Índice
1 Presentación del concepto
2 Antecedentes bíblicos
3 Historia de la teología
4 La formulación de Karl Rahner
5 Objeciones al concepto
Conclusión
Referencias
1 Presentación del concepto
“Autocomunicación de Dios” (a. D.) condensa una idea fundamental del mensaje cristiano: Dios todopoderoso y eterno ha querido darse él mismo libremente, por su Hijo y por su Espíritu, a su creación y, en ella, a la humanidad. Si bien a. D. como tal es un concepto teológico relativamente reciente (s. XX), sus fundamentos pueden encontrarse ya en la experiencia religiosa del pueblo de Israel plasmada en la Sagrada Escritura. En la teología actual, es un concepto ampliamente utilizado principalmente en dos campos: en la teología fundamental para referir a la àrevelación y en la antropología teológica para referir a la àgracia (BEINERT, 1988; KRAUS, 1988).
Por una parte, al comprender la revelación como a. D., se indica que Dios no revela primeramente informaciones acerca de sí mismo o de su voluntad (concepción informativa de la revelación), sino que es él mismo quien se dona al receptor de su revelación (concepción comunicativa) y, al hacerlo, lo transforma (concepción performativa). Es autocomunicación, porque lo comunicado se identifica con quien comunica: “se da Dios mismo, […] el dador y el don son la misma cosa” (RAHNER; VORGRIMLER, 1966, p. 58). El cristianismo confiesa que esa a. D. ha acontecido a lo largo de toda la historia, que se vuelve así historia del don de Dios, y ha alcanzado su punto culminante en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret (imagen visible del Dios invisible, Col 1, 15; ofrecido al mundo por amor, Jn 3, 16) y en el don del Espíritu Santo (Hch 2). Tras este punto irreversible ya acontecido, la historia consiste en que toda la creación alcance o, más bien, sea alcanzada por la plenitud de Cristo, hasta que Dios sea todo en todos (1Co 15, 8; àla esperanza cristiana).
Por otra parte, comprender la gracia como a. D. se opone a una concepción cosificada de la gracia, que la asimila a una sustancia que Dios reparte a su antojo, para poner de relieve que es Dios mismo quien se comunica como Espíritu Santo al interior de la persona (gracia increada). Esta inhabitación del Espíritu Santo en el ser humano es la que produce en él frutos de conversión y de amor (gracia creada). En la antropología teológica, el concepto a. D. hace evidente también que el ser humano debe ser constitutivamente un receptor capaz de ese don de Dios (capax Dei), pues en otro caso la Palabra de Dios, que es Dios mismo, caería en terreno infértil. La a. D. implica, pues, que en la estructura del ser humano deben estar dadas (por Dios) las condiciones de posibilidad para “oír” verdaderamente esa palabra divina (potentia oboedientialis).
El concepto a. D. se muestra capaz de articular así áreas medulares de la teología, que corrían el riesgo de comprenderse separadamente. La revelación de Dios es salvífica, no porque transmita ciertas afirmaciones acerca de Dios al estilo gnóstico, sino porque es Dios mismo quien se comunica como gracia. La experiencia personal y comunitaria de Dios como amor (gracia) revela verdaderamente quién es Dios: aquel Dios generoso, cuya acción más propia es darse a sí mismo libremente, no impelido por necesidad alguna, sino por el amor más desinteresado, y mover así a sus criaturas a participar de esa misma dinámica de generosidad.
2 Antecedentes bíblicos
El término “autocomunicación” no pertenece al vocabulario bíblico y, evidentemente, es muy posterior a él. No obstante, es posible encontrar elementos que pueden mostrar el arraigo escriturístico del concepto.
El Antiguo Testamento muestra cómo Dios busca entrar en comunicación con los seres humanos (Gen 3,9) y, en particular, con el pueblo de Israel (Ex 3,4). No permanece oculto, sino que da a conocer su nombre como el Dios fiel que quiere acompañar a su pueblo (Ex 3,14): es un “Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Esa voluntad de darse generosamente es la actitud fundamental del Dios bíblico (GANOCZY, 1991, p. 277). Su generosidad queda tanto más exaltada cuanto que elige y ama a los pequeños (Deut 7,7-8), a quienes no tienen méritos e, incluso, al pecador. El don que Dios hace de sí mismo parece reconocer una progresión en el Antiguo Testamento: desde la creación del ser humano a imagen de Dios por medio de la palabra (Gen 1,26) y vivificado con su aliento de vida (Gen 2,7), pasando por la promesa de darle un corazón nuevo al ser humano caído (Jer 24,7; Ez 36,26-27), hasta la promesa de derramar su Espíritu sobre toda carne (Jl 2,28).
El Nuevo Testamento presenta a Jesucristo como el revelador definitivo de Dios: al Dios que nadie ha visto nunca, el Hijo unigénito lo ha dado a conocer (Jn 1,18). Dios, que había hablado a los padres de muchas maneras, en el tiempo definitivo ha hablado por medio de su Hijo (Heb 1,1-2). Ese Hijo es la imagen visible del Dios invisible (Col 1,15). Así, sin ocupar el término, se muestra a Jesucristo, que es uno con su Padre (Jn 10,30), como la autocomunicación plena de Dios: por su gran amor, Dios lo ha dado para la vida del mundo (Jn 3,16). Asimismo, el Espíritu Santo es presentado eminentemente como don sin medida (Hch 8,20; Jn 3,34) que da el Padre por medio del Hijo (Lc 11,13; Jn 14,16.26). El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios (1Cor 2,10), es dado a los seres humanos para que venga en nuestra ayuda (Rom 8,26), de forma que Cristo y el Espíritu habiten en el interior de la persona (Rom 8,9-10). El don del Espíritu nos hace “partícipes de la vida divina” (2Pe 1,4). Al mismo tiempo, Pablo ya reconoce que el don de Dios en su Espíritu atañe no sólo al ser humano, sino a la creación entera (GANOCZY, 1991, p. 93-94).
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento presentan en distintos pasajes la relación del ser humano con Dios como amistad, categoría que será significativa para formular el sentido de la a. D. El Señor habla con Moisés como con un amigo (Éx 33,11). Abraham es tenido por amigo de Dios (Is 41,8; Sant 2,23). Jesús llama amigos a sus discípulos (Jn 15,14-15). El paradigma de la amistad muestra la distancia entre la idea bíblica de la relación con Dios y una idea de participación de la sustancia divina al modo neoplatónico. Esta distinción debe tenerse en cuenta para comprender adecuadamente el término a. D.
3 Historia de la teología
Los Padres de la Iglesia comprenden el don de Dios como intercambio admirable: en su Palabra, Dios ha asumido la naturaleza humana para que el ser humano llegue participar de la naturaleza divina (p. e. Ireneo, Adv. Haer. III 19,1; Atanasio, Incarn., 54, 3). El don de la gracia significa así la divinización (theiosis) del ser humano (MÜLLER, 2009, p. 798). Tal divinización no debe comprenderse, no obstante, como enajenación del ser humano respecto a su propia condición: en la mentalidad de los Padres, divinización significa “lo que entonces se entendía por la realización de una humanidad (= ser humano) verdadera y completa” (GANOCZY, 1991, p. 127). O, dicho desde el punto de vista del ser humano, “sólo siendo más que hombre es el hombre verdaderamente tal, es decir, sólo siendo “Dio”» permanece hombre el ser humano” (BOFF, 2001, p. 240). El Espíritu Santo derramado en los corazones es identificado con el don de Dios que provoca la inhabitación de la Trinidad toda en el ser humano y su consecuente divinización (Agustín, De Trin. XV, 18, 32). Así, la a. D. en el interior del ser humano se dice principalmente del Espíritu Santo, pero en último término implica a toda la Trinidad (GANOCZY, 1991, pp. 155-156; HÜNERMANN, 2006, p. 150).
La Escolástica conserva la idea de la a. D. como inhabitación de Dios en el ser humano. Pedro Lombardo destaca el don del Espíritu Santo para que el ser humano permanezca en Dios y Dios en él (Pedro Lombardo, Sent. d. 17, c.4, 1). Tomás de Aquino refiere a la comunicación libre que el Padre hace del Hijo y del Espíritu Santo a la creatura (Tomás de Aquino, S.th. I, q. 43, a. 4). Tal inhabitación de Dios habilita al ser humano para responder al amor de Dios (Tomás de Aquino, S.th. I, q. 43, a. 6). En palabras de G.-L. Müller:
Los grandes teólogos de la Edad Media fijaban como principio de su reflexión la autocomunicación de Dios. Al llegar Dios hasta nosotros en su amor, su gracia abarca, como uno de sus elementos constitutivos propios, también el aspecto de que crea en nosotros los presupuestos para que podamos aceptar, en cuanto criaturas, la gracia en nuestra realidad y podamos responder al amor de Dios con el amor de nuestra voluntad ornada con la gracia (MÜLLER, 2009, p. 811).
También la mística medieval mantuvo la imagen del Dios que se dona a sí mismo al ser humano y a toda la creación, como recogen, por ejemplo, los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola: “el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación divina” (IGNACIO DE LOYOLA, 1997, n. 234).
Progresivamente, no obstante, movida también por la controversia con la Reforma, la teología católica comienza a acentuar el carácter informativo de la Revelación y el aspecto creado de la gracia. Por una parte, aunque sin perder completamente el carácter personal de la comunicación de Dios, se enfatiza que la Revelación consiste fundamentalmente en el contenido objetivo de la fe que se preserva en la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia. Así, en la constitución dogmática Dei Filius (1870), el Concilio Vaticano I señala que Dios quiso revelar sobrenaturalmente al género humano “a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad” y, siguiendo a Trento, que tal revelación está contenida en los libros sagrados y las tradiciones no escritas (CONCILIO VATICANO I, 1870, cap. 2). Por otra parte, la gracia consiste fundamentalmente en la habilitación del ser humano por parte de Dios para que este obre bien. La inhabitación del Espíritu Santo (gracia increada) es contemplada entonces como uno más de los efectos de la gracia santificante (gracia creada) y no como su origen (OTT, 1997, p. 396).
La intensificación de los estudios bíblicos y patrísticos en la primera mitad del siglo XX refrescaron algunas ideas fundamentales de la antigua tradición cristiana al respecto. Es así que los Padres reunidos en el Concilio Vaticano II rechazaron el esquema previo De fontibus revelationis, que desde su título declaraba varias fuentes de la Revelación en un modelo informativo y elaboraron desde cero la constitución Dei verbum que, en un modelo comunicativo, declarará el Evangelio de Jesucristo como la única “fuente de toda la verdad salvadora” (DV n. 7), de la que surgen tanto la Escritura como la Tradición (DV, n. 9). La revelación no consiste primeramente en informar acerca de determinadas verdades, sino ante todo en darse Dios mismo al mundo y a los seres humanos y entablar con ellos una relación de amistad, de modo que estos participen de su vida divina:
Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía (DV, n. 2; cf. n. 6).
4 La formulación de Karl Rahner
Quizás el autor más significativo para la instalación del concepto de a. D. en la teología cristiana fue Karl Rahner (1904-1984). Según el teólogo jesuita alemán, a. D. (Selbstmitteilung Gottes) “es un concepto que resume breve y simplemente buena parte de la doctrina salvífica cristiana” (RAHNER, 2002, p. 409) y una “idea clave de la teología” (RAHNER, 1976a, p. 345). Más aún:
…el verdadero y único centro del cristianismo y su mensaje es la verdadera autocomunicación de Dios a la creatura en su realidad y gloria más íntimas, es la confesión de la verdad más improbable, a saber, que Dios mismo, en su infinita realidad y gloria, santidad, libertad y amor, puede realmente penetrar en la creaturidad de nuestra existencia sin ninguna restricción (RAHNER, 2002, p. 3).
Ya en 1939, Rahner había reivindicado que la gracia increada – el don del Espíritu Santo, por el cual toda la Trinidad viene a habitar en el ser humano – es realmente la esencia de la gracia y el fundamento de la transformación interior del ser humano que lo hace justo (gracia creada). Fundándose en el testimonio bíblico y patrístico, y en la relación que establece la teología escolástica entre la gracia en vida y la gloria en la visión beatífica, Rahner postula que la Trinidad se autocomunica al ser humano, de modo que el ser de Dios opera como “causalidad cuasi-formal” de la visión beatífica de los bienaventurados (RAHNER, 1967, p. 361). Pero esto debe poder decirse también de la gracia si ella es “el comienzo formal y el supuesto ontológico” de la gloria eterna (RAHNER, 1964b, p. 92-93).
Karl Rahner desarrolla la idea de a. D. en su teología de la Santísima Trinidad (àla comunión Trinitaria) mediante su “axioma fundamental”: “La Trinidad “económica” es la Trinidad “inmanente”, y a la inversa” (RAHNER, 1977, p. 278). Esto significa que Dios, tal como lo hemos conocido por su acción salvífica en la historia, se ha donado y revelado en esa historia tal como es en sí mismo. Es un axioma, porque es un principio fundamental no susceptible de comprobación (tal comprobación tendría que recurrir al mismo principio). Al mismo tiempo, cuestionarlo implicaría restringir toda posibilidad de conocimiento de Dios, incluido lo ya declarado dogmáticamente por la Iglesia. A juicio de Yves Congar, “la de K. Rahner es la aportación contemporánea más original a la teología trinitaria” (CONGAR, 1983, p. 454).
Dios se ha comunicado a la creatura en proximidad radical. Es cierto que permanece misterio, (para Rahner incluso en la gloria de la visión beatífica), pues su carácter misterioso no reside sólo en la limitación del entendimiento creado, sino en el ser mismo de Dios, que en su infinitud no se deja aprehender (RAHNER, 1964b). Y, sin embargo, el Dios misterioso se comunica verdaderamente al ser humano en una triple forma: como fuente primigenia sin origen, indeducible y amorosa (Padre); como principio libre activo en la historia que se expresa plenamente a sí mismo (Palabra/Hijo); y como capacidad en la creatura de aceptar amorosamente esa comunicación, de forma que la aceptación no rebaje el don al nivel creatural (Espíritu Santo) (RAHNER, 1964b, p. 97-98, 1977, p. 286-287). Así, la a. D. es constitutivamente trinitaria: sin negar el principio tradicional de que la operación de Dios ad extra es conjunta, cada Persona trinitaria participa de tal operación en un modo propio. Por eso, la experiencia que hacemos de la Trinidad (“trinidad económica”) es fiel reflejo de la Trinidad en su mismo ser (“trinidad inmanente”).
El aporte de Rahner es tan significativo que algunos consideran que, por ejemplo en la teología de la gracia, la reflexión posterior puede comprenderse en buena medida como recepción o diálogo con su pensamiento (ROTH, 2014).
5 Objeciones al concepto
Es conveniente tener presente algunas miradas críticas, objeciones o precisiones que la idea de a. C. ha recibido. Entre ellas, podemos señalar aquí brevemente:
1. La imagen de que Dios se dé a la creatura no puede comprenderse de modo sustancial, como si Dios diera parte de su esencia para crear lo distinto de sí. Estas imágenes, en parte relacionadas con el emanatismo neoplatónico (cf. WILDBERG, 2021), no hacen justicia a la diferencia radical entre Dios y el mundo creado, suponen una degradación del don que Dios hace de sí mismo y atentan contra la libertad de Dios en su amor (RAHNER, 1976a, p. 345). Más adecuadas para comprender el don personal de la a. D. son las imágenes de la amistad y el amor.
2. Para Karl Rahner, la idea de a. D. supone una condición de posibilidad (trascendental) en el ser humano, de modo que Dios pueda darse verdaderamente a la creatura: tal creatura debe ser – por gracia – estructuralmente capaz de recibir a Dios (potentia oboedientialis). Esto se convierte para Rahner precisamente en la definición del ser humano: aquel ser finito que Dios ha creado tal, que pueda recibir plenamente su don (RAHNER, 1964a). Pero para algunos planteamientos críticos (por ejemplo: METZ, 1979, p. 169-174; SHEA, 2021, p. 656-661), si la a. D. ya está dada trascendentalmente a la creatura, la historia – es decir, la revelación de Dios acontecida en Jesucristo y en su Espíritu en un momento concreto de la historia universal (la a. D. categorial) – se vuelve irrelevante. Pareciera que la a. D. es equidistante a cualquier punto de la historia y a Dios puede deducírsele de la estructura del ser humano. Ante esto, Rahner arguye, por una parte, que tales condiciones de posibilidad en el ser humano (a. D. trascendental) solo existen en virtud de la economía de la salvación del Hijo, que atraviesa toda la historia universal (“toda gracia es gracia de Cristo”), y, por otra, que el reconocimiento más pleno de tales condiciones solo se da a la luz de la historia concreta (categorial) de la revelación y la salvación (RAHNER, 1976b).
3. Dos objeciones han apuntado a la concepción que se tiene del destinatario de la a. D. Algunos autores, sobre todo latinoamericanos, han criticado que se piense a este destinatario sobre todo como el ser humano individual, mientras la dimensión social-comunitaria del don de Dios se oscurece (BOFF, 2001, p. 31; 39; SEGUNDO, 1969, p. 57-61). El cristianismo concibe la comunicación íntima de Dios a cada persona (IGNACIO DE LOYOLA, 1997, n. 15), pero al mismo tiempo las fuentes bíblicas y patrísticas reconocen al pueblo de Dios o al género humano en su totalidad como interlocutores de Dios en su don de sí mismo, sea que se entienda como revelación o como gracia. Se requiere, pues, antropología que integre mejor los aspectos individuales y colectivos al considerar la a. D.
4. La segunda objeción respecto al destinatario se desarrolla desde la crisis ecológica y el cuestionamiento de un excesivo antropocentrismo en la teología cristiana. Rahner concibe al “sujeto humano-personal” como el “ser al que se dirige la autocomunicación divina” (RAHNER, 1977, p. 318), pues es el ser espiritual libre que – en cierto modo, en nombre de toda la realidad creada – es capaz de recibir el don pleno de Dios en la Encarnación. Algunos autores (GREGERSEN, 2013; JOHNSON, 2015), no obstante, reclaman una mayor conciencia de que el amor autodonativo de Dios es su actitud fundamental hacia todo el mundo biológico y natural. A través de la sarx humana de Cristo, Dios se ha unido a toda carne (“encarnación profunda”). Así, es toda la creación la destinataria de la a. D. Se trata de resaltar esta unidad fundamental de la realidad creada amada por Dios, sin anular las diferencias entre las diversas creaturas: habrá que pensar que el don que es Dios mismo se da y es recibido, según el principio clásico, ad modum recipientes, pero sin acotarla a la especie humana.
5. Si bien Yves Congar comparte el axioma fundamental de Rahner, ha solicitado incorporarle dos “glosas”, particularmente en lo que refiere al “y a la inversa” (CONGAR, 1983, p. 456-461). Estas aprehensiones pueden aplicarse también a la a. D. Por una parte, es necesario ser cauteloso con una identificación estricta del don de Dios (Trinidad “económica”) y su ser (Trinidad “inmanente”): si bien su don en la historia revela que tal darse a sí mismo es el carácter más profundo del ser de Dios, hay que afirmar que Dios se da libremente (requisito para ser amor) y no impelido por una necesidad de su propio ser. En segundo lugar, la a. D. “sólo será plena autocomunicación escatológicamente” (CONGAR, 1983, p. 459). La “Trinidad económica” la conocemos bajo la forma de la kénosis: el Padre omnipotente queda oculto ante el escándalo del mal; en el resplandor de su gloria, el Hijo, reluce la sabiduría de la cruz; el Espíritu Santo permanece carente de rostro.
Conclusión
Al explorar la a. D. el lenguaje enfrenta a sus límites: los conceptos se revelan pálidos y muertos, las analogías son siempre parciales y requieren calibrarse unas a otras, el lenguaje negativo expresa nuestra distancia ante el Misterio. Sin embargo, la a. D. alude a la profunda convicción cristiana de haber hecho una experiencia de Dios como personas, como género humano y como realidad creada. Dios se ha acercado en proximidad radical, se nos ha dado. En lenguaje negativo: no es participación sustancial, no es mera entrega de sus dones, no es mera información acerca de sí. En lenguaje analógico: Dios se nos da como en una relación tripersonal de amistad y amor; Dios participa de las alegrías y las esperanzas, de las angustias y las tristezas de su creación, especialmente de los miembros que más sufren; Dios nos irriga y nutre con su propia vida; Dios en su gracia se ha hecho el “corazón del mundo” (SIEBENROCK, 1994). Darse a sí mismo es lo más propio de Dios y, por ello, es la vocación última del ser humano y la cualidad de toda la creación. Lo que Gabriela Mistral dice del servir es plenamente aplicable al don de sí mismo: “Toda la naturaleza es un anhelo de servicio. […] Dios, que da los frutos y la luz, sirve. Por eso puede llamársele: el que sirve” (MISTRAL, 2021). La historia del universo puede leerse como la historia del don de Dios. Esa historia llegará a su plenitud cuando Dios Padre reciba en su seno amoroso a toda su creación, el Espíritu derramado sobre toda carne sea la vida plena que la habite y el Primogénito sea hecho cabeza de la creación como su cuerpo transfigurado.
Hernán Rojas Edwards, SJ. Universidad Católica del Norte, Chile. Texto enviado el 30/11/2023, aprobado 26//12/2023; publicado el 31/12/2023. Original espagnol.
Referencias
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