Cristianismo Moderno

Índice

1 El período moderno

2 Los descubrimientos y la expansión de la cristiandad

3 La evangelización de las poblaciones no cristianas

3.1 Los amerindios

3.2 Los pueblos de África

3.3 La esclavitud colonial y el catolicismo

4 Las Reformas

4.1 Las reformas protestantes

4.2 Las Iglesias Cristianas

4.3 Reforma Católica

4.4 Nuevas y viejas órdenes y congregaciones

5 La religiosidad popular latinoamericana

6 Referencias

1 El período moderno

En el inicio de lo que llamamos período moderno (a partir del siglo XV), una serie de instancias de la vida social, económica y política cambió drásticamente. Desde el cisma generado por el papado de Avignon, la autoridad de los papas venía siendo minada por el deseo de autonomía de los soberanos nacionales en sus Estados en formación. Esta transformación política, que substituye la descentralización característica del sistema feudal por una centralización, extrapola la esfera de la política estatal y se desdobla en otras áreas. Ejemplos de esta acción del Estado en otras esferas son el mercantilismo económico, que se basa en la prerrogativa real de estructurar la economía por medio de la concesión de monopolios y la preservación de los estancos reales; y el control progresivo que los monarcas ejercieron sobre el catolicismo o sobre el proceso de Reforma en sus dominios (liderando, como en Inglaterra, administrando, como en Francia, o impidiendo, como en el caso de los Ibéricos). Es posible pensar que hasta la geografía y la demografía cambiaron abismalmente con la integración de las Américas y de África en el sistema político, económico y religioso del Occidente moderno.

Este período finaliza con el advenimiento del liberalismo republicano, siendo hijo de la Ilustración que tiene inicio aun en el siglo XVII, con filósofos como John Locke e Thomas Hobbes, en Inglaterra. Estos pensadores rompieron el aura divina que legitimaba el poder de los reyes absolutistas. En sus textos, el gobierno monárquico surge como una necesidad de la vida en sociedad – Hobbes – y las distinciones nobiliarias ya no son más producidas por diferencias innatas, sino por construcciones sociales – Locke. El trabajo de estos filósofos prepara y ayuda a fundamentar el pensamiento iluminista del siglo siguiente. Aunque se diga poco sobre esto, los dos grupos, ingleses del siglo XVII y franceses del XVIII, operan con conceptos que ya eran usados por los teólogos del siglo XVI, como el dominicano Francisco de Victoria, considerado el fundador del derecho internacional, y el jesuita Luis de Molina (ZERON, 2011, p.203 et seq.). Ambos, así como otros teólogos de su época, operaban ampliamente con la idea de los derechos naturales, como los derechos inherentes a todos los hombres. Los jesuitas fueron inclusive acusados de propagar el regicidio por defender el derecho de oponerse a la tiranía, lo que sin duda contribuyó a su erradicación (ANDRÉS-GALLEGO, s.d., p.168 et seq.).

2 Los descubrimientos y la expansión de la cristiandad

El período moderno fue, sin duda, marcado por el cambio de finalidad de las relaciones de la cristiandad con el mundo externo a ella. Si en los principios del cristianismo y en el medioevo el escenario de tales relaciones fue el Mediterráneo, ahora los espacios privilegiados para estos encuentros serán el Atlántico y el Índico. Será por allí que los intercambios mercantiles y culturales pasarán a suceder con una frecuencia cada vez mayor. Nuevos pueblos serán conocidos, una nueva geografía será diseñada y nuevos desafíos al cristianismo también aparecerán.

Los nuevos contratos serán, en verdad, fruto de los viejos conocidos. La expansión europea se inicia con los portugueses, a partir de la expulsión de los moros que habitaban su territorio en la península Ibérica hacía siete siglos. Desde allí hasta Ceuta, en 1415, fue presentado el patrón de conjunción de la acción militar, con la expansión de la fe y de los objetivos mercantiles que marcaron las conquistas de la modernidad ibérica. Ceuta, una plaza comercial de gran importancia en el extremo norte de África, en el estrecho de Gibraltar, era la confluencia entre el mar conocido como lo nuevo y que funcionaba como una especie de esquina entre la península y las nuevas posibilidades africanas. Debido a esto, fue la punta de lanza de la búsqueda de nuevas regiones más al sur con ganancias potenciales. Se pasaba así de los moros a los pueblos animistas, también denominados paganos.

Sin embargo, fue sin duda con el infante D. Henrique, el navegador, que la expansión lusitana tuvo su mayor impulso. Este hijo del rey D. João I, el fundador de la dinastía de Avis (1385-1581), fue el articulador de la toma de Ceuta y de la consiguiente serie de conquistas que le prosiguieron. En la secuencia vinieron: las islas del Atlántico (archipiélago de Madeira, las Azores y las otras islas menores) y el pasaje del cabo Bojador, por Gil Eanes, en 1434, después fueron la desembocadura del río Senegal y el archipiélago del Cabo Verde, en 1456. Su nombre aparece explícitamente en la bula Romanus Pontifex, de Nicolau V, fechada en 1455, la cual, aún impregnada del espíritu de las Cruzadas, autoriza la conquista militar como mecanismo para la expansión de la fe sobre los sarracenos (musulmanes) y otros infieles (pueblos animistas subsaharianos)

Por el Mediterráneo, el comercio de los artículos que venían de Asia era monopolio de los italianos desde la cuarta cruzada (1202-1204), cuando fue fundado el reino latino de Constantinopla – hoy Estambul. Así, Europa estaba en la primera mitad del siglo XV inundada de productos oriundos de África, por la península Ibérica, y de Asia, por la península Itálica. Sin embargo, este cuadro muda drásticamente después que los turcos del Imperio otomano conquistaran la plaza mercantil de Constantinopla, en 1453, acontecimiento que fue utilizado por mucho tiempo como el marco fundamental del pasaje del medioevo hacia la edad moderna. Desde este momento en adelante, la incertidumbre por el abastecimiento y la subida de los precios se instalaron en los principales mercados consumidores de productos asiáticos (especias, vajilla, sedas y otros productos finos).

Se abre, así, la demanda por nuevas rutas comerciales para Oriente, ya sea por el Atlántico sur – pasando por el Cabo de las Tormentas -, con los portugueses, o buscando la circunnavegación de la tierra por parte de los españoles. Estos últimos, por haber concluido el proceso de expulsión de los moros y la unificación de las casas de Aragón y Castilla solamente en 1492, año en el que la mezquita de Córdoba cae en manos españolas, estaban en considerable desventaja frente a los lusitanos. Ciertamente fue por esto que la Corona española apostó una pequeña suma de dinero, si la comparamos con los voluminosos gastos de la corte madrileña, en una expedición de tres embarcaciones comandadas por Cristóbal Colón, quien partió rumbo a Occidente en ese mismo año.

El objetivo de la expedición de Colón era llegar al reino del gran Kan, presentado por Marco Polo en sus crónicas. El plan era simple, llegar al paralelo de las Islas Canarias, marco divisorio del océano Atlántico entre portugueses y españoles desde el Tratado de Alcaçovas, en 1479, y seguir para el oeste hasta las Indias. La base de los cálculos de Colón estaba completamente equivocada. Lo cual había sido advertido por los geógrafos de la Universidad de Salamanca. Sin embargo, es preciso que se aclare que, aunque estos estudios católicos son frecuentemente presentados como erróneos y débiles de entendimiento frente al visionario Colón, la realidad fue otra. Lejos de creer que la tierra era plana, los profesores de Salamanca se basaron en los cálculos de Eratóstenes, de la Grecia Antigua, quien calculó la línea alrededor del Ecuador como equivalente a aproximadamente 40.000 km (la medida exacta es 40.072 km). Mientras que Colón se basaba en los cálculos realizados por Ptolomeu de Alejandría, quien usó un método que lo indujo a error y llegó a un número aproximadamente 20% menor que el de Eratóstenes. Luego, el debate que antecedió la partida de las embarcaciones rumbo a oriente por occidente era sobre la viabilidad del viaje en términos de su duración; del tiempo que se quedarían a merced de los vientos y las olas, sin agua potable y sin puestos de abastecimiento. Sin embargo, fue a partir de este error que los europeos contactaron una nueva gama de poblaciones con individuos genéricamente llamados “indios”, ya que, una vez comprobado el equívoco cometido por el célebre navegador, quien creyó haber llegado al archipiélago de Japón (toda la porción del mundo al este de Jerusalén era designado con el término de Indias).

De cualquier manera, un hecho merece ser destacado: la expansión de la fe católica, aun en los moldes de las Cruzadas, siempre estuvo presente en los viajes de Expansión Ibérica; desde la autorización papal a las decenas de menciones de fe y a Dios en el diario de Colón, hay muchas evidencias de que la ampliación del mundo cristiano, por el crecimiento de los dominios de los Reyes católicos, siempre existió en la imaginación y en los corazones de los involucrados en este proceso.

3 La evangelización de las poblaciones no cristianas

3.1 Los amerindios

El proceso de colonización estuvo marcado por una serie de ambigüedades, el interés en la colonización fue apenas uno de ellos. Por un lado, muchos europeos que desembarcaron en América se vieron imbuidos del ideal de obtención de ganancias materiales y sociales, como títulos y cargos en el gobierno del Nuevo Mundo, usando como telón de fondo la expansión de la fe católica como lo autorizaba Nicolau V. Por otro lado, la Bula Sublimis Deus[1], del papa Pablo III, de 1537, el mismo que refrendó el instituto de la Compañía de Jesús, señalaba otra directriz general para el contacto con los habitantes de las nuevas tierras. Según esta bula, la vida, la libertad y las propiedades de todos los pueblos contactados por los europeos deberían ser preservadas y el proceso de conversión solo podría ser realizado por la predicación y el buen ejemplo. Así, desembarcaron en América conquistadores y misioneros con percepciones distintas sobre los territorios y los habitantes y con objetivos igualmente distintos para ellos.

En el caso de América española, aun cuando los jesuitas cumplieron un papel importante, los primeros misioneros que llegaron fueron los padres de las órdenes mendicantes, especialmente los franciscanos. Sin embargo, fueron los frailes dominicanos, especialmente Pedro de Córdoba, Antonio de Montesinos, Julián Garcés (obispo de Tlaxcala) y Bartolomé de las Casas, los que más se destacaron en la defensa de la vida y la libertad de los indígenas, con los que se preocupaba el papa Pablo III. Los dos primeros viajaron a Santo Domingo, en la isla La Española, en 1510, fundando la primera casa de la orden en las Américas. Fue exactamente una predicación durísima a favor de los indios proferida por fray Antonio de Montesinos en nombre de todos sus compañeros en 1511, lo que impactó a las Casas.

Éste, hasta entonces había participado de combates contra grupos indígenas que resultaron en la muerte de decenas de españoles y de millares de nativos, poseyera indígenas como esclavos (en verdad, en encomienda, una modalidad de trabajo no remunerado impuesto a los indígenas), aunque se dedicara al trabajo de evangelización y de bautismo de la población local. Según Carlos Josaphat, en la propia evaluación que las Casas hace de los resultados de prédica de Montesinos, él los coloca en una especie de graduación: hubo quien se quedó ‘atónito’, otros ‘empedernidos’ y unos pocos ‘arrepentidos’, pero nadie convertido” (JOSAPHAT, 2000, p.59). Si esto ocurrió de hecho, las Casas estaba al menos entre los arrepentidos, ya que no tardó en transformarse en un gran defensor de los pueblos nativos de América.

La creencia de que los pueblos podrían ser clasificados entre avanzados y primitivos perduró desde el siglo XIX hasta hace poco tiempo y fue enormemente utilizada para explicar el fenómeno de la conquista. Solo a partir de la década de 1980 en adelante que los investigadores – historiadores, sociólogos y antropólogos – se despidieron del viejo mito euro-céntrico que consideraba el grado de evolución de cada cultura según la semejanza que ésta tenía con la cultura occidental contemporánea. La gran cuestión historiográfica a responder era cómo un grupo tan pequeño de colonizadores pudo eliminar una población tan grande de nativos (ROMANO, 1972, p.97-106). En verdad, esto poco tiene que ver con el hecho de que algunas culturas poseyesen Estados con poder coercitivo y otras no. Se debe más que nada a la característica de la población americana de no constituirse como una totalidad, por lo tanto, se organizaban en grupos que poseían intereses específicos y, para alcanzarlos, establecían estrategias propias, como alianzas con los colonizadores. Esto sucedió con los pueblos tributarios de aztecas, repitiéndose de forma semejante por toda América, inclusive en las alianzas entre franceses y tamoios, en la bahía de Guanabara. En este escenario de diversidad y conflictos, potenciado por la presencia de europeos interesados en sacar provecho de las disputas entre los pueblos nativos, es que actuaron los misioneros; sea de manera pacífica, o ampliando uno de los lados beligerantes, en nombre de lo que creían que era la implantación de la fe en una tierra a merced del demonio. Era una ecuación simple: perder cuerpos (inclusive los suyos) y salvar almas (inclusive las suyas).

Cuando los jesuitas llegaron a la América española encontraron toda una obra de catequesis y conversión de los indígenas que ya había sido emprendida por los mendicantes. En el caso de los dominios portugueses, los misioneros de la Compañía de Jesús fueron protagonistas en este proceso de cristianización. En Brasil, los miembros de las órdenes mendicantes actuaron en menor escala. Se sabe apenas que quien celebró la primera misa en Brasil, y por lo tanto capellán de la escuadra de Cabral, fue el obispo franciscano Dom frei Henrique de Coimbra, que iba como misionero para Calcuta.

Ya los padres jesuitas llegaron junto con el primer gobernador general Tomé de Souza, en 1549. Era un grupo pequeño, liderado por el padre Manuel de Nóbrega, quien inmediatamente comenzó a recorrer las aldeas catequizando y bautizando a los indios. Atendiendo un pedido de Nóbrega, entonces ya consciente del tamaño de la tarea evangelizadora, algunos años más tarde, cuando llega el segundo gobernador – general Duarte da Costa, aporta un nuevo grupo, con José de Anchieta. Este nuevo grupo se desplaza hacia el sur, en dirección a la capitanía de San Vicente, fundando allí el colegio São Paulo de Piratininga.

Según se percibe en las cartas enviadas por los misioneros, la evangelización de estos pueblos tuvo una corta duración, consistiendo en una efusiva aceptación inicial y seguida del completo abandono tan pronto los padres se ausentaban de la tribu (CASTELNAU-L’ESTOILE, 2006, p.109). La solución para este dilema de “viñedo estéril” fue la creación de los “aldeamentos” o misiones. Por medio de los llamados “descimentos”[2] y de las adhesiones voluntarias o presionadas por el riesgo de la esclavización de la parte de los “bandeirantes”[3], los indígenas se integraban en comunidades controladas por los padres jesuitas, constituyendo un espacio de civilización y orden, que garantizaba una mayor durabilidad de su cristianización. En las aldeas, los nativos se organizaban alrededor del liderazgo de los padres de la Compañía, pasando a adoptar los hábitos cristianos, aprendiendo oficios y sedentarizándose. Este conjunto de elementos representaba, en la óptica de los padres, el pilar para una conversión más duradera.

Las misiones jesuitas se hicieron famosas como lugares de abrigo para la población indígena en Brasil, pero eran frecuentemente proveedoras de fuerza militar y de trabajo alquilado por los padres a las Cámaras municipales, a los particulares que solicitaran o a otras órdenes que los necesitasen. La expulsión de los franceses resultó en la fundación de la ciudad de Río de Janeiro, en 1555, y los indígenas de los “aldeamentos” fueron de suma importancia del punto de vista militar. De la misma manera, los “aldeamentos” jesuitas en la región amazónica, desde la primera mitad del siglo XVII, formaron parte de la mano de obra predominante en la colecta de las llamadas “drogas del sertão”[4]. En los siglos XVII y XVIII, la producción artística de los indígenas “aldeados” en varias partes de América – escultura, pintura, música y confección de instrumentos musicales -, que inicialmente era apenas uno de los mecanismos de catequesis, fue adquiriendo características propias, pasando a ser conocida como arte misionera o barroco misionero. Una de las características de este arte es la influencia de elementos estéticos indígenas en las producciones. Con la expulsión de los jesuitas del Imperio portugués, en 1759, y en el Imperio español, en 1767, las misiones fueron entregadas a otras órdenes – en general mendicantes – o a administradores civiles.

3.2 Los pueblos de África

Tanto los misioneros mendicantes como los padres de la Compañía de Jesús actuaron en repetidas tentativas de cristianización en África. Los resultados de este proceso variaron mucho, de región en región, siempre con avances y también retrocesos. Para que se pueda abordar mínimamente esta historia es preciso comprender que África es un continente extremadamente vasto y que sus habitantes son diferentes de región a región y de pueblo a pueblo. Hay por lo menos dos grandes matices religiosos en África, pero una inmensidad de posibilidades de combinaciones y de interacciones entre ellas: la Islámica y la animista. La Islámica se instaló con la expansión del Islán por el norte del continente y posteriormente con los puestos de expansión intra-continental a través del Sahara. Ya la animista, más característica de los pueblos subsaharianos, es profundamente vinculada a la naturaleza y a sus fenómenos, atribuyéndoles espíritus. Más allá de esto, incorpora elementos sociales divinizados, como líderes, guerreros o personalidades muy marcantes que, junto con los mitos de creación y construcción del mundo, van a componer el panteón de los Orishas. Con esto, se puede comprender la inmensa tarea de cristianizar un área que es casi cuatro veces mayor que el Brasil de hoy. Vamos a presentar, apenas a título de ejemplo, los casos de Angola, Congo y Guinea, las regiones que más sufrieron los efectos de los contactos con los europeos, entre los que se destaca de forma deplorable el tráfico de esclavos.

Las facilidades o dificultades para la evangelización de la costa sur occidental del continente que hoy es de Angola, derivó de las alianzas entre portugueses y los jefes locales sobas, subordinados al gran soberano Ngola, quien gobernaba el reino Ndongo. Estas alianzas tenían como fundamento tanto ganancias políticas y comerciales, como intereses religiosos. Según la conveniencia del momento, los sobas se convertirían al catolicismo o volvían al animismo, o aún se aproximaban a los reformados. Uno de los mayores intereses en las proximidades con los sobas era que, debido a la gran autonomía con la que gobernaban sus territorios, eran ellos los que controlaban gran parte del tráfico de esclavos de Angola hacia América. Su conversión siempre fue vista con cierta desconfianza por los jesuitas, puesto que, con gran frecuencia no era duradera.

Los portugueses llegaron a la costa del Congo en los primeros años del siglo XVI, dando inicio al proceso de evangelización de la región. En Cronica d’el Rei D. João II, de aproximadamente 1502, su autor, Rui de Pina, relata que tanto el jefe local mani Soyo, con algunos de sus ministros, como el jefe de la región, mani Congo, con muchos de sus seguidores, aceptaron el bautismo y la fe católica rápidamente, dando origen a todo un proceso de sincretismo que involucra no solo la religión, sino también la política y alianzas comerciales. Para comenzar, muchos autores, como Marina Melo de Souza, creen que la cruz ya era para la cultura del Congo un símbolo místico y adivinatorio, lo que facilitaría la absorción del crucifijo católico como símbolo religioso, bien como las asociaciones de imágenes de santos y rosarios a los minkisi, denominación genérica de objetos mágicos o de culto religioso en aquella región (SOUZA, 2005). Otra muestra de esta simbiosis es que, a partir de 1509, los soberanos congoleses pasaron a ostentar nombres portugueses asociados a los suyos.

 En el caso de Guinea, aún más al norte, el jesuita Baltazar Barreira, responsable por la misión de Angola y fundador del colegio de Cabo Verde, asume a principios del siglo XVII la misión de evangelizar el pueblo de aquellas tierras. Barreira y sus compañeros enfrentaron la competencia de los bexerins, como eran llamados los sacerdotes islámicos, y los jambacouse, como eran designados los sacerdotes locales, encargados de identificar a los hechiceros comedores de almas que, según la creencia local, producían enfermedades y muertes. Como no podía dejar de ser, con tantas matrices religiosas disputando espacios en los corazones y mentes de los habitantes, el sincretismo fue tal que, en poco tiempo, los jesuitas pasaron a ser llamados de bexerins de los cristianos (SANTOS, 2011, p.187-213). Allí también, relató Barreira, las personas cristianas, por la poca doctrina y el gran contacto con los animistas, fácilmente volvían a sus antiguos cultos. Más allá de la competencia, había problema con el tráfico de esclavos. Los sacerdotes animistas y los bexerins también funcionaban como agentes e intermediarios en el comercio de esclavos transahariano, que llevaba esclavos – principalmente mujeres como futuras esposas – hacia las regiones islámicas (LOVEJOY, 2011, p.32). Todo esto se suma al tráfico de esclavos hacia América, que generaba muchas críticas de los jesuitas a los demás religiosos católicos, acusándolos de no predicar, ni catequizar, sino más bien de traficar. Sin embargo, los padres jesuitas también poseían esclavos. Aunque se sepa poco en términos cuantitativos de la participación de éstos en el comercio de africanos, es cierto que existió. De manera general, la alta mortalidad de sacerdotes, la competencia con otros grupos religiosos mejor estructurados y respaldados por la sociedad local, además de la poca inversión de la Corona portuguesa, puede explicar el relativo fracaso de la misión de convertir los africanos en el litoral atlántico.

De forma general, la presencia europea en África fue, como en el inicio de la colonización en América, costera. El cristianismo, unido al mismo proceso, también lo fue. La diferencia es que, en América, progresivamente la colonización fue interiorizándose. Ocupando, aunque parcamente, áreas cada vez mayores en el interior, llevaba consigo la catequesis y la Cruz, fenómeno que no se dio en África, donde el principal interés era la administración de las áreas costeras para controlar el comercio, principalmente el de los esclavos.

3.3 La esclavitud colonial y el catolicismo

Es preciso que se aclare, antes de abordar tan delicado asunto, que durante buena parte de su vigencia, la esclavitud no era apenas legal, sino moralmente lícita. Esto no quiere decir que, en los días de hoy, pueda ser considerada, así como cualquier otra condición de trabajo análoga a ella, mínimamente aceptable. Lo que consta aquí es restricto al período que se encierra en la mitad del siglo XIX, sino antes. Esta constatación se hace necesaria para comprender cómo era posible que esclavos liberados también compraran esclavos para que trabajasen en su lugar, y cómo un grupo pequeño de benefactores podía controlar una cantidad de esclavos, en no raras veces, diez veces mayor.

Antes de que se piense en pasividad, es preciso considerar la autonomía que estas personas esclavizadas tenían para estipular sus propias estrategias cotidianas, que no eran necesariamente una clara revuelta o el recurso de la violencia, aunque las numerosas rebeliones de los esclavos atestiguaran ser este recurso viable no apenas para los señores, sino también para los esclavos. Sin embargo, el número de veces en que el cálculo de pérdidas y de ganancias los llevó a tomar otro camino, uno menos arriesgado. Se debe considerar que, frecuentemente los hisoriador4es y otros autores colocan en las cabezas y las bocas de personajes históricos discursos que solo llegaron a ellos mucho después. En el caso de la esclavitud, el concepto iluminista de libertad solo aportó en América para los letrados entre el final del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, y significaba la autonomía económica y el derecho a la participación política. El significado de libertad cambia con el pasar del tiempo. Así, cuando hablamos de esclavitud colonial estamos tratando de una costumbre o de una regla tácita de la sociedad que la atraviesa desde lo alto hasta abajo. Muchas rebeliones fueron organizadas cuando ciertas condiciones de trabajo fueron establecidas (REIS e SILVA, 1989, p.103).

Es a esta esclavitud que los textos del clero colonial católico se refieren. De hecho, no son textos literarios, y ni podrían serlo. Estarían más bien clasificados como utópicos, que trataban con una esclavitud en la que el señor desempeña funciones paternas: enseñar, tutelar, alimentar y corregir. Veamos lo que dice el jesuita Jorge Benci, en su libro titulado Economia Cristã dos Senhores no Governo dos Escravos, escrito por los idus de 1700: “Debe el señor al siervo el pan para que no desfallezca” (BENCI, 1977, p.53). En los primeros cuatro discursos del libro, el autor coloca sobre la rúbrica pan, una serie de obligaciones del señor con su esclavo: comida, indumentaria y cuidados en la enfermedad. En el segundo discurso, la argumentación comienza con la siguiente afirmación: “como los siervos son criaturas racionales, que constan de cuerpo y alma, no solo debe el señor darles el sustento corporal para que no perezca su cuerpo, sino el espiritual para que no desfallezcan sus almas” (BENCI, 1977, p.83). Esto nos permite percibir que el mito afirmando que el clero católico defendía la teoría de que los esclavos no tenían alma es completamente infundado. El esfuerzo del clero católico en catequizar, coherente con sus creencias, bautizar, casar sacramentalmente y sepultar según el rito cristiano a los esclavos, es una evidencia más, que muestra bien que la postura general entre el clero católico era bien opuesta a esa. Además, Benci también llama vehementemente la atención de los señores al respecto de su obligación religiosa con los esclavos.

El pensamiento colonial católico sobre la esclavitud parece haberse iniciado con Alonso de Sandoval, rector del colegio jesuítico de Cartagena de Indias (1605-1617). En su libro Um tratado sobre a escravidão, presenta un largo estudio sobre la comprensión y la enseñanza de los pueblos recién llegados de África al puerto de Cartagena. En verdad, más que un programa catequético, Sandoval desarrolla una verdadera “soteriología” de los esclavizados. El primer paso de esta “soteriología” fue clasificar todos los negros africanos y de las islas del Índico como etíopes, que ya eran asociados a la descendencia de Cam, maldita por el pecado de éste contra su padre, Noé. De allí se desarrolla el pensamiento de Sandoval, señalando que, según Isidoro de Sevilla, en la división del mundo, a África le correspondía a los descendientes de Cam. Por lo tanto, la esclavitud en los moldes cristianos, donde los señores asumen funciones paternales con los esclavos, representaría la redención de la maldición de Cam. Esto, por representar la inserción de los “etíopes” en el nuevo pueblo elegido: la Iglesia.

También en Cartagena de las Indias, actuó San Pedro Claver que vivió allí y evangelizó durante casi toda la primera mitad del siglo XVII. En la región portuaria de la ciudad, acogía, alimentaba y confortaba a los africanos esclavizados que desembarcaban, sin medir gastos (SPLENDIANI e ARISTIZABAL, 2002, p.86). Afería los conocimientos doctrinarios, para chequear si habían sido bautizados en África y si tal bautismo era válido[5], catequizaba a todos y bautizaba, ocasionalmente “bajo condición”, los esclavizados, colocando en sus cuellos una medallita de plomo, que de un lado tenía el rostro de Jesús y del otro el de María, para poder reconocer a la bautizados en la ciudad. En su proceso de beatificación consta que tenía conflictos constantes con las señoras de la ciudad, por recoger en las calles y plazas a los negros para la celebración de la misa, a pesar del mal olor que ellos exhalaban, por su heridas y condiciones precarias de higiene que les eran impuestas (SPLENDIANI e ARISTIZABAL, 2002, p.90 et seq.).

4. Las Reformas

El término reforma, aunque de contenido semántico poco delimitado, fue utilizado durante toda la Edad Media como el llamado al cambio y a la corrección tanto de los fieles, en el sentido de conversión y santidad, cuanto de la coerción de los problemas de disciplina y ética dentro del clero católico. En varios contextos medievales, el uso del término reforma estuvo vinculado a la búsqueda de la purificación y de la santificación dentro de la Iglesia. Solamente después del surgimiento y la afirmación política del movimiento luterano es que el término gana el significado de ruptura.

Tradicionalmente, el fenómeno de la emergencia de la Reforma Protestante viene siendo explicado a partir de sus causas internas. Las más antiguas vías historiográficas sitúan en Lutero y en las 95 tesis publicadas en la catedral de Wittenberg el foco explicativo de la Reforma. Posteriormente, la historiografía marxista incorporó la venta de las indulgencias del clero alemán, extrapolando el fenómeno como práctica generalizada del catolicismo, y transformó a Lutero en una especie de revolucionario lanzándose contra las estructuras opresivas del poder financiero eclesiástico. Tanto en una, cuento en la otra vertiente, el peso de la ruptura recaía totalmente en los desvíos y “abusos” comportamentales del clero católico.

Sin embargo, para una mejor comprensión del fenómeno, las razones del surgimiento y de la afirmación de la Reforma deben ser pensadas de modo más amplio. En primer lugar, los “abusos” del clero no son causa suficiente para la Reforma, al final el movimiento reformador ya existía dentro de la propia Iglesia desde la Edad Media y nunca se habían visto grupos que propusieran rupturas en las proporciones que comienza a tener a partir de las voces tales como la de Lutero y los anabaptistas. Además de eso, las principales referencias a abusos en los textos de los reformadores son relativas a las prácticas litúrgicas y a las costumbres católicas, como la comunión en apenas una especie, y no sobre las eventuales prácticas privadas del clero. Muchos críticos no eran separatistas, como Erasmo de Rotterdam, por ejemplo. Por último, se puede pensar que, algunos años más tarde cuando la Reforma Católica corrigió gran parte de los desvíos de conducta generalizados entre clérigos, los reformadores no propusieron el retorno (DELUMEAU, 1989, p.59 et seq.).

Ciertamente, las causas más profundas de la Reforma están ligadas a las angustias colectivas del final del medievo. La principal de ellas era la muerte y la consecuente ida al infierno. No por casualidad, los concilio en la baja edad Media – Lyon (1274) y Florencia (1438-1445) – y en el inicio de la era moderna – Trento (1545-1563) – se ocupan de este punto doctrinario. Fenómenos como la peste negra, la guerra de los Cien Años, el Gran Cisma en Occidente, que hicieran surgir tres hombres alegando ser el verdadero papa, la amenaza de los turcos otomanos, fueron, en fin, una serie de problemas que apesadumbraron y desorientaron las conciencias del europeo en general. El horror al pecado y al miedo de la muerte fueron algunas de las consecuencias de este proceso, para el que la solución presentada por las corrientes reformadoras era más accesible en comparación al purgatorio católico.

De hecho, por la teología reformada, el pesimismo dominante generaba una solución simplificada para el binomio pecado/infierno: la Gracia venida de la fe, que era bastante y suficiente para tornar justo al hombre, por sí solo inherentemente pecador. La novedad de los reformadores era proponer una fe individual que rescatase individualmente del pecado. Consecuencia de este postulado era que cada individuo era su propio sacerdote, reduciendo al mínimo la eclesiología y prácticamente extinguiendo los ministerios ordenados. Como muchos sacerdotes poseías vidas condenables, y desde la propagación de la Devotio Moderna muchos laicos buscaban una vida santificada, la idea reformada de un sacerdocio universal no fue difícil de ser propagada. De igual manera, la lectura del texto bíblico, que en este período ya no era rara fuera del ambiente litúrgico, también pasa a ser de dirección individual. Como señala Jean Delumeau (1989, p.78), “los reformadores no ‘dieran’ a los cristianos los libros santos traducidos en lengua vulgar que la Iglesia les habría negado anteriormente”. Lo que sucedió es que la profusión de las copias en lenguas diferentes del latín generó la familiaridad y el deseo de leer e interpretar las Sacras Letras (Sagradas Escrituras).

4.1 Las reformas protestantes

El fenómeno de las reformas posteriormente llamadas protestantes no tuvo inicio con Lutero, pero sin duda alguna tuvo en él su gran primer protagonista. El fray agustiniano Martín Lutero, que ingresó en la orden como cumplimiento de una promesa realizada cuando estuvo en peligro de muerte, se transformó en monje diligente y escrupuloso. Probablemente ya le atormentaba en la conciencia la gran cuestión que lo llevaría a la ruptura con el catolicismo: la justificación del hombre. Además de una variedad de críticas comportamentales, como el cobro por las indulgencias practicadas por gran parte del clero de su propia tierra, la gran cuestión de Lutero siempre fue la salvación o la condenación de las almas, lo que era una cuestión común en la época. En el fondo, las normalmente sobre-valorizadas noventa y cinco tesis publicadas en la catedral de Wittenberg y el viaje a Roma no están en el centro de la Reforma Luterana. Al contrario de lo que muchos autores afirman, Jean Delumeau, basado en textos del propio Lutero, dice que “este viaje a Roma no parece haber sido determinante en la evolución interior” del futuro reformador (DELUMEAU, 1989, p.86). Ya sobre las tesis que fueron copiadas e impresas por toda Europa, es preciso notar que, cuando preguntado sobre ellas en el capítulo de los Agustinianos reunidos en Heidelberg (abril de 1518), Lutero dio menos importancia a la cuestión de las indulgencias de lo que a su doctrina sobre la justificación (DELUMEAU, 1989, p.90).  La visión del agustiniano alemán era fuertemente marcada por una lectura pesimista de la obra de San Agustín, trasladando en el ser humano una total inoperancia contra el pecado, estando éste, entonces, a merced de la Gracia divina y nada más. Así, irremediablemente pecador, el hombre, mientras individuo, solo tendría una solución: la fe individual. En las palabras del propio Lutero: “El libre albedrío después de la caída no es más que una palabra vana; haciendo lo que es posible el hombre peca mortalmente” (DELUMEAU, 1989, p.106).

De esta manera, persistiendo en su doctrina de la justificación posible apenas por la fe, Lutero abre las puertas para que otros pensadores propongan doctrinas autónomas y establezcan confesiones propias. Y fue exactamente lo que hizo el humanista Juan Calvino. Por insistencia del padre se graduó, inicialmente, en derecho. Al morir éste, se transforma en teólogo en Paris, aun no siendo ordenado sacerdote. Adhirió a la Reforma y por eso fue expulsado de Paris junto con otros hugonotes. Siguió para Basilea y después para Ginebra, donde se estableció. El marco inicial de la doctrina calvinista fue la publicación, en 1536, todavía en Basilea, de su obra Institutio Religionis Christianae, donde comienza a presentarse efectivamente como reformador. En ella Calvino sigue la eclesiología luterana, enseñando que la Iglesia es el conjunto de los elegidos, cuyos nombres solo Dios conoce, siendo por lo tanto esencialmente invisible. Pero en una edición posterior (1541), presentará la Iglesia visible como blanco de gran estima y comunión obligatoria. Dada su percepción de una distancia inconmensurable entre Dios y el hombre, fomenta la iconoclastía, reafirmando que apenas las Escrituras pueden ofrecer un camino para conocer a Dios. Compartiendo el pesimismo del reformador de Wittemberg, Calvino amplía su reflexión cuando publica, en 1552, un tratado sobre la predestinación, porque Dios elije a quien da su Gracia y quien, consecuentemente, será salvado. A los que no fueron elegidos para la salvación solo les restará el infierno. Con esta doctrina una de las maneras de transformar perceptible al mundo el grupo de elegidos era fructificar el trabajo diligente y el comportamiento austero en riquezas, esta creencia se hacía muy atractiva para los burgueses – principalmente los financistas -, que eran vistos como pecadores por el catolicismo.

Las últimas de las tres vertientes de los reformadores es la anglicana. El rey Enrique VIII era un católico ferviente, llegó hasta escribir un manifiesto contra los errores de Lutero. Lo que parece es que, esta devoción solamente se sustentó mientras el rey creía que el papa le sería siempre favorable. Cuando el papa Clemente VII negó el pedido de anulación del casamiento para el que Enrique había pedido permiso a Julio II, el rey percibió que no tenía en Clemente el aliado incondicional que necesitaba. Para él, era necesario un segundo matrimonio en la búsqueda de un heredero masculino, que evitaría el retorno de las guerras y conflictos por el trono inglés. De allí surge la ruptura de Inglaterra, por una ley – el acto de supremacía (1534) – sin ninguna cuestión teológica o disciplinar para proponer al catolicismo. Esta reforma era meramente una cuestión de obediencia y jurisdicción. Al rey cabía, a partir de entonces, la doble jurisdicción que tantos conflictos causara en la Edad Media: la temporal y la religiosa, la mitra y la corona reposando en la misma cabeza.

4.2 Las Iglesias Cristianas

Como consecuencia del movimiento reformista iniciado en el siglo XVI, lo que se observa en el escenario religioso es la profundización de las rupturas entre las diferentes vertientes del cristianismo. La antigua división entre Oriente y Occidente que, por el bien de los intentos realizados al final del medievo, poco se avanzó concretamente rumbo al reencuentro, se suma la fractura de la reforma y las numerosas divisiones colaterales a la doctrina de la libre interpretación de las escrituras. Este punto específico, común a la gran mayoría de las vertientes doctrinarias, asociado a la emergencia del individuo como referencia y agente relevante, convocó la proliferación y la fragmentación de las corrientes reformadoras en una pluralidad de credos. Así, a lo largo de los cien años siguientes a los procesos fundadores reformistas, las comunidades confesiones se multiplicaron por Europa (JEDIN, 1972, p. 577).

Además de eso, las identidades nacionales nacientes se asociaron a las identidades religiosas, lo que condujo a disputas y guerras de cuño religioso, en especial en Francia, con la Noche de San Bartolomé, cuando los católicos masacraron a los protestantes en Paris, y la Guerra de los Treinta Años, que tenía, entre las causas de los conflictos, las disputas entre católicos y protestantes.

La multiplicación de las denominaciones fue inevitable y, hasta cierto punto, previsible. La libre interpretación de las Escrituras y la eclesiología que atribuyó un papel casi nulo a la iglesia visible darían, inevitablemente, en disensiones y protestas de las protestas. Además del protestantismo clásico de Lutero, Calvino y Zuínglio, se suma el anglicanismo. E en éste, los fieles de influencia calvinista, críticos de las reminiscencias católicas del anglicanismo, inician el movimiento puritano, que se desdoblará, entre los colonizadores de América del Norte, y los que, en Francia, formarían los hugonotes. También derivados del grupo calvinista, surgirán los presbiterianos, que se distinguen por el gobierno de los ancianos (presbíteros). También provenientes de los anglicanos, los bautistas surgen de los ingleses que vivían en Holanda en 1608, caracterizándose por la defensa y la práctica del ritual del bautismo por inmersión. En los siglos siguientes surgieron pietistas, metodistas, adventistas, pentecostales, además de las nuevas separaciones del catolicismo en el siglo XIX, como la de las iglesias veterocatólicas.

4.3 La Reforma Católica

De la parte católica, ya había un movimiento reformista iniciado aun en la Edad Media, conocido como la Reforma Gregoriana, en alusión al papa Gregorio VII (1073-1085), y que tuvo avances y retrocesos a lo largo de los siglos. Sin embargo, se hacía urgente que los reformadores tuvieran una respuesta. Esta era una demanda del clero católico y una exigencia del emperador Carlos V. Éste, preocupado por tener su imperio dividido entre católicos y reformados, buscaba imponer una solución conciliatoria, que preservase la unidad de sus dominios. En esta tensión, se celebra el Concilio de Trento, centro de la Reforma Católica moderna.

Desde la Dieta de Worms, reunida en 1521, en la que Lutero reafirmó su doctrina sobre la justificación de la fe en presencia del emperador Carlos V, en la cristiandad ya se demandaba un concilio (ALBERIGO, 1995, p.325). No apenas por la gravedad de la ruptura que amenazaba arrastrarse, sino también por la influencia de la doctrina conciliarista, todavía fuerte en muchas mentes. Uno de los mayores defensores de un nuevo concilio general era el propio Lutero, aunque probablemente para ganar tiempo en su proceso de excomunión (JEDIN, 1960, p.99). La elección de la ciudad donde tendría lugar la asamblea fue difícil y compleja. Para los luteranos, grandes fomentadores de la idea de un concilio reformador, la sede del concilio debería ser en Alemania, donde había nacido el conflicto. Sin embargo, el tiempo pasaba, los papas se sucedían, y la oposición de Roma a su convocación era evidente. No apenas por la aversión a la doctrina conciliarista, de la cual la propuesta estaba impregnada, sino también por el hecho de que, al menos en parte, un intento semejante fracasó en Augsburgo. El concilio solo comenzó a configurarse de forma efectiva después de un encuentro de Carlos V con el Papa Pablo III, ocurrido en Roma en la primavera de 1536.

Hubo entonces una primera convocación en el año siguiente, para la ciudad de Mantua, que no fue posible realizar por la guerra entre Carlos V y Francisco I, y por las exigencias hechas por el duque de Mantua para recibir el concilio. En octubre de 1537, el concilio fue transferido para Vicenza, igualmente sin éxito. Cuando la expansión de las doctrinas reformadas ya había avanzado mucho y amenazaba penetrar en la península Itálica, se revistió de urgencia una acción por parte de la Curia romana. Esta acción fue la efectiva convocación del Concilio para la ciudad de Trento, estratégicamente localizada en el Tirol, aun perteneciente al Imperio, pero de fácil acceso a los prelados italianos. Aun así, el concilio fue realizado en un período turbulento, entreverado de guerras que hicieron que los trabajos fueran suspendidos y recomenzaran.

Luego del inicio, la divergencia entre la Curia y el emperador quedó clara: mientras a la curia le interesaba la inmediata condenación del luteranismo, el emperador deseaba la reforma de la Curia para entonces entablar un diálogo con la vertiente reformada y preservar una unidad confesional del Imperio (ALBERIGO, 1995, p.334). La primera de las tres etapas del Concilio (1545-1548) fue la más importante. En ella fueron celebradas 10 sesiones, en las que fueron reafirmadas las fuentes de autoridad en el catolicismo – Escrituras y Tradición -, la doctrina del pecado original, la justificación por la fe y por las obras, y la validez de los sacramentos. En la segunda etapa (1551-1552), cuando tuvieron lugar 6 sesiones, fueron acordados cánones sobre la eucaristía, penitencia y extremaunción. Después de una larga interrupción, el Papa Pío IV convoca un tercer período (1562-1563), en el que todavía son celebradas 9 sesiones. Este último período fue marcado por decretos disciplinarios que objetivaban una reforman en la Curia, aun objeto de duras críticas.

Uno de los puntos centrales del Concilio, principalmente en la primera etapa, fue la cuestión de la justificación del hombre, tema central en la reforma luterana. Para Carlos V y sus aliados dentro del Concilio, la definición católica debería admitir dos formas de justificación alternativas: la fe y las obras, que podrían venir juntas o preferencialmente de la fe. De esta manera, a las nuevas vertientes del cristianismo quedaría resguardada la creencia en la fe como forma de justificación, y a los católicos reservado el derecho de acrecentar las obras como necesarias a la salvación. La acción de los padres jesuitas Diego Laynez, que sucedería a Ignacio de Loyola en el control de la Compañía de Jesús, y Alfonso Salméron, gran erudito y exégeta, contribuyó decisivamente para la distinción doctrinaria marcada en el texto final del concilio.

Más allá de esta cuestión central, los conciliares en Trento buscaron establecer con máxima claridad los saberes y las prácticas involucradas en cada uno de los sacramentos. No apenas por estar éstos siendo puestos en cuestión por el movimiento reformador, sino por considerar que era de ellos que nacía la verdadera santidad, y si ésta fuera perdida sería por donde se recobraría o, también, se aumentaría.

4.4 Las Nuevas y viejas órdenes y congregaciones

El movimiento de carácter espiritual que surgió al final de la Edad Media, conocido en su totalidad como Devotio Moderna, se asienta en la emergencia de la referencia a lo individual en diversas esferas de la vida cotidiana, incluso la religiosa. Erwin Iserloh, refiriéndose al ocaso del medioevo afirma que:

(…) se había puesto en marcha un proceso de individualización, que descubría lo particular en lo universal, y se liberaron enormes fuerzas espirituales, artísticas y religiosas. En conexión con ese movimiento está el despertar de un laicismo consciente de su responsabilidad, la evolución de las ciudades y la formación de los estados nacionales (HUBERT, 1973, p.573)

Todo esto indica que el mismo factor está en la raíz de distintos fenómenos. Se trata de la emergencia progresiva del individuo como referencia, que tanto redunda en el laicismo creciente en el escenario religioso europeo de los siglos siguientes, cuanto a la fundamentación de las nuevas formas de relacionamiento con lo divino que se instauran dentro de la propia Iglesia. Si no en función de este nuevo modelo de piedad, al menos a partir de él, la reforma católica va a poner en marcha una reforma de las órdenes religiosas.

Al tratarse de las reformas de las órdenes religiosas, es preciso que se distinga la que fue emprendida en España por el cardenal Cisneros, a pedido del papa Alejandro VI y con el apoyo de la monarquía católica. Esta distinción debe ser realizada no apenas por su importancia interna, sino por los desdoblamientos que esta reforma va a tener en América, con la venida de los misioneros de las órdenes ya reformadas para el trabajo de catequesis y misionero. Por influencia de Cisneros, los franciscanos y benedictinos españoles fueron reformados, volviendo al rigor en la observación de sus reglas, que habían perdido. De modo semejante, bajo el liderazgo se Santa Teresa de Ávila, fueron reformadas las carmelitas. A los frailes carmelitas es San Juan de la Cruz quien extiende el mismo espíritu reformista. Se suma a estos místicos San Juan de Ávila, el apóstol de Andalucía, quien predicaba la reforma del clero y la profundización, y San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, autor de los Ejercicios Espirituales. Curiosamente, el espíritu anti-reformista también se hacía notar, basta decir que todos los cuatro santos de espíritu místico y reformador tuvieron que vérselas, de una manera o de otra, con la inquisición española.

La Compañía de Jesús asumió características singulares frente a las órdenes mendicantes, entre otras. Entre ellas, la que más se destacó fue la instauración del cuarto voto: el de obediencia especial al papa en relación a las misiones. Además de esto, no habitaban en monasterios y no se establecían en un solo lugar, siendo fundamentalmente misioneros de inspiración paulina. Basta considerar que muchos colegios y misiones fundados en los primeros años eran dedicados a la memoria de San Pablo: Piratininga, Luanda, Goa etc. Luego después de la fundación, fueron enviadas las primeras misiones para dentro de la propia Europa, buscando recobrar los católicos que habían migrado para las doctrinas reformadas. En seguida fueron enviados misioneros jesuitas para cristianizar los rincones más lejanos del planeta: desde América hacia Japón. Un gran ejemplo de misionero jesuita fue San Francisco Javier, uno de los compañeros de Ignacio de Loyola en la fundación de la Compañía, enviado a la India y al Japón, después de un acuerdo entre los jesuitas y la Corona portuguesa.

Otras órdenes fueron fundadas en este espíritu de reforma del clero regular: San Antonio María Zaccaria (1502-1537) fundó los Clérigos regulares de San Pablo, llamados barnabitas, por su monasterio en San Bernabé; la Orden de los Clérigos Regulares de Somasca, los somascos, fue fundado por San Jerónimo Emiliano, un laico consagrado que se dedicó al cuidado de los huérfanos. San Jerónimo era muy cercano a San Caetano de Thiene, quien fundó la orden de los teatinos. El santo de la alegría, San Felipe Neri, fundó una comunidad de clérigos seglares conocida como Congregación del Oratorio, u oratorianos. Algunas mujeres también crearon órdenes regulares en este movimiento, como Santa Ángela de Merici (1474-1540), que fue la fundadora de la Compagnia delle dimesse di Santa Orsola  (las ursulinas), destinada al abrigo y educación de las niñas abandonadas. Es importante señalar que el Estado no cumplía las funciones de cura, sustentación y educación de los súbditos. Cabía a las instituciones caritativas, en general vinculadas a las iniciativas del clero católico, desempeñar este papel

5. La religiosidad popular latinoamericana

El término religiosidad se refiere, por sí solo, a las lecturas e interpretaciones del pueblo y de la relación que se establece con lo sagrado (NASCIMENTO, 2009, p.119-30). Frecuentemente se constituye de la fusión entre tradiciones y creencias de orígenes diversos con la doctrina y la liturgia católica, lo que resulta en formas de culto, creencias y devociones semejantes a las católicas, pero con significados desplazados por los saberes populares. Sin lugar a dudas, las prácticas religiosas populares de Portugal y España, pasadas casi siempre por la vía materna, dieron origen, en el encuentro con los ritos locales amerindios y los importados de África, al catolicismo popular latinoamericano (DUSSEL, 1983, p.200).

Para una mejor comprensión de esta simbiosis de formas y contenidos religiosos, es preciso considerar que, desde el punto de vista de la antropología cultural, la religiosidad es la forma con la que las sociedades lidian con lo inesperado y con lo que les escapa al control – como el resultado de la cosechas, el régimen de las lluvias, los problemas de salud y la muerte. El cristianismo, como religión revelada, trasciende este primer aspecto, pero acaba dialogando con él, en la medida en que se propaga por medio de la predicación de sus verdades. En la medida en que fue alcanzando grupos cada meas más lejanos en términos de padrones culturales, el contenido de la predicación pasó por filtros cada vez más variados y fue asociado a formas de creer y ver el mundo cada vez más distintas del judaico-europeo, del cual salió el modelo católico que llegó a la edad moderna.

Por otro lado, los misioneros católicos, preocupados en garantizar la salvación de los menos letrados, emprendieron enormes esfuerzos de catequesis. Sin embargo, en este contexto de enfrentamiento religioso con los reformados, el pueblo católico iletrado y los pueblos ágrafos fueron, en la mayoría de las veces, sub-valorizados en su capacidad de aprendizaje y de compresión doctrinaria. En los siglos XVI y XVII, abundaban en la cristiandad los catecismos resumidos para los niños, los rústicos, los brutos y todos los considerados de poca inteligencia (MUÑOZ, 2006, p.417). En cada espacio del globo los rústicos y brutos específicos, que de forma general eran los campesinos, los pobres, los indígenas y los africanos, en este último caso tanto los que vivían allá como los que fueron traídos para América y sus descendientes. Es en medio de este pueblo de rudes e brutos que un modelo muy particular de catolicismo va a desarrollarse en América Latina. Es posible considerar que en este proceso de evangelización, bajo condiciones muy específicas, o sea, en un contexto de colonización y conquista, se construye un catolicismo mestizo.

El hecho es que la cultura popular y su religiosidad encontraron, en las formas católicas de culto o de expresión de sus valores, mecanismos para viabilizar sus creencias ancestrales, así como sus necesidades inmediatas. Por eso, antes de las últimas décadas del siglo XX, había una gran distancia entre la devoción católica a los santos y el pedido de su intercesión, y la creencia popular en el poder atribuido a los santos de hacer milagros, con poderes que les sería propios – apenas para citar un ejemplo. Del mismo modo, la doctrina católica sobre los sacramentos, como la expresa Trento, deja mucho de la interpretación que de ellos hacían en los segmentos más populares – de los rudes y los brutos – menos afectadas a los complejos conceptos teológicos. Hasta las hermandades de los laicos, lugar del catolicismo no clerical por excelencia, no eran raras las veces usadas mucho más como lugares de visibilidad y status social que efectivamente de culto y oración (BOSCHI, 1986, p.14).

La popularización de la doctrina y los movimientos de los laicos incrementados por el concilio Vaticano II tendieron a disminuir la distancia entre lo que la Iglesia enseña y lo que el pueblo más comprometido en el catolicismo cree. Sin embargo, fuera de los círculos estrictamente católicos, las creencias llenas de figuraciones católicas aún se mantienen.

Carlos Engemann. Universidade Aberta do Brasil, Instituto Superior de Teologia do Rio de Janeiro. Texto original portugués.

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[1] Esta bula fue escrita por el papa Pablo III después de Haber recibido una carta del dominicano Julián Garcés. En esta carta, el obispo Tlaxcala (hoy uno de los estados que componen México), denuncia la extrema crueldad con la que los conquistadores trataban los habitantes de América, con el pretexto de que éstos no conocían la fe.

[2] Expediciones de búsqueda de indígenas, que eran vendidos como esclavos, hechas en el interior de Brasil.

[3] Líderes de las expediciones que se aventuraban por el interior en búsqueda de indígenas para vender como esclavos o de minerales preciosos.

[4] Las más conocidas eran: cacao, canela del mato, clavo, castañas, piaçava, semillas oleaginosas, gengibre, vainilla, tinta de urucum, anil etc.

[5] Era común que se considerara inválido un bautismo que no fuera precedido de catequesis, de la aceptación de la fe y del deseo del bautismo. El arzobispo de Sevilha, D. Pedro de Castro y Quiñones, produjo, en el inicio del siglo XVII, una instrucción que se convertió en el modelo para la catequesis de africanos y en ella recomendaba que se cuestionara si el individuo había escuchado catequesis, si la había comprendido, si la había aceptado y se había deseado ser bautizado. Claver utilizaba esa instrucción em su trabajo.