Mística de lo Cotidiano

Índice

Introducción

1 Lo cotidiano

2 ¿Qué es (y qué no es) la mística? Algunos malentendidos

3 Características específicas de la experiencia mística

4 Hacia una definición de mística de lo cotidiano

5 Francisco: De la mística popular a los santos de la puerta de al lado

6 Una mística cotidiana desde América Latina

 Introducción

Solemos definir a nuestro tiempo, como una época sedienta de espiritualidad. Se afirma también, con algún consenso, que nuestro tiempo rechaza las religiones con su carga de dogmas y compromisos éticos, pero valora la espiritualidad.

La mística queda en un campo impreciso, indeterminado, pero siempre atrae, en especial la experiencia de las personas a las que llamamos “místicos”. Aunque no comprendamos del todo su experiencia, sabemos que han vivido algo especial, algo diferente y más profundo que los ha conectado con el misterio de Dios.

Para evitar malentendidos desde el comienzo, debemos decir que, según mi opinión, la mística es una dimensión humana universal, que puede darse o no en un contexto religioso, aunque aquí nos referiremos específicamente a la experiencia mística cristiana. Espero poder explicitar esta idea en el texto.

La universal vocación a la santidad, proclamada por el Concilio Vaticano II (LG 39), nos induce a pensar que, si todos los bautizados estamos llamados a la santidad, (entendida como plenitud de la caridad), es lógico pensar que también estamos universalmente llamados a experimentar esa caridad de algún modo, a tener alguna experiencia de esa comunión. Hay autores que hacen señalamientos aún más precisos y audaces: “Todo bautizado y bautizada es un místico o una mística, aunque sólo tenga una experiencia latente y no refleja del misterio” (OLIVERA, 2002, p. 297; RUÍZ SALVADOR, 1978, p. 514-536).

Así como proclamamos la universalidad de la vocación a la santidad, estamos ante una “democratización” de la mística, con una experiencia que podría ser tan amplia como el número de bautizados y bautizadas.

Por otra parte, se ha insistido, no sin razón, en que el fenómeno místico no consiste principalmente en acontecimientos extraordinarios, que podrían darse pero que no forzosamente definen una experiencia como mística, ni son lo más importante de dicha experiencia, según lo afirman los mismos protagonistas. (VELASCO, 2007, p. 46).

Si no son personas extraordinarias, ni hechos extraordinarios los que definen la mística, esta experiencia puede formar parte de la vida cotidiana de personas ordinarias.

Esta entrada la organizaremos así: en primer lugar, luego de una breve definición de lo cotidiano, describiremos el hecho místico, señalando sus características y desarrollando qué se entiende por mística de lo cotidiano, para terminar con el aporte del Papa Francisco a esta cuestión.

1 Lo cotidiano

Según la Real Academia Española, lo cotidiano no es más que lo diario, lo que se da todos los días[1]. Lo cotidiano es lo de todos los días, lo que se repite, lo previsible.

El concepto de lo cotidiano, en parte estaba expresado en los Padres del Desierto a través de su noción de “celda”. La celda es ese esquema de diaria repetición de lo mismo, a partir del cual aprendemos a ser fieles a nuestra vocación y que es clave en la autenticidad de nuestra relación con Dios (MAZZINI, 2001, p. 423-436).

En la cultura moderna y posmoderna, lo cotidiano tiene en general una connotación negativa, de repetición y desgaste. No obstante, hay autores y autoras que propician un rescate de lo cotidiano (GERA, 1968, p. 153-167), proponiendo ese espacio como el aquí y ahora de nuestro encuentro con nosotros/as mismos/as, con los hermanos y con el Señor. Postulan también que lo cotidiano, para cada ser humano, expresa el contexto vital desde el cual se pronuncia e interpreta la realidad, de allí la importancia de conocer el universo cotidiano de las personas, para entender su aproximación al mundo y su comprensión de las encrucijadas vitales (ISASI-DÍAZ, 2003, p. 365-384).

2 ¿Qué es (y qué no es) la mística? Algunos malentendidos

La experiencia de la Vida podría ser la definición más breve de la mística. Se trata de una experiencia y no de su interpretación, aunque nuestra consciencia de ella le sea concomitante. No las podemos separar, pero las podemos y debemos distinguir […] Se trata de una experiencia completa y no fragmentaria. Lo que a menudo ocurre es que no vivimos en plenitud porque nuestra experiencia no es completa y vivimos distraídos o solamente en la superficie.

De ahí que la mística no sea el privilegio de unos cuantos escogidos, sino la característica humana por excelencia (PANIKKAR, 2005. p. 19).

Esta definición de Panikkar de la mística, en su sencillez y contundencia es sumamente profunda y reveladora. Notemos que se trata de una experiencia plena de la Vida, completa, holística. Una experiencia de la Vida con mayúscula, como fenómeno integral, integrador. Tal experiencia denota otro nivel de percepción y la posibilidad de tener esa percepción. Al hablar de plenitud de Vida, se trata de una experiencia de Dios o de lo Sagrado, que es el núcleo de la experiencia mística.

Otra definición que puede ayudarnos en nuestra aproximación es ésta:

Así pues, con la palabra mística nos referimos, en términos muy generales e imprecisos a experiencias interiores, inmediatas, fruitivas que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la experiencia ordinaria y objetiva, de la unión – cualquiera sea la forma en que se la viva – del fondo del sujeto con el todo, el universo, lo absoluto, lo divino, Dios o el Espíritu (MARTÍN VELASCO, 2003, p. 23).

Vamos por partes:

El término “experiencia” (WAAIJMAN, 2011, p. 571-573) puede ser utilizado en distintos sentidos; lo que se denomina en general por experiencia es un conocimiento inmediato de cosas concretas, por oposición a un conocimiento más abstracto y discursivo. El tema de la experiencia comienza a desarrollarse en la modernidad, con el interés por las ciencias positivas (experimentales) por aquellos saberes que pueden corroborarse por el contacto concreto y directo, de lo singular y presente. Con el tiempo, especialmente en el siglo XX, la experiencia designará un saber más integral, no solamente opuesto a lo abstracto, sino involucrándolo.

La experiencia no designa solamente los estados psicológicos internos, sino también el mundo exterior; además no describe sólo lo inmanente, sino también lo trascendente. Se nombra una situación global, total, a la vez vivida y reflexionada de un ser humano inmerso en el tiempo, pero abierto a la eternidad. También designa modalidades específicas y orientadas cada una a un objeto propio, de tal manera que podemos hablar de experiencia estética, moral, religiosa, etc.

La experiencia no es entonces algo puramente subjetivo, afectivo o inmanente, sino una realidad que nos abre al mundo, a los otros y a Dios.

Cuando hablamos de lo espiritual, trascendente o sagrado, puede haber distintos tipos de experiencias, distinguiremos al menos tres niveles para enfocar mejor nuestro tema:

La experiencia espiritual es una realidad humana que tiene que ver con la percepción y búsqueda del sentido, la conexión y la trascendencia. “Es un universal humano que nos caracteriza a todas las personas y que puede estar vivida y/o expresada, o no, a través de la religión” (MELLONI RIBAS, 2015, p. 39-43).

La experiencia religiosa, en cambio, es entendida como mediadora de una presencia, es la conciencia de la relación con Dios a través de pensamientos, sentimientos y actitudes en los que se percibe la relación con la trascendencia. Si la religión se define como la relación con el ser sagrado como tal, es precisamente la conciencia de esta relación, en todos sus aspectos, lo que constituye la experiencia religiosa. Dicha experiencia involucra un cuerpo de verdades, unas normas éticas y una comunidad que vive y celebra esa experiencia (MELLONI RIBAS, 2018, p. 27-30).

El núcleo de la experiencia mística tiene una nota distintiva: la inmediatez y la percepción de la bondad divina como algo en lo cual la persona se siente inmersa, sin intervención de su voluntad, al menos en el inicio de dicha experiencia (MARTIN VELASCO, 1999, p. 289-293). Veamos ahora sus notas diferenciadoras.

3 Características específicas de la experiencia mística

Es importante señalar que la experiencia mística está presente en todas las tradiciones religiosas. Enumeremos algunas notas que parecen ser las más importantes (MARTIN VELASCO, 1999, p. 319-356):

  • Experiencia de gratuidad, en la que la bondad de Dios actúa y la persona tiene una experiencia de fusión con lo trascendente o con Dios, de forma pasiva;
  • Experiencia íntima de realidades profundas y sobrenaturales, de la realidad como un todo, con orden radical y definitivo. Carácter holístico, totalizador y englobante, en el que el sujeto y el mundo entero se perciben como parte de ese orden general, pleno de sentido;
  • La experiencia tiene connotaciones afectivas y fruitivas. Hay un impacto emocional, que es vivenciado muchas veces en simultáneo con un profundo sentimiento de paz, de alegría, de gozo inexplicables y que no son asimilables a otras experiencias. Es una experiencia de simplicidad y sencillez;
  • Certeza y oscuridad. Certeza de la experiencia con todo lo que la misma comporta para el místico. Oscuridad, que se da al sobrepasar los límites de la capacidad humana de comprensión;
  • Es una vivencia que en general introduce una novedad en el conocimiento de lo trascendente o divino. Muchas veces se refiere la necesidad de ordenar la experiencia mediante el relato autobiográfico y la simbología expresiva;
  • La experiencia mística es en su esencia indecible, incomunicable. Se trata de una experiencia no mediatizada por el razonamiento discursivo, por el pensamiento ordinario, no se puede tematizar o pensar y por lo tanto no se sabe decir.

Nos detendremos en esta última característica por su relevancia para la mística de lo cotidiano: la imposibilidad de describir o definir con palabras lo vivido. En el cristianismo la experiencia mística es dependiente de la fe y su común denominador es la inefabilidad, es “nube”, es “tiniebla” como le gusta decir al pseudo-Dionisio, seguido por la tradición posterior. Tomás de Aquino dirá que el alma entra entonces en esta “tiniebla de la ignorancia… en la que nos unimos lo más posible a Dios, como dice Dionisio, y que es una nube en la que decimos que Dios habita” (TOMÁS DE AQUINO, I Sent.d.8q1 a.1 ad4).

Evidentemente el apofatismo es un elemento central de la experiencia mística. Quienes tienen alguna experiencia al respecto, no saben decirlo, porque tampoco saben explicar-se cómo es esta comunicación divina. Al mismo tiempo, no pueden negar la vivencia, que se recuerda en términos muy reales.

Así es, cuando los místicos experimentales (llamamos místicos experimentales a quienes, teniendo ellos o ellas mismas/os una experiencia mística, la describen) tienen o quieren narrar su experiencia de Dios, tienen siempre un momento que podríamos llamar “apofatismo de base”: no podemos hablar de Dios, porque en realidad no sabemos quién es Él y mucho menos podemos describirlo. El místico siempre nos va a decir que, ante todo Dios no es lo que él percibió y entendió, aunque sí lo es de modo sumo. Admirablemente lo enuncia Tomás de Aquino, una vez más dejándonos percibir de algún modo su propia experiencia mística: “In finem nostrae cognitionis Deum tamquam ignotum cognoscimus” (TOMÁS DE AQUINO, In Boetium de Trinitate q1 a2 ad1). Nuestro máximo conocimiento de Dios es re-conocerlo como ignoto, como desconocido por ser infinitamente luminoso y cognoscible, desmesurado para nuestra aprehensión tanto sensible como inteligible y volitiva.

De manera hermosa y pedagógica lo expresa Juan de la Cruz en la introducción al Cantico Espiritual:

…Porque ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde él mora, hace entender? Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden. Porque ésta es la causa porque con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con razones lo declaran. Las cuales semejanzas, no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los divinos Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura divina, donde, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas. De donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir; y así, lo que de ello se declara, ordinariamente es lo menos que contiene en sí (DE LA CRUZ, 1992, p. 571-572 Cántico Espiritual B, Prol 1).

Evidentemente, las almas “amorosas” a las que aquí se refiere el santo, son las que han tenido alguna experiencia mística. Nadie, ni ellas mismas, pueden decir lo que Dios les ha hecho entender (se trata de una comprensión que excede la inteligencia), ni sentir (excede los sentidos), ni desear (excede la capacidad de la voluntad). Aquí Juan da un paso más: como no pueden decir y ni explicar “ésta es la causa porque con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios…”

Es decir, los místicos y las místicas recurren al lenguaje simbólico que hay que entender y leer en el contexto y en la línea de afinidad espiritual en la que fueron dichas, que el santo llama aquí “sencillez de espíritu de amor e inteligencia”. De lo contrario todo parecerá un “dislate”, un disparate. Por eso usan “extrañas figuras y semejanzas”, nosotros diríamos: símbolos y metáforas.

Con estas sencillas palabras nos introduce el santo en el tema crucial del lenguaje para hablar de Dios. ¿Cuál es el más adecuado? R. Ferrara nos recuerda que:

“Dios” se declina y conjuga en múltiples lenguajes: en el oráculo del profeta, en la doxología y plegaria del salmista y en la sentencia del sabio, la cual se expande en el lenguaje articulado del teólogo en su discurso “narrativo y argumentativo” que, en orden a esa articulación, apela tanto a las analogías, con sus afinidades y correspondencias, como a las paradojas y los contrastes” (FERRARA, 2005, p. 27).

En esta vida Dios es conocido y denominado por vía de analogía y paradoja, aunque es inefable. Algunos nombres lo designan con propiedad, aunque de modo deficiente (FERRARA, 2005, p. 28-31. 93-94. 252-265).

Nuestras palabras son ineficientes para hablar sobre Dios y sobre la experiencia de Dios, aún la más común y universal (MERTON, 2008, p. 81-96). Es por eso que el lenguaje sobre esta experiencia está cargado de metáforas y símbolos. Esto ciertamente puede resultar un límite, pero también es una posibilidad, porque el místico, muchas veces con sus metáforas, está abriendo su experiencia a la nuestra, de la misma manera que un símbolo abre el significado de una realidad a nuevas percepciones. Sus experiencias, llaman, invitan, evocan las del lector.

La imagen simbólica se revela en la literatura religiosa particularmente apta para expresar realidades espirituales. Jesús, por ejemplo, es presentado como Pan de Vida (Jn 6:34) o Luz del mundo (Jn 8:12). Como imagen, el símbolo se desarrolla a través del contacto del hombre con el ambiente. En este sentido, el símbolo puede referirse al mundo más primitivo de la naturaleza, o al mundo más social, de la familia o de la técnica. Es propio del lenguaje simbólico partir de la imagen para pasar a otro nivel significativo: la montaña, por ejemplo, se convierte en símbolo del esfuerzo moral o espiritual.

El símbolo verdadero parte de lo concreto sensible para alcanzar el nivel espiritual, es un signo capaz de evocar otra realidad perteneciente a un nivel ontológico superior: el agua como símbolo de vida, la luz como símbolo de sabiduría, el cielo como morada de Dios, etc. El símbolo pertenece al orden de la percepción sensible y no se puede separar de dicha actividad perceptiva.

Al contrario del concepto, el símbolo, por su “sugestiva” inadecuación y por su carga vital trasmitida por la imagen, contiene en sí su propia superación. Pensemos en la zarza ardiente, o la roca, para mostrar o sugerir características de la realidad divina.

El símbolo no es la “fotografía” de la realidad objetiva, sino que intenta revelar algo más profundo y fundamental. Sugiere, indica, señala. Pretende hacernos acceder a otros niveles de realidad que, de otra manera, permanecerían cerrados para nosotros. Es una expresión siempre abierta, que intenta decirnos siempre algo más.

Como conclusión y atentos/as a la mística de lo cotidiano, en la narración de las experiencias místicas, tenemos que reparar en la dificultad de narrar la experiencia y en los símbolos y las metáforas que usan las personas que transitan estas experiencias (MARTIN VELASCO, 1999, p. 49-58). Sólo entenderá el mensaje del místico quien comprenda tanto su silencio como los símbolos y las metáforas que utiliza. Quien los considere meros adornos de su discurso o mal comprenda esos símbolos y metáforas, no entenderá el núcleo de su experiencia, porque dichos símbolos son claves hermenéuticas para desentrañar lo que el místico o la mística nos quieren decir. Dichas expresiones pueden ser comunes a las narrativas místicas universales (por ej.: Dios es como la luz, el mar, etc.) o muy propias y personales, tales como nombres propios que sólo esa persona utiliza.

Estas claves son importantes tanto si se trata de un gran místico o mística canonizado/a, cuyas obras son universalmente conocidas o de una persona ignota que en algún lugar del mundo le cuenta a otro ser humano lo que ha vivido, en relación con una experiencia de Dios que le ha manifestado su bondad de modo sobrecogedor.

4 Hacia una definición de mística de lo cotidiano

Todo lo que estuvimos viendo y analizando sobre la experiencia mística nos sirve para llegar al tema que es el foco de este texto: la mística de lo cotidiano. La reflexión del Vaticano II que abre la posibilidad de ser santos a todos los bautizados (a la que ya hemos hecho alusión), nos hace salir del esquema de “perfección” para abrirnos a la esfera de “plenitud de la caridad” (LG 39). Esa misma perspectiva, saca a la experiencia mística, del contexto de algunas personas muy especiales que tienen experiencias de Dios de las que hemos llamado “extraordinarias”, para abrirnos a la posibilidad de la universalidad de dicha experiencia y a que los lugares de la mística no sólo pueden ser los templos o los sitios de retiro, sino también el trabajo, la calle, el hogar, la escuela. Se trata, en definitiva, de “encontrar a Dios en todas las cosas” (GARCÍA, 2013, p. 62).

La reflexión teológica y pastoral de los años postconciliares, siguió esta línea, pero sobre todo, estas ideas empezaron a plasmarse en experiencias concretas. La vida religiosa, por ejemplo, desarrolló modelos de inserción en los barrios, llevando adelante apostolado y oración allí, incluso con experiencias de vida contemplativa como la de los y las hermanitos y hermanitas de Carlos de Jesús. Los movimientos laicales ayudaron a crecer en conciencia de la importancia de encontrar a Dios en la vida de la familia, en el trabajo, en el compromiso social y político y maduraron la percepción de la contemplación y la vida mística de laicos y laicas (GOFFI, 1987, p. 158-163).

Bernardo Olivera, monje trapense y escritor de espiritualidad, define a los sujetos de la experiencia de esta manera: “[místicos y místicas] son, simplemente, todos aquellos y aquellas que entrando en el Misterio van siendo transformados por él” (OLIVERA, 2002, p. 80).

Si la mística es la “inmediatez mediada del contacto amoroso” con Dios, tal como sea concebido (MARTÍN VELASCO, 2007, p. 62) o la experiencia plena de la Vida, según la definición de Panikkar, con la que comienza este texto, esa experiencia está perfectamente accesible a todas las personas que se abran al misterio divino, en todas partes y en cualquier momento de la existencia.

En el tema de la mística de lo cotidiano hay dos cuestiones, las cuales, siendo temas clásicos de la espiritualidad cristiana, afloran en el posconcilio de una manera nueva: la posibilidad de amar a Dios más de lo que se lo conoce y el tema del conocimiento por connaturalidad. Veamos brevemente estos dos puntos:

Respecto del primer punto, ya a fines del siglo XIII, un cartujo llamado Hugo de Balma (DE BALMA, 1992, p. 117-118) dice que la unión más profunda del alma con Dios se puede dar por amor sin conocimiento intelectual previo, supuesta una advertencia general de la fe. Esta era una cuestión que se debatía bastante en el siglo de oro español. San Juan de la Cruz, teniendo en cuenta esa discusión, la va a esclarecer uniendo la tendencia de intelectuales que decían que no hay nada en la inteligencia que no pase por los sentidos (por lo cual no se podría amar a Dios sin conocerlo) y la corriente de los místicos afectivos quienes afirmaban que, respecto de Dios era posible amarlo más de lo que efectivamente podemos conocerlo. Lo dice en el Cántico Espiritual de este modo:

Donde es de saber, acerca de lo que algunos dicen que no puede amar la voluntad sino lo que primero entiende el entendimiento, hase de entender naturalmente, porque por vía natural es imposible amar si no se entiende primero lo que se ama; más por vía sobrenatural bien puede Dios infundir amor y aumentarle sin infundir ni aumentar distinta inteligencia […].

Y esto experimentado está en muchos espirituales, los cuales muchas veces se ven arder en amor de Dios sin tener más distinta inteligencia que antes; porque pueden entender poco y amar mucho, y pueden entender mucho y amar poco… (CB 26,8) (DE LA CRUZ, 1992, p. 694).

La explicación del santo de Fontiveros, continúa relacionando este fenómeno con la fe teologal, que ilustra a los creyentes que se abren a la acción de la gracia.

Respecto del segundo tema, sobre el tipo de conocimiento que aporta la mística en general y la de lo cotidiano en particular, podemos decir que es análoga al conocimiento por connaturalidad, del que también habla el Aquinate (JOHNSTON, 1997, p. 63-68), ya que en el conocimiento por connaturalidad se aprende por una cierta afinidad o inclinación hacia el objeto conocido. Esta inclinación proviene del amor y de la unión y reviste una importancia especial cuando hablamos de Dios y de su conocimiento, porque tal como nos lo recuerda la primera carta de Juan, “el que ama, conoce a Dios y el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4: 7-8).

El amor de Dios se derrama en nosotros, nos atrae y nos unimos a Él, propiciando en nosotros la sabiduría más alta, de la que habla también Tomás de Aquino al comienzo de la Summa, la que viene del Espíritu Santo y por la cual nos unimos a Dios (TOMÁS DE AQUINO, STh q1 a6 ad3).

En el contexto conciliar y postconciliar, se destaca el pensamiento de Karl Rahner, él fue uno de los que utilizó y difundió la expresión “mística de lo cotidiano”. Rahner sostiene que todos los que viven con autenticidad, poniendo amor y responsabilidad en lo que hacen, desde un sincero deseo de servicio a los demás, viven el “misticismo de la vida diaria” (RAHNER, 2010, p. 172-188). Resalta no solo la intrínseca unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo (RAHNER, 1966, p. 271-291) sino también la enseñanza de Jesús que dice que amar al más pequeño de sus hermanos significa amarlo a él. Según Rahner, la más profunda forma del misticismo de la vida diaria es el amor sin reserva al prójimo y la aceptación humilde de la propia existencia, con sus límites y posibilidades, pero en apertura a las profundidades de la vida misma y, por ende, al propio misterio, al misterio de los hermanos y de la existencia en general.

Esta mirada de la vida posee una profunda significación teológica y pastoral. Se trata de tener la certeza (con frecuencia oscura) que la vida diaria, aceptada con todos sus desafíos, es el verdadero seguimiento de Jesús.

La cotidianeidad de la vida de Jesús es lo que le sirve a Rahner como fundamento para poder apreciar la vida diaria como lugar de encuentro con el misterio: lo que realmente es sorprendente, e incluso desconcertante en la vida de Jesús, es que ésta permanece por completo dentro del marco de la existencia diaria, una existencia similar a la de tantas personas de su tiempo y de su pueblo. Lo primero que deberíamos aprender del Señor es su humanidad asumida, integrada, aceptada hasta el final.

En Cristo, Dios ha asumido la cotidianeidad. El misticismo de la vida diaria es el gozo oscuro y paradójico de existir en el mundo, una fe pascual que ama la existencia tal como es. La participación en la muerte de Cristo hace posible que la persona pueda entregarse al misterio que permea la vida diaria: este es el fundamento cristológico para un misticismo de lo cotidiano. Obviamente, no hablamos sólo de la muerte como paso final a la vida eterna, sino también las micro-muertes que todos los días nos atraviesan y que forman parte del entramado de lo diario. Aceptar la soledad cuando se presenta en nuestra existencia, ceder un criterio importante en la vida familiar, escuchar una crítica injusta, aceptar una tarea agobiante por amor a Dios, a la comunidad o para sostener la propia familia, perdonar sin condiciones, hacer bien y a fondo la tarea cotidiana sin esperar reconocimiento, entregarse generosamente a la oración, ser fiel a la propia conciencia aunque no seamos comprendidos/as, aceptar la desilusión entre el proyecto soñado y lo logrado… Lograr perseverar en esas actitudes son acontecimientos de gracia, presentes en la vida cotidiana. Son transparencias del misterio que asoma y se deja entrever, haciéndonos sospechar la presencia de Dios junto a nosotros, en nosotros, entre nosotros (EGAN, 2013, p. 45-49).

Lo que la tradición llama perseverancia final, la entrega total de la vida en el último momento, será muy difícil si no se ha verificado esta fidelidad cotidiana, oscura y gozosa al mismo tiempo.

  1. de Certeau, expresaba esta experiencia del siguiente modo:

es místico aquel o aquella que no puede dejar de caminar y que, con la certeza de lo que le falta, sabe de cada lugar y de cada objeto que no es eso; que no es posible fijar ahí la residencia, que no es posible contentarse con ello (DE CERTEAU, 1987, p. 14).

La mística de lo cotidiano es la sospecha fundada del Reino de Dios presente cada día.

5 Francisco: De la mística popular a los santos de la puerta de al lado

Desde el punto de vista del Magisterio de la Iglesia, quien más ha hablado, no directamente de la mística de lo cotidiano, pero sí de temas muy cercanos, es el Papa Francisco. Ya desde Evangelii Gaudium, su Exhortación apostólica programática, aborda la cuestión de la presencia de Dios en lo cotidiano (EG 73). Ese sentido profundo de trascendencia que descubrimos en el transcurrir de los días y las actividades en las que se va nuestra vida, de la que nos habla EG, esa hondura sin estridencias que se percibe como una presencia fiel que nos acompaña aun cuando no la sintamos, eso precisamente es la mística de lo cotidiano.

En el número 174 de EG, el Papa dice que en lectura de la Palabra de Dios y en la Eucaristía, se recibe el espíritu de profecía para dar testimonio en la vida cotidiana. Santidad y profecía aparecen asociadas en y a la vida cotidiana. Porque la comunión con la dimensión sagrada de la existencia es lo que nos va transformando en profetas y testigos en medio del mundo.

Hay un núcleo que temáticamente es importante en EG, propio de la teología y la pastoral de Francisco, en el que toca de algún modo el tema de la mística cotidiana, al hablar de la fuerza evangelizadora de la piedad popular (122-126). Particularmente en el número 124 cita al documento de Aparecida, el cual al tratar el tema de piedad/espiritualidad/mística popular, la aborda como una “verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos” (EG 124, citando DA 263). Dentro de esa piedad/espiritualidad/mística popular, una nota distintiva es la condición de encarnación, como capacidad de ver a Dios en la vida, de percibir su presencia en las realidades cotidianas, alegres, difíciles o intrascendentes. Es un fragmento de Aparecida, en el que vemos la indudable influencia del Cardenal Bergoglio:

En la piedad popular se contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal. Es también una expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la gracia. Por eso, la llamamos espiritualidad popular. Es decir, una espiritualidad cristiana que, siendo un encuentro personal con el Señor, integra mucho lo corpóreo, lo sensible, lo simbólico, y las necesidades más concretas de las personas. Es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que no por eso es menos espiritual, sino que lo es de otra manera (DAp 263).

Aunque el documento habla aquí de piedad/espiritualidad/mística popular, podemos ver algunas de las características que nos acercan a la mística o espiritualidad de lo cotidiano: encuentro personal y concreto con Dios, sentido de la trascendencia, espontánea capacidad de apoyarse en el Señor, experiencia de amor teologal, sabiduría del amor como ilustración de la gracia. Todo ello vivido en lo concreto, sensible y simbólico, de modo “encarnado”.

Tanto el texto de EG 124, como el de Aparecida 263, nos señalan que el núcleo de esta piedad/espiritualidad o mística popular, que tiene muchos elementos de la experiencia mística cotidiana, es una experiencia teologal/bautismal, un instinto de fe impregnada por la caridad que nos lleva a descubrir al Señor y a su obra en toda circunstancia, más aún en lugares donde parecería que Dios no se encuentra. Esta experiencia aporta un conocimiento, una “sabiduría de Dios amorosa” accesible a todas y todos los creyentes, que confiere una afinidad espiritual al Misterio de Dios y una capacidad de discernimiento, contraintuitiva respecto de la formación en temas religiosos que pudieran tener o no, dichas personas.

En la Exhortación apostólica Post Sinodal Amoris Laetitia, aparece el tema de la oración en familia, muy ligada a lo cotidiano (AL 29, 86, 216, 223, 227, 255, 287-288, 316-318). Particularmente en los números 316 a 318, se habla de la vida de oración en familia y de cada uno de los cónyuges, mostrando que la mística no es privativa de algunas personas en la Iglesia: “quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la unión mística.” (AL 316).

Otro documento clave para encontrar elementos sobre mística popular y cotidiana es la Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate. Abordando de lleno el tema de la santidad en el mundo actual, el Papa en los primeros párrafos nos habla de “los santos de la puerta de al lado”, una expresión o imagen que, posiblemente queriendo ilustrar una idea, se transformó en un punto central de su mensaje gracias a la fuerza de la imagen. Se trata de esas personas comunes con las que todos nos podemos identificar. En ese párrafo, el Papa asocia la santidad a la virtud de la paciencia: “me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente…es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (GE 7).

Dios se hace presente de un modo silencioso en la paciencia de lo cotidiano, y en quienes la ejercitan: trabajadores, padres y madres de familia, etc. Personas que van “cada uno por su camino” (GE 11, citando LG 11), es decir, en las condiciones habituales del día a día. En los números siguientes a la definición de santidad de la puerta de al lado (8 y 9), el Papa asocia la santidad cotidiana a la oscuridad y a la profecía, que podrían ser otros términos para hablar de paciencia y testimonio. La descripción de Francisco evoca el efecto de una especie de levadura, solo conocida por Dios, pero que podría ser el verdadero fermento y motor de la historia.

Se trata, según el Papa, de escuchar el propio llamado y dejar que fructifique la gracia del Bautismo en un camino de santidad (GE 15), preocupándose de aclarar que, si la santidad no es un patrimonio exclusivo de los consagrados, tampoco lo es la vida de oración y comunión con el Señor (GE 14), tal como lo había afirmado en AL 316.

En el capítulo 3 aborda dos “ejes” de la santidad cristiana: las bienaventuranzas planteadas como identidad del seguidor de Jesús y el gran protocolo sobre el que seremos juzgados (Mt 25). De ambos textos se destaca la misericordia, como ese “hilo conductor” que sostiene nuestra relación con Dios y con los hermanos y el entramado de la mística cotidiana (MAZZINI, 2015, p. 29-48).

Descubrir a Dios en nuestra vida tiene que ver con la vivencia de la misericordia, quien reconoce y sirve al Señor en lo concreto, descubre su presencia en todos los aspectos de la cotidianeidad y está en condiciones de unirse a Él por la fe y el amor, aunque la vivencia sea oscura.

Francisco ha retomado el tema en sus catequesis sobre la oración, en Febrero de 2021, así se manifestaba:

La oración está siempre viva en la vida, como una brasa de fuego, también cuando la boca no habla, pero el corazón habla. Todo pensamiento, incluso si es aparentemente “profano”, puede ser impregnado de oración. También en la inteligencia humana hay un aspecto orante; esta de hecho es una ventana asomada al misterio: ilumina los pocos pasos que están delante de nosotros y después se abre a la realidad toda entera, esta realidad que la precede y la supera. Este misterio no tiene un rostro inquietante o angustiante, no: el conocimiento de Cristo nos hace confiados que allí donde nuestros ojos y los ojos de nuestra mente no pueden ver, no está la nada, sino que hay alguien que nos espera, hay una gracia infinita.” (FRANCISCO, Catequesis del miércoles 10 de febrero de 2021)

“Una ventana al misterio”, dice el Papa, esa podría ser una buena definición de la mística cotidiana, vivir atentos a la presencia de Dios amorosa y misteriosa, siempre presente y concomitante a los límites de nuestras existencias pequeñas, precarias, limitadas pero habitadas.

6 Una mística cotidiana desde América Latina

El P. Jorge Seibold sj tiene varios textos sobre mística popular, son escritos en y desde América Latina. En uno de ellos (SEIBOLD, 2016, p. 157-162) habla de los signos de la experiencia mística en el catolicismo popular latinoamericano, entre los cuales está la mística de lo cotidiano, con un sentido profundo que tiene nuestra gente de la presencia de Dios en su vida, del hermano necesitado como lugar de encuentro con Jesús, del contacto corporal y del abrazo como epifanía de fraternidad, de la hospitalidad y la solidaridad a veces más allá de las propias posibilidades.

Hay una espiritualidad de lo cotidiano que viven las personas más sencillas y creyentes de nuestro pueblo en la práctica de un tipo de oración ininterrumpida, muy sencilla, muy simple, pero con un hondo sentido de unión con Dios. Algunos/as lo expresan encomendando al Señor o a María sus necesidades, agradecimientos y deseos en el transcurso del día. Otros/as intercediendo por las necesidades de personas concretas de la familia o de la comunidad o por quienes en el mundo sufren a causa de diversos males (la violencia, las enfermedades, el desempleo, etc.). Así no es poco frecuente ir a visitar a un vecino/a enfermo/a de un barrio humilde y que, espontáneamente, nos cuente que ofrece a Dios sus dolores o incomodidades por otras personas que percibe que sufren más que él o ella y que, cuando así lo hace, se siente particularmente unido o unida a Jesús en su Pasión. Es de notar que en general no se trata de personas con gran formación religiosa pero sí, con un profundo sentido de fe.

El altar doméstico, con alguna imagen de Jesús, de María, de algún santo patrono del pueblo de donde la familia es oriunda, es un espacio sagrado en el que suele haber también agua bendita y en ocasiones especiales o de necesidad, una vela prendida.

La solidaridad de los más pobres es una manifestación de la presencia de Dios en lo cotidiano. Podríamos decir que es una mística cotidiana de la acción, en la que las personas experimentan la presencia de Dios y la autenticidad de su fe, porque viven de acuerdo con lo que creen y eso es una epifanía, una certeza de la presencia de Dios. Esta mística de los pueblos latinoamericanos, en general, no se vive en forma aislada, ni como una minoría, sino más bien en la experiencia de creer en Dios, formando parte de un pueblo (GUTIÉRREZ, 1989, p. 20-26). De allí las apreciaciones del Documento de Aparecida, que comentamos antes y que nos muestran la experiencia espiritual, como experiencia popular.

Tenemos mucho que aprender de las personas más sencillas de nuestros pueblos latinoamericanos, ellas con su intuición de fe en contextos hostiles y a menudo violentos, pueden señalarnos el camino del encuentro cotidiano con el misterio. Nos manifiestan que la experiencia mística se revela como ciencia del amor: una sabiduría que busca, sufre y goza en medio de la vida (NAVARRO SÁNCHEZ, 2012, p. 28) y que, sobre todo, encuentra a Dios en toda circunstancia.

Marcela Mazzini. Universidad Católica de Argentina. Texto original castellano. Recibido: 30/03/2021. Aceptado: 30/05/2021. Publicado: 24/12/2021.

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