Biblia y Ciencia

Índice

Introducción

1 Desde los inicios hasta la revolución científica

2 La Revolución Científica y la Iglesia

3 Cuestiones contemporáneas

Conclusión

Referencias

Introducción

La fe cristiana, cuyo libro sagrado es la Biblia, y la ciencia coexisten en Occidente desde hace 20 siglos. La fe quiere dar una respuesta integral al sentido de la vida y del mundo a partir de la Revelación divina. La ciencia quiere conocer toda la realidad según la razón que analiza y demuestra. El sujeto humano que cree y sabe es el mismo. No puede romper o renunciar a la posibilidad de creer y saber, o incluso saber a través de la fe y la razón científica que analiza y demuestra. En el pasado, estos dos dominios no estaban separados ni eran independientes. La teología, la filosofía y las diversas ciencias estaban profundamente entrelazadas en una interdependencia jerárquica. La modernidad operó una separación entre estos tipos de saberes, dándoles autonomía. Empiezan a convivir, no sin extrañezas y conflictos. En la historia de la Iglesia se advierte una relación muy compleja, que va del estímulo a la aversión, de la tolerancia a la persecución violenta, de la convivencia fructífera a la exclusión mutua, según la síntesis del historiador Georges Minois utilizada en esta entrada (MINOIS, 1992, p. pág. 2 -33). Los conflictos entre la fe cristiana y la ciencia involucran siempre la forma de entender e interpretar la Biblia.

El Concilio Vaticano II (1962-1965) afirma que la investigación en todos los campos del conocimiento, realizada de manera verdaderamente científica y según las normas morales, nunca se opone a la fe, ya que las realidades profanas y de fe tienen su origen en el mismo Dios. Por el contrario, quien se esfuerza con humildad y constancia en escudriñar los secretos de la naturaleza está, en cierto modo, llevado de la mano de Dios, incluso sin darse cuenta, porque Dios sustenta todas las cosas y las hace ser lo que son. Y el Concilio deplora también ciertas actitudes de los cristianos por no reconocer suficientemente la legítima autonomía de la ciencia, y por las disputas y controversias que han suscitado, haciendo pensar a muchos que fe y ciencia eran incompatibles. Como ejemplo de este error, se menciona el caso de Galileo Galilei (GS, n. 36).

El caso Galileo se convirtió en un emblema del conflicto. Antes y después hay otros conflictos e interacciones igualmente positivas. Vale la pena saber algo de esta historia que revela mucho sobre la fe cristiana, Occidente y los caminos que dieron origen a la modernidad.

1 Desde los inicios hasta la revolución científica

De hecho, hay textos bíblicos muy favorables a la ciencia. Los libros de Proverbios, Salmos, Sabiduría y Eclesiástico abundan en elogios del conocimiento, del estudio y de la investigación: “el conocimiento es corona de los prudentes” (Pr 14,18); “El Señor es el que da la sabiduría, y de su boca sale el conocimiento y la razón” (Pr 2,6). La ciencia es un don de Dios, y el libro de la Sabiduría es un verdadero himno al conocimiento científico. En la práctica, sin embargo, había un conocimiento muy limitado. En la cosmología bíblica, el mundo se hizo en seis días. La tierra es la primera estrella del universo, nacida antes que el sol y las estrellas. Está inmóvil y tiene forma de plato. Las montañas de la tierra sostienen la bóveda del cielo. Esta bóveda es una placa sólida, el firmamento, donde cuelgan las estrellas. Sobre el firmamento, hay un depósito de agua de donde viene la lluvia. Basta que se abran sus compuertas, que caiga la lluvia. Sobre todo está el trono de Dios, que ve a los hombres a través de las aberturas del firmamento. Esta fue la cosmología en el siglo VI a. C. que sustentó las narraciones de la creación en el libro de Génesis.

En el Nuevo Testamento, Pablo no plantea directamente el problema de la ciencia, sino el de la evangelización y la resistencia a la que se enfrenta al anunciar el Evangelio. Para él: “la ciencia infla, pero el amor edifica” (1Cor 8,1); y “aunque tuviera el don de profecía, el conocimiento de todos los misterios y todo conocimiento… si me falta el amor, nada soy” (1Cor 13,2). La oposición entre la “locura de la cruz” y la “sabiduría del mundo” está en el centro de la enseñanza de Pablo, que se enfrentó al rechazo del Evangelio por parte de los sabios griegos. Él pregunta: “¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría de este mundo?” (1Cor 1,20). Estas enseñanzas no son estimulantes para la ciencia.

Tal desconfianza fue heredada por los Padres de la Iglesia y por san Agustín: “de nada sirve escudriñar profundamente lo que sustenta la naturaleza de las cosas, como hacen los filósofos griegos llamados físicos […] predicen el eclipse de sol, pero no se dan cuenta de lo que sostiene todas las cosas” (AGUSTÍN apud MINOIS, 1990, p. 120). También hubo una inminente expectativa de la venida gloriosa de Cristo y el fin del mundo, que duró hasta el siglo XVII. Para algunos Padres de la Iglesia, la ciencia era inútil: ¿por qué estudiar la estructura de un mundo destinado a desaparecer pronto? Además, ella enorgullecía a los hombres. Aun así, la ciencia era posible y era un medio para conocer la verdad.

El hombre tiene dos caminos para el conocimiento de la verdad: la fe y el estudio racional de la naturaleza. de Dios. Para cada uno había un manual: el libro de la Revelación, la Sagrada Escritura, en la que Dios confió sus secretos a la humanidad, y el “libro de la naturaleza” (liber naturae), el universo en el que vivimos, la creación, que también viene de Dios. Cada libro tiene una clave de lectura: la fe para las Escrituras y la razón para la naturaleza. Y cada libro tiene su lector autorizado: los teólogos y los científicos.

Si hay contradicción en ciertos puntos entre teólogos y científicos, es porque uno u otro están equivocados, y conviene revisar sus interpretaciones. Si se prueba una verdad científica, declara San Agustín, corresponde a los exegetas y teólogos revisar sus interpretaciones, ya que nada es más dañino para la religión que los cristianos sosteniendo errores científicos en nombre de la Biblia (AGOSTINHO, 1972, p. 615-616). De esta manera se arruina toda la credibilidad de la Escritura. Estas intuiciones de san Agustín son válidas hoy y permiten resolver grandes conflictos, aunque él no aceptase plenamente la autonomía de la ciencia. Para San Agustín, la autoridad de la Escritura era superior a la de las ciencias. Frente a hipótesis contradictorias de la ciencia, el teólogo debe elegir la hipótesis más plausible, en función de las exigencias de la fe. Por ejemplo: se dice en Génesis que Dios separó las aguas superiores de las aguas inferiores. Aquí hay una verdad de fe. El papel de la ciencia es explicar cómo esto es posible. Ahora bien, entre las teorías científicas griegas, hay una que afirma la presencia de cavidades ubicadas en la bóveda celeste que son aptas para retener agua: esa es una buena teoría.

En Occidente, la ciencia estuvo al servicio de la fe en la Edad Media y así se desarrolló. En el año 990 se creó en Chartres una escuela episcopal, que pasó a ser conocida como la Escuela de Chartres. Fue dirigida de 1006 a 1028 por el obispo Fulberto y alcanzó tal prestigio que se convirtió en el principal centro científico de los siglos XI y XII, con la ambición de lograr una síntesis entre fe y ciencia. Allí, muchos hombres de Iglesia se lanzaron con entusiasmo al estudio de las ciencias, que revelaban las maravillas de Dios. Confiados en la racionalidad del mundo, cuya garantía era Dios, se dispusieron a explicar las Escrituras. Todo podía explicarse mediante la física y las matemáticas, y un hombre como Thierry de Chartres tenía la ambición de describir los seis días de la creación en los términos de la física.

El dato más curioso de esa época es el papa del año 1000, Gerberto, elegido con el nombre de Silvestre ll. Con él, la ciencia se adueñó de la Sede de Pedro. Gerbert fue un gran científico de su época, probablemente el mejor matemático y astrónomo, y poseía un vasto conocimiento en física, química, medicina, zoología y botánica. Un hombre enciclopédico avant la lettre, antes de que existiera ese término. ¿Se puede imaginar una consagración más radiante del matrimonio entre Iglesia y ciencia? Fue maestro del obispo Fulberto y uno de los mayores entusiastas de la síntesis entre fe y ciencia. Esta incipiente ciencia medieval, hoy en gran parte obsoleta, planteó problemas y fue precursora de la ciencia moderna.

En el siglo XIV surge el nominalismo, corriente filosófica que operaba una deconstrucción y una reelaboración de los saberes existentes hasta entonces. Su principal exponente es el franciscano Guillermo de Ockham. Para él, el mundo es una multiplicidad de seres individuales, absolutamente contingentes, sin relación de conexiones inmutables y necesarias, sin una naturaleza ni esencia. El ser individual es un acto puro de la voluntad creadora divina, resultado de una elección que, siendo divina, no está limitada ni constreñida por conexiones inmutables y necesarias, nacidas de la naturaleza, la causalidad o cualquier otra razón metafísica. El nominalismo proviene del nombre. El conocimiento humano se limita al nombre que asignamos a los seres. No hay naturaleza ni esencia, elementos que las cosas puedan tener en común.

Según Ockham, el conocimiento que podemos tener del mundo es un conocimiento probable, basado en experiencias repetidas, porque lo que sucedió en el pasado tiene una alta probabilidad de suceder en el futuro. Con esto, el pensamiento nominalista rompió con el marco conceptual-especulativo precedente, incluida la cosmología antigua, y favoreció la tradición experimental. Con esta ruptura, allanó el camino para la ciencia moderna.

Los discípulos de Ockham comenzaron a cuestionar el geocentrismo y afirmaron el movimiento parcial de la Tierra. Se planteó la hipótesis de que algunos planetas giraban alrededor del Sol. En 1377, el teólogo y astrónomo francés Nicolás Oresme demostró que sería mucho más sencillo explicar el movimiento celeste si fuera la Tierra la que se moviera, y declaró que los pasajes de la Biblia que hablan del movimiento del Sol no son más que imágenes, formas de hablar, “como donde está escrito que Dios se arrepintió, se enojó, se calmó y otras cosas que no son literales” (ORESME apud MINOIS, 1992, p. 12). Oresme fue nombrado obispo de Lisieux y nunca fue atacado por sus audaces hipótesis. En el siglo XV, el filósofo y cardenal Nicolás de Cusa también difundió ideas audaces, diciendo que el universo no tiene centro, que la Tierra se mueve y que los planetas están poblados.

Al tratarse de la ciencia en Occidente, no se pretende desvalorizar otras civilizaciones que tienen su originalidad y que también forman parte del patrimonio común de la humanidad, así como la civilización cristiana. Esto se benefició de las contribuciones científicas griegas, judías e islámicas. A finales del primer milenio y principios del segundo, las mayores bibliotecas del mundo estaban en el mundo islámico. Las obras griegas clásicas fueron traducidas al árabe. La medicina y la astronomía árabes fueron notables. De esta civilización proceden el alcohol, el álgebra y la numeración arábiga.

2 La Revolución Científica y la Iglesia

Un hito clave en el pensamiento occidental y la historia humana fue la revolución científica. Con ella, la ciencia se separa de la filosofía y la religión, y gana autonomía. La química se separa de la alquimia, la medicina de la magia y la astronomía de la astrología. Surge un nuevo paradigma, una nueva forma de pensar y una nueva visión del mundo que han marcado definitivamente la cultura moderna. Todo comenzó a ser cuestionado por la ciencia y su dominio luego se extendió a la psique, la sociedad, la economía y otras áreas de la realidad. Hubo que repensar otros saberes y se deshicieron varias certezas inquebrantables.

El canónigo y canonista polaco Nicolás Copérnico retomó las teorías sobre el movimiento de la tierra y compuso la teoría heliocéntrica, basada en observaciones y cálculos matemáticos. Demostró que el movimiento de la tierra es suficiente para explicar todas las desigualdades que aparecen en el cielo. Estaba convencido de que la función del erudito es buscar la verdad en todas las cosas, hasta el límite concedido por Dios a la razón humana. Su gran obra De revolutionibus orbium coeslestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) se publicó en 1534 y tuvo un gran impacto. Al desplazar a la tierra del centro del universo, Copérnico también cambió el lugar del hombre en el cosmos. La revolución astronómica implicó también una revolución filosófica.

Para el historiador de la ciencia Thomas S. Kuhn:

Los hombres que creían que su morada terrestre era solo un planeta, girando ciegamente alrededor de una entre miles de millones de estrellas, estaban comenzando a evaluar su posición en el esquema cósmico de manera muy diferente a sus predecesores, quienes veían la Tierra como el único centro focal de la creación divina (KUHN apud REALE; ANTISERI, 1990, p. 212)

Después de Copérnico, los astrónomos pasaron a vivir en un mundo diferente. Fue el autor de una revolución que lleva su nombre: la Revolución Copernicana. En el curso de esta revolución intelectual, surgieron otros nombres, como el de Johannes Kepler, a finales del siglo XVI y principios del XVII. Descubrió las órbitas elípticas de los planetas y su tiempo de revolución alrededor del sol, relacionándolos con sus respectivas distancias. Sus descubrimientos muy originales fueron impulsados ​​por la fe en el sistema copernicano, que estaba vinculado a la fe platónica de que una razón matemática divina presidía la creación del mundo. Su vida de científico, de alegres expectativas y amargas desilusiones, de repetidos esfuerzos y sucesivos fracasos, los callejones sin salida en los que se encuentra, la tenacidad con la que emprende el desarrollo de difíciles cálculos, la constancia y perseverancia en la búsqueda de un orden, se deben a la fe de que ese orden existe y de que fue Dios quien lo creó. Vemos en su vida una verdadera lucha con el Ángel, que al final no le niega su bendición (KUHN apud REALE; ANTISERI, 1990, p. 246).

Entre los grandes nombres de la revolución científica, Galileo Galilei (1564-1642) es considerado el fundador de la ciencia moderna, por haber teorizado el método científico y la autonomía de la investigación científica. Matemático y astrónomo, utilizó un descubrimiento reciente, el telescopio, lo perfeccionó y lo apuntó al cielo. A partir de entonces, hizo notables innovaciones, vio cosas que nadie había visto antes y sacó conclusiones inusitadas. Vio que la luna no está hecha de una superficie lisa y pulida en absoluto, sino áspera y desigual. Y, del mismo modo, que la faz de la tierra está, en gran parte, cubierta de prominencias, valles y recodos. Con este hallazgo, se socava la distinción entre cuerpos terrestres y celestes, pilar de sustentación de la cosmología de Aristóteles y Ptolomeo. Galileo también estaba convencido de que los conocimientos geométricos y matemáticos son definitivos, necesarios y seguros, ya que la naturaleza está escrita en lenguaje geométrico y matemático.

En física compuso las leyes del movimiento, y en astronomía retomó el sistema copernicano, enriquecido con nuevas observaciones y cálculos, haciéndolo casi irrefutable. Ante el conflicto con las Escrituras, propuso una nueva interpretación y una nueva relación entre el libro sagrado y la ciencia.

Para Galileo, se equivocan quienes pretenden detenerse siempre en el sentido puro de las palabras, porque entonces en la Escritura aparecerían no sólo diversas contradicciones, sino también graves herejías y blasfemias, pues habría que ver en Dios pies, manos y ojos, así como efectos corporales y humanos, como los de la ira, de arrepentimiento, de odio e incluso, a veces, de olvido de las cosas pasadas y de ignorancia de las futuras. La ciencia y la fe para él, en suma, se sitúan y se relacionan de la siguiente manera: 1) la Escritura es necesaria para la salvación del hombre; 2) Los “artículos concernientes a la salvación y al establecimiento de la fe” son tan firmes que contra ellos “no hay peligro de que pueda surgir alguna doctrina válida y eficaz”; 3) Por sus finalidades, la Escritura no tiene autoridad respecto de todo aquel conocimiento que pueda establecerse por medio de “experiencias sensibles y demostraciones necesarias”; 4) Cuando habla de lo que es necesario para nuestra salvación (o de cosas que no se pueden conocer por ningún otro medio o por otra ciencia), la Escritura no puede ser desmentida; 5) Sin embargo, por cuanto los escritores sagrados se dirigieron a la “gente común ruda e indisciplinada”, en muchos pasajes la Escritura necesita interpretación; 6) La ciencia puede ser un medio para interpretaciones correctas; 7) No todos los intérpretes de las Escrituras son infalibles; 8) No se puede comprometer a la Escritura en cosas que el hombre puede conocer con su razón; 9) La ciencia es autónoma: sus verdades se establecen con experiencias sensibles y demostraciones ciertas, y no con base en la autoridad de la Escritura; 10) En cuestiones naturales, la Escritura viene en último lugar (GALILEO apud REALE; ANTISERI, 1990, p. 264-266).

Se puede concluir, por tanto, que en opinión de Galileo la ciencia y la fe son compatibles. La ciencia nos dice “cómo va el cielo” y la fe nos dice “cómo se va al cielo”. Y cuando surgen aparentes contradicciones, hay que sospechar inmediatamente que el científico se ha convertido en metafísico, o bien que el religioso ha convertido el texto sagrado en un tratado de física o de biología. Las afirmaciones de Galileo, con esta innovadora hermenéutica, otorgan un nuevo lugar a la Biblia en la configuración del conocimiento humano.

Algunas de sus posiciones ya habían sido, de algún modo, defendidas por Nicolás Oresme en el siglo XIV. ¿Por qué entonces se condenó a Galileo? Por la Contrarreforma. La Iglesia católica, celosa de la lucha contra el protestantismo, asumió una postura muy defensiva en relación con las novedades. El Concilio de Trento prohíbe interpretar las Escrituras contra el consenso unánime de los Padres de la Iglesia (DENZIGER; HÜNERMANN, 2007, n. 1507). En ese momento, no se podía admitir que ningún cristiano fiel, incluso un gran científico, estableciese principios hermenéuticos de interpretación de la Biblia y propusiese interpretaciones de tal o cual pasaje. Ahí está la raíz del choque entre Galileo y la Iglesia.

Un teólogo jesuita, el cardenal Belarmino, con la intención de salvar el magisterio de la Iglesia, afirmó que el sistema copernicano podía explicar las apariencias de la observación y de los cálculos matemáticos, pero no correspondía a la realidad. Tanto Copérnico como Galileo estaban convencidos de lo contrario, a saber, que el movimiento de la tierra es real.

En el mundo protestante, la teoría de Copérnico también fue hostilizada.

En sus Charlas de sobremesa, Lutero parece haber afirmado (1539): “La gente escuchaba a un astrólogo de dos centavos, que buscaba demostrar que es la Tierra la que gira y no los cielos y el firmamento, el sol y la luna […]. Este insensato pretende subvertir toda la ciencia astronómica. Pero la Sagrada Escritura nos dice que Josué ordenó al sol, y no a la tierra, que se detuviera”. En su Comentario sobre el Génesis, Calvino cita el versículo inicial del Salmo 93, que dice: “Sí, el mundo permanece firme, nunca temblará”. Y se pregunta: “¿Quién tendrá la osadía de anteponer la autoridad de Copérnico a la del Espíritu Santo”? (REALE; ANTISERI, 1990, p. 259)

En la Contrarreforma, la Iglesia Católica creó instrumentos para proteger su fe y combatir el protestantismo. Uno fue la Inquisición romana, establecida por el Papa Pablo III en 1542, encabezada por una comisión permanente de cardenales para combatir la herejía. Esta institución pronto tomó el nombre de Congregación del Santo Oficio. Ella fue la encargada de combatir todas las desviaciones doctrinales y morales, y no dudó en condenar severamente aquellas tesis que le parecieron peligrosas o contrarias a la pureza de la fe, así como a las personas que las defendían.

En 1600, el dominico Giordano Bruno fue quemado vivo en Roma por decisión del Santo Oficio. En sus escritos, más poéticos que rigurosos, impregnados de mágico hermetismo, afirmaba que: el universo era infinito y eterno, compuesto por una infinidad de cuerpos minúsculos, los átomos; tiene multitud de mundos como el nuestro; las estrellas son enormes bolas de fuego; el sol no es más que una estrella, y la tierra es un pequeño punto que se mueve en el espacio. Este universo lo es todo, y Dios no es separable del mundo. Con esta concepción panteísta, Bruno negó la doctrina de la Santísima Trinidad. El motivo de su condena fueron sus declaraciones religiosas, no sus concepciones sobre el cosmos. Pero luego, se le consideró, erróneamente, el primer mártir de la ciencia (NUMBERS, 2012, p. 79-88).

Además de la Inquisición, la Iglesia creó otro instrumento de control: el Index librorum prohibitorum (Índice de Libros Prohibidos), o simplemente el Índice. Fue obra del Papa Pablo IV, en 1559, que consistió en una lista constantemente actualizada de obras prohibidas, juzgadas contrarias a la fe y la moral, cuya lectura estaba prohibida a los fieles.

En 1616, el Santo Oficio condenó la doctrina de Copérnico y transmitió la sentencia a la Congregación del Índice. Se advirtió a Galileo que abandonara la idea copernicana y no la enseñara más, bajo pena de prisión. Como continuó enseñando la doctrina prohibida, fue objeto de más procesamiento por parte de la Inquisición. En 1633, Galileo fue condenado a cadena perpetua en régimen domiciliario y a retractarse de sus ideas ante los tribunales. Estos son los términos de la condenación:

Decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos que tú, el mencionado Galileo, por las cosas aducidas en el proceso y por las que confesaste como referidas antes, te convertiste para este Santo Oficio en vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber sostenido y creído en falsa doctrina y contraria a las sagradas y divinas escrituras, que el sol es el centro de la tierra y que no se mueve de este a oeste, mientras que la tierra se mueve y no está en el centro del mundo, además de que se puede sostener y defender como probable una opinión después de haber sido declarada y definida como contraria a la Sagrada Escritura. Y, en consecuencia, estás sujetos a todas las censuras y penas de los sagrados cánones y demás constituciones generales y particulares impuestas y promulgadas contra semejantes delincuentes. Y por las cuales nos daremos por satisfechos si, en términos absolutos, más que antes, maldigas y detestes los errores y herejías antes mencionados, así como cualquier otro error y herejía contrarios a la Iglesia Católica y Apostólica, en el modo y en la forma que te daremos. (SANTO OFICIO apud REALE; ANTISERI, 1990, p. 273)

La interpretación tradicional de la Biblia prevaleció sobre la interpretación innovadora del científico. Y Galileo abjuró:

Yo, Galileo, hijo de aquel Vicente Galileo de Florencia, a esta edad mía de setenta años, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos cardenales, inquisidores generales en toda la república cristiana contra la herética maldad, y teniendo ante mis ojos los sagrados Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y, con la ayuda de Dios, creeré también en el futuro en todo lo que  la Santa Iglesia Católica y Apostólica sostiene , predica y enseña [… ]. Por tanto, queriendo apartar del ánimo de las reverendísimas eminencias y de todo fiel cristiano esta vehemente sospecha, justamente concebida hacia mí, con corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto dichos errores y herejías y, en general, , todo y cualquier otro error, herejía y secta contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que, en el futuro, nunca más volveré a decir o admitir, de palabra o por escrito, cosas como esas por las que alguien pueda tener de mí tanta sospecha. Y si conozco herejes o sospechosos de herejía, los denunciaré a este Santo Oficio, al inquisidor u ordinario del lugar donde me encuentre. (GALILEO apud REALE; ANTISERI, 1990, p. 274)

La Iglesia de la Contrarreforma y del miedo condenó a Galileo. Y el año 1633 fue emblemático en la historia de las ideas y en el conflicto entre fe y ciencia. A Descartes le sorprendió la condena de Galileo, por ser “italiano y amigo del Papa”. Solamente en 1820 la Iglesia permitió la publicación de libros que enseñaban el movimiento de la Tierra, con el imprimatur otorgado a la obra del canónigo Settele. Y, solamente, en 1846 se eliminaron del Index las obras de Copérnico y Galileo.

A pesar de las severas restricciones eclesiásticas, el proceso de la revolución científica no se detuvo. Otro gran nombre de esta transformación intelectual es el del físico inglés Isaac Newton, autor de la obra Plilosophiae naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), publicada en 1688. Su obra expone lo que hoy se denomina física clásica, con las leyes del movimiento, de la gravedad, de la aceleración y de la óptica. Formuló los postulados de la simplicidad y uniformidad de la naturaleza. La naturaleza es simple, de modo que no debemos atribuir a los fenómenos más causas que las suficientes para explicarlos. La naturaleza es uniforme: lo que sucede con la luz y la gravedad en la Tierra sucede también en cualquier otro planeta. La obra de Newton dio como resultado un marco unitario del mundo y un encuentro efectivo y sólido de la física terrestre y la física celeste. Este marco unitario puso fin a la creencia, proveniente de la antigüedad griega, de una diferencia esencial entre los cielos y la tierra, entre el mundo supralunar y el sublunar, entre la mecánica y la astronomía.

En otros campos de la ciencia, cabe recordar al filósofo y matemático Gottfried Leibniz, uno de los autores del cálculo infinitesimal, y a William Harvey, médico y descubridor de la circulación sanguínea. Los científicos fundaron sus academias para la promoción del conocimiento natural, como la Royal Society of London for the Promotion of Natural Knowledge en 1662; y la Académie Royale des Sciences, en 1666, en el reinado de Luis XIV. La institución inglesa tenía como lema: Nullius in verba, expresando que no es necesario basarse en la palabra de nadie. La frase está tomada de un poema de Horacio: Nullius addictus iurare in verba magistri, / quo me cumque rapit tempestas, deferor hospes; que quiere decir: “sin estar obligado a defender bajo juramento las palabras de un maestro, de buena gana me dejo llevar donde me arrastre la tempestad”. Es decir, en la ciencia, no es válido el argumento de autoridad, sino lo que se puede demostrar. Se estaba configurando la autonomía de la ciencia. Y todo ello para gloria de Dios, “la honra y el beneficio de este Reino” y el bien universal de la humanidad (REALE; ANTISERI, 1990, p. 218).

En la cristiandad católica, junto con los avances, también se hicieron otras restricciones. En el siglo XVII, la teoría de los átomos fue formalmente proscrita por los jesuitas, prohibiendo que se la enseñara en sus colegios, por considerarla incompatible con el dogma de la transubstanciación. Las obras científicas de Descartes fueron colocadas en el Index en 1664. La teoría de la circulación sanguínea de Harvey fue puesta en cuestión porque contradecía a Aristóteles y Galeno. En 1751, el naturalista y matemático Georges de Buffon es reprendido, a petición de la facultad de teología de París, por afirmar en su Historia natural que el relieve terrestre fue modelado por el mar, que la tierra era originalmente un fragmento de estrella incandescente y que el sol se extinguiría por falta de combustible. Tales declaraciones fueron consideradas “principios y máximas que no están de acuerdo con la religión” (MINOIS, 1992, p. 6).

En el siglo XVIII surgieron teorías geológicas que negaban el diluvio universal, afirmando que la aparición del hombre data de hace cientos de miles de años, y que la Tierra tiene más de seis mil años. Estas son posiciones que contradicen la letra de la Sagrada Escritura, y la Iglesia Católica las condena a medida que aparecen. En 1784, el abad Giraud-Soulavie, cuya obra es la base de la geología moderna, se ve obligado a renunciar a sus actividades científicas y la Iglesia prohíbe la publicación de los dos volúmenes de su Historia natural de Francia Meridional.

De hecho, la situación era compleja porque la Iglesia Católica estaba lejos de ser un bloque unido. Mientras que una orden religiosa condenaba cierta doctrina, otra  doctrina cuestionada era tolerada. Un parlamento prohibía cierto libro, pero tal obispo lo admitía. El Santo Oficio prohibía cierta opinión, pero tal universidad la enseñaba. Esto hizo posible diferentes interpretaciones, formando grietas en la cristiandad que permitieron el avance científico.

A fines del siglo XIX, la Iglesia Católica actuó en el mundo científico con un propósito apologético: defender las verdades de fe amenazadas por la ciencia, distinguir la ciencia “falsa” de la “verdadera” y crear la “ciencia católica”. Esta tiene como finalidad principal, como escribe el abad Jauge:

La defensa de la fe en el campo científico. Se propone recoger, entre el clero y los católicos ilustrados, el conocimiento de las respuestas dadas hoy por los teólogos y por la ciencia profana a las numerosas objeciones que, amparadas por una ciencia engañosa, se dirigen contra las verdades cristianas. (MINOIS, 1992, p. 23)

Este propósito es bastante comprensible en aquel contexto donde los científicos endurecidos y sarcásticos pensaban que la verdadera ciencia conduce al materialismo y al ateísmo. La ciencia católica fracasó porque su propia perspectiva de defender la religión, situando la investigación científica en un contexto de lucha, era contraria a la idea misma de la investigación científica, que sólo debe tener como objetivo el conocimiento y no justificar tal o cual filosofía o religión. Sin embargo, dentro del propio movimiento científico católico surgieron voces que denunciaron la falta de respeto de la Iglesia por la ciencia. En 1897, en el Congreso de la Ciencia Católica realizado en Freiburg, Suiza, el abad Boulay acusó a la jerarquía católica de imponer errores científicos en el Catecismo en nombre de la fe:

Un gran número de catecismos de perseverancia, destinados a adolescentes de doce a quince años, contienen verdaderas herejías científicas, errores positivos confundidos con las enseñanzas de las verdades más esenciales de la religión. Los adolescentes y jóvenes que leen, que estudian con confianza estos manuales, son incapaces de realizar el cribado necesario. Enseñarles la creación del mundo en seis días, continuar enmarcando todos los acontecimientos bíblicos en la cronología vulgar de 4000 años antes de la era cristiana, ¿no es esto engañar conscientemente a sus jóvenes inteligencias? ¿No es exponerlos a la tentación del escándalo y de la duda, ya que más tarde descubrirán los errores de estas enseñanzas que les fueron transmitidas en nombre de una autoridad dogmática e infalible? (BOULAY apud MINOIS, 1991, p. 257)

Esta advertencia sigue siendo muy válida hoy, dada la expansión del fundamentalismo religioso. En aquel momento, sin embargo, prevalecía en la doctrina católica la lectura literal de los primeros tres capítulos del Génesis, tal como lo determinó la Santa Sede en 1909 (DENZIGER; HÜNERMANN, 2007, n. 3512-3514). A pesar de ello, la Sede Romana tuvo iniciativas positivas en el campo científico, como la creación del Observatorio Astronómico Vaticano, en Castel Gandolfo, y de la Pontificia Academia de Ciencias, que luego fue presidida por el médico brasileño Carlos Chagas Filho, entre 1972 y 1988.

En el siglo XX, uno de los nombres más importantes en el diálogo entre fe y ciencia es el del paleontólogo y teólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Su obra es considerada el intento más seductor y audaz de síntesis entre la ciencia moderna y la fe. Sus principales publicaciones son El medio divino (1927), El fenómeno humano (1940), El corazón de la materia (1950) y Lo crístico (1955), que expresan una visión grandiosa basada en la “evolución aplicada al cosmos y al espíritu”. A partir de la creación, ve el universo realizando un vasto movimiento de complejización que, a través de muchas mutaciones, permite la emergencia del espíritu y de la conciencia desde la materia, hacia la plenitud que es la realización del Cristo cósmico, el Omega. Este proceso concierne a todos los seres humanos. Cada uno se inserta en el movimiento de la realización del Cristo, por amor.

Las ideas de Teilhard de Chardin fueron mal recibidas por las autoridades eclesiásticas, sufriendo muchas censuras y prohibiciones que ilustran la dificultad del diálogo entre la Iglesia y la ciencia aún en el siglo XX. Las consecuencias teológicas de esta síntesis le causaron problemas. Se reprochó a sus ideas haber ocultado el pecado original y el mal, y con ello la redención; por no haber valorado debidamente la trascendencia en relación con el mundo material, y la especificidad del espíritu en relación con la materia. Teilhard murió en el anonimato, exiliado por las autoridades romanas. Después de su muerte, sus libros fueron publicados por editoriales no católicas y su venta fue prohibida en las librerías católicas en 1957. Sin embargo, su pensamiento está muy vivo e influyó en el Concilio Vaticano II. En las últimas décadas, ha sido elogiado por los papas.

En medio de las controversias entre fe y ciencia, desde fines del siglo XIX, los estudios bíblicos en el mundo católico comenzaron a progresar más allá del sentido literal (LEÃO XIII, 1893, n. 39). En el pontificado de Pío XII (1939-1958), una encíclica trata de los “géneros literarios” en la Biblia. Lo que expresan los autores sagrados no es tan claro como en los escritores de nuestro tiempo, dice el Papa. Su significado no puede ser determinado solo por las reglas de la gramática y la filología, sino también por el contexto más amplio de los tiempos antiguos del Oriente. El intérprete actual debe utilizar la historia, la arqueología, la etnología y otras ciencias para examinar y distinguir claramente qué géneros literarios utilizaron realmente los escritores de aquellos tiempos remotos. Con un justo concepto de inspiración bíblica, no debe sorprender que en los autores sagrados, así como en sus contemporáneos, se encuentren ciertas formas de exponer y contar, ciertas particularidades idiomáticas, especialmente de las lenguas semíticas, ciertas expresiones aproximativas o hiperbólicas, tal vez paradójicas, que sirven para grabar las cosas con mayor firmeza en la memoria. Ninguna de las formas de hablar de los antiguos, especialmente entre los orientales, es incompatible con las Sagradas Escrituras, ya que el género adoptado no repugna a la santidad y verdad de Dios (PIO XII, 1943, n. 20).

Con la incorporación de elementos histórico-críticos en la interpretación de la Biblia, la teoría de la evolución comenzó a ser admitida, aunque con restricciones. Pío XII afirmó que es legítimo suponer el origen del cuerpo humano en la materia viva preexistente. Sin embargo, condenó el poligenismo, la teoría de un origen múltiple de la humanidad al admitir individuos que no descenderían del primer hombre, Adán. Para el Papa, esto contradice la doctrina del pecado original, cometido por él y transmitido a todos los demás por generación, junto con sus consecuencias, convirtiéndose en el pecado propio de todo ser humano. No se debe proceder como si nada, en las fuentes de la Revelación, exigiera la máxima moderación y cautela en esta materia científica (PIO XII, 1950, n. 35-37). Hay un progreso considerable, de eso no hay duda, pero permanece la tutela religiosa sobre la ciencia.

En el Concilio Vaticano II (1962-1965), hubo un gran encuentro de la Iglesia con el mundo moderno, que permitió la resolución de varios problemas y la superación de muchos malestares. La Iglesia católica, tras siglos de reticencias, aceptó la libertad de conciencia y la libertad religiosa, con la “justa autonomía de las realidades terrenas”, que incluyen la separación de iglesia y estado, y la autonomía de la ciencia.

En relación con la Biblia, la Revelación divina transmitida en ella se entiende como la autocomunicación de Dios al ser humano, que alcanza su plenitud en Jesucristo (DV, n.2). El énfasis está en la relación interpersonal, y no en la transmisión de un conjunto de enunciados inmutables con un significado unívoco. El método histórico-crítico es asumido por el Concilio y bien sintetizado: el lector contemporáneo debe buscar el sentido que los autores sagrados en determinadas circunstancias, según las condiciones de su tiempo y de su cultura, pretendieron expresar utilizando los géneros literarios entonces empleados. Hay que tener en cuenta los modos específicos de sentir, decir o narrar que se usaban en su época, así como los modos que se usaban con frecuencia en las relaciones entre los hombres de aquella época (DV, n. 12).

Hay un nuevo tono mucho más positivo hacia la confianza y la colaboración. El Concilio reconoce que las investigaciones y descubrimientos recientes en las ciencias, la historia y la filosofía plantean nuevos problemas, que tienen consecuencias para la vida y requieren nuevos estudios por parte de los teólogos. En la acción pastoral de la Iglesia se deben conocer y aplicar no sólo los principios teológicos, sino también los datos de las ciencias profanas, especialmente la psicología y la sociología, para que los fieles sean conducidos a una vida de fe más pura y adulta. Se exhorta a los fieles a vivir en estrecha unión con los demás hombres de su tiempo, y a comprender bien su manera de pensar y de sentir, que se expresa a través de la cultura. Que sepan conciliar los nuevos conocimientos científicos y sus últimos descubrimientos con las costumbres y la doctrina cristianas. Que la práctica religiosa y la rectitud moral acompañen en los fieles el conocimiento científico y el progreso técnico, para que sean capaces de apreciar e interpretar todas las cosas con auténtico sentido cristiano (GS, n. 62).

  En el mensaje final del Concilio, se exhorta a los hombres dedicados al pensamiento y a la ciencia a considerar que quizás nunca como hoy, por la gracia de Dios, ha sido tan acogida la posibilidad de un acuerdo profundo entre la verdadera ciencia y la verdadera fe, sirviendo una y otra a la única verdad. Que este precioso encuentro no sea impedido (PAULO VI, 1965).

Cabe señalar que, al reconocer en las ciencias profanas una importante ayuda para una vida de fe más pura y adulta, está implícito el riesgo de desatender estas ciencias, contribuyendo a una fe menos pura y menos adulta. Con los nuevos vientos conciliares de acercamiento y reconciliación, Pablo VI, en 1966, puso fin al Índice de Libros Prohibidos.

Años más tarde, durante el pontificado de Juan Pablo II, se dio un importante apoyo a la investigación científica, especialmente a través de visitas a centros de investigación y pronunciamientos dirigidos a los científicos. La más importante de ellas es una carta escrita en 1988 al director del observatorio astronómico del Vaticano, el jesuita George Coyne, con motivo del tricentenario de la publicación de la Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Newton.

El Papa dice que es necesario que el cristianismo, las grandes religiones y la comunidad científica entablen un diálogo que supere la fragmentación de la cultura moderna, hacia una visión unificada. Esta unidad es la que nos permite dar sentido a la realidad y a la vida. Enfatiza que la ciencia es ciencia y la religión es religión, cada una con sus principios y procedimientos. Que la teología no profesa una pseudociencia, y que la ciencia no es inconscientemente una teología. El cristianismo tiene sus propias fuentes de justificación dentro de sí mismo y no espera que la ciencia sea su base apologética. Y advierte a los teólogos contra el uso apresurado de teorías científicas con fines apologéticos. La ciencia está ahí, desafía a la teología, y su visión del mundo es inevitablemente asimilada por los cristianos, observa Juan Pablo II. Que lo hagan con profundidad y perspicacia, no de una manera acrítica y superficial, no de una manera que humille el evangelio y avergüence a los cristianos ante la historia. La ciencia puede purificar la religión del error y la superstición, y la religión puede purificar la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos (JUAN PAULO II, 1988).

El aislamiento de ambas, por lo tanto, es mutuamente perjudicial. El uso de la ciencia puede ser masivamente destructivo, y las posiciones de la religión pueden ser oscurantistas y estériles. Cada una puede aportar a la otra un horizonte más amplio, para el bien de todos. Otro aporte importante de este Papa fue un documento de la Curia romana sobre la interpretación de la Biblia. En él refuta, con sabiduría y firmeza, la lectura fundamentalista de la Sagrada Escritura.

Esta lectura asume que la Biblia, siendo la Palabra de Dios inspirada y libre de errores, debe ser leída e interpretada literalmente en todos sus detalles, excluyendo cualquier entendimiento que tenga en cuenta el crecimiento histórico  y el desarrollo del texto bíblico. Se opone así al uso del método histórico-crítico, así como a cualquier otro método científico. El fundamentalismo, con raíces en el principio de Lutero de sola Scriptura (solo las Escrituras), fue organizado más tarde por un amplio sector protestante que se oponía a la exégesis liberal. El nombre de este movimiento reactivo está directamente relacionado con el Congreso Bíblico Americano, realizado en 1895. Los principios del fundamentalismo son: la inerrancia verbal de la Escritura, la divinidad de Cristo, su nacimiento virginal, la doctrina de la expiación vicaria y la resurrección corporal en la segunda venida de Cristo. Esta lectura se difundió ampliamente en otros continentes, influenciando también a los católicos.

El enfoque fundamentalista tiende a tratar el texto bíblico como si fuera dictado palabra por palabra por el Espíritu Santo. Este enfoque es peligroso, advierte el documento, ya que es atractivo para las personas que buscan respuestas bíblicas a los problemas de su vida. En lugar de decirles que la Biblia no contiene necesariamente una respuesta inmediata a cada uno de estos problemas, este enfoque puede confundirlos al ofrecerles interpretaciones piadosas pero engañosas. El fundamentalismo invita, sin decirlo, a una especie de “suicidio del pensamiento”. Pone una falsa certeza en la vida, ya que inconscientemente confunde las limitaciones humanas del mensaje bíblico con la sustancia divina de ese mensaje (PCB, 1993, I. F).

El mismo documento romano evalúa el uso del método histórico-crítico, que pone de manifiesto, de forma diacrónica, el sentido expresado por los autores y redactores de la Biblia. Este método tiene límites, pues se restringe a la búsqueda del sentido del texto bíblico en las circunstancias históricas de su producción. No está interesado en otras potencialidades de significado, que se manifestaron en el curso de períodos posteriores de la revelación bíblica y de la historia de la Iglesia. Sin embargo, el método contribuyó a la producción de obras de exégesis y teología bíblica de gran valor. Con la ayuda de otros métodos y enfoques, abre al lector moderno el acceso al significado del texto de la Biblia, tal como se puede tener (PCB, 1993, I. A).

El diálogo entre fe y ciencia continúa con el Papa Benedicto XVI. Se comprometió a profundizar y releer el concepto de ley natural que, según la tradición judeocristiana, está “escrita en el corazón del hombre” y orienta sus juicios éticos (Rm 2, 14-16), indicando el bien a ser hecho y el mal por evitar. Para el Papa, la contribución de los científicos debe ser mayor que posibilitar el dominio humano sobre la naturaleza. Deben ayudar a comprender la responsabilidad del ser humano por su prójimo y por la naturaleza que le ha sido confiada. Así, es posible desarrollar un “diálogo fecundo entre creyentes y no creyentes; entre filósofos, juristas y hombres de ciencia”. Este diálogo también puede ofrecer al legislador un material precioso para la vida personal y colectiva (BENTO XVI, 2007).

Retoma el concepto patrístico de liber naturae (libro de la naturaleza). La Iglesia enseña que Dios, creando y conservando todas las cosas por el Verbo, ofrece a los hombres un testimonio permanente de sí mismo en la creación. Como el misterio de Cristo está en el centro de la Revelación divina, se debe reconocer que la creación misma, el libro de la naturaleza, también forma parte esencial de una sinfonía de muchas voces en la que el Verbo único se expresa. La creación nace del Logos, portando el signo indestructible de la razón creadora que la regula y guía (BENTO XVI, 2010b, n. 7-9). Esta certeza está expresada en los Salmos: “Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos; por el soplo de su boca todo su ejército» (Sal 33, 6). El libro de la naturaleza es uno e indivisible, ya sea respecto al medio ambiente ya sea respecto a la vida humana y su desarrollo integral (BENTO XVI, 2009, n. 51). El teólogo también tiene una mirada sobre la naturaleza investigada por el científico, buscando la racionalidad y la unidad que surgen de la razón creadora.

3 Cuestiones contemporáneas

Con todos los cambios que han tenido lugar en los últimos cien años, quedan cuestiones conflictivas. Una es la doctrina del pecado original, basada en los primeros capítulos de la Biblia. Todavía hoy se enseña que al principio de la historia humana hubo un hombre y una mujer creados en estado de santidad, exentos de la muerte y viviendo en armonía con la naturaleza circundante (CIC, 1992, n. 390 y 398-400) , en un entorno y en una situación tradicionalmente denominada “paraíso terrenal”. Esta doctrina se ha vuelto inadmisible para la ciencia. Teilhard de Chardin, basado en sus estudios paleontológicos, ya confió a principios de la década de 1920:

Cuanto más resucitamos científicamente el pasado, menos espacio encontramos para Adán y para el paraíso terrenal. […] No hay el menor rastro en el horizonte, no hay la menor cicatriz, que indique las ruinas de una edad de oro o nuestra amputación de un mundo mejor. (CHARDIN, 1969, p. 62-63)

El acceso a la fe cristiana para muchas personas está bloqueado por la enseñanza sobre el pecado original. Un ejemplo de ello es el filósofo del derecho Norberto Bobbio, uno de los más importantes en su campo en el siglo XX. Fue sensible a la dimensión religiosa del ser humano, que contempla y siente sus propios límites, sabiendo que la razón humana es una pequeña lámpara que ilumina un espacio diminuto frente a la grandeza e inmensidad del universo. Bobbio descubrió que “cuanto más sabemos, más sabemos que no sabemos”. El espacio de la conciencia humana se ha expandido enormemente, pero cuanto más se expande ese espacio, más consciente se vuelve la conciencia de la inmensidad que no conoce. Aun manteniéndose dentro de los límites de su propia razón, Bobbio tiene el “sentido del misterio”, común tanto al hombre de razón como al hombre de fe. La diferencia, para él, es que el hombre de fe llena este misterio con revelaciones y verdades venidas de lo alto, de las que Bobbio no puede convencerse. Una de estas verdades es el pecado original, esta culpa original y colectiva transmitida de generación en generación. Para él es algo sumamente primitivo, ligado a una concepción tribal (BOBBIO, 2000, p. 7-9).

El historiador Jean Delumeau, autor de un vasto trabajo sobre el miedo, la culpa en Occidente y la idea del paraíso, propone a las iglesias cristianas un urgente aggiornamento (actualización) sobre el pecado original. Que sea reconsiderada la enormidad atribuida a la primera falta: la pena de muerte y la culpabilidad hereditaria resultante. Es mejor hablar del “pecado del mundo” que Jesús viene a “quitar”, según el Evangelio de Juan (1,29), en el sentido de que todos nacemos en un mundo en el que ya existe el pecado. Un mundo en el que la maldad, el orgullo, la voluntad de poder y la concupiscencia se han acumulado desde el comienzo de la humanidad (DELUMEAU, 2007, p. 77-94).

A pesar de esta divergencia, en general, la actitud reciente de la Iglesia católica hacia el conocimiento científico es de respeto a su autonomía, fomento de la investigación y asombro ante los descubrimientos. La hostilidad y la desconfianza del pasado han dado paso a una colaboración dinámica. Sin embargo, en las ciencias aplicadas a la vida y su transmisión, la situación sigue siendo conflictiva debido a las prohibiciones de la moral católica. La oposición de la Iglesia a los medios anticonceptivos artificiales, la inseminación artificial y la fertilización in vitro no es aceptada por los no católicos e incluso por muchos fieles católicos. También en antropología existe divergencia sobre la comprensión de la creación del ser humano como hombre y mujer, y la diversidad sexual y de género (LIMA, 2019).

Conclusión

La Biblia y la ciencia son diferentes niveles de conocimiento. El libro sagrado de los cristianos es la fuente y el alimento de su propia fe y también puede ser leído provechosamente por los no creyentes. El mundo en el que viven los cristianos está profundamente moldeado por la ciencia y su lenguaje. No puede ser ignorada, ni en la comprensión de las Escrituras, ni en la elaboración de la teología, ni en el diálogo con la contemporaneidad, ni en el compromiso a favor de un mundo más justo y solidario. La ciencia siempre puede advertir a la religión contra el error y la superstición, y la religión siempre puede advertir a la ciencia contra las idolatrías y los falsos absolutos.

El relato científico del ser humano permite percibir que la persona humana está profunda e intrínsecamente interconectada con las demás criaturas del planeta, como hija de la tierra e hija del universo; y la persona humana tiene la dignidad y la responsabilidad particular de ser esa criatura en la que el universo alcanzó la autoconciencia (HAIGHT, 2012, p. 17). La ciencia y la fe pueden unirse en una profunda admiración por la creación y en el acto de alabar al Creador, siguiendo el ejemplo del astrofísico contemporáneo Enrico Medi, cuya causa de beatificación está en proceso. Él escribió:

Oh tú, galaxia misteriosa […] Te veo, calculo, comprendo, estudio y descubro, penetro y recopilo. De ti tomo la luz y hago ciencia, tomo el movimiento y lo hago sabiduría, tomo el brillo de los colores y lo hago poesía; Os recojo, estrellas, en mis manos y, temblando en la unidad de mi ser, os elevo por encima de vosotras y, en oración, os ofrezco al Creador, que sólo a través de mí podéis vosotras mismas adorar (MEDI apud BENTO XVI, 2010a).

Luís Corrêa Lima, PUC-Rio. Texto original en portugués. Enviado: 25/08/2022; Aprobado: 30/11/202e; Publicado: 30/12/2022

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