Teología de la creación

Índice

Introducción

1 La historia de la relación entre la fe en la creación y las ciencias: cuestiones epistemológicas

2 El testimonio bíblico de la fe en la creación

2.1 La Palabra con Espíritu, origen de la creación

2.2 El orden ecológico y maternal de la creación

2.3 La curvatura ética del ser humano, imagen y semejanza del Creador

2.4 El crecimiento humano, su polivalencia y pedagogía divina

2.5 El Primogénito de la Creación: el Nuevo Adán y el Nuevo Caín

3 La creación como paradigma universal: la doctrina cristiana

3.1 Un Creador antes de la creación: el Padre y Poeta de la creación y sus dos manos en la creatio ex nihilo

3.2 El misterio del mal, el sufrimiento, la divina providencia y los dolores de parto de la creación

3.3 Estética, ética y espiritualidad de la creación: la belleza, el cuidado, la alabanza

Introducción

La teología de la creación (TC) adquirió nuevos  insights y se volvió más compleja a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI, y estas son las razones principales: 1. Una nueva comprensión que la ciencia adquirió sobre sí misma en este momento, de tal manera que se trata de una nueva revolución científica, de la cual se reconfiguró una nueva cosmología en toda su extensión, desde la astrofísica a la física subatómica y cuántica, y su contribución crítica e inspiradora para  la TC; 2. Una nueva hermenéutica bíblica y de las narrativas religiosas en general, que permiten la distinción y el respeto de los diferentes lenguajes, especialmente el científico y el religioso; 3. La urgencia señalada por la crisis ecológica en general, que nos obliga a pensar en la ecoteología como parte de una nueva alfabetización ecológica para una nueva espiritualidad y una urgente ética ecológica y planetaria correspondiente . La TC debería dar soporte para una “conversión ecológica” (Laudato Si ’n. 216-221).

Los autores que estudiaron y publicaron textos sobre TC en este período tienen en común, como exigencia metodológica, la creación de una nueva epistemología que comprende las tres razones anteriores, de manera interdisciplinar, arriesgando incluso, para las cuestiones fundamentales, un lenguaje transdisciplinario. Se puede decir que ya no es posible elaborar una TC sin un complejo ejercicio interdisciplinario en forma de diálogo con diferentes ciencias naturales y diferentes ciencias humanas (POLKINGHORNE, 2000, p. 123-135). En el caso de la teología, la TC tiene, en definitiva, el desafío de reubicar la naturaleza en el horizonte metafísico-religioso sin eludir la palabra de las ciencias y las reglas de la hermenéutica. La TC no es rival ni competidora de las ciencias, pero tiene vocación de totalidad y, más allá de la totalidad como “creación”, su relación con la trascendencia de una alteridad creadora. Así, por ejemplo, “que el ser humano pueda concebir la naturaleza como un ‘todo’ es ya un hecho metafísico y una afirmación de su trascendencia” (LENOBLE, 1969, p. 384). El “Todo” es, sin embargo, más que un universo físico o un mundo investigado y nunca conocido exhaustivamente por las ciencias, sino una “totalidad abierta”. “La concepción del mundo depende sólo en pequeña medida de las ideas científicas. Refleja mucho más las necesidades morales y sociales, y más aún, deseos inconscientes (…) es en este nivel donde se produce la unión de la ciencia y la vida” (LENOBLE, 1969, p. 31). Así, “la historia de la ciencia (…) es una lenta reforma de la conciencia por sí misma, para finalmente ganar el derecho a ver la naturaleza tal como es” (LENOBLE, 1969, p. 32). En su plenitud, el nombre de la naturaleza, del mundo, del universo, es “creación”.

Un TC puede, por tanto, organizarse en tres etapas: 1. La historia de la relación entre la fe en la creación, las ciencias y los contextos: el contexto histórico permite comprender la historia de la doctrina sobre la creación en diálogo y eventualmente confrontación con las ciencias de cada época histórica, y la exigencia de una reformulación continua de la epistemología para una adecuada TC (KÜNG, 2007, p. 13 et seq.); 2. El sentido de creación de las narrativas canónicas de la fe, las Escrituras y su curso, desde la primera página del Génesis hasta la última página del Apocalipsis y viceversa. La teología cristiana de la creación tiene su vértice privilegiado, del cual se comprende la totalidad de la creación, en Cristo (MALDAMÉ, 2005, p. 29-36). En la etapa actual de pluralismo y diálogo entre religiones, este camino bíblico y cristiano también debe realizarse en diálogo con otras narrativas religiosas; 3. Las consecuencias prácticas se entienden a la luz de los puntos anteriores: son consecuencias ecológicas, litúrgicas y éticas, incluido el misterio del mal y el sufrimiento en la creación, la providencia y la gracia presentes en la creación, la redención y el cuidado de la creación.

1 La historia de la relación entre la fe en la creación y las ciencias: cuestiones epistemológicas

La historicidad de todo conocimiento, incluido el teológico, forma parte de la nueva epistemología en el sentido más amplio, como lo es, más específicamente, la historicidad de la idea de naturaleza y de creación. En la historia de la relación entre la fe en la creación y la ciencia, Occidente ha conocido posiciones diferentes, que en cierta medida permanecen, aunque solo sea de manera residual o reinterpretadas con nuevo vigor desde una nueva epistemología:

1. El conocimiento mítico y la relación mágica entre el ser humano y la naturaleza, percibida de manera anímica, habitada por la divinidad o incluso confundida con la divinidad: panta plere theon – todo está lleno de lo divino, según la referencia crítica de Aristóteles al presocrático Tales de Mileto en De Anima, 411a. Es una cosmología simbiótica, en la que la naturaleza se ve como un gran seno, algo así como un panteísmo o “panenteísmo” materno y nutritivo, percepción típica de recolectores y cazadores. Se le puede llamar relación “animista”, cuya experiencia y verdad permanece en la relación con la “Madre Tierra”, la Pachamama amerindia o griega o india, aun cuando la Tierra también es considerada una criatura, nuestra “hermana y madre Tierra” (San Francisco – Cántico de las criaturas).

2. La ruptura sedentaria con la simbiosis cósmica, en la creación de un espacio propio, posibilitó una percepción de la alteridad creadora. Produjo, generalmente, una relación expiatoria y sacrificial, una deuda original, que se saldaba en un círculo de dones: a los dones divinos a través de la naturaleza, la devolución de los dones humanos a través de los sacrificios. Se puede llamar una relación “pagana”, según la etimología de la palabra paganus, que está relacionada con el campo, con la naturaleza y sus manifestaciones divinizadas. Adopta múltiples formas culturales y religiosas, desde simples ofrendas hasta grandes y trágicos sacrificios humanos. El círculo de los dones de la creación, con reconocimiento y retribución, permanece de diferentes formas en las prácticas religiosas, inclusive con mutaciones semánticas, siendo la eucaristía una de ellas, ya que la eucaristía cristiana tiene en su cúspide la presencia viva de Cristo en su memorial del pan y vino.

3. En la historia del cristianismo, tal como en la relación entre fe y razón, existen tensiones y situaciones de conflicto entre la fe en la creación y el camino de las ciencias, con dos situaciones extremas: la reducción del conocimiento científico al conocimiento teológico, como en San Buenaventura (De reducee artium ad theologiam), aunque el concepto medieval de ciencia está más cerca de Aristóteles que de las ciencias modernas; y, viceversa, la reducción del conocimiento teológico al conocimiento científico, que marca profundamente los siglos de la modernidad, desde las investigaciones y experimentos de Leonardo da Vinci y Galileo hasta principios del siglo XX. El conflicto, en la modernidad, también ha llevado a la exclusión mutua, la ignorancia mutua y la indiferencia. La teología se interesó principalmente por la dimensión antropológica e histórica como si el mundo fuese un drama humano que se despliega en el escenario de una naturaleza estática como soporte y marco, abandonando así el estudio de la naturaleza, el cosmos y la vida biológica, en la Ciencia. Hubo, como en la filosofía, un “sobrecalentamiento” de la Historia – con una H mayúscula, como sujeto – en detrimento de la Geografía silenciada y cosificada, con la pérdida de las conexiones humanas con la tierra y el cosmos. En términos pastorales, la teología, la moral y la espiritualidad a menudo se redujeron aún más a la preocupación por la redención del alma. El resto, incluso el cuerpo, sería una adición formal a la resurrección del Último Día, pero sin un significado adecuado y consecuente. La TC perdió aquí todo su peso y toda la escatología encajaba en un simple punto abstracto: “¡Salva tu alma!” (cf. MOLTMANN, 1993, p. 42 et seq.).

4. La aceptación y acomodación de un paralelismo de verdades: en la Edad Media, las verdades paralelas – lo que sería verdad en ciencia no sería necesariamente verdad en la palabra de la revelación divina y viceversa – eran un problema de lógica, pero también una evasión ante la persecución religiosa, en el caso de Avicena y Averroes. El paralelismo no fue aceptado por los escolásticos cristianos. Una relativa autonomía metodológica y una referencialidad mutua fueron las soluciones encontradas, de tal manera que, en lenguaje escolástico, primero está el Liber Naturae, y cuando esto se hizo difícil de entender teológicamente, el Creador ofreció el Liber Scripturae para leer mejor el primero. La relación entre naturaleza y gracia sobrenatural, entre razón y fe, como entre tierra y cielo, visible e invisible, etc. son duales que siguen la misma dinámica de autonomía relativa, pero de referencialidad mutua. Lo esencial de esta postura, incluso antes de los escolásticos, se expone desde los concilios de la Iglesia de la antigüedad en el artículo primero del Credo. Dadas las tensiones del siglo XIX, con el creciente éxito de la teoría darwiniana de la evolución, es reafirmada por el Concilio Vaticano I en su documento Dei Filius. Y a finales del siglo XX, vuelve a ser expuesto por la encíclica Fides et Ratio, de Juan Pablo II.

5. El concordismo moderno, un modo especial de acomodación a favor de la religión, busca en la investigación científica evidencia de que “la Biblia tenía razón”. Este esfuerzo paga el alto precio del fundamentalismo literario, independientemente de la exégesis científica y la hermenéutica. Tiene la intención, por ejemplo, de encontrar e identificar algunos restos del arca mítica de Noé en el monte Ararat.

6. El positivismo, en cambio, es un reduccionismo científico que llegó a un paroxismo a finales del siglo XIX y principios del XX, de tal manera que la ciencia tomó el lugar de la religión y se convirtió en religión. Redujo toda capacidad de verdad a las ciencias, excluyendo el arte, la literatura y, por supuesto, la teología, especialmente una posible TC. En reacción, hasta nuestros días, la “Cienciología” y, de alguna manera, el Espiritismo, como varias teosofías y nuevos gnosticismos, luchan por mantener una cierta fusión y concordismo de fe y ciencia.

7. Un caso emblemático plantado en el siglo XIX, tras la afirmación de la teoría de la evolución, que vuelve como avatar de las tensiones en la relación entre fe en la creación y ciencia, es el choque entre evolucionismo y creacionismo. Es una confusión de lenguajes y formas de relacionarse con el universo, especialmente con los seres vivos. Como objeto de observación e investigación, el universo y la vida se conocen y explican adecuadamente a través de la evolución. La teoría de la evolución, no solo de los seres vivos, sino incluso de un universo en expansión, es actualmente la mejor teoría científica. Sin embargo, como objeto de la profesión de fe, es decir, de una alteridad creadora, el mismo universo es confesado como creación divina. Hay dos lenguajes y dos formas de conocimiento e incluso de experiencia de la realidad (MOLTMANN, 1993, p. 68 y ss.; p. 90 y ss.). La afirmación de un diseño inteligente en el origen del universo es del orden de la fe, que la ciencia no puede ni afirmar ni negar, no es parte de la clase de ciencia, es parte de la clase de religión y su hermenéutica. Para quienes creen según el sentido de la narrativa bíblica, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, el evolucionismo – y no la teoría de un universo fijo y estático o de cada elemento creado a partir de un comienzo cronológico según su estado actual – es la teoría que más se adapta a la profesión de fe en la dinámica de la creación a través de una historia que aún está abierta. Por tanto, no hay necesariamente conflicto y exclusión, sino relativa autonomía y referencialidad mutua entre evolución y creación para quienes creen: tanto la ciencia como la fe son conocimientos diferentes y abiertos, alentadores y, por tanto, aún hay comprensiones en crecimiento.

Cabe señalar que el creacionismo se configuró como una reacción al positivismo de la ciencia a principios del siglo XX en Estados Unidos, y fue uno de los postulados de la afirmación de los fundamentos de la fe cristiana según el catecismo de algunas denominaciones cristianas, lo que se conoció como fundamentalism. Con la entrada de las ciencias hermenéuticas, especialmente de la historicidad, la fenomenología y el psicoanálisis, el fundamentalismo pasó a significar la incapacidad de interpretación, literalismo, biblicismo, religión sin mediación hermenéutica, lo que conduce a absurdos tanto en el área del conocimiento como en las consecuencias prácticas, morales y sociales. Así, el fundamentalismo acabó ganando un sentido muy amplio y afectó profundamente no solo la interpretación de la creación, sino de la propia condición humana, de los estudios de sexualidad y género, de lo que se entiende por milagros y gracia, de la oración, e incluso de la sociedad y de la política. La TC habría sido solo un horizonte justificador de esta visión si la emergencia ecológica no hubiera llegado al centro de atención en nuestros días. Hoy el fundamentalismo es una grave patología de la fe.

8. Una dificultad fundamental que debe entenderse bien para la elaboración de una epistemología adecuada en la TC es lo que observa el medievalista Jacques Le Goff (1999) en relación con los dos mil años de cristianismo. Según Le Goff, el primer milenio se caracterizó más por una desviación que por una integración de la naturaleza en la espiritualidad cristiana, y por una concentración antropológica alejada del resto de la naturaleza. Agustín representa bien esta postura. Por un lado, la naturaleza podría sugerir una relación “pagana” ante la fascinante y tremenda seducción de los elementos de la naturaleza divinizados, permaneciendo en los elementos del mundo lo sagrado que es el propio Dios. Para los judíos, herederos primarios del profetismo, la distinción ya estaba bien establecida cuando insistieron en la trascendencia divina de la cual no se dice el nombre ni se hace ninguna figura, y las narraciones de la creación en Génesis y los libros de sabiduría apoyan tanto la distinción absoluta como la relación entre la soberanía divina y su creación. Pero cada vez más los cristianos procedían del paganismo, y ante la tentación de los residuos paganos en relación con elementos de la naturaleza virtualmente divinizados, la mejor solución estaba inspirada en la jerarquía platónica de las realidades, de tal manera que, comentando la Escritura, el ser humano es puesto en la cima de la jerarquía de las criaturas, en una relación de dominio a imagen de la soberanía divina. A este antropocentrismo soberano, jerárquico, positivo y optimista, se suma su contrario para explicar la realidad: el ser humano ha pecado, perdido y caído de tal manera que la redención se convierte en el gran drama del ser humano en la tierra, resultando así en un “antropocentrismo negativo y pesimista”, y para ello se utilizó exhaustivamente el tercer capítulo del Génesis. Con la doctrina del pecado original, más allá del quinto capítulo de la carta a los Romanos, este antropocentrismo negativo ganó fuerza absorbente, y la redención del mundo finalmente se redujo a la redención abstracta del alma, aunque se profesase formalmente la resurrección de los cuerpos. Todo el interés se redujo a “Dios y alma”, y nada más (Deum et animam scire cupio, nihil aliud – San Agustín).

También según Le Goff, el comienzo del segundo milenio vio un cierto apaciguamiento y equilibrio con la naturaleza, lo que permitió a San Francisco de Asís cantar con las otras criaturas “hermanas”, y Santo Tomás pudo pensar con más calma su TC con categorías ontológicas. (LE GOFF, 1999, pág. 7). La categoría aristotélica de “causa”, distinguiendo una “primera” causa, el Creador, y una “segunda” causa dentro de la creación que participa en el acto creativo divino – participación como recepción y colaboración – permitió a Santo Tomás utilizar junto con el concepto de creación, como sinónimo, el de emanatio, tomado de Plotino por la teología cristiana, sin que la emanación tenga sabor a panteísmo (Summa Theologica II, q.XLIV-XLV). Pero la TC continuó impenitente en la jerarquía y sumisión de las criaturas, incluyendo el detalle de que las superiores están más cerca del Uno – Dios y Creador – que está por encima de la jerarquía. Ahora, cuanto más se desciende en la jerarquía, más criaturas se degradan en multiplicidad y se alejan de la perfección divina. Además, el énfasis en la “causa eficiente” en detrimento de la causa ejemplar y, sobre todo, la causa final, empobreció la TC.

En la religiosidad cristiana medieval, sin embargo, además de la teología erudita, tuvo más impacto la relación existencial de carácter fraterno de San Francisco con las otras criaturas, incluido el sol y la tierra, que impregnaron la espiritualidad de la empatía de la criatura y dejó un legado siempre posible de ser rescatado y experimentado hasta nuestros días.

Sin embargo, esta época medieval de cierta calma y equilibrio no duró mucho, ya que desde los sótanos de la Edad Media, con una fuerte irrupción en el optimismo renacentista y en los tiempos modernos, ya en forma de secuestro de la hermenéutica bíblica, especialmente secuestro reduccionista de Génesis 1, 26.28 – el dominio del hombre sobre otras criaturas – se estableció una relación jerárquica de poder, sumisión y manipulación por parte de los seres humanos sobre la naturaleza. A menudo se cita la opinión de Francis Bacon, uno de los epistemólogos de las ciencias modernas, de que el conocimiento es poder. Tal forma de conocer o intención de conocer deja atrás la teoría como contemplación para utilizarla como fuente de técnica, tecnología, apropiación y producción. Por eso es necesario, en el método de la ciencia, según Bacon, “torturar” a la naturaleza para que revele sus secretos. Existe el secuestro de la ciencia misma, primogénita de la modernidad, en la aplicabilidad del conocimiento no solo para mejorar las condiciones de vida, sino para apropiarse y capitalizar, colonizar y acumular. Desde el siglo XVI, ya sea de forma extractivista y mercantil, genocida y esclavista, o en la forma industrial y financiera,  se ha estructurado y globalizado el sistema capitalista , que es más que un sistema económico: es una forma de estar en el mundo, entender el mundo, relacionarse y apropiarse del mundo, incluso abusando del mundo. Se puede constatar que el capitalismo es la secularización de la “idea del infinito” cartesiana: ¡Dios me bendice en la misión de producción y reproducción del capital, como capitalización sin límites! Una TC verdaderamente cristiana, en estas circunstancias, sólo es relevante si es profética, contracultural y eficaz para vivir el mundo de otra manera, inspirada en la tradición bíblica y en los mejores momentos de la tradición cristiana según una hermenéutica más justa hacia los textos y sus contextos. Ella puede adquirir una nueva frescura teórica dialogando con tradiciones no occidentales, indígenas y autóctonas, que mantienen una postura más respetuosa hacia la alteridad de las criaturas y de un mundo que existe mucho más allá de un conjunto de recursos, como comunidad de vida incluso anterior al ser humano.

9. Para una adecuada epistemología en términos de TC, siempre será necesario, a priori, mantener la reserva de alteridad y misterio de la creación – mysterium creationis – aunque se extienda en el espacio y el tiempo de manera histórica. Este mismo misterio permanece en la comprensión del mal y el sufrimiento desproporcionados: el mysterium iniquitatis. Pero también permanece, por un lado, en la comprensión o aceptación del infinito y la potencia del amor y, por otro lado, en la comprensión de la finitud y contingencia de toda la realidad de las criaturas, incluida la humana. Por tanto, la propia TC confiesa a priori su limitación y necesidad de permanecer – asumiendo rigurosamente la tautología – en la apertura de todo sistema abierto y de un saber incompleto. Finalmente, será necesario, con temporalidad y evolución, con la historicidad y la apertura al futuro, con riesgos de regresión y caos, mantener el carácter procesual: una TC debe considerar, bajo el carácter relacional de creación y alteridad de un Creador, tres dimensiones comprensivas en la articulación de tiempos y espacios: el principio u origen, la historia o drama de creación y originalidad continua, y la esperanza de un buen final. Es decir, un origen como singularidad insuperable, un proceso complejo y abierto en todas las etapas del macro y microcosmos, y el atisbo de la culminación o plenitud del proceso más allá de cualquier reloj o calendario. Esto es lo que Moltmann organiza como creación original, creación continuada y nueva creación, utilizando la categoría de novum a partir de la promesa bíblica de un futuro escatológico absoluto, la participación de la creación en el Reino de la Gloria Divina. O, escolásticamente hablando: la causa final y razón última, que también es causa eficaz, es el sentido y comprensión última de todo el proceso y de su origen (MOLTMANN, 1993, p. 263 et seq.). Esta tesis fundamental de la TC encuentra un paralelo en el nacimiento original, continuado y escatológico de la condición humana, con la resurrección de los muertos, o la gloriosa transfiguración de nuestros cuerpos mortales en la comunión divina, la misma buena predestinación que tiene el universo en los Nuevos Cielos y Nueva Tierra. Estas dos declaraciones de la fe cristiana tienen una conexión intrínseca.

10. También es productivo, en términos de TC, usar la categoría de Wolfhart Pannenberg, tomada del griego: prolepsis – anticipación – que él aplica a la anticipación, en la resurrección de Jesús, de la resurrección de los muertos y el comienzo de la plenitud escatológica. Esto permitió a Moltmann colocar vigorosamente el futuro absoluto de la creación – el Reino de la Gloria Divina Trinitaria – como el punto de partida para comprender todo el proceso de creación, desde su primer instante originado en la decisión divina de “predestinación” de toda la creación a la comunión de la gloria divina.

11. La categoría teológica de pasivo divino, tomada de la teología bíblica de Gerhard Von Rad, también se aplica efectivamente en la TC. En su Teología del Antiguo Testamento, Von Rad ubica en el relato del Éxodo el evento unificador que interpreta no solo la historia de la fe de Israel y el motivo de los textos bíblicos más diversos y dispersos, sino también el sentido de los relatos de la creación del universo y del ser humano sobre la tierra en los primeros capítulos del Génesis. Y, sin embargo, no está en primer plano una autorrevelación directa del Creador o del Libertador de Israel, porque Dios no necesita la revelación de sí mismo, y solo se da a conocer indirectamente, en los acontecimientos que crea y por los cuales salva. Su revelación es para nosotros, para la creación, y por eso tiene lugar dentro de los acontecimientos creadores y salvadores. A través del Éxodo y del acompañamiento a su pueblo, sabemos que es un Dios compasivo, liberador y creador del futuro desde la creación. Por un lado, la estructura del pasivo divino es característica del radical no narcisismo de Dios y de su kénosis y shekináh amorosa desde la creación y desde su acompañamiento histórico, y por otro lado es la apertura a la corresponsabilidad humana, a la seriedad de la libertad, de la decisión y de la acción humana en el mundo, en la esperanza de un pleno diálogo y comunión de la creación con el Creador en los Nuevos Cielos y Nueva Tierra, el Reino de la Gloria.

2 El testimonio bíblico de la fe en la creación

En la variedad de géneros literarios de las Escrituras, la confesión de fe en un Dios Creador está presente de manera explícita o implícita. Así, encontramos los textos narrativos de los dos primeros capítulos del Génesis – o de los primeros once capítulos, según una visión del drama de la humanidad sobre la tierra más integrada a la creación. En los textos de contemplación y alabanza de los salmos se reconoce la alteridad del Creador, así como también en el enigmático y casi escéptico texto del Eclesiastés, en la alusión a la sabiduría aliada a la creación en el libro de la Sabiduría, en el dramático texto de Job, con la afirmación de la obra divina de la creación como respuesta a la absurda tragedia del sufrimiento de la vida personal de Job. Los textos proféticos recurren al Creador y a su fidelidad para afirmar la esperanza y las posibilidades de una nueva creación. Así, la Escritura atestigua, de manera difundida, variada y constante, una postura de relación con una alteridad creadora. No se trata de una originalidad absoluta, ya que tal postura se encuentra en muchas tradiciones religiosas desde las más arcaicas. Pero la forma en que se interpreta en las Escrituras es original. Las imágenes, analogías, metáforas, verbos de acción creativa se toman eventualmente de la cultura semítica más amplia y del entorno cultural, heredados de culturas más antiguas en Mesopotamia, Egipto, Persia y el helenismo. Hay, sin embargo, un filtro de la fe eloísta y yahvista, con una reinterpretación que utiliza de forma coherente los diferentes elementos tomados de las culturas, y que dan originalidad a la Biblia tal como la conocemos. La estructura mítica de las narrativas de la creación en las Escrituras toma mitologemas existentes, figuras y categorías míticas, por ejemplo, el árbol y la fruta prohibida, la serpiente, etc. – como ladrillos de una casa vieja para la construcción de una casa nueva con una nueva arquitectura, un nuevo texto, con un nuevo sentido y consecuencias originales.

El Nuevo Testamento, a su vez, elabora a partir de Cristo y el Espíritu Santo una nueva interpretación, una relectura, de las Escrituras judías. Es el método de recapitulación o recirculación. El Nuevo Testamento nos presenta así una TC específicamente cristiana, centrada en Cristo y parte esencial de la identidad cristiana.

2.1 La Palabra con Espíritu, origen de la creación

Al principio están DABAR y RUAH. “Dios dijo al principio, cuando creó el cielo y la tierra, hágase…” (Gn 1, 1.3). Este origen de la creación a partir del Verbo divino inaugura las Escrituras, y el primer versículo de toda la Biblia lo recorre hasta su último versículo, al final del Apocalipsis, en el que el Espíritu y la Esposa claman: “¡Ven, Señor!” (Ap 22, 20b), es decir, hace de toda la Biblia una “obra abierta” que da testimonio de una creación que aún no ha llegado a su fin. El primer versículo de la Biblia no se puede separar de la siguiente condición efectiva de la palabra: El Espíritu divino – la Ruah – en la imagen de un pájaro inmenso moviendo sus alas da movimiento y temperatura “a las aguas”, infusión de vida junta con el orden de la Palabra sobre la creación todavía en el caos. La Palabra manda que se haga, separa y bendice, infunde consistencia y bondad en cada ser y, según la interpretación de Agustín, crea el mundo y el tiempo conjuntamente: “el mundo con el tiempo y el tiempo con el mundo”.

Estamos ante una narrativa de significado, y la pregunta, por tanto, no es científica, sino teológica: ¿qué significa esto teológicamente y cuáles son sus consecuencias? Por un lado, el respeto por la absoluta trascendencia divina del Creador. Y por otro lado, la afirmación de la fe de que la creación se da a partir de una decisión creadora, ya que la palabra proviene de una manifestación personal, de una voluntad libre e incondicionada, que se manifiesta en lo que decide crear, y que captamos en las propias criaturas como bondad creacional, intencionalidad que proviene de su bondad, de su eudokía (Ef 1,5). Por eso podemos conocer algo del Creador en cada criatura, y conocer bien a la criatura nos conduce a una buena idea del Creador, afirmación agustiniana avalada por Tomás y más tarde por el Concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei Filius, contra la exageración de quienes tendían a separar la trascendencia divina de tal manera que afirmaban no saber nada de Dios a partir de las criaturas o de la razón.

El Creador actúa con el Espíritu – Ruah Yaweh – así como mueve las palabras de los profetas y las posturas liberadoras y ordenadoras suscitadas en Moisés, Samuel y todos aquellos que hablan y actúan con el poder del Espíritu. Por lo tanto, lo que el Creador dice también hace que suceda. Y su potencia coincide con su bondad, por eso lo que crea es bueno, gana bondad como consistencia y autonomía, bondad de la criatura. Esto es lo que se puede entender de la bendición que se inscribe en cada criatura: todo lo que hace es bueno. No es, según la narrativa, simplemente un impulso inicial, una creación general aún indefinida para que la creación misma evolucione de manera autónoma, sino que es una creación discriminada, cada criatura ganando su condición de criatura por la palabra creadora, que irá acompañada de espíritu. Así, según la dimensión ecológica de la creación, no hay criatura inútil y sin sentido, sin bondad y gracia, y nada, por frágil y mortal que sea, es despreciable, porque el Creador, como confiesa el sabio, creó por amor y ama lo que creó: “Amas todo lo que creaste […] si hubieras odiado algo, no lo habrías hecho. ¿Y cómo podría existir algo si no lo hubieras querido? (Sb 11, 24-25a).

La TC bíblica tiene en el primer capítulo de la Escritura una Obertura que reúne los principales acontecimientos de la historia y, sobre todo, la Promesa del feliz futuro de la creación. Porque, según el final de la narración, Dios tiene su eterno gozo sabático en la creación, ya que el amado posa sus ojos con gozo en su amada. El sábado es un tiempo sin una acción creadora que dé substancia al tiempo, como ocurrió en los tiempos anteriores. El sábado es la creación de un tiempo mediante la bendición del tiempo. El Creador bendice y crea así un tiempo especial, indicador de sentido, dirección, promesa de goce de toda la creación y de toda la historia de la creación: la feliz convivencia en el goce sabático de la creación reunida en comunión con el Creador – comunidad de vida y no jerarquía de seres. Así, el trabajo y la expansión de la creación, con perseverancia y paciencia, corresponden a la promesa y la convergencia hacia el encuentro y disfrute de la comunidad sabática. En pocas palabras: la bienaventuranza, la alegría de la comunión del sábado, de estar cara a cara con Dios, es la razón teológica, la causa final de la creación, el secreto de su bondad, por lo que también valen la pena los sufrimientos del transcurso histórico.

2.2 El orden ecológico y maternal de la creación

Es característico de las narrativas clásicas tener un orden lógico de sentido. Un orden de fecundidad ecológica se encuentra en la primera página de la Escritura: cada criatura, a partir del seno primordial de luz, se convierte también en seno, espacio y condición de fecundidad para las siguientes criaturas. Espacios ecológicos de fecundidad, que tienen en el seno materno el primer espacio humano  y que analógicamente sirven de parámetro. Así, después del seno inaugural de la luz como condición básica de toda criatura, están las “grandes aguas”, la hidrosfera que también es, analógicamente, experiencia humana originaria en el líquido amniótico,  hidrosfera oceánica de nutrición. De la hidrosfera pasamos a la atmósfera, al seno de la respiración. Y con la separación de la “tierra seca” se crean nuevos senos, de plantas y animales terrestres que respiran, y así se establecen los tres espacios o senos de los seres vivos: en el agua, en la tierra y en el aire. En la tierra, los animales no humanos y los humanos comparten la nutrición de plantas, semillas y frutos. Curiosamente, alimentarse con carne de animal no tiene, según el relato bíblico, un origen creacional, es más tarde una licencia en un momento crítico de la decadencia humana, otorgada a Noé después de la devastación de la tierra por el diluvio, y esto le costará la enemistad y el pavor animal (cf. Gn 9, 2-5).

Los cielos son parte esencial de la creación junto con la tierra, según el primer versículo bíblico, que se repite al final de la historia y abre el capítulo siguiente, pero como elemento inicial sin ningún detalle en ninguna de las menciones. Los cielos, en el conjunto de textos esparcidos por la Biblia, son el inmenso espacio de la morada del Creador con su creación, y solo se conocen de una manera tan indirecta como el Creador mismo, solo a partir de sus enviados cuando descienden a la tierra: la luz, calor, nubes y sombra, día y noche, lluvias, y finalmente ángeles, enviados como colaboradores de los seres humanos y de su trabajo en la tierra. Tal discreción puede interpretarse como un “narcisismo no divino”, un “pasivo divino”, que solo se conoce a través de acciones benéficas, orientadoras u ordenadoras en la tierra. Como en un pacto conyugal, la tierra, que a diferencia de los cielos es la realidad visible y limitada, recibe el poder y la providencia divina a través del “ejército” celestial, desde las lluvias hasta los ángeles, estos solo conocidos en acontecimientos de colaboración, desde Abraham, Job, Tobías, hasta la apertura del NT, en la visita a María y en los sueños de José, luego con Jesús en Getsemaní y Pedro en la cárcel.

Pero los cielos no son, según la narrativa global de las Escrituras, solo una retaguardia y una condición de posibilidad de fertilidad para la tierra. También es donde se dirige la mirada de las criaturas, un cara a cara más amplio entre el cielo y la tierra. Es el sentido y la meta hacia la que la creación continua, histórica, terrena se dirige y vuelve su mirada: hacia la comunión de nuevos cielos y nueva tierra. Sin los cielos, la tierra gira sobre sí misma y pierde orientación y significado, pierde promesa y esperanza. De esta manera, cada criatura puede ser interpretada como un seno materno para las siguientes criaturas en la creación original, pero también como un seno de comunión sabática hacia el cual se dirige escatológicamente el deseo de cada criatura en la nueva creación.

2.3 La curvatura ética del ser humano, imagen y semejanza del Creador

Al ser humano, tanto al final del primer relato como en el segundo relato de los dos primeros capítulos del Génesis, le está reservada una creación diferenciada. No es ni mejor ni lo más alto de una jerarquía, es su condición de corresponsabilidad por toda  la creación en la tierra. Y, por tanto, un aliado del Creador y de las criaturas celestiales. Así, se puede comprender la “imagen y semejanza” del ser humano con Dios: una vocación y una responsabilidad, el cuidado de los demás seres vivos – comenzando por nombrar a los animales, llevándolos a la convivencia en el lenguaje – y la vocación por cultivar la tierra, el huerto, en colaboración con las lluvias celestiales. Creado por la Palabra en la condición de ser que tiene palabra, capaz de responder, se convierte también en interlocutor y capaz de alianza y corresponsabilidad.

La primera alianza y al mismo tiempo relación de alteridad criatural tiene lugar entre el hombre y la mujer, de la misma carne y esencia, pero también, a través de la palabra y el saludo, se da en el reconocimiento de la alteridad y la trascendencia. En el segundo relato, el ser humano, sacado de la tierra – Adán – habitado por el soplo divino, la Ruah, gana como alteridad al otro ser humano, y cuya relación hará de lo humano un “seno”: Eva, madre. La raíz hebrea indica un “vacío”, un espacio de renuncia a uno mismo para que el otro pueda llegar a ser. Es el nacimiento del ser ético, del humanismo, un espacio en kénosis para convertirse en seno y fuente de vida para los demás. De esta manera, la creación se puede concluir con coherencia: cada criatura se convierte en un seno materno para nuevas criaturas, desde el seno de la luz, luego de las aguas, del aire. El ser humano, sin embargo, es la curvatura ética de la creación, ya que está llamado a ser el centro de responsabilidad por la historia de toda la creación en la tierra.

Mientras que todos los seres vivos están llamados a la convivencia sabática, los seres humanos están llamados a asumir la responsabilidad de conducir esta convivencia. En la primera narrativa, la distinción entre la relación con los animales y la relación entre los seres humanos es que los primeros participan de la convivencia mientras que los segundos son seres de correspondencia, corresponsables de la convivencia. En la segunda narración, la ayuda terrena representada por la madre de los hijos de Adán corresponde perfectamente a la ayuda celestial, representada no solo por las lluvias y luego por los ángeles, sino eminentemente por la Ruah, reconocida también en la Shekinah, la nube que envuelve misericordiosamente al pueblo en el desierto y en el templo, y finalmente, el Paráclito, el Espíritu consolador y confortador que acompaña e incrementa la historia de la creación.

En cierto modo, el ser humano está única y enteramente representado por su condición de “seno” de responsabilidad, y, por tanto, por la Madre, que sugiere la doctrina cristiana al interpretar la anticipación de la gloria humana en la figura de una mujer y madre. terrenal llevada a los cielos. Si todo ser humano, según San Agustín, es Adán hasta ser asumido por la gloria del Nuevo Adán, todo ser humano también tiene la vocación de ser seno, de ser Eva, hasta la glorificación de todos en la Nueva Eva. Adán y Eva son categorías bíblicas que van más allá del sexo y el género son dos modalidades de la vocación humana y la esencia de todo ser humano.

A pesar de los secuestros hermenéuticos del verbo “dominar”, “someter” o “reinar” que descontextualizaron en el pasado el primer relato de la creación humana y el Salmo 8, la exégesis contemporánea traduce con seguridad tales verbos como “gobernar”, según la raíz hebrea de estos verbos y sobre todo el contexto del reinado en Israel cuya vocación era cuidar, defender y cumplir la voluntad de Dios sobre el pueblo de Israel por parte del rey. Asimismo, los seres humanos se colocan en una alianza de corresponsabilidad y gobierno para la convivencia sabática de toda la creación, como indica la encíclica Laudato Si ’(cf. LS n. 65-69). No hay jerarquía de valores en el texto, ni siquiera preocupación de orden ontológica, sino vocación y responsabilidad, creación ética. El ser humano inaugura, según esta hermenéutica bíblica, la dimensión ética de la creación.

2.4 El crecimiento humano, su polivalencia y pedagogía divina

El mandato de crecer y multiplicarse acompaña a toda la creación como su exuberancia y expansión. A la multiplicación humana, sin embargo, se le puede agregar un hecho contextual delicado, la difícil supervivencia humana, especialmente tribal, complicada incluso por la guerra y la destrucción, que hace del deber de multiplicarse una cuestión de supervivencia.

El tercer capítulo del Génesis, aunque famoso por las imágenes que ilustran la doctrina del pecado original, introduce en la narración la iniciación humana a través de la prueba, así como Abraham, Moisés, Elías y el mismo Jesús tienen sus pruebas iniciáticas. La prueba es fuente de discernimiento, de autotrascendencia, pero también de integración del límite de la criatura, del cansancio, del dolor y del trabajo de vivir, finalmente de la mortalidad, pero sobre todo de la conciencia y del libre albedrío y sus consecuencias. Así, según el tercer capítulo del Génesis, la criatura humana, proveniente del polvo de la tierra, gracias a la Ruáh, a través de la mediación de la ayuda del otro humano – la madre-Eva – y al más astuto de los animales, la serpiente, alcanza la madurez, debiendo asumir entonces el riesgo de su existencia y su responsabilidad, la polivalencia implícita en sus posibilidades.

La falta, el pecado, es una posibilidad adánica que trágicamente se materializa en el fratricidio cometido por el primogénito, Caín, quien tiene la “fuerza divina”, según la etimología del nombre que le puso su madre, pero en lugar de cuidar de su hermano frágil – Abel, quien, como Eva, tiene la misma raíz hebrea que sugiere vacío, ahora de la inconsistencia – Caín decide matar. Con Caín y su herencia, a lo largo de su descendencia, de la que también proviene todo ser humano, la inhumanidad y la destrucción ética afectan al gobierno, la construcción de las ciudades cainescas – la primera fue construida por Caín para sus descendientes- que se caracterizan por murallas y torre militar, la creciente violencia entre los humanos y de los humanos en relación con otros seres vivos hasta alcanzar a toda la tierra con la imagen del diluvio. La cultura, el medio ambiente, todo está contaminado por la falta de ética humana.

El Creador no permanece indiferente, sin embargo, al crecimiento de la violencia y la destrucción en su creación, sino que asume esta violencia para sí mismo, y así también establece nuevos límites y nuevas pruebas, abriendo continuamente un espacio, una oportunidad y un nuevo camino para la criatura humana, desde la promesa adánica, la marca de protección a Caín, el arco iris y el permiso de comer animales a Noé, como, en la Ley, el permiso de divorcio (BARBAGLIO, 1991, p. 27-56).  Finalmente, la mención al surgimiento de diferentes pueblos y lenguas que mantienen la ambivalencia de la riqueza cultural de la creación, por un lado, y la confusión, fragmentación y dispersión, condición de extrañeza y hostilidad, por el otro. El Creador, asumiendo para sí mismo la violencia de la criatura, arriesga la “bifrontalidad” o la ambigüedad de una figura benévola y violenta, aunque de forma asimétrica, siempre con un paso más de benevolencia sobre la violencia misma, y ​​que sólo la pedagogía en el tiempo la separará como la cizaña y el trigo y superará toda violencia.

En nuestra cultura científica, estas narrativas no coinciden con la evolución de la realidad, son narrativas míticas etiológicas que dan sentido, es decir, la dirección en la que estamos llamados a continuar la creación, superando pruebas y límites. Además, indican el modo de la providencia divina con su creación. Es por eso que las narrativas míticas escatológicas son fundamentales para la TC. Las Escrituras hebreas ofrecen estas narrativas etiológicas como un gran contexto de fondo para comenzar, en el capítulo doce, con la promesa a Abraham, la historia del pueblo de Israel. La categoría de promesa, que conduce la vocación abrahámica de Israel, que es también central en el éxodo y en el profetismo, desemboca en el anuncio y el acercamiento del Reino de Dios en Jesús, y finalmente, en el texto apocalíptico de la promesa de Nuevos Cielos y Nueva Tierra. La TC bíblica es una hermenéutica de estas narrativas y sus categorías.

2.5 El Primogénito de la Creación: el Nuevo Adán y el Nuevo Caín

El NT centra la TC en la figura del Mesías. De forma litúrgica, con los cánticos de Colosenses 1,15-20 y Efesios 1, 3-14, completado por Efesios 1, 20-23; 2: 14-18, la teología de las cartas paulinas recapitula la creación, la historia y su plenitud en Cristo. Las imágenes y afirmaciones sumamente compactas tienen la función de colocar todo bajo un solo punto, que lo une todo y da consistencia, significado y comunión, no como el abstracto e impersonal “uno” del presocrático Parménides, sino como la criatura por excelencia, que es el propio Hijo de Dios hecho carne – él “es antes de todo y todo en él subsiste […] él es el Principio, el Primogénito […] la Plenitud” (Col 1, 17-19 ). Por tanto, es también el reconciliador, el pacificador, la unidad de lo disperso. Pablo, que luchó por la unidad de un solo cristianismo de judíos y gentiles, luchó contra la tendencia griega al gnosticismo insistiendo en la carne y la condición “escandalosamente” humana del Hijo de Dios, cabeza de toda la creación, pero luchó aún más contra  la tendencia judaizante de reducción de la religión a las prácticas legales de la tradición, que reduciría la experiencia de la creación y la salvación a un gueto de mérito sin la gracia y la bondad que caracterizan a la creación. Tanto por su experiencia como por su aprendizaje, Pablo tiene la Pascua de Jesús, su cruz y resurrección, como clave de lectura no solo para su antropología -en la tipología Adán-Nuevo Adán- sino también para su eclesiología y su TC. Hay una acción trinitaria en el evento centralizador de la Pascua, el origen en el Padre, la potencia en el Espíritu, la forma y la realización en la figura de Cristo (GIL ARBIOL, 2018, p. 67-78).

Los textos evangélicos, narrativos, toman títulos y categorías mesiánicas presentes en las Escrituras para afirmar la misma centralidad y plena realización de la creación, como de la historia, desde la vida cotidiana de Jesús en Galilea hasta Jerusalén. La figura del Elegido, llamado a ser la Luz de las naciones, de Deutero-Isaías, incluso por la obediencia y la paciencia en el sufrimiento, reverbera en la narración del bautismo por el agua y la confirmación en la montaña. El título de “Hijo del Hombre” como juez de las naciones en el libro de Daniel se realiza a partir del perdón de los pecados y la anticipación del sábado en las acciones de Jesús, “Señor del sábado”. El sueño de Isaías 11, la reconciliación del cordero y el león se desarrolla en torno al Mesías en el desierto, inicio de su misión, según Marcos (Mc 1,13). Y en el momento más trágico de la cruz, el verdugo gentil confiesa al Hijo de Dios, el Cordero inocente sobre el que confluyen todas las violencias del mundo (Mc 15, 39b). Su resurrección es victoria sin violencia, sin perdedores, no en forma de poder de espectáculo, sino de un nuevo anuncio, victoria del Nuevo Caín, capaz de cuidar y compartir su fuerza incluso con sus asesinos, redimiendo incluso al viejo Caín. De esta manera, se explica plenamente la condición de criatura y seno de las demás criaturas, de Nuevo Adán y Nueva Eva, además de Nuevo Caín. La creación está asegurada, reconciliada, unificada, realizada.

El evangelista Juan, como Pablo, confrontando la gnosis al enfatizar la carne y la sangre del Hijo de Dios, también unifica de manera compacta la creación en Cristo en el prólogo y luego a lo largo de las narraciones, con su “trabajo” para introducir el sábado real a través de la curación. Justifica su trabajo de curación en un día judío de sábado para poder, precisamente al sanar a la criatura, introducir en lo real, y no solo en el ritual, el Sábado: “Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo” (Jn 5,17). Así, la fe en el Hijo de Dios encontrado en la carne humana es también fe y esperanza en la creación hasta su plenitud anticipada en él. La iconografía cristiana representó esta centralidad luminosa de Cristo en la creación.

En la apertura del libro del Apocalipsis, el Hijo del Hombre, “Primero y Último”, se describe siempre solemnemente (cf. Ap 1,12-20). En medio del texto está el niño con la madre, protegidos contra el Dragón (cf. Ap 12). Al final de la Biblia cristiana, después de la alusión a un juicio de orden universal y a la visión de la Ciudad Nueva, ya no más cainesca, ahora en el centro de Nuevos Cielos y Nueva Tierra, con puertas abiertas y muros relucientes, plaza en lugar de templo, etc., está la proclamación que hace de todo el relato bíblico una obra abierta por la promesa y la esperanza: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20b).

3 La creación como paradigma universal: la doctrina cristiana

A lo largo de la historia de la teología cristiana, desde el interior del NT, los contextos nos provocaron a pensar el mundo o toda la realidad como creación divina y, sobre todo, a comprender teológicamente lo que significa una forma verdaderamente bíblica y cristiana de ser creación y no otros modos que disputaron la adhesión de la fe.

3.1 Un Creador antes de la creación: el Padre y Poeta de la creación y sus dos manos en la creatio ex nihilo

La dificultad, que ya enfrentó el libro de Job, se plantea a los apologistas del cristianismo de manera filosófica: ¿cómo combinar un único Dios Creador y el mal presente en todo? El Dualismo y la teomaquia, la batalla entre un principio divino del bien y un principio divino del mal, aunque sea entre un dios bueno y el diablo, parecería más coherente con la experiencia de la realidad. Un dualismo moral correspondería a un dualismo ontológico: materia versus espíritu, cielo versus tierra, visible versus invisible, etc. La respuesta cristiana, por un lado, comienza a elaborar una teología trinitaria, con el obispo San Ireneo (130-202) en su texto Contra las herejías, IV, 7,4: El Creador, que tiene en sus manos todo el poder divino sin competencia, tiene “dos manos”: el Hijo y el Espíritu Santo, una reinterpretación de la propia teología judía de la creación de Ireneo a través de la intervención de la palabra divina (Dabar) en la Ley, y del Espíritu de Yahvé (Ruah) en la Sabiduría. Toda carne, siguiendo la lógica de la encarnación del Hijo, es, pues, creación divina y espíritu, tanto visible como invisible. No hay conflicto de poderes. El único Dios es Padre, y crea desde su paternidad. Por eso se proclama primero que es Padre, luego que tiene todo el poder y crea todas las cosas. El mal no es eterno ni creador, por lo que será abatido en el devenir del mundo, según la promesa de una escatología para toda la creación. De esta primera reflexión madura el primer artículo del Credo cristiano: Un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador (poetés) de los cielos y la tierra, de todas las cosas, visibles e invisibles. El primer artículo sobre el Padre Creador es seguido por el segundo sobre la encarnación y la historia del Hijo desde antes de la creación, en la creación y en su escatología, y el tercer artículo sobre el Espíritu Santo en la conducción de la creación a la vida eterna.

El otro aporte destacado de la patrística, del mismo San Ireneo de Lyon y de Teófilo de Antioquia (MAYO, 1994), fue la afirmación de la creatio ex nihilo. Esta afirmación, que se extiende hasta la escolástica- creatio ex nihilo est productio rei ex nihilo sui et subjecti – se opone a la creencia de que la creación proviene de la sustancia del propio Creador (sui) o de alguna sustancia tipo protoplasma preexistente y coeterna (subjecti). Afirmar que no hubo nada antes del origen es intrigante, y siempre plantea la pregunta: “¿Por qué hay ser y no nada?”, Ya que nada parecería más lógico que el ser. Pero, por otro lado, la nada es inaccesible a la experiencia humana. De esta forma, nos encontramos ante una singularidad, insuperable para la ciencia y su método. En la TC la afirmación de la creatio ex nihilo sigue siendo importante frente a especulaciones que siempre vuelven, al estilo del panteísmo de Spinoza en los inicios de la modernidad, pero debe combinarse con la creatio del Verbo, que tiene el sentido de una libre e incondicionada decisión transcendente y de establecimiento de relación por parte del Creador. Una creación según la palabra, conformada al Hijo, indica también una libertad y una decisión no arbitrarias, sino guiada por las relaciones trinitarias. Y con la creatio de Spiritu, cuyo espacio es el panenteísmo, todo está en Dios, en su seno divino, como la alteridad del niño en el seno de la madre, y Dios está en todo, como el envolvimiento del seno y la nutrición que vitaliza el cuerpo del niño en el seno de la madre. Esta comprensión panenteísta de la creación adquiere verdad en la potencia, nutrición y actualización de la creación. Es la teología trinitaria de la creación. En que el Hijo es el rostro visible del Padre, y el Espíritu Creador es Uterum Patris – una analogía patrística más allá de la sexualidad – el seno divino original en el que todo se crea y crece.

En conclusión, si la TC se apoya en la confesión de creatio ex nihilo, es porque con ella también se confiesa la creatio ex plenitudo Christi, según la primogenitura del Verbo Encarnado, “por quien todas las cosas fueron creadas”, y su primacía histórica y escatológica en toda la creación. Y creatio de Spiritu Sancto, como se confiesa sobre la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María en el Credo. El Espíritu Santo, más específicamente, es la fuente de la vida (Dominum et vivificantem), y en eso consiste su poder y su soberanía incondicionada, así como su alteridad en relación con las criaturas, aunque esté en todo lo que vive. El Dios Creador de la Trinidad es, pues, al mismo tiempo el Dios más íntimo que lo íntimo de toda criatura y, sin embargo, el Dios que trasciende incondicionalmente toda la creación. Entre la narrativa bíblica, con la recapitulación del NT, y la doctrina cristiana, existe así un nexo intrínseco que, en la era de las ciencias modernas, tiene consecuencias hermenéuticas renovadas. En definitiva, porque hay ser y no nada, se entiende en la gratuidad y exuberancia del amor que decide invitar a otros, las criaturas, a la felicidad de la contemplación o, mejor, a la relación cara a cara como contenido y promesa de bienaventuranza ad extra Dei.

3.2 El misterio del mal, el sufrimiento, la divina providencia y los dolores de parto de la creación

La TC incluye, como temas intrínsecamente relacionados, el problema del mal y la providencia divina. La narrativa mítica y la filosofía abstracta ya se han enfrentado a estas cuestiones. Las Escrituras también, en forma narrativa o en salmos y textos de sabiduría, son fuentes tradicionales. En los primeros momentos del cristianismo fue necesario pensar en el antagonismo entre estoicos y epicúreos. La doctrina cristiana, dialogando con sus contextos, buscó el equilibrio entre dos extremos, pero mantuvo dos tendencias, bien representadas por Agustín en el paso a la Edad Media y Leibniz en el paso a la modernidad.

a) Según la visión agustiniana, el mal es un pecado y / o una consecuencia del pecado. Dios, en el comentario de Agustín, creó un mundo necesariamente bueno y bendecido. Es teológicamente optimista. Pero antropológicamente pesimista: el mal fue introducido en la creación por el pecado humano. Es una posibilidad del libre albedrío y su deshonra, ya que solo el bien preserva la libertad saludable. Para Agustín, incluso las desgracias de orden cósmico son una consecuencia o un castigo por el mal cometido. ¿La pregunta Unde malum? – ¿De dónde viene el mal? – debe corregirse con la pregunta Unde malum faciamus? – ¿De dónde proviene que hagamos el mal? La doctrina del pecado original es la explicación agustiniana que entró en la columna vertebral de la tradición cristiana occidental, para todos, el mal. Sin embargo, la libertad herida no se cancela por completo en favor de una fatalidad sin salida. Pero necesita ser redimida y hay un esfuerzo por vencer el mal, porque, según el mismo Agustín, “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, y de alguna manera explica el decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, resta la colaboración con la gracia de la redención. En la creación permanece inscrita, la “ley eterna” establecida por Dios, y la redención es el ajuste a esa ley eterna por la obra de la gracia. Hay, sin embargo, una jerarquía tanto en el ser como en la bondad, de tal manera que, para lograr lo superior, es necesario desprenderse de lo inferior, y lo múltiple, que está abajo en una jerarquía que degrada, llega al vaciamiento del ser y, por eso, enteramente mala, malum privativum. En Agustín, el mal moral engloba el mal ontológico. El rigorismo moral, ascético, estético, litúrgico y político, que reaparece repetidamente en la historia del cristianismo como un agustinismo extremo y unilateral, con el movimiento jansenista en la modernidad como ejemplo que ha dejado huellas hasta hace poco tiempo, se basa normalmente en esta visión del mal.

b) La visión de Leibniz, en los inicios de la modernidad, en su Teodicea, es prácticamente la contraria, imbuida del nuevo humanismo. Según Leibniz, estamos en una creación necesariamente finita, y de la finitud de la naturaleza surgen los diversos males: muerte, ignorancia, sufrimiento, etc. La perfección, según una lección escolástica ya establecida, pertenece sólo al infinito metafísico, propio de Dios. El mal es, ante todo, imperfección, limitación. Pero estamos “en el mejor de los mundos posibles”, la mejor posibilidad creativa de Dios. Lo que no es perfecto ahora y causa sufrimiento tiene esperanza en el transcurso del tiempo, ya que el futuro tiene garantía de superación. Es el comienzo de la idea de progreso que supera límites y males, el gran mito de la modernidad.

Paul Ricoeur, en El mal: Un desafío a la filosofía y a la teología, resume el lenguaje sobre el mal mostrando en primer lugar que es necesario distinguir entre el mal que se comete, que es atribuible a un sujeto, y el mal que se sufre, que se recibe sin ser sujeto del mal que acomete y sobreviene a la víctima. Pero, en un segundo momento, ante el exceso de mal que acomete, que somete al sufrimiento, la distinción no se mantiene, y todo se confunde en el oscuro misterio que se yace en el fondo de todo mal, hasta el más pequeño, pues siempre puede deslizarse hacia el exceso que se sumerge en el misterio, porque la lógica del mal que se comete, que puede ser imputado a un sujeto culpable del mal y reparado con punición y castigo (que ocasiona sufrimiento reparador al sujeto que cometió el mal) , y el mal que simplemente se sufre se junta en el sufrimiento excesivo e inocente como exceso, incluso en quien comete el mal. Así, cuando el mal que se sufre se vuelve incomprensible por no ser consciente de alguna causa que lo justifique, la pregunta no es de carácter ontológico ni cósmico y filosófico – ¿Unde malum? – sino que es de carácter personal y existencial: ¿Qué mal hice para merecer este sufrimiento, para ser tan castigado? Así, el mal excesivo, sin medida, sin merecimiento a la vista, como fue el caso de Job, conduce al Mysterium iniquitatis. Puede experimentarse individual o colectivamente, en todas las formas de tragedia, y no es novedad en la época contemporánea experimentar un mal excesivo también ecológicamente, como es el caso de nuestros días. ¿Está en juego aquí la propia creación divina?

La reflexión sobre el mal en la creación nos lleva así a otro tema relacionado de la doctrina cristiana que tiene los mismos precedentes, tanto en términos bíblicos como en tradiciones religiosas y filosóficas: la providencia divina. Se trata de una cuestión también lógica: un Creador debe tener un propósito y cuidar de que su creación llegue a término. En última instancia, el Catecismo de la Iglesia Católica lo resume así: “La Divina Providencia consiste en las disposiciones por las cuales Dios conduce con sabiduría y ama a todas las criaturas hasta su fin último” (CIC § 321). Esta breve conceptualización incluye en la providencia el buen gobierno, la conservación y el incremento de la creación para que alcance su fin. También se sitúa, como el problema del mal, entre dos extremos: la mera casualidad sin rumbo que testimonia el caos, y la fatalidad, que es también una forma de entender el destino y la necesidad.

La provocación más cercana al cristianismo en sus inicios provino del estoicismo y su doctrina de la providencia divina – pronoia – que se puede ver en el orden cósmico, modelo y disposición para el orden moral, un orden divino inscrito en el universo de tal manera que se convierte en un destino – fatum stoicum. Abrazar el orden, por trágico que sea, es virtud y amor fati. Contra tal postura estoica, el epicureísmo, en el otro extremo, asintió a una fortuna buena o mala completamente aleatoria y al azar.

Aquí también se posicionan los grandes nombres de la tradición cristiana. Sus reflexiones niegan la mera casualidad y afirman un “destino” divino que, sin embargo, no prescinde de la libre adhesión. Pero, como el misterio del mal, los planes divinos no son del todo comprensibles en el presente de la historia, sólo a partir de su fin habrá una comprensión completa. O, en la metáfora agustiniana del Creador como Deus modulator, la creación es su modulación y sinfonía, que tiene acordes disonantes, pero sólo en el último acorde, final, se aclara toda la sinfonía, incluida sus disonancias. Tomás vuelve a recurrir a la relación de causa primera y causas segundas, y sorprende cuando se trata de la criatura humana, cuya naturaleza y ley natural es la racionalidad y la libertad gracias a la participación en la ley eterna: Dios creó así al ser humano para que sea capaz, mediante la racionalidad y la libertad, de ser providencia para sí mismo y para los demás (Suma Teológica, I-II, q. XCI, a. II).

La TC ofrece un recurso tanto para afrontar el misterio del mal y el sufrimiento como para comprender el misterio de la providencia divina, no propiamente un misterioso Diseñador Inteligente, que sería un exceso de privilegio de la racionalidad teológica y un optimismo poco realista, sino algo aparentemente más simple y más personal: las relaciones trinitarias en las que se insertan creación y providencia. La narrativa trinitaria – la disposición del Padre que nos abre camino de la vida en su Hijo, con la invitación a seguirlo de manera libre y responsable, así como la unción del Espíritu con sus carismas para que tengamos la capacidad de seguirlo – es la mejor forma cristiana para desarrollar una comprensión de la providencia divina en su creación. En las relaciones trinitarias, desde la Pascua de Jesús,  se vislumbra la Nueva Creación sin más lágrimas ni lamentos, y entretejida con la alabanza sabática anticipada, por tanto, dominical, ya inaugurada por la Pascua del Hijo, todavía en medio de un mundo menudo oscuro y doloroso.

3.3 Estética, ética y espiritualidad de la creación: la belleza, el cuidado, la alabanza

La TC tiene inspiración y consecuencias. No basta, por tanto, buscar el significado de las narrativas, es necesario preguntarse por las prácticas que el significado produce  y que nos hacen pensar. Por tanto, podemos utilizar los tradicionales conceptos “universales” de la ontología medieval con una mirada escatológica a la creación, universales materializados e históricamente anticipados en la irreductible singularidad de cada acontecimiento: la belleza, la bondad y la verdad.

Existe, de hecho, una estética que involucra y ayuda a comprender la TC. Como constató el físico brasileño Marcelo Gleiser (1997, p. 315 et seq.), la tierra no es tan bellamente redonda como se suele representar, pero su representación esférica perfecta es más el efecto de nuestra proyección estética, porque incluso antes de la ciencia, el cosmos significó y guio nuestra mirada estética al mundo como algo hermoso, que es el significado mismo del cosmos. La belleza, la forma buena, se puede considerar como algo inscrito en la creación en vista de su vocación, la de convertirse en un espacio de belleza, de alcanzar irrenunciablemente a la forma buena. Desde el mito más arcaico hasta la ciencia moderna, sin embargo, el abismo y el caos acompañan al cosmos. En términos bíblicos, como en la teoría científica del caos, hay incluso una cierta dialéctica: la estructura, el orden y la belleza cósmica van precedidos y acompañados de una condición caótica de la realidad en su base o en su entorno, pero caos en primera instancia, puede ser creativo y no solo amenazante y destructivo. Así también en la Pascua de Cristo, el sufrimiento inocente, la cruz y la representación del caos apocalíptico narrado sobriamente por Marcos y Mateo son una estética del horror, lo feo, lo trágico, pero no son la última palabra sobre la creación, pues está la radiante mañana de Pascua desde la que tiene lugar el universal risus paschalis evocado por Dante Alighieri al entrar en el Paraíso. Dante, contemplando la embriagadora dulzura de la luz y de las alabanzas, se extasía: “Me pareció una sonrisa del universo” (Cántico XXVII).

Asimismo, la bondad de la creación, el bien que es buscado en todo lo que se busca, está garantizada desde el principio por la bendición, por la mirada de la creación que ve a toda criatura como buena. Es, desde el principio, una visión profética sobre el mal, concretamente sobre los malvados que parecen ganar la mejor parte en el mundo, algo meditado por el salmista y el sabio con gran fatiga: hay una ética irrenunciable inscrita en la vocación de  toda criatura a la bondad. En tiempos de exacerbación de la globalización económica, política y social, y la consecuente crisis ecológica, es urgente una TC que lleve una ética planetaria, el deseo y el clamor por el bien.

De la misma forma, la verdad, que en términos bíblicos no es principalmente algo cognitivo, es más bien sinónimo de reconocimiento ético y de justicia. No se puede reducir a las ciencias, aunque tiene en ellas aliados privilegiados, coincide con la bondad del mundo. La verdad histórica que revela el ser humano en su ambigüedad como Caín, decidiendo cambiar el amor y el cuidado por el odio y la destrucción, necesita la ayuda de los signos de un mundo finalmente verdadero, es decir, auténtico y justo, reconocido y respetado en todos. sus criaturas, finalmente redimido para alcanzar la plena verdad. La TC puede ayudar a la ciencia de la alfabetización ecológica (Fritjof Capra) y, en consecuencia, puede facilitar una verdadera “conversión ecológica” (Laudato Si ‘n. 216-221), ya no aversio et abstentio mundi, según el antiguo concepto de mundanalidad, que era sinónimo de vanidad y extravío en el mundo, sino conversio ad mundum, amor a la creación.

Todas las criaturas, según esta TC bíblica y cristiana, están destinadas a la comunión sabática con el Creador, donde la belleza, la bondad y la verdad podrán brillar en la creación en su plenitud. En el momento de la creación, la presencia compasiva de la Shekinah, la presencia divina en la creación, simbolizada en la historia de Israel a través de la columna de nube y fuego (cf. Ex 13,21-22; 40,34-38; Nm 9, 15-23), una forma creadora de que el Espíritu conduzca la historia de la creación – convoca a la alianza  la criatura ex nihilo por excelencia, creada así a imagen y semejanza del Creador (LEVINAS, 1961, p. 29). Al ser humano, la criatura que se experimenta ex nihilo, le cabe la libre decisión de ser el ángel o el satanás de la tierra, porque su libertad puede ser creativa o destructiva, ella integra su dignidad y su estatuto, ser verdaderamente homo sapiens o  usar la sabiduría para destruir, como las armas nucleares que revelan cuán se es homo demens. El ser humano no está fatalmente conectado con ningún cordón umbilical al Creador, no lo encuentra detrás ni en lo más profundo de su esencia. Viene “de la nada”, pero no es lanzado al mero azar, ya que incluso el azar puede ser una posibilidad y un espacio creativo para la alianza y organización de la creación. El ser humano es, en cierto modo, el Diseñador inteligente del mundo, pero, como mostró Agustín, no basta la razón: es necesario que la fe y la razón sean guiadas por el amor y culminen en el amor, porque el Creador, antes que Razón, es Amor, y esta es la razón de la existencia de la creación: encontrarse en el amor. El cuidado amoroso e inteligente de la creación es la forma angelical y misionera de la imagen y semejanza del Creador en la tierra. Ésta es la consecuencia antropológica más central de la narrativa teológica de la creación.

Frei Luis Carlos Susin, Ocap. PUC RS. Texto original portugués. Recibido: 20/03/2020. Aprobado: 15/09/2021. Publicado: 24/12/2021.

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