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El libro del  profeta Ezequiel

Indice

1 El profeta, su tiempo y lugar de actividad.

2 El libro

3 Puntos principales de su teología

3.1 La imagen de Dios

3.2 La centralidad del culto

3.3 Teología de la historia.

3.4 El pecado de los pueblos extranjeros

3.5 Responsabilidad personal

3.6 Nuevas perspectivas para el futuro

Referencias bibliográficas

1 El profeta, su tempo y lugar de actividad

Según las primeras palabras del libro (1, 1-3), el ministerio profético de Ezequiel tuvo lugar en Babilonia. Como no se indica ningún punto de referencia temporal, colocar el comienzo de su actividad en el año 30 (v. 1) no permite fecharlo de forma absoluta. Sin embargo, la cita del quinto año del exilio de Joaquín en el siguiente verso determina la fecha de su vocación al ministerio profético en el año 593 a. C. De hecho, el rey Joaquín fue llevado cautivo a Babilonia en el 598 en la época de la primera invasión de Judá por el ejército caldeo. Ezequiel, por lo tanto, es testigo del primer ataque de Nabucodonosor contra Jerusalén y, junto con parte de la población, fue exiliado a Babilonia en este momento, y allí se dedicó a la misión profética.

Después de esta introducción, el libro presenta once oráculos fechados (8,1; 20,1; 24,1; 26,1; 29,1.17; 30,20; 31,1; 32,1; 33,21; 40,1). Su disposición en los diversos capítulos no sigue el orden cronológico, y la fecha más avanzada se da en 29,17 (primer día del primer mes del año 27). Considerando la referencia a la deportación de Joaquín en 1,2, la fecha correspondería al año 571. Se delimita, así, la actividad profética registrada en el libro: entre 593 y 571. Este período de poco más de veinte años incluye la mayor catástrofe que le sucedió a Judá: la toma de Jerusalén por los babilonios, la destrucción de la ciudad y gran parte del país, el incendio del Templo, que ocurrió en 587/6. Se configura, de esta manera, el escenario para entender el mensaje del profeta. Antes de la caída de Jerusalén, sus palabras tienen la intención de advertir al pueblo de la catástrofe: señalan los desmanes de la sociedad para que el pueblo y las clases dominantes revisen su comportamiento y eviten así el desastre. Después de la captura del país, resta intentar mantener la vida religiosa del pueblo, guiándola; Por otro lado, alimenta la esperanza anunciando la restauración del país y de sus instituciones en el futuro.

El texto de 1, 3 da la noticia de que Ezequiel era un sacerdote. Este dato concuerda con el contenido del libro, que tiene en la preocupación cultual un punto central, y también se corrobora por el amplio uso de términos de alcance sacerdotal (puro, impuro, abominación, entre otros). Así, se ha visto la posibilidad de la acumulación, en una sola persona, de diferentes funciones religiosas, en este caso, la sacerdotal y la profética.

La profecía de Ezequiel se caracteriza por visiones extraordinarias y acciones simbólicas inusuales que llaman la atención. Por otro lado, la visión inaugural (1,4-28) presenta elementos que son difíciles de conciliar desde el punto de vista racional (1,9-12.15-17). Se tiene la impresión de una visión onírica en la que los datos no son completamente reales y se mezclan sin una lógica absoluta; un éxtasis, en el cual la razón no puede controlar completamente lo que sucede (2 Cor 12, 2-3). También sus acciones simbólicas son de fuerte impacto (3,22-27; 12,1-6; 24,16-19). La imagen del profeta que trasparece es la de alguien profundamente tocado por lo divino, con experiencias que superan la normalidad de las cosas; alguien que experimenta radicalmente el mensaje que debe transmitir.

2 El libro

La introducción al libro (1, 1-3) ya deja vislumbrar que las palabras de Ezequiel fueron sometidas a un trabajo redaccional. De hecho, en el v. 1 habla el profeta mismo, en primera persona, e indica una fecha poco clara (el año 30º). En los vv. 2-3 el autor habla sobre Ezequiel en tercera persona, confirmando ciertos datos, pero eliminando la ambigüedad del v. 1 e informando la situación del profeta como sacerdote. Sin embargo, con respecto al libro en su conjunto, aunque es posible identificar adiciones a los textos, ahora se acepta que se puede referir sustancialmente al Ezequiel del siglo VI sin necesidad de recurrir a una ficción.

El material está organizado en tres partes claramente distintas: c. 1–24; c. 25-32; c. 33-40. Después de los capítulos 1 a 3, que sirven como introducción a todo el escrito, los capítulos 4 a 24 presentan oráculos de juicio y acciones simbólicas contra Judá y Jerusalén. Siguen después los oráculos contra las naciones extranjeras (c. 25-32). El libro termina con los oráculos de salvación (c. 33-48).

La primera sección de la primera gran parte (c. 1-3) relata la vocación del profeta en dos narrativas: la visión de la gloria de Dios (1, 4-28, que continúa en 3, 12-15) y la visión del libro. (2,1–3,11). También se menciona el papel del profeta como el vigilante de Israel (3,16-21), la suspensión momentánea de su palabra y su posterior regreso (3,22-27).

Los capítulos 4 y 5 establecen tres acciones simbólicas, que se refieren al comienzo del asedio babilónico de Jerusalén, la duración del asedio y su conclusión. Siguen luego los oráculos de juicio (c. 6 y 7), que se resumen en el anuncio del “fin” de Judá (7,2).

Los capítulos 8 a 11 presentan visiones y anuncios: la visión de los pecados cometidos en el templo (c. 8), el anuncio de la destrucción del lugar sagrado (c. 9), la visión sobre la realización de este anuncio (c. 10); vienen después una nueva visión y un nuevo anuncio (c. 11), que culmina en la visión de la gloria del Señor abandonando la ciudad de Jerusalén (11,22-25). El Capítulo 12 informa una acción simbólica que anuncia la salida del pueblo y sus líderes al exilio.

Los capítulos 13 a 23 ofrecen varios oráculos antes de la ejecución del juicio. En esta sección hay tres capítulos que desarrollan, desde el punto de vista teológico, la historia de Israel (c. 16; 20; 23) y dos contra los guías del pueblo (c. 13: profetas; c. 17: los reyes) Se presentan tres descripciones del juicio (c. 15; 17; 19) y se anuncia la destrucción de Jerusalén (c. 21–22), contra la cual no hay apelación posible (c. 14; 18).

La primera parte del libro concluye con un nuevo anuncio de la destrucción de Jerusalén (c. 24).

La segunda parte del escrito consiste en numerosos oráculos contra las naciones (c. 25-32). Están acusados: Ammón, Moab, Edom, Filistea, Tiro, Sidonia y Egipto. Se otorga un relieve especial a Tiro (c. 26–28) y Egipto (c. 29–32). La ciudad de Tiro, rica en comercio marítimo, será destruida y su rey aniquilado. La ciudad, de hecho, fue tomada por los babilonios en 587/6, el mismo año de la conquista de Jerusalén. Egipto caerá, quedará completamente devastado; el faraón, bajo la imagen de un león y un cocodrilo, será capturado. De hecho, después de la victoria sobre Tiro, Nabucodonosor parece haber tratado de dominar Egipto.

La tercera gran parte comienza indicando la misión del profeta después de la caída de Jerusalén (c. 33). Los siguientes capítulos revierten en salvación algunos textos del comienzo del libro. Respondiendo a los capítulos 13 y 17, que reprobaban a los profetas y reyes, c. 34 declara que Dios mismo será el guía de su pueblo. En oposición al juicio por las montañas de Israel (c. 6), el juicio se anuncia contra las montañas de Edom (c. 35). En lugar de la historia del pecado de Israel (c. 16), Dios promete una nueva historia (c. 36). A la muerte del pueblo, descrita en la primera parte, seguirá su resurrección: el regreso a la tierra y la reanudación de la vida en paz (c. 37). La descripción del juicio final de Dios sobre los enemigos de Israel, con la liberación correspondiente de los elegidos, cierra estos oráculos salvíficos (c. 38-39).

El libro concluye con una larga descripción del futuro salvífico: el nuevo tiempo y el nuevo Israel (c. 40-48). En esta última sección están diseñados, en términos idealizados, el templo de Jerusalén, la disposición de la ciudad y la ocupación del territorio por las tribus israelitas. La gloria del Señor, que se había alejado del templo y la ciudad (10: 18-22; 11,22-25), regresa en ese momento (43, 1-9) como fuente de vida para Israel (47,1-12).

3 Puntos principales de su teología

3.1 La imagen de Dios

El aspecto más llamativo del libro de Ezequiel es la imagen de Dios que presenta. De una manera peculiar, la gloria del Señor se coloca en primer plano. Este punto tiene sus raíces en la experiencia fundante, expresada en la visión inaugural (1, 4-28), en la cual el profeta experimenta el contacto con lo divino en forma de algo que sobrepasa la realidad humana, conocido solo en parte (“qué parecía ser … “: 1,27), y que se identifica con el Señor en su majestad, en su gloria:” era el aspecto, la semejanza de la gloria del Señor “(1,28). Ante ella, el profeta se postra: “Cuando la vi, me caí de bruces” (1,28). En la visión de “gloria”, el profeta experimenta la divinidad misma del Señor. Y tiene acceso a un Dios al mismo tiempo trascendente y próximo, que se comunica personalmente con él dirigiéndole su palabra: “y escuché la voz de alguien que me estaba hablando” (1,28).

La palabra del Señor, el profeta la asume como propia, haciendo que penetre y constituya su vida: “Come lo que tienes delante de ti, come este libro y ve a la casa de Israel” (3,1). Este tipo de simbiosis entre el profeta y la palabra que Dios le dirige, una palabra vinculada a la trascendencia divina explica en parte las acciones simbólicas inusuales que debe realizar. Ezequiel no solo transmite un mensaje, sino que lo experimenta en su propia existencia como algo más allá de la experiencia humana.

La gloria de Dios está presente no solo en la esfera celestial, sino también en el mundo: habita el templo y la ciudad de Jerusalén. Marca la santidad de estos lugares y es un signo de protección. Debido a que es incompatible con el pecado, los desmanes que se cometen en el lugar sagrado (c. 8) conducen a la separación de Dios, y él se retira del edificio del templo (10, 18-22). Por los pecados de los habitantes, él también abandona la ciudad (11, 22-23). Esto explica teológicamente la posibilidad de que el templo y la ciudad sean invadidos y tomados por los babilonios: la gloria de Dios, que ya no los habita, los deja desprotegidos y, por lo tanto, sujetos a la destrucción. La garantía de defensa radica solo en la presencia de Dios y no en las maniobras políticas de las clases dominantes.

Por otro lado, Ezequiel enfatiza que la gloria del Señor se manifestó ya en el pasado, en todas las fases de la historia de Israel; ahora se manifestará en el juicio que próximamente ocurrirá y en la salvación que Dios promete para el futuro. Este aspecto se destaca por la llamada “fórmula de reconocimiento”, muy utilizada en el libro: “Entonces sabrán que yo soy el Señor” (11,10; 12,16; 20,38.40.44; 29,6; 36 11; 37,6). Mediante actos divinos en la historia, Dios ha demostrado su fuerza y su dominio sobre Israel y los pueblos y también lo demostrará en el futuro. A partir de esta acción, el pueblo de Israel debería llegar a reconocer a Dios como Dios: “Yo soy el Señor”, retoma el nombre propio de Dios, revelado a Moisés (Ex 3,14: “Yo soy (quién) soy”).

3.2 La centralidad del culto

La centralidad de la gloria de Dios corresponde a la centralidad del culto. Porque Dios manifiesta su gloria particularmente en el templo y en la liturgia. De ahí la importancia dada en el libro a los aspectos cultuales. Así como el pecado implica un alejamiento de la gloria de Dios y, en consecuencia, el exilio babilónico, los abusos en la adoración tendrán consecuencias para la historia.

La perspectiva cultual también se refleja en la forma de tematizar el pecado, concebido sobre todo como idolatría, prostitución y abominación (6, 3-14; c. 16). El c. 8 desarrolla en detalle los pecados que tienen lugar en los recintos del templo: la presencia de representaciones de animales e ídolos (8,9-10,13), el culto al dios babilónico Tammuz (8,14-15), el culto al sol (8,16-17). Estos actos son grandes “abominaciones”, un término ampliamente utilizado en Ezequiel, que indica lo que es absolutamente incompatible con el Señor (Dt 22, 5; 25,16), en todos los aspectos, también en la esfera cultual (Ez 22,11; Dt 12,31; 23,19; 7,25-26).

Los desmanes de orden social también están relacionados en el libro con la gloria del Señor y el culto. Toda situación de injusticia, crímenes de diversos tipos (22, 1-12), la transgresión de los mandamientos, son “abominación” (22, 2 [3]), contrarían la gloria de Dios y, por lo tanto, lo que se celebra en el culto.

3.3 Teología de la historia

En tres largos capítulos, el libro describe la historia de Israel en sus diversas etapas, desde sus inicios hasta el tiempo del profeta, abriéndola a perspectivas futuras. El c. 23 rastrea la historia de los dos reinos, Judá (Reino del Sur) e Israel (Reino del Norte), y demuestra que la culpa y los pecados de Judá superan a los del Reino del Norte. De esta manera, se prepara la destrucción del reino de Judá: como el reino del norte fue dominado y eliminado (por los asirios), la misma amenaza se cierne sobre el reino del sur (con los babilonios). El c. 16 retoma el simbolismo matrimonial desarrollado por el profeta Oseas (Os 1-3) y presenta la infidelidad de Israel a su Dios como la traición del amor y la fidelidad. En el c. 20, las etapas de la historia están minuciosamente individualizadas: Israel en Egipto (20, 5-9), en el desierto (20, 10-24), en la tierra prometida (20, 25-31). En cada una el pueblo se muestra pecador y la infidelidad crece. De esta manera la historia avanza; pero en el sentido de un gran declive, llegando a su punto más bajo en la época del profeta. Tal desarrollo provocará la destrucción del pueblo. Porque, en todo momento de la historia, en oposición al cuidado amoroso de Dios, Israel se ha mostrado a sí misma no solo como pecadora, sino también totalmente reacia a la acción y la palabra del Señor. No solo fue infiel sino “rebelde”, manteniéndose en sus propias actitudes y negándose  a reconocer su culpa (2,2-3.6.8; 3,7; 20,8.21).

Ante esta situación, no se puede vislumbrar ninguna perspectiva de salvación que nazca de la conversión del pueblo; la única posibilidad de salvación radica en Dios quien realiza el juicio como un nuevo éxodo: la liberación del destierro en Babilonia y el regreso a la propia tierra, pasando por el desierto en el que se confrontará con el Señor (20, 34-36). De esta manera el pueblo llegará a la fidelidad (20, 37-38). Finalmente, Dios reinará sobre Israel (20,33). Dios juzgará y salvará (16,60-63), restableciendo la alianza y realizará, así, la meta del éxodo de Egipto, es decir, llevar al pueblo a su tierra, para que viva en comunión con Dios, en prosperidad y paz (16,39-44).

Por lo tanto, la única esperanza para el pueblo elegido reside en Dios; específicamente, en la fidelidad de Dios a su plan original de salvación, su propósito de guiar al pueblo hacia un gran futuro: “Entonces sabréis que soy YHWH cuando actúe en consideración a mi Nombre y no de acuerdo con vuestros malos caminos. y vuestras malas acciones” (Ez 20,44).

3.4 El pecado de los pueblos extranjeros

Es característico de Ezequiel tematizar el pecado de las naciones extranjeras como “orgullo”, como un intento de igualarse a Dios (28, 1-2). Por esa razón Dios rechaza a las naciones (28, 6-10; 28, 17; 31, 2-9), para que sean dominadas por Babilonia (31, 10-11; 32, 11).

El juicio para las naciones extranjeras se resume en el c. 39, a través de la destrucción de un personaje legendario, Gog (38,18-22; 39,1-5), paradigma de aquellos que ofenden al pueblo de Dios (38,17). Gog y sus ejércitos, sus armas, su tierra y la de sus aliados serán aniquilados (39, 6-10). De esta manera, el poder de Dios se manifestará a Israel y a las naciones (39,16; 39,7,21-22), e Israel tendrá una nueva vida en paz en su tierra (39,25-28).

3.5 Responsabilidad personal

Al igual que Jeremías, Ezequiel invalida la concepción de que los pecados de los antepasados pueden ser castigados en generaciones posteriores (Ex 34,7; Jr 32,18; Ez 18,19-20): “¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel?: los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera”(Ez 18,2; Jr 31,29).

Tal mentalidad, basada en la idea de solidaridad entre los miembros del clan, incluso de generación en generación, llevó a atribuir los males actuales a las faltas de los antepasados y, por lo tanto, fue imposible tomar conciencia de la propia culpa. Ezequiel llama a la responsabilidad individual: cada uno debe responder por sus acciones. La suerte de los hombres no depende de las elecciones de sus antepasados, sino de sus elecciones actuales (14,12-23; 18,1-32). Así, se destaca la importancia de la conversión como una decisión personal (3,16-21; 33,10-20). El profeta tiene la misión de exhortar, amonestar (3,16-21), pero cada uno es responsable de sus propias acciones (33,1-9).

3.6 Nuevas perspectivas de futuro

Los c. 40-48 describen la gran restauración de Israel. En el centro de esta restauración se encuentra el templo, que se reconstruye y al que regresa la gloria del Señor (43, 3-7). La descripción del templo escatológico es idealizada y simbólica (c. 40-42), para mostrar la perfección final: su estructura, los atrios, el “santo” y el “santo de los santos”, las dependencias de los sacerdotes, el altar (c. 40-43). El ceremonial es minuciosamente detallado (c. 44-46). Habitado nuevamente por Dios, del santuario saldrá la fuente que se convertirá en un gran río y traerá vida plena al pueblo (47,1-12).

El país será, como en la época de Josué, ocupado nuevamente. El territorio de cada tribu se delimitará cuidadosamente (47,13–48,14; 48,23-29).

Finalmente, la ciudad santa también tendrá su territorio dividido detalladamente entre sacerdotes, levitas y el príncipe, para que los gobernantes no acaparen más tierras (48, 15-22). Estará abierto a todas las tribus (48, 30-34), siendo así la síntesis de todo el pueblo de Israel. El último verso del libro anuncia el nuevo nombre que recibirá (48,35): “el Señor está allí” (“YHWH sham”) – un juego de palabras con su nombre: “Yerushalaim” (Jerusalén). De esta manera, se expresa su renovación total.

Todo esto está precedido por el anuncio de la acción de Dios, que transformará a la gente desde adentro, purificándola (36, 25-28) de toda idolatría, transformando su interior y renovando la alianza con ellos: “Seréis mi pueblo. y seré vuestro Dios “(36,28). Como en una nueva creación, a los exiliados se les da la gran esperanza de recibir, por la fuerza del Señor, una nueva vida en su tierra (37, 1-14)

Maria de Lourdes Corrêa Lima, PUC Rio – Texto original portugués.

Referencias bibliográficas

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BARRIOCANAL GOMEZ, J. L. Diccionario del profetismo bíblico. Burgos: Monte Carmelo, 2008.

BOCK, D. I. Junto ao Rio Quebar. São Paulo: Cultura Cristã, 2012.

FITZMYER, J. A.; BROWN, R. E.; MURPHY, R. E. (orgs.). Novo comentário bíblico São Jerônimo. Antigo Testamento. São Paulo: Paulus, 2007.

RÖMER, T.; MACCHI, J-D; NIHAN, C. (orgs). Antigo Testamento: história, escritura e teologia. São Paulo, Loyola, 2010.

SCHMID, K. História da Literatura do Antigo Testamento. Uma introdução. São Paulo: Loyola, 2013.

ABREGO DE LACY, J. M. Os livros proféticos. São Paulo: Ave Maria, 1998.

SICRE DIAZ, J. L. Introdução ao Profetismo Bíblico. Petrópolis: Vozes, 2016.

STEVENSON, K.; GLERUP, M. Ezequiel. Daniel. Madrid: Ciudad Nueva, 2015.

TAYLOR, J. B. Ezequiel: introdução e comentário. São Paulo: Vida Nova, 1984.

El libro del profeta Amós

Indice

1 El profeta y su tiempo

2 Época de la redacción del libro

3 Origen del profeta y su situación en Israel

3.1 El enviado de Judá a Israel

3.2 ¿Amós profeta?

4 Estructura del libro

5 Puntos principales de su teología

5.1 Crítica al profetismo de su tiempo y valorización del profeta como portador de la palabra

5.2 Crítica a la institución monárquica de su tiempo, al sacerdocio y al culto.

5.3 Críticas a las injusticias sociales

5.4 La posibilidad del perdón divino

5.5 La imagen de Dios

Referencias bibliograficas

1 El profeta y su tiempo

El título del libro (Am 1, 1) ubica la actividad de Amós bajo el reinado de Ozías, rey de Judá (785 / 4-747 / 6), y Jeroboam II, rey de Israel (787 / 3-747 / 3 a. C.) El punto seguro para la datación está dado por la mención del terremoto en Am 1,1. Las excavaciones arqueológicas en Hasor y Samaria conducen a la datación de esta catástrofe en la primera mitad del siglo VIII, alrededor de los años 760.

Los destinatarios del libro son llamados “los hijos de Israel” (Am 3,1.12; 4,5; 9,7), “casa de Israel” (Am 5,1.3.4.25; 6,1.14; 7,10; 9, 9), “virgen Israel ” (Am 5, 2), como una indicación de los habitantes del reino del norte. El mismo sentido tienen las expresiones “casa de Jacob” (Am 3,13; 9,8), “de José” (Am 5,6) y “de Isaac” (Am 7,16).

Era una época de prosperidad para el Reino del Norte. Políticamente, ya antes de Jeroboam II, habían sido reconquistada las ciudades de Transjordania tomadas por Damasco  (2R 13,25), y bajo Jeroboam II las fronteras se ampliaron desde Hamat hasta el Mar Muerto (2R 14,25). Desde un punto de vista económico, el comercio bien desarrollado (Am 8,4-8) trajo mucha riqueza al país, lo que queda evidente en la construcción del palacio (Am 3,10.12; 5,11; 6,4) y en las ceremonias suntuosas (Am 5,4-5.,21). Sin embargo, las desigualdades sociales aumentaron (Am 2,6ss; 4,1; 5,12; 6,4-6). El bienestar, atribuido a la bendición de YHWH, llevaba a esperar que Él se manifieste gloriosamente a Israel, lo cual es desmentido por el profeta (Am 5,18-20).

2 Época de la redacción del libro

Hay mucho desacuerdo sobre la formación del libro de Amós. Aunque refleja sustancialmente la situación del Reino del Norte a mediados del siglo VIII, ciertos pasajes dejan vislumbrar relecturas de tiempos posteriores. Más allá del título, sin duda redaccional, se discute si los oráculos contra Tiro, Edom y Judá (Am 1, 9-10.11-12; 2,4-5) pueden ser del tiempo del profeta. De la misma época de estos oráculos pueden ser las menciones de las tradiciones del éxodo, del camino del desierto y de la posesión de la tierra (Am 2,9-10; 3,1-2; 5,24). Pero la referencia a Sion (Am 1,2) y los fragmentos del himno en Am 4,12-13; 5,8-9; 9,5-6, donde el título “YHWH Seba’ot”, que remite a la teología de Jerusalén, revelan una actualización del escrito para el Reino del Sur.

Además, algunos pasajes manifiestan una influencia deuteronomista (Am 2, 10-12, próximo de Jr 35, 13-19; Am 3, 7, con la expresión “sus / mis siervos, los profetas”, 2 R 9,7 ; 17,13.23; 21,10; 24,2). Finalmente, la mención de la “tienda caída de David” en el oráculo que concluye el libro (Am 9, 11-15) con toda probabilidad supone el exilio de Babilonia.

3 Origen del profeta y su situación en Israel

3.1 El enviado de Judá a Israel

El nombre “Amos” es un hápax legómenon del AT y puede ser abreviatura del nombre Amasías (2Cr 17,16), “YHWH carrega”. El profeta es designado como noqed (Am 1,1), que tiene un significado poco claro (2 R 3,4): ¿propietario del ganado o empleado? Las opiniones difieren, aunque la primera posibilidad es probable, ya que el término ro‘eh se usa para “pastor” (empleado). Amós se presenta como un “vaquero” y “picador de sicómoros” (Am 7,14).

Su origen se encuentra en Técua. Esta ciudad generalmente se identifica con un pueblo a 16 km al sur de Jerusalén, a 825 m de altitud. Es un lugar que sirvió como punto de apoyo militar en la época de Roboam (2 Cr 11, 6), por lo que debería tener cierta importancia, incluso siendo citado varias veces en las Escrituras (2Sm 14,2.4.9; 23,26; 1Cr 2,24; 4,5; 11,28; 27,9; 2Cr 11,6; 20,20; Ne 3,5.27; Jr 6,1). Sin embargo, el hecho de que esta región, ubicada a orillas del desierto, no se adecue bien con las actividades pastorales y agrícolas de Amós, y el hecho bastante inusual de que un profeta del sur sea enviado al Reino del Norte para anunciar el fin de Israel, llevó a algunos autores a pensar en una aldea de Técua en el territorio del Reino del Norte, conjetura ya presente en la tradición judía. Esto se confirmaría por el hecho de que los auténticos oráculos del libro están muy alejados de la visión religiosa judía tal como la expresaron Isaías y Miqueas. Sin embargo, dado que el pueblo de Técua del Reino del Sur se encuentra en la frontera entre la región cultivable y la estepa, no es imposible que la actividad pastoral y agrícola se haya desarrollado allí y, por lo tanto, es la hipótesis preferida.

La figura de Amós tiene muchas similitudes con el “hombre de Dios” citado en 1 R 13. Sin embargo, como las diferencias son considerables, no se pueden identificar los dos.

3.2 ¿Amós profeta?

Existe una discusión especial sobre el estatuto profético de Amós: en Am 1,1 se le atribuye el verbo ḥazah (“ver”), del cual se concluye que es un ḥozeh (“vidente”); en Am 7,14 declara no ser nabî ’(” profeta “). El término hozeh indica alguien que tiene visiones proféticas, a menudo siendo citado junto a nabî ‘(2 Sm. 24,11; 2R 17,13; Is 29,10) y ro’eh (que también significa “vidente”: Is 30,10) Empleado en Am 7,12, podría tener un valor positivo, indicando que Amos es carismático.

Llama la atención, sin embargo, que Amós, que no rechaza ser llamado hozeh, no acepta el título de “profeta”, aunque fue enviado a “profetizar” (Am 7,14-15).

Según el relato de Am 7, 10-17, el sacerdote Amasias se da cuenta de la gravedad de las amenazas pronunciadas por el profeta en sus oráculos. Después de intentar expulsarlo al Reino del Sur, el sacerdote argumenta que el santuario de Betel “es la casa del rey, la propia casa de la monarquía”. Amasias argumenta con la fe de su pueblo: Betel es el lugar de la promesa y la donación de la tierra (Gn 15,18; 1 R 12,28-29), y simultáneamente el santuario de la monarquía. Entonces se podría esperar la protección absoluta de Dios para este lugar. Al anunciar que Israel sería enviado al cautiverio, Amós contradijo la solidez de la fe del pueblo de Israel, yendo más allá de lo que cualquier profeta o vidente pudiera decir.

El centro de la discusión está en el v.14. El texto hebreo dice literalmente: “no profeta, yo; no el hijo de profeta, yo “. ¿Cómo entender el verbo “ser”, que está implícito? En la actualidad (“No soy ni profeta ni hijo de un profeta”), como entienden la traducción de los Setenta y la Peshitta, o en el pasado (“no era profeta ni hijo de profeta”, pero ahora lo soy).

Si es leída en el pasado (“Yo no era profeta …”), ante la orden de Amasias de abandonar el Reino del Norte, Amos respondería que él no está allí por voluntad personal. Esto se debe a que el problema de Amasías es el hecho de que él, de Judá, está predicando en el Reino del Norte y en contra de la casa real. Ante esto, Amos diría que no es desde siempre un profeta, sino que está allí porque YHWH lo envió. El v. 15, de hecho, mostraría los dos propósitos de la llamada de Amós, cuando se refiere al mandato de Dios: “Ve, profetiza a mi pueblo Israel”: él es enviado a profetizar (verbo nb ‘nifal); en (’el: indica la dirección) Israel. Israel se designa aquí como “mi pueblo”, es decir, de YHWH. Debido a que Israel es el pueblo de YHWH, Él puede enviar, incluso del Sur, un mensajero. Por lo tanto, Amós tiene el derecho (deber) de profetizar en el Reino del Norte.

Sin embargo, leída en el presente (“No soy profeta …”) es gramaticalmente más evidente, ya que todo el contexto se encuentra en esta dimensión temporal. De hecho, las palabras de Amós en el v. 14 son una respuesta a Amasias, que se ocupa de la situación presente. Además, en el libro de Amós, el título nabî ‘parece ser usado de manera diferente a la actividad de profetizar (verbo nb’ nifal: Am 3,8; serían de redacción posterior los textos de Am 2,11; 3,7). Por lo tanto, tanto Amasias como Amos usan el verbo, pero no el sustantivo. Es decir: Amós no pertenece al alcance del nebî’îm, que indicarían, en ese contexto, los profetas de profesión, sino que ejerce el ministerio profético.

Ante el título de “vidente” (v. 12), que le fue dado por Amasías, Amos respondería diciendo que no pertenece a una institución profética (nabî ‘), sino que es un profeta individual y carismático. Aquí, entonces, habría una distinción entre el profeta institucional y el profeta por vocación directa de Dios. Con la declaración del v. 14 Amós estaría declarando la independencia de su ministerio profético, anclado solo en la llamada del Señor. Por lo tanto, al no ser un profeta institucionalizado, Amasias no tendría autoridad sobre él y, por lo tanto, no podría expulsarlo del servicio del santuario.

En resumen: la intervención de Amasías (v. 12-13) se basa en la legitimidad de la profecía de Amós en Betel, ya que el profeta no está vinculado con ese santuario. Amós responde a esta objeción (v. 14-15) diciendo que su autoridad para predicar no proviene de una función institucional que poseía, ni proviene de su propia iniciativa, sino únicamente de la vocación recibida de YHWH. Su ministerio, por lo tanto, es transitorio: no es nabî ‘, un profeta de profesión, institucionalizado. Así que seguramente no profetizará en Judá, como le dice el sacerdote, porque fue enviado de Dios a Israel.

4 Estructura del libro

Después del título (Am 1,1) y una palabra de apertura, que establece el tono de todo el escrito (Am 1,2), el libro está organizado en cuatro secciones.

La primera parte se compone de siete oráculos breves contra naciones extranjeras, incluida Judá (Am 1, 2-3), seguidos de un largo oráculo contra Israel (Am 2, 6-16). El esquema 7 + 1 pone el acento en el último acusado, el Reino del Norte. A diferencia de lo que sucede en otros textos proféticos, las palabras contra las naciones no tienen valor de castigo solo para ellas, sino que sobre todo señalan a Israel, que ocupa el lugar del clímax, como el pueblo más pecador, que supera incluso a los extranjeros El libro comienza así con un movimiento que va del exterior (naciones) al interior (Israel), para enfocarse en él.

La segunda parte (Am 3,1–6,14) comienza con una llamada a “escuchar” (Am 3,1) y desarrolla, en dos secciones, acusaciones y amenazas contra Israel. En la primera sección (Am 3, 1- 4,13), después del anuncio sintético de lo que Dios logrará (Am 3, 1-8), siguen los oráculos contra Samaria: los ricos, que oprimen a los pobres (Am 3, 9- 4,3); el culto en Betel y Guilgal (Am 4,4-5). La sección se cierra con una retrospectiva que demuestra la dureza de corazón de las personas frente a las continuadas iniciativas de Dios (Am 4,6-12). Un fragmento de himno cierra la retrospectiva y toda la sección, presentando el poder del Señor (Am. 4,13).

La segunda sección comienza con una nueva llamada de atención que anuncia un lamento fúnebre, prediciendo lo que sucederá con Israel (Am 5,1). Las acusaciones están dirigidas a los magistrados, quienes juzgan a partir de sobornos (Am 5, 1-17). Frente a la falsa confianza en la práctica del culto (Am 5, 4-7), un nuevo fragmento de himno presenta el poder de Dios (Am 5, 8-9). Así llega el anuncio del “día del Señor” (Am. 5: 18-20), que, como castigo inevitable, caerá sobre el Reino del Norte. Después de mencionar nuevos delitos cultuales (Am 5, 21-27), la sección se cierra con drásticos oráculos contra las clases dominantes (Am 6, 1-14).

De 7,1 a 9,9, la tercera parte del libro desarrolla cinco visiones, intercaladas con narraciones y oráculos de juicio. Las primeras tres visiones (Am 7, 1-9) anuncian el castigo del pueblo, suspendido momentáneamente por la intercesión del profeta en las dos primeras (Am 7, 1-3. 4-6), pero presentado como irrevocable en la tercera (Am 7, 7-9) Esta última se desarrolla en la narración del conflicto entre el sacerdote de Betel y el profeta (Am 7,10-17), quien a su vez prepara la cuarta visión con su anuncio del “fin” de Israel (Am 8, 1-3). Tal sentencia se basa en los oráculos que siguen después (Am 8, 4-14).

La sección se cierra con la última visión (Am 9, 1-4), que anuncia la destrucción del santuario (probablemente Betel) y culmina en un nuevo fragmento de himno de demostración del poder del Señor. Un oráculo final de juicio concluye la sección (Am 9,7-10).

La cuarta parte del libro está compuesta por un gran oráculo de salvación (Am 9,11-15), que anuncia la esplendorosa restauración del pueblo en su tierra.

5 Puntos principales de su teología

5.1 Crítica al profetismo de su tiempo y valorización del profeta como portador de la palabra

Con el rechazo del título de “profeta” por Amós en el relato de Am 7, 10-17, se constata la crítica del libro a la institución profética por su sumisión a los poderes del rey y el sacerdocio. A expensas del profetismo profesional, se valora la llamada y la misión dados por Dios.

Paralelamente a esta crítica, se destaca la relación entre la palabra de Dios y el profeta y, a través de esto, entre la palabra de Dios y la historia. El desarrollo favorable o desfavorable de ésta depende de la aceptación de la palabra. La palabra profética tiene su origen en Dios (Am 3, 7-8) y actúa en el poder de Dios (Am 1, 2). Es una palabra que puede castigar, aniquilar (Am 3,8), pero también restaurar (Am 9,11-15). La falta de acogida de la Palabra (Am 2,11-12) y la negativa formal a recibirla (Am 7,10) resultará no solo en los castigos anunciados sino también en el silencio de la propia Palabra (Am 8,11- 12).

5.2 Crítica a la institución monárquica de su tiempo, al sacerdocio y al culto

Posiblemente por el gran poder de Jeroboam II, cuando Israel alcanzó un progreso material notable, no hay ninguna palabra en el libro del profeta directamente contra el reino y el sacerdocio. Sin embargo, la monarquía está involucrada en las acusaciones hechas a las clases dominantes, que son responsables de la difícil situación de una gran parte de la población (Am 5,5.27; 6.7); y el sacerdocio en los oráculos de reprobación de las prácticas de culto (Am 4,4-5; 5,5-6).

Con la excepción de Am 5,26, que se refiere a la práctica de cultos extranjeros, la crítica del profeta al culto se centra en la búsqueda que el pueblo hace de santuarios yavistas. Hay dos razones para el reproche: la falta de “buscar al Señor” (Am 5, 5-6) y la falta de la práctica del derecho y la justicia (Am 5, 21-25). En lugar de ir a los santuarios, éstas serían las condiciones esenciales para el bienestar del pueblo. En este sentido, la última visión (Am 9, 1-4) afirma la destrucción del santuario, probablemente el santuario oficial del Reino, Betel (Am 7,13).

La relación entre la crítica a la monarquía y la crítica al culto muestra cómo los aspectos humanos de la vida están relacionados con el aspecto propiamente religioso.

5.3 Críticas a las injusticias sociales

El énfasis del mensaje del profeta radica, en su mayor parte, en la acusación de los responsables de la grave crisis social que atraviesa la población más desprotegida. Las injusticias de los poderosos (Am 4,2; 6,1) llevan a los más pobres a la extrema penuria (Am 2,6-8). Esta situación se enfatiza aún más en vista de la ostentación del lujo (Am 6,4-6). También están acusados los magistrados, quienes, en los tribunales a las puertas de las ciudades, venden sus sentencias por sobornos (Am 5,7.10-12).

Tal bienestar, respaldado por la antigua teoría de la retribución, que interpretaba la riqueza como la bendición de Dios y la pobreza como resultado del pecado, les dio a los ricos la falsa seguridad de que no les ocurriría ningún mal (Am 6,13; 9,10).  Contra esto, el profeta habla:  importa “hacer el bien y no el mal”; solo así “el Señor Dios de los ejércitos estará con vosotros, como afirmáis” (Am 5,14). Para aquellos que esperan con esta mentalidad una manifestación de gloria de Dios, lo que sucederá en cambio será la venida del Señor para un castigo terrible: el “día del Señor” será “oscuridad” y no “luz” (Am 5,18-20).

Sin embargo, el profeta también habla de un “resto” que se puede salvar (Am 3,12; 5,3.15; 9,8): aquellos que, al escuchar su palabra, salgan de su falsa seguridad.

5.4 La posibilidad del perdón divino

La posibilidad de revocar el juicio anunciado pertenece al mensaje del libro. Se encuentran exhortaciones en el libro, lo que presupone la expectativa de un cambio de comportamiento (Am 5,4.14.24). En las dos primeras visiones, el profeta intercede por el pueblo (Am 7, 5) y Dios no lleva a cabo el juicio previsto. Sin embargo, la intercesión del profeta, presente en estas primeras visiones, desaparece en visiones posteriores, que culminan en la gran destrucción de Am 9,4. Además, si la idea de “resto” puede indicar alguna esperanza, no deja de hablar de gran destrucción. Por lo tanto, es creíble que, al principio, el profeta vio alguna esperanza de cambio en la gente y, por lo tanto, de la reversión del juicio; ante la dureza del corazón (Am 4,6-10), sin embargo, tal expectativa se convirtió en un juicio contundente para esa generación (Am 8,9-10.11-12.13-14).

En el conjunto del escrito, sin embargo, las palabras que cierran el libro (Am 9, 11-15) abren un horizonte de restauración más allá del juicio. La última palabra de Dios es una gran promesa salvadora que supera todo el mal que pueda ocurrir.

5.5 La imagen de Dios

Las diversas referencias a las tradiciones de Israel muestran que el Dios de Amós es el Dios presente en la historia: el Dios que eligió a su pueblo, lo sacó de Egipto (Am 4,5-10), lo condujo al desierto (Am 5,25) hasta la posesión de la tierra prometida (Am 2, 9-10).

Pero, sobre todo, se enfatiza la idea de un creador Dios. Presente especialmente en los textos doxológicos (Am 4,19; 5,8-9; 9,5-6), demuestra su dominio sobre la naturaleza y, por lo tanto, sobre la historia. También desde este ángulo se entiende la mención del terremoto en el título del libro (Am 1,1) y que subyace a otros pasajes (Am 8,8; 9,1.5). Este gran poder sirve para reforzar su capacidad de castigar incluso a los poderosos de esta tierra.

Maria de Lourdes Corrêa Lima, PUC Rio – Texto original portugués.

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SMITH, G. V. Amós. São Paulo: Cultura Cristã, 2008.

Mística y Espiritualidad. Espiritualidades en la historia del cristianismo

Índice

Introducción

1 Las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana

1.1 Las espiritualidades en el cristianismo antiguo y medieval

1.2 Las espiritualidades de la misión, en la modernidad

1.3 Las espiritualidades de comunión, en la Iglesia contemporánea

Conclusión

Referencias

Introducción

Antes de hacer un recorrido por las distintas etapas o expresiones de la espiritualidad cristiana a lo largo de la historia, es importante detenernos en un primer acercamiento a lo que es la espiritualidad cristiana.

La espiritualidad cristiana es una dinámica vital que nos pone en sintonía con la acción de Dios y nos hace obrar según el Espíritu del Dios revelado en la persona de Jesús. Por tanto, la espiritualidad cristiana no es algo gaseoso, abstracto, elevado, desencarnado. Espiritualidad es un estilo de vida que se puede ver y comprobar en obras muy concretas.

Por otra parte, las distintas espiritualidades, son manifestaciones del Espíritu de Dios que está siempre curando las heridas del Cuerpo de Cristo. Los carismas y manifestaciones de las espiritualidades, son dones de Dios para edificar el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Las espiritualidades en plural, tienen la misión de construir la comunión, y la comunión se realiza alrededor de las heridas. En cada época de la historia, han surgido diversas expresiones de la espiritualidad cristiana, y todas ellas han sido respuestas a los desafíos de cada momento y a las necesidades del cuerpo del Señor resucitado en la historia.

No resulta difícil entender la acción del Espíritu Santo como la que hace posible el salir de sí (éx-tasis) y el permanecer unido. El Espíritu Santo hace posible que el Padre y el Hijo se comuniquen y se abran, no sólo en el seno de la comunidad divina, sino frente al hombre, al mundo y al tiempo (MOLTMANN, 1978, p. 79). Dios, uno y trino, comunidad de amor, vive el misterio de la interacción entre las personas que se necesitan en su diferencia y que no se anulan en una uniformidad ni en una individualidad estéril. San Agustín quiso expresar esta función del Espíritu Santo dentro de la comunidad divina como el Amor. Hablando de la Trinidad, afirma: “Aquí tenemos tres cosas: el Amante, el Amado y el Amor” (AGUSTÍN, 1948, 529.535, Apud, FORTE, B. 1996 p. 36); un Padre Amante, un Hijo Amado y el vínculo que mantiene unidos a los dos, el Espíritu del Amor.

La misión del Espíritu, como también la misión del Hijo, consiste en la glorificación de Dios y la liberación del mundo. Dios es glorificado en la liberación y redención de la creación entera; no quiere ser glorificado sin que su creación y la humanidad sea liberada al mismo tiempo (MOLTMANN, J. 1978, p. 79. De manera que esta participación en la vida de Dios a la que hemos hecho referencia y el proceso de comunión que ésta supone, es la función específica del Espíritu.

Partiendo de esta primera definición de la espiritualidad desde la comprensión del misterio trinitario, vamos a presentar una aproximación trinitaria a las distintas formas de participación de los cristianos en la vida de Dios, que es lo que llamamos espiritualidad. Esta participación en la vida de Dios hace que las personas podamos entrar en la dinámica vital propia de Dios.

1 Las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana

Las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana son expresiones de la acción de Dios en medio de su pueblo, para responder a los desafíos propios de cada momento histórico. Los carismas son regalos de Dios para la construcción de la comunión. Nunca son posesión exclusiva de personas o grupos particulares. Por esto es fundamental conocer la historia concreta en la que cada carisma es regalado a la Iglesia, para saber a qué necesidades de la comunidad respondió y cuál puede ser su alcance.

La aproximación que queremos ofrecer a la historia de la espiritualidad cristiana quiere destacar tres grandes dinámicas que descubrimos en historia de la Iglesia, cada una de ellas con un acento particular, pero no exclusivo, ni excluyente, en la relación con Dios a través de la oración (El Padre), en la realización de la misión (El Hijo) y en la construcción de la comunión (El Espíritu Santo).

Una primera dinámica que acentúa la búsqueda de Dios en la oración, la soledad, el encuentro íntimo y personal con Dios, puede descubrirse de modo más claro, pero no exclusivo, en los orígenes de la espiritualidad cristiana y en las escuelas de la Iglesia Antigua y Medieval. Una segunda dinámica espiritual que busca a Dios sobre todo en la misión y en el servicio a los más débiles y necesitados de nuestra sociedad, es más propia de las expresiones de la espiritualidad Moderna. Y, finalmente, una dinámica que busca a Dios sobre todo en la construcción de la comunión con los otros seres humanos y con toda la creación, son más propias de el tiempo que sigue al Concilio Vaticano II.

Desde luego, estas tres expresiones de la espiritualidad cristiana no se pueden entender desde la mutua exclusión, máxime cuando corresponden a la dinámica existente entre las personas divinas y la manera como nosotros podemos entrar a participar de la vida de Dios. Desde esta triple comprensión de las expresiones de la espiritualidad cristiana, vamos a proponer el recorrido por la historia de la espiritualidad cristiana.

1.1 Las espiritualidades en el cristianismo antiguo y medieval

Una primera expresión de la vida espiritual cristiana, tiene una relación muy estrecha con la predicación de los apóstoles y lo que podríamos llamar, la espiritualidad evangélica o apostólica, que se fue desarrollando en medio de las persecuciones de la segunda mitad del siglo primero. Fruto de esta experiencia espiritual y de la vida cristiana de estas comunidades primitivas fueron los escritos del Nuevo Testamento. Este primer desarrollo de la espiritualidad cristiana propuso las primeras interpretaciones de lo que significa el seguimiento del Señor y las implicaciones para la vida de las comunidades.

Más tarde, en los siglos segundo y tercero, vendrían los padres apostólicos y apologistas, que tuvieron la tarea de explicar la fe cristiana y la forma como el evangelio debía encarnarse en las cultura griega y romana, en medio de las cuales nació el cristianismo. Esta época también fue marcada por las persecuciones y el martirio. Hay que tener presente, además, que se trataba de una propuesta de vida de fe que se iba abriendo camino muy lentamente en medio de comunidades sencillas en el contexto del mundo mediterráneo. Sin embargo, el crecimiento continuo del cristianismo en estos años se debe, sin la menor duda, a las radicales exigencias que suponía el seguimiento. Esta paradójica realidad fue recogida en el adagio popular que afirma: “Sangre de mártires, semilla de cristianos”.

Después de esos largos años de persecución y martirio, sobre todo a partir del Edicto de Milán (313), promulgado por el Emperador Constantino y la consecuente progresiva integración de los cristianos en las estructuras del Imperio romano, muchos cristianos buscaron en la soledad de los desiertos, nuevas formas de vivir la fe, acordes con las exigencias evangélicas. Primero de modo individual con una vida eremítica y más tarde con una vida en común. Los Padres y las Madres del Desierto acompañaron el camino de muchos creyentes y recogieron sus prácticas en Reglas que establecían condiciones y formas de encuentro con Dios en la oración y en la vida común.

La era constantiniana, puede decirse que no es simplemente un tiempo determinado de la historia, sino un modo de ser Iglesia en el Mundo; se desarrolló una forma de ser Iglesia que se confundió con el poder del Estado, se le puso apellido de cristiano a la Economía, a la Cultura, a la Política, a la Filosofía, a la Sociedad.

Después del 313 se comienzan a dar las conversiones en masa; gente especialmente de las clases altas económicas e intelectuales; familias de relevancia política; fue un tiempo de herejías; el espíritu mundano se fue abriendo paso en la Iglesia, tanto entre los fieles como en medio de la jerarquía. “A partir del siglo IV se da lugar a un tremendo contraste con la etapa anterior de la Iglesia: durante las persecuciones se bautizaba solamente a los convertidos; de ahora en adelante la Iglesia tendrá que convertir a los bautizados” (GOMEZ, J. A. , 1987, p. 168.

Vale la pena recordar aquí un texto de Hilario de Poitiers (c. 315-367), escrito en la época del emperador Constancio, hijo de Constantino, en el que se señala la trampa que le ha tendido el Imperio a la vida cristiana:

“¡Oh Dios todopoderoso, ojalá me hubieses concedido vivir en los tiempos de Nerón o de Decio…! Por la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, yo no habría tenido miedo a los tormentos, sabiendo que Isaías había sido mutilado… Me habría considerado feliz al combatir contra tus enemigos declarados, ya que en tales casos no habría duda alguna respecto a quienes incitarían a renegar… Pero ahora tenemos que luchar contra un perseguidor insidioso, contra un enemigo engañoso, contra el anticristo Constancio. Este nos apuñala por la espalda, pero nos acaricia el vientre. No confisca nuestros bienes, dándonos así la vida, pero nos enriquece para la muerte. No nos mete en la cárcel, pero nos honra en su palacio para esclavizarnos. No desgarra nuestras carnes, pero destroza nuestra alma con su oro. No nos amenaza públicamente con la hoguera, pero nos prepara sutilmente para el fuego del infierno. No lucha, pues tiene miedo de ser vencido. Al contrario, adula para poder reinar. Confiesa a Cristo para negarlo. Trabaja por la unidad para sabotear la paz. Reprime las herejías para destruir a los cristianos. Honra a los sacerdotes para que no haya Obispos. Construye iglesias para demoler la fe. Por todas partes lleva tu nombre a flor de labios y en sus discursos, pero hace absolutamente todo lo que puede para que nadie crea que Tú eres Dios. (…) Tu genio sobrepasa al del diablo, con un triunfo nuevo e inaudito: Consigues ser perseguidor sin hacer mártires” (HILÁRIO DE POITIERS, PL 10, 580-581, APUD, GÓMEZ, J. A., 1987, p. 170).

En este contexto, se da el movimiento de fuga mundi, que llevó a miles de cristianos a los desiertos. Esta forma de vida se fue sistematizando a partir de la Vita Antonii (ca. 360), escrita por San Atanasio y luego con figuras como San Agustín (354-430), Casiano (c. 360-435), el Pseudo Dionisio (Siglos V y VI) y San Gregorio Magno (540-604). Pero tal vez la síntesis más completa de la propuesta monástica, se le debe a San Benito Abad (480-547), que compone una regla para sus monjes, que se extiende por toda Europa como forma de vida y como camino espiritual que tiene como único fin, la búsqueda de Dios (SAN BENITO, 2006).

El momento preciso que señala el paso entre la Antigüedad y la Edad Media, es una discusión que no se ha cerrado de modo definitivo, sin embargo, suele entenderse como un proceso ocurrido desde la segunda mitad del siglo V y los comienzos del VI, particularmente a partir de la caída del último emperador romano de Occidente, Rómulo Augusto, depuesto por los germanos en el año 476. Esta transición política de Europa, que siguió a la caída del Impero Romano en Occidente, estuvo acompañada por procesos culturales, sociales y religiosos que fueron interpretados como el inicio de la Edad Media.

Las expresiones de la espiritualidad cristiana en este período fueron una continuidad del camino de la vida monástica. Se mantuvo la tradición según la cual hombres y mujeres buscaban un encuentro cada vez más profundo con Dios, a través de la convivencia, el trabajo, la vida austera y, sobre todo, la oración en común. Desde luego, a lo largo de este período, que algunos extienden hasta el siglo XV, son muchos los acentos que se dieron en la espiritualidad cristiana, pero vale la pena destacar los procesos misioneros en Irlanda (Siglo V) e Inglaterra (Siglo VI), y los movimientos de renovación del monacato, como el que se dio en Cluny (Siglo X).

Más tarde aparece la figura de Bernardo de Claraval (1091-1153) y la reforma cisterciense, que buscaron un nuevo rigor en la vivencia de la Regla de San Benito, dándole más fuerza a la segregación del mundo, a la soledad, al silencio, a la austeridad de vida personal y comunitaria y al trabajo sencillo. Un siglo después (Siglo XII), vendrá la fundación de La Cartuja y un renacer del eremitismo en Europa, insistiendo más en la oración, la ascesis personal y la pobreza.

Aunque en términos históricos, no se ha cerrado el ciclo de la Baja Edad Media, hay un fenómeno que hace pensar en una nueva etapa del camino espiritual cristiano. Hasta aquí, el acento, aunque no de modo exclusivo, estuvo orientado a la búsqueda de Dios a través de la oración y a través de otras prácticas ascéticas y espirituales, incluida la vida en común. A partir del siglo XII, con el surgimiento de los canónicos regulares y poco después con la creación de las órdenes mendicantes en el siglo XIII, aparece un elemento que toma el protagonismo en la espiritualidad cristiana: la misión.

1.2. Las espiritualidades de la misión en la modernidad

La reforma gregoriana, iniciada en el cambio del milenio produjo, entre otras cosas, un proceso de renovación de la vida del clero y de la vida monástica, que hemos señalado más arriba. Este proceso tuvo como efecto una trasformación en la vida de la Iglesia y el nacimiento de los canónigos regulares que conjugaban, de una manera novedosa, la vida monástica y el ministerio clerical, buscando una presencia de la fe más abierta en medio del mundo. Junto a esta novedad en el camino espiritual cristiano, está el nacimiento de las órdenes mendicantes, que son un desarrollo de esta dinámica espiritual que busca salir del encierro del monasterio, para vivir en medio de la sociedad y atendiendo sus necesidades más urgentes. Las órdenes mendicantes tienen como características una vida de pobreza personal y comunitaria, una actividad apostólica o misionera, una vida fraterna menos estructurada y una mayor movilidad, que contrasta con la estabilidad de la vida monástica.

Las escuelas franciscana, dominicana y carmelitana, son las más conocidas y representan una novedad que dará un giro a la dinámica espiritual cristiana. No hay que perder de vista que el nacimiento de estas órdenes religiosas se da, sin que las formas de vida monástica y las espiritualidades que de ellas se alimentan, dejen de existir. Las nuevas formas de vida y de búsqueda de Dios, ahora más centradas en la misión, se van abriendo camino en medio de un mundo que también va cambiando hacia una sociedad menos rural y más centrada en los nacientes burgos.

En esta etapa de la historia nacieron también las órdenes militares, los caballeros de Malta, la Orden de lo caballeros teutónicos, la Orden de los Templarios y los caballeros del Santo Sepulcro. Igualmente, surgieron órdenes hospitalarias, como los Trinitarios y los Mercedarios. Todas ellas, con la intención de responder a necesidades propias de la época y frente a las cuales no había una respuesta dentro de la Iglesia, desde la perspectiva de la espiritualidad.

La dinámica de transformación social, política, económica y cultural propia de esta época, propició una mayor comunicación entre las personas, creando una propagación mayor de las devociones populares y las asociaciones de creyentes, alrededor de proyectos comunes, terceras órdenes, cofradías, gremios, asociaciones y movimientos espirituales independientes de las grandes instituciones eclesiásticas. Los laicos se van haciendo independientes de los monasterios, las parroquias y los conventos y buscan fuentes nuevas de alimento espiritual. Aparecen en este tiempo movimientos como los begardos, las beguinas, los Hermanos del libre espíritu y otras formas de vida espiritual, que florecen bajo el amparo de los religiosos de las nuevas órdenes mendicantes. Por su espíritu independiente y su alejamiento de las fuentes clásicas de la vida espiritual, algunos de estos movimientos fueron sospechosos de herejías y algunos de ellos fueron condenados por la Iglesia.

Hay que destacar en este momento, el aporte de la escuela renano-flamenca, con figuras como la de los dominicos Eckhart (c. 1260-1327), Taulero (c. 1300-1361) y Suso (c. 1295-1365), quienes vivieron y sistematizaron experiencias espirituales muy profundas que sirvieron de guía a las búsquedas del pueblo sencillo. Esta escuela, unida a la figura de Juan Ruysbroek (1293-1381), fue la que dio paso a lo que se conoce como la “Devotio Moderna”, que es “una reinterpretación de toda la vida cristiana en medio de aquel contexto de rupturas con todo lo que había constituido el entramado de la cristiandad medieval” (GÓMEZ, J. A., 1987, p. 28-29). Esta corriente renovadora de la espiritualidad, proponía un acento mayor en la práctica de las virtudes, llegando a presentar una fractura entre la vida de piedad y la teología. El camino hacia Dios no era la reflexión teórica, sino la vida de penitencia y de caridad práctica.

Podemos señalar como características de la “Devotio Moderna” la gran importancia que se le da a la interioridad, que hace que se desarrolle una piedad más privada y subjetiva y se rechace lo sacramental y lo litúrgico; es más importante la soledad, el silencio y el desprecio del mundo. Frente a una tendencia más racional y especulativa, la “Devotio Moderna” desarrolla lo afectivo y da una relevancia mayor a lo que viene del ‘corazón’; lo que cuenta, a la hora de buscar la cercanía de Dios, es la voluntad, el corazón, la devoción y no tanto la reflexión y la razón. En este sentido, la ascética es fundamental; se insiste más en el esfuerzo de la voluntad que en la acción directa de la gracia, lo cual hace que la “Devotio Moderna” desarrolle un moralismo práctico. Por otra parte, se centran en la meditación de las virtudes y los ejemplos de Jesús, tal como se desprenden de una lectura llana y sencilla de los Evangelios. De ahí la importancia y la centralidad de la ‘Imitación de Cristo’, como modelo de la vida del creyente.

Siguiendo los pasos de esta propuesta de espiritualidad popular, extendida por toda Europa, se produce en España un tiempo de grandes reformas, lideradas inicialmente por miembros de las órdenes mendicantes, pero dando paso más tarde a grandes figuras como Ignacio de Loyola (1491-1556), Juan de Ávila (1499-1569), Teresa de Jesús (1515-1582) y Juan de la Cruz (1542-1591). Este período significó un fortalecimiento de la experiencia espiritual desde una perspectiva eclesial y misionera, en medio de una Europa que vive la fractura de la Reforma protestante.

En el siglo XVII el dinamismo de la espiritualidad cristiana estuvo centrado en Francia, donde florecieron propuestas como la de Francisco de Sales (1567-1662), conocida como el “humanismo devoto”, o la del cardenal Béruelle (1575-1629), y algunos de sus seguidores, Juan Jacobo Olier (1608-1657), Juan Eudes (1601-1680) y Vicente de Paul, reconocidos también como representantes de la “Escuela francesa”.

Un capítulo aparte podría escribirse con el desarrollo, durante los siglos XVI y XVII de la espiritualidad de la Reforma Protestante, que tuvo su propia dinámica, bajo el liderazgo de Martín Lutero, Juan Calvino y la escuela anglicana, para mencionar solo los autores más destacados.

Los siglos XVIII y XIX, permitieron el nacimiento de una espiritualidad ilustrada, que se fue desarrollando al ritmo de las transformaciones propias de estos siglos. Surgieron escuelas espirituales que respondieron a las necesidades de la juventud, como la de Juan Bosco (1815-1888), de la pastoral parroquial, con figuras como Juan María Vianney (1786-1859) y Antonio María Claret (1807-1870), de fortalecimiento del laicado con una propuesta de contemplación activa, como la de Carlos de Foucauld (1858-1916) y de un sentido cósmico de la salvación como la que propuso Teilhard de Chardin (1881-1955).

Podríamos sintetizar las dinámicas propias de la espiritualidad cristiana desde finales de la Edad Media, hasta el final de la época Moderna, como una infinidad de búsquedas por realizar la misión de Cristo en medio del mundo. Desde luego, la búsqueda de Dios a través de la oración siempre siguió en la base de todas las propuestas, pero la misión de Cristo en medio del mundo, se convirtió en el centro de las búsquedas espirituales.

Es imposible señalar fechas exactas o momentos precisos de los cambios históricos, como tampoco es posible dividir los momentos de la historia de la espiritualidad cristiana con toda precisión. Pero con el Concilio Ecuménico Vaticano II, vemos nacer una nueva etapa en el desarrollo de la espiritualidad cristiana, que vamos a tratar de caracterizar para cerrar esta apretada síntesis propuesta en este escrito.

1.3 Las espiritualidades de comunión, en la Iglesia contemporánea

El Vaticano II centró su trabajo en la recuperación de las fuentes originales de la fe y, por tanto, también de la espiritualidad. Estas fuentes, Palabra de Dios (Dei Verbum), la Iglesia (Lumen Gentium), la liturgia (Sacrosanctum Concilium) y la historia (Gaudium et Spes), fueron definitivas en la configuración de una propuesta nueva en el ámbito espiritual. Podríamos decir que el término que mejor caracteriza este momento vivido por la espiritualidad cristiana, muy acorde con la dinámica trinitaria que hemos querido seguir en este escrito, es el de ‘comunión’, término muy utilizado en el Nuevo Testamento, como expresión propia de las primeras comunidades cristianas. En los documentos del Concilio Vaticano II, la palabra «comunión», aparece 112 veces y el término “comunidad”, 183 veces.

Comunión y comunidad, se destacan, pues, como conceptos clave en las enseñanzas del Concilio, añadiendo que estos términos no hacen referencia a un problema de estructura de la Iglesia, ni de una cuestión administrativa, aunque tampoco se descarta; lo que quiere señalar el Concilio es la naturaleza de la Iglesia, o como dice el mismo Concilio, el mysterium de la Iglesia. Cambia el énfasis de una eclesiología más preocupada por las formas externas de la organización eclesial, hacia una concepción que mira más hacia el fondo, a su constitución fundamental.

Esta característica de la eclesiología conciliar, que determina una nueva forma de entender y vivir la espiritualidad, invita a dirigir la mirada en tres direcciones: la comunión con Dios, la comunión en la Iglesia y la comunión con toda la creación. Por esto, las nuevas expresiones de la espiritualidad buscan la participación en la vida de Dios, condición para hacer posible la fraternidad entre los hombres y con la creación.

Tal vez este aspecto eclesiológico de la comunión, es el que ha tenido un mayor desarrollo, tanto en los estudios teológicos del postconcilio, como en las propuestas espirituales de este período de tiempo. Se ha generado un espíritu de corresponsabilidad en todos los niveles de la vida de la Iglesia: consejos parroquiales y diocesanos; sínodos diocesanos y de Obispos; conferencias episcopales, conferencias de superiores mayores y de religiosos; asociaciones, movimientos y organizaciones de laicos que buscan un objetivo común. Estas estructuras han facilitado la participación de todos los estamentos y ministerios de la Iglesia, en un intento por crear verdaderos lazos de comunión y participación. Se trata de estructuras colegiales en las que se ha buscado una auténtica participación de los laicos, que tenían bastante limitada su actividad e iniciativa en los modelos eclesiales anteriores.

Participación y corresponsabilidad se convierten en la forma más clara de expresar la prioridad de lo comunitario en el nuevo modelo eclesial que se va desarrollando a partir del Vaticano II. Tomando unas palabras de Jean Marie Tillard, podríamos decir que nada escapa al abrazo comunitario, en el que nos introducimos a través del bautismo y que tiene su culmen en la Eucaristía. A partir del Concilio, lo comunitario, tanto como expresión, como por su contenido, se convirtió en un elemento central de la teología y de la práctica de la Iglesia, reavivando, así, la conciencia de todo el pueblo de Dios, como sujeto comunitario. Esto supuso, como ya lo hemos insinuado antes, una transformación en la manera de entender la unidad de la Iglesia, más referida a la comunidad trinitaria, en la que no se eliminan las diferencias, sino que se entienden como complementos necesarios.

Una palabra merece, en esta tercera etapa del desarrollo de las espiritualidades cristianas contemporáneas, el movimiento pentecostal, que irrumpe en las iglesias cristianas con mucha fuerza y muchos elementos en común. Este movimiento pone el acento en la acción del Espíritu Santo en la vida de las personas y las comunidades, invitando a desarrollar los carismas particulares, que deben actuar todos en la edificación del cuerpo del Señor. Las sanaciones, exorcismos, milagros, que produce la fuerza liberadora del Espíritu y la expresión alegre de la celebración litúrgica, son características de este movimiento, que encuentra un desarrollo claramente notorio en los continentes más empobrecidos: África, Asia y América Latina.

Las dinámicas espirituales de esta etapa final de nuestro recorrido, han puesto su acento en la búsqueda de la comunión con Dios, con los hermanos y con la creación. Ya no solo se trata de buscar a Dios, sino de participar con él de su vida… ya no solo se trata de realizar muchas acciones de caridad, para llevar adelante la misión del Hijo, sino de comulgar con él en su acción. Ya no solo se trata de entrar en comunión con Dios y con los demás, sino que hemos descubierto la importancia de entrar en comunión también con la creación, haciéndonos responsables de nuestro entorno. Desde esta perspectiva, se van abriendo propuestas espirituales que tienen un sentido más ecuménico, más abiertas al diálogo con otras religiones y otras culturas, centradas sobre todo en los más débiles de la sociedad, en los más pobres, en los marginados y rechazados de nuestra sociedad, estando atentos al surgimiento de nuevas subjetividades que se convierten en llamadas de Dios para construir la comunión.

Conclusión

En el intento por reconstruir la historia de la espiritualidad cristiana, hemos querido seguir la dinámica que se vive al interior de la misma Trinidad, entre el Dios-Padre Creador que está siempre dejándose buscar por el hombre, el Dios-Hijo que se revela en la historia a través de su misión y el Dios-Espíritu Santo, que construye permanentemente la comunión con Dios, con los demás y con la creación.

Estamos convencidos de que esta dinámica de Dios, puede ayudar a entender la historia de la espiritualidad cristiana, pero no puede encerrarla de modo definitivo. El Dios que nos busca y que se deja buscar, ha estado y estará siempre presente a lo largo de la historia que hemos intentado recoger. El Dios que invita a compartir su misión, especialmente atendiendo de modo preferencial a los miembros más heridos del cuerpo de Cristo, siempre necesitará de nuestro apoyo para continuar esa tarea inmensa de sanar a los más débiles y dar vida a los que lo necesitan. El Dios que construye siempre la comunidad y que nos hace instrumentos suyos para realizar esta comunión en medio del mundo, con él mismo, con los demás y con toda la creación, siempre estará trabajando en nosotros y con nosotros en esta obra.

Herman Rodriguez Ozorio, SJ. Pontificia Universidad Javeriana. Texto original castellano.

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Mística y psicoanálisis

Sumario

1 La experiencia mística

2 Freud y la experiencia mística

3 El fundamento materno de la experiencia mística

4 La experiencia mística como forma sustitutiva de satisfacción sexual

5 La experiencia mística como vivencia regresiva de tipo psicótico

6 Referencias

 1 La experiencia mística

La experiencia mística puede ser definida como una vivencia de superación de los límites del yo acompañada del sentimiento gozoso de comunión con el todo circundante identificado con lo divino. En otras palabras, se trata de una experiencia extática de transposición de los límites entre el yo y el no-yo y de unión amorosa con Dios, con el que se forma una sola cosa.

En “Las variedades de la experiencia religiosa”, William James (1842-1910), el “padre” de la psicología de la religión, se inclinó sobre la experiencia mística, enumerando sus características. Éstas, en su opinión, son cuatro: la inefabilidad, la calidad noética, la transitoriedad y la pasividad. La experiencia mística excede lo que se consigue poner en palabras; implica alguna forma de iluminación intelectual; es fugaz, momentánea, pasajera; y supone, en el que la vivencia, una actitud de entrega.

2 Freud y la experiencia mística

Aunque fuese ateo, Sigmund Freud (1856-1939), el creador del psicoanálisis, fue un hombre fascinado por el estudio de la religión. Los dogmas, la moral, la liturgia, la iglesia, la mística, nada de eso quedó fuera de su escrutinio del fenómeno religioso.

La interpretación freudiana de la experiencia mística se puede encontrar en el comentario hecho por Freud, en El malestar de la civilización, del llamado “sentimiento oceánico”. Por “sentimiento oceánico”, se entiende un sentimiento de profunda unión con el mundo circundante, como si no hubiera fronteras entre uno mismo y el todo.

Según Freud, el sentimiento oceánico es simplemente el sentimiento primitivo del yo conservado en la edad adulta. De hecho, el bebé no distingue entre su cuerpo y el seno materno, el propio yo y los objetos, el interior y el exterior, lo de dentro y lo de fuera. Originalmente, el yo del bebé abarca todo; más tarde, él separa de sí mismo el mundo exterior. Algo de ese sentimiento del yo primario puede, sin embargo, ser conservado, en algún recuerdo, incluso en la edad adulta, pudiéndose retroceder a esa organización.

Al analizar el sentimiento oceánico, Freud no insistió particularmente en el carácter materno del mismo. Pero apuntó en esa dirección cuando observó que ese sentimiento es heredero de la indiferenciación entre el cuerpo del bebé y el seno de la madre.

3 El fundamento materno de la experiencia mística

Con su comentario del sentimiento oceánico, Freud inauguró una tradición en psicología de la religión que concibe la relación del niño con la figura materna como el fundamento psicológico de la experiencia mística.

En rigor, psicológicamente hablando, las figuras materna y paterna contribuyen ambas a la construcción de la imagen de Dios y al tipo de relación que con él se establece. En efecto, como objeto mental, Dios no surge en el psiquismo del sujeto de un modo espontáneo, directo, natural, instintivo. La idea de Dios no brota en el espíritu del niño por generación espontánea. La relación del ser humano con Dios, el Otro, está condicionada por su relación con los demás, empezando por los padres. La relación primitiva del niño con los padres es el soporte básico de la configuración de la imagen de Dios. La génesis de la representación que el ser humano hace de Dios es, pues, mediada por las figuras materna y paterna.

La religión posee, por lo tanto, dos polos fundamentales, dos ejes estructurantes: el materno y el paterno. Las figuras de la madre y del padre plasman, de un modo igualmente importante, el sentimiento religioso y la imagen de Dios en el corazón del ser humano. Los ejes materno y paterno de la experiencia humana de Dios son correlativos, respectivamente, de las vertientes mística y profética de la religiosidad.

La relación del niño con la madre es la condición de posibilidad de la vertiente mística de la religiosidad. En la configuración de la experiencia religiosa, el eje materno contribuye con las bases psicológicas del anhelo místico. La dimensión materna responde, pues, por el deseo de Dios, constituyéndose en la infraestructura psíquica de la dimensión amorosa de la experiencia de Dios. La relación unitiva del niño con la madre es el “lecho”, por así decir, de la experiencia mística.

Mediante el símbolo paterno, a su vez, Dios gana un nombre, una forma y una representación. Lo paterno tiene que ver también con la dimensión normativa de la religiosidad. La transformación de la realidad histórica circundante en el Reino de Dios corresponde, pues, al polo paterno de la experiencia religiosa.

4 La experiencia mística como forma sustitutiva de satisfacción sexual

La interpretación psicoanalítica de la experiencia mística, al mismo tiempo que revela los fundamentos psicológicos de la misma, plantea también importantes cuestionamientos sobre su naturaleza. Dos cuestiones se destacan. La primera es la opinión de que el goce místico sería sólo una forma sustitutiva de placer sexual. De hecho, no pocos místicos utilizan un lenguaje nupcial, cuando no francamente erótico, para describir su experiencia de unión amorosa con lo divino. La segunda es el punto de vista de que la experiencia mística sería una vivencia regresiva de tipo psicótico, una especie de restablecimiento de la relación dual con la madre. Ambas cuestiones, como se ve, ponen bajo sospecha la autenticidad de la experiencia mística.

Para empezar, ¿qué decir de la opinión de que el éxtasis místico equivale a un orgasmo sustituto? A este respecto, hay al menos tres reacciones posibles.

La primera de ellas rechaza la interpretación sexual de la experiencia mística, argumentando que el recurso por los místicos al vocabulario erótico tiene un carácter meramente lingüístico, metafórico. James representa ese punto de vista. Según el profesor de Harvard, el lenguaje de la experiencia religiosa, a falta de mejor alternativa, recurre, de hecho, al vocabulario erótico, nupcial, amoroso. Pero también usa el lenguaje del comer, del beber e incluso de la función respiratoria. Nadie jamás sostuvo, sin embargo, que la experiencia espiritual fuera una aberración de la función digestiva o una perversión de la función respiratoria. El lenguaje religioso simplemente se viste con los pobres símbolos que la vida común ofrece, explica el padre de la psicología de la religión.

Una segunda posibilidad consiste en admitir, sí, la naturaleza sexual de la experiencia mística, rechazando, sin embargo, la conclusión de que eso descalifica la vivencia en cuestión. Admitir la naturaleza libidinal del amor que los seres humanos dedican a Dios significa sólo decir que los hombres aman a Dios con el amor que tienen para amar. No hay una forma VIP de amor, diferente del amor sensual, separado, más digno, sublime, y que esté a nuestra disposición cuando se trata de amar a Dios. Reconocer, pues, el carácter sexual de un éxtasis místico no significa descalificarlo, sino, lejos de eso, humanizarlo. Es esta, por ejemplo, la opinión de Paul Tillich (1886-1965) teólogo luterano, de Antoine Vergote (1921-2013), sacerdote diocesano y célebre psicólogo de la religión, y de Carlos Domínguez Morano (1946-), padre jesuita y psicoanalista, autor, entre muchos otros libros, de Experiencia mística y psicoanálisis.

Una tercera posición, por fin, es la de Jacques Lacan (1901-1981). Para él, la experiencia mística no es sexual; ella está más allá – o, quizá, más acá – de lo sexual. El psicoanalista francés distingue entre dos formas de goce. Una de ellas coincide con lo que se entiende habitualmente por “placer” o “satisfacción”; la otra, sin embargo, tiene otro alcance. Así, por un lado, hay el llamado “goce fálico”; pero hay también Otro goce, más allá del falo: el llamado “goce del Otro”.

El goce fálico es el goce al que el sujeto es introducido por la operación de la metáfora paterna. Se trata de un goce de naturaleza sexual. El goce fálico es el goce del significante, o sea, es una forma de goce que se sitúa en el orden del lenguaje, perteneciendo al registro de lo simbólico. El goce del Otro, a su vez, es un goce anterior a la castración simbólica. Él no es, propiamente hablando, sexuado. Escapa al significante, está fuera del lenguaje, perteneciendo, así, al dominio de lo real.

El goce fálico es un goce mediado, limitado, circunscrito a las zonas erógenas, parcial, insatisfactorio. Se trata de un goce mortificado, desnaturalizado. Él se encuentra en el campo de lo decente. El goce del Otro es el goce del cuerpo en su pulsación animal. Se trata de un goce originario, mítico. Se trata de un goce inmediato, ilimitado, desbordante, excesivo, enigmático. Él pertenece a lo inefable.

Dicho esto, localizamos a algunos sujetos. El hombre está encerrado en la modalidad fálica de gozar. El goce fálico es un goce masculino. El psicótico, como consecuencia de la forclusión del nombre del Padre, no tiene acceso al goce fálico, pero goza fuera del significante. La mujer, a su vez, es no-toda inscrita en el orden fálico. En parte, ella está en ese orden; pero, por otra parte, no. La mujer tiene, pues, acceso a una forma suplementaria de goce. El místico, en fin, como la mujer, frecuenta la región del goce del Otro.

En esa medida, para Lacan, el goce místico no es sexual. No se trata, dice él, en la mística, de una cuestión de sexo, de un sustituto del orgasmo, sino de un goce que está más allá – más acá- de lo sexual.

5 La experiencia mística como vivencia regresiva de tipo psicótico

La experiencia mística puede considerarse como aquello que hay de más adelantado en materia de progreso espiritual, el punto culminante de una escalada, el término de un largo proceso de crecimiento. Para muchos psicoanalistas, sin embargo, la experiencia mística es exactamente lo contrario: se trata de un fenómeno psicopatológico de carácter regresivo; se trata de una reedición de la relación fusional con la madre que hace pensar en la psicosis. Se plantea, pues, la segunda cuestión arriba anunciada: la sospecha sobre el carácter psicótico de la experiencia mística.

En respuesta a esta objeción, varios autores insistieron en la diferencia entre la mística y la psicosis, ofreciendo, además, criterios para discernir – o hacer un diagnóstico diferencial – entre una cosa y otra. A continuación, enumeramos 16 diferencias entre la mística y la psicosis o, lo que es lo mismo, 16 indicadores de la autenticidad de una experiencia mística. Comencemos por la dinámica de la relación de lo místico – o de lo psicótico, pseudomístico – con Dios – o con lo que llama “Dios”.

[1] Para el pseudomístico, Dios es, sobre todo, un objeto de cuya posesión él goza. Habiendo hecho de Dios un objeto para la satisfacción de su deseo, el falso místico, por así decir, “lo devora”. El místico auténtico, por su parte, reconoce a Dios como otro libre e independiente; no lo trata como un objeto supuestamente capaz de satisfacer su deseo.

[2] El falso místico establece con Dios una relación de tipo fusional. Él tiende a perderse, disolver, eliminar su propio yo en la relación con lo divino. El verdadero místico, a su vez, preserva su condición de ser separado y, a partir de ella, establece un vínculo amoroso con Dios, reconocido como alteridad. Su yo y lo divino no se funden en una sola cosa, sino que permanecen distintos.

[3] El pseudomístico exige la presencia ininterrumpida de Dios, el objeto de su deseo, y requiere la permanencia constante del goce de la fusión. Él no tolera la ausencia de Dios, no soporta la falta del objeto divino, no admite la distancia de aquel que lo satisface, no asume, en fin, su condición de ser separado. El místico auténtico, por su parte, acepta con serenidad las aparentes ausencias de Dios y, por consiguiente, la inevitable alternancia entre unión y separación, presencia y ausencia, consuelo y desolación, palabra y silencio, luz y tinieblas, compañía y soledad, plenitud y vacío, goce y aridez, tierra fértil y desierto, etc.

Al reunir estos tres primeros puntos, podemos entonces afirmar que, para el falso místico, Dios es un objeto de cuya posesión goza, con el que desea fundirse y cuya ausencia no tolera. Para el verdadero místico, a su vez, Dios es otro libre e independiente, con quien él desea unirse amorosamente y cuyas aparentes ausencias acepta con serenidad.

En líneas generales, esa es la diferencia fundamental en el modo en que uno y otro se relacionan con lo divino. Es fácil percibir que el verdadero místico se posiciona a partir de su castración simbólica, es decir, de su condición de ser en falta, mientras que el psicótico, pseudomístico, se caracteriza por el rechazo de esa misma castración. Hecha esta descripción de carácter general, pasemos a algunas otras diferencias de tipo más específico.

[4] Una experiencia mística se da a partir de la iniciativa del yo del místico, que se dispone a ella, y, en cierta medida, sucede bajo su control. Siendo en parte deliberado, el arrebatamiento místico es reversible. La separación de la realidad externa es temporal, permaneciendo, hasta cierto punto, bajo el dominio de quien hace la experiencia. Un brote psicótico, a su vez, es algo incontrolable, involuntario, que se impone de forma invasiva. No está en poder del individuo psicótico volver a su estado habitual tan pronto como lo desee.

Es verdad que el místico no es capaz de producir la experiencia de unión con Dios a su antojo. Pero está en sus manos la iniciativa de disponerse para que suceda; y las técnicas de meditación sirven exactamente para eso. Una vivencia psicótica, a su vez, captura a la persona que pasa por ella de una forma totalizante. Como un tsunami psicológico, ella arrastra al sujeto, no le deja alternativa. No hay, pues, control alguno; la pasividad es completa.

[5] La duración de una vivencia mística suele ser corta. Como vimos, según James, la transitoriedad es una de las principales características de la experiencia mística. En contraste con esa brevedad, una vivencia de carácter mórbido normalmente tiene una duración prolongada. No sólo suele durar mucho, sino que puede simplemente no terminar, configurándose como un cuadro permanente e irreversible.

[6] En lo que concierne a los fenómenos extraordinarios, las alucinaciones auditivas son típicas de los brotes psicóticos, teniendo un carácter central en la psicosis paranoica. En una experiencia mística, sin embargo, habiendo algún fenómeno de esa naturaleza, suele ser de naturaleza visual, no auditiva. En el terreno de la mística, los elementos visuales prevalecen sobre los acústicos, al contrario de lo que ocurre en el campo de la psicosis, donde las alucinaciones auditivas son más frecuentes.

Además, las visiones místicas suelen involucrar a figuras de carácter benevolente, en vez de representaciones agresivas, terroríficas, paranoides, como acostumbra a suceder en la psicosis. Las alucinaciones psicóticas suelen ser bizarras y tienen un carácter desorganizado, a diferencia de lo que habitualmente ocurre cuando se trata de una vivencia mística.

Se añade también que, en las experiencias místicas, cuando hay visiones, voces, etc., se perciben como algo de naturaleza mental, psicológica, mientras que, tratándose de una vivencia psicótica, los elementos sensoriales presentes son percibidos como algo real, incluso corpóreo.

[7] La persona que hace una experiencia mística cree en el contenido de su vivencia, pero sin excluir la posibilidad de la duda. Cuando las creencias en juego tienen un carácter indubitable, adhiriéndose a ellas con absoluta certeza, se trata, con más probabilidad, de un fenómeno psicopatológico.

[8] Tanto la mística como la psicosis tienen que ver con la feminidad. Los místicos, por su parte, normalmente son mujeres u hombres identificados femeninamente. De hecho, no es posible mantener un papel viril ante Dios. En la unión mística, el “hombre” de la relación, por así decirlo, es siempre lo divino; el místico, sea él del sexo masculino o femenino, hace las veces de “mujer”. La psicosis, a su vez, se caracteriza por el fenómeno del “empuje a la mujer”, poseyendo relaciones estrechas con el transexualismo. Esta atracción que la identidad femenina ejerce sobre el psicótico parece derivarse de una identificación precoz y completa del sujeto con la madre. Hay, sin embargo, una diferencia crucial en el modo en que el santo y el loco se identifican con lo femenino: el místico feminiza su alma, metafóricamente; el psicótico feminiza el propio cuerpo, de una forma literal.

[9] La calidad de los sentimientos que acompañan a una y otra experiencia también es diferente. Las experiencias místicas dejan tras de sí un rastro de sentimientos positivos, sobre todo, una profunda sensación de paz; las vivencias psicopatológicas, a su vez, están asociadas a sentimientos negativos.

[10] Aunque viva una profunda experiencia de inmersión en Dios, el místico conserva su yo y su identidad. Más que eso, la experiencia mística suele proporcionar al sujeto un enriquecimiento de su personalidad, teniendo, pues, un carácter integrador. La regresión psicótica, por su parte, tiene un efecto desintegrador sobre la personalidad del individuo, resultando en un estado de desorganización psíquica. Ella tiene un carácter caótico y confusional, provocando daños irreparables al sentido de identidad y al yo del sujeto.

En otras palabras, tratándose de la identidad de la persona, las experiencias místicas integran, organizan, estabilizan, promueven, enriquecen, fortalecen, hacen crecer. Las vivencias psicopatológicas, a su vez, desintegran, desorganizan, desestabilizan, destruyen, empobrecen, debilitan, echan a perder. Aquéllas son humanizantes; éstas, desestructurantes.

[11] Un místico auténtico suele ser un individuo exitoso socialmente, él mantiene el lazo social. Suficientemente adaptado, capaz de cultivar vínculos afectivos y relacionarse positivamente con los demás, es una persona inserta en la comunidad de los hombres, mostrándose capaz de amar y trabajar. Un psicótico, a su vez, normalmente es desajustado desde el punto de vista social.

Esta distinción se armoniza con el hecho de que el contenido de una experiencia mística suele encuadrarse en una doctrina religiosa compartida, mientras que el contenido de una vivencia psicopatológica a menudo tiene un carácter extraño.

[12] Con frecuencia, una persona que hace una experiencia mística busca compartir sus vivencias con los demás. El místico suele escribir sus experiencias o las cuenta a otra persona, demandando así el testimonio de un tercero. En el caso de un fenómeno psicopatológico, el sujeto no presenta la misma demanda, mostrándose, al contrario, desconfiado y reservado cuando se trata de dar informaciones sobre ella.

[13] Un verdadero místico mantiene el vínculo con la realidad y da muestras de habilidad cuando se trata de actuar eficazmente sobre ella. Un místico auténtico suele presentar una notable capacidad de acción y un admirable espíritu práctico; no es raro, es capaz de concebir y realizar grandes empresas. Un psicótico, por su parte, suele girar la espalda al mundo real, mostrándose un tanto incómodo cuando se trata de actuar sobre él.

[14] Por último, quizás el criterio más importante para evaluar la autenticidad de una vivencia mística sea ver sus efectos sobre la persona en cuestión: “Por el fruto se conoce el árbol” (Mt 12,33, Mt 7,16.20). Apreciar el valor de una experiencia en base a sus consecuencias es un procedimiento recomendado por San Ignacio de Loyola (1491-1556). James, a su modo, también adoptó ese criterio.

El verdadero misticismo estimula el crecimiento en el bien y la elevación ética de la persona. Cuando la experiencia de Dios es verdadera, tiende a ser transformante; ella tiende a cambiar enormemente a la persona que hace la vivencia – y a cambiarla para mejor. La autenticidad de una experiencia mística puede, pues, ser estimada por sus resultados.

[15] En particular, el verdadero misticismo fomenta el altruismo, la apertura hacia los demás, la salida de sí mismo y el crecimiento de la capacidad de amar. En una regresión de tipo psicótico, se trata de un restablecimiento del narcisismo primario, lo que se traduce en el cierre del individuo en sí mismo. El psicótico se cierra, pues, egocéntricamente sobre sí mismo, al contrario del místico auténtico, que se siente impulsado hacia el otro. La dinámica del misticismo es centrífuga; la de la psicosis, centrípeta.

[16] Para concluir, se añade que las experiencias místicas no suelen estar asociadas a otros elementos de carácter mórbido. Una vivencia psicopatológica, a su vez, normalmente no es un fenómeno aislado, sino que viene acompañada de otros síntomas indicadores de trastorno mental.

Por todo lo que se ha dicho, como se ve, se pueden levantar graves y fundadas sospechas sobre el valor de la experiencia mística, y es importante conocerlas y tomarlas en serio. Pero hay también criterios satisfactorios para identificar el verdadero misticismo, lo que nos impide descartar las vivencias místicas como fenómenos puramente patológicos.

Ricardo Torri de Araújo, SJ. PUC Rio (Brasil). Texto original en portugués.

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Patrística – Patrología

Sumario

1 Nomenclatura

2 Clasificación y tendencias

3 Hermenéutica Patrística

4 Referencias

El interés por la ensenãnza de los Padres de la Iglesia marca el tiempo actual por medio del retorno a las fuentes originales del cristianismo. Como antecedente determinante junto al movimiento litúrgico, el movimiento patrístico fue fundamental para la convocación y celebración del Concilio Vaticano II, que no cesó de afirmar el valor incuestionable de los Padres de la Iglesia para la renovación de la fe en los días actuales. Al lado de la historia de los dogmas, la Iglesia cree en la contribución de los Padres de la Iglesia para “la interpretación y la transmisión fiel de cada una de las verdades de la Revelación” (cf. Optatam Totius n.16).

1 Nomenclatura

Con los avances de la investigación teológica, las terminologías elementales relacionadas a las Ciencias Patrísticas se multiplicaron y se diversificaron, de manera que la concepción de los conceptos terminó por ser redefinida, haciendo que el término “patrística” reuniera elementos conceptuales más abarcadores. Hasta entonces, era común decir que la patrística era el estudio que se ocupaba del pensamiento teológico de los padres de la Iglesia, mientras que la patrología se mantenía en la perspectiva de la investigación sobre la vida y los textos de los mismos autores (cf. Cong. Educação Católica, 1990, n.49). De esta forma, patrística se redefine como el término técnico utilizado para determinar la ciencia responsable por analizar e interpretar el conjunto de los documentos antiguos entre el siglo I A.D. y las primeras señales claras de la metodología medieval.

Paralela a las fuentes bíblicas que componen el material de una ciencia propia para el estudio de las Sagradas Escrituras, la documentación de esta fase patrística también puede ser clasificada como fuentes patrísticas, lo que será establecido por el material literario, iconográfico, topográfico, epigráfico o arqueológico cuando estas informaciones se relacionen y representen elementos que eluciden la realidad social o religiosa de aquel período.

Por definición, cabe a la arqueología cristiana identificar, decifrar y explicar las fuentes cristianas más antiguas encontradas, por ejemplo, en los sarcófagos, en las catacumbas, cuando ellas comienzan a identificar la presencia del fenómeno religioso cristiano en las estatuas, en los objetos comunes de la vida antigua en gran escala y en la función que las diferentes edificaciones poseían para el culto, domicilio, administración, caridad social, entre otros. La lápida fúnebre de Abércio se asocia a los más importantes descubrimientos arqueológicos de todos los tiempos y lidera la lista de los documentos más valiosos para el cristianismo (MORESCHINI, 1995, p.307). El Obispo de Hierápolis murió en 216 dC. Tres años antes de su muerte, mandó construir la propia inscripción mortuaria, enriqueciéndola de alusiones cristológicas y eclesiológicas, transmitiendo un sentimiento claro de devoción a las iglesias diseminadas por el mundo en relación a la iglesia romana, discursando sobre la eucaristía y sobre un posible grupo homogéneo de textos paulinos y, finalmente, fechándola y firmándola. Por eso, la lápida de Abércio también es llamada Regina Scriptarum, encontrándose en el acervo permanente del museo paleocristiano del Vaticano.

A su vez, el concepto “patrología” debe ser entendido como el producto dogmático y el contenido ortodoxo presente en las enseñanzas de los escritores antiguos, independiente de su función dentro o fuera del ámbito eclesiástico. Por otro lado, frente a los movimientos innovadores y heréticos que establecieron una relectura independiente, distorsionada y falsa de las enseñanzas que Jesús y sus Apósteles habían instituido, la comunidad de los fieles cristianos entendió que el criterio de autenticidad incontestable a seguir era el criterio “antigüedad cristiana”, cuya aplicación no se basaba tanto en aspectos temporales, sino en los elementos fundamentales de la verdad doctrinal establecida por las raíces judaicas y cristianas.

Ya la terminología “Padres de la Iglesia” fue cuñada por primera vez en el contexto protestante por el teólogo alemán Johann Gerhard, en el año 1637, con la finalidad de defender una presupuesta antigüedad de los conceptos teológicos de los Reformadores contra los dogmas católicos. Reevaluando este concepto a partir del criterio de antigüedad cristiana, la Iglesia Católica lo incorporó en su lenguaje teológico, para indicar la autenticidad de la fe cristiana verificada en el desarrollo de la doctrina católica. En Brasil, Padres de la Iglesia se transformó en la traducción utilizada con más frecuencia por las editoras y autores católicos, mientras que los libros y artículos protestantes tienden a traducir el mismo término por “Padres de la Iglesia”. Se comprende “Historia de la Iglesia” como la forma de reconstrucción aproximada de los eventos de la antigüedad cristiana cuyas menciones se fundamentan en datos literarios presentes en documentos antiguos. Aún, esta reconstrucción patrística exige cautela para que los conceptos antiguos no sean mal interpretados o sean aplicados a las situaciones actuales como reglas generales, ya que el acceso de los mismos eventos históricos a través de la literatura se limita a basarse en aproximadamente veinte por ciento de los documentos cuyos títulos fueron citados en los libros de los Padres de la Iglesia, lo que quiere decir que ochenta por ciento de los libros citados por los escritores antiguos no llegaron hasta nosotros (GRECH, 2005, p.37).  Algunos errores se volvieron comunes en la evaluaciones de las fuentes patrísticas, sea por el anacronismo, cuando el juicio es realizado fuera del contexto en el que el texto fue escrito, o sea cuando un dato del pasado es propuesto de manera arbitraria por el fundamentalismo histórico de aquellos que intentaron retomar situaciones pasadas ya obsoletas o estructuras caducas.

Se habla también de “Literatura patrística” para designar las formas literarias investigadas por aquellos que buscaban entender las reglas de la tipología, de las alegorías, de la retórica y de la pedagogía que amplían y posibilitan mayor entendimiento de aquello que los escritores antiguos querían decir al redactar sus textos. Obras originales y traducciones valiosísimas enriquecen el conjunto de la Literatura patrística en un escenario lingüístico tan vasto como los límites geográficos del cristianismo antiguo. Estas obras fueron producidas en las siguientes lenguas: griego, latín, siríaco, copto, armenio, etíope, georgiano, árabe y paleoslavo (GRECH, 2005, p.37).

2 Clasificación y tendencias

En general, los criterios para identificar un Padre de la Iglesia son la antigüedad, aprobación eclesiástica, santidad de vida y ortodoxia (SANTINELLO, 1973, p.6). Al principio, los límites del período patrístico eran establecidos hasta Isidoro de Sevilla (…636) para Occidente y hasta Juan Damasceno (…749) para Oriente. Sin embargo, al percibir la continuidad y la evidencia de la metodología patrística en períodos que alcanzan la producción literaria de la corte de Carlos Magno, estudios recientes revisan estos límites, proponiéndolos hasta el siglo IX (LUISELLI, 2003, p.9-17).

Los Padres Apostólicos son los primeros personajes de la patrística, así denominados porque eran discípulos de los Apóstoles de Cristo. Las principales y más antiguas obras son: “La Carta de Bernabé”, “El Pastor de Hermas”, las cartas de Clemente de Roma, las epístolas en siete obras de Ignacio de Antioquia, las cartas de Policarpo de Esmirna, “Papales” y la “Didaché”, también conocida como la “Doctrina de los Apóstoles”. Se desataca, así, el enfoque dado a las estructuras y a las reflexiones eclesiásticas de estos textos, de los que pueden ser extraídas informaciones importantes sobre los aspectos sociales que incluían las reuniones de los cristianos en sus celebraciones domiciliares y el vasto escenario de los ministerios ejercidos en estas celebraciones. El tema de la importancia irrefutable del episcopado aparece constantemente tratado en estas obras. Así, en los escritos de los Padres Apostólicos se nota que los estudiosos normalmente llaman de auto-conciencia cristiana, o sea, el modo por el cual los cristianos se alejaban de las prácticas religiosas del paganismo, del gnosticismo y del judaísmo, formando así una religión con elementos claramente distintos.

La generación sucesiva enfrentó las grandes persecuciones del Imperio Romano en el segundo siglo, mientras que los cristianos eran acusados de oposición al orden público (pax deorum), ya que los fieles de la Iglesia se oponían a ofrecer sacrificios a los dioses paganos, negándose a observar los principios gubernamentales por medio de los cuales se creía que fuese preservado el bienestar de los ciudadanos. La apologética cristiana nace de la necesidad de defender los acusados del cristianismo en los tribunales de la persecución. En cuanto a los autores apologetas o apologistas, son citados Justino, Taciano, Atenágoras, Melitón de sardes, Irineo de Lyon, Hipólito de Roma, Orígenes, Tertuliano, Cipriano, Lactancio, entre otros.

Después del período más duro de las persecuciones alrededor del final de tercer siglo, la comunidad primitiva tuvo que preocuparse en salvaguardar la fe frente a la intensificación de las cuestiones teológicas y políticas. Así, Orígenes y Clemente de Alejandría promueven sus obras en Oriente, en cuanto en Occidente, ya latinizado, surgen importantes obras como las redactadas por Tertuliano. Muchas cuestiones permanecen abiertas dada la dificultad y la oscuridad para las que los textos bíblicos no ofrecían mayores explicaciones. De esta manera, la tipología, en cuanto anticipación de los eventos históricos, y la alegoría, en cuanto significado de los elementos de los textos (SIMONETTI, 1985, 14) muestran, por ejemplo, que Jesús muere con la corona de espinas, como fuera anticipado tipológicamente por el cordero que aparece preso en los arbustos en el sacrificio de Isaac, o que el cordón – manta o paño para Clemente de Roma y otros – de color rojo que Raab colgó sobre su ventana representaría la alegoría de la sangre de Cristo para la salvación de los pescadores. Todavía, no todos los términos bíblicos comprenden el vasto contenido del misterio revelado por Cristo a su Iglesia, como puede ser observado durante la polémica ariana, motivo por el cual el Concilio de Nicea fue proclamado por el Emperador Constantino, en 325. La cuestión que colocó Ário y los cristianos de doctrina ortodoxa unos contra los otros hablaba sobre la divinidad y sobre la procedencia de Jesús Cristo del Padre, en forma de terminología bíblica insuficiente que los opositores presentaban para defender su opinión. Para los padres conciliares de Nicea, la mejor forma de resolver aquel impasse fue la promulgación de un símbolo de fe, o sea, la producción de directrices que aclaren el modo ortodoxo de creer y de enseñar la fe de la Iglesia. Todos los esfuerzos de los padres conciliares trajeron a la luz el término “consustancial”, que no se encontraba en la biblia, pero que se utilizaba para ayudar en el discernimiento de la verdad que la Iglesia siempre había proclamado sobre la divinidad del Hijo de Dios. Entre los Padres más famosos de este período, se destacan Eusebio de Cesarea, Atanásio e Hilario de Poitiers.

También fueron notorios los Padres de Capadocia – Basilio Magno, Gregorio de Níssa, Gregorio Nazianzeno y Juan Crisóstomo – que ejercieron un papel fundamental para el entendimiento de la fe trinitaria en la segunda mitad del siglo IV. De hecho, en la obra “Contra Eunómio”, de san Basilio, aparece claramente la cuestión sobre la divinidad del Espíritu Santo, contra cuya visión los herejes establecían que, así como el Hijo, el Espíritu Santo también era una criatura da divinidad. Los capadocios respondieran a las amenazas contra el Espírito Santo y se tornaran referencias esenciales para el Concilio de Constantinopla, en 381, en el que fue proclamado el símbolo que hasta hoy es conocido como credo niceno-constantinopolitano.

Después de los concilios de Nicea y Constantinopla, se celebró, en Éfeso, el concilio que puso en discusión, entre otros temas, el dogma de theotókos, sobre María, Madre de Dios, en el año 431. Con esto, el cristianismo quedó dividido entre aquellos que aceptaban la interpretación ortodoxa de Cirilo de Alejandría, por la cual el concilio de Éfeso declaró que María es la madre de Dios, y la postura herética de Nestorio, que insistía en negar la maternidad de María en relación a la divinidad de Cristo, por eso, la Virgen solo debería ser conocida como “madre de Cristo” en la opinión de los herejes. Los problemas teológicos inherentes a esta cuestión eran típicamente cristológicos, mientras el entendimiento de los nestorianos promovía grandes obstáculos para la comprensión de la verdadera divinidad de Cristo, repitiendo así los errores del arianismo y del sabelianismo. Vencido por los argumentos de Cirilo, Nestorio fue depuesto de la sede de Constantinopla. Infelizmente, el nestorianismo recibió diversos adeptos por toda la antigüedad.

En el inicio del siglo quinto, la literatura latina de la Iglesia fue enriquecida por las obras de Ambrosio, Agustín y Jerónimo. Es la fase en la que las autoridades eclesiásticas, o sea, los obispos, se depararon con situaciones sociales importantes para la contextualización y el desarrollo de la vida de la Iglesia: a) el Imperio Romano organiza su administración gubernamental a partir de los principios cristianos establecidos por el edicto de Teodosio, en 380, que instituía definitivamente el cristianismo como religión oficial del Imperio. Además, en relación a la importancia dada al edicto de Milán, decretado por el Emperador Constantino, en 313, no se puede olvidar que ese edicto preveía apenas la legalidad del cristianismo hasta aquel momento. El edicto de Milán decía que era lícita la religión cristiana, mientras que el edicto de Teodosio la transformaba en oficial para el ciudadano romano. b) se refuerza la devoción a los mártires, con la regularización promovida por los obispos, cuando sus reliquias son transferidas de las catacumbas a los altares de las Iglesias, instituyendo así el culto de la devoción a los santos, a partir de la perspectiva de quien había vivido la integridad de la fe cristiana en todas sus exigencias. c) en 410, los bárbaros llegaron a Roma y determinaron así, con su desplazamiento, una nueva forma para las ciudades del Imperio Romano. Con esto, las necesidades pastorales y teológicas sufrieron consecuencias esenciales que determinaron el camino que la Iglesia luego eligió para su misión en el mundo.

Fue de suma importancia el Concilio de Calcedonia, en 451, que defendió contra los monofisitas la fe en Jesús Cristo por medio de la que se definía la unión de las dos naturalezas (humana y divina) en una sola persona, aclarando así lo que la Iglesia enseña sobre la unión hipostática. Siglos más adelante, en 681, el Concilio de Constantinopla III, puso fin a las dificultades del monotelismo y del monoenergismo. Finalmente, se multiplicaron las grandes homilías y tratados teológicos producidos por los santos padres a la luz de la gracia, de la vida moral y sacramental. En este sentido, Pascasio Radberto se incluye entre los autores del cierre del período patrístico con su grandiosa e importante obra sobre la eucaristía titulada De Corpore et Sanguine Domini, en 831.

3 Hermenéutica Patrística

Los Padres de la Iglesia reconocían de forma unánime las dificultades que surgieron de la lectura de las Sagradas Escrituras y que acabaron trazando sendas por las cuales creían que estas dificultades pudiesen ser superadas. Para ellos era fundamental respetar las leyes básicas de composición para entender el verdadero sentido que el autor bíblico habría dado a su texto. Por eso, en muchas ocasiones la solución para las dificultades bíblicas se apoyaba en el entendimiento básico que la gramática y la retórica daban a los mismos textos. Aunque las interpretaciones bíblicas fueran diversas, en relación a la exégesis contemporánea, desde los tiempos remotos del cristianismo los lectores de las Sagradas Escrituras eran instruidos a preguntarse sobre el género literario de los textos y la intención de los autores al escribirlos. La base para la investigación bíblica de los primeros siglos – como demuestra Irineo de Lyon – estaba en la evaluación de la veracidad del texto que los cristianos deberían usar, ya que se multiplicaban la pseudo literatura cristiana y los textos apócrifos. Entre otras determinaciones, la interpretación bíblica en este momento no podía prescindir de la regla de fe de la Iglesia. Ninguna propuesta de interpretación podría ser considerada válida si contradijese las enseñanzas de la fe cristiana, trasmitida por Cristo a sus Apóstoles y por los Apóstoles a las generaciones futuras.

En el tercer siglo, el lector de las Sagradas Escrituras es invitado a leer una misma perícope progresivamente según el sentido literario, que lo alerta sobre las circunstancias materiales allí descriptas; según el sentido ético, que lo coloca delante de los valores morales no necesariamente mencionados en el texto; en fin, según el sentido espiritual, valor verdadero para donde el texto inspirado quiere orientar cada hombre. La escuela de Alejandría – con Clemente y con Orígenes – fue la gran promotora de este método hermenéutico.

Entre las propuestas hermenéuticas patrísticas, se destacan las reglas de Ticonio, corregidas y explicadas por Agustín en el tercer libro de De Doctrina Christiana, donde el santo hiponense admite ser necesario partir de los textos claros – cuyo entendimiento no deja duda – para entender los textos oscuros. Según Agustín, no hay contradicción de ningún género entre los textos de las Sagradas Escrituras. Las dificultades nacen de la limitación del lenguaje humano, por el cual Dios quiso transmitir sus verdades. Según Agustín, el lector atento considera, por ejemplo, que todos los textos bíblicos traten de la unidad inseparable entre Cristo y la Iglesia, encontrando en esta unidad la respuesta a las dificultades y las aparentes contradicciones bíblicas.

En el proceso de la instrucción de la fe, el mistagogo desempeña la función de revelar al catecúmeno los misterios que éste debe abrazar en el momento del bautismo. Dadas las dificultades mencionadas anteriormente, el contenido de la fe cristiana es considerado arcano, o sea, que su transmisión prevé el acceso a las informaciones secretas (misterios), que apenas los iniciados, es decir, catecúmenos, podrían recibir. Veinticuatro catequesis mistagógicas de Cirilo de Jerusalén (…387) llegaron a los tiempos de hoy en grupos de textos que describían un período pre-catequético en el que los aspirantes eran llamados de “iluminados” y se les ofrecía una introducción al bautismo transmitida en una catequesis. El mayor grupo de textos, con 18 catequesis, era referencia para los encuentros que ocurrían durante la cuaresma. Finalmente, luego después del bautismo que era celebrado en la noche de Pascua, 5 catequesis eran destinadas a los neófitos en el intento de exponerles lo que hasta entonces eran capaces de entender.

André Luiz Rodrigues da Silva. PUC Rio. Texto original portugués.

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Cristianismo Moderno

Índice

1 El período moderno

2 Los descubrimientos y la expansión de la cristiandad

3 La evangelización de las poblaciones no cristianas

3.1 Los amerindios

3.2 Los pueblos de África

3.3 La esclavitud colonial y el catolicismo

4 Las Reformas

4.1 Las reformas protestantes

4.2 Las Iglesias Cristianas

4.3 Reforma Católica

4.4 Nuevas y viejas órdenes y congregaciones

5 La religiosidad popular latinoamericana

6 Referencias

1 El período moderno

En el inicio de lo que llamamos período moderno (a partir del siglo XV), una serie de instancias de la vida social, económica y política cambió drásticamente. Desde el cisma generado por el papado de Avignon, la autoridad de los papas venía siendo minada por el deseo de autonomía de los soberanos nacionales en sus Estados en formación. Esta transformación política, que substituye la descentralización característica del sistema feudal por una centralización, extrapola la esfera de la política estatal y se desdobla en otras áreas. Ejemplos de esta acción del Estado en otras esferas son el mercantilismo económico, que se basa en la prerrogativa real de estructurar la economía por medio de la concesión de monopolios y la preservación de los estancos reales; y el control progresivo que los monarcas ejercieron sobre el catolicismo o sobre el proceso de Reforma en sus dominios (liderando, como en Inglaterra, administrando, como en Francia, o impidiendo, como en el caso de los Ibéricos). Es posible pensar que hasta la geografía y la demografía cambiaron abismalmente con la integración de las Américas y de África en el sistema político, económico y religioso del Occidente moderno.

Este período finaliza con el advenimiento del liberalismo republicano, siendo hijo de la Ilustración que tiene inicio aun en el siglo XVII, con filósofos como John Locke e Thomas Hobbes, en Inglaterra. Estos pensadores rompieron el aura divina que legitimaba el poder de los reyes absolutistas. En sus textos, el gobierno monárquico surge como una necesidad de la vida en sociedad – Hobbes – y las distinciones nobiliarias ya no son más producidas por diferencias innatas, sino por construcciones sociales – Locke. El trabajo de estos filósofos prepara y ayuda a fundamentar el pensamiento iluminista del siglo siguiente. Aunque se diga poco sobre esto, los dos grupos, ingleses del siglo XVII y franceses del XVIII, operan con conceptos que ya eran usados por los teólogos del siglo XVI, como el dominicano Francisco de Victoria, considerado el fundador del derecho internacional, y el jesuita Luis de Molina (ZERON, 2011, p.203 et seq.). Ambos, así como otros teólogos de su época, operaban ampliamente con la idea de los derechos naturales, como los derechos inherentes a todos los hombres. Los jesuitas fueron inclusive acusados de propagar el regicidio por defender el derecho de oponerse a la tiranía, lo que sin duda contribuyó a su erradicación (ANDRÉS-GALLEGO, s.d., p.168 et seq.).

2 Los descubrimientos y la expansión de la cristiandad

El período moderno fue, sin duda, marcado por el cambio de finalidad de las relaciones de la cristiandad con el mundo externo a ella. Si en los principios del cristianismo y en el medioevo el escenario de tales relaciones fue el Mediterráneo, ahora los espacios privilegiados para estos encuentros serán el Atlántico y el Índico. Será por allí que los intercambios mercantiles y culturales pasarán a suceder con una frecuencia cada vez mayor. Nuevos pueblos serán conocidos, una nueva geografía será diseñada y nuevos desafíos al cristianismo también aparecerán.

Los nuevos contratos serán, en verdad, fruto de los viejos conocidos. La expansión europea se inicia con los portugueses, a partir de la expulsión de los moros que habitaban su territorio en la península Ibérica hacía siete siglos. Desde allí hasta Ceuta, en 1415, fue presentado el patrón de conjunción de la acción militar, con la expansión de la fe y de los objetivos mercantiles que marcaron las conquistas de la modernidad ibérica. Ceuta, una plaza comercial de gran importancia en el extremo norte de África, en el estrecho de Gibraltar, era la confluencia entre el mar conocido como lo nuevo y que funcionaba como una especie de esquina entre la península y las nuevas posibilidades africanas. Debido a esto, fue la punta de lanza de la búsqueda de nuevas regiones más al sur con ganancias potenciales. Se pasaba así de los moros a los pueblos animistas, también denominados paganos.

Sin embargo, fue sin duda con el infante D. Henrique, el navegador, que la expansión lusitana tuvo su mayor impulso. Este hijo del rey D. João I, el fundador de la dinastía de Avis (1385-1581), fue el articulador de la toma de Ceuta y de la consiguiente serie de conquistas que le prosiguieron. En la secuencia vinieron: las islas del Atlántico (archipiélago de Madeira, las Azores y las otras islas menores) y el pasaje del cabo Bojador, por Gil Eanes, en 1434, después fueron la desembocadura del río Senegal y el archipiélago del Cabo Verde, en 1456. Su nombre aparece explícitamente en la bula Romanus Pontifex, de Nicolau V, fechada en 1455, la cual, aún impregnada del espíritu de las Cruzadas, autoriza la conquista militar como mecanismo para la expansión de la fe sobre los sarracenos (musulmanes) y otros infieles (pueblos animistas subsaharianos)

Por el Mediterráneo, el comercio de los artículos que venían de Asia era monopolio de los italianos desde la cuarta cruzada (1202-1204), cuando fue fundado el reino latino de Constantinopla – hoy Estambul. Así, Europa estaba en la primera mitad del siglo XV inundada de productos oriundos de África, por la península Ibérica, y de Asia, por la península Itálica. Sin embargo, este cuadro muda drásticamente después que los turcos del Imperio otomano conquistaran la plaza mercantil de Constantinopla, en 1453, acontecimiento que fue utilizado por mucho tiempo como el marco fundamental del pasaje del medioevo hacia la edad moderna. Desde este momento en adelante, la incertidumbre por el abastecimiento y la subida de los precios se instalaron en los principales mercados consumidores de productos asiáticos (especias, vajilla, sedas y otros productos finos).

Se abre, así, la demanda por nuevas rutas comerciales para Oriente, ya sea por el Atlántico sur – pasando por el Cabo de las Tormentas -, con los portugueses, o buscando la circunnavegación de la tierra por parte de los españoles. Estos últimos, por haber concluido el proceso de expulsión de los moros y la unificación de las casas de Aragón y Castilla solamente en 1492, año en el que la mezquita de Córdoba cae en manos españolas, estaban en considerable desventaja frente a los lusitanos. Ciertamente fue por esto que la Corona española apostó una pequeña suma de dinero, si la comparamos con los voluminosos gastos de la corte madrileña, en una expedición de tres embarcaciones comandadas por Cristóbal Colón, quien partió rumbo a Occidente en ese mismo año.

El objetivo de la expedición de Colón era llegar al reino del gran Kan, presentado por Marco Polo en sus crónicas. El plan era simple, llegar al paralelo de las Islas Canarias, marco divisorio del océano Atlántico entre portugueses y españoles desde el Tratado de Alcaçovas, en 1479, y seguir para el oeste hasta las Indias. La base de los cálculos de Colón estaba completamente equivocada. Lo cual había sido advertido por los geógrafos de la Universidad de Salamanca. Sin embargo, es preciso que se aclare que, aunque estos estudios católicos son frecuentemente presentados como erróneos y débiles de entendimiento frente al visionario Colón, la realidad fue otra. Lejos de creer que la tierra era plana, los profesores de Salamanca se basaron en los cálculos de Eratóstenes, de la Grecia Antigua, quien calculó la línea alrededor del Ecuador como equivalente a aproximadamente 40.000 km (la medida exacta es 40.072 km). Mientras que Colón se basaba en los cálculos realizados por Ptolomeu de Alejandría, quien usó un método que lo indujo a error y llegó a un número aproximadamente 20% menor que el de Eratóstenes. Luego, el debate que antecedió la partida de las embarcaciones rumbo a oriente por occidente era sobre la viabilidad del viaje en términos de su duración; del tiempo que se quedarían a merced de los vientos y las olas, sin agua potable y sin puestos de abastecimiento. Sin embargo, fue a partir de este error que los europeos contactaron una nueva gama de poblaciones con individuos genéricamente llamados “indios”, ya que, una vez comprobado el equívoco cometido por el célebre navegador, quien creyó haber llegado al archipiélago de Japón (toda la porción del mundo al este de Jerusalén era designado con el término de Indias).

De cualquier manera, un hecho merece ser destacado: la expansión de la fe católica, aun en los moldes de las Cruzadas, siempre estuvo presente en los viajes de Expansión Ibérica; desde la autorización papal a las decenas de menciones de fe y a Dios en el diario de Colón, hay muchas evidencias de que la ampliación del mundo cristiano, por el crecimiento de los dominios de los Reyes católicos, siempre existió en la imaginación y en los corazones de los involucrados en este proceso.

3 La evangelización de las poblaciones no cristianas

3.1 Los amerindios

El proceso de colonización estuvo marcado por una serie de ambigüedades, el interés en la colonización fue apenas uno de ellos. Por un lado, muchos europeos que desembarcaron en América se vieron imbuidos del ideal de obtención de ganancias materiales y sociales, como títulos y cargos en el gobierno del Nuevo Mundo, usando como telón de fondo la expansión de la fe católica como lo autorizaba Nicolau V. Por otro lado, la Bula Sublimis Deus[1], del papa Pablo III, de 1537, el mismo que refrendó el instituto de la Compañía de Jesús, señalaba otra directriz general para el contacto con los habitantes de las nuevas tierras. Según esta bula, la vida, la libertad y las propiedades de todos los pueblos contactados por los europeos deberían ser preservadas y el proceso de conversión solo podría ser realizado por la predicación y el buen ejemplo. Así, desembarcaron en América conquistadores y misioneros con percepciones distintas sobre los territorios y los habitantes y con objetivos igualmente distintos para ellos.

En el caso de América española, aun cuando los jesuitas cumplieron un papel importante, los primeros misioneros que llegaron fueron los padres de las órdenes mendicantes, especialmente los franciscanos. Sin embargo, fueron los frailes dominicanos, especialmente Pedro de Córdoba, Antonio de Montesinos, Julián Garcés (obispo de Tlaxcala) y Bartolomé de las Casas, los que más se destacaron en la defensa de la vida y la libertad de los indígenas, con los que se preocupaba el papa Pablo III. Los dos primeros viajaron a Santo Domingo, en la isla La Española, en 1510, fundando la primera casa de la orden en las Américas. Fue exactamente una predicación durísima a favor de los indios proferida por fray Antonio de Montesinos en nombre de todos sus compañeros en 1511, lo que impactó a las Casas.

Éste, hasta entonces había participado de combates contra grupos indígenas que resultaron en la muerte de decenas de españoles y de millares de nativos, poseyera indígenas como esclavos (en verdad, en encomienda, una modalidad de trabajo no remunerado impuesto a los indígenas), aunque se dedicara al trabajo de evangelización y de bautismo de la población local. Según Carlos Josaphat, en la propia evaluación que las Casas hace de los resultados de prédica de Montesinos, él los coloca en una especie de graduación: hubo quien se quedó ‘atónito’, otros ‘empedernidos’ y unos pocos ‘arrepentidos’, pero nadie convertido” (JOSAPHAT, 2000, p.59). Si esto ocurrió de hecho, las Casas estaba al menos entre los arrepentidos, ya que no tardó en transformarse en un gran defensor de los pueblos nativos de América.

La creencia de que los pueblos podrían ser clasificados entre avanzados y primitivos perduró desde el siglo XIX hasta hace poco tiempo y fue enormemente utilizada para explicar el fenómeno de la conquista. Solo a partir de la década de 1980 en adelante que los investigadores – historiadores, sociólogos y antropólogos – se despidieron del viejo mito euro-céntrico que consideraba el grado de evolución de cada cultura según la semejanza que ésta tenía con la cultura occidental contemporánea. La gran cuestión historiográfica a responder era cómo un grupo tan pequeño de colonizadores pudo eliminar una población tan grande de nativos (ROMANO, 1972, p.97-106). En verdad, esto poco tiene que ver con el hecho de que algunas culturas poseyesen Estados con poder coercitivo y otras no. Se debe más que nada a la característica de la población americana de no constituirse como una totalidad, por lo tanto, se organizaban en grupos que poseían intereses específicos y, para alcanzarlos, establecían estrategias propias, como alianzas con los colonizadores. Esto sucedió con los pueblos tributarios de aztecas, repitiéndose de forma semejante por toda América, inclusive en las alianzas entre franceses y tamoios, en la bahía de Guanabara. En este escenario de diversidad y conflictos, potenciado por la presencia de europeos interesados en sacar provecho de las disputas entre los pueblos nativos, es que actuaron los misioneros; sea de manera pacífica, o ampliando uno de los lados beligerantes, en nombre de lo que creían que era la implantación de la fe en una tierra a merced del demonio. Era una ecuación simple: perder cuerpos (inclusive los suyos) y salvar almas (inclusive las suyas).

Cuando los jesuitas llegaron a la América española encontraron toda una obra de catequesis y conversión de los indígenas que ya había sido emprendida por los mendicantes. En el caso de los dominios portugueses, los misioneros de la Compañía de Jesús fueron protagonistas en este proceso de cristianización. En Brasil, los miembros de las órdenes mendicantes actuaron en menor escala. Se sabe apenas que quien celebró la primera misa en Brasil, y por lo tanto capellán de la escuadra de Cabral, fue el obispo franciscano Dom frei Henrique de Coimbra, que iba como misionero para Calcuta.

Ya los padres jesuitas llegaron junto con el primer gobernador general Tomé de Souza, en 1549. Era un grupo pequeño, liderado por el padre Manuel de Nóbrega, quien inmediatamente comenzó a recorrer las aldeas catequizando y bautizando a los indios. Atendiendo un pedido de Nóbrega, entonces ya consciente del tamaño de la tarea evangelizadora, algunos años más tarde, cuando llega el segundo gobernador – general Duarte da Costa, aporta un nuevo grupo, con José de Anchieta. Este nuevo grupo se desplaza hacia el sur, en dirección a la capitanía de San Vicente, fundando allí el colegio São Paulo de Piratininga.

Según se percibe en las cartas enviadas por los misioneros, la evangelización de estos pueblos tuvo una corta duración, consistiendo en una efusiva aceptación inicial y seguida del completo abandono tan pronto los padres se ausentaban de la tribu (CASTELNAU-L’ESTOILE, 2006, p.109). La solución para este dilema de “viñedo estéril” fue la creación de los “aldeamentos” o misiones. Por medio de los llamados “descimentos”[2] y de las adhesiones voluntarias o presionadas por el riesgo de la esclavización de la parte de los “bandeirantes”[3], los indígenas se integraban en comunidades controladas por los padres jesuitas, constituyendo un espacio de civilización y orden, que garantizaba una mayor durabilidad de su cristianización. En las aldeas, los nativos se organizaban alrededor del liderazgo de los padres de la Compañía, pasando a adoptar los hábitos cristianos, aprendiendo oficios y sedentarizándose. Este conjunto de elementos representaba, en la óptica de los padres, el pilar para una conversión más duradera.

Las misiones jesuitas se hicieron famosas como lugares de abrigo para la población indígena en Brasil, pero eran frecuentemente proveedoras de fuerza militar y de trabajo alquilado por los padres a las Cámaras municipales, a los particulares que solicitaran o a otras órdenes que los necesitasen. La expulsión de los franceses resultó en la fundación de la ciudad de Río de Janeiro, en 1555, y los indígenas de los “aldeamentos” fueron de suma importancia del punto de vista militar. De la misma manera, los “aldeamentos” jesuitas en la región amazónica, desde la primera mitad del siglo XVII, formaron parte de la mano de obra predominante en la colecta de las llamadas “drogas del sertão”[4]. En los siglos XVII y XVIII, la producción artística de los indígenas “aldeados” en varias partes de América – escultura, pintura, música y confección de instrumentos musicales -, que inicialmente era apenas uno de los mecanismos de catequesis, fue adquiriendo características propias, pasando a ser conocida como arte misionera o barroco misionero. Una de las características de este arte es la influencia de elementos estéticos indígenas en las producciones. Con la expulsión de los jesuitas del Imperio portugués, en 1759, y en el Imperio español, en 1767, las misiones fueron entregadas a otras órdenes – en general mendicantes – o a administradores civiles.

3.2 Los pueblos de África

Tanto los misioneros mendicantes como los padres de la Compañía de Jesús actuaron en repetidas tentativas de cristianización en África. Los resultados de este proceso variaron mucho, de región en región, siempre con avances y también retrocesos. Para que se pueda abordar mínimamente esta historia es preciso comprender que África es un continente extremadamente vasto y que sus habitantes son diferentes de región a región y de pueblo a pueblo. Hay por lo menos dos grandes matices religiosos en África, pero una inmensidad de posibilidades de combinaciones y de interacciones entre ellas: la Islámica y la animista. La Islámica se instaló con la expansión del Islán por el norte del continente y posteriormente con los puestos de expansión intra-continental a través del Sahara. Ya la animista, más característica de los pueblos subsaharianos, es profundamente vinculada a la naturaleza y a sus fenómenos, atribuyéndoles espíritus. Más allá de esto, incorpora elementos sociales divinizados, como líderes, guerreros o personalidades muy marcantes que, junto con los mitos de creación y construcción del mundo, van a componer el panteón de los Orishas. Con esto, se puede comprender la inmensa tarea de cristianizar un área que es casi cuatro veces mayor que el Brasil de hoy. Vamos a presentar, apenas a título de ejemplo, los casos de Angola, Congo y Guinea, las regiones que más sufrieron los efectos de los contactos con los europeos, entre los que se destaca de forma deplorable el tráfico de esclavos.

Las facilidades o dificultades para la evangelización de la costa sur occidental del continente que hoy es de Angola, derivó de las alianzas entre portugueses y los jefes locales sobas, subordinados al gran soberano Ngola, quien gobernaba el reino Ndongo. Estas alianzas tenían como fundamento tanto ganancias políticas y comerciales, como intereses religiosos. Según la conveniencia del momento, los sobas se convertirían al catolicismo o volvían al animismo, o aún se aproximaban a los reformados. Uno de los mayores intereses en las proximidades con los sobas era que, debido a la gran autonomía con la que gobernaban sus territorios, eran ellos los que controlaban gran parte del tráfico de esclavos de Angola hacia América. Su conversión siempre fue vista con cierta desconfianza por los jesuitas, puesto que, con gran frecuencia no era duradera.

Los portugueses llegaron a la costa del Congo en los primeros años del siglo XVI, dando inicio al proceso de evangelización de la región. En Cronica d’el Rei D. João II, de aproximadamente 1502, su autor, Rui de Pina, relata que tanto el jefe local mani Soyo, con algunos de sus ministros, como el jefe de la región, mani Congo, con muchos de sus seguidores, aceptaron el bautismo y la fe católica rápidamente, dando origen a todo un proceso de sincretismo que involucra no solo la religión, sino también la política y alianzas comerciales. Para comenzar, muchos autores, como Marina Melo de Souza, creen que la cruz ya era para la cultura del Congo un símbolo místico y adivinatorio, lo que facilitaría la absorción del crucifijo católico como símbolo religioso, bien como las asociaciones de imágenes de santos y rosarios a los minkisi, denominación genérica de objetos mágicos o de culto religioso en aquella región (SOUZA, 2005). Otra muestra de esta simbiosis es que, a partir de 1509, los soberanos congoleses pasaron a ostentar nombres portugueses asociados a los suyos.

 En el caso de Guinea, aún más al norte, el jesuita Baltazar Barreira, responsable por la misión de Angola y fundador del colegio de Cabo Verde, asume a principios del siglo XVII la misión de evangelizar el pueblo de aquellas tierras. Barreira y sus compañeros enfrentaron la competencia de los bexerins, como eran llamados los sacerdotes islámicos, y los jambacouse, como eran designados los sacerdotes locales, encargados de identificar a los hechiceros comedores de almas que, según la creencia local, producían enfermedades y muertes. Como no podía dejar de ser, con tantas matrices religiosas disputando espacios en los corazones y mentes de los habitantes, el sincretismo fue tal que, en poco tiempo, los jesuitas pasaron a ser llamados de bexerins de los cristianos (SANTOS, 2011, p.187-213). Allí también, relató Barreira, las personas cristianas, por la poca doctrina y el gran contacto con los animistas, fácilmente volvían a sus antiguos cultos. Más allá de la competencia, había problema con el tráfico de esclavos. Los sacerdotes animistas y los bexerins también funcionaban como agentes e intermediarios en el comercio de esclavos transahariano, que llevaba esclavos – principalmente mujeres como futuras esposas – hacia las regiones islámicas (LOVEJOY, 2011, p.32). Todo esto se suma al tráfico de esclavos hacia América, que generaba muchas críticas de los jesuitas a los demás religiosos católicos, acusándolos de no predicar, ni catequizar, sino más bien de traficar. Sin embargo, los padres jesuitas también poseían esclavos. Aunque se sepa poco en términos cuantitativos de la participación de éstos en el comercio de africanos, es cierto que existió. De manera general, la alta mortalidad de sacerdotes, la competencia con otros grupos religiosos mejor estructurados y respaldados por la sociedad local, además de la poca inversión de la Corona portuguesa, puede explicar el relativo fracaso de la misión de convertir los africanos en el litoral atlántico.

De forma general, la presencia europea en África fue, como en el inicio de la colonización en América, costera. El cristianismo, unido al mismo proceso, también lo fue. La diferencia es que, en América, progresivamente la colonización fue interiorizándose. Ocupando, aunque parcamente, áreas cada vez mayores en el interior, llevaba consigo la catequesis y la Cruz, fenómeno que no se dio en África, donde el principal interés era la administración de las áreas costeras para controlar el comercio, principalmente el de los esclavos.

3.3 La esclavitud colonial y el catolicismo

Es preciso que se aclare, antes de abordar tan delicado asunto, que durante buena parte de su vigencia, la esclavitud no era apenas legal, sino moralmente lícita. Esto no quiere decir que, en los días de hoy, pueda ser considerada, así como cualquier otra condición de trabajo análoga a ella, mínimamente aceptable. Lo que consta aquí es restricto al período que se encierra en la mitad del siglo XIX, sino antes. Esta constatación se hace necesaria para comprender cómo era posible que esclavos liberados también compraran esclavos para que trabajasen en su lugar, y cómo un grupo pequeño de benefactores podía controlar una cantidad de esclavos, en no raras veces, diez veces mayor.

Antes de que se piense en pasividad, es preciso considerar la autonomía que estas personas esclavizadas tenían para estipular sus propias estrategias cotidianas, que no eran necesariamente una clara revuelta o el recurso de la violencia, aunque las numerosas rebeliones de los esclavos atestiguaran ser este recurso viable no apenas para los señores, sino también para los esclavos. Sin embargo, el número de veces en que el cálculo de pérdidas y de ganancias los llevó a tomar otro camino, uno menos arriesgado. Se debe considerar que, frecuentemente los hisoriador4es y otros autores colocan en las cabezas y las bocas de personajes históricos discursos que solo llegaron a ellos mucho después. En el caso de la esclavitud, el concepto iluminista de libertad solo aportó en América para los letrados entre el final del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, y significaba la autonomía económica y el derecho a la participación política. El significado de libertad cambia con el pasar del tiempo. Así, cuando hablamos de esclavitud colonial estamos tratando de una costumbre o de una regla tácita de la sociedad que la atraviesa desde lo alto hasta abajo. Muchas rebeliones fueron organizadas cuando ciertas condiciones de trabajo fueron establecidas (REIS e SILVA, 1989, p.103).

Es a esta esclavitud que los textos del clero colonial católico se refieren. De hecho, no son textos literarios, y ni podrían serlo. Estarían más bien clasificados como utópicos, que trataban con una esclavitud en la que el señor desempeña funciones paternas: enseñar, tutelar, alimentar y corregir. Veamos lo que dice el jesuita Jorge Benci, en su libro titulado Economia Cristã dos Senhores no Governo dos Escravos, escrito por los idus de 1700: “Debe el señor al siervo el pan para que no desfallezca” (BENCI, 1977, p.53). En los primeros cuatro discursos del libro, el autor coloca sobre la rúbrica pan, una serie de obligaciones del señor con su esclavo: comida, indumentaria y cuidados en la enfermedad. En el segundo discurso, la argumentación comienza con la siguiente afirmación: “como los siervos son criaturas racionales, que constan de cuerpo y alma, no solo debe el señor darles el sustento corporal para que no perezca su cuerpo, sino el espiritual para que no desfallezcan sus almas” (BENCI, 1977, p.83). Esto nos permite percibir que el mito afirmando que el clero católico defendía la teoría de que los esclavos no tenían alma es completamente infundado. El esfuerzo del clero católico en catequizar, coherente con sus creencias, bautizar, casar sacramentalmente y sepultar según el rito cristiano a los esclavos, es una evidencia más, que muestra bien que la postura general entre el clero católico era bien opuesta a esa. Además, Benci también llama vehementemente la atención de los señores al respecto de su obligación religiosa con los esclavos.

El pensamiento colonial católico sobre la esclavitud parece haberse iniciado con Alonso de Sandoval, rector del colegio jesuítico de Cartagena de Indias (1605-1617). En su libro Um tratado sobre a escravidão, presenta un largo estudio sobre la comprensión y la enseñanza de los pueblos recién llegados de África al puerto de Cartagena. En verdad, más que un programa catequético, Sandoval desarrolla una verdadera “soteriología” de los esclavizados. El primer paso de esta “soteriología” fue clasificar todos los negros africanos y de las islas del Índico como etíopes, que ya eran asociados a la descendencia de Cam, maldita por el pecado de éste contra su padre, Noé. De allí se desarrolla el pensamiento de Sandoval, señalando que, según Isidoro de Sevilla, en la división del mundo, a África le correspondía a los descendientes de Cam. Por lo tanto, la esclavitud en los moldes cristianos, donde los señores asumen funciones paternales con los esclavos, representaría la redención de la maldición de Cam. Esto, por representar la inserción de los “etíopes” en el nuevo pueblo elegido: la Iglesia.

También en Cartagena de las Indias, actuó San Pedro Claver que vivió allí y evangelizó durante casi toda la primera mitad del siglo XVII. En la región portuaria de la ciudad, acogía, alimentaba y confortaba a los africanos esclavizados que desembarcaban, sin medir gastos (SPLENDIANI e ARISTIZABAL, 2002, p.86). Afería los conocimientos doctrinarios, para chequear si habían sido bautizados en África y si tal bautismo era válido[5], catequizaba a todos y bautizaba, ocasionalmente “bajo condición”, los esclavizados, colocando en sus cuellos una medallita de plomo, que de un lado tenía el rostro de Jesús y del otro el de María, para poder reconocer a la bautizados en la ciudad. En su proceso de beatificación consta que tenía conflictos constantes con las señoras de la ciudad, por recoger en las calles y plazas a los negros para la celebración de la misa, a pesar del mal olor que ellos exhalaban, por su heridas y condiciones precarias de higiene que les eran impuestas (SPLENDIANI e ARISTIZABAL, 2002, p.90 et seq.).

4. Las Reformas

El término reforma, aunque de contenido semántico poco delimitado, fue utilizado durante toda la Edad Media como el llamado al cambio y a la corrección tanto de los fieles, en el sentido de conversión y santidad, cuanto de la coerción de los problemas de disciplina y ética dentro del clero católico. En varios contextos medievales, el uso del término reforma estuvo vinculado a la búsqueda de la purificación y de la santificación dentro de la Iglesia. Solamente después del surgimiento y la afirmación política del movimiento luterano es que el término gana el significado de ruptura.

Tradicionalmente, el fenómeno de la emergencia de la Reforma Protestante viene siendo explicado a partir de sus causas internas. Las más antiguas vías historiográficas sitúan en Lutero y en las 95 tesis publicadas en la catedral de Wittenberg el foco explicativo de la Reforma. Posteriormente, la historiografía marxista incorporó la venta de las indulgencias del clero alemán, extrapolando el fenómeno como práctica generalizada del catolicismo, y transformó a Lutero en una especie de revolucionario lanzándose contra las estructuras opresivas del poder financiero eclesiástico. Tanto en una, cuento en la otra vertiente, el peso de la ruptura recaía totalmente en los desvíos y “abusos” comportamentales del clero católico.

Sin embargo, para una mejor comprensión del fenómeno, las razones del surgimiento y de la afirmación de la Reforma deben ser pensadas de modo más amplio. En primer lugar, los “abusos” del clero no son causa suficiente para la Reforma, al final el movimiento reformador ya existía dentro de la propia Iglesia desde la Edad Media y nunca se habían visto grupos que propusieran rupturas en las proporciones que comienza a tener a partir de las voces tales como la de Lutero y los anabaptistas. Además de eso, las principales referencias a abusos en los textos de los reformadores son relativas a las prácticas litúrgicas y a las costumbres católicas, como la comunión en apenas una especie, y no sobre las eventuales prácticas privadas del clero. Muchos críticos no eran separatistas, como Erasmo de Rotterdam, por ejemplo. Por último, se puede pensar que, algunos años más tarde cuando la Reforma Católica corrigió gran parte de los desvíos de conducta generalizados entre clérigos, los reformadores no propusieron el retorno (DELUMEAU, 1989, p.59 et seq.).

Ciertamente, las causas más profundas de la Reforma están ligadas a las angustias colectivas del final del medievo. La principal de ellas era la muerte y la consecuente ida al infierno. No por casualidad, los concilio en la baja edad Media – Lyon (1274) y Florencia (1438-1445) – y en el inicio de la era moderna – Trento (1545-1563) – se ocupan de este punto doctrinario. Fenómenos como la peste negra, la guerra de los Cien Años, el Gran Cisma en Occidente, que hicieran surgir tres hombres alegando ser el verdadero papa, la amenaza de los turcos otomanos, fueron, en fin, una serie de problemas que apesadumbraron y desorientaron las conciencias del europeo en general. El horror al pecado y al miedo de la muerte fueron algunas de las consecuencias de este proceso, para el que la solución presentada por las corrientes reformadoras era más accesible en comparación al purgatorio católico.

De hecho, por la teología reformada, el pesimismo dominante generaba una solución simplificada para el binomio pecado/infierno: la Gracia venida de la fe, que era bastante y suficiente para tornar justo al hombre, por sí solo inherentemente pecador. La novedad de los reformadores era proponer una fe individual que rescatase individualmente del pecado. Consecuencia de este postulado era que cada individuo era su propio sacerdote, reduciendo al mínimo la eclesiología y prácticamente extinguiendo los ministerios ordenados. Como muchos sacerdotes poseías vidas condenables, y desde la propagación de la Devotio Moderna muchos laicos buscaban una vida santificada, la idea reformada de un sacerdocio universal no fue difícil de ser propagada. De igual manera, la lectura del texto bíblico, que en este período ya no era rara fuera del ambiente litúrgico, también pasa a ser de dirección individual. Como señala Jean Delumeau (1989, p.78), “los reformadores no ‘dieran’ a los cristianos los libros santos traducidos en lengua vulgar que la Iglesia les habría negado anteriormente”. Lo que sucedió es que la profusión de las copias en lenguas diferentes del latín generó la familiaridad y el deseo de leer e interpretar las Sacras Letras (Sagradas Escrituras).

4.1 Las reformas protestantes

El fenómeno de las reformas posteriormente llamadas protestantes no tuvo inicio con Lutero, pero sin duda alguna tuvo en él su gran primer protagonista. El fray agustiniano Martín Lutero, que ingresó en la orden como cumplimiento de una promesa realizada cuando estuvo en peligro de muerte, se transformó en monje diligente y escrupuloso. Probablemente ya le atormentaba en la conciencia la gran cuestión que lo llevaría a la ruptura con el catolicismo: la justificación del hombre. Además de una variedad de críticas comportamentales, como el cobro por las indulgencias practicadas por gran parte del clero de su propia tierra, la gran cuestión de Lutero siempre fue la salvación o la condenación de las almas, lo que era una cuestión común en la época. En el fondo, las normalmente sobre-valorizadas noventa y cinco tesis publicadas en la catedral de Wittenberg y el viaje a Roma no están en el centro de la Reforma Luterana. Al contrario de lo que muchos autores afirman, Jean Delumeau, basado en textos del propio Lutero, dice que “este viaje a Roma no parece haber sido determinante en la evolución interior” del futuro reformador (DELUMEAU, 1989, p.86). Ya sobre las tesis que fueron copiadas e impresas por toda Europa, es preciso notar que, cuando preguntado sobre ellas en el capítulo de los Agustinianos reunidos en Heidelberg (abril de 1518), Lutero dio menos importancia a la cuestión de las indulgencias de lo que a su doctrina sobre la justificación (DELUMEAU, 1989, p.90).  La visión del agustiniano alemán era fuertemente marcada por una lectura pesimista de la obra de San Agustín, trasladando en el ser humano una total inoperancia contra el pecado, estando éste, entonces, a merced de la Gracia divina y nada más. Así, irremediablemente pecador, el hombre, mientras individuo, solo tendría una solución: la fe individual. En las palabras del propio Lutero: “El libre albedrío después de la caída no es más que una palabra vana; haciendo lo que es posible el hombre peca mortalmente” (DELUMEAU, 1989, p.106).

De esta manera, persistiendo en su doctrina de la justificación posible apenas por la fe, Lutero abre las puertas para que otros pensadores propongan doctrinas autónomas y establezcan confesiones propias. Y fue exactamente lo que hizo el humanista Juan Calvino. Por insistencia del padre se graduó, inicialmente, en derecho. Al morir éste, se transforma en teólogo en Paris, aun no siendo ordenado sacerdote. Adhirió a la Reforma y por eso fue expulsado de Paris junto con otros hugonotes. Siguió para Basilea y después para Ginebra, donde se estableció. El marco inicial de la doctrina calvinista fue la publicación, en 1536, todavía en Basilea, de su obra Institutio Religionis Christianae, donde comienza a presentarse efectivamente como reformador. En ella Calvino sigue la eclesiología luterana, enseñando que la Iglesia es el conjunto de los elegidos, cuyos nombres solo Dios conoce, siendo por lo tanto esencialmente invisible. Pero en una edición posterior (1541), presentará la Iglesia visible como blanco de gran estima y comunión obligatoria. Dada su percepción de una distancia inconmensurable entre Dios y el hombre, fomenta la iconoclastía, reafirmando que apenas las Escrituras pueden ofrecer un camino para conocer a Dios. Compartiendo el pesimismo del reformador de Wittemberg, Calvino amplía su reflexión cuando publica, en 1552, un tratado sobre la predestinación, porque Dios elije a quien da su Gracia y quien, consecuentemente, será salvado. A los que no fueron elegidos para la salvación solo les restará el infierno. Con esta doctrina una de las maneras de transformar perceptible al mundo el grupo de elegidos era fructificar el trabajo diligente y el comportamiento austero en riquezas, esta creencia se hacía muy atractiva para los burgueses – principalmente los financistas -, que eran vistos como pecadores por el catolicismo.

Las últimas de las tres vertientes de los reformadores es la anglicana. El rey Enrique VIII era un católico ferviente, llegó hasta escribir un manifiesto contra los errores de Lutero. Lo que parece es que, esta devoción solamente se sustentó mientras el rey creía que el papa le sería siempre favorable. Cuando el papa Clemente VII negó el pedido de anulación del casamiento para el que Enrique había pedido permiso a Julio II, el rey percibió que no tenía en Clemente el aliado incondicional que necesitaba. Para él, era necesario un segundo matrimonio en la búsqueda de un heredero masculino, que evitaría el retorno de las guerras y conflictos por el trono inglés. De allí surge la ruptura de Inglaterra, por una ley – el acto de supremacía (1534) – sin ninguna cuestión teológica o disciplinar para proponer al catolicismo. Esta reforma era meramente una cuestión de obediencia y jurisdicción. Al rey cabía, a partir de entonces, la doble jurisdicción que tantos conflictos causara en la Edad Media: la temporal y la religiosa, la mitra y la corona reposando en la misma cabeza.

4.2 Las Iglesias Cristianas

Como consecuencia del movimiento reformista iniciado en el siglo XVI, lo que se observa en el escenario religioso es la profundización de las rupturas entre las diferentes vertientes del cristianismo. La antigua división entre Oriente y Occidente que, por el bien de los intentos realizados al final del medievo, poco se avanzó concretamente rumbo al reencuentro, se suma la fractura de la reforma y las numerosas divisiones colaterales a la doctrina de la libre interpretación de las escrituras. Este punto específico, común a la gran mayoría de las vertientes doctrinarias, asociado a la emergencia del individuo como referencia y agente relevante, convocó la proliferación y la fragmentación de las corrientes reformadoras en una pluralidad de credos. Así, a lo largo de los cien años siguientes a los procesos fundadores reformistas, las comunidades confesiones se multiplicaron por Europa (JEDIN, 1972, p. 577).

Además de eso, las identidades nacionales nacientes se asociaron a las identidades religiosas, lo que condujo a disputas y guerras de cuño religioso, en especial en Francia, con la Noche de San Bartolomé, cuando los católicos masacraron a los protestantes en Paris, y la Guerra de los Treinta Años, que tenía, entre las causas de los conflictos, las disputas entre católicos y protestantes.

La multiplicación de las denominaciones fue inevitable y, hasta cierto punto, previsible. La libre interpretación de las Escrituras y la eclesiología que atribuyó un papel casi nulo a la iglesia visible darían, inevitablemente, en disensiones y protestas de las protestas. Además del protestantismo clásico de Lutero, Calvino y Zuínglio, se suma el anglicanismo. E en éste, los fieles de influencia calvinista, críticos de las reminiscencias católicas del anglicanismo, inician el movimiento puritano, que se desdoblará, entre los colonizadores de América del Norte, y los que, en Francia, formarían los hugonotes. También derivados del grupo calvinista, surgirán los presbiterianos, que se distinguen por el gobierno de los ancianos (presbíteros). También provenientes de los anglicanos, los bautistas surgen de los ingleses que vivían en Holanda en 1608, caracterizándose por la defensa y la práctica del ritual del bautismo por inmersión. En los siglos siguientes surgieron pietistas, metodistas, adventistas, pentecostales, además de las nuevas separaciones del catolicismo en el siglo XIX, como la de las iglesias veterocatólicas.

4.3 La Reforma Católica

De la parte católica, ya había un movimiento reformista iniciado aun en la Edad Media, conocido como la Reforma Gregoriana, en alusión al papa Gregorio VII (1073-1085), y que tuvo avances y retrocesos a lo largo de los siglos. Sin embargo, se hacía urgente que los reformadores tuvieran una respuesta. Esta era una demanda del clero católico y una exigencia del emperador Carlos V. Éste, preocupado por tener su imperio dividido entre católicos y reformados, buscaba imponer una solución conciliatoria, que preservase la unidad de sus dominios. En esta tensión, se celebra el Concilio de Trento, centro de la Reforma Católica moderna.

Desde la Dieta de Worms, reunida en 1521, en la que Lutero reafirmó su doctrina sobre la justificación de la fe en presencia del emperador Carlos V, en la cristiandad ya se demandaba un concilio (ALBERIGO, 1995, p.325). No apenas por la gravedad de la ruptura que amenazaba arrastrarse, sino también por la influencia de la doctrina conciliarista, todavía fuerte en muchas mentes. Uno de los mayores defensores de un nuevo concilio general era el propio Lutero, aunque probablemente para ganar tiempo en su proceso de excomunión (JEDIN, 1960, p.99). La elección de la ciudad donde tendría lugar la asamblea fue difícil y compleja. Para los luteranos, grandes fomentadores de la idea de un concilio reformador, la sede del concilio debería ser en Alemania, donde había nacido el conflicto. Sin embargo, el tiempo pasaba, los papas se sucedían, y la oposición de Roma a su convocación era evidente. No apenas por la aversión a la doctrina conciliarista, de la cual la propuesta estaba impregnada, sino también por el hecho de que, al menos en parte, un intento semejante fracasó en Augsburgo. El concilio solo comenzó a configurarse de forma efectiva después de un encuentro de Carlos V con el Papa Pablo III, ocurrido en Roma en la primavera de 1536.

Hubo entonces una primera convocación en el año siguiente, para la ciudad de Mantua, que no fue posible realizar por la guerra entre Carlos V y Francisco I, y por las exigencias hechas por el duque de Mantua para recibir el concilio. En octubre de 1537, el concilio fue transferido para Vicenza, igualmente sin éxito. Cuando la expansión de las doctrinas reformadas ya había avanzado mucho y amenazaba penetrar en la península Itálica, se revistió de urgencia una acción por parte de la Curia romana. Esta acción fue la efectiva convocación del Concilio para la ciudad de Trento, estratégicamente localizada en el Tirol, aun perteneciente al Imperio, pero de fácil acceso a los prelados italianos. Aun así, el concilio fue realizado en un período turbulento, entreverado de guerras que hicieron que los trabajos fueran suspendidos y recomenzaran.

Luego del inicio, la divergencia entre la Curia y el emperador quedó clara: mientras a la curia le interesaba la inmediata condenación del luteranismo, el emperador deseaba la reforma de la Curia para entonces entablar un diálogo con la vertiente reformada y preservar una unidad confesional del Imperio (ALBERIGO, 1995, p.334). La primera de las tres etapas del Concilio (1545-1548) fue la más importante. En ella fueron celebradas 10 sesiones, en las que fueron reafirmadas las fuentes de autoridad en el catolicismo – Escrituras y Tradición -, la doctrina del pecado original, la justificación por la fe y por las obras, y la validez de los sacramentos. En la segunda etapa (1551-1552), cuando tuvieron lugar 6 sesiones, fueron acordados cánones sobre la eucaristía, penitencia y extremaunción. Después de una larga interrupción, el Papa Pío IV convoca un tercer período (1562-1563), en el que todavía son celebradas 9 sesiones. Este último período fue marcado por decretos disciplinarios que objetivaban una reforman en la Curia, aun objeto de duras críticas.

Uno de los puntos centrales del Concilio, principalmente en la primera etapa, fue la cuestión de la justificación del hombre, tema central en la reforma luterana. Para Carlos V y sus aliados dentro del Concilio, la definición católica debería admitir dos formas de justificación alternativas: la fe y las obras, que podrían venir juntas o preferencialmente de la fe. De esta manera, a las nuevas vertientes del cristianismo quedaría resguardada la creencia en la fe como forma de justificación, y a los católicos reservado el derecho de acrecentar las obras como necesarias a la salvación. La acción de los padres jesuitas Diego Laynez, que sucedería a Ignacio de Loyola en el control de la Compañía de Jesús, y Alfonso Salméron, gran erudito y exégeta, contribuyó decisivamente para la distinción doctrinaria marcada en el texto final del concilio.

Más allá de esta cuestión central, los conciliares en Trento buscaron establecer con máxima claridad los saberes y las prácticas involucradas en cada uno de los sacramentos. No apenas por estar éstos siendo puestos en cuestión por el movimiento reformador, sino por considerar que era de ellos que nacía la verdadera santidad, y si ésta fuera perdida sería por donde se recobraría o, también, se aumentaría.

4.4 Las Nuevas y viejas órdenes y congregaciones

El movimiento de carácter espiritual que surgió al final de la Edad Media, conocido en su totalidad como Devotio Moderna, se asienta en la emergencia de la referencia a lo individual en diversas esferas de la vida cotidiana, incluso la religiosa. Erwin Iserloh, refiriéndose al ocaso del medioevo afirma que:

(…) se había puesto en marcha un proceso de individualización, que descubría lo particular en lo universal, y se liberaron enormes fuerzas espirituales, artísticas y religiosas. En conexión con ese movimiento está el despertar de un laicismo consciente de su responsabilidad, la evolución de las ciudades y la formación de los estados nacionales (HUBERT, 1973, p.573)

Todo esto indica que el mismo factor está en la raíz de distintos fenómenos. Se trata de la emergencia progresiva del individuo como referencia, que tanto redunda en el laicismo creciente en el escenario religioso europeo de los siglos siguientes, cuanto a la fundamentación de las nuevas formas de relacionamiento con lo divino que se instauran dentro de la propia Iglesia. Si no en función de este nuevo modelo de piedad, al menos a partir de él, la reforma católica va a poner en marcha una reforma de las órdenes religiosas.

Al tratarse de las reformas de las órdenes religiosas, es preciso que se distinga la que fue emprendida en España por el cardenal Cisneros, a pedido del papa Alejandro VI y con el apoyo de la monarquía católica. Esta distinción debe ser realizada no apenas por su importancia interna, sino por los desdoblamientos que esta reforma va a tener en América, con la venida de los misioneros de las órdenes ya reformadas para el trabajo de catequesis y misionero. Por influencia de Cisneros, los franciscanos y benedictinos españoles fueron reformados, volviendo al rigor en la observación de sus reglas, que habían perdido. De modo semejante, bajo el liderazgo se Santa Teresa de Ávila, fueron reformadas las carmelitas. A los frailes carmelitas es San Juan de la Cruz quien extiende el mismo espíritu reformista. Se suma a estos místicos San Juan de Ávila, el apóstol de Andalucía, quien predicaba la reforma del clero y la profundización, y San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, autor de los Ejercicios Espirituales. Curiosamente, el espíritu anti-reformista también se hacía notar, basta decir que todos los cuatro santos de espíritu místico y reformador tuvieron que vérselas, de una manera o de otra, con la inquisición española.

La Compañía de Jesús asumió características singulares frente a las órdenes mendicantes, entre otras. Entre ellas, la que más se destacó fue la instauración del cuarto voto: el de obediencia especial al papa en relación a las misiones. Además de esto, no habitaban en monasterios y no se establecían en un solo lugar, siendo fundamentalmente misioneros de inspiración paulina. Basta considerar que muchos colegios y misiones fundados en los primeros años eran dedicados a la memoria de San Pablo: Piratininga, Luanda, Goa etc. Luego después de la fundación, fueron enviadas las primeras misiones para dentro de la propia Europa, buscando recobrar los católicos que habían migrado para las doctrinas reformadas. En seguida fueron enviados misioneros jesuitas para cristianizar los rincones más lejanos del planeta: desde América hacia Japón. Un gran ejemplo de misionero jesuita fue San Francisco Javier, uno de los compañeros de Ignacio de Loyola en la fundación de la Compañía, enviado a la India y al Japón, después de un acuerdo entre los jesuitas y la Corona portuguesa.

Otras órdenes fueron fundadas en este espíritu de reforma del clero regular: San Antonio María Zaccaria (1502-1537) fundó los Clérigos regulares de San Pablo, llamados barnabitas, por su monasterio en San Bernabé; la Orden de los Clérigos Regulares de Somasca, los somascos, fue fundado por San Jerónimo Emiliano, un laico consagrado que se dedicó al cuidado de los huérfanos. San Jerónimo era muy cercano a San Caetano de Thiene, quien fundó la orden de los teatinos. El santo de la alegría, San Felipe Neri, fundó una comunidad de clérigos seglares conocida como Congregación del Oratorio, u oratorianos. Algunas mujeres también crearon órdenes regulares en este movimiento, como Santa Ángela de Merici (1474-1540), que fue la fundadora de la Compagnia delle dimesse di Santa Orsola  (las ursulinas), destinada al abrigo y educación de las niñas abandonadas. Es importante señalar que el Estado no cumplía las funciones de cura, sustentación y educación de los súbditos. Cabía a las instituciones caritativas, en general vinculadas a las iniciativas del clero católico, desempeñar este papel

5. La religiosidad popular latinoamericana

El término religiosidad se refiere, por sí solo, a las lecturas e interpretaciones del pueblo y de la relación que se establece con lo sagrado (NASCIMENTO, 2009, p.119-30). Frecuentemente se constituye de la fusión entre tradiciones y creencias de orígenes diversos con la doctrina y la liturgia católica, lo que resulta en formas de culto, creencias y devociones semejantes a las católicas, pero con significados desplazados por los saberes populares. Sin lugar a dudas, las prácticas religiosas populares de Portugal y España, pasadas casi siempre por la vía materna, dieron origen, en el encuentro con los ritos locales amerindios y los importados de África, al catolicismo popular latinoamericano (DUSSEL, 1983, p.200).

Para una mejor comprensión de esta simbiosis de formas y contenidos religiosos, es preciso considerar que, desde el punto de vista de la antropología cultural, la religiosidad es la forma con la que las sociedades lidian con lo inesperado y con lo que les escapa al control – como el resultado de la cosechas, el régimen de las lluvias, los problemas de salud y la muerte. El cristianismo, como religión revelada, trasciende este primer aspecto, pero acaba dialogando con él, en la medida en que se propaga por medio de la predicación de sus verdades. En la medida en que fue alcanzando grupos cada meas más lejanos en términos de padrones culturales, el contenido de la predicación pasó por filtros cada vez más variados y fue asociado a formas de creer y ver el mundo cada vez más distintas del judaico-europeo, del cual salió el modelo católico que llegó a la edad moderna.

Por otro lado, los misioneros católicos, preocupados en garantizar la salvación de los menos letrados, emprendieron enormes esfuerzos de catequesis. Sin embargo, en este contexto de enfrentamiento religioso con los reformados, el pueblo católico iletrado y los pueblos ágrafos fueron, en la mayoría de las veces, sub-valorizados en su capacidad de aprendizaje y de compresión doctrinaria. En los siglos XVI y XVII, abundaban en la cristiandad los catecismos resumidos para los niños, los rústicos, los brutos y todos los considerados de poca inteligencia (MUÑOZ, 2006, p.417). En cada espacio del globo los rústicos y brutos específicos, que de forma general eran los campesinos, los pobres, los indígenas y los africanos, en este último caso tanto los que vivían allá como los que fueron traídos para América y sus descendientes. Es en medio de este pueblo de rudes e brutos que un modelo muy particular de catolicismo va a desarrollarse en América Latina. Es posible considerar que en este proceso de evangelización, bajo condiciones muy específicas, o sea, en un contexto de colonización y conquista, se construye un catolicismo mestizo.

El hecho es que la cultura popular y su religiosidad encontraron, en las formas católicas de culto o de expresión de sus valores, mecanismos para viabilizar sus creencias ancestrales, así como sus necesidades inmediatas. Por eso, antes de las últimas décadas del siglo XX, había una gran distancia entre la devoción católica a los santos y el pedido de su intercesión, y la creencia popular en el poder atribuido a los santos de hacer milagros, con poderes que les sería propios – apenas para citar un ejemplo. Del mismo modo, la doctrina católica sobre los sacramentos, como la expresa Trento, deja mucho de la interpretación que de ellos hacían en los segmentos más populares – de los rudes y los brutos – menos afectadas a los complejos conceptos teológicos. Hasta las hermandades de los laicos, lugar del catolicismo no clerical por excelencia, no eran raras las veces usadas mucho más como lugares de visibilidad y status social que efectivamente de culto y oración (BOSCHI, 1986, p.14).

La popularización de la doctrina y los movimientos de los laicos incrementados por el concilio Vaticano II tendieron a disminuir la distancia entre lo que la Iglesia enseña y lo que el pueblo más comprometido en el catolicismo cree. Sin embargo, fuera de los círculos estrictamente católicos, las creencias llenas de figuraciones católicas aún se mantienen.

Carlos Engemann. Universidade Aberta do Brasil, Instituto Superior de Teologia do Rio de Janeiro. Texto original portugués.

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[1] Esta bula fue escrita por el papa Pablo III después de Haber recibido una carta del dominicano Julián Garcés. En esta carta, el obispo Tlaxcala (hoy uno de los estados que componen México), denuncia la extrema crueldad con la que los conquistadores trataban los habitantes de América, con el pretexto de que éstos no conocían la fe.

[2] Expediciones de búsqueda de indígenas, que eran vendidos como esclavos, hechas en el interior de Brasil.

[3] Líderes de las expediciones que se aventuraban por el interior en búsqueda de indígenas para vender como esclavos o de minerales preciosos.

[4] Las más conocidas eran: cacao, canela del mato, clavo, castañas, piaçava, semillas oleaginosas, gengibre, vainilla, tinta de urucum, anil etc.

[5] Era común que se considerara inválido un bautismo que no fuera precedido de catequesis, de la aceptación de la fe y del deseo del bautismo. El arzobispo de Sevilha, D. Pedro de Castro y Quiñones, produjo, en el inicio del siglo XVII, una instrucción que se convertió en el modelo para la catequesis de africanos y en ella recomendaba que se cuestionara si el individuo había escuchado catequesis, si la había comprendido, si la había aceptado y se había deseado ser bautizado. Claver utilizaba esa instrucción em su trabajo.

Cristianismo Antiguo

Índice

1 Primera comunidad cristiana

1.1 Lo que se entiende por cristianismo antiguo

1.2 La cuestión de la datación cristiana

1.3 ¿Primera comunidad cristiana o primeras comunidades cristianas?

1.4 Kerigma, conversión, fe y bautismo

2 Primera expansión cristiana

2.1 El contexto de la expansión cristiana

2.2 Un cristianismo plural en un mundo plural

2.3 Protagonistas de la misión cristiana

2.4 Ministerios

3 Pablo: viajes misioneros

3.1 Trazos biográficos del Apóstol Pablo

3.2 Los viajes misioneros

3.3 Las cartas paulinas

3.4 Pablo: ¿verdadero fundador del cristianismo?

4 Cristianismo en el mundo romano

4.1 Un mundo plural

4.2 Ciudadanos de otra ciudad

4.3 Las primeras luchas internas y herejías

4.4 Los concilios y el nacimiento de la teología cristiana

5 Las persecuciones en la Antigüedad

5.1 Causas de las persecuciones

5.2 Las diferentes fases de las persecuciones

5.3 La sangre de los mártires: semilla de nuevos cristianos

5.4 El fin de las persecuciones y el “giro constantiniano”

6 Referencias

1  Primera Comunidad Cristiana

1.1 Lo que se entiende por cristianismo antiguo

De manera general, se entiende por cristianismo antiguo el cristianismo de los cuatro primeros siglos de la Era Cristiana cuyo período va desde el nacimiento de la Iglesia en el evento de Pentecostés (cf. Hch 2), en el que los Discípulos de Jesús Cristo recibieron el Espíritu Santo para anunciar su Evangelio (c. 30 dC), hasta la caída del Imperio Romano de Occidente (476 dC). A su vez, este período de cuatro siglos y medio está dividido en dos grandes etapas: desde la predicación apostólica (c. 30 dC) hasta el “giro constantiniano” (313 dC) o hasta el Concilio de Nicea (325) y, desde allí, hasta la caída de Roma (476 dC). En esta sección vamos a considerar la primera etapa del cristianismo antiguo. Hay autores que prefieren denominar esta primera etapa “cristianismo primitivo” o “pre-niceno”, tal como R. Markus, J. Hill ou H. Drobner.

1.2 La cuestión de la datación cristiana    

Los cristianos insertos en el mundo greco-romano utilizaron en el inicio la datación común de las culturas en las que se insertaban. Había varios calendarios basados en el ciclo lunar y en el ciclo solar. Entre los más comunes estaban el calendario Juliano y el calendario que contaba las fechas a partir de la fundación de Roma (c. 753 aC). En el siglo VI, el monje Dionisio, el Pequeño, organizó los eventos de la historia conocida a partir del evento central del cristianismo, la Encarnación de Cristo. Es por eso que es común en Occidente usar la terminología “antes de Cristo” (aC), “después de Cristo” (dC), o también “Era Cristiana” o “Era Común” (EC). En sus cálculos, el monje cometió algunos errores que serían corregidos en el siglo XVII. En verdad, Jesús Cristo nació 5 o 6 años antes de la fecha propuesta por Dionisio.

1.3 ¿La primera comunidad cristiana o primeras comunidades cristianas?

Jesús predicó en Galilea, Judea, Samaria y en algunos territorios paganos y terminó su misión en Jerusalén. Presentada de forma idealizada en los Actos de los Apóstoles (cf. Hch 2,42-47 e 4,32-35), la primera comunidad cristiana refleja no solo la comunidad de Jerusalén, sino también las demás comunidades. El acontecimiento de Pentecostés (cf Hch 2,1-13), que dio nacimiento a la Iglesia con la llegada del Espíritu Santo, en la que se encontraban personas de todas partes, probablemente ilustra los lugares donde los cristianos ya habían formado comunidades. Así, podemos decir que en la primera década después del “evento pascal” (muerte y resurrección de Jesús), surgen las comunidades cristianas en los lugares de donde él proclama la Buena Nueva del Reino.

1.4 Kerigma, conversión, fe y bautismo

El cristianismo primitivo se presenta desde el inicio con una gran vitalidad, al punto de recibir continuamente nuevos convertidos (cf. Hch 2,41.47; 6,7). El entusiasmo de la predicación sobre Jesús Resucitado y el testimonio de la vida fraterna de las primeras comunidades cristianas atrajeron no solo judíos, sino también paganos. El anuncio del kerigma, centrado en la vida, muerte y resurrección de Jesús (cf. Hch 2,24-36; 3,13-26; 4,10-12; 5,30-32; 10,36-43; 13,17-41) constituyó la predicación fundamental y  suscitaba la conversión de los oyentes. La fe en la persona y el mensaje de Jesús conducía a la entrada en la comunidad cristiana a través del bautismo. Alrededor de la catequesis bautismal se desarrollará una fórmula que condensa la doctrina de los Apóstoles: el credo o símbolo apostólico. Luego, la catequesis fundamental de preparación al bautismo será organizada en el catecumenato.

2  Primera Expansión Cristiana

2.1 El contexto de la expansión cristiana

La mayoría de los discípulos y discípulas de Jesús estaba constituida por judíos. La primera expansión del cristianismo se dio en ese ambiente. La lengua, costumbres, tradiciones, prácticas judías fueron reinterpretadas a la luz del mensaje de Jesús. Desde el siglo II aC, los judíos se encontraban diseminados por el mundo helenizado (diáspora). En Antioquia, capital de la provincia de Siria, los seguidores de Jesús fueron, por la primera vez, llamados “cristianos” (cf. Hch 11, 26). A partir de las sinagogas y comunidades judaicas helenizadas se expandió el cristianismo fuera del contexto judaico tradicional. Finalmente, el cristianismo se expandió hasta Roma, alcanzando las fronteras del Imperio Romano en el contexto del mundo gentil o pagano.

2.2  Un cristianismo plural en un mundo plural

El eficiente sistema vial del Imperio, la koiné (una especie de griego popular), el mundo urbano de la cuenca del Mediterráneo y la cultura helenizada, facilitaron el anuncio cristiano. El judaísmo en el cual se encontraban Jesús y sus primeros discípulos era diversificado. Después de la destrucción de Jerusalén (70 dC) y la revuelta de Bar Kochba (130 dC), el ramo farisaico representó al judaísmo tradicional. Mucho más diversificado era el mundo del Imperio Romano. El cristianismo de la primera expansión se presenta así también muy plural y diversificado. Los textos del Nuevo Testamento, la literatura de los Padres Apostólicos y Apologistas (I y II siglos), bien como la literatura cristiana heterodoxa de los siglos II y III despiertan un vivo interés para los estudiosos del cristianismo antiguo.

2.3 Los Protagonistas de la misión cristiana

Jesús vivía rodeado de seguidores: multitudes lo seguían en sus viajes, había discípulos temporales y discípulos permanentes (cf. Mt 8,18-21; Lc 6,12-13.20; 8, 2-3;10,1; Jn 11,1; 12,1-11). Estos discípulos y discípulas fueron los protagonistas iniciales de la misión cristiana. Entre todos éstos, él eligió Doce, para que sean los líderes del “nuevos Israel” (cf. Mt 10,1-4; 20,17; Mc 3,14; Mc 6,7; 10,32.35-40; 11,11; 14,17; Lc 8,1; 22,28-30; Jn 6,67-68). El mandato de Jesús de “hacer discípulas a todas las naciones” (cf. Mt 28, 19) expresa la convicción de que su mensaje no se circunscribía apenas a la casa de Israel. Pues el mensaje del Maestro de Galilea encontró eco en el contexto judaico, judaico helenizado y el gran mundo gentil. En cada uno de estos contextos surgieron nuevos discípulos. La tradición cristiana cuenta que, después del Pentecostés, los Doce, después de rezar juntos, se distribuyeron por varias regiones del mundo conocido para cumplir el mandato. En cada lugar, acompañados de discípulos, fundaban comunidades. En el final del siglo I e inicio del siglo II hay noticias de la presencia cristiana más allá de las fronteras del Imperio, como en Edesa, importante centro mercantil en el reino de Osroene. A partir de allí el cristianismo se extendió a Asia, alcanzando Persia y la India.

2.4 Ministerios

El Nuevo Testamento presenta una variada gama de ministerios o servicios de coordinación y organización de las comunidades cristianas. En el siglo I, en cada contexto de la expansión cristiana vemos surgir formas de organización de estos servicios. Desde el inicio, el grupo de los Doce elegidos por Jesús gozaba de una especie de primacía de honra entre los discípulos. No deben ser confundidos con los apóstoles; la tradición posterior, en el final del siglo I, los identificó como los “doce apóstoles”. Después de la traición de Judas, fue necesario elegir otro para substituirlo y completar el número “doce” (cf. Mt, 28,16; Mc 16,14; Lc 24,9.33; Jn 20,19.24.26; 1 Cor 15,5; Hch 1,15-26). En el contexto judaico, cuyo modelo es la comunidad de Jerusalén, se adoptó el modelo del consejo de ancianos (presbíteros), presidido por un anciano (una especie de presbítero-obispo). Luego, en el contexto del judaísmo helenizado, se asocian los diáconos – especie de administradores de bienes (Hch 6, 1-6) – a los Doce y a los presbíteros. En las comunidades fundadas por Pablo, se destacan los Apóstoles (misioneros itinerantes, fundadores y responsables generales de las comunidades: cf. Hch 13,2; 14,27; 15,27; 18,22), Profetas (líderes locales y presidentes de las celebraciones: cf. 1 Cor 14,15-17.29-32) y Doctores (especie de catequistas: Hch 13,1; 18,4; 22,3). En el final del siglo I, cuando surgen las disensiones con los “falsos profetas” y otros predicadores (cf. Hch 20,29-31), se instituyen los vigilantes de la “tradición” y del “depósito de fe”, los epískopoi (obispos). Los ministerios pasan a ser llamados de evangelistas (Ef 4,11; 2 Tim 4,5). La evolución de los ministerios llegará, en el final del siglo II, a la estructura que en general será adoptada por todas las Iglesias: obispo-presbítero-diácono.

3 Pablo: viajes Misioneros

3.1 Trazos biográficos del Apóstol Pablo

Sin duda, el apóstol Pablo es la figura más significativa del primer siglo cristiano. Las dos principales fuentes sobre él, ni siempre fáciles de conciliar, son los Hechos de los Apóstoles y el grupo de textos denominados corpus paulinum. Pablo es natural de Tarso, ciudad próxima a Antioquia. Es de la misma época de Jesús, aunque no lo haya encontrado. Hábil fabricante de tiendas, es un típico judío de la diáspora, un auténtico fariseo, que frecuentó la escuela del fariseo Gamaliel en Jerusalén. Fue uno de los líderes que organizaron la persecución a los cristianos con la intención de eliminar la nueva religión, asistiendo al martirio de Esteban (cf. Hch 9). Sin embargo, en el camino a Damasco, tuvo la extraordinaria experiencia mística en la que encontró a Jesús. Al convertirse, cambió su nombre Saulo para Pablo. Luego después del bautismo comenzó a predicar a Cristo, primero en Arabia y después en Damasco. Después de la primera prisión, fue a Jerusalén para encontrarse con los Apóstoles y después se dirigió a Tarso, donde permaneció por varios años.

3.2 Los viajes misioneros

Alrededor de los 40 años, Pablo comenzó los famosos tres “viajes misioneros”. En verdad, constituyen idas y venidas por el Imperio Oriental, una verdadera jornada misionera, predicando el evangelio, fundando comunidades, formando líderes, escribiendo cartas, elaborando su teología. Una jornada que terminaría con su prisión definitiva y posterior muerte en Roma, alrededor del de 64-67 dC. En su primer viaje Pablo fue a Anatolia, después a Jerusalén y Antioquia. En los otros dos, viajó por la península griega. Las principales ciudades por dónde pasó: Atenas, Corinto, Éfeso, Tesalónica y Filipos. De vuelta a Jerusalén, Pablo, al ser atacado por una multitud, alegando sus derechos como ciudadano romano, quiso ser juzgado en Roma, para donde fue llevado preso. Esperaba ser suelto y continuar su misión. Tradiciones posteriores dijeron que él habría ido a Iberia y Galia. Sin embargo, lo más seguro es que haya sido ejecutado en Roma.

3.3 Las cartas paulinas

En sus viajes Pablo contó con varios compañeros, entre los que se encuentran Timoteo, Tito, Bernabé, Lucas. Trece cartas o epístolas del Nuevo Testamento citan el nombre de Pablo. Los modernos estudiosos consideran como de su autoría las siguientes: la carta a los Romanos, la 1ª y 2ª cartas a los Corintios, una a los Filipenses, una a los Gálatas, la 1ª a los Tesalonicenses y la más corta, una especie de nota a Filemón. Las cartas revelan sus experiencias usadas como respuestas a los problemas pastorales de sus comunidades. El papel de Cristo crucificado y resucitado en la historia de la salvación ocupa un lugar central en la teología paulina.

3.4 Pablo: ¿verdadero fundador del cristianismo?

Algunas veces se afirmó que Pablo fue “el verdadero fundador del cristianismo”, llegando a ofuscar el mensaje original de Jesús y el papel de los Apóstoles, como si hubiera fundado una “nueva religión”. Pablo ocupa, sin duda, un lugar excepcional en la difusión del cristianismo primitivo. Sin embargo, él mismo comenta que tuvo dificultades para ser aceptado como Apóstol (cf. Gal 1,15-24; 1 Cor 15,8; Ef 3,1-9). Una de las cuestiones fundamentales levantadas por Pablo es si, para ser un auténtico seguidor de Cristo, era necesario aceptar todas las prescripciones de la tradición judaica. El conflicto encontró una solución en la reunión con los Apóstoles en Jerusalén, en la que se llegó a un consenso sobre los puntos fundamentales de vida y doctrina cristianas (cf. Hch 15; Gal 2,1-10).  Este acuerdo reconoció la legitimidad de la misión entre los gentiles, garantizando la expansión del cristianismo y estableciendo criterios para la resolución de conflictos y la unidad entre las Iglesias.

4  Cristianismo en el Mundo Romano

4.1 Un mundo plural

A pesar de las señales de decadencia, el mundo en el que el cristianismo antiguo se expandió era un mundo vigoroso. En el siglo I de la era cristiana, la civilización romana, heredera de la civilización helenística, había alcanzado su expansión plena. Estamos bajo el imperio de Augusto (30 aC) y Tiberio (14-37dC). Roma extiende su dominio civilizador, con la pax augusta, una paz militarizada en los confines de Oriente. En el siglo II, con los emperadores Antoninos, aún tenemos el orden, el derecho y la administración eficaz dentro de un Estado relativamente liberal. Aún con la gran crisis del siglo III, bajo Diocleciano (284-305) su historia gana un nuevo impulso: en su gobierno se instaura una monarquía absoluta, apoyada en un poderoso aparato administrativo.

Muchas culturas, muchos pueblos, muchos dioses. El imperio romano tenía gran tolerancia para la religión de los pueblos dominados. Tenían hasta en Roma un “panteón”, un templo para todas las divinidades del Imperio. Los romanos exigían apenas que se observase el culto imperial, de carácter cívico, con sus ceremonias públicas, de las que todos los ciudadanos del Imperio deberían participar para ofrecer sacrificios y rezar por el Emperador: dominus ac divus (señor y dios). La religión oficial era la base de la unidad imperial. Atentar contra ella era crimen. Los cristianos, al afirmar que su único Señor era Cristo, eran considerados sospechosos, extraños y enemigos del Estado.

En un mundo marcado por muchas inseguridades, miseria, opresión y esclavitud, proliferaban muchas religiones procedentes de Oriente que se volvieron muy populares: los cultos de Horus, Isis y Osiris (Egipto); Mitra (Persia); Asclepio y Esculapio estaban entre los dioses “salvadores” más populares. Estas religiones tenían un carácter iniciático: exigían conversión o un pasaje, un nuevo nacimiento, un período de iniciación en los “misterios” y una ceremonia de iniciación. Los “iniciados” ingresaban a la “fraternidad”, se transformaban en hermanos, asociados a la divinidad, su vida ganaba un nuevo sentido, les era prometida la eternidad. El Imperio los trataba como superstitio, religio nova, y las consideraba ilícitas. El cristianismo fue clasificado como una de esas religiones.

Los filósofos consideraban el politeísmo una “alegoría” de las realidades superiores, que ellos habían superado a través del ejercicio de la ascesis y de la razón, en busca de la verdadera doctrina o filosofía. Muchos sistemas filosóficos buscaban responder a las grandes cuestiones de los orígenes y finalidades del universo, de todas las cosas, de los problemas vinculados al hombre y sus relaciones en la polis y con el mundo divino, del significado de la justicia, de la felicidad, de la inmortalidad. Normalmente postulaban la existencia de un Dios, principio o causa trascendente, con un mundo superior, inmaterial. No pocas personas procedentes de ese universo cultural buscaron la “verdadera filosofía” que encontraron en el cristianismo.

En este universo plural, despertó en el siglo I un movimiento de carácter sincrético, que amalgamó elementos de muchas tradiciones culturales, religiosas y filosóficas. Era el gnosticismo: a través de la gnosis, un conocimiento superior, revelado a los capaces de este conocimiento, los gnósticos, el hombre podía conocer los misterios del mundo divino y salvarse. En el siglo II y III hubo una explosión de sectas y grupos gnósticos, existentes tanto entre los paganos como entre los judíos y cristianos.

4.2 Ciudadanos de otra ciudad

Las primeras generaciones cristianas, a pesar de oponerse radicalmente al “mundo”, a la civilización circundante, no eran insensibles a sus valores. Condenaban los límites y vicios de esta civilización pagana: las crueldades (combate de gladiadores, abandono de recién nacidos y ancianos); la inmoralidad de las costumbres (prostitución, lujuria, orgías: cf. Rom 1,2-32) y la idolatría y apego a este mundo pasajero.

La Iglesia acogió en el principio a los humildes, los pobres, las mujeres, los esclavos. Pero luego también a los comerciantes, a los soldados, funcionarios del Imperio y después a los miembros de la aristocracia y de la propia casa imperial que se convirtieron a la religión del Nazareno. Todos habitaban este mundo, pero se sentían ciudadanos de una ciudad imperecedera (cf. Carta a Diogneto).

4.3 Las primeras luchas internas y las herejías

Jesús anunció e inauguró la Buena Nueva del Reino en un contexto plural. Su mensaje se difundió en un mundo plural. Su mensaje, su persona y su vida fueron transmitidas, primero, en una mentalidad semítica, teniendo después que buscar un lenguaje helenizado para hacerse comprender y a partir de allí, sucesivamente, germánico, celta, etc. Es natural que hubiese diferentes interpretaciones de su persona y de su obra. Ya en el Nuevo Testamento encontramos varias “teologías” y advertencias contra los anticristos, falsos profetas. Entre las primeras “elecciones” parciales (“herejías”), que no comprendían correctamente a Jesús Cristo y su mensaje o que extrapolaban su contenido, encontramos los docetas (Jesús tenía “apariencia” de hombre, negaban por lo tanto su “humanidad”) y los ebionitas (era el mesías, un hombre venido de Dios, pero no el Hijo de Dios, negaban su “divinidad”). Alrededor de estas dos verdades proclamadas y de la manera de vivir y practicar el mensaje de Jesús, surgieron en los tres primeros siglos muchas herejías y luchas internas o cismas: gnosticismo (varios ramos), montanismo, milenarismo, subordinacionismo, adopcionismo, modalismo, maniqueísmo, entre tanto otros.

4.4 Los concilios y el nacimiento de la teología cristiana

Al final del siglo II y durante todo el siglo III, para enfrentar estos desafíos, las Iglesias realizaron reuniones con sus dirigentes para buscar resolver los problemas y encontrar la unidad en las cosas esenciales a través de los sínodos o concilios. En este sentido, el encuentro ocurrido en Jerusalén, alrededor del año 49 dC, es considerado simbólicamente el primer concilio del cristianismo. Estos concilios trataban de cuestiones doctrinales y cuestiones de la vida práctica. Al final, daban determinaciones sobre los aspectos tratados, a través de los cánones dogmáticos y disciplinarios, con una “carta sinodal” enviada a las Iglesias hermanas. Basada en esta feliz experiencia, el Emperador Constantino convoca en 325 el 1º Concilio Ecuménico para enfrentar el problema del Arianismo.

En la búsqueda por comprender a Cristo y su mensaje, la salvación, el significado de la Iglesia, dando respuestas a las herejías y conflictos internos, profundizando la fe cristiana, se desarrolla la teología cristiana. En este sentido, el proceso de elaboración de la doctrina cristiana usará los recursos culturales de la civilización greco-romana: la lengua griega y latina, la retórica, la filosofía, el derecho, las prácticas, costumbres, instituciones. Al apropiarse de la cultura, utilizando lo que es mejor en ella para expresar el mensaje de Cristo, desde adentro, lo que comúnmente se llama inculturación. Este fenómeno será una característica constante de la expansión cristiana. La próxima etapa se dará en el mundo germánico.

5 Las persecuciones en la Antigüedad

5.1 Causas de las persecuciones

Durante los tres primeros siglos de la era cristiana, el cristianismo fue perseguido, primero por los judíos y después por los romanos. Hasta el incendio de Roma, bajo el gobierno de Nerón (c. 64), los cristianos prácticamente pasaron desapercibidos, confundidos con una secta del judaísmo, que tenía cierta libertad y algunos privilegios. Posiblemente habían sido los judíos los que denunciaron los cristianos a Nerón como los causantes del incendio.

A esto se sumaron prejuicios populares que veían a los cristianos como gente que odiaba el género humano, ateos, impíos sacrílegos y acusados de practicar abominaciones e infamias. En verdad, los cristianos no eran “separatistas”, aunque no seguían las costumbres idolátricas y paganas, tales como ciertas fiestas públicas, ir con frecuencia al teatro, no aprobaban la lucha de los gladiadores, la prostitución, adoración de estatuas o la divinización del emperador.

Corrían entre el pueblo rumores de que en sus reuniones secretas los cristianos adoraban la cabeza de un asno, hacían sacrificios de niños, también canibalismo, y uniones incestuosas y orgías (¡todos se llamaban “hermanos” y practicaban el “ósculos de la paz”!)

Los intelectuales y las autoridades clasificaban la religión de los cristianos como superstitio, siendo posteriormente condenada por el estado como         associatio illicita, religio nova y religió illicita, por atentar contra la unidad y la sacralidad del Imperio. En el primer siglo la legislación evolucionó desde una cierta tolerancia al hecho de ser cristiano hasta la condensación por el simple hecho de ser cristiano. Ser cristiano acababa siendo un crimen de lesa majestad.

5.2 Las diversas fases de las persecuciones

Las persecuciones de los dos primeros siglos fueron esporádicas, locales o regionales, intermitentes, motivadas por denuncias o acciones puntuales. Ya las persecuciones del tercer siglo e inicio del cuarto fueron desencadenadas por la autoridad imperial, a través de decretos de carácter general, con el objetivo de exterminar el cristianismo.

En la primera fase las persecuciones ocurrían por incitación popular, sometidas posteriormente a apreciación de los magistrados. Las autoridades buscaban controlar la furia popular y el desorden público. Sin embargo, el cristianismo ya era considerado ilegal, aunque solamente de carácter intermitente, seguido de largos períodos de tolerancia y de paz.

Con Séptimo Severo, en 202, se inicia una nueva práctica: en ciertas ocasiones la propia autoridad promueve las persecuciones. En este momento el blanco son los catecúmenos (los que se preparaban para el bautismo), los neófitos (los recién bautizados) y los catequistas (los que los preparaban). El objetivo era impedir que alguien se transformase en cristiano.

A mediados del siglo III se inician las persecuciones sistemáticas con el objetivo de exterminar efectivamente el cristianismo. Decio fue el primero en decretar una persecución general (250-251). A pesar de haber sido corta, alcanzó tal intensidad y extensión como nunca antes se había visto. El objetivo, más que de hacer mártires, era hacer apóstatas. De hecho, muchos sucumbieron y traicionaron su fe o comunidad (los lapsi), abriéndose un problema en el interior de la Iglesia. En 257, Valeriano desencadenó una nueva persecución: buscaba principalmente el clero y las propiedades de la Iglesia, pero también afectaba al pueblo, con una serie de prohibiciones que colocaban en riesgo su seguridad, confiscando bienes, con exilios y prisiones. La última persecución violenta fue la de Diocleciano (303-313).

Se calcula que el número de mártires varía entre cien y doscientos mil. De todas maneras, a lo largo de todo este período, los cristianos vivieron en permanente inseguridad y sufrieron hostilidades por parte del pueblo.

5.3 La sangre de los mártires: semilla de nuevos cristianos

Terturliano de Cartago (…220) observa que fue a la sombra del judaísmo que el cristianismo pudo dar sus primeros pasos sin confrontarse con el Imperio. Junto con Justino de Roma, Atenágoras de Atenas, Teófilo de Antioquia, Irineo de Lyon y Orígenes de Alejandría, él es uno de los pensadores, filósofo y teólogo, que realiza la apología del cristianismo: defensa contra los ataques que provienen del pueblo, de los judíos, de los filósofos y de las autoridades; contra-ataque de la inmoralidad de la religión pagana, de las incoherencias del pueblo de la antigua ley, absurdo de las teorías sobre Dios y decadencia del Imperio, para presentar la belleza, lo sublime y la honestidad de la religión de Cristo.

Cuanto más los cristianos era perseguidos y martirizados, más se multiplicaban. En este contexto, el propio hecho de entrar al grupo de catecúmenos o de pedir el bautismo ya se demostraba la seriedad de los candidatos. Solamente después de las persecuciones es que la institución del catecumenato vino a ser más rigurosa, ya en un contexto de libertad y mayor laxitud.

El primer modelo de santidad que encontramos en el cristianismo antiguo es el martirio. El mártir es el testimonio por excelencia que imita a Cristo hasta en el derramamiento de sangre. Mártires fueron varios de los discípulos que convivieron con Jesús, apóstoles, jefes de las Iglesias y gente desconocida, hombres, mujeres, niños, jóvenes, adultos, ancianos. Se desarrolla desde temprano la “espiritualidad del martirio”. La tumba de los mártires se transforma en lugar de peregrinaciones y culto.

Además de las diversas fuentes antiguas, las fuentes privilegiadas para conocer los mártires cristianos son las acta martyrum: documentos hechos por las propias autoridades en el juicio de los condenados y que después eran leídos en las comunidades; las gestas: relatos escritos en la época de las persecuciones y que mezclaban elementos históricos y novelados; y las leyendas, la mayor parte de una época posterior, con muchos motivos fantasiosos, constituyendo una literatura de edificación.

5.4 El fin de las persecuciones y la “giro constantiniano”

En 313, los emperadores Licinio y Constantino firmaron conjuntamente un documento, el Edicto de Milán, que concedió la libertad de culto a los cristianos y a otras religiones. Llegaba el fin de la era de la persecución de los cristianos. Se iniciaba una nueva etapa denominada por algunos historiadores como la guiñada o giro constantiniano (cf. F. Pierini, H. Matos e D. Mondoni). Constantino concedió a los cristianos, además de la libertad de culto, una serie de excepciones y privilegios, dando tierras, propiedades, prestigio y poder a la Iglesia católica. En 380, el emperador Teodosio transforma el cristianismo en religión oficial del Imperio Romano: es la fase de la “Iglesia Imperial” o “Era de Oro de la Patrística”

En esta nueva etapa, se reformula el catecumenato; se desarrolla la liturgia y la disciplina eclesiástica; la teología patrística llega a su ápice; es también el período de grandes cismas y herejías; los dogmas cristológicos y trinitarios alcanzan su formulación más plena; se perfecciona la organización de la iglesia en el territorio del Imperio, con las diócesis, parroquias y patriarcados; surge la vida religiosa con el monacato; hay un nuevo brote misionero en dirección a los pueblos “bárbaros”. Es la época de los concilios ecuménicos: Nicea (325), Constantinopla I (381); Éfeso (431) y Calcedonia (451)

           Luiz Antônio Pinheiro, OSA. Profesor en el Instituto Santo Tomás de Aquino y en la PUC Minas. Texto original portugués.

6 Referencias

MATOS, Henrique Cristiano José. Introdução à história da Igreja. v.1. 5.ed. Belo Horizonte: O Lutador, 1997. p.7-90.

MONDONI, Danilo. O cristianismo na antiguidade. São Paulo: Loyola, 2014.

PIERINI, Franco. Curso de História da Igreja I. A idade antiga. São Paulo: Paulus, 1998.  p.5-129.

Para saber más:

COMBY, J.; LEMONON, J.-P. Vida e religiões no império romano no tempo das primeiras comunidades cristãs. Documentos do Mundo da Bíblia 5. São Paulo: Paulinas, 1988.

COTHENET, E. São Paulo e o seu tempo. Cadernos Bíblicos 26. 2.ed. São Paulo: Paulinas, 1985.

DANIÉLOU, J.; MARROU, H.  Dos primórdios a São Gregório Magno. Nova História da Igreja. Tomo I. 3.ed. Petrópolis: Vozes. p.23-250.

DROBNER, Hubertus R. Manual de patrologia. Petrópolis: Vozes, 2003.

GONZÁLEZ, Justo L. A era dos mártires. Uma história ilustrada do cristianismo. v.1. 3.ed. São Paulo: Vida Nova, 1986.

HAMMAN, A.-G. A vida cotidiana dos primeiros cristãos (95-197).Patrologia. São Paulo: Paulus, 1997.

HILL, Jonathan. História do cristianismo. São Paulo: Rosari, 2009. p.12-77.

HOORNAERT, Eduardo. A memória do povo cristão. Coleção Teologia e Libertação. Série I. Experiência de Deus e Justiça. Petrópolis: Vozes, 1986.

MARKUS, Robert A. O fim do cristianismo antigo. São Paulo: Paulus, 1997.

MARROU, Henri Irénée. A Igreja no seio de uma civilização helenística e romana. In: Concilium, n.67, p. 840-50, Petrópolis. 1971/7.

MEEKS, Wayne A. Os primeiros cristãos urbanos. O mundo social do apóstolo Paulo. Bíblia e Sociologia. São Paulo: Paulinas, 1992.

PIERINI, Franco. Curso de história da Igreja I. A Idade Antiga.Paulus: São Paulo, 1998.

POTESTÀ, G. L.; VIAN, Giovanni. História do cristianismo. São Paulo: Loyola, 2013. p.11-62.

Trabajo

Índice

1 Definición

2 El contexto del mundo del trabajo

3 Doctrina Social de la Iglesia

4 América Latina

5 Sistematización

6 Referencias bibliográficas

1 Definición

El trabajo es el ámbito de la existencia donde la persona se enfrenta a todos los aspectos que marcan su identidad como individuo y como ser social. El verbo trabajar viene del latín tripaliare (torturar), derivado de tripalium, una especie de instrumento de tortura compuesto de tres palos. En casi todos los idiomas, se utiliza ese verbo para expresar idea de fatiga. El concepto alemán arbeit se usa con un significado equivalente. El idioma portugués y español, se deriva de tripalium, como travailler en francés significa sufrir por lo menos hasta el siglo XVI.

En la historia de Occidente, el sentido del trabajo sufre mutaciones según los contextos históricos (cfr. MERCURE, SPURK, 2005). En la civilización grecorromana, estructurada sobre el modo de producción esclavista, el trabajo no era un elemento de la vida buena. En Historias, Heródoto registra que los trabajos manuales (cheirotecnai) eran rechazados por los hombres libres. Filósofos como Platón enseñaban que tanto los cheirotecnai como el trabajo artesanal (banausia) eran actividades inferiores. Cicerón clasificaba el trabajo manual en el nivel más bajo de la jerarquía de los valores. El trabajo para la supervivencia era identificado con la palabra negocio, literalmente, negación del ocio. El ocio era la forma noble de ocupar el tiempo con el arte del gobierno de la política (política) y con la filosofía (contemplación de las ideas). Las actividades relacionadas con la supervivencia material quedaban a cargo de los siervos, esclavos y campesinos, personas de segunda categoría (ARENAS POSADAS, 2003).

El Cristianismo inaugura un lento y progresivo cambio de perspectiva. En ella, los monjes tuvieron una influencia incuestionable. San Basilio (330-379) enseñaba que “sobran palabras para mostrar los males de la ociosidad, como enseña el Apóstol: ‘Aquel que no trabaja que no coma’ (2Tes 3,10). De la misma manera que cada uno tiene necesidad del alimento, así también debe trabajar según sus fuerzas “(BASILIO, 1857-1866, 37).

Los monjes no estaban sometidos a criterios económicos, sino a la espiritualidad. Esto explica su preocupación por las distracciones de la vida contemplativa: “Ocúpate en algún trabajo, de modo que el diablo te encuentre siempre con las manos en la obra”, exhortaba San Jerónimo (347-420). La sentencia ora et labora, de la Regla de San Benito (Siglo VI), es el origen de la moderna ética del trabajo. La regla sobre el trabajo manual – De opere manuum Quotidiano – instruye que la ociosidad es enemiga del alma; por eso en determinados tiempos los monjes se ocupan de él. Los monjes que se ocupaban en hacer cestas para romperlas enseguida y rehacerlas tenían como fin “juntar tesoros en el cielo” (Mt 6,20). El trabajo estaba motivado por la caridad. La preocupación por garantizar el sustento estaba acompañada por el socorro a los necesitados (JACCARD, 1971).

San Agustín (354-430) profundiza esta vinculación entre trabajo, oración y caridad. En su estado original el trabajo era agradable al cuerpo y la mente, un libre ejercicio de la razón y una forma de alabar a Dios. El cansancio es una consecuencia de la finitud humana y un recuerdo de la primitiva infidelidad. Su extremo es la ociosidad. Monjes de Cartago defendían la renuncia al trabajo manual para dedicarse totalmente a la contemplación. En respuesta, Agustín escribió el libro De Opere monachorum. La razón fundamental para el trabajo, sin duda es la edificación de la ciudad de Dios, concretando el concepto cristiano de charitas en la historia de la humanidad. El trabajo y los bienes materiales bien ordenados ayudan a edificar la ciudad de Dios-núcleo de la intención bien ordenada (AGOSTINHO, Ciudad de Dios).

La tradición escolástico-tomista acentuó nuevos sentidos al trabajo. En la Suma Teológica, de Tomás de Aquino (1225-1274), el trabajo se aborda a partir del principio universal de la preservación de la vida. La necesidad de supervivencia es su primera razón. El trabajo pertenece al orden de la materia y no se debe buscar más que el sustento. Otro criterio es el de la utilidad común. El valor de una cosa depende de su utilidad para la comunidad (ST II-II q.179-189).

En la modernidad ocurre un cambio radical en el concepto de trabajo (DÍEZ, 2001). Se abandona el sentido religioso en favor de fines primordialmente materiales. La revolución industrial solidificará este proceso de cambio. John Locke, uno de los padres de la economía política del liberalismo, ve en el trabajo el origen de la propiedad privada (LOCKE, 1990). Adam Smith, fundador de la moderna ciencia económica, ve en el trabajo el principal origen de la riqueza de las naciones (SMITH, 1996). Con la consolidación del capitalismo, el trabajo en la industria y la relación salarial pasan a definir todas las demás relaciones sociales (PARIAS, 1965). El proceso de proletarización es un acontecimiento nuclear de la consolidación de la modernidad occidental. En la economía de mercado, el valor de los bienes está establecido por la ley de la oferta y la demanda. El salario es el precio de la mercancía de trabajo (POLANYI, 2000). El individuo configura su personalidad a través del trabajo. Los “mejores” trabajos son los mejor remunerados y prestigiosos. Max Weber (1864-1920), al investigar los orígenes del racionalismo occidental del capitalismo concluye que la espiritualidad del trabajo de la Reforma Protestante impulsó una ética profesional (WEBER, 2004). La teoría de la predestinación individual del calvinismo amplió el concepto de vocación a todas las profesiones honestas. El hombre debe agradar a Dios con su trabajo.

Para Karl Marx, el trabajo es primero, una categoría antropológica, pues se trata de una actividad esencial de la naturaleza humana. El progreso económico y cultural ocurre en torno al perfeccionamiento de los medios de trabajo (MARX, 2013). El trabajo libre es la esencia del hombre y el motor de la historia de las civilizaciones. La historia universal es la creación del hombre por el trabajo (cf. MARX, 2007). Sin embargo, la economía política lo condujo al proceso de degradación traducido por el concepto de alienación. El trabajador fue convertido en una bestia de trabajo cuyas exigencias se reducen a necesidades físicas esenciales de los animales (MARX, 2004). El mecanismo de la plusvalía y la propiedad privada redujeron al trabajador a esta condición (MARX, 2013). El trabajo alienado representa una verdadera mutilación de la humanidad y una nueva forma de esclavitud (cfr. MARX, 2004). Aquí está el origen del conflicto entre trabajo y capital, la lucha de clases (cfr MARX, 2007).

2 El contexto del mundo del trabajo

Desempleo y precariedad, capitalismo neoliberal globalizado y economía financiera,  nuevas tecnologías y  competitividad, son conceptos que traen nueva manera de comprender el trabajo. La convergencia entre desarrollo tecnológico e información produjo una mutación profunda. Las tecnologías ajustan el ser humano al mercado y el trabajador a las máquinas. El trabajo en el suelo de la fábrica pierde espacio para el trabajo inmaterial, aquel que crea bienes como el conocimiento, la información, el diseño, la imagen, emociones e ideas (GÓRZ, 2005). Las nuevas tecnologías reforzaron la capacidad de expansión del sistema financiero. Mientras que la parte del capital aplicada a la producción de bienes y servicios disminuye, aumenta el valor del capital aplicado en las finanzas. Los empleos desaparecen a la misma velocidad del crecimiento de las finanzas. El estatuto del trabajador se sustituye por contratos temporales (CASTEL, 1998). Las políticas de tercerización eliminan los derechos garantizados en la ley. Los sindicatos pierden capacidad de negociación. La clase obrera tiene un perfil más heterogéneo, fragmentado y empobrecido. El trabajo en régimen de esclavitud es una realidad.

El crecimiento poblacional inunda el mercado de trabajo con millones de personas; el agronegocio expulsa a los pequeños agricultores a las ciudades, convirtiéndolos en reserva de mano de obra barata. Conflictos religiosos, políticos y económicos y desastres ambientales obligan a miles de personas a desplazarse en busca de supervivencia, siendo expuestas a una situación de fragilidad que puede conducir a la explotación.

La discriminación racial y de género es otra de las características del mundo del trabajo. Los negros y las mujeres ganan proporcionalmente menos que los hombres blancos. El desempleo alcanza de forma más intensa a la población negra. Las mujeres negras son doblemente discriminadas, por la raza y el sexo. La mujer viene ocupando espacios en el mercado. Sin embargo, esa incorporación ha sido desigual en relación al hombre. Los contratos suelen ser de corta duración y los salarios inferiores. Muchas mujeres tienen doble jornada, es decir, realizan el trabajo doméstico y en la empresa. Se mantiene la división sexual del trabajo.

3 Doctrina social de la Iglesia

a) Rerum novarum

El punto de partida de la conciencia eclesial sobre la explotación del trabajador impuesto por el capitalismo es la encíclica Rerum novarum (RN) de León XIII (1878-1903). La condición de los obreros fue la razón de la publicación de la primera encíclica social de la DSI (GASDA, 2011). Los obreros fueron arrojados en una situación de desgracia y de miseria inmerecida y terrible (RN, n.1). La idea del trabajo como mercancía es rechazada por la Iglesia: “Es vergonzoso e inhumano usar los hombres como de viles instrumentos de lucro, y sólo estimarlos en proporción al vigor de sus brazos” (RN, n. 10). El trabajo es un derecho natural, es personal y necesario (RN, n. 32) y al trabajador corresponden los frutos de su trabajo, es decir, da el derecho de propiedad (RN n.3, 33). Pío XI, en 1931, se hace eco de estas palabras: “El trabajo no es un simple producto comercial, sino que debe reconocerse en él la dignidad humana del obrero, y no puede permutarse como cualquier mercancía” (Quadragesimo anno, n.5 ).

b) Concilio Vaticano II

El elemento teológico del trabajo humano es destacado en el Concilio Vaticano II. Todo trabajo realizado para lograr mejores condiciones de vida contribuye de alguna forma a la construcción del Reino de Dios. La pregunta sobre el sentido de la actividad humana (GS, n.33) también se dirige al trabajo: “La actividad humana individual y colectiva, ese inmenso esfuerzo con que los hombres, a lo largo de los siglos, intentaron mejorar las condiciones de vida, a la voluntad de Dios. “(GS, n. 34). El trabajo puede ser una coparticipación en la obra de la Creación:

Los hombres y las mujeres que, al ganar el sustento para sí y sus familias, de tal modo ejercen la propia actividad que prestan conveniente servicio a la sociedad, con razón pueden considerar que prolongan con su trabajo la obra del Creador, ayudan a sus hermanos y dan una contribución personal a la realización de los designios de Dios en la historia (GS, n.34).

Se señala el crecimiento personal como un aspecto importante: “Cuando actúa, el hombre no transforma sólo las cosas y la sociedad, sino que se realiza a sí mismo (…). “Este desarrollo, bien comprendido, vale más que los bienes externos que se puedan alcanzar” (GS, 35). A la luz de la Revelación, el valor del trabajo se aclara plenamente en Cristo: “ofreciendo a Dios su trabajo, el hombre se asocia a la obra redentora de Cristo, el cual ha conferido al trabajo una dignidad sublime, trabajando con sus propias manos en Nazaret “(GS, n.67). El trabajo es un “esfuerzo temporal que interesa en gran medida al Reino de Dios” (GS, n.39).

En la vida socioeconómica (GS, n. GS 63-72), el trabajo se enmarca en el marco del principio de la dignidad humana: “el hombre es el autor, el centro y el fin de la vida socioeconómica” (GS, n.63). Por lo tanto, el trabajo es muy superior a los demás elementos de la economía, ya que éstos no tienen otra función que la de instrumentos (GS, nº 67). No hay trabajo sin descanso. El esfuerzo responsable y arduo dedicado al trabajo debe ser seguido por “tiempo de reposo y descanso que permita cultivar la vida familiar, cultural y religiosa. Aún más, que sea capaz de desarrollar libremente energía y cualidades, que en el trabajo profesional sólo es posible preservar “(GS, n. 67).

c) Laborem exercens

La encíclica Laborem exercens (1981), de Juan Pablo II, es el texto más importante de la DSI en este tema. En ella, “la cuestión de los obreros ha dejado de ser un problema de clase, y debe ser tenido en cuenta en el ámbito mundial de las desigualdades y de las injusticias” (LE, n.2). El documento identifica la cuestión antropológica que es el origen de los conflictos sociales. Se trata de una inversión en el orden de los conceptos, es decir, la primacía del ‘capital’ sobre el ‘trabajo’ que resulta en la alienación de la persona (GASDA, 2011b). El capital transformó el trabajo en instrumento de acumulación material (véase LE, n.13). Frente a esta inversión, que provoca la explotación, la esclavitud y la alienación, el primado del ‘trabajo’ sobre el ‘capital’ debe ser reafirmado (LE, n.11). El valor primordial del trabajo está vinculado al hecho de que quien lo ejecuta es una persona creada a imagen y semejanza de Dios (LE, n.4). “Antes que todo el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo” (LE, n. 6).

De esta esencia del trabajo emerge su sentido objetivo y su sentido subjetivo. El sentido objetivo se refiere al conjunto de actividades, recursos, instrumentos, técnicas, formas de gestión y tecnologías. Son factores contingentes que varían en sus modalidades con el cambio de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas (LE, n. 5). En sentido subjetivo es el actuar humano mientras lleva a cabo las acciones que pertenecen al proceso del trabajo y corresponden a su vocación. El trabajo procede de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios, llamadas a prolongarse, ayudándose mutuamente, la obra de la Creación (LE, n. 6). La subjetividad impide considerar el trabajo como simple mercancía. El trabajo es superior a todo y cualquier otro elemento de la economía (LE, n. 10). Este principio vale, en particular, en lo que se refiere al capital (LE, n. 12). También el capital es fruto del trabajo. Se trata de la “traducción, en términos económicos, del principio ético del primado de las personas sobre las cosas” (LE, n 12). La propiedad de los medios de producción debe estar al servicio del trabajo (LE, apartado 14). La Laborem exercens inserta los derechos laborales en el conjunto de los Derechos Humanos (LE, n. 16). Tales derechos se basan en la naturaleza humana. Los sindicatos y las organizaciones de trabajadores son exponentes de la lucha por la justicia social (LE, n. 20).

El sentido subjetivo del trabajo revela la dimensión espiritual de la persona humana, su apertura a la trascendencia, es decir, la espiritualidad del trabajo. Juan Pablo II recupera los elementos teológicos desarrollados principalmente en la GS en forma de síntesis, en los cuatro últimos párrafos de la encíclica (cf. LE 25-27): El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, participa de su obra creadora; tiene en Cristo, el hombre del trabajo y anunciador del Reino, su punto de referencia. El mundo del trabajo es un lugar imprescindible para asumir este compromiso con la transformación de la sociedad a la luz del Reino (cf. LE 27). Considerar el trabajo únicamente en su sentido económico es mutilarlo en su esencia y reducirlo a una tarea mecánica. Pensar un trabajo que libere las potencialidades para el cuidado y cultivo de la Creación (Gen 2, 15).

d) Benedicto XVI y el Trabajo decente

Benedicto XVI, en sintonía con la OIT (Organización Internacional del Trabajo), inserta los derechos laborales en el marco de los derechos humanos. Actualmente el Programa de trabajo decente es el punto de convergencia de las propuestas y convenciones de la OIT. La calidad del empleo es tan importante como la cantidad.

Benedicto XVI explica la palabra decencia al trabajo:

Significa un trabajo que, en cada sociedad, sea la expresión de la dignidad esencial de todo hombre y mujer: un trabajo escogido libremente, que asocie eficazmente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, permita a los trabajadores ser respetados sin discriminación alguna; un trabajo que consienta satisfacer las necesidades de las familias y dar la escolaridad a los hijos, sin que éstos sean obligados a trabajar; un trabajo que permita a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio suficiente para reencontrar las propias raíces a nivel personal familiar y espiritual; un trabajo que asegure a los trabajadores jubilados una condición decorosa (CV, n. 63).

El concepto incluye a todas las personas que viven de su trabajo. Por principio, todo trabajo humano debería ser decente, generador de valores relacionales, éticos y espirituales.

La implementación del Programa Trabajo Decente depende de la articulación de los propios trabajadores. La Iglesia expresa su apoyo al movimiento sindical (RN nº 34.39-40; GS, n. 68, CDSI, n.305-309). Los sindicatos enfrentan el desafío de redefinirse ante las reconfiguraciones del mercado de trabajo (ANTUNES, 2005, GORZ, 1982). Benedicto XVI reconoce que “el conjunto de cambios sociales y económicos crea grandes dificultades para las organizaciones sindicales en el cumplimiento de su papel de representar los intereses de los trabajadores” (CV, n. 25). Aunque el movimiento sindical luche por los intereses de la categoría, no puede ignorar los problemas de toda la sociedad (SANTANA, RAMALHO, 2003): “la sociedad civil es, de hecho, el lugar más apropiado para una acción en defensa del trabajo, especialmente en a favor de los trabajadores explotados y sin representatividad, cuya amarga condición pasa desapercibida a los ojos distraídos de la sociedad “(CV, n. 64).

e) Papa Francisco

El Papa Francisco, en Laudato Si (LS), articula la ecología integral con el trabajo decente,  la sostenibilidad y la justicia social: “una ecología integral exige que se tenga en cuenta el valor subjetivo del trabajo aliado al esfuerzo de proveer acceso al trabajo estable y digno para todos “(LS, n. 191). La ecología integral involucra dos aspectos: la dignidad del trabajador y el cuidado con el medio ambiente.

El trabajo sostenible pasa por garantizar el acceso universal al trabajo decente y al fomento de la salud. Proporcionar a cada ser humano educación y  recursos para asegurar una condición de trabajo segura. Incluir a los vulnerables habilitándoles a desarrollar sus capacidades. Para poder seguir dando empleo, es indispensable promover una economía que favorezca la diversificación productiva y la creatividad empresarial (LS, n.129).

El trabajo sostenible implica el cuidado del medio ambiente.

De la relación entre naturaleza, trabajo y capital depende el futuro de la especie humana. El mundo del trabajo es parte de la solución de la crisis ambiental.

En cualquier enfoque de ecología integral que no excluye al ser humano, es indispensable incluir el valor del trabajo. En la narración bíblica de la creación, Dios colocó al ser humano en el jardín recién creado (Gn 2, 15), no sólo para cuidar de lo existente (guardar), sino también para trabajar en él a fin de que produciera frutos (cultivar) (LS, n.124).

El Papa Francisco ha sido enfático en la defensa de los trabajadores: “Tierra, techo y trabajo – eso por el que ustedes luchan – son derechos sagrados. (…) No hay peor pobreza material que la que no permite ganar el pan y priva de la dignidad del trabajo “(Encuentro Mundial de Movimientos Populares, Roma, 2014).

4 América Latina

El mundo del trabajo fue abordado en las Conferencias del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano). Reunidos en Medellín, los obispos se dirigieron

a todos aquellos que, con el esfuerzo diario, van creando los bienes y servicios que permiten la existencia y el desarrollo de la vida humana. Pensamos muy especialmente en los millones de hombres y mujeres latinoamericanos que constituyen el sector campesino y obrero. Ellos, en su mayoría, sufren, esperan y se esfuerzan por un cambio que humanice y dignifique su trabajo. Sin desconocer la totalidad del significado humano del trabajo, aquí lo consideramos como estructura intermedia, mientras que constituye la función que da origen a la organización profesional en el campo de la producción (Doc. Justicia).

En Santo Domingo el tema fue tratado de forma más sistemática en el ítem n. 2.2.5. Trabajo). Una de las realidades que más preocupa a la Iglesia en su acción pastoral

es el mundo del trabajo, por su significación humanizadora y salvífica, que tiene su origen en la vocación co-creadora del hombre como ‘hijo de Dios’ (Gn 1,26) y que fue rescatado y elevado por Jesús, trabajador e ‘hijo de hijo carpintero “(Mt 13,55 y Mc 6,3). Por eso, la “Iglesia como depositaria y servidora del mensaje de Jesús, ve al hombre como sujeto que dignifica el trabajo realizándose a sí mismo y perfeccionando la obra de Dios, para hacer de ella una alabanza al Creador y un servicio a los hermanos (Santo Domingo, n. 182).

El mundo del trabajo es campo pastoral,

se alerta para un deterioro en sus condiciones de vida y en el respeto a sus derechos; un escaso o nulo cumplimiento de normas establecidas para los sectores más débiles; una pérdida de autonomía por parte de las organizaciones de trabajadores debido a dependencias o autodependencias de diversos géneros; abuso del capital que desconoce o niega la primacía del trabajo; pocas o nulas oportunidades de trabajo para los jóvenes. Alerta para la alarmante falta de trabajo o desempleo con toda la inseguridad económica y social que ello implica (Santo Domingo, n. 183).

Ante esta dura realidad, la defensa intransigente de los derechos del trabajo se impone como el desafío más importante: “Los derechos del trabajador son un patrimonio moral de la sociedad que debe ser tutelado por una adecuada legislación social y su necesaria instancia judicial, que asegure continuidad confiable en las relaciones de trabajo “(Santo Domingo, n.184). Se proponen tres líneas pastorales: Impulsar y sostener una pastoral del trabajo en todas nuestras diócesis, a fin de promover y defender el valor humano del trabajo; apoyar a las organizaciones propias de los hombres del trabajo para la defensa de sus legítimos derechos, en especial de un salario suficiente y de una justa protección social para la vejez, la enfermedad y el desempleo; favorecer la formación de trabajadores, empresarios y gobernantes en sus derechos y en sus deberes, y propiciar espacios de encuentro y mutua colaboración (Santo Domingo, n. 185).

En Aparecida, los obispos estimularon a los empresarios, los agentes económicos de la gestión productiva y comercial, tanto del orden privado como comunitario, a ser creadores de riqueza en nuestras naciones, cuando se esfuerzan en generar empleo digno. Asimismo, estimularon “a los que no invierten su capital en acción especulativa, sino en crear fuentes de trabajo, preocupándose con los trabajadores, considerándolos a ellos y a sus familias” (DA, 404). Uno de los mayores desafíos consiste en

formar en la ética cristiana que establece como desafío la conquista del bien común la creación de oportunidades para todos, la lucha contra la corrupción, la vigencia de los derechos del trabajo y sindicales; es necesario poner como prioridad la creación de oportunidades económicas para sectores de la población tradicionalmente marginados, como las mujeres y los jóvenes, a partir del reconocimiento de su dignidad. Por eso, es necesario trabajar por una cultura de la responsabilidad en todo nivel que involucre a personas, empresas, gobiernos y el propio sistema internacional (DA, n. 406).

Se han señalado dos líneas de acción dirigidas a categorías sociales que más sufren en el mundo del trabajo, los jóvenes y las mujeres: es imperativa la capacitación de los jóvenes para que tengan oportunidades en el mundo del trabajo y evitar que caigan en la droga y la violencia (DA, n o 446); promover el diálogo con las  autoridades para la elaboración de programas, leyes y políticas públicas que permitan armonizar la vida de trabajo de la mujer con sus deberes de madre de familia (DA, n.458). En Aparecida se levantó un desafío inédito: “la formación de pensadores y formadores de opinión en el mundo del trabajo, dirigentes sindicales, cooperativos y comunitarios” (DA, nº 492).

5 Sistematización

La complejidad del mundo del trabajo implica la antropología, la política, el derecho, la cultura, la economía y la filosofía. La relación del ser humano con Dios es la perspectiva del pensamiento teológico sobre el trabajo. Cualquier reflexión sobre el trabajo debe tener como referencia el principio de la dignidad humana. Cada persona, independientemente de la edad, condición o capacidad, es una imagen de Dios y, por lo tanto, dotada de un valor irreductible. Cada persona es un fin en sí, nunca un instrumento valorado por su utilidad. El reconocimiento de esta dignidad es el primer criterio para evaluar modelos económicos y la organización de la división del trabajo. Su estatuto está consolidado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.

El trabajo humano es una actividad generadora de relaciones sociales. En virtud de la imago Dei los seres individuales son también seres relacionales. La individualidad y la sociabilidad se objetivan en estructuras y relaciones. El sentido del trabajo no se agota en el éxito profesional. Mi relación en el trabajo dice quién soy para otro. “El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales son y deben ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social” (GS, 25).

Colocar el trabajo al servicio de la dignidad humana es tener como meta el bien común (GS, n. 27). Ningún grupo social, individuo, empresa o estado puede desentenderse del bien común. El trabajo humano es el origen de la empresa como organización de personas. A través del trabajo, las empresas producen muchas de las condiciones importantes que contribuyen al bien común de la sociedad. La creación de puestos de trabajo es un aspecto imprescindible para alcanzar el bien común. No se entiende el trabajo humano desconectado del descanso. En este sentido,

el ápice de la enseñanza bíblica sobre el trabajo es el mandamiento del reposo sabático. La memoria y la experiencia del sábado constituyen un baluarte contra la esclavización del hombre al trabajo, voluntario o impuesto, contra toda forma de explotación, larvada o manifiesta. El reposo sabático, de hecho, más que para consentir la participación en el culto de Dios, fue instituido en defensa del pobre; tiene también una función liberadora de las degeneraciones antisociales del trabajo humano (CDSI, n. 258).

El pueblo de Israel, que comenzó con aquella experiencia de liberación de un grupo de trabajadores sometidos al trabajo forzado, se alimenta del cumplimiento de la promesa de la plena liberación, la irrupción del Reino y el descanso en Dios (Hb 4,10-11 ). En la legislación de Israel la institución del sábado como memorial del éxodo de la alienación del trabajo, es el fundamento que sostiene los seis días restantes.

El Hijo de Dios, al asumir la condición de trabajador de mano, redimensiona el sentido del trabajo. El mundo del trabajo es lugar de irrupción del Reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33). Para los cristianos, el verdadero Sábado es Cristo, celebrado el domingo. Es él el Señor del sábado (Mc 2,27) que inauguró el sábado eterno (Hb 4,10) ya prefigurado en el séptimo día de la creación (Gn 2, 1-3). El domingo revela la dimensión escatológica del trabajo. El descanso se identifica con la situación de la creación de Dios (Gn 2, citado en Heb 4,4). El domingo es una prefiguración de este descanso, no es sólo una pausa del trabajo. La autorrealización alcanzada en el trabajo siempre es penúltima. El trabajo es una forma de expresión de la identidad humana, pero no de toda la identidad.

La naturaleza también necesita descansar. El séptimo día representa un límite al poder transformador del trabajo humano entendido como protección y cultivo de la creación. En el trabajo, la persona se descubre creadora, pero también como criatura frágil. La humanidad, hermanada en su capacidad de trabajo, también está hermanada en su debilidad y en los límites de la naturaleza.

Pío XI afirmó que el mayor escándalo del siglo XIX fue la Iglesia haber perdido la clase obrera. Para que este escándalo no vuelva a repetirse en el siglo XXI, no basta con acumular documentos y declaraciones de buenas intenciones. La solidaridad con los trabajadores es una manera de concretar la opción preferencial por los pobres. “Los pobres aparecen, en muchos casos, como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano” (Laborem exercens, n.8). A partir de la Revolución industrial, la realidad de los pobres y el mundo del trabajo están interconectados. La constitución de una pastoral obrera liberadora es el principal desafío para los cristianos en América Latina. El compromiso de liberar el trabajo de una economía que mata (Papa Francisco) y emancipar a los trabajadores está implícito en la praxis de los cristianos. Liberar el trabajo de los intereses financieros, la competitividad desenfrenada y la obsesión por la riqueza. Rescatar a la economía como instrumento al servicio de la vida.

Élio Gasda, SJ. Facultad Jesuíta, Belo Horizonte, Brasil. Texto original en portugués.

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Teología Política

Índice

1 Expresión

1.1 Origen

1.2 Ambigüedad

1.3 Delimitación de enfoque

2 Abordaje teológico

2.1 Panorama histórico

2.1.1 Antigua teología política

2.1.2 Nueva teología política

2.2 Características fundamentales

2.2.1 Función crítica y creativa

2.2.2 Teología Fundamental Práctica

2.2.3 Autoridad de las víctimas

3 Relevancia y límites

4 Referencias

 1 Expresión

Conviene empezar haciendo algunas consideraciones acerca de la expresión “Teología Política” (TP), pues ella ni surgió ni fue utilizada siempre en contexto teológico-cristiano y su desarrollo propiamente teológico no siempre fue expresado en estos términos. De ahí la importancia de indicar su origen y las perspectivas en que fue desarrollada y delimitar el enfoque de nuestro abordaje.

1.1 Origen

La expresión TP no surgió en un ambiente cristiano y, en realidad, sólo en la segunda mitad del siglo XX fue asumida y desarrollada en sentido estrictamente teológico-cristiano. Esto no significa que no haya habido una teología política o una reflexión teológica sobre la dimensión y las realidades políticas a lo largo de la historia del cristianismo. Por lo contrario. Pero esta reflexión no se ha formulado hasta hace poco en términos de TP.

Aunque llega a nosotros a través de Agustín en su obra La ciudad de Dios, la expresión TP remite a la distinción estoica de los tres géneros o tipos de teología: mítica, física y política o civil. Esto ya aparece en el estoicismo medio de Panecio de Rodas (+ 100? a. C.) y se consolida en el ambiente cultural romano con Marco Varrón (+ 27 a. C.). En su obra enciclopédica De Antiquitatibus, citada por Agustín, Varrón explica estos tres géneros de teología: “Lo llaman mítico porque es usado principalmente por los poetas, físico, porque lo usan los filósofos, y civil, porque lo emplean los pueblos”. Según él, “la primera teología es principalmente propia del teatro, la segunda, del mundo, la tercera, de las ciudades”. La teología política o civil, dice Varrón, es aquella que “los ciudadanos, y de modo especial los sacerdotes, deben conocer y poner en práctica en las urbes. En ella hallamos a los dioses que deben ser objeto de culto público y los ritos y sacrificios a los que cada cual está obligado” (AGOSTINHO, 2016, p. 251-253).

Es importante tener presente aquí dos cuestiones que marcarán decisivamente la historia de la expresión TP. En primer lugar, aparece en contexto filosófico-político como una teología subordinada y al servicio del Estado: controlada por los agentes del Estado y con la función de su legitimación o justificación religiosa. En segundo lugar, aparece en conflicto con la doctrina cristiana. Agustín retoma la distinción estoica en un tono claramente polémico y de reprobación como se puede ver en los libros VI a VIII de la obra La ciudad de Dios. No por casualidad, la expresión TP es recordada en la Edad Media sólo con “uno de los muchos errores del paganismo” (SCATTOLA, 2009, p. 20). Y, aunque se utiliza en los siglos XVI y XVII para “indicar las materias comunes a la administración religiosa y política”, refiriéndose a uno de los varios campos de acción de la autoridad del príncipe “(SCATTOLA, 2009, p 21), sólo se reanudará y desarrollará de modo positivo a partir del siglo XIX en ambientes católicos conservadores y contrarrevolucionarios (Bonald, De Maistre, Cortés, Schmitt, etc.) y, en sentido contrario y ahora estrictamente teológico, en la segunda mitad del siglo XX con la “nueva teología política” (Metz, Moltmann, Sölle, etc.) (Cf. SCATTOLA, 2009, p. 34-40).

1.2 Ambigüedad

Además del carácter controvertido de la expresión TP en la tradición cristiana desde los primeros siglos, hay una ambigüedad que se refiere al propio estatuto teórico de esa expresión. Es que ella ni nació ni fue desarrollada en ambiente cristiano y, como ya hemos indicado, sólo en la segunda mitad del siglo XX fue desarrollada en sentido estrictamente teológico. Nació en el marco de la filosofía estoica, fue asumida en el ámbito jurídico, retomada en el contexto de la filosofía y de las ciencias políticas modernas y, finalmente, en el ámbito de la teología.

La ambigüedad, aquí, se refiere al hecho de que la expresión TP se refiere a la teología, pero fue desarrollada, sobre todo, filosófica, jurídica, social y políticamente. En realidad, la expresión se refiere mucho más a la relación religión-política considerada por la filosofía y / o por otras ciencias que a la teología en sentido estricto como intellectus fidei. Sin hablar de que la reflexión propiamente teológica sobre la relación religión-política, a modo de justificación o de crítica, se desarrolló a lo largo de la historia, en otros términos.

1.3 Delimitación del enfoque

Esta ambigüedad teórica de la expresión TP exige de nosotros una delimitación clara de nuestro enfoque. No vamos a tratar de los diversos enfoques de la relación religión-política que subyacen a la expresión TP. Una visión panorámica en esa dirección puede ser encontrada en la obra ya mencionada de Merio Scattola, Teología Política, donde, en una visión diacrónica que yuxtapone e interrelaciona perspectivas teóricas distintas, esboza la problemática de la relación entre religión y política en Occidente (Cf. SCATTOLA, 2009).

Nuestro enfoque de la TP será de orden estrictamente teológico, lo que, aunque no puede dejar de referirse e incluso de arraigarse en la historia de la teología, es muy reciente: nace y se desarrolla en Alemania en la segunda mitad del siglo XX. Es verdad, como ya advertimos, que la reflexión teológica sobre la dimensión y las realidades políticas es tan antigua como el cristianismo. Pero esto sólo recientemente se ha formulado y desarrollado explícitamente en términos de TP.

2 Abordaje teológico

El desarrollo estrictamente teológico de una TP en la segunda mitad del siglo XX está vinculado a nombres como Jürgen Moltmann (Cf. MOLTMANN, 2011, p. 389-418; 2004, p. 102-105), Dorothee Sölle (Cf. SÖLLE, 1982) y, sobre todo, Johann Baptista Metz (Cf. METZ, 1997). Es con ellos que la expresión TP adquiere estatuto teológico y marca una nueva etapa en la teología europea, caracterizada por el paso de una perspectiva de carácter trascendental-personalista-existencial hacia una perspectiva marcadamente social y política.

Para una mejor comprensión de ese movimiento teológico que tuvo una importancia muy grande en el proceso de renovación de la teología europea en diálogo con el mundo moderno, así como en la teología latinoamericana que empezaba a surgir, conviene hacer algunas consideraciones de orden histórico e indicar sus principales caracteres.

2.1 Panorama histórico

En primer lugar, es importante situar ese movimiento teológico en el contexto más amplio de la teología, particularmente en lo que se refiere a la problemática religión-política ya la propia expresión TP. Por cierto, ese fue uno de los primeros desafíos con que Metz tuvo que enfrentarse. Es que la expresión TP, con la que designaba su perspectiva y su proyecto teológicos, tiene una historia muy controvertida que remitía a la teología política o civil de los estoicos, al cristianismo constantiniano y, más cerca, a las discusiones y controversias entre Carl Schmitt (SCHMITT, s / d) y Erik Peterson (PETERSON, 1999) en la primera mitad del siglo XX.

Para librarse de esa carga histórica controvertida y demarcar las fronteras de su proyecto teológico, Metz habla de “nueva teología política” en contraposición a la “vieja teología política” estoica y constantiniana (Cf. METZ, 1997, p.34-43; 2006, p. 252-257, 2013, p. 33-37, MOLTMANN, 105). Ciertamente, no pretende ni llega a hacer un estudio exhaustivo sobre la llamada “antigua teología política”. Su interés es explicitar su proyecto teológico. En este sentido, la contraposición “antigua” X “nueva” tiene un carácter didáctico: la expresión “antigua TP” desempeña una función negativa (decir lo que no es) en su esfuerzo de explicitar positivamente la “nueva TP” (decir lo que es, o en qué consiste). Y se acabó convirtiéndose en un recurso didáctico muy utilizado en la presentación histórico-sistemática de su proyecto teológico.

2.1.1 “Antigua teología política”

La expresión “antigua teología política” es tomada en un sentido crítico-peyorativo y remite tanto a la TP estoica como a las diferentes formas de constantinismo o instrumentalización política del cristianismo a lo largo de la historia. Se trata de un largo período que va desde el estoicismo hasta Carl Schmitt y sus desdoblamientos en el siglo XX “(METZ, 2013, p. 33). Esta comprensión amplia, genérica y negativa de la “antigua TP” tiene el mérito de destacar su carácter conservador e ideológico y de demarcar fronteras con relación a la “nueva TP”. Pero tiene una doble limitación teórica. Por un lado, ignora y ofusca las diferentes perspectivas con que la relación religión-política es tratada al nombrar con la misma expresión enfoques de orden filosófico, jurídico, sociopolítico y teológico. Por otro lado, simplifica la problemática como si todo abordaje (también teológico) de la relación religión-política anterior hubiera sido de cuño conservador-ideológico.

Pero la cuestión es mucho más compleja de lo que parece. Desde el punto de vista estrictamente teológico, hay que reconocer que el enfoque de la relación religión-política no siempre se ha dado a modo de instrumentalización ideológica del cristianismo en función del Estado y / o de la conservación del status quo. Más allá del uso de la expresión TP, el enfoque teológico de la política se dio tanto a modo de legitimación y subordinación, como a modo de crítica o al menos de no subordinación total.

El propio Peterson, en confrontación con Schmitt, al intentar probar “la imposibilidad teológica de una teología política” (PETERSON, 1999, p. 123), contrapone Agustín a Eusebio de Cesárea (Cf. PETERSON, 1999, p. 93- 95) y, por lo tanto, acaba indicando, aunque de modo apologético y un tanto simplista, dos perspectivas distintas de abordaje teológico de la política o, si se quiere, de TP.

Eusebio es contado entre los “teólogos de la corte bizantina” (PETERSON, 1999, p. 93) y presentado como una especie de “publicista político” (PETERSON, 1999, p. 82) que refuerza la idea ya difundida de que “la misión apostólica fue facilitada por el imperio romano y que ve en el imperio romano la victoria sobre la” idolatría politeísta y demoníaca” y el cumplimiento de todas las profecías sobre la “paz de los pueblos”(PETERSON, 1999, p. 79-84); por otra parte, Agustín es contacto entre los teólogos ortodoxos que deshicieron “el lazo que unía el Evangelio al imperio”. Según Peterson, “lo que los sacerdotes griegos llevaron a término en relación con la idea de Dios”, al contraponer el dogma de la Trinidad a la concepción pagana y judía de “monarquía divina”, vaciándola de su “carácter político-teológico”, Agustín lo realizó en Occidente “con el concepto de paz”. Para él, “la paz augusta, sobre la cual se había construido en la Iglesia una dudosa teología política, se presentaba […] como una paz cuestionable” (PETERSON, 1999, p. 93). Y, así, concluye, “no sólo se acabó teológicamente con el monoteísmo como problema político y se liberó la fe cristiana del encadenamiento al imperio romano, sino que se llevó a cabo la ruptura radical con una teología política que degeneraba al Evangelio convirtiéndolo en instrumento de justificación de una situación política “(PETERSON, 1999: 95).

Peterson tiene razón en lo que se refiere a la imposibilidad de una teología política que transforme el Evangelio “en instrumento de justificación de una situación política”. Pero no puede concluir de ahí, como lo hace, “la imposibilidad teológica de una teología política” sin más. Y en ese punto Schmitt tiene razón (Cf. SCHMITT, s / d, p. 173). Tampoco podría apelar a Agustín como justificación teológica de la imposibilidad de una TP. Por más que no se deba ni se pueda atribuir a él la paternidad del llamado “agustinismo político” medieval y su teoría de una “teocracia imperial”, preludio de la” teocracia pontificia “(Cf. RAMOS, 2015, p. 202-204), tampoco se puede negar su reflexión teológica sobre la política o, si se quiere, una TP en Agustín (Cf. RAMOS, 2015, p. 185-208).

2.1.2 “Nueva Teología Política”

La “nueva TP” surge en el contexto más amplio de la pregunta por la posibilidad de una “teología del mundo” que tome en serio los procesos de la Aufklärung, de la secularización y de la emancipación en curso en el mundo moderno (Cf. METZ, 1997, p.15 75). Nace como una teología “con el rostro volcado hacia el mundo” (Cf. METZ, 1997, p. 7; 2006, p. 253, 257). En este sentido, y en contraposición a la “antigua TP” de cuño antimoderno y restauracionista, la “nueva TP” surge como una teología moderna. Piensa la relación entre Iglesia y sociedad / política no de modo “precrítico”, en contraposición a la modernidad en la línea de una identificación entre ambas, sino de modo “post-crítico”, en el sentido de una “segunda reflexión” que repiensa críticamente / modernamente las relaciones Iglesia / fe – sociedad / política (Cf. METZ, 1997, p. 12, 27, 39).

Esto supuso y / o implicó tanto una nueva comprensión del mundo, de lo “político” y de la relación de la Iglesia con ellos, como un giro en el movimiento teológico en curso que intentaba un diálogo con el mundo moderno, así como una ruptura con y, / o superación dialéctica de los presupuestos filosóficos implicados en ese movimiento.

La “nueva TP” entiende el mundo no como “cosmos” en contraposición a la existencia y a la persona ni como “realidad meramente existencial o personal”, sino como “realidad social en un proceso histórico” (METZ, 1997, p. 15). Y habla de lo político en el sentido que esa expresión adquirió en el mundo moderno, sea en lo que se refiere a la distinción entre Estado y sociedad y a la consiguiente superación del reduccionismo del político a técnicas de administración del poder, sea en lo que se refiere al carácter crítico que debe caracterizar un discurso. Esto posibilitó una nueva comprensión de la relación entre teología y política, donde la Iglesia se entiende no en función del Estado, sino como “institución crítico-social” con “tarea crítico-liberadora” en la sociedad o como “lugar e institución sociocríticos de la libertad” y la TP es entendida como “conciencia crítica de las implicaciones sociales y de las tareas del cristianismo” (Cf. METZ, 1997, p.15, 32, 35ss).

Esta nueva comprensión del mundo, de la política y de la relación entre teología y política implicó una ruptura dialéctica con las corrientes teológicas de carácter y / u orientación existencial, personalista y trascendental que habían intentado en las últimas décadas un diálogo crítico-productivo con la modernidad, como con sus presupuestos teórico-filosóficos. A pesar de su enorme importancia en el proceso de renovación de la teología europea, estas teologías fueron en buena medida víctimas y cómplices de la moderna privatización de la fe, la religión y la teología. No por casualidad las categorías que ellas utilizan para explicar el mensaje cristiano son predominantemente “categorías de lo íntimo, de lo privado, de lo apolítico” (Cf. METZ, 1997, p. 10ss). De ahí la necesidad de ruptura con y / o superaciones dialécticas de esas teologías.

Metz habla de su TP como paso de una teología trascendental hacia una teología política (Cf. METZ, 1997, p. 95; 2013, p. 34). Moltmann llega a una “hermenéutica política” o a una TP como concreción de su teología de la esperanza y como consecuencia política de su teología de la cruz (Cf. MOLTMANN, 2011, p. 289ss; 2004, p. 102ss). Y Sölle desarrolla su TP en discusión crítica con la teología de Bultmann (Cf. SÖLLE, 1982, p. 12). En todos estos casos, fue decisivo el diálogo crítico-creativo con Marx, Bloch, la Escuela de Francfort (Horkheimer, Adorno, Marcuse, Benjamin) y el pensamiento judío, entre otros (Cf. METZ, 1997, p. 95, MOLTMANN, 2004, p. 103).

La “nueva TP” surge, pues, en diálogo crítico-creativo con el mundo moderno, simultáneamente, como una teología moderna (crítica) y como una teología en ruptura (dialéctica) con la privatización moderna de la fe, de la religión y de la teología, así como con las teologías de alguna manera víctimas y / o cómplices de esa privatización.

2.2 Características fundamentales

Habiendo situado la “nueva TP” en el contexto más amplio de la teología y en contraposición a la “antigua TP”, conviene esbozar sistemáticamente sus principales características y, con ellas, su estructura teórica fundamental (Cf. GIBELLINI, 1998, p. 301-321; TAMAYO, 2005, p. 870-879).

2.2.1 Función crítico-creativa

En 1967, en una conferencia en un Congreso Internacional de Teología en Toronto, Canadá, titulada El problema de una “Teología política” (Cf. METZ, 1997, p. 9-22) y considerada una especie de “manifiesto programático” de su TP , Metz indica una doble característica y / o tarea de esa teología: “crítico-correctiva” frente a la tendencia privatizadora de la teología actual y “positiva”, como intento de formulación del mensaje escatológico en las actuales condiciones de nuestra sociedad (METZ, 1997, p. 9).

La “nueva TP” tiene una función crítico-correctiva frente a la tendencia moderna de privatización de la religión presente en las varias teologías que intentaron un diálogo positivo con la modernidad. Una de las características de la modernidad fue la separación entre religión y sociedad y el confinamiento de la religión a la esfera privada con progresiva pérdida de relevancia social. Esto se agrava con la crítica marxista de la religión como superestructura ideológica de la sociedad. Y las teologías que intentaron un diálogo positivo con la modernidad (trascendental, existencial, personalista) acabaron convirtiéndose en víctimas y cómplices de esta tendencia de privatización de la religión, en la medida en que se refugiaron en la esfera de lo privado. Es un tipo de teología que trata de resolver el problema surgido con la Aufklärung, eliminándolo. “Procura superar la Aufklärung sin haber pasado por ella”. De ahí la razón de que “para la conciencia religiosa determinada por esa teología, la realidad sociopolítica tenga sólo una existencia efímera. Las categorías que esta teología utiliza para explicar el mensaje son predominantemente categorías de lo íntimo, de lo privado, de lo apolítico “(METZ, 1997: 10). En este contexto surge la “nueva TP”. Ella surge en diálogo crítico-creativo con la modernidad y con las teologías modernas en curso y asume, modernamente / críticamente, la tarea de desprivatización de la religión cristiana. Si Bultmann, por ejemplo, se empeñó en un proyecto de “desmitización” de la teología (Entmytologisierung) y produjo una teología de orientación existencial, Metz se empeña en un proceso de desprivatización de la teología (Entpruevatisierung) y desarrolla una teología de orientación política.

Pero además de esa función crítico-correctiva frente a las teologías modernas en curso, la “nueva TP” tiene una función positiva que consiste en explicitar y desarrollar las implicaciones sociopolíticas del mensaje cristiano en el contexto de una sociedad moderna. Se trata de repensar modernamente las relaciones entre religión y sociedad, entre fe y praxis social. Al final, “la salvación a que se refiere en la esperanza la fe cristiana no es una salvación privada” y su anuncio tiene dimensiones y consecuencias públicas y sociales indiscutibles como se puede comprobar en la cruz de Jesús (Cf. METZ, 1997, 13). Y, aquí, va a ser fundamental la reanudación de la dimensión escatológica del mensaje cristiano y el desarrollo de su dimensión histórico-público-social. La esperanza cristiana no carece de dimensión, implicaciones y relevancia social, pero desempeña una función crítica y des-absolutizadora en la sociedad y en la propia Iglesia. La categoría “reserva escatológica” (eschatologischer Vorbehalt) permitirá comprender modernamente la misión de la Iglesia como “tarea crítico-liberadora” en la sociedad y en la Iglesia y comprender a la propia Iglesia como “institución crítico-social” (Cf. METZ, 1997, p. 15ss). Y la categoría “memoria” (Erinnerug), con su estructura teórica de “narración” (Erzälung), será fundamental para el desarrollo de la tesis de la fe como memoria pasionis, mortis et resurrectionis Jesu Christi (Cf. METZ, 11997, p. 47) que, gracias a su carácter y poder práctico-movilizador, se constituye como “memoria peligrosa” (gefährliche Erinnerung) que “acosa el presente y lo cuestiona, porque nos recuerda un futuro que aún no ha llegado” (METZ, 1997 , p. 49).

2.2.2 Teología Fundamental práctica

Ya está claro que la “nueva TP” no tiene nada que ver con la politización de la teología o la instrumentalización ideológica de la religión a modo de la “antigua TP”. Pero ella tampoco puede ser comprendida como una “teología de lo político” o una más de las muchas “teologías regionales” en curso: teología del trabajo, teología de la sexualidad, teología de la música, etc. (Cf. METZ, 1997, p. 43). Tampoco puede ser tomada simplemente como una nueva disciplina teológica ni ser identificada con una teología social y menos aún con lo que se llama en la teología “ética política” (Cf. METZ, 1997, p. 27s, 71). Ni siquiera puede ser tomada como una especie de aplicación práctica de principios y normas en la acción sociopolítica de los cristianos (Cf. METZ, 1997, p. 71).

En cuanto desarrollo de la relación entre religión y sociedad o de la dimensión sociopolítica del mensaje escatológico cristiano o como memoria passionis en las condiciones de nuestro tiempo, la “nueva TP” emerge como reelaboración del mensaje cristiano en su totalidad a la luz de su relevancia social en el contexto de una sociedad moderna. Y, así, emerge como desarrollo de un “rasgo fundamental de la conciencia crítico-teología como un todo” que bien puede ser formulado en términos de una “nueva relación teoría-praxis”, en el sentido de que toda teología debe tener una orientación práxica fundamental (METZ, 1997, p. 28). En este sentido, se puede hablar, aquí, de una “teología fundamental práxica” o de una “teología fundamental con intención práxica” (Cf. METZ, 1977) o incluso de una “praxis apologética” (METZ, 1977, p.9 ; 2006, 255ss). Se trata de una teología articulada en torno a tres categorías básicas: memoria, narración, solidaridad (Cf. METZ, 1977, p. 159-211) y una teología que busca dar razón o explicitar los fundamentos práxico-sociales del mensaje escatológico cristiano en el contexto de una sociedad esclarecida y secularizada que privatiza la religión y compromete su dimensión sociopolítica.

2.2.3 Autoridad de las víctimas

Una teología que se comprende como memoria passionis o como confrontación crítico-práxica del mensaje escatológico cristiano con la sociedad actual se constituye como “memoria peligrosa” y sólo puede desarrollarse en “solidaridad” con las víctimas de la historia: del presente (“hacia adelante “) Y del pasado (” hacia atrás “) (Cf. METZ, 1977, p. 204). Esto permite recuperar la centralidad de la teodicea en la teología cristiana (Cf. METZ, 2006, p. 3-34). No como una cuestión meramente teórico-especulativa, sino más bien como una cuestión práxica que se enfrenta y se traduce en términos de compasión, amor y solidaridad con las víctimas y que tiene una dimensión sociopolítica fundamental.

Una religión con el “rostro hacia el mundo” (Cf. METZ, 1997, p. 7; 2006, p. 253, 257) no puede ignorar la “historia del sufrimiento” y eso significa, para Metz, que no puede ser “de espaldas a Auschwitz (Cf. METZ, 2006, p. 35-68), es decir,” ni de espaldas al holocausto ni de espaldas al sufrimiento mudo de los pobres y oprimidos en el mundo “(METZ, 1984, p. 38). Debe ser una teología con el “rostro dirigido” a Auschwitz y a todas las víctimas de la historia. Se trata, aquí, de una solidaridad práxica-teórica con las víctimas que se concreta tanto en la acción de los cristianos como en la reflexión teológica. Esto obligó a Metz a reconocer la “autoridad de los que sufren” en el propio teologizar (Cf. METZ, 1997, p.12s). Ellos son “investidos por Jesús de una autoridad frente a la cual no existe posibilidad de negar obediencia. Es sólo en esta autoridad de los que sufren donde se manifiesta la autoridad de Dios como juez del mundo y de todos los seres humanos: Mt 25, 31-46” (METZ, 1997, 13).

3 Relevancia y límites

La “nueva TP” tuvo una importancia muy grande en la profundización del diálogo crítico-creativo de la Iglesia con el mundo moderno y en el proceso de renovación de la propia teología europea en la segunda mitad del siglo XX. Ella retomó y reelaboró en nuevos términos la problemática de la relación Iglesia-sociedad, superando modernamente la tendencia moderna de privatización de la fe y de la religión y desarrollando la dimensión sociopolítica del mensaje cristiano. Recuperó la relevancia sociopolítica de la fe y de la Iglesia e hizo eso, no en una perspectiva restauracionista antimoderna (precrítica), sino en el contexto de una sociedad moderna (crítica)  y en una perspectiva dialéctica de diálogo crítico con la modernidad (post-crítica). Con eso, amplió los horizontes de la teología y de su diálogo con el mundo moderno y posibilitó y provocó la superación dialéctica de las teologías existencial, personalista y trascendental, hacia una teología sociopolítica fundamental.

Además, la “nueva TP”, en sintonía con el proceso conciliar de renovación de la Iglesia, aguza la sensibilidad eclesial hacia los problemas del mundo y, sobre todo, a las situaciones de sufrimiento y a las víctimas de la historia y, así, confiere nueva centralidad a la problemática de la teodicea en el cristianismo. Lo hace desde una perspectiva práxica-teórica en la línea de solidaridad con las víctimas, de reconocimiento de su autoridad y de inserción de su voz en los logos de la teología. Esto permite profundizar la crítica al cristianismo burgués que se desarrolló en Occidente (Cf. METZ, 1984), estrecha los lazos con las teologías de la liberación y abre perspectivas para crítica y autocrítica de la “nueva TP” en el sentido de cierta complicidad con la historia occidental de los vencedores.

Pero, a pesar de la importancia de esta teología en el diálogo crítico con la modernidad y con las teologías modernas en curso, en la recuperación y reelaboración del carácter fundamentalmente práxico de la fe y de la teología y en la solidaridad con las víctimas de la historia y con la “historia del sufrimiento “, ella tiene límites que necesitan ser reconocidos y superados, lo que implica, de cierta manera, en su propia superación como perspectiva y proyecto teológico.

En primer lugar, los teólogos latinoamericanos, desde principios de los años 1970, criticaron “cierta insuficiencia en sus análisis de la situación contemporánea” (GUTIÉRREZ, 2000, p. 284; Cf. RUBIO, 1977, p. 98.). El carácter excesivamente abstracto de sus enfoques del mundo, la carencia o insuficiencia de mediaciones sociopolíticas para analizar y transformar la realidad y la concentración en la problemática de la privatización de la religión, dificultaron o incluso impidieron a la nueva TP descender a las raíces más profundas del mundo moderno y enfrentarse con sus problemas más fundamentales. Además, el impacto y la centralidad de Auschwitz y la pregunta fundamental: ¿cómo hacer teología después de Auschwitz?, comprensible en muchos aspectos, acabaron desviando la mirada de las víctimas actuales del mundo y sus verdugos y comprometiendo el carácter de “memoria peligrosa” que corresponde a la teología en cada tiempo. De ahí la denuncia poético-profética certera del obispo Pedro Casaldáliga:” ¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz?, os preguntáis vosotros, ahí, al otro lado del mar, en la abundancia. “¿Como hablar de Dios en Auschwitz?, se preguntan aquí los compañeros, cargados de razón, de llanto y sangre, metidos en la muerte diaria de millones …” (CASALDÁLIGA, 1990, p. 45).

Pero no sólo eso. La propia formulación en términos de TP parece muy problemática. Especialmente por la ambigüedad de la expresión, indicada y criticada desde el principio. En el sentido moderno, que se utilizó por Metz (sociedad en sentido amplio y discurso crítico), parece limitado e incapaz de dar cuenta del todo de la fe que la teología procura comprender y teorizar. A principios de los años 1970, Kasper manifestaba su insatisfacción con el marco señalado por la “nueva TP”: “Bajo muchos puntos de vista es excesivamente estrecho y conduce necesariamente a una reducción inadecuada del mensaje cristiano; y es esto lo que los representantes de la teología política no pretenden “(KASPER, 1982, p. 139). Y, al final de los años 1990, Moltmann reconoce que “tal vez a finales de los años 1960 el político haya sido sobreestimado”. Pero, a partir de 1989, en el contexto de la “globalización de la economía”, donde la propia política se encuentra en el “peligro de ser controlada” por las grandes corporaciones económicas y los mercados financieros, la política pasa a tener un alcance muy limitado y ” eso limita el alcance de la ‘nueva teología política’ ” (MOLTMANN, 2004, p. 105). De modo que, sea por el alcance limitado de la política en el mundo actual (Moltmann), sea por la no reducción de la fe a su dimensión social (Kasper), la TP, a pesar de su importancia y sus ganancias irrenunciables, parece limitada y reclama un marco teórico -conceptual más amplio capaz de articular y elaborar la fe en su totalidad y complejidad.

Francisco Aquino Junior. Profesor en la Facultad Católica de Fortaleza (FCF) y en la Universidad Católica de Pernambuco (UNICAP). Texto original portugués.

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TAMAYO, J.J. “Teologia Política”. In: TAMAYO, J.J. (dir.). Nuevo Diccionario de Teología. Madrid: Trotta, 2005, p. 870-879.

Símbolo de la fe

Índice

Introducción

1 Del Evangelio a las primeras fórmulas de confesión de fe

2 De las primeras fórmulas de confesión de fe al Símbolo de la Fe

3 El Símbolo Niceno-Constantinopolitano

Conclusión

Referencias

Introducción

El Símbolo de la Fe es el contenido resumido de la fe de los cristianos. Es el Credo cristiano. Como tal, él reúne las verdades centrales del ser-cristiano y del para ser cristiano. Él expresa la fe que se profesa en el bautismo, es la base de toda enseñanza catequética cristiana y principio normativo-doctrinal de toda ortodoxia cristiana. Se supone, por lo tanto, que todo cristiano no sólo sepa recitar el Símbolo de la Fe, sino que sepa vivir y orientar su vida de acuerdo con lo que en la fe profesa. Conviene recordar que el acto de fe (fides qua) no termina en los enunciados sobre Dios del Símbolo de la Fe, sino en Dios mismo: “Actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem” (TOMÁS DE AQUINO, STh II-II , q.1, a.2, ad 2m). La “cosa” (res) del acto de fe es el Dios Uno y Trino a quien el fiel existencialmente se dirige en el acto mismo de fe. El saber recitar el Símbolo no hace de alguien necesariamente un cristiano. El Símbolo de la Fe tiene, pues, un carácter performativo. Él contiene una rica antropología teológica implícita, de modo que lo que allí se dice expresamente de o sobre Dios tiene repercusiones inmediatas en la autocomprensión de quien es el ser humano para Dios desde la perspectiva cristiana de la fe.

Lo que aquí ofrecemos acerca del Símbolo de la Fe no es sino un resumido desarrollo histórico-teórico-fundamental de la fe cristiana hasta la formulación del Símbolo que fue adoptado oficialmente para toda la Iglesia cristiana: el Símbolo Niceno-Constantinopolitano.

1 Del Evangelio a las primeras fórmulas de confesión de fe

El núcleo de la predicación de Jesús se resume en la fórmula: “Se cumplió el tiempo, el Reino de Dios está cerca; “convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Creer en el Evangelio es abrirse para acoger con confianza el Reino o Reinado de Dios, cuya proximidad se anunciaba y ya se hacía sentir y experimentar en los gestos y palabras del mismo Jesús. En el núcleo del anuncio post-pascual de los apóstoles y sus sucesores se encuentra Jesucristo y su obra: “Y cada día, en el Templo y por las casas, no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva del Cristo Jesús” (Hch 5,42). La Buena Nueva de Cristo es la manifestación en él del Reinado de Dios (Mc 1,1s). La Palabra que ellos “evangelizaban” (Hch 8,4.25.40; 14,7.15.21; 16,10), o el “evangelio” (Hch 15,7; 20,24), se concreta en la persona de Jesús (Hch 8,35), resucitado por Dios (Hch 13,32s; 17,18; cf.2,23; 9,20) y hecho Hijo de Dios con poder (cf. Rm 1,1s), Cristo (Hch 5, 42; 8.12; cf 9,22) y Señor (Hch 10,36; 11,20; 15,35; cf. 2,36s). El Señor Jesucristo hecho Hijo de Dios jamás es anunciado separado de Dios, el Padre, a quien el reino es atribuido. “A todos los que lo recibieron [el Verbo de Dios, del Padre], les dio el poder de convertirse en hijos de Dios: a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

La fe es un asentimiento personal a Dios mediante la acogida de su Palabra, su Hijo, Jesucristo. La fe es, por tanto, respuesta humana al amor de Dios, el Padre, manifestado en Jesucristo, su Hijo. “Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo al mundo, a fin de que todo aquel que en él cree, no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). El Padre es el Señor de la vida y de la muerte, es el que resucitó a Jesús, el Hijo hecho hombre, entre los muertos (Hch 2,32; 5,13; 10,40; 13,30.32.37; 1Cor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Cl 2,12; Gl 1,1; 1Pd 1,21). Y así, al modo de Jesucristo, es al Padre a quien se dirige inicialmente el acto de la fe de los cristianos.

El kerigma era un resumen muy condensado de la fe cristiana. Pero el misionero cristiano, en su ejercicio de comunicar la fe, debería también poder explicar de modo más distendido y comprensible el contenido nuclear del anuncio, instruir a las personas, ofrecerles orientaciones prácticas morales. Así, los primeros sumarios o fórmulas de la fe tenían una intención claramente catequética, eran desdoblamientos instructivos-explicativos del kerigma, expresaban las verdades que constituían la base de la fe por referencia a la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ellas se referirán a Jesucristo, a Jesucristo con Dios Padre y con el Espíritu Santo.

2  De las primeras fórmulas de confesión de fe al Símbolo de la Fe

Desde sus orígenes, la Iglesia cristiana apostólica ha expresado y transmitido su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos, en resúmenes orgánicos y articulados. Estas síntesis de la fe fueron llamadas “profesiones de fe”, porque resumían la fe confesada, profesada y testimoniada por los cristianos.

Sin embargo, la confesión neotestamentaria de fe no poseía un modelo único. El primer modelo es denominado “cristológico”. Las confesiones cristológicas de fe traen simplemente el nombre de Jesús asociado a un título, tales como: Jesús es el Señor (Rm 10,9; Fl 2,11; 1Cor 12,3); Jesús es el Cristo (Hch 18,5; 1Jn 2,22); Jesús es el Hijo de Dios (Hch 8,36-38), o narran de modo más o menos desarrollado el advenimiento de Jesús subrayando su misterio de muerte y resurrección (kerigma primitivo). El segundo modelo, denominado binario, es aquel que se refiere a Dios-Padre y a Cristo y que encuentra su fórmula típica en 1Cor 8,6: “Para nosotros, sólo hay un Dios, el Padre, de quien todo procede, y para el cual vamos, y un solo Señor, Jesucristo, por el cual todo existe y por el cual nosotros existimos “(de modo similar en 1Tim 2,5-6, 6,13). El tercer modelo, finalmente, es ternario, y lo encontramos más explícitamente en el saludo del Apóstol Pablo a la comunidad de Corinto: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (2Cor 13,13); en el texto de 1Cor 12,4-6, donde se lee: “Hay diversidad de dones de la gracia, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero es el mismo Señor; diversos modos de acción, pero el mismo Dios que realiza todo en todos “; y muy especialmente en el orden misionero-bautismal del resucitado al final del Evangelio de Mateo: “Id, pues; de todas las naciones haced discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado “(Mt 28,19-20). Este pasaje de Mateo se convirtió en la “célula madre” de los varios Símbolos de la Fe empleados en las iglesias cristianas de los primeros siglos (SESBÖUÉ, 2002, 75-79; DENZINGER, 2007, n. 10-76).

En la Didaché (finales del siglo I) se encuentra la siguiente instrucción:

“En lo que se refiere al Bautismo, bautizad de este modo: una vez expuestas todas estas cosas, bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en agua corriente. Si no tenéis agua corriente, bautizad en otra agua […]. Derramad agua sobre la cabeza por tres veces, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Didaché, VII, 1-3).

En pleno siglo II, San Justino habla de los que “recibieron el baño del agua en el nombre del Padre y Señor Dios del universo, en el nombre del Señor Jesucristo y en el nombre del Espíritu Santo”. En este tiempo ya está en uso en el bautismo la forma interrogativa: “¿Crees en Dios Padre, Señor del universo? ¿Crees en Jesucristo, nuestro Señor, que fue crucificado bajo Poncio Pilato? ¿Crees en el Espíritu Santo, que habló por los profetas? “(JUSTINO, I Apol. 13,1-3). Aunque hasta el siglo III no hay fórmula única fijada para las iglesias cristianas, las varias fórmulas existentes presentan, sin embargo, la estructura trinitaria fiel al contexto litúrgico-bautismal (RITTER, 1984, 405-408).

La primera colección de regulaciones eclesiásticas y litúrgicas desde la Didaché la encontramos en los inicios del siglo III en la Iglesia de Roma. Es la Tradición Apostólica, de Hipólito de Roma, el ancestral directo y más remotamente atestiguado de lo que la Iglesia occidental llama hasta hoy de “Símbolo de los Apóstoles”. Este consiste básicamente en el paso de la forma interrogativa dialogal (profesión de fe bautismal) hacia la forma declarativa (SESBOÜÉ, 2002, 84).

A partir de los inicios del siglo IV se multiplicaron los sínodos locales y el uso normativo de las fórmulas trinitarias de fe se convirtió en una práctica común. Muchas fueron las formulaciones del Símbolo de la Fe utilizadas por las diversas iglesias cristianas de la época: Roma, Cesárea, Jerusalén, Antioquía, Éfeso, Constantinopla, Salamina, Matastia, Cartago, Milán, entre otras. La unificación del Símbolo de la Fe tiene su inicio con el Concilio de Nicea (325), se completa en el Concilio de Constantinopla I (381) y es oficialmente promulgada como el Credo oficial de los cristianos por los Concilios posteriores.

La génesis de los Símbolos es significativa del pasaje del discurso de las Escrituras a la literatura post-apostólica. En la medida en que el Símbolo condensa en una unidad simple la rica diversidad del testimonio del Primer y del Segundo Testamento, se presenta como un acto de interpretación de las Escrituras y, al mismo tiempo, como la matriz de la enseñanza catequística y punto de partida del discurso dogmático, ya que las primeras definiciones de fe tomarán la forma de adiciones al Símbolo (SESBOÜÉ, 2002, 73).

La palabra símbolo (lat. Symbolum, gr. Σύμβολον) se remitía a la forma antigua en que las personas hacían contratos o alianzas. El “símbolo” significaba la unión de dos mitades de un objeto partido (una pieza o un sello) con ocasión de la celebración de un contrato, pacto o alianza. A partir de entonces, el objeto simbólico cumplía la función de identificar a los portadores y la relación establecida entre ellos. La verdad de la relación establecida se mostraba en la yuxtaposición de las dos partes del objeto. Un segundo significado de “símbolo” es un resumen, una colección o sumario que reúne enunciados significativos debidamente organizados.

Los cristianos utilizaron el término “símbolo” como signo de identificación y de comunión, teniendo como centro la confesión de fe en Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16). A este sumario de las principales verdades de la fe cristiana, dos ideas están esencialmente relacionadas: la del principio y la del efecto del simbolismo. El principio nos remite al vínculo mutuo entre elementos distintivos cuya combinación es significativa; y el efecto apunta a la conexión mutua entre sujetos que se reconocen comprometidos uno con el otro en un pacto, en una alianza, en una ley de fidelidad (cf. ORTIGUES, 1962, 60-61).

El Símbolo de la Fe se comprende en la comunidad de fe y en la fe de la comunidad. Con él se confiesa la fe de la comunidad, en la comunidad y ante la comunidad de fe (profesión) para ser insertado en ella y convertirse en un miembro de ella, de la Iglesia del Hijo, Jesucristo, reunida por el (su) Espíritu. La primera profesión de fe del cristiano tiene lugar en su bautismo. Fundamental era la profesión de fe en Jesucristo, el Hijo de Dios (cf. Hch 8,37-38). Sin embargo, la difusión y adopción del modelo trinitario (cf Mt 28,19) por las diversas comunidades a partir del siglo II refirió la profesión de fe bautismal a las tres personas de la Santísima Trinidad. Las verdades de la fe, ternariamente confesadas / profesadas en el bautismo, proporcionarán la estructura fundamental del Símbolo: la primera trata del Padre y de la obra admirable de la creación; la segunda, del Hijo y del misterio de la redención de los hombres; la tercera, del Espíritu Santo, fuente y principio de la santificación.

El uso del término “símbolo” se generalizará en Occidente, donde pasará de la triple interrogación trinitaria-bautismal a los Credos declaratorios. En el Oriente, el término surgirá más discretamente a partir del siglo IV (Concilio de Laodicea, en 364, Canon 7). Allí se verifica un relativo silencio acerca de las formulaciones del Símbolos de la Fe. El principal motivo de tal silencio se atribuye comúnmente a la disciplina del arcano, según la cual la clave de los misterios cristianos no debería ser puesta por escrito para que no viniera caer en las manos de los paganos. En todo caso, es en el contexto del siglo IV cuando la necesidad de unificar las antiguas fórmulas de fe se impone. El símbolo de Nicea (325) condensó y expresó la fe en Jesucristo en confrontación con el gnosticismo y el arrianismo, mientras que el Símbolo de Constantinopla (381) desarrolló y expresó la fe en el Espíritu Santo en confrontación con los macedonianos (o neumáticos). Y así, el Símbolo que recogió la enseñanza de Nicea y Constantinopla pasó a ser conocido poco a poco en toda la Iglesia cristiana como “Símbolo Niceno-Constantinopolitano” (DENZINGER, 2007, 125-126; 150-151). El Concilio de Éfeso (431) lo reconoce como oficial y decreta que ya no se hagan añadidos a este símbolo, anatematizando a quien lo hiciera. Fiel a este principio, la célebre definición cristológica del Concilio de Calcedonia (451), acerca de las dos naturalezas de Cristo, se expresará en un texto separado (SESBOUÉ, 2002, 87). El Concilio de Constantinopla III (681) renovó la sanción del Concilio de Éfeso.

Fue a partir del siglo VI cuando el Credo Niceno-Constantinopolitano fue adoptado como símbolo bautismal en prácticamente todo el Oriente. Progresivamente se utilizó en Occidente hasta que finalmente se adoptó en la iglesia de Roma en el siglo IX. En esta época, el uso del Filioque (el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo) en el Símbolo, ya en uso en España por lo menos desde el III Sínodo de Toledo, en 589, reapareciendo en diversos concilios de esa ciudad, en 633, 675, 693, se extendió a la Galia, a la alta Italia, y su uso litúrgico comenzó a difundirse. Bajo la influencia de Carlos Magno, a finales del siglo VIII e inicios del siglo IX, el añadido del Filioque al símbolo Niceno-Constantinopolitano, se decide en los concilios de Friuli (796) y de Aix-la-Chapelle (SESBOUÉ, 2002, 281). Después de varias décadas de resistencias, comenzando por el papa León III, que había consagrado a Carlomagno emperador en Roma el año 800, el Filioque fue finalmente adoptado por la iglesia romana en 1014 bajo el papa Benedicto VIII, a pedido del emperador Enrique II, agravando  las desavenencias entre el Occidente y el Oriente cristianos. El conflicto en torno al Filioque, que hace tiempo se anunciaba y que en el contexto del siglo XI en mucho extrapolaba la esfera del meramente teológico-litúrgico-doctrinal, tuvo su desenlace con el rompimiento de la unidad de la iglesia cristiana en 1054 (cf. SESBOÜÉ, 2002, 281-282).

4  El Símbolo Niceno-Constantinopolitano

Dado que el contenido teológico-trinitario del Símbolo Apostólico, tan conocido en el Occidente católico romano, está contenido en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, presentaremos aquí la formulación de este último, conforme a la encontramos en el Misal Romano, seguido de algunos comentarios teológicos breves a cada uno sus artículos.

  • Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles.
  • Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de la luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado, no creado, consubstancial al Padre. Por él todas las cosas fueron hechas. Y por nosotros, hombres, y para nuestra salvación, descendió de los cielos: y se encarnó por el Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, y se hizo hombre. También por nosotros fue crucificado bajo Poncio Pilato; padeció y fue sepultado. Resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió a los cielos, donde está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo ha de venir, en su gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin.
  • Creo en el Espíritu Santo, Señor que da la vida, y procede del Padre [y del Hijo]; y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado: él que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Profeso un solo bautismo para la remisión de los pecados. Y espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo que ha de venir. – Amén.

“Creo en un solo Dios” manifiesta la actitud consciente del fiel de estar personal y existencialmente orientado únicamente hacia Dios. La expresión “un solo Dios” caracteriza al monoteísmo cristiano. “Padre” es el atributo designativo inmediato de Dios que nos permite comprender su omnipotencia, así como lo que de ella inmediatamente se deduce: “creador del cielo y de la tierra”. Al dirigir el acto de fe a Dios Padre, omnipotente, creador de todo lo que existe, el fiel se autocomprende como criatura de Dios, como puesto en la existencia por libre disposición de Dios-Creador y, desde allí, ha de comprender el significado de Dios su vida en el régimen del don, de la gracia. Al extender el ámbito del creado a “todas las cosas visibles e invisibles”, el símbolo rechaza toda forma de maniqueísmo y de dualismo.

“Creo en un solo Señor, Jesucristo”. El término griego κῡρῐος (Señor) fue utilizado en la Septuaginta para traducir el vocablo hebreo “Adonai”, aplicado a Yahweh. De ahí la primera afirmación de la igualdad divina de Jesucristo con Dios. Siendo Jesús, el Cristo (Mesías), es él el ungido de Yahvé. Si uno solo es Dios, el Padre, se deduce que uno solo es el Hijo; por eso se dice inmediatamente “unigénito del Padre”. Para subrayar una vez más su divinidad se dice “nacido del Padre antes de todos los siglos”, pues todo lo que no es Dios recibe el estatus de criatura. Del Hijo divino se puede decir ahora que es “Dios verdadero de Dios verdadero” y “consubstancial al Padre”. El término “consubstancial” (ὁμοούσιος) fue empleado en el Concilio de Nicea para afirmar la divinidad de Jesucristo en oposición al subordinacionismo ario. La siguiente expresión, “Dios de Dios”, se explica por la afirmación anterior de que es consustancial al Padre. Con esto también se dice que no hay jerarquía en Dios, a no ser en el sentido de que el Padre genera (y luego envía) Hijo, y no al revés. “Luz de la Luz” recoge una explicación tradicional de San Atanasio sobre la relación entre el Padre y el Hijo eterno: ellos son como la luz y su resplandor; entre ellos hay diferencia, pero no hay distinción de naturaleza. “Por él todas las cosas fueron hechas” rescata la teología del Prólogo de Juan (1,3) y, de ésta, la de la creación del mundo que viene a la existencia por la Palabra de Dios (Gn 1 y 2). “Y por nosotros, hombres, y para nuestra salvación, descendió de los cielos” expresa el movimiento que va a dar origen a la Encarnación del Hijo, no como una simple y desinteresada expedición divina a su creación, sino con una finalidad precisa: nuestra salvación (cf. Rm 5,8; Jn 3,16-17; 1Jo 4,8-10). La salvación por la encarnación del Hijo trae en sí la posibilidad de ser hijos de Dios en el Hijo de Dios (Rm 8,14ss; Gl 4,6ss).

La Encarnación del Hijo de Dios se da “por el Espíritu Santo”, que, como tal, es Dios, es el Espíritu de Dios, la vida de Dios. Con la expresión “en el seno de la Virgen María” se ha comenzado la cristología histórica. El “se hizo hombre” completa la afirmación de que Jesucristo es Dios con nosotros: “verdaderamente Dios y verdaderamente hombre” como se dirá en la célebre fórmula cristológica del Concilio de Calcedonia (DENZINGER, 2007, n.301).

“También por nosotros fue crucificado” se comprende en el horizonte salvífico aludido anteriormente: “por nosotros [= en pro de nosotros] y para nuestra salvación”. Su sangre fue derramada por nosotros para el perdón de nuestros pecados (Mt 26,28; Mc14,24). “Bajo Poncio Pilatos” atestigua el contexto histórico en que Jesucristo padeció. “Y fue sepultado” alude simplemente al destino común de los que murieron y la práctica vigente de sepultar los cadáveres. La expresión “descendió a la mansión de los muertos”, del Símbolo Apostólico, no se encuentra en el Niceno-Constantinopolitano. Pero ella alude igualmente a la participación real de Jesús en el destino de todo hombre mortal para también a partir de ahí poder ser, por su resurrección, el Salvador de todos (cf. 1Tm 4,10).

“Resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” nos remite al centro focal de la confesión cristológica de los evangelios y sus relatos de las apariciones del resucitado al tercer día. El tercer día confirma una vez más la realidad de la muerte del crucificado, ya que no hay reanimación de cadáveres dos días después de la constatación fáctica de la muerte. Al mismo tiempo habla de la esperanza del justo en la intervención de Dios que no lo abandonará por más tiempo; y eso “conforme a las Escrituras” (1Cor 15,4). “Y subió a los cielos, donde está sentado a la derecha del Padre” alude a la Ascensión del Señor, completando el kerigma primitivo y fundamentando la afirmación de que Jesús fue constituido Señor (Kyrios), colocado a la derecha del Padre. “Y de nuevo ha de venir, en su gloria, para juzgar a los vivos y los muertos “atestigua la esperanza en la venida de Cristo en poder y gloria para establecer definitivamente el Reinado del Padre (1Tes 1,9-10; 2Ts 1, 7-10; Mt 24, 29-30; Mc 14,62). Esta es una forma apocalíptica de hablar de la consumación escatológica del Reino de Dios. La expresión “de los vivos y de los muertos” fue mantenida porque no había cómo determinar si por la ocasión de la segunda venida de Cristo todos debían primero morir para entonces ser por él juzgados, o no. “Y su reino no tendrá fin” es una expresión que se entiende en oposición a los subordinacionistas, según los cuales Jesús entregará todo al Padre después de haber cumplido su misión terrena

“Creo en el Espíritu Santo, Señor que da la vida” es el modo de decir la vida de Dios. El Espíritu divino es el principio vital por excelencia, el soplo divino que hace del hombre un ser viviente (Gn 2,7) y trae consigo la promesa de que un día ese espíritu sea la vida misma de Dios en el viviente. Es el Espíritu que hace vivir (Ez 37,14). El Espíritu Santo también es llamado Señor (to Kyrios – en la forma neutra). Siendo “Señor”, el Espíritu Santo es de naturaleza divina.

En vez del término “consubstancial”, utilizado antes para subrayar la divinidad del Hijo, se dice que el Espíritu procede del Padre, y luego se optó por una expresión de corte más bíblico para hablar de su igualdad divina: “y, con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado”. La fórmula “que procede del Padre” debía expresar, siguiendo a Jn 15,26, las relaciones intratrinitarias, tomando al Padre por fuente de la procedencia tanto del Hijo y del Espíritu. La formulación mantiene al Espíritu en una relación originaria con el Padre sin ofrecer, sin embargo, mayores explicaciones en cuanto al modo de la procedencia. El Símbolo Apostólico tampoco menciona explícitamente la procedencia. “Que habló por los profetas” destaca la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación. Sólo Dios revela a Dios. El primer y el segundo Testamentos están unidos por el mismo Espíritu, tal como la promesa a su cumplimiento (SESBOÜÉ, 2002, 111-113).

La Iglesia es mencionada enseguida dando secuencia a la acción del Espíritu Santo en la historia. El Espíritu Santo hace la Iglesia. Creo / creemos en la Iglesia, junto con, en comunión con otros. Si el Espíritu Santo no nos uniera, reuniéndonos en Cristo, no habría Iglesia. Ella es “una” porque uno solo es Padre, uno solo es el Hijo y uno solo es el Amor divino que nos inserta en la comunión divina; es “santa” porque está siendo santificada en cada uno de sus miembros por la presencia viva del Espíritu Santo recibido en el Bautismo; es “apostólica” porque hunde raíces en la fe y en el testimonio de los apóstoles; y es “católica” por su universalidad, es decir, no se restringe a un pueblo, a una raza, a una nación, a una delimitación geográfica o temporal.

“La comunión de los santos” deriva de la Iglesia santa. Aquellos a quienes el Espíritu santifica pertenecen y pertenecerán a Dios en todos los tiempos. En el Espíritu Santo creemos “en la remisión de los pecados” profesando, para eso, “un solo bautismo”. La salvación implica restablecer la relación filial con Dios en el Espíritu – del Hijo de Dios – que nos fue dado (Rm 5,5; 8,15; Gl 4,6; 1Cor 12,2; 1Jn 3,24). Mientras la remisión de los pecados habla del pasado, “la resurrección de los muertos y la vida del mundo que ha de venir” se refiere al futuro en la fe. Creer en la resurrección de los muertos (“de la carne”, dirá el Símbolo Apostólico) es creer en el amor vivificante de Dios que nos llama por el nombre a la vida. El acto de fe tiene como fundamento el amor de Dios. “Amén: ¡así sea!, Es tanto una expresión de asentimiento con todo lo que antes fue confesado / profesado como también una expresión de la esperanza. Se entiende mejor el “amén” final por su relación a lo dicho inmediatamente antes: “Y espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo que ha de venir”.

Conclusión

El Símbolo de la Fe debe ser el contenido fundamental de toda catequesis y de toda dogmática cristiana. Al decirnos quién es Dios para nosotros, decimos, al mismo tiempo, quién somos nosotros para Dios, y reafirmamos la alianza nueva y eterna con Dios en Cristo Jesús en la fuerza del Espíritu Santo. Dios-Trinidad es el amor misericordioso que nos da, nos redime / salva y nos santifica. La creación, la salvación, la santificación son el acontecimiento del amor misericordioso de Dios en nuestra vida. Es en el horizonte del amor divino donde se comprende el nuevo mandamiento dado por Jesús a sus discípulos: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,24). Es amando como conocemos a Dios: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8). Y es conocer a Dios como amor como descubrimos la razón y la finalidad de nuestra existencia como don de la bondad infinita de Dios, como gracia. En ese sentido, el Símbolo de la Fe es el modo resumido que los cristianos tienen para decir: “Dios es Amor”.

Luiz Carlos Sureki, SJ. Facultad Jesuita, Belo Horizonte, Brasil. Texto original, portugués.

Referencias

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