Índice
1 La resurrección de Jesús y nuestra resurrección
2 Fundamentos y características de la resurrección según san Pablo (1 Cor 15)
3 “Resurrección de la carne”. Antecedentes histórico-dogmáticos
4 Síntesis sistemática
4.1 La resurrección de la carne implica salvación de la totalidad humana
4.2 Resurrección de la carne y consumación comunitaria-social
4.3 Resurrección de la carne y consumación cosmológica
5 Referencias
1 La resurrección de Jesús y nuestra resurrección
La comunidad cristiana celebra y sigue proclamando al mundo que Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado. Con este mensaje inaudito culminan los cuatro evangelios del Nuevo Testamento (Mt 28, 5-7; Mc 16, 5-7; Lc 24, 4-7; Jn 20, 12-13). Cristo ha resucitado venciendo la muerte y su victoria es anticipo de la de aquellos que han muerto, enseña San Pablo al reflexionar sobre la fe en la resurrección (1Cor 15,20). “Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe” (1 Cor 15,14). La comunidad apostólica enseña que Jesús, el Nazareno, el que “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38) y realizando diversos signos, anunciando el reinado de Dios, fue condenado a la muerte de cruz, colgado de un madero, ese mismo, Jesús, ha sido resucitado por Dios y constituido Kyrios y Cristo, Señor y Mesías (Hch 2,14-36; 3,12-26; 4,8-12; 10,34-43; 13,16-41). Jesús es Señor (Kyrios) y Cristo porque Dios mismo lo ha resucitado en el Espíritu. Por lo mismo, desde los inicios de la fe cristiana existe la convicción de que Dios ha anticipado en una persona concreta, en el Nazareno, el acontecimiento escatológico fundamental: la superación definitiva y para siempre de la muerte: el Crucificado ha resucitado. En Cristo resucitado se cumplen todas las promesas de Dios y por ello es constituido Señor de la vida y de la historia humana, fundamento de nuestra esperanza y de nuestra futura resurrección.
Lo vivido por Jesucristo es esperanza de salvación para todos nosotros: “porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rom 10,9). Por ello celebramos y hacemos fiesta en la permanente liturgia y alabanza de la Iglesia, porque la muerte ya no tiene la última palabra. Nuestra vida ya no es la crónica de una muerte anunciada, sino, por el contrario, se trata de una vida en la que ya experimentamos el amor de Dios y su presencia constante, y donde por su gracia se pueden anticipar signos de la alegría, paz, fraternidad y justicia que algún día viviremos plenamente. La esperanza de una vida eterna, de una felicidad sin límites, de una plena comunión de vida y amor con Dios y todos los bienaventurados, tiene desde ya su fundamento en Jesucristo resucitado. “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11).
2 Fundamentos y características de la resurrección según san Pablo (1Cor 15)
La exégesis considera que el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios es fundamental para comprender los alcances de la fe en la resurrección. En la comunidad de Corinto se manifestaban ciertas dificultades doctrinales debido a la cultura propia del mundo griego o a erróneas interpretaciones respecto a la resurrección. El mundo griego podía admitir sin problemas la idea de una inmortalidad del alma, pero tenía serias dificultades para admitir la resurrección. Para Pablo, “la negación de una resurrección corporal desintegra los fundamentos mismos de la fe y acaba con la genuina esperanza de la salvación, que no puede ser sino una salvación encarnada y escatológica” (RUIZ DE LA PEÑA, J. L., 2000, p. 153).
Subrayando su perspectiva cristocéntrica, Pablo reitera enfáticamente que el fundamento de la resurrección de los muertos es la resurrección de Cristo mismo; los muertos resucitan porque Cristo resucitó (vv. 12-19). En el mismo sentido, a Cristo resucitado se le llama dos veces “primicias”, por el cual “viene la resurrección de los muertos” (vv. 20-28). Para responder la pregunta por el modo de la resurrección (¿Cómo se resucita?), Pablo elige un camino analógico. Utiliza la imagen de la semilla; Dios dará un cuerpo a su voluntad: a cada semilla (sembrada) su cuerpo. Describe, a continuación, la relación entre el cuerpo terrestre, cuerpo animado (psíquico) y el cuerpo del hombre resucitado, cuerpo espiritual (soma pneumatikón), estableciendo cuatro antítesis reseñadas con los siguientes términos: “se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animado, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 42-44). Muy lejos de los modelos de oposición y exclusión entre materia y espíritu propios del pensamiento griego, lo que proponen tales antítesis es dejar establecida tanto la continuidad como la discontinuidad entre el cuerpo terrestre de la condición peregrina y el cuerpo de los resucitados. Pablo muestra y enseña que la resurrección de los muertos sólo puede tener su fundamento en la resurrección del mismo Jesucristo y
“si ésta no puede ser conceptuada ni explicada adecuadamente… tampoco aquella. Sin embargo, podemos hablar de nuestra resurrección, en analogía con la de Cristo – como lo hace Pablo – , y proclamarla como obra del poder de Dios efectuada mediante el Espíritu vivificante… Por eso podemos esperar que viviremos ‘siempre con el Señor’ y también con los demás resucitados” (KREMER, J., 1970, p. 85)
Para Pablo es inimaginable la vida futura sin “soma”. Al decir de J. Gnilka “en esta totalidad (soma) no se separan entre sí los sentimientos, los pensamientos, las vivencias y las acciones… Para Pablo el cuerpo es absolutamente inseparable del yo humano” (GNILKA, J., 1970, p. 133). De todos modos se trata de un cuerpo que se transforma (1 Cor 15, 51) por la acción del Espíritu, “que da lugar a un ‘cuerpo espiritual’, lleno de ‘poder’ y sin debilidad, incorruptible e inmortal” precisa A. Puig i Tarrech (PUIG I TARRECH, A., 2014, p. 278).
Según J. Ratzinger, de acuerdo al pensamiento de Pablo, el modelo de interpretación para comprender la corporeidad del hombre resucitado surge de la experiencia de Cristo resucitado y de su nueva corporeidad. “Al realismo fisicista se le contrapone no un espiritualismo, sino un realismo pneumático” (RATZINGER, J., 2007, p. 185). El mismo teólogo hacer ver que:
“En cuanto a la materialidad de la resurrección queda abierto prácticamente todo. Se afirma su condición de lo totalmente distinto. No se puede decir a ciencia cierta qué significa positivamente su realismo pneumático, que se contrapone a las espiritualizaciones. La idea de que al final, y sea como sea, la totalidad de la creación de Dios entra en la salvación, resulta tan clara que cualquier sistematización reflexiva sobre el material bíblico tiene que tener muy en cuenta esa idea (cf. especialmente 1 Cor 15, 20-28…)” (RATZINGER, J., 2007, p.187).
Por su parte, B. Sesboüé, junto con reiterar que la resurrección de Jesús es modelo ejemplar y causa de la resurrección de los muertos, añade: que “La afirmación de la resurrección general de los muertos está en estrecha correspondencia con el interés que Jesús muestra continuamente a lo largo de su ministerio por el cuerpo humano” (SESBOÜÉ, B., 2000, p. 612). Lo que la exégesis bíblica quiere subrayar a propósito del pensamiento de Pablo es que éste
“no postula una corporeidad inmaterial ni una espiritualidad desligada del cuerpo. Se trata de una unidad en la que confluyen lo material y lo espiritual. El pneuma es la fuerza que informa al cuerpo. Soma no designa en Pablo una parte del hombre, sino a todo el hombre, a su realidad ontológica misma. ‘Cuerpo espiritual’, por lo tanto, no significa un cuerpo de materia etérea, sino el hombre plenamente divinizado por el Espíritu del Señor” (NOEMI, J., 1996, pp. 91-92).
En efecto, “el cuerpo se da no sólo al modo adamítico, de ‘cuerpo animado’, sino también al modo cristológico debido a la resurrección de Jesucristo, en cuanto corporeidad gracias al Espíritu Santo” (RATZINGER, J., 2007, p. 185).
En definitiva, San Pablo quiere superar dos extremos posibles en su época: 1) el espiritualismo griego que se fundaba exclusivamente en la inmortalidad del alma y 2) la idea judía de identidad cuasi-física del cuerpo resucitado con el mortal. Nada hace pensar que el cuerpo resucitado se entienda como reanimación, o recuperación del cadáver. Pero tampoco se puede entender sin el soma transformado. En suma, hay, entre el cuerpo del ser humano histórico-peregrino y el resucitado discontinuidad y también continuidad (PUIG I TARRECH, A., 2014, pp. 276-278; SESBOÜÉ, B., 2000, pp. 610-612; KREMER, J., 1970, pp. 76-87; GNILKA, J., 1970, p. 127-135; NOCKE, F. J., 1984, pp. 80-83).
3 “Resurrección de la carne” (Antecedentes histórico-dogmáticos)
Se desprende de los antecedentes bíblicos que lo esencial es que la resurrección de Jesús no sólo es el fundamento de nuestra fe en la resurrección corporal, sino que, de hecho, hace posible e implica la resurrección de todos los muertos al final de la historia. Los primeros símbolos de fe recogen de distinto modo esta convicción fundamental. Al respecto, B. Sesboüé, hace ver que
“los dos credos cristianos emplean a este respecto un lenguaje un tanto diferente: Oriente (Nicea-Constantinopla) menciona ‘la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro’; Occidente, por su parte, habla de ‘la resurrección de la carne y la vida eterna’. Por este término de ‘carne’ hay que entender, no el conjunto de nuestros músculos, sino el ‘cuerpo’ humano en tanto que es humano y tal como ha sido analizado aquí, de acuerdo con su condición histórica, limitada y frágil. El lenguaje de san Juan no vacila ante este término bastante ‘crudo’ de ‘carne’. Por eso dice: ‘La Palabra se hizo carne’ (Jn 1, 14), es decir, ha asumido verdaderamente nuestra condición humana corporal y carnal” (SESBOÜÉ, B., 2000, p. 611).
Con el fin de refutar y tomar distancia de reducciones espiritualizantes de la categoría “cuerpo espiritual”, aparecidas en cristianos del siglo II bajo influjo gnóstico, se comienza a utilizar la expresión “resurrección de la carne”. Los especialistas muestran que, por ese motivo, se habría incluido en el símbolo romano antiguo para neutralizar las interpretaciones espiritualistas de índole dualista y la misma razón explica que la fórmula se haya trasladado y mantenido en muchos credos. Observa C. Pozo – que “Incluso debe reconocerse una progresiva acentuación del realismo en las fórmulas de fe: de la fórmula ‘resurrección de la carne’ se empieza ulteriormente a subrayar que la resurrección se hará ‘en esta carne en que ahora vivimos’ (Fides Damasi, DH 72) (POZO, C., 1993, p. 42).
Ratzinger, en su libro Escatología, y después de estudiar el empleo de la fórmula ’resurrección de la carne’ en los tres primeros siglos (recogiendo los aportes de Ireneo de Lyon y Justino en polémica con el gnosticismo de Valentín…) concluye que “al final estaba claro que ‘resurrección de la carne’ significa resurrección de las criaturas sólo en el supuesto de que quiera decir también resurrección del cuerpo” (RATZINGER, J., 2007, p. 191). Ante el riesgo de gnosticismo y dualismo, la defensa y valoración de la carne, como expresión irrenunciable de la corporeidad e integridad del ser humano, se convirtió en los primeros siglos en un tema crucial.
Entre los Padres, Ireneo de Lyon y Tertuliano se destacan por su manifiesta opción en este empeño y valoran la salvación de la carne como algo central de la fe y esperanza cristianas[1]. Comentando el mismo texto Sobre la resurrección de la carne de Tertuliano[2], que en otro lugar se refiere a la carne como “la hermana de Cristo” y señala que Dios “ama la carne”, Sesboüé observa que este escrito:
“lleva la marca de los acentos cordiales de un cristiano de comienzos del siglo III: nuestra ‘carne’ es la hermana de Cristo. Se salvará en la resurrección como la suya, con el mismo derecho que todo lo que forma parte de nuestra condición concreta, y con la misma continuidad y la misma discontinuidad entre nuestro estado presente y nuestro estado futuro” (SESBOÜÉ, 2000, p. 613).
Confrontado con el dualismo, el Magisterio siempre ha enseñado que los muertos resucitarán con sus propios cuerpos. Aún resuenan aquellas palabras del XI Concilio de Toledo del año 675: “creemos que resucitaremos, no en una carne aérea o de cualquier otro tipo como algunos deliran, sino en ésta en la que vivimos, subsistimos y obramos”(DH 540). Es decir, resucita un cuerpo humano y el mismo cuerpo humano (identidad específica y numérica), transfigurado, cuerpo glorioso. Por la misma convicción de unicidad de la persona humana y del valor propio del cuerpo, criatura de Dios, desde los primeros siglos se escucharon voces críticas que no aceptaron la doctrina de la transmigración de las almas, entre otros motivos, por su desprecio a la corporeidad. Además de Ireneo y Tertuliano, se destacan las opiniones de Justino, Minucio Félix, Teófilo de Antioquía, y San Agustín, quienes en distintas etapas culturales manifiestan su rechazo a las teorías reencarnacionistas entre los siglos II y V (POZO, C., 1993, pp. 165-185). Por su parte, en el año 561 el II Concilio de Braga rechaza ideas semejantes defendidas por las tendencias maniqueístas de los seguidores de Prisciliano (DH 456). En el medioevo, el IV Concilio de Letrán, XII Ecuménico, realizado en el 1215, en su definición contra el dualismo radical de los cátaros, quienes también rechazaban el cuerpo por considerarlo perverso, recuerda que Jesucristo “ha de venir al fin del mundo, ha de juzgar a los vivos y a los muertos y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan” (DH 801).
Frente al desafío dualista en sus diversas expresiones, la teología cristiana sostiene la bondad de la creación y de las criaturas, de la materia y del espíritu, y por ello combina argumentos creacionales y escatológicos para afirmar tanto la bondad original como el destino eterno y glorioso del cuerpo humano.
“Tanto el cuerpo como el espíritu tienen un futuro de plenitud por el don de Dios Creador y Consumador de la historia. El cristianismo cree en un Dios Creador de todo lo visible e invisible, en un Dios que se define como Amor y que ha creado por amor la existencia de lo otro, de lo distinto de sí, en su diversidad y pluralidad. Tanto la materia como el espíritu se remontan a un único designio creador de Dios. El cuerpo es, en consecuencia, tan digno, tan auténtico y cabal como el alma. El ser humano, hombre/mujer, es alma encarnada, síntesis de materia y espíritu” (PARRA, F., 2011, p. 249).
Como bien lo enseña – en los tiempos actuales – el Concilio Vaticano II:
“En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día” (GS, 14).
4 Síntesis sistemática
4.1 La resurrección de la carne implica salvación de la totalidad humana
Con su fe en la resurrección de la carne, el cristianismo manifiesta su esperanza en que toda la persona y todas las personas tienen un futuro que va más allá de la muerte y que pueden confiar en que Dios cumplirá su promesa de consumación. “No hay esperanza sólo para una parte de la persona. A la totalidad del ser humano pertenecen su corporeidad, su sociabilidad e historicidad en relación con la naturaleza.” (PARRA, F., 2011, p. 251).
Es el ser humano entero, en cuerpo y alma, el que alcanza – por gracia de Dios – su plenitud. Con razón Hans Urs Von Balthasar, expresa que la ‘resurrección de la carne’ “se describiría mejor como ‘resurrección del hombre’ en su totalidad” (VON BALTHASAR, H. U., 2008, pp. 37-38). Lo que los teólogos quieren destacar es que la corporalidad humana tiene valor en sí misma junto con todas las dimensiones de lo humano. En palabras de J. Moltmann, “la esperanza en la ‘resurrección de la carne’ nos permite no menospreciar ni rebajar la vida corporal ni las experiencias de los sentidos, sino que las afirma profundamente y concede su honor supremo a la ‘carne’ menospreciada” (MOLTMANN, J., 2004, p. 100).
En analogía con la resurrección del Crucificado y su glorificación corporal (Flp 3, 21),
“los creyentes consideran también su muerte como una parte de aquel proceso en el que toda esta creación mortal será glorificada y volverá a nacer para el reino de la gloria. Por la ‘resurrección de la carne’ se entiende la metamorfosis de esta creación perecedera que llegará a ser el reino eterno de Dios, y de esta vida mortal que llegará a ser la vida eterna: ‘vita mutatur, non tollitur’[3]” (MOLTMANN, J., 2004, pp. 112-113).
Gesché comenta acertadamente que “es este cuerpo de aquí el que resucitará… Este cuerpo de aquí es el que, como sucede con el grano de trigo, germinará en la vida cumplida, porque es su semilla… El secreto del cuerpo… es tener un germen de cuerpo de gloria” (GESCHÉ, A., 1997, p. 306). Recordemos que, conforme al pensamiento de Pablo, el cuerpo sembrado es el que resucita. Por ello puede aseverar Gesché que “el cuerpo de esta tierra tiene una estructura resurreccional” (GESCHÉ, A., 1997, p. 306). Desde Cristo, el Crucificado resucitado, “la resurrección es ahora el acto del Padre, en Jesús, por el poder del Espíritu, por el que remodela precisamente la creación” (GESCHÉ, A., 2002, p. 203).
“En adelante la resurrección pertenece a la capacidad teologal del hombre creado, Homo capax Dei, restituido así a su vocación de destino propuesta en la creación y remodelada en la resurrección, Homo capax resurrectionis. (…) En adelante, el hombre conseguirá la salvación, es decir, el camino de su destino, sabiendo decir sí a su naturaleza resurreccional” (GESCHÉ, A., 2002, p. 204).
Si resurrección de la carne implica resurrección del hombre en su totalidad, esto significa que hay identidad personal entre el ser humano que se desarrolló en la historia terrena y el que resucitará. Para J. L. Ruiz de la Peña:
“resucitar ‘con el mismo cuerpo’ significará… resucitar con un cuerpo propio, esto es, un cuerpo que transparenta la propia y definitiva mismidad, ya sin posible equívoco; un cuerpo que es más mío que nunca, en cuanto supremamente comunicativo de mi yo. El cuerpo glorioso (soma pneumatikón) del que habla Pablo es el yo irradiando la vida del Espíritu, libre de todo automatismo inconsciente, depositario de una plenitud integral que nace del núcleo más íntimo de la persona y alcanza y transfigura su corporeidad” (RUIZ DE LA PEÑA, J. L. 2000, pp. 173-174).
En el mismo sentido, el teólogo F. J. Nocke, afirma que
“el cuerpo futuro, a diferencia del presente, será imperecedero; pero nuestro cuerpo actual no será substituido por otro, sino transformado en otro… la esperanza cristiana no pretende que la existencia actual sea simplemente arrinconada, echada, olvidada en favor de otra existencia totalmente distinta, sino que ésa, en su totalidad, sea elevada y transformada en una existencia indestructible” (NOCKE, F. J., 1984, p. 82).
De acuerdo al teólogo brasileño L. C. Susin, “la ‘carne’ significa exactamente este modo terreno, mortal, finito y frágil, marcado por lágrimas, alegrías, amores y trabajos: esta carne, marcada por la historia terrena, será transfigurada” (SUSIN, L. C., 1995, p. 127). En definitiva, resurrección del cuerpo o de la carne quiere decir entonces que todo el ser humano – con la historia de su vida, con sus relaciones con los otros y con la naturaleza – tiene un futuro y es redimido por Dios. En una palabra, resucita la persona. Contra todo dualismo que rechaza la carne o el cuerpo “la fe cristiana defiende la radical unicidad de la persona humana: unicidad en su origen, unicidad en su destino final; y de una persona que se desarrolla y crece en un mundo radicalmente bueno por designio y gracia de un Dios Creador y Consumador” del mundo y de la historia (PARRA, F., 2011, pp. 249-250).
- 2 Resurrección de la carne y consumación comunitaria-social
El don de la plenitud consumada que trae consigo la resurrección de la carne no es un regalo que recibirá el individuo aislado de su entorno social y comunitario. Por el contrario, la resurrección de la carne anhelada y esperada será un acontecimiento comunitario y social y que, por tanto, integra la red de relaciones humanas espacio-temporales que ha acompañado siempre e históricamente el desarrollo de cada persona. En fin, resucitamos no sólo porque Cristo ha resucitado de entre los muertos y a imagen de Cristo resucitado, causa ejemplar de la nuestra, sino también como miembros participantes del cuerpo de Cristo. Con razón J. L. Ruiz de la Peña comenta a propósito de esto último: “la carne que resucita está, pues, hecha de projimidad, ha sido amasada en el molde de la socialidad. La resurrección no será el salvamento del náufrago solitario, sino la reconstitución de la unidad originaria de toda la familia humana” (RUIZ DE LA PEÑA, J. L., 2000, p. 170).
Por ser precisamente una esperanza comunitaria inseparable tanto de la vida en común y de la comunión, como del anhelo de una sociedad inclusiva y del bien común en la historia, en la esperanza de la resurrección no puede estar ausente la pregunta por la reconciliación final y la justicia. Reflexionando en torno a la necesidad de justicia y de la reparación final de todo sufrimiento injusto Benedicto XVI, declara que
“Sí, existe la resurrección de la carne[4]. Existe una justicia[5]. Existe la ‘revocación’ del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos” (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, n. 43).
La tradición cristiana enseña que finalmente habrá justicia y que la verdad oculta de cada cual se conocerá en el momento de la muerte. La fe de la Iglesia sostiene que, inmediatamente después de la muerte, puede haber comunión con Dios y los bienaventurados o purificación escatológica, así como también puede haber perdición o autoexclusión eterna[6].
4.3 Resurrección de la carne y consumación cosmológica
Tanto el cuerpo como el espíritu tienen un futuro de plenitud por el don de Dios Creador y Consumador de la historia. “el mundo material también participará en la glorificación plena del hombre…” (LIBANIO, J. B.,- BINGEMER, M. C., 1985, p. 201).
A una humanidad resucitada corresponde igualmente un mundo transfigurado. Ya se ha dicho que la promesa de la resurrección de la carne asume al ser humano en su integridad de un modo coherente con la antropología cristiana esencialmente no dualista. El cosmos creado siempre ha formado parte del plan salvífico que cruza toda la historia. La fe cristiana concibe el final del mundo que trae consigo la Parusía como consumación y plenitud del mismo. La Tierra nueva y el cielo nuevo esperados implican trasfiguración, nueva creación como don del Dios Creador y Consumador del todo.
Para L. Boff, “en Jesucristo resucitado tenemos un modelo que nos permite vislumbrar la realidad futura de la materia. Su cuerpo material fue transfigurado por la resurrección. No dejó de ser cuerpo y por esto mismo una porción de materia. Pero esta materia está de tal manera penetrada por Dios y por la vida eterna, que revela máximamente a Dios y con esto manifiesta capacidades latentes en la materia, que ahora son plenamente realizadas: todo es gloria, luz y comunión, presencia, transparencia, ubicuidad cósmica. La materia ya no es principio de limitación, de peso y de opacidad, sino total expresión del sentido, encarnación del espíritu y principio de comunión y presencia total” (BOFF, L., 1981, pp. 105-106).
El teólogo J. Ratzinger piensa que…. En efecto, “es el hombre entero el que alcanza la salvación, y es el mundo entero el que participa de ella” (RATZINGER, J., 1976, p. 228). Sintetizando su visión del mundo nuevo y la consumación que esperamos, reitera el teólogo alemán:
“como conclusión quedémonos con esto: no hay manera alguna de imaginarse el mundo nuevo. Tampoco disponemos de ninguna clase de enunciados concretos que nos ayuden a imaginarnos, de alguna manera, como el hombre se relacionará con la materia en el mundo nuevo y cómo será el ‘cuerpo resucitado’. Pero sí tenemos la seguridad de que la dinámica del cosmos lleva a una meta, a una situación en la que materia y espíritu se entrelazarán mutuamente de un modo nuevo y definitivo. Esta certeza sigue siendo también hoy, y precisamente hoy, el contenido concreto de la creencia en la resurrección de la carne” (RATZINGER, J., 2007, p. 210).
Efectivamente, la creación entera está llamada a transfigurarse porque también ella ha “de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21). Retomando la sabiduría de san Bernardo de Claraval, el pensador francés J. L. Chrétien ha señalado bellamente que
“no es la presencia, sino la ausencia del cuerpo lo que impide al alma ‘salir en cierto modo de sí misma y entrar toda ella en Dios’[7], en una eterna ebriedad. Pues todo ha de ser glorificado; nada debe faltar a la alabanza, y en el hálito con que damos gracias a Dios, todo ha de estar presente para que no nos arrojemos a Dios sólo con nuestra alma, sino a cuerpo descubierto. Con nuestro cuerpo, también podremos entregarle todo lo que en nuestro cuerpo llevó su imagen, todo aquello ante lo cual se mantuvo en pie, signo del espíritu, las montañas y los ríos, los árboles y los manantiales, todo el mundo material santificado por la encarnación de Dios. Nada debe faltar a la alabanza” (CHRÉTIEN, J. L., 2005, p. 219).
En el gozo de la glorificación final participan todas las criaturas creadas por Dios y todos los seres alabarán a Dios, su creador (MOLTMANN, J., 2004, pp. 427-430). La gloria de Dios comporta gozo y alegría eterna para todas las criaturas.
Destacando el don de la alegría de la vida eterna en Spe salvi, escribe Benedicto XVI que Jesucristo, “verdadero Pastor”, vencedor de la muerte, nos guía más allá de la muerte (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, nn. 6 y 27) y nos conduce a la Vida. La esperanza de la vida verdadera y eterna, que supone la resurrección de la carne, supera ampliamente toda comprensión y representación (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, nn. 12-13). Sin embargo, algo podemos balbucear: “quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente vida”. La vida verdadera y eterna que, “totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud” (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, n. 27) en la que estaremos “desbordados simplemente por la alegría” (BENEDICTO XVI, SPE SALVI, n. 12).
El Concilio Vaticano II no sólo descarta toda idea de una aniquilación del mundo en el último día, en el acontecimiento consumador que conlleva la resurrección final, sino que junto con subrayar que se trata de una plenitud y felicidad que desborda toda expectativa enseña también la continuidad entre este mundo y la bienaventuranza eterna:
“Ignoramos el tiempo en que será la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre” (CONC. VATICANO II, GS, 39).
En fin, y como conclusión, al decir resurrección de la carne hablamos de plenitud y suma alegría del ser humano, de una salvación del hombre entero (cuerpo y alma), donde todas sus relaciones fundamentales se consuman en Dios Uno y Trino en el mundo regalado y transfigurado: un mundo de Dios donde, como enseña el Apocalipsis “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).
Fredy Parra. Facultad de Teología. Pontificia Universidad Católica de Chile. Texto original español.
5 Referencias
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DENZINGER, H., – HÜNERMANN, P. El Magisterio de la Iglesia. Barcelona: Ed. Herder, 1999 (DH).
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SUSIN, L. C. Assim na terra como no céu. Brevilóquio sobre Escatologia e Criação. Petrópolis: Ed. Vozes, 1995.
TERTULIANO. De carnis resurrectione, 8, 3; PL 2, 806.
____. De carnis resurrectione, 9; PL 2, 807 ab.
VON BALTHASAR, H. U. Escatología en nuestro tiempo. Madrid: Ed. Encuentro, 2008.
[1] Según Ireneo “si no hubiese de salvarse la carne, no se habría encarnado en absoluto el Verbo de Dios” (Ireneo de Lyon, Adv. haer., 5, 14, 1, PG 7, 116). En el mismo sentido, Tertuliano, en el siglo III, piensa que “caro salutis est cardo”, “la carne es el quicio de la salvación” (Tertuliano, De carnis resurrectione, 8, 3; PL 2, 806).
[2] Tertuliano, De carnis resurrectione, 9; PL 2, 807 ab.
[3] Prefacio de Difuntos I, Misal Romano: “La vida no termina, sino que se transforma”.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 988-1004.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1040.
[6] Opciones libres que se han “fraguado en el transcurso de toda la vida” pueden tener como consecuencia “formas provisionales” de bienaventuranza o condenación, conforme a la idea del judaísmo antiguo sobre la condición intermedia entre muerte y resurrección que se hace presente en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Inmediatamente después de la muerte puede haber comunión con Dios y los bienaventurados (Catecismo, nn. 1023-1029) como también perdición definitiva, una “autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados”, situación “que se designa con la palabra ‘infierno’ (Catecismo, nº 1033). Ahora bien, más allá de ambas situaciones extremas, añade Benedicto XVI, lo más normal es que en gran parte de los hombres quede, “en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios” y requieran ser purificados, en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador (nº 48), a fin de madurar plenamente para la comunión definitiva con Dios (nº 47), en un “tiempo del corazón, tiempo del ‘paso’ a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo” (nº 47; cf. Catecismo, nn. 1030-1032). El Papa reitera, una vez más, el carácter comunitario de la salvación cristiana, destacando la convicción -heredada del judaísmo antiguo- de que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo 2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). Cf. F. Parra, Esperanza en la historia, p. 265.
[7] Bernardo de Claraval, De diligendo Deo, III, 146, citado por J. L. Chrétien.