Sumario
1 La experiencia mística
2 Freud y la experiencia mística
3 El fundamento materno de la experiencia mística
4 La experiencia mística como forma sustitutiva de satisfacción sexual
5 La experiencia mística como vivencia regresiva de tipo psicótico
6 Referencias
1 La experiencia mística
La experiencia mística puede ser definida como una vivencia de superación de los límites del yo acompañada del sentimiento gozoso de comunión con el todo circundante identificado con lo divino. En otras palabras, se trata de una experiencia extática de transposición de los límites entre el yo y el no-yo y de unión amorosa con Dios, con el que se forma una sola cosa.
En “Las variedades de la experiencia religiosa”, William James (1842-1910), el “padre” de la psicología de la religión, se inclinó sobre la experiencia mística, enumerando sus características. Éstas, en su opinión, son cuatro: la inefabilidad, la calidad noética, la transitoriedad y la pasividad. La experiencia mística excede lo que se consigue poner en palabras; implica alguna forma de iluminación intelectual; es fugaz, momentánea, pasajera; y supone, en el que la vivencia, una actitud de entrega.
2 Freud y la experiencia mística
Aunque fuese ateo, Sigmund Freud (1856-1939), el creador del psicoanálisis, fue un hombre fascinado por el estudio de la religión. Los dogmas, la moral, la liturgia, la iglesia, la mística, nada de eso quedó fuera de su escrutinio del fenómeno religioso.
La interpretación freudiana de la experiencia mística se puede encontrar en el comentario hecho por Freud, en El malestar de la civilización, del llamado “sentimiento oceánico”. Por “sentimiento oceánico”, se entiende un sentimiento de profunda unión con el mundo circundante, como si no hubiera fronteras entre uno mismo y el todo.
Según Freud, el sentimiento oceánico es simplemente el sentimiento primitivo del yo conservado en la edad adulta. De hecho, el bebé no distingue entre su cuerpo y el seno materno, el propio yo y los objetos, el interior y el exterior, lo de dentro y lo de fuera. Originalmente, el yo del bebé abarca todo; más tarde, él separa de sí mismo el mundo exterior. Algo de ese sentimiento del yo primario puede, sin embargo, ser conservado, en algún recuerdo, incluso en la edad adulta, pudiéndose retroceder a esa organización.
Al analizar el sentimiento oceánico, Freud no insistió particularmente en el carácter materno del mismo. Pero apuntó en esa dirección cuando observó que ese sentimiento es heredero de la indiferenciación entre el cuerpo del bebé y el seno de la madre.
3 El fundamento materno de la experiencia mística
Con su comentario del sentimiento oceánico, Freud inauguró una tradición en psicología de la religión que concibe la relación del niño con la figura materna como el fundamento psicológico de la experiencia mística.
En rigor, psicológicamente hablando, las figuras materna y paterna contribuyen ambas a la construcción de la imagen de Dios y al tipo de relación que con él se establece. En efecto, como objeto mental, Dios no surge en el psiquismo del sujeto de un modo espontáneo, directo, natural, instintivo. La idea de Dios no brota en el espíritu del niño por generación espontánea. La relación del ser humano con Dios, el Otro, está condicionada por su relación con los demás, empezando por los padres. La relación primitiva del niño con los padres es el soporte básico de la configuración de la imagen de Dios. La génesis de la representación que el ser humano hace de Dios es, pues, mediada por las figuras materna y paterna.
La religión posee, por lo tanto, dos polos fundamentales, dos ejes estructurantes: el materno y el paterno. Las figuras de la madre y del padre plasman, de un modo igualmente importante, el sentimiento religioso y la imagen de Dios en el corazón del ser humano. Los ejes materno y paterno de la experiencia humana de Dios son correlativos, respectivamente, de las vertientes mística y profética de la religiosidad.
La relación del niño con la madre es la condición de posibilidad de la vertiente mística de la religiosidad. En la configuración de la experiencia religiosa, el eje materno contribuye con las bases psicológicas del anhelo místico. La dimensión materna responde, pues, por el deseo de Dios, constituyéndose en la infraestructura psíquica de la dimensión amorosa de la experiencia de Dios. La relación unitiva del niño con la madre es el “lecho”, por así decir, de la experiencia mística.
Mediante el símbolo paterno, a su vez, Dios gana un nombre, una forma y una representación. Lo paterno tiene que ver también con la dimensión normativa de la religiosidad. La transformación de la realidad histórica circundante en el Reino de Dios corresponde, pues, al polo paterno de la experiencia religiosa.
4 La experiencia mística como forma sustitutiva de satisfacción sexual
La interpretación psicoanalítica de la experiencia mística, al mismo tiempo que revela los fundamentos psicológicos de la misma, plantea también importantes cuestionamientos sobre su naturaleza. Dos cuestiones se destacan. La primera es la opinión de que el goce místico sería sólo una forma sustitutiva de placer sexual. De hecho, no pocos místicos utilizan un lenguaje nupcial, cuando no francamente erótico, para describir su experiencia de unión amorosa con lo divino. La segunda es el punto de vista de que la experiencia mística sería una vivencia regresiva de tipo psicótico, una especie de restablecimiento de la relación dual con la madre. Ambas cuestiones, como se ve, ponen bajo sospecha la autenticidad de la experiencia mística.
Para empezar, ¿qué decir de la opinión de que el éxtasis místico equivale a un orgasmo sustituto? A este respecto, hay al menos tres reacciones posibles.
La primera de ellas rechaza la interpretación sexual de la experiencia mística, argumentando que el recurso por los místicos al vocabulario erótico tiene un carácter meramente lingüístico, metafórico. James representa ese punto de vista. Según el profesor de Harvard, el lenguaje de la experiencia religiosa, a falta de mejor alternativa, recurre, de hecho, al vocabulario erótico, nupcial, amoroso. Pero también usa el lenguaje del comer, del beber e incluso de la función respiratoria. Nadie jamás sostuvo, sin embargo, que la experiencia espiritual fuera una aberración de la función digestiva o una perversión de la función respiratoria. El lenguaje religioso simplemente se viste con los pobres símbolos que la vida común ofrece, explica el padre de la psicología de la religión.
Una segunda posibilidad consiste en admitir, sí, la naturaleza sexual de la experiencia mística, rechazando, sin embargo, la conclusión de que eso descalifica la vivencia en cuestión. Admitir la naturaleza libidinal del amor que los seres humanos dedican a Dios significa sólo decir que los hombres aman a Dios con el amor que tienen para amar. No hay una forma VIP de amor, diferente del amor sensual, separado, más digno, sublime, y que esté a nuestra disposición cuando se trata de amar a Dios. Reconocer, pues, el carácter sexual de un éxtasis místico no significa descalificarlo, sino, lejos de eso, humanizarlo. Es esta, por ejemplo, la opinión de Paul Tillich (1886-1965) teólogo luterano, de Antoine Vergote (1921-2013), sacerdote diocesano y célebre psicólogo de la religión, y de Carlos Domínguez Morano (1946-), padre jesuita y psicoanalista, autor, entre muchos otros libros, de Experiencia mística y psicoanálisis.
Una tercera posición, por fin, es la de Jacques Lacan (1901-1981). Para él, la experiencia mística no es sexual; ella está más allá – o, quizá, más acá – de lo sexual. El psicoanalista francés distingue entre dos formas de goce. Una de ellas coincide con lo que se entiende habitualmente por “placer” o “satisfacción”; la otra, sin embargo, tiene otro alcance. Así, por un lado, hay el llamado “goce fálico”; pero hay también Otro goce, más allá del falo: el llamado “goce del Otro”.
El goce fálico es el goce al que el sujeto es introducido por la operación de la metáfora paterna. Se trata de un goce de naturaleza sexual. El goce fálico es el goce del significante, o sea, es una forma de goce que se sitúa en el orden del lenguaje, perteneciendo al registro de lo simbólico. El goce del Otro, a su vez, es un goce anterior a la castración simbólica. Él no es, propiamente hablando, sexuado. Escapa al significante, está fuera del lenguaje, perteneciendo, así, al dominio de lo real.
El goce fálico es un goce mediado, limitado, circunscrito a las zonas erógenas, parcial, insatisfactorio. Se trata de un goce mortificado, desnaturalizado. Él se encuentra en el campo de lo decente. El goce del Otro es el goce del cuerpo en su pulsación animal. Se trata de un goce originario, mítico. Se trata de un goce inmediato, ilimitado, desbordante, excesivo, enigmático. Él pertenece a lo inefable.
Dicho esto, localizamos a algunos sujetos. El hombre está encerrado en la modalidad fálica de gozar. El goce fálico es un goce masculino. El psicótico, como consecuencia de la forclusión del nombre del Padre, no tiene acceso al goce fálico, pero goza fuera del significante. La mujer, a su vez, es no-toda inscrita en el orden fálico. En parte, ella está en ese orden; pero, por otra parte, no. La mujer tiene, pues, acceso a una forma suplementaria de goce. El místico, en fin, como la mujer, frecuenta la región del goce del Otro.
En esa medida, para Lacan, el goce místico no es sexual. No se trata, dice él, en la mística, de una cuestión de sexo, de un sustituto del orgasmo, sino de un goce que está más allá – más acá- de lo sexual.
5 La experiencia mística como vivencia regresiva de tipo psicótico
La experiencia mística puede considerarse como aquello que hay de más adelantado en materia de progreso espiritual, el punto culminante de una escalada, el término de un largo proceso de crecimiento. Para muchos psicoanalistas, sin embargo, la experiencia mística es exactamente lo contrario: se trata de un fenómeno psicopatológico de carácter regresivo; se trata de una reedición de la relación fusional con la madre que hace pensar en la psicosis. Se plantea, pues, la segunda cuestión arriba anunciada: la sospecha sobre el carácter psicótico de la experiencia mística.
En respuesta a esta objeción, varios autores insistieron en la diferencia entre la mística y la psicosis, ofreciendo, además, criterios para discernir – o hacer un diagnóstico diferencial – entre una cosa y otra. A continuación, enumeramos 16 diferencias entre la mística y la psicosis o, lo que es lo mismo, 16 indicadores de la autenticidad de una experiencia mística. Comencemos por la dinámica de la relación de lo místico – o de lo psicótico, pseudomístico – con Dios – o con lo que llama “Dios”.
[1] Para el pseudomístico, Dios es, sobre todo, un objeto de cuya posesión él goza. Habiendo hecho de Dios un objeto para la satisfacción de su deseo, el falso místico, por así decir, “lo devora”. El místico auténtico, por su parte, reconoce a Dios como otro libre e independiente; no lo trata como un objeto supuestamente capaz de satisfacer su deseo.
[2] El falso místico establece con Dios una relación de tipo fusional. Él tiende a perderse, disolver, eliminar su propio yo en la relación con lo divino. El verdadero místico, a su vez, preserva su condición de ser separado y, a partir de ella, establece un vínculo amoroso con Dios, reconocido como alteridad. Su yo y lo divino no se funden en una sola cosa, sino que permanecen distintos.
[3] El pseudomístico exige la presencia ininterrumpida de Dios, el objeto de su deseo, y requiere la permanencia constante del goce de la fusión. Él no tolera la ausencia de Dios, no soporta la falta del objeto divino, no admite la distancia de aquel que lo satisface, no asume, en fin, su condición de ser separado. El místico auténtico, por su parte, acepta con serenidad las aparentes ausencias de Dios y, por consiguiente, la inevitable alternancia entre unión y separación, presencia y ausencia, consuelo y desolación, palabra y silencio, luz y tinieblas, compañía y soledad, plenitud y vacío, goce y aridez, tierra fértil y desierto, etc.
Al reunir estos tres primeros puntos, podemos entonces afirmar que, para el falso místico, Dios es un objeto de cuya posesión goza, con el que desea fundirse y cuya ausencia no tolera. Para el verdadero místico, a su vez, Dios es otro libre e independiente, con quien él desea unirse amorosamente y cuyas aparentes ausencias acepta con serenidad.
En líneas generales, esa es la diferencia fundamental en el modo en que uno y otro se relacionan con lo divino. Es fácil percibir que el verdadero místico se posiciona a partir de su castración simbólica, es decir, de su condición de ser en falta, mientras que el psicótico, pseudomístico, se caracteriza por el rechazo de esa misma castración. Hecha esta descripción de carácter general, pasemos a algunas otras diferencias de tipo más específico.
[4] Una experiencia mística se da a partir de la iniciativa del yo del místico, que se dispone a ella, y, en cierta medida, sucede bajo su control. Siendo en parte deliberado, el arrebatamiento místico es reversible. La separación de la realidad externa es temporal, permaneciendo, hasta cierto punto, bajo el dominio de quien hace la experiencia. Un brote psicótico, a su vez, es algo incontrolable, involuntario, que se impone de forma invasiva. No está en poder del individuo psicótico volver a su estado habitual tan pronto como lo desee.
Es verdad que el místico no es capaz de producir la experiencia de unión con Dios a su antojo. Pero está en sus manos la iniciativa de disponerse para que suceda; y las técnicas de meditación sirven exactamente para eso. Una vivencia psicótica, a su vez, captura a la persona que pasa por ella de una forma totalizante. Como un tsunami psicológico, ella arrastra al sujeto, no le deja alternativa. No hay, pues, control alguno; la pasividad es completa.
[5] La duración de una vivencia mística suele ser corta. Como vimos, según James, la transitoriedad es una de las principales características de la experiencia mística. En contraste con esa brevedad, una vivencia de carácter mórbido normalmente tiene una duración prolongada. No sólo suele durar mucho, sino que puede simplemente no terminar, configurándose como un cuadro permanente e irreversible.
[6] En lo que concierne a los fenómenos extraordinarios, las alucinaciones auditivas son típicas de los brotes psicóticos, teniendo un carácter central en la psicosis paranoica. En una experiencia mística, sin embargo, habiendo algún fenómeno de esa naturaleza, suele ser de naturaleza visual, no auditiva. En el terreno de la mística, los elementos visuales prevalecen sobre los acústicos, al contrario de lo que ocurre en el campo de la psicosis, donde las alucinaciones auditivas son más frecuentes.
Además, las visiones místicas suelen involucrar a figuras de carácter benevolente, en vez de representaciones agresivas, terroríficas, paranoides, como acostumbra a suceder en la psicosis. Las alucinaciones psicóticas suelen ser bizarras y tienen un carácter desorganizado, a diferencia de lo que habitualmente ocurre cuando se trata de una vivencia mística.
Se añade también que, en las experiencias místicas, cuando hay visiones, voces, etc., se perciben como algo de naturaleza mental, psicológica, mientras que, tratándose de una vivencia psicótica, los elementos sensoriales presentes son percibidos como algo real, incluso corpóreo.
[7] La persona que hace una experiencia mística cree en el contenido de su vivencia, pero sin excluir la posibilidad de la duda. Cuando las creencias en juego tienen un carácter indubitable, adhiriéndose a ellas con absoluta certeza, se trata, con más probabilidad, de un fenómeno psicopatológico.
[8] Tanto la mística como la psicosis tienen que ver con la feminidad. Los místicos, por su parte, normalmente son mujeres u hombres identificados femeninamente. De hecho, no es posible mantener un papel viril ante Dios. En la unión mística, el “hombre” de la relación, por así decirlo, es siempre lo divino; el místico, sea él del sexo masculino o femenino, hace las veces de “mujer”. La psicosis, a su vez, se caracteriza por el fenómeno del “empuje a la mujer”, poseyendo relaciones estrechas con el transexualismo. Esta atracción que la identidad femenina ejerce sobre el psicótico parece derivarse de una identificación precoz y completa del sujeto con la madre. Hay, sin embargo, una diferencia crucial en el modo en que el santo y el loco se identifican con lo femenino: el místico feminiza su alma, metafóricamente; el psicótico feminiza el propio cuerpo, de una forma literal.
[9] La calidad de los sentimientos que acompañan a una y otra experiencia también es diferente. Las experiencias místicas dejan tras de sí un rastro de sentimientos positivos, sobre todo, una profunda sensación de paz; las vivencias psicopatológicas, a su vez, están asociadas a sentimientos negativos.
[10] Aunque viva una profunda experiencia de inmersión en Dios, el místico conserva su yo y su identidad. Más que eso, la experiencia mística suele proporcionar al sujeto un enriquecimiento de su personalidad, teniendo, pues, un carácter integrador. La regresión psicótica, por su parte, tiene un efecto desintegrador sobre la personalidad del individuo, resultando en un estado de desorganización psíquica. Ella tiene un carácter caótico y confusional, provocando daños irreparables al sentido de identidad y al yo del sujeto.
En otras palabras, tratándose de la identidad de la persona, las experiencias místicas integran, organizan, estabilizan, promueven, enriquecen, fortalecen, hacen crecer. Las vivencias psicopatológicas, a su vez, desintegran, desorganizan, desestabilizan, destruyen, empobrecen, debilitan, echan a perder. Aquéllas son humanizantes; éstas, desestructurantes.
[11] Un místico auténtico suele ser un individuo exitoso socialmente, él mantiene el lazo social. Suficientemente adaptado, capaz de cultivar vínculos afectivos y relacionarse positivamente con los demás, es una persona inserta en la comunidad de los hombres, mostrándose capaz de amar y trabajar. Un psicótico, a su vez, normalmente es desajustado desde el punto de vista social.
Esta distinción se armoniza con el hecho de que el contenido de una experiencia mística suele encuadrarse en una doctrina religiosa compartida, mientras que el contenido de una vivencia psicopatológica a menudo tiene un carácter extraño.
[12] Con frecuencia, una persona que hace una experiencia mística busca compartir sus vivencias con los demás. El místico suele escribir sus experiencias o las cuenta a otra persona, demandando así el testimonio de un tercero. En el caso de un fenómeno psicopatológico, el sujeto no presenta la misma demanda, mostrándose, al contrario, desconfiado y reservado cuando se trata de dar informaciones sobre ella.
[13] Un verdadero místico mantiene el vínculo con la realidad y da muestras de habilidad cuando se trata de actuar eficazmente sobre ella. Un místico auténtico suele presentar una notable capacidad de acción y un admirable espíritu práctico; no es raro, es capaz de concebir y realizar grandes empresas. Un psicótico, por su parte, suele girar la espalda al mundo real, mostrándose un tanto incómodo cuando se trata de actuar sobre él.
[14] Por último, quizás el criterio más importante para evaluar la autenticidad de una vivencia mística sea ver sus efectos sobre la persona en cuestión: “Por el fruto se conoce el árbol” (Mt 12,33, Mt 7,16.20). Apreciar el valor de una experiencia en base a sus consecuencias es un procedimiento recomendado por San Ignacio de Loyola (1491-1556). James, a su modo, también adoptó ese criterio.
El verdadero misticismo estimula el crecimiento en el bien y la elevación ética de la persona. Cuando la experiencia de Dios es verdadera, tiende a ser transformante; ella tiende a cambiar enormemente a la persona que hace la vivencia – y a cambiarla para mejor. La autenticidad de una experiencia mística puede, pues, ser estimada por sus resultados.
[15] En particular, el verdadero misticismo fomenta el altruismo, la apertura hacia los demás, la salida de sí mismo y el crecimiento de la capacidad de amar. En una regresión de tipo psicótico, se trata de un restablecimiento del narcisismo primario, lo que se traduce en el cierre del individuo en sí mismo. El psicótico se cierra, pues, egocéntricamente sobre sí mismo, al contrario del místico auténtico, que se siente impulsado hacia el otro. La dinámica del misticismo es centrífuga; la de la psicosis, centrípeta.
[16] Para concluir, se añade que las experiencias místicas no suelen estar asociadas a otros elementos de carácter mórbido. Una vivencia psicopatológica, a su vez, normalmente no es un fenómeno aislado, sino que viene acompañada de otros síntomas indicadores de trastorno mental.
Por todo lo que se ha dicho, como se ve, se pueden levantar graves y fundadas sospechas sobre el valor de la experiencia mística, y es importante conocerlas y tomarlas en serio. Pero hay también criterios satisfactorios para identificar el verdadero misticismo, lo que nos impide descartar las vivencias místicas como fenómenos puramente patológicos.
Ricardo Torri de Araújo, SJ. PUC Rio (Brasil). Texto original en portugués.
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