Índice
Introducción
1 Las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana
1.1 Las espiritualidades en el cristianismo antiguo y medieval
1.2 Las espiritualidades de la misión, en la modernidad
1.3 Las espiritualidades de comunión, en la Iglesia contemporánea
Conclusión
Referencias
Introducción
Antes de hacer un recorrido por las distintas etapas o expresiones de la espiritualidad cristiana a lo largo de la historia, es importante detenernos en un primer acercamiento a lo que es la espiritualidad cristiana.
La espiritualidad cristiana es una dinámica vital que nos pone en sintonía con la acción de Dios y nos hace obrar según el Espíritu del Dios revelado en la persona de Jesús. Por tanto, la espiritualidad cristiana no es algo gaseoso, abstracto, elevado, desencarnado. Espiritualidad es un estilo de vida que se puede ver y comprobar en obras muy concretas.
Por otra parte, las distintas espiritualidades, son manifestaciones del Espíritu de Dios que está siempre curando las heridas del Cuerpo de Cristo. Los carismas y manifestaciones de las espiritualidades, son dones de Dios para edificar el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Las espiritualidades en plural, tienen la misión de construir la comunión, y la comunión se realiza alrededor de las heridas. En cada época de la historia, han surgido diversas expresiones de la espiritualidad cristiana, y todas ellas han sido respuestas a los desafíos de cada momento y a las necesidades del cuerpo del Señor resucitado en la historia.
No resulta difícil entender la acción del Espíritu Santo como la que hace posible el salir de sí (éx-tasis) y el permanecer unido. El Espíritu Santo hace posible que el Padre y el Hijo se comuniquen y se abran, no sólo en el seno de la comunidad divina, sino frente al hombre, al mundo y al tiempo (MOLTMANN, 1978, p. 79). Dios, uno y trino, comunidad de amor, vive el misterio de la interacción entre las personas que se necesitan en su diferencia y que no se anulan en una uniformidad ni en una individualidad estéril. San Agustín quiso expresar esta función del Espíritu Santo dentro de la comunidad divina como el Amor. Hablando de la Trinidad, afirma: “Aquí tenemos tres cosas: el Amante, el Amado y el Amor” (AGUSTÍN, 1948, 529.535, Apud, FORTE, B. 1996 p. 36); un Padre Amante, un Hijo Amado y el vínculo que mantiene unidos a los dos, el Espíritu del Amor.
La misión del Espíritu, como también la misión del Hijo, consiste en la glorificación de Dios y la liberación del mundo. Dios es glorificado en la liberación y redención de la creación entera; no quiere ser glorificado sin que su creación y la humanidad sea liberada al mismo tiempo (MOLTMANN, J. 1978, p. 79. De manera que esta participación en la vida de Dios a la que hemos hecho referencia y el proceso de comunión que ésta supone, es la función específica del Espíritu.
Partiendo de esta primera definición de la espiritualidad desde la comprensión del misterio trinitario, vamos a presentar una aproximación trinitaria a las distintas formas de participación de los cristianos en la vida de Dios, que es lo que llamamos espiritualidad. Esta participación en la vida de Dios hace que las personas podamos entrar en la dinámica vital propia de Dios.
1 Las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana
Las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana son expresiones de la acción de Dios en medio de su pueblo, para responder a los desafíos propios de cada momento histórico. Los carismas son regalos de Dios para la construcción de la comunión. Nunca son posesión exclusiva de personas o grupos particulares. Por esto es fundamental conocer la historia concreta en la que cada carisma es regalado a la Iglesia, para saber a qué necesidades de la comunidad respondió y cuál puede ser su alcance.
La aproximación que queremos ofrecer a la historia de la espiritualidad cristiana quiere destacar tres grandes dinámicas que descubrimos en historia de la Iglesia, cada una de ellas con un acento particular, pero no exclusivo, ni excluyente, en la relación con Dios a través de la oración (El Padre), en la realización de la misión (El Hijo) y en la construcción de la comunión (El Espíritu Santo).
Una primera dinámica que acentúa la búsqueda de Dios en la oración, la soledad, el encuentro íntimo y personal con Dios, puede descubrirse de modo más claro, pero no exclusivo, en los orígenes de la espiritualidad cristiana y en las escuelas de la Iglesia Antigua y Medieval. Una segunda dinámica espiritual que busca a Dios sobre todo en la misión y en el servicio a los más débiles y necesitados de nuestra sociedad, es más propia de las expresiones de la espiritualidad Moderna. Y, finalmente, una dinámica que busca a Dios sobre todo en la construcción de la comunión con los otros seres humanos y con toda la creación, son más propias de el tiempo que sigue al Concilio Vaticano II.
Desde luego, estas tres expresiones de la espiritualidad cristiana no se pueden entender desde la mutua exclusión, máxime cuando corresponden a la dinámica existente entre las personas divinas y la manera como nosotros podemos entrar a participar de la vida de Dios. Desde esta triple comprensión de las expresiones de la espiritualidad cristiana, vamos a proponer el recorrido por la historia de la espiritualidad cristiana.
1.1 Las espiritualidades en el cristianismo antiguo y medieval
Una primera expresión de la vida espiritual cristiana, tiene una relación muy estrecha con la predicación de los apóstoles y lo que podríamos llamar, la espiritualidad evangélica o apostólica, que se fue desarrollando en medio de las persecuciones de la segunda mitad del siglo primero. Fruto de esta experiencia espiritual y de la vida cristiana de estas comunidades primitivas fueron los escritos del Nuevo Testamento. Este primer desarrollo de la espiritualidad cristiana propuso las primeras interpretaciones de lo que significa el seguimiento del Señor y las implicaciones para la vida de las comunidades.
Más tarde, en los siglos segundo y tercero, vendrían los padres apostólicos y apologistas, que tuvieron la tarea de explicar la fe cristiana y la forma como el evangelio debía encarnarse en las cultura griega y romana, en medio de las cuales nació el cristianismo. Esta época también fue marcada por las persecuciones y el martirio. Hay que tener presente, además, que se trataba de una propuesta de vida de fe que se iba abriendo camino muy lentamente en medio de comunidades sencillas en el contexto del mundo mediterráneo. Sin embargo, el crecimiento continuo del cristianismo en estos años se debe, sin la menor duda, a las radicales exigencias que suponía el seguimiento. Esta paradójica realidad fue recogida en el adagio popular que afirma: “Sangre de mártires, semilla de cristianos”.
Después de esos largos años de persecución y martirio, sobre todo a partir del Edicto de Milán (313), promulgado por el Emperador Constantino y la consecuente progresiva integración de los cristianos en las estructuras del Imperio romano, muchos cristianos buscaron en la soledad de los desiertos, nuevas formas de vivir la fe, acordes con las exigencias evangélicas. Primero de modo individual con una vida eremítica y más tarde con una vida en común. Los Padres y las Madres del Desierto acompañaron el camino de muchos creyentes y recogieron sus prácticas en Reglas que establecían condiciones y formas de encuentro con Dios en la oración y en la vida común.
La era constantiniana, puede decirse que no es simplemente un tiempo determinado de la historia, sino un modo de ser Iglesia en el Mundo; se desarrolló una forma de ser Iglesia que se confundió con el poder del Estado, se le puso apellido de cristiano a la Economía, a la Cultura, a la Política, a la Filosofía, a la Sociedad.
Después del 313 se comienzan a dar las conversiones en masa; gente especialmente de las clases altas económicas e intelectuales; familias de relevancia política; fue un tiempo de herejías; el espíritu mundano se fue abriendo paso en la Iglesia, tanto entre los fieles como en medio de la jerarquía. “A partir del siglo IV se da lugar a un tremendo contraste con la etapa anterior de la Iglesia: durante las persecuciones se bautizaba solamente a los convertidos; de ahora en adelante la Iglesia tendrá que convertir a los bautizados” (GOMEZ, J. A. , 1987, p. 168.
Vale la pena recordar aquí un texto de Hilario de Poitiers (c. 315-367), escrito en la época del emperador Constancio, hijo de Constantino, en el que se señala la trampa que le ha tendido el Imperio a la vida cristiana:
“¡Oh Dios todopoderoso, ojalá me hubieses concedido vivir en los tiempos de Nerón o de Decio…! Por la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, yo no habría tenido miedo a los tormentos, sabiendo que Isaías había sido mutilado… Me habría considerado feliz al combatir contra tus enemigos declarados, ya que en tales casos no habría duda alguna respecto a quienes incitarían a renegar… Pero ahora tenemos que luchar contra un perseguidor insidioso, contra un enemigo engañoso, contra el anticristo Constancio. Este nos apuñala por la espalda, pero nos acaricia el vientre. No confisca nuestros bienes, dándonos así la vida, pero nos enriquece para la muerte. No nos mete en la cárcel, pero nos honra en su palacio para esclavizarnos. No desgarra nuestras carnes, pero destroza nuestra alma con su oro. No nos amenaza públicamente con la hoguera, pero nos prepara sutilmente para el fuego del infierno. No lucha, pues tiene miedo de ser vencido. Al contrario, adula para poder reinar. Confiesa a Cristo para negarlo. Trabaja por la unidad para sabotear la paz. Reprime las herejías para destruir a los cristianos. Honra a los sacerdotes para que no haya Obispos. Construye iglesias para demoler la fe. Por todas partes lleva tu nombre a flor de labios y en sus discursos, pero hace absolutamente todo lo que puede para que nadie crea que Tú eres Dios. (…) Tu genio sobrepasa al del diablo, con un triunfo nuevo e inaudito: Consigues ser perseguidor sin hacer mártires” (HILÁRIO DE POITIERS, PL 10, 580-581, APUD, GÓMEZ, J. A., 1987, p. 170).
En este contexto, se da el movimiento de fuga mundi, que llevó a miles de cristianos a los desiertos. Esta forma de vida se fue sistematizando a partir de la Vita Antonii (ca. 360), escrita por San Atanasio y luego con figuras como San Agustín (354-430), Casiano (c. 360-435), el Pseudo Dionisio (Siglos V y VI) y San Gregorio Magno (540-604). Pero tal vez la síntesis más completa de la propuesta monástica, se le debe a San Benito Abad (480-547), que compone una regla para sus monjes, que se extiende por toda Europa como forma de vida y como camino espiritual que tiene como único fin, la búsqueda de Dios (SAN BENITO, 2006).
El momento preciso que señala el paso entre la Antigüedad y la Edad Media, es una discusión que no se ha cerrado de modo definitivo, sin embargo, suele entenderse como un proceso ocurrido desde la segunda mitad del siglo V y los comienzos del VI, particularmente a partir de la caída del último emperador romano de Occidente, Rómulo Augusto, depuesto por los germanos en el año 476. Esta transición política de Europa, que siguió a la caída del Impero Romano en Occidente, estuvo acompañada por procesos culturales, sociales y religiosos que fueron interpretados como el inicio de la Edad Media.
Las expresiones de la espiritualidad cristiana en este período fueron una continuidad del camino de la vida monástica. Se mantuvo la tradición según la cual hombres y mujeres buscaban un encuentro cada vez más profundo con Dios, a través de la convivencia, el trabajo, la vida austera y, sobre todo, la oración en común. Desde luego, a lo largo de este período, que algunos extienden hasta el siglo XV, son muchos los acentos que se dieron en la espiritualidad cristiana, pero vale la pena destacar los procesos misioneros en Irlanda (Siglo V) e Inglaterra (Siglo VI), y los movimientos de renovación del monacato, como el que se dio en Cluny (Siglo X).
Más tarde aparece la figura de Bernardo de Claraval (1091-1153) y la reforma cisterciense, que buscaron un nuevo rigor en la vivencia de la Regla de San Benito, dándole más fuerza a la segregación del mundo, a la soledad, al silencio, a la austeridad de vida personal y comunitaria y al trabajo sencillo. Un siglo después (Siglo XII), vendrá la fundación de La Cartuja y un renacer del eremitismo en Europa, insistiendo más en la oración, la ascesis personal y la pobreza.
Aunque en términos históricos, no se ha cerrado el ciclo de la Baja Edad Media, hay un fenómeno que hace pensar en una nueva etapa del camino espiritual cristiano. Hasta aquí, el acento, aunque no de modo exclusivo, estuvo orientado a la búsqueda de Dios a través de la oración y a través de otras prácticas ascéticas y espirituales, incluida la vida en común. A partir del siglo XII, con el surgimiento de los canónicos regulares y poco después con la creación de las órdenes mendicantes en el siglo XIII, aparece un elemento que toma el protagonismo en la espiritualidad cristiana: la misión.
1.2. Las espiritualidades de la misión en la modernidad
La reforma gregoriana, iniciada en el cambio del milenio produjo, entre otras cosas, un proceso de renovación de la vida del clero y de la vida monástica, que hemos señalado más arriba. Este proceso tuvo como efecto una trasformación en la vida de la Iglesia y el nacimiento de los canónigos regulares que conjugaban, de una manera novedosa, la vida monástica y el ministerio clerical, buscando una presencia de la fe más abierta en medio del mundo. Junto a esta novedad en el camino espiritual cristiano, está el nacimiento de las órdenes mendicantes, que son un desarrollo de esta dinámica espiritual que busca salir del encierro del monasterio, para vivir en medio de la sociedad y atendiendo sus necesidades más urgentes. Las órdenes mendicantes tienen como características una vida de pobreza personal y comunitaria, una actividad apostólica o misionera, una vida fraterna menos estructurada y una mayor movilidad, que contrasta con la estabilidad de la vida monástica.
Las escuelas franciscana, dominicana y carmelitana, son las más conocidas y representan una novedad que dará un giro a la dinámica espiritual cristiana. No hay que perder de vista que el nacimiento de estas órdenes religiosas se da, sin que las formas de vida monástica y las espiritualidades que de ellas se alimentan, dejen de existir. Las nuevas formas de vida y de búsqueda de Dios, ahora más centradas en la misión, se van abriendo camino en medio de un mundo que también va cambiando hacia una sociedad menos rural y más centrada en los nacientes burgos.
En esta etapa de la historia nacieron también las órdenes militares, los caballeros de Malta, la Orden de lo caballeros teutónicos, la Orden de los Templarios y los caballeros del Santo Sepulcro. Igualmente, surgieron órdenes hospitalarias, como los Trinitarios y los Mercedarios. Todas ellas, con la intención de responder a necesidades propias de la época y frente a las cuales no había una respuesta dentro de la Iglesia, desde la perspectiva de la espiritualidad.
La dinámica de transformación social, política, económica y cultural propia de esta época, propició una mayor comunicación entre las personas, creando una propagación mayor de las devociones populares y las asociaciones de creyentes, alrededor de proyectos comunes, terceras órdenes, cofradías, gremios, asociaciones y movimientos espirituales independientes de las grandes instituciones eclesiásticas. Los laicos se van haciendo independientes de los monasterios, las parroquias y los conventos y buscan fuentes nuevas de alimento espiritual. Aparecen en este tiempo movimientos como los begardos, las beguinas, los Hermanos del libre espíritu y otras formas de vida espiritual, que florecen bajo el amparo de los religiosos de las nuevas órdenes mendicantes. Por su espíritu independiente y su alejamiento de las fuentes clásicas de la vida espiritual, algunos de estos movimientos fueron sospechosos de herejías y algunos de ellos fueron condenados por la Iglesia.
Hay que destacar en este momento, el aporte de la escuela renano-flamenca, con figuras como la de los dominicos Eckhart (c. 1260-1327), Taulero (c. 1300-1361) y Suso (c. 1295-1365), quienes vivieron y sistematizaron experiencias espirituales muy profundas que sirvieron de guía a las búsquedas del pueblo sencillo. Esta escuela, unida a la figura de Juan Ruysbroek (1293-1381), fue la que dio paso a lo que se conoce como la “Devotio Moderna”, que es “una reinterpretación de toda la vida cristiana en medio de aquel contexto de rupturas con todo lo que había constituido el entramado de la cristiandad medieval” (GÓMEZ, J. A., 1987, p. 28-29). Esta corriente renovadora de la espiritualidad, proponía un acento mayor en la práctica de las virtudes, llegando a presentar una fractura entre la vida de piedad y la teología. El camino hacia Dios no era la reflexión teórica, sino la vida de penitencia y de caridad práctica.
Podemos señalar como características de la “Devotio Moderna” la gran importancia que se le da a la interioridad, que hace que se desarrolle una piedad más privada y subjetiva y se rechace lo sacramental y lo litúrgico; es más importante la soledad, el silencio y el desprecio del mundo. Frente a una tendencia más racional y especulativa, la “Devotio Moderna” desarrolla lo afectivo y da una relevancia mayor a lo que viene del ‘corazón’; lo que cuenta, a la hora de buscar la cercanía de Dios, es la voluntad, el corazón, la devoción y no tanto la reflexión y la razón. En este sentido, la ascética es fundamental; se insiste más en el esfuerzo de la voluntad que en la acción directa de la gracia, lo cual hace que la “Devotio Moderna” desarrolle un moralismo práctico. Por otra parte, se centran en la meditación de las virtudes y los ejemplos de Jesús, tal como se desprenden de una lectura llana y sencilla de los Evangelios. De ahí la importancia y la centralidad de la ‘Imitación de Cristo’, como modelo de la vida del creyente.
Siguiendo los pasos de esta propuesta de espiritualidad popular, extendida por toda Europa, se produce en España un tiempo de grandes reformas, lideradas inicialmente por miembros de las órdenes mendicantes, pero dando paso más tarde a grandes figuras como Ignacio de Loyola (1491-1556), Juan de Ávila (1499-1569), Teresa de Jesús (1515-1582) y Juan de la Cruz (1542-1591). Este período significó un fortalecimiento de la experiencia espiritual desde una perspectiva eclesial y misionera, en medio de una Europa que vive la fractura de la Reforma protestante.
En el siglo XVII el dinamismo de la espiritualidad cristiana estuvo centrado en Francia, donde florecieron propuestas como la de Francisco de Sales (1567-1662), conocida como el “humanismo devoto”, o la del cardenal Béruelle (1575-1629), y algunos de sus seguidores, Juan Jacobo Olier (1608-1657), Juan Eudes (1601-1680) y Vicente de Paul, reconocidos también como representantes de la “Escuela francesa”.
Un capítulo aparte podría escribirse con el desarrollo, durante los siglos XVI y XVII de la espiritualidad de la Reforma Protestante, que tuvo su propia dinámica, bajo el liderazgo de Martín Lutero, Juan Calvino y la escuela anglicana, para mencionar solo los autores más destacados.
Los siglos XVIII y XIX, permitieron el nacimiento de una espiritualidad ilustrada, que se fue desarrollando al ritmo de las transformaciones propias de estos siglos. Surgieron escuelas espirituales que respondieron a las necesidades de la juventud, como la de Juan Bosco (1815-1888), de la pastoral parroquial, con figuras como Juan María Vianney (1786-1859) y Antonio María Claret (1807-1870), de fortalecimiento del laicado con una propuesta de contemplación activa, como la de Carlos de Foucauld (1858-1916) y de un sentido cósmico de la salvación como la que propuso Teilhard de Chardin (1881-1955).
Podríamos sintetizar las dinámicas propias de la espiritualidad cristiana desde finales de la Edad Media, hasta el final de la época Moderna, como una infinidad de búsquedas por realizar la misión de Cristo en medio del mundo. Desde luego, la búsqueda de Dios a través de la oración siempre siguió en la base de todas las propuestas, pero la misión de Cristo en medio del mundo, se convirtió en el centro de las búsquedas espirituales.
Es imposible señalar fechas exactas o momentos precisos de los cambios históricos, como tampoco es posible dividir los momentos de la historia de la espiritualidad cristiana con toda precisión. Pero con el Concilio Ecuménico Vaticano II, vemos nacer una nueva etapa en el desarrollo de la espiritualidad cristiana, que vamos a tratar de caracterizar para cerrar esta apretada síntesis propuesta en este escrito.
1.3 Las espiritualidades de comunión, en la Iglesia contemporánea
El Vaticano II centró su trabajo en la recuperación de las fuentes originales de la fe y, por tanto, también de la espiritualidad. Estas fuentes, Palabra de Dios (Dei Verbum), la Iglesia (Lumen Gentium), la liturgia (Sacrosanctum Concilium) y la historia (Gaudium et Spes), fueron definitivas en la configuración de una propuesta nueva en el ámbito espiritual. Podríamos decir que el término que mejor caracteriza este momento vivido por la espiritualidad cristiana, muy acorde con la dinámica trinitaria que hemos querido seguir en este escrito, es el de ‘comunión’, término muy utilizado en el Nuevo Testamento, como expresión propia de las primeras comunidades cristianas. En los documentos del Concilio Vaticano II, la palabra «comunión», aparece 112 veces y el término “comunidad”, 183 veces.
Comunión y comunidad, se destacan, pues, como conceptos clave en las enseñanzas del Concilio, añadiendo que estos términos no hacen referencia a un problema de estructura de la Iglesia, ni de una cuestión administrativa, aunque tampoco se descarta; lo que quiere señalar el Concilio es la naturaleza de la Iglesia, o como dice el mismo Concilio, el mysterium de la Iglesia. Cambia el énfasis de una eclesiología más preocupada por las formas externas de la organización eclesial, hacia una concepción que mira más hacia el fondo, a su constitución fundamental.
Esta característica de la eclesiología conciliar, que determina una nueva forma de entender y vivir la espiritualidad, invita a dirigir la mirada en tres direcciones: la comunión con Dios, la comunión en la Iglesia y la comunión con toda la creación. Por esto, las nuevas expresiones de la espiritualidad buscan la participación en la vida de Dios, condición para hacer posible la fraternidad entre los hombres y con la creación.
Tal vez este aspecto eclesiológico de la comunión, es el que ha tenido un mayor desarrollo, tanto en los estudios teológicos del postconcilio, como en las propuestas espirituales de este período de tiempo. Se ha generado un espíritu de corresponsabilidad en todos los niveles de la vida de la Iglesia: consejos parroquiales y diocesanos; sínodos diocesanos y de Obispos; conferencias episcopales, conferencias de superiores mayores y de religiosos; asociaciones, movimientos y organizaciones de laicos que buscan un objetivo común. Estas estructuras han facilitado la participación de todos los estamentos y ministerios de la Iglesia, en un intento por crear verdaderos lazos de comunión y participación. Se trata de estructuras colegiales en las que se ha buscado una auténtica participación de los laicos, que tenían bastante limitada su actividad e iniciativa en los modelos eclesiales anteriores.
Participación y corresponsabilidad se convierten en la forma más clara de expresar la prioridad de lo comunitario en el nuevo modelo eclesial que se va desarrollando a partir del Vaticano II. Tomando unas palabras de Jean Marie Tillard, podríamos decir que nada escapa al abrazo comunitario, en el que nos introducimos a través del bautismo y que tiene su culmen en la Eucaristía. A partir del Concilio, lo comunitario, tanto como expresión, como por su contenido, se convirtió en un elemento central de la teología y de la práctica de la Iglesia, reavivando, así, la conciencia de todo el pueblo de Dios, como sujeto comunitario. Esto supuso, como ya lo hemos insinuado antes, una transformación en la manera de entender la unidad de la Iglesia, más referida a la comunidad trinitaria, en la que no se eliminan las diferencias, sino que se entienden como complementos necesarios.
Una palabra merece, en esta tercera etapa del desarrollo de las espiritualidades cristianas contemporáneas, el movimiento pentecostal, que irrumpe en las iglesias cristianas con mucha fuerza y muchos elementos en común. Este movimiento pone el acento en la acción del Espíritu Santo en la vida de las personas y las comunidades, invitando a desarrollar los carismas particulares, que deben actuar todos en la edificación del cuerpo del Señor. Las sanaciones, exorcismos, milagros, que produce la fuerza liberadora del Espíritu y la expresión alegre de la celebración litúrgica, son características de este movimiento, que encuentra un desarrollo claramente notorio en los continentes más empobrecidos: África, Asia y América Latina.
Las dinámicas espirituales de esta etapa final de nuestro recorrido, han puesto su acento en la búsqueda de la comunión con Dios, con los hermanos y con la creación. Ya no solo se trata de buscar a Dios, sino de participar con él de su vida… ya no solo se trata de realizar muchas acciones de caridad, para llevar adelante la misión del Hijo, sino de comulgar con él en su acción. Ya no solo se trata de entrar en comunión con Dios y con los demás, sino que hemos descubierto la importancia de entrar en comunión también con la creación, haciéndonos responsables de nuestro entorno. Desde esta perspectiva, se van abriendo propuestas espirituales que tienen un sentido más ecuménico, más abiertas al diálogo con otras religiones y otras culturas, centradas sobre todo en los más débiles de la sociedad, en los más pobres, en los marginados y rechazados de nuestra sociedad, estando atentos al surgimiento de nuevas subjetividades que se convierten en llamadas de Dios para construir la comunión.
Conclusión
En el intento por reconstruir la historia de la espiritualidad cristiana, hemos querido seguir la dinámica que se vive al interior de la misma Trinidad, entre el Dios-Padre Creador que está siempre dejándose buscar por el hombre, el Dios-Hijo que se revela en la historia a través de su misión y el Dios-Espíritu Santo, que construye permanentemente la comunión con Dios, con los demás y con la creación.
Estamos convencidos de que esta dinámica de Dios, puede ayudar a entender la historia de la espiritualidad cristiana, pero no puede encerrarla de modo definitivo. El Dios que nos busca y que se deja buscar, ha estado y estará siempre presente a lo largo de la historia que hemos intentado recoger. El Dios que invita a compartir su misión, especialmente atendiendo de modo preferencial a los miembros más heridos del cuerpo de Cristo, siempre necesitará de nuestro apoyo para continuar esa tarea inmensa de sanar a los más débiles y dar vida a los que lo necesitan. El Dios que construye siempre la comunidad y que nos hace instrumentos suyos para realizar esta comunión en medio del mundo, con él mismo, con los demás y con toda la creación, siempre estará trabajando en nosotros y con nosotros en esta obra.
Herman Rodriguez Ozorio, SJ. Pontificia Universidad Javeriana. Texto original castellano.
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