Índice
Introducción
1 Aclaración mínima del término interculturalidad
2 Interculturalidad en interacción dialéctica con la inculturación
3 Observaciones finales
Referencias
Introducción
El trasfondo histórico y teórico de este artículo es la historia de luces y sombras que ha escrito el cristianismo con la trayectoria real de un desarrollo que lo ha hecho presente en todos los continentes del mundo. Aquí no podemos detenernos en esta historia milenaria, pero su mención se hace necesaria al comienzo de este artículo. Pues esa compleja historia del cristianismo es justo la que dibuja el trasfondo de luces y sombras que suponemos como marco general explicativo de la posición a favor de la cual queremos argumentar con las reflexiones que siguen.
Y se nos permitirá adelantar que la propuesta de dicha posición se puede resumir en estos términos:
Asumiendo que la “inculturación” es uno de los momentos que perfilan la cara luminosa de la historia del cristianismo, pensamos que con el planteamiento de la interculturalidad, visto sobre todo – como es el caso en este artículo – en su posible relación con ese proceso teológico y religioso constitutivo de la historia del cristianismo que es la “inculturación”, florece un denso movimiento de crecimiento espiritual que puede contribuir a hacer más luminosa todavía la cara luminosa de la “inculturación” del cristianismo en los espacios y tiempos de la historia de la humanidad en el futuro.
1 Aclaración mínima del término interculturalidad
La interculturalidad representa un planteamiento crítico e innovador que anima hoy ámbitos de reflexión y acción tan diversos como, por ejemplo, la antropología, la educación, el derecho, la filosofía, la pedagogía, la lingüística, la política, la psicología, la psiquiatría o la teología; con la consecuencia de que, con su desarrollo en dichos campos – y sin olvidar por otra parte que ese desarrollo multidisciplinar se lleva a cabo en contextos culturales diversos –, la perspectiva intercultural recibe evidentemente acentos específicos que hacen difícil una definición general, es más, que no aconsejan la elaboración de “un” concepto definitorio de la interculturalidad (FORNET-BETANCOURT, 2002; KIRLOSKAR-STEINBACH, DHARAMPAL-FRICK, FRIELE, 2012 ).
Por esta amplitud de referencias disciplinares y contextuales en la que se mueve la interculturalidad, queremos empezar este punto indicando precisamente que se titula “aclaración mínima” no por razón de un recurso retórico sino para dar cuenta con ello de que en esta aproximación al término interculturalidad nos fijaremos solo en uno de los acentos que ha recibido, a saber, el filosófico; y esto además, lo cual “minimiza” aún más nuestra aclaración, poniendo especial atención en aquellos “tonos” del acento filosófico que a nuestro juicio mejor se prestan para la interacción con el proceso teológico o religioso de la inculturación.
Así, sobre el trasfondo de esta delimitación, destacaremos que la filosofía intercultural (FORNET-BETANCOURT, 1994; MALL, 1995; PANIKKAR, 1990; WIMMER, 2002) carga el planteamiento de la interculturalidad con un acento específico que tiene que ver, primero, con la concepción de la cultura y, de manera más concreta, con la relación del ser humano con su cultura de origen o la cultura en la que nace y es criado. Resumimos esta concepción diciendo que se trata de una concepción histórica, no esencialista, que subraya el valor de las diferentes culturas de la humanidad como las formas de vida y convivencia por las que el ser humano “entra” y es “encaminado” en lo que llamamos “mundo humano”. De ahí que en esta concepción se argumente asimismo a favor del reconocimiento respetuoso del pluralismo cultural, ya que nos descubre los múltiples caminos que se pueden seguir para humanizar al hombre. Al mismo tiempo, sin embargo, esta concepción considera que las culturas en sí mismas no son “lo último”, sino que hay que verlas más bien como formas históricas en las que se abren caminos, dentro siempre de la constitutiva ambivalencia que conlleva todo lo humano, hacia “lo último”, entendiendo aquí por “lo último” el sentido de la plenitud de la vida humana.
En segundo lugar, y en conexión con el aspecto anterior, el acento filosófico de la interculturalidad tiene que ver con una concepción del ser humano. Una palabra sobre ella. Esta concepción supone, entre otros muchos momentos que no podemos nombrar ahora (FORNET-BETANCOURT, 2008) que, en razón de su condición de finitud y especialmente de su fragilidad afectiva, es un ser necesitado de identidad personal y de sentimiento de pertenencia familiar, cultural, religiosa, etc. O sea que es un ser que necesita un “ámbito” en el que puede sentirse “en casa”, un espacio que reconozca como “propio” y lo viva como “familiar”. Pero esta concepción hace valer por otra parte que en la condición finita del ser humano anida también un anhelo de plenitud que desborda lo “familiar” y que lo mueve, si se permite la metáfora, a habitar su casa, su cultura e identidad, como una casa que mantiene las puertas y ventanas abiertas; en otras palabras, como un espacio de acogida y hospitalidad.
Y, en tercer lugar, el acento que pone la filosofía intercultural subraya que la dinámica de interacción dialógica y de encuentro con la alteridad que distingue al planteamiento de la interculturalidad, justo en tanto que esfuerzo por superar la parcialidad o unilateralidad de las visiones que separan a las culturas y sus miembros (sean éstas cosmológicas, éticas, epistemológicas, religiosas, filosóficas, etc.), es una dinámica de crecimiento hacia la plenitud que requiere, como condición de su verdadero significado, la postulación de la abertura de lo humano finito a un horizonte de infinitud. Pues solo lo infinito, que no es simplemente lo que no tiene límites sino más bien lo ilimitable, no es unilateral y permite de este modo el encaminamiento hacia la plenitud.
Como, por razones obvias de espacio, no podemos proseguir profundizando en la explicación del acento filosófico, deben bastar aquí los tres momentos destacados para hacer ver un punto en nuestra argumentación que es importante para lo que luego sigue, a saber, que la filosofía intercultural entiende y desarrolla la interculturalidad en el sentido de una perspectiva crítica que debe cumplir en la comprensión y práctica del encuentro con las culturas una función reguladora, normativa y, por tanto, también, correctora, tanto teórica como prácticamente.
Con lo cual se quiere afirmar además que, al menos desde esta comprensión filosófica, la interculturalidad se entiende mal cuando se la asocia con un relativismo cultural que no conoce freno alguno y que lleva, por eso, a fin de cuentas, a una falsa “tolerancia” o indiferencia. Todo lo contrario se sigue de la concepción que aquí presentamos, pues se trata de una interculturalidad que, justo por apuntar a la ultimidad de la plenitud humana, quiere ser camino para la experiencia de que ninguna cultura particular da la medida completa del sentido último que busca el ser humano; y que, por eso mismo, introduce en el diálogo de las culturas un criterio de juicio y discernimiento, esto es, un criterio para la mutua corrección. Mas pasemos ahora al tercer punto de este artículo para tratar de presentar algunos momentos de la interculturalidad en su relación explícita con el proceso teológico y/o religioso de la inculturación.
2 Interculturalidad en interacción dialéctica con la inculturación
En este apartado se trata, pues, de presentar algunas pistas que ilustren que la relación entre interculturalidad e inculturación, en cuyo marco se hace posible justamente la contribución de la que se hablaba en la nota introductoria, debe entenderse en el sentido de una articulación orgánica entre ambos planteamientos.
Para comprender esta propuesta de una relación de interacción mutuamente enriquecedora entre interculturalidad e inculturación, debe quedar claro sin embargo que aquí se asume que la inculturación no es una estrategia más o menos sutil de expansión o de ocupación de la casa del otro, sino un verdadero proceso de “encarnación” y, por tanto, de aprendizaje, de sincero diálogo y franca comunicación (IRARRÁZAVAL, 1994, 1998; SUESS, 1996).
Y por eso se dejó dicho en la nota introductoria que, para nosotros, la inculturación forma parte del perfil de la cara luminosa de la historia del cristianismo. Con esto no negamos, evidentemente, que en la inculturación se hayan seguido a veces caminos errados, al confundir la encarnación de la Buena Nueva de Jesús con la adaptación o el simple trasplante de una forma de inculturación o de un modelo de cristianismo ya inculturado. Y por ello apuntaba, con claro sentido crítico y con toda razón, Ignacio Ellacuría que:
… la fe cristiana ha sido uniformada desde las exigencias y las facilidades del mundo occidental y la presente civilización occidental cristiana – que así la llaman –. Eso, para nosotros, supone una reducción grave, en sí mismo y en su capacidad de inculturación. Es decir, la forma que el Cristianismo ha tomado en Europa, a través de todos estos siglos, los antiguos y los modernos, en el mejor de los casos es una de las formas posibles de vivir el Cristianismo, una. En el mejor de los casos, si lo hubiera hecho bien. Pero de ninguna manera es la mejor forma posible de vivir el Cristianismo (ELLACURÍA, 1990).
Pero si, como asumimos en este artículo, se comparte la visión de que la inculturación busca caminos de “comunión” en y con las alteridades culturales y religiosas de la humanidad, entonces parece legítimo y fundado proponer que la relación entre la interculturalidad y la inculturación no tiene que ser necesariamente una relación entre “paradigmas” que se oponen, sino todo lo contrario: una relación entre horizontes de comprensión y de vida que se potencian recíprocamente. A continuación, pues, trataremos de ilustrar esta relación orgánica enumerando sintéticamente algunos momentos que, a nuestro modo de ver, hablan no solamente a favor de la posibilidad sino incluso también de la necesidad de cultivar dicha relación como un recurso metodológico para profundizar en el sentido y en la finalidad de ambos “paradigmas”. Así:
Primero: En tanto que proceso integral de capacitación para abrir desde dentro de la propia identidad (la casa con puertas y ventanas abiertas) espacios de encuentros en relaciones de mutua transformación y crecimiento, la interculturalidad puede, en efecto, apoyar la profundización de la exigencia de la inculturación de entrar en diálogo con la diversidad cultural y religiosa de la humanidad.
Segundo: La interculturalidad, y como consecuencia del momento anterior, podría intensificar en los esfuerzos de inculturación la actitud del respecto hacia la santidad y, en general, hacia el misterio de gracia divina que se manifiesta en la riqueza del pluralismo cultural y religioso; actitud de respeto que sería más que tolerancia, porque es respeto que nace del amor y del agradecimiento al otro por ser también portador de lo que santifica y salva.
Tercero: La interculturalidad impulsaría así en la inculturación pedagogías y catequesis orientadas por lo que Raimon Panikkar describió como la práctica de la “mística del diálogo” (PANIKKAR, 1993)
Cuarto: La interculturalidad en consecuencia sería también una fuerza que ayudaría a evitar en la tarea de inculturación todo intento o toda tentación de instrumentalizar la alteridad del otro, O dicho positivamente, fomentaría en la inculturación la dinámica de crecimiento espiritual integral desde la diversidad de las culturas y, muy especialmente, desde sus núcleos religiosos. Y como consecuencia de ello.
Quinto: La interculturalidad ayudaría a despejar el horizonte de la inculturación, al hacer su teoría y práctica más sensibles frente a posibles residuos eurocéntricos que, justo por el impacto de la inculturación hegemónica de la que habla Ellacuría en el pasaje antes citado, sobreviven todavía, dicho metafóricamente, en el sótano de ciertas prácticas y doctrinas. O sea que la interculturalidad podría contribuir a tomar conciencia de que una inculturación que no rompa decidida y radicalmente, esto es, con todas sus consecuencias y en todos los niveles, con el eurocentrismo seguirá reduciendo la capacidad de diálogo y de comunión universal del cristianismo.
Sexto: Potenciando la radical superación de las secuelas de la herencia eurocéntrica en el desarrollo del cristianismo la interculturalidad sería además un punto de apoyo para que la inculturación sea verdaderamente un horizonte de caminos que apuntan a un cristianismo universal culturalmente policéntrico (METZ,1986) y que, de este modo, abren a una nueva conciencia de la universalidad del mensaje de Cristo.
Pero detengamos aquí esta enumeración.
Se habrá anotado que en los seis momentos mencionados hemos hablado desde el punto de vista del planteamiento de la interculturalidad, es decir, que hemos destacado más bien la aportación que la interculturalidad podría hacer a una profundización de la inculturación como proceso de diálogo y comunicación con el otro en la transmisión del mensaje cristiano. Y esto se podría entender como expresión de una cierta unilateralidad en una relación que hemos llamado orgánica y de interacción mutua. Para aclarar este posible malentendido nos permitimos hacer observar que la preferencia del punto de vista intercultural se debe al acento de esta entrada de Theologica Latinoamericana. Enciclopedia digital, que entendemos que es precisamente la interculturalidad. Con todo, es conveniente insistir en que, como hemos dicho, se trata de una relación de mutualidad, como deja claro por lo demás el título de este apartado “Interculturalidad en interacción dialéctica con la inculturación”.
Mas, para que no quede duda de ello, mencionemos aquí en forma explícita, al menos, un momento representativo de la reciprocidad en dicha relación; o sea un momento que ejemplifique la aportación que podría hacer el horizonte del planteamiento de la inculturación de la fe cristiana a la interculturalidad.
Para ello escogemos un momento que nos parece que es de fundamental significación tanto para la fundamentación teórica del sentido último de la interculturalidad como para la elaboración de propuestas prácticas de cara a la reorganización de la convivencia social, política y ética en un mundo plural.
Nos referimos al siguiente momento:
En tanto que proceso experiencial, histórico y contextual, de “encarnación” del Evangelio de Cristo (¡como palabra verdadera revelada por Dios!) en las muchas culturas de la humanidad, la inculturación confronta a cada cultura particular con una experiencia de fe en un Dios encarnado pero trascendente, que a su vez, y acaso como ninguna otra experiencia de esta índole, muestra que el “factor religión” en las culturas no es un factor cultural más, un factor como cualquier otro, sino precisamente aquel ámbito de las culturas en el cual se hacen oír los anhelos más secretos de sentido verdadero y plenitud del alma humana. Es por eso el ámbito en el que las culturas pueden tomar conciencia, desde dentro mismo de sus propias dinámicas de desarrollo, de que en sus caminos de humanización hay también señales –“huellas”, en el lenguaje de la filosofía de la religión de Emmanuel Levinas – (LEVINAS,1974, 1980), que dan testimonio de la activa e interpelante presencia de un orden otro (metafísico y/o escatológico) de realidad y de verdad que descentra la inmanencia propia de todo orden cultural humano. Dicho de una manera más concreta, y yendo directamente a lo que de esta experiencia de la inculturación se sigue para la interculturalidad:
Con la experiencia de que su tarea de “encarnación” de la fe cristiana en las diferentes culturas de la humanidad lleva consigo el dar cuenta de una permanente y profunda tensión entre Evangelio y culturas, y ello en todo tiempo y lugar, la inculturación representa para la interculturalidad, por decirlo de este modo, una suerte de espejo en el que ésta puede ver reflejados esfuerzos de articulación entre un mensaje transcultural y órdenes contextuales que bien le pueden ayudar a profundizar su propia aproximación a cuestiones decisivas en el marco de un diálogo intercultural abierto y constructivo. Nos referimos a cuestiones tales como la cuestión de cómo alcanzar una relación equilibrada entre la búsqueda de lo universal y la afirmación de lo contextual o local, en otras palabras, la cuestión de compaginar armoniosamente el anhelo de crecer en universalidad y el no menos humano deseo de sentirse un ser que tiene “raíces” en un suelo propio; o la cuestión acerca de los criterios para el discernimiento de lo verdadero y justo en medio de la diversidad cultural y su consiguiente pluralismo axiológico; o, por mencionar todavía otro caso, la cuestión de la fundamentación de la posibilidad, es más, de la necesidad de un nuevo horizonte de universalidad a cuya luz se pueda comprender en el diálogo entre culturas que la denuncia de modelos de universalidad opresora, sean ya religiosos o políticos, no es renuncia a la universalidad como ideal humano de una lograda comunión entre los pueblos.
En el marco limitado de este artículo la aclaración anterior debe bastar como muestra representativa de que el planteamiento de la inculturación puede ayudar a la interculturalidad en el esclarecimiento y profundización de la dimensión normativa y crítica de la que hablábamos en el segundo punto.
Pero, para concluir este apartado, apuntemos todavía esta idea: Más allá de la importancia que, como se ha tratado de mostrar, tiene el interactuar dialéctico entre los planteamientos de la interculturalidad y la inculturación para su mejor desarrollo respectivo, debe observarse que en ese proceso de mutuo intercambio y apoyo se va perfilando la convergencia en una experiencia decisiva para la calidad de todo diálogo entre alteridades. La experiencia de que la apertura al otro no la motivan las deficiencias propias, es decir, el deseo egoísta de subsanar carencias en lo tenido por propio y ser así más “autosuficientes” en y para uno mismo, sino que el diálogo con el otro tiene su motivo y fundamento en el sentir la necesidad de la comunión, de compartir y entregarse recíprocamente como peregrinos de la plenitud.
3 Observaciones finales
Hemos titulado este apartado “observaciones finales” porque con él cerramos este estudio.
Sin embargo, las consideraciones que aquí compartimos no tienen la intención de “finalizar” el tema, presentando “conclusiones” o resumiendo la posición expuesta en un elenco de resultados acabados. Su propósito es todo lo contrario, pues lo que con ellas queremos proponer es más bien una hipótesis para continuar el trabajo.
La hipótesis o perspectiva de trabajo que proponemos es la siguiente:
El tema “interculturalidad/Inculturación” está hoy posiblemente ante el desafío de un nuevo comienzo.
Queremos, pues, invitar a pensar que tanto el planteamiento de la interculturalidad como el de la inculturación – y, por supuesto, también la relación de interacción dialéctica entre ambos que se ha propuesto en estas páginas – necesitan hoy tomar conciencia de que, sobre todo a partir de las últimas cuatro décadas, las culturas de la humanidad y, con ellas, la memoria cultural de sus miembros han sufrido y sufren cambios de tan profundo calado que parecen cuestionar radicalmente la certeza histórica, es decir, la base real, de algunas de las ideas fundamentales que servían de puntos de partida evidentes en la época de 1970, cuando ambos planteamientos desarrollaban de manera explícita y sistemática sus propuestas teóricas y prácticas.
Reconocemos que frente a esta afirmación se puede hacer valer que el mundo y la humanidad siempre han estado en cambio; y que las mismas experiencias de la interculturalidad y de la inculturación, aún antes de que se las nombrase de esa manera, son prueba de que la historia de la humanidad es una historia de cambios y transformaciones. Pero nuestra afirmación no niega tal hecho; que nos parece evidente.
Así, reconociendo esa historia de continuos cambios, lo que queremos dar a considerar con nuestra hipótesis de trabajo, entendida como tarea para una nueva recontextualización de los planteamientos de la interculturalidad y de la inculturación, es que los cambios de profundo calado a los que aquí nos referimos como signo específico de nuestra época, son cambios que conllevan una diferencia sustancial en relación con los cambios de otras épocas.
¿En qué sentido? Pues en el sentido de que los cambios actuales interrumpen el fluir de la tradición, la dialéctica de pasaje entre lo nuevo y lo antiguo. De manera que si en los cambios de épocas anteriores fluía en ellos todavía parte del pasado y las novedades se vivían aún flanqueadas por lo tradicional, ahora pareciera que los cambios son cambios que conocen solo la dinámica de aceleración de la producción de novedades, o sea, que más que a un pasado nuestros cambios remitirían a sí mismos como a una “penúltima” novedad en espera de otra más nueva novedad.
Como ilustración, un ejemplo: Hacia mediados del pasado siglo XX, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer defendía en su famosa e influyente obra Wahrheit und Methode (Verdad y método) la tesis de que, a pesar de los radicales cambios que se vivían en su tiempo, se podía dar por segura la continuidad de la transmisión de la tradición; pues, tal era su diagnóstico, incluso en tiempos de cambios impetuosos y revolucionarios se conserva y trasmite más de lo antiguo que lo que a primera vista se piensa (GADAMER, 1960, p. 266). Y en esa época esta apreciación de Gadamer se consideraba plausible. Pero hoy, a sesenta años de distancia ya no podemos estar seguros de su plausibilidad. Es más, en el sentido de nuestra afirmación, los cambios de nuestros tiempo parecen desmentirla.
Nos encontramos, pues, frente a la necesidad de detenernos a pensar sobre el desafío que implican cambios que representan cortes interruptores en el flujo de la tradición y que de este modo separan, sobre todo a las nuevas generaciones, de la memoria histórica, especialmente de lo que Paul Ricœur llamó “mémoire de humanité” (RICŒUR, 1964, p. 84). Y nos referimos de forma explícita a esta memoria de humanidad en el sentido en que la entiende Ricœur porque es una memoria con peso ético y religioso, dos momentos que son esenciales para los planteamientos de la interculturalidad y la inculturación.
Como ejemplos concretos de esos cambios actuales que promueven el corte con la memoria de humanidad que necesitan tanto la interculturalidad como la inculturación para llevar a cabo sus tareas, mencionaremos aquí solamente los dos que, a nuestro modo de ver, son indicadores inequívocos de ese corte. Hablamos, por una parte, del cambio que impulsa el movimiento del llamado transhumanismo y/o posthumanismo y, por otra, del cambio que se concretiza en el nuevo “individualismo” que fomenta la “cultura global” del capitalismo tecnocultural. Unas breves palabras sobre ambos.
Como programa que promete cumplir el sueño del hombre de ser un “Dios con prótesis”, como lo definió no sin ironía Sigmund Freud (FREUD, 1968, p. 22), el transhumanismo dibuja un horizonte de realización mecanicista para el hombre en el cual su corporalidad, su “carne”, no es ya más la “conditio” desde y en la que se vive, sino más bien un “dato” a mejorar mediante reparaciones técnicas que lo pongan a las puertas de la “inmortalidad”. Es decir que se dibuja en el horizonte de este cambio la construcción de un “hombre” que pueda decirle “adiós” a las “molestas” consecuencias de su condición finita, fundamentalmente a dos de ellas: el sufrimiento y la muerte. A este respecto se ha notado con razón que el transhumanismo o posthumanismo es:
…un término en el que se condensa una autoconciencia vital e intelectual, distinta respecto a otras concepciones del ser humano y por ello de la realidad en su conjunto. La expresión post indica una toma de distancia respecto al humanismo, que designaría un estadio ya superado, obsoleto, de la historia de la especie humana. Comienza por tanto un período nuevo y distinto en el proceso evolutivo que no se considera humanista, tal vez ni siquiera humano. Lo humano y lo humanista dejan de ser timbre de gloria y honor. Estamos empezando a experimentar la condición post-humana … y desde la nueva sensibilidad se puede considerar el pasado humano con la misma displicencia con la que los seres humanos contemplaban a los gusanos o a los reptiles (BUENO DE LA FUENTE, 2019, p. 27-28).
Mas, como no se trata de entrar en debate con el transhumanismo sino de apuntar el desafío que implica, lo que hay que retener aquí es que representa la construcción de un contexto de trato con el “material humano” en el que, de hecho, pierde su sentido la transmisión de la memoria de humanidad acumulada hasta ahora por el ser humano, como “espíritu encarnado”, en sus luchas milenarias por el perfeccionamiento ético.
Y habría que considerar todavía – como nota agravante del desafío que con este cambio de paradigma en la concepción del ser humano se plantea a la inculturación de la fe cristiana y al humanismo de la interculturalidad – que palabras originarias fundantes como “encarnación”, “plenitud”, “gratuidad” apenas si encontrarían condiciones de resonancia en el “hombre nuevo” que proyecta el transhumanismo. Pues, preguntemos retóricamente, ¿cómo podría resonar el mensaje de esas palabras fundantes en un “humano” que se crea a sí mismo por el poder de sus propias biotecnologías?
En relación con el segundo ejemplo, el cambio que vemos en el nuevo “individualismo” que se expande con la cultura del capitalismo tecnocultural, destacamos, como en el caso anterior, únicamente el punto que nos luce nuclear para comprender el desafío actual de replanteamiento del tema de este artículo:
En las redes de la actual cultura global marcada por el capitalismo tecnocultural se difunden formas y estilos de vida que apelan con insistencia a la creación de individualidades “únicas” y que invitan a rendir culto a la “singularidad” de la propia identidad individual (RECKWITZ, 2018). Pero si nos fijamos con atención nos podremos dar cuenta de que ese culto al individuo singular va acompañado al mismo tiempo, y no sin menos insistencia, por “ofertas” en el mercado que pretenden hacer suponer que el camino para lograr la singularidad no es la “vía de la interioridad” sino la “vía hacia el mercado”, es decir, el protagonismo como consumidor de “ofertas” que anticipan justamente los perfiles individuales deseados. Se notará que la “astucia” de tal argumentación está en hacer creer que las “ofertas” no ofrecen cualquier producto sino productos que responden de antemano a deseos singulares. Así, en el contexto de esta cultura global, se proyecta un nuevo tipo de “individualismo”, en el sentido de que ahora la comunicación con el otro individuo, considerada por la tradición humanista como condición del cultivo de verdadera individualidad, pasa a un segundo plano, y su lugar lo ocupa el trato unilateral y mudo con la diversificada oferta de medios que prometen satisfacer los deseos de realización individual.
Esta cultura nos confrontaría, pues, con el desafío de un individualismo de “singularidades” cuyo interés y preocupación central es la construcción de una imagen que haga visible su “unicidad”. Un individualismo, por ello, carente de experiencias de respaldo convivencial con el otro y para el cual, por tanto, la “comunicación” se entiende como un proceso de exhibición de singularidades. Es, en suma, un individualismo que mueve a la construcción de vidas humanas que opacan que el fondo de la vida es convivencia y que, con ello, representa un grave obstáculo para la resonancia en las sociedades actuales de otra de las palabras fundantes en los planteamientos de la interculturalidad y la inculturación: la palabra “comunidad”.
Sirva, pues, esta breve aproximación a dos cambios ejemplares en nuestro mundo actual como explicación de nuestra propuesta de que, hoy en día, los planteamientos de la interculturalidad y la inculturación necesitan, como decíamos, arriesgar un nuevo comienzo; buscando métodos y prácticas que restablezcan la continuidad en el fluir de la “memoria de humanidad” y que de esta manera hagan posible de nuevo la resonancia de las palabras fundantes de su mensaje liberador en el contexto adverso de la nueva cultura global.
Raúl Fornet-Betancourt. Universidad de Bremen (Alemania). Texto original Castellano. Enviado: 09/03/2021. Aprobado: 01/04/2021. Publicado: 24/12/2021.
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