  “nuevo”

Referencias

Introducción

Nuestra intención, aquí, es sondear las posibles consecuencias de la relación entre “ecología integral” y “ética planetaria”. Constatamos, inicialmente, que los paradigmas emergentes postulan una recomposición total de la vida en su complejidad. En este sentido, asistimos a una mutua implicación entre procesos de agotamiento del viejo paradigma y paisajes y caminos desvelados desde el paradigma emergente. Y con eso, somos cuestionados sobre el tipo de relación que habría entre el viejo y el nuevo paradigma. Zigmunt Bauman dijo, a propósito de este tema: “El viejo mundo está muriendo. Pero lo nuevo aún no ha nacido”. El choque entre viejo y nuevo paradigma aparecería, en nuestra perspectiva, dentro del mismo proceso histórico en el que un paradigma alternativo va emergiendo a través de un proceso doble y simultáneo: radicalización de las contradicciones del paradigma hegemónico y potenciación de las vetas alternativas que emergen en medio de sus contradicciones internas.

 1 Ecologia integral: un “nuevo” paradigma

Puede parecer redundante hablar de “ecología integral”, ya que el término “ecología”, entendido a partir de los étimos que la componen (oíkos + logos), nos remite a principios que rigen una convivencia armónica dentro de la casa común. Y, de ahí, la obvia conclusión de que la integralidad se convierte en una condición indispensable para hablar de Ecología. Como es notorio, la “ecología” es un neologismo creado por el biólogo alemán Ernst Häckel quien, en su obra Generale Morphologie der Organismen, publicada en 1866, escribe:

Por ecología nos referimos a la ciencia de la relación entre los organismos y el mundo exterior, en la que podemos reconocer ampliamente los factores de la lucha por la existencia. […] A las condiciones de existencia de naturaleza inorgánica, a las que debe someterse cada organismo, pertenecen, en primer lugar, las características físicas y químicas del hábitat, el clima (luz, temperatura, humedad y electrización de la atmósfera), la calidad del agua, la naturaleza del suelo, etc. Bajo el nombre de condiciones de existencia entenderemos el conjunto de relaciones entre organismos, relaciones favorables o desfavorables. (HÄCKEL, 1866 apud KERBER, 2006, p. 71)

Por tanto, se destaca la elección de la relación como hilo conductor que une, como en una red, la complejidad de los organismos entre sí. Inscrita en la propia definición de ecología – “ciencia de la relación de los organismos con el mundo exterior” -, la noción de relación es también intrínseca a la concepción misma de las “condiciones de la existencia” de la relación entre los organismos y la naturaleza inorgánica, a saber: “conjunto de las relaciones de los organismos entre sí”.

Entonces, ¿cuál es la razón para seguir hablando de “ecología integral”? ¿No sería toda la ecología, después de todo, integral? ¿De qué sirve, entonces, añadir el adjetivo integral al sustantivo ecología? La justificación de este recurso  ¿no sería finalmente la conciencia de que, dada la complejidad intrínseca de la ecología como tal, es necesario utilizar adjetivos para distinguir y explicar, una a una, cada dimensión que, articulada a las demás, conforman esta intrincada red?

Durante las últimas décadas, fue necesario añadir adjetivos al sustantivo “ecología” para hacer explícitas otras dimensiones que no fueran reducibles únicamente al ámbito de la biología. Y esto se debió básicamente al hecho de que el término ecología se identificaba, incorrectamente, cada vez más sólo con “medio ambiente”. Y, en consecuencia, los discursos y prácticas ecológicas fueron entendidos cada vez más como relativos única y exclusivamente a la defensa del medio ambiente, concebido como un mero escenario de presencia y actividad humana. En definitiva, reducir la complejidad de la ecología a la dimensión ambiental delataría la presencia del inveterado antropocentrismo moderno.

No pretendemos, aquí, reconstruir todo el proceso dentro del cual se han ido añadiendo adjetivos a la ecología para explicar varias de sus dimensiones constitutivas, con el objetivo de articularlas recíprocamente y no separarlas y mucho menos contraponerlas. Además, ni siquiera sería éste el lugar para hacerlo (cf. KERBER, 2006, p. 61-85). Quizás sea oportuno, al respecto, señalar que la explicación de las otras dimensiones se dio a partir de la delimitación de la denominada ecología natural o ambiental. Es conocida la propuesta de Félix Guattari de tres ecologías: natural, social y mental (cf. GUATTARI, 1990). La ecología natural se ocuparía del medio ambiente y temas  a él vinculados; la social de cuestiones relacionadas con las relaciones intersubjetivas y sociales; y la mental se relacionaría con la subjetividad de las personas.

Con respecto a la ecología mental, se afirma que la naturaleza también es interior del ser humano y que, por tanto, se da en la mente en forma de energías psíquicas, símbolos, arquetipos, patrones de comportamiento y mentalidades que expresan actitudes de agresión o de acogida y cuidado (cf. BATESON, 1985; NAESS, 2017).

La ecología social se ha desarrollado más en el sur global (cf. SHIVA, 1991) y, especialmente, en el continente latinoamericano (cf. GUDYNAS, 1988; 1991). En estas latitudes, se procuró articular el grito de la Tierra con el grito de los pobres, desenmascarando la complicidad entre la crisis ambiental y la injusticia económica y social. El presupuesto básico de tal posición es que los límites de la Tierra coinciden con los límites del capitalismo neoliberal (cf. BOFF, 2009, p. 42).

Sin embargo, a lo largo de los años, se ha vuelto cada vez más claro que, para salvaguardar la amplitud del término ecología, tendríamos que imaginarla como un nuevo arte, un nuevo paradigma para guiar nuestras relaciones con el sistema de vida y con el sistema-Tierra. De ahí la oportunidad de concebirlo como un nuevo paradigma civilizatorio, añadiendo al término ecología otro adjetivo más, en este caso, “espiritual-integral”, que corresponda a una cuarta dimensión, de capital importancia para amalgamar las otras tres ya conocidas. De ahí la razón para hablar de “cuatro ecologías” (cf. BOFF, 2012). En este caso, la ecología se concebiría desde una mirada sistémica y, por tanto, como una singular complejidad compuesta por cuatro dimensiones: ambiental, social, mental y espiritual / integral. A raíz de las posiciones epistemológicas de F. Capra (“pensamiento sistémico”), E. Morin (“pensamiento complejo”) y Boaventura de Sousa Santos (“ecología del conocimiento”), Boff escribe:

Por tanto, se impone la tarea de ecologizar todo lo que hacemos y pensamos, rechazando conceptos cerrados, desconfiando de las causalidades unidireccionales, proponiendo ser inclusivos frente a todas las exclusiones, conjuntivos frente a todas las disyunciones, holísticos frente a todos los reduccionismos, complejos frente a todas las simplificaciones. Así, el nuevo paradigma comienza a hacer su historia.” (BOFF, 1995, p. 32).

2 El surgimiento de una “ética planetaria”

2.1  La “impotencia de la ética” y el desafío de una ética planetaria

Hoy nos encontramos en una situación de “impotencia de la ética”. De hecho, la ética se encuentra incapaz de impedir a la tecnología la realización de sus posibilidades. Todo lo que se puede hacer parece haber adquirido legitimidad en nuestros días y, por tanto, se empieza a buscar a través de una especie de compulsión obsesiva. En medio del paradigma moderno – antropocéntrico y científico-técnico – se utilizaron los medios para lograr ciertos fines. En ese contexto, a través de la relación clásica entre instrumentalidad y propósito, se garantiza una composición relativamente armoniosa entre técnicas y ética. Si bien la ética estaba destinada a los fines últimos, las técnicas se ocupaban de los medios adecuados para lograrlos. Era, por tanto, la ética la que promovía la técnica, al tiempo que le correspondía la decisión sobre los fines que, a su vez, debían guiar los procesos técnicos.

Hoy en día, esta situación parece haberse revertido. La tecnociencia ya no necesita de la ética para prescribir las reglas y propósitos de su funcionamiento. La ética se encuentra condicionada por la tecnociencia en el sentido de sentirse constreñida a formar parte de una realidad artificial. Los fines ahora se convierten en el resultado de procedimientos técnicos. El hacer concebido como una simple producción de resultados asume la primacía sobre  el actuar concebido como una elección y decisión de fines. La ética, a su vez, encuentra ante sí los resultados de los procedimientos técnicos y, sin haberlos elegido, ya no puede prescindir de ellos. (cf. GALIMBERTI, 2006; 2015).

En la “Era de la tecnociencia”, hay una primacía de un hacer sin finalidad. Presionada por la creación de un mundo cada vez más artificial, producto de las tecnologías contemporáneas, la ética ya no puede disponer de otra referencia que no sea la producción técnica continua. Al caracterizarse como un hacer sin finalidad, también se revela, después de todo, como impersonal. Hoy en día, los efectos de este hacer no son el resultado de decisiones tomadas por la acción humana. Por el contrario, son el resultado de procedimientos y métodos ya en marcha y que tienen su única base en el conocimiento acumulado. En este sentido, las tecnologías observan el siguiente razonamiento: los resultados se acumulan a lo largo de, y mediante, los  propios procedimientos, de tal manera que los efectos ya no puedan ser más reconducidos a los agentes iniciales.

Nuestras éticas, maduradas dentro de la tradición occidental, tenían, sin excepción, una referencia diversa: cosmológica (Antigüedad clásica), teológica (Edad Media), antropológica o ideológica (Modernidad). Precisamente por su carácter religioso o humanista, tales éticas se encuentran hoy en una situación de impotencia ineludible. No logran transponer el universo de las relaciones intersubjetivas para alcanzar una realidad artificial que tiene pretensiones de universalidad y cuya extensión es, a todos los efectos, planetaria.

En este sentido, incluso los intentos recientes de proponer una ética que abrace los grandes desafíos que enfrentamos hoy se topan con esta condición antropocéntrica y / o religiosa. Éste parece ser el caso de la “ética de la responsabilidad” propuesta por Hans Jonas (JONAS, 2006), la “ética comunicativo-discursiva” de Habermas (HABERMAS, 2003), la “ética global” del teólogo suizo Hans Küng ( KÜNG, 1992) y, finalmente, la “ética de la liberación o comunidad” de Enrique Dussel (DUSSEL, 1987). En la medida en que el referente fundamental para la construcción de la ética aún siga siendo el ser humano (primer y segundo caso), la religión (tercer caso) o incluso la sociedad (cuarto caso), continuamos estando referidos al paradigma antropocéntrico, propio de Modernidad occidental científico-técnica .

Al proponernos una “ética planetaria”, Leonardo Boff es quizás el único que, de hecho, abraza los desafíos que plantea la llamada crisis ecológica, entendida como crisis sistémica: crisis del paradigma civilizatorio hegemónico. Por eso mismo propone una ética que se sitúa en medio de un paradigma nuevo y emergente, el ecológico. (BOFF, 2003; HATHAWAY; BOFF, 2009).

Una posible alternativa a las éticas elaboradas en el meollo de la tradición occidental, tal vez, podría proponerse a partir de la revisión de las experiencias y principios éticos de nuestros pueblos amerindios por las Constituciones Plurinacionales de los Estados de Bolivia y Ecuador. Ambas Constituciones se inspiraron en los principios éticos de las naciones y pueblos Aimara, Quechua y Guaraní para elaborar sus actuales Cartas Magna. La Constitución del Estado Plurinacional del Ecuador reconoce los derechos de la Tierra como superorganismo, elaborando leyes que protejan la justicia ecológica y sancionen a los responsables de delitos ambientales. La Constitución de Bolivia recupera y recrea el “Buen Vivir” como principio ético fundamental de su Estado Plurinacional. “Buen vivir ” no es lo mismo que “vivir bien” entendido como “vivir mejor”, lema de nuestras civilizaciones occidentales consumistas. “Buen vivir” implica: priorizar la vida, retomar la unidad de todos los pueblos, aceptar y respetar las diferencias entre seres que viven en un mismo planeta y priorizar los derechos cósmicos (ACOSTA; MARTÍNEZ, 2009a; 2009b e 2011).

2.2 Dignidad de los pobres: dignidad de la Tierra

La elección del término “dignidad” como alternativa a “derechos” necesita una justificación previa. Los “derechos” y sus derivados remiten, a nuestro juicio, al típico proyecto de la Modernidad colonial de emancipación del sujeto en su afán de dominio y autonomía. A través de la reivindicación, sobre todo del derecho a poseer y dominar, el sujeto colonial moderno se emancipa de todos y de todo lo que lo vincula de alguna manera con la propia “comunidad de vida”. “Dignidad”, por el contrario, nos remite a la conciencia bíblica de un don recibido gratuitamente y, solo como tal, susceptible de ser recibido, en medio de una relación entre Creador y criatura y, por tanto, entre el Creador y todas las criaturas.

En este sentido, los intentos posteriores a la Ilustración de trasladar la discusión sobre los derechos humanos al terreno moral se vuelven cada vez más problemáticos porque, en última instancia, son ambiguos. Con esto, no queremos menospreciar la posición inaugurada por I. Kant, quien reconoció la dignidad humana basada en la libertad y la razón autónoma y, por tanto, emancipada. En su opinión, la especificidad de la dignidad humana estaría ligada a la voluntad y libertad de los seres humanos para poder otorgarse una ley que trascienda sus necesidades naturales, psicológicas y sociales. De esta forma, yendo más allá de sus propios intereses, el ser humano sería capaz de proyectarse libremente y sin trabas en la realización de imperativos éticos universales.

Una concepción tan elevada resulta, paradójicamente hablando, sumamente frágil precisamente porque presupone una valoración excesivamente sublime del sujeto. ¿Esta concepción elevada del ser humano, fundada en la razón, el libre albedrío y la capacidad de dominar el tiempo, a través de la memoria y la capacidad proyectiva, resistiría ante la constatación de que hay personas a las que les faltan o que perdieron esas eminentes cualidades? Por muy alta que sea esta concepción, ¿no se configuraría como una trampa cuyos rehenes serían los más débiles y, por tanto, los que más necesitan que se proteja su dignidad? En este sentido, ¿hoy no estaríamos percibiendo mejor la relevancia de lo que, al respecto, decía Schopenhauer: “sólo como ironía se puede aplicar el concepto de dignidad a un ser con una voluntad tan pecaminosa y un cuerpo tan vulnerable y frágil como el ser humano” ?

Otra muy distinta es la concepción de los textos inspiradores de nuestra tradición judeocristiana, para los que la dignidad se entrega como un don gratuito a todos los seres vivos y a cada ser vivo en particular. Ésta era, de hecho, la conciencia presente en los textos primordiales de nuestra tradición de fe cuando, por ejemplo, según la legislación veterotestamentaria, los días y años sabáticos deberían aplicarse también a los animales y a la propia tierra. El texto de Lv 25-26 prescribe el “sábado de la tierra”; y los textos de Ex 23 y Lv 25 recomiendan que, durante el año sabático, se deje la tierra sin cultivar para dar a los pobres el derecho de la respiga y para que la propia tierra descanse de su fatiga. Sin embargo, el texto más expresivo de esta conciencia es la amenaza divina de que el pueblo elegido será entregado al cautiverio de Babilonia hasta que la tierra, la tierra de Dios, haya disfrutado de todos sus sábados. (cf. 2Cr 36,21).

2.2.1 Dignidad de la humanidad o del género humano

¿Tiene la humanidad en su conjunto dignidad? Aparentemente, esta pregunta no se ha hecho a pesar de su pertinencia y relevancia. Aunque parezca obvio, la respuesta a esta pregunta no es tan fácil, porque la dignidad de la humanidad no coincide simplemente con la suma de la dignidad de cada ser humano tomado de manera singular. La mayor amenaza a la dignidad de la humanidad son los denominados “crímenes de humanidad”, entre los que destacan los siguientes: armas nucleares, armas químicas y biológicas de destrucción masiva, investigación en el campo de la biotecnología y nanotecnología y, más recientemente, la aparición de epidemias virales provocadas por la invasión  y la destrucción humanas de los diversos ecosistemas naturales.

La especie humana nunca se ha encontrado tan vulnerable y mortal como en la actualidad. Sabemos que hoy tenemos, por ejemplo, suficientes armas nucleares para, en cuestión de minutos, destruir no solo una, sino varias veces el planeta. Además, vivimos bajo la amenaza constante de la posibilidad de guerras químicas y nucleares y, en los últimos años, rehenes del surgimiento de epidemias virales. Se ha acuñado una expresión que podría caracterizar esta peculiaridad de nuestras sociedades occidentales contemporáneas: “sociedad de riesgo” (BECK, 2010). Y el carácter paradójico y, al mismo tiempo, alarmante de tales sociedades es que el riesgo ya no está representado por la experiencia ontológica del carácter incompleto del ser humano ni  por la histórica sensación de límite, sino por la desastrosa consecuencia de la propia actividad humana. De la expresión de la impotencia fundamental de los seres humanos ante un mundo que los supera, el riesgo ahora se percibe como el precio a pagar por el exacerbado e inconsecuente poder humano sobre ese mismo mundo.

A la vista de las recientes investigaciones en el campo de la biotecnología, surge una nueva amenaza en línea con nuestro horizonte cultural: la de la autodestrucción genética. Porque, a riesgo del uso espurio de la eugenesia y la teoría de la evolución, no se descarta la hipótesis de que las manipulaciones genéticas puedan alterar el tipo genético de la especie humana. Peor aún, esta espantosa pesadilla del riesgo constante ha propiciado aún más el individualismo, en lugar de fomentar la búsqueda de soluciones viables a través de una creciente conciencia de la dignidad de la especie humana. La capacidad de aprender a afrontar y vivir con el riesgo constante se ha convertido en uno de los principales objetivos a perseguir por el ser humano. Como resultado, la realización humana pasa a consistir, sobre todo, en una operación individual.

Por todo ello, vemos que el énfasis exagerado que se le ha dado a los derechos individuales en nuestros días nos está llevando, paradójicamente hablando, a una situación de negación sistemática de los derechos de la humanidad a la existencia y a la supervivencia. Lo que está en juego, en definitiva, es el derecho a la existencia y supervivencia de las generaciones futuras y, por tanto, de la especie humana. Por ello, es cada vez más urgente prestar atención a que, en determinadas situaciones, el derecho de la humanidad en su conjunto debe ejercer una primacía incondicional sobre los derechos particulares e individuales.

En este particular contexto , es necesario ampliar nuestra concepción habitual de lo que llamamos “humanidad”. No debe considerarse solo desde un corte transversal del tiempo, como el grupo de personas que viven en una época determinada. Hay que entenderlo también desde un corte longitudinal, como la sucesión de generaciones humanas. Esta ruptura, que ha caracterizado notablemente a la civilización occidental actual, puede resultar fatal para la humanidad en su conjunto. Ejemplos de esta falta de percepción sobre el conjunto de la humanidad y el futuro de la especie humana, lamentablemente, no faltan.

Hoy se sabe que, principalmente debido al inmenso crecimiento de las naciones industrializadas, corremos el riesgo de que se agoten las fuentes de energía no renovables como el petróleo, el carbón, la madera y el petróleo, incluso en la generación actual. Por lo tanto, disfrutamos de las ventajas y el bienestar que produce la industrialización, empujando la pesada carga y sus desastrosas consecuencias para las generaciones futuras. El ejemplo más característico, quizás, es el de la basura excesiva que producimos. Toneladas de basura y desechos producidos por nosotros llevarán décadas, en el mejor de los casos, para ser reciclados.

Otro tema que casi nunca se plantea en tal contexto es la protección de los derechos económicos fundamentales como condición mínima para que la especie humana viva con dignidad. Nos referimos aquí a derechos elementales, como: alimentación, salud, educación, trabajo, vivienda. Estos derechos, que por ser fundamentales, se vuelven imprescindibles para garantizar a todas y cada una de las personas las condiciones mínimas para vivir con dignidad (cf. BOFF, 1991). La protección de estos derechos económicos fundamentales implica una mayor democratización de la economía y la solidaridad, permitiendo el surgimiento de un mundo en el que quepan todos los mundos. Porque el mundo en el que vivimos se ha caracterizado por una exclusión sistemática y creciente de no menos de 2/3 de la población total del planeta. Precisamente aquí se revela el carácter estructuralmente excluyente de la globalización neoliberal. Agrava aún más la situación la constatación de  que no solo los seres humanos, sino también el planeta Tierra, están a merced de una economía neoliberal que se impone como la mayor de todas las fatalidades de “nuestro tiempo”. A la injusticia social y económica se une ahora la injusticia ecológica. Por eso los derechos sociales y económicos deben ser problematizados en sintonía con las condiciones cósmicas y naturales del planeta. (cf. MOLTMANN, 1990, p. 135-152; BOFF, 2015).

2.2.2 Dignidad de la Tierra y su Comunidad de vida

La mejor caracterización que tenemos de la globalización neoliberal y sus efectos desastrosos en relación con el planeta Tierra y las personas que lo habitan puede ser la que hace con envidiable rigor y plasticidad Edgard Morin. Según él, navegamos hacia una era planetaria propulsada por dos hélices. Las hélices no están exactamente relacionadas con la imagen del avión, sino con los modelos helicoidales de nuestro ADN. La primera está bajo la hegemonía del poder-dominio y está impulsado por cuatro motores: la ciencia sujeta a la técnica, que a su vez se somete a la industria, que a su vez se subordina a la lógica del lucro. De esta forma, según Morin, la nave espacial Terra es puesta en movimiento por estos cuatro motores interconectados. La segunda se distingue por la lucha por los derechos de la persona humana, por el derecho de los pueblos a la soberanía, a los ideales de libertad, igualdad, fraternidad, democracia (cf. MORIN, 2002, p. 225-243). Consciente de esta alarmante situación, E. Morin pregunta: “¿Seremos capaces de avanzar hacia una sociedad mundial portadora del nacimiento de la propia humanidad ? Esa es la cuestión. La humanidad está en formación. ¿Es posible rechazar la barbarie y civilizar realmente a los humanos? ¿Será posible salvar a la humanidad realizándola? Nada está definido, ni siquiera lo peor” (MORIN, 2002, p. 295).

Quizás la afirmación de que estamos experimentando, a todos los efectos, una crisis ecológica se ha convertido en un tópico. Lo que se ha llamado una crisis ecológica en realidad corresponde a una crisis del paradigma de la civilización occidental. En este caso, sería una crisis en el sistema disciplinado a través del cual la sociedad actual se orienta y organiza el conjunto de sus relaciones. Es decir, esta crisis se produciría más precisamente en el conjunto de modelos o patrones desde los que organizamos nuestra relación con nosotros mismos, con otras personas y con el conjunto de realidad en el que estamos insertos.

Lo que está en crisis, de hecho, es el paradigma típicamente occidental, síntoma de un antropocentrismo incorregible, expresado en la peculiar actitud de ponerse sobre las cosas, objetivándolas y juzgándolas distantes y desconectadas del ser humano considerado como sujeto.  La voluntad desenfrenada del ser humano de dominar todo ha marcado los destinos de la civilización científico-técnica occidental. La exacerbación del conocimiento concebido como poder nos está llevando, paradójicamente hablando, al sometimiento total a los imperativos de una Tierra degradada. En definitiva, la ilusión de un crecimiento desenfrenado y un progreso ilimitado nos está conduciendo a una degradación sin precedentes, notoria, sobre todo, en el progresivo deterioro de nuestra calidad de vida, de los demás seres vivos y del propio Planeta.

Desde el punto de vista del derecho privado, este antropocentrismo empedernido se revela en la oficialización legal de la existencia de sólo “personas” y “cosas”. Esta rígida división, aparentemente clara y distinta, refleja la cosmovisión moderna que separa la realidad en “sujetos” y “objetos”. Según esta configuración epistemológica, el sujeto es, estrictamente hablando, sólo el individuo considerado en sí mismo: ¡cogito, ergo sum! (Descartes). Todo lo demás, incluidas las demás personas, se reduce sistemáticamente a la condición de meros “objetos”. Este es la fatalidad de nuestro paradigma de civilización moderno. Según este supuesto, sólo el ser humano existe “por amor a sí mismo” (Kant). Todo lo demás existe solo por él y por él. El significado de las otras “cosas” radica en su puesta a disposición del ser humano. Este antropocentrismo moderno acaba produciendo así una situación en la que la naturaleza no tiene alma y los seres humanos, meros sujetos incorpóreos.

Hoy es más importante que nunca enfatizar la reciprocidad entre la protección de la dignidad humana y la defensa de la dignidad de la Tierra y, por tanto, la implicación mutua entre ambos. Cada vez que se daña la dignidad de otras criaturas y del planeta en su conjunto, se falta al respeto a la dignidad de la persona humana. La naturaleza, entendida como el conjunto de todas las criaturas, debe ser protegida por lo que es y no por su eventual potencial disponible para los seres humanos. Por tanto, el planeta debe ser salvaguardado en nombre de una dignidad que, a todos los efectos, le es propia. En este sentido, destacamos la peculiar relevancia de la “Carta de la Tierra”. Este documento representa, en opinión de L. Boff, miembro de su equipo de redacción: “una forma avanzada de comprender los derechos como derechos humanos,  derechos sociales,  derechos ecológicos y  derechos de la Tierra, como Planeta vivo” (BOFF, 2004, p. 10).

Conclusión: una “nueva” ética para un paradigma  “nuevo”

Recordando que texto proviene del término latino textum, que significa tejido, nos gustaría tejer algunos hilos que aparecieron a lo largo de nuestro itinerario. Concebimos la ecología como una singular complejidad  que involucra cuatro dimensiones: ambiental, social, mental y espiritual / integral. Y entendemos aquí paradigma, en un sentido amplio, como: un conjunto de modelos o estándares desde los que la sociedad actual se orienta y organiza el conjunto de sus relaciones. Por eso utilizamos el término paradigma en el sentido de un sistema disciplinado a través del cual organizamos nuestra relación con nosotros mismos, con otras personas y con el conjunto de la realidad en la que estamos insertos. Nos resta aún justificar la presencia del adjetivo “nuevo (a)” que acompaña a los sustantivos paradigma y  ética. “Nuevo (a)”, aquí, no significa reciente, ni “de moda”, menos aún “de última generación”. Este adjetivo se propone aquí en el sentido de “alternativo”. Cuando hablamos, por tanto, en un nuevo paradigma queremos referirnos a la emergencia de posibles alternativas al paradigma hegemónico que ha caracterizado a grandes rasgos el tiempo presente mediante la imposición de la tecnociencia, el mercado y los medios de comunicación (TAVARES, 2014a, p. 382-401).

En definitiva, proponemos el surgimiento de un nuevo paradigma civilizacional, precisamente el ecológico, concebido como una red tejida en torno a tres nudos: complejidad, sustentabilidad y cuidado (TAVARES, 2014b, p. 13-24). También creemos que la emergente “ética planetaria” se caracteriza por actitudes de pertenencia y cuidado con todos los seres vivos. En la narrativa de Gn 2,4b-25, por ejemplo, las relaciones de pertenencia y cuidado emergen como constitutivas del acto creador de Dios. Y todo se dice metafóricamente. Allí, el Creador aparece como un cuidadoso artesano que da forma al ser humano a partir de la propia arcilla de la tierra para que él sea su cultivador / cuidador. Porque al estar hecho de la arcilla de la tierra, el ser humano está llamado a ser el cultivador de la tierra. La pertenencia y el cuidado, por lo tanto, constituyen simultáneamente la reinvención de nuestra nueva relación con el sistema-Vida y el sistema-Tierra.

Sinivaldo S. Tavares OFM. Facultad Jesuita de Filosofía y Teología. Texto original en portugués. Postado en dicembre del 2020.

Referencias

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