Símbolo de la fe

Índice

Introducción

1 Del Evangelio a las primeras fórmulas de confesión de fe

2 De las primeras fórmulas de confesión de fe al Símbolo de la Fe

3 El Símbolo Niceno-Constantinopolitano

Conclusión

Referencias

Introducción

El Símbolo de la Fe es el contenido resumido de la fe de los cristianos. Es el Credo cristiano. Como tal, él reúne las verdades centrales del ser-cristiano y del para ser cristiano. Él expresa la fe que se profesa en el bautismo, es la base de toda enseñanza catequética cristiana y principio normativo-doctrinal de toda ortodoxia cristiana. Se supone, por lo tanto, que todo cristiano no sólo sepa recitar el Símbolo de la Fe, sino que sepa vivir y orientar su vida de acuerdo con lo que en la fe profesa. Conviene recordar que el acto de fe (fides qua) no termina en los enunciados sobre Dios del Símbolo de la Fe, sino en Dios mismo: “Actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem” (TOMÁS DE AQUINO, STh II-II , q.1, a.2, ad 2m). La “cosa” (res) del acto de fe es el Dios Uno y Trino a quien el fiel existencialmente se dirige en el acto mismo de fe. El saber recitar el Símbolo no hace de alguien necesariamente un cristiano. El Símbolo de la Fe tiene, pues, un carácter performativo. Él contiene una rica antropología teológica implícita, de modo que lo que allí se dice expresamente de o sobre Dios tiene repercusiones inmediatas en la autocomprensión de quien es el ser humano para Dios desde la perspectiva cristiana de la fe.

Lo que aquí ofrecemos acerca del Símbolo de la Fe no es sino un resumido desarrollo histórico-teórico-fundamental de la fe cristiana hasta la formulación del Símbolo que fue adoptado oficialmente para toda la Iglesia cristiana: el Símbolo Niceno-Constantinopolitano.

1 Del Evangelio a las primeras fórmulas de confesión de fe

El núcleo de la predicación de Jesús se resume en la fórmula: “Se cumplió el tiempo, el Reino de Dios está cerca; “convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Creer en el Evangelio es abrirse para acoger con confianza el Reino o Reinado de Dios, cuya proximidad se anunciaba y ya se hacía sentir y experimentar en los gestos y palabras del mismo Jesús. En el núcleo del anuncio post-pascual de los apóstoles y sus sucesores se encuentra Jesucristo y su obra: “Y cada día, en el Templo y por las casas, no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva del Cristo Jesús” (Hch 5,42). La Buena Nueva de Cristo es la manifestación en él del Reinado de Dios (Mc 1,1s). La Palabra que ellos “evangelizaban” (Hch 8,4.25.40; 14,7.15.21; 16,10), o el “evangelio” (Hch 15,7; 20,24), se concreta en la persona de Jesús (Hch 8,35), resucitado por Dios (Hch 13,32s; 17,18; cf.2,23; 9,20) y hecho Hijo de Dios con poder (cf. Rm 1,1s), Cristo (Hch 5, 42; 8.12; cf 9,22) y Señor (Hch 10,36; 11,20; 15,35; cf. 2,36s). El Señor Jesucristo hecho Hijo de Dios jamás es anunciado separado de Dios, el Padre, a quien el reino es atribuido. “A todos los que lo recibieron [el Verbo de Dios, del Padre], les dio el poder de convertirse en hijos de Dios: a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

La fe es un asentimiento personal a Dios mediante la acogida de su Palabra, su Hijo, Jesucristo. La fe es, por tanto, respuesta humana al amor de Dios, el Padre, manifestado en Jesucristo, su Hijo. “Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo al mundo, a fin de que todo aquel que en él cree, no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). El Padre es el Señor de la vida y de la muerte, es el que resucitó a Jesús, el Hijo hecho hombre, entre los muertos (Hch 2,32; 5,13; 10,40; 13,30.32.37; 1Cor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Cl 2,12; Gl 1,1; 1Pd 1,21). Y así, al modo de Jesucristo, es al Padre a quien se dirige inicialmente el acto de la fe de los cristianos.

El kerigma era un resumen muy condensado de la fe cristiana. Pero el misionero cristiano, en su ejercicio de comunicar la fe, debería también poder explicar de modo más distendido y comprensible el contenido nuclear del anuncio, instruir a las personas, ofrecerles orientaciones prácticas morales. Así, los primeros sumarios o fórmulas de la fe tenían una intención claramente catequética, eran desdoblamientos instructivos-explicativos del kerigma, expresaban las verdades que constituían la base de la fe por referencia a la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ellas se referirán a Jesucristo, a Jesucristo con Dios Padre y con el Espíritu Santo.

2  De las primeras fórmulas de confesión de fe al Símbolo de la Fe

Desde sus orígenes, la Iglesia cristiana apostólica ha expresado y transmitido su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos, en resúmenes orgánicos y articulados. Estas síntesis de la fe fueron llamadas “profesiones de fe”, porque resumían la fe confesada, profesada y testimoniada por los cristianos.

Sin embargo, la confesión neotestamentaria de fe no poseía un modelo único. El primer modelo es denominado “cristológico”. Las confesiones cristológicas de fe traen simplemente el nombre de Jesús asociado a un título, tales como: Jesús es el Señor (Rm 10,9; Fl 2,11; 1Cor 12,3); Jesús es el Cristo (Hch 18,5; 1Jn 2,22); Jesús es el Hijo de Dios (Hch 8,36-38), o narran de modo más o menos desarrollado el advenimiento de Jesús subrayando su misterio de muerte y resurrección (kerigma primitivo). El segundo modelo, denominado binario, es aquel que se refiere a Dios-Padre y a Cristo y que encuentra su fórmula típica en 1Cor 8,6: “Para nosotros, sólo hay un Dios, el Padre, de quien todo procede, y para el cual vamos, y un solo Señor, Jesucristo, por el cual todo existe y por el cual nosotros existimos “(de modo similar en 1Tim 2,5-6, 6,13). El tercer modelo, finalmente, es ternario, y lo encontramos más explícitamente en el saludo del Apóstol Pablo a la comunidad de Corinto: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (2Cor 13,13); en el texto de 1Cor 12,4-6, donde se lee: “Hay diversidad de dones de la gracia, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero es el mismo Señor; diversos modos de acción, pero el mismo Dios que realiza todo en todos “; y muy especialmente en el orden misionero-bautismal del resucitado al final del Evangelio de Mateo: “Id, pues; de todas las naciones haced discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado “(Mt 28,19-20). Este pasaje de Mateo se convirtió en la “célula madre” de los varios Símbolos de la Fe empleados en las iglesias cristianas de los primeros siglos (SESBÖUÉ, 2002, 75-79; DENZINGER, 2007, n. 10-76).

En la Didaché (finales del siglo I) se encuentra la siguiente instrucción:

“En lo que se refiere al Bautismo, bautizad de este modo: una vez expuestas todas estas cosas, bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en agua corriente. Si no tenéis agua corriente, bautizad en otra agua […]. Derramad agua sobre la cabeza por tres veces, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Didaché, VII, 1-3).

En pleno siglo II, San Justino habla de los que “recibieron el baño del agua en el nombre del Padre y Señor Dios del universo, en el nombre del Señor Jesucristo y en el nombre del Espíritu Santo”. En este tiempo ya está en uso en el bautismo la forma interrogativa: “¿Crees en Dios Padre, Señor del universo? ¿Crees en Jesucristo, nuestro Señor, que fue crucificado bajo Poncio Pilato? ¿Crees en el Espíritu Santo, que habló por los profetas? “(JUSTINO, I Apol. 13,1-3). Aunque hasta el siglo III no hay fórmula única fijada para las iglesias cristianas, las varias fórmulas existentes presentan, sin embargo, la estructura trinitaria fiel al contexto litúrgico-bautismal (RITTER, 1984, 405-408).

La primera colección de regulaciones eclesiásticas y litúrgicas desde la Didaché la encontramos en los inicios del siglo III en la Iglesia de Roma. Es la Tradición Apostólica, de Hipólito de Roma, el ancestral directo y más remotamente atestiguado de lo que la Iglesia occidental llama hasta hoy de “Símbolo de los Apóstoles”. Este consiste básicamente en el paso de la forma interrogativa dialogal (profesión de fe bautismal) hacia la forma declarativa (SESBOÜÉ, 2002, 84).

A partir de los inicios del siglo IV se multiplicaron los sínodos locales y el uso normativo de las fórmulas trinitarias de fe se convirtió en una práctica común. Muchas fueron las formulaciones del Símbolo de la Fe utilizadas por las diversas iglesias cristianas de la época: Roma, Cesárea, Jerusalén, Antioquía, Éfeso, Constantinopla, Salamina, Matastia, Cartago, Milán, entre otras. La unificación del Símbolo de la Fe tiene su inicio con el Concilio de Nicea (325), se completa en el Concilio de Constantinopla I (381) y es oficialmente promulgada como el Credo oficial de los cristianos por los Concilios posteriores.

La génesis de los Símbolos es significativa del pasaje del discurso de las Escrituras a la literatura post-apostólica. En la medida en que el Símbolo condensa en una unidad simple la rica diversidad del testimonio del Primer y del Segundo Testamento, se presenta como un acto de interpretación de las Escrituras y, al mismo tiempo, como la matriz de la enseñanza catequística y punto de partida del discurso dogmático, ya que las primeras definiciones de fe tomarán la forma de adiciones al Símbolo (SESBOÜÉ, 2002, 73).

La palabra símbolo (lat. Symbolum, gr. Σύμβολον) se remitía a la forma antigua en que las personas hacían contratos o alianzas. El “símbolo” significaba la unión de dos mitades de un objeto partido (una pieza o un sello) con ocasión de la celebración de un contrato, pacto o alianza. A partir de entonces, el objeto simbólico cumplía la función de identificar a los portadores y la relación establecida entre ellos. La verdad de la relación establecida se mostraba en la yuxtaposición de las dos partes del objeto. Un segundo significado de “símbolo” es un resumen, una colección o sumario que reúne enunciados significativos debidamente organizados.

Los cristianos utilizaron el término “símbolo” como signo de identificación y de comunión, teniendo como centro la confesión de fe en Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16). A este sumario de las principales verdades de la fe cristiana, dos ideas están esencialmente relacionadas: la del principio y la del efecto del simbolismo. El principio nos remite al vínculo mutuo entre elementos distintivos cuya combinación es significativa; y el efecto apunta a la conexión mutua entre sujetos que se reconocen comprometidos uno con el otro en un pacto, en una alianza, en una ley de fidelidad (cf. ORTIGUES, 1962, 60-61).

El Símbolo de la Fe se comprende en la comunidad de fe y en la fe de la comunidad. Con él se confiesa la fe de la comunidad, en la comunidad y ante la comunidad de fe (profesión) para ser insertado en ella y convertirse en un miembro de ella, de la Iglesia del Hijo, Jesucristo, reunida por el (su) Espíritu. La primera profesión de fe del cristiano tiene lugar en su bautismo. Fundamental era la profesión de fe en Jesucristo, el Hijo de Dios (cf. Hch 8,37-38). Sin embargo, la difusión y adopción del modelo trinitario (cf Mt 28,19) por las diversas comunidades a partir del siglo II refirió la profesión de fe bautismal a las tres personas de la Santísima Trinidad. Las verdades de la fe, ternariamente confesadas / profesadas en el bautismo, proporcionarán la estructura fundamental del Símbolo: la primera trata del Padre y de la obra admirable de la creación; la segunda, del Hijo y del misterio de la redención de los hombres; la tercera, del Espíritu Santo, fuente y principio de la santificación.

El uso del término “símbolo” se generalizará en Occidente, donde pasará de la triple interrogación trinitaria-bautismal a los Credos declaratorios. En el Oriente, el término surgirá más discretamente a partir del siglo IV (Concilio de Laodicea, en 364, Canon 7). Allí se verifica un relativo silencio acerca de las formulaciones del Símbolos de la Fe. El principal motivo de tal silencio se atribuye comúnmente a la disciplina del arcano, según la cual la clave de los misterios cristianos no debería ser puesta por escrito para que no viniera caer en las manos de los paganos. En todo caso, es en el contexto del siglo IV cuando la necesidad de unificar las antiguas fórmulas de fe se impone. El símbolo de Nicea (325) condensó y expresó la fe en Jesucristo en confrontación con el gnosticismo y el arrianismo, mientras que el Símbolo de Constantinopla (381) desarrolló y expresó la fe en el Espíritu Santo en confrontación con los macedonianos (o neumáticos). Y así, el Símbolo que recogió la enseñanza de Nicea y Constantinopla pasó a ser conocido poco a poco en toda la Iglesia cristiana como “Símbolo Niceno-Constantinopolitano” (DENZINGER, 2007, 125-126; 150-151). El Concilio de Éfeso (431) lo reconoce como oficial y decreta que ya no se hagan añadidos a este símbolo, anatematizando a quien lo hiciera. Fiel a este principio, la célebre definición cristológica del Concilio de Calcedonia (451), acerca de las dos naturalezas de Cristo, se expresará en un texto separado (SESBOUÉ, 2002, 87). El Concilio de Constantinopla III (681) renovó la sanción del Concilio de Éfeso.

Fue a partir del siglo VI cuando el Credo Niceno-Constantinopolitano fue adoptado como símbolo bautismal en prácticamente todo el Oriente. Progresivamente se utilizó en Occidente hasta que finalmente se adoptó en la iglesia de Roma en el siglo IX. En esta época, el uso del Filioque (el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo) en el Símbolo, ya en uso en España por lo menos desde el III Sínodo de Toledo, en 589, reapareciendo en diversos concilios de esa ciudad, en 633, 675, 693, se extendió a la Galia, a la alta Italia, y su uso litúrgico comenzó a difundirse. Bajo la influencia de Carlos Magno, a finales del siglo VIII e inicios del siglo IX, el añadido del Filioque al símbolo Niceno-Constantinopolitano, se decide en los concilios de Friuli (796) y de Aix-la-Chapelle (SESBOUÉ, 2002, 281). Después de varias décadas de resistencias, comenzando por el papa León III, que había consagrado a Carlomagno emperador en Roma el año 800, el Filioque fue finalmente adoptado por la iglesia romana en 1014 bajo el papa Benedicto VIII, a pedido del emperador Enrique II, agravando  las desavenencias entre el Occidente y el Oriente cristianos. El conflicto en torno al Filioque, que hace tiempo se anunciaba y que en el contexto del siglo XI en mucho extrapolaba la esfera del meramente teológico-litúrgico-doctrinal, tuvo su desenlace con el rompimiento de la unidad de la iglesia cristiana en 1054 (cf. SESBOÜÉ, 2002, 281-282).

4  El Símbolo Niceno-Constantinopolitano

Dado que el contenido teológico-trinitario del Símbolo Apostólico, tan conocido en el Occidente católico romano, está contenido en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, presentaremos aquí la formulación de este último, conforme a la encontramos en el Misal Romano, seguido de algunos comentarios teológicos breves a cada uno sus artículos.

  • Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles.
  • Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de la luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado, no creado, consubstancial al Padre. Por él todas las cosas fueron hechas. Y por nosotros, hombres, y para nuestra salvación, descendió de los cielos: y se encarnó por el Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, y se hizo hombre. También por nosotros fue crucificado bajo Poncio Pilato; padeció y fue sepultado. Resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió a los cielos, donde está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo ha de venir, en su gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin.
  • Creo en el Espíritu Santo, Señor que da la vida, y procede del Padre [y del Hijo]; y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado: él que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Profeso un solo bautismo para la remisión de los pecados. Y espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo que ha de venir. – Amén.

“Creo en un solo Dios” manifiesta la actitud consciente del fiel de estar personal y existencialmente orientado únicamente hacia Dios. La expresión “un solo Dios” caracteriza al monoteísmo cristiano. “Padre” es el atributo designativo inmediato de Dios que nos permite comprender su omnipotencia, así como lo que de ella inmediatamente se deduce: “creador del cielo y de la tierra”. Al dirigir el acto de fe a Dios Padre, omnipotente, creador de todo lo que existe, el fiel se autocomprende como criatura de Dios, como puesto en la existencia por libre disposición de Dios-Creador y, desde allí, ha de comprender el significado de Dios su vida en el régimen del don, de la gracia. Al extender el ámbito del creado a “todas las cosas visibles e invisibles”, el símbolo rechaza toda forma de maniqueísmo y de dualismo.

“Creo en un solo Señor, Jesucristo”. El término griego κῡρῐος (Señor) fue utilizado en la Septuaginta para traducir el vocablo hebreo “Adonai”, aplicado a Yahweh. De ahí la primera afirmación de la igualdad divina de Jesucristo con Dios. Siendo Jesús, el Cristo (Mesías), es él el ungido de Yahvé. Si uno solo es Dios, el Padre, se deduce que uno solo es el Hijo; por eso se dice inmediatamente “unigénito del Padre”. Para subrayar una vez más su divinidad se dice “nacido del Padre antes de todos los siglos”, pues todo lo que no es Dios recibe el estatus de criatura. Del Hijo divino se puede decir ahora que es “Dios verdadero de Dios verdadero” y “consubstancial al Padre”. El término “consubstancial” (ὁμοούσιος) fue empleado en el Concilio de Nicea para afirmar la divinidad de Jesucristo en oposición al subordinacionismo ario. La siguiente expresión, “Dios de Dios”, se explica por la afirmación anterior de que es consustancial al Padre. Con esto también se dice que no hay jerarquía en Dios, a no ser en el sentido de que el Padre genera (y luego envía) Hijo, y no al revés. “Luz de la Luz” recoge una explicación tradicional de San Atanasio sobre la relación entre el Padre y el Hijo eterno: ellos son como la luz y su resplandor; entre ellos hay diferencia, pero no hay distinción de naturaleza. “Por él todas las cosas fueron hechas” rescata la teología del Prólogo de Juan (1,3) y, de ésta, la de la creación del mundo que viene a la existencia por la Palabra de Dios (Gn 1 y 2). “Y por nosotros, hombres, y para nuestra salvación, descendió de los cielos” expresa el movimiento que va a dar origen a la Encarnación del Hijo, no como una simple y desinteresada expedición divina a su creación, sino con una finalidad precisa: nuestra salvación (cf. Rm 5,8; Jn 3,16-17; 1Jo 4,8-10). La salvación por la encarnación del Hijo trae en sí la posibilidad de ser hijos de Dios en el Hijo de Dios (Rm 8,14ss; Gl 4,6ss).

La Encarnación del Hijo de Dios se da “por el Espíritu Santo”, que, como tal, es Dios, es el Espíritu de Dios, la vida de Dios. Con la expresión “en el seno de la Virgen María” se ha comenzado la cristología histórica. El “se hizo hombre” completa la afirmación de que Jesucristo es Dios con nosotros: “verdaderamente Dios y verdaderamente hombre” como se dirá en la célebre fórmula cristológica del Concilio de Calcedonia (DENZINGER, 2007, n.301).

“También por nosotros fue crucificado” se comprende en el horizonte salvífico aludido anteriormente: “por nosotros [= en pro de nosotros] y para nuestra salvación”. Su sangre fue derramada por nosotros para el perdón de nuestros pecados (Mt 26,28; Mc14,24). “Bajo Poncio Pilatos” atestigua el contexto histórico en que Jesucristo padeció. “Y fue sepultado” alude simplemente al destino común de los que murieron y la práctica vigente de sepultar los cadáveres. La expresión “descendió a la mansión de los muertos”, del Símbolo Apostólico, no se encuentra en el Niceno-Constantinopolitano. Pero ella alude igualmente a la participación real de Jesús en el destino de todo hombre mortal para también a partir de ahí poder ser, por su resurrección, el Salvador de todos (cf. 1Tm 4,10).

“Resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” nos remite al centro focal de la confesión cristológica de los evangelios y sus relatos de las apariciones del resucitado al tercer día. El tercer día confirma una vez más la realidad de la muerte del crucificado, ya que no hay reanimación de cadáveres dos días después de la constatación fáctica de la muerte. Al mismo tiempo habla de la esperanza del justo en la intervención de Dios que no lo abandonará por más tiempo; y eso “conforme a las Escrituras” (1Cor 15,4). “Y subió a los cielos, donde está sentado a la derecha del Padre” alude a la Ascensión del Señor, completando el kerigma primitivo y fundamentando la afirmación de que Jesús fue constituido Señor (Kyrios), colocado a la derecha del Padre. “Y de nuevo ha de venir, en su gloria, para juzgar a los vivos y los muertos “atestigua la esperanza en la venida de Cristo en poder y gloria para establecer definitivamente el Reinado del Padre (1Tes 1,9-10; 2Ts 1, 7-10; Mt 24, 29-30; Mc 14,62). Esta es una forma apocalíptica de hablar de la consumación escatológica del Reino de Dios. La expresión “de los vivos y de los muertos” fue mantenida porque no había cómo determinar si por la ocasión de la segunda venida de Cristo todos debían primero morir para entonces ser por él juzgados, o no. “Y su reino no tendrá fin” es una expresión que se entiende en oposición a los subordinacionistas, según los cuales Jesús entregará todo al Padre después de haber cumplido su misión terrena

“Creo en el Espíritu Santo, Señor que da la vida” es el modo de decir la vida de Dios. El Espíritu divino es el principio vital por excelencia, el soplo divino que hace del hombre un ser viviente (Gn 2,7) y trae consigo la promesa de que un día ese espíritu sea la vida misma de Dios en el viviente. Es el Espíritu que hace vivir (Ez 37,14). El Espíritu Santo también es llamado Señor (to Kyrios – en la forma neutra). Siendo “Señor”, el Espíritu Santo es de naturaleza divina.

En vez del término “consubstancial”, utilizado antes para subrayar la divinidad del Hijo, se dice que el Espíritu procede del Padre, y luego se optó por una expresión de corte más bíblico para hablar de su igualdad divina: “y, con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado”. La fórmula “que procede del Padre” debía expresar, siguiendo a Jn 15,26, las relaciones intratrinitarias, tomando al Padre por fuente de la procedencia tanto del Hijo y del Espíritu. La formulación mantiene al Espíritu en una relación originaria con el Padre sin ofrecer, sin embargo, mayores explicaciones en cuanto al modo de la procedencia. El Símbolo Apostólico tampoco menciona explícitamente la procedencia. “Que habló por los profetas” destaca la acción del Espíritu Santo en la historia de la salvación. Sólo Dios revela a Dios. El primer y el segundo Testamentos están unidos por el mismo Espíritu, tal como la promesa a su cumplimiento (SESBOÜÉ, 2002, 111-113).

La Iglesia es mencionada enseguida dando secuencia a la acción del Espíritu Santo en la historia. El Espíritu Santo hace la Iglesia. Creo / creemos en la Iglesia, junto con, en comunión con otros. Si el Espíritu Santo no nos uniera, reuniéndonos en Cristo, no habría Iglesia. Ella es “una” porque uno solo es Padre, uno solo es el Hijo y uno solo es el Amor divino que nos inserta en la comunión divina; es “santa” porque está siendo santificada en cada uno de sus miembros por la presencia viva del Espíritu Santo recibido en el Bautismo; es “apostólica” porque hunde raíces en la fe y en el testimonio de los apóstoles; y es “católica” por su universalidad, es decir, no se restringe a un pueblo, a una raza, a una nación, a una delimitación geográfica o temporal.

“La comunión de los santos” deriva de la Iglesia santa. Aquellos a quienes el Espíritu santifica pertenecen y pertenecerán a Dios en todos los tiempos. En el Espíritu Santo creemos “en la remisión de los pecados” profesando, para eso, “un solo bautismo”. La salvación implica restablecer la relación filial con Dios en el Espíritu – del Hijo de Dios – que nos fue dado (Rm 5,5; 8,15; Gl 4,6; 1Cor 12,2; 1Jn 3,24). Mientras la remisión de los pecados habla del pasado, “la resurrección de los muertos y la vida del mundo que ha de venir” se refiere al futuro en la fe. Creer en la resurrección de los muertos (“de la carne”, dirá el Símbolo Apostólico) es creer en el amor vivificante de Dios que nos llama por el nombre a la vida. El acto de fe tiene como fundamento el amor de Dios. “Amén: ¡así sea!, Es tanto una expresión de asentimiento con todo lo que antes fue confesado / profesado como también una expresión de la esperanza. Se entiende mejor el “amén” final por su relación a lo dicho inmediatamente antes: “Y espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo que ha de venir”.

Conclusión

El Símbolo de la Fe debe ser el contenido fundamental de toda catequesis y de toda dogmática cristiana. Al decirnos quién es Dios para nosotros, decimos, al mismo tiempo, quién somos nosotros para Dios, y reafirmamos la alianza nueva y eterna con Dios en Cristo Jesús en la fuerza del Espíritu Santo. Dios-Trinidad es el amor misericordioso que nos da, nos redime / salva y nos santifica. La creación, la salvación, la santificación son el acontecimiento del amor misericordioso de Dios en nuestra vida. Es en el horizonte del amor divino donde se comprende el nuevo mandamiento dado por Jesús a sus discípulos: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,24). Es amando como conocemos a Dios: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8). Y es conocer a Dios como amor como descubrimos la razón y la finalidad de nuestra existencia como don de la bondad infinita de Dios, como gracia. En ese sentido, el Símbolo de la Fe es el modo resumido que los cristianos tienen para decir: “Dios es Amor”.

Luiz Carlos Sureki, SJ. Facultad Jesuita, Belo Horizonte, Brasil. Texto original, portugués.

Referencias

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