Índice
1 Institución de los sacramentos por Cristo
2 La jerarquía de los sacramentos
3 El número de los sacramentos
4 La eficacia de los sacramentos
Durante siglos la Iglesia celebró lo que hoy llamamos los “siete sacramentos” y reflexionó sobre ellos, sin reunirlos en una lista específica y sin pensarlos sistemáticamente. Aproximadamente, a partir del siglo XII, la teología los clasificó y buscó establecer algunos trazos comunes entre los siete. Desde entonces, determinados conceptos se transformaron en temas obligatorios dentro del abordaje genérico de los sacramentos, tal como la afirmación de que los siete sacramentos fueron instituidos por Cristo y de que su eficacia se ejerce ex opere operato, que algunos imprimen carácter y que no todos tienen la misma importancia. Entre ellos existe una jerarquía en la que sobresalen como “sacramentos mayores” la eucaristía y el bautismo.
Estas cuestiones debidamente sistematizadas pasaron a ser patrimonio de la fe en la Iglesia latina y fueron así presentados en el Concilio de Florencia (1439), en el intento de alcanzar la unión con las Iglesias Orientales. Sin embargo, fue en el Concilio de Trento, contra las negaciones de los Reformadores, que los principios de la teología de los sacramentos en general tomaron forma con la concisión y exactitud escolástica, convirtiéndose, en la teología posterior a este Concilio, en la espina dorsal del tratado De Sacramentis in genere.
Entre los temas de este tratado, elegimos cuatro que parecen ser los centrales y que merecen que se busque en ellos su sentido perenne (Sobre el carácter, véase el artículo “La eclesialidad de los sacramentos. 3 Los sacramentos irrepetibles como constituyentes de la Iglesia”).
1 Institución de los sacramentos por Cristo (TABORDA 1987, 117-125)
El Concilio de Trento afirmó como característica fundamental de los siete sacramentos su institución por Cristo (cf. DH 1601). El punto central de esta afirmación dogmática consiste en profesar el origen de los sacramentos en la iniciativa divina y no en la invención humana. Cristo es el origen de los sacramentos, porque todos están en él fundamentados y enraizados.
La exégesis moderna no permite que se entienda por “institución” un supuesto acto jurídico de Jesús, determinando que haya tal sacramento y que sea administrado de tal o cual forma. En vano se buscará en el Nuevo Testamento textos que demuestren la institución de cada uno de los sacramentos. Aun para los sacramentos claramente atestiguados por la Escritura permanece el problema. El “haced esto en memoria mía” quizá no pueda considerarse ipsissima verba Jesu. El mandato del bautismo es dado por el Señor Resucitado y no por el Jesús terreno y está en una perícopa que es composición de Mateo.
Ya mucho antes de que la exégesis moderna surgiera y adquiriera derecho de ciudadanía en la Iglesia católica, era conocido el problema, por lo menos con relación a algunos sacramentos. Teniéndolo en cuenta, se discutía si la institución fue mediata (por medio de otros) o inmediata (directamente por Cristo). Pero también se disputaba si fue específica (indicando en líneas generales materia y forma de cada sacramento [cf. hilemorfismo sacramental]) o genérica (determinando la gracia de cada uno, pero no los elementos físicos/visibles que habrían de constituirlos), directa (ordenando que se hiciese así) o indirecta (dejando entender determinada práctica sacramental). El Concilio de Trento tenía conciencia de esta discusión, pero no ha querido dirimir la cuestión, siguiendo el principio que se había impuesto de no intervenir en las disputas entre las escuelas teológicas católicas. Apenas afirma, contra los Reformadores, la institución por Cristo.
La propia evolución histórica de los gestos sacramentales – en parte conocida por los Padres de Trento – no permitía reconducir a una determinación de Jesús cada uno de los sacramentos en su forma histórica concreta. Bastaba recorrer las modificaciones habidas en los ritos esenciales de cada sacramento para percibir el problema.
Llevando en consideración esa evolución indiscutible, será preciso plantear el problema de la institución de los sacramentos en un contexto más amplio. Las formas de expresión del sacramento son secundarias (no en el sentido de ser menos importantes, sino en el sentido de ser derivadas de la gracia significada por los gestos). Se asumen, entonces, unos gestos que en el contexto cultural en que se formó el cristianismo son significativos para el aspecto del misterio de Cristo que debe ser significado y celebrado por ellos. El “sacramento” en cuanto forma de expresión (es decir, en cuanto gesto; el sacramentum tantum de la Escolástica) puede existir ya antes. Lógicamente anterior al sacramento como expresión y más básico que él, es el acontecimiento que él expresa y realiza: la participación en el misterio de Cristo. En otras palabras: el autor de los sacramentos es Dios, en cuanto que por medio de Cristo en el Espíritu Santo, reúne a la Iglesia, la convoca y la provoca por el memorial del misterio de Cristo.
El problema de la institución de los sacramentos solo puede ser resuelto satisfactoriamente si se considera que Cristo instituyó primeramente un camino de vida, y consecuentemente su seguimiento. En el contexto de este camino, por la necesidad antropológica de expresar a través de los ritos el fundamento de la vida cristiana, adquieren sentido los sacramentos. “Instituyendo” un camino de vida, invitando al seguimiento, Cristo instituye los sacramentos. Así Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia – cada cual a su manera, en la medida y la forma de su participación en el plano salvífico – son autores de los sacramentos: Dios como fuente última de la salvación, Jesús como el mediador único, el Espíritu Santo como el que hace presente a Cristo a través de los siglos, la Iglesia como cuerpo del Señor Resucitado (cf. artículo “La eclesialidad de los sacramentos: 1 La Iglesia hace los sacramentos”).
Esta explicación no contradice al Concilio de Trento (cf. DH 1601), porque no se debe ni se puede reducir la institución a un acto jurídico-formal realizado en el pasado y tampoco el texto conciliar lo exige. Por el contrario, la interpretación mística de los Padres de la Iglesia, según los cuales los sacramentos tienen su origen en el acontecimiento de la cruz, como expresado en la sangre y en el agua brotadas del costado de Cristo, es bien más fundamental que la discusión en moldes jurídicos de los teólogos medievales.
La institución de los sacramentos, como la de la Iglesia, es algo constante, permanente, expresión del “estaré con ustedes todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20). De hecho, en general la palabra “institución” sugiere un acto realizado en un determinado momento del pasado. Pero entonces la Iglesia – y con ella los sacramentos – estaría sujeta a desaparecer con el pasar de las generaciones, por la voluntad de los humanos, de la misma forma como, con el tiempo, puede dejar de existir una sociedad creada por seres humanos para rendir culto a la memoria de algún personaje eminente. Pasado el impacto de la presencia histórica de aquella persona, la sociedad acaba por deshacerse y morir. Pero la Iglesia no cae en esa categoría de asociaciones, porque es siempre de nuevo constituida por Cristo Resucitado, presente en ella por su Espíritu. La Iglesia no es una mera casualidad ni una invención humana: ella pertenece al mismo misterio de la resurrección de Cristo. Sin la Iglesia, es decir, sin la comunidad de los que creen en el Resucitado, la resurrección de Jesús no habría sido la manifestación definitiva y escatológica del Dios revelado (RAHNER; THÜSING 1975, 43-44). Por eso, la Iglesia es el Cuerpo del Resucitado, vive de la vida del Resucitado. Es creada constantemente por la presencia y la actuación de Cristo en el Espíritu Santo. En este sentido, Cristo funda e instituye la Iglesia siempre de nuevo. Ella está enraizada en Cristo y, así como el árbol, no basta que un día haya tenido raíces para poder seguir viviendo, creciendo y produciendo frutos. Lo mismo sucede con la Iglesia. La raíz precisa estar presente y actuante para que el árbol viva. De manera semejante, también es así con Cristo: porque permanece en la Iglesia, la “instituye” – como raíz – siempre de nuevo y, con esto, “instituye” constantemente los sacramentos por la acción del Espíritu Santo.
A la luz de esta institución permanente de los sacramentos se entiende mejor el axioma agustiniano: “Tanto si bautiza Pedro como si bautiza Judas, es Cristo quien bautiza” (AGUSTÍN, In Joannis Evangelium 6, 7: PL 35, 1428). Así se comprende que el sacramento no depende de la dignidad y santidad del ministro (cf. DH 1612 e 1611), ya que es el mismo Cristo quien actúa en él. Esta presencia dinámica de Cristo en los sacramentos se encuadra en el contexto general de la presencia del Señor Resucitado en su Iglesia (cf. SC 7; PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei, nº 5). Porque los sacramentos están enraizados en Cristo, Dios no deja de actuar en ellos y autocomunicarse indefectiblemente por el hecho de la celebración ser presidida por un hombre indigno, que vive lejos del camino de Jesús. Es Cristo quien actúa, porque él fundamenta constantemente los sacramentos.
En esta perspectiva, la preocupación de buscar en el Nuevo Testamento una institución de los sacramentos por el Jesús pre-pascual deja de tener interés. Ella sería además insuficiente, pues los sacramentos solo pueden tener sentido después de Pascua. Tomás de Aquino establece un principio muy válido en este contexto – aunque él mismo lo aplique de manera insuficiente. Escribe: “Es por su institución que los sacramentos confieren la gracia. Se concluye, así, que un sacramento es instituido en el momento en que recibe la fuerza de producir su efecto” (STh III, q. 66, a. 2). Pues bien, la fuerza de los sacramentos proviene del misterio pascual de Cristo y de los misterios de su vida, en cuanto que preparan y lo llevan a la muerte y resurrección y son confirmados y transfigurados por esta. Se sigue que solo después de la Pascua cabe hablar de la institución de los sacramentos en el sentido pleno de la palabra. Es por eso que la Tradición patrística enseñaba que los sacramentos emanaban del costado abierto del Señor.
Si los sacramentos radican en Cristo, la Iglesia no es la señora, sino la servidora de los mismos. Esta verdad fue expresada en el Concilio de Trento al declarar que la Iglesia no puede cambiar la “sustancia de los sacramentos” (DH 1728). La “sustancia de los sacramentos” no es el gesto simbólico o el rito, sino su significación, su sentido que es el sentido mismo de todo lo que Jesús hizo y enseñó. Significa la imposibilidad de la Iglesia de estructurarse o de modificarse por sí misma, por las veleidades de los seres humanos que la constituyen. Ella tiene que ser fiel al camino instituido por Cristo, del cual ella es sacramento, teniendo en los siete sacramentos sus expresiones rituales.
2 La jerarquía de los sacramentos (TABORDA 1987, 126-129; CONGAR 1968)
A pesar de haber sido reunidos en una lista de siete ritos, como si fueran iguales, los sacramentos difieren entre sí. La afirmación del Concilio de Trento de que hay sacramentos “más dignos” que otros (cf. DH 1603), supone una diferencia radical entre ellos desde el punto de vista teológico.
Los sacramentos celebran nuestra participación en el misterio de Cristo. Pues bien, tanto la vida cristiana como el misterio de Cristo tienen momentos de diferente densidad. La vida humana no es una planicie monótona, donde un hecho se desarrolla después del otro con la misma importancia. También la vida de Jesús presenta momentos diferenciados por su intensidad. El misterio pascual de Cristo es un momento de mucho mayor peso que cualquier otro momento en la vida de Jesús, incluso por ser el resultado de todos los otros momentos menores e iluminar a todos ellos. Como los sacramentos celebran nuestra participación en el misterio de Cristo, también ellos tienen diferente peso para la vida cristiana. Hay entre ellos una jerarquía, donde se destacan los sacramentos mayores o principales. Cuanto más un acontecimiento de la vida del cristiano significa participación en el centro del misterio de Cristo, su Pascua, tanto más importante es el sacramento que señala esa comunión con el centro del misterio de Cristo.
Es verdad que todo sacramento relaciona la vida del cristiano y de la comunidad con el misterio pascual, pero hay sacramentos en que la participación en el misterio pascual está en primer plano, inclusive del punto de vista del gesto simbólico. Tal es el caso del bautismo y de la eucaristía. El paso por el agua es un símbolo que evoca el paso de la muerte a la vida, que es la conversión de los ídolos al Dios verdadero. De la misma manera que en tiempos pasados el pueblo elegido pasó de la esclavitud a la libertad atravesando el Mar Rojo, por el bautismo el neófito pasa de la vida vieja del pecado a la nueva vida a imagen de Cristo. Como Cristo atravesó el mar de la muerte, pasando de la muerte a la vida en su misterio pascual, también el cristiano, por el bautismo, se renueva y se reviste de “hombre nuevo” en Cristo (TABORDA 2013, 191-227). En la eucaristía, la acción de gracias sobre el pan y el vino hace memoria del cuerpo entregado por nosotros en la muerte de Jesús, de este cuerpo que es fuente de vida, que se entrega en favor de la vida de los demás. Del punto de vista del gesto simbólico, el partir el pan y el distribuir el cáliz evoca la donación de la vida por el otro que Jesús realizó en la cruz y resurrección (TABORDA 2009, 56-82). De esta manera se muestra el lugar central del bautismo y de la eucaristía, entre todos los sacramentos.
La centralidad de los dos sacramentos mayores es también corroborada porque ambos son constitutivos del ser cristiano y edificadores de la Iglesia en cuanto tal. Hacen de la multitud el Pueblo de Dios. El bautismo, porque incorpora a la Iglesia a quien lo recibe. La eucaristía, porque hace de la multitud de los redimidos el Cuerpo de Cristo, crea y expresa la unidad y la comunión de los muchos en Cristo. En otras palabras: el bautismo y la eucaristía constituyen a la persona como cristiano. Los demás sacramentos lo alcanzan en situaciones particulares de la vida cristiana: el pecado, la enfermedad, la vocación ministerial, el amor conyugal. Es por eso mismo que están en otro nivel de importancia.
La afirmación del bautismo y de la eucaristía como sacramentos principales es el contenido esencial de una jerarquía de sacramentos. La jerarquización que se pueda establecer entre los demás sacramentos es secundaria y dependerá de los criterios que se adopten para establecerla, variando según el punto de vista asumido. Sin embargo, la perspectiva por la cual se estableció aquí la principalidad del bautismo y la eucaristía es la perspectiva básica por fundarse en el significado mismo del sacramento.
Recuperar en la teología sacramental ese dato de la Tradición, reafirmado en el Concilio de Trento (cf. DH 1603), es de gran interés ecuménico, teniendo en vista la posición de las Iglesias históricas provenientes de la Reforma que aceptan solo dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía. También tiene su importancia pastoral debido a la selección espontánea practicada por nuestro pueblo que busca, por ejemplo, el bautismo para los niños y la misa en determinadas ocasiones (en el séptimo día del fallecimiento de un fiel, en fechas especiales como las bodas de plata o de oro …). El “instinto de la fe” los orienta en esta dirección.
3 El número de los sacramentos (TABORDA 1987, 142-147)
El número “siete” de los sacramentos no es aritmético-numérico-cuantitativo, sino simbólico. Es por esto que la afirmación de Trento, de que los sacramentos son siete, ni más ni menos (cf. DH 1601), puede ser mantenida, aun cuando se admita que el episcopado, el presbiterado y el diaconado son sacramentos (lo que podría elevar a nueve la enumeración aritmética de los sacramentos); o se mantenga como lo declaró el Concilio de Trento que la “extrema unción” es “la finalización” de la penitencia (cf. DH 1694), lo que se constituiría como una casi unidad y llevaría a disminuir para seis el valor aritmético de la lista sacramental; o que se acepte la íntima unidad entre el bautismo y la confirmación que podrían ser considerados sacramentos complementarios y con esto sumar como uno en la lista de los sacramentos.
Para entender lo que significa afirmar que el número “siete” de los sacramentos es una magnitud más bien simbólica que aritmética, más bien cualitativa que cuantitativa, será preciso considerar algunos elementos históricos.
El número “siete” no fue simplemente consecuencia lógica de una definición exacta de sacramento. Los teólogos no definieron primero lo que es sacramento y después salieron en busca de ritos que cumplieran los requisitos de la definición, encontrando casualmente siete, ni más ni menos. El hecho histórico es que en la evolución de la teología sacramental el número “siete” aparece simultáneamente con un concepto todavía amplio de sacramento, lo cual sugiere que el número y la definición son cuestiones independientes. Por otra parte, en toda la historia de la teología de los sacramentos, nunca se llegó a un concepto que de hecho abarcase a todos los siete y solo a los siete (CHAUVET 1976).
De esta consideración histórica surge como conclusión probable que no fue la definición de sacramento lo que sirvió de criterio para elegir a estos siete. Pero tampoco fue la práctica litúrgica y eclesial que llevó a privilegiar estos siete y no otros. En esta práctica solo el bautismo y la eucaristía siempre tuvieron una primacía incontestable; los demás signos sagrados han merecido diversas tónicas.
La razón es que el número siete no tiene significado cuantitativo-numérico, sino cualitativo. Claro que el concepto cualitativo solo existe si pueden ser enumerados siete cuantitativamente, pero el número siete no es autónomo.
El concepto cualitativo del número se sitúa en el contexto de la mística de los números de la Edad Media. Esta mística se fundamenta muchas veces en Sb 11,20: “Todo dispusiste con medidas, número y peso”. Se pensaba a partir de ahí que el número expresara al mismo tiempo el pensamiento divino y la estructura fundamental de la realidad. La mística de los números remonta, a través de Isidoro de Sevilla († 636), a Agustín († 430) y, por medio de él, a Platón († 347 a. C.) y de ahí a Pitágoras († 495 a. C,). Su presupuesto es que, al comprenderse las relaciones numéricas, no se habla sobre la realidad, sino que la misma realidad se manifiesta en ellas. La mística de los números estaba enormemente extendida en la Edad Media como lo prueba su existencia también entre los judíos (la cábala). Por el simbolismo de los números, la cábala quería fundir los principios matemáticos y científicos para poder, por decir así, “espiar” hacia adentro del misterio de las cosas. El simbolismo de los números trasciende el pensamiento y permite penetrar más en la realidad. En esta perspectiva, la mística de los números no es una meta del conocimiento, sino una instancia mediadora de mayor conocimiento.
En esta perspectiva del simbolismo numérico para expresar la naturaleza de las cosas, sobresale el número siete por su significado. El número siete es símbolo cualitativo de la perfección: el número uno significa origen, aludiendo al uno antes de su desdoblamiento en múltiplos; el número dos representa el otro, fundamento de la multiplicidad; el número tres tiene su importancia como síntesis de la unidad (número 1) con la multiplicidad (número 2), además de ser el número de la más simple figura geométrica, el triángulo. Por esta razón tres es el número de la perfección divina[1], designa la totalidad, símbolo de la unidad del uno (número 1) y del múltiplo (número 2). El número cuatro es el número de la perfección material, cósmica, el número de la proporción perfecta (2:2) y, por lo tanto, del orden del cosmos. Cuatro son los elementos, los vientos, los ríos del paraíso, los imperios según las visiones de Daniel, etc. Como la suma de tres y cuatro, el siete es la perfección por excelencia, ya que une en una totalidad la tríada divina y el cuaternario cósmico. Es, pues, el número de la armonía. Es por esto que se lo encuentra frecuentemente: siete son no solamente los sacramentos, sino también las virtudes, los dones del Espíritu Santo, los pecados capitales, los planetas, los períodos celestes, los tonos de la escala musical, sin hablar de las diversas ocurrencias del septenario en el libro del Apocalipsis de San Juan.
En este horizonte es que se deben localizar los siete sacramentos. El número siete ya es una “definición” del sacramento: Dios (tríada divina) que se comunica con los humanos en la realidad cósmica de los gestos simbólicos (el cuaternario cósmico). Aun en Trento, a pesar del acento colocado en lo cuantitativo, permanece la conciencia de lo cualitativo. El acento aritmético responde a la negación protestante que también es aritmética. La Reforma protestante se aferra a la letra de la Escritura y no capta el alcance cualitativo del número siete. Posicionándose siempre frente a las afirmaciones o negaciones de los Reformadores, Trento entra en el terreno del valor aritmético del siete. Sin embargo, la Reforma niega no solo el número de los sacramentos, sino el principio mismo de la sacramentalidad. Trento, defendiendo el número siete y poniéndose en pie de igualdad (aritméticamente) con la Reforma, en realidad defiende la propia sacramentalidad de la salvación, expresada simbólicamente en el número siete.
El parentesco cualitativo-aritmético con la posición protestante tuvo consecuencias: la cuantificación de los sacramentos con la correspondiente tendencia de medir la intensidad de la vida cristiana por la frecuencia de los sacramentos. No es preciso estar contra la cuantificación matemática del los siete, sino contra la pérdida de su valor cualitativo y el consiguiente “consumo” de los sacramentos.
Aun reconociendo el valor simbólico del número siete, no se puede abstraer del hecho de que él está mediado por el valor aritmético siete. Es decir: siete acciones simbólicas de la Iglesia – y no otras – fueron reconocidas aptas para expresar simbólicamente, en el simbolismo de los números, el principio de la sacramentalidad, a saber: que Dios se comunica con el ser humano en lo histórico-sensible.
En primer lugar, es preciso decir que no se puede establecer a priori que sean ésos los siete sacramentos y por qué ésos y no otros. Pero a posteriori, es posible encontrar una lógica en la elección de estas acciones simbólicas y no de otras. Es que estas acciones simbólicas marcan momentos decisivos en la vida del cristiano y, consecuentemente, en la propia vida de la comunidad celestial. Históricamente no es de despreciar la confrontación del problema concreto “cuáles siete?” con los datos de la Escritura, que la selección de estos gestos simbólicos implica. De todos ellos el teólogo medieval encontraba resquicios en el Nuevo Testamento. Además del bautismo y de la eucaristía que obviamente son datos bíblicos, se veía la confirmación en la imposición de las manos por parte de los apóstoles en Hc 8,17; la penitencia, en Jn 20,23 y Mt 18,18; la unción de los enfermos, en Sant 5,14; el orden, en Hc 6; el matrimonio, en Ef 5,32, en donde se leía en la traducción latina hacía leer magnum sacramentum, una expresión fuerte, tan incisiva que fue capaz de vencer los prejuicios vigentes en contra del sexo y del matrimonio.
En la fijación de los siete sacramentos, hay un paralelismo con la formación del canon neotestamentario: solo después de una evolución, de un lapso relativamente largo de tiempo, la Iglesia llegó a fijar el canon. A primera vista podría haber sido llevada por la autoría apostólica de los escritos, que hoy, para muchos libros, es negada o por lo menos puesta en cuestión. No por eso los libros seleccionados en la formación del canon dejan de ser inspirados y canónicos. La misma historia de la Iglesia, su identidad, que se construyó sobre estos libros y solamente sobre éstos, no permite volver atrás. Y, para quien cree que la Iglesia es conducida por el Espíritu Santo, es una garantía de lo acertado de la selección.
Algo semejante podría decirse de los siete sacramentos: La Iglesia no solamente celebró durante siglos estos sacramentos, quizá sin privilegiarlos, sino que una vez reconocidos, marcaron de tal forma la comunidad cristiana, su vida y su práctica, que ya no puede vivir sin celebrarlos. Conducida por el Espíritu Santo, la Iglesia solo podría haber aceptado una evolución tan preñada de consecuencias bajo la acción del mismo Espíritu.
Además de esto, discutir si se puede hoy volver a atrás de la definición de Trento y añadir “nuevos” sacramentos a la lista o reducir el septenario, es perder de vista que la Iglesia no se reduce a la celebración de los sacramentos, sino que estos se ponen en el contexto más amplio de la fe en el misterio pascual de Cristo, decisivo para que los sacramentos den frutos de vida cristiana.
4 La eficacia de los sacramentos (TABORDA 1987, 175-178)
El Concilio de Trento enseña que “los sacramentos de la Nueva Ley […] confieren la gracia por la propia realización del acto <sacramental>” (ex opere operato) (DH 1608). El significado profundo de esta expresión muchas veces mal entendida en un sentido mágico o casi mágico, es que es Dios y solamente Dios quien actúa en los sacramentos. El análisis de la expresión tradicional ayudará a comprender mejor esta prioridad de Dios en los sacramentos.
La expresión opus operatum significa la “acción como tal”, “la propia realización del acto”. Se contrapone al opus operantis, que podría ser traducido literalmente como la “acción de quien actúa”. En la primera expresión se atiende objetivamente a la acción; en la segunda, a un sujeto que realiza la acción. Las expresiones se elucidan, si se lleva en consideración el problema que históricamente está en su origen. Ellas surgieron en la teología (y más exactamente en la soteriología) en la segunda mitad del siglo XII. Al tratar de la obra redentora de Cristo, se distinguía entre el opus operatum, su obra redentora al morir en la cruz, su acción de morir, y el opus operantis, en la acción de aquellos que llevaron Jesús a la muerte (Judas, por su traición; Anás y Caifás, los miembros del Sanedrín y Pilatos, como mandantes del crimen; los verdugos, como ejecutores …) El efecto redentor de la muerte de Cristo se da ex opere operato y no ex opere operantis; proviene de la acción de Cristo al morir y no de la acción de los hombres que lo mataron.
En el siglo XIII la expresión fue transpuesta para la teología de los sacramentos: la gracia sacramental no depende del ministro ni de quien recibe el sacramento (opus operantis), sino de la acción sacramental, exterior, perceptible, visible (opus operatum). Es importante considerar la preposición ex que ocurre en la expresión. Ella significa “por causa de”, “a partir de”. Que el sacramento no sea eficaz ex opere operantis, no significa que el opus operantis no sea importante, síno que la fuerza del sacramento, la gracia sacramental, no proviene del ministro o de la fe de quien recibe el sacramento. En todo caso, para que el sacramento sea eficaz ex opere operato, siempre es necesaria alguna participación de los involucrados (opus operantis), sea del ministro (“la intención de […] hacer lo que la Iglesia hace”, DH 1611), sea de quien lo recibe (no poner obstáculo a la gracia, cf. DH 1606). Y, más que la intención, se exige fe por parte de quien recibe el sacramento, una entrega a Dios correspondiente a la gracia concedida, una vida de acuerdo con el sacramento o, por lo menos, la disposición interna de comenzar un camino de conversión. La eficacia ex opere operato no sustituye el opus operantis; aunque la gracia no provenga del opus operantis. La fuente de la gracia es la acción sacramental, pero no en el sentido mágico, ya que el opus operatum no está en la materialidad de la acción sacramental, sino en el hecho de ella ser acción de Cristo por el Espíritu Santo. Que los sacramentos actúen ex opere operato significa, por consiguiente, que actúan por fuerza de la obra salvífica de Cristo hecha presente por el sacramento. Opus operatum y opus operantis se encuentran en el sacramento. Este es el momento en el que la gracia se expresa como gracia que lleva a la persona a aceptarla libremente y por eso, al mismo tiempo, el gesto por el cual la persona expresa su libre adhesión a la gracia que, a su vez, le es dada totalmente por la gracia. Lejos de oponerse, opus operatum y opus operantis se suponen mutuamente como gracia y libertad (cf. antropología teológica).
Esta acción de Cristo en el Espíritu mediante los gestos simbólicos de la celebración, es un ofrecimiento que Dios hace al ser humano (autocomunicación de Dios). El ofrecimiento no deja de ser un ofrecimiento por el hecho de que alguien no acepte lo que le fue ofrecido, aunque para que haya ofrecimiento siempre deba existir una posibilidad de aceptación. Si, por ejemplo, un loco ofrece a una persona un terreno en la luna, no es un ofrecimiento real, puesto que él no tiene la posibilidad de dar lo que ofreció. Tampoco hay ofrecimiento, si alguien ofrece a un sordomudo un CD con una sinfonía de Beethoven o a alguien a quien se le amputaron las dos piernas, un par de zapatos. Pero no deja de ser ofrecimiento, si alguien ofrece a una persona con plena capacidad auditiva un CD de Beethoven o a alguien que tiene ambas piernas un par de zapatos, aunque algunos no lo acepten, porque no les gusta la música erudita, o porque no les agrada el modelo de los zapatos. Es un ofrecimiento real aun cuando no es aceptado. También Jesús era una chance de conversión para los fariseos, aunque ellos no lo hayan aceptado. La acción ex opere operato de los sacramentos expresa esta estructura fundamental del sacramento: Dios se ofrece a la persona a través de ellos y ese ofrecimiento subsiste independientemente de que la persona lo acepte.
En suma: la fórmula “los sacramentos actúan ex opere operato” significa negativamente que la eficacia del sacramento no procede del ser humano; positivamente que la eficacia procede de la obra de Cristo, su vida, muerte y resurrección, objeto del memorial y que el gesto sacramental es un ofrecimiento permanente de Dios al ser humano, quiera que éste lo acepte o no. Por eso, la expresión pone en primer plano la acción sacramental como tal, por la cual el misterio de Cristo (opus operatum) es celebrado y así ofrecido como invitación a esta persona y a esta comunidad para que asuma de forma más profunda la vida del seguimiento de Jesús.
Francisco Taborda SJ, FAJE, Brasil. Texto original en portugués.
Referencias Bibliográficas
CHAUVET, L.-M. Le mariage, un sacrement pas comme les autres. Em: LMD nº 127 (1976) 85-105.
CONGAR, Y. A noção de sacramentos maiores ou principais. Em: Concilium nº 31 (1968) 21-31.
PABLO VI, Papa. Carta enciclica Mysterium fidei sobre la doctrina y culto de la sagrada eucaristia. http://vatican.va/holy_father/paul_vi/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_03091965_mysterium_sp.html clomid 5-9 or 3-7 (acceso 6 ene 2015).
RAHNER, K.; THÜSING, W. Cristología: estudio sistemático y exegético. Madrid: Cristiandad, 1975 (Biblioteca Teológica Cristiandad, 3).
TABORDA, F. Sacramentos, práxis y fiesta: para una teología latinoamericana de los sacramentos. Madrid: Paulinas, 1987.
TABORDA, F. O memorial da Páscoa do Senhor: ensaios litúrgico-teológicos sobre a eucaristia. São Paulo: Loyola, 2009.
TABORDA, F. En las fuentes de la vida cristiana: Una teología del bautismo-confirmación. Santander: Sal Terrae, 2013 (Presencia teológica, 207).
[1] La calificación del número tres como número de la divinidad no tiene nada que ver con la noción cristiana de que Dios es Trinidad. Este sentido del número también existe, por ejemplo, en el judaísmo.