La salvación en Jesucristo

Índice

Introducción

1 ¿Qué es salvación?

2 La fe cristiana en Jesús Salvador

3 Salvación mediante la Encarnación del Verbo Divino

4 Salvación mediante el ministerio público del Enviado del Padre

5 Salvación mediante la muerte y resurrección del Redentor

5.1 La muerte como ofrenda de sacrificio

5.2 La muerte como expiación por los pecados

5.3 la muerte como pago de rescate del cautiverio

5.4 La muerte como prestación de satisfacción a Dios

6 Salvación mediante la recapitulación de Cristo Cabeza

7 El anuncio de la salvación en Cristo en el contexto actual

Conclusión

Referencias 

Introducción

El contexto actual de secularismo, indiferencia religiosa y pluralismo religioso plantea un desafío apasionante a la fe cristiana. El cristianismo tiene como punto central de su doctrina la fe en Jesucristo como único Salvador de todo el género humano: es el único mediador entre Dios y la humanidad (1Tm 2,5); no hay otro nombre excepto el suyo, en el que todos son salvos (Hch 4,12).

Este artículo presenta los elementos básicos de la fe en la salvación en Jesucristo. Después de presentar el significado de la salvación, especialmente desde la reflexión pastoral y teológica de América Latina, expone los puntos clave de la fe cristiana en Jesús Salvador. Luego, analiza los enfoques tradicionales que caracterizaron la soteriología durante los dos milenios del cristianismo. Finalmente, indica formas de anunciar la salvación en Cristo en el contexto actual, sugiriendo como criterio de verificación pastoral la opción por los pobres.

1 ¿Qué es salvación?

Todo ser humano busca algo más, anhela trascenderse más allá de la rutina diaria, superar lo incompleto y llenar los vacíos que acompañan a la vida. Desde una perspectiva negativa, todo ser humano busca huir de situaciones adversas que obstaculizan su vida. Los pacientes buscan una cura. Los desempleados entregan sus currículos aquí y allá con vistas a su inserción en el mundo laboral. Pobres y miserables trabajan para poner pan en la mesa diaria. Los presos sueñan con la libertad. Las personas violadas en sus derechos básicos buscan la justicia para ver condenados a sus malhechores, para que se restituyan sus derechos, para obtener una indemnización.

En el lenguaje cristiano, el significado de la salvación se puede sintetizar a partir de tres elementos: a) el punto de partida es una situación negativa insoportable, marcada por situaciones opresivas de males físicos y morales, injusticia, enfermedades, inseguridad económica, miedo a la muerte, pecado, con la incapacidad personal para resistirlo y superarlo; b) el punto de llegada es una situación positiva frente a la anterior, confirmada por una vida satisfactoria, de bienestar, integridad física y moral, paz interior y sentido de la justicia, vivida como un don; c) la intervención de un agente externo, Dios Padre, que actúa a través de su Hijo y de su Espíritu Santo, y que hace que el individuo o las personas pasen de una situación negativa a una positiva (BATTAGLIA, 2013, p. 341-342 ).

Estos tres elementos se encuentran en dos párrafos de la Introducción a las Conclusiones de Medellín (1987). El primero y segundo elementos se revelan en la afirmación de que la transformación del pueblo latinoamericano se da a través del paso de situaciones negativas insoportables, inhumanas a situaciones más positivas, de dignidad humana, en las que se consideran los valores humanos y cristianos.

el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, acondiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin, y especialmente, la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres. (MEDELLÍN, Introducción, § 9, 1987, p. 7)

El tercer ítem aparece cuando se profesa que es Dios quien realiza la salvación de los seres humanos, actuando misteriosamente en la conducción de estos pasajes, a través de Jesucristo y su Espíritu Santo, y haciendo que estas conquistas humanas terrenales apunten a la eternidad:

No podemos, en efecto, los cristianos, dejar de presentir la presencia de Dios, que quiere salvar al hombre entero, alma y cuerpo. En el día definitivo de la salvación Dios resucitará también nuestros cuerpos, por cuya redención gemimos ahora, al tenerlas primicias del Espíritu. Dios ha resucitado a Cristo y, por consiguiente, a todos los que creen en El. Cristo, activamente presente en nuestra historia, anticipa su gesto escatológico no sólo en el anhelo impaciente del hombre por su total redención, sino también en aquellas conquistas que, como signos pronosticadores, va logrando el hombre a través de una actividad realizada en el amor (MEDELLÍN, Introducción, § 8, 1987, p. 6-7)

Por tanto, cuando la fe cristiana habla de salvación, no la reduce a un solo aspecto, sino que la comprende en sus más variadas dimensiones, ya que se trata de la salvación del ser humano, en cuerpo y alma, en su totalidad e integridad.  En resumen, se afirma que la salvación es redención del pecado con vistas a la vida eterna y también liberación sociopolítica con vistas a la justicia social en una sociedad democrática en la que la vida terrena se pueda vivir con dignidad. Desde Medellín, la visión de la salvación, tanto desde la teología como desde el Magisterio de la Iglesia latinoamericana, ha superado el dualismo que había prevalecido hasta entonces en los ámbitos eclesiales y abarcó al ser humano en todas sus dimensiones y relaciones: con uno mismo, con el mundo, con los hermanos y con Dios. Para la teología y el Magisterio de la Iglesia latinoamericana, la salvación se da en el proceso histórico de liberación de todo lo que impide la promoción y defensa de la vida. La salvación es, entonces, la realización cada vez más plena del ser humano en su historia personal, comunitaria, social y cósmica, hasta alcanzar la plenitud en la metahistoria, la felicidad eterna.

2 La fe cristiana en Jesús Salvador

Desde sus inicios, la fe cristiana afirma que los deseos más profundos del ser humano, ya sean los referidos a la vida en este mundo o los que apuntan a la vida después de la muerte, tienen su cumplimiento en Jesucristo, reconocido como el único Salvador de toda la humanidad. La soteriología (del griego soteria, salvación), disciplina teológica que estudia el proceso de la salvación humana a través de Jesucristo, considera que, a lo largo del Nuevo Testamento, no hay preocupación por la afirmación del ser de Jesús (que solo ocurrirá con los concilios cristológicos de los siglos IV al VIII), sino que el énfasis siempre se da a la acción salvífica de Jesús.

Es precisamente en el retorno a la acción salvífica de Jesús de Nazaret como la teología actual logrará escapar a las dos tesis problemáticas que obstaculizan el camino reflexivo actual: el exclusivismo y el relativismo (FELLER, 1995, p. 11-15). El exclusivismo descarta la posibilidad de la revelación y la salvación divina fuera del ámbito del cristianismo. Además del riesgo del imperialismo, del fanatismo y la intolerancia, actitudes que no son coherentes con el Evangelio de Cristo, esta tesis resulta insultante en relación con el amor de Dios, que “es mayor que nuestro corazón” (1Jn 3,20) y que sobrepasa todo nuestro conocimiento y pretensión de acapararlo. Tampoco da ninguna explicación de la ineficacia del cristianismo y el evangelio cristiano para la salvación de millones de personas. ¿Habría usado Dios un instrumento históricamente inadecuado para llevar a cabo su voluntad de salvación universal? (SHORTER, 1986, p. 230-234). El relativismo, a su vez, considera que las religiones no son verdaderas ni falsas, porque no hacen declaraciones sobre la realidad, sino que usan metáforas para describir un sentimiento personal o un compromiso. Además de exponer a las religiones al riesgo de banalización y nivelación en la línea de la mediocridad, esta tesis no respeta el diferencial de cada religión. En el caso del cristianismo, no se puede negar que la fe cristiana en la divinidad de Cristo no es puramente subjetiva, poética o metafórica, sino que se basa en la actualidad histórica (SHORTER, 1986, p. 234-237).

El cristianismo está esencialmente ligado a una insuperable particularidad histórica, que exige la necesidad de eliminar la pretensión cristiana de la verdad absoluta, condensada en pronunciados rasgos imperialistas a lo largo de su historia. Pero es en esta particularidad donde la fe cristiana, desde el principio, ve la manifestación de la salvación en su carácter escatológico, que requiere el esfuerzo de superar cualquier acomodación relativista. Para los cristianos, Jesús de Nazaret es una manifestación relativa (porque es histórica) de un sentido absoluto (porque es divino) (SCHILLEBEECKX, 1997, p.179). Es en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret donde los cristianos deben apoyarse para confesar la acción salvífica universal del Cristo de la fe. Citando la reflexión de von Balthasar sobre Jesús como un “universal concreto”, M. Bordoni explica que se trata de una afirmación cristológica que “se basa en la conjunción ontológica entre Dios y el hombre, que es el gran acontecimiento de la historia que ningún pensamiento humano podría imaginar: ‘ Cristo no es un individuo entre los demás, porque es Dios en persona, sin iguales entre los demás, ni es la norma como universal, porque es único ‘”(BORDONI, 1997, p. 77).

En consonancia con la perspectiva calcedoniana de la distinción en la unidad entre lo humano y lo divino, lo histórico y lo eterno, se cree que en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret se manifiesta y se cumple plenamente el único plan salvífico universal de Dios, el cual, a su vez, se expande e impulsa en las religiones y culturas de todos los pueblos. Esta perspectiva es coherente con las reflexiones cristológicas modernas que parten de la historia para llegar al misterio, de lo particular para llegar a lo universal. La teología actual parte de la humanidad de Jesús de Nazaret para afirmar la divinidad y el mesianismo salvador del Cristo de la fe. Así, siguiendo una cristología de abajo hacia arriba, partimos de la particularidad histórica de Jesús de Nazaret y su predilección por los pobres, para percibir y definir en él la revelación de la presencia y acción salvífica de Dios Padre a favor de todo.

En este sentido, se encajan aquí las cuatro trayectorias cristológicas básicas que, según Helmut Koester, se desarrollaron en los años transcurridos entre la muerte de Jesús y la redacción de los textos del Nuevo Testamento. Recordando a Jesús, sus enseñanzas, elecciones, decisiones y enfrentamientos, las primeras comunidades cristianas elaboraron estas trayectorias, todas ellas con contenido soteriológico, es decir, centradas en la acción salvífica de Jesús: a) en una cristología de la parusía, centrada en el futuro, Jesús es el Hijo del hombre y el Señor por venir, el agente divino que pronto volvería en gloria para juzgar al mundo; b) en una cristología de la vida pública, centrada en el presente de la comunidad, Jesús es el hombre divino, aprobado por Dios con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por medio de él entre los seres humanos; c) en una cristología de la sabiduría, interesada en el origen de Cristo, él es el maestro, el enviado de la sabiduría divina o incluso la sabiduría encarnada; d) en una cristología pascual, atenta al fin de la vida de Jesús y al comienzo de la comunidad cristiana, Jesús es el crucificado y el resucitado de entre los muertos (KOESTER, citado por GALVIN, 1997, p. 336-338).

A partir de estas trayectorias cristológicas, previas a la redacción de los textos del Nuevo Testamento, se desarrollarán, en el interior mismo del Nuevo Testamento y, después, a lo largo de la historia cristiana, diversos modelos o explicaciones soteriológicas sobre la forma en que obra la gracia de Cristo en favor de nuestra salvación.  Cabe señalar que estas explicaciones se centran en uno o más aspectos de la existencia de Cristo como salvífico, siendo los principales puntos de referencia la encarnación, la vida pública, la muerte y la resurrección de Cristo, la recapitulación final (GALVIN, 1997, p. 359).  La soteriología pascual, aunque con énfasis en la muerte más que en la resurrección, será predominante. Por su mayor fidelidad al Jesús histórico, mayor poder para construir la Iglesia, mayor aproximación a la realidad del sufrimiento humano, mayor capacidad para ofrecer una estructura vinculante para otros tipos soteriológicos, ella funcionará como factor unificador.

En los siguientes ítems veremos cómo estos enfoques fueron tomando nuevos matices y cómo se desarrollaron a lo largo de la historia de la fe cristiana.

3 Salvación mediante la Encarnación del Verbo Divino

El pensamiento gnóstico-dualista no aceptó la doctrina de la encarnación. Al postular dos principios metafísicos absolutos, uno espiritual y celestial, que era fuente de bien, y el otro material y terrenal, que era una fuente de mal, vieron el mundo creado bajo una luz negativa. Para esta visión negativa de la materia, lo divino, totalmente espiritual, no podría habitar, y mucho menos asumir, el mundo material. En reacción a este dualismo, los Padres de la Iglesia, apoyados en líneas generales en el Evangelio de Juan, afirmaron claramente que la Palabra de Dios realmente se hizo carne en el hombre de Nazaret. La fe en la encarnación es el fundamento de la práctica sacramental, mediante la cual las cosas creadas pueden mediar la presencia de Dios. Para Ireneo de Lyon († 202) está claro que, si el Verbo no se hizo realmente carne, no podría ser crucificado, no podría redimirnos con su sangre, no podría entregarse a nosotros en el sacramento eucarístico de su cuerpo. y sangre. Para Agustín de Hipona († 430) la encarnación es la expresión definitiva del amor de Dios, que se rebaja para entrar en el mundo de manera personal y así conseguirnos la salvación.

Vinculada a la encarnación está la noción de salvación a través de la educación o la iluminación (RYAN, 2020, p. 92-94). Esta noción tuvo su apogeo con los Padres Apostólicos y Apologistas a fines del siglo I y durante todo el siglo II. La Palabra de Dios se encarnó para transmitir la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos. Con sus enseñanzas y ejemplos, él es el maestro por excelencia, vino a sacarnos de la ignorancia, vino a traer luz a los que yacían en las tinieblas del error y el pecado. El cristianismo se ve como una nueva filosofía, una nueva forma de vida. Se trata, por tanto, de seguir sus enseñanzas, de cumplir su palabra, de convertirse en su fiel discípulo, de dejarse formar por este divino pedagogo. Este tema de la obra salvadora como educación o iluminación empezó a perder fuerza con la crítica de Agustín a los pelagianos, que proponían la salvación practicando las enseñanzas e imitando los ejemplos de Cristo. Para Agustín, en línea con san Pablo en su crítica a la confianza en la Ley, se necesitaba algo más transformador, algo que nos liberara del poder del pecado del mundo y así nos predispusiera a vivir según las enseñanzas de Cristo.

También relacionado con la encarnación está el tema de la divinización o deificación (RYAN, 2020, p. 94-97). El Verbo se hizo hombre para que los humanos pudiéramos volvernos divinos. A través de la divinización, que es más que la justificación o el perdón de los pecados, el ser humano comparte la propia vida de Dios, vive en comunión con él, se convierte en hijo por adopción. Es un intercambio maravilloso: Dios se disminuye para compartir la vida humana, con el fin de que podamos compartir la vida divina, que es incorruptible e inmortal. Esta deificación es posible, por tanto, no por un don natural del hombre, sino por la pura gracia divina, conseguida durante un largo proceso de asimilación a Cristo mediante el bautismo y la vivencia de los sacramentos.

La importancia de la soteriología basada en la encarnación de Jesús, con sus subteorías centradas en la educación y la divinización, no disminuye el impacto de la centralidad de la muerte de Jesús como predominante en las explicaciones de la acción salvífica a favor de la humanidad. En su gran explicación de la obra divina de la encarnación, así lo expresa Atanasio de Alejandría († 373), señalando a la muerte salvadora del Señor:

Viendo a todos los hombres sujetos a la muerte, se compadeció de nuestra raza y de nuestra debilidad; condescendió con nuestra corrupción y no soportó que la muerte nos dominara, para que la criatura no pereciera, ni la obra hecha por el Padre en beneficio de los hombres se volviera inútil. Por eso, el Verbo tomó un cuerpo como el nuestro (…) y lo entregó a la muerte, en beneficio de todos, presentándolo al Padre. Actuó así por filantropía. De esta manera, dado que todos en él mueren, la sentencia de corrupción pronunciada contra los hombres será abrogada, después de haber sido plenamente consumada en el cuerpo del Señor (ATANASIO, 2002, p. 134-135).

4 Salvación mediante el ministerio público del Enviado del Padre

Otra forma de presentar la salvación en Jesucristo se centra en su ministerio público, en particular la proclamación del Reino de Dios (RYAN, 2020, p. 55-59). En el discurso programático al inicio de su ministerio (Lc 4,18-19), Jesús se presenta como enviado del Padre, diciendo a lo que ha venido: para llevar la buena nueva a los pobres, liberar a los presos, devolver la vista a los ciegos, proclama el año de la gracia del Señor. A lo largo de su ministerio público, Jesús sana a los enfermos, echa fuera demonios, perdona a los pecadores, satisface el hambre de multitudes, llama a hombres sencillos y rudos a ser sus apóstoles, incluye mujeres en su grupo de seguidores, toma partido por los pobres y excluidos de la religión y sociedad (FELLER, 1995, p. 55-74). En Jesús de Nazaret, Dios se hizo cercano y compañero de los marginados y oprimidos de todo tipo. No vino “para juzgar al mundo, sino para salvarlo” (Jn 12, 47). Los excluidos de la vida religiosa y social eran los favoritos de Jesús, destinatarios del anuncio del Reino, elegidos como sujetos en la construcción del nuevo Pueblo de Dios, camino privilegiado de la revelación de Dios a todos. En la opción de Jesús por los pobres se descubre la voluntad divina para la salvación de todos.

El anuncio del Reino de Dios por Jesús indica que algo no está bien en la historia humana: hay personas en situación de no salvación, hay poderes activos en la obra de la creación divina que se oponen a Dios, hay agentes humanos que, aunque creados por Dios y para Dios, actúan en contra del ser y actuar de Dios. En el anuncio del Reino de Dios, que está intrínsecamente ligado a su persona, Jesús está indicando que Dios viene a salvar. Es cierto que “el mensaje de Jesús se centró en una futura venida de Dios para reinar, un tiempo en el que se manifestaría en toda su trascendente gloria y fuerza para reunir y salvar a su pueblo pecador pero arrepentido de Israel” (MEIER, 1997, p. 91). Pero el Reino de Dios no solo tenía una dimensión futura; ya estaba sucediendo, ya estaba presente en la persona misma, en las palabras y acciones salvadoras de Jesús, que

apunta al poder soberano de Dios, claramente revelado en los exorcismos (y en otras obras salvadoras) que él realiza y que muestran plenamente que el Reino de Dios ya ha llegado, al menos para aquellos que han experimentado la poderosa manifestación de Dios en su propia vida. carne. derrotando al mal (MEIER, 1997, p. 256).

Para mayor claridad, podríamos decir que el Reino de Dios predicado por Jesús es la realización de sueños divinos, transformados en sueños humanos, en tres grandes condiciones que expresan la realidad de la salvación. Tres condiciones, que no son mutuamente excluyentes, no son escalonadas, sino que se exigen mutuamente. Existe una condición mínima, que se manifiesta en el cuidado de la vida física, en la salud y bienestar del cuerpo, en la posesión de los bienes materiales necesarios para la integridad de la existencia: alimentación, hogar, salud, trabajo, seguridad, etc. Gran parte de la obra de Jesús se centró en la solución-salvación de problemas físicos y materiales: curación de enfermedades, multiplicación de los panes, exorcismos. De hecho, sin esta condición mínima, el Reino de Dios no tiene fundamento, no tiene sustentación. ¿Cómo ser feliz sin las condiciones mínimas para una vida digna? Pero esto no es suficiente. La felicidad humana apunta a una expresión más densa de salvación. Hay una condición media, que se manifiesta en el cultivo del espíritu, en el acceso a la educación, en la libertad de circulación y comunicación, en las expresiones artísticas, deportivas, culturales, en la promoción de los derechos humanos, personales y sociales, en la construcción de ciudadanía, en organización democrática, seguridad y paz. Aquí también vemos la predicación y la acción de Jesús: las bienaventuranzas, el mandamiento de amar al prójimo, las parábolas, la acogida y el perdón de los pecadores, la vida de oración. De hecho, ¿de qué sirve comer si no hay tranquilidad y paz, si no hay comunión? Pero la posesión de bienes materiales y espirituales es todavía poco para la felicidad humana. El ser humano tiene en sí mismo el deseo de lo absoluto, de la salvación eterna, un vacío que sólo se llenará en el encuentro definitivo con Dios. Existe, por tanto, una condición máxima y final para la realización del Reino de Dios, que Jesús señaló sin ambigüedades: la resurrección final, la posesión de los bienes eternos, la vida eterna, la feliz convivencia en el cielo.

El Reino de Dios es el mismo Jesús, en su forma de ser y de actuar. Él es el mediador supremo de la felicidad humana, de las salvaciones históricas y la salvación eterna. Es el Reino de Dios entre nosotros (Lc 17,21). En su persona y en su praxis se anunció e inició el Reino, se cumplió la salvación, aunque en forma embrionaria, a favor de los últimos y, a partir de ellos, a favor de todos.

5 Salvación mediante la muerte y resurrección del Redentor

Jesús no murió por casualidad, enfermedad o accidente. Aunque la comunidad cristiana dirá que su cruz se explica por los designios de la presciencia de Dios (Hch 2,23; 4,28), es necesario considerar los factores históricos. Jesús fue condenado a muerte por el anuncio del Reino de Dios, que también implicaba el anuncio de otra imagen de Dios. Ya sea la proclamación del Reino de inclusión e igualdad, de perdón y libertad, o la proclamación de Dios como Padre de ternura, compasión y misericordia, esto molestó a los líderes religiosos.

Desde el inicio de su ministerio público y a lo largo de su misión de anunciar el Reino y denunciar las prácticas idólatras anti-reino propagadas por los líderes religiosos, Jesús fue perseguido. Se hizo cada vez más claro, para Jesús, la percepción de que la realización de la voluntad del Padre tendría que implicar la entrega de su vida. Aunque los evangelios reflejan la interpretación de las comunidades cristianas, hay evidencia sólida de que el Jesús terrenal reveló ser consciente del significado salvador de su muerte (RYAN, 2020, p. 60-64). Esto es lo que se puede ver en la indicación de que no vino para ser servido sino para servir (Mc 10,45), en los anuncios de la pasión (Mc 8,31; 9,31; 10,32-34), en los relatos de la institución de la Eucaristía, en los que manifiesta la confianza de que su muerte servirá para la restauración de Israel y la renovación de la alianza divina (Mt 26,26-30; Mc 14,22-26; Lc 22,14-20), y en la oración en Getsemaní, en la que entrega su vida al que llamó Abba (Mt 26,36-45; Mc 14,32-42; Lc 22,39-46). El mismo Jesús, y no solo la comunidad cristiana, debe haber leído su muerte a la luz de los textos proféticos: el martirio de un judío fiel podía expiar los pecados del pueblo (2Mc 7, 37-38), el suplicio del siervo sufridor ejerce el papel de sufrimiento vicario en el plan de Dios (Is 52,13–53,12). La confesión de fe de los primeros cristianos de que la muerte de Jesús tenía poder salvador (1 Ts 5:10; Rm 4,25; 1Cor 15,3) se basó ciertamente en las actitudes y palabras del mismo Jesús.

5.1 La muerte como ofrenda de sacrificio

Vinculada a la muerte, la idea del sacrificio fue muy útil para que los Santos Padres explicaran cómo se produce la salvación de la humanidad a través de Jesucristo (RYAN, 2020, p. 97-100). Clemente de Roma enseñó que la sangre de Cristo era preciosa para el Padre, ya que fue derramada para la expiación del pecado humano y trajo la gracia del arrepentimiento. Atanasio enseñó que Jesús, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio sin tacha, se entregó a la muerte en lugar de todos los seres humanos, para ajustar cuentas con la muerte y liberarlos de las consecuencias de la primera transgresión. Según Ambrosio, por su propia ofrenda, Jesús redimió la carne humana, que estaba sujeta al pecado. Juan Crisóstomo, en sus homilías sobre la Carta a los Hebreos, se refiere a la muerte de Cristo como un sacrificio de propiciación para comprar el fin de la ira de Dios. De otra manera, Agustín afirma que el sacrificio de Cristo no fue para apaciguar la ira de un Dios furioso, sino una consecuencia de su encarnación, que implicó la manifestación de su plena solidaridad, hasta la muerte de cruz, con la humanidad herida y perdida.

Como sacrificio de Cristo, la comunidad cristiana también se ofrece en sacrificio en la Eucaristía, a través del sumo sacerdote Jesucristo, que se ofreció a Dios en su pasión por nosotros, en forma de siervo, para que pudiéramos participar de su cabeza gloriosa y, así, practicar las buenas obras que son el verdadero sacrificio para ofrecer a Dios.

5.2 La muerte como expiación por los pecados

Como único, verdadero, sumo y eterno sacerdote, Cristo se ofrece a sí mismo como víctima pascual. Así, supera la institución cultual del Antiguo Testamento, ligada al Templo y los sacrificios, indicando que, como la Ley, tampoco el culto salva. El único acto salvífico para asegurar, de una vez por todas (Hb 7,27; 9,12.26.28; 10,10), el perdón de los pecados y la comunión con Dios es la muerte en sacrificio de Jesús, que vino a servir y a dar. su vida por nosotros (Mt 20,28), para derramar su sangre y purificarnos del pecado (1 Jn 1, 7), para rescatarnos a todos del poder del mal (1Tm 2: 6). En lugar de una acción sagrada realizada en el recinto del Templo y con rituales precisos (Lv 1-15) que mediarían el deseo humano de expiación (Hb 9,1-10), el sacrificio de Jesús tiene lugar fuera del Templo y de la ciudad santa, como el asesinato de un malhechor (Hb 13,12). Este es el verdadero culto a Dios, que responde plenamente a los anhelos de expiación, ya que abre el camino al descanso divino y la herencia eterna. El gran ritual de expiación, que tenía como objetivo liberar a Israel de sus pecados y restaurar la alianza del pueblo con Dios (Lv 16), se realiza definitivamente en Jesucristo, quien cargó con el pecado del mundo y lo expió con su propia sangre (Hb 9, 6-14). La práctica sacrificial de animales es reemplazada por la ofrenda de un solo mediador entre Dios y los seres humanos (Hb 9,1-15), el único santuario, el único sacerdote, el único sacrificio realmente agradable a Dios, no el sacrificio simbólico celebrado con ritos religiosos, sino el verdadero sacrificio de toda una vida en favor de los hermanos. Con su muerte en sacrificio en la cruz, Cristo vence todos los ritos y sacrificios del antiguo pacto (Hb 10, 1-10). “Así suprime lo primero para establecer lo segundo” (Hb 10, 9). Por tanto, la ciudad nueva, la Iglesia, el cielo, no necesita santuario, “porque su santuario es el Señor mismo, Dios Todopoderoso y el Cordero” (Ap 21, 22).

De ahí la invitación a los cristianos a superar la negligencia (Hb 2,1), la incredulidad (Hb 3,12-13), la inmadurez espiritual (Hb 5,11-12) y a salir del recinto sagrado (Hb 13,13) para entrar en contacto con el mundo donde se encuentra el Cristo humillado, que no se avergüenza de ser nuestro hermano (Hb 2,11) y sigue cargando su cruz entre los pobres. Así, los fieles alcanzan la salvación asemejándose a Jesús, en la práctica del amor al prójimo, en el amor hasta el final, hasta la entrega de la propia vida.

5.3 La muerte como pago de rescate del cautiverio

Además de la idea de sacrificio, los Santos Padres también utilizaron la noción de rescate para presentar su explicación soteriológica. Utilizando el pasaje de Mc 10,45 (“el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”), algunos Padres de la Iglesia enseñan que, con su muerte y resurrección, Jesús triunfa sobre el mal y rescata a la humanidad que estaba cautiva, bajo el poder del diablo. Gregorio de Niza afirma que la humanidad, con el pecado, se había vendido a Satanás, quien llegó a tener derecho sobre nosotros. Por tanto, por una cuestión de justicia, Dios necesitaba darle al diablo, señor de la humanidad, la oportunidad de pedir lo que quisiese como precio por el rescate de los seres humanos. El diablo pidió lo que era más valioso que la raza humana: la sangre del Nazareno, nacido de una virgen y hacedor de tantos milagros. Pero se engañó porque no había visto a la divinidad escondida dentro de la humanidad del Señor. Al resucitar de entre los muertos, Jesús engaña al diablo y lo vence, y, uniendo a toda la raza humana a su cuerpo, los rescata del cautiverio diabólico. Para Agustín, el diablo adquirió derechos sobre la humanidad a través del pecado de los primeros padres. Por un acto de justicia y no de poder, Dios libera al género humano con la humildad de Cristo en la encarnación, cuando no solo se asemeja a nosotros, sino que, aunque inocente, también asume nuestro sufrimiento. Al matar a un hombre inocente, el diablo perdió sus derechos sobre la humanidad.

Sin embargo, esta idea de rescate no fue asimilada por todos. Gregorio de Nazianzo considera un ultraje espantoso imaginar que la sangre de Cristo fue el pago dado al diablo por la liberación del hombre; De manera diferente, entendió que el Padre aceptó la ofrenda gratuita de Cristo no a petición del diablo, sino porque, en la economía de la salvación, la humanidad debía ser santificada por la humanidad de Dios, para que él pudiera librarnos venciendo el poder del tirano y llevarnos hasta él por la mediación del Hijo.

5.4 La muerte como prestación de satisfacción a Dios

Con Anselmo da Canterbury, tenemos la transición del uso de imágenes o metáforas a la elaboración de una teoría soteriológica de la satisfacción (RYAN, 2020, p. 109-121). Él quiere ofrecer una elucidación racional de los misterios de la fe y responder a los pensadores judíos que encontraron la idea de la encarnación ofensiva para la dignidad e impasibilidad de Dios. De ahí el título de su obra principal: Cur Deus homo? (¿Por qué Dios se hizo hombre?). Su argumento soteriológico se contextualiza en el período feudal, en el que el sometimiento a la voluntad de la autoridad superior era fundamental para el mantenimiento del orden social y, por tanto, en caso de ofensa a la autoridad, se encontraba la satisfacción correspondiente al estatus social del ofendido. Se sitúa en el contexto del sistema penitencial, en el que se prescribían penitencias por pecados específicos con vistas a la satisfacción de la reparación de los pecados. La satisfacción ofrecida por el ofensor a la autoridad y por el pecador a Dios se convirtió en una analogía natural para explicar el sacrificio de Cristo por la redención de la humanidad.

Anselmo presupone la creencia cristiana de que Dios creó a la humanidad para la felicidad eterna, lo que requiere la completa sumisión de la voluntad humana a los planes divinos. Al pecar, todos rechazaron esta sumisión, deshonrando a Dios y, en consecuencia, perturbando el orden del universo. La superación del pecado, por lo tanto, implica la restauración del honor divino y la restauración de la armonía del universo. Para ello hay dos caminos, el castigo divino o el dar satisfacción a Dios. El castigo es una idea inconcebible, ya que contradice el deseo divino de que todos alcancen la bienaventuranza eterna. La provisión de satisfacción por parte del ser humano es imposible, ya que siendo infinita la dignidad de Dios, la ofensa contra él también es infinita y, por tanto, la humanidad es incapaz de cubrir la distancia entre el pecado cometido y el honor ofendido.

Por justicia y por respeto a la libertad y responsabilidad humanas, Dios no puede ignorar la ofensa y, por tanto, la exigencia de satisfacción. Por misericordia, Dios quiere llevar a cabo su plan de tener a todos con él en la felicidad eterna. La salida del impasse se encuentra en la encarnación de Dios. La prestación de la satisfacción será hecha por alguien que es al mismo tiempo perfecto Dios y perfecto hombre. La deuda la paga uno de la raza humana que, siendo Dios, se presenta como una ofrenda correspondiente al status divino de aquel cuyo honor ha sido ofendido. Dado que la muerte es efecto del pecado, el Hijo eterno de Dios no necesitaba morir, sino que deseaba entregarse libremente a la muerte para satisfacer el honor divino; por este acto extremo de libertad personal y obediencia al Padre, su auto-ofrenda tiene un valor infinito, mayor que todo el pecado de la humanidad. Su muerte da la debida satisfacción a Dios y trae consigo la redención de toda la raza humana.

Con ligeros matices de diferencia, Aquino abraza la teoría de la satisfacción, al tiempo que considera que

Sufriendo por amor y obediencia, Cristo ofreció a Dios más de lo que exigía la compensación por todas las ofensas de la humanidad. (…) Por tanto, la pasión de Cristo fue una satisfacción por los pecados humanos no solo suficiente, sino sobreabundante (TOMÁS DE AQUINO, 2002, p. 693)

Estas explicaciones de la salvación a través de la muerte (sacrificio, expiación, rescate, satisfacción) siempre se correlacionan con la resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, su muerte no tendría poder salvador. El primer efecto salvador de la muerte y resurrección del Señor se manifestó en los discípulos. La experiencia pascual del encuentro con Cristo resucitado hizo que los discípulos vivieran también su particular Pascua: de asustados y encerrados en casa, se volvieron valientes y atrevidos al anunciar la resurrección del Señor. Comenzaron a profesar la inauguración, aunque provisional, del Reino de Dios predicado por Jesús. La muerte del maestro fue aceptada por el Padre, que se vengó de los amos y asesinos, liberando a la víctima del poder de la muerte y dándole una nueva forma de vida. Por lo tanto, la resurrección de Jesús revela el significado universal de la persona, el mensaje y la obra salvadora de Jesús.

Como no es posible entender el ministerio público del anuncio del Reino sin el destino de muerte, tampoco es posible separar la muerte de la resurrección. Una interpretación soteriológica de la muerte y resurrección de Jesús surgió muy temprano en la comunidad, como dos eventos que se explican entre sí: en Jesús no hay muerte sin resurrección, no hay resurrección sin muerte. Su muerte se ve no solo como un evento histórico, sino como un evento salvador: murió por nuestros pecados, como parte integrante de la voluntad salvífica de Dios. Su resurrección, en relación con la muerte, se considera intrínseca a la revelación del designio salvífico de Dios.

6 Salvación mediante la recapitulación de Cristo Cabeza

La renovación de la humanidad y del mundo es uno de los conceptos soteriológicos centrales del Nuevo Testamento. Los primeros cristianos estaban convencidos de que en Cristo la humanidad y la historia tenían un nuevo comienzo. En el himno cristológico de la Carta a los Efesios (3, 1-10), Pablo bendice a Dios porque en Cristo se recapitulan todas las cosas. Esta doctrina se basa bíblicamente en la enseñanza paulina del nuevo Adán (Rm 5, 12-21; 1Cor 15, 20-28. 45-49), que supera en gracia y salvación los efectos nocivos del pecado del primer Adán.

Ireneo de Lyon desarrolló especialmente la doctrina de la recapitulación. (RYAN, 2020, p. 90-92). Contra el pensamiento gnóstico, la recapitulación lleva la intención de unir creación y redención: la acción salvífica de Dios en Cristo comienza con la creación, continúa con la redención y se realiza plenamente en la recapitulación. Según Ireneo, cuando el Verbo divino se hizo carne, unió a toda la humanidad, santificó todas las etapas de la vida humana y así inauguró una raza redimida. Como cabeza de la Iglesia y de la humanidad, con su obediencia rompió los lazos que nos ataban a la desobediencia y reorientó todas las cosas hacia él. Ahora, todos los seres humanos, e incluso todas las cosas, están orientadas hacia Cristo, encuentran su sentido en Cristo, han sido recapituladas, encabezadas en Cristo (IRINEU, 1995, p 349-351). Por su obediencia, Cristo devuelve a la humanidad la semejanza divina que se había perdido por la desobediencia, incorporando en sí toda la historia humana. Si la desobediencia del primer Adán fue de alcance universal, la obediencia del nuevo Adán tiene un alcance aún mayor y abarca a todos, convirtiéndose en el punto más alto de la historia humana. Completó todo el camino de la historia, asumiendo la condición humana en todas sus dimensiones, pero sin contaminarla con el pecado (Hb 4, 15). Aunque no había pecado en él (1 Jn 3,5; 1 Pd 2,22), se hizo pecado por nosotros para que fuéramos justificados (2 Cor 5,21). Así, Jesucristo imprime en la humanidad su victoria sobre el mal, el pecado y la muerte.

Esta perspectiva de la salvación por recapitulación, que, teniendo sus orígenes en el Oriente cristiano, transcurrió clandestinamente en la teología y espiritualidad occidental, es retomada en los tiempos modernos por un gran número de teólogos. Fue adoptado en sus líneas generales por Gaudium et Spes, donde obtuvo carácter oficial en un documento conciliar. Se refleja, por ejemplo, en los cuatro capítulos de la parte doctrinal del documento. De hecho, casi como una luz al final del túnel, que ilumina el camino recorrido anteriormente, Cristo, el Hombre Nuevo (GS 22), ilumina la doctrina sobre la dignidad de la persona humana (GS 12-21); el Verbo Encarnado (GS 32) dilucida la doctrina sobre la comunidad humana (GS 23-31); el Cristo que recapitula el cielo nuevo y la tierra nueva (GS 39) explica el significado de la actividad humana en el mundo (GS 33-38); el Cristo, alfa y omega (GS 45), interpreta el papel de la Iglesia en el mundo (GS 40-44). La perspectiva de la recapitulación ve el significado de la encarnación de Cristo no solo en la liberación del mal, sino sobre todo en la perfección del bien que está presente en toda la creación. Incluyendo evidentemente la redención como liberación del mal, la perspectiva de recapitular todo en Cristo es más amplia, más optimista, ofrece un mayor aliento místico para una teología que dialoga con otras iglesias, religiones y culturas, y está atenta a los grandes desafíos de la historia.

7 El anuncio de la salvación en Cristo en el contexto actual 

Al anunciar la salvación en Cristo en el contexto actual de pobreza creciente, de desmantelamiento de la democracia y las políticas públicas, de pluralismo religioso y del uso abusivo de la religión para manipular las conciencias para justificar la violencia, la corrupción, el asesinato de inocentes, es necesario tomar en cuenta el presupuesto básico de la unicidad de Jesús en el contexto de sus relaciones (TAVARES, 2004, p. 515-147), es decir, el regreso al ser humano de Jesús de Nazaret (TORRES QUEIRUGA, 1999, p. 305-310), a la humanidad de Jesús como camino para nuestra realización personal y para la construcción de un mundo nuevo. Esta concreción histórica es, de hecho, alguien situado en el tiempo y el espacio, un hombre de conflictos, con causas y opciones bien definidas, con relaciones diferenciadas con los pobres y los poderosos, con crisis, renuncias y enigmas[1], con prácticas provocativas que lo llevaron a ser condenado a muerte. Sólo desde la humanidad de Jesús tendrá sentido afirmar el “misterio de la gracia” del cristianismo, “el punto esencial donde el cristianismo se diferencia de otras religiones”, porque es en el hombre de Nazaret donde se revela la venida de Dios, donde se cumple “el anhelo presente en todas las religiones de la humanidad”; en él “el hombre (vivens homo) es la epifanía de la gloria de Dios, llamado a vivir en la plenitud de la vida en Dios” (JOÃO PAULO II, 1994, p. 11-12).

A partir del retorno a la humanidad histórica de Jesús se comprende mejor la relación entre la salvación cristiana y la opción por los pobres (FELLER, 2005, p. 56-78). Es necesario asumir la humanidad de Jesús en lo que se reveló de más dramática, hasta el punto de que sea posible afirmar que este hombre es Dios y, por tanto, el salvador de la humanidad. El Dios del judeocristianismo es un Dios que busca al ser humano, que viene al encuentro de cada ser humano y de la humanidad en general. Hasta el punto de convertirse en uno de los nuestros. La fe cristiana confiesa que, para conocerla, el ser humano necesita la ayuda especial de una revelación. No fue con la sabiduría del mundo, con el poder del dinero y el poder del mando que el cristianismo logró llegar a todos los pueblos. Tampoco hoy, no será con la fuerza de la razón, de la ley, del triunfo, que siempre albergan pretensiones de exclusividad, como el cristianismo logrará proponer la salvación de Cristo a los pobres, a los miembros de otras religiones, a la sociedad secular. Pero, sí, desde la pequeñez, la pobreza y el martirio. Estas actitudes nos recuerdan que “el servicio de la misión es la alegría de una Iglesia que anuncia al ser humano de hoy que es hijo de Dios en Cristo, comprometido con la liberación de todo hombre y de todos los hombres”. (MARADIAGA, 2004, p. 57).

La teología de la liberación, inspirada en la historia centenaria de la caridad cristiana, en las acciones pastorales de las comunidades eclesiales de base y en las enseñanzas del episcopado latinoamericano, centró su reflexión en la opción por los pobres. Así, sistematizó el mensaje del cristianismo en torno al lugar central que ocupan los pobres, preferidos del mensaje y la práctica de Jesús de Nazaret. El mensaje de salvación en Jesucristo también se comprende a través de la opción por los pobres. La centralidad de los pobres como destinatarios y, a partir de entonces, también sujetos del Reino de Dios, se convierte en clave para comprender la amplitud de ese mismo Reino, en pro de la inclusión, en él, de personas de todos los pueblos, culturas y culturas. religiones (AQUINO JÚNIOR, 2004, p. 515-554). Para comprender esta centralidad, vale la pena citar al exégeta alemán J. Jeremías:

Al constatar que Jesús proclamó el amanecer de la consumación del mundo, aún no hemos descrito completamente su predicación de la basilea. Al contrario, todavía no hemos mencionado el rasgo esencial (…) el ofrecimiento de salvación que Jesús hace a los pobres (…). El Reino pertenece únicamente a los pobres. (JEREMIAS apud SOBRINO, 1994, p. 124)

Los pobres son, de hecho, los primeros y únicos destinatarios del mensaje de Jesús, ungido por el Espíritu “para anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4,18). Una señal de que Jesús es el Mesías es: “a los pobres se anuncia la Buena Nueva (Lc 7,22; Mt 11,5). La primera bienaventuranza de Jesús es: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20).

Desde esta centralidad de los pobres para la comprensión y práctica del Reino de Dios, es necesario comprender la parcialidad del propio Reino de Dios (SOBRINO, 1994, p. 128-131). Como realidad escatológica, el plan salvífico de Dios para la humanidad y toda la creación, el Reino es universal, abierto a todas las personas y todos los pueblos. Revelado al pueblo judío, el Reino se abrió entonces a todas las naciones, a toda criatura (Mc 16,15). Esta apertura tuvo lugar, sin embargo, a través de la mediación de los pobres. No fueron los líderes religiosos y políticos los que aceptaron y propagaron el movimiento de Jesús. Por el contrario, si hubiera sido por ellos, el Reino de Dios habría sido sofocado como su predicador fue rechazado y asesinado. Si el Reino de Dios ha continuado en la historia, su apertura a los pueblos, con posibilidad de inserción en todas las culturas y diálogo con todas las religiones, se debe, en términos de acción humana, a los pobres de Israel. De la parcialidad a favor de los pobres, el Reino se abrió a todos los pueblos (AQUINO JÚNIOR, 2004, p. 518; FRAIJO, 2002).

Esta totalidad, por tanto, no se entenderá propiamente fuera de la parcialidad de los pobres, porque en ellos, como en el siervo sufriente Jesús de Nazaret, Dios sigue revelándose a nosotros.

En estos pobres aparece el rostro de Dios, la divinidad escarnecida. Que los seres humanos podamos ver algo de Dios en ellos no es programable, pero sucede. Algunos solo parecen expresar el no tener figura humana, no atesorar su condición divina, que les viene con la creación. Estos pobres, como el Hijo amado, hacen a Dios presente, silencioso y oculto, pero en última instancia Dios. (SOBRINO, 2000, p. 290)

 Ya en el Antiguo Testamento, Yahvé se había revelado como el Dios de un pueblo oprimido. Esta parcialidad no solo no se niega, sino que se corrobora en el Nuevo Testamento. Encontramos en la Escritura una serie de preferencias de Dios, que revela su parcialidad a favor de unos, precisamente al revelar su oposición a otros.

Esta parcialidad es una mediación esencial de su propia revelación. Dios no se revela, primero, como él es, y luego se muestra parcial hacia los oprimidos. Es más bien en y a través de su parcialidad hacia los oprimidos como Dios revela su propia realidad. (SOBRINO, 1994, p. 129)

Dios revela su ser, quién es y cómo es, a través de sus acciones. Si su acción se centra en la liberación de los pobres, entonces hay que concluir que el ser de Dios está marcado por la sencillez y la pobreza. Si “Dios es Amor” (1 Jn 4,16), en su comunión de amor no hay lugar para el orgullo y la arrogancia.

Vivida en Dios, la historia humana se convierte en un solo camino, un solo devenir humano, asumido irreversiblemente por Cristo, cuya obra salvífica comienza a abarcar todas las dimensiones de la existencia humana, pero siempre desde las situaciones en las que la vida es más frágil. Por eso,

las mediaciones históricas y políticas actuales, valoradas por sí mismas, cambian la experiencia y la reflexión sobre el misterio oculto todo el tiempo y ahora revelado, sobre el amor del Padre y la fraternidad humana, sobre la salvación que obra en el tiempo y da su unidad profunda a la historia humana (GUTIERREZ, 1981, p. 96)

Dios mismo, que se revela en la historia de los pobres de Nazaret en particular y de los pobres en general, quiere que los acontecimientos de la historia sean signos de su presencia salvífica y mediaciones para el encuentro con él.

Esta elección del mismo Dios nos hace ver que es abajo donde no solo están los deseos de libertad, sino también las prácticas de liberación, vividas en la comunión y en el diálogo entre las personas y los pueblos.

La comunión con los demás, esta igualdad que Cristo quiere que vivamos, se descubre por la carne y no por el espíritu. Es a través de la carne como Cristo es nuestro hermano, nuestro consanguíneo, igual a nosotros. Y esta fraternidad, la podemos descubrir en el nivel más bajo, en el nivel ínfimo. Mientras haya alguien más abajo que nosotros, mientras haya una cuota de “profundidad” que no hayamos alcanzado, esto significa que no realizamos toda la fraternidad. (PAOLI, 1983, p. 16)

En el esfuerzo por proclamar la salvación universal en Jesucristo, no se puede menospreciar la memoria y la práctica de la fe de los pobres que, incluso en su pobreza y debilidad, subvierten el orden del mundo para crear un nuevo orden cultural y religioso (GUTIERREZ , 1981, p. 78-85; 133-139; 245-313; SCANNONE, 1976, p. 217-252), para soñar con la globalización de la solidaridad, para garantizar en el horizonte de la historia que otro mundo es posible. En el mismo espíritu de seguimiento de Jesús y de la opción por los pobres, como criterios básicos para verificar la salvación universal y eterna, se entiende el decálogo, también propuesto por el CELAM (2003, p. 213-229), para vivir en este mundo globalizado. la experiencia de la acción salvífica de Dios en nuestra historia: descubrir un ethos común, una fuerza que une moralmente a personas y grupos, en medio del relativismo ético o de la ausencia total de la ética; apostar por la caridad, expresada en una opción real por los pobres frente a la exclusión; reconstruir el tejido social, a partir de la importancia de la familia y la comunidad política; promover una cultura de acogida, hospitalidad y gratuidad; dialogar con las ciencias, culturas y religiones, buscando y valorando un horizonte de crecimiento mutuo; democratizar la comunicación, especialmente en lo que respecta al intercambio de sentido; fortalecer la globalización desde abajo, destacando y ofreciendo alternativas para promover y defender la vida de los excluidos; acompañar las iniciativas de integración entre los países pobres, con miras a un destino mundial común; replanificar la educación, como apuesta por las nuevas generaciones; promover un nuevo modelo de desarrollo social y ecológicamente sostenible. En todo esto se expresan salvaciones históricas que son, a su vez, signos de salvación escatológica.

Conclusión

El ser humano nunca está contento con lo que es o con lo que tiene. Siempre busca algo más. Quiere deshacerse de situaciones insoportables, luchar por una vida más confortable. Desde Medellín, la teología latinoamericana ha entendido que la salvación cristiana engloba todos estos sueños humanos y apunta a su plena realización en la eternidad. Dios está activamente presente en la historia y hace que las luchas humanas por la liberación social, política y económica tengan significado teológico. La salvación eterna pasa por liberaciones históricas, aunque no se reduzca a ellas.

Desde el comienzo del cristianismo, como puede verse en los escritos del Nuevo Testamento, Jesús es designado como el salvador de la humanidad. La salvación en Jesucristo constituye el núcleo de la fe cristiana. Ya en el Nuevo Testamento y, a partir de entonces, en las teologías de estos veinte siglos, aparecieron varias imágenes soteriológicas que intentaban explicar cómo se produce la salvación de la humanidad en Cristo. Con un enfoque en la encarnación del Verbo eterno, se apunta a la educación o iluminación de sus fieles y a su divinización. El ministerio público de Jesús y su anuncio del Reino, aunque poco reflejado en estos dos milenios, ha sido pensado en los últimos tiempos como un lugar explícito de la obra salvífica de Jesús. La muerte redentora, vista como sacrificio, rescate, satisfacción, ganó tanto énfasis en la explicación de la acción salvífica de Cristo que, aunque siempre fue recordada, en realidad permaneció en la sombra, como ligada a la muerte, sirviendo como su sentido último. La recapitulación, que tuvo un gran impacto en los dos primeros milenios, vuelve a estar presente en la teología actual, ganando terreno en la teología del Concilio Vaticano II.

La teología latinoamericana, con su centralidad en la opción por los pobres, anuncia que la salvación universal y eterna tiene como punto de partida la concreción histórica de Jesús de Nazaret, en sus palabras y acciones liberadoras a favor de las multitudes marginadas. A partir de la parcialidad de los pobres, la salvación llega a todos los pueblos. Desde la historicidad de los gestos liberadores de Jesús, de la Iglesia y de los pobres, se apunta a la salvación eterna.

Vitor Galdino Feller. ITESC/FACASC. Texto original en protugués. Recibido:  22/05/2021. Aprobado:  30/10/2021. Publicado: 24/12/2021.

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[1] Al preguntarse sobre “¿qué es un falso dios, sino aquel que nos remite a nuestras ideas míticas todopoderosas y portentosas, totalmente transparentes?”, A. Gesché se refiere a Cristo como aquel que “no quiso vaciar sus propios enigmas”. “Gritó en una cruz […] el enigma de un abandono; descendió a un infierno, el infierno de su muerte, y sólo porque entró allí, porque no rechazó el enigma, es por lo que él resucitó y recibió respuesta […]; renunció a la magia de la omnipotencia y el […] milagro […] Él venció porque vivió hasta el final una cierta agonía del sentido y de la evidencia […]. Nos enseña que el enigma salva, construye, puede ser saludable […] Todos tenemos lutos que trabajar y que no podemos evitar”.(GESCHÉ, A. Deus para pensar 2 – O ser humano, p. 20-21)