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Sacramentos

Índice

1 Institución de los sacramentos por Cristo

2 La jerarquía de los sacramentos

3 El número de los sacramentos

4 La eficacia de los sacramentos

Durante siglos la Iglesia celebró lo que hoy llamamos los “siete sacramentos” y reflexionó sobre ellos, sin reunirlos en una lista específica y sin pensarlos sistemáticamente. Aproximadamente, a partir del siglo XII, la teología los clasificó y buscó establecer algunos trazos comunes entre los siete. Desde entonces, determinados conceptos se transformaron en temas obligatorios dentro del abordaje genérico de los sacramentos, tal como la afirmación de que los siete sacramentos fueron instituidos por Cristo y de que su eficacia se ejerce ex opere operato, que algunos imprimen carácter y que no todos tienen la misma importancia. Entre ellos existe una jerarquía en la que sobresalen como “sacramentos mayores” la eucaristía y el bautismo.

Estas cuestiones debidamente sistematizadas pasaron a ser patrimonio de la fe en la Iglesia latina y fueron así presentados en el Concilio de Florencia (1439), en el intento de alcanzar la unión con las Iglesias Orientales. Sin embargo, fue en el Concilio de Trento, contra las negaciones de los Reformadores, que los principios de la teología de los sacramentos en general tomaron forma con la concisión y exactitud escolástica, convirtiéndose, en la teología posterior a este Concilio, en la espina dorsal del tratado De Sacramentis in genere.

Entre los temas de este tratado, elegimos cuatro que parecen ser los centrales y que merecen que se busque en ellos su sentido perenne (Sobre el carácter, véase el artículo “La eclesialidad de los sacramentos. 3 Los sacramentos irrepetibles como constituyentes de la Iglesia”).

1 Institución de los sacramentos por Cristo (TABORDA 1987, 117-125)

El Concilio de Trento afirmó como característica fundamental de los siete sacramentos su institución por Cristo (cf. DH 1601).  El punto central de esta afirmación dogmática consiste en profesar el origen de los sacramentos en la iniciativa divina y no en la invención humana. Cristo es el origen de los sacramentos, porque todos están en él fundamentados y enraizados.

La exégesis moderna no permite que se entienda por “institución” un supuesto acto jurídico de Jesús, determinando que haya tal sacramento y que sea administrado de tal o cual forma. En vano se buscará en el Nuevo Testamento textos que demuestren la institución de cada uno de los sacramentos. Aun para los sacramentos claramente atestiguados por la Escritura permanece el problema. El “haced esto en memoria mía” quizá no pueda considerarse ipsissima verba Jesu. El mandato del bautismo es dado por el Señor Resucitado y no por el Jesús terreno y está en una perícopa que es composición de Mateo.

Ya mucho antes de que la exégesis moderna surgiera y adquiriera derecho de ciudadanía en la Iglesia católica, era conocido el problema, por lo menos con relación a algunos sacramentos. Teniéndolo en cuenta, se discutía si la institución fue mediata (por medio de otros) o inmediata (directamente por Cristo). Pero también se disputaba si fue específica (indicando en líneas generales materia y forma de cada sacramento [cf. hilemorfismo sacramental]) o genérica (determinando la gracia de cada uno, pero no los elementos físicos/visibles que habrían de constituirlos), directa (ordenando que se hiciese así) o indirecta (dejando entender determinada práctica sacramental). El Concilio de Trento tenía conciencia de esta discusión, pero no ha querido dirimir la cuestión, siguiendo el principio que se había impuesto de no intervenir en las disputas entre las escuelas teológicas católicas. Apenas afirma, contra los Reformadores, la institución por Cristo.

La propia evolución histórica de los gestos sacramentales – en parte conocida por los Padres de Trento – no permitía reconducir a una determinación de Jesús cada uno de los sacramentos en su forma histórica concreta. Bastaba recorrer las modificaciones habidas en los ritos esenciales de cada sacramento para percibir el problema.

Llevando en consideración esa evolución indiscutible, será preciso plantear el problema de la institución de los sacramentos en un contexto más amplio. Las formas de expresión del sacramento son secundarias (no en el sentido de ser menos importantes, sino en el sentido de ser derivadas de la gracia significada por los gestos). Se asumen, entonces, unos gestos que en el contexto cultural en que se formó el cristianismo son significativos para el aspecto del misterio de Cristo que debe ser significado y celebrado por ellos. El “sacramento” en cuanto forma de expresión (es decir, en cuanto gesto; el sacramentum tantum de la Escolástica) puede existir ya antes. Lógicamente anterior al sacramento como expresión y más básico que él, es el acontecimiento que él expresa y realiza: la participación en el misterio de Cristo. En otras palabras: el autor de los sacramentos es Dios, en cuanto que por medio de Cristo en el Espíritu Santo, reúne a la Iglesia, la convoca y la provoca por el memorial del misterio de Cristo.

El problema de la institución de los sacramentos solo puede ser resuelto satisfactoriamente si se considera que Cristo instituyó primeramente un camino de vida, y consecuentemente su seguimiento. En el contexto de este camino, por la necesidad antropológica de expresar a través de los ritos el fundamento de la vida cristiana, adquieren sentido los sacramentos. “Instituyendo” un camino de vida, invitando al seguimiento, Cristo instituye los sacramentos. Así Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia – cada cual a su manera, en la medida y la forma de su participación en el plano salvífico – son autores de los sacramentos: Dios como fuente última de la salvación, Jesús como el mediador único, el Espíritu Santo como el que hace presente a Cristo a través de los siglos, la Iglesia como cuerpo del Señor Resucitado  (cf. artículo “La eclesialidad de los sacramentos: 1 La Iglesia hace los sacramentos”).

Esta explicación no contradice al Concilio de Trento  (cf. DH 1601),  porque no se debe ni se puede reducir la institución a un acto jurídico-formal realizado en el pasado y tampoco el texto conciliar lo exige. Por el contrario, la interpretación mística de los Padres de la Iglesia, según los cuales los sacramentos tienen su origen en el acontecimiento de la cruz, como expresado en la sangre y en el agua brotadas del costado de Cristo, es bien más fundamental que la discusión en moldes jurídicos de los teólogos medievales.

La institución de los sacramentos, como la de la Iglesia, es algo constante, permanente, expresión del “estaré con ustedes todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20). De hecho, en general la palabra “institución” sugiere un acto realizado en un determinado momento del pasado. Pero entonces la Iglesia – y con ella los sacramentos – estaría sujeta a desaparecer con el pasar de las generaciones, por la voluntad de los humanos, de la misma forma como, con el tiempo, puede dejar de existir una sociedad creada por seres humanos para rendir culto a la memoria de algún personaje eminente. Pasado el impacto de la presencia histórica de aquella persona, la sociedad acaba por deshacerse y morir. Pero la Iglesia no cae en esa categoría de asociaciones, porque es siempre de nuevo constituida por Cristo Resucitado, presente en ella por su Espíritu. La Iglesia no es una mera casualidad ni una invención humana: ella pertenece al mismo misterio de la resurrección de Cristo. Sin la Iglesia, es decir, sin la comunidad de los que creen en el Resucitado, la resurrección de Jesús no habría sido la manifestación definitiva y escatológica del Dios revelado (RAHNER; THÜSING 1975, 43-44).  Por eso, la Iglesia es el Cuerpo del Resucitado, vive de la vida del Resucitado. Es creada constantemente por la presencia y la actuación de Cristo en el Espíritu Santo. En este sentido, Cristo funda e instituye la Iglesia siempre de nuevo. Ella está enraizada en Cristo y, así como el árbol, no basta que un día haya tenido raíces para poder seguir viviendo, creciendo y produciendo frutos. Lo mismo sucede con la Iglesia. La raíz precisa estar presente y actuante para que el árbol viva. De manera semejante, también es así con Cristo: porque permanece en la Iglesia, la “instituye” – como raíz – siempre de nuevo y, con esto, “instituye” constantemente los sacramentos por la acción del Espíritu Santo.

A la luz de esta institución permanente de los sacramentos se entiende mejor el axioma agustiniano: “Tanto si bautiza Pedro como si bautiza Judas, es Cristo quien bautiza” (AGUSTÍN, In Joannis Evangelium 6, 7: PL 35, 1428). Así se comprende que el sacramento no depende de la dignidad y santidad del ministro (cf. DH 1612 e 1611), ya que es el mismo Cristo quien actúa en él. Esta presencia dinámica de Cristo en los sacramentos se encuadra en el contexto general de la presencia del Señor Resucitado en su Iglesia (cf. SC 7; PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei, nº 5).  Porque los sacramentos están enraizados en Cristo, Dios no deja de actuar en ellos y  autocomunicarse indefectiblemente por el hecho de la celebración ser presidida por un hombre indigno, que vive lejos del camino de Jesús. Es Cristo quien actúa, porque él fundamenta constantemente los sacramentos.

En esta perspectiva, la preocupación de buscar en el Nuevo Testamento una institución de los sacramentos por el Jesús pre-pascual deja de tener interés. Ella sería además insuficiente, pues los sacramentos solo pueden tener sentido después de Pascua. Tomás de Aquino establece un principio muy válido en este contexto – aunque él mismo lo aplique de manera insuficiente. Escribe: “Es por su institución que los sacramentos confieren la gracia. Se concluye, así, que un sacramento es instituido en el momento en que recibe la fuerza de producir su efecto” (STh III, q. 66, a. 2). Pues bien, la fuerza de los sacramentos proviene del misterio pascual de Cristo y de los misterios de su vida, en cuanto que preparan y lo llevan a la muerte y resurrección y son confirmados y transfigurados por esta. Se sigue que solo después de la Pascua cabe hablar de la institución de los sacramentos en el sentido pleno de la palabra. Es por eso que la Tradición patrística enseñaba que los sacramentos emanaban del costado abierto del Señor.

Si los sacramentos radican en Cristo, la Iglesia no es la señora, sino la servidora de los mismos. Esta verdad fue expresada en el Concilio de Trento al declarar que la Iglesia no puede cambiar la “sustancia de los sacramentos” (DH 1728). La “sustancia de los sacramentos” no es el gesto simbólico o el rito, sino su significación, su sentido que es el sentido mismo de todo lo que Jesús hizo y enseñó. Significa la imposibilidad de la Iglesia de estructurarse o de modificarse por sí misma, por las veleidades de los seres humanos que la constituyen. Ella tiene que ser fiel al camino instituido por Cristo, del cual ella es sacramento, teniendo en los siete sacramentos sus expresiones rituales.

2 La jerarquía de los sacramentos  (TABORDA 1987, 126-129; CONGAR 1968)

A pesar de haber sido reunidos en una lista de siete ritos, como si fueran iguales, los sacramentos difieren entre sí. La afirmación del Concilio de Trento de que hay sacramentos “más dignos” que otros (cf. DH 1603),  supone una diferencia radical entre ellos desde el punto de vista teológico.

Los sacramentos celebran nuestra participación en el misterio de Cristo. Pues bien, tanto la vida cristiana como el misterio de Cristo tienen momentos de diferente densidad. La vida humana no es una planicie monótona, donde un hecho se desarrolla después del otro con la misma importancia. También la vida de Jesús presenta momentos diferenciados por su intensidad. El misterio pascual de Cristo es un momento de mucho mayor peso que cualquier otro momento en la vida de Jesús, incluso por ser el resultado de todos los otros momentos menores e iluminar a todos ellos. Como los sacramentos celebran nuestra participación en el misterio de Cristo, también ellos tienen diferente peso para la vida cristiana. Hay entre ellos una jerarquía, donde se destacan los sacramentos mayores o principales. Cuanto más un acontecimiento de la vida del cristiano significa participación en el centro del misterio de Cristo, su Pascua, tanto más importante es el sacramento que señala esa comunión con el centro del misterio de Cristo.

Es verdad que todo sacramento relaciona la vida del cristiano y de la comunidad con el misterio pascual, pero hay sacramentos en que la participación en el misterio pascual está en primer plano, inclusive del punto de vista del gesto simbólico. Tal es el caso del bautismo y de la eucaristía. El paso por el agua es un símbolo que evoca el paso de la muerte a la vida, que es la conversión de los ídolos al Dios verdadero. De la misma manera que en tiempos pasados el pueblo elegido pasó de la esclavitud a la libertad atravesando el Mar Rojo, por el bautismo el neófito pasa de la vida vieja del pecado a la nueva vida a imagen de Cristo. Como Cristo atravesó el mar de la muerte, pasando de la muerte a la vida en su misterio pascual, también el cristiano, por el bautismo, se renueva y se reviste de “hombre nuevo” en Cristo (TABORDA 2013, 191-227). En la eucaristía, la acción de gracias sobre el pan y el vino hace memoria del cuerpo entregado por nosotros en la muerte de Jesús, de este cuerpo que es fuente de vida, que  se entrega en favor de la vida de los demás. Del punto de vista del gesto simbólico, el partir el pan y el distribuir el cáliz evoca la donación de la vida por el otro que Jesús realizó en la cruz y resurrección (TABORDA 2009, 56-82). De esta manera se muestra el lugar central del bautismo y de la eucaristía, entre todos los sacramentos.

La centralidad de los dos sacramentos mayores es también corroborada porque ambos son constitutivos del ser cristiano y edificadores de la Iglesia en cuanto tal. Hacen de la multitud el Pueblo de Dios. El bautismo, porque incorpora a la Iglesia a quien lo recibe. La eucaristía, porque hace de la multitud de los redimidos el Cuerpo de Cristo, crea y expresa la unidad y la comunión de los muchos en Cristo. En otras palabras: el bautismo y la eucaristía constituyen a la persona como cristiano. Los demás sacramentos lo alcanzan en situaciones particulares de la vida cristiana: el pecado, la enfermedad, la vocación ministerial, el amor conyugal. Es por eso mismo que están en otro nivel de importancia.

La afirmación del bautismo y de la eucaristía como sacramentos principales es el contenido esencial de una jerarquía de sacramentos. La jerarquización que se pueda establecer entre los demás sacramentos es secundaria y dependerá de los criterios que se adopten para establecerla, variando según el punto de vista asumido. Sin embargo, la perspectiva por la cual se estableció aquí la principalidad del bautismo y la eucaristía es la perspectiva básica por fundarse en el significado mismo del sacramento.

Recuperar en la teología sacramental ese dato de la Tradición, reafirmado en el Concilio de Trento (cf. DH 1603), es de gran interés ecuménico, teniendo en vista la posición de las Iglesias históricas provenientes de la Reforma que aceptan solo dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía. También tiene su importancia pastoral debido a la selección espontánea practicada por nuestro pueblo que busca, por ejemplo, el bautismo para los niños y la misa en determinadas ocasiones (en el séptimo día del fallecimiento de un fiel, en fechas especiales como las bodas de plata o de oro …). El “instinto de la fe” los orienta en esta dirección.

 3 El número de los sacramentos  (TABORDA 1987, 142-147)

El número “siete” de los sacramentos no es aritmético-numérico-cuantitativo, sino simbólico. Es por esto que la afirmación de Trento, de que los sacramentos son siete, ni más ni menos (cf. DH 1601), puede ser mantenida, aun cuando se admita que el episcopado, el presbiterado y el diaconado son sacramentos (lo que podría elevar a nueve la enumeración aritmética de los sacramentos); o se mantenga como lo declaró el Concilio de Trento que la “extrema unción” es “la finalización” de la penitencia (cf. DH 1694),  lo que se constituiría como una casi unidad y llevaría a disminuir para seis el valor aritmético de la lista sacramental; o que se acepte la íntima unidad entre el bautismo y la confirmación que podrían ser considerados sacramentos complementarios y con esto sumar como uno en la lista de los sacramentos.

Para entender lo que significa afirmar que el número “siete” de los sacramentos es una magnitud más bien simbólica que aritmética, más bien cualitativa que cuantitativa, será preciso considerar algunos elementos históricos.

El número “siete” no fue simplemente consecuencia lógica de una definición exacta de sacramento. Los teólogos no definieron primero lo que es sacramento y después salieron en busca de ritos que cumplieran los requisitos de la definición, encontrando casualmente siete, ni más ni menos. El hecho histórico es que en la evolución de la teología sacramental el número “siete” aparece simultáneamente con un concepto todavía amplio de sacramento, lo cual sugiere que el número y la definición son cuestiones independientes. Por otra parte, en toda la historia de la teología de los sacramentos, nunca se llegó a un concepto que de hecho abarcase a todos los siete y solo a los siete (CHAUVET 1976).

De esta consideración histórica surge como conclusión probable que no fue la definición de sacramento lo que sirvió de criterio para elegir a estos siete. Pero tampoco fue la práctica litúrgica y eclesial que llevó a privilegiar estos siete y no otros. En esta práctica solo el bautismo y la eucaristía siempre tuvieron una primacía incontestable; los demás signos sagrados han merecido diversas tónicas.

La razón es que el número siete no tiene significado cuantitativo-numérico, sino cualitativo. Claro que el concepto cualitativo solo existe si pueden ser enumerados siete cuantitativamente, pero el número siete no es autónomo.

El concepto cualitativo del número se sitúa en el contexto de la mística de los números de la Edad Media. Esta mística se fundamenta muchas veces en Sb 11,20: “Todo dispusiste con medidas, número y peso”. Se pensaba a partir de ahí que el número expresara al mismo tiempo el pensamiento divino y la estructura fundamental de la realidad. La mística de los números remonta, a través de Isidoro de Sevilla († 636), a Agustín († 430) y, por medio de él, a Platón  († 347 a. C.) y de ahí a Pitágoras († 495 a. C,). Su presupuesto es que, al comprenderse las relaciones numéricas, no se habla sobre la realidad, sino que la misma realidad se manifiesta en ellas. La mística de los números estaba enormemente extendida en la Edad Media como lo prueba su existencia también entre los judíos (la cábala). Por el simbolismo de los números, la cábala quería fundir los principios matemáticos y científicos para poder, por decir así, “espiar” hacia adentro del misterio de las cosas. El simbolismo de los números trasciende el pensamiento y permite penetrar más en la realidad. En esta perspectiva, la mística de los números no es una meta del conocimiento, sino una instancia mediadora de mayor conocimiento.

En esta perspectiva del simbolismo numérico para expresar la naturaleza de las cosas, sobresale el número siete por su significado. El número siete es símbolo cualitativo de la perfección: el número uno significa origen, aludiendo al uno antes de su desdoblamiento en múltiplos; el número dos representa el otro, fundamento de la multiplicidad; el número tres tiene su importancia como síntesis de la unidad (número 1) con la multiplicidad (número 2), además de ser el número de la más simple figura geométrica, el triángulo. Por esta razón tres es el número de la perfección divina[1], designa la totalidad, símbolo de la unidad del uno (número 1) y del múltiplo (número 2). El número cuatro es el número de la perfección material, cósmica, el número de la proporción perfecta (2:2) y, por lo tanto, del orden del cosmos. Cuatro son los elementos, los vientos, los ríos del paraíso, los imperios según las visiones de Daniel, etc. Como la suma de tres y cuatro, el siete es la perfección por excelencia, ya que une en una totalidad la tríada divina y el cuaternario cósmico. Es, pues, el número de la armonía. Es por esto que se lo encuentra frecuentemente: siete son no solamente los sacramentos, sino también las virtudes, los dones del Espíritu Santo, los pecados capitales, los planetas, los períodos celestes, los tonos de la escala musical, sin hablar de las diversas ocurrencias del septenario en el libro del Apocalipsis de San Juan.

En este horizonte es que se deben localizar los siete sacramentos. El número siete ya es una “definición” del sacramento: Dios (tríada divina) que se comunica con los humanos en la realidad cósmica de los gestos simbólicos (el cuaternario cósmico). Aun en Trento, a pesar del acento colocado en lo cuantitativo, permanece la conciencia de lo cualitativo. El acento aritmético responde a la negación protestante que también es aritmética. La Reforma protestante se aferra a la letra de la Escritura y no capta el alcance cualitativo del número siete. Posicionándose siempre frente a las afirmaciones o negaciones de los Reformadores, Trento entra en el terreno del valor aritmético del siete. Sin embargo, la Reforma niega no solo el número de los sacramentos, sino el principio mismo de la sacramentalidad. Trento, defendiendo el número siete y poniéndose en pie de igualdad  (aritméticamente) con la Reforma, en realidad defiende la propia sacramentalidad de la salvación, expresada simbólicamente en el número siete.

El parentesco cualitativo-aritmético con la posición protestante tuvo consecuencias: la cuantificación de los sacramentos con la correspondiente tendencia de medir la intensidad de la vida cristiana por la frecuencia de los sacramentos. No es preciso estar contra la cuantificación matemática del los siete, sino contra la pérdida de su valor cualitativo y el consiguiente “consumo” de los sacramentos.

Aun reconociendo el valor simbólico del número siete, no se puede abstraer del hecho de que él está mediado por el valor aritmético siete. Es decir: siete acciones simbólicas de la Iglesia – y no otras – fueron reconocidas aptas para expresar simbólicamente, en el simbolismo de los números, el principio de la sacramentalidad, a saber: que Dios se comunica con el ser humano en lo histórico-sensible.

En primer lugar, es preciso decir que no se puede establecer a priori que sean ésos los siete sacramentos y por qué ésos y no otros. Pero a posteriori, es posible encontrar una lógica en la elección de estas acciones simbólicas y no de otras. Es que estas acciones simbólicas marcan momentos decisivos en la vida del cristiano y, consecuentemente, en la propia vida de la comunidad celestial. Históricamente no es de despreciar la confrontación del problema concreto “cuáles siete?” con los datos de la Escritura, que la selección de estos gestos simbólicos implica. De todos ellos el teólogo medieval encontraba resquicios en el Nuevo Testamento. Además del bautismo y de la eucaristía que obviamente son datos bíblicos, se veía la confirmación en la imposición de las manos por parte de los apóstoles en Hc 8,17; la penitencia, en Jn 20,23 y Mt 18,18; la unción de los enfermos, en Sant 5,14; el orden, en Hc 6; el matrimonio, en Ef 5,32,  en donde se leía en la traducción latina hacía leer magnum sacramentum, una expresión fuerte, tan incisiva que fue capaz de vencer los prejuicios vigentes en contra del sexo y del matrimonio.

En la fijación de los siete sacramentos, hay un paralelismo con la formación del canon neotestamentario: solo después de una evolución, de un lapso relativamente largo de tiempo, la Iglesia llegó a fijar el canon. A primera vista podría haber sido llevada por la autoría apostólica de los escritos, que hoy, para muchos libros, es negada o por lo menos puesta en cuestión. No por eso los libros seleccionados en la formación del canon dejan de ser inspirados y canónicos. La misma historia de la Iglesia, su identidad, que se construyó sobre estos libros y solamente sobre éstos, no permite volver atrás. Y, para quien cree que la Iglesia es conducida por el Espíritu Santo, es una garantía de lo acertado de la selección.

Algo semejante podría decirse de los siete sacramentos: La Iglesia no solamente celebró durante siglos estos sacramentos, quizá sin privilegiarlos, sino que una vez reconocidos, marcaron de tal forma la comunidad cristiana, su vida y su práctica, que ya no puede vivir sin celebrarlos. Conducida por el Espíritu Santo, la Iglesia solo podría haber aceptado una evolución tan preñada de consecuencias bajo la acción del mismo Espíritu.

Además de esto, discutir si se puede hoy volver a atrás de la definición de Trento y añadir “nuevos” sacramentos a la lista o reducir el septenario, es perder de vista que la Iglesia no se reduce a la celebración de los sacramentos, sino que estos se ponen en el contexto más amplio de la fe en el misterio pascual de Cristo, decisivo para que los sacramentos den frutos de vida cristiana.

4 La eficacia de los sacramentos (TABORDA 1987, 175-178)

El Concilio de Trento enseña que “los sacramentos de la Nueva Ley […] confieren la gracia por la propia realización del acto <sacramental>” (ex opere operato) (DH 1608).  El significado profundo de esta expresión muchas veces mal entendida en un sentido mágico o casi mágico, es que es Dios y solamente Dios quien actúa en los sacramentos. El análisis de la expresión tradicional ayudará a comprender mejor esta prioridad de Dios en los sacramentos.

La expresión opus operatum significa la “acción como tal”, “la propia realización del acto”. Se contrapone al opus operantis, que podría ser traducido literalmente como la “acción de quien actúa”. En la primera expresión se atiende objetivamente a la acción; en la segunda, a un sujeto que realiza la acción. Las expresiones se elucidan, si se lleva en consideración el problema que históricamente está en su origen. Ellas surgieron en la teología (y más exactamente en la soteriología) en la segunda mitad del siglo XII. Al tratar de la obra redentora de Cristo, se distinguía entre el opus operatum,  su obra redentora al morir en la cruz, su acción de morir, y el opus operantis,  en la acción de aquellos que llevaron Jesús a la muerte (Judas, por su traición; Anás y Caifás, los miembros del Sanedrín y Pilatos, como mandantes del crimen; los verdugos, como ejecutores …) El efecto redentor de la muerte de Cristo se da ex opere operato y no ex opere operantis; proviene de la acción de Cristo al morir y no de la acción de los hombres que lo mataron.

En el siglo XIII la expresión fue transpuesta para la teología de los sacramentos: la gracia sacramental no depende del ministro ni de quien recibe el sacramento (opus operantis), sino de la acción sacramental, exterior, perceptible, visible (opus operatum). Es importante considerar la preposición ex que ocurre en la expresión. Ella significa “por causa de”, “a partir de”. Que el sacramento no sea eficaz ex opere operantis, no significa que el opus operantis no sea importante, síno que la fuerza del sacramento, la gracia sacramental, no proviene del ministro o de la fe de quien recibe el sacramento. En todo caso, para que el sacramento sea eficaz  ex opere operato,  siempre es necesaria alguna participación de los involucrados (opus operantis), sea del ministro (“la intención de […] hacer lo que la Iglesia hace”,  DH 1611),  sea de quien lo recibe (no poner obstáculo a la gracia, cf. DH 1606).  Y, más que la intención, se exige fe por parte de quien recibe el sacramento, una entrega a Dios correspondiente a la gracia concedida, una vida de acuerdo con el sacramento o, por lo menos, la disposición interna de comenzar un camino de conversión.  La eficacia ex opere operato  no sustituye el opus operantis;  aunque la gracia no provenga del opus operantis. La fuente de la gracia es la acción sacramental, pero no en el sentido mágico, ya que el opus operatum  no está en la materialidad de la acción sacramental, sino en el hecho de ella ser acción de Cristo por el Espíritu Santo. Que los sacramentos actúen ex opere operato  significa, por consiguiente, que actúan por fuerza de la obra salvífica de Cristo hecha presente por el sacramento. Opus operatum y opus operantis se encuentran en el sacramento. Este es el momento en el que la gracia se expresa como gracia que lleva a la persona a aceptarla libremente y por eso, al mismo tiempo, el gesto por el cual la persona expresa su libre adhesión a la gracia que, a su vez, le es dada totalmente por la gracia. Lejos de oponerse, opus operatum y opus operantis se suponen mutuamente como gracia y libertad (cf. antropología teológica).

Esta acción de Cristo en el Espíritu mediante los gestos simbólicos de la celebración, es un ofrecimiento que Dios hace al ser humano  (autocomunicación de Dios). El ofrecimiento no deja de ser un ofrecimiento por el hecho de que alguien no acepte lo que le fue ofrecido, aunque para que haya ofrecimiento siempre deba existir una posibilidad de aceptación. Si, por ejemplo, un loco ofrece a una persona un terreno en la luna, no es un ofrecimiento real, puesto que él no tiene la posibilidad de dar lo que ofreció. Tampoco hay ofrecimiento, si alguien ofrece a un sordomudo un CD con una sinfonía de Beethoven o a alguien a quien se le amputaron las dos piernas, un par de zapatos. Pero no deja de ser ofrecimiento, si alguien ofrece a una persona con plena capacidad auditiva un CD de Beethoven o a alguien que tiene ambas piernas un par de zapatos, aunque algunos no lo acepten, porque no les gusta la música erudita, o porque no les agrada el modelo de los zapatos. Es un ofrecimiento real aun cuando no es aceptado. También Jesús era una chance de conversión para los fariseos, aunque ellos no lo hayan aceptado. La acción ex opere operato de los sacramentos expresa esta estructura fundamental del sacramento: Dios se ofrece a la persona a través de ellos y ese ofrecimiento subsiste independientemente de que la persona lo acepte.

En suma: la fórmula “los sacramentos actúan ex opere operato” significa negativamente que la eficacia del sacramento no procede del ser humano; positivamente que la eficacia procede de la obra de Cristo, su vida, muerte y resurrección, objeto del memorial y que el gesto sacramental es un ofrecimiento permanente de Dios al ser humano, quiera que éste lo acepte o no. Por eso, la expresión pone en primer plano la acción sacramental como tal, por la cual el misterio de Cristo (opus operatum) es celebrado y así ofrecido como invitación a esta persona y a esta comunidad para que asuma de forma más profunda la vida del seguimiento de Jesús.

Francisco Taborda SJ, FAJE, Brasil. Texto original en portugués.

Referencias Bibliográficas

CHAUVET, L.-M. Le mariage, un sacrement pas comme les autres. Em: LMD nº 127 (1976) 85-105.

CONGAR, Y. A noção de sacramentos maiores ou principais. Em: Concilium nº 31 (1968) 21-31.

PABLO VI, Papa. Carta enciclica Mysterium fidei sobre la doctrina y culto de la sagrada eucaristia. http://vatican.va/holy_father/paul_vi/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_03091965_mysterium_sp.html clomid 5-9 or 3-7 (acceso 6 ene 2015).

RAHNER, K.; THÜSING, W. Cristología: estudio sistemático y exegético. Madrid: Cristiandad, 1975 (Biblioteca Teológica Cristiandad, 3).

TABORDA, F. Sacramentos, práxis y fiesta: para una teología latinoamericana de los sacramentos. Madrid: Paulinas, 1987.

TABORDA, F. O memorial da Páscoa do Senhor: ensaios litúrgico-teológicos sobre a eucaristia. São Paulo: Loyola, 2009.

TABORDA, F. En las fuentes de la vida cristiana: Una teología del bautismo-confirmación. Santander: Sal Terrae, 2013 (Presencia teológica, 207).

[1] La calificación del número tres como número de la divinidad no tiene nada que ver con la noción cristiana de que Dios es Trinidad. Este sentido del número también existe, por ejemplo, en el judaísmo.

Evangelización

Índice

1Evangelización, misión de la Iglesia

1.1 La Iglesia vive para evangelizar y para ser evangelizada

1.2 Objetivos primarios de la evangelización

2 Evangelización en el horizonte del misterio de la comunión trinitaria

2.1 La Trinidad como paradigma de una evangelización integral

3 Dimensiones de la Evangelización

3.1 Evangelización liberadora

3.2 Evangelización inculturada

3.3 Evangelización misionera

4 Desafíos y posibilidades de actualización de la Buena Nueva del Evangelio

4.1 Hacer del ser humano el camino de la Iglesia

4.2 El pluralismo como presupuesto, no sólo como apertura

4.3 Revalorización de la Iglesia local

5 Referencias Bibliográficas

1  Evangelización, misión de la Iglesia

1.1 La Iglesia vive para Evangelizar y para ser evangelizada

Uno de los cometidos esenciales de la Iglesia entendida no solamente como cuerpo institucional o jerárquico, sino como Pueblo de Dios en marcha (cf. Evangelii Gaudium EG 111), es Evangelizar. En esta acción encuentra su dicha y su identidad (Evangelii Nuntiandi EN 14). Evangelizar es fundamentalmente comunicar la Buena Nueva del Evangelio mediante obras y palabras. Esta encomienda le viene dada, como un imperativo de Jesús en quien se fundamenta: “Vayan y anuncien la Buena Nueva…” Por lo tanto, no surge como estrategia o como recurso para justificar su existencia, sino justamente lo contrario, vive para Evangelizar, ésta es su misión fundamental sin la cual todas las demás acciones pastorales pierden su horizonte y su fuerza. Es cierto que esta misión muchas veces se ha confundido y se ha reducido a una indoctrinación, aminorando así el contenido tan rico y profundo de la acción evangelizadora. Por lo tanto, más que transmitir doctrinas o verdades, de lo que se trata en la acción evangelizadora es anunciar, transmitir con hechos y palabras la confesión de fe en la persona de Jesús de Nazaret, unido siempre al proyecto del Reino. De este modo, se puede comprender que las prácticas eclesiales dirigidas hacia muchos horizontes y ambientes, realizadas en contextos variados, deben ser acciones o prácticas esencialmente evangelizadoras, que le dan sentido y rumbo a su identidad y misión.

El sujeto de la evangelización, es la comunidad creyente, Pueblo de Dios constituido por todas y todos los bautizados. Es un sujeto colectivo en donde todos somos responsables con distintos oficios y encargos (cf. Ad gentes AG 5, 11-12). Esto requiere que la Iglesia de la que formamos parte, se sitúe no sólo como maestra, sino también como discípula. En este sentido podemos decir que todo cristiano, cristiana, es al mismo tiempo evangelizador y evangelizado. Recordemos el caso emblemático de la conversión de Cornelio, en donde Pedro, el evangelizador, también queda convertido y evangelizado en este encuentro (Hch. 10, 34-43). Aquí el evangelizador entra en diálogo con el evangelizado, pone en juego y en consideración su propia comprensión de la fe. El anuncio y el diálogo son dos elementos constitutivos de la acción evangelizadora, que al saberlos articular en una actitud abierta dan mucho fruto (cf. Documento de Aparecida. DA 237). Antes de la conversión es necesaria la conversación (cf. EG 127).

Esta relación dialógica o confrontación seria entre evangelizando y evangelizador permite, como interlocutores, tomar una actitud de más humildad y vulnerabilidad a lo que como Iglesia se está poco acostumbrado. Esta actitud permite entrar y respetar el mundo y la cosmovisión del evangelizado, porque si no, ¿cómo se puede esperar que quien lo escucha esté en principio dispuesto a cambiar su vida y su pensamiento si él –el evangelizador- no está dispuesto a someterse a idéntica disciplina?

Esto es justamente lo interesante y lo rico del proceso evangelizador, que quien evangeliza, pone en juego su fe al realizar su cometido. Pues si no sucede esto, cuando se evangeliza partiendo de una postura fija e inconmovible, cerrándose a otras propuestas o análisis críticos, se corre el riesgo de convertirse más que en evangelizadores, en propagandistas de una marca o de un producto.  “En este proceso de evangelización no existe evangelizador y evangelizado, como dos fracciones dentro de la Iglesia; ambos se evangelizan mutuamente construyendo así una Iglesia como comunidad fraterna, toda ella ministerial, servidora y misionera” ( BOFF, L., 1991, p.77).

1.2 Objetivos primarios de la Evangelización

Un primer objetivo que continúa siendo válido y legítimo en el proceso evangelizador es la conversión, es decir, introducir a las personas a una determinada visión del mundo, a un determinado estilo de vida que no se tenía antes. El adherirse a una determinada doctrina, a unas ciertas creencias. En un sentido general, esto continúa siendo válido.

Sin embargo, esta finalidad de conversión a la persona de Jesús y a su proyecto del Reino, se ve fortalecida con lo que el Documento de Puebla (cf. DP 1145) afirma al decir que el mejor servicio al hermano, y al hermano más pobre, “es la evangelización, que lo libera de las injusticias, lo promueve íntegramente y lo dispone a realizarse como hijo de Dios.” Aquí radica también una de las finalidades de la Evangelización entendida como liberación y promoción del hombre, para que se realice plenamente como hija e hijo de Dios. En los documentos de Medellín encontramos esta misma idea al afirmar que la evangelización consiste, fundamentalmente, en “pasar de situaciones menos humanas a situaciones más humanas” (Documento de Medellín Introducción n.6; Documento de Santo Domingo n. 162).

La evangelización unida a la conversión tiene como objetivo primario la humanización de todo hombre y de todo el hombre. Esto ya lo recordaba con mucha claridad Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi, al afirmar que entre promoción humana y evangelización existe una correlación profunda de orden antropológico, teológico y evangélico (EN 31).

Lo fundamental en la práctica evangelizadora es el anuncio de la persona de Jesús y la denuncia de todo lo que se oponga al establecimiento de su Reino como proyecto continuador de la voluntad del Padre, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Anunciamos, por tanto, no sólo unas verdades, sino principalmente la persona de Jesús que desde nuestra fe y desde nuestra identidad de cristianos representa una confesión de fe, una propuesta en medio de otras muchas. Anunciamos la Buena Nueva de Jesús, una noticia y un acontecimiento de carácter salvífico, a caminar según el Evangelio (Ef. 4,1; Col 1,10; Gal 5,16).

Sin embargo, no anunciamos sólo una persona en abstracto. Jesús no es sólo hombre, sino el hombre que vivió sujeto a las coordenadas del tiempo y del espacio de manera muy específica y concreta. Anunciamos a Jesús con todos sus componentes fundamentales. Uno de éstos es el proyecto de Reino que no se identifica con la Iglesia, ni con el progreso de la técnica, sino que fundamentalmente es la vivencia de unas nuevas relaciones, unas nuevas opciones.

El anuncio de Jesús, no es un anuncio cualquiera, ni bajo cualquier circunstancia. Es el anuncio de un Cristo, y éste crucificado (I Cor. 1,23); es por tanto un Jesús contextualizado, que “pasó haciendo el bien” (Hch. I Cor. 2,2; Gal. 3,1). No es un Jesús sólo de conceptos, sino un Jesús que padeció, que fue crucificado, que murió por una causa concreta, que entró en conflicto con los del centro, en fin, un Jesús que es Dios y que está presente y actuante en la historia.

2 Evangelización en el horizonte del misterio de la comunión trinitaria

 2.1 La Trinidad como paradigma de una evangelización integral

Según EN 26, “evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo”. En este acto testimonial que tiene ya una base trinitaria, se dan varios paradigmas o puntos referenciales para su realización. Uno de estos es el paradigma o modelo trinitario en el que encontramos el principio básico de relacionalidad. Este principio funciona a nivel de personas y a nivel de culturas. “Éstas constituyen un sistema completo, pero abierto a otros sistemas y culturas, pues ninguna de ellas agota las potencialidades del ser humano personal y social. Entre las culturas debe regir lo que rige en el misterio trinitario, la radical relacionalidad entre las tres divinas Personas. Cada una es una e irreductible, pero siempre en relación y en “perijóresis” con las demás” (BOFF, L., 1991, p. 48).

La labor evangelizadora de la Iglesia tiene su origen y fundamento en el misterio de la comunión trinitaria, “en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo, según el designio del Dios Padre” (AG 2). Esta comunión trinitaria es el modelo de toda evangelización que busca la vivencia de la fe en la dimensión comunitaria, pues la vocación a vivir y a participar de esta comunión no se da de manera individual, sino en estrecha conexión mutua. “La evangelización es un llamado a la participación en la comunión trinitaria” (DP 218).

Jesús el enviado del Padre, puso su tienda en medio de nosotros, asumiendo la naturaleza humana entera, tal como se da en nosotros, menos en el pecado (Hb. 4,5; 9,28). El texto narrado por el evangelista Lucas, cuando Jesús entra en la sinagoga de Nazaret, es un pasaje programático y paradigmático, es un referente obligado y un programa a realizar desde la evangelización. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor” (Lc. 4,18-19).

Jesús es el modelo de evangelizador y la referencia obligada para toda acción evangelizadora, su persona es Buena Nueva que se hace concreta en palabras, gestos, actividades y acontecimientos de su ministerio. Para Jesús lo central y básico en el horizonte de su mensaje es el reino o reinado de Dios; todo lo demás es relativo (Mt 5, 3-12, EN 8), y se nos dará “por añadidura” (Mt 6,33).

Los evangelios dan cuenta de esta centralidad e importancia del Reino de Dios (Mt 5,3-12; 5-7…). El Reino es el regalo misericordioso del Padre que salva y libera al hombre y mujer de toda opresión; es invitación a encontrarse con Dios y a comprometerse para que este Reino se establezca en medio de la realidad social y personal, transformando con la “fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19).

Para llevar a cabo este programa evangelizador, contamos con la presencia santificadora del Espíritu Santo, es el Espíritu Santo el protagonista de toda auténtica evangelización, pues mediante su acción “unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos” (AG 4).

De esta manera, la acción evangelizadora de la Iglesia, tiene en el misterio de la Trinidad, su fundamento último en el sentido de ser el modelo por excelencia de relacionalidad y de comunitariedad en la que cada una de las personas contribuyen aportando su ser y su presencia.

3 Dimensiones de la Evangelización

3.1 Evangelización liberadora

“La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se estable entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre” (EN 29). Esta afirmación de Evangelii Nuntiandi, tiene sus repercusiones concretas en nuestro continente latinoamericano al expresarse como Evangelización Liberadora a la que hacen un llamado los obispos reunidos en Puebla, al reconocer que la situación vivida en tiempos de la Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Medellín (1968), es todavía mucho más grave. “Los pastores de América Latina tenemos razones gravísimas para urgir la evangelización liberadora, no sólo porque es necesario recordar el pecado individual y social sino también porque de Medellín para acá, la situación se ha agravado en la mayoría de nuestros países” (DP 487). De ese tiempo a la fecha, podríamos todavía afirmar la urgencia constante de esta evangelización liberadora, o esta evangelización con dimensión social como señala el Papa Francisco (EG 176). ¿En qué consiste fundamentalmente?

Aparecida nos da una pauta para entender de qué se trata cuando afirma que la labor esencial de la evangelización “incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana” (DA 146). En estos tres elementos radica fundamentalmente el contenido de una evangelización liberadora: en una opción por los pobres, en una promoción humana y la liberación cristiana.

La lucha por la justicia y la participación en favor de la transformación del mundo es, claramente, una dimensión constitutiva de la acción evangelizadora de la Iglesia. Así lo afirmó Juan Paulo II en su discurso inaugural de la Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Puebla (1979): “la misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre”.

La evangelización liberadora supone la superación de una evangelización puramente doctrinal y kerigmática sin ningún arraigo en la realidad. Su punto de anclaje es el de una Iglesia que vive en el horizonte del Reino como proyecto del Padre y busca la liberación integral de hombres y mujeres con la fuerza del Resucitado y la presencia actuante del Espíritu Santo.

En resumen, se puede afirmar que la evangelización liberadora no es opcional, que la inclusión de la promoción humana, los esfuerzos por la promoción de la justicia y la contribución a las transformaciones históricas no es cuestión de modas o de regiones geográficas, sino “parte integrante”, “parte indispensable”, “dimensión constitutiva” sin la cual simplemente no está completa la acción evangelizadora, faltando un componente importante y fundamental que le otorgan identidad, orientación y sentido. “Si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora” (EG 176).

3.2 Evangelización inculturada

Una de las tareas evangelizadoras de la Iglesia consiste en encarnar el Evangelio en el corazón de las culturas y, desde ahí, participar en la conquista de las grandes aspiraciones de la humanidad. Por esto, quedan en desautorización todo tipo de visión miope etnocéntrica y se impone la conciencia de que la Iglesia, al hacerse presente en la diversidad de pueblos y culturas, es también una realidad pluricultural. En coherencia con el misterio de la Encarnación, evangelizar no es como se ha dicho anteriormente anunciar una doctrina o incorporar personas a la Iglesia, sino ante todo, encarnar el Evangelio en la diversidad de las culturas.

Se trata entonces de un proceso, no en la línea de una “evangelización de las culturas”, sino de una “evangelización inculturada”. El primer paradigma parte del evangelio y se presta a la implantación de una Iglesia monocultural que no hace justicia a la lógica de la encarnación (EG 117); los destinatarios del evangelio, en este caso, son reducidos a receptores pasivos de un evangelio ya inculturado y concebidos como objetos de la evangelización. El segundo, parte de la cultura y de sus respectivos sujetos, propiciando el surgimiento de las Iglesias culturalmente nuevas. Aquí, no es tanto el evangelio que se incultura, sino los sujetos de la cultura que incorporan, a su modo, el evangelio.

Al contrario de una cierta “nueva evangelización”, que cree ser nueva solamente porque incorpora medios innovadores para hacer lo de siempre, una evangelización inculturada sigue la pedagogía de Evangelii Nuntiandi, respetando en primer lugar la obra de Dios ya presente en las culturas y el “sagrario de la conciencia” de los interlocutores. “Acompañar, cuidar y fortalecer las riquezas que ya existen” (EG 69). En esta misma dirección, se trata de llevar a cabo una evangelización por el testimonio (evangelización implícita); después, en la gratuidad por haber “recibido por gracia” el don del evangelio, proponerlo con delicadeza y amor, ofreciendo los medios necesarios para que los destinatarios puedan, desde la libre adhesión, encarnarlo en sus culturas (evangelización implícita). Se pueden vislumbrar estos dos momentos en los siguientes pasos (cf. BRIGHENTI, 1997, p.73-105):

Como evangelización implícita, implicaría, en un primer paso, ser presencia testimoniante o de empatía, siguiendo el dinamismo del misterio de la Encarnación. Ante todo, evangelizar significa insertarse gratuita y respetuosamente en el contexto en el cual se quiere desencadenar un proceso de evangelización inculturada. Se trata, siguiendo a Gaudium et Spes, de solidarizarse con los problemas, las alegrías y las tristezas, las angustias y las esperanzas del pueblo que se quiere evangelizar, pues, evangelizar significa testimoniar una actitud de respeto y de acogida de las culturas por causa de Dios y de la obra que Él realizó en el interior de las culturas.

En un segundo paso, se trata de establecer una relación dialógica o de simpatía entre agentes y miembros de la cultura, de tal manera que, en un clima de confianza, ambas partes expresen su modo existencial, pronuncien su propia palabra y cultiven la capacidad de escucha y de apropiación que requiere toda auténtica conversión. Evangelizar no es “ignorar ni imponer”.

El tercer paso, consistirá en identificar y reconocer los valores de la cultura como “semillas del Verbo” pues, sabemos que las culturas, tanto en su dimensión simbólica como en su dimensión ética, son eco de la voz de Dios, que siempre se dirige a la sociedad y a cada subjetividad humana. Sobre todo las religiones, como alma de las culturas, son reacciones a la acción primera de Dios y camino de la divinidad para las culturas.

Dados estos pasos, es posible pasar al segundo momento del proceso, el de una evangelización explícita. Por esto, primeramente (cuarto paso), se trata de anunciar amorosa y respetuosamente las verdades del cristianismo. Después de reafirmar que “el Dios de la cultura” es el Dios de Jesucristo, presente y actuante en la historia de todos los pueblos, es posible revelar explícitamente este Dios, o sea, dar a conocer la positividad cristiana. La tarea del evangelizador, en este cuarto paso, consiste únicamente en facilitar el texto de la Biblia, la historia del texto, la tradición de su interpretación y crear el contexto eclesial comunitario de fe necesario para leer e interpretar el Mensaje.

El quinto paso, consiste en llegar a una mutua evangelización explícita o reflexión crítica no solamente de los agentes en dirección a los miembros de la cultura, sino también de los propios miembros de la cultura en relación a los agentes. Se trata de que cada una de las partes ayude a la otra a no absolutizar la propia cultura ante la trascendencia del Evangelio, ni su modo de apropiación del mismo, para no caer en la “vanidosa sacralización de la propia cultura con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador” (EG 117). De un lado, se trata de inculturar el Mensaje y, de otro, de exculturarlo de versiones exógenas.

Finalmente, en un sexto paso, llega el momento de la apropiación o asimilación sintética, que consiste en llevar a cabo una simbiosis entre Evangelio y cultura, tanto por parte de los miembros de la cultura que entra en contacto con el Evangelio, como por parte de los evangelizadores que, si de hecho establecieron una relación dialógica con los nuevos miembros, no obtienen los mismos resultados de este encuentro. No se da una relación sincrética, sino sintética. El resultado de un proceso de evangelización inculturada con este (séptimo paso) es el surgimiento o crecimiento de Iglesias culturalmente nuevas, con “fisionomía propia” (EN 63). Se trata más de “creación” de una Iglesia particular autóctona, sustentada por una eclesialidad pluriforme, que de simple “implantación”. Tal como la Encarnación es un “asumir sin aniquilar”, el surgimiento de una Iglesia con “rostro propio” significa “inculturar sin identificar”. Un ejemplo de este esfuerzo muchas veces incomprendido es la diócesis de San Cristóbal de las Casas en México (cf. RUÍZ, 1999, p.113-127).

3.3 Evangelización misionera

Así como el documento de Puebla acentúa la dimensión liberadora de la evangelización, y Santo Domingo el de la inculturación, el documento de Aparecida sitúa la evangelización en una dinámica misionera (DA 13). Hace un fuerte llamado al compromiso por “una evangelización mucho más misionera, en diálogo con todos los cristianos y al servicio de todos los hombres”. Esta dimensión misionera hay que entenderla en su justa medida, pues no se trata de un movimiento hacia adentro que pretende el robustecimiento de la Iglesia como institución, sino un movimiento más de salida y de desconcentración en donde la propuesta deje de ser al estilo de proselitismo, y sea más de contagio y de atracción. Es necesario “dejar el cómodo criterio del ‘siempre se ha hecho así’, siendo más audaces y creativos” (EG 33).

La Iglesia cumple esta misión evangelizadora siguiendo los pasos de su Señor y adoptando sus actitudes (cf. Mt 9, 35-36).

“Por eso la Iglesia tiene que guardarse de la tentación de medir la gloria de Dios por el honor que se le rinde a ella, idea que podría inducirla a concentrar todos sus esfuerzos en el único objetivo de restablecer su fuerza, su crédito, su prestigio, su influencia sobre la sociedad. […] Pudo pensar que su misión consistía en imponer su presencia en el mundo con esplendor y poder para dar un testimonio indudable de la revelación cuyo depósito custodia” (MOING, 2011, p. 295).

La evangelización misionera implica una toma de conciencia de ser discípulos y misioneros a la vez, pues “son dos caras de la misma moneda”, porque el discípulo es por naturaleza misionero, y el misionero es el fiel seguidor de Jesús, que lo invita a proseguir la causa del Reino. Este llamado a realizar una evangelización misionera no es momentáneo ni pasajero, sino permanente (cf. DA 210). La conciencia misionera aunque no niega la dimensión territorial o geográfica, no se reduce a ella. “En efecto, los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del pueblo de Dios no son sólo los pueblos no cristianos y las tierras lejanas sino también los ámbitos socioculturales y, sobre todo, los corazones.”[1] Así las cosas, los ámbitos de la misión no están vinculados única ni primordialmente a lo territorial, sino también a las realidades en donde vive la gente, a las “periferias existenciales”.

En el DA nos encontramos con dos elementos que se podrían traducir en dos actitudes que configuran un cambio de paradigma en lo que a la misión se refiere: “atracción” e “irradiación”, atraer-irradiar, dos verbos que indican un movimiento de ida y vuelta. En el número 159 Aparecida nos dice que “la Iglesia crece no por proselitismo sino por atracción: como Cristo atrae todo a sí con la fuerza de su amor. La Iglesia atrae cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó (cf. Rm. 12, 4-13; Jn. 13, 34)”. De esta forma, se deja atrás toda la dinámica proselitista y se propone la atracción, descubriendo en el cristiano alguna singularidad que parece interesante en medio de tantas propuestas. Es necesario contar con esa fuerza para atraer, para convencer. Hoy la evangelización misionera se entiende a través de esta atracción-contagio. De vecino a vecino, nuestra iglesia ya no convence sólo con grandes concentraciones multitudinarias, grandes eventos. No es esa clase de atracción. “Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar” (EG 127).

Sobre este movimiento de irradiación, hay dos expresiones en el documento, los dos en relación a la comunidad parroquial y su misión: El DA pide “que las Parroquias sean centros de irradiación misionera en sus propios territorios” (DA306). “Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo.” (DA 362). Esto significa, en primer lugar, que las comunidades parroquiales estén iluminadas por la vida de Cristo, que ellas en primer lugar experimenten la presencia de Jesús en sus vidas y luego expandan esta luz de Jesús, este verbo irradiar está en un sentido de respeto de expandir la luz sin imponerla, sí proponerla como una confesión de fe a la humanidad.

4 Desafíos y Posibilidades de actuación de la Buena Nueva del Evangelio

4.1 Hacer del ser humano el camino de la Iglesia

La Iglesia hoy más que nunca necesita descentrarse de sus cuestiones internas y dejar de ser “autorreferencial”, para sintonizar con las grandes aspiraciones de la humanidad. Si de verdad quiere realizar una auténtica evangelización, más allá de un simple barniz y una acción superflua que no toca la realidad ni lo esencial del mensaje de Jesús, debe ser una Iglesia “en salida” (EG 24). “El espacio estrictamente religioso o intra-eclesial no agota la misión de la Iglesia, señal e instrumento del Reino de Dios en el corazón de la historia: Dios desea salvar a todos, y la Iglesia, como mediadora privilegiada, requiere ser la Iglesia de todos, aun de aquellos que no son Iglesia” (BRIGHENTI, 2009, p. 39).

Hacer del ser humano el camino de la Iglesia es tomar conciencia de todo lo abarcante de su existencia, en todas sus dimensiones y ámbitos. “Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia” (Redemptor Hominis RH 13).

Este camino es hoy un desafío y un requerimiento necesario para la acción evangelizadora, que exige superar los ya trillados paradigmas ontológico y hermenéutico, desde los cuales el ser humano es visto como si fuera simplemente una categoría universal, sin rostro y sin patria. Ya los obispos reunidos en Puebla, ponían en cuestión esta especie de “universalidad” a nivel cultural, que percibían como “sinónimo de nivelación y uniformidad que no respeta las diferentes culturas, debilitándolas, absorbiéndolas o eliminándolas. Con mayor razón, la Iglesia no acepta aquella instrumentación de la universalidad que equivale a la unificación de la humanidad por vía de una injustamente supremacía y dominación de unos pueblos o sectores sociales sobre otros pueblos y sectores” (DP 427).

Hacer del ser humano el camino de la Iglesia, implica tomar muy en cuenta la dimensión de alteridad, una cuestión que la teología latinoamericana asume con mucha seriedad al percibir que en muchos sectores, especialmente el económico, se ha negado la presencia y participación del “otro”, es decir del pobre o mejor dicho del empobrecido, privándolo de sus derechos más fundamentales. “Es hora de que la Iglesia saque las consecuencias del Evangelio social de Jesucristo, para que la religión cristiana sea de hecho una experiencia salvífica, tanto en la esfera personal como en la social. Está en juego la credibilidad no solo de la Iglesia, sino también el propio Evangelio.” (BRIGHENTI, 2009, p. 40).

4.2 El pluralismo como presupuesto, no solo como apertura

Es difícil desentenderse del pluralismo como un hecho evidente en nuestros días, casi nadie puede dudar de su influencia en todos los ámbitos. Pero lo importante no es solo caer en la cuenta de su existencia, sino asumirlo y considerarlo como algo ya prácticamente ineludible en todas las reflexiones y en las prácticas evangelizadoras, no basta presentarlo como una actitud de apertura a nuevas ideas o propuestas pastorales, sino incluirlo en los diseños y confecciones evangelizadoras como un componente propio de la Iglesia. “La Iglesia del futuro o será pluralista, o sea, respetuosa y promotora del pluralismo, o no será católica”.

El pluralismo –más propiamente una actitud pluralista- es una respuesta posible al hecho de la pluralidad. No es una concesión ante la realidad que se impone, o una apertura ante otras ofertas o posibilidades, sino un presupuesto de nuestros planteamientos evangelizadores. Esto significa que la Iglesia, antes de hablar de sí misma y sus propios proyectos, tiene que escuchar y tener en cuenta al otro, no como una prolongación de sí misma, sino como algo diferente, totalmente otro. La actitud pluralista nos lleva a considerar al diferente (cultura, lenguaje, símbolo, persona), no como una amenaza, una competencia o enemigo potencial, sino como un medio de enriquecimiento y una apertura a nuevas posibilidades pastorales.

De esta forma, en la acción evangelizadora, no hay destinatarios, sino interlocutores, como sucede en la revelación. Para que pueda haber revelación, no basta con que Dios se manifieste; es necesaria la respuesta humana. El punto de partida de la evangelización es el otro y sus circunstancias, sus necesidades, pues en tanto comunicación, solo se da en cuanto el otro responde.

La actitud que marca la pauta en el encuentro con el otro, el diferente, en lugar de la manipulación, o el proselitismo, es ante todo el testimonio. El testimonio es siempre la expresión de la discreta acción misteriosa de Dios, siempre respetuoso de la libertad humana.

4.3 Revalorización de la Iglesia local

El Concilio Vaticano II (LG 23, CD 11) redescubrió el gran valor de la Iglesia particular, no como una parte, sino como una porción de la Iglesia universal, en la que se contiene la Iglesia toda, aunque no toda la Iglesia, pues ninguna Iglesia local puede agotar el misterio eclesial. De aquí se desprende que la catolicidad de la Iglesia está, a partir de la Iglesia local, en la comunión de las Iglesias, dado que la Iglesia de Jesucristo es “Iglesia de iglesias” (cf. TILLARD, 1991).

Además, según nos recuerda el mismo Concilio, la Iglesia local está fundada sobre y edificada por la Palabra de Dios. La Iglesia es una institución de la Palabra, que precede a la congregación de los fieles. Ella misma es resultado de la evangelización. De ahí, justamente de la obra evangelizadora y misionera de la Iglesia local, surge la misión universal de la Iglesia. Esta es, primero, una llamada a evangelizarse continuamente, tomando un rostro propio en relación con la alteridad de las demás Iglesias, es después una llamada que incita a ir a todos los pueblos con el fin de hacer surgir comunidades que busquen inculturar la fe en su espacio local, a partir de sus particularidades, que reconfigurará a su vez el rostro de la Iglesia local.

Una de las exigencias de la evangelización es la conformación de grupos a “escala humana”, (cf. DA 180) como un medio privilegiado para la práctica evangelizadora de la Iglesia (cf. DA 307). La Iglesia latinoamericana, tributaria de la eclesiología de Pueblo de Dios y de Comunión, ha querido ser una Iglesia viva y dinámica (cf. Documento de Santo Domingo DSD 23), reflejando ese rostro en los diversos niveles de Iglesia, a partir de la vivencia de comunión y participación, realizada especialmente a través de las pequeñas comunidades eclesiales de base, que son consideradas como un signo de vitalidad eclesial, instrumento de evangelización y punto de partida válido para una nueva sociedad (cf. DSD 61).

Son consideradas así por varias razones: primero, esas comunidades descentralizan y articulan las “grandes comunidades” impersonales o masivas, transformándolas en ambientes sencillos y de mucha vitalidad, convirtiéndose de esa manera en un espacio promotor del rescate de la identidad, la dignidad y la autoestima. Segundo, abren un espacio a los excluidos, ya sea por cuestiones económicas, étnicas, de edad, sexo, cultura. Al interior de estas pequeñas comunidades los pobres se convierten en sujetos y actores de su propia historia, dejando de ser objeto de caridad o asistencia externa. Tercero, las pequeñas comunidades intentan unir fe y vida, aunando la religiosidad al sentido, conscientes de que Dios desea la vida a partir del cuerpo. En su seno, la religión, lejos de ser un medio de alienación, asume un carácter explícito de liberación, manifestando en la historia la parcialidad de Dios por el pobre ante el sufrimiento injusto. Cuarto, las pequeñas comunidades, haciendo eco del Concilio al recuperar el sentido del sacerdocio común de los fieles, afirman la urgencia del protagonismo de los laicos y laicas en la misión evangelizadora (cf. LG 10, DSD 103,293).

Ernesto Palafox. Pontificia Universidad Católica de México. México.

5 Referencia Bibliográfica

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BOFF, Leonardo. Nueva Evangelización: perspectiva de los oprimidos. México: Palabra, 1991. 126p.

BRIGHENTI, Agenor. Por una Evangelización Inculturada. Principios Pedagógicos y Pasos Metodológicos. Bogotá: Paulinas, 1997. 139p.

CONFERENCIA DEL EPISCOPADO MEXICANO. Aparecida. Documento conclusivo. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. México: CEM, 2007.

CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO, Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo. Conferencias del Episcopado Latinoamericano, Bogotá: CELAM, 1994.

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RUÍZ GARCÍA, Samuel. Mi trabajo pastoral en la Diócesis de San Cristóbal de las Casas. Principios teológicos. México: Paulinas, 1999. 160p.

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PARA PROFUNDIZAR

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[1] Discurso del Papa Benedicto XVI a los miembros del Consejo Superior de las Obras Misionales Pontificias, 5 de mayo de 2007.

La comunión Trinitaria

Índice

1 Dios trino en las Sagradas Escrituras

2 Breve historia de la doctrina trinitaria

3 Perspectiva sistemática. La Trinidad como comunión

4 Referencias bibliográficas

La teología trinitaria contemporánea es fruto del espíritu de apertura y renovación creativa que caracterizó la reflexión teológica del s. XX. y desembocó en el Concilio Vaticano II. La búsqueda de una explicitación de la fe más acorde con el lenguaje y el imaginario de los nuevos tiempos pero capaz, a su vez, de articularse armónicamente en la tradición eclesial, impactaría, muy particularmente, en la manera de comprender y dar cuenta del misterio de Dios.

Ya antes del Concilio, Karl Rahner (1961, 105-136) había realizado importantes observaciones críticas a algunos supuestos y perspectivas de la teología trinitaria clásica. Su motivación fundamental era de tipo pastoral: aunque los cristianos hacen profesión de fe en la Trinidad, en su práctica espiritual y religiosa son inminentemente “monoteístas”. A tal punto, que si algún día la doctrina de la Trinidad fuera dejada de lado, no cambiaría para ellos prácticamente nada. Las causas fundamentales de este “olvido trinitario” hay que buscarlas en el modo en que la teología ha explicado el misterio trinitario. La clásica teología occidental basó la afirmación de la unidad de Dios en la idea de una substancia espiritual absoluta, infinita, única y eterna. Dios es uno porque es una única substancia, esencia o naturaleza. Sólo después, pasaba a explicarse que en esa substancia sub-sisten tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En este planteo, parecía ignorarse que Dios en los Evangelios nunca es presentado por Jesús como una substancia divina abstracta sino mucho más concretamente como su Padre, de quien él es el Hijo amado, que ha venido para salvarnos, entregándose y entregando al mundo el Espíritu Santo.

El “olvido de la Trinidad” habría ido de la mano de un descuido de la dimensión salvífica de la revelación. Pero la Trinidad no se revela para dar a conocer un contenido doctrinal, o su esencia metafísica. Dios se revela para salvar y salva entregándose tal como es: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La revelación es su autodonación (Selbstmitteilung) al mundo. Rahner propone un axioma como nuevo punto de partida: “La Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa”. Es decir, la Trinidad que se nos ha entregado en la historia de salvación es Dios tal como es en sí mismo: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Más allá de las críticas que la teología de Rahner pueda merecer, su axioma fundamental tuvo una enorme repercusión y se convirtió en un disparador esencial de la renovación trinitaria iniciada en el s. XX.

1 Dios trino en las Sagradas Escrituras

En esta nueva perspectiva, la fe cristiana comprende la salvación como la progresiva autodonación del Dios trino en la historia, como invitación y apertura al hombre de la comunión infinita del amor del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tanto el AT como el NT son el testimonio de esta autodonación de Dios.

El AT, aún cuando no contenga todavía una fe expresa en Dios en cuanto trino, es ya el testimonio de este particular modo en que Dios se fue revelando a Israel: mostrándose como un Padre amoroso, que instruye con su Palabra y guía con la sabiduría y el poder del Espíritu. Se trata de un Dios que se compadece del pueblo que sufre, toma la iniciativa y se acerca para liberarlo y ofrecerle su amistad en una alianza de amor incondicional, que se hará definitiva y eterna con la venida y el triunfo de su Mesías, portador del Espíritu, que Yahvé infundirá para siempre en el corazón de su Pueblo.

Esa experiencia de Dios en el AT cobró una dimensión y plenitud inusitadas con el advenimiento de Jesucristo. A la luz de su resurrección, toda su vida y su obra fue releída como cumplimiento superabundante de aquellas promesas. De allí que el acontecimiento de la resurrección implicara indisolublemente la pregunta por la identidad última de Jesús, confesado ahora como Señor glorioso, sentado a la derecha de Dios. ¿Quién debía ser este hombre para poder resucitar, subir al Cielo, entregar su Espíritu a la Iglesia naciente, reinar junto a Dios e inaugurar así el acceso a la vida eterna para toda la humanidad? El NT es precisamente el testimonio de esa búsqueda por responder a la pregunta del mismo Jesús: “¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?” (Mt 16,15; Mc 8,29; Lc 9,20). Desde esta pregunta, los primeros cristianos releyeron toda la vida de Jesús, su origen, su nacimiento y el sentido de su muerte en cruz. Los distintos títulos aplicados a Jesús en el NT son expresión de esa búsqueda por comprender el misterio de su particular identidad y relación con Dios, a quien llamaba Abbá, Padre. Si Jesús se consideraba a sí mismo el Hijo amado, si entendía su vida y su misión como un envío desde el Padre, era allí, en esa relación de Hijo, donde debía encontrarse la clave de su identidad. Dios había acreditado esta pretensión de Jesús resucitándolo de entre los muertos por el poder del Espíritu.

Introduciendo la narración de un nacimiento milagroso, los evangelios sinópticos intentaron explicar que esta vinculación única de Jesús con Dios por el Espíritu, manifestada en la resurrección, implicaba confesar que él venía de Dios. Las cartas de Pablo manifiestan la misma convicción de que la salvación es inseparable de la acción de Jesucristo, como Hijo de Dios, constituido como Señor por el poder del Espíritu Santo. Las fórmulas y saludos triádicos de tipo litúrgico y doxológico de los escritos paulinos (como 2 Co 13, 13) testimonian, desde muy temprano, la incipiente intuición trinitaria de la fe de la Iglesia (Rom 1,3-7; 1 Cor 12,4-6; Gal 4,4-7; Ef 1,3-14). De allí, que en escritos más tardíos, como el evangelio de Juan, comiencen a aparecer formulaciones cada vez más explícitas de la filiación divina de Jesús como Logos de Dios (Jn 1, 1-18), que ante su resurrección mueve al discípulo a confesarlo “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28).

Aun antes de poder elaborar una doctrina propiamente trinitaria, la comunidad de fe ya proclamaba su fe en fórmulas triádicas y practicaba el bautismo como inserción y participación en la vida divina, “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28, 19). Con esta indisoluble vinculación de Padre, Hijo y Espíritu Santo, la teología del NT proclamaba al Dios que se había revelado de manera definitiva en el destino de Jesús, mostrándose así, también para nosotros, como el Dios fiel de la vida, el Dios que es Amor (1 Jn 4,8), que se entrega por los hombres en Jesús, identificándose con los pobres, los pequeños y las víctimas de la historia. Un aspecto que se convertiría en un acento fundamental de la teología latinoamericana.

2 Breve historia de la doctrina trinitaria

Era esta salvación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo la que la Iglesia de los orígenes debía comunicar al mundo. Esa evangelización debía realizarse en un contexto cultural dominado básicamente por dos horizontes de comprensión: por un lado, el estricto monoteísmo hebreo; por el otro, el pensamiento griego y su búsqueda de un único principio racional ordenador del cosmos. La fe en un Dios trino resultaba difícil de compatibilizar con esos modelos de una divinidad concebida como unicidad monolítica, absoluta e inalterable. Parecía, además, necedad y locura (1 Co 1,23) mitológica pretender que Dios puede despojarse kenóticamente de su condición divina, asumir la carne mortal del hombre y sufrir, por amor al hombre, el suplicio y la muerte en cruz. A pesar de ello, el desafío de la evangelización implicaba justamente expresar la fe en un lenguaje conceptual y simbólico, comprensible en cada nuevo escenario epocal y cultural. En ese contexto, las primeras disputas trinitarias se producirían por querer mostrar que la fe no amenazaba sino que resguardaba la unidad de Dios, y ello aun a costa de debilitar su confesión en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta tendencia monarquianista (mono-arkhé) adquirió en la historia dos modalidades básicas: el modalismo y el subordinacionismo. El modalismo consistía en explicar que Padre, Hijo y Espíritu Santo son sólo los modos en que el único Dios se manifiesta en la historia, es decir, diferentes formas que el único Dios  trascendente (unipersonal) adopta a la hora de hacerse presente en el mundo. El subordinacionismo, en cambio, acepta la existencia del Hijo y del Espíritu como diferentes del Padre, pero atribuyéndoles una categoría ontológica inferior, negándoles una naturaleza divina igual a la del Padre. Sólo el Padre es propiamente Dios. Algunos, con todo, consideraban al Logos como una entidad junto a Dios, como la primera y más perfecta de sus obras. Otros, los adopcionistas, consideraban que Jesús era sólo un hombre de santidad intachable, elegido por el Padre para adoptarlo como Hijo por la unción del Espíritu en el bautismo.

En el s. IV se desataría una de las más graves de estas crisis doctrinales. Arrio, discípulo de Orígenes y heredero de una cosmovisión fuertemente neoplatónica, partía de la idea de Dios como el Inoriginado. “Todo lo que es originado es creado”, afirmaba. Sólo el Padre es entonces el Dios único, eterno y sin origen. El Hijo, en cambio, procede de Dios como la primera y más perfecta de todas sus criaturas. Es superior y anterior a toda la creación. Por medio de él, Dios ha hecho todas las cosas. Se trata, por tanto, de una instancia intermedia entre Dios y el mundo. Podemos llamarlo “Dios”, porque lo es con respecto a nosotros, en sentido funcional, pero no en sentido propiamente ontológico, en sí mismo y por sí mismo. El arrianismo ameritó la convocatoria del Concilio de Nicea (325). Se elaboró allí una confesión trinitaria en forma de credo que intentaba formular conceptualmente, de la manera más precisa posible, la recta interpretación de la fe. Se acudió, para ello, a la terminología utilizada en las discusiones y se definió que el Hijo es “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre” (homoousios) (DzH 125). La confesión se cerraba afirmando también la fe en el Espíritu Santo.

El Concilio, con todo, no logró zanjar definitivamente las discusiones. La expresión “de la misma sustancia” podía ser leída todavía en sentido subordinacionista o modalista. La dificultad provenía muchas veces de los conceptos utilizados. Una misma palabra podía ser interpretada de manera distinta en Oriente y en Occidente. La palabra sub-stancia (usada para hablar de la esencia divina) podía ser comprendida por un griego como sinónimo de hypo-stasis (que en general se aplicaba a las personas). El arrianismo resurgiría, poco después, como negación de la divinidad del Espíritu Santo. Liderados por el obispo Macedonio, los pneumatómacos (como los llamó San Atanasio), entendían que el Espíritu Santo era en realidad un don y no podía ser, por tanto, igual al Donante. No podía ser una hipóstasis propiamente divina. La teología de los Padres Capadocios fue decisiva para el Concilio de Constantinopla I (381) que asumió enteramente el credo de Nicea y sólo lo completó desarrollando un poca más la fe en el Espíritu Santo: “Y (creemos) en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre; que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (DzH 150). No acudió esta vez a la discutida fórmula del homoousios. Prefirió volver a expresiones más de tipo bíblico y litúrgico para establecer la fe en la plena divinidad del Espíritu Santo.

Puede decirse que con el símbolo niceno-constantinopolitano el dogma trinitario quedó definido en sus aspectos fundamentales. El Concilio de Constantinopla II (553) utilizaría ya como fórmula definitiva la expresión de los Capadocios “una physis o ousía“, “tres hypóstasis o personas” (DzH 421).

Con todo, la teología trinitaria siguió buscando una mayor profundización y una mejor articulación entre unidad y diferencia en el seno del Dios trino. No todos los problemas desaparecieron. Vimos que el Concilio de Constantinopla I había afirmado que el Espíritu Santo “procede del Padre” (DzH 150). Sin embargo, en algunas traducciones latinas, comenzó pronto a circular la versión que agregaba “que procede del Padre y del Hijo”. Las fórmulas conciliares no habían aún tematizado explícitamente la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo. Era esa falencia la que la traducción latina parecía querer solventar, proponiendo que el Espíritu procede conjuntamente del Padre y del Hijo. Para la teología de Oriente, que fundamentaba la unidad del Dios trino en la persona del Padre como único principio y origen fontal (y no tanto en la idea de una sustancia o una esencia divina), esa doctrina podía significar introducir al Hijo como un nuevo principio en la Divinidad que amenazaba su unidad. Por motivos más políticos que propiamente teológicos, las discusiones en torno a este tema del filioque se prolongaron durante siglos y desembocaron, finalmente, en un cisma. Liderada por el Patriarca Cerulario, la Iglesia Oriental se separó de la Iglesia romana en el año 1054. Si bien desde entonces se ha propuesto reiteradamente como más correcta la fórmula según la cual el Espíritu Santo “procede del Padre por el Hijo”, la cuestión del filioque no ha podido ser nunca definitivamente zanjada.

Con la doctrina básica ya consolidada, la Edad Media ya no asistió a grandes disputas trinitarias. Si hubo algunos Concilios dignos de mención, como el XI de Toledo del 675 (DzH 525ss.) y el IV de Letrán de 1215 (DzH 800ss.) se debe más a la claridad de su síntesis que a innovaciones doctrinales. Los términos ousía/esencia, physis/naturaleza y substancia quedaron fijados como expresión de la unidad del único Dios, mientras que hypóstasis, prósopon y persona quedaron como los términos técnicos aptos para referir a Dios en cuanto trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Este proceso de fijación y síntesis quedaría coronado con la Summa Theologiae de Tomás de Aquino (†1274). Su obra se basó en su amplio conocimiento de la tradición y su reelaboración no ya con los habituales moldes de cuño platónico, sino desde el rigor de la filosofía aristotélica. Tomás partía del De Deo Uno, referido a la esencia divina, su unidad y sus atributos, y luego pasaba al De Deo trino, dedicado a explicar la diferencia de las personas divinas y su unidad en esa única esencia. Las personas divinas se comprenden allí como constitutivas de la divinidad, no meros accidentes, como relaciones subsistentes fruto de las procesiones. La única esencia divina sólo subsiste en tres personas y las tres personas sólo subsisten relacionalmente en esa única sustancia. La substancia divina no es entonces una unidad inmóvil sino el acto de existir en sí mismo (subsistir) como plenitud, como acto de pleno conocimiento de sí que genera al Logos y amor de sí que espira el Espíritu.

Esta síntesis cumbre de la escolástica, estaría llamada a perdurar como doctrina eclesiástica oficial hasta mediados del s. XX.

3 Perspectiva sistemática. La Trinidad como comunión

K. Rahner advirtió que esta teología, en su esfuerzo por clarificar con fórmulas precisas la fe trinitaria, se había ido alejando de sus fuentes bíblicas e históricas, volviéndose cada vez más formal y abstracta. Proponía por ello un retorno a la Escritura y a la tradición trinitaria más oriental que parte de la persona del Padre como origen y fuente de la divinidad y no tanto de una esencia o substancia espiritual suprema.

Ahora bien, tanto una teología que piensa a Dios desde la idea de sustancia, como la que funda la unidad divina sólo en la persona del Padre como fuente y origen causal de la Divinidad, pueden acarrear el peligro de partir de la unidad como anterior a la diferencia, de un Dios uno cuasi previo al Dios trino.

Con la filosofía moderna del sujeto, esta tendencia se agudizó. Dios no era ya pensado como sustancia sino como Sujeto o Espíritu absoluto que existe por medio del despliegue ad extra de sus propiedades internas. Se volvía a priorizar, así, la unidad por sobre la pluralidad. La teología contemporánea reaccionó entonces con un retorno a la historia de la salvación, al acontecimiento de la revelación de Dios en Jesucristo. Dios se da a conocer tal como es sólo en la relación de Jesús con su Padre en el Espíritu. El CV II refleja ya el giro de una perspectiva metafísica a una teología que prioriza una comprensión más histórica, fenomenológica, hermenéutica y existencial de la realidad, más en sintonía con la cosmovisión y la cultura actual. Conceptos como sustancia e hipóstasis, parecen no poder expresar ya, en un mundo cultural impregnado por otros valores e imaginarios cosmológicos, el misterio divino que antes transmitían. No se trata, obviamente, de cambiar lo confesado por aquellas fórmulas y conceptos, sino de expresar esa misma fe en perspectivas y categorías más comprensibles y significativas para el hombre de hoy. La idea de una sustancia suprema, un sujeto absoluto o un origen único, solitario y autárquico, no parecen ya modelos aptos para transmitir al Dios del amor trino que se ha abajado kenóticamente en Jesucristo, asumiendo nuestra condición humana, para hacernos capaces de recibir su Espíritu y entrar a participar, como hijos, del reino de su amor. De allí, que importantes teólogos del siglo XX (von Balthasar, Moltmann, Kasper, Pannenberg, Greshake), aunque por caminos muy distintos, coincidieran en la necesidad de buscar una nueva sistematización de la teología trinitaria capaz de presentar al Dios uno en su constitutiva relacionalidad interpersonal.

Fue en esta línea que comenzó a utilizarse la analogía de la communio, frecuente en el CV II. Se volvía con ello a un término de raigambre bíblica. Dice 1Jn 4,8 “Dios es amor”. Ahora bien, el amor no es ni un sujeto ni una esencia abstracta, sino siempre un acto personal que implica simultáneamente relación y alteridad. El amor no existe nunca como puro movimiento de autoreflexión sino como acto relacional, como comunicación e intercambio. El amor es constitutivamente acto comunicativo de donación-recepción, recepción-donación con respecto a otros.

La comprensión del ser como acto (tan propia del Aquinate) y de las personas divinas como relación, se integran en una nueva síntesis que entiende a Dios como comunión perijorética de amor. La teología trinitaria supera así la aporía que obligaba a optar entre reducir a Dios a una pura mónada primera o caer en un imaginario de tipo social (o triteísta) que piensa a Dios a partir de tres sujetos divinos, cuasi autónomos, que luego se unen por amor o consenso. En la comunión divina la unidad no es anterior ni posterior a la Trinidad. La Trinidad es la koinonía perfecta del amor infinito que realiza la unidad en la alteridad y la alteridad en la unidad.

Aquí Padre, Hijo y Espíritu Santo, no son ya comprendidos como sujetos o centros autónomos  anteriores a sus actos. En Dios no hay nada que sea anterior al acto de existir como amor comunional tripersonal. Las personas divinas existen en virtud del amor que ellas mismas son y el amor no es otra cosa que su existencia personal como intercambio de donación y recepción, hacia y desde las unas a las otras, en las otras, con las otras. El Padre es y realiza el amor como comunicación paternal fecundante, donándose al Hijo y dejándose a su vez constituir por él como su “abba”. El Hijo ama filialmente, como recibiéndose y entregándose siempre desde y hacia el Padre. El Espíritu, en la senda iniciada por Ricardo de San Víctor, expresa la apertura del amor que no puede cerrarse en una mera relación Yo-Tú, carente de un destino y direccionalidad común. Él es el condilectus, en que los otros dos se encuentran compartiendo el destinatario y la fecundidad gozosa y agápica de su amor. Cada persona media y consuma así la relación entre las otras dos desde su propiedad relacional específica.

Se revela también aquí, el hondo sentido de la persona humana. Ella no es primordialmente una hipóstasis o un sujeto autónomo ya constituido, que después debe realizarse relacionándose con otros. La persona es más bien la existencia que se sabe constitutivamente vinculada a la comunidad humana, en permanente apertura e intercambio con la realidad. Ella existe como radicalmente constituida en sí desde fuera de sí, como recepción y relacionalidad extática, constituida por su lugar y participación relacional y comunicativa en el conjunto de lo real.

La misma comprensión del ser queda afectada por este misterio de la comunión trinitaria. Todo lo que es, puede comprenderse fenomenológicamente como manifestación y donación extática. Todo lo dado está siempre ahí dándose como donado en apertura al conjunto vinculado y vinculante de lo real.

Para la teología trinitaria latinoamericana que privilegia la realidad, la historia y la praxis desde la opción por los pobres y excluidos (son de referencia las obras de L. Boff y A. González), resulta fundamental esta comprensión del Dios de la comunión que se ha identificado con ellos en la entrega de Jesús a la muerte, como excluido de la comunidad, expulsado de la ciudad, abandonado y condenado. La pascua de Jesús es expresión del Dios que se resiste y se niega a dejar a algunos excluidos del intercambio humano y social, de la comunicación de identidades, bienes y valores, del amor y la comunión del reino.

El Dios trino es el Dios del amor creador, que crea el mundo y al hombre como expresión y destinatarios de la apertura de su amor comunicativo y comunional infinito. En un mundo que reclama una mayor consideración del valor de cada persona para el conjunto de la sociedad humana; del valor de cada grupo étnico, región o cultura particular como expresión de la riqueza del ser humano; del valor de la pluralidad para el concepto mismo de unidad; la revelación en Cristo del amor infinito, abierto y abarcativo del Dios trino, se transforma en experiencia de salvación y en llamado que convoca en el Espíritu a la construcción de su reino de comunión.

Gonzalo Zarazaga, SJ, Facultad de Teología del Colegio Máximo de San José, Argentina.

4 Referencias Bibliográficas

González, M., La Trinidad: un nuevo nombre para Dios. Buenos Aires: Paulinas, 2000.

Greshake, G., El Dios uno y trino. Barcelona: Herder, 2001.

Ladaria, L., El Dios vivo y verdadero. Salamanca: Secretariado Trinitario, 1998.

Rahner, K., Advertencias sobre el tratado dogmático “de Trinitate”. En: Escritos de Telogía IV, Madrid: Taurus, 1961, 105-136.

Zarazaga, G., Dios es Comunión. Salamanca: Secretariado Trinitario, 2004.

Zarazaga, G., La Trinidad en el horizonte de la Comunión. Stromata, San Miguel, v. 59, p. 113-142, 2003.

Para saber más

Balthasar, H.U. v., El misterio Pascual. En: Feiner, J – Löhrer, M. (eds.), Mysterium Salutis III/2. Madrid: Cristiandad, 143-329.

Boff, L., A Trinidade e a sociedade. Petrópolis: Vozes, 1987.

Forte, B., Trinidad como historia. Salamanca: Sígueme, 1988.

González, A., Trinidad y Liberación. San Salvador: UCA 1994.

Kasper, W., El Dios de Jesucristo. Salamanca: Sígueme, 4ªed. 1994.

Ladaria, L., La Trinidad, misterio de comunión. Salamanca: Secretariado Trinitario, 2002.

Moltmann, J., Trinidad y Reino de Dios. Salamanca: Sígueme, 2ªed. 1986.

Pannenberg, W., Teología Sistemática I. Madrid: UPCO, 1992, 281-485.

Rahner, K., El Dios uno y trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación. En: Feiner, J – Löhrer, M. (eds.), Mysterium Salutis II/1. Madrid: Cristiandad, 359-449.

Zarazaga, G., La Comunión trinitaria. La Contribución de K. Rahner. Estudios Eclesiásticos, Madrid, v. 80, 263-290, 2005.

La Biblia como Palabra de Dios

Índice

Introducción

1 Revelación

2 Inspiración

3 Inerrancia y Veracidad

4 Lenguas bíblicas

5 Formación del Canon

6 Versiones Antiguas

6.1 La versión aramaica

6.2 La versión griega

6.3 Las versiones latinas

6.4 Otras versiones antiguas

7 Versiones Modernas

8 Biblia y Ciencias

9 Referencias Bibliográficas

Introducción

El presente artículo aborda el recorrido y la dinámica de los temas que, por un lado, caracterizan el ser y el actuar de Dios que se manifiesta y viene al encuentro del ser humano, y, por otro lado, denota la percepción acogida y la reflexión del ser humano, como respuesta a esa iniciativa divina, relación básica para hablar de teología y ética.

En este recorrido y dinámica, los temas de la Revelación y la Inspiración conducen directamente a los temas de la Inerrancia y la Veracidad de los textos bíblicos, que fueron escritos en hebreo, arameo y griego. Estas son las lenguas bíblicas, que fueron cristalizándose durante un largo proceso histórico, denominado Formación del Canon del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento.

Sin embargo, este conjunto de libros varía en su extensión y número, según la aceptación de las Versiones Antiguas existentes que dieron origen a las innumerables Versiones Modernas de la Biblia. Con el surgimiento y difusión de la crítica literaria se dio inicio a una serie de Objeciones a la Biblia que, en el fondo, permitieron el desarrollo de interpelaciones y debates entre Biblia y Ciencias, las que en lugar de desacreditar la autoridad de la Palabra de Dios, acabaron por incentivar nuevas investigaciones y el descubrimiento de nuevas formas de abordaje y metodologías.

1 Revelación

Por revelación se entiende el acto por medio del cual el propio Dios, en su bondad infinita, se dignó a hacerse presente y actuante en la historia, escenario de los acontecimientos, para darse a conocer al ser humano, eligiéndolo como su interlocutor, a través de actos y palabras conectados entre sí. Dios, adoptando y haciendo uso de esa metodología, permitió que el ser humano pudiese encontrarlo y experimentar su presencia y acción de forma perceptible, a través de los sentidos, y  de forma inteligible, a través de la razón. Si, por un lado, la experiencia de los hechos fundamenta las palabras, por el otro lado, las palabras preservan y explican los hechos.

Esta dinámica demuestra que la Revelación posee, en sí, un doble nivel: a) un nivel que se refiere al contenido revelado (ex parte Dei); b) un nivel que se refiere a la inteligencia del hombre en relación a ese contenido revelado (ex parte hominis). Los dos niveles no solamente involucran ambas partes, sino que comprometen sus respectivos papeles en la historia de la revelación.

La Dei Verbum n. 2, sobre eso, afirma: “En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1,15; 1Tm 1,17), movido por el amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11; Jn 15,14-15), los trata (cf. Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía.”

Dios, al revelarse, asumió la condición, tanto de “sujeto de la revelación”, como de “objeto de la revelación”. En el primer caso, fue Dios quien tomó la iniciativa de revelarse y manifestarse de forma accesible y al alcance de las capacidades con las que dotó al ser humano. En el segundo caso, Dios se tornó el contenido a ser experimentado, buscado y comprendido por el ser humano, capaz de percibir y de entrar en su misterio, para reconocerlo como su Creador. Sin embargo, la revelación no agota el misterio de Dios. Lo que Dios reveló al ser humano es lo necesario para que éste realice su voluntad y descubra el sentido de su vida, de su existencia y de su fin último: participar de su íntima comunión de amor (cf. 2Pe 1,4).

Si la esencia de la revelación es el propio Dios, que se da a conocer al ser humano, entonces la naturaleza de la revelación consiste en el modo por el cual Dios se hace conocido y se deja encontrar. La revelación histórica de Dios es el fundamento de la Historia de la Salvación. Dándose a conocer al ser humano, Dios inauguró, al mismo tiempo, la vía de acceso por la cual aquel puede encontrar respuestas para sus preguntas y deseos más profundos. Al “descubrir” quién es Dios, el ser humano tiene la posibilidad de auto-descubrirse y conocer no solamente su identidad, sino también su misión y su fin último (Teleología).

Si la revelación, por un lado, es auto-comunicación de Dios; por otro lado, debe ser comprendida como evento salvífico. Este evento comenzó con la Creación, se desarrolló en la historia religiosa del antiguo Israel y alcanzó su plenitud en el misterio de la encarnación, vida, ministerio público, muerte y resurrección de Jesucristo, para culminar con el envío del Espíritu Santo. Por medio de esta trayectoria histórica, Dios se dio a conocer como comunión: Dios es Uno y Trino.

Por lo tanto, la revelación es, por un lado, un apelo de Dios en forma de encuentro y diálogo familiar con el ser humano que cree en la experiencia que realiza y, por otro lado, una moción, como abertura a la verdad, que reflexiona sobre su existencia a la luz de la fe.

2 Inspiración

La concepción y comprensión que se tiene de la inspiración bíblica están en el orden de la fenomenología religiosa. Por medio de ésta se cree que una acción especial de Dios puede suceder en determinadas personas que, investidas por el Espíritu de Dios, recibieron un carisma , es decir, una gracia particular para poder hablar, actuar y escribir las palabras que el propio Dios quiso comunicar a los seres humanos para revelar sus designios salvíficos.

En el ámbito religioso, esa concepción es universal y, por lo tanto, no es una característica específica y exclusiva de la fe judío-cristiana. Los pueblos antiguos (egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos), porque eran religiosos, compartieron este mismo parecer. La razón de eso es que la “comunicación inspirada” por la divinidad es un elemento factual y potencialmente vivo en la religiosidad de los pueblos anteriores y contemporáneos al pueblo de Dios de la revelación.

En la raíz de esta religiosidad está la aceptación de que las divinidades existían y podían ser invocadas por mediadores, a los cuales les manifestaban, sea un individuo o una comunidad, su voluntad. Por medio de esta comunicación se quiere saber cuáles son los designios divinos, principalmente para obtener éxito en los proyectos y neutralizar las posibles desgracias.

Sin embargo, la nota específica que distingue la concepción judío-cristiana de los demás pueblos reside, exactamente, en el hecho de que ésta considera como inspirados algunos textos que se tornaron normativos para la vida de cada individuo y de la comunidad entera. Esta recepción es la que determina a esta comunidad religiosa como pueblo de la revelación.

Por inspiración divina de la Sagrada Escritura se entiende, entonces, el influjo particular y especial de Dios, ejercido en la vida y en las capacidades de todos los que, de forma directa o indirecta, estuvieron involucrados en el proceso de elaboración de los libros sagrados. Junto a esto, se admite que la inspiración es lo que define a Dios y a los seres humanos involucrados en ese proceso como verdaderos “autores” de los textos bíblicos.

Así, la Sagrada Escritura, como palabra de Dios revelada e inspirada, fue escrita bajo la acción del Espíritu Santo, como afirma la Dei Verbum n.11:

“La revelación de lo que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2Tm 3,16; 2Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia.”

Esta afirmación, a pesar de ser un acto de fe solemne del Magisterio de la Iglesia, no resolvió los numerosos problemas que surgieron en los últimos tiempos, y que han exigido la atención de biblistas y teólogos, a partir de los resultados obtenidos por los métodos exegéticos, una reflexión cada vez mayor, a fin de proporcionar una mejor comprensión sobre el tema de la inspiración de la Sagrada Escritura.

El término inspiración no existe en el Antiguo Testamento, pero su comprensión puede ser deducida a partir de las fórmulas de introducción de los oráculos proféticos: “Así dice el Señor” u “Oráculo del Señor”, los cuales muestran que la concepción del origen divino de la palabra transmitida a través de los Profetas. Jr 36,2.32 son un ejemplo de la puesta por escrito de la palabra profética. Junto a eso está la firme convicción de que la Torah (ley – instrucción) contiene la palabra de Dios normativa para el antiguo Israel, la cual fue colocada por escrito por orden del propio Dios (Ex 34,27-28).

Ya en 2Tm 3,16 se encuentra la palabra theópneustos, que puede ser traducida como un valor de predicativo (“Toda Escritura es inspirada por Dios”) o como un valor atributivo (“Toda Escritura inspirada por Dios”). Jerónimo la tradujo como divinitus inspirata. Además de esa cita explícita, 2Pd 1,19-21 afirma que ninguna profecía fue fruto de mera moción humana, sino resultado de la acción del Espíritu Santo, por el cual algunos hombres hablaron en nombre de Dios. Esta certeza con relación a las palabras contenidas en los escritos proféticos, fue extendida a los escritos de Pablo, dando a entender que hubo dificultad en la interpretación de la Escritura (2Pd 3,15-16).

De esa base bíblica resulta la afirmación de que Dios, al transmitir su palabra, no dispensó a los seres humanos involucrados, sino que quiso revelarse y expresar su voluntad a través de la cooperación humana, valiéndose de su cultura, de su lengua y de sus formas literarias, sin que nada del contenido quedase comprometido. Si Dios no hubiese hablado de forma humana, la comunicación no se habría establecido y su ser y su actuar no podrían haber sido percibidos y comprendidos por el ser humano. Es lo que está expresado en la Dei Verbum n.11, asumiendo la posición ya contenida en la Providentissimus Deus y en la Divino afflante Spiritu.

“En la composición de los Libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería.”

Por lo tanto, la posición del Magisterio, en cuanto a la doctrina de la Revelación y de la Inspiración, posee su base en la centralidad que Jesucristo, el Verbo Encarnado, tiene en la Sagrada Escritura, pues él es su clave de interpretación. De ese modo, el profetismo, como signo de la inspiración divina en el Antiguo Testamento y la realización de las promesas, de la ley y de las profecía en el Nuevo Testamento, fundamentan la interpretación cristológica que hace de toda Sagrada Escritura.

3 Inerrancia y Veracidad

De los temas de la Revelación y la Inspiración derivan los temas de la Inerrancia y la Veracidad de la Sagrada Escritura. Por Inerrancia se entiende la certeza de que el contenido de los libros de la Sagrada Escritura no tienen errores en lo que respecta  a la fe en la existencia de Dios, como fuente de conocimiento capaz de orientar el comportamiento humano.

La perspectiva sobre la inerrancia, que se encuentra en la Dei Verbum n. 11, revela que hubo la intención de optar por una comprensión de tipo “positivo”, en el sentido de que el texto, claramente, abandona el modelo “apologético”. Aunque se afirma que la Biblia no contiene errores, se percibe que el énfasis recayó mucho más sobre el hecho de que “los Libros sagrados enseñan sólidamente… la verdad para nuestra salvación”. Así, la inerrancia de la Biblia deja de ser el punto central de la cuestión sobre la veracidad de la Sagrada Escritura, para que la verdad salvífica aparezca como corolario.

La inerrancia, entonces, implica admitir que la Sagrada Escritura enseña la verdad, no obstante pueden ser encontrados varios tipos de errores que ocurrieron en la transmisión escrita de los textos. De esto se ocupa la crítica textual, como paso metodológico fundamental para reconstruir un texto dañado o para determinar qué texto sería el más cercano de aquel que salió de las manos del hagiógrafo. Se observa, una vez más, que la naturaleza de la posibilidad del “error” no contradice la doctrina afirmada, porque admitir un error de transmisión escrita no significa negar la posición de la Iglesia en lo que se refiere a la inerrancia bíblica, vinculada a la comunicación de la verdad que se hace mención, exclusivamente, a la salvación del género humano y no a verdades de cuño histórico o científico en el sentido moderno de esos términos.

Así, la constatación de los errores de grafía, a lo largo de la transmisión escrita del texto, no compromete el sentido literal de la Sagrada Escritura que se logra cuando se toma cada texto con su identidad literaria y estructura contextual. El principio fundamental que rige y orienta la fe en la aceptación y comprensión de la inerrancia bíblica es la fe en que los textos enseñan, con certeza, la verdad salvífica. Esta verdad se obtiene a partir de la comprensión del conjunto del mensaje contenido en los textos.

Una vez que la finalidad de la Sagrada Escritura es comunicar quién es Dios y cuál es su voluntad para el ser humano, es imprescindible recordar que los autores sagrados fueron personas totalmente integradas en el contexto vital de su tiempo, inmersos en su propia cultura, con todo lo que de limitado e inexacto ésta implicaba en cada época o período del proceso de formación de los libros bíblicos. La “ciencia” de los hagiógrafos era empírica y pertenecía al momento histórico, geográfico y cultural de cada uno. Eso no fue un obstáculo, sino una condición y el medio eficaz para que Dios se revelase, manifestase su voluntad y ésta fuese transmitida con fidelidad.

El conflicto, generado por corrientes racionalistas e iluministas, fue el de querer leer e interpretar la Sagrada Escritura con la atención dirigida solamente para dos puntos: la búsqueda de la veracidad histórica de las narrativas bíblicas y la visión de su contenido teológico reducido a una mera producción humana, sin que hubiese fundamentos científicos para las verdades afirmadas. El resultado fue la creación de un abismo entre la verdad salvífica, transmitida en la Sagrada Escritura, y la verdad académica, comprobada por la ciencia. Eso será tratado más adelante en el tema Biblia y Ciencias.

4 Lenguas bíblicas

Los libros del Antiguo Testamento fueron escritos en hebreo, arameo y, en algunos casos, en griego. Ya el Nuevo Testamento fue escrito en griego popular, denominado koiné. Algunos libros del Antiguo Testamento, presentes en el canon católico, fueron conservados solamente en griego por la Septuaginta o, simplemente, LXX, como es conocida. Son los libros de: Tobías, Judith, 1-2 Macabeos, Eclesiástico, Sabiduría e Baruc.

El hebreo es una forma dialectal que estaba en circulación en Palestina, juntamente con el arameo, el cananeo meridional (cartas de Amarna), el fenicio-púnico, el moabita y el ugarítico. Éste, en particular, ayuda a comprender la pre-historia del hebreo, desde su forma más antigua, denominada paleohebreo, hasta asumir la forma cuadrada con el uso del alfabeto arameo. En el Antiguo Testamento, para indicar el paleohebreo se usaba “lengua de Caná” (cf. Is 19,18) o “lengua judía”, para distinguirlo del arameo hablado por los neo-babilonios (cf. 2Rs 18.26.28; Ne 13,24).

Así, el hebreo bíblico es una denominación tardía que aparece citada en el prólogo del libro del Eclesiástico, como siendo la lengua en la que fueron escritos los libros contenidos en la Torá, en los Profetas y en los otros Escritos (TaNaK). El desarrollo del hebreo bíblico, de cierta forma, se confunde con el proceso de formación de los libros del Antiguo Testamento y su uso fue siendo identificado, cada vez más, con la forma lingüística usada en el judaísmo jerosolimitano.

A partir del siglo VI a.C., el hebreo fue siendo suplantado por el uso del arameo como lengua hablada y también escrita. Algunos textos del Antiguo Testamento fueron escritos en arameo imperial o diplomático: Esd 4,8-6,18; 7,12-26; Dn 2,4b-7,28 (estos textos no aparecen en las ediciones protestantes de la Biblia); Jr 10,11 y dos palabras en Gn 31,47. Después de las conquistas de Alejandro Magno y la difusión del helenismo, el griego fue impuesto como lengua hablada, pero el arameo fue conservado en diferentes formas dialectales.

A partir del siglo IV a.C., el griego koiné se tornó el principal vehículo lingüístico, hablado y escrito, para propagar el helenismo en un vasto imperio, como cultura dominante, pero principalmente como forma de gobierno. Este camino abierto sirvió para que diferentes creencias religiosas se difundiesen rápidamente en todo el mundo, favoreciendo el intercambio religioso, principalmente las llamadas religiones de misterio. Fue por causa de esto que la palabra sincretismo ganó también una fuerte connotación religiosa.

La Septuaginta y los primeros documentos producidos por el cristianismo, que dieron origen a los textos del Nuevo Testamento, fueron escritos en griego koiné hablado y no en su forma culta y literaria, el griego clásico. Los cristianos, al asumir la LXX como texto oficial de las escrituras de los judíos, porque contenían las antiguas promesas mesiánicas, aprovecharon ese elemento lingüístico, como fuerza comunicativa, y consiguieron llevar, para el mundo greco-romano, la fe y las enseñanzas de Jesucristo, que cumplió todas las Sagradas Escrituras.

5 Formación del Canon

El vocablo griego “kanôn” deriva de una palabra semita que en acadio es qin; en ugarítico es qn; en asirio es qanû; y en hebreo es qâneh. Esa terminología pasó a las lenguas neolatinas a través del latín canna, que en español significa “caña o bastón”. En el Antiguo Cercano Oriente, el canon era una vara recta o barra, similar a lo que se llama de regla y que servía de criterio, es decir, representaba una unidad de medida utilizada por albañiles o carpinteros (cf. Ez 40,5.6.7.8). El término, en sentido metafórico-figurado, denotaba también una regla, una norma, un grado de excelencia o un criterio-parámetro con el cual una persona podía juzgar si una doctrina, un raciocinio o un juicio estaba correcto, es decir, de acuerdo con la realidad. El término canon será utilizado también, con ese sentido de serie o elenco, para ser aplicado a la lista de libros sagrados de los judíos y los cristianos.

Desde el punto de vista bíblico, entonces, el canon indica un conjunto de escritos que judíos y cristianos consideran como normativos para la vida de fe individual y comunitaria. Al determinar el canon de sus escrituras sagradas, tanto el judaísmo como el cristianismo estaban definiendo su propia identidad de fe. El criterio fundamental para que un libro sea considerado canónico es el reconocimiento de que fue inspirado por Dios y, por lo tanto, contiene la revelación de la verdad que Dios quiso transmitir.

El proceso de formación del canon del Antiguo Testamento no fue igual que el del Nuevo Testamento. Los libros que componen el Pentateuco, los Libros Históricos, los Libros Proféticos y los Libros Sapienciales pasaron por un largo proceso de redacción hasta llegar a su forma final. Este proceso duró, aproximadamente, 1000 años para el Antiguo Testamento. Ya para el Nuevo Testamento, el proceso fue más breve y llevó cerca de 150 años.

La elaboración y aceptación de nuevos libros por parte de los cristianos fue lo que llevó a los judíos a establecer los cuatro criterios básicos para que un libro fuese aceptado como canónico, al final del siglo I d.C., probablemente durante el sínodo de los antiguos rabinos realizado en Jamnia, que definió el canon judío de los 39 libros que forman la Biblia hebrea. El primer criterio se refería a la lengua, tenía que haber sido escrito en hebreo, considerada como lengua sagrada. El segundo criterio se refería al lugar, tenía que haber sido escrito en la región de Palestina. El tercer criterio se refería a la época, tenía que haber sido escrito antes de las reformas emprendidas por Esdras y Nehemías, que dieron origen al judaísmo. El cuarto criterio se refería a la conformidad con la Torá de Moisés. Este era el principal criterio, pues con relación al cristianismo naciente, servía de base para refutar muchas de las afirmaciones contenidas en los escritos que formarían el Nuevo Testamento.

El canon de libros del Antiguo Testamento es diferente en la Biblia Hebrea, en la Biblia Griega y en la Biblia Cristiana. La primera está subdividida en tres bloques: Torá, Nebi’îm y Ketubîm. La segunda es comúnmente subdividida en Legislación, Historia, Poéticos y Proféticos. La tercera es dividida en libros Históricos, Poéticos y Proféticos, pero es necesario hacer una distinción. La Biblia Protestante sigue el mismo canon de la Biblia Hebrea y, por eso, posee 39 libros, ya que no forman parte del canon los siguientes libros: Tobías, Judith, 1-2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y Baruc. Además de estos libros, también algunos suplementos propios de la versión griega, presentes en los libros de Ester y Daniel, fueron reconocidos como canónicos por la Iglesia Católica y, a partir de 1566, pasaron a ser denominados deuterocanónicos.

El término deuterocanónico, aplicado a esos siete libros y suplementos, no es muy adecuado, pues, estrictamente, no significa que ellos fueron introducidos en el canon de la Iglesia Católica en un segundo momento. Designa, sin embrago, aquellos libros sobre los cuales el carácter inspirado y canónico había sido puesto en duda por algunos autores cristianos de la antigüedad, entre los cuales estuvo San Jerónimo, traductor de la Biblia para el latín, denominada Vulgata.

La primera carta de Pablo a los Tesalonicenses fue un escrito ocasional que inauguró el conjunto de los escritos que formarían el Nuevo Testamento. El evangelio según Marcos fue, probablemente, el primero del género, seguido después por Lucas, Mateo y, al final del siglo I. d.C., por Juan. Estas atribuciones, sin embrago, son posteriores a los propios escritos y se remontan a los Padres de la Iglesia que fueron, ciertamente, los responsables por determinar qué libros formarían parte del canon cristiano.

La canonicidad de un escrito del Nuevo Testamento puede ser admitida, en líneas generales, cuando su contenido puede ser identificado con la fe de la Iglesia primitiva. Junto con eso, el testimonio, como expresión del tiempo que se vincula al evento Jesucristo, fue igualmente determinante. En general, criterios externos e internos fueron formulados para definir qué libros formarían parte del Nuevo Testamento.

En cuanto a los criterios externos, en primer lugar, se evoca la “autoridad de los autores”, mucho más relacionada a la Tradición que a evidencias históricas. En segundo lugar, “el tiempo privilegiado de los orígenes”, es decir, el período apostólico. En tercer lugar, la “ortodoxia de la doctrina contenida en los escritos”, derivada ya sea de las enseñanzas de Jesucristo, ya sea de la autoridad transmitida a los apóstoles. En cuarto lugar, “el uso litúrgico”, por el cual los escritos eran proclamados públicamente en una reunión oficial de la Iglesia.

En cuanto a los criterios internos, se evoca el reconocimiento de la experiencia y acción del Espíritu Santo en la vivencia de la comunidad que acoge y elabora, dando una forma al contenido oral o escrito que recibe. Lo más importante es reconocer a la Iglesia dentro de un proceso vivo y abierto, llamado Tradición, que acoge y se apropia de lo que fue transmitido a través de los autores reconocidamente inspirados.

El canon de las Escrituras es, para la Iglesia de todos los tiempos, la verdadera y propia norma non normata, acontecida y revelada, implícitamente, en el período apostólico y elaborada, explícitamente, en las decisiones que la Iglesia tomó a lo largo de los siglos, principalmente a través de las disposiciones y afirmaciones fruto de los Concilios Ecuménicos.

6 Versiones antiguas

Con el término “versiones” se designan las diversas formas en que la Sagrada Escritura fue divulgada a lo largo de los siglos, tanto en lenguas originales como en las diversas traducciones que fueron hechas para otras lenguas. Es posible, entonces, que varias versiones tengan origen en una misma traducción y que diversas traducciones hayan sido realizadas a partir de una versión. De ahí resultan las familias textuales de la Sagrada Escritura.

6.1 La versión aramea

Los libros sagrados fueron escritos en hebreo y así eran leídos en las asambleas litúrgicas, pero el pueblo, después del exilio en Babilonia, adoptó el arameo como lengua hablada y escrita, por ser la lengua internacional usada por los dominadores persas. De este hecho, fue necesario que los “traductores” interpretaran para el arameo lo que era leído en hebreo. Cuando se trataba de un texto de la Torá, la traducción era hecha a cada versículo. Cuando se trataba de un texto profético, la traducción era hecha cada tres versículos. Se puede decir que este procedimiento sinagogal fue un verdadero trabajo de traducción simultánea ya en la antigüedad.

Al inicio, esa traducción fue solamente oral, pero a partir del siglo I a.C., comenzó a hacerse también por escrito, originando la versión targúmica de la Sagrada Escritura. Existen libros en arameo de casi toda la TaNaK, excepto de los libros de Esdras, Nehemías y Daniel. Cuando los tárgums son comparados con el Texto Masorético, reproducido en el Códice de Leningrado, se notan algunas diferencias. Estas son explicadas, la mayoría de las veces, llevando en consideración que, en la base de los tárgums estaría un texto hebreo consonántico anterior al que se tornó normativo a partir de Jamnia, y porque la traducción en arameo era libre y de carácter explicativo.

6.2 La versión griega

A partir del siglo III a.C., los judíos de la diáspora, que fueron a vivir a Alejandría, en Egipto, preocupados con la transmisión de la fe y las costumbres judías a los hijos que nacían en tierras dominadas por el helenismo, e incentivados por el rey Ptolomeo II, comenzaron un trabajo de traducción de la Torá al griego, a partir de un texto hebreo consonántico denominado por los estudiosos de Proto Masorético. Una antigua leyenda cuenta que setenta ancianos judíos de Alejandría fueron escogidos y designados para realizar esa traducción. De ahí resultará la denominación de Septuaginta para la versión griega de la Biblia Hebrea. Después de la traducción de la Torá, el trabajo continuó y, al final del siglo I a.C., todos los libros estaban traducidos, y también surgieron otros en lengua griega que, más tarde, no fueron aceptados por los judíos de Jamnia, pero algunos fueron adoptados por los cristianos. Entre esos están los deuterocanónicos.

La LXX fue fundamental para la expansión del cristianismo fuera de Palestina, ya que el hebreo y el arameo circunscribían las Sagradas Escrituras solamente a los judíos. Gracias al griego, adoptado como lengua cultural en el vasto Imperio Romano, la campaña misionera cristiana, muy favorecida por el apóstol Pablo, pudo, en primer lugar, tornar conocida las Sagradas Escrituras de los judíos y, en segundo lugar, favoreció el surgimiento de los escritos que compondrían el futuro canon del Nuevo Testamento.

6.3 Las versiones latinas

No obstante, el griego fuese una lengua muy apreciada. El latín también tenía una fuerza muy grande, principalmente debido a su valoración por poetas y escritores como Virgilio, Cícero, Horacio y Ovidio. Con la simpatía del emperador Constantino por el cristianismo, pues su conversión real, como todo parece indicar, sucedió poco antes de su muerte, y la proclamación de la religión cristiana como oficial para todo el Imperio Romano por el emperador Teodosio, hubo una intensa popularización del cristianismo, que ocasionó la traducción de la Biblia al latín. Varias versiones surgieron, pero la más importante fue la Vetus Latina que estuvo muy en boga en el norte de África, ya que el latín era la lengua más popular. La Vetus Latina fue, probablemente, la Biblia de San Agustín.

En el siglo IV d.C., San Jerónimo recibió y acogió el pedido del Papa Dámaso I para que revise la traducción de la Biblia al latín, pues había una gran circulación de versiones discordantes. La obra emprendida por San Jerónimo quedó conocida como Vulgata, cuja sigla es Vg. Esta traducción, inicialmente, no tuvo el mismo impacto que la Vetus Latina y solamente fue adoptada como versión oficial de la Iglesia Católica Occidental (Romana) durante el Concilio de Trento (1545-1563). Su impresión fue patrocinada por los Papas Sixto V y Clemente VI, razón por la cual pasó a ser conocida como Vulgata sixto-clementina. Dos revisiones fueron hechas después del Concilio Vaticano II (1963-1965), una promovida por el Papa Pablo VI y otra por San Juan Pablo II, ambas encomendadas a los monjes de la Abadía de San Jerónimo en Roma, y la nueva publicación, considerando las investigaciones bíblicas recientes y una mayor aproximación al hebreo, arameo y griego, se llamó Nueva Vulgata.

6.4 Otras versiones antiguas

Además de las traducciones griegas y latinas, otras versiones, totales o parciales, surgieron en los primeros siglos del cristianismo en lengua siria (Peshita), egipcia (copta), armenia, etc. que todavía son usadas en la liturgia de esas ramas del cristianismo ortodoxo.

7 Versiones modernas

Las versiones parciales o totales de la Biblia se multiplicaron, en los últimos siglos, en un incontable número de nuevas “vulgatas” en lenguas germánica y anglo-sajona: alemán e inglés; y en lenguas neolatinas: italiano, francés, español, portugués, etc. Las versiones elaboradas por los protestantes salieron al frente y recién con el Papa Benedicto XIV (1757) es que las versiones católicas, teniendo la Vulgata como texto oficial, comenzaron a aparecer con más frecuencia y siempre bajo la aprobación de la Santa Sede o, fuera de la Urbe, bajo la constante vigilancia de los Obispos. Tanto el antiguo Código de Derecho Canónico de 1917 (can. 1391), como el nuevo Código de 1983 (can. 825) regularon las traducciones que, sin duda alguna, ganaron grandes estímulos en el Concilio Vaticano II, en la Dei Verbum n. 22.

En este punto, serán citadas, solamente, las de mayor relevancia y que tuvieron mayor impacto.

En alemán, la más famosa es la versión de Lutero, que fue la primera traducida a partir de las lenguas originales. En verdad, esa versión acabó por tornarse el parámetro de unificación para la futura lengua alemana oficial, ya que eran muchos los dialectos. Lutero no descuidó su traducción, buscando siempre la palabra más adecuada, y tuvo presente tanto la Vulgata como los comentarios patrísticos de su época. Él usó para el Antiguo Testamento la versión latina del texto hebreo hecho por Sante Pagnini, que lo dividió en versículos, se sirvió inclusive de la ayuda de judíos y de la edición de Erasmo de la Septuaginta para el Nuevo Testamento.

Del lado católico, entre las varias traducciones, dos fueron muy apreciadas: la editada por Weitenauer (Augsburgo, 1783-1789) y la de Loch – Reischl (1851-1866), a partir de la Vulgata, aunque provista de un aparato crítico, considerando las variantes del hebreo y del griego. En 1972, para el Nuevo Testamento, y en 1974, para el Antiguo Testamento, surgió una edición conjunta de la Biblia, involucrando a los obispos de Alemania, Austria, Suiza, Luxemburgo y Lüttich. En 1980, esa edición sufrió una revisión.

En anglo-sajón, las versiones más conocidas y difundidas son la King James’ Bible (1604), encomendada por el rey anglicano Jaime; la Authorized Version (1607-1611); la Standard Version (1881, para el NT, y 1884, para el AT); la American Standard Version (1900-1901); la Revised Standard Version (1946-1957); la New English Bible (1961-1970), fruto deseado de una reunión de las principales Iglesias protestantes; y la Good News Bible, que fue publicada en 1976 tanto en Londres como en Nueva York.

En italiano, antes del Concilio de Trento, surgieron la Bibbia di Nicolò Malermi y la traducción de Antonio Brucioli, hecha a partir de las lenguas originales. La versión italiana de la Vulgata fue obra de Antonio Martini, en 23 volúmenes. Entre 1923-1958, surgió una traducción en italiano, editada por Alberto Vaccari y colaboradores del Pontificio Instituto Bíblico, a partir de las lenguas originales, con notas de crítica textual y comentario. A partir de 1943, año de la publicación de la Encíclica Divino afflante Spiritu, de Pío XII, surgieron La Sacra Bibbia, obra organizada por Garofalo y Rinaldi, y un gran número de nuevas versiones con comentarios científicos, entre las cuales se destaca la Nuovissima versione della Bibbia en 46 volúmenes, que, en 1983, fue reunida en un único volumen. Muchas otras podrían ser citadas, sin embargo, un destaque va para la Bibbia di Gerusalemme (1974; 1993), que trae el texto oficial de la Conferencia Episcopal Italiana, Bibbia CEI (1974), con las notas de la Bible de Jérusalem.

En francés, la primera versión completa fue la Bible de Sainte Louis IX, del siglo XIII, traducida del latín. En 1535, un primo de Calvino, Olivetano publicó una traducción a partir de los originales y que sirvió de base para futuras versiones protestantes hasta el siglo XIX. Las tres versiones completas más importantes fueron la Bible de Jérusalém que, inicialmente, surgió en 43 volúmenes (1948-1952) y, después, en un único volumen (1956); la Bible de La Pléiade, organizada por Dhorme (1956-1959); y la Sainte Bible, dirigida por Pirot y Clamer (1935-1959). Finalmente, la Traduction Oecuménique de la Bible (TOB), fruto de la colaboración entre católicos y protestantes que apareció en 1975 y fue revisada en 1988.

En español, hubo versiones parciales anteriores al Concilio de Trento, pero por causa de la Inquisición española, las publicaciones católicas y la lectura de la Biblia fueron prohibidas en lengua vulgar. Esta situación duró hasta 1780. En contrapartida, entre los judíos y los protestantes la historia fue diferente y surgieron la Biblia de los hebreos o del Ferrara y la Biblia del Oso, que fue la primera versión completa en español (1567-1569) y fue traducida directamente de la versión hebrea de Sainte Pagnini y, lingüísticamente, supera a la Biblia del Ferrara. En el siglo XX, surgen la edición organizada por Nacar–Colunga en Madrid (1944 y revisada en 1968); la edición de Bover–Cantera, también en Madrid (1947 y revisada en 1962); la Sagrada Biblia de Cantera–Iglesias, que es una versión crítica hecha a partir de las lenguas originales (1975). De gran valor literario es la Biblia del Peregrino, en 3 volúmenes, dirigida por Alonso Schökel (1996).

En portugués, hubo, desde antes del Concilio de Trento, varias iniciativas de traducción de la Biblia, pero que nunca llegaron a una edición completa en Portugal. João Ferreira de Almeida fue el primero en traducir la Biblia para la lengua portuguesa, lo hizo a partir de las lenguas originales, comenzando por el Antiguo Testamento y usando el Textus Receptus. Almeida no consiguió traducir todo el Antiguo Testamento. En 1691, año de su muerte, había conseguido llegar hasta Ez 48,12. La traducción fue completada por Jacobus van den Akker en 1694. En tono comparativo, puede decirse: lo que la traducción de Lutero fue para el alemán, la traducción de João Ferreira representó para el portugués. En los últimos treinta años, la traducción de Almeida, como es más conocida, recibió varias revisiones, dando origen a nuevas ediciones: Almeida Corrigida Fiel; Almeida Revista e Atualizada; Almeida Revista e Corrigida.

Además de la traducción de Almeida, la traducción del padre Antônio Pereira de Figueiredo también obtuvo una gran aceptación. Entre 1778-1781 publicó, en 6 volúmenes, el Nuevo Testamento. Entre 1782-1790, en 17 volúmenes, publicó el Antiguo Testamento. En 1819 fue publicada una versión en 7 volúmenes y, en un único volumen, en 1821.

En Brasil, la primera traducción completa de la Biblia, erudita en sus características y bien literal a partir de las lenguas originales, surgió en 1917; contó no solamente con la participación de teólogos, sino también con la revisión lingüística y literaria de Ruy Barbosa. Entre 1950 y 1990, la entonces Editorial Paulinas publicó la versión del padre portugués Mattos Soares que tradujo directamente de la Vulgata, en la década de 1930. En 1976 surgió, basada en la versión francesa, la edición de la Bíblia de Jerusalém también por la entonces Editorial Paulinas, que contó con la participación de muchos especialistas. En 2002, ya por la Paulus, surgió la nueva edición de la Bíblia de Jerusalém, revisada y ampliada. La Bíblia Sagrada, editada por la Vozes y bajo la coordinación general de Ludovico Garmus, contó con varios biblistas y fue publicada, a partir de las lenguas originales, en 1982. En ese mismo año, la Bíblia Mensagem de Deus publicada por la Loyola. En 1990, bajo la coordinación de Ivo Storniolo, fue publicada la Bíblia Sagrada Edição Pastoral, pensada más para los laicos y que fue reeditada (2014) en su nueva edición: Nova Bíblia Pastoral. Finalmente, para conmemorar el jubileo de oro de la CNBB, en 2001 fue publicada la Bíblia CNBB; su revisión está en proceso.

8 Biblia y Ciencias

La Biblia recibió, a partir de los resultados de la crítica literaria, un gran número de objeciones de los medios científicos ligados a la Historia, a la Arqueología y, también, a las Ciencias Naturales. La juventud, por tener mayor acceso a los estudios, es la más influenciada y dispuesta a levantar banderas, cuando se deparan con docentes capaces de presentar criterios y argumentos que, a primera vista, parecen irrefutables.

No pocas veces, se escuchan cuestionamientos, posicionamientos y comentarios oriundos tanto de los medios académicos, como también populares, del tipo: “La Biblia no es una fuente confiable de historia y para la historia”, innumerables estudios derivados de la Arqueología y de la Historia comparada de las religiones comprueban eso; o “La Biblia no dice la verdad, porque las Ciencias Naturales contradicen sus afirmaciones, principalmente sobre el origen y la evolución del universo y las formas de vida, en particular la humana, sobre el planeta tierra”. La discusión, entonces, pasa a oscilar entre mito y verdad.

En la raíz de esas afirmaciones están, sin duda, certezas de orden científico, pero también están prejuicios o falta de información sobre la naturaleza de la Biblia. Súmase a eso, la dicotomía que permea muchos espacios humanos, colocando en conflicto fe y razón. Por un lado, se encuentran los defensores fideístas y fundamentalistas de las verdades bíblicas, que ignoran los postulados de la Ciencia. Por otro lado, se encuentran los defensores de las posiciones racionalistas, iluministas y positivistas que ignoran los varios sentidos contenidos en los textos bíblicos. Para ellos, la única verdad que existe y debe ser aceptada es la verificada, que deriva de la comprobación científica basada en la repetición de experiencias. En muchos casos, los dos grupos se “excomulgan” recíprocamente.

Delante de este impase, entonces, es importante que se haga una distinción sobre la naturaleza de los textos bíblicos y los objetos de estudio de las ciencias. Así, es posible conceder, en parte, la razón para ambos lados, desde que haya mutuo interés en buscar una posición equilibrada y capaz de generar diálogos provechosos, en los cuales sean respetadas las competencias. Para que eso suceda de manera oportuna y eficaz, se hace igualmente necesario que las verdades bíblicas y las verdades científicas no sean colocadas en el mismo nivel y a la misma altura.

Si el horizonte de la Ciencia es lo desconocido y lo todavía no solucionado, por ejemplo, sobre la formación de la materia y la comprensión de la anti-materia, del universo, por cierto, en expansión; el horizonte de la Biblia es el ser humano orientado para la armonía de su ser y la búsqueda de la felicidad. Cuando los dos horizontes se alinean y no se ofuscan, como en un eclipse, son superadas las incertezas e iluminadas las oscuridades de la historia del saber humano, y se proyecta luz sobre las realidades inaccesibles a la razón.

A fin de facilitar ese diálogo, ya desde el siglo XIX, los estudiosos de la Biblia vieron la necesidad de aplicar a los textos metodologías y abordajes científicos, para alcanzar resultados más convincentes con respecto a su teología y el mensaje en ellos contenidos. El principal fue el Método Histórico-Crítico, de índole diacrónica, que fue asumido por los círculos filosóficos preocupados con establecer los textos originales de los filósofos de la antigüedad. Este método reúne una serie de procedimientos literarios, con la pretensión de alcanzar la génesis y los procesos históricos existentes detrás de los textos.

En los últimos años, a pesar de los muchos frutos obtenidos, esta metodología recibió fuertes críticas, porque ella sola no consigue dar cuenta de toda la problemática y la riqueza encerrados en los textos bíblicos. Junto con esa constatación, los resultados obtenidos son, en muchos casos, hasta contradictorios, colocando las verdades encontradas como blanco de relevantes cuestionamientos. Esto hizo surgir, en el mundo exegético-teológico, nuevos abordajes y metodologías, no menos rigurosas y de índole más sincrónica, mucho más preocupadas y enfocadas en la Biblia como literatura, mostrando que sus autores y sus reflexiones estaban plenamente insertos en el contexto del Antiguo Cercano Oriente.

Leonardo Agostini, PUC- Rio, Brasil. Texto original en portugués.

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JOÃO PAULO II, Carta Encíclica “Fides et Ratio”. Sobre as relações entre Fé e Razão. São Paulo: Paulus, 1998.

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MARTINI, C. M., La Parola di Dio alle origini della Chiesa. Roma: Gregoriana, 1980.

VV.AA., Dei Verbum: La Bibbia nella Chiesa. In: Parola, Spirito e Vita [n. 58], 2008.

Pastoral/Pastoreo

Índice

1 Perspectiva bíblica

1.1 Antiguo Testamento

1.2 Nuevo Testamento

2 Perspectiva patrística

3 De la cura de almas al cuidado pastoral

4 Perspectiva teológica

5 Pastoral en el Concilio Vaticano II

6 La conversión pastoral

7 Referencias bibliográficas

Por acción pastoral se entiende la totalidad de la acción de la Iglesia y de los cristianos a partir de la práctica de Jesús para instaurar el Reino de Dios. Por lo tanto, la pastoral es el servicio salvífico de la Iglesia, cuyo fundamento se encuentra en el designio universal de salvación de Dios. En Jesucristo, Dios confió la Iglesia, la realización de ese servicio como continuidad de la obra pascal y escatológica de Cristo, por medio del Espíritu en Pentecostés, en la esperanza de la realización plena del Reino de Dios en la parusía.

Esa actuación implica una interpretación del mundo y de la historia e, igualmente, una concepción sobre una acción pastoral adecuada frente a la realidad. Por lo tanto, dos hermenéuticas se entrecruzan en la pastoral: la eclesial y la social. De ese modo, la pastoral se relaciona siempre con las dos partes envueltas en la historia de la Salvación: Dios y el ser humano. La pastoral, por ser responsable delante de Dios y de su revelación, debe ser también un servicio al ser humano.

1 Perspectiva bíblica

La palabra pastoral o pastoreo, connota originalmente la tarea del pastor en la cultura de Israel. La Biblia está marcada por la imagen del camino del Pueblo de Dios, bajo la guía del Pastor divino. Éste conduce y reconduce a Israel en las vicisitudes de su historia (cf. VON RAD, G., 1973).

  1.1 Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento, aparecen tres características fundamentales relacionadas al término pastor:

  1. expresa el amor de Dios revelado en la historia de Israel. Los cuidados divinos se traducen en la retirada del pueblo de la esclavitud, para conducirlo por el desierto. Esa acción es comparada a la de la imagen del pastor que conduce el rebaño y sus ovejas (cf. Sl 78,52);
  2. designa a los servidores de Dios que dirigen al pueblo. Dios mismo pastorea al rebaño por medio de pastores que elige. Los servidores tenían a Moisés como prototipo (cf. Sl 77,21). Josué sucede a Moisés para garantizar que la comunidad no sea como un rebaño sin pastor (cf. Nm 27,17). David es elegido para pastoear al Pueblo de Dios (cf. 2 Sm 5,2) y se torna pastor poeta y fuerte. La pastoral de esos hombres es evaluada de acuerdo con el cuidado pastoral de Dios. Hay buenos y malos pastores de acuerdo con la fidelidad o infidelidad a la Alianza establecida con el Señor; e
  3. indica los tiempos mesiánicos anunciados por los profetas como la salvación futura. Ellos invitan al pueblo para ser fiel a la Alianza y denuncian a los malos pastores de Israel que conducen el rebaño a la ruina. Isaías describe al Señor como el pastor que cuida el rebaño (cf. Is 31,4). Jeremías alerta que Dios mismo enviará pastores según su corazón (cf. Jr 3,15). Ezequiel afirma que el rebaño conocerá al único y verdadero pastor (cf. Ez 37,24).

Por lo tanto, la figura del pastor describe el comportamiento de Dios relativo a los cuidados que Él da a los seres humanos. Dios ama a su pueblo, por eso lo conduce, alimenta, defiende y acompaña en el camino (BOSETTI, 1992, p. 9).

1.2 Nuevo Testamento

Jesús de Nazaret es la encarnación del amor pastoral de Dios que confirma a su pueblo como la comunidad de la Nueva Alianza, de la cual participarán los excluidos y perdidos. La misión de Jesús se revela como el pastor anunciado y esperado en el Antiguo Testamento. Su fidelidad al Padre, se expresa en la mediación que realiza entre Dios y la humanidad. En el Nuevo Testamento, se encuentran tres situaciones fundamentales para la utilización del vocablo pastor:

  1. el pueblo vive en una situación comparada a la de un rebaño sin pastor (cf. Mt 9,36; Mc 6,34): lo que provoca la compasión de Jesús que actúa para sacar al pueblo del abandono;
  2. el mismo Jesús se presenta como el Buen Pastor anunciado en los tiempos mesiá En el Evangelio de Juan, se encuentran diversas imágenes que expresan ese pastoreo: la puerta del redil; aquel que camina al frente del rebaño; aquel que da la vida por el rebaño (cf. Jo 10, 1-18); y
  3. la elección de los discípulos puede ser entendida como el llamado de los pastores para cuidar del nuevo Pueblo de Dios. La terminología pastoral no es abundante al caracterizar la acción de los discípulos, sin embargo su elección y envío remiten a la continuidad de la misión de Cristo. Esta relación se justifica en el diálogo del Resucitado con Pedro, y en la recomendación para que el apóstol pastoree a los corderos de Cristo (cf. Jo 21,15-17). El pastoreo de Jesús continúa en la pastoral de aquellos que Él envía, y por eso ellos lo denominarán Príncipe de los Pastores que entregará la corona a los pastores fieles (cf. 1Pd 5,4).

Los apóstoles proclaman el Evangelio como cuidadores del rebaño de Cristo. Ellos deben seguir el ejemplo del Buen Pastor y considerarse servidores de las ovejas (FLORISTÁN, 1968, p. 22). En la comunidad primitiva, con los apóstoles y profetas, están también los pastores con una función carismática. A ellos son dadas recomendaciones precisas: “Pastoread el rebaño de Dios que os fue confiado, no a la fuerza, sino de forma mansa, según Dios; no por beneficio propio, sino con ánimo; no como dominadores sobre la herencia, sino sirviendo de ejemplo al rebaño”(cf. 1Pd 5, 2-3).

En suma, la acción de Jesucristo puede ser llamada acción pastoral, entendida como el cuidado que Él le da al rebaño. Igualmente, la acción de la Iglesia recibe la misma denominación para identificar la continuidad de la misión que realiza en nombre de Cristo.

2 Perspectiva patrística

En la patrística, especialmente en los siglos IV y V, se desarrolló un perfil pastoral vigoroso en las comunidades cristianas. A pesar de las crisis y los debates sobre la grandes preguntas dogmáticas y eclesiológicas, se estableció una relación estrecha entre el obispo y su comunidad. La pastoral cuidaba de la unidad eclesial que se manifestaba por los vínculos de comunión entre las Iglesias. Las comunidades se dedicaban a la solidaridad, a la ayuda mutua y al apoyo a los más pobres. Es conocido el ejemplo de San Lorenzo y su servicio diaconal en favor de los pobres en Roma. La vida litúrgica era igualmente importante pues, por la dimensión cultual, la comunidad se identificaba a sí misma como societas sancta (BOURGEOIS, 2000, p. 81).

La Iglesia se comprende a sí misma como cuidadora de la fe revelada en Jesucristo y como pastora por la acción sacramental y por el servicio a la vida de los fieles. Los Santos Padres son, al mismo tiempo, pastores de comunidades y comentadores de la Sagrada Escritura. En ese período, la Iglesia mantiene un equilibrio admirable entre la Teología y la Pastoral. Busca armonizar las responsabilidades del misterio jerárquico y la misión de los fieles bautizados, entre la catolicidad universal y la asamblea local, entre el valor del sacramento y la importancia de la fe y de la conversión de vida.

Son muchos los escritos de los Santos Padres que expresan la preocupación de integrar catequesis, liturgia y vida cristiana. Ignácio de Antioquía, describe una espiritualidad que abraza tanto la dimensión individual de la fe cristiana, cuanto las dimensiones comunitaria y eclesial. Para él, el obispo es antes que todo, un hombre de la Iglesia. Ése es el lugar privilegiado de la oración y del encuentro con Cristo y los hermanos. Irineo de Lion, insiste en la afirmación de la dignidad de la vida humana que consiste en la visión de Dios; alineando la fe al cuidado integral de las personas. Agustín de Hipona, afirma que la caridad es el alma, el centro y la medida de la perfección cristiana. Para él, existe una relación estrecha entre contemplación y vida pastoral, pues los pastores deberán dar cuentas a Dios del ejercicio de su ministerio, al final ellos tienen responsabilidad sobre el rebaño.

Un escrito importante es la Regla pastoral de Gregorio Magno, papa de 590 a 604. Se trata de la carta magna para la formación de los pastores. En la segunda parte de la Regla pastoral, donde se resaltan las vicisitudes del pastor, San Gregorio refuerza:

“El Pastor presta una atención plena de compasión a cada persona, una contemplación que lo desapega de la tierra más que todos los otros; por las entrañas de su bondad paternal, él cargará sobre sí las enfermedades de los otros, por la altura de su contemplación, él se elevará por encima de sí mismo aspirando a los bienes invisibles” (GREGÓRIO MAGNO, 2010, p. 71).  “

Enseña también: “los pastores se presentan delante de los fieles de tal forma que éstos no se avergüencen de confiar sus propios secretos. Así, cuando sean atacados por las olas de la tentación, como niños, podrán refugiarse en el corazón de su pastor como en el regazo de una madre”(GREGÓRIO MAGNO, 2010, p. 74).

En suma, sugiere que el pastor no deje, por ocupaciones exteriores, debilitar su cuidado con la vida interior. De esa forma, critica a aquellos que se dedican demasiado a los quehaceres del mundo con intereses que pueden perjudicar al celo pastoral.

3 De la cura de almas al cuidado pastoral

A diferencia del tiempo de la Patrística, el período medieval se revela limitado en la estructuración de una pastoral orgánica y unitaria. La evangelización se expandió hacia las poblaciones rurales, y se fragmentó la realidad social de la Iglesia. Se reestructuró la relación entre el obispo y su presbiterio. Emergió una problemática pastoral porque se consideró a la Iglesia una societas perfecta. Se implantó el Derecho Eclesiástico que se convirtió en un medio de resolver los problemas pastorales. Se insistió en garantizar la autonomía de la Iglesia delante del poder secular. La pastoral sacramental adquirió una importancia creciente. El problema de la Edad Media fue la determinación de la vida cristiana con énfasis en la dimensión jurídica y disciplinar de la fe (BOURGEOIS, 2000, p. 90).

Después del impacto de la Reforma Protestante, el Concilio de Trento representó una recuperación tanto dogmática como pastoral de la Iglesia. La vertiente pastoral de Trento buscó definir el lugar y el significado la Iglesia como dispensadora del don de la salvación para la humanidad.  El Concilio decretó estar equivocado al creer que la economía de la gracia tendría como base la destrucción de la naturaleza como resultado del pecado original. De manera diferente a los reformadores, el Concilio afirmó el poder de la gracia que salva la naturaleza herida por el pecado, pero que conserva la grandeza y dignidad otorgadas por el Creador. Se unificó así, la sacramentalidad de la Iglesia con la sacramentalidad de la creación (BOURGEOIS, 2000, p. 92). Por eso, la pastoral será tenida como el cuidado de las almas para la salvación.

El término más utilizado para la acción de la Iglesia era cura animarum, indicando el cuidado de las almas de los fieles por parte de los pastores de la Iglesia. La palabra pastoral entendida como cura de almas, fue creada especialmente a fines del siglo XVIII y pasó por una evolución, recibiendo muchos significados, algunos con ciertos reduccionismos y ambigüedades. Algunos entendieron que pastoral sería un conjunto de actividades bajo la responsabilidad exclusiva de los clérigos, orientada a atender solamente las necesidades religiosas y culturales de los cristianos. El sentido espiritualista redujo la pastoral a la dimensión religiosa y específicamente sacramental de la fe cristiana.

Sin embargo, la Sagrada Escritura describe el cuidado pastoral en la integridad del ser humano, en la interacción con toda la comunidad cristiana, extendiendo su mirada sobre toda la humanidad. Partiendo de este sentido original, es posible profundizar en el significado de la expresión cura de almas, liberándola de las falsas comprensiones que recibió a lo largo de la historia. Originalmente el término cura, en latín quaera, era empleado en un contexto de relaciones de amistad y amor, indicando actitudes de preocupación y cuidado para con alguien muy estimado. El cuidado pastoral debería ser comprendido como interés, atención y preocupación. Esa solicitud, ese celo y esa atención, se traducen en la acción del pastor o sacerdote que tiene la misión de cuidar y acompañar a las personas en su camino espiritual. Por lo tanto, la acción pastoral implica tanto la atención para con las personas, como la inquietación y ocupación del pastor para que todos se sientan efectivamente cuidados. Su mirada no excluye a la sociedad, ni a las diversas instancias con las cuales la vida humana está envuelta.

4 Perspectiva teológica

La fuente de toda pastoral es la Santísima Trinidad: del Padre procede el designio de la salvación; el Hijo es enviado para revelar ese proyecto de amor, siendo el sacerdote, pastor eterno y mensajero del Reino; y el Espíritu Santo, quien actualiza la acción salvífica del Padre y del Hijo, para que todos tengan una vida en abundancia (cf. Jo. 10,10). La acción pastoral de Cristo pretende “reunir en un solo pueblo a todos los hijos de Dios que están dispersos” (cf. Jo 11,52), para que haya “un solo rebaño y un solo pastor” (cf. Jo 10,18).

La Iglesia es sacramento de salvación, y todas sus acciones están marcadas por el cuidado amoroso y salvífico de la Trinidad. El resultado de la acción pastoral se traduce en la conversión de las personas, en la edificación de la comunidad y en la transformación de la sociedad como señal anticipada del Reino que Cristo inauguró. De tal modo, el pastoreo de la Iglesia continúa la acción de Jesús, el Buen Pastor que dona su vida por las ovejas. Se trata de la acción real, sacerdotal y profética de la comunidad cristiana que testifica, anuncia y sirve al Reino de Dios acogiendo a todas las personas y amándolas como Jesús enseñó. De esta manera, se ejerce el tríplice múnus que los apóstoles recibieron de Cristo (cf. Mt 28, 8-20). Se trata de la misión profética de proclamar la Palabra de Dios en todas las instancias (evangelización, catequesis, predicación); de la misión sacerdotal, ejercida en el misterio litúrgico de celebrar los misterios del culto cristiano; y de la misión real, con las tareas de gobierno, disciplina, caridad y promoción integral de la vida humana.

La pastoral se estructura fundamentalmente en las dimensiones: eclesial, personal, social, cósmica y escatológica. En la dimensión eclesial, está el principio formal de toda pastoral, pues Dios es la causa principal de la salvación de la que Cristo es el único mediador. En la dimensión personal, se hace la defensa de la vida, específicamente de los pobres y excluidos, es la acción que libera de todo pecado y esclavitud. La dimensión social impulsa a cuidar las personas para que se establezcan en la sociedad relaciones de libertad, justicia y paz.  La dimensión cósmica se interesa por la creación, por las cuestiones ecológicas y por el destino de todo el universo creado. Y la perspectiva escatológica hace a la Iglesia mirar hacia el futuro de la historia y del mundo; cuando el pastoreo pretende colaborar para que Cristo sea todo en todos.

5 Pastoral en el Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II destacó la pastoral y la acción evangelizadora de la Iglesia para que ésta sea señal de Cristo en el mundo. Para eso es necesario considerar que los cambios en la Iglesia, especialmente en su forma de evangelizar, constituyen la identidad de acoger lo que el Espíritu Santo revela en diferentes momentos históricos. La eclesiología del Concilio Vaticano II (cf. Lumen Gentium) entiende que la pastoral es el misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios, guiado por el Espíritu Santo que actualiza la acción evangelizadora de Cristo, con el objetivo de expandir el Reino de Dios en el mundo.

La Constitución Pastoral Gaudium et Spes responde a la maduración de la conciencia de que la Iglesia existe en la historia y que profundiza su misión y su naturaleza. La Iglesia es Pueblo de Dios en comunión, el cual posee la característica de ser sujeto histórico, que vive en el tiempo, que cumple su misión aproximándose a los problemas culturales y sociales de cada época. La Iglesia se empeña en presentar al mundo el Evangelio de la salvación, y colabora con la humanidad en la búsqueda de la verdad, la justicia y la paz. De ese modo, la pastoral supera la excesiva atención que es dada a los asuntos internos de la Iglesia y se abre a la interacción con el ser humano, con sus alegrías y tristezas, angustias y esperanzas. A partir de la Gaudium et Spes, la pastoral no puede ser comprendida sólo desde la dimensión práctica, de la doctrina eclesial, pues integra y reconcilia los planos teórico y práctico del Cristianismo.

Otra insistencia importante del Concilio Vaticano II, está en la dignidad de todo aquel que fue bautizado. Todo cristiano es sujeto de la acción pastoral de la Iglesia (RAMOS, 2006, p. 78). Por el bautismo, el cristiano pertenece al Pueblo de Dios, y esa incorporación es anterior a toda división de carismas y ministerios. El bautismo hace que todo cristiano participe del sacerdocio común, recibiendo la tarea de transformar la realidad a partir del Reino de Dios. La dignidad bautismal insiste en la vocación especial del apostolado de los laicos. Eso implica superar una visión de la pastoral como actividad preferencial de clérigos. La pastoral es la acción de todo el Pueblo de Dios, no es un ministerio exclusivo de la jerarquía eclesiástica, pues todos los fieles participan de la acción pastoral con sus múltiples carismas y ministerios de acuerdo con su vocación específica.

6 La conversión pastoral  

La expresión conversión pastoral fue formulada por la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (1992), y retomada en la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (2007). Ésta remite a la superación de una pastoral de la conservación -por la renovación del Concilio Vaticano II- a la tradición latinoamericana y pretende una nueva evangelización. Se trata de una conversión personal y comunitaria. Es necesario renovar en cada bautizado el ardor de ser discípulo de Jesucristo y misionero de la Buena Nueva del Reino de Dios. Se emplea el término conversión para indicar el cambio. Es necesario arrepentirse de un estilo de pastoral de la manutención, para asumir una nueva postura misionera. Hay muchos bautizados, agentes de pastoral inclusive, que no hicieron el encuentro personal con Jesucristo que muda la vida y convierte la persona. Algunos viven el Cristianismo de forma sacramentalista, sin dejar que el Evangelio renueve su vida. Otros perdieron el sentido del discipulado y olvidaron la dimensión misionera de la fe cristiana.

La falta de conciencia comunitaria que el individualismo moderno instaló, inclusive entre los líderes de la pastoral junto con la cultura del egoísmo y del aislamiento, suscita cambios en la acción pastoral. Existen muchas personas que buscan la experiencia con lo sagrado, sin compromiso con la fraternidad y la solidaridad. Viven la fe cristiana buscando atender solamente las demandas personales. Hacer una acción eclesial sin convertir esas búsquedas, es sostener una religiosidad que no es evangélica, y que por lo tanto carece del cuidado pastoral que Jesús propone.

Solamente con una profunda conversión de personas y estructuras, será posible superar una pastoral de la mera conservación o manutención, para asumir una pastoral decididamente misionera (DOCUMENTO DE APARECIDA, 2007, n. 370). La Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium explicitó las consecuencias de esa conversión:

La reforma de las estructuras, que la conversión pastoral exige, solo se puede entender en este sentido: hacer que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más comunicativa y abierta, que coloque los agentes pastorales en actitud constante de “salida”, y de esta forma, favorezca la respuesta positiva a todos aquellos a quien Jesús ofrece su amistad  (PAPA FRANCISCO, 2013, p. 27. b).

En suma, la pastoral es la acción de Dios por medio de su Espíritu. El actor principal de la pastoral es el Espíritu Santo, quien actualiza la práctica de Jesús; ésta es la norma de todo ministerio pastoral de la Iglesia. Solamente lo que posibilita actualizar la presencia de Jesús en la Iglesia y en el mundo, puede recibir el título de pastoral. Por eso, también es importante la evangelización, el anuncio de la Buena Nueva, la predicación del Reino de Dios. Pastoral y evangelización no se separan. No puede haber pastoral sin la prioridad de la evangelización integral y misionera. No basta con cuidar el mantenimiento del culto, la catequesis o la caridad. Es necesario ser misionero, capaz de atraer muchos otros que acojan el designio universal de la salvación. La pastoral de la Iglesia jamás puede estar cerrada a las diversas realidades que afectan su contexto. No se trata de un grupo que sólo satisfaga su dimensión religiosa, sino que integre toda la experiencia personal, comunitaria y social a partir de la fe en Jesucristo. Para el Papa Francisco, la “pastoral no es más que el pretexto hacia la maternidad de la Iglesia. Ella genera, amamanta, hace crecer, corrige, alimenta, conduce de la mano … por eso, hace falta una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas de la misericordia” (PAPA FRANCISCO, 2013, p. 54. a).

Leomar Antônio Brustolin, PUC RS, Brasil. Texto original portugués.

7 Referencias bibliográficas

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PAPA FRACISCO. Pronunciamentos do Papa Francisco no Brasil. São Paulo: Paulus, 2013a.

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VON RAD, Gerard, Teología del Antiguo Testamento.  Salamanca: Sígueme, 1973.

Para saber más

ARNOLD, F. X. Teología e historia de lacción pastoral. Barcelona: Herder, 1969.

BOURGEOIS, Daniel. La pastorale de l’Église. Paris: Cerf, 1993.

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ZULEHNER, Paul M. Teologia pastorale. Brescia: Queriniana, 1992.

Ecumenismo

Índice

1 El significado del término “ecumenismo”

2 La historia del movimiento ecuménico

2.1 Asociaciones cristianas

2.2 La misión en la perspectiva ecuménica

2.3 Dos movimientos de la unidad cristiana

2.4 El Consejo Mundial de las Iglesias

2.5 Las asambleas del Consejo Mundial de las Iglesias 

3 Las Iglesias y el movimiento ecuménico

4 El ecumenismo en el Concilio del Vaticano II 

4.1 El Decreto Unitatis redintegratio

4.2 El Directorio ecuménico

4.3 Las estructuras ecuménicas

5 El ecumenismo en América Latina

6 Frutos del ecumenismo

7 Desafíos del  ecumenismo en la  actualidad

8 Referencias bibliográficas

1 El significado del término “ecumenismo”

El termino “ecumenismo”, traducción española del concepto griego oikoumene, se encuentra por primera vez en Heródoto (séc. V) y designa la “tierra habitada” en el sentido geográfico. De esta forma, se pasa a designar a los “habitantes de la tierra” en referencia a toda la humanidad. Para los griegos, el elemento que une el oikoumene es la cultura helénica. Los romanos traducen este término como ecumene, colocando como elemento de unión el orden jurídico y la organización política de la orbis romanus.

Es en este sentido profano que se encuentra en la Biblia el término “ecumenismo”. En la traducción del LXX, el término se encuentra, principalmente, en los salmos y en el libro de Isaías. En el segundo testamento,  oikoumene, aparece 15 veces con el sentido de “la tierra habitada” (Mt 24,14; Lc 4,5; 21,26; Rm 10,18; Hg 1,6), “los habitantes da tierra” (At 17,31; 19,27; Ap 12,9) y relacionado con la orbis romanus (Lc 2,1; At 24,5).

En la Biblia, “ecumenismo” también tiene un sentido religioso, indicando el mundo entero y que todo lo que él posee fue recibido del Dios creador y a Dios le pertenece: “ a mí pertenece el mundo y lo que él contiene” Sl 49,12; también Is 10,14). La oikoumene/mundo es donde se realiza la historia de la salvación, donde sucede el pecado, la acción de los profetas, la encarnación. Dios juzgará el mundo (Is 10, 14,23; Lc 21,6; Ap 3,10; At 17,31); enviará a los profetas y los apóstoles para mostrar el camino de la salvación (Sl 48,2; Mt 24,14);  el mundo será salvado, en fin, por Cristo quien lo glorificará (Hb 2,5).

En la patrística, el ecumenismo gana sentido eclesiástico, con frecuencia asociado a la Iglesia católica diseminada por toda la tierra. Los términos “católico” y “ecumene” se juxtaponen: la Iglesia es católica, es decir, diseminada por toda la tierra (oikoumene). Orígenes entiende que la doctrina y la piedad cristianas envolvieron la tierra (De principiis, L. IV, n. 5) y trata de los que “habitan la oikoumene de la Iglesia de Dios (Ps., XXXII, 8). Para Basílio, la Iglesia debe ser difundida por toda la tierra y debe llegar a todas las personas, agrupando en ella la diversidad de la condición humana (Homilia in Ps., 48).

A lo largo de la historia del cristianismo, el término ecumenismo fue considerado como expresión de la comunión en la Fe por la adhesión a las doctrinas definidas en los “concilios ecuménicos”. Con la división de los cristianos, sobretodo a partir del siglo XVI, el ecumenismo fue ganando el sentido de esfuerzo para reestablecer una unidad quebrada. Es en este sentido que, a partir del siglo XIX, surgen iniciativas de diálogo entre Iglesias separadas, dando origen al actual “movimiento ecuménico”.

2 La historia del movimiento ecuménico 

2.1 Asociaciones cristianas

Al final del siglo XVIII, surgieron en Europa fenómenos políticos, sociales y culturales como la Revolución Francesa, el racionalismo, la revolución industrial, el capitalismo, el socialismo y el liberalismo, que exigían una postura de las Iglesias. Este posicionamiento fue diferente para cada Iglesia, entre la segregación y la condenación de la realidad social por un lado, y la integración y el diálogo con esa realidad, por el otro lado.

En este contexto surgieron varias asociaciones cristianas que influenciaron decisivamente el futuro del movimiento ecuménico. Se destacan entre ellas: la Asociación Cristiana de Jóvenes (1844) y la Asociación Cristiana de Mujeres Jóvenes (1854), la Federación Mundial de Estudiantes Cristianos (1895). En realidad, la preocupación no era aproximar las Iglesias, sino evangelizar la sociedad y los medios universitarios buscando la “ampliación del Reino de Dios entre la juventud” (NEILL, 327-329).  Sin embargo, estas asociaciones favorecieron las relaciones e intercambios entre las Iglesias. Tres elementos contribuyeron para eso: 1) la internacionalización de las asociaciones que fundaron nuevas sedes, lo cual exigió un contacto estrecho con las Iglesias; 2) la competencia para organizar eventos internacionales que convirtieron a sus líderes en peritos de las futuras asambleas ecuménicas; 3) la preocupación misionera, con interés, sobretodo, en las “Iglesias Jóvenes” de Asia y de África, ayudando a las demás Iglesias a unirse en la misión (NAVARRO, 121).

La conferencia para la paz celebrada en Haya (1907) dio origen a la Alianza Mundial para la Amistad Internacional, congregando a las Iglesias -en la inminencia de la Guerra Mundial- para actuar promoviendo la paz. Una conferencia protestante realizada en Lausanne y otra católica en Lieja, ambas en agosto de 1914, redactaron resoluciones a favor de la paz. No consiguieron evitar la guerra, pero desarrollaron la cooperación ecuménica a favor de la paz y la atención a los que estuvieron involucrados en el conflicto.

2.2 La misión en la perspectiva ecuménica

Tales iniciativas prepararon el terreno para que las Iglesias realicen debates sobre la relación entre misión y unidad (Londres, 1888; New York, 1890). Se sentía la necesidad de cooperación, del testimonio común, de la interacción ecuménica en los proyectos misioneros confesionales. De esta forma, se llegó al gran evento que marca, de hecho, el origen del movimiento ecuménico moderno: la Conferencia Misionera Internacional realizada en Edimburgo en 1910. Participaron de esta Conferencia 1200 delegados de 159 sociedades misioneras. El tema de la Conferencia fue Problemas que surgieron en el enfrentamiento entre misiones cristianas y religiosas no cristianas. Es a partir de esta Conferencia que surge en 1921 el Consejo Misionario Internacional (Lake Mohonk, EUA), y que luego se integrará al Consejo Mundial de las Iglesias en la Asamblea General de Nueva Delhi (1961).

2.3 Dos movimientos de la unidad cristiana

Otros dos movimientos fueron creados para fortalecer la aspiración ecuménica manifestada en Edimburgo: 1) Vida y Acción, que buscaba unir las Iglesias en proyectos de acción social. La inspiración fue del arzobispo luterano de Suecia, Nathan Soderblom (1866-1931), con la intención de unir las jerarquías eclesiásticas de los países que estaban en guerra. En 1920, Soderblom convocó una conferencia mundial con el nombre de Vida y Acción, que se realizó en Estocolmo en 1925, incluyendo cuestiones sociales como la economía, la moral, las relaciones internacionales, la educación cristiana, los métodos de cooperación y federación. No se trató de cuestiones dogmáticas, por entender que la “doctrina divina, la acción une”. En 1937 fue realizada una segunda conferencia en Oxford, reflexionado sobre Iglesia, Nación, Estado, condenando el fascismo y el Estado transformado en ídolo.

2) El segundo movimiento es Fe y Constitución, que surgió por iniciativa del Obispo anglicano Charles H. Brent (1862-1929) en la conferencia realizada en Lausanne en 1927, en la que se debatieron cuestiones doctrinales como la unidad, la evangelización, la naturaleza de la Iglesia, la confesión de la fe, el  ministerio, los sacramentos. Una segunda conferencia fue realizada en Edimburgo en 1937, que reflexionó sobre la gracia de Jesús Cristo, la Iglesia de Cristo y la Palabra de Dios, la comunión de los santos, la Iglesia, el ministerio y los sacramentos, la unidad de la Iglesia en la vida y en el culto.

2.4 El Consejo Mundial de las Iglesias

Los dos movimientos vistos anteriormente intentaron formar un consejo Mundial de Iglesias en una reunión en Utrecht en 1938. Pero, efectivamente, esto  sucedió en 1948 en Amsterdam.

El Consejo Mundial de Iglesias es el fruto más maduro de la aspiración por la superación de la división de los cristianos. Hoy, él está compuesto por 349 Iglesias de todas las tradiciones eclesiásticas, excepto el catolicismo, y busca mantener entre las Iglesias miembros un diálogo estable y proyectos de cooperación que fortalezcan las relaciones fraternales. La idea de un consejo de Iglesias se manifestó con frecuencia desde la Conferencia de Edimburgo (1910). Fue propuesta por el patriarcado de Constantinopla en 1920 como una “liga de Iglesias” y por los obispos anglicanos en la Conferencia Lambeth (1920), además del intento de los movimientos Vida y Acción y Fe y Constitución en Utrecht (1937). De este último, surgió el “Comité de los Catorce” que en 1938 se reunió nuevamente en Utrech y creó un comité provisorio para pensar la creación de un Consejo de Iglesias. Después de dos reuniones de este comité (Clarens en Suiza en 1938 y Saint-Germain en Francia en 1939), los trabajos fueron dificultados por la Guerra hasta que en 1948 se realizó la asamblea de la fundación del Consejo Mundial de Iglesias en Amsterdam, con la presencia de 147 iglesias.

El Consejo Mundial de Iglesias no es una “super Iglesia”, ni la Iglesia universal, ni la Una Sancta. No toma decisiones en nombre de las Iglesias y su teología no expresa una concepción particular de la Iglesia confesional, así como también las Iglesias no consideran relativas sus eclesiologías por su pertenencia al Consejo (Wisser´t Hooft, 278). Para ser miembro del Consejo es necesario aceptar la base doctrinal aprobada en la Asamblea en Nueva Delhi (1961):

El Consejo Mundial de las Iglesias es una asociación fraternal de las Iglesias que creen en Nuestro Señor Jesús Cristo como Dios y Salvador según las Escrituras y se esfuerzan por responder conjuntamente a su vocación común para la gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo (Nouvelle-Delhi, 1961, Rapport de la Troisième Assemblée – Delaxaus et Niestlé, Neuchâtel, 1962, 147-148).  

2.5 – Las asambleas del Consejo Mundial de las Iglesias

El Consejo Mundial de las Iglesias realiza sus actividades de muchas formas y a través de diferentes medios, como el Instituto Ecuménico de Bossey, la oficina del Consejo de New York, el departamento de comunicaciones, con sus boletines, revistas, libros y grabaciones en diferentes lenguas, así como la biblioteca que posee en su sede en Ginebra. Sin embargo, el trabajo de mayor articulación entre las Iglesias sucede en las Asambleas Generales, 10 ya fueron realizadas a lo largo de su historia. Ellas son:

1) Amsterdam 1948 – Participan 147 Iglesias de 44 países, el tema general fue El desorden del hombre y el designio de Dios; 2) Evanston, 1954 – participaron 162 Iglesias, tuvieron como tema general Cristo, única esperanza del mundo; 3) New Delhi, 1961, con la presencia de 198 Iglesias cristianas y el tema general Cristo, luz del mundo; 4) Upsala, 1968, con el tema Yo convierto en nuevas todas las cosas; 5) Nairobi, 1975, que contó con 286 Iglesias miembros y reflexionó sobre el tema Jesús Cristo libera y une; 6) Vancouver, 1983, que tuvo como tema general Jesús Cristo, vida de los mundos; 7) Camberra, 1991 de la que participaron 317 Iglesias y tuvo como tema general Ven, Espíritu Santo, renueva toda la creación; 8) Harare (Zimbawe), 1998, con el tema Buscar a Dios con la alegría de la esperanza; 9) Porto Alegre, 2006, con el tema Dios, en tu gracia se transforma el mundo; 10) Busan (Corea del Sur), 2013, con el tema Señor de la vida, condúcenos a la justicia y a la paz. 

3 – Las Iglesias y el movimiento ecuménico

Las diferentes tradiciones cristianas fueron integradas en el movimiento ecuménico desde sus orígenes. En las Asociaciones y en el movimiento misionero había representantes de prácticamente todas las Iglesias del protestantismo, del anglicanismo y de las tradiciones ortodoxas. Los cristianos protestantes fueron pioneros de las iniciativas ecuménicas. Entre ellos se destacan el metodista John Mott (1865-1955),  el luterano Nathan Soderblon 1866-1931, el reformado holandés Willem Adolf Visser ‘t Hooft (1901-1985),  los metodistas Philip Potter (1921) y Emílio Castro (1927-2013). Éstos, entre tantos otros, contribuyeron significativamente para que las Iglesias Luteranas, Reformadas y Metodistas adhiriesen al movimiento ecuménico desde sus orígenes.

Los anglicanos fueron impulsados al diálogo ecuménico por el Movimiento de Oxford (1833-1845) que buscaba recuperar las tradiciones primitivas del cristianismo, lo que favoreció mucho el diálogo con la Iglesia católica, principalmente, por los esfuerzos realizados por Henry Newmann (1801-1890). Este diálogo fue fortalecido por las Conversaciones de Malinas (1921- 1926),  junto con el padre Portal y el cardenal Mercier. La conferencia de Lambeth en 1920 presentó cuatro elementos fundamentales para la reconstitución de la unidad de la Iglesia: las Escrituras, el Símbolo de Niceia y de los Apóstoles, los sacramentos y los misterios. Con relación a los ortodoxos, aun en 1902, el patriarca Joaquín III de Constantinopla publicó una encíclica que incentivó  mucho al ecumenismo. En 1920, los doce metropólitas del Sínodo de Constantinopla también publicaron una carta encíclica proponiendo la creación de una “liga de Iglesias” y presentando elementos pastorales para eso.

La Iglesia católica tuvo dos posturas frente al movimiento ecuménico:

a) resistencia al diálogo: reiteradas veces las autoridades católicas recusaron la invitación para participar de las iniciativas ecuménicas. Entre ellas, en 1910, durante la Conferencia de Edimburgo; en 1925, cuando se crea el Movimiento Vida y Acción; en 1927, al crearse el movimiento Fe y Constitución; en 1948, en la asamblea de la fundación del Consejo Mundial de Iglesias. La primera vez que la Iglesia romana envió delegados oficiales a un encuentro ecuménico fue en 1961, en la asamblea del Consejo Mundial de Iglesias en Nueva Delhi;

b) Integración de la caminata ecuménica: la apertura para el ecumenismo en la Iglesia católica surge solamente a mediados del siglo XX, con la instrucción de Santo Oficio Ecclesia Catholica (conocida como De motione oecumenica) de 20/12/1949, que reconoce la importancia del movimiento ecuménico y presenta los criterios para los católicos que en ellos participaron. Se trata del primer pronunciamiento oficial de la Iglesia Católica y Romana que valoriza el movimiento ecuménico, entendiéndolo como una “inspiración de la gracia del Espíritu Santo”.

El camino de la Iglesia católica para el ecumenismo fue abierto en cinco direcciones:

1) En la teología: las primeras instituciones ecuménicas en el medio católico son encontradas en teólogos del siglo XIX, sobretodo en Johann Adam Möhler (1796-1838) y John Henry Newmann (1801-1890), quienes proponían una concepción de la unidad eclesial que supera la perspectiva institucionalista, juridicista y visibilista, propia de la eclesiología de la “sociedad perfecta” de entonces. Pero los esfuerzos más consecuentes surgen en el siglo XX, teniendo como marco la obra de Y.M.J.  Congar, Chrétiens Désunis. Principes d´un “oecuménisme” catholique (1937). En esa misma dirección se encuentran K. Rahner, H. urs Von Balthasar e J. Daniélou, solamente para citar a los que más influencia tuvieron en el Concilio del Vaticano II.

2) En la espiritualidad: el Papa León XIII, en su breve Providae Matris (1865),   recomendó una Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos en la primera semana del Pentecostés. En 1867, escribe la Carta Encíclica Divinum illud múnus  sobre el valor de la oración en el que se pide que el bien de la unidad de los cristianos pueda madurar. La Semana de Oración gana fuerza originalmente en el medio protestante y anglicano a partir de 1908. Cuando la Society of the Atonement se transformó en miembro de la Iglesia católica, el Papa Pío X concede en 1909 la bendición oficial a la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos en el mes de Enero. Sin embargo, fue Benito XV quien la introdujo de manera definitiva en la Iglesia católica. En 1937, el padre Paul Couturier (1881-1953),  junto con Paul Wattson (1863-1940),  fortalecieron aun más la Semana de Oración por la Unidad, integrando decididamente las comunidades católicas. Es significativo el hecho de que el papa Juan XXIII haya anunciado la realización del Concilio del Vaticano II el día 25 de enero de 1959, finalizando la Semana de la Oración por la unidad de los cristianos.

3) En la creación de los organismos ecuménicos: el monje benedictino Lambert Beauduin (1873-1960), fundó en 1925 los “monjes de la unión” en Bélgica y en 1939 la revista  Irenikon, aun hoy una de las principales publicaciones en los medios ecuménicos. Una serie de otros organismos ecuménicos fueron surgiendo por iniciativa de los católicos romanos, como el Centro Istina (Paris), el movimiento Una Sancta (Alemania) y el Centro Pro Unione (Roma).

4) En la búsqueda del diálogo estable: entre los años 1921 y 1925, un grupo de teólogos anglicanos y católicos romanos desarrollaron conversaciones doctrinales (Malines) de fundamental importancia para la unidad de las dos Iglesias.

5) En la acción social: los cristianos de diferentes Iglesias se solidarizaron con los esfuerzos por la promoción humana, sobre todo durante los dos grandes conflictos mundiales.

4 El ecumenismo en el Concilio del Vaticano II

El Concilio del Vaticano II (1962-1965) tuvo como uno de sus principales objetivos promover la unidad de los cristianos (Unitatis redintegratio, n. 1).  En la intención del papa Juan XXIII, el ecumenismo no es un tema de segunda importancia, sino uno de los elementos que configuran la Iglesia a conciliar en su ser y en su accionar. Y para fortalecerse como un objetivo del Concilio Vaticano II, el ecumenismo se aproxima a la teología, a la espiritualidad, a la eclesiología, a la misiología del concilio. Esto se convirtió en una perspectiva de discusión de los padres conciliares en prácticamente todos los 16 documentos conclusivos del concilio, teniendo como pasajes más significativos: LG 8.13.15; CD 16; OT 16; DV 22; AA 27; GS 92; PO 9; AG 6.15.29.36.39.

El Vaticano II fue un hecho ecuménico. Así lo mostraron sus objetivos, la explicación de las dimensión ecuménica de las diferentes temáticas del concilio, la presencia de los observadores cristianos no católicos romanos en la Asamblea de los padres conciliares  [1]. La publicación del Decreto sobre el Ecumenismo, Unitatis Redintegratio, el 21 de noviembre de 1964, fue la mayor expresión de la convicción ecuménica de la Iglesia conciliar.

4.1 El Decreto Unitatis redintegratio

El Decreto sobre el De oecumenismo fue tratado en los tres períodos del concilio, lo cual sirvió como actualización ecuménica a los padres conciliares, posibilitando el documento final en tres capítulos: principios del ecumenismo (cap. I), la práctica del ecumenismo (cap. II) y la relación con las tradiciones eclesiales de Oriente y de Occidente considerando las especificidades de cada una (Cap. III)

El Decreto entiende que la división de los cristianos “contradice abiertamente la voluntad de Cristo”, es un “escándalo” y perjudica la prédica del Evangelio (UR 1). Para cambiar esta realidad surge el movimiento ecuménico, por moción del Espíritu Santo, como una “divina vocación” y “gracia” a todo los cristianos. Dentro de los principios que orientan la acción ecuménica, el concilio destaca: el entendimiento de que la Iglesia de Cristo es una y única, pues siendo Cristo uno solo, una sola también es la comunidad que Él quiere para todos sus discípulos (Jo 17,21); la unidad cristiana es significada y realizada en la Eucaristía. Tiene como principio el Espíritu Santo y como modelo a la Trinidad; es vivida en una sola fe, en un mismo culto y en la fraternal concordia; y se organiza en la historia de la fidelidad a los Doce, teniendo a Pedro al frente (UR 2).  Es reconocida la eclesialidad de las Iglesias oriundas en las reformas de los siglos XVI-XVIII, conferida por los elementos o bienes de la Iglesia de Cristo en ellas presente, como la Palabra de Dios, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad (UR 3. LG 15). Por esos elementos, “El Espíritu de Cristo no niega servirse de ellas como medios de salvación” (UR 3).   

En las orientaciones prácticas para la acción ecuménica, el Decreto destaca: los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que separan a los cristianos (UR 4). Y enfatiza que: el ecumenismo debe interesar a todos, fieles y pastores (UR 5); él posibilita la renovación de la Iglesia y la fidelidad a su propia vocación (UR 6); exige la conversión del corazón y de la mente, la humildad y la generosidad de los unos con los otros (UR 7);  se fortalece la oración común, “alma de todo el movimiento ecuménico” (UR 8); es fundamental el conocimiento mutuo, a través del estudio de las doctrinas, espiritualidades y costumbres de las tradiciones eclesiales (UR 9), bien como la formación ecuménica (UR 10); proponen un método de exposición de la doctrina que considere la jerarquía de las verdades (UR 11); incentiva la cooperación de las iglesias en la acción social (UR 12).

4.2 El Directorio ecuménico 

A partir de las orientaciones ecuménicas del Concilio del Vaticano II, el entonces Secretariado para la Unidad de los Cristianos creó normas y criterios para la actuación ecuménica de los cristianos católicos. El principal documento es el Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, publicado en etapas en 1967, tratando de las comisiones ecuménicas diocesanas y nacionales, el mutuo reconocimiento del bautismo y de la comunión en las cosas espirituales; en 1970, presentando los principios y la práctica ecuménica en la formación de los colegios, universidades y seminarios; y en 1993, actualizando los cambios ocurridos en el Código del Derecho Canónico (1983).

El Directorio ecuménico tiende a “proveer normas generales universalmente aplicables para orientar la participación católica en la actividad ecuménica” (n. 7). Está compuesto por cinco capítulos: las razones de la búsqueda de la unidad de los cristianos; la organización del servicio de la unidad en el interior de la Iglesia romana; la formación para el ecumenismo; la comunión de la vida y de la actividad espiritual entre los bautizados; y de la cooperación ecuménica, el diálogo y el testimonio común. Estos temas son presentados a la luz del Concilio, buscando “reforzar las estructuras que fueron ya preparadas para mantener y orientar la actividad ecuménica a todos los niveles de la Iglesia” (n. 6).

4.3 Las estructuras ecuménicas

La realización del ideal de la unidad exige condiciones estructurales que posibiliten su concreción, destacándose:

a) El consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos

El día 5 de junio de 1960, el papa Juan XXIII instituyó el Secretariado para la Unidad de los Cristianos para ayudar a la Iglesia católica a mejorar la integración en el movimiento ecuménico, contribuyendo para que todos los cristianos encuentren “más fácilmente la ruta para alcanzar aquella unidad por la cual Cristo rezó”. La actuación del Secretariado fue fundamental para colocar al ecumenismo en el foco del Concilio. Él fue el responsable por las conversaciones con las Iglesias para que enviasen sus representantes al Concilio y para que también enviasen sus observaciones sobre los temas a ser estudiados. A él cupo la responsabilidad de los documentos promulgados por el Concilio sobre ecumenismo, libertad religiosa (Dignitatis Humanae), relaciones de la Iglesia con las religiones (Nostra Aetate) y divina revelación (Dei Verbum), éste último preparado conjuntamente con una comisión teológica. El Secretariado fue también responsable por las relaciones religiosas de la Santa Sé con los hebreos, creando el comité internacional de relaciones entre católicos y hebreos. Después del Concilio, el 3 de enero de 1966, el papa Pablo VI confirmó el Secretariado como institución permanente de la Curia Romana, especificando su estructura y competencias. Este organismo continúa como el responsable, en el ámbito universal, por la orientación ecuménica de los cristianos católicos y la articulación del diálogo de la Iglesia católica con las otras Iglesias y organizaciones ecuménicas. En 1989, el papa Juan Pablo II reestructuró la Secretaría dándole el nombre de Consejo Pontífice para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.

b) las comisiones de diálogo bilateral y multilateral

A partir de las relaciones oficiales establecidas con las Iglesias se formaron comisiones (bilaterales y multilaterales) de diálogo con organismos representantes de las más diferentes tradiciones eclesiales. En nuestros días, se consolidó a nivel nacional e internacional, una vasta red de diálogos bilaterales y multilaterales involucrando a casi todas las Iglesias. Estos diálogos fueron oficiales, porque estaban autorizados por las respectivas autoridades eclesiásticas que nombraron delegados para tratar de cuestiones doctrinales, buscando superar las divergencias en la compresión y la vivencia de la Fe en el evangelio y en la iglesia. Actualmente, la Iglesia católica participa de 70 de los 120 Consejos de las Iglesias existentes en el mundo; en 14 Consejos Nacionales y en 3 de los 7 Consejos Regionales. Además de ello, compone 16 comisiones de diálogo bilateral tratando de las más variadas cuestiones, como autoridad en la Iglesia, Eucaristía, ministerios, eclesiología, etc[2].

c) Las comisiones nacionales y diocesanas para el ecumenismo

Para que las orientaciones ecuménicas del Vaticano II lleguen a las Iglesias diocesanas y a las comunidades parroquiales, el Concilio del Vaticano II confió el trabajo ecuménico especialmente “a los Obispos de todo el mundo, para que promuevan y orienten con discernimiento”. Esta directiva, muchas veces aplicada individualmente por los Obispos por Sínodos de las Iglesias Orientales Católicas o por Conferencias Episcopales, fue incluida en los Códigos de Derecho Canónico (can. 755). Sin embargo, se orienta para que en cada conferencia episcopal exista alguna organización, comisión o sector, que motive la recepción y vivencia de las orientaciones ecuménicas del Concilio. A ellos cabe incentivar para que también en las diócesis exista alguna estructura que motive la acción ecuménica de la Iglesia local, función desarrollada por el delegado, y una comisión diocesana para el ecumenismo  (Directorio, n. 44).

5 – El ecumenismo en América Latina

El punto de partida del movimiento ecuménico en América Latina puede ser encontrado en el descontento de los misioneros latinoamericanos con respecto a la forma como la Conferencia Misionaria realizada en Edimburgo (1910) desconsideró a América Latina dentro de sus preocupaciones. Ellos realizaron una reunión en New York (1913) donde fue creado un Comité de Cooperación para América Latina. El Comité realizó el Congreso de la Acción Cristiana en América Latina en Panamá (1916) – primer evento ecuménico latinoamericano – con el objetivo de comprender los desafíos para la misión en el continente de restablecer pistas de cooperación inter-eclesial. Otros congresos semejantes fueron realizados, como el de Montevideo (1925) y La Habana (1929), hasta llegar a la realización de varias Conferencias Evangélicas Latinoamericanas – CELA (Argentina, 1949; Perú, 1961, Buenos Aires, 1969, entre otras).

Esas Conferencias dejaron clara la necesidad de dar una expresión orgánica al anhelo de un mayor intercambio, cooperación y coordinación de las relaciones inter-eclesiales, lo que originó la Unidad Evangélica Latinoamericana – UNELAM (Campinas, 1969). Estas iniciativas posibilitaron el desarrollo de la conciencia ecuménica en una parte significativa del mundo evangélico latinoamericano, y luego se sintió la necesidad de que un nuevo organismo posibilitase la afirmación del proyecto ecuménico en la región, frente a los nuevos desafíos que emergían tanto en el interior de las iglesias como en la realidad social que se dio desde los años 70 del siglo XX. De esta forma, surgió el Consejo Latinoamericano de Iglesias – CLAI (Perú, 1982), principal organismo ecuménico en el ámbito evangélico del continente, en la actualidad constituido por aproximadamente 150 iglesias bautistas, congregacionales, episcopales, evangélicas unidas, luteranas, moravias, menonitas, metodistas, nazarenas, ortodoxas, pentecostales, presbiteranas, reformadas, valdenses, así como organismos cristianos especializados en áreas pastorales de la juventud, educación teológica, y educación cristiana, en 21 países de América Latina y el Caribe.

El CLAI tiene como objetivos principales: promover la unidad entre las Iglesias; apoyar la tarea evangelizadora de sus miembros; promover la reflexión y el diálogo sobre la misión y el testimonio cristiano en el continente. Así, el CLAI se propone como un espacio de encuentro, formación, diálogo, cooperación, incidencia pública y articulación, en relación a la sociedad civil y a los organismos multilaterales. Está estructurado en cinco Secretarías Regionales: México y Mesoamérica (Managua, Nicaragua), Caribe y Gran Colombia (Barranquilla, Colombia), Andina (Santiago, Chile); Río de la Plata (Buenos Aires, Argentina) y Brasil (Londrina).

Naturalmente, no son apenas las Iglesias evangélicas las que realizan el ecumenismo en América Latina. Las Iglesias anglicanas, ortodoxas y católica-romana también tienen sus organizaciones ecuménicas y también integran organismos ecuménicos con la presencia de Iglesias evangélicas en cada nación, siguiendo el ejemplo del Consejo Nacional de Iglesias Cristianas de Brasil – CONIC (1982). Se sitúan aquí, por ejemplo, el sector del ecumenismo en las conferencias episcopales de la Iglesia católica en cada país y el Departamento de Comunión Eclesial y el Diálogo del Consejo Episcopal Latinoamericano – CELAM (1955), que tiene la responsabilidad de promover el ecumenismo en los medios católicos en todo el continente.

6 – Frutos del ecumenismo

En sus 100 años de existencia, el movimiento ecuménico produjo significativos frutos en los esfuerzos de aproximación y unidad de las Iglesias, en los campos de la doctrina, de la pastoral, de la espiritualidad y de la cooperación en la acción social. Los cristianos separados ya no se consideran extraños, competidores o enemigos, sino “hermanos” y “hermanas”, un lenguaje desconocido hasta hace muy poco. En su encíclica sobre el ecumenismo, Ut Unum Sint (1995)  el papa Juan Pablo II afirma que es la “primera vez en la historia que la acción en prol de la unidad de los cristianos asume proporciones tan amplias y se extiende a un ámbito tan vasto” (UUS 41). El mismo papa reconoce como “frutos del diálogo”: la fraternidad reencontrada por el reconocimiento del único Bautismo y por la exigencia que Dios sea glorificado en su obra; la solidaridad en el servicio a la humanidad; convergencias en la palabra de Dios y en el culto divino; el aprecio mutuo de los bienes en las diferentes tradiciones eclesiales; el reconocimiento de que “aquello que une es más fuerte de lo que los divide” (UUS 20.41-49).

Estos frutos permiten estipular cinco aspectos de crecimiento en las relaciones ecuménicas: a) en las relaciones de los dirigentes de las iglesias, existe la localización de los puntos de encuentro y mutua búsqueda de acercamiento y diálogo; b) en el nivel teológico-doctrinal, se llegó a importantes convergencias y consensos sobre varios elementos de la fe cristiana y eclesial[3]; c) en las comunidades de los fieles, crece la convivencia entre cristianos de diferentes confesiones, venciendo prejuicios y hostilidades; d) en el campo pastoral, la cooperación ecuménica es una realidad en muchos ambientes; e) crece la sensibilidad ecuménica en la espiritualidad.

7 – Desafíos del  ecumenismo en la  actualidad

Aun permanecen serios desafíos que deben ser superados en el camino ecuménico. Se verifica en nuestros días poca disponibilidad al diálogo en muchas instancias de las Iglesias, mismo en las que proponen el ecumenismo dentro de sus documentos normativos. Existe una tendencia de recentramiento identitario de las iglesias provocado, por un lado, por el contexto plural que exige una redefinición de su ser y accionar; por el otro lado, por tensiones internas que tienden a fragilizar las convicciones ecuménicas. Aumenta la tensión entre el espíritu de apertura y diálogo y la necesidad de salvaguardar la propia identidad. En función de esto, en algunos ambientes los fieles se sienten obligados a caminar de una manera propia en el ecumenismo popular, a veces distanciándose de las orientaciones oficiales. Mientras que las estructuras eclesiales tienden a volverse en sí mismas, sintiéndose amenazadas por el dinamismo de las iniciativas ecuménicas populares. La consecuencia de esto es que las convicciones ecuménicas presentadas en los documentos y en los pronunciamientos oficiales de las Iglesias no se articulan con la vida concreta de las comunidades de los fieles.

De esta forma, hay un desencuentro entre el ecumenismo y la Iglesia, como si fueran realidades separadas o como si se tocaran apenas superficialmente. Esto se manifiesta en una sectorización del compromiso ecuménico, casi exclusivo a los ambientes oficialmente vinculados a las relaciones inter-eclesiales y no en la comunidad eclesial como un todo; en la carencia de estructuras, de personas y de recursos destinados al trabajo ecuménico; en la poca formación teológica y pastoral que priorice el diálogo de una manera de ser y de actuar de la Iglesia. Se suman a estos desafíos de la realidad social de división y de pluralidad del campo religioso; la intensa práctica del proselitismo, el fundamentalismo y el conservadorismo; la pérdida del sentido de pertenencia eclesial; la privatización de la práctica de la fe de los cristianos; el tránsito de los cristianos de una confesión para otra en la búsqueda de una experiencia religiosa satisfactoria; el hibridismo de los símbolos religiosos.

En suma, el status quaestionis de la división de los cristianos se configura actualmente en 6 principales horizontes:

1) Teología: las iglesias están divididas en la interpretación de los elementos que constituyen la naturaleza y el contenido de la fe cristiana como la doctrina de la gracia de los sacramentos, la naturaleza de la Iglesia y los ministerios, entre otros;

2) Estructuras eclesiales: las iglesias divergen tanto sobre los elementos estructurales de la Iglesia, así como también sobre la comprensión teológica que se tiene de ellos;

3) Espiritualidad: la comprensión de la fe y la vida eclesial son alimentadas por espiritualidades diferentes en el interior de cada tradición eclesial. Este hecho – que podría ser apenas una manifestación de la diversidad de actuación del Espíritu – en un contexto de división manifiesta tensiones y el alejamiento de una tradición eclesial en relación a las otras;

4) Pastoral: las divergencias en los tópicos anteriores lleva a las iglesias a que se dividan en lo relativo al contenido y al método de evangelización;

5) Ética: existen también divisiones en el horizonte de la ética y de las costumbres, en su origen, expresión y fundamentación teológica;

6) Cuestiones socio-políticas: no hay consenso entre las iglesias en la comprensión de la sociedad y el modo de situarse en los conflictos que en ella ocurren.

Elias Wolff, PUC PR, Brasil. Texto original en portugués.

8 Referencias bibliográficas 

Conselho Pontifício para a Promoção da Unidade dos Cristãos, Diretório para a Aplicação dos Princípios e Normas sobre o Ecumenismo, Vozes, 1994.

Conselho Mundial de Igreja, Declaração de Toronto (1950).

_______ Nouvelle-Delhi, 1961, Rapport de la Troisième Assemblée – Delaxaus et Niestlé, Neuchâtel, 1962.

Gratieux, A., L´Amitié au servisse de l´union, Lord Halifax et l´abbé Portal. Bonne Presse, Paris, 1950.

João Paulo II, Ut Unum Sint, Paulinas, 1995.

Navarro, J.B., Para Compreender o Ecumenismo, Loyola, 1995, 121.

Rouse, R., Voluntary Movements in the Second Half-Century, in R. Rouse, St. Neill (eds.,) A History of the Ecumenical Movement (1517-1948), SPCK, Londres, 1967.

Thils, G., Historia Doctrinal del Movimiento Ecumenico, Ediciones Rialp, S.A., 1965.

  1. A. Wisser´t Hooft, Qu´est-ce que le Conseil Oecuménique des Église?, in: L´Église Universelle dans le dessein de Dieu. Delachaux et Niestlé, Neuchâtle, 1949.

________, The Genesis and Formation of the World Council of Churches, WCC, Genebra, 1982.

  Wolff, Elias, Caminhos do Ecumenismo no Brasil, Paulus, 2002.

________, A Unidade da Igreja, Paulus, 2007.

[1] Delegados de las Iglesias que participaron del Concilio: 1ª sesión: 49 delegados de 17 Iglesias; 2ª sesión: 66 delegados de 22 Iglesias; 3ª sesión: 76 delegados de 23 Iglesias; 4ª sesión: 103 delegados de 29 Iglesias. Cf., Pe. Ernesto Bravo, SJ, “Aspectos históricos do ecumenismo na América Latina”, in: Congreso Ibero Americano sobre la Nueva Evangelización y Ecumenismo. Varios, Gráficas Lormo, Madrid 1992, 99-110.

[2] Los resultados de los trabajos de las comisiones a nivel internacional, se encuentran en Enchiridion Oecumenicum, Bologna, EDB, vol. I, 1988; vol. III, 1995; vol. VII, 2006.

[3] Ejemplos: con los ortodoxos fue alcanzado un amplio consenso en la doctrina trinitaria (cristológica y pneumatológica); con la Comunión Anglicana avanza el diálogo sobre la autoridad en la Iglesia; con los metodistas, fue alcanzado un acuerdo sobre la tradición apostólica; con la Federación Luterana Mundial, fue alcanzado un “consenso diferenciado” sobre la doctrina de la justificación. En todas las Iglesias, se alcanzó un amplio consenso sobre la relación entre ecumenismo y misión.

Historia del cristianismo

Índice

1 Temas, procesos y períodos

2 Un relativismo saludable

3 Referencias bibliográficas

La historia del cristianismo es diferente de la eclesiología, la cual se refiere a la reflexión teológica sobre la Iglesia. Curiosamente, esta historia es un campo del saber común entre los creyentes y los no creyentes. Los creyentes pueden producir historiografía del cristianismo, desde que tengan rigor en el método y no se dejen llevar por los impulsos apologéticos acríticos. Los no creyentes también pueden producirla, desde que tengan la cultura religiosa necesaria para entender esta creencia, afinidad con sus temas y el mismo rigor metodológico. Los creyentes pueden quedar perplejos frente a ciertas realidades del pasado cuando son conocidas con más profundidad. Pero si ellos acogen esta perplejidad, pueden superar ingenuidades y alcanzar una fe más madura. A su vez, los no creyentes pueden ir más allá del agnosticismo del sentido común, que no es raro que se base en simplificaciones sobre el pasado. Ambos pueden ampliar horizontes, creciendo en conocimiento y sabiduría.

Es en el transcurso de la historia que las personas y las colectividades, incluyendo a los cristianos y sus instituciones, se convierten en lo que son actualmente. Por eso, se puede aprender mucho con ella. Sin embargo, hoy no se considera rigorosamente a la historia como maestra, ya que ella no tiene un sentido unívoco como una profesora que enseña lecciones en el salón de clases. Hay muchas perspectivas posibles, que pueden ser igualmente válidas. Toda la historia siempre nace de las preguntas formuladas en el presente respecto del pasado. Sin interrogaciones no hay historia. Los diversos campos de la historia están íntimamente conectados. Por eso, la historia del cristianismo está ligada a la historia social, cultural y de las mentalidades.

1 Temas, procesos y períodos

A lo largo del siglo 20, la escritura de la historia experimentó cambios tanto en sus temas como en sus intereses. Fue orientándose a los grandes eventos, las biografías de las personalidades ilustres y crónicas políticas, con foco en los sujetos y los acontecimientos que más atraían la atención. Luego, le siguieron relatos sobre las estructuras de la vida cotidiana, como sociedades, personas comunes, economías, vida material y mentalidades. Temas como alimentación, vestuario, morada, transporte, vida privada, mujeres, infancia, miedo, seguridad y esperanza pasaron a ser interesantes para la historia. Este cambio de foco también afectó a la historia del cristianismo. Ésta última estuvo muy enfocada en la institución eclesiástica, los concilios ecuménicos, documentos papales, creación de obispados y hagiografías (vida de los santos).  Contribuyó para esto la auto-comprensión de la Iglesia como sociedad perfecta, una sociedad en la que no falta nada para ser completa. Prevaleció el componente institucional. Sin embargo, con el Concilio Vaticano II (1962-1965), que definió la Iglesia como pueblo de Dios, pasaron a tener más énfasis el laicado y el cristianismo vívido. Temas tales como religiosidad popular, asociaciones laicas y la recepción de los concilios en las iglesias locales ganaron destaque.

Los procesos de permanencias y cambios en las sociedades y civilizaciones ampliamente investigados por el historiador Fernand Braudel, también se aplican al cristianismo. Él desarrolló el concepto de “larga duración”. En el centro de la realidad social se encuentra una oposición viva, íntima, repetida incesantemente entre lo que cambia y lo que insiste en permanecer, una dialéctica de la duración (BRAUDEL, 1992a, p.41-78).  En los movimientos que afectan a la masa en la historia actual hay una fantástica herencia del pasado. Este movimiento no es una fuerza conciente, es de cierta forma inhumana, o una fuerza inconciente de la historia. El pasado, sobre todo, el pasado antiguo, invade el presente y de cierta manera toma cuenta de nuestras vidas. En gran parte, el presente es el objeto de un pasado que insiste en sobrevivir; el pasado, por sus reglas, diferencias y semejanzas, es la clave indispensable para cualquier comprensión seria del tiempo presente. En general, no hay cambios sociales rápidos, pues las propias revoluciones no son rupturas totales.

Una revolución tan profunda como la Francesa no cambió todo de un día para el otro. Los cambios siempre se articulan con realidades que permanecen. De la misma forma como las aguas de un río condenado a correr entre dos márgenes, pasando por islas, bancos de arena y obstáculos; el cambio es sorprendido por alguna trampa. Si ella consigue suprimir una parte considerable del pasado, es necesario que esta parte no tenga una resistencia demasiado fuerte, y que se desgaste a sí misma. El cambio adhiere al no cambio (a la persistencia), sigue sus debilidades y utiliza las líneas de menor resistencia. Al lado de las querellas y conflictos, hay compromisos, coexistencias y ajustes. En frecuentes divisiones entre lo que está a favor y en contra, existe, de un lado, lo que se mueve; y del otro, lo que insiste en quedarse en el mismo lugar (BRAUDEL, 1992b, p. 356-357).  En el cristianismo, las permanencia y los cambios están siempre presentes e interactuando mutuamente, ya sea oponiéndose o articulándose.

En la periodización de la historia del cristianismo, se puede adoptar la división en cuatro unidades de Hubert Jedin sobre la historia de la Iglesia:

1 – el cristianismo en la esfera cultural heleno-romana  (siglo I a VII);

2 – el cristianismo como fundamento de los pueblos cristianos occidentales (alrededor del 700 al 1300);

3 – la disolución del mundo cristiano occidental y el pasaje hacia la misión del mundo (1300 al 1750);

4 – el cristianismo en la era industrial (siglos 19 y 20).

Otra periodización semejante es la de Marcel Chappin:

1 – hasta el 400: un cristianismo alejado del mundo;

2 – Entre 400 y 1800: un cristianismo casi plenamente identificado con el mundo; que puede ser subdividido en:

a) 400-1000: dominan los imperadores y los reyes;

b) 1000-1500: domina el clero;

c) 1500-1800: domina el Estado absoluto;

3 – 1800-1960: cierto alejamiento frente al mundo que hostiliza la Iglesia, con el sueño del retorno a la situación anterior;

4 – Desde el Vaticano II en adelante: inserción en el mundo como una instancia crítica  (CHAPIN, 1999, p.127-128).

2 Un relativismo saludable

La mirada retrospectiva de la historia muestra las diferentes maneras de comprender un mismo concepto a lo largo del tiempo. La santidad, por ejemplo, es la fidelidad a Dios en el cumplimiento del Su Palabra. Fue entendida en el antiguo Israel como la estricta observación de la Ley de Moisés, incluyendo la abstención de la carne de los animales, reptiles y aves considerados impuros (Lev 20,25-26). En el Nuevo Testamento, la santidad es la vida en Cristo, accesible a todos los paganos convertidos, prescindiendo de aquella Ley. En la Edad Media, San Luis, rey de Francia, se lanzó en las cruzadas contra los moros en donde murió. San Ignacio de Loyola en el siglo 16 fue un feroz opositor de la Reforma Protestante, instando a los gobernantes a aplicar todas las leyes existentes contra las herejías, incluyendo la pena de muerte donde existiera esa posibilidad (Loyola, 1963, p. 877-884). El papa Juan XXIII, recientemente canonizado, afirmó la “altísima relevancia” de la Declaración Universal de los Derechos Humanos elaborada por las Naciones Unidas en 1948, conteniendo la libertad de Conciencia y la libertad religiosa (JOÃO XXIII,1963, nº141-144). Este Papa contrarió la enseñanza de mucho de sus predecesores. De todo esto queda claro que el espíritu genuino del Evangelio fue comprendido de forma diferente en cada una de las épocas.

La ciencia histórica permite superar el sentido común en lo que respecta a las cruzadas, la colonización, la inquisición y las guerras religiosas. El debido encuadramiento de las leyes, de las sociedades, de las mentalidades en sus respectivas épocas, evita un anacronismo perverso, un policiamiento ideológico del pasado y el linchamiento moral de los individuos. Para la teología, la historia es un “lugar teológico”, una fuente de conocimiento en este campo del saber. Según Yves Congar, la historia abre el camino hacia un “saludable relativismo”. Esto es algo bien diferente del escepticismo; es la debida percepción de la relatividad de lo que es efectivamente relativo, de modo de calificar como absoluto solamente aquello que verdaderamente lo es. Gracias a la historia se puede comprender la exacta proporción de las cosas, evitándose considerar como “la Tradición” aquello que pertenece al pasado, y que cambió más de una vez en el decorrer de los tiempos. Se puede enfrentar el drama de las muchas preocupaciones traídas por el surgimiento de las ideas y de las nuevas formas. Con la historia, es posible situarse mejor en el presente, con una consciencia más lúcida de lo que se desenlaza realmente, y del significado de las tensiones que se viven (CONGAR, 1970, p. 886-894).

La revelación bíblica en el nombre de Dios, Javé (Ex 3,14), significa “yo estaré allí con vosotros”. Dios es el Dios vivo, que se manifiesta en sus obras, en la historia que solo terminará cuando llegue el fin. Cristo no es solamente el Alfa, también es el Omega (Ap 1,8). Su verdad todavía está por realizarse. Hay algo de Su Palabra que no fue expresado, que no fue dicho. Para que sea dicho, se requiere la diversidad de la historia y de los pueblos, una diversidad que todavía no fue adquirida. La Palabra divina en gesto o expresiones, incluye una profundidad ilimitada. Es propuesta a los seres humanos en las diversas épocas y lugares, en las experiencias, en los problemas y en las culturas. La historia humana, con su novedad y su originalidad permanente, por un lado, reclama siempre una respuesta a las cuestiones todavía desconocidas y, del otro lado, contribuye con los medios de expresión que aun no existen (CONGAR, ibidem).  La plenitud de Cristo se manifiesta en el desarrollo de la historia y exige que la historia se revele. De allí surge la importancia de reconocer las “señales de los tiempos”, como enseña el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, 1965, nº44).

En la experiencia de los siglos pasados, los progresos científicos y las riquezas culturales de los diversos pueblos, es que se manifiesta la condición humana y se abren nuevos caminos hacia la verdad que también benefician a la Iglesia. Desde el inicio de su historia, la Iglesia formula el mensaje de Cristo por medio de los conceptos y de las lenguas de los pueblos, recurriendo inclusive al saber filosófico, con la finalidad de adaptar el Evangelio a la capacidad de comprensión de las personas y las exigencias de los sabios. Para el Concilio, esta manera adaptada de propagar el mensaje cristiano debe ser la ley de toda evangelización. De esta forma, en cada nación surge la posibilidad de exprimir este mensaje de su propia manera, fomentando un intercambio intenso entre la Iglesia y las diversas culturas de los pueblos. Para este intercambio, que se hace a lo largo de la historia, la Iglesia necesita de personas insertas en el mundo que conozcan bien el espíritu y el contenido de varias instituciones y saberes, sean ellos creyentes o no (idem).

El pueblo cristiano, especialmente sus pastores y teólogos, fueron exhortados a oír, discernir e interpretar los diferentes lenguajes y expresiones de los tiempos actuales, para juzgarlos a la luz de la palabra de Dios, con la ayuda del espíritu Santo, con el fin de que la Revelación divina pueda ser cada vez más íntimamente percibida, mejor comprendida y presentada de una manera conveniente. Como la Iglesia tiene aun estructura social visible, también puede ser enriquecida con la evolución de la vida social en la historia. Todos los que promueven el bien de la comunidad humana en diversos ámbitos también ayudan a la comunidad eclesial, en la medida en la que ésta depende de las realidades exteriores. El Concilio reconoce que en esto la Iglesia recibe la ayuda de todo el mundo. Además, ella se benefició mucho y puede aun beneficiarse, con la oposición de sus adversarios y perseguidores (idem). Esta rica interacción entre la Iglesia y el mundo en el transcurso del tiempo es un campo vasto de investigación y estudio para el historiador.

El saludable relativismo de Congar también nos habla de la mutabilidad de las formulaciones doctrinarias. Para él, la única manera de decir la misma cosa en un contexto que cambió es decirla de una manera diferente (CONGAR, 1984, p. 6). Esta misma idea es expresada por el Papa Juan XXIII, quien abre el Concilio proponiendo que la enseñanza de la Iglesia sea profundizada y expuesta de forma tal de responder a las exigencias de los tiempos actuales. Una cosa son las verdades contenidas en la doctrina, y otra es la formulación con la que son enunciadas, conservando el mismo sentido y alcance. Se debería atribuir mucha importancia a esta forma e insistir con paciencia en su elaboración  (JOÃO XXIII, 1962). El dogma y la historia siempre están íntimamente ligados. La formulación del dogma, la preservación y la profundización de su sentido, y las nuevas formas de su enunciación dependen de la historia y sus contextos.

Respecto a las personas involucradas en los dramas y los conflictos históricos les conviene mencionar la reflexión del cardenal Carlo M. Martini sobre el juicio divino. Él afirma que hay un “relativismo cristiano” que es entender todas las cosas en relación al  momento en que la historia será abiertamente juzgada. Entonces, las obras de los hombres aparecerán con su verdadero valor. El Señor será el juez de los corazones, y cada uno recibirá de él su debida alabanza. Ya no estará bajo los aplausos o abucheos, la aprobación o desaprobación de los otros. Será el Señor quien dará el último y definitivo criterio de realidad de este mundo. Se cumplirá el juzgamiento de la historia y se verá quién tenía razón. Muchas cosas se aclararán, se iluminarán y se pacificarán, para aquellos que todavía sufren en este mundo, que están dentro de la oscuridad, aun sin comprender el sentido de lo que les sucede. Es a partir de este momento culminante que la historia será juzgada por Dios, y que el ser humano será invitado a interpretar su pequeña historia de cada día. La historia no es un proceso infinito envuelto en sí mismo, sin sentido y desembocado en la nada. Es algo que Dios mismo reunirá, juzgará y pesará con la balanza de Su amor y de Su misericordia, pero también de Su justicia (MARTINI, 2005).

Estas consideraciones de Martini encuentran apoyo en la exhortación del apóstol Pablo: no juzgar antes de tiempo, esperar a que venga el Señor, pues él va aclarar todo lo que sucede en la oscuridad y va a manifestar las intenciones de los corazones. Entonces, cada uno habrá de recibir de Dios las alabanzas que les corresponda (1 Cor 4,5). Con este relativismo cristiano, se puede mirar con más serenidad los complejos acontecimientos del pasado y sus interrelaciones, sin el afán de apuntar quién tenía o no tenía razón.

De este modo, Martini llama con otro nombre el relativismo saludable, enfatizando la plena manifestación del absoluto en el fin de la historia. La debida percepción de lo que no es absoluto o intocable, es una tarea necesaria para los que desean mostrar la permanente actualidad del misterio cristiano, y transformarlo en algo creíble para la actual sociedad secularizada. El relativismo saludable es inevitable al admitir que la Iglesia se benefició mucho y, aun se puede beneficiar, con la oposición de sus adversarios.

Luis Correa Lima, SJ, PUC-Rio, Brasil. Texto original en portugués.

3 Referencias bibliográficas

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Para saber más

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Bioética

Índice

1 Origen e identidad de la bioética

2 Bioética Latinoamericana

3 Bioética y Teología

4 Bioética de las situaciones-límite de la vida humana

5 Bioética Clínica

6 Bioética Sanitarista

7 Bioética Ambiental (Eco-ética)

8 Referências bibliográficas

La bioética es una de las áreas del saber moral que ha tenido mayor incidencia en la sociedad actual debido a los desafíos éticos que presenta la gestión de vida, siempre más presente en las biotecnologías y sus dinámicas políticas y económicas. La Iglesia ha estado incluyendo la bioética en su discurso, teniendo como preocupación el respeto de la vida humana que está naciendo (técnicas de reproducción artificial, anticoncepción, aborto, criogénesis, estatuto del embrión humano) y la terminal (eutanasia, cuidados paliativos). Este interés ha levantado el desafío epistemológico de las interfaces entre la teología y la bioética. No se trata de formular una bioética teológica, sino de discutir el papel de la teología en el fórum interdisciplinar y secular de la bioética.

     1 Origen e identidad de la bioética

La palabra bioética nació en la perspectiva ecológica de Fritz Jahr (1927) y Van Renseleer Potter (1971), preocupados con la sobrevivencia de la vida en el planeta tierra, debido a las repercusiones del desarrollo tecnológico en el medio ambiente (eco-ética). En esa misma época (1974), André Hellegers estaba preocupado con la ética médica en el enfrentamiento de los desafíos de aplicación de las técnicas médicas en situaciones límites de la vida humana. Esto trajo como consecuencia una expansión de la ética hipocrática que se llamó Bioética. Así, desde su inicio la bioética tuvo dos orígenes: una ecológica y la otra más clínica. Esta segunda tuvo más éxito, porque era interesante para los hospitales y empresas biotecnológicas.

La bioética ecológica (eco-ética), aun cuando ha quedado olvidada en sus inicios, hoy ha adquirido más importancia. Otro factor central en el surgimiento de la bioética fue la reacción contra los abusos en las investigaciones clínicas con pacientes que fueron denunciados en un artículo de Henri Beecher (1966). Esta denuncia provocó la reacción de la opinión pública americana, obligando al gobierno a crear la “Comisión Belmont”, encargada de pensar la ética de la investigación médica. Después de cuatro años, fue publicado en 1978 el documento “Reporte Belmont” con tres principios éticos: respeto a las personas, beneficencia y justicia. Ellos fueron asumidos por Beauchamp y Childress como un esquema para la ética clínica en el célebre libro “Principios de Ética Biomédica” (1979), proponiendo la autonomía, beneficiencia, no maleficiencia y justicia como principios éticos de la clínica, originando el paradigma principalista que pasó a imperar en la bioética. Sin embargo, pensar que estos hechos son los responsables por el surgimiento de la bioética es quedarse en la superficie, porque su origen tiene causas mucho más profundas que encuentran sus raíces en dinámicas socioculturales y político-económicas de la gestión de vida que marcaron los siglos XIX y XX, los cuales fueron apuntados con mucha maestría por Foucault en sus análisis del biopoder. La bioética surge como hermenéutica crítica de estas dinámicas (JUNGES 2011).

     2 Bioética Latinoamericana

En América Latina la bioética fue asumiendo una perspectiva crítica y social en la discusión de los desafíos éticos de la salud y de la vida, formulando modelos epistemológicos más adecuados a esa realidad. La bioética principialista, importada a los ambientes médicos de nuestro continente, solucionaba los problemas en el paradigma de la autonomía, como si los dilemas morales se redujeran a la cuestión de recibir las informaciones necesarias para dar el consentimiento. De allí surge la centralidad y la importancia del consentimiento informado en la ecuación de los problemas éticos vinculados a la salud humana. Esta perspectiva no tiene en consideración las condiciones de vulnerabilidad de la salud en la que se encuentra la mayoría de la población del continente latinoamericano. Esta constatación lleva a proponer el paradigma de la vulnerabilidad como modelo para pensar las cuestiones éticas de la vida. El paradigma principialista de bioética no puede servir de directriz moral para la ecuación y la solución de los problemas. En el paradigma de la vulnerabilidad, los derechos humanos sirven de referencias éticas.  Las sociedades latinoamericanas asimétricas y desiguales no pueden valerse de la perspectiva política de la igualdad y la isonomía, propia de los países ricos donde los ciudadanos tienen consciencia y vigencia de sus derechos. Para éstos, la exigencia de los derechos se reduce a la defensa de la autonomía y de la iniciativa individual contra el poder del Estado. Donde no existe esta consciencia y vigencia plena, las personas sufren vulnerabilidades sociales específicas contra las cuales el Estado tiene el deber de protegerlas, asegurando derechos sociales prestativos. Dando forma a ese enfoque, se constituye la “Bioética de la Protección” como modelo epistemológico más adecuado para responder a las condiciones específicas y a los problemas concretos de América Latina (SCHRAMM 2006). Esa bioética pretende intervenir críticamente en las situaciones en que las poblaciones vulnerables a las condiciones sociales no son respetadas en su dignidad y sus derechos fundamentales no son cumplidos. Así, la bioética latinoamericana fue asumiendo la misma perspectiva de origen de la Teología de la Liberación: la opción para los pobres.

     3 Bioética y Teología

En los orígenes de la bioética estaban involucrados varios teólogos en función de su gran expertise en la argumentación ética y su compromiso en la discusión de los problemas éticos en el ámbito de la moral católica. Posteriormente hubo un movimiento de independencia de los bioeticistas en relación a los teólogos, acentuando la secularización y el pluralismo en la reflexión. Esto obligó a los teólogos a explicitar su contribución específica en un fórum de discusión, secular, interdisciplinar, plural y racional, sin argumentos de autoridad (CADORÉ 2000). El teólogo no tiene ningún protagonismo en el debate ni puede pretender dar la última palabra sobre determinado problema. En una igualdad de condiciones, su palabra tiene el mismo valor que cualquier otra interpretación. Él deberá ser capaz de situarse entre su tradición teológica y la situación concreta para la cual, junto con otros, intentará encontrar una solución. En las palabras de Juan Paulo II en Fides et Ratio (48,2), “a la parresia de la fe debe corresponder la audacia de la razón”, esto quiere decir que la afirmación  valiente y libre de la fe debe estar aliada a la búsqueda audaz y creativa de su comprensión para nuestros días. Para entender la relación entre bioética y teología es necesario comprender de lo que la bioética y tecnología están hablando (JUNGES 2006). Se puede desarrollar una bioética casuística propia de los comités que intentan encontrar caminos de solución para los casos clínicos o de investigación. Para formular estas conclusiones es necesario antes que nada sabiduría práctica en la línea de la frónesis aristotética, Por otro lado, no puede faltar en la bioética una perspectiva de hermenéutica crítica que reflexione sobre cuestiones de fondo, presupuestos y dinámicas biopolíticas implicadas en los problemas éticos. Si en el cotidiano es preciso sabiduría práctica y sentido de realismo, no puede faltar en el largo plazo, la hermenéutica crítica para una bioética de mayor aliento y consistencia. En esta segunda perspectiva la teología podrá desempeñar un papel importante para ayudar a reflexionar sobre concepciones de fondo implicadas en las soluciones concretas. Por lo tanto, la teología no puede querer ofrecer recetas prontas para los problemas concretos. La teología adecuada para este papel asume, para ello, la perspectiva pública. Es decir,  reflexiona teológicamente a partir de la fe en el espacio  público, secular y plural de la sociedad, una forma distinta de teología, de aquella otra más conocida, que confirma a los fieles en el espacio  confesional de la Iglesia.

Esta perspectiva pública de la teología puede ofrecer contribuciones importantes para la bioética en el sentido de ayudar a reflexionar y cuestionar sobre asuntos más profundos de la vida y la existencia humana, pues un simple abordaje pragmático de la bioética casuística no pretende ni consigue apuntar estas cuestiones. Por lo tanto, la teología no puede querer ofrecer recetas prontas ni colocarse al nivel moral de puede o no puede hacerse, típicos del enfoque jurídico. Su papel es levantar cuestiones de fondo y reflexionar críticamente. De lo contrario, como muy bien dice el Papa Francisco (2013), “nosotros no vamos a anunciar el evangelio, sino algunos puntos doctrinales y morales que derivan de ciertas opciones ideológicas” (EG 39). El papel fundamental de la teología en su dimensión pública es darles a los participantes del fórum de discusión, la opción de un frescor original, la novedad del evangelio al despertar y activar una sensibilidad ética más alineada con el respeto a la vida, desconstruyendo un uso ideológico del mensaje de la moral cristiana.

     4 Bioética de las situaciones-límite de la vida humana

Un ejemplo de la contribución sobre la reflexión de la teología es el alineamiento ético de las situaciones-límite del inicio y del fin de la vida, no tomando una posición moral jurídica de “se puede o no se puede”, pero sí conduciendo hacia una reflexión profunda sobre la cuestión ética central de los límites de la vida, cuando al inicio de la vida es necesario reflexionar sobre el estatuto del embrión. Según Bourguet (2002) esa cuestión se desdobla en dos: “el embrión es un individuo biológico de la especie humana”, visto desde la biología y, “siendo individuo, merece el respeto debido a una persona humana”, visto desde la ética. La negación de la individualidad biológica del embrión está vinculada a la asunción de los criterios de individualidad adulta y parámetros morfológicos ya ultrapasados. La individualidad no depende de un observador, pues no es posible fijar un momento a través de las señales externas, porque es un proceso continuo. Por lo tanto, no se puede definir el estatuto del embrión marcando un momento de individualización, a través de las señales externas morfológicas de la individualidad adulta, pues ella depende de un proceso generado por criterios genéticos. El individuo está definido por su genoma. Según Bourguet (2002), la propia aparición de los gemelos univitelinos no niega esta constelación, pues la primera individualidad no es negada, sino que de ella surge de una segunda, posibilitada por la pluripotencialidad, separada en el tiempo. Definida la individualidad biológica del embrión, surge la segunda cuestión: ese embrión merece el respeto debido a una persona. Aquí la persona no es una categoría ontológica, sino ética. Esto significa que la personalidad del embrión puede ser definida haciendo referencia a las reglas colectivas (orden jurídica) o en la perspectiva del agente moral (orden ética). La dificultad de la primera es que el embrión no es un alter ego que pueda participar del contrato social, aceptado como un igual a mí. No existe simetría, sino asimetría para la cual solo es adecuada la perspectiva ética. Se trata de la posición de un agente moral en relación al individuo humano, no igual a mí ni a otros sujetos. Según Levinas, para captar al otro como totalmente otro, es necesario despojar al ego de imponer condiciones para la definición del otro. La ética parte de la asimetría inicial y no de la simetría, típica situación en relación al embrión individuo biológico humano. Esto significa asumir el paradigma relacional, no el paradigma individualístico-liberal de los derechos de cada uno, para pensar la relación con el embrión. Según Kant, la humanidad es el criterio de evidencia que tiene la objetividad de la naturaleza para garantizar la moralidad del respeto. El respeto a la persona es coextensivo a todo aquel que es individuo humano, parte de la humanidad, no siendo permitido imponer condiciones para su definición. De esta manera, el embrión como individuo humano merece el respeto ético debido a una persona.

Si el paradigma relacional es asumido para pensar las situaciones límites del final de la vida: ¿cómo aparece el significado del proceso de morir? En la perspectiva individualístico-liberal (liberalismo), el momento de la muerte es objeto de decisión autónoma. Aquí es posible cuestionar cómo la muerte, momento de asunción de la totalidad existencial de un ser humano, puede ser objeto de una decisión siempre particular. No puede haber autonomía en una decisión de esa magnitud. Si el inicio de la vida se define por su procesualidad, no siendo posible determinar un momento, la muerte es igualmente un proceso en varias etapas (KÜBLER-ROSS 1981).

Ser autónomo (Autonomia moral) es volverse un sujeto de ese proceso, asumiendo en la perspectiva de la vivencia del sentido de la existencia como un todo y de las relaciones humanas que tejieron la vida. El proceso de morir es hacer las cuentas con la vida. Por eso, el sujeto moribundo precisa ser acompañado por diferentes terapeutas para que pueda superar sus dolores, recibir la solidariedad en la soledad y el sufrimiento, encontrando significado para este proceso. Viktor Frankl, señalaba que la seriedad y la densidad de una vida se revela en el sufrimiento, por su carácter catártico e interpelante. La teología cristiana -como otras religiones- tiene una larga experiencia en ofrecer recursos simbólicos y espirituales para enfrentar este momento. Pero la cultura postmoderna individualista-liberal no encuentra sentido en el sufrimiento ni en el querer enfrentar su carácter catártico e interpelante, prefiriendo interrumpir este proceso a través de la eutanasia. Esta reflexión ética-racional de la defensa de la dignidad del embrión y del moribundo es un ejemplo de como la teología puede actuar en el contexto secular de la bioética.

     6 Bioética Clínica

En la contemporaneidad, las relaciones entre médico y usuario son definidas éticamente a partir del paradigma de autonomía, como principio primordial de la bioética clínica, expresado en el consentimiento informado que es solicitado por el profesional para cualquier intervención en el cuerpo del paciente. Los principios de la beneficencia (proveer beneficios) y no maleficencia (no provocar daños) son definidos en su aplicabilidad a partir de la autonomía, existiendo un conflicto entre esos principios y su autonomía, la ponderación, en general, tiende a este último (BEAUCHAMP, CHILDRESS 2002). Es claro que el profesional no puede acceder a un pedido que va en contra de la ley jurídica ni aceptar una solicitación de intervención que ponga en peligro directamente la vida del paciente. La única posibilidad del verdadero conflicto ético en los principios se encuentra entre la autonomía (búsqueda individual de los bienes personales) y la justicia (distribución colectiva de recursos comunes), cuando existe una solicitación para el bien de la salud de un individuo que perjudique la adquisición de los recursos básicos para el colectivo. En general, los médicos tienen dificultad para ver este conflicto, porque piensan apenas en el bien de sus pacientes, difícilmente raciocinando a partir de la salud del colectivo (salud colectiva).

Para que los principios de la bioética no sean aplicados en la clínica de una manera mecánica, sin la consideración del contexto ni de la ponderación de las circunstancias, Jonsen, Siegler e Winslade (1998) proponen analizar éticamente un caso clínico, teniendo presente, por un lado, las indicaciones del médico y preferencias del paciente concernientes al caso y, por el otro lado, la calidad de vida del paciente en esta situación  determinada por  factores contextuales que están configurando el caso.

Estos cuatro datos posibilitan una aplicación más balanceada y ponderada de los principios de la bioética. Además, para analizar el caso es necesario considerar, más allá de los datos, las exigencias éticas que en él se manifiestan. Estas exigencias están siendo expresadas por diferentes modelos de lo ético, no excluyentes, pero complementarios entre sí: el utilitarismo que evalúa la acción por las consecuencias; el enfoque liberal que tiene como criterio los derechos subjetivos; la perspectiva kantiana que propone como exigencia máxima el respeto a la persona; el punto de vista rawlsiano de la justicia que tiene en cuenta la relación entre igualdad y diferencia para alcanzar la equidad; y el modelo aristotélico de la virtud que considera la moralidad a partir de las actitudes. En el análisis del caso clínico es bueno tener presente y evaluar todas las posibles exigencias éticas de actuar, no contradictorias entre sí. En el aspecto clínico, la teología es llamada a contribuir con los recursos simbólicos de la rica tradición cristiana concerniente al enfrentamiento del dolor y del sufrimiento.

     6 Bioética Sanitarista

Un principio ético fundamental para los sistemas de salud: no se puede cuidar de la salud individual sin preocuparse con la promoción de la salud colectiva, ni tampoco se protege universalmente la salud de las poblaciones sin un cuidado particular con la salud de los individuos. Este presupuesto es la base para cualquier política pública de la salud y de los desafíos éticos de la salud colectiva. A nivel colectivo se trata de la creación de las políticas públicas de la prevención de riesgos que protejan a las poblaciones de las condiciones socioculturales y político-económicas que vulneran su salud y las políticas de promoción de la salud, propiciadoras de espacios de sociabilidad que posibiliten la reproducción social de la vida. Por lo tanto, las políticas públicas velan por la protección de la salud de la población contra los riesgos y la construcción de las condiciones sociales que hacen efectivo el derecho a la salud del ciudadano como deber moral del Estado. Los principios éticos que pautan estas políticas y su concretización en un sistema colectivo de salud son: la universalidad del acceso (todos tienen derecho a la atención de sus necesidades),  la integridad de la atención (enfocado en las necesidades de la totalidad de la persona y ampliado por la red de atención en la búsqueda de la solución) y  la equidad en la distribución de los recursos presupuestarios, humanos y tecnológicos según las vulnerabilidades y necesidades diferenciadas de los grupos sociales. La realización de estos principios, base para la concretización del derecho a la salud y la protección contra las condiciones sociales de vulnerabilidad, sucede primordialmente en los Servicios de Atención Primaria de la Salud ( APS), puertas de entrada al sistema de salud, insertas en el territorio y en el contexto cultural de la población adscripta al equipo de salud y responsables por los cuidados primarios y longitudinales de los usuarios. Hacer efectivo el derecho individual y colectivo a la salud es una exigencia de la justicia social para cuya comprensión puede contribuir la reflexión teológica sobre la justicia del Reino.

     7 Bioética Ambiental (Eco-ética)

Martínez Alier (2009) señala tres tendencias de ambientalismo. El Ecoeficientismo Económico de la propuesta del desarrollo sustentable y de la economía verde que, sin cuestionar el actual sistema capitalista, ofrece soluciones para la crisis, vistas como eficientes, en coherencia con las dinámicas económicas de ese sistema, teniendo a la naturaleza como stock de los recursos. La perspectiva es antropocéntrica, centrada en los intereses de los seres humanos. Otra tendencia es el Culto a lo Silvestre, presente en muchas ONGs de ecología del primer mundo que defienden una visión museificada de la naturaleza, porque luchan por preservar ciertos ecosistemas como intocables sin presencia humana. Esa tendencia es biocéntrica, enfocada en los intereses de los seres vivos. Una tercera tendencia es el llamado Ecologismo Popular, típica de las poblaciones indígenas y campesinas de América Latina, que defienden la naturaleza como oikos, casa, lugar de supervivencia y reproducción social de la vida, no aceptando que ella sea reducida al stock de extracción de recursos, como sucede cuando grandes empresas petroleras, mineras y de agronegocios se instalan en sus territorios seculares de origen.

La lucha ambiental de estas poblaciones es acusada por sus gobernantes como contraria al progreso de sus países, cuando es necesario cuestionar qué tipo de desarrollo y para quién, pues esos pueblos originales defienden su ecosistema de sustentabilidad biosocial en integración con los otros seres vivos que la habitan. Ellos son mobilizados por una perspectiva ecocéntrica, único enfoque adecuado para la ética ecológica y para el enfrentamiento de la crisis ambiental. En este conflicto existe una visión antagónica e irreconciliable sobre la naturaleza: como stock de recursos para la extracción o como el ecosistema de supervivencia y sustentabilidad vital. Otra versión del ecologismo popular es el movimiento Justicia Ambiental (ACSELRAD, MELLO, BEZERRA 2008) que denuncia el descarte de los daños ambientales de los procesos económicos industriales, agrarios y gubernamentales en los territorios de poblaciones pobres que sufren las consecuencias negativas del actual metabolismo social de la economía globalizada.

La injusticia ambiental es el mecanismo por el cual las sociedades en pie de desigualdad económica y social destinan mayor carga de daños ambientales, como consecuencia del desarrollo, a las poblaciones marginales. Este enfoque del ecologismo popular, que concibe la naturaleza como ambiente de sustentabilidad ecosistémica, y que denuncia el metabolismo social del descarte de los daños ambientales de las poblaciones frágiles, puede ofrecer una perspectiva ecológica para repensar en otros moldes la tradicional teología de la creación (JUNGES 2001), concibiendo la naturaleza creada no como stock de recursos, sino como ecosistema vital para todos los seres vivos.

Roque Junges, SJ, Unisinos, Brasil. Texto original en portugués.

     8 Referências bibliográficas

ACSELRAD, H.; MELLO, C. C. A.; BEZERRA, G. N. O que é justiça ambiental. Rio de Janeiro: Garamond, 2008;

BEAUCHAMP T. L.; CHILDRESS, J. F. Principles of Biomedical Ethics. Oxford/New York: Oxford University Press, 1979.

BEAUCHAMP, T. L.; CHILDRESS, J. F. Princípios de Ética Biomédica. São Paulo: Loyola, 2002.

BEECHER, H. K. Ethics and Clinical Research. The New England Journal of Medicine, v.274, n.24, p.367-72. 1966.

BOURGUET, V. O ser em gestação. Reflexões bioéticas sobre o embrião humano. São Paulo: Loyola, 2002.

CADORÉ, B. Le théologien entre Bioéthique et Théologie. La Théologie comme méthode. Revue des Sciences Religieuses, v.74, p.114-29. 2000.

FRANCISCO. Evangelii Gaudium. Vaticano, 2013.

JAHR, F. Bioethik: eine Übersicht der Ethik und der Beziehung des Menschen mit Tieren und Pflanzen. Kosmos, Gesellschaft der Naturfreunde, v.24, p.21-32. , 1927.

JUNGES, J. R. Bioética Hermenêutica e Casuística. São Paulo: Loyola, 2006.

______. Ecologia e Criação. Resposta cristã à crise ambiental. São Paulo: Loyola, 2001.

______. O nascimento da bioética e a constituição do biopoder. Acta Bioethica, v.17, n.2, p.171-8. 2011.

JONSEN, A. R.; SIEGLER, M.; WINSLADE, W. J. Clinical Ethics. A Practical Approach to Ethical Decisions in Clinical Medicine. 4.ed. New York: McGraw Hill, 1998.

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MARTÍNEZ ALIER, J. O Ecologismo dos pobres. São Paulo: Contexto, 2009.

POTTER, V. R. Bioethics. Bridge to the Future. Englewood Cliffs: Prentice Hall, 1971.

SCHRAMM, R. F. Bioética sem universalidade? Justificação de uma Bioética Latino-americana e Caribenha de Proteção. In: GARRAFA, V.; KOTTOW, M.; SAADA, A. Bases conceituais da Bioética. Enfoque Latinoamericano. São Paulo: Gaia, 2006. p.143-57.

La experiencia de Dios

Índice

1 Consideraciones sobre la experiencia

2 El sentido de la vida, experiencia humana fundamental

3 Fe y experiencia del Misterio

4 Experiencia de Dios

5 Experiencia cristiana de Deus

6 Referencias bibliográficas

 1 Consideraciones sobre la experiencia

La palabra remite a la acción de ir hacia el exterior (ex), hacia las cosas, para buscar probar (per). Experimentar tiene el sentido del contacto con lo real. Las experiencias se basan en las percepciones sensoriales. Percibimos lo real con los sentidos para asirlo por la razón en el ejercicio de su actividad reflexiva e interpretativa.

Generalmente, bajo la influencia de la moderna subjetivación y la metodología de la experiencia, consideramos la experiencia como una actividad, un hacer del sujeto que – siendo fundamentalmente razón (cogito)- se dirige a lo real que es, dentro de esta perspectiva, objeto para conocer y dominar. Esta esquematización epistemológica representa una reducción del sentido de la experiencia que pasa a depender del método científico para poder ser comprobada. El concepto de experiencia será parte de la práctica del conocimiento y reducido al dominio de la naturaleza en beneficio de la vida humana.

Experimentar será, por lo tanto, la actividad de proponer experimentos que pasan a ser repetidos con el objetivo de llevar al sujeto hacia el conocimiento del “funcionamiento” de las cosas.

Sin embargo, la experiencia no es solamente hacer. Existe una dimensión pasiva de la experiencia que debe ser considerada. La experiencia es también un “sufrir”, ser afectado por los acontecimientos que nos marcan en contacto con lo real. “Percibimos con nuestros sentidos las acontecimientos que nos tocan, ellos nos marcan el cuerpo, penetran en las camadas inconscientes de nuestra alma y, verdaderamente, solamente una pequeña parte de ellas se vuelve conciente y es ‘adquirida’ por la razón en el ejercicio de su actividad reflexiva e interpretativa ” (MOLTMANN, 1998, p.32). La experiencia, como podemos entender a partir de la afirmación de Moltmann, no tiene apenas un sentido activo de medio/método que lleva al conocimiento de lo que es útil, sino que tiene también el sentido pasivo de algo que nos ocurre en la medida en que nos posicionamos en el mundo como seres de relación. “No soy yo quien hace la experiencia, sino que es ella la que hace algo en mí. Yo percibo con mis sentidos el suceso externo y observo en mí las alteraciones que él realiza ” (MOLTMANN, 1998, p.34). En relación con el mundo, con el otro y con lo trascendente, somos afectados, pero también somos transformados en nuestra manera de pensar, de sentir y de actuar. La experiencia aquí tiene sentido existencial como fuente de transformación.

Teniendo como referencia a Jean Mouroux, el teólogo Mario de França Miranda distingue tres tipos de experiencias: la empírica que es la cotidiana y acrítica, que proviene de las realidades inevitables de la vida concreta; la experimental que tiene como referencia el método científico; y la existencial que es “la experiencia personal del ser humano en el horizonte total de la realidad, donde vive y se realiza como hombre o mujer”. (FRANÇA MIRANDA, 1998, p.90). En este contexto de la comprensión de la experiencia podemos situar la experiencia de Dios, pues Dios no es objeto de experimentación metódica. La experiencia de Dios se refiere al sentido último de la vida.

2 El sentido de la vida, experiencia humana fundamental

El humano es un ser de sentido. Se distingue en el mundo cuando, en el medio de las determinaciones de la vida, se cuestiona a sí mismo. No se adapta a las imposiciones biológicas o sociales que vienen del exterior, se cuestiona a sí mismo. A diferencia de otros seres, el humano es un ser que no se restringe a esa condición de ser determinado por la naturaleza o por la historia. Se percibe como “fruto de lo que le es extraño”, se mira a sí mismo y se pregunta: ¿cuál es el sentido de todo esto? Es en este momento, reflexiona Karl Rahner, que nace el humano, el ser de trascendencia con la vocación de realizarse en el ejercicio de la libertad y la responsabilidad.

Al colocarse analíticamente en cuestión y abrirse para el horizonte ilimitado de semejante cuestionamiento, el hombre se trasciende a sí mismo, bien como a todas las dimensiones pensables de este análisis o de la auto-reconstrucción empírica de sí. Al hacerlo, se afirma como quien es más que la suma de estos componentes analizables de su realidad. Precisamente esa conciencia de sí, a través de ese enfrentamiento con la totalidad de todos sus condicionamientos y del hecho mismo de estar condicionado, evidencian que él es más de lo que la suma de sus factores . (RAHNER, 1989, p.43)

No obstante, como señala Rahner, esta consciencia de sí como totalidad abierta solamente se explica en la medida en que se considera que en su relación con el mundo, el humano se capta a sí mismo como parte de una realidad que lo trasciende, como un ser frente al Misterio. Esa realidad todo lo abarca, es infinito y densidad que se encuentra en lo más exterior y en lo más interno de todas las cosas, el Misterio “De donde” todo viene y “Para donde” todo va. El humano es, por lo tanto, sujeto y persona libre y responsable, en la medida de su apertura para ese Misterio Santo que confiere sentido a la vida.

Como ser abierto a la trascendencia, el humano consigue tener la experiencia de la libertad. La libertad no es un dato particular, sino el fruto de la experiencia transcendental de la subjetividad. “Mientras que el hombre por su trascendencia se encuentra en la apertura total, es también responsable de sí. Está entregado a sí no solamente cuando conoce, sino también cuando actúa. Y en esto de entregarse a sí mismo se percibe como responsable y libre. ” (RAHNER, 1989, p.50) La libertad transcendental es la responsabilidad última de la persona por sí misma y tiene los desafíos históricos como mediación. La responsabilidad y la libertad son experiencias del sujeto que se percibe como tal, como ente que -por su trascendencia- posee originaria e indisolublemente unidad y presencia de sí mismo frente al ser.

3 Fe y experiencia del Misterio

El humano, abierto al infinito actualiza la libertad en acción en la medida en que establece un compromiso vinculante con objetos, verdades y valores que derivan de esta experiencia de lo absoluto, que confiere sentido a la existencia en su nivel más fundamental. Asumidos, sin embargo, provisoriamente, en vista de las exigencias que la existencia humana tiene de objetos, de verdades y de valores absolutos, pero que no se encuentran disponibles en el nivel de la existencia histórica (cf. HAIGHT, 2004, p.36). La libertad presupone la fe.

La fe es central y nuclear, unifica, integra y articula los aspectos de la personalidad. No es adhesión ciega a un conjunto de fórmulas, sino “aquiescencia del intelecto y de la voluntad” del Absoluto que permite al humano ser sujeto y persona libre y responsable. Ella es una tendencia interna fundada en el surgir del absoluto pre-aprendido por nosotros en relación con la realidad. La fe orienta las decisiones fundamentales que implican el accionar. En el contexto de la conciencia histórica, la fe se funde con la esperanza. “(…) en la medida en que la fe también constituye la respuesta más íntima y más central de los seres humanos a la realidad, se debe percibir que, en un nivel más profundo, la fe y la esperanza son indistintamente la misma cosa.” (HAIGHT, 2004, p.40)

Por lo tanto, la fe es la libertad venida de la experiencia del Misterio Santo, de esa alteridad absoluta, del totalmente Otro que se nos revela, como señala Karl Rahner, al que llamamos Dios:

A este Misterio, que confiere un fundamento a cada realidad concreta y que abre un espacio y horizonte para cada conocimiento, yo lo llamo Dios. Él no precisa que estemos provocando su existencia sin cesar  (…). Cuando yo me sitúo en mi interior y callo, cuando permito que las muchas realidades concretas de mi vida se asienten en un Fundamento [Grund], cuando dejo que todas las preguntas se centralicen en la Pregunta, aquella que no puede ser respondida con las respuestas que son dadas a las preguntas concretas, sino que dejo que el Misterio infinito se exprese a sí mismo, entonces el Misterio está presente allí. (RAHNER apud: VORGRIMLER, 2006, p.12)

4 La Experiencia de Dios

Dios es el Misterio Santo que permite al humano conocerse como ser trascendente. Sin Dios, afirma Karl Rahner, no existiría para el humano la Totalidad y la realidad se reduciría a un conjunto de preocupaciones parciales. Sin Dios, el hombre quedaría inmerso en el mundo y en sí mismo y no se realizaría como ser de libertad y responsabilidad, sería apenas un animal ingenioso. (cf. RAHNER, 1989, p.65)

Al afirmarnos como sujetos y personas libres y responsables, fundados en este Absoluto que se ofrece y que nos abre a la trascendencia, afirmamos todo el tiempo, por analogía, al ser personal de Dios que es el fundamento de la persona que somos llamados a ser. El conocimiento de Dios como persona se da, sin embargo, cuando experimentamos en nuestra experiencia histórica a Dios que quiere encontrarse con nosotros y él se ha encontrado con nosotros en nuestras historias individuales, en lo profundo de nuestras conciencias, y en la totalidad de la historia humana (cf.  RAHNER, 1989, p.95). Cuando somos afectados por su presencia amorosa junto a nosotros, conocemos a Dios por su experiencia. Experiencia de Dios, como afirma Congar, es la percepción de la realidad de Dios que viene a nosotros y nos atrae a la comunión que tendrá como fruto del amor:

“Experiencia”: bajo este término entendemos la percepción de la realidad de Dios viniendo hasta nosotros, activo en nosotros y por nosotros, atrayéndonos en sí una comunión, una amistad, es decir, un ser uno para el otro. Está claro que todo esto va más allá de la visión, sin abolir la distancia en el orden del conocimiento del propio Dios, pero superándola en el plano de una presencia de Dios en nosotros como fin amado de nuestra vida: presencia que se vuelve sensible a través de las señales y en los efectos de paz, alegría, confianza, consolación, iluminación y todo aquello que acompaña al amor (…) En la oración, en la práctica de los sacramentos de fe, en la vida de la Iglesia, en el amor de Dios y del prójimo, recibimos la experiencia de una presencia y de una acción de Dios llamándonos, así como también en las señales que nos son mostradas (CONGAR, 2005, p.13-14).

La experiencia de la proximidad inmediata de Dios es, por lo tanto, siempre mediada por la relación con el mundo y con los otros, una vez que Dios está en todas partes, pues es quien todo lo fundamenta. Todo lo que en nuestra experiencia histórica nos abre al Misterio, que desde siempre se nos ofrece para que podamos realizarnos como seres de libertad y responsabilidad, es para nosotros la experiencia de Dios. E. Schillebeeckx (1994) considera que “Dios se sitúa más allá de todos los nombres e imágenes”, porque él es “de forma inminente y divina no descriptible para nosotros, todo lo que se puede encontrar de bien, de verdadero y de bello en el mundo de los hombres y de su historia” (p.107)

5 La Experiencia cristiana de Deus

Para la tradición cristiana, la experiencia de Dios se da plenamente al oir la Palabra de aquellos que testimoniaron el misterio de la presencia de Dios encarnado en Jesús de Nazareth. Quien ve a Jesús, ve al Padre, proclama la comunidad de los cristianos. Él es la luz del mundo porque revela el Misterio Santo frente al que estamos, es un Dios personal y amoroso que nos llama a ser hijos. Jesús es luz que con su vida revela el camino para el encuentro con el Padre.

La escena del bautismo de Jesús es un relato que dice mucho sobre la relación de Jesús con Dios. Los evangelios afirman que saliendo de las aguas del Jordán, Jesús vivirá una doble experiencia: descubrirse a sí mismo como Hijo muy querido y sentirse lleno de su Espíritu.

En las márgenes del Jordán, Dios no se mostrará frente a Jesús como un misterio insondable, un Dios todo poderoso, sino como el Padre de amor infinito y de inmensa misericordia:  “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11). El texto habla del placer de Dios frente a Jesús que al responder dice “Abbá”. Este nombre expresa su confianza y disponibilidad total a Dios.

Jesús transpira esta confianza durante toda su vida, Jesús vive abandonándose en Dios, Todo lo hace motivado por esta gratitud genuina, pura, espontánea, de confianza en su Padre. Busca su voluntad sin recelos, ni cálculos, ni estrategias. No se apoya en la religión del tiempo ni en la doctrina de los escribas; su fuerza y su seguridad no provienen de las Escrituras y las tradiciones de Israel. Nacen del Padre. Su confianza hace de él un ser libre de costumbres, tradiciones o modelos rígidos; su fidelidad al Padre lo hace actuar de manera creativa, innovadora y audaz. Su fe es absoluta (PAGOLA, J.A., Jesus: aproximação histórica, 2010, p.372)

Al mismo tiempo en que se oye la voz que declara ser Él el Hijo Amado del Padre, el Espíritu desciende sobre él. En el relato de Mateo podemos leer: “y él vio al Espíritu de Dios descendiendo como una paloma y posando sobre él” (Mt 3, 16). Lleno del Espíritu de Dios, aquel que crea y sustenta, que cura, que vivifica y que santifica, Jesús se lanza a su misión.

Movido por la fuerza del Espíritu, Jesús se aproxima a los enfermos para curarlos, enfrenta los espíritus malignos sin miedo. Ungido por el Espíritu, va a “evangelizar a los pobres, proclama el perdón a los presos y a los ciegos la recuperación de la visión, restituye la libertad a los oprimidos y proclama el año de gracia del Señor” (cf. Lc 4, 18-19).

Jesús, lleno del Espíritu, se desvincula de la familia, deja su trabajo, y comienza a anunciar el “reino de Dios” que está llegando. Su mensaje es una invitación a la recepción del perdón salvador de Dios ofrecido a todos y no solamente a los bautizados en el Jordán. Para Jesús, el tiempo ya no es más el de la austeridad del desierto, sino que es el de la celebración festiva de la nueva vida querida por Dios para su pueblo. Proclama la misericordia de Dios de forma sensible y concreta, curando los enfermos, aliviando el dolor de las personas abandonas, bendiciendo y abrazando a los niños, haciendo sentir a todos la proximidad salvadora de Dios. Su lenguaje no será el lenguaje duro del desierto, sino la poesía que invita a mirar el mundo de una nueva manera (cf. PAGOLA, 2010, p.106).

La experiencia cristiana de Dios es el amor incondicional – Ágape o Caritas – que es ese vínculo de amor existente entre Dios-Padre y el Hijo, amor que trasborda en pasión por el mundo hasta llegar a la muerte en la Cruz. La cruz de Jesús revela que la transformación definitiva del mundo no se apoya en la venganza, sino en la confianza incondicional del proyecto de Dios todo Misericordioso que promueve el pasaje de la muerte para la resurrección. En Jesús, la cruz es un pasaje, pascua tiene sentido de salvación. Promueve la victoria definitiva contra el mal, que es fundamentalmente esconder la verdad con el objetivo de justificar la injusticia y la dominación. Aquel que pasó la vida haciendo el bien se entrega libremente a las fuerzas de la muerte, hace ver la culpa del mundo y nace un hombre nuevo totalmente liberado de una división humana. La venida del Hijo de Dios al infierno del sufrimiento promovido por la injusticia, revela el camino de la reconciliación que es el de la entrega de sí en pos del reinado del amor. Ágape es el amor de Dios transformando las posibilidades humanas de amar, dando condiciones para el establecimiento de un vínculo fundado en la gratitud, es amor oblativo, vivido en la seguridad de que la entrega de sí renueva la vida porque es a partir de esa entrega que brota la nueva vida, la resurrección.

Ceci M. C. Baptista Mariani, PUC Campinas, Brasil. Texto original portugués.

 6 Referencias bibliográficas

CONGAR, Yves. Revelação e experiência do Espírito. São Paulo: Paulinas, 2005. (Coleção Creio no Espírito Santo, n.1)

HAIGHT, Roger. Dinâmica da Teologia. São Paulo: Paulinas, 2004.

FRANÇA MIRANDA, Mário de. A experiência cristã e suas fontes históricas. In FABRI DOS ANJOS, Márcio (org.). Experiência religiosa: risco ou aventura? São Paulo: Paulinas, 1998.

MOLTMANN, Jürgen. O Espírito da vida: uma pneumatologia integral. Petrópolis: Vozes, 1998.

PAGOLA, José Antonio. Jesus: aproximação histórica. São Paulo: Ed.Loyola, 2010.

RAHNER, Karl. Curso Fundamental da Fé. São Paulo: Paulus, 1989.

SCHILLEBEECKX, Edward. História Humana: Revelação de Deus. São Paulo: Paulus, 1994.

VORGRIMLER, Herbert. Karl Rahner – experiência de Deus em sua vida e em seu pensamento. São Paulo: Paulinas, 2006.

Recepción judaica y cristiana de la Bíblia

Índice

1 El TANAJ desde el Exilio hasta nuestros días

2 Traducciones

2.1 La Biblia griega

2.2 Tárgum

3 El Talmud

4 La Biblia cristiana y su lectura no judía

4.1 Patrística

4.2 Edad Media

4.3 En la Modernidad

5 La reaproximación entre lectura judía y lectura cristiana

5.1 Vaticano II

5.2 El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia Cristiana

5.3 Verbum domini

6 Referencias bibliográficas

El surgimiento de la Biblia se dio a lo largo de varios siglos en lugares, tiempos y padrones literarios diferentes (cf. Heb 1,1). Tampoco fue recibida inmediatamente, sino gradualmente. La composición de los textos bíblicos forma parte de un proceso que tiene como principal marco histórico, la dominación extranjera sobre “el pueblo de la Alianza”. Fue para afirmar la propia identidad y evitar la disolución cultural en medio de las naciones extranjeras, que los descendientes hebreos emplearon el recurso de escribir sus experiencias con el Dios de sus antepasados, como testimonio de su fe para las generaciones posteriores.

1 El TANAJ desde el exilio hasta nuestros días

El establecimiento de la monarquía en el antiguo Israel (alrededor del 1013 A.C.) suscitó la presencia de los escribas (cf. 1Re 4,3) en la corte real como redactores de los documentos y de las crónicas anuales sobre las acciones de los reyes. Muchas informaciones de estos anales sirvieron de base para varios textos bíblicos posteriores (cf. 1Re 14,19 et passim). Después del cisma político (alrededor del 931 A.C.), el Reino del Norte sufrió varios golpes de estado, hasta que, en 722 A.C., los sirios tomaron la capital Samaria y mezclaron la población con las otras regiones de su imperio (cf. 2Re17). En el sur, sin embargo, se perpetuó el linaje de David en el comando político, hasta que la capital Jerusalén cayó bajo el poder de los babilonios.  Las elites políticas, religiosas e intelectuales del Reino de Judea fueron exiliadas hacia Babilonia a partir del 586 A.C. cuando Ciro, el rey de Persia, permitió que los judíos volvieran a Jerusalén y reconstruyeran la religión (DONNER, 1997, p. 433-443).

Durante el exilio babilónico y después de él, los judíos, tanto los exiliados como los que se quedaron en Judea, colocaron en forma de libro sus experiencias con Dios. Las tradiciones orales y litúrgicas tomaron cuerpo y sufrieron diversas redacciones hasta que terminaron en un corpus escrito integrado. Ese corpus pasó a ser concebido como TANAJ, un anacronismo de sus tres partes: Torah (Ley), Neviim (Profetas) y Ketuvim (Escritos). Se acepta comúnmente que Melitón (fallecido en 180 D.C.), obispo de Sardes (en Asia Menor), haya inventado la terminología Antiguo Testamento para llamar a los libros que el judaísmo llama de TANAJ (SKARSAUNE, 1996, p. 411-416).

La Torah también es llamada de Ley, Ley de Moisés y Pentateuco. Designa los cinco primeros libros de la Biblia y es considerada como las escrituras fundamentales de la fe judía, porque tratan de la elección, de la promesa y de la alianza de Dios con los patriarcas. Los Neviim o los Profetas cuentan los hechos que van desde la muerte de Moisés hasta la destrucción del Primer Templo por parte del imperio Babilónico e incluyen relatos de acontecimientos, profecías, exhortaciones, consolaciones y esperanzas de un futuro prometedor para el pueblo de la Alianza. Los Ketuvim, también llamados de Escritos, son educativos, hay oraciones, filosofías, cuentos edificantes, textos apocalípticos, canciones y lamentos de varios tipos, etc.

Luego después del exilo babilónico, la Biblia fue leída y estudiada en las sinagogas judías, aunque todavía no era lo que actualmente es. De acuerdo con la mayoría de los investigadores, la actual configuración está fechada después del año 70 de nuestra era, al final del proceso de recepción de estos textos y la consecuente fijación del conjunto de esas obras que constituyen el TANAJ. La destrucción del segundo Templo, en 70 D.C. fue uno de los principales catalizadores para la definición de los libros aceptados como sagrados (leídos en la liturgia de la sinagoga) y de los libros reservados a la lectura personal y no pública, debido a haber sido discutido el carácter sagrado de los mismos, como el Eclesiastés o el Cantar de los Cantares, y Ester, los cuales, después de una larga discusión, fueron finalmente aceptados como sagrados. Además de ellos, fue prohibida la lectura de algunos escritos por haber sido considerados como obras de grupos sectarios de judíos helenistas y seguidores de Jesús de Nazaret (BARTON, 1996, p. 67-83).

Al final del proceso de aceptación del TANAJ se buscaba afirmar la identidad del judaísmo y que sirviera como una medida preventiva contra los desvíos en la interpretación de la Torah. La aceptación final de los libros convirtió el judaísmo definitivamente en una religión de libro, porque es en este conjunto de obras reconocidamente inspiradas que el judío de cada época interpreta su experiencia de fe y su identidad como pueblo. La aceptación del TANAJ se configura como un factor de unidad entre los judíos esparcidos entre las naciones en todas las épocas.

2 Traducciones

2.1 La Biblia griega

Cuando los judíos estuvieron bajo el dominio heleno de los Tolomeos, cuya sede política era Alejandría en Egipto, el TANAJ, escrito originalmente en hebreo, fue traducido por los judíos de la diáspora helénica para el griego koiné (entre el año III y el siglo I A.C.). Esa versión griega, llamada Septuaginta (LXX), tuvo varios cambios en los títulos originales de los libros hebreos y en la forma en que fueron agrupados, los mismos fueron organizados en nuevas secciones así distribuidas: Pentateuco, Históricos, Hagiógrafo (del griego: escritos sagrados) y Profetas. Debido a los cambios en la lengua semita hacia un idioma indo-europeo, los traductores tuvieron que lidiar con dificultades en traducir los conceptos de una cultura para la otra, por lo tanto, muchas modificaciones fueron insertas también en los textos.

Como la LXX llevó muchos siglos para ser terminada, en cuanto el trabajo de traducción avanzaba, la lista de libros se expandía. Por eso, más allá de la traducción de aquellos libros que pertenecían al dominio judío del TANAJ, la versión griega también sumó otras obras originalmente escritas en griego.

El judaísmo rabínico (posterior al año 70 D.C., cuyo marco es la destrucción del segundo Templo), no recibió la Septuaginta como un texto adecuado para la lectura pública en la liturgia de la sinagoga. Varias razones fueron dadas para esto. En primer lugar, algunos errores de traducción fueron denunciados. En segundo lugar, los textos hebreos, en algunos casos (especialmente el libro de Daniel), utilizados por la Septuaginta diferían del texto hebraico declarado como sagrado y fijo. En tercer lugar, los rabinos querían distinguir la tradición genuinamente judía de la emergente confesada por los seguidores de Jesús. De hecho, las comunidades cristianas de los inicios, aceptaron ampliamente la LXX e hicieron de ella la Escritura Sagrada para fundamentar su fe. Finalmente, los rabinos alegaron autoridad divina sobre el hebreo, diferente del arameo o del griego, aun cuando esas lenguas se transformaron en el idioma de los judíos de aquella época. Mientras tanto, en la obras judías helenistas como Filón de Alejandría y Flavio Josefo, la LXX es considerada con el mismo valor que el texto hebreo. También fueron encontradas copias de la Septuaginta entre los manuscritos de Qumran en el mar Muerto: un testimonio del valor que tenía para los judíos de aquella época (WEVERS, 1996, p.87-90).

Alrededor del siglo II D.C., varios factores llevaron a la mayoría de los judíos a abandonar el uso la LXX. El principal de ellos fue la asociación la LXX con el cristianismo, convirtiéndola en sospechosa ante los ojos de las nuevas generaciones de judíos. De hecho, la mayor parte de los cristianos desconocía el hebreo, ya sea porque habían venido del judaísmo helenista o porque formaban parte de los paganos. Como la LXX era la única versión griega de las Escrituras, llegó a ser la Biblia del cristianismo primitivo, que estaba en aumento. Los escritores del Nuevo Testamento, al citar las escrituras judías utilizaban libremente la LXX, dando a entender que Jesús y los apóstoles la consideraban confiable. Durante las polémicas judeo-cristianas de los primeros siglos de nuestra era, se llegó inclusive a pensar que los judíos habían alterado el texto hebreo para convertirlo en algo diferente de la traducción griega en varios pasajes que eran fundamentales para los cristianos (WEVERS, 1996, p. 91).

2.2 Tárgum

Las sospechas que fueron levantadas contra la LXX, a causa de la vinculación a una religión en conflicto con el judaísmo de la época, puede haber contribuido para la más amplia utilización de la traducción aramea autorizada del TANAJ, denominada Tárgum

El Tárgum no era de hecho una traducción, sino que fue constituida como una paráfrasis con explicaciones y ampliaciones de los textos del TANAJ, realizadas por un intérprete autorizado, en el lenguaje común de los oyentes con el objetivo de actualizar el texto antiguo para las nuevas generaciones y los nuevos contextos históricos. Las principales modificaciones realizadas por el Tárgum tenían como objetivo evitar el antropomorfismo y dar preferencia a la alegoría para cuidar la trascendencia de Dios (RIBERA, 1994, 218-225).

El TANAJ fue recibido por el Tárgum con mucha libertad. Varias modificaciones fueron incluidas en el texto, porque no existió la pretensión de substituir el texto hebreo por el arameo. El texto hebreo continuó siendo leído públicamente en la sinagoga y después el Tárgum auxilió la comprensión del los oyentes, viendo que pocos conocían el hebreo.

Algunas tradiciones judías a partir de Babilonia aceptaron el Tárgum como la escritura de autoridad, o sea, como el texto sagrado junto con el TANAJ. Posteriormente, esto se transformó en objeto de debate. Solamente en el Yemen aun se utiliza el Tárgum en la liturgia de la sinagoga.

A pesar de todas las controversias en la recepción del Tárgum para definir su importancia y su uso, hoy es ampliamente admitido que la paráfrasis aramea es esencial para el estudio del TANAJ, aun cuando las comunidades judías no hablen más el arameo. El hecho de que el Tárgum nunca ha dejado de ser una fuente importante para la exégesis judía muestra su amplia aceptación como fuente importante de comentario del TANAJ. Varios manuscritos bíblicos medievales contienen el texto hebreo y el arameo interpolados versículo a versículo. Este hecho tiene sus raíces en la exigencia de la utilización del Tárgum para el estudio privado del TANAJ que es leído públicamente durante los sábados (RIBERA, 1994, p. 218-225).

3 El Talmud

El Talmud, una compilación de las discusiones de los rabinos sobre los diversos aspectos de la praxis judía, también toma una posición sobre la recepción de las Escrituras. Los comentarios rabínicos del TANAJ que componen el Talmud son presentados como la Torah oral dada por Moisés y transmitida a las generaciones siguientes (Avot 1,1). Es por esto que, el Talmud, como resultado de las tradiciones orales de varias generaciones de rabinos, es tenida con igual autoridad que el texto bíblico de la Torah.

En el Talmud de Babilonia, en el tratado sobre el Sanedrín, Sanhedrin90a, los rabinos discuten sobre quién participará o no del mundo venidero, del mundo regenerado. En estas discusiones se afirma, entre otras cosas, que estará excluido de este nuevo mundo todo aquel que no considere la Torah como divinamente inspirada. El Rabi Akiva acrecentó que esto sucedería también a quien lea el libro no canónico, o sea, uno de los libros que no ensucian las manos, i.e., que no dejan las manos manchadas por la sacralidad. Dada la importancia de Akiva y la polémica entre judíos y cristianos en los primeros siglos de la era común, esta postura más severa también fue incluida en el Talmud de Jerusalén, tratado Sanhedrin 10a e 28a.

Entre los libros que no ensucian las manos, el Eclesiástico Libro del Sirácida, recibió el tratamiento más excluyente en el Talmud, pues fue colocado entre las obras pertenecientes los minim o herejes (Tosefta Yadaim II, 13). A pesar de haber sido excluido del canon y de las prohibiciones con el que fue cercado, el libro del Sirácida permaneció popular entre los judíos y es citado frecuentemente en el Talmud (TREBOLLE BARRERA, 1993, p. 48-49; 141-150; 159-213).

Todo esto muestra la actitud paradoxal, presente en la compilación del Talmud, en relación a la recepción de las Escrituras. Por un lado, ciertas obras son muy útiles para fundamentar la praxis del judaísmo de los primeros siglos de la era común. Por otro lado, esas mismas obras, como el libro del Sirácida son igualmente fundamentales para justificar el cristianismo. Por lo tanto, ellas son usadas con frecuencia como dicta probantia por los rabinos y son, igualmente, declaradas prohibidas como libros de los herejes.

La posición de los compiladores del Talmud también no difiere mucho acerca de la LXX. Ellos tienen que enfrentar el hecho de que la versión griega existe y es ampliamente usada por los judíos, viendo que pocos aun dominan la lengua mater de los ancestros. Sin embargo, el Talmud no puede oficializar la aprobación de la versión griega del TANAJ por motivos ideológicos y históricos comprensibles dentro del contexto en el cual las tradiciones de los rabinos fueron compiladas.

La leyenda sobre el surgimiento de la LXX cuenta que el rey Tolemeo reunió setenta y dos ancianos y los colocó en setenta y dos salas separadas, sin decirles porque los había reunido. Después el rey habría dicho a cada uno de ellos en particular que tradujera la Torah de Moisés. Entonces, Dios los inspiró de forma tal que todos concibiesen la misma idea (Talmud de Babilonia, tratado Megilla 9a).

La LXX es un hecho. La leyenda tal como está en el Talmud trae una ambigüedad, afirma que ellos concibieron la misma idea pero no dice que la traducción sea buena. Para los rabinos compiladores del Talmud, la Torah jamás será traducida de forma adecuada.

Algunos textos rabínicos ven a la traducción como un proceso esencialmente problemático y consideran las tentativas de realizarlo como algo escandaloso. Íntimamente vinculado a esto se encuentra la cuestión de la precisión del texto bíblico recibido y transmitido por los rabinos, en relación a las traducciones de las Escrituras, las cuales pueden, a veces, reflejar diferentes versiones de los textos en el idioma hebreo original. Esto levanta cuestiones urgentes para la teología rabínica, siendo que después de la destrucción del Templo los rabinos no apenas eligieron los libros sagrados, sino también el texto hebraico que mejor servía para comprobar la autenticidad a sus tradiciones en el momento de las polémicas que estaban viviendo (TOV, 1999, p. 1-20).

En cuento al Tárgum, el Talmud se preocupó antes que más nada en dejar bien en claro que el texto bíblico y su traducción eran cosas bien diferentes, siendo bien distinto el valor de cada uno. La legislación del Talmud al respecto del Tárgum va a mantener principalmente esta distinción: el lector y el traductor (meTárgumen, intérprete) no pueden ser el mismo (Talmud da Babilonia, tratado Sotah 39b) y el texto bíblico tiene que ser leído, mientras que la traducción debe ser realizada de memoria (Talmud de Jerusalén, tratado Megilla74d).

A pesar de esto, aunque la traducción (el Tárgum) esté claramente subordinada al texto bíblico, ella permite, al mismo tiempo, dar a conocer la correcta interpretación del mismo, actualizándolo y aun hasta cambiándole el significado. De esta forma, se mantiene intocable el texto hebreo considerado sagrado y, al mismo tiempo, lo actualiza para que responda a los nuevos desafíos sin la necesidad de modificar el texto.

Cuando el Tárgum fue escrito, junto con las funciones de la traducción y de la actualización, desempeñó también el papel de instrumento de estudio del texto bíblico dentro del sistema educativo rabínico, lo que se convirtió en su función primaria hasta los días de hoy. (PÉREZ, 1996, p. 533-562).

4 La Biblia cristiana y su lectura no judía

Durante los siglos I-VI, los judíos cristianos enfrentaron muchos problemas con la sinagoga y tuvieron que justificar su fe buscando en las Escrituras pasajes que los ayudasen a releer la vida de Jesús. Este tipo de lectura bíblica se configuró como:

– tipológica: los pasajes del Antiguo Testamento serían figuras y tipos de acciones mesiánicas de Cristo, por ejemplo, Mt 16,4; Lc 11,29.

– alegórica: prevaleció el símbolo más que la interpretación literal o histórica, por ejemplo, Gl 4,22-28.

– cristológica: el misterio de la salvación tiene su único eje en Cristo, por ejemplo, Lc 24,25-27 (GILBERT, 1995, 65-126).

4.1 Patrística

Los Padres Apostólicos buscaban fundamentar en la Biblia sus doctrinas, las cuales tenían un cuño pastoral. Los Apologetas estaban rodeados de polémicas provocadas por los paganos y por los judíos. Su acceso a la Biblia tenía como objetivo: rechazar calumnias contra los cristianos; luchar contra las costumbres y hábitos, mitos y ritos judíos y paganos; defender como verdaderas las doctrinas de los cristianos y rechazar las lecturas judías y paganas que podría contraponerse al cristianismo (SÁNCHEZ, 1996, 58-62).

Durante el período patrístico, la recepción de la Biblia se hizo efectiva a partir del sentido “histórico”, moral y alegórico. En esta perspectiva, “Histórico” significa que cada acontecimiento habla de Jesús, por lo tanto las Escrituras Hebreas hablaban específicamente de Cristo y de su Iglesia.

4.2 Edad Media

Además de los sentidos conocidos hasta ese momento (literal, histórico, alegórico, moral) en la Edad Media fue utilizado también el anagógico, sentido místico que elevaba al cristiano hasta las realidades celestiales. Como muchos eran iletrados y no podían tener acceso a la Biblia, fue incentivada la representación de escenas bíblicas a través de la pintura. A la predicación encajaría entonces la misión de dar la explicación de estas representaciones. Se fundó una catequesis a través de la imagen, ofreciendo una conciencia limitada de la Biblia representada sin las dificultades, contradicciones, diferencias, incoherencias del texto bíblico. A pesar de esto, la Biblia fue la fuente de todo conocimiento en la Edad Media, aun cuando el acceso a la misma estaba restricto a pocas personas (SÁNCHEZ, 1996, p. 62-63, GILBERT, 1995, p. 127-134).

4.3 En la Modernidad

Con la invención de la imprenta, la Biblia se transformó en un libro accesible para quien deseara y pudiera poseerlo. El texto que antes estaba oculto a los ojos de la mayoría, luego comenzó a revelar su dificultad, provocando dudas, críticas y las más diversas interpretaciones. Así, el sentido literal, anteriormente no muy importante, pasó a ocupar una primacía. Lutero proclama “solo la Escritura”, relativizando toda la interpretación realizada hasta entonces. Y, por último, los Reformadores piden la vuelta a la verdad hebraica. A partir de entonces comenzó un estudio crítico de las Escrituras, pero la verdad hebraica, tan proclamada, todavía no era una reaproximación a la lectura judía de las escrituras. La Biblia era todavía recibida sin tener en cuenta sus raíces más profundas.

5 La reaproximación entre lectura judía y lectura cristiana

La consideración de las raíces hebreas de las Escrituras y la reaproximación entre la lectura judía y la lectura cristiana tuvo su inicio entre los católicos cuando en 1943, el Papa Pío XII, escribió la encíclica Divino Afflante Spiritu sobre el modo más oportuno de promover los estudios de las Sagradas Escrituras. En ese documento, Pío XII pide que la Biblia ocupe un lugar central en la teología y en la vida de los fieles. Afirma la importancia del conocimiento sobre el hagiógrafo, el género literario, la historia, las antigüedades etc.

Un acontecimiento muy significativo para esta reaproximación entre judíos y católicos en la recepción de las Escrituras fue el descubrimiento de los manuscritos de Qumran en 1947, el cual provocó cierto frisson entre los investigadores. Como consecuencia de esto, se retomaron investigaciones relativas a los diversos aspectos de la vida judía alrededor del primer siglo de la era común. Hecho que hizo surgir un movimiento de retorno a las raíces judías de la fe cristiana.

5.1 Vaticano II

En 1962 comenzó el concilio del Vaticano II fruto de varios movimientos de renovación, modernización y reaproximación que se estuvieron desarrollando por varios años.

El coronamiento de este movimiento de reaproximación en el Vaticano II fue la promulgación, en el día 18 de noviembre de 1965, por el papa Paulo VI, de la Dei Verbum, la Constitución dogmática sobre la revelación Divina. En esta constitución se afirma la misma postura de la apertura que también está presenta en la Nostra Aetate, cuando los padres conciliares escribieron que “Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la salvación de todo el género humano, con singular favor eligió un pueblo, a quien confió sus promesas”. Por lo tanto, la revelación narrada y explicada en el Antiguo Testamento es palabra verdadera de Dios (Dei Verbum, 14), ya que manifiesta el conocimiento al respecto de Dios y del ser humano y el modo en cómo todos los seres humanos son tratados por Dios justo y misericordioso. “Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos, demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina” (Dei Verbum, 15).

5.2 El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia Cristiana

El Nuevo Testamento no es una novedad absoluta: está enraizado en las Escrituras del pueblo judío y les reconoce la autoridad divina. Este reconocimiento es expresado de modo implícito usando terminologías, reminiscencias y citaciones implícitas y explícitas (n. 2-4). Se proclama que el Nuevo Testamento está de acuerdo con las Sagradas Escrituras del pueblo judío en la doble convicción: por la necesidad de que se cumplan las Escrituras y por la conformidad de los eventos del Nuevo Testamento con las Escrituras del pueblo judío (n. 6-8).

El tema de la recepción de las Escrituras judías en la fe de Cristo lleva a considerar principalmente la unidad del plan de Dios y la noción de su cumplimiento, pues el Antiguo Testamento se abre progresivamente a una perspectiva de cumplimiento último y definitivo que los cristianos ven como ya realizado sustancialmente en el misterio de Cristo. Siendo así, la contribución de la lectura judía de la Biblia es muy útil, análoga a la lectura cristiana que se desarrolló en paralelo durante algunos siglos. Pero, por razones de la hermenéutica, los cristianos no deben hacer la lectura judía de la Biblia de la misma manera que los judíos, pues esto significaría aceptar todos sus presupuestos, como la autoridad del Talmud, la primacía de la Torah sobre los demás libros, la creencia de que el mesías todavía no vino etc. Cada una de las lecturas, la judía y la cristiana, es coherente con la visión de la fe respectiva, de la cual es resultado y expresión y son mutuamente irreductibles. Los cristianos pueden aprender con la exégesis judía y viceversa.

5.3 Verbum domini

El 11 de noviembre de 2010, el Papa Benedicto XVI publicaba la exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini, que recoge las conclusiones de la asamblea del Sínodo de los Obispos celebrada en el Vaticano en octubre del 2008 con el objetivo de “revalorizar la Palabra divina en la vida de la Iglesia”.

El objetivo del documento, aclaraba el Papa en la introducción, era “indicar algunas líneas fundamentales para revalorizar la Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante renovación”. Además, el Papa expresó el deseo y la esperanza de que la Palabra de Dios se convirtiese cada más en el “corazón de toda actividad eclesial”.

Admitir que existe un vínculo peculiar “no ignoran las rupturas que aparecen en el Nuevo Testamento respecto a las instituciones del Antiguo Testamento”. Estas rupturas existen, están a la orden del proceso histórico y de la hermenéutica constitutivas de la identidad de los judíos y los cristianos, aunque también haya que considerar fundamental “el cumplimiento de las Escrituras en el misterio de Jesucristo, reconocido como Mesías e Hijo de Dios, se cumplen las Escrituras” (n. 43).

En la Verbum Domini, esta posición de los padres sinodales en relación a las Escrituras hebreas se convierte en la coronación de la posición oficial de los católicos sobre la reaproximación entre la lectura judía y la lectura cristiana, casi cincuenta años después del Concilio del Vaticano II.

Aíla Pinheiro, FCF, Brasil. Texto original português.

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