Índice
1 Introducción
2 La tradición judeo-cristiana
2.1 El Dios del AT
2.2 El Dios de Jesús en el NT
3 La inculturación: el gran desafío de la evangelización
4 El Dios trino de la fe cristiana
5 Perspectivas de la Teología Latinoamericana
6 Hacia una nueva imagen de Dios
1 Introducción
A la hora de comenzar una reflexión sobre “Dios” nos encontramos con una realidad muy singular: hablar de “Dios” no es lo mismo que hablar de cualquier otro objeto de reflexión científica. “Dios” no es en realidad un “objeto” junto a otros, un ente más entre los otros seres de este mundo finito. Se trata de un concepto que, en el ámbito de las religiones, pretende referir precisamente a aquella realidad que es distinta, porque es la realidad suprema. Con la palabra Dios se quiere nombrar aquello que constituye el principio y fundamento de todo; que brinda cierta inteligibilidad y sentido a todo el resto de la realidad.
De esta característica singular provienen dos primeras dificultades: por un lado, al no ser un objeto más de nuestro conocimiento, un ente propio de nuestro mundo sensible, pertenece al concepto mismo de Dios el poseer una dimensión de misterio, impenetrabilidad, trascendencia e infinitud. Obviamente, ello variará mucho de una religión a otra, de cómo cada una comprende y presenta a su Dios, pero puede decirse que en mayor o menor medida, la idea de Dios estará siempre acompañada de una cierta inefabilidad que le es propia.
En segundo lugar, otra dificultad sugerente, proviene del hecho de que, precisamente por tratarse del fundamento de la realidad y la existencia, se trata del ser ante el cual nunca puede pretenderse una actitud neutral, de total objetividad. Hablar de Dios siempre nos implica a nosotros mismos, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia, nuestra manera de entender el sentido y destino de la historia y de nuestra propia existencia.
Esas dificultades, sin embargo, no impiden que sea válido, posible e incluso insoslayable, plantearse la pregunta por un discurso racional sobre Dios. Y precisamente, ese es el objetivo de la teo–logía. Si la pregunta por Dios implica la pregunta por el fundamento último del mundo y del hombre, se trata sin duda de la pregunta más fundamental de todas, aquella que el hombre no puede dejar de formularse si quiere vivir su existencia con plenitud de sentido. (Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, 13ss.).
2 La tradición judeo-cristiana
Ahora bien, la reflexión sobre Dios, justamente por ser universal e implicar a todo hombre, no puede tener nunca una respuesta única, absolutamente neutra, universal y objetiva. A la hora de hablar de Dios no podemos hacerlo desde una mirada que abarque todas las perspectivas culturales y religiosas. Aquí sólo procuraremos brindar un primer acercamiento muy elemental y breve a la historia de la reflexión cristiana sobre Dios y su particular recepción en Latinoamérica.
Puede decirse que la religión cristiana se vio marcada desde sus mismos inicios por el encuentro entre dos tradiciones diversas: la cultura greco-latina y la cultura bíblica hebrea. Del entrecruzamiento de esas dos corrientes nacería, como una nueva síntesis, la cultura de Occidente (Cf. Zarazaga, Dios es comunión, 253). La prédica cristiana sería un motor y agente fundamental de esa nueva configuración religiosa y cultural.
2.1 El Dios del AT
La historia de Israel como pueblo es inseparable de la historia de su religión. Israel elabora su propia historia interpretando los sucesos que la jalonan desde la clave teológica de su relación con Yahvé. Esa clave hermenéutica, nos permite comprender que el AT no busca en realidad brindar una historiografía detallada ni una crónica precisa de los principales acontecimientos que determinaron el curso de la historia de Israel. Lo que pretende en realidad es testimoniar la fe en que toda la historia y la existencia misma de Israel solo se fundan en el misterio de su elección como pueblo de la alianza por parte de Yahvé. Yahvé, por libre designio de su amor y voluntad, habría decidido elegir a Israel para conducirlo hacia su liberación y su plena realización en un reino de paz, justicia y prosperidad.
Hoy sabemos que esa convicción de los orígenes no implicaba todavía una expresa confesión monoteísta. Probablemente, el culto a Yahvé fue llevado a Palestina hacia el año 1100 a. C. por algún grupo o tribu procedente del Sur, que se desplazaba huyendo de la dominación egipcia (ḥabiru / hebreos), buscando algún lugar donde asentarse con cierta seguridad y autonomía. Allí se habrían ido amalgamando con otras tribus y grupos que fueron adoptando el culto a Yahvé, probablemente atraídos por el perfil de ese Dios liberador que no se ponía del lado de los emperadores y poderosos sino de los pobres y oprimidos en busca de libertad y salvación. Puede que allí se funde la gestación de una suerte de memoria mítica colectiva que asociará los orígenes de Israel con la gesta de un éxodo milagroso logrado en virtud de los portentos salidos del poderoso brazo de Yahvé. (Cf. Albertz, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento, 83-174; Liverani, Más allá de la Biblia, 49; Römer, The Invention of God, 82ss.).
Las características de ese Dios, insuficientemente conocido, debieron ir explicitándose poco a poco, a lo largo de la historia y la reflexión teológica de Israel. Muy probablemente, en los comienzos, Yahvé fue comprendido como el Dios de una precaria mancomunidad de tribus pero sin excluir la adoración de otros dioses y cultos vinculados a la memoria de los antepasados y las prácticas cultuales propias de la vida agraria y pastoril. Las prácticas adivinatorias, los cultos astrales, la veneración a alguna divinidad femenina asociada a la fecundidad, etc., eran habituales en aquel entorno cultural del medio Oriente. Parecía obvio, además, que cada pueblo tuviera sus propios dioses y cultos, identificados con los intereses y la cultura de la propia etnia, clan o nación. (Cf. Albertz, 174ss.).
Fue a través de los avatares de la propia historia que Israel fue reelaborando la comprensión de su Dios. (ver la apretada síntesis de Römer, 246ss). Las religiones de los pueblos vecinos, le sirvieron de marco de referencia para incorporar o rechazar en Yahvé los rasgos que ellas atribuían a sus propios dioses. Si durante la época monárquica la teología oficial comenzó a pensar que Yahvé debía ser adorado como Rey de los dioses y demás seres de la corte celestial, como poderoso Señor de los Ejércitos (Yhwh Şeba’ot) (Cf. Albertz, 197ss.; 219ss; 243ss.; Römer, 136s.); más adelante debería revisar esos aspectos ante el estrepitoso fracaso de ese proyecto político.
También durante el exilio babilónico, los teólogos de Israel debieron realizar un enorme esfuerzo por reinterpretar la historia para tratar de comprender los misteriosos designios de Yahvé y dilucidar cómo lograría ahora conducir a Israel hacia el pleno cumplimiento de su promesa. Allí, al tiempo que la fe en Yahvé y la fidelidad a su alianza fue convirtiéndose en el principal símbolo de la identidad israelita, fue extendiéndose la comprensión de su campo de acción: si Yahvé es capaz de cumplir sus promesas, si puede realmente liberar a su pueblo, puede entonces conducir los destinos de la historia. La introducción de esa idea de un “código de la alianza” dictado directamente por Yahvé a Moisés, comenzó a convertirse en el argumento fundamental de la teología yahvista: La historia de Israel, el fracaso de los Reinos del Norte primero y del Sur después, la destrucción del templo y el exilio, todo podía explicarse en virtud de la infidelidad, del pueblo o de sus dirigentes, a Yahvé y su alianza. (Cf. Abertz, 471ss.; Liverani, 271ss.).
Pero esa misma alianza recordaba, a su vez, las promesas y la misericordia de Yahvé. Había que seguir confiando en que Dios no se olvidaría de su pueblo. Si Israel volvía a abrazarse a la Torah, si volvía a cumplir sus leyes y preceptos, obedeciendo y amando solo a Yahvé, sin duda que podía confiar en una restauración de las promesas en una forma aun superior a la anterior.
Fue así que en época del exilio y frente al inminente fin del imperio asirio, comenzó a gestarse la idea de que Yahvé volvería a intervenir en la historia, enviando un nuevo mesías mediador, que volvería a liberar a Israel a través de un nuevo éxodo que le permitiría retornar a la patria y reconstruir el templo. Los capítulos del Deuteroisaías son particularmente indicativos de esta perspectiva teológica. (Cf. Is 40-55) (Cf. Albertz, 528ss.).
Con determinación creciente la fe de Israel fue reconfigurando su esperanza en torno a la convicción de que si Yahvé puede intervenir en el curso de la historia, en cualquier momento y en cualquier lugar es porque en realidad Yahvé no es solo el Dios de Israel sino que es el único Dios, el creador y Señor de todos los pueblos de la tierra (Cf. Römer, 252ss.; Albertz, 655ss.). Así, a través de muy distintas tradiciones, memorias y narraciones mitológicas, reelaboradas aumentadas y corregidas una y otra vez, Israel fue arribando a una identificación cada vez más plena de Yahvé con la esencia misma de la divinidad: “Solo yo soy Yahvé. No hay otro Dios fuera de mí.” (Dt 4,35; 32,39; Is 43,10-11; 44,6-8; 45,6.18.21). La fe en Yahvé lograba explicitar así, después de siglos, su natural tendencia monoteísta (Cf. Römer, 218s.).
Desde esa perspectiva teológica más universalista, la misión y vocación de Israel también debieron ser reelaboradas para poder comprender su rol y el sentido de su elección. La viejas profecías sobre un rey mesías, descendiente de David, que vendría a inaugurar un reino de paz y prosperidad, cobraban ahora un nuevo significado: era en realidad Israel, como siervo sufriente, quien a través de su propia experiencia histórica de pecado, fracaso y humillación, había sido elegido y purificado para constituir una nación santa y sacerdotal, que con su fidelidad y amor a Yahvé se convirtiera en luz de las naciones, y ejerciera así la mediación universal que condujera a todos los pueblos a someterse al reinado definitivo de Yahvé. (Cf. Albertz , 805ss.).
A la vuelta de los deportados las cosas no fueron como se esperaba. Israel no logró realizar el reino de paz y justicia que avizoraba. Una última cuestión se plantearía entonces a la fe de Israel. Si Dios es el misericordioso Señor de la historia, ¿por qué permite este mundo de injusticia y opresión? ¿Por qué no premia a los buenos y castiga a los malos? ¿Por qué siguen sufriendo los pobres y son los ricos los que parecen gozar de la bendición de Dios? La teología cobraría entonces una nueva direccionalidad en la que se irían amalgamando expectativas apocalípticas y escatológicas (cf. Is 24-27; Dn 2-7). (Cf. Albertz, 783ss.). La acción de Yahvé no tiene por qué limitarse a los estrechos márgenes del mundo y de la historia. Si Yahvé es el Dios creador del universo, si él ha creado al hombre “a su imagen y semejanza”, ha sido para tratarlo como un hijo, para protegerlo y hacerlo partícipe de su vida y su eternidad. La idea de una retribución personal de los justos se iría transformando así en la esperanza explícita de una resurrección de los muertos, por la que Dios, vencedor de la muerte, concedería la vida eterna a los pobres y justos de Yahvé (Is 25,8; 26,19; 2 Mac 7,9; 12,43-46, y Dn 12,2-3). (Cf. Albertz, 800ss.).
En Daniel, la espera de esa intervención divina, toma figura humana en un enviado, un mesías mediador celeste, que vendrá sobre las nubes del cielo a instaurar el reinado definitivo de Yahvé (Dn 7,13-15). (Cf. Albertz, 818s.).
2.2 El Dios de Jesús en el NT
Es en el marco de esta comprensión de Dios y de estas expectativas históricas que hay que ubicar la fe cristiana. (Para lo que sigue, ver Kessler, Cristología, 316-384). El cristianismo nació de la convicción de que Jesús de Nazaret era el Mesías esperado por algunos grupos en Israel, pero en el que Dios ha cumplido sus promesas de una manera muy superior a todo lo esperado: A pesar del rechazo de Israel, que condenó y crucificó al Mesías, Dios lo ha resucitado y sentado a su derecha en la gloria para reinar con él. La vida y la muerte de Jesús, su persona misma, ha quedado así definitivamente asociada al plan de salvación de Dios y su plena realización escatológica. El acontecimiento Jesucristo llegaría por ello a ser comprendido como plena autorrevelación escatológica del mismo Dios. (Cf. Kasper, Jesús el Cristo, 151-196; Schillebeeckx, Jesús. La historia de un viviente, 99ss.)
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo pudo Jesús de Nazaret, ser elevado a una condición propia de lo divino que era exclusiva de Yahvé? Su resurrección y glorificación a la derecha de Dios han mostrado que el Mesías no era solo un hombre elegido sino el mismo Hijo de Dios, enviado desde el seno del Padre como Palabra y Logos de Dios (Jn 1,1-3). (Cf. Pannenberg,Teología Sistemática I, 286ss.; II, 361ss., 371ss.). Los evangelios nacen precisamente como un modo de explicar narrativamente, y ahora en griego, esta venida del Hijo de Dios a la historia de los hombres y su retorno al reino de los cielos. En él se cumple la salvación anunciada y se realizan las promesas de Yahvé de un modo definitivo, inesperado, supereminente y universal.
Entregando su vida al Padre en la cruz, el Hijo ha entregado al mundo su Espíritu para invitar y conducir ahora a toda la humanidad como un nuevo pueblo de Dios hacia su destino definitivo y escatológico como Reino universal y eterno del amor del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Cf. Pannenberg, I, 289ss.).
Se produce así una honda transformación en la comprensión de Dios. Si el AT confesaba a Yahvé como un Dios que es uno, único y absolutamente trascendente, ahora ese Dios se ha mostrado siendo uno como amor trino, como amor de Padre, Hijo y Espíritu Santo que llama a los hombres a insertarse en esa dinámica del amor. En el Hijo encarnado el Dios trascendente asume un rostro, se hace parte de la historia, se hace verdaderamente hombre para mostrar que Dios asume en sí mismo el dolor y la suerte de los pobres y condenados de este mundo, y se identifica con su destino para transformarlo en vida y resurrección.
3 La inculturación: el gran desafío de la evangelización
La fe cristiana nacería así profundamente marcada por un difícil desafío: ¿Cómo predicar a un Dios que es uno pero que se ha manifestado como siendo Padre, Hijo y Espíritu Santo?
La dificultad de semejante prédica puede comprenderse si se tiene en cuenta que los primeros cristianos debieron predicar su fe en el escenario de unas comunidades culturalmente forjadas en el encuentro entre el rígido monoteísmo judío y la cultura griega marcada por el sesgo decididamente unitario de la racionalidad griega.
La cultura religiosa de las comunidades de origen judío suponía, como vimos, que Dios debía ser comprendido como absolutamente uno y trascendente. Jamás se puede ver su rostro, ni siquiera mencionar su nombre.
El pensamiento griego, por su parte, también había fundado su comprensión del universo sobre la idea de un único principio, un único arkhé, un único fundamento metafísico de lo real: más allá de este mundo sensible, cambiante y pasajero, tiene que haber un fundamento inmutable y eterno que sea su razón y sentido. Sólo así puede explicarse la constante permanencia del ser en un mundo físico en que todo cambia, pasa y muere. El mundo de las ideas de Platón, el mundo de lo eterno, del bien y lo perfecto, se convertiría en Aristóteles en la afirmación de una sustancia suprema, racional e inmaterial, un primer motor inmóvil, perfecto, sin necesidad de movimiento ni de cambio. Ese es el fundamento, la causa final perfecta, que permite comprender el orden que rige en el universo, a pesar de su enorme multiplicidad, caducidad y contingencia. Así, en la cosmovisión griega, la idea de lo divino quedaba asociada a la de una unidad primera absoluta, eterna e inmutable, que no sufre ninguna alteración ni devenir.
Por muy distinto que fuera el comportamiento apático del Primer motor inmóvil griego con respecto al comprometido Dios personal, fiel y misericordioso del AT, ambos coincidían en ser concebidos como una unidad absoluta, el único fundamento absolutamente uno de todo. (Zarazaga, Dios es comunión, 253ss.).
¿Cómo predicar en ese contexto a un Dios que es proclamado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se conmueve y se involucra en la historia de los hombres al punto de encarnarse, hacerse verdadero hombre y morir en la cruz?. Tal afirmación no podía ser comprendida sino como necedad y locura para griegos y judíos (1 Co 1,23). Todo el Nuevo Testamento puede ser comprendido a la luz de este contexto y este desafío impuestos por el rígido monoteísmo judío y la necesidad de un fundamento único propio de la racionalidad griega.
4 El Dios trino de la fe cristiana
Es en ese escenario cultural que el cristianismo debió intentar explicar y explicarse a sí mismo la particular y novedosa comprensión de Dios que brotaba de su fe. Si se proclamaba la fe en Cristo como Hijo de Dios muerto y resucitado, si se bautizaba en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19), era una tarea teológica insoslayable dar cuenta de cómo articular la afirmación del Dios uno con esa confesión trinitaria.
La teología de los primeros siglos estaría marcada por esta búsqueda. Los dos primeros grandes concilios (Nicea en el 325 y Constantinopla I en el 381) estuvieron destinados a responder a problemas netamente trinitarios, surgidos precisamente de intentos fallidos de armonizar la unicidad de Dios con las diferencias que implicaba proclamarlo como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esos errores provenían, fundamentalmente, de salvaguardar la unicidad de Dios mostrando que el Hijo y el Espíritu Santo no son propiamente Dios en el mismo sentido y nivel que el Padre. Los Concilios salieron al cruce de esas desviaciones afirmando que Padre, Hijo y Espíritu Santo son coeternos y de la misma naturaleza divina (–> ver voz “Trinidad”). La discusión se planteó en los términos conceptuales propios de ese entorno cultural ya fuertemente influenciado por la terminología griega. En el marco de ese sistema conceptual los concilios buscaron sin embargo, salvaguardar la fe de esa rígida racionalidad griega. Así quedó definido que Dios ha de ser concebido como “una única substancia o esencia” (ousía), una única naturaleza (physis), pero en la cual subsisten tres relaciones verdaderamente distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Para explicar qué son estos tres se diría que las relaciones divinas, internas a la única substancia, dan origen (eterno) a tres subsistencias o personas distintas (tres hypóstasis o prósopa).
La historia de la comprensión de Dios en Occidente estaría marcada por esta teología fruto del encuentro entre el monoteísmo hebreo y la racionalidad griega que, a pesar de sus muchas diferencias, tenían en común, como dijimos, el primado absoluto de la unidad por sobre la diferencia. Ambos razonan a partir de un principio irreductiblemente uno que es fundamento y razón única del universo finito.
En el año 380, con la conversión del Imperio Romano al cristianismo, terminaba de consolidarse un imaginario que comprende el mundo como fundado en un origen divino único y destinado, a pesar de toda su aparente pluralidad, a formar una estructura única y unitaria. La teología cristiana desde los Santos Padres hasta la baja Edad Media, pasando por los grandes Capadocios, Agustín y Tomás de Aquino, consistió en la explicitación y profundización de estos supuestos básicos.
En ese proceso, podría decirse que hasta el siglo XV, la teología Occidental asumió en lo fundamental el imaginario piramidal de un mundo, una sociedad y una Iglesia verticalmente concebidos, cuya unidad se fundaba en la figura superior de un único Dios, Creador y Padre del universo. El Papa era en la tierra el vicario de su Hijo y el Emperador su brazo político y administrativo. La unidad del Uni-verso (versus ad unum), la sociedad y la Iglesia, tenía su fundamento en la única substancia metafísica divina. Un cierto patrocentrismo, representado en el ícono de un Pantocrator imponente, sentado sobre su trono y munido del bastón de mando, resultaba afín a este imaginario cultural. En ese escenario, las figuras del Hijo y el Espíritu Santo tendían a ocupar un lugar algo derivado y segundo con respecto al Padre, a pesar de que todas las definiciones conciliares procuraban evitarlo.
La modernidad trajo consigo un giro significativo. Los descubrimientos de Copérnico, Galileo y Kepler significaron un cambio radical en la comprensión del universo. A pesar de las apariencias, no es la tierra el centro del cosmos, sino que es ella la que gira alrededor del sol. La realidad no es tan obvia, transparente y objetiva como pretenden los sentidos. Los relatos de Marco Polo, los descubrimientos de Colón, mostraban que el mundo, la cultura y la religión eran mucho menos uniformes y homogéneos de lo que se suponía. La Biblia mostraba no poder revelar todos los secretos del universo. Las ciencias y el conocimiento avanzan revelando siempre nuevos aspectos y dimensiones de la realidad. Si el sol y su luz son el centro de nuestro universo, el hombre y la luz de su razón son el centro y el motor del saber y el conocer. (Cf. Zarazaga, El Redescubrimiento de la Trinidad, 20ss.)
El sujeto adquiría así una nueva centralidad fundada en la potencia de su razón, autonomía y libertad. La evolución filosófica de Occidente se verá profundamente afectada por este nuevo giro copernicano hacia una comprensión crítica y progresiva de la realidad. En la teología cristiana, este imaginario se manifestaría en una comprensión de Dios no ya como esencia o substancia primera sino como sujeto absoluto y suprema libertad. La reforma protestante liderada por Lutero en el siglo XVI, puede entenderse a la luz de estas nuevas tendencias que venían a cuestionar una comprensión excesivamente metafísica y substancialista de Dios y de la naturaleza de la iglesia. A su vez, su comprensión más pesimista del hombre y su libertad, despertarían en la contrarreforma la necesidad de una tematización más honda de una antropología cristiana que repensara la relación Creador-creatura, el sentido de la historia, y la relación entre razón, fe y libertad humana. Desde esta luz puede comprenderse la evolución del pensamiento filosófico occidental desde Descartes a Hegel y desde Nietzsche a Heiddegger. ¿Cómo puede haber lugar para la libertad humana si está sometido a un Dios que es sujeto absoluto, absoluta libertad y soberanía? El ateísmo de los siglos XIX y XX expresa mucho de esas preguntas y sospechas. Si bien la Iglesia católica se resistió en gran medida al influjo de estos pensadores, sus planteos y desafíos fueron configurando un nuevo escenario cultural que exigía una profunda reelaboración de la teología cristiana y su modo de dar cuenta de su comprensión de Dios. La teología, que es siempre reflexión sobre la fe de la Iglesia pero desde las coordenadas propias y cambiantes de cada época y cultura, sintió el impacto de este cambio en la comprensión del universo. Fuertes impulsos de renovación espiritual, litúrgica y pastoral comenzaron a manifestarse en muy distintos ámbitos de la vida eclesial. Importantes teólogos de gran renombre y prestigio (sobre todo del ámbito francés y alemán) asumieron el desafío de repensar la teología desde las nuevas coordenadas. La labor teológica de pensadores como Teilhard de Chardin, Chenú, Congar, de Lubac y K. Rahner, entre otros, pronto hicieron sentir su influjo. La conciencia de la necesidad de una urgente reacción renovadora fue extendiéndose como un impulso imparable hasta desembocar en la convocatoria del Concilio Vaticano II. Gracias al Concilio, la teología se haría cargo de que incluso la comprensión de Dios necesitaba ser reelaborada y expresada desde un nuevo sistema de categorías. La discusión trinitaria del siglo XX fue testigo de este intenso proceso de reelaboración teológica. Mientras algunos autores continuaban afirmando la necesidad de postular la verdadera existencia una substancia divina única, otros sostenían que era imprescindible superar esas viejas categorías abstractas de la metafísica para entender a Dios en la nueva clave subjetiva: Dios no es una lejana y difusa esencia divina sino el sujeto de su propia revelación (K. Barth), que se autocomunica de manera concreta y personal en la economía de la salvación (K. Rahner). Otros teólogos, por su parte, vieron aquí el influjo de la filosofía moderna y el peligro de reducir la Trinidad de personas a la identidad de un único sujeto absoluto. Surgía así una nueva tendencia teológica que procuraba pensar a Dios en clave intersubjetiva, como realidad relacional y propiamente interpersonal (H. U. von Balthasar, J. Moltmann, W. Pannenberg).
Para comprender estas nuevas tendencias y propuestas es necesario tener en cuenta que surgieron en el contexto epocal de un cambio radical en la comprensión del universo. En efecto, el siglo XX, nacía de la mano de una verdadera revolución científica. La teoría de la relatividad de Einstein significó un nuevo giro copernicano, una profunda transformación de la comprensión newtoniana del mundo. El universo no es, como se pensaba, un gran contenedor, un espacio tridimensional vacío en el que se ubican los planetas como cuerpos autónomos que ejercen cada uno, en virtud de la densidad de su propia masa, una fuerza de atracción llamada gravedad. Por el contrario, el universo no puede ser comprendido sino es incorporando también la dimensión temporal y relacional. El espacio es también materia. En él todo se encuentra en relación, intercambio y movimiento. La velocidad y las dimensiones son siempre relativas a la ubicación y el movimiento del observador. El universo se representa ahora más como un espacio en redes, un tejido en la que el peso de los cuerpos curva el espacio alterando la trayectoria de los cuerpos vecinos. La luz no está allí donde se la ve. Viaja en realidad a través de millones de años haciéndonos ver ahora imágenes de una configuración estelar que ha cambiado hace mucho tiempo ya. La teoría de la relatividad vino así a transformar de manera profunda y definitiva nuestra manera de comprender el mundo, la realidad, al hombre y su evolución.
5 Perspectivas de la Teología Latinoamericana
Frente a este panorama, el Concilio Vaticano II propuso el desafío de una más atenta lectura de los signos de los tiempos. Era fundamental para ello fortalecer el rol de las iglesias particulares. Sólo así podría asumirse el nuevo impulso misionero que renovara un diálogo inculturado con el mundo.
Ahora bien, en América Latina la recepción del Concilio se haría desde sus propias coordenadas históricas y culturales. Allí el problema central no estaba dado por el desafío del ateísmo y la secularización sino por los cuestionamientos de una realidad marcada por una escandalosa injusticia social y el espectáculo de grandes mayorías sociales sumidas en la miseria y la marginalidad. Esa situación de fuerte exclusión social, de falta de educación, medios y oportunidades, en un continente que se proclamaba inminentemente católico, se transformó en un desafío insoslayable para la Iglesia y la teología. La lectura de los signos de los tiempos no se centró entonces en el diálogo con la increencia sino en la opción preferencial por los pobres (Cf. Codina, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, 17ss.). La obra de Gustavo Gutiérrez, “Teología de la liberación” aparecía en 1971, apenas 6 años después de la finalización del Concilio. En el aspecto específicamente referido al tema de Dios y la Trinidad, la teología de la liberación pondría el acento en el compromiso de Dios con la historia, su identificación con los pobres y su disponibilidad para asumir el dolor y la muerte en el camino de la liberación y la redención. La gesta de la liberación de Egipto y la solidaridad del Jesús histórico con la suerte y el destino de marginación y muerte de los más débiles, fue el modelo inspirador para comprender el cristianismo como llamado a construir el reino de Dios como reino de justicia, solidaridad y reivindicación de los pobres. Para Gutiérrez, la teología es reflexión sobre la fe desde la praxis de la liberación, y es esta perspectiva de la liberación la que ofrece el punto de partida adecuado para una reflexión teológica que permita comprender integralmente y en profundidad el mensaje evangélico desde América Latina. La obra de Leonardo Boff, Jon Sobrino, Ignacio Ellacuría, Lucio Gera, Juan Carlos Scannone y muchos otros es testimonio de la continuidad de esa nueva perspectiva de la teología latinoamericana que se comprendía a sí misma desde el compromiso con el destino de un pueblo empobrecido.
6 Hacia una nueva imagen de Dios
Puede decirse que también ese enfoque está pasando en la actualidad por un significativo proceso de transformación. Una nueva sensibilidad y apertura exigen hoy escuchar la voz y los reclamos de otros grupos y sectores discriminados: los derechos de los pueblos originarios, de la mujer, del niño, del inmigrante, del discapacitado, llaman hoy a asumir la realidad de una amplia diversidad de perspectivas, identidades e intereses como un nuevo signo de los tiempos. La categoría de “pueblo” o “pobres” pareciera resultar ya hoy insuficiente para captar la riqueza de ese paisaje plural y policromático. Pero se trata en realidad de una característica epocal que trasciende largamente el ámbito latinoamericano. La globalización, a pesar de todos sus peligros y ambigüedades, ha traído consigo una nueva sensibilidad, una nueva conciencia planetaria que llama a atender no sólo a los pobres sino también a los diferentes, los excluidos, a otros sectores y grupos humanos que reclaman integración y participación.
La teoría de la relatividad, implicó, como hemos dicho, un giro copernicano en la manera de comprender el mundo y el conjunto de lo real. La teoría del Big Bang, los descubrimientos realizados en el campo de la física atómica, la mecánica cuántica de campos y los progresos tecnológicos que a partir de allí se fueron desencadenando en el área de la comunicación y la informática, implicaron un cambio radical del imaginario colectivo. El fundamento último de lo real deja de estar vinculado a un puro uno, a-relacional, solitario y autónomo. La realidad comienza a ser concebida como un conjunto de estructuras profundamente complejas, signadas por la dualidad ondo-corpuscular, la intrínseca vinculación entre materia-energía y tiempo-espacio como dimensiones inseparables, constitutivamente vinculadas en todo lo real.
Así, todo lo real es siempre sistema, relación e intercambio, tanto en su propia composición interna como en su vinculación ad extra. Los nuevos modelos atómicos, han traído aparejada la idea de un mundo donde todas las partículas, cargas y energías, existen y actúan siempre en el juego de un intercambio de fuerzas que las mantiene relacionadas, unidas y separadas a la vez, siempre en movimiento e interactuando en el contexto de un campo dinámico abierto por ellas mismas. Campo y partículas se implican en simultaneidad relativa. La realidad es comprendida entonces como una red donde lo singular y el sistema se implican simultáneamente en el todo vinculado y vinculante de lo real. Todo lo real es relativo, es decir, constitutivamente relacional y comunicativo. (Cf. Zarazaga, Hablar de Dios en el nuevo escenario científico y cultural, 143ss.).
Obviamente, este cambio científico y cultural, esta nueva comprensión del mundo y la realidad, requiere también una reformulación teológica de nuestra comprensión de Dios. Si bien Dios y la fe no cambian, sí cambian los conceptos e imágenes con que los entendemos, explicamos y transmitimos. En este sentido, el carácter constitutivamente trinitario de la comprensión cristiana de Dios adquiere hoy una mayor inteligibilidad y sentido. Dios no puede ser ya comprendido como un ser aislado, como un puro uno, concebido como a-relacional, que fuera un solitario amor de sí. Desde aquí se entiende por qué los teólogos comenzaron a dejar atrás la idea de Dios concebido como substancia una e inmutable. Tampoco la idea de Dios como sujeto absoluto, solitario y autónomo parece ya acorde con esta creación constitutivamente plural y relacional. Sólo un Dios que es constitutiva relacionalidad perijorética interpersonal puede fundar la unidad del mundo en su misma diversidad.
Que Dios es trino significa que él es en sí mismo relación comunional de amor, comunicación de amor como unidad en la diferencia y diferencia sólo posible en la unidad indivisible del amor infinito. Que Dios es trino significa que el origen y fundamento mismo de todo lo real es un Dios que es amor como comunicación e intercambio, en el que Padre, Hijo y Espíritu Santo realizan el amor como donación y recepción infinita de sí, desde y hacia el otro distinto de sí. Cada uno realiza esa donación y recepción de sí de una manera única, irrepetible e irreemplazable. El Padre como amor parental, el Hijo como amor propiamente filial, el Espíritu como el agápico amor horizontal. Unidad, alteridad y comunicación de amor se implican e incluyen mutuamente en el origen fontal divino de todo lo real. Es esa comunión divina la que crea y funda el mundo como ámbito, espacio y red de intercambio de dones y vida donde todo adquiere su propia identidad única e irrepetible en virtud de su propia participación comunicativa. Porque Dios es amor y es comunión es que sigue vigente la intuición de la teología latinoamericana: la fe implica siempre la búsqueda de una justicia que es sinónimo de plena inclusión social, de participación e intercambio de dones para una vida propiamente humana y comunicativa, fundada en un Dios que es uno porque es communio, él es el infinito intercambio perijorético del amor interpersonal trinitario. (Cf. Zarazaga, Dios es comunión, 302ss.).
Gonzalo Zarazaga, SJ. Facultad de Teología del Colegio Máximo de San José, Argentina. Texto original en Español.
Referencias bibliográficas
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KESSLER, H., “Cristología”. En: TH. SCHNEIDER (dir), Manual de Teología Dogmática. Barcelona: Herder, 1996, pp. 295-506.
RAHNER, K., Advertencias sobre el tratado dogmático “de Trinitate”. En: Escritos de Telogía IV, Madrid: Taurus, 1961, pp. 105-136.
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ZARAZAGA, G., “Hablar de Dios en el nuevo escenario científico y cultural”. En: Revista Teología, Buenos Aires, vol. 52/3, pp. 139-158, 2015.
Para saber más
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GRESHAKE, G., El Dios uno y trino. Barcelona: Herder, 2001.
GUTIÉRREZ, G., Teología de la liberación. Perspectivas. Salamanca: Sígueme 1972.
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