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Mistica y testimonio

Índice

1 La experiencia mística y el acto de testimoniar

1.1 Fundamentación bíblica

1.2 Elaboración sistemática

2 El testimonio en/de los místicos cristianos

2.1 La Patrística y el Medievo: elogio de la contemplación

2.2 Desde el siglo XVI hasta el siglo XIX: en torno a la vida activa

2.3 Siglo XX y la edad contemporánea: lectura mística de los signos de nuestros tiempos

3 Hacia una mística testimonial intercultural

Referencias

1 La experiencia mística y el acto de testimoniar

El vínculo entre la experiencia mística y el acto de testimoniar puede ser considerado tanto en su dimensión personal como en su dimensión social y eclesial (SCANNONE, 2005, p. 81-101). Si consideramos la mística como la experiencia radical de la presencia de Dios en su dimensión personal y comunitaria, el testimonio es entonces la evidencia de tal presencia, no solo en la verificación del contacto con la cercanía de la divinidad, sino también en las palabras y hechos que corresponden y dan autenticidad al elemento teologal de la experiencia. El mensaje testimonial del místico verifica entonces la existencia y realidad de Dios, pero no separado de la transformación del que hace la experiencia en un portador activo y alegre del Verbo divino. Según el Papa Francisco, el sujeto colectivo activo de las místicas populares ofrece una nueva apertura tanto al diálogo como al relatar la dinámica personal del evangelio en una cultura plural (EG 122-124; ROSETTI, 2014, p. 347-357).

1.1 Fundamentación bíblica

El profeta en el Antiguo Testamento es, en el primer lugar, un proclamador de la palabra divina. No habla a partir de su propia autoridad, sino como mensajero. El vínculo entre la mística y el testimonio se destaca en la apertura completa del profeta a la actualidad de la palabra de Dios. Por ejemplo, Ezequiel, un sacerdote exiliado en Babilonia, presenta la simbólica de la comida del rollo de Dios (Ez 3). Así incorpora el profeta la palabra que trasciende toda nuestra comprensión finita en su misión y ministerio. El profeta es, en cierto modo, embarazado con la gloriosa palabra. La llamada al pueblo a la fidelidad y la visión del valle de los huesos secos nos recuerdan la capacidad transformadora del profeta en el medio del pueblo y a favor de la voluntad de Dios: “Haré de ellos una sola nación en la tierra, en los montes de Israel, y todos ellos tendrán un solo rey” (Ez 37, 22). Las huellas de la palabra absoluta pasan por el mundo, revelándose en el campo fructífero de la acción humana.

Hay varios modos de vislumbrar una mística testimonial en el Nuevo Testamento, sobre todo, en ciertas cartas de San Pablo y en el libro de los signos del evangelio de San Juan. Mediante la fe en Jesucristo, San Pablo habla, en Gálatas 2,20, de su unión con el Cristo crucificado: “Con Cristo he sido juntamente crucificado; y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios quien me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Esta temática se ha desarrollado más tarde en la espiritualidad de los Pasionistas, por ejemplo, pero, en el fondo, manifiesta el poder salvífico del Dios que se ha sometido a la muerte por nuestra causa. Dios crucificado se solidariza entonces con los seguidores fieles que cumplen, sin rechazarla, la ley de Dios con la esperanza de una unión total con el acto de amor encarnado en la cruz de Jesucristo. Asimismo, la unión mística no puede ser separada de la acción del Espíritu enviado para dar testimonio a la verdad (Gal 4,1-20).

El libro de los signos dentro del evangelio de Juan relata el ministerio de Jesús comenzando con la boda en Caná. En este contexto, la práctica de la verdad se hace el enfoque del evangelio de Jesucristo (Jn, 2,1-12). Según Jn 3,21, “Pero el que hace la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifiestas que son hechas en Dios.” Las palabras sencillas de la madre de Dios durante la boda exhortan la fidelidad al seguimiento y así, desde la cotidianidad de la experiencia, surge el misticismo del evangelio (Jn 2,5). La práctica de la verdad no es entonces un crudo utilitarismo o instrumentalización de la palabra divina. Al contrario, el seguidor testifica a la verdad en un camino entre tinieblas, iluminado por la luz de la fe. El creyente sencillo se encuentra acompañado por el buen pastor Jesús, Santa María de Betania que ungió los pies del Señor y se los secó con sus cabellos (Jn 11, 1-11), la mujer evangelizadora de Samaria (Jn 4), San Lázaro (Jn 11), y todas las otras personas fieles rechazadas por la hegemonía intolerante de entonces. Todos los creyentes en el evangelio de Juan testifican en palabra y obra con la ayuda del Espíritu de Jesucristo.

Concluyamos con un breve recuerdo de los testimonios de los mártires cristianos. San Esteban, el primer mártir, fue echado fuera de la ciudad para ser apedreado. Así recibió el Espíritu del Señor, perdonando a la vez a sus perseguidores (Hch 7,58-60). Santiago, el hermano de Juan, fue matado a espada por orden del rey Herodes (Hch 12,1-2). En el libro de Apocalipsis, encontramos numerosas referencias simbólicas al martirio (Ap 6,9-11). Por ejemplo, la visión de las almas de los degollados “por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios” nos recuerda también del sufrimiento de la cruz del Cordero de Dios (Ap 5,9-12; 20,4). El martirio cristiano en su momento originario es un acto de testimoniar. El martirio cristiano, en el fondo, es el paradigma de la mística del testimonio que sigue despojándose al amor del otro hasta la hora de la muerte. Pero el martirio abraza toda la vida del bautizado y no solo nace en el último momento.

1.2 Elaboración sistemática

El testimonio del místico no se limita a la interioridad subjetiva de la persona humana. Es decir, un testimonio que viene como un don del Absoluto no es enteramente un mensaje interior y privado. El acto de testimoniar contribuye a la articulación del mensaje. Es un acto performativo por el cual la expresión corporal y exterior en la vida activa configura la comunicación del testimonio porque configura el testimonio mismo. ¡Predique siempre y de vez en cuando utilice palabras!, recomendó san Francisco de Asís. Tal cual.

Hay una reflexión actual que se enfoca en el uso del testimonio de la mística para la política contemporánea. Los pensadores más importantes de esta línea son Eric Voegelin y Ernesto Laclau, pero Emilce Cuda considera además la relación entre el peronismo político y el lenguaje místico a partir de la teología del pueblo de Papa Francisco (CUDA, 2016, p. 131-151). El místico, según Laclau, congrega el pueblo bajo de un simbolismo unificador. La política latinoamericana puede aprender algo sobre la identidad del pueblo a partir del poder discursivo del lenguaje místico. El contenido religioso es importante solamente para la realización de un programa político.

El New Age religioso en América Latina no ignora el vínculo entre misticismo y el testimonio. Como el peronismo inédito, el New Age instrumentaliza el discurso religioso o para una experiencia puramente interior y terapéutica y/o para facilitar un universalismo falso de perspectivas y culturas que mantienen diferencias fundamentales. El legado de Madame Helena Blavatksy en América Latina, que no es superficial ni en su alcance ni en su popularidad, es sin embargo un buen ejemplo de este fenómeno de divulgación popular.

¿Qué planteamiento teológico nos serviría para repensar el vínculo en su dimensión intrínseca sin identificar todo misticismo con el testimonio cristiano como tal y viceversa? Según una línea que se encuentra tanto en América Latina como entre los latinos de los EE. UU., hay que reconectar la belleza y la justicia social. La belleza de la religiosidad popular que contemplamos no es ajena del clamor de los pobres con los cuales debemos ponernos en solidaridad.

2 El testimonio en/de los místicos cristianos

2.1 La Patrística y el Medievo: elogio de la contemplación

En la Patrística y el Medievo, hay varias vinculaciones de la experiencia mística con el testimonio hasta el comentario ascético sobre la virginidad y el martirio, pero un tema transversal es la orientación del alma a la vida contemplativa, o en el aislamiento del desierto en oración por el mundo, o en una comunidad monástica rezando los salmos. Orígenes, por ejemplo, vino de una familia cristiana en Alexandria y escribió tratados muy importantes durante el tercer siglo de la cristiandad sobre la contemplación. En su tratado sobre la oración, que incluye un comentario testimonial a partir de la recitación del Padre Nuestro, dice que Cristo mismo acompaña a la persona que reza en el nombre de Cristo (BINGEMER; PINHEIRO, 2016, p. 43-45).

El tema de los pobres no fue ignorado por los padres de la iglesia. San Juan Crisóstomo predicó en el cuarto siglo que el cristiano contemplativo honra a Jesucristo cuando se dispone al servicio de los pobres. Un dominico del siglo XIII, Johann Eckhart, también retomó la espiritualidad de la pobreza, pero enfatizó la disponibilidad completa del alma. Según Eckhart, este desprendimiento representa la última forma de libertad cristiana en unión con Dios, más allá que un formalismo moral (BINGEMER; PINHEIRO, 2016, p. 181-194).

El testimonio público de las religiosas avanza en el Medioevo tardío, aunque no todas las mujeres comparten la misma libertad. Santa Catalina de Siena, en el mismo siglo que Eckhart, entre 1377-1378, compuso su Diálogo para mostrar una forma de misticismo en la familia de los dominicos que se abrió a la plenitud de Dios, pero con la humanidad de Jesucristo como el puente entre Dios y el hombre. Santa Catalina de Génova escribió en el siglo XV y combinó un misticismo de la purgación del alma en el amor ardiente de Dios con el impulso, asimismo ardiente, a una obra caritativa en el servicio de los enfermos de su ciudad atacada por la plaga. Esta trayectoria influyó espiritualmente a la laica canadiense Catherine de Hueck Doherty con la fundación, en el año 1947, de la Casa de la Madonna. En suma, el testimonio de la antigüedad cristiana sobre una cierta prioridad a la oración no excluye totalmente el testimonio de amor en la vida práctica. Muchos autores, como los ya citados, buscaron un equilibrio teológico entre la vida contemplativa y la vida activa.

2.2 Desde el siglo XVI hasta el siglo XIX: en torno a la vida activa

La modernidad introduce una nueva forma de vida para el cristiano que muchas veces se aproxima a la mentalidad de la Reforma protestante. Seguramente el acto de testimoniar, sobre todo a partir de la lectura personal de la Biblia, recuperó su importancia en el siglo XVI también a causa de un espíritu reformador dentro de la iglesia católica. Pero la hipótesis de Eric Voegelin, sobre el legado de la Reforma radical, merece igual atención porque, según el politólogo austriaco, la rebeldía sociocultural contra Dios y el hombre de esta época tiene sus raíces en un espiritualismo exagerado de la antigüedad pagana y específicamente en su perfil gnóstico. La hipótesis de un gnosticismo moderno se hace fácilmente en una actitud reaccionaria y nostálgica, pero hay recursos en la nueva espiritualidad para concretar el misticismo del testimonio cristiano sin cualquier gnosticismo. Acá podemos mencionar dos ejemplos ilustres, el primero del comienzo y la segunda del fin de esta época: San Ignacio de Loyola (1491-1556) y Santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897).

San Ignacio introdujo la idea de la contemplación en acción, en sus Ejercicios Espirituales. Los jesuitas y también laicos y laicas dedicados al camino ignaciano disciernen un espíritu misionero que viene desde arriba según el carisma de San Ignacio. La misión ignaciana impulsa el cristiano hasta las periferias del mundo y de la sociedad. Santa Teresita murió muy joven en el Carmel de Lisieux, pero su autobiografía espiritual dejó un testimonio del pequeño camino que promueve una espiritualidad del cotidiano orientada al Padre misericordioso. Una seguidora sorprendente de Santa Teresita era Dorothy Day, la laica norteamericana del siglo XX que encontró en el pequeño camino el fundamento espiritual de su pacifismo y compromiso social diseminado a través del periódico radical El Obrero Católico. La vida activa de la época moderna no debe ser entonces un abandono de los frutos de la contemplación de Dios. Al contrario, el testimonio de San Ignacio y Santa Teresita nos muestra, en diversos modos, una espiritualidad concreta y anti-gnóstica que realiza la comunión de la santa Trinidad al nivel de la historia del individuo y del pueblo.

2.3 Siglo XX y la edad contemporánea: lectura mística de los signos de nuestros tiempos

La modernidad tardía, que se desarrolló paulatinamente en el siglo XX, presentó nuevos desafíos para la comunidad cristiana global. Aún antes del Concilio Vaticano II y la llamada de la constitución pastoral Gaudium et Spes de discernir los signos de los tiempos a la luz del evangelio, unos testigos cristianos se comprometían con el misticismo del pueblo de Dios. San Alberto Hurtado (1901-1952), por ejemplo, fue un educador jesuita que fundó el Hogar de Cristo, en Santiago de Chile, para cuidar a los niños y defendió ardientemente y con rigor los sindicatos chilenos. Su mística social se enfoca en la realidad personal del cuerpo de Cristo:

La “mística social” del P. Hurtado apunta a la transformación de la sociedad en su conjunto, como expresión de amor a Cristo-prójimo. Por esta razón, la lucha por estructuras sociales justas que Alberto Hurtado urge una y otra vez, en ningún caso podría realizarse en perjuicio de personas concretas, como sucede con los totalitarismos que él critica, y de modo alguno posterga el deber de caridad inmediata con los más necesitados, que él simultáneamente promueve (COSTADOAT, 1996, p. 286).

El anuncio del Reino de Dios funcionaba para Padre Hurtado como el ideal utópico para ofrecer un signo del futuro todavía no realizado. Pero el amor de Cristo urgió al cristiano para comprometerse, en y para el campo político, sin cualquier ideología mundanal.

Thomas Merton (1915-1968) fue un trapista norteamericano y el gran contemplador de las tradiciones asiáticas no-cristianas de la espiritualidad. Desde el claustro monástico y su compromiso con la meditación cristiana sobre el Dios inefable, Merton nos educó en torno a la prioridad del diálogo interreligioso y el desafío complicado de la realización de la paz para el mundo de hoy.

Pedro Casaldáliga, el obispo emérito de São Félix do Araguaia en Brasil, nació en 1928 y murió en 2020. Él construyó, en escritos pastorales y antologías de poesía, una espiritualidad mística de la liberación. Su elogio a “San Romero de América” (1980) abrió la puerta para la canonización del obispo salvadoreño y mártir, por Papa Francisco, en el año 2018. En el siglo XX, la palabra poética con su creatividad abierta y expresión incisiva puede entonces traducir nuevamente la herencia bíblica de la mística testimonial.

3 Hacia una mística testimonial intercultural

La consciencia social hoy en día existe en un mundo virtual, globalizante, y secular. El cristiano debe orientarse a partir de un acto de testimoniar más allá de todo indiferentismo y proselitismo. Ni el relativismo postmoderno ni la xenofobia nacionalista pueden satisfacer el corazón abierto en busca de la verdad de un Dios que trasciende absolutamente nuestras perspectivas culturales limitadas. Un desafío muy actual seria entonces la articulación de la relación entre la belleza del testimonio expresada en la vida activa y pública del testigo de Jesucristo y la actualización del bien común (BINGEMER; CASARELLA, 2017, sobre todo, p. 147-151).

El encargarse de la realidad de la cual habló el jesuita salvadoreño Ignacio Ellacuría impulsa la realización de una visión del bien en la forma de una acción social a favor de los pobres. El elemento teologal de esta visión protege la mística social e impide el reduccionismo. Somos seguidores del profeta divino que reveló el anuncio del Reino cuando nos encontramos en la compañía de un santo como Alberto Hurtado o Óscar Romero. Nuestro enfoque se queda en la encarnación del Reino en el presente. El espíritu de la reconciliación social y la apertura al diálogo con el otro como otro, nos animan durante el proceso de discernir el bien común. El testimonio avanza entonces la causa del Reino sin relativismo y proselitismo. El acto de testificar no se disminuye en este proceso. Al contrario, el testimonio de una Buena Nueva se aumenta a través del acto complementario del encuentro con el otro porque el cristiano se dispone dialógicamente a discernir una articulación más clara de la universalidad de su visión particular.

Podemos además confirmar la actualidad de la interculturalidad a partir a dos cristianos contemporáneos insertos en el diálogo entre la cristiandad y el islam: Louis Massignon y Chrétien de Chergé.

Louis Massignon (1883-1962) fue un experto de una figura relativamente ignorada en las tradiciones islámicas: el místico persa medieval de Bagdad, Mansur al-Hallaj. Sus estudios amplios de los principios del sufismo son muchas veces criticados por la perspectiva orientalista, pero Massignon forjó, sin embargo, un misticismo comparativo con dos ejes: la sagrada hospitalidad y la sustitución mística. Massignon, como sacerdote melquita y seguidor de Charles de Foucauld, quería forjar un espíritu de hospitalidad al forastero dentro de la cristiandad a partir del modelo árabe que experimentó en sus viajes por el Medio este. Además, Massignon quería proponer, más problemáticamente, la salvación de los musulmanes a causa de la solidaridad en oración realizada de ciertos cristianos.

Christian de Chergé (1937-1996) fue el prior de la comunidad cisterciense de Tibhirine que fue casi enteramente asesinada durante un conflicto violento que duró por años entre el gobierno de Argelia y terroristas musulmanes (BINGEMER, 2018, p. 33-101). Su testamento final es un testimonio místico de suprema importancia porque incluye la petición a Dios de perdonar a su amigo “del último momento,” o sea, el asesino hipotético del futuro. De Chergé reconfigura la visión beatífica con Dios. En la hora de la muerte quiere ver con la misericordia de Dios a su amigo/enemigo para realizar la purificación del mundo por el amor absoluto. La hospitalidad no es entonces limitada por la acción que realizamos en esta vida. Sin despreciar la noción cristiana de Dios como juez, de Chergé pone de relieve la dimensión espiritual del encuentro con el otro. El sufrimiento y violencia, que existen en el mundo a causa de intolerancia e ignorancia de otras tradiciones religiosas y culturales, deben entonces ser sometidos a la purificación unitiva de Dios.

Conclusión

A modo de conclusión, hay que reconocer la mutualidad entre la renovación del testimonio cristiano y la práctica del misticismo. Muchas veces esta complementariedad se realiza a favor de un individualismo que contradice el anuncio del Reino y la auto-comunicación de Dios a su pueblo fiel y pobre. Pero la recuperación de una opción preferencial por el misticismo del pueblo de Dios no puede en el futuro evitar ni los desafíos del diálogo interreligioso ni las voces de los pueblos indígenas. Hay de todas formas nuevas pistas dentro de la teología política que reconocen no solamente la importancia del acto de testificar sino también la pluralidad de las culturas cristianas y no cristianas en el mundo de hoy (BINGEMER; CASARELLA, 2017). La actualidad de este modelo de misticismo popular recuperará la crítica de toda religión interesada que evita el clamor de los pobres y también ignora el pluralismo latinoamericano de hoy (GUTIÉRREZ, 2006, p. 39-43). La purificación de la dimensión política de la fe cristiana exige una transformación personal que testimonia al anuncio del Reino y proclama la grandeza de Dios no aparte de, sino en solidaridad radical con los pobres inocentes de Dios.

Peter Casarella. Duke Divinity School (USA). Texto enviado: 11/06/2019; aprobado: 12/12/2021; publicado: 30/12/2021.

Referencias

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BINGEMER, M. C. Thomas Merton: a clausura no centro do mundo. Petrópolis: Editora Vozes, 2018.

BINGEMER, M.C.; CASARELLA, P. Testemunho: Profecia, Política e Sabedoria. Rio de Janeiro: Editora PUC-Rio, 2017.

BINGEMER, M. C.; PINHEIRO, M. R. (Orgs.). Narrativas místicas: antologia de textos místicos da história do cristianismo. São Paulo: Paulus, 2016.

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CASARELLA, P. Sisters in Doing the Truth: Dorothy Day and St. Thérèse de Lisieux. Communio: International Catholic Review, v. 24, fall 1997, p. 468-498.

CATHERINE OF GENOA. Purgation and Purgatory, The Spiritual Dialogue. New York: Paulist Press, 1979.

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GUTIÉRREZ, G. Hablar de Dios desde la perspectiva del inocente. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006.

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LECLAU, E. Misticismo, retórica y política. México: Fondo de Cultura Económica. 2002.

MCGINN, B. The Presence of God: Foundations of Mysticism. New York: The Crossroad Publishing Company, 1991.

ROSSETTI, C. L. La mistica evangelica di papa Francesco: una chiave della Evangelii Gaudium. Teresianum, v. 65, 2014, p. 347-357.

RUFFING, J. Mysticism and Social Transformation. Syracuse: Syracuse University Press, 2001.

RUIZ BUENO, D. Obra de S. Juan Crisóstomo. Madrid: BAC, 1955.

SCANNONE, J.C. Religión y nuevo pensamiento: Hacia una filosofía de la religión para nuestro tiempo desde América Latina. Iztapalapa, México: Universidad Autonóma Metropolitana, 2005.

SEIBOLD, J. R. La mística popular. Buenos Aires: Obra Nacional de Buena Prensa, 2006; Collegeville, Minnesota: The Liturgical Press, 2008.

Movimiento litúrgico

Índice

Introducción

1 Pasos históricos del movimiento litúrgico

1.1 Prehistoria del Movimiento Litúrgico

1.2 Comienzos y teología del Movimiento Litúrgico

1.3 Desarrollo del Movimiento Litúrgico

1.4 El Movimiento Litúrgico en Brasil

2 La impugnación del Movimiento Litúrgico

3 Nueva fase del Movimiento Litúrgico

Conclusión

Referencias

Introducción

Con un pequeño vistazo a la historia de la liturgia, nos damos cuenta de que siempre ha habido períodos históricos en los que la liturgia ha sido reconocida con particular atención, tanto que se ha caracterizado a lo largo de la vida de la Iglesia y en todos los tiempos como la fuente y cumbre de la vida cristiana.

A principios de siglo XX, un gran movimiento de renovación litúrgica cobra fuerza en la Iglesia de Occidente. Es el llamado Movimiento Litúrgico, que tuvo su prehistoria en el período de la Ilustración (siglo XVIII) y la Restauración Católica (siglo XIX). El Movimiento Litúrgico nació de la necesidad de la Iglesia de rescatar su identidad. Sufriendo la influencia del individualismo y del racionalismo modernos, el culto de la Iglesia, sus formas de celebración y su teología habían sido relegadas a un plano secundario.

Después de la tormenta de la Revolución Francesa y el fracaso de las ideas de la Ilustración, el período posterior, el Romanticismo, tuvo una influencia positiva en la liturgia. De hecho, este período despertó el sentido histórico y llevó a muchos clérigos y simples fieles a investigar el origen y significado de los gestos, vestiduras, ritos, objetos y fiestas en la liturgia.

El deseo de renovación pronto contagia a las iglesias europeas. En Alemania, los estudios de teología son promovidos por los profesores de la Universidad de Tubinga. La reflexión teológica de estos maestros, centrada en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, fue una preparación preciosa para el Movimiento Litúrgico. Aquí consideraremos esencialmente algunos personajes, eventos y problemas que caracterizaron el Movimiento Litúrgico y el advenimiento del Concilio Vaticano II. Nos detendremos en el pensamiento de algunas personas cuya reflexión teológica tuvo importantes implicaciones para la comprensión y concepción de la liturgia y sigue influyendo en la actualidad.

1 Pasos históricos del movimiento litúrgico
1.1 Prehistoria del Movimiento Litúrgico

En el siglo XVII se inaugura el movimiento filosófico-cultural denominado Ilustración, en clara oposición a la visión y afirmaciones del Barroco, opulento y teatral en sus formas. La Ilustración privilegia lo esencial y la sobriedad: “En la visión ilustrada del tiempo, los acontecimientos se examinan a la luz de la razón, sin exceder el sentimiento y luchando contra la ignorancia y la superstición” (CONTE, 1992, p. 61). La Ilustración estaba en contra de todas las formas de piedad popular, que consideraba llenas de superstición y fanatismo. También criticó severamente las celebraciones pomposas y pidió una liturgia más sobria y esencial, atenta a favorecer la participación de los fieles. Instancias no siempre bien acogidas por los eclesiásticos, que, en lugar de la renovación, preferían todo lo que no turbara la tranquilidad de su vida.

Durante este período nació también un gran interés por el estudio de las fuentes litúrgicas antiguas, negadas por los reformadores protestantes. Entre los grandes, merece especial atención el cardenal teatino Giuseppe Maria Tomasi (1649-1713), conocido como el “príncipe de la liturgia de Occidente”, que quiso devolver a la “forma original, los oficios y ritos en general de la Iglesia” (cf. DI PIETRO, 1986, p. 11).

La Ilustración también tuvo una gran influencia en la liturgia. Este movimiento desencadenó un proceso contra la centralidad tridentina y la exagerada exteriorización barroca. Los católicos exigían una liturgia más sencilla, que se adaptara a la realidad de la gente y fuera comprendida por ellos. El problema es que el clero vio la liturgia más como una función educativa para el pueblo que como una celebración del misterio de Cristo, lo que comprometió el trabajo de reforma. En cualquier caso, este movimiento puede verse como el comienzo del Movimiento Litúrgico, que culminará con la reforma litúrgica del Vaticano II. Y a partir de ahí comprenderemos que la liturgia es la fuente primordial de la vida cristiana.

Sin embargo, como tal, el Movimiento Litúrgico puede considerarse como un fenómeno muy reciente, ya sea por su nombre o por su contenido. La expresión “Movimiento Litúrgico” aparece por primera vez en Alemania, en el Vesperale de A. Schott, publicado en 1894, y fue aceptada para indicar un fenómeno histórico-cultural propio de nuestro tiempo, aunque, a lo largo de la historia, siempre ha habido movimientos que condujeron sucesivamente a una transformación de la liturgia. Es arduo, si no imposible, como con cualquier movimiento, darle una definición sintética y completa. Quizás lo mejor es lo que encontramos en las palabras de Neunheuser:

corriente que reúne vastos ambientes en la búsqueda de una renovación, en primer lugar, de la propia vida espiritual, dejándose afectar por la fuerza de la liturgia y, en segundo lugar, de la liturgia misma, a partir de una comprensión más profunda de su espíritu y leyes íntimas que la inspiran. (NEUNHEUSER, 1992, p. 787)

De esto podemos, para simplificar, señalar dos objetivos del Movimiento Litúrgico: hacer de la liturgia el alimento de la vida cristiana; responder a la pregunta: “¿Qué es la liturgia?”.

Se puede hablar de dos instancias: la instancia histórico-hermenéutica y la instancia espiritual. En ellas están implícitas, y deben ser consideradas, la instancia teológica y la instancia pastoral.

La restauración litúrgica tridentina se tradujo en un apego tenaz a formas heredadas de una Edad Media, en la que la liturgia se había convertido en un hecho clerical y alejado del pueblo. La teología del culto cristiano, aquella de los Padres, había sido olvidada y el acontecimiento de la salvación, operativo en la acción litúrgica, estaba todavía totalmente ausente.

1.2 Comienzos y teología del Movimiento Litúrgico

No pretendemos entrar en la discusión de la periodización del Movimiento Litúrgico, para nuestro alcance, acogemos las fases indicadas por R. Guardini: “El Movimiento Litúrgico desarrolló primero una fase restauradora; luego otra académica; finalmente la realista” (cf. GRILLO, 2007, p. 31), pero opinamos que el Movimiento Litúrgico continúa.

El inicio del Movimiento Litúrgico del siglo XX -preparado en ambientes monásticos y, sobre todo, en Solesmes con el abad P. Guéranger- coincide generalmente con el llamado “acontecimiento de Malinas”, conferencia celebrada el 23 de septiembre de 1909, durante el Congrès National des Oeuvres Catholiques, de Lambert Beauduin (1873-1960), benedictino de la abadía de Monte Cesar, en Bélgica, sobre “La verdadera oración de la Iglesia” (cf. BEAUDUIN, 2010). En esta conferencia, L. Beauduin observó que en el culto divino reinaba el individualismo religioso, que las asambleas litúrgicas habían perdido su carácter comunitario, que los fieles buscaban a Dios sólo de manera devocional, por lo que la liturgia se empobrecía cada vez más. Refiriéndose a una declaración tomada del motu proprio Tra le sollecitudini, en el que el Papa Pío X describió la liturgia como la fuente más importante e indispensable de la Iglesia, L. Beauduin afirmó que era necesario hacer un camino de renovación litúrgica, a través del cual la celebración comunitaria de la liturgia recuperase su significado profundamente eclesial. La Iglesia como Corpus Christi mysticum, que L. Beauduin había vinculado a la renovación litúrgica, se convertirá en el tema dominante de la eclesiología en la primera mitad del siglo XX. (cf. GOPEGUI, 2008, p. 18-26).

El advenimiento del papado de Pío X (4 de agosto de 1903) señaló al ML el comienzo de una primera recepción oficial de las instancias de renovación. Con su primera encíclica, el Papa anunció el programa de su pontificado: Instaurare omnia in Christo, y mientras tanto, con diferentes intervenciones, inició una primera reforma de la liturgia.

En el motu proprio Tra le sollecitudini del 22 de noviembre de 1903, el Papa declaró:

Puesto que es nuestro más vivo deseo que el espíritu cristiano florezca en todo y se mantenga en todos los fieles, es necesario ante todo velar por la santidad y la dignidad del templo, donde los fieles se reúnen precisamente para atraer este espíritu de su primaria e indispensable fuente: la participación activa en los sagrados misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia. (PIO X, 1903, en la Introducción)

La acción de Pío X a favor de la liturgia fue considerada como una contribución muy importante al desafío asumido por el Movimiento Litúrgico. Las reiteradas intervenciones por la revisión de los cantorales litúrgicos, por la reforma del salterio, sobre la comunión frecuente, orientaron decisivamente a la Iglesia hacia una liturgia que comenzaba a recuperar el lugar que le correspondía. Esto también afirma Rousseau:

Reconstruir la comunidad de fieles en torno a la vida parroquial; despertar el fervor del pueblo a través de la participación activa en el santo sacrificio de la misa; apreciar la riqueza de las fiestas eclesiales, el valor de los sacramentos, de los sacramentales; dar a los cristianos el sabor de los santos misterios, devolverlos a la atmósfera de la edad de oro de la fe, beberlos en tragos abundantes de todos los canales de la gracia: éste era, por excelencia, su programa apostólico. A menudo se ha citado esta frase: No es necesario cantar ni rezar durante la misa, pero debemos cantar y rezar la misa, que ya contiene una actitud de piedad litúrgica, que sus actos posteriores no hacen más que amplificar. (ROUSSEAU, 1961, p. 236)

Pocos pudieron captar el contenido teológico de las palabras del Papa sobre la participación activa de los fieles en la oración pública y solemne de la Iglesia. Quizá, incluso para Pío X, la cuestión estaba mucho más en el plano externo que en el teológico. Con su discurso, el Papa buscó superar la participación pasiva del pueblo cristiano en las celebraciones litúrgicas. Queda el hecho de que sus declaraciones, gracias a algunos teólogos del Movimiento Litúrgico de la época, tuvieron una notable repercusión en la vida de la Iglesia.

Precisamente a partir de las declaraciones de Pío X, el Movimiento Litúrgico –que formaba parte de una visión renovada de la Iglesia llevada adelante por algunos teólogos, entre los cuales cabe citar sobre todo JA Möhler– se proponía esencialmente tres objetivos: 1) favorecer y aumentar la participación activa de los fieles en la liturgia; 2) revalorizar el arte sacro; 3) redescubrir la visión teológica de la liturgia y su dimensión pastoral.

La liturgia tuvo que liberarse de la imagen jurídica, superar la fase historicista para llegar a una base teológica sobre la que injertar reformas pastorales. Por tanto, una nueva visión de la Iglesia caracterizó los inicios del Movimiento Litúrgico. Todo el clima de transformación política, filosófica, teológica e histórico-cultural que se creó entre el Romanticismo y la Ilustración ayudó a los laicos católicos a adquirir una mayor conciencia de su pertenencia a la Iglesia.

Aquella situación histórica, cultural y religiosa que había creado y difundido la imagen de la Iglesia como sociedad jurídicamente perfecta ya había sido superada. Fue el Movimiento Litúrgico, junto con el florecimiento de los estudios sobre los Padres de la Iglesia, lo que contribuyó de manera decisiva y profunda a redescubrir imágenes, modelos e interpretaciones de la Iglesia, a las que hasta entonces no se había prestado atención. En la profunda convicción de que el divorcio entre el pueblo y la Iglesia provenía principalmente de la desafección a la liturgia, el P. Parsche y su colaborador J. Casper se comprometieron a promover la Volksliturgy en las parroquias frecuentadas por intelectuales y el pueblo en general. Su trabajo será continuado más tarde por los jesuitas H. Rahner y J. A. Jungmann, a través de la llamada teología kerigmática. En particular, Jungmann, con el redescubrimiento de la centralidad del misterio pascual, centrará su reflexión en el carácter kerigmático de la liturgia, combinado con una concepción de la Iglesia como plebs sancta, en la que la idea de la Iglesia como cuerpo místico es conducida hacia una eclesiología fuertemente comunitaria y eucarística (cf. PAIANO, 1993, p. 72).

El Movimiento Litúrgico presentaba a los hombres de su tiempo

No un rostro nuevo de la Iglesia, sino un rostro que había estado en la sombra durante mucho tiempo; de hecho, trató de acercarlos lo más posible a lo que la Iglesia era en su naturaleza más profunda, es decir, a su ser sacramental y a sus celebraciones litúrgicas, enseñándoles que la Iglesia es el “cuerpo místico” de Cristo, es decir, el misterio del Cristo que prolonga su existencia humana. Y de esta nueva comunidad eclesial redescubierta en los que nos rodean, que son precisamente los participantes en la celebración, el punto central es el altar. (NEUNHEUSER,1987, p. 22).

Romano Guardini entendió la relación entre el Movimiento Litúrgico y la Iglesia, describiendo al primero como una corriente muy pujante del movimiento eclesial, llegando incluso a afirmar que era “el movimiento eclesial en su vertiente contemplativa. Allí la Iglesia se inserta como realidad religiosa en la vida de oración. La vida personal pasará a formar parte de la vida eclesial” (GUARDINI, 1989, p. 39). La interpenetración vital entre Iglesia y liturgia se destaca, así, emblemáticamente: “la liturgia es la creación redentora y orante, porque es Iglesia orante” (GUARDINI, 1989, p. 39).

Este nuevo orden de ideas se afirmó cada vez más, especialmente en Bélgica, gracias a la obra de L. Beauduin quien, junto con los monjes del monasterio de Monte Cesar, promovió las famosas Semaines et conférences liturgiques, con la aparición de las grandes revistas litúrgicas. Entre otras muchas, recordamos especialmente la revista Les questions liturgiques, de la que Beauduin fue el fundador, y que muy pronto se convirtió en Les questions liturgiques et paroissiales.

El programa de restauración litúrgica del Papa Pío X se convierte un poco en el programa de Monseñor L. Beauduin. Entendió que para la santificación del pueblo de Dios era necesario comenzar por una adecuada formación del clero que luego trabajaría pastoralmente en las parroquias, donde se reúne y organiza el pueblo de Dios (cf. BEAUDUIN, 1914).

En la introducción a la colección de obras de L. Beauduin, publicada con motivo de su 80 cumpleaños, se mencionaban tres méritos fundamentales de la obra del monje benedictino belga: haber iniciado el Movimiento Litúrgico gracias a la riqueza de iniciativas promovidas; haber dotado al mismo movimiento de un programa y de una doctrina, que demostraban su compromiso para que las actividades realizadas pudieran incidir sobre el campo propiamente pastoral; el interés por la eclesiología junto con una gran sensibilidad y apertura ecuménica, fruto de una intensa reflexión teológica sobre la liturgia.

Para Beauduin, la liturgia es el culto de la Iglesia.

Toda la fuerza innovadora de esta simple definición reside en la palabra “iglesia”, que especifica en un sentido formalmente cristiano el “culto”. Este, en efecto, recibe de la “iglesia” su carácter “público” y “comunitario”, pero no de tal manera que haga que el culto cristiano se asemeje a cualquier culto, procedente de alguna “sociedad” que lo instituya por ley, sino, más bien, en el sentido de que la “iglesia”, siendo la continuación de Cristo en el mundo, ejerce ese culto tan especial y perfecto que Cristo dio al Padre en su vida terrena. El culto de la iglesia es, por tanto, ante todo, culto cristiano en sentido eminente, porque en él se expresa la naturaleza propia de la iglesia, que es comunidad visiblemente reunida en torno a Cristo. (MARSILI, 1992, p. 640)

En la definición de liturgia de Beauduin, la eclesialidad se destaca como el aspecto dominante de la liturgia. Es liturgia, por tanto, todo, y sólo, lo que la Iglesia reconoce como propio en los actos de culto, porque la Iglesia es la continuación de Cristo. De hecho, el sujeto único y universal del culto de la Iglesia es Cristo resucitado y glorioso. Es él quien ejerce nuestro culto y cumple aquí en la tierra toda nuestra liturgia. Precisamente por esta presencia activa de Cristo en la historia, a través de su Iglesia, la liturgia puede definirse como el ejercicio del sacerdocio de Cristo, momento en que nos constituye en su comunidad y nos transforma en su cuerpo místico. Tal sacerdocio

a) es personal, es decir, es el sacerdocio personal de Cristo que actúa por medio de quienes son sus ministros en virtud de un sacramento; b) es colectivo (diremos “comunitario”) en cuanto Cristo, reuniendo en sí mismo a toda la humanidad redimida, ejerce “una acción sacerdotal colectiva y solidaria, en favor y en beneficio de toda su comunidad”; c) es jerárquico, es decir, aunque es “Cristo mismo quien ejerce su sacerdocio aquí en la tierra”, sin embargo, queriendo hacerlo visible, elige para sí “ministros, instrumentos que actúan en su nombre y con su poder, y este es el sacerdocio católico, transmisión sacramental del único sacerdocio de Cristo”. (MARSILI, 1987, p. 91)

Marsili observó que “hoy es fácil evaluar esta síntesis de la teología de la liturgia presentada en el lejano 1912-1920, (…), pero en ese momento fue un hecho verdaderamente extraordinario y no todos lo entendieron en su pleno valor” (MARSILI, 1987, pp. 91-92).

Sin embargo, a la luz de la reflexión litúrgica y eclesiológica actual, se puede criticar la explicación de la naturaleza sacerdotal de la liturgia que ofrece Beaudiun. Cuando él habla de la liturgia como ejercicio del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, aquí la iglesia es sólo la jerarquía. Cristo sí ejerce una acción sacerdotal en favor y en beneficio de toda su comunidad, pero lo hace a través de sus ministros. De la premisa sobre la naturaleza colectiva del sacerdocio de Cristo, Beauduin no llega a la conclusión de que todos los fieles actúan en Cristo ejerciendo su sacerdocio común. Expresó claramente que, con mucha cautela, hay que decir que en Cristo todos tienen un verdadero sacerdocio – sacerdocio universal – y esto porque, debido al movimiento protestante, que negaba el sacerdocio ministerial, podía surgir la confusión en la mente.

Si bien Beauduin no llegó a profundizar la reflexión teológica sobre el sacerdocio común de los fieles, es necesario reconocer que su pensamiento fue el que caló más profundamente en el Movimiento Litúrgico y esto “quizás por su tradicionalismo y novedad conjuntamente , quizás por su apertura a lo eclesiológico, quizás por su capacidad de ‘unir’ el momento santificador y cultual de la liturgia, quizás por las evidentes ‘recaídas’ de una cierta visión en el plano de la espiritualidad y de las pastorales” ( CATELLA, 1998, p. 32). Fue precisamente la reflexión teológico-litúrgica de Beauduin la que favoreció el replanteamiento de la liturgia, dándole carácter teológico, y aumentando aún más su conexión con la cristología y la eclesiología.

Proporcionando – en consecuencia – la visión de la intrínseca relación entre Cristo-Iglesia-Liturgia y la idea de un redescubrimiento/revelación/reforma de la práctica y de la espiritualidad litúrgica, se habría producido una reforma/renacimiento de la misma iglesia. No sólo esto, sino que esta síntesis será acogida en la encíclica Mediator Dei (1947) del Papa Pío XII, que será sentida como la carta magna del movimiento litúrgico. (CATELLA, 1998, p. 32)

Otro punto relevante de la visión litúrgica de L. Beauduin es su pensamiento sobre la relación entre eclesiología y eucaristía. La eucaristía es la conjunción del cielo y la tierra, es símbolo de la Iglesia constantemente edificada. Cuando el cristiano vive auténticamente la liturgia y, en particular, la celebración de la misa, en ese momento desarrolla el espíritu de pertenencia a la Iglesia. El redescubrimiento de la teología litúrgica presupone e implica una nueva concepción de la Iglesia.

En Renania, el monasterio de Maria Laach trató de continuar el camino iniciado, dedicándose ante todo a la formación del ambiente universitario, de los profesores y del clero, con la esperanza de que estos últimos pudieran llevar adelante el ideal de una vida cristiana como vida litúrgica-, convirtiéndose en un centro de formación y de reforma litúrgica en Alemania. En 1913, antes de ser nombrado abad, el obispo Ildefonso Herwegen se reunió con un pequeño grupo de laicos (con H. Brüning y R. Schumann) que expresaron el deseo de una mayor participación en las celebraciones litúrgicas. Al año siguiente, el joven abad invitó a un grupo un poco más numeroso al monasterio para la Semana Santa de 1914, en la que, por primera vez, se celebró la misa dialogada. Bajo la dirección del Abad Herwegen, con otros dos monjes, Cunibert Mohlberg y Odo Casel, y en colaboración con Romano Guardini, F. R. Dolger y Anton Baumstark, abrieron el camino para el Movimiento Litúrgico alemán. En 1918, organizaron una triple serie de publicaciones: apareció el primer volumen de la colección Ecclesia orans, la serie Liturgie geschichtliche Quellen y Liturgie geschichtliche Forschungen (1919). Tres años más tarde, comenzaron la revista Jahrbuch fur Liturgiewissenschaft (NEUNHEUSER, 1987, p. 25).

Dentro de este nuevo orden de ideas, fue muy importante la aportación de O. Casel, filólogo de las lenguas clásicas antiguas. Amante de las fuentes, construyó toda su doctrina teológica sobre la Sagrada Escritura y sobre los Padres de la Iglesia.

Para Casel, la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo que se realiza en sí mismo en el culto que ofrece al Padre. El sujeto de toda acción litúrgica es, por tanto, el cuerpo de Cristo. Y esto es precisamente lo que le da a la liturgia superioridad sobre otras devociones o prácticas piadosas. En la liturgia tiene lugar la presencia activa y vivificante del Señor Resucitado. A través de la liturgia, en efecto, el misterio de Cristo se convierte en misterio de la Iglesia, y la Iglesia existe en el tiempo y en el espacio como misterio de Cristo. Así, en la liturgia la Iglesia no sólo anuncia la salvación, sino que la actualiza, haciéndola presente a los hombres hoy reunidos para la celebración de los divinos misterios. Esto sucede especialmente durante la celebración de la eucaristía. En il mistero della Chiesa, el autor expresa claramente esta línea de pensamiento:

este es el sacrificio de los cristianos: nosotros, los muchos, somos un solo cuerpo en Cristo. La ecclesia celebra este sacrificio en el misterio del altar bien conocido por los fieles; aquí se muestra cómo, en la cosa que sacrifica, ella misma es sacrificada. […] La cabeza, primero, se sacrificó a sí misma, para que el cuerpo pudiera unirse con ella. En virtud de su sacrificio, ahora también nosotros podemos sacrificarnos; en la eucaristía nos sacrificamos con Cristo, que presenta al Padre su naturaleza humana y a todos nosotros en ella. Este sacrificio de la ecclesia, la eucaristía, es la presentación cotidiana del misterio del sacrificio de Cristo, que incluye el sacrificio de todos sus miembros. La ecclesia se ofrece a sí misma por Cristo y en Cristo; sacrifica no por su propio poder, ni por un modo propio, sino por medio del Señor; más precisamente, así se ofrece en toda su esencia, porque está incluida en la realidad del Señor, es decir, en su cuerpo inmolado y glorificado. (CASEL, 1965, p. 408-409)

No nos parece arriesgado decir que fue precisamente a causa de esta visión de Iglesia, y en particular del misterio de la presencia activa de Cristo en la liturgia, como se convirtió en la idea central de la constitución litúrgica. Esto constituiría -tras un período de dura oposición también por parte del magisterio- un altísimo reconocimiento a la reflexión y obra del monje benedictino.

1.3 Desarrollo del Movimiento Litúrgico

La renovación litúrgica no fue una corriente de pensamiento limitada solo a Bélgica, Alemania y Francia, sino que se extendió a otras partes.

En 1911 tuvo lugar el congreso litúrgico en los Países Bajos, en Breda, que en 1912 y 1914 llevó a la fundación de la Sociedad Litúrgica respectivamente de las diócesis de Haarlem y Utrecht, y de la Federación Litúrgica Holandesa en 1915.

En Austria, el Movimiento Litúrgico se desarrolló bajo la dirección del agustino Pius Parsch de Klosterneuburg, quien publicó Das Jahr des Heils (1923), un comentario sobre el misal y el breviario para todo el año litúrgico, y la revista Bibelund Liturgie (1926).

El Movimiento Litúrgico también comenzó a tomar forma en otros países europeos con diferentes acentos según el clima cultural y eclesial de cada país. Hubo una evolución importante en España, dirigida principalmente por el monasterio de Montserrat, en Portugal, Suiza, Inglaterra, en la Checoslovaquia de entonces, Hungría y Polonia.

En Italia no faltaron personas y ambientes que por esos años vivieron y participaron del despertar litúrgico y eclesiológico en acción. Sin embargo, según el juicio de E. Cattaneo, el Movimiento Litúrgico en Italia no tuvo el mismo éxito que en otros países. Hay dos razones para esta circunstancia:

La primera estaba constituida por el tradicionalismo espiritual anclado en un catecismo antiguo y la piedad devocional […], la segunda era la ausencia, en el movimiento, de obispos italianos -salvo algunas excepciones […]- explicable en la costumbre de nuestra casa de aguardar la palabra de Roma por obediencia al Primado de Italia, el Sumo Pontífice, y por una fuerte dependencia de los órganos de la curia romana. (CATTANEO, 2003, p. 505-506)

A pesar de esta consideración, en nuestra opinión, la labor del Movimiento Litúrgico en Italia debe ser considerada importante, tanto a nivel teológico como pastoral. En el plano teológico, fue notable la labor desarrollada por M. Righetti, quien se dedicó, sobre todo, a incrementar la reflexión teológico-litúrgica, publicando estudios científicos de particular interés. Ocupa también un lugar destacado la Revista Litúrgica, fundada en 1914 junto al monasterio benedictino de Finalpia (Savona) y cuyo primer director fue monseñor E. Caronti. Un colaborador destacado de la revista fue el monje dom I. Schuster, que más tarde se convirtió en obispo de la archidiócesis de Milán, Schuster enriqueció la revista con la publicación de sus estudios que, recopilados y organizados, se convirtieron en parte fundamental de su obra Libersacramentorum. Desde el punto de vista pastoral, fueron relevantes las semanas litúrgicas organizadas, sobre todo, por iniciativa de G. Bevilacqua del Oratorio de Brescia. La primera semana tuvo lugar en Brescia en 1922.

En el mismo año de la fundación de Rivista Liturgica, el obispo de Ivrea, monseñor Matteo Filippello, publicó la carta pastoral sobre La liturgia parrocchiale, “uno de los testimonios más significativos del movimiento litúrgico italiano” (CATTANEO, 2003, p. 497). En esa carta, el obispo invitaba a los fieles de su diócesis a tomar conciencia de su pertenencia eclesial y a vivir la vida de la Iglesia que, siendo “una sociedad esencialmente religiosa”, se expresa de manera especial en la liturgia. Y el pueblo debe participar en la liturgia no sólo con su presencia física, “sino con su voz, con su mente, con su corazón, con toda su alma” (CATTANEO, 2003, p. 498).

Cristo – Iglesia – liturgia: este es el trinomio sobre el que se concentra la reflexión del también benedictino Salvador Marsili. La liturgia es el momento salvífico a través del cual continúa la acción de Cristo en el mundo y en cada persona, acción redentora para los hombres y glorificadora con relación a Dios. Así entendida, la liturgia adquiere una base esencialmente cristológica. Y, a esta luz, la Iglesia resulta directamente como efecto de la liturgia, incluso antes de ser la ejecutora:

De la liturgia nace y de la liturgia vive la Iglesia. […] Los sacramentos configuraron la iglesia. Saliendo del cuerpo atormentado y desmembrado de Cristo, formaron un cuerpo misterioso para Cristo, capaz de llevar toda su vida divina. […] De la liturgia la Iglesia, consecuencia lógica y ontológica, si es verdad que los sacramentos realizan y llaman a la Iglesia a la existencia práctica. Es la liturgia la que santifica la sociedad, que hace a la sociedad santa, es decir, la Iglesia. (MARSILI, 1938, p. 232)

De su visión teológica de la liturgia, Marsili saca una conclusión de notable consideración teológica: la liturgia no es una realidad accidental en relación con la Iglesia, es, a su vez,

el principio básico y constitutivo, de modo que sin liturgia no puede haber Iglesia […]. No en el sentido de que la existencia de la iglesia reivindique una liturgia para satisfacer su deber de culto hacia la divinidad, sino en el sentido muy diferente de que sin la liturgia la iglesia no puede, en la actual economía cristiana, existir. […] La liturgia no está al lado de la Encarnación. La liturgia es el “Misterio de Cristo” siempre vivo y activo. (MARSILI, 1939, p. 73-78)

En términos aún más explícitos, Marsili afirma que “comprender la liturgia es comprender la Iglesia, y la incomprensión de una conduce inevitablemente a una falsa apreciación de la otra” (MARSILI, 1939, p. 17).

El Movimiento Litúrgico también se difundió en las Américas: el monje Virgil Milchel fundó, en 1925, el Movimiento Litúrgico en los Estados Unidos, en el monasterio de Saint John, en Collegeville. También es el fundador de la revista Orate frates, que en 1951 cambió su nombre a Worship (cf. NEUNHEUSER, 1987, p. 30).

1.4 El Movimiento Litúrgico en Brasil

En Brasil, el Movimiento Litúrgico surgió en 1933, en Río de Janeiro, y su exponente fue el monje benedictino Martinho Micheler. Recién llegado de Alemania, recibió el encargo de impartir un curso de Liturgia en el Instituto Católico de Estudios Superiores, fundado bajo la inspiración y dirección de Alceu Amoroso Lima, con el objetivo de ofrecer cursos de teología a estudiantes universitarios católicos. Sus clases tuvieron gran repercusión en la universidad católica y en los círculos intelectuales. Descubren con admiración que la liturgia es mucho más que un conjunto de rúbricas, gestos o ritos: es la vida de Cristo en nosotros, la acción de la Trinidad, la vida de la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo. Dentro de la Acción Universitaria Católica, se formó un centro de liturgia. Los trabajos de este centro comenzaron con un retiro para un grupo de seis muchachos, guiado por dom Martinho, en una hacienda en el interior del Estado de Río, con el nombre de “seis días de comunidad”. En el pequeño grupo tendremos la figura del futuro continuador del Movimiento Litúrgico, con la reforma litúrgica, D. Clemente Isnard. Allí celebró la primera misa versus populum. La misa fue dialogada y esto también fue una novedad. En aquellos días, aquellos muchachos también descubrieron las riquezas del Oficio Divino. Pero lo importante no fueron las innovaciones en cuanto a la práctica de la celebración, que hoy nos pueden parecer insignificantes, sino el espíritu que implicaron: el redescubrimiento de la espiritualidad centrada en la oración de la Iglesia. Fue este espíritu el que cultivó dom Martinho, en una misa semanal celebrada en el Monasterio de San Benito para un grupo de universitarios. En 1935 se fundó la Acción Católica, presidida por Alceu Amoroso Lima, que se convertiría en la gran protagonista y difusora del Movimiento Litúrgico en todo Brasil. Tanto en Brasil como en los estados Unidos, el movimiento tuvo una particular atención a la dimensión social de la celebración (DA SILVA, 1983, p. 40-74).

Todo era muy nuevo: la liturgia se presentaba más allá de las rúbricas, mucho más que alegorismos. Se empezó a descubrir en Brasil una teología de la liturgia. Después de dom Martinho Michler, una serie de monjes como dom Beda Keckeisen, en Bahía, dom Polycarpo Amstalden, en São Paulo, dom Hidebrando Martins, en Río de Janeiro, la abadesa Luzia Ribeiro de Oliveira, en el monasterio femenino de Belo Horizonte, llevaron adelante las ideas de la participación activa de los fieles en la liturgia, conscientes, por supuesto, de que nada se puede anteponer a Cristo, el liturgista por excelencia. También tenemos al P. Gregory Lutz, quien puede ser considerado uno de los pioneros de la reforma litúrgica A pesar de haber estudiado y sido ordenado antes del Concilio Vaticano II, el descubrimiento de la liturgia durante la década de 1960 le abrió un nuevo mundo. Con dom José Clemente Isnard (1917—2011), pueden ser considerados los verdaderos promotores de la Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II en tierras brasileñas (Cf. GOPEGUI, pp. 21-22).

2 La impugnación del Movimiento Litúrgico

La refutación del Movimiento Litúrgico no se hizo esperar. La polémica giró en torno al tema liturgia-espiritualidad, por un lado, y liturgia-compromiso cristiano, por el otro. Reaparecerá una y otra vez, llegando hasta nuestros días.

En los años 1913-1914 se suscitó un vehemente debate entre el benedictino Festugière, defensor del Movimiento Litúrgico, y el jesuita Navatel, que impugnaba el Movimiento.

En Brasil, esta discusión se reflejó en la prolongada polémica entre la Acción Católica, apoyada por los benedictinos, y las Congregaciones Marianas, apoyadas por algunos jesuitas. En todo este asunto, el Seminario Corazón Eucarístico, de la Arquidiócesis de Belo Horizonte, jugó un papel destacado (DA SILVA, 1983, p. 163-199).

La discusión duró hasta la publicación de la encíclica Mediator Dei, en 1947, que asumió oficialmente las grandes ideas del Movimiento Litúrgico. Pero, como ocurre en algunos escritos del Magisterio, al mezclar elogios al Movimiento Litúrgico con advertencias sobre sus posibles exageraciones, no impidió la continuación de la polémica, alimentada por lecturas divergentes de la encíclica papal.

Lo que está en juego en la discusión es la concepción de la Liturgia. Para aquellos que refutan el Movimiento Litúrgico, la liturgia es solo el rostro ceremonial y decorativo de la misa, los sacramentos y los sacramentales, y esto todavía está presente en la mente de muchas personas. Para los defensores del Movimiento Litúrgico, la Liturgia es la presencia sacramental de la acción salvífica de Dios en la historia humana, es la oración de Cristo con su Iglesia. Así entendida, la liturgia no puede suponer ninguna amenaza para la piedad personal, que no puede concebirse sin ella.

El otro aspecto que llevó a cuestionar el Movimiento Litúrgico fue la relación entre celebración litúrgica y compromiso con la transformación de las realidades terrenas. Este enfrentamiento se produjo en el seno de la Acción Católica. En Brasil, esta oposición se dio de manera muy radical, al compás de la creciente conciencia de la urgencia de una acción capaz de transformar las situaciones de injusticia en que vivía la inmensa mayoría de la población. Si en algunos esta conciencia llevó a perder el entusiasmo por la vida litúrgica, en los más conscientes fue la causa de su profundización, impulsando al Movimiento Litúrgico a hacer que las situaciones concretas de la vida de hombres y mujeres configurasen la forma de la celebración. Así, el Movimiento Litúrgico pasó de una fase centrada principalmente en el pasado, a una fase en la que comenzaron a proponerse reformas más profundas, que harían de la celebración litúrgica una expresión de las angustias y esperanzas del ser humano de hoy.

3 Nueva fase del Movimiento Litúrgico

Si en los años 1903-1914 las reformas de Pío X habían precedido y dado origen al Movimiento Litúrgico, a partir de la Segunda Guerra Mundial, los desarrollos del movimiento pastoral litúrgico son los que el Papa Pío XII ratificó, al retomar el proyecto de Pío X y adaptarlo a las nuevas condiciones. Si antes de 1940 se trataba de poner al alcance del pueblo la liturgia existente y promover el canto gregoriano, entonces se verá más claramente la necesidad de una profunda reforma de los ritos y una introducción parcial de la lengua vernácula en las celebraciones. (BUGNINI, 2018, p. 40-44).

En 1947, incluso antes de consagrar la Encíclica Mediator Dei a la liturgia, el Papa Pío XII instituyó, dentro de la Congregación de Ritos, una comisión encargada de preparar una reforma general de la liturgia. Además, ya había tomado medidas específicas para atenuar la ley del ayuno eucarístico, a fin de facilitar la celebración de la misa nocturna y la comunión en los países en guerra, medidas que generalizó en 1953, con la Constitución Apostólica Christus Dominus. A partir de entonces el agua natural no rompía en ningún caso el ayuno eucarístico, y éste, en relación con cualquier otro alimento, se fijaba en tres horas antes de la comunión (CATTANEO, 2003, p. 508-515).

El primer fruto de la reforma deseada por Pío XII fue la autorización para celebrar la Vigilia Pascual durante la Noche Santa (1951). Cuatro años después, llegó el momento de la reforma de Semana Santa (1955). Después de un tiempo, con el desarrollo del movimiento bíblico, se prestó más atención a la palabra de Dios y su uso litúrgico. Pero para que todos tuvieran acceso, durante la celebración, a la mesa de la Palabra, era necesario que ésta fuera proclamada en lengua vernácula. Pío XII no creyó que el asunto estuviera lo suficientemente maduro para tomar una iniciativa general, y se contentó con ofrecer autorizaciones parciales para leer la Epístola y el Evangelio durante la liturgia solemne (1953). Permitió, sin embargo, la publicación de rituales bilingües, especialmente en alemán y francés (1947). Como primer paso hacia la reforma del Breviario, simplificó las rúbricas (1955) e hizo preparar un Códice de las rúbricas, que Juan XXIII publicó en 1960. Fue también Juan XXIII quien publicó el rito simplificado de la Dedicación de las Iglesias y Altares (1961). Pero ya había decidido presentar, al Concilio en preparación, los principios de la reforma general de la liturgia (CATTANEO, 2003, p. 508-515).

Este período constituye un momento muy singular para la teología, caracterizado por un intenso fervor de investigación y estudios en diversas áreas. Este es el fenómeno, llamado así en su momento por Romano Guardini, el “despertar de la iglesia en las almas” (GUARDINI, 1989, p. 21). La Iglesia, en los múltiples aspectos de la vida, estaba vinculada al centro de los intereses religiosos y teológicos. Asistimos a “una especie de maduración colectiva de lo que no había ocurrido, en el siglo XIX, salvo en la intuición de alguno, sino en un nuevo contexto histórico que requerirá, poco a poco, una nueva reelaboración del rostro institucional de la Iglesia” (FRISQUE, 1972, p. 214). Y por eso mismo, el Movimiento Litúrgico debe ser pensado también junto a otros movimientos que al mismo tiempo buscaban repensar otros aspectos de la práctica eclesial: el movimiento teológico y cristológico con la búsqueda del Jesús histórico, el movimiento catequético y el movimiento bíblico son algunos de los muchos que intentaban cambios.

Conclusión

El camino del Movimiento Litúrgico no fue fácil. No faltaron los ataques y discusiones por parte de fieles y obispos que no estaban de acuerdo con algunas tendencias y opciones de quienes impulsaban el movimiento:

Pero la polémica más importante (con consecuencias muy positivas, sin embargo) fue la que se desarrolló tanto a nivel teológico como espiritual, en torno a la visión “mistérica” de la liturgia, tal como la propone y defiende el benedictino alemán O. Casel. (NEUNHEUSER, 1992, p. 797)

Los beneficios y las intuiciones proféticas son evidentes hoy a la luz de la reforma litúrgica desencadenada por el Concilio Vaticano II. En primer lugar, el redescubrimiento de la participación activa del pueblo en la celebración litúrgica, la centralidad del misterio pascual, corazón de toda la vida litúrgica y la necesidad de la formación litúrgica de los pastores y del pueblo, todo ello basado en una sólida eclesiología y en una investigación seria y profunda sobre la naturaleza teológica y pastoral de la liturgia. De ahí la necesidad de hacer comprensible a los fieles la celebración de la misa y de los sacramentos, simplificando los ritos y utilizando la lengua local. Con el Movimiento Litúrgico renace el deseo de devolver a los fieles el Oficio Divino para promover el conocimiento de la Palabra de Dios y la oración de la Iglesia, y aumentar la vida espiritual del clero con el compromiso diario del Oficio Divino. El Movimiento no descuidó el gran campo de las artes, perfilando el principio de la belleza, de la sobriedad y de la sencillez.

F. Brovelli escribió que el Movimiento Litúrgico, hoy, es para la Iglesia

un importante patrimonio: esto favorece la búsqueda del sentido de la liturgia en la vida de la Iglesia y la comprensión de sus funciones específicas en el conjunto del desarrollarse de la misión. A la luz de esto y desde esta perspectiva, creemos que se aclara definitivamente el enunciado que habla de un movimiento litúrgico como una realidad que no sólo se incorpora parcialmente a la reforma conciliar; de hecho, la atraviesa y la supera, ofreciendo las deliberaciones conciliares y futuras demandas de interés para todos los cristianos. (BROVELLI, 1987, p. 74).

Washington da Silva Paranhos. FAJE. Texto original portugués. Sometido: 10/10/2020. Aprobado: 30/11/2021. Publicado: 30/12/2021.

Siglas

TS = Tra le sollecitudini

ML = Movimiento Litúrgico

Referencias

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Exequias

Índice

1 La muerte es parte de la vida

2 Celebrar en el momento de la muerte: una tradición de la Iglesia

2.1 Rituales de exequias de la Iglesia latina

2.2 Consideraciones sobre el ritual de exequias de 1969

3 Para mejor celebrar por ocasión de la muerte: sugerencias pastorales

Referencias

1 La muerte es parte de la vida

Francisco de Asís concluye el famoso “Canto de las criaturas” alabando a la “hermana muerte”: “Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal, de la que ningún hombre viviente puede escapar. […] Bienaventurados los que en ella encuentren tu santísima voluntad, porque la segunda muerte no los dañará”. El santo de Asís fue consecuente con este inusual motivo de alabanza. Sus biógrafos relatan que, en el momento extremo de su vida, cantó el Salmo 141, junto a los hermanos que lo rodeaban. En efecto, el momento de la muerte de san Francisco fue tan expresivo que, hasta el día de hoy, la familia franciscana se reúne cada año en vísperas de su fiesta, por la noche, para celebrar el transitus del seráfico padre.

La muerte es parte de la vida. No es casualidad que en diferentes culturas y religiones se celebren ritos funerarios para honrar, reverenciar, agradecer, despedir, “recomendar” al amado a la protección de la divinidad. Es una especie de conclusión de los “ritos de iniciación”. Estos ritos engloban etapas significativas de la vida humana, tales como: nacimiento, niñez, edad adulta, iniciación religiosa, etc. Los ritos funerarios muestran, por un lado, la despedida del difunto de este mundo terrestre y, por otro, buscan reintegrarlo en otro lugar, el de la memoria. Son igualmente importantes en el proceso de duelo, ya que, además de “honrar” al difunto, ejercen un efecto reparador en las personas que participan en ellos, es decir, refuerzan la comunión, fortalecen los lazos de solidaridad, complicidad y compasión mutua.

Sin embargo, en los tiempos actuales se nota la paradoja de la negación y banalización de la muerte. Al mismo tiempo que se oculta la realidad de la muerte, las noticias se difunden en los medios con excesivas dosis de sensacionalismo, dándonos la impresión de que estamos ante un espectáculo aterrador. Y, para empeorar las cosas, el mundo entero, desde finales de 2019 en adelante, se sumergió en un océano de tormentas, provocadas por la pandemia Sars-CoV-2. Aun sabiendo que el aislamiento social ha sido una de las formas más seguras de contener la propagación del virus, es igualmente evidente que esta medida preventiva ha provocado graves efectos secundarios en buena parte de la población del planeta. La imposibilidad de que las personas puedan visitar a sus familiares y amigos enfermos y celebrar dignamente los ritos funerarios en memoria de sus seres queridos fallecidos ha causado un daño irreparable a muchas personas.

La alta tasa de patologías derivadas del “duelo complicado” en estos tiempos de pandemia ha llamado la atención de psicólogos y psiquiatras, “por tratarse de una situación adversa, en la que muchos están perdiendo muchas cosas, no solo personas, el tiempo de la elaboración de este momento podrá ser aún más largo y lento, y en un ámbito colectivo, ya que toda la sociedad lo está sufriendo”(MELO, 2020, p. 1). El célebre teólogo portugués J. Tolentino Mendonça señala las principales fases que deben respetarse en el trabajo de luto, en estos términos:

Primero tendríamos que llorar por nuestra imposibilidad de consolación (frase extraordinaria del Antiguo Testamento en la que San Mateo recupera, para su Evangelio, la escena de la muerte de los inocentes: “Hubo una voz en Ramá, un lamento y un gran llanto: es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada” (Mt 2,18). Entonces necesitaríamos llorar y ser consolados, en pequeños pasos. Y luego integrar progresivamente la ausencia en una nueva comprensión de este misterio que es la presencia de los otros en nuestra vida. (MENDONÇA, 2016, p. 16-17)

Existe un consenso de que la pandemia ha colocado a la población mundial en una enigmática encrucijada. Lo importante es que se decidas por un camino donde el trabajo de luto sea menos traumático.

2 Celebrar en el momento de la muerte: una tradición de la Iglesia

En el contexto de la fe cristiana, la muerte se ve como la culminación de una experiencia pascual de la vida. Los sacramentos de la iniciación cristiana, especialmente el bautismo, llevan a la persona a esta experiencia. En las aguas del bautismo, sacramentalmente, tiene lugar el paso de la muerte a la vida, del sepulcro a la resurrección:

Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. 5.Porque si hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante. (Rm 6,4-6)

La vida cristiana consiste en una configuración progresiva con Cristo, como muy bien expresa el Apóstol: “Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea por la vida o por la muerte. Para mí, vivir es Cristo y morir, ganancia” (Flp1, 20-21). En este dinamismo pascual, la muerte corporal se ve como la plenitud de la vida. Una vez incorporado a la comunidad de los que renacieron por las aguas bautismales, el cristiano ya no vive para sí mismo, sino para quien lo liberó de las tinieblas y lo trasladó al reino del Hijo amado (cf. Col 1,13). Así, momentos importantes en la vida de la comunidad, como la muerte de un hermano o hermana, son celebrados por toda la Iglesia, cuerpo vivo de Cristo.

Se sabe que los cristianos de los primeros siglos incorporaron, en las celebraciones litúrgicas, diversos elementos de la cultura de los pueblos de la época. En otras palabras, los ritos cristianos son el resultado de una sana “inculturación”, es decir, de la mutua fecundación de elementos propios de la cultura con la fe cristiana. En el caso de los ritos relacionados con la muerte, las costumbres “paganas” fueron adaptadas por los cristianos, por ejemplo: a) el viático (comunión ofrecida al moribundo para fortalecerlo en el “último viaje”) sustituye a la moneda que los griegos y romanos ponían en boca del difunto, para que pudiera pagar el “peaje” de su viaje al más allá; b) los salmos sustituyen a las lamentaciones, comunes en el mundo romano; c) el refrigerium (una comida funeraria “pagana” que se realizaba sobre la tumba del difunto, en el tercero, séptimo, trigésimo día y en el aniversario de la muerte) hizo que algunos cristianos celebraran la Eucaristía en la tumba de sus seres queridos . Esta práctica, poco a poco, se fue trasladando a los espacios de las iglesias, dando lugar a “misas por los fieles difuntos”.

2.1 Rituales de exequias de la Iglesia latina

En un breve recorrido, se señalarán algunas características teológico-litúrgicas de los principales rituales de exequias de la Iglesia latina, a saber: el ritual romano del siglo VII, los rituales romano-galicanos de los siglos VIII-IX, el ritual romano de 1614 y el ritual de 1969 (cf. ROUILLARD, 1993, p. 237-242).

El ritual romano del siglo VII se considera el más antiguo y, por tanto, merece una atención especial. Aquí, se hace un breve itinerario sobre los procedimientos dispensados al moribundo, en su lecho de muerte, así como las pautas para la celebración de las exequias. Aquí está el texto (con nuestra traducción) del “Ordinario sobre cómo actuar a favor de los difuntos”:

1. En cuanto lo veas acercándose a la muerte, el enfermo deberá comulgar del santo sacrificio, aunque haya comido ese día, porque la comunión será para él una ayuda y una defensa en la resurrección de los justos. Ella lo resucitará.

2. Después de recibir la comunión, un presbítero o diácono leerá la Pasión del Señor ante el cuerpo de enfermo, hasta que el alma abandone el cuerpo.

3. Sin embargo, antes de que el alma haya dejado el cuerpo, se dice: R /. “Santos de Dios, socorredlo. V /. Cristo te acoja”. Salmo 113 (Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto). Antífona: “El coro de ángeles te acoja”. El sacerdote dice la oración como en los sacramentos.

4. Luego se lava el cuerpo y se coloca en el ataúd. Y después de que el cuerpo esté en el ataúd, antes de salir de la casa, se dice la antífona: “Me formaste de la tierra y me vestiste de carne, Redentor mío; resucítame en el último día”. Salmo 96 (El Señor reinó).

5. Luego, el cuerpo se coloca dentro de la iglesia. Se dice: Antífona: “Señor, tú ordenaste que yo naciera”. Salmo 41 (como suspira la cierva). Antífona: “Los ángeles te lleven al paraíso de Dios; a tu llegada, los mártires te reciban y te lleven a la ciudad santa de Jerusalén”. Salmo 4 (¡Cuando llamo, respóndeme!).

6. Mientras es llevado a la sepultura: Antífona: “El que llamó a tu alma a la vida”. Salmo 14 (Señor, ¿quién habitará?). Antífona: “Señor, que tomaste el alma del cuerpo, haz que se regocije con tus santos en tu gloria”. Salmo 50 (Ten piedad, Dios mío). Antífona: “He aquí, Señor, mi humildad y mi sufrimiento, perdona todos mis pecados”. Salmo 24 (Señor Dios mío, a ti elevo mi alma). Antífona: “Los ángeles te conduzcan al reino de Dios con gloria; los mártires te reciban en tu reino, Señor. De la tierra lo modelaste y lo vestiste de carne, Redentor mío, resucítalo en el último día. Salmo 50 (Ten piedad, Dios mío).

7. Y cuando se coloca en la iglesia, todos oran por esta misma alma siempre, sin parar, hasta que el cuerpo sea enterrado. Canten salmos o responsorios, recen oraciones o lean el libro de Job, y cuando llegue el momento de las vigilias, al mismo tiempo, celebren la vigilia, digan salmos con las antífonas sin aleluya. El sacerdote, sin embargo, dice la oración, mientras se canta la antífona: “Ábreme las puertas de la justicia, y entrando por ellas, cantaré al Señor”. Salmo 117 (Dad gracias al Señor).

En una vista panorámica de este Ordo del siglo VII, se puede apreciar fácilmente su carácter pascual. Los salmos pascuales 113 y 117 que enmarcan el ritual muestran que existe una correspondencia tipológica entre las exequias y el éxodo, es decir: “el difunto experimenta su salida de Egipto y su entrada a la tierra prometida, donde es acogido por los ángeles y por los santos” (ROUILLARD, 1993, p. 239). Esto aparece explícito en el rito descrito anteriormente. La procesión fúnebre – desde la casa del difunto, pasando por la iglesia, hasta la tumba – tiene un significado escatológico: la comunidad “acompaña” al ser querido en el “camino” hacia su hogar definitivo, la “Jerusalén celestial”. Aquí   serán acogidos por los habitantes del cielo, los que han “vencido la gran tribulación” (Ap 7,14). Finalmente, en el presente ritual, prevalece la certeza de que el difunto entrará en la gloria, sin mayores obstáculos.

En los rituales romano-galicanos de los siglos siguientes, la eucología cambió sustancialmente. La mentalidad de los pueblos franco-alemanes influyó decisivamente en el contenido de las oraciones y admoniciones, a saber: a) las insistentes peticiones de misericordia y perdón de Dios en favor del difunto, así como de protección contra todos los peligros a los que se encuentra expuesto, en su “viaje” al más allá; b) la inseguridad de los fieles sobre el destino eterno de la persona que acaba de morir; c) la eucaristía, que pasó a ocupar el lugar central en los funerales, y la consiguiente mentalidad de “sacrificio de propiciación y sufragio” a favor del difunto. Siglos después, el reduccionismo llegará a tal punto que, en la misa de exequias, los fieles no comulgan, para revertir al difunto los “méritos” obtenidos con tal celebración; d) la falta de claridad en la relación entre la muerte del creyente y el misterio pascual de Cristo. De hecho, apenas se menciona a Cristo y al Espíritu Santo, excepto en la conclusión trinitaria de las oraciones. Las oraciones están dirigidas a Dios, pero no explicitan que envió a su Hijo para la salvación de los seres humanos. “En resumen, esta teología del más allá parece inspirada casi en su totalidad por el Antiguo Testamento y poco animada por la buena noticia del Evangelio. […] No es ni cristológica ni pascual” (ROUILLARD, 1993, p. 241).

El ritual romano de 1614 es parte del conjunto de libros litúrgicos promulgados por la Iglesia después del Concilio de Trento. El desarrollo de los funerales obedece a la antigua costumbre procesional, a saber: desde la casa del difunto hasta la iglesia; de la iglesia al cementerio. En cuanto a la teología, este ritual trae influencias directas de rituales anteriores, especialmente los provenientes del imperio carolingio. Tales influencias son perceptibles en las ambigüedades allí presentes: junto a una eucología, procedente de los antiguos sacramentarios romanos, que revela la plena confianza en la resurrección, hay otra, que expresa la incertidumbre y el terror ante la muerte y el “destino del alma”.  A modo de ejemplo, cabe mencionar el responsorio que sigue a la oración del Padre Nuestro:

V /. Y no nos dejes caer en la tentación.

R /. Mas líbranos del mal.

V /. De las puertas del infierno.

R /. Arrebata, Señor, su alma …

Como puede verse, el texto sugiere que todos los difuntos corren el peligro de confundir la “puerta” del infierno con la del cielo. De hecho, la aterradora concepción de la muerte y la duda sobre el destino de los difuntos se transmitieron ampliamente en la reflexión y la predicación de la Iglesia, que alcanzó su punto máximo en los siglos XVI y XVII. Se notan otros impasses teológicos como: a) la inexpresiva referencia al misterio pascual; b) la ausencia de vínculo con el sacramento del bautismo; c) una eucología exclusiva para el difunto. En las oraciones no se menciona a los vivos que lloran la pérdida de sus seres queridos; e) un ritual que debe realizar exclusivamente el clero.

La música ritual de exequias tampoco es muy pascual. La secuencia “Dies irae” y el “Ofertorio” de la “Misa de Réquiem” son buenos ejemplos de ello. En estas dos piezas musicales, entre otros aspectos, se expresa el miedo al infierno, el pesimismo sobre la vida y la creencia generalizada de que “pocos se salvan”. Hay quienes afirman que la antífona “Domine Jesu Christe” (Ofertorio) es el texto más enigmático – no solo en la liturgia de exequias sino en toda la liturgia romana – debido a la petición de que Cristo “libere las almas de todos los difuntos de las penas del infierno”. Estrictamente hablando, esto es algo paradójico, ya que la teología sostiene que es imposible pasar del infierno al paraíso, por lo tanto, un conflicto con el principio lex credendi lex suplicandi (cf. SORESSI, 1947, p. 245-252).

Después de cuatro siglos de uso de este ritual por parte de la Iglesia latina, la Congregación para el Culto Divino publicó, en 1969, un nuevo ritual funerario. La Sacrosanctum Concilium había solicitado expresamente que el nuevo rito funerario expresara más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana y que se correspondiera mejor con las condiciones de las diferentes regiones, también en lo que respecta al color litúrgico y al rito de exequias de los niños (cf. SC, n. 81-82).

Este ritual se compone de una introducción general (Observaciones preliminares), en la que se presentan sus bases teológicas y pastorales, y ocho capítulos, constituidos de la siguiente manera:

a) Vigilia por el difunto y oración cuando se coloca el cuerpo en el ataúd (cap. I). Es una celebración de la Palabra de Dios, bajo la presidencia de un presbítero o ministro (a) laico(a). En el momento de colocar el cuerpo en el ataúd, se prevé un breve rito que consta de salmos, una lectura breve y una oración final.

b) Primer tipo de exequias: celebraciones en casa del difunto, en la iglesia y en el cementerio (capítulo II). Aquí se conserva la tradición de los rituales antiguos, con dos procesiones, interconectando tres estaciones, a saber: de la casa del difunto a la iglesia, y de allí al cementerio. En estos tres lugares están previstas oraciones, salmos, responsorios, etc., y la eucaristía (en la iglesia).

c) Segundo tipo de exequias: celebraciones en la capilla del cementerio y junto a la sepultura (capítulo III). Aquí, el ritual no prevé la celebración de la Eucaristía. En la capilla del cementerio se celebra una liturgia de la Palabra de Dios, seguida de la “encomendación y despedida”. En la sepultura, se dicen las oraciones indicadas y se canta algún “canto apropiado”.

d) Tercer tipo de exequias: celebraciones en casa del difunto (capítulo IV). Esta tercera posibilidad de celebración es similar a la de la “Vigilia” (capítulo I), seguida de la “encomendación y despedida”.

e) Exequias de niños (cap. V). Para este tipo de exequias, existen textos propios (oraciones y lecturas bíblicas), además de la recomendación de que el color litúrgico sea “festivo y pascual”.

f) Textos varios: para funerales de adultos (cap. VI), exequias de niños bautizados (cap. VII), exequias de niños no bautizados (cap. VIII).

2.2 Consideraciones sobre el ritual de exequias de 1969

Sin lugar a duda, el nuevo ritual de exequias representa un avance expresivo respecto al antiguo. Como ejemplo, se pueden destacar los siguientes puntos:

a) La restauración de la perspectiva pascual y eclesial. Esta perspectiva forma el hilo conductor de todo el ritual. Al comienzo de las “Observaciones preliminares”, leemos:

La Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra confiada el misterio pascual, para que quienes por el Bautismo fueron incorporados a Cristo, muerto y resucitado, pasen también con él a la vida eterna […] Por eso, la Iglesia ofrece por los difuntos el sacrificio eucarístico de la Pascua de Cristo, y reza y celebra sufragios por ellos, de modo que, comunicándose entre sí todos los miembros de Cristo, éstos impetran para los difuntos el auxilio espiritual y, para los demás, el consuelo de la esperanza. (n. 1)

Se puede ver claramente la íntima relación entre las exequias y los sacramentos primordiales: el bautismo y la eucaristía. También se puede decir que la celebración de las exequias es la culminación de una vida tejida en la comunidad eclesial y alimentada por los sacramentos.

b) Una eucología más completa. Cabe destacar en las oraciones y prefacios la presencia de varios “temas” poco explicitados en el ritual tridentino, tales como: la esperanza y certeza de la resurrección, vinculadas a la Pascua de Cristo; el perdón y la misericordia divinas; el valor escatológico de la eucaristía, definida como “viático en la peregrinación terrena” y “prenda de la pascua eterna del cielo”; la profesión de fe en la victoria pascual de Cristo; mayor atención a los afligidos por esa muerte, etc.

c) Un amplio leccionario. Como otros libros litúrgicos, producidos después del Concilio Vaticano II, el ritual de exequias trae un rico leccionario. Las “Observaciones preliminares” indican las razones de esto, en estos términos:

En cualquier celebración por los difuntos, tanto exequias como común, se considera parte muy importante del rito la lectura de la palabra de Dios. En efecto, ésta proclama el misterio pascual, afianza la esperanza de un nuevo encuentro en el reino de Dios, exhorta a la piedad hacia los difuntos y a dar un testimonio de vida cristiana. (n. 11)

El leccionario incluye una importante colección de lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. Los textos se presentan en el orden en que se proclaman en la acción litúrgica (primera lectura – salmo responsorial – segunda lectura – aclamación evangélica – evangelio), y se distribuyen en tres apartados: “Exequias de adultos”, “Exequias de niños bautizados” y “Exequias de niños no bautizados”.

d) La ampliación de la colección de salmos. El nuevo ritual rescata un repertorio expresivo de salmos que se remontan a la antigua tradición de las celebraciones exequiales, especialmente las de contenido pascual y de confianza. Después de todo, el lenguaje poético, expresado en los diferentes géneros de los salmos, permite que la comunidad de fe se solidarice con los enfermos, afligidos, inseguros, abandonados, etc.: “En mi angustia clamé al Señor, y el Señor me respondió y me liberó. El Señor me probó severamente, pero no me abandonó a la muerte” (Sal 118/117, 5, 18).

e) Revisión de exequias de niños. El nuevo ritual contempló la solicitud del Sacrosanctum Concilium de revisar las exequias de los niños, incluida la creación de un formulario para una “misa propia” (cf. SC n. 82). También se prepararon textos para exequias de los niños no bautizados, es decir, aquellos cuyos padres deseaban haberlas bautizado, pero se lo impidió su muerte prematura. Una característica de la eucología de estas celebraciones es el hecho de que el niño (no bautizado) está confiado a la misericordia divina, sin mencionar su entrada en la gloria celestial; se pide, sobre todo por sus padres. Detrás de esta “omisión” se esconde el controvertido tema sobre la suerte de los niños que mueren sin ser bautizados. Vale la pena recordar que, en el momento en que se escribieron estas oraciones, prevalecía la doctrina común de que las “almas” de los niños no bautizados no podían disfrutar de la “visión beatífica” de Dios. Esta cuestión fue discutida, cuatro décadas después, por la Comisión Teológica Internacional. En 2007, el Papa Benedicto XVI aprobó y autorizó la publicación del documento “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo”, elaborado por la mencionada Comisión. El estudio llega a la siguiente conclusión:

Nuestra conclusión es que los muchos factores que hemos considerado ofrecen serias razones teológicas y litúrgicas para esperar que los niños que mueren sin bautismo serán salvados y podrán gozar de la visión beatífica. Subrayamos que se trata de motivos de esperanza en la oración, más que de conocimiento cierto. Hay muchas cosas que simplemente no nos han sido reveladas (cf. Jn 16,12). Vivimos en la fe y en la esperanza en el Dios de misericordia y de amor que nos ha sido revelado en Cristo, y el Espíritu nos mueve a orar en acción de gracias y alegría constantes (cf. 1 Tes 5,18). Lo que nos ha sido revelado es que el camino de salvación ordinaria pasa a través del sacramento del Bautismo. Ninguna de las consideraciones arriba expuestas puede ser aducida para minimizar la necesidad del Bautismo ni para retrasar su administración [135]. Más bien, como queremos confirmar en esta conclusión, nos ofrecen poderosas razones para esperar que Dios salvará a estos niños cuando nosotros no hemos podido hacer por ellos lo que hubiéramos deseado hacer, es decir, bautizarlos en la fe y en la vida de la Iglesia. (CTI, 2008, n. 102-103)

El ritual funerario de 1969 también innova en otros aspectos, como: admisión a la cremación (n. 15); el ministro de las exequias, a excepción de la eucaristía, puede ser un laico (n. 19); la sensibilidad ecuménica de quienes preparan y presiden las exequias, ya que en los funerales es común la presencia de personas de otras religiones o incluso sin práctica religiosa (n. 18); la posibilidad de adaptaciones del ritual, por las conferencias episcopales (n. 21-22), etc.

Completando estas consideraciones sobre el ritual de exequias de 1969, también es pertinente señalar sus límites, como la existencia de vestigios de una escatología dualista (cuerpo x alma) y la no adaptación del ritual por parte de la mayoría de las conferencias episcopales. Estas y otras aristas pueden suavizarse, a medida que las iglesias se involucren en la elaboración de rituales que, además de una buena teología, tengan en cuenta la realidad cultural de las comunidades de fe.

3 Para mejor celebrar por ocasión de la muerte: sugerencias pastorales

Como se dice al comienzo de este texto, la Iglesia, en su cuidado pastoral, siempre ha buscado alentar y consolar a sus hijos e hijas en el momento extremo de su existencia, preparándolos para la última y decisiva batalla espiritual, librada entre la vida y muerte. Buenos ejemplos de ello son el rito de “encomendar el alma” (1614) y el de la “encomendación de los moribundos” (1969). Tales ritos, compuestos de oraciones, breves perícopas bíblicas, jaculatorias, responsos, etc. – se realizan con el moribundo en su lecho de muerte. Una vez que se ha producido el desenlace, se celebran las exequias.

Al celebrar la “pascua” de sus hijos e hijas, la Iglesia continúa su noble misión de consolar y confortar a los afligidos, como bien exhorta el Apóstol: “Si creemos que Jesús murió y resucitó, también creemos que Dios, a través de Jesús reunirá con él a los que durmieron. Por tanto, consolaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Ts 4, 14,18). Siguiendo esta antigua tradición, urge que la Iglesia cree medios efectivos para la sedimentación de una “pastoral de la esperanza”, que sirva de contrapunto al paradójico fenómeno del camuflaje y / o banalización de la muerte, propio de la sociedad actual.

Para una mayor eficacia de esta “pastoral de la esperanza”, entre otras cosas, conviene tener en cuenta:

a) Una acción conjunta con la “pastoral de la salud”. El consuelo espiritual que se da a los enfermos, así como a los familiares y a todos los que atienden a los enfermos, constituye un verdadero ministerio de consolación. Este “ministerio” tiende a fortalecerse en la vida de las personas, especialmente cuando tienen que afrontar el dolor de la muerte de un ser querido y el consiguiente trabajo de duelo.

  1. b) Una adecuada formación de los agentes de la “pastoral de la esperanza”. La celebración de las exequias y la consiguiente asistencia espiritual a las familias en duelo requieren una preparación cuidadosa. Es una experiencia de aprendizaje que privilegiará la escucha de la persona que sufre. Sin la cultura de la escucha es imposible abrir el canal del consuelo.

Escuchar significa dar la palabra al otro, dar tiempo y espacio al otro, acogerlo también en lo que rechaza de si, darle el derecho a ser quien es y a sentir lo que siente y brindarle la posibilidad de expresarse.  Escuchar es un acto que humaniza al hombre y que suscita la humanidad del otro. (MANICARDI, 2017, p. 15)

En las exequias y celebraciones de apoyo a las familias en duelo, la escucha tiene un espacio privilegiado en el momento del “recuerdo de la vida”. Aquí se invita a las personas a expresar sus sentimientos y recordar el “paso” del ser querido, a la luz del misterio pascual de Cristo. Los hechos, palabras y acciones del difunto se convierten en un verdadero “testamento” para ser cumplido por todos. Asimismo, la escucha de la Palabra de Dios y su vinculación con lo dicho en el “recuerdo de la vida” se convertirá en alimento sustancioso de vida y en un remedio eficaz para combatir la tristeza y el dolor de la separación.

Otros contenidos estudiados, a lo largo del proceso formativo, deben corroborar esa “escucha”.

c) La creación de itinerarios exequiales adaptados a las necesidades pastorales de cada región. El rito fúnebre de 1969 deja un amplio espacio para que las conferencias episcopales realicen adaptaciones, según las necesidades pastorales de cada región (cf. n. 21-22). Lamentablemente, la gran mayoría de conferencias episcopales han optado por la simple traducción del ritual. El liturgista Gregorio Lutz -de grata memoria-, al hacer consideraciones sobre un nuevo ritual de exequias para Brasil, lamentó que el ritual de 1969 solo se tradujera, sin ninguna adaptación, en estos términos.:

Es cierto que él expresa la auténtica fe cristiana con respecto a la muerte, pero esta fe se expresa en un lenguaje que aquí es difícil de entender. Por este motivo.este nuevo ritual no fue tan bien aceptado como lo hubiera sido un ritual adaptado, posiblemente con diferentes sugerencias para regiones con tradiciones propias y para entornos diversos. (LUTZ, 1998, p. 33)

Esta opinión de Lutz se puede aplicar a otros países de América Latina. En el caso de Brasil, lo que ha sucedido, en la práctica, son publicaciones de materiales alternativos para celebraciones exequiales que se adoptan en parroquias y diócesis. Como ejemplo, podemos destacar: “Nuestra Pascua: materiales para la celebración de la esperanza” y “Celebrando con motivo de la muerte: material para velorio, última encomendación y entierro”. El primero fue elaborado por la Comisión Episcopal Pastoral de Liturgia de la CNBB. Este material consta de cuatro capítulos y dos apéndices. El primer capítulo contiene tres celebraciones de la Palabra; el segundo trae una celebración para la encomendación; el tercero presenta un rito propio para el momento en que el cuerpo es depositado en la tumba; el cuarto trae una propuesta para celebraciones relacionadas con la cremación (una en el crematorio y otra para la deposición de la urna con las cenizas). En el apéndice I se encuentra un pequeño leccionario y en el apéndice II una colección de cánticos apropiados.

El material “Celebrando con motivo de la muerte: material para el velatorio, última encomendación y entierro”, a su vez, consta de seis guiones. Cada guion contempla una circunstancia diferente de muerte, a saber: de un miembro activo de la comunidad; de una persona que murió después de una larga enfermedad; de una persona joven; de una persona religiosa; de alguien víctima de violencia; de un niño. Cada uno de los guiones consta de tres partes: a) “velorio” (celebración en el formato del Oficio Divino de las Comunidades: llegada, apertura, recuerdo de vida, salmo, lecturas bíblicas, meditación, oración, alabanza); b) “Encomendación y despedida”; c) “Entierro / cremación”. También hay dos pequeños ritos para el momento de la cremación y la deposición de las cenizas, así como un “Oficio de apoyo a las familias en duelo”.

En definitiva, lo que se espera es que las diferentes iglesias encuentren la mejor manera de celebrar la Pascua de sus hijos e hijas y que estas celebraciones sean momentos privilegiados para proclamar la fe en “Cristo primogénito entre los muertos”.” (Cl 1,18).

Joaquim Fonseca, OFM. . Texto original en portugués. Sometido: 08/12/2021. Aprobado: 20/12/2021. Publicado: 30/12/2021

Referencias

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Matrimonio

Índice

1 El Matrimonio en el conjunto de los 7 sacramentos

1.1 La “diferencia” del primer / último sacramento

1.2 La lógica paradójica del matrimonio

1.3 ¿El matrimonio es un bien?

1.4 La historia de los sujetos y el depositum fidei

2 Cuatro modelos clásicos de teología del matrimonio

2.1 El modelo de los orígenes: matrimonio y patrimonio

2.2 La laboriosa construcción de un modelo medieval: tradiciones romanas y bárbaras

2.3 El modelo moderno: nace la forma canónica

2.4 La era secular y la reacción católica: resistencia del poder temporal

2.4.1 Arcanum Divinae Sapientiae, León XIII (1880) y Código de 1917

2.4.2 Casti Connubii, Pío XI (1930)

2.4.3 Gaudium et Spes, Concilio Vaticano II (1965)

2.4.4 Humanae Vitae, Pablo VI (1968)

2.4.5 Familiaris Corsortio, Juan Pablo II (1981)

2.4.6 Código de derecho canónico (1983)

2.4.7 Amoris Laetitia, Francisco (2016)

3 El inicio de un “nuevo paradigma” matrimonial, familiar y relacional

3.1 Una teología posmoderna con esquemas premodernos

3.2 La autocrítica del magisterio del siglo XIX

3.3 Del acto al proceso: la dimensión escatológica del matrimonio

4 Las preguntas abiertas sobre unión y generación

4.1 El carácter complejo del matrimonio

4.2 Los diversos bienes del matrimonio

4.3 El debate sobre la indisolubilidad

4.4 Ley objetiva y proceso pastoral

4.5 Las formas de vida y los cinco continentes del catolicismo

5 El bien de las relaciones sexuales y el “fenómeno amor”

5.1 Los bienes del matrimonio son tres, de hecho cuatro

5.2 La generación pierde la exclusividad

5.3 Del uso del sexo a la experiencia de la sexualidad

5.4 ¿Se puede bendecir un solo bien?

5.5 El centro y la periferia: los diferentes lenguajes de la Iglesia

Referencias

1 El Matrimonio en el conjunto de los 7 sacramentos
1.1 La “diferencia” del primer / último sacramento

El matrimonio debe entenderse al mismo tiempo como un hecho natural, como una construcción social y como un símbolo ritual de la relación entre Dios y la humanidad, entre Cristo y la Iglesia. Como tal, aparece, desde las primeras listas de los “siete sacramentos” en el siglo XIII, como uno de ellos. Sin embargo, es sorprendente que, incluso en las listas más antiguas, la peculiaridad del matrimonio tenga características “polares”. En efecto, se coloca al final o al principio de la lista, ya que representa, al mismo tiempo, el caso por excelencia y el caso límite del fenómeno del sacramento. Está al principio o al final de la experiencia sacramental. Por un lado, de hecho, es el “último” de los sacramentos, ya que “hace lícito lo que sería ilícito” y puede entenderse como remedium concupiscentiae, es decir, como remedio para la concupiscencia. Por otra parte, los propios autores escolásticos no olvidan que, ratione significationis (es decir, “por razón del significado”), el matrimonio es también el primero de los sacramentos: no solo porque fue instituido por Dios antes de la caída del pecado, sino porque expresa la unidad entre Dios y la humanidad, entre Cristo y la Iglesia, con una fuerza e inmediatez completamente inimitables. Estas dos “almas” de la tradición eclesial se centran ambas en dos famosas expresiones paulinas: el matrimonio como “distracción” y como “limitación del ardor” (1Cor 7) y el matrimonio como vía de acceso al “gran misterio” de la relación entre Cristo y la Iglesia (Ef 5). Toda la tradición eclesial se mueve entre estos dos polos.

1.2 La lógica paradójica del matrimonio  

Santo Tomás de Aquino nos explica, con extrema claridad, la compleja naturaleza de este sacramento. En la Suma Teológica (III, 65, 1, c), presenta un famoso paralelismo entre “vida natural” y “vida espiritual” y, después de haber ilustrado para cada sacramento su “equivalente natural” (el nacimiento corresponde al bautismo; a crecimiento, crisma, etc.), al llegar al matrimonio, dice que “esta realidad natural” es el sacramento. En cambio, en la Suma contra los Gentiles, trata el matrimonio en dos partes diferentes (III y IV): la mayor parte de lo que escribe se encuentra en la sección donde la razón elabora los datos, mientras que pocas líneas están dedicadas a la parte propiamente “revelada” y sacramental (volveremos a eso en el próximo párrafo). Estos dos ejemplos, en la obra de Tomás, confirman algo importante: en el matrimonio, de una manera muy particular, naturaleza y gracia, razón y fe están indisolublemente entrelazadas. Esto significa que la asunción de la realidad, ya sea natural o civil, en la lógica del matrimonio es una condición para la posibilidad del sacramento. No es casualidad que solo en este sacramento se diga que no es “instituido por Jesucristo”, sino “elevado” a sacramento, cuya dinámica ya está asegurada por la lógica de la creación, de la naturaleza y de las instituciones civiles.

1.3 ¿El matrimonio es un bien?

Se sabe que San Agustín, en su obra De bono coniugali [Sobre el bien conyugal], ofreció la primera exposición de una “doctrina del matrimonio”, en la que, sin embargo, se advierte una particularidad que llama la atención. Aunque este texto está en la raíz del discurso cristiano y católico sobre los “bienes del matrimonio”, en realidad la pregunta fundamental a la que responde el texto de Agustín es la cuestión de la compatibilidad entre el matrimonio y la vida bautismal. La polarización que ya hemos señalado anteriormente encuentra aquí un “lugar común”: si la fe es una forma de “casarse con Cristo” – y esto es válido para toda la Iglesia, hombres y mujeres – ¿todavía es posible o lícito o aconsejable para los bautizados casarse? La pregunta, que tuvo respuestas predominantemente positivas, ha conservado, aquí y allá, a lo largo de la historia y en las diversas tradiciones, la fuerza de traducirse en diferentes disciplinas o roles sociales. Piénsese, por ejemplo, en cómo el matrimonio tuvo un impacto diferente en Oriente y Occidente en las formas de vida de los pastores (diáconos, presbíteros y obispos).

1.4 La historia de los sujetos y el depositum fidei

Las características particulares del séptimo sacramento siempre han tenido que mediar entre naturaleza, historia y gracia. Por eso, las grandes etapas de la teología del matrimonio se ven afectadas por una relación muy estrecha entre las formas de vida (familiar, económica, cultural) y su interpretación por la Iglesia. Al menos hasta el siglo XV, será bastante obvio encomendar a la naturaleza y a la sociedad la articulación de esta experiencia, que la Iglesia se limitó a bendecir y elevar a la dignidad de sacramento. Los cambios en la historia de las instituciones, en la comprensión geográfica del mundo, en las formas de producción y en la conciencia subjetiva conducirán, a partir del siglo XIX, a un cambio progresivo en el modelo de matrimonio y familia. Y será sorprendente ver cómo el tema clásico del “matrimonio” se fusionará cada vez más con el nuevo tema de la “familia”, ignorado por la doctrina eclesial durante casi diecinueve siglos. Sin embargo, debe reconocerse que, precisamente debido a la combinación única de niveles de experiencia y conocimiento, el matrimonio está sujeto a una profunda reconsideración natural, social, psicológica y económica. En todos estos niveles, la tradición teológica, después de intentar resistir a toda costa, se vio obligada a “traducir la tradición”, como había sucedido al menos cuatro veces a lo largo de la historia y como, una vez más, Amoris Laetitia (AL) lo exige claramente como tarea para las próximas décadas. Examinemos, pues, cuatro formas clásicas de planteamiento de la teología matrimonial.

2 Cuatro modelos clásicos de teología del matrimonio
2.1 El modelo de los orígenes: matrimonio y patrimonio 

El anuncio de la plenitud de la relación entre el hombre y la mujer, como lugar de verdad de la Alianza con el Padre celestial, califica la palabra de Jesús (Mt 19,1-9) e inaugura la superación de la “dureza de corazón”. Pero ya en las palabras más antiguas, la presencia de la “cláusula de excepción” – “salvo en el caso de porneia” – deja lugar a una elaboración eclesial de la palabra del Maestro, que implica una delicada mediación entre las lógicas naturales, civiles y eclesiales. La identificación de los destinatarios de la palabra, que fue recibida como palabra universal, pero que posee características proféticas y escatológicas que indican que tiene a los discípulos como destinatarios primarios, puede aclararse examinando la lógica de todo el cap. 19 del Evangelio según san Mateo, en el que se pasa del “matrimonio” (Mt 19,3-9) al “patrimonio” (Mt 19,16-30): la indisolubilidad del vínculo personal y la ausencia de vínculos económicos son anunciadas en el mismo texto, aunque la tradición se haya orientado a recibir la primera como “norma de derecho natural” y la segunda como “consejo evangélico” (cf. BARBAGLIA, 2016). El resultado es, por un lado, la valorización simbólica de la unión conyugal y, por otro, una disciplina cada vez más cuidadosa de las vivencias de los cristianos. La asunción de la realidad de la criatura (“los cristianos se casan como todos”, desde la Epístola a Diogneto) o el juicio sobre la relación en el plano jurídico, profético o escatológico, matizaron de diferentes formas los primeros siglos de recepción del Evangelio, hasta a la primera sistematización de Agustín (Sobre el bien conyugal).

2.2 La laboriosa construcción de un modelo medieval: tradiciones romanas y bárbaras  

La evolución doctrinal y disciplinaria en la Edad Media merece una cuidadosa consideración (cf. CORTONI, 2021). En primer lugar, aparece como evidente que la doctrina del matrimonio, en su unidad, precisó mediar en diferentes tradiciones culturales, legales e incluso “naturales”. Hay, de hecho, una larga elaboración, de algunos siglos, que intenta armonizar la lectura del matrimonio como “consentimiento” – propio de la tradición romana – con la que lo entiende como “coito” – propio de los pueblos que llegaron a Roma desde el norte. La síntesis, que el saber teológico sustentará en las Universidades de París y Bolonia, a partir del siglo XII, ofrecerá una poderosa mediación histórica, conjugando en un mismo acto la “validez del consentimiento” y la “indisolubilidad por consumación”. La fórmula jurídica, sin embargo, esconde la presencia, en la dinámica del sacramento, de diferentes niveles de experiencia, cuya composición está permanentemente confiada también a la mediación de la naturaleza y la cultura civil y no puede ser simplemente anticipada por la Iglesia.

Por lo tanto, es extremadamente útil analizar cuidadosamente una de las grandes síntesis del conocimiento medieval sobre el matrimonio, como se encuentra en la Suma contra Gentiles (Summa contra Gentiles = ScG), de Tomás de Aquino. El tema del matrimonio se “divide” en dos partes. El primero, más consistente, está en el libro III (cap. 122-126), mientras que el más estrictamente sacramental se encuentra en el libro IV. Cabe señalar que los tres primeros libros de la ScG están dedicados a discutir los argumentos de la “razón natural”, mientras que el libro IV trabaja en el campo de la “revelación divina”. Hay, por tanto, dos discursos sobre el matrimonio:

– en el libro III (cap. 122-126), el texto trata sobre el matrimonio natural, la indisolubilidad, el matrimonio monógamo, el parentesco y la naturaleza pecaminosa de toda unión carnal;

– el matrimonio (sacramento) se encuentra en el libro IV y se limita a un solo capítulo (78).

En este capítulo 78, el discurso teológico se centra en unas pocas líneas en torno al tema de la generatio (es decir, de “generación”), como categoría central del sacramento:

Generatio autem humana ordinatur ad multa: scilicet ad perpetuitatem speciei; et ad perpetuitatem alicuius boni politici, puta ad perpetuitatem populi in aliqua civitate; ordinatur etiam ad perpetuitatem Ecclesiae, quae in fidelium collectione consistit. Unde oportet quod huiusmodi generatio a diversis dirigatur. Inquantum igitur ordinatur ad bonum naturae, quod est perpetuitas speciei, dirigitur in finem a natura inclinante in hunc finem: et sic dicitur esse naturae officium. Inquantum vero ordinatur ad bonum politicum, subiacet ordinationi civilis legis. Inquantum igitur ordinatur ad bonum Ecclesiae, oportet quod subiaceat regimini ecclesiastico. Ea autem quae populo per ministros Ecclesiae dispensantur, sacramenta dicuntur. Matrimonium igitur secundum quod consistit in coniunctione maris et feminae intendentium prolem ad cultum Dei generare et educare est Ecclesiae sacramentum: unde et quaedam benedictio nubentibus per ministros Ecclesiae adhibetur. (TOMÁS DE AQUINO, ScG, l. IV, c. 78)

En la traducción:

La generación humana está ordenada a muchas cosas: a perpetuar la especie, algún bien político, por ejemplo, la población de determinada ciudad; o a perpetuar la Iglesia, que es una congregación de fieles. Según esto, convendrá que dicha generación sea dirigida por diversos agentes. –Por lo tanto, si se ordena al bien de la naturaleza, que es la perpetuidad de la especie, es dirigida a tal fin por la inclinación natural y así se llama deber de naturaleza – Si se ordena al bien político, entonces está sometida a la ordenación de la ley civil. – Si al bien de la Iglesia, deberá sujetarse al régimen eclesiástico. Mas aquellas cosas que dispensan los ministros de la Iglesia al pueblo se llaman sacramentos. Luego el matrimonio, en cuanto es la unión del hombre y de la mujer en orden a la generación y educación de la prole para el culto divino, es un sacramento de la Iglesia; de ahí que los contrayentes reciban cierta bendición de los ministros de la Iglesia (TOMÁS DE AQUINO, ScG, l. IV, c. 78)

Si examinamos el texto, veremos presentadas, como en un espejo, las características del modelo medieval que permanecerá hasta el Concilio de Trento. Sus puntos clave se resumen:

– se caracteriza por la “pluralidad de fueros”. El mismo fenómeno, el matrimonio, se puede ver en tres ámbitos: natural, civil y eclesial, al que corresponden tres “leyes” y tres “lógicas”;

– la dimensión sacramental es la generación y educación de los hijos en la fe;

– El sacramento consiste evidentemente en la “bendición de los esposos” por parte de los ministros de la Iglesia, sin incluir directamente la unión sexual o el consentimiento, que pertenecen a la lógica natural y civil.

Desde un punto de vista sistemático, la “forma” del sacramento y su ministerialidad se conciben desde un punto de vista muy diferente al actual. Dado que el “consentimiento” y la “consumación” pertenecen a la lógica racional, natural y civil, la dimensión eclesial es simplemente responsable de la “bendición”, que obviamente no es un acto de los esposos (como lo son el consentimiento y la consumación), sino del presbítero o del obispo.

2.3 El modelo moderno: nace la forma canónica

El paso que se da con el Concilio de Trento es de suma importancia. No solo porque se reafirma la doctrina clásica sobre el matrimonio, contra la protesta protestante, sino porque, a través del Decreto Tametsi (1563), se transforma la comprensión institucional del matrimonio: como dice la primera palabra, “tametsi” [= aunque, no obstante], hay una “concesión” en el corazón del documento que revoluciona la historia del matrimonio católico. Leamos el primer párrafo del decreto:

Aun cuando no debe dudarse que los matrimonios clandestinos, realizados por libre consentimiento de los contrayentes, son ratos y verdaderos matrimonios, mientras la Iglesia no los invalidó;

y, por ende, con razón deben ser condenados, como el santo Concilio por anatema los condena, aquellos que niegan que sean verdaderos y ratos matrimonios, así como los que afirman falsamente que son nulos los matrimonios contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de sus padres y que los padres pueden hacer válidos o inválidos; sin embargo, por justísimas causas, siempre los detestó y prohibió la Iglesia de Dios (DH 1813).

En este párrafo, que abre el decreto, un mundo está cambiando. Cambia el papel de la Iglesia en el matrimonio. La introducción de la “forma canónica”, necesaria para la validez del acto, coloca a la Iglesia en una nueva posición. Hubo resistencia en ese momento. Aquí está la aclaratoria opinión de uno de los obispos en el Concilio, que dijo: “si se aboliera el matrimonio clandestino, los matrimonios contraídos libre y espontáneamente serían abolidos y, en consecuencia, se prohibiría la verdadera amistad entre los esposos” (así dice el Obispo de Cava di Tirreni, Thomas Caselius).

Esta decisión inaugura la competencia de la Iglesia en los casos matrimoniales, que seguirá siendo una especie de impronta durante todo el período moderno y que estallará en el período de la modernidad tardía, cuando la competencia ya no será de los primeros Estados modernos, sino de los estados liberales que siguieron a la Revolución Francesa. El enfrentamiento girará en torno a la “competencia en materia de unión y generación”. Un contemporáneo, Paulo Sarpi, que fue un cronista respetado y crítico del Concilio de Trento, escribió sobre el decreto:

En cualquier caso – dijeron – el decreto se habría hecho sólo para redactar, en breve, un artículo de fe en el que se estableciera que las palabras pronunciadas por el párroco serían la forma del sacramento … Al contrario, se estableció que, sin la presencia del sacerdote, todo matrimonio era nulo, exaltación suprema del orden eclesiástico, ya que una acción tan importante en la administración política y económica, que hasta entonces estaba en manos de aquellos a quienes competía, quedaba totalmente sujeta a el clero, sin dejar posibilidad de contraer matrimonio si los sacerdotes, es decir, el párroco y el obispo, por cualquier interés, se negaban a comparecer. (SARPI)

John Bossy, a su vez, autor de una exitosa síntesis sobre la Cristiandad entre el final de la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna, aclara lo sucedido con el matrimonio en el decreto:

La propuesta fue aceptada – era la única que podía reconciliar a las partes – y se convirtió en ley. Incluso aunque hubiese sido, de alguna forma, prefigurada por la historia anterior sobre el tema, seguía siendo como un rayo en un cielo sereno, y no está claro hasta qué punto el Concilio fue consciente de haber impuesto a la Cristiandad una verdadera revolución, en el sentido propio de la palabra. Al anular la doctrina canónica según la cual el contrato conyugal seguido de la cópula carnal constituía el matrimonio cristiano, excluyendo el vasto corpus de ritos y acuerdos consuetudinarios por estar privado de la potencialidad sacramental, el matrimonio se transformó, de un proceso social garantizado por la Iglesia, en un proceso eclesiástico Administrado por la iglesia. (BOSSY, 1997, p. 79)

La figura del matrimonio, surgida después de mediados del siglo XVI, tendrá una gran influencia en nuestra forma de pensar sobre el sacramento, su verdad y sus efectos. Si bien se trata de una intervención meramente disciplinaria, tendrá no pocas consecuencias doctrinales, que se sentirán sobre todo a partir del siglo XIX.

2.4 La era secular y la reacción católica: resistencia del poder temporal

El título de la reciente Exhortación Apostólica (FRANCISCO, 2016) es Amoris Laetitia, la alegría del amor, el regocijo del amor, pero también la fecundidad y la creatividad del amor. La palabra latina laetitia es rica en resonancias y promesas. Así comienza el documento: con la alegría del amor. Después de la alegría del Evangelio – en Evangelii Gaudium – la alegría del amor – en Amoris Laetitia. ¿Cómo llegamos aquí? Puede ser útil rescatar, de una manera sumamente breve, los grandes pasos que nos han llevado a este punto, que es una especie de “nuevo comienzo”. Después del modelo antiguo, medieval y moderno-tridentino, surgió un “modelo del siglo XIX”, que tuvo su debut en el primer documento papal de la“ Edad Moderna Tardía ”, que aborda la cuestión “matrimonial” en un nuevo contexto. Estamos en 1880, durante el pontificado de León XIII, pocos años después del “asalto de la Porta Pia” y la pérdida del “poder temporal” de los papas. La historia que comienza en ese momento – y que termina con AL – está profundamente marcada por cuestiones institucionales, jurídicas y políticas, que caracterizaron la evolución de gran parte de los siguientes 140 años. Las cuestiones teológicas y las cuestiones institucionales se entrelazaron de una manera nueva que no tiene precedentes en la historia de la Iglesia. A la luz del nuevo texto, podemos releer esta historia de otra manera.

2.4.1 Arcanum Divinae Sapientiae, León XIII (1880) y Código de 1917

Toda la gran tradición medieval, mediada con autoridad por el Concilio de Trento, asume, con esta encíclica de León XIII, la nueva e inédita problemática de una reafirmación de la “competencia eclesial” frente a la pretensión de competencia de los Estados modernos sobre el matrimonio, que el siglo XIX acababa de abrir. Los temas fundamentales, propios de toda la tradición precedente, quedan así “filtrados” por este nuevo y dramático problema. Esta encíclica elabora las “formas de pensamiento y acción” que luego serán adoptadas por el Código de Derecho Canónico de 1917. Y que se convertirá, durante muchas décadas, en el eje decisivo de la comprensión “católica” del matrimonio, la familia y el amor. Con sus méritos y sus defectos. Hasta el día de hoy, este “estrangulamiento” institucional proyecta su larga sombra sobre la forma en que hablamos, reflexionamos, actuamos e incluso oramos sobre el amor y el matrimonio.

2.4.2 Casti Connubii, Pio XI (1930)

Cincuenta años después, en un mundo completamente diferente, Pío XI asumió un tema particular como la “anticoncepción” como la “clave de comprensión” del matrimonio y la familia. Esto determinará, a partir de entonces, una cierta prioridad en la lectura “natural” del matrimonio y la familia. La renuncia a la “libertad” en el contexto matrimonial se traduce en la norma de una sexualidad puramente “objetiva”, casi depurada de subjetividad y regulada sólo de forma natural y, por tanto, por Dios mismo. En un abrazo entre la gracia y la naturaleza que, a la larga, corre el riesgo de asfixiar y polarizar cada vez más la relación con la cultura civil y su inevitable evolución “responsable”. La identificación de Dios con lo “natural” y del hombre con lo “artificial” creó una polarización creciente que no solo no trajo claridad sino que, a la larga, eclipsó mentes y corazones. Así, el tema de la “naturaleza”, que para la tradición teológica era garantía del “diálogo con la razón”, se convirtió en principio de confrontación y oposición a la cultura contemporánea.

2.4.3 Gaudium et Spes, Concilio Vaticano II (1965) 

Los textos que encontramos en GS (n. 46-52) dan testimonio de algunos fenómenos de gran importancia:

– el matrimonio y la familia están unidos y considerados en la categoría de “problemas más urgentes”, pero ya no principalmente en forma apologética, sino con apertura, misericordia y diálogo;

– Se propone una “lectura personalista”, que de ningún modo excluye el mantenimiento de las estructuras disciplinarias y doctrinales del siglo XIX, pero que las relee con nuevas lentes: la santidad familiar, el amor conyugal y la fecundidad se entienden como parte de la misión eclesial;

– el diálogo cultural se convierte en un terreno prometedor para el desarrollo común, para el reconocimiento del bien del matrimonio y de la familia, como “escuela de enriquecimiento humano”.

Esta etapa es crucial, ya que se inscribe en el “carácter pastoral” del Vaticano II, según el cual la sustancia de la antigua doctrina del depositum fidei se distingue de la formulación de su revestimiento, según la alocución Gaudet Mater Ecclesia, con la que Juan XXIII abrió los trabajos conciliares.

2.4.4 Humanae Vitae, Pablo VI (1968)

A pesar del cambio parcial de lenguaje introducido por el Concilio Vaticano II y el camino hacia una “personalización” del matrimonio y la familia, que ciertamente encuentra una afirmación de gran importancia en Gaudium et Spes, aún en 1968  encontramos en la Humanae Vitae de Pablo VI , grandes vestigios de la configuración que se remonta al Arcanum Divinae Sapientiae y Casti Connubii: el matrimonio y la familia – como lugares únicos para el ejercicio de la sexualidad – están enteramente “predeterminados” por Dios, dejando al ser humano un espacio de responsabilidad tan pequeño que a menudo resulta casi ficticio y siempre muy formal y, en cualquier caso, secuestrado por las teorías del “consentimiento contractual”. La posibilidad de una “generación responsable” se convierte en un tema abstracto, al que no corresponden “prácticas” y “disciplinas” realistas. Pero la solución ineficaz depende, de manera más general, de una forma de pensar sobre el matrimonio y la familia “en contraste” con la cultura civil moderna. El matrimonio y la familia todavía pueden ser “usados” como baluartes antimodernos y reservas de competencia eclesiástica. Pero en este “uso” también sufren mortificaciones y progresivas reducciones, que paralizan el pensamiento y la práctica eclesial, aislándolos y marginándolos de la cultura común. La “paternidad responsable” se convierte en un espacio de reflexión sobre el mundo y de autorreflexión sobre la Iglesia, de cara a una comprensión diferente de la relación entre unión y generación.

2.4.5 Familiaris Consortio, Juan Pablo II (1981)

Aunque en una fuerte continuidad con el lenguaje del siglo anterior, Familiaris Consortio realiza dos cambios importantes: por un lado, introduce, incluso en el título, la expresión familiaris, nueva en el magisterio, pues siempre había estado preocupada con “matrimonio”, no con la familia. Su precedente es sin duda el Concilio Vaticano II y su replanteamiento de la familia desde el punto de vista eclesial. Pero el segundo pasaje decisivo es el reconocimiento abierto de una “diferenciación” de la sociedad, que a partir de ahora surge como evidente también para la Iglesia. No sólo hay “familias regulares”, sino también “irregulares”, que ya no son automáticamente e ipso facto “infames” y “excomulgadas”. El documento de Juan Pablo II no concede mucha importancia a esta “admisión”, pero es el comienzo de una pequeña revolución. La lógica de oposición a la sociedad civil, inaugurada por Arcanum Divinae Sapientiae, en 1880, cien años después, ya no se sustenta en el plano práctico y operativo, aunque teóricamente todavía puede brindar un poco de apoyo. En lugar de una oposición frontal, se trata de la conciliación en la diferenciación. Es solo una tarea, indicada y no realizada, pero claramente reconocida. Esto abre el camino para una evolución primero de la praxis y luego también de la teoría.

2.4.6 Código de Derecho Canónico (1983)

En el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601, se encuentra bajo el título “El sacramento del matrimonio”, el siguiente texto:

La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. (CIC can. 1055, § 1)

Si miramos sistemáticamente, un hecho debería sorprendernos: este es el único de los siete sacramentos que comienza con una cita del código. Este hecho dice mucho sobre la tradición, sus luces y sombras. Es una tradición que, como hemos visto, está preparada por los desarrollos teóricos medievales, por los cambios institucionales modernos, y encuentra así un lenguaje y una mentalidad listos para ser aplicados también a nuevas cuestiones, que surgen mucho más tarde que el Concilio de Trento. Vemos la raíz de este “comienzo jurídico” en la evolución del magisterio y de la experiencia eclesial, tal como se desarrolló a lo largo de los siglos XIX y XX.

El Código de Derecho Canónico de 1917 definió el matrimonio en los siguientes términos: “El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad por el cual cada una de las dos partes transmite y recibe el derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo (ius in corpus), en vista de actos, por su naturaleza, aptos para la generación de descendencia”(can. 1081 § 2 del CDC de 1917).

Aquí se pueden observar al menos tres puntos importantes:

– el matrimonio se entiende como un “contrato”;

– el punto central es el “derecho a disponer del cuerpo del cónyuge” y no la “relación íntima de por vida”;

– la ausencia de cualquier referencia al “bien de los cónyuges”.

El lenguaje jurídico también ha cambiado profundamente en un siglo, lo que no ha dejado de ser significativo en la preparación del salto que tuvo lugar con Amoris Laetitia.

2.4.7 Amoris Laetitia, Francisco (2016)

Llegamos así al Magisterio de Francisco. Es el último eslabón de la cadena magisterial de la Edad Moderna tardía. No solo tenemos un  “nuevo” documento, siguiendo un riguroso proceso sinodal, con una fuerte demanda de conversión pastoral y una vigorosa recepción del Concilio Vaticano II. Incluso en el nivel “léxico”, los “nombres del amor” cambian y se transforman: de “arcano de la sabiduría divina” al “matrimonio casto”, luego a la “vida humana”, al “consorcio familiar”, para finalmente llegar al ” alegría del amor “. Detrás de estos nombres cambiantes, vemos emerger una historia compleja, dolorosa, problemática y, al mismo tiempo, prometedora. El nuevo documento debe leerse en este “amplio arco”, en el contexto de esta historia reciente, sin simplemente disolverlo en los 2000 años de historia cristiana, pero también sin comprimirlo en la historia muy reciente de las últimas décadas. A la luz de este último documento, todos los demás adquieren hoy inevitablemente nuevos colores y formas. Así fue siempre en la larga historia de la Iglesia cristiana, todas las veces que la tradición consiguió mostrarse y reconocerse no solo como “viva”, sino también  “sana”. Para mantener esta “constitución sana y robusta”, es necesario recurrir incesantemente a las fuentes de la tradición y ofrecer una “traducción”, como intento hacer a continuación.

3 El inicio de un “nuevo paradigma” en el ámbito matrimonial, familiar y relacional

El período posterior al Concilio Vaticano II aceleró la disolución del “modelo del siglo” XIX  de comprensión y articulación de la experiencia matrimonial. Usando la imagen de un gran sociólogo alemán de la segunda mitad del siglo XX, “la sociedad moderna se distingue de las formaciones sociales anteriores por un doble incremento: una mayor posibilidad de relaciones impersonales y relaciones personales más intensas” (LUHMANN, 2008, p. 43). El texto de la AL, de hecho, sancionó el encuentro eclesial con este mundo a través de una serie de novedades que merecen ser consideradas brevemente a continuación.

3.1 Una teología posmoderna con esquemas premodernos

El fin del modelo de teología católica del matrimonio del siglo XIX. XIX se nutre no solo de una nueva experiencia de “unión” y “generación”, ofrecida por la sociedad abierta liberal y posliberal, sino también por el uso de “esquemas interpretativos” distintos a los establecidos entre el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano II. Una teología “posmoderna” de unión y generación recurre a “esquemas premodernos” para superar las dificultades de la lectura moderna ofrecida por la “forma canónica” tridentina, reinterpretada por la apologética del siglo XIX y por los dos códigos del siglo XX.

3.2 La autocrítica del magisterio del siglo XIX

Muy explícitamente, AL propone una “autocrítica” del estilo magisterial de los dos siglos precedentes (cf. AL n. 35-37). En particular, subraya las distorsiones de una pastoral matrimonial basada en la denuncia estéril, en la pretendida normatización, en las “formas inadecuadas de expresar convicciones y de tratar a las personas”, en el “desequilibrio entre el fin unitivo y el fin procreador”, en la idealización ideológica de la teología, en la supuesta “autosuficiencia de la doctrina” y en la presunción de “sustituir las conciencias, no formarlas”.

3.3 Del acto al proceso: la dimensión escatológica del matrimonio

Uno de los aspectos más decisivos del cambio de paradigma es precisamente la difícil transición de considerar el matrimonio como un “acto” a pensarlo como un “proceso”. La relevancia de los “hechos de la vida” y de los “caminos de la conciencia” se vuelve así decisiva también para la teología, como afirma con luminosa claridad el último número de AL:

Contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos permite relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como familias, para dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo. También nos impide juzgar con dureza a quienes viven en condiciones de mucha fragilidad. Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo constante. (AL n.325)

4 Las cuestiones abiertas sobre unión y generación

Una doctrina sobre el matrimonio, la familia y los hechos de la convivencia implica una relectura de toda la tradición. Estos son los principales elementos que sintetizan el análisis histórico y la reflexión sistemática.

4.1 El carácter complejo del matrimonio

El matrimonio es una “institución” que participa simultáneamente de la naturaleza, la cultura civil y la vocación eclesial. Ninguna de estas dimensiones, incluso en su relativa autonomía, puede considerarse sin las demás. Hay, por tanto:

– hechos y deseos por asumir;

– derechos / deberes que deben observarse y procesarse;

– dones y misterios para ser reconocidos y celebrados.

La irreductibilidad de cada uno de estos niveles a los demás es uno de los mayores desafíos de este sacramento. Y el desafío de la tradición radica precisamente en salvaguardar la correlación entre elementos no reductibles. Esta original complejidad del matrimonio puso a prueba la doctrina eclesial. Sea porque el matrimonio viene “antes” del sacramento, o porque viene “al final” del sacramento. Por eso podría ser el “primero” y el “último” de los sacramentos. Porque en el matrimonio la “gracia” aparece como naturaleza y, al mismo tiempo, la naturaleza “ya es” gracia. Y, en medio de estos “polos”, se mueve la ley que, por un lado, funciona como “pedagogía” y, por el otro, como “reconocimiento”. Quizás es precisamente en este punto donde encontramos más dificultades en nuestro tiempo.

4.2 Los diversos bienes del matrimonio

La reflexión sobre los “bienes” del matrimonio fue, a su vez, el resultado de una elaboración natural, cultural y eclesial. Cuando hablamos de los “bienes” del matrimonio, nos estamos moviendo precisamente por esta pendiente resbaladiza. Su identificación, inaugurada por Agustín a través de la tríada proles, fides y sacramentum, hace una selección de los “datos” que, de vez en cuando, la naturaleza, la historia y la Iglesia colocan en el centro de su atención. Así, fue posible que surgieran “bienes” que la Iglesia antigua, medieval y moderna no consideraba. Veamos solo tres:

– el “bien de los esposos” y la “comunidad de vida y amor” adquirieron nueva evidencia y una consistente autonomía;

– la “sexualidad” y el “sentimiento del amor” se transformaron de funciones de generación a fines en sí mismos;

– una “vocación eclesial” consciente cambió la relación entre sujeto, familia e Iglesia, modificando las relaciones entre estas diferentes experiencias.

A su vez, los “bienes clásicos” ya identificados por Agustín se enriquecieron y transformaron:

proles no es simplemente la generación, como resultado del ejercicio del sexo. Es más bien el descubrimiento de una “generación responsable”. Con toda la necesaria articulación de un pensamiento sobre el posible espacio de “autodeterminación” del hombre / mujer en la generación;

fides no es sólo “fidelidad marital”, sino un acto de fe eclesial. La relación entre “fidelidad” y “fe” se ha convertido en uno de los puntos clave en la relectura contemporánea del sacramento. Aquí, la relación entre “acto” y “vocación” abrió espacio para una nueva competencia teológica en el campo que antes había sido prácticamente secuestrada por la única y obvia competencia jurídica.

– el sacramentum no se identifica sólo con la “indisolubilidad” – con el “no poder disolverse”, es decir, con la “negación de una negación” – sino con el acto positivo de amar, convivir, estar en alianza. Quizás uno de los puntos más delicados de esta evolución es interpretar correctamente la palabra fuerte de Jesús, de que el ser humano “no debe separar lo que Dios ha unido”.

4.3 El debate sobre la indisolubilidad

Esta palabra clave de Jesús – “que el hombre no se atreva a separar lo que Dios ha unido” – indica una “evidencia originaria” y un “cumplimiento final”. Un teólogo dijo hace algunas décadas: el vínculo es indisoluble, pero no inquebrantable. El tema, a nivel sistemático, requiere una solución que no puede ser simplemente de carácter judicial, aunque requiera nuevas formas jurídicas. Y es significativo que la tradición haya identificado la indisolubilidad no en el plano de la “diferencia sacramental” sino en el de la lógica natural y común. Por eso, el remedio para el “fracaso” del vínculo debe asumir la tarea de un nuevo entendimiento en cuanto a:

– por un lado, los sujetos implicados y su conciencia;

– por otro lado, a la “historicidad del vínculo”, que no es solo un “acto”, sino un “transcurso” y una “vocación”.

La solución clásica para afrontar las crisis matrimoniales era: el vínculo es indisoluble, pero el sujeto ligado por el vínculo puede haber sufrido “vicios de consentimiento”. Así, se puede reconocer el vínculo como “nulo” a partir de una investigación seria de estas “causas de nulidad”. Sin embargo, todo lo que garantiza la indisolubilidad del enlace se vuelve muy frágil si se somete a un análisis del consenso en el que se basa el enlace. De esta forma, es fácil pasar de “todo” a “nada”. Es la solución del “fuero externo”, que hoy conoce cada vez mayores límites, siendo objeto de notables ficciones y mistificaciones. Un nuevo camino, que AL inaugura de alguna manera, retomando una lógica más antigua, es el del “fuero interno”, donde es posible descubrir que el vínculo, en la conciencia de los sujetos, puede tener una historia e incluso fallar. El gran tema que entra en la doctrina del matrimonio católico, gracias a AL, con algún precedente en la FC, es “la historia del vínculo matrimonial”. La solución doctrinal y disciplinaria hoy requiere nuevas categorías jurídicas, que deben ser construidas y / o reconocidas. Hay una “lex condenda” (una ley por crear) que espera contribuciones no accesorias al perfil teológico del sacramento.

4.4 Ley objetiva y proceso pastoral

La recuperación de una “dimensión escatológica” del matrimonio sacramental impone, por tanto, una cierta distancia entre la “institución jurídica” y la “vocación sacramental”. Esto fue muy difícil en la Europa marcada por el Decreto Tametsi, que originó indirectamente lo que los Códigos de 1917 y 1983 asumieron luego como regla: es decir, la identificación de todo matrimonio entre bautizados como un “sacramento”. Esta identificación determina una especie de “reinicio vocacional” del sacramento. Y aquí entra el nuevo paradigma teológico de Amoris Laetitia. No modifica la doctrina, pero le garantiza una hermenéutica más antigua y más nueva que la de la modernidad tardía. Al recuperar una antigua distinción entre esferas que tienen cierta autonomía, se puede superar la idea (idealizada) de identificar el bien con la ley objetiva. Hay “bienes posibles” que la naturaleza y la cultura realizan, en la diferencia y analogía con el ideal eclesial. Estos bienes no solo pueden, sino que deben ser reconocibles y reconocidos.

4.5 Las formas de vida y los cinco continentes del catolicismo

Una reconsideración teológica del matrimonio, en una relación estructural con la familia, requiere una nueva correlación de mundos y experiencias, que ya no pueden interpretarse como “sistemas jurídicos paralelos”. El residuo de “poder temporal” que subsiste en el “derecho matrimonial canónico” todavía nos impide reconocer el “bien posible” de las esferas natural y civil. Un gran replanteamiento teológico reinterpreta la dimensión jurídica a la luz de la escatología. A todo ello hay que añadir el gran cambio introducido en la doctrina del matrimonio, tras el Concilio Vaticano II, por el descubrimiento de culturas -también matrimoniales- de cinco continentes distintos, que entran como sujetos en la doctrina y disciplina eclesial. El testimonio eclesial, mediado por experiencias naturales e historias civiles muy diversas -entre África, Oceanía, Asia, América y Europa- aporta a la doctrina del matrimonio una nueva riqueza y una gran diversificación de perspectivas, aunque en continuidad con la tradición. Solo un Papa “latinoamericano” podría hacer completamente evidente esta novedad estructural.

5 El bien de la relación sexual y el “fenómeno amor”

Si recapitulamos el transcurso general realizado hasta ahora, podemos observar una serie de datos relevantes y leerlos en una perspectiva sapiencial. Las relaciones personales, las comunidades de vida y las alianzas conyugales se han interpretado durante siglos con la categoría de “bien”, precisamente porque desde el principio hubo la tentación de leerlas como “malas”. Como hemos visto, la primera gran síntesis sobre el matrimonio, escrita por San Agustín, se tituló De bono coniugali (Sobre el bien del matrimonio). Si podemos superar la idea de que el matrimonio es malo – esta fue la tentación de una parte del cristianismo antiguo que permaneció oculta hasta L. Tolstoi e incluso más tarde – y si también podemos superar la idea de que el único “cónyuge” de cada  hombre o  mujer sólo puede ser Cristo y, por tanto, todo “otro” matrimonio es ilícito o pecaminoso, entramos en la consideración del matrimonio como un “bien”, es decir, en la teoría de los “bienes del matrimonio”. Agustín ofreció una presentación sintética que hizo escuela durante muchos siglos: los tres bienes del matrimonio son los hijos, la fidelidad y el sacramento (es decir, la indisolubilidad). La primacía de la generación es muy clara para Agustín, ya que es la verdadera justificación central de la vida conyugal. Si alguien es incapaz de continencia, la orientación del acto sexual a la generación lo hace lícito. Pero no sólo la “generación” es un bien del matrimonio; también la “fidelidad” y el “vínculo para siempre”. Para Agustín, ser fiel y estar unido para siempre tiene su propia dignidad, aunque no haya generación.

5.1 Los bienes del matrimonio son tres, de hecho cuatro

Durante siglos, esta representación del matrimonio, justificada por generaciones, siguió siendo central. Al menos hasta el código de 1917, y así oficialmente hasta 1983, la definición del vínculo matrimonial como ius in corpus (derecho al cuerpo) de cada cónyuge sobre el otro muestra la centralidad del acto de unión sexual como justificación teológica del matrimonio. Cabe añadir que, desde Agustín, la distinción entre “bienes en sí mismos” y “bienes para los demás” colocó al matrimonio “en función” o de la generación o de la amistad social.

Pero con la modernidad tardía cobró fuerza otra forma de entender la relación entre hombre y mujer. Ahora, en el matrimonio, cada sujeto, además de engendrar hijos, encuentra un valor decisivo en el bien del otro y en el propio bien en relación con el otro. La consideración del propio placer de la carne perdió el carácter de libido que debía  ser reprimida y de intemperancia que debía  ser combatida, para asumir la expresión y experiencia del amor, hasta el punto de llevar a la propia Iglesia Católica, desde el Concilio Vaticano II, a hablar. del matrimonio como “comunidad de vida y de amor” y así añadir a los clásicos tria bona (tres bienes), de los que había hablado Agustín, un cuarto bien, el bonum coniugum, el bien de los cónyuges. En ese horizonte, obviamente, muchas cosas estaban destinadas a cambiar.

5.2 La generación pierde la exclusividad

La personalización del matrimonio y la familia no es indolora, ni siquiera para la teología.  La centralidad de la generación se empezó a cuestionar y se hablaba, oficialmente, al menos desde la Humanae Vitae, de “procreación responsable” o de “paternidad y maternidad responsables”. Un cierto “control” de la generación se hizo posible y razonable, acorde con la nueva relevancia del bien de la pareja. Desde el punto de vista del pensamiento sistemático, esta nueva posición alteró profundamente el sistema latino, que Agustín había inaugurado con su autoridad y cuya síntesis había atravesado con gran fuerza a lo largo de un milenio y medio de historia.

Sin embargo, no es común extraer las consecuencias sistemáticas necesarias de esta gran transformación: es decir, es difícil admitir que, si la generación es absolutamente central, es evidente que la relación entre hombre y mujer sólo puede ser “ordenada” si el ius in corpus (derecho al cuerpo) se ejerce dentro del matrimonio. Si, por tanto, el sexo se justifica por la generación, es evidente que solo el matrimonio es el lugar para el ejercicio del sexo. Sin embargo, si la relación entre un hombre y una mujer tiene, en sí misma, el valor de “bien”, el ejercicio de la sexualidad adquiere cierta autonomía, no solo de la generación sino también del matrimonio. Se convierte en un “bien” sin necesariamente tener que estar vinculado a la generación. La relación entre unión y generación cambia y exige nuevas mediaciones más flexibles y menos rígidas.

5.3 Del uso del sexo a la experiencia de la sexualidad

Este desarrollo no impide en modo alguno que, aún hoy, se reconozca en el matrimonio  la unidad compleja de estos cuatro bienes (generación, bien de los esposos, fidelidad e indisolubilidad), pero no excluye que puedan existir formas de vida, uniones (heterosexuales o también homosexuales) en las que existan solo algunos de esos bienes. Que permanecen como bienes, incluso si no están en el horizonte de generación. Generan amistad social, fidelidad, paz, aunque no generen hijos.

La primera pregunta que debemos hacernos entonces es: ¿pueden un hombre y una mujer vivir la fidelidad, la indisolubilidad y el cuidado mutuo sin generar? Esto no es en absoluto imposible, de hecho es real y puede incluso tomar la forma de matrimonio, incluso sacramental, siempre que la “ausencia de generación” no sea vivida y se presente como una elección explícita. Así ha sido desde la época de Agustín. El “no poder generar” no impide el sacramento. Pero incluso en el caso de que se deseara explícitamente la no generación y, por lo tanto, se excluyera el sacramento, ¿qué nos impediría hoy bendecir, en la unión no sacramental, los bienes que existen, en lugar de maldecir por el bien que no existe?

He aquí un punto muy delicado de la tradición moral reciente: si el “mal menor” o el “bien posible” puede considerarse un “desorden” y por tanto un pecado, o, en cambio, un “otro orden”, un “bien menor”.

5.4 ¿Se puede bendecir un solo bien?

Recordemos que en 2010 hubo una polémica en torno a unas declaraciones de Benedicto XVI sobre el uso de preservativos por parte de una “prostituta”, que en determinadas circunstancias podría considerarse un “acto moral”. El mismo ejemplo puede aplicarse no en lo referente al juicio moral, sino al discernimiento pastoral. Tomemos el caso extremo en el que, en la vida de un “prostituto” o de una “prostituta”, sean expresamente deseadas -diríamos que por profesión-  la ausencia de generación y la evidente ausencia de fidelidad  pero se viva una relación estable, heterosexual u homosexual, en la que uno cuida al otro y desea el bien al otro. Esta “comunidad de vida y de amor”, percibida no como ocasional sino con una estabilidad adquirida, fuera de cualquier perspectiva sacramental, ¿por qué no podría ser reconocida y bendecida? Y, si fuera así, ¿no podría ser válido a fortiori también para la vida descomprometida de un hombre y una mujer, o de dos hombres, o dos mujeres, que experimentan su infertilidad natural forzada o voluntaria, pero que son fecundos en la relación personal, social, cultural y eclesial? Si faltasen tres de los cuatro bienes que componen la relación matrimonial, pero el subsistente fuese realmente un bien, una forma de “vivir para el otro” y de “abnegación”, incluso en medio de la posible ausencia de los otros tres , ¿no sería la Iglesia el lugar idóneo para un reconocimiento profético, en lugar del severo tribunal de un juicio de exclusión?

5.5 El centro y la periferia: los diferentes lenguajes de la Iglesia

 En conclusión, nos preguntamos cuál debe ser la conciencia de los ministros de la Iglesia ante el fenómeno de la unión y la generación. ¿Debe ser la conciencia de los empleados de una institución que carga, importa e impone el centro en todas las periferias? ¿O de hombres de Dios que llevan al centro cada periferia, por remota y aislada que sea? La Iglesia no establece ni impone el bien: sobre todo, lo reconoce y lo acepta. Por tanto, la cuestión decisiva no es cuál es el poder de la Iglesia sobre la bendición, sino cuál es la autoridad que el bien real y el bien posible ejercen sobre la Iglesia misma. La primera pregunta surge de una Iglesia “cerrada en su centro”; el segundo surge espontáneamente de una Iglesia verdaderamente en salida universal, convencida de tener un centro eucarístico, pero también un cuerpo sacramental y, finalmente, una periferia y un “fuera de sí” para ser estimulado en la alabanza, la acción de gracias y la bendición. Una iglesia que sabe poder y deber hablar con diferentes lenguajes en su centro, en su cuerpo agrandado y en los márgenes más extremos de su periferia. Qué semejanza a su Esposo y Señor podía reencontrar en sí misma una Iglesia que estuviese acostumbrada a comer con prostitutas y publicanos, que supiese pararse a conversar con mujeres de muchos maridos, que no desaprovechase la oportunidad de relacionarse con los ciegos de nacimiento y con los pobres enfermos, en los que siempre podrá descubrir, sin gran sorpresa y con magnánima apertura, el rostro lleno de esperanza de las “primicias del Reino”. Por eso, las distinciones entre matrimonio, unión civil y unión natural sirven precisamente para reconocer, en cada realidad, tanto bien como sea posible por parte de una Iglesia que se reconoce no solo como maestra, sino sobre todo como madre.

Andrea Grillo. Pontifício Ateneo San Anselmo (Roma); Abadía de Santa Justina (Padua). Texto original en italiano. Traducción al portugués Paolo Brivio; revisor Francisco Taborda. Sometido: 03/03/2021. Aprobado: 06/06/2021. Publicado: 30/12/2021.

Referencias

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Dialogo interreligioso

Índice

1 Aspectos históricos: diálogo y misión

2 Aspectos teológicos: qué es el diálogo interreligioso

3 Aspectos conceptuales: diálogo interreligioso y diálogo interfe

4 Aspectos Críticos: desafíos al Diálogo Interreligioso

Referencias

1 Aspectos históricos: diálogo y misión

Las experiencias de diálogo interreligioso han marcado el escenario cultural mundial y también el del contexto latinoamericano, especialmente en las últimas décadas del siglo XX y en las primeras décadas del XXI. No es tarea fácil ubicar en la historia una referencia del comienzo de estas experiencias, incluso porque la misma noción de “religión” parece ser rehén de las lógicas occidentales modernas. En este sentido, en el campo de la fe judeocristiana, por ejemplo, es posible referirse a experiencias de encuentros entre grupos de diferentes contextos culturales o étnicos aún en el período bíblico, lo mismo puede decirse de otros períodos históricos.

Sin embargo, en referencia a los movimientos de diálogo interreligioso que más impactaron en las experiencias actuales, en general se destacan dos momentos significativos. El primero se refiere a las experiencias de trabajo misionero en el campo protestante desarrolladas a lo largo del siglo 19. Las raíces de esta preocupación teológica ganaron densidad cuando los esfuerzos misioneros del mundo protestante en Asia, África y América Latina, motivados por el liberalismo teológico, develaron las cuestiones ecuménicas y, aun en medio de propuestas misionales verticalistas, dieron lugar a espacios de diálogo interreligioso, procesos de aprendizaje y fermento de una teología ecuménica interreligiosa. Tales experiencias inevitablemente generaron o reforzaron, por un lado, visiones sectarias y de imposición cultural y, por otro lado, acciones dialógicas y cooperativas entre grupos de diferentes religiones.

Este segundo conjunto de experiencias –en su mayoría realizadas por mujeres, aunque no siempre visibilizado– tuvo un fuerte impacto en el movimiento ecuménico de la época. Tales experiencias llevaron, en el siglo XX, a la formación del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), que tiene en sus bases constitutivas una fuerte preocupación por el diálogo y la cooperación interreligiosa. Se suman a las otras dos bases del movimiento ecuménico, que son los esfuerzos de unidad de los cristianos y los de carácter laico que se conocieron en su momento como diálogo y acercamiento de “todas las personas de buena voluntad”.

Este cuadro resaltó el hecho de que no sólo los análisis científicos sobre el pluralismo religioso, sino también la teología ecuménica de las religiones, han ido ganando protagonismo en el debate actual desde entonces. Estas perspectivas, aunque fragmentarias, abarcaron la primera mitad del siglo XX y desembocaron en fuentes teológicas muy ricas, como la del teólogo Paul Tillich, por ejemplo. Escribió el famoso texto “El significado de la historia de las religiones para un teólogo sistemático”, conferencia realizada días antes de su muerte y publicada en The future of religions (1966).

Las experiencias misioneras del campo protestante que destacaron la dimensión ecuménica interreligiosa y el espacio de articulación de estas en el Consejo Mundial de Iglesias, especialmente en sus conferencias misioneras, generaron nuevas ideas y prácticas (CUNHA, 2010). A pesar de los aspectos negativos de las vinculaciones de las religiones con la cultura y la política que generaban formas de violencia, se buscó una mirada teológica y misionera de las religiones que priorizara la apertura dialógica presente en la vida y las posibilidades de cooperación.

El presupuesto del movimiento misionero ecuménico era que el diálogo aumenta la capacidad humana para la autorrealización y la realización del otro (ARIARAJAH, 2011). Es un reconocimiento de que el otro me permite una transición a una nueva posición. Tal situación estimula y posibilita las prácticas de devenir humano y al mismo tiempo crea condiciones para que los procesos teóricos de comprensión de la vida sean más completos y consistentes. “Cuando se establece el diálogo, no solo se vive una preocupación teórica (quien dialoga con nosotros), sino que también se manifiesta un compromiso práctico, que, además, exige comprensión mutua” (SANTA ANA, 2010, p. 112). Se trata del Yo y Tú, de Martin Buber. Es la conciencia descubriéndose a sí misma como existencia gracias al otro. Esta ha sido, y aparece, como una fuerte necesidad de ser una de las fuentes fundamentales de inspiración para el movimiento ecuménico.

Esta perspectiva motivó e hizo posible, en las décadas siguientes, una serie de reflexiones teológicas sobre los desafíos de valorar el pluralismo y el diálogo y la cooperación interreligiosos. Esto se dio en varios círculos ecuménicos y pastorales, con buena producción colectiva y destacando los escritos de John Hick, Christine Lienemann-Perrin, Wesley Ariarajah, Clare Amos, Julio de Santa Ana, Inderjit Bhogal y Jürgen Moltmann, entre otros. Este último, enfatizando la esperanza y la visión teológica protestante, expresada en varias iniciativas de cooperación interreligiosa, muestra que el

El concepto de diálogo se presentó como apropiado para definir el encuentro y la convivencia de diferentes comuniones en la sociedad moderna […] toda vida multirreligiosa debe comenzar con un reconocimiento mutuo, que lleva a oírse los unos a los otros, y a hablar unos con otros. (MOLTMANN, 2004, p. 28, destaque do original)

Un segundo momento en el campo cristiano que siguió a éste fue la aglutinación de experiencias de diálogo, con el consiguiente reforzamiento de esta noción, realizadas en torno al Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965), de la Iglesia Católica. En el campo católico romano, bajo el influjo de los vientos renovadores de este concilio, se fortalecieron diversas experiencias de diálogo interreligioso y de reflexión teológica sobre los temas emergentes de esta aproximación. Teólogos como Karl Rahner, Hans Küng, Yves Congar, Edward Schillebeeckx y Raimon Panikkar, entre otros, forjaron nuevas perspectivas teológicas que, décadas después, comenzaron a profundizarse y revisarse.

A nivel eclesiástico, el Papa Pablo VI creó, en 1964, el Secretariado para los No Cristianos, el cual, en 1984, publicó el documento Diálogo y Misión, en el que se declaraba que el diálogo es parte inherente e indispensable de la misión misma, y no algo que se le agregue. En 1991, para celebrar el 25° aniversario de la Declaración de Nostra Aetate del Concilio Vaticano II, en cooperación con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, nuevo nombre para el Secretariado para los No Cristianos, publicó Diálogo y Proclamación, en el cual se profundizaron elementos contenidos en el primer documento, indicando que ningún anuncio de la fe debe hacerse sin diálogo. El documento propone cuatro dimensiones que pueden ser etapas del diálogo interreligioso: el diálogo de vida (acercamiento de amistad), el diálogo de servicio (trabajar juntos en el compromiso social), el diálogo propiamente teológico y, finalmente, el diálogo en la oración común (BARROS, 1996).

Una iniciativa notable de Juan Pablo II fue el Encuentro Interreligioso de Asís, realizado en 1986, que reunió a todos los principales líderes de las iglesias cristianas y a sesenta representantes de otras religiones para rezar por la paz. En 2016, con motivo del 30 aniversario del primer encuentro, se dieron cita en la misma ciudad 500 representantes de diferentes religiones, además de unos 12.000 peregrinos. La Comisión Teológica Internacional, organismo vinculado al Vaticano, también ha emitido documentos y declaraciones sobre la relación entre la fe cristiana (entendida desde la Iglesia católica) y otras religiones. Además, el Vaticano ha creado comisiones internacionales para el diálogo bilateral. El Papa Francisco ha intensificado el diálogo con el judaísmo y el islam, con importantes visitas y encuentros, entre ellos el encuentro con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, de El Cairo, quien lo inspiró en la encíclica Fratelli Tutti.

Desde las últimas décadas del siglo XX, ha habido un florecimiento de nuevas concepciones teológicas que surgen de la preocupación por el encuentro y el desencuentro del cristianismo con otras religiones. En el ámbito católico destacan las aportaciones, en su mayoría masculinas, especialmente las de Jacques Dupuis, Michael Amaladoss, Claude Geffré, Roger Haight y Paul Knitter. Tales visiones se intuyen y se basan en prácticas concretas de cooperación y diálogo interreligioso, parte de ellas forjadas en los desafíos concretos de las prácticas misioneras.

En el contexto latinoamericano, la perspectiva pluralista de las religiones y las prácticas de diálogo desafían fuertemente a la teología y la pastoral, especialmente por su vocación liberadora y los desafíos que surgen de la composición cultural del continente, fuertemente marcado por las diferencias religiosas que se interpenetran en las formas más diferentes. Uno de los hitos de esta reflexión y propuesta fue el I Encuentro Continental de la Asamblea del Pueblo de Dios, realizado en 1992, en Quito, Ecuador, con cierto énfasis en las indicaciones de D. Pedro Casaldáliga de que, además de dialogar, se abriese un camino de unidad en las diversidades religiosas con miras a servir a la transformación del mundo con miras a la paz y la justicia ecosocial.

Estos procesos motivaron a la teología latinoamericana, entre sus múltiples interrogantes, temas y confrontaciones práctico-pastorales, a elaborar una reflexión sobre los desafíos del pluralismo religioso y las posibilidades de diálogo. El hito de estas reflexiones fue la publicación de la serie Por los múltiples caminos de Dios, con el auspicio de la Asociación de Teólogos del Tercer Mundo (ASETT), con la obra de José María Vigil, Marcelo Barros, Diego Irarrazaval y Luiza Tomita. Se trata de cinco volúmenes cuyos títulos ofrecen una idea del proceso progresivo que ha vivido el tema: Por los múltiples caminos de Dios: desafíos del pluralismo religioso a la Teología de la Liberación (2003); Pluralismo y Liberación: Por una Teología Latinoamericana Pluralista desde la Fe Cristiana (2005); Teología Pluralista Latinoamericana de la Liberación (2006); Teología Pluralista Liberadora Intercontinental (2008); y Por una Teología Planetaria (2011).

También se destacan los escritos de Faustino Teixeira, desde la obra que organizó, Diálogo de pájaros: por los caminos del diálogo interreligioso (1993), hasta Teología y pluralismo religioso (2012a) y Cristianismo y diálogo interreligioso (2014), cuando sentó las bases de su teología pluralista. Teixeira también destaca en sus obras diferentes prácticas dialógicas, con la recuperación de experiencias de grupos y personas como Thomas Merton, Henri le Saux, Louis Massignon, lo que el autor llamó “buscadores de diálogo” (TEIXEIRA, 2012b). Siguiendo un “pluralismo de principios”, más que un reconocimiento de la historia, las doctrinas, los relatos sagrados y las concepciones de verdad del otro, estas visiones entienden el pluralismo como algo que pertenece al gran Misterio. “Todas las religiones y espiritualidades son, por tanto, asumidas en esta interioridad. Esta concepción genera actitudes de promoción y cuidado de las diferencias, ya que cada uno contempla, medita, asimila y revela facetas del Misterio.” (PANASIEWICZ, 2020, p.44).

2 Aspectos teológicos: qué es el diálogo interreligioso

En general, los diálogos y la cooperación interreligiosa están relacionados con la mayor o menor visibilidad de la importancia pública de las religiones en los procesos de promoción de la paz, la justicia y la integridad de la creación. Es un hecho que existen diferentes formas y posibilidades de diálogos interreligiosos, pero los que se han destacado en el escenario ecuménico en las últimas décadas tienen fundamentos teológicos y religiosos asentados en estos procesos (SANTA ANA, 2010).

Para ello hay que presuponer la conocida triple dimensión del ecumenismo, consagrada en sectores teológicos y pastorales sensibles a la amplitud que tienen o deben tener las experiencias de diálogo: (i) la unidad de los cristianos, a partir del reconocimiento del escándalo histórico de divisiones y de la preocupación por construir perspectivas misioneras ecuménicas; (ii) la promoción de la vida, basada en los ideales utópicos de una sociedad justa y solidaria y en el entendimiento de que pueden regir la organización de la sociedad integrando a todos los de ‘buena voluntad’; y (iii) el diálogo interreligioso, en la búsqueda incesante de la superación de los conflictos, de la paz y de la justa comunión de los pueblos. Por tanto, el diálogo interreligioso no es “una” expresión junto al ecumenismo, sino que lo constituye en esencia y propuesta. Asimismo, existe interés en profundizar los procesos de humanización, democracia, ciudadanía y defensa de los derechos humanos y territoriales. No son –o no deberían ser– una opción para las experiencias y movimientos interreligiosos, pero representan su base para la acción.

En el debate sobre el pluralismo religioso y las posibilidades de diálogo y, sobre todo, la relación de estas dos dimensiones con la sociedad, seguimos, a partir del principio pluralista (RIBEIRO, 2020), el entendimiento de que cualquier acción o reflexión sobre humanización, democracia y los derechos humanos, base de la cooperación y los diálogos interreligiosos, requiere análisis más consistentes y posiciones más claras sobre los temas que están más directamente relacionados con ellos. La lista no es pequeña, por lo que destacamos la lucha contra el racismo, el sexismo y la homofobia, y la crítica al sistema capitalista como productor de desigualdades sociales, violencia y pobreza. Resaltamos, como ya se mencionó, que no se trata de temas paralelos, uno al lado del otro, sino más bien de una amalgama y un enredo sociocultural que exige una permanente y profunda crítica al sistema económico, con foco en la reflexión y la acción respecto de las causas de las divisiones que se producen en sociedad.

Tanto por las dificultades históricas de las religiones para abordar tales cuestiones como por la riqueza teológica de varios grupos que reaccionaron a los procesos dominantes y se mostraron francamente a favor de profundizar la democracia y los derechos, este proceso evaluativo, reflexivo y propositivo se vuelve cada vez más imperativo. Si es asumido por diferentes religiones y espiritualidades o por sectores de ellas, hará más viables, fluidos y significativos para la sociedad los esfuerzos de diálogo interreligioso.

Tal perspectiva destaca la importancia de la visión pluralista. Tanto en el análisis del marco del pluralismo religioso como en las posibilidades prácticas de las aproximaciones interreligiosas, generalmente se tiene en cuenta la noción de que la visión pluralista ni anula las identidades religiosas, por un lado, ni las absolutiza, por otro. La perspectiva pluralista mira a las religiones en un nivel dialógico, considerando cada contexto, especialmente las diferencias de poder presentes en ellas. No se trata de la igualdad de las religiones, sino de relaciones justas, dialógicas y propositivas entre ellas.

Predomina la visión de que cada expresión religiosa tiene su propuesta salvífica y de fe, que debe ser acogida, respetada, valorada y mejorada a partir del diálogo y del acercamiento mutuo. Tal perspectiva no anula ni disminuye el valor de las identidades religiosas –en el caso de la fe cristiana, la importancia de Cristo–, sino que las conduce a una profundización y maduración impulsadas por el diálogo y la confrontación justa, amable y corresponsable. Así, la fe cristiana, por ejemplo, sería reinterpretada desde la confrontación dialógica y creativa con otras formas de fe. Lo mismo debe ser cierto para todas y cada una de las tradiciones y espiritualidades religiosas.

Consideramos que la visión pluralista, como base para el diálogo y la cooperación interreligiosa, supera otros modelos de la teología ecuménica cristiana, como la que considera a Jesucristo ya la Iglesia como camino exclusivo de salvación; lo que considera a Jesucristo como el camino de salvación para las personas, aunque sea implícitamente, lo que se llamó inclusivismo; y la perspectiva relativista, en la que Jesús es el camino para los cristianos, mientras que para otros el camino es la propia tradición, sin mayores esfuerzos de autocrítica, revisión e interpelación mutua.

Para la teología cristiana –y otras perspectivas religiosas estarían igualmente implicadas– la concepción pluralista forjaría cuestiones diferentes y cruciales. Uno de ellos sería en torno al significado/sentido de aspectos relacionados con la fe cristiana (como Cristo, la Iglesia, el Reino de Dios, la salvación, el Espíritu Santo, la creación, etc.) a la hora de pensar en una nueva forma de hacer teología en un contexto de pluralismo y diálogo religioso. A partir de “una interconexión plurirreligiosa, la experiencia de lo sagrado realizada dentro del cristianismo, es decir, la mística cristiana, hoy está interpelada y llamada a aprender de las experiencias místicas de otras religiones” (BINGEMER, 2002, p. 319).

Otra cuestión que surge para todas las expresiones de fe es en torno a la cuestión de cómo el diálogo y la aproximación concreta entre ellas contribuyen a una mejor comprensión de la fe (considerando la diversidad de tradiciones y experiencias) y un mejor discernimiento de las consiguientes implicaciones éticas en el mundo (LIENEMANN -PERRÍN, 2005). Las exigencias éticas, con todas las variedades que exige cada contexto y momento histórico, han llevado a muchos grupos a defender la paz entre religiones como presupuesto de la paz entre naciones (KÜNG, 1993). Para ello son necesarios “puentes interhumanos”, considerando que “el encuentro con el otro propiciará la ampliación del conocimiento, la noción de verdad y, de manera especial, la concepción del cuidado, que, más allá de la interacción interpersonal, alcanzará dimensiones planetarias” (PANASIEWICZ, 2020, p. 44).

En esta dirección, la cooperación y los diálogos interreligiosos han destacado elementos clave de la experiencia religiosa y humana, como la alteridad, el respeto a la diferencia, la hospitalidad, las visiones dialógicas y plurales, la cooperación práctica y ética en torno a la búsqueda de la justicia en relación con los grupos empobrecidos y sometidos por las más diversas formas de dominación y la búsqueda del bien común. La aproximación y el diálogo entre grupos de diferentes expresiones religiosas, en general, cooperan para que puedan construir nuevos entendimientos sobre sus roles en la sociedad y reconstruir sus identidades y principios fundacionales. De ahí el énfasis en el diálogo justo como condición esencial para la construcción de una auténtica identidad, teniendo en cuenta las diferencias de poder entre cada expresión religiosa.

A través de la cooperación y el diálogo, las diferentes perspectivas y expresiones religiosas pueden reconstruir permanentemente sus contribuciones al mundo dentro de los criterios de justicia, paz e integridad de la creación. “El diálogo interreligioso asociado al diálogo intrarreligioso, el diálogo dentro de cada religión y espiritualidad revela contingencias, vulnerabilidades y potencialidades, convirtiéndose en fuente de renovación para todas las partes involucradas” (PANASIEWICZ, 2020, p. 45). En la esencia del diálogo están el reconocimiento de la alteridad y la valoración de las diferencias.

Las posibilidades del diálogo interreligioso exigen también la apertura de las personas y de los grupos implicados respecto a la dimensión existencial. “Esta abertura a sí mismo y al otro fundamenta el ideal de hospitalidad, pues acogida y agonía ante lo diferente se articulan, desafiando y estimulando nuevas construcciones existenciales y religiosas” (PANASIEWICZ, 2020, p. 46). De manera similar, es posible pensar el encuentro con el otro como una expresión de espiritualidad. “Comprender al otro religioso es, entonces, un proceso espiritual. A medida que yo lo cobijo en mi espíritu como él pasa a tener sentido para mí. El diálogo espiritual es vital; comprender una religión implica un tipo de experiencia en su espíritu” (WOLFF, 2016, p. 179).

Tales bases teológicas, asociadas al avance de las investigaciones científicas sobre temas relacionados con el pluralismo religioso, han destacado la importancia de las prácticas de diálogo interreligioso. En parte, este énfasis se da como respuesta a la realidad sociocultural en la que encontramos, especialmente en las últimas décadas, una mayor visibilidad de la diferencia religiosa, en Brasil y en el mundo, y una mayor intensidad en el debate sobre religión y democracia, especialmente en cuestiones relacionado con el laicismo del Estado. Sin embargo, lo que más ha movilizado la atención de diversos sectores sociales es, sobre todo, la ambigüedad de términos, al mismo tiempo, situaciones conflictivas e incluso violentas entre grupos religiosos, por un lado, y la búsqueda de diálogo y cooperación entre expresiones religiosas distintas en diferentes ámbitos de la vida social, por otro.

3  Aspectos conceptuales: diálogo interreligioso y diálogo interfe

Hay una perspectiva conceptual que enfatiza la distinción entre diálogo interreligioso y diálogo interfe. Hasta cierto punto, el primero ya está consagrado en la mayoría de los círculos religiosos y académicos. En América Latina ha sido trabajada, sobre todo, por autores como Faustino Teixeira (2014) y José María Vigil (2006).

La segunda, más común en otros continentes, tiene mayor densidad, pues apunta a un mayor dinamismo, espontaneidad y libertad en las relaciones entre las distintas manifestaciones religiosas.

El diálogo interreligioso se construye con encuentros de personas y grupos con una fe viva y dinámica. Por lo tanto, la expresión ‘interfé’ se da de una manera más amplia […]. Cuando dejamos el ethos institucional y pasamos a la complejidad de la vida y las interacciones humanas, la dinámica del diálogo interfe tiene lugar de manera orgánica y entrelazada. (TOSTES, 2020, p. 42)

En un intento de superar los esencialismos occidentales, que definen lo que es la religión, excluyendo otras experiencias y alteridades “no oficiales” o más espontáneas, varios autores proponen el uso de la expresión diálogo interfe. Revela que “se están dando conversaciones e interacciones entre personas que pertenecen a credos, no entre religiones per se, entre religiones como sistemas de creencias y prácticas” (PUI-LAN, 2015, p. 21). Tal perspectiva colocaría a todos los creyentes y grupos en un plano similar y horizontal y facilitaría diálogos más auténticos y justos. Además, también vale la pena señalar que los diálogos se dan en diferentes niveles, “entre líderes religiosos en encuentros ecuménicos, entre académicos en espacios académicos y en comunidades locales y no jerárquicas” (PUI-LAN, 2015, p. 25).

Es un hecho que los diálogos interfes siempre han tenido lugar, sobre todo en los sectores populares, pero no siempre debidamente visibilizados. Tales experiencias se basan en

las relaciones cotidianas, los entrelazamientos y negociaciones de la identidad de la propia comunidad, las uniones y encuentros para la supervivencia y la resistencia. Es el diálogo de los laicos, de las personas de base, que se reúnen y aprenden unos de otros la dinámica de la vida y de la fe. (TOSTES, 2020, p. 42)

Así, más allá de las jerarquías religiosas y los lugares comunes que circunscriben el diálogo interreligioso y que, en la mayoría de los casos, mantienen ocultos los diferenciales de poder que ocupan cada sujeto y cada tradición en la constelación plural de religiones, “es imperativo que las personas de todas las religiones trabajen hacia un futuro en el que la religión pueda ser una fuerza, no para la destrucción, sino para el bien común” (PUI-LAN, 2015, p. 32).

Una dimensión teológica prominente que facilita el diálogo interreligioso es la noción de polidoxia. Ella adquiere importancia en la medida en que, con respecto a los enfoques interreligiosos, evita interpretaciones y acciones bipolares (del tipo ortodoxia versus heterodoxia, o incluso verdad versus herejía). La polidoxia se constituye a partir de la crítica y el desenmascaramiento del pensamiento único y se entiende en el contexto de la multiplicidad, del “no saber”, propio de las experiencias apofáticas y de la relacionalidad de las concepciones religiosas de lo divino o lo sagrado.

La noción de polidoxia pretende superar las visiones dicotómicas que, en general, inhiben la realización de un diálogo interreligioso y cultural auténtico. A través de ella, es posible exponer los límites de la razón occidental en cuanto al respeto por el “otro”: Para abrir caminos a la alteridad será preciso, entonces, romper con las pretensiones totalitarias occidentales que, por medio del pensamiento ontológico moderno, piensan agotar al otro en el sí mismo. En este sentido, es necesario superar concepciones rígidas sobre las identidades religiosas, que, basados ​​en prerrogativas exclusivistas de superioridad, inhiben el acceso al reconocimiento de “otro” que es diferente del “mismo”. (PUI-LAN, 2015).

Al demostrar que la alteridad es una dimensión y realidad constitutiva del ser, entendido siempre como interser –es decir, que el yo sólo es yo por su interacción con el otro–, el diálogo interreligioso puede contribuir a la superación de todo tipo de violencia. y por una cultura ecuménica de solidaridad, justicia y paz. El debate sobre la construcción de nuevos imaginarios dialógicos cobra fuerza a medida que valoramos el concepto de que “si la religión quiere convertirse en una fuerza de construcción de paz y no en una causa de intolerancia y conflicto, una nueva construcción y nuevas relaciones con el ‘otro diferente en cuanto a la religión’ deben buscarse” (PUI-LAN, 2015, p. 32).

4  Aspectos Críticos: desafíos al Diálogo Interreligioso

Varios elementos críticos y autocríticos surgen de las prácticas de diálogo en el contexto de las evaluaciones de los movimientos ecuménicos interreligiosos. Uno que se destaca proviene de las cuestiones de género. Escuchar las voces de las mujeres es indispensable, porque “lamentablemente en muchas reuniones ecuménicas y en el Parlamento Mundial de las Religiones se ha marginado la participación de las mujeres y sus voces” (PUI-LAN, 2015, p. 33). Así, dado que históricamente el diálogo interreligioso ha estado marcado predominantemente por la presencia mayoritariamente masculina, “el desafío del género es el desafío de la alteridad, en el que la mujer, en el diálogo, puede ser doblemente otra, si es mujer de otra creencia en una reunión compuesta predominantemente por hombres” (PUI-LAN, 2015, p. 35).

Entre las diferentes posibilidades de contribución de las teologías feministas al debate sobre el pluralismo y sobre el diálogo interreligioso, se destaca la crítica al universalismo cristiano y a las visiones cristológicas sexistas, patriarcales, elitistas y racistas. Las teólogas feministas han reflexionado sobre los problemas sexistas derivados de la visión religiosa monoteísta y los que se desprenden de las metáforas patriarcales utilizadas en la construcción de la imagen de Dios, incluidas las cristológicas (TOMITA, 2005). Tales perspectivas dogmáticas han excluido a las mujeres de la toma de decisiones y el poder en las esferas religiosas. Además, algunos de estos dogmas también han marginado a hombres y mujeres de diferentes razas y culturas, en nombre de un Cristo blanco, con rasgos europeos (GEBARA, 2017).

Los esfuerzos de las visiones teológicas feministas por buscar imágenes femeninas de Dios son de gran importancia para los diálogos interreligiosos. Se centran en expresiones de fe en una divinidad no androcéntrica, que es una fuente de iluminación crítica de las formas de patriarcado y sexismo. El foco es la experiencia espontánea de fe que promueve la sanación y valora el cuerpo, la sexualidad, el cuidado y protección y la responsabilidad ética con la creación y la naturaleza (DEIFELT, 2006).

Como resultado de la percepción de las limitaciones e insuficiencias de los esfuerzos de “buena voluntad”, es decir, conscientes de que no basta con “dar la voz” a la otra persona para que el diálogo se establezca de manera justa y equitativa, se destacan dos conceptos fundamentales: los diferenciales de poder y la noción de apropiación.

En cuanto a la noción de diferencia de poder, “las mujeres de diferentes credos no entran en el diálogo en pie de igualdad” (PUI-LAN, 2015, p. 38). No basta que todas nos coloquemos en una posición de diálogo -como las mujeres cristianas y musulmanas alrededor de una mesa- si no tenemos en cuenta el lugar desde el que cada persona o grupo habla y actúa y las diferencias de poder a las que están circunscritas.  Lo que puede pasar es que, en lugar de privilegiar la alteridad, se refuercen las subalternidades y la dominación.

Para evitar este tipo de malentendidos, desde la génesis de los procesos de diálogo, es fundamental que se establezcan las líneas que los guiarán, explicando y cuestionando las diferencias de poder en cuestión. Tal práctica apunta a descentralizar y relativizar el poder, de tal forma que la otra persona o grupo no sea “obligado constantemente a compararse con la norma mayoritaria o la norma dominante” (PUI-LAN, 2015, p. 50). Además, “en el diálogo interfe, los participantes que pertenecen a la tradición dominante necesitan educarse sobre otras tradiciones religiosas para garantizar a todos las mismas condiciones” (PUI-LAN, 2015, p. 51).

La segunda contribución crítica se refiere a la noción de apropiación. Al respecto, “la mera inclusión de algunas voces simbólicas, sin reconsiderar fundamentalmente los presupuestos y esquemas epistemológicos en juego, no es verdadera diversidad” (PUI-LAN, 2015, p. 52-53). Como ejemplo, podríamos citar las apropiaciones indebidas realizadas por las diversas expresiones espirituales de la Nueva Era y también por grupos cristianos hacia las tradiciones autóctonas.

Hoy, la apropiación indebida de la espiritualidad indígena continúa con las mismas prácticas genocidas de sus antepasados. Los rituales indígenas son sacados de contexto y reenvasados ​​para consumo y lucro de los blancos, sin respetar su integridad y su uso en las comunidades indígenas. (PUI-LAN, 2015, p. 57)

En las actividades y encuentros interreligiosos es común, en ausencia de representantes indígenas, realizar momentos litúrgicos con cantos, música y presentaciones, como una especie de atisbos de la cultura indígena. En otras palabras, se apropia de la cultura indígena, aunque no exista un compromiso efectivo y una responsabilidad dialógica de los pueblos originarios. Esto, en general, ocurre por tres razones básicas: a)la negación: a partir de  la idea de que los pueblos indígenas están en extinción y que, por tanto, es necesario proteger los elementos culturales del pasado para que se conserven en la memoria; b) el síndrome de querer ser indio: común en las culturas blancas que fetichizan las culturas nativas y lo nativo a través de imaginaciones románticas y utópicas – como el “buen salvaje”; y c) la culpabilidad en busca de redención, que lleva a los blancos, conscientes del daño causado a la cultura indígena, a interesarse por las culturas originarias para poder saldar sus deudas afectivas.

Las realidades de las culturas religiosas afroindígenas que marcan el contexto latinoamericano, pero que también están presentes en otros continentes, permiten revisar la fe y las teologías en diferentes aspectos, consideradas con una postura de diálogo crítico e interpelante. Esto tendrá consecuencias para las formas de cooperación y las prácticas de diálogo interreligioso.

Entre estos aspectos, es importante destacar al menos dos de ellos: el primero es la ampliación de la mirada sobre la realidad, sobre el ser humano y sobre el cosmos, a partir de la primacía de la experiencia comunitaria en detrimento de las lógicas doctrinales y formales, y también en el mayor énfasis en la dimensión de despojo y autodonación frente a las formas cristológicas sacrificiales. Las muchas idealizaciones de estas culturas hechas por diferentes círculos en los campos de la antropología, la teología y las ciencias de la religión están excluidas de estos puntos de vista. Sin embargo, no se pueden negar los rasgos de inclusión y respeto por el ser humano y la naturaleza presentes en la experiencia de las naciones indígenas y pueblos de cultura negra (LIMA, 2006). El segundo aspecto es que las dimensiones de la subjetividad y las experiencias lúdicas y rituales de los grupos religiosos afroindígenas, antes vistas como una interpelación a la teología cristiana, redimensionarían el carácter fuertemente racional presente en ellas y generarían nuevas síntesis entre fe y acciones prácticas.

En el caso de una teología cristiana del pluralismo religioso, estructurada sobre la base del diálogo y la cooperación interreligiosa, ella será dialogante o no será teología del pluralismo religioso; sin diálogo abierto, será una propuesta falsa. El diálogo interreligioso se verá perjudicado e incluso imposibilitado si se establece sobre la base de una relación asimétrica entre las diferentes expresiones religiosas involucradas. No hay posibilidad de diálogo mientras la teología cristiana sea considerada “teología” y la teología de las herencias africanas siga siendo considerada “mera creencia” (SILVA, 2003, p. 99).

Buena parte de las iniciativas de diálogo aún mantienen parámetros de reflexión centrados en el universo conceptual cristiano y no reflejan de manera profunda y radical una actitud dialógica desde “dentro” de las culturas mencionadas. En otras palabras, la voz de los sabios y sabias de las culturas afroindígenas aún no se constituye como una expresión clara de voces que interpelen y dialoguen con grupos teológicos cristianos. Esta crítica enfatizaría la necesidad de cambiar el lugar teológico a partir de las realidades de las culturas religiosas afroindígenas y sus cosmovisiones. Se trata de valorar el aporte de visiones teológicas y espiritualidades forjadas en experiencias interreligiosas que, al considerar las culturas indígena y negra, disfrutan de la tensión creativa entre ritualidad y racionalidad y articulan las subjetividades del mundo afroindígena y la racionalidad cristiana occidental, con miras a una teología interfes.

Con esta visión, se hace posible interpretar más adecuadamente las formas religiosas tradicionales y populares de los diferentes países, sus diversidades internas, como un intento de darles el valor y peso que tienen. Tal perspectiva abre nuevas posibilidades para los diálogos interreligiosos, sobre todo porque cuestionaría y rediseñaría los imaginarios que el pluralismo religioso crea con la máxima “todos somos iguales”. En este sentido, del mismo modo que la reunión de grupos religiosos para el diálogo y la participación social conjunta puede generar formas veladas de dominación al ocultar diferencias de poder entre ellos, la comprensión moderna reduccionista de la religión, no propiamente aplicable a los grupos tradicionales, puede ser otra artificialidad que afecta los procesos de diálogo interreligioso. Por lo tanto, la noción misma de “religioso” necesita ser repensada.

Otro aspecto que ha cuestionado el debate teológico sobre el pluralismo y sobre las prácticas del diálogo interreligioso son las mencionadas nociones de universalismo, las cuales, en general, son esencialistas e idealistas. En general, se constituyen sin la debida atención a las diferencias y expresiones de la vida cotidiana y favorecen así formas veladas de dominación cristiana, ya sea a nivel práctico o simbólico.

Finalmente, otro desafío para el diálogo interreligioso reside en las reconfiguraciones del marco religioso y cultural latinoamericano. En este contexto, entre muchos otros factores, está la valoración del sincretismo, antes visto negativamente y como un obstáculo para el diálogo. Se convierte, al mismo tiempo, en un elemento crítico para las expresiones formales e institucionalizadas de diálogo y en un factor de aproximación entre los grupos. Esta no es necesariamente una visión poco ortodoxa; por el contrario, “las matrices bíblico-simbólicas del cristianismo están intrínsecamente abiertas a nuevas reinterpretaciones y reconceptualizaciones” (SOARES, 2003, p. 252). Esto debe darse en el diálogo y en la apertura a un proceso de reformulación dogmática, que muy bien puede hacerse entre y en conjunto con las diferentes religiones.

Una teología del sincretismo –entendida como la posibilidad de pensar la fe en un diálogo inter e intrarreligioso– tiene al menos dos aspectos como presupuestos básicos: (i) ninguna expresión religiosa vive en estado puro o está libre de ambigüedades, por lo que puede y debe estar abierto a los demás en un proceso de aprendizaje; y (ii) el sincretismo, contrariamente al sentido negativo que se le atribuye la mayoría de las veces al término, puede entenderse como una resemantización de las experiencias religiosas a partir de las relaciones aprendidas en el mundo del otro. Esto es lo que servirá de base para señalar una teología interreligiosa, que aprenda de las realidades religiosas del sincretismo que “no hay pasos hacia tal o cual religión total, porque ninguna fe o espiritualidad agota el Sentido de la Vida” (SOARES, 2008, p. pág. 213). Las experiencias espirituales sincréticas son sanas provocaciones a los rígidos conceptos de la lógica dogmática y deben ser vistas como una fuente de novedad en la búsqueda de formas nuevas y más auténticas de entender la fe tradicional.

A pesar de los siglos de abusos engendrados por el colonialismo, y a pesar de la violencia de los fundamentalismos religiosos que prevalecen en el pasado y en la actualidad, las religiones pueden contribuir efectivamente a un futuro de paz y justicia para la sociedad global.

Es importante considerar el hecho de que, históricamente, las religiones se están abriendo a una postura dialógica. Este proceso está marcado por fuerzas ambivalentes y ambiguas, ya que, si por un lado podemos visualizar las más diversas fuerzas fundamentalistas que irrumpen en la sociedad, por otro lado, encontramos simultáneamente esfuerzos ecuménicos de diálogo, cooperación y construcción de paz en muchos organismos, foros, asociaciones y grupos en todo el mundo.

Cláudio Ribeiro. UFJF. Texto original portugués. Recibido: 20/09/2021. Aprobado: 20/11/2021. Publicado: 30/12/2021.

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La lectura canónica de la biblia

Índice

Introducción

1 La expresión lectura canónica

2 El método histórico-crítico

3 Breve reseña histórica de la lectura canónica

4 Verbum Domini, Benedicto XVI y la lectura canónica

5 La perspectiva canónica y el diálogo ecuménico

6 Cuestionamientos y críticas

Conclusión

Introducción

La lectura canónica busca interpretar la Sagrada Escritura como puente entre la exégesis bíblica y el canon de los libros inspirados, teniendo como trasfondo no solo el texto en su contexto inmediato, sino en el contexto amplio en el que se inserta, como, por ejemplo, los profetas o los escritos paulinos o, aún, en su contexto canónico de Alianza, Antiguo o Nuevo Testamento y, finalmente, teniendo en cuenta toda la Biblia, como obra del Espíritu Santo. Busca interpretar un determinado texto bíblico a la luz del Canon de la Escritura, es decir, de la Biblia recibida como norma de fe por la comunidad de creyentes. A partir de ahí, busca ubicar cada texto dentro del único plan salvífico de Dios, con el objetivo de alcanzar una actualización de la Escritura para el presente (PONTIFICIA COMISSÃO BÍBLICA, 1993, p. 1326). En este sentido, está en consonancia con el principio de la enseñanza agustiniana, según el cual “una es la palabra de Dios que se extiende por todas las Escrituras; […] una solo es el Verbo, que, siendo en el principio Dios con Dios, no consta de sílabas, porque está fuera del tiempo” (SANTO AGOSTINHO, 1998, p. 89).

Así, la lectura canónica aparece, de algún modo, como un retorno a las fuentes patrísticas de la hermenéutica bíblica, atenta a la unidad de la Sagrada Escritura (ELOY E SILVA, 2010, p. 25), consciente de que el libro de la Escritura se recibe de las manos de la Iglesia e interpretada dentro de la fe eclesial (GARGANO, 2000, p. 191).

Aunque algunos autores se refieren a ella como “exégesis canónica”, no adoptaremos aquí esta expresión. Como se trata más específicamente de una aproximación o acercamiento al texto y, por tanto, se encuadra en un horizonte más hermenéutico que exegético, preferimos utilizar la expresión “lectura canónica”.

1 La expresión “lectura canónica”

El término “canon” puede significar tanto “norma, ideal” como “lista, catálogo o medida fija”. Aparece como sinónimo de “regla de la fe cristiana” en Clemente de Alejandría, en su primera carta (1 Clem 7,2), en la obra Stromata (4,15,98; 6,15,124) y en Ireneo de Lyon, en su obra Adversus Haereses (III,2,1; 11,1). Para indicar los libros bíblicos, el término aparece por primera vez en Atanasio, quien llama libros apócrifos a aquellos que no considera pertenecientes al “canon bíblico”.

La expresión “lectura canónica”, adoptada en el título de esta entrada, es un intento de elegir una palabra neutra, por entender que todo acercamiento al texto es un acto de lectura, pues la primera dificultad, cuando se trata de un enfoque metodológico de tipo canónico al texto bíblico, es la falta de consenso entre los estudiosos sobre el tema (ELOY E SILVA, 2014, p. 111).

Mientras J. Sanders usa el término “crítica canónica” (canonical criticism), B. Childs prefiere el término “enfoque canónico” (canonical approach). Ambos convergen, sin embargo, en la convicción de que el método histórico-crítico se ha mostrado inadecuado para interpretar el texto bíblico en lo que se refiere a comprender su horizonte teológico y su actualización al lector que, en todo momento, busca en el texto inspiración y comprensión para su actuación ante las cuestiones de la existencia. Algunos autores optan por utilizar la “crítica canónica” al hablar de la propuesta de Childs, aun sabiendo que el autor desaprobaba tal expresión (PARSONS, 1991, p. 255 y ss.).

La idea de un canon bíblico incluye dos ingredientes integrales, según el énfasis: la forma literaria final de la Biblia (norma normata) o la función religiosa en desarrollo (norma normans).

Childs, con su enfoque canónico, hizo una opción hermenéutica por la Biblia en su forma literaria final (norma normata), con énfasis en la comprensión de que el texto es un testimonio normativo de Jesucristo. En este sentido, el papel de la Sagrada Escritura sería el de una “regla de fe” que da testimonio de Jesucristo, en cuya encarnación se encuentra la norma para la regla de fe de la comunidad. Según él, el enfoque canónico está poco interesado en la reconstrucción histórica o lingüística de las intenciones de las etapas precanónicas de formación de una determinada composición o colección textual y, por tanto, no tiene interés de tipo diacrónico. Precisamente por eso, aún consciente de que existe un proceso canónico, es decir, un proceso dinámico de formación de las Sagradas Escrituras, Childs se dedica particularmente a la dimensión sincrónica del período en el que las Escrituras cristianas alcanzaron su forma literaria definitiva. La forma literaria final seleccionada, configurada y definida por la comunidad cristiana como escritura normativa, además de convertirse en una referencia para la misma comunidad en el pasado, puede desempeñar el mismo papel en el presente.

2 El método histórico-crítico

Como decíamos más arriba, la lectura canónica aparece como un intento de complementar los resultados obtenidos por el método histórico-crítico. Como perspectiva eminentemente diacrónica, el método histórico-crítico entiende el texto bíblico como una colección de textos antiguos que, aun siendo unidades de origen diferente, forman el cuerpo de la Escritura, resultado de un proceso complejo. Se llama histórico porque se basa en las fuentes históricas de los textos, entendiéndolos como una realidad antigua, aunque no estancada, ya que han pasado por etapas de evolución histórica. Es crítica porque es una reacción crítica a la interpretación que la precedió, particularmente la de tipo alegórico, predominante en la época medieval, y porque plantea una perspectiva de lectura de carácter puramente científico.

De lo que se puede resumir como resultado de la exégesis desarrollada en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, el método histórico-crítico tiene en cuenta los siguientes pasos a la hora de estudiar un texto antiguo: a) la crítica textual; b) análisis lingüístico (delimitación, fonética, morfología, sintaxis, semántica); c) crítica de las fuentes; d) crítica de los géneros literarios; e) crítica de las tradiciones; f) crítica histórica de la escritura (ZIMMERMANN, 1982, p. 9-15).

La crítica textual asume que ningún texto bíblico ha conservado el texto original. A partir de los diversos manuscritos, siguiendo criterios científicos, la crítica textual intenta acercarse lo más posible al texto considerado original.

Después de establecer el texto a estudiar, con base en los criterios de la crítica textual, el exégeta examina el texto a partir de su elemento unitario, que es el léxico, revisitándolo en coloquio con las unidades sintácticas simples y complejas para identificar fragmentos o conexiones que permitan acceder al origen histórico del elemento constitutivo del texto. Al dar tales pasos, por ejemplo, Hermann Gunkel acuñó la expresión Sitz im Leben y Julius Wellhausen reconstruyó las capas del Pentateuco.

La crítica de fuentes busca separar, en un texto, las fuentes antiguas consideradas originales de las entendidas como redaccionales. Un ejemplo de este trabajo, en el Nuevo Testamento, es la Cuestión Sinóptica y la elaboración sobre la hipótesis de la Fuente de los logia.

La crítica de los géneros literarios, mezclada por algunos autores con la crítica de la forma, busca identificar el tipo de texto bajo análisis, asociándolo a categorías que tienen una forma literaria similar. A esta etapa pertenece la identificación de un texto como parábola, oración, milagro, exorcismo, etc.

La crítica de las tradiciones encadena los textos, buscando determinar y describir cada etapa de una tradición en su proceso de desarrollo.

La crítica de la redacción parte del supuesto de que un texto no unitario ha pasado por un proceso de crecimiento. No solo indica la presencia de varios extractos en el texto, sino que busca identificar la relación entre ellos.

Se advierte que el método histórico-crítico se configura como un

método analítico que aborda sistemáticamente la Sagrada Escritura como lo haría con cualquier otro texto antiguo. Es además un método exigente que requiere una gran competencia filológica e histórica, en un análisis en constante diálogo con otras lenguas antiguas e incluso con la arqueología. (ELOY E SILVA, 2010, p. 18)

Algunos estudiosos se han opuesto a este método por estar demasiado preocupado por el aspecto pasado del texto, volviéndose demasiado filológico-arqueológico sin relación con el presente de la comunidad de fe que se acerca al texto bíblico para nutrirse en el presente de su historia.

3 Breve reseña histórica de la lectura canónica

En 1958, Childs publica el artículo Jonah: A Study in Old Testament Hermeneutics en el que reconoce el valor del método histórico-crítico, pero reconoce que es un método inadecuado para la interpretación del testimonio bíblico teológico del libro de Jonas, porque no se acerca al texto con “los ojos de la fe” (XUN, 2010, p. 20). En 1964 publicó otro artículo con el título Interpretation in Faith: The Theological Responsibility of an OT Commentary, en el que se exponían las principales ideas que se profundizarían más adelante, como las debilidades del método histórico-crítico para comprender el Antiguo Testamento y la necesidad de leer el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo. Entre ellos, podemos enumerar: el análisis teológico de un texto bíblico debe presuponer la fe. Así, critica el estudio racional del texto bíblico como un primer acto al que se le aplica luego la dimensión de la fe (CHILDS, 1964, p. 438); sostiene que no es el objetivo de la exégesis identificar al autor de los textos o su fecha y lugar de formación, sino identificar la intención del autor divino que inspiró los textos (CHILDS, 1964, p. 441-449). El entendimiento de que todos los libros de la biblia tienen un autor divino es lo que les da unidad. Históricamente, estos libros forman un todo para la comunidad de fe, que como tal los asume. Tal unidad no contradice el hecho de que cada libro tiene su singularidad y especificidad.

Sin embargo, en 1970, con la publicación de Biblical Theology in Crisis, Childs propone unir la Biblia con la teología como camino hacia el futuro de la teología bíblica. En esta obra acuñó el término “enfoque canónico” (canonical approach) y puso el acento en la forma final del texto, aceptado por él como autoridad para la comunidad de fe, lo que se convirtió en el elemento más emblemático de su investigación sobre el canon. Childs entiende que la relación entre lo que él llama contexto histórico y contexto canónico es similar a la relación entre la parte (el análisis) y el todo (la síntesis). Los métodos histórico-críticos son capaces de análisis, pero no de síntesis, tarea que correspondería al “enfoque canónico”.

Childs basa su propuesta metodológica en el concepto de canon bíblico, elemento considerado fundamental para la comprensión de la unidad de la Biblia y, por tanto, para la elaboración de una posible teología bíblica. Frente a la autoridad teológica del canon, corresponde al trabajo exegético encontrar la intención canónica presente en las páginas de la Sagrada Escritura, como “canon cristiano”, incluyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento. En esta perspectiva, propone poner los dos testamentos en diálogo y como testimonio unificado en la interpretación de un pasaje específico en línea con el conjunto de la revelación expresada en la totalidad de la Escritura. En otras palabras, además del trabajo exegético que relaciona un texto bíblico con su situación histórica, también debe explorar la relación entre el texto individual y su contexto canónico completo. Así, hay que tener en cuenta la realidad teológica del canon, la regula fidei, la exégesis precrítica (la Tradición) y la interpretación judía del texto (CHILDS, 1970, p. 99-107).

Childs sostiene que, a diferencia de otros intentos que buscaron construir una teología bíblica a partir de temas transversales supuestamente presentes en el corpus biblicum, como, por ejemplo, el concepto “Alianza”, defendido por Walter Eichrodt; el concepto bíblico de “Tiempo”, defendido por Oscar Cullman, o incluso el concepto de “Historia de la Salvación”, defendido por Gerhard von Rad, es preciso basarse no en “temas”, sino en la aceptación del canon como principio hermenéutico formal. Para ello, a diferencia de los métodos histórico-críticos que se basan en la individuación de las etapas precedentes que conformaron el desarrollo textual de la Escritura, Childs propone estudiar el texto desde la forma final (o canónica) en que se encuentra (CHILDS , 1979, pág. 73). En este sentido, el profesor de Yale considera el término “canónico”, por un lado, como sinónimo de la forma final del texto y, por otro, como sinónimo de “forma normativa para los cristianos”.

En 1974, Childs publicó un comentario teológico sobre el libro del Éxodo (The Book of Exodus: A Critical, Theological Commentary), en el que pone en práctica elementos de su propuesta de enfoque canónico para un texto bíblico. Para cada parte del texto, basa el comentario en seis apartados: 1. Traducción, notas textuales y filológicas; 2. Historia de Fuentes, formas y tradiciones; 3. Contexto del Antiguo Testamento; 4. Uso del Antiguo Testamento en el Nuevo Testamento; 5. Historia de la exégesis; 6. Reflexión teológica. En particular, la sección “Contexto del Antiguo Testamento” es vista por Childs como un elemento central de la obra (CHILDS, 1974, p. XIV).

En 1979, Childs publicó Introduction to The Old Testament as Scripture, y en la década siguiente, continuando con su investigación, en 1984, publicó The New Testament as Canon: An Introduction. En estas dos introducciones, presenta lecturas canónicas de los libros individuales de la Biblia, buscando señalar las cuestiones y problemas según la perspectiva diacrónica de los métodos histórico-críticos, para luego ocuparse de la forma final de cada libro considerado en sus aspectos literario y teológico como un todo.

En 1986, publicó Old Testament in a Canonical Context, una obra basada en la lectura intertextual de las tres partes de la Biblia hebrea, teniendo como telón de fondo el principio de todo el Antiguo Testamento como norma, revelación.

Sin embargo, fue en 1992, con la publicación de Biblical Theology of the Old and New Testaments: Theological Reflection on the Christian Bible, cuando Childs dio un importante paso adelante. En este trabajo, señala el problema de que la Biblia cristiana tenga varias formas canónicas y el hecho de que la Iglesia primitiva, al usar la Septuaginta, tenía una concepción canónica diferente a la Biblia hebrea, no solo en la forma en que normatiza la lista de los libros, sino también en la forma en que los interpreta cuando los usa en el Nuevo Testamento. Propone que, para evitar que la teología bíblica sea entendida sólo como teología del Nuevo Testamento, es necesario comprender que el Antiguo Testamento es también un testimonio de Jesucristo, no en el sentido de indicación explícita, sino en el de sentido que no puede entenderse sin el Nuevo Testamento, en el cual la persona de Cristo ocupa el foco central. También significativo, en esta obra, su último capítulo, en el que el autor demuestra cómo es posible partir de la exégesis bíblica para llegar a la teología.

Al comienzo del nuevo milenio, Childs dedica dos obras al profeta Isaías: Isaiah, A Commentary (2001) y The Struggle to Understand Isaiah as Christian Scripture  (2004). También publica Biblical Theology: A Proposal (2002) y deja como último trabajo, publicado un año después de su muerte: The Church’s Guide for Reading Paul: The Canonical Shaping of the Pauline Corpus (2008). Childs falleció, a los 84 años, el 23 de junio de 2007.

Entre los puntos positivos del enfoque canónico, los autores reconocen que es un aporte significativo para corregir las carencias del método histórico-crítico, que fragmenta excesivamente el texto al analizarlo, para superar el desfase entre la exégesis y la actualización pastoral de la Biblia en vida de la Iglesia y restaurar el valor teológico de los estudios del texto bíblico.

Paralelamente a Childs, otro profesor norteamericano, de la escuela teológica de Claremont, California, James A. Sanders, al estudiar manuscritos de la cueva 11, en sus obras The Psalms Scroll of Qumrân Cave 11 (11QPsa), de 1965, y Cave 11 Surprises and the Question of Canon, 1969, señala la diferencia entre los salmos en Qumrán no solo en términos de orden, que difiere del texto masorético, sino que también identifica varios salmos presentes en los Rollos del Mar Muerto y no en la Biblia hebrea. Concluye que el Salterio encontrado en Qumran tiene un carácter estable porque contiene un texto protomasorético y un carácter inestable porque contiene una versión del Salterio que no se encuentra en la Biblia hebrea.

En 1972, publicó su obra Torah and Canon. En este trabajo, Sanders acuñó la expresión canon criticism, expresión que cambió en 1984 a  canonical criticism en la obra  Canon and Community: A Guide to Canonical Criticism con el objetivo de leer un texto  a partir del canon, pero no del canon en su forma final, como defendía Childs, sino como un proceso a través del cual la comunidad llegaba a la forma considerada por ella  como canónicamente  significativa  . Mientras que Childs parte del “canon protestante”, teniendo en cuenta ambos testamentos, basándose en el texto masorético para el Antiguo Testamento, Sanders tiene en cuenta otros “cánones”, como, por ejemplo, además del texto masorético que representa el Tanaj judío, los otros “cánones” presentes en el cristianismo, como el protestante, el católico, el ortodoxo oriental, etc.

Sanders se interesa así por la dimensión hermenéutica de la composición inicial del texto canónico, así como por su desarrollo. Desvía la atención de la Biblia como norma normata, transfiriéndola a una comprensión de la norma normans, es decir, desplaza el foco de la forma literaria a su función eclesial. De este modo, la crítica canónica, a diferencia del enfoque canónico, se centra en cómo un texto bíblico se convierte en canónico en el acto de interpretación, es decir, cómo un texto se convierte en medio para ir al encuentro de la vida de los fieles, confortándolos, empujándolos. a alguna decisión o incluso incomodándolos, según la situación vital de la comunidad eclesial.

4 Verbum Domini, Benedicto XVI y la lectura canónica

El tema de la lectura canónica de la Escritura fue retomado durante un evento significativo para la Iglesia, cuando el 14 de octubre de 2008, durante la 14ª Congregación General de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI tomó la palabra, mostrando su preocupación por el tema “unidad entre exégesis y teología”. En su intervención recuerda la necesidad de recurrir al método histórico-crítico, basado en que el acontecimiento histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana, ya que no es mitología, sino historia verdadera. Sin embargo, esta historia tiene una dimensión ligada a la acción divina y para ello necesita un abordaje metodológico que la comprenda en su dimensión pneumatológica. Por eso, como medio de interpretación del texto bíblico, indica tener en cuenta la unidad de toda la Escritura, lo que llama “exégesis canónica”, sin olvidar la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía fidei. Concluye recordando que sólo cuando se observan los dos niveles, el histórico-crítico y el teológico, se puede hablar de una adecuada exégesis de la Sagrada Escritura. En particular, recuerda que, mientras el primer nivel recibió una atención adecuada, no puede decirse lo mismo del segundo (BENEDICTO XVI, 2008).

La preocupación de Benedicto XVI ya había sido expresada cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante la elaboración del documento Biblia y Cristología, con referencias al “canon de la Escritura” como base (PONTIFICIA COMISSÃO BIBLICA, 1984, n. 912) y, en el mismo sentido, y aún más explícitamente, en la segunda parte, en referencia a “El testimonio global de la Sagrada Escritura sobre Cristo” (PONTIFÍCIA COMISSÃO BÍBLICA, 1984, n. 991).

Posteriormente, cuando en 1988, en Nueva York, impartió su Conferencia Erasmus en la Iglesia Luterana de San Pedro, se refirió al método histórico-crítico como disector del sentido del texto bíblico y encargado de realizar una “autopsia histórica” del texto, expresión previamente utilizada por Kästner (RATZINGER, 1996, p. 114).

Poco se produjo en este campo tras el llamamiento de Benedicto XVI. Quizás porque la comunidad académica aún tiene sus reticencias a la lectura canónica por haberla analizado de manera aislada y excluyente y no en complementariedad con el método crítico-histórico, como proponía el pontífice. (ELOY E SILVA, 2010, p. 24).

5 La perspectiva canónica y el diálogo ecuménico

Particularmente Childs, con sus publicaciones, abrió perspectivas significativas para el diálogo ecuménico a través del enfoque canónico. Su comprensión de la “regla del Canon” es muy cercana a la regula fidei de los Padres de la Iglesia, como él mismo reconoce (CHILDS, 1984a, p. 67). Con esto entiende que el canon tiene autoridad teológica para indicar la dirección correcta para la adecuada hermenéutica de los textos bíblicos.

Desde la misma perspectiva, Childs sigue estando muy cerca del espíritu presente en lo que enseña Dei Verbum (DV) 21 y 12. DV 21 recuerda que la Iglesia siempre ha considerado, junto con la sagrada Tradición, la Sagrada Escritura como regla suprema de la propia fe. Sin embargo, el punto de contacto más notable en la inspiración de Childs para desarrollar una teología bíblica a partir del canon encuentra un punto de contacto con DV 12.

El famoso y citado texto del documento conciliar recuerda la necesidad de leer la Sagrada Escritura e interpretarla con el mismo espíritu con el que fue escrita, teniendo en cuenta el contexto y la unidad de toda la Escritura, con especial atención a la Tradición viva de la toda la Iglesia y a la analogía de la fe.

Los temas de la unidad de la Sagrada Escritura y de la Tradición viva de la Iglesia descritos en la DV son también temas desarrollados en los escritos de Childs, llamados por él : la unidad de la biblia y el contexto de la comunidad de fe (CHILDS, 1964, p. 438). De hecho, afirma que la Escritura y la Tradición deben tratarse juntas: “Scripture and tradition belong together”  (CHILDS, 1978, p. 53). Dirá que, sin comprender la Tradición de fe de la comunidad, falta el contexto adecuado para realizar la exégesis que quiere alcanzar el sentido teológico del texto. Por lo tanto, argumenta que el canon, por un lado, es la base sobre la cual es posible construir la teología de toda la Escritura y la aceptación de la unidad de la Biblia, y por otro lado, es la clave para lograr la lectura deseada del texto en su aspecto canónico. Finalmente, recuerda, al tratar de la unidad de la Escritura: el Antiguo Testamento se entiende en su relación con el Nuevo. El Nuevo, sin embargo, se vuelve incomprensible sin el Viejo (CHILDS, 1992, p. 17).

Si bien Childs tiene estos puntos de contacto con el pensamiento católico expresados ​​en el DV, debe señalarse que su comprensión del canon excluye los libros deuterocanónicos y tiende a mantener el principio hermenéutico de Sola Scriptura, lo que, a menudo, es visto por  los estudiosos  como una falta de coherencia dentro de su enfoque metodológico (SANECKI, 2004, p. 368-380). Esto, sin embargo, no le hace aludir, por ejemplo, a los deuterocanónicos, como hace con los libros de Baruch y Sirácida (CHILDS, 1992, p. 743), ni expresa la oportunidad de tener en cuenta lo que él llama larger canon al referirse a la inclusión de los deuterocanónicos (CHILDS, 1979, p. 666).

Él mismo dirá que la insistencia de la Iglesia católica en el papel decisivo de la Tradición en la formación de la Biblia cristiana fue un correcto reconocimiento del papel del uso comunitario de la Escritura tanto en la proclamación de la Palabra como en la celebración litúrgica. De esta manera, a través de la liturgia, la Iglesia Católica recibió el mensaje bíblico, lo valoró y lo transmitió.

La regla de fe de la Iglesia, luego expresada en credos, no buscó imponer una tradición eclesiástica ajena a las Escrituras, sino que buscó preservar la unidad entre la Palabra y la Tradición y como el Espíritu animó continuamente la verdad del evangelio del cual vivía la Iglesia. (CHILDS, 1992, p. 66-67. La traducción es nuestra.)

Y concluirá que parte de la tarea de una teología bíblica, cuyo fundamento es el horizonte canónico, es buscar conjugar los polos dialécticos, representados históricamente por el catolicismo y el protestantismo. (CHILDS, 1992, p. 67).

6 Cuestionamientos y críticas

Entre las muchas dificultades que encuentran quienes han estudiado la lectura canónica está pensar que sólo bajo la perspectiva planteada por Childs es posible leer la Biblia como Sagrada Escritura en su aspecto teológico. Entre sus oponentes está la opinión de que él buscó una simplificación y armonización artificial de las Escrituras, eligió el texto masorético y la Biblia hebrea como el canon más adecuado para la exégesis cristiana del Antiguo Testamento, no se atuvo lo suficiente a la dimensión histórica de la revelación, no fue claro y preciso en presentar de manera consistente su propuesta metodológica.

Kügler incluso llama al enfoque canónico un “programa neoconservador” con tendencia a incorporar corrientes reaccionarias en la exégesis bíblica (KÜGLER, 2008, p. 38), lo que puede conducir a una “deshistorización del mensaje bíblico y cristiano” (TREBOLLE BARRERA, 1996, p. 687), ya que el exégeta no necesita leer el texto en su dimensión histórica, sino sólo en la totalidad del canon.

Por otro lado, se corre el riesgo de que la lectura canónica no sólo proclame, en la línea de Roland Barthes, la muerte del autor, sino también la muerte del texto. Tal peligro surge cuando la lectura canónica toma como modelo la alegoría utilizada en los escritos patrísticos, un enfoque de actualización del texto, pero que puede comprometer la autoridad de su contenido (KÜGLER, 2008, p. 39), particularmente en diálogo con el situación cultural, social, económica e histórica en la que se produjo el texto.

Además, la lectura canónica no parece ser diferente de una teología bíblica sincrónica y temática, cuyo alcance es establecer grandes temas de la Sagrada Escritura y sus relaciones, por ejemplo, con el Nuevo Testamento (SIMIAN-YOFRE, 2010, p. 276).  En consecuencia, tal lectura corre el riesgo de inspirarse más en razones doctrinales y pastorales que en razones propiamente exegéticas, desconociendo las tensiones entre perícopas y libros, teniendo en cuenta una tesis establecida no desde el texto bíblico, sino desde fuera de él (SIMIAN-YOFRE), 2010, p. 277), entrando así ya no en una perspectiva exegética, sino en una “eisegética” (KÜGLER, 2008, p.40).

Luís Henrique Eloy e Silva. PUC Minas/FAJE. Texto original en portugués. Enviado: 20/07/2021. Aprobado: 25/09/2021. Publicado: 29/12/2021.

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Herejías en el periodo preniceno

Índice

1 Definición conceptual

2 Caminos irreconciliables

3 Nosotros, los nuestros y ellos, los herejes

4 Poner al descubierto y demostrar la herejía

5 Herejía como cuestión de Estado

1 Definición conceptual

Herejía deriva de hairesis [αἵρεσις], una palabra griega del verbo hairéo [αἱρέω], que tiene tres clases principales de significado: la primera indica la acción de tomar, agarrar, sostener; la segunda, de vencer y ganar; y la tercera, condenar y recibir una condena. Hairesis [αἵρεσις] entró en el léxico latino como haeresis y, como en el griego, se usa para denominar la operación de “seleccionar” y “elegir” algo, especialmente en el contexto del conocimiento, y para designar los principios o presupuestos teóricos y morales de una determinada escuela de pensamiento, secta o partido religioso. En las Antigüedades Judías, de Flavio Josefo (siglo I), podemos leer:

Los judíos contaban desde la más remota antigüedad con tres haireseis [partido, escuela o secta]: la de los esenios, la de los saduceos y, en tercer lugar, la de los llamados fariseos. Los fariseos llevan una vida frugal, sin la menor concesión a la delicadeza, y siguen fielmente aquellos principios que la razón les sugiere y determina como buenos, ya que consideran que la observancia de los principios que la razón les quiere mostrar es algo por lo cual vale la pena luchar. (La traducción de Vara, en JOSEFO, 1997, p. 1080, fue cotejada y adaptada de la traducción de Whiston, em JOSEPHUS, 1865, p. 58)

En el siglo siguiente, Sexto Empírico, en los Esbozos pirrónicos va en la misma dirección:

Pues si entendemos que pertenecer a una escuela [hairesis] significa adherirse a un conjunto de dogmas que dependen tanto unos de otros como de lo que aparece, y si decimos que “dogma” es asentimiento a algo que no es evidente, entonces considera que el escéptico no pertenece a ninguna escuela. Pero si entendemos por “escuela” un procedimiento que, según aparece, sigue una determinada línea argumental mostrando cómo es posible vivir correctamente […], en este caso decimos que el escéptico pertenece a una escuela, puesto que seguimos consistentemente, según lo que aparece, una línea de razonamiento que nos indica un modo de vida de acuerdo con las leyes y costumbres tradicionales y con nuestros propios sentimientos. (EMPÍRICO, 1997, p. 118)

Ya sea en Antigüedades o en los Esbozos, la secta, el partido o la escuela se presentan como modos de organización comunitaria, estilo de vida, conjunto doctrinal, métodos de razonamiento y supuestos compartidos por los adeptos y/o discípulos y, por lo tanto, no tienen nada de negativo o peyorativo. Sin embargo, esta comprensión empezaría a cambiar cuando los primeros cristianos, desafiados a superar todo tipo de diferencias sociales y a construir comunidades misioneras igualitarias, pusieron bajo sospecha cualquier actitud o razonamiento que pudiera generar divergencias o particularismos, lo que fue decisivo para que la herejía tomara lugar. en aspectos muy negativos y, como tal, se enfrentó con miedo y cautela.

Un primer paso en esta dirección puede encontrarse en 1Cor 11,17-19:

Ya que estoy dando recomendaciones, no puedo elogiarlos; porque os reunís no para bien, sino para mal. Primero, oigo que cuando os reunís como iglesia, han surgido entre vosotros divisiones (σχίσματα/scismata). Y, en parte, lo creo. ¡Es necesario que haya incluso divisiones (αἱρέσεις/haireseis) entre vosotros, para que sean conocidos los que entre vosotros hayan sido probados.!

Como tantas otras iglesias de la época, la asamblea de Corinto reunió a ricos y pobres, esclavos y libres, hombres y mujeres, actitud que llamó la atención de los observadores paganos y ciertamente trajo desafíos adicionales a la convivencia comunitaria, como el pasaje citado de denuncia. Las congregaciones cristianas, en efecto, buscaron relativizar las diferencias sociales y económicas en vista de la concordia y fraternidad espiritual que emanaba del bautismo, lo que no quiere decir que siempre lo lograran. Sin negar que los cristianos ricos podían seguir viviendo como ricos, Pablo, en cambio, no admitía que se aprovecharan de la celebración litúrgica para “despreciar a la iglesia, avergonzando a los pobres” (1Cor 11,22). Una cosa era la distinción social, tolerada dentro de ciertos límites, otra muy distinta era la disensión que la primera podía causar.

En este sentido, el apóstol concibe la difícil convivencia entre ricos y pobres como una buena oportunidad para que la comunidad pruebe la calidad de su congregación: los que supieran renunciar a los signos externos de superioridad social, en favor de una comunidad cohesionada e inclusiva, se considerarían probados; los que no lo hicieran serían reprobados. A pesar de esta concesión, las divisiones eclesiásticas (haireseis), que creaban el contexto para la disensión y la disidencia, estaban lejos de ser vistas con la naturalidad con la que Flavio Josefo hablaba de partidos dentro del judaísmo. La unidad continuó como valor innegociable, expresión concreta de la comunión realizada en la “Cena del Señor”, que celebraba el memorial de la entrega de Cristo por todas las personas, sin distinción. Así que, si Pablo parece condescender con la división, es en vista de una mayor unidad.

Sin embargo, la unidad tuvo un costo. Si las divisiones y disensiones eran una prueba de calidad, ¿qué pasaría con los que fallaran? En forma de anatema, la comunidad pasó a utilizar el uso de la exclusión como dispositivo para regular su propia identidad grupal, transformando la herejía en un veredicto condenatorio pronunciado por quienes se sentían probados y auténticos contra quienes se eran vistos como falsos hermanos. Una vez más, esto era lo contrario de lo que sucedía en el judaísmo o incluso en las escuelas filosóficas helénicas, en las que la delimitación de los conjuntos doctrinales la hacían libremente los propios partidos o escuelas, y era, a partir de ello, como los partidarios establecían objetivamente las características de su asociación. Dentro del movimiento cristiano, el significado de la herejía como escuela es muy raro y, cuando aparece, los autores que la utilizan insisten en no reconocer la legitimidad de quienes pensaban diferente; de eso resulta que la herejía, entre los cristianos, es definida por aquellos que la condenan, no por sus adeptos. Estos, cuando se les pregunta, responden que los herejes son los que los acusan.

Veamos algunos ejemplos. El autor de la Segunda Carta de Pedro desacredita y degrada a aquellos cristianos a los que llama “falsos maestros”, probable referencia a los predicadores gnósticos, “que introducen subrepticiamente  perniciosas herejías, renegando  incluso del Soberano que los rescató” (2 Pd 2,1); el autor del Apocalipsis de Pedro, de la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi, se defiende de las acusaciones de aquellos “que se hacen llamar obispos y también diáconos” (ROBINSON, 1990, p. 372), es decir, ministros católicos, alegando que estos estaban “contaminados” y, por tanto, “cayeron en un nombre de error, pasando a manos de un hombre malvado y astuto, de dogma multiforme, y serán gobernados heréticamente” (ROBINSON, 1990, p. 375) . Y los gnósticos también se acusaban unos a otros: en el tratado El Testimonio de la Verdad, también de la biblioteca de Nag Hammadi, el autor, que es declaradamente gnóstico, llama herejes a otros gnósticos, que no pensaban como él, por ejemplo, Basílides, Valentino e Isidoro, citados nominalmente como grandes mentirosos (ROBINSON, 1990, p. 456).

Cuando los “herejes” acusan a otros “herejes” de herejía, se puede ver que los diferentes intérpretes del legado de Jesús de Nazaret no admitían la posibilidad de que pudiera haber más de una interpretación auténtica de este legado y que, paradójicamente, lo que lo que llamaron cristianismo -título que cada grupo se reservaba sólo para sí mismo- era, de hecho, un caleidoscopio de movimientos y partidos, cada uno de los cuales defendía la legitimidad de su propia teología y  autoridad exclusiva de su doctrina. Desde este punto de vista, parece improductivo definir la herejía como la negación de la ortodoxia, porque, en términos históricos, la ortodoxia resultó precisamente de esta larga disputa entre partidos(haireseis) cristianos, que ya estaba presente desde el debate entre Pablo y los cristianos  judaizantes de Jerusalén (Gal 2; Hch 15), abarcó todo el siglo II, oponiendo a católicos y gnósticos, y llegó al Concilio de Nicea (325), que lejos de poner fin a la disputa, la elevó a un nivel sin precedentes.

2 Caminos irreconciliables

En la segunda mitad del siglo II, Celso, un escritor griego, escribió una obra polémica contra los cristianos, a la que llamó Discurso sobre la verdad; este texto no se ha conservado en su totalidad, y lo poco que podemos leer de él son los extractos que Orígenes (m. 254) copió y comentó, setenta años después, en su réplica titulada Contra Celso. De las notas de Orígenes, es posible ver que Celso tenía un buen conocimiento de la diversidad del cristianismo y de las intrincadas disputas teológicas que dividían a los cristianos en grupos rivales. Así es como él describe la situación:

Tan pronto como se extienden en gran número, [los cristianos] se dividen y separan, y cada uno quiere tener su propia facción. Separados de nuevo por su gran número, se anatematizan unos a otros; no tienen nada más en común, por así decirlo, excepto el nombre [de cristianos], ¡si es que todavía lo tienen! Al menos es lo único a lo que se avergonzaron de renunciar; además, cada uno abrazó una secta diferente. (ORÍGENES, 2004, p.213)

Y no queda ahí: “[…] estas gentes descargan todos los horrores posibles unos sobre otros, rebeldes a la menor concesión a la concordia y animados por un odio implacable” (ORÍGENES, 2004, p. 446). Celso, de hecho, detestaba el cristianismo y lo consideraba una amenaza para el orden civil, pero no mentía al destacar el faccionalismo cristiano y las consiguientes acusaciones mutuas. Justino de Roma (I Apología), Ireneo de Lyon (Contra las herejías), Tertuliano de Cartago (Prescripción contra las herejías) e Hipólito de Roma (Refutación de todas las herejías) también evidenciaron este antagonismo: Hipólito, por ejemplo, incluso enumeró 33 sistemas cristianos diferentes, tomándolos a todos como tergiversaciones de la fe correcta (ALTANER; STUIBER, 2004, p. 173).

Aunque trató de refutar las críticas de Celso, Orígenes no pudo negar que el pagano tenía razón, al menos cuando observó que el movimiento cristiano estaba bastante agitado. De ahí que Orígenes, en lugar de negar que hubiera divisiones doctrinales, prefirió recuperar el antiguo significado de herejía como escuela filosófica: cada facción señalada por Celso representaría en realidad una escuela cristiana diferente. Así, si el pagano quería criticar al cristianismo por estar dividido en tantas escuelas, que critique también a los filósofos antiguos. Orígenes no vio nada malo en eso. Sobre todo porque, como él dice, las “diversas escuelas/sectas” [haireseis diaforoi /αίρέσειςδιάφοροι] de los cristianos nunca provinieron de “rivalidades y espíritu de disputa”, sino del hecho de que la Iglesia acogió en sus comunidades a muchos sabios griegos, que les trajeron sus propias exigencias filosóficas (ORÍGENES, 2004, p. 214).

Que el cristianismo atrajo a personas interesadas en la filosofía, incluso a filósofos profesionales, es evidente, por ejemplo, en el famoso caso de la conversión del filósofo Justino (m. 165): en su Diálogo con Trifón, Justino confiesa haber buscado la verdad en diversas formas filosóficas. diferentes hasta que descubrió el cristianismo y lo abrazó como verdadera filosofía. En la Prescripción contra las herejías, escrita entre 197 y 200, Tertuliano de Cartago confirma que varios eruditos cristianos buscaban reconciliar los contenidos de la fe revelada con los métodos y presupuestos de la filosofía helénica, pero para él esto era un completo disparate. Veamos tu descripción:

Las herejías mismas, en suma, son alimentadas por la filosofía. De allí tomó San Valentín los eones y no sé qué formas infinitas para la tríada del hombre: era platónico. De allí salió el mejor dios de Marción, que descansa en tanta tranquilidad: Marción era estoico. Y cuando se dice que el alma es perecedera, es de Epicuro de quien se habla. Para negar la resurrección de la carne, se pueden tomar lecciones de todas las escuelas de filósofos. Allí donde la materia se equipara con Dios, está la doctrina de Zenón. Donde se enseña que Dios es fuego, se evoca a Heráclito. Los herejes y los filósofos tratan del mismo asunto y se dedican a los mismos temas. (TERTULLIEN, 1957, p. 96-97)

Ciertamente Tertuliano no estaba pensando en Justino cuando dijo que Jerusalén no tenía nada que ver con Atenas, ni la Academia con la Iglesia (TERTULLIEN, 1957, p. 98), ya que Justino, que sostenía que la filosofía era un camino hacia Cristo, era igualmente opositor a los sistemas heréticos, a los que también da el nombre de escuelas, como la “escuela de Menandro, en Antioquía” (JUSTINO DE ROMA, 1995, p. 42). Por lo tanto, Orígenes tuvo apoyo histórico para comparar las herejías cristianas con las escuelas filosóficas helénicas, pero lo disimulaba negando que existiera un “espíritu de disputa” entre las diversas tendencias. Por ejemplo, Justino, en su I Apología (c. 140), no se avergüenza de decir que Simón Samaritano (cf. Hch 8,9-24) y todos los miembros de su escuela estaban poseídos por el diablo, al igual que Marción (JUSTINO DE ROMA, 1995, p. 42) E Ireneo de Lyon no parece más amable cuando compara los barbelonitas con una infestación de hongos brotando de la tierra (IRENEU DE LYON, 1995, p. 112).

Pero si era posible tratar a las facciones cristianas como escuelas doctrinales, ¿por qué Celso evitó este enfoque cuando criticó las divisiones dentro del cristianismo? Parte de la respuesta surge de la noción misma de una escuela filosófica, como vimos con Sexto Empírico: filósofos agrupados en escuelas para asegurar que maestros y discípulos pudieran practicar mejor la reflexión de acuerdo con sus propios métodos y formas de vida (HADOT, 2004, p. 150). Los participantes de una escuela podían incluso censurar la forma de vida de otras escuelas, pero sabían que su forma de practicar la filosofía no era la única posible. Los cristianos, en cambio, pensaban todo lo contrario.

El obispo Ireneo de Lyon, que escribió Contra las herejías al mismo tiempo que Celso publicaba su Discurso, opone la doctrina apostólica que él profesaba a lo que él llama falsa gnosis, es decir, las doctrinas de Simón, Menandro, Saturnino, Basílides. Marción, Valentín, Carpócrates, Cerinto, y tantos otros: la fe ortodoxa, basada en la enseñanza de los apóstoles, transmitida por sucesión episcopal y condensada en la llamada Regla de Fe, constituiría la verdadera gnosis; cualquier otra enseñanza cristiana que se desviase de este patrón no sería más que una mentira.  Justino habría añadido la mentira “diabólica”, porque, para él, las enseñanzas heréticas venían a “dividir” (diabolus como lo que divide) a los que invocan a Cristo como salvador. Tertuliano va en la misma dirección: las herejías, como caminos paralelos, desvían los fieles de la fe sencilla del Evangelio:

¿dónde termina la búsqueda? ¿Dónde está la morada del creer? ¿Dónde se detienen los descubrimientos? ¿Con Marción? Pero Valentín también me dice: busca y encontrarás. Entonces, ¿junto a Valentín? Ahora Apeles es el que llama a mi puerta. Ebión, Simón y todos los demás, uno tras otro, usan el mismo artificio para insinuarse y atraerme hacia ellos. Mientras escucho por todos lados, buscad y hallareis, nunca llegaré al final, parece que nunca aprendí lo que Cristo enseñó, lo que vale la pena buscar, lo que es necesario creer. (TERTULLIEN, 1957, p. 103-104)

La reticencia de Justino, Ireneo y Tertuliano a admitir que Marción, Valentín o cualquier otro pudiera tener razón sobre el legado de Jesús proviene precisamente de la desconfianza que alimentaron en relación con las escuelas filosóficas: si cada uno concibe la verdad de manera diferente, ¿cómo encontrar la Verdad? Los Padres de la Iglesia sostenían que Jesús de Nazaret, a través de su vida y evangelio, había revelado un conocimiento público (exotérico), dirigido a todos los hombres y mujeres, sin importar si eran alfabetizados o analfabetos; y decían que todos los hombres, por la sencillez de la fe, podían alcanzar el conocimiento perfecto del mesías. Los maestros gnósticos, por su parte, sostenían una premisa opuesta; para ellos era necesario distinguir el contenido exotérico de la enseñanza de Jesús de su contenido esotérico, es decir, reservado y transmitido sólo dentro de una casta especial de discípulos (los gnósticos), que eran personas letradas dotadas de una ciencia superior y, por tanto,  se sentían los únicos capaces de obtener un conocimiento perfecto (PIÑERO, 2010, p. 197-198).

Ante este contraste, parece que Celso tenía más razón que Orígenes: los cristianos no formaban escuelas, como los filósofos, y, de hecho, se dividían en facciones irreconciliables. Los Padres podían incluso afirmar que eran los gnósticos los que se separaban de la única Iglesia, pero ambos luchaban por el mismo trofeo. Los ebionitas (judeocristianos) consideraban al apóstol Pablo como un “apóstata de la ley” (IRENEO DE LYON, 1995, p. 108), y el autor del Apocalipsis de Pedro estaba convencido de que los católicos habían abandonado el seguimiento justo de Jesús y de Pedro, y se convirtieron en “propagadores de la falsedad” (ROBINSON, 1990, p. 474). Celso, que lo veía todo desde fuera, parece haber captado el meollo del asunto, a pesar de su desdén.

Las iglesias que se adhieren a la gran tradición de los concilios ecuménicos ven la herejía como una negación de las verdades de la fe y, comprando el argumento de Tertuliano, afirman que la ortodoxia es la primera, mientras que la herejía es la segunda (DUBOIS, 2009, p. 47).). En el debate teológico y en la experiencia eclesial de los dos primeros siglos, esta no fue una evidencia segura, al menos no para los grupos que entonces participaban del movimiento cristiano. (CHADWICK, 2001, p. 100).

3 Nosotros, los nuestros y ellos, los herejes

Buena parte de las discrepancias entre los Padres y los maestros gnósticos se debe a que estos últimos, aun afirmando que sólo ellos tenían el conocimiento perfecto de Cristo, permanecieron dentro de las comunidades católicas, mezclados con cristianos comunes. Allí servían como una élite espiritual, un grupo selecto que se distinguía de los demás cristianos, incluidos los clérigos, porque ostentaban una refinada educación filosófica y porque practicaban el celibato –los maestros gnósticos se abstenían del matrimonio porque lo veían como una concesión a la carnalidad, prohibida a los perfectos. Ireneo de Lyon los llamó encratitas, y atribuyó la condenación del matrimonio a un tal Taciano, antiguo alumno de Justino, en Roma (IRENEU DE LYON, 1995, p. 111). Los Padres, ¿habrían estado menos enojados con los gnósticos si hubieran dejado las iglesias y fundado sus propias comunidades? Es una pregunta para la que no hay una respuesta segura, pero que parece legítima.

Sea como fuere, los maestros no siempre estuvieron reñidos con sus obispos; Tertuliano, por ejemplo, destaca que Valentín y Marción “profesaban la doctrina católica dentro de la iglesia de los romanos, bajo el episcopado de Eleuterio [174-189]”, y que ejercían como profesores eclesiásticos; Valentín, que presumía de impresionantes dotes intelectuales y oratorias, estuvo a punto de convertirse en obispo (TERTULLIEN, 1957, p. 126). En la práctica, los maestros gnósticos procedieron como el católico Justino: instruyeron a los fieles que buscaban un conocimiento filosófico más profundo.

Eusebio de Cesarea (m. 339), en la Historia Eclesiástica, nos ofrece un buen ejemplo de cómo funcionaban estos grupos dentro de una iglesia urbana. En Roma, un puñado de hombres interesados ​​en estudiar más intensamente las Escrituras se reunió en torno a un curtidor llamado Teodoto durante el pontificado de Víctor (189-199). Además de estudiar los textos bíblicos y eventualmente corregirlos, el grupo escribió sus propios comentarios y fue responsable de hacer muchas copias para distribuirlas entre los fieles. En ningún momento Eusebio se muestra molesto por la existencia de este tipo de iniciativas. El problema radica, para él y para los demás Padres, en el contenido de estos escritos y en los métodos de estos estudios. Por ahora, destacamos la entrega de estos hombres que no vivían de la iglesia, aunque buscaban vivir para la iglesia, aunque a su manera. Uno de los integrantes del grupo era banquero, quien sufragaba los gastos del proceso editorial y logístico, que daba empleo a muchos copistas y colaboradores. (EUSÉBIO DE CESAREIA, 2000, p. 274-278).

Entre los compañeros de Teodoto, Eusebio añade también a otros escritores, como Asclepíades, Hermófilo y Apolonio, a los que también atribuye la autoría de libros de exégesis bíblica y teología; obviamente no eran cristianos convencionales. Eran alfabetizados, hábiles en la escritura y conocedores de los textos cristianos y de la Biblia hebrea. Un obispo estaría feliz de tener personas así en su iglesia, porque toda comunidad eclesial es una comunidad que lee y consume libros. Estos formaban parte de la vida eclesial cotidiana y estaban en todas partes, ya fuera en la liturgia, en la catequesis o en la comunicación intereclesial. El hecho de que los fieles fueran analfabetos no impidió el alcance de los libros, ya que las comunidades, además del obispo, los presbíteros y los diáconos, tenían el ministerio de los lectores, quienes no  faltaban a ningún acto litúrgico. Los libros eran tan constitutivos de la identidad cristiana que los gobernadores imperiales, durante el siglo III, ordenaron la destrucción de los libros eclesiásticos, pues sabían que de ellos dependían las asambleas litúrgicas. Eliminar el libro sería acelerar el fin de la iglesia misma.

Sin embargo, desde la generación de Ignacio de Antioquía (m. 107), los obispos se entendían a sí mismos como “centinelas” del rebaño y como “inspectores” de la calidad doctrinal y moral de su comunidad; era lo que significaba el término episcopus, el que vela por la comunidad, el que vela por ella en aras de su control. Las luchas doctrinales del primer siglo ya habían enseñado a los primeros obispos que no se podían confiar. El error herético entra subrepticiamente. Y desde Pablo de Tarso, la herejía es la enseñanza que se aparta de la opinión del presidente de una comunidad. Ireneo, por ejemplo, consideraba herejes a aquellos “que hablan como nosotros [los obispos], pero piensan diferente de nosotros” y “enseñan de manera diferente a nosotros” (IRENEU DE LYON, 1995, p. 30); Tertuliano, décadas después, recordó que los apóstoles, en sus epístolas, habían insistido en que “todos hablen lo mismo y de la misma manera, y que no haya divisiones ni disensiones en la iglesia, pues, ya sea Pablo o los otros apóstoles, todos predicaron de la misma manera” (TERTULLIEN, 1957, p. 123). La unanimidad en la enseñanza y la doctrina fue uno de los pilares de la ortodoxia: sigue siendo un parámetro que busca asegurar la calidad del mensaje, pero también implica una profunda desconfianza hacia el pluralismo.

Este fue el problema con el grupo de Teodoto en Roma; produjeron muchos libros, pero cada uno contenía una teología diferente. Eusebio informa que si uno comparara los ejemplares de Asclepíades con los de Teodoto, no encontraría nada en común entre ellos, lo que también era cierto para Hermófilo y Apolonio. Se puede ver que el criterio de la catolicidad estaba bastante activo, aquí como antes, en Ireneo: si no hay unanimidad en la enseñanza, ya se está a un paso de la herejía. Además, a estos autores les gustaba interpretar los datos de la revelación apoyados por el apoyo de la filosofía y la ciencia helénicas, especialmente Aristóteles, Euclides, Teofrasto e incluso Galeno, “al que algunos de ellos casi veneran” (EUSEBIO DE CESAREIA, 2000, p. 277).

La desconfianza cristiana hacia la filosofía era tan antigua como la Carta a los Colosenses (2,8), e incluso cuando hombres como Justino abrazaron la fe intentaron ser prudentes: la salvación viene por el acto redentor del mesías, no por un acto de la razón en busca de verdad. Esta desconfianza disminuiría e incluso desaparecería, por el momento, durante el siglo III, en la generación de Clemente de Alejandría y Orígenes. Pero en el siglo II, la filosofía todavía molestaba, en primer lugar, porque los mismos contemporáneos paganos fácilmente tomaban el cristianismo por una filosofía, y los pastores querían evitar confusiones. En segundo lugar, porque la filosofía, tal como se practicaba entonces, asumía comunidades de letrados (escuelas), que representaban una pequeña élite minoritaria, y las iglesias querían estar abiertas a todos, letrados y analfabetos. El anónimo heresiólogo a quien Eusebio cita para tratar de Teodoto, insiste en decir que aquellos hombres preferían los filósofos a la palabra de Dios, es decir, que entre los datos de la razón y los de la revelación, siempre predominó la razón. Las comunidades eclesiales se negaron a ser escuelas filosóficas: la fe que salva es simple, desprovista de razonamientos silogísticos, abstracciones conceptuales y cálculos lógicos. Tertuliano puede haber sido el oponente más ardiente de los filósofos, pero en la sencillez de la fe no estaba solo.

Pero hasta entonces, los maestros gnósticos aún vivían entre cristianos comunes. El problema se hizo insostenible cuando Teodoto, siguiendo el pensamiento de un tal Artemón, negó la divinidad de Cristo y lo presentó como un mero hombre. Añadía, también, que la creencia en la divinidad de Jesús era, en realidad, una invención reciente, fruto de una adulteración de l fe apostólica, realizada por el Papa Víctor y aceptada como verdad a partir de su sucesor Zeferino (199-217): no era poca cosa. Teodoto acusaba al Papa de haber corrompido los textos del Nuevo Testamento para hacerlos testificar que Jesús era Dios, pero ¿no era este tipo de acusación el que hacían precisamente los obispos –como Ireneo– contra los gnósticos? Ireneo afirmó que Marción, por ejemplo, había eliminado los primeros capítulos del Evangelio de Lucas, que tratan del nacimiento milagroso del Mesías, y que había interpolado todos los pasajes en los que Jesús insinúa que su Padre era el Dios creador del mundo (a quien Marción negó ser el dios supremo) (IRENEU DE LYON, 1995, p. 109).

Este episodio, una vez más, sacude nuestras convicciones plagadas de esencialismos modernos. La herejía era el lado perdedor de un juego de poder; Víctor logró ganar porque el argumento de Teodoto era débil. Al fin y al cabo, como bien recordaba el heresiólogo, cualquiera podía consultar los ejemplares del Nuevo Testamento, esparcidos por las iglesias, o los tratados cristológicos más antiguos para comprobar que Víctor no podía haber cambiado nada sin que los demás obispos se dieran cuenta y sin el respeto de todos. ellos. Ese era precisamente el sentido de la catolicidad: compartir la misma fe dentro de una red muy extensa de iglesias, una red que, en ese siglo, abarcaba la extensión del mundo romano, y ya mostraba signos de trascenderlo. Un obispo solo no hizo la fe ni la destruyó. Los gnósticos necesitaban recordar que la doctrina católica era el consenso en lo mínimo para lograr lo máximo.

4 Poner al descubierto y demostrar la herejía

Teodoto era curtidor, es decir, artesano profesional, y también filósofo aficionado; él no era miembro de la jerarquía de la iglesia romana, y su excomunión no socavó la estabilidad de la iglesia ni la autoridad de su obispo; por el contrario, fue una lección explícita de que no era fácil acusar a un obispo, incluso cuando era bastante popular. Pero ¿y si un obispo, guardián de la fe católica y cabeza de una iglesia, desobedeciera la regla de la fe? ¿Quién lo acusaría de hereje? ¿Quién lo condenaría?

Todo el debate contra los gnósticos reforzó, entre los obispos, la conciencia de la comunión intereclesial y el principio de sinodalidad. Autores como Ireneo, Tertuliano, Hilario y Orígenes no escribieron para sus comunidades locales, sino para la Gran Iglesia, una red de iglesias centros episcopales que, entre los siglos III y IV, no tenían un solo centro, sino al menos dos, Roma y Alejandría. Se esperaba que estas dos iglesias, o más bien sus obispos, dirigieran los procesos eclesiásticos que debían advertir y corregir a los obispos sospechosos y castigar a los obispos condenados.

En ese momento, la herejía adquiere una nueva connotación, porque si antes era más o menos fácil señalar al hereje como un desviado de la regla de la fe, era muy complicado encuadrar a un obispo en estas condiciones. Un obispo es más que un maestro que puede ser despedido, es el líder de una comunidad urbana, elegido de una base electoral que podría significar una pequeña multitud de simpatizantes, incluidas personas políticamente importantes.

En el caso de los miembros de la jerarquía, la discusión sobre la herejía adquiere un lugar eminentemente político, ya sea porque, al tener apoyo político, un obispo puede librarse de un proceso eclesiástico, o porque, sin apoyo político, un obispo puede ser acusado de ser un hereje simplemente como una excusa para quitarle el mando. Esto es lo que le sucedió a un clérigo llamado Pablo de Samosata (m. 275), elegido obispo de Antioquía, en 261 (CHADWICK, 2001, p. 166-169), aproximadamente un año después, de que en esa misma ciudad, el emperador Valeriano (253 -260) fuese derrotado y capturado por el imperio persa.Fueron años muy difíciles.

Con la derrota romana, Siria pasó a formar parte de un reino independiente, con sede en Palmira, cuya reina, Zenobia (260-267), se convirtió en la punta de un movimiento antirromano que, en un principio, fue bastante fuerte, con posibilidades reales de arrasar el poder imperial del Medio Oriente, pero que en la práctica fue de corta duración. Este fue el primer error de Pablo de Samosata: nada más ser elegido obispo, decidió apoyar a una reina efímera, pero que, al menos por un tiempo, lo recompensó muy bien, le confirió el título de ducenario y le pagó un alto salario.

Sucede que los obispos que formaban la catolicidad cristiana, hasta ese momento, presidían iglesias radicadas en ciudades pertenecientes al Imperio Romano; en términos civiles, los obispos eran súbditos del Imperio, y todos ellos consideraban que el Imperio garantizaba legítimamente el orden social, institucional y jurídico, gracias a sus estructuras estatales. No hacía mucho que Nerón había martirizado a un centenar o más de cristianos (los protomártires romanos), y Clemente (mc 100), presbítero de Roma, estaba convencido de que ese imperio, una miniatura del universo, era el gran referente para las iglesias, especialmente en materia de orden, disciplina y jerarquía.

Antioquía, por ejemplo, había sido la capital de la provincia romana de Siria hasta que Zenobia tomó el poder. La ciudad donde los fieles fueron llamados cristianos por primera vez (Hch 11, 26) había pasado a manos antirromanas y, peor aún, tenía un obispo declaradamente antirromano. Es difícil comprender la posición real de Pablo, porque precisamente por diferir políticamente de sus colegas, y por recibir un salario de un estado enemigo, fue duramente criticado; Eusebio de Cesarea, que siempre apoyó al Imperio Romano, dedica muchas páginas de su Historia Eclesiástica a relatar lo sucedido, no sin dejar en evidencia cómo Pablo de Samosata fue, desde el principio, un corruptor del episcopado y un peligro para la Iglesia.

En su opinión, Pablo corrompió el episcopado porque usó su cargo de ducenario para hacer alarde de poder: en una encíclica que los obispos sirios enviaron a los obispos de Roma y Alejandría, se dice que Pablo era llevado en literas, que introdujo mujeres a la residencia episcopal, que se sentaba en un estrado que más parecía el trono de un magistrado que la silla de un obispo, en fin, que ejercía de usurero. Y para empeorar las cosas, Pablo lanzó ataques contra el establishment episcopal griego, acusándolo de ser condescendiente con Orígenes quien, a su juicio, practicó una mala exégesis bíblica y malinterpretó la naturaleza del Verbo Encarnado. En el proceso judicial iniciado contra Pablo, no es posible saber si lo que más irritó a los obispos fue su forma de vida principesca o su crítica a los griegos: la ciudad de Samosata, a orillas del Éufrates, tenía población asiria.

Los obispos no se conformaron. Celebraron concilios para derrocarlo y, al no conseguirlo, apelaron a los obispos superiores de Roma y Alejandría. No sería fácil derrocar a un obispo si obedeciera fielmente la regla de la fe; sin embargo, los obispos dijeron que Pablo negaba la divinidad del Hijo y que enseñaba que el Logos divino solo inspiró a Jesús, sin estar verdaderamente encarnado. Lo que nos lleva a la cuestión de cómo actuar cuando un obispo se convierte en hereje. Como vimos en el caso de Marción y Cerdón, la pena que se podía aplicar era la exclusión de la iglesia, pero esto era fácil de resolver cuando el condenado era un laico o un diácono o incluso un anciano. Totalmente distinta era la situación de un obispo, cuyo oficio se basaba en un supuesto teológico, defendido por Ignacio de Antioquía, de que el obispo era el vicario de Dios en la tierra, y sin el cual nada se podía hacer en la iglesia (INÁCIO DE ANTIOQUIA, 1995, pág. 92; 118).

Basado en la indisolubilidad del vínculo entre el obispo y su iglesia, Pablo de Samosata no aceptó la decisión que lo depuso, aunque se ordenó a un nuevo obispo para ocupar su lugar. Fue entonces cuando se negó a abandonar la residencia episcopal, propiedad de la iglesia. No habría podido mantener su posición si no hubiera tenido buenos (e influyentes) partidarios entre su rebaño. Quizás fue por eso que recurrió al emperador romano Aureliano, quien recientemente había recuperado la autoridad sobre Siria y puso fin a al reino de Palmira.

El relato de Eusebio es detallado, pero no tanto. No está claro si Aureliano sabía o no que Pablo había sido un aliado de Zenobia y, por lo tanto, un traidor a Roma. Es probable que lo supiera, aunque un obispo depuesto ya no representaba ninguna amenaza. Sea como fuere, el emperador aceptó la solicitud de Pablo, quien solicitó el arbitraje imperial en el impasse sobre la residencia episcopal: sin embargo, en lugar de tomar la decisión él mismo, Aureliano remitió la demanda al obispo de Roma, quien obviamente apoyó la deposición que tuvo lugar. lugar en el Sínodo del 268. Y añade Eusebio: “y así, el citado Pablo, fue expulsado de la Iglesia de la manera más vergonzosa por el poder secular” (EUSÉBIO DE CESAREIA, 2000, p. 387).

El caso de Pablo de Samosata, tan singular como lo fue para el siglo III, demuestra que la herejía se había convertido en un mecanismo del episcopado para regular la propia institución episcopal, presionando a los obispos, individualmente o en grupos, que por alguna razón interponían sus voces a las opiniones teológicas hegemónicas, curiosamente sustentadas por cátedras episcopales hegemónicas, como Alejandría o Roma. Bajo la etiqueta de consenso eclesial, lo que estamos presenciando es un juego de fuerzas regionales, en el que habla más fuerte la iglesia que más manda o es la más rica. La herejía se convirtió en lo que las iglesias querían (o necesitaban) que fuera, y como tal, no podemos perder de vista la complejidad sociopolítica de la historia cuando tomamos en serio el estudio de cualquier grupo condenado por herejía.

5 Herejía como cuestión de Estado

Como acabamos de notar, Eusebio de Cesarea quedó bastante satisfecho con el desenlace dado por un emperador pagano a un conflicto meramente eclesiástico, después de todo, como se afirma en Rm 13,4, el príncipe -sin importar su creencia- es un instrumento de Dios. para castigar a los que hacen el mal, y el hereje es una de esas personas. Pero fue Pablo de Samosata quien buscó el arbitraje imperial, y lo hizo porque creía que la decisión sinodal que lo depuso no respetaba plenamente sus derechos. La iniciativa de Pablo estaba completamente apoyada por la ley. De hecho, había dos caminos posibles para resolver los conflictos entre civiles en el Imperio Romano: el arbitraje extrajudicial, siempre que obedezca a los procedimientos legales, y el proceso judicial propiamente dicho, que dependía de los tribunales y magistrados públicos.

En el arbitraje extrajudicial, se permitía al mediador tener en cuenta la legislación, la jurisprudencia y las costumbres locales, mientras que el proceso judicial oficial debía seguir estrictamente los decretos y decisiones aplicables en todo el imperio. Si nos fijamos bien, el sínodo de Antioquía de 268 funcionó como un arbitraje extraoficial, como se deduce de este pasaje de Eusebio:

El que mejor convenció de la hipocresía [ de Pablo] , después de haber examinado sus teorías, fue Malquión, por cierto hombre elocuente, sofista y en Antioquia, presidente de la enseñanza de la retórica en las escuelas helénicas, además de ser honrado con el presbiterado en la comunidad de esta ciudad, por la extraordinaria pureza de su fe en Cristo. Él abrió una disputa contra Pablo, mientras los taquígrafos la registraban, y sabemos que han llegado hasta nosotros las anotaciones (…). (EUSÉBIO DE CESAREIA, 2000, p. 381-382)

Como sofista y orador, Malquión era un profesional calificado para mediar en una demanda judicial, y seguía los protocolos: se escuchaba a los acusados ​​y a los acusadores, se tomaba nota de las declaraciones, el proceso estaba debidamente armado. En esas condiciones, Malquión podría tomar su decisión, que sería refrendada por los magistrados y tendría validez legal. Para que un arbitraje extrajudicial fuera recibido oficialmente, era necesario que las partes involucradas estuvieran de acuerdo con la elección del árbitro: Malquión era un presbítero de la iglesia en la que Pablo era obispo, además, gozaba de una buena reputación. Cumplía con todos los requisitos para el papel que desempeñaba y, ciertamente, Pablo confiaba en su capacidad. Sin embargo, el veredicto no agradó al obispo. Era su derecho, como ciudadano, apelar a la corte formal para ver si en esa otra instancia podía revertir el resultado. Y eso fue lo que hizo.

El caso particular de Pablo de Samosata señala un importante punto de inflexión en la forma en que las iglesias comenzaron a tratar las herejías, es decir, convirtiéndolas en un asunto judicial y, por tanto, en un asunto de Estado. Esa transformación trajo como consecuencia dos significativos cambios: el primero es la creciente participación de profesionales forenses, como Malquión, en los debates sobre la herejía y, gracias a estos profesionales, el lenguaje jurídico-retórico se hizo recurrente en la composición de los textos de acusación y defensa, influyendo en el propio vocabulario teológico. El segundo cambio se refiere a la mediación directa del Estado en la deliberación doctrinal y en la conclusión de los debates. Ahora bien, el poder público no se inmiscuía en los asuntos privados a menos que se lo pidieran, y, desde Pablo de Samosata, los obispos comenzaron a recurrir a este recurso, ya sea para denunciar a los herejes o para defenderse de la acusación de herejía. (HUMFRESS, 2007, p. 260-268).

El ardor antiherético que vimos en Ireneo y Tertuliano sólo cambió de lugar; en su afán por acabar con la herejía, los obispos abrieron las puertas de sus iglesias para que el Estado hiciera lo que ellos mismos no supieron resolver. Para los obispos, este era un precio que valía la pena pagar. Sucede que el Estado no funciona como la iglesia, aunque la iglesia claramente ha adoptado expresiones estatales desde por lo menos el siglo segundo. Para que el poder público actuara sobre las cuestiones eclesiales, era necesario que los clérigos adaptaran las exigencias teológicas a los procedimientos legales y permitieran al Estado adaptar el lenguaje teológico a las categorías jurídicas. La herejía se convirtió en un delito legalmente imputable y, por tanto, sujeto a penas coercitivas. Los obispos se alegraron, por un momento pareció que tendrían mayores recursos para reprimir a los herejes. Pero resulta que, antes de un juicio formal, nadie puede ser declarado culpable, por lo que los presuntos herejes también podrían movilizar a los tribunales civiles contra los ortodoxos. Se inició una larga lucha judicial en la que la herejía quedaría en suspenso hasta que el magistrado la atribuyera a una de las partes contendientes.

En el año 313, los obispos donatistas del norte de África apelaron al emperador Constantino, pidiéndole que revisara la decisión del Concilio de Roma, que los había condenado. Constantino prefirió hacer lo que hizo Aureliano y favoreció la opinión de los obispos católicos, encabezados por el Papa Milcíades. No satisfechos, los donatistas iniciaron una serie de protestas que obligaron al emperador a convocar un sínodo de obispos occidentales, celebrado en Arles, en el año 314. El caso donatista dejó claro a Constantino que un cisma colectivo podía significar disturbios civiles difíciles de controlar y con altos costos para el erario público; había que resolver la situación, y por eso se convocó un concilio. En él, el donatismo fue formalmente condenado como herejía, y el resultado asumió fuerza jurídica; con base en ello, Constantino, en 317, ordenó la supresión de la Iglesia Donatista, la confiscación de las propiedades eclesiásticas y el arresto de sus obispos. (IRVIN; SUNQUIST, 2004, 317).

Sin embargo, lo que parecía ser la victoria de la catolicidad resultó ser mucho más frágil. La ley puede incluso tipificar como delito la herejía, sin embargo, la interpretación jurisprudencial de la ley, la celeridad de los procesos y el alcance de los veredictos dependen de la situación del sistema judicial, la posición de los magistrados y la capacidad de presión política ejercida por las partes. En otras palabras, para que el proceso funcionara, las autoridades públicas tenían que tener la voluntad de actuar. Agustín de Hipona (m. 354), quien participó activamente en el debate donatista, mostró en sus escritos cómo la judicialización de la herejía podría resultar en medidas ineficaces. Los obispos católicos podrían eventualmente verse favorecidos por la benevolencia imperial, pero ¿por cuánto tiempo? Rápidamente se dieron cuenta de que la benevolencia de un gobernante cambiaba fácilmente de dirección. Y para mantenerla en su favor, los obispos tuvieron que aprender a negociar con los magistrados y las autoridades públicas como cualquier otra persona influyente.

Si antes había que convencer a los herejes de su herejía, ahora los obispos tenían que convencer también a los magistrados, pero en este caso no siempre bastaba con la pura argumentación. Los acuerdos y concesiones eran inevitables y tenían consecuencias, el concilio de Nicea, por ejemplo, definió la ortodoxia trinitaria, pero lo que siguió al concilio fue una serie de derrotas para los ortodoxos y el ascenso de los herejes, lo que convenció al emperador Constancio II (337-361) para buscar un compromiso. Cuando el estado define la ortodoxia, los términos de la fe son materia de negociación política, tanto como el texto de la ley. La intransigencia doctrinal puede seguir inflamando a ciertos obispos, pero saben que sin compromiso político y cierta dosis de adulación, la herejía seguirá siendo una opción para los descontentos y disidentes.

Como hemos visto hasta ahora, todo el tema de la herejía se presenta como un juego de fuerzas entre grupos discordantes impulsados ​​por la convicción de que no puede haber más de una fe verdadera. La judicialización de la herejía demostró al Estado que esas diferencias teológicas escondían fisuras sociales, culturales y étnicas que reflejaban el propio Imperio Romano, en su vasta  pluralidad cultural. Los cristianos pueden defender que su doctrina es, en teoría, universal, sin embargo, sus comunidades son fragmentos de poblaciones locales, establecidas en terrenos particulares, en los que el pasado, la lengua, las condiciones económicas se convierten en filtros catalizadores para que allí la fe universal cree sus raíces. La ortodoxia implica necesariamente diálogo o debate con y entre culturas, del mismo modo que la herejía puede expresar xenofobia y prejuicio racial. La invención de los concilios ecuménicos, como política de Estado, demuestra lo frágil que puede llegar a ser la ortodoxia, pues resulta del equilibrio entre regionalismos, cuyo capital político es siempre asimétrico.

Desde el Concilio de Nicea en 325, la herejía ha sido solo una de las muchas armas utilizadas por los obispos en sus incesantes “guerras por Jesús” (JENKINS, 2013), guerras libradas por clérigos pero patrocinadas por el estado. Los emperadores podían, de hecho, tratar de mediar en los conflictos entre diferentes iglesias, excluyendo a los herejes y promulgando la ortodoxia. Sin embargo, la búsqueda de la fe correcta fue, en sí misma, una actividad de silenciar las voces que no interesaban al poder y de amplificar las voces que sí interesaban. Esto es lo que sucedió, por ejemplo, en el Concilio de Calcedonia, de 451: los defensores de la única naturaleza de Cristo, llamados miafisitas o monofisitas, y que eran egipcios, sirios, armenios, mesopotámicos, fueron simplemente ignorados por la corriente mayoritaria episcopal grecolatina, en ese momento, representada por la cristología del Papa León Magno (440-461) y los obispos alineados con la emperatriz Pulqueria (m. 453).

El desacuerdo de Calcedonia nos muestra cómo los debates teológicos en realidad se derivan de problemas sociales, étnicos y políticos. El mundo romano pudo formar un solo imperio, pero nunca fue más que un caleidoscopio de diferencias que, en tiempos de paz, se manejaban con facilidad, pero que, en tiempos de crisis, resultaban muy agudas. El siglo V es famoso por ser el último momento de la unidad romana: en el año 476 desaparece el último emperador romano de Occidente, dejando allí cientos de iglesias católicas y decenas de iglesias arrianas, como en Rávena y Toledo. En Oriente, el imperio se mantuvo firme, pero ya no con la misma cohesión. Egipto y Siria, las zonas económicamente más productivas y, por tanto, más ricas, fueron el hogar de las poblaciones cristianas anticalcedonianas, perseguidas por el Estado romano, ortodoxo y calcedoniano.

La persecución de los herejes anticalcedonios no fue una buena política de Estado, pues los sujetos que, a causa de la herejía, se ven disminuidos por el régimen no suelen ser muy fieles a éste. Cuando el Imperio Islámico surgió en el Mediterráneo, con la propuesta de proteger a los firmantes de los tratados de paz, los anticalcedonios sirios y egipcios no dudaron de que había llegado el momento de vengarse de los herejes calcedonios. Aceptaron que el califato islámico reemplazaría al basileus hereje y empezaron a considerar que el surgimiento del Islam era un merecido castigo divino para la herejía calcedonia. Volvemos a Celso. En términos históricos, la herejía es un dispositivo que delimita el campo de la autoridad y justifica la violencia y la intolerancia contra quienes no se someten.

André Miatello. UFMG/FAJE ( Brasil). Texto original en português. Enviado: 20/08/2021. Aprobado: 25/10/2021. Publicado: 30/12/2021.

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Iniciación a la vida cristiana

Índice

Introducción

1 La renovación catequética en América Latina

2 El proceso de iniciación a la vida cristiana

2.1 El qué de la iniciación cristiana

2.2 ¿Para quién la iniciación cristiana?

2.3 El cómo de la iniciación cristiana

2.4 El dónde de la Iniciación Cristiana

3 La dimensión misionera de la iniciación a la vida cristiana

Referencias

Introducción

Desde el Concilio Vaticano II resurgió un verdadero proceso de educación en la fe, que implicó directamente una renovación de la comprensión de la catequesis. El Concilio pide a los obispos que restablezcan el catecumenado (CD n. 14) entendido como un tiempo de “instrucción conveniente” (SC n. 64), precedido por el anuncio de Cristo que suscita la continuación de la conversión (AG n. 13). ). En este sentido, se propone un itinerario catequético que no es “una mera exposición de dogmas y preceptos, sino una educación de toda la vida cristiana” (AG n. 14). Este camino presupone una mayor integración con la experiencia litúrgica de la comunidad cristiana y pretende “unir a los discípulos con Cristo su Maestro” (AG n. 14). El proceso propone un aprendizaje que lleva a la persona “a través del testimonio de vida y la profesión de fe a cooperar activamente en la evangelización y edificación de la Iglesia” (AG n. 14). Como resultado de la indicación de una nueva formación catequética, se publicó en 1972 el Ritual de Iniciación Cristiana para Adultos (Rica), que presenta un rescate de la iniciación cristiana inspirada en los orígenes del cristianismo, y se convierte en un referente para la pastoral catequética. Así, surgen indicios de abandonar la idea de una catequesis entendida meramente como instrucción en la fe, para abrazar la concepción original de la IVC.

La Iglesia en América Latina, desde la perspectiva de la eclesiología posconciliar, enfrentó el desafío de transmitir la fe a las nuevas generaciones y desarrolló un camino con propuestas concretas de renovación catequética. Especialmente con las últimas cuatro Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano y las Semanas de la Catequesis Latinoamericana, la catequesis ha sido rescatada como una IVC que no se puede concebir sin integrar la fe profesada con la fe celebrada y testificada.

1 La renovación catequética en América Latina

En 1968, la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Medellín – Colombia, destacó la necesidad de renovar la catequesis. Sugirió evangelizar y catequizar respondiendo a las necesidades de la gente sencilla y analfabeta, pero también de los intelectuales. Se propuso buscar nuevas formas de estar presente en las diferentes formas de expresión y comunicación de la sociedad. La conferencia pidió que la catequesis renovada manifestase la profunda unidad entre el plan salvífico del plan de Dios, realizado en Cristo, y las aspiraciones del ser humano. Insistió en que la catequesis tuviese un carácter dinámico y evolutivo y que profundizase la comprensión de la verdad revelada, sin desconocer los cambios económicos, sociales y culturales de ese continente.

El Documento de Medellín también destacó la importancia de una “evangelización de los bautizados”, para llevarlos al compromiso personal con Cristo y la obediencia de la fe. Sugirió que se revisasen la pastoral de la confirmación y las formas de catecumenado, con el fin de prepararlos mejor para los sacramentos. Destacó la urgencia de revisar lo que pueda ser un obstáculo para la re-evangelización de los adultos y pidió una catequesis capaz de extenderse a las comunidades de base, sin limitarse a la vida individual. La catequesis comunitaria, según Medellín, debe considerar a la familia como el entorno primario en el que se desarrolla todo cristiano. También insistió en la promoción de los catequistas laicos y en la formación de diáconos permanentes para el ministerio de la Palabra. Además, destacó la importancia de revisar el lenguaje, buscando anunciar el Evangelio considerando los diferentes entornos étnicos y culturales. Para ello, propuso multiplicar los institutos catequéticos, en los que pastores, catequistas, teólogos y especialistas en ciencias humanas pudieran dialogar y trabajar juntos para ofrecer nuevas formas de palabra y acción, preparar material pedagógico actualizado y evaluar trabajos realizados.

En 1979, la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Puebla-México tuvo como telón de fondo la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi y, en su enfoque de la catequesis, siguió a Medellín. Reforzó la necesidad de integrar la vida con la fe, la historia humana con la historia de la salvación. Luego indicó una pedagogía catequética que partiese de la persona de Cristo para llegar a sus preceptos y consejos. Destacó el fundamento de la Sagrada Escritura como fuente principal de la catequesis. Promovió una educación sobre el sentido crítico y constructivo de la persona y la comunidad en una perspectiva cristiana. Destacó el redescubrimiento de la dimensión comunitaria de la catequesis, entendida como un proceso dinámico, gradual y permanente de educación en la fe.

En 1982 se realizó en Quito – Ecuador la “1ª Semana Latinoamericana de Catequesis”, con la intención de realizar una lectura catequética del “Documento de Puebla”. Se reflexionó sobre el valor fundamental de la comunidad para la catequesis, sobre la centralidad de la Palabra de Dios y sobre la opción por los pobres en toda actividad catequética. Se sugirió mejorar la formación de los catequistas, asumir la cultura popular y la religiosidad, celebrar la fe integrando la catequesis y la liturgia, y formar cristianos comprometidos con la liberación integral.

En 1983, el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) publicó el documento La Catequesis en América Latina: líneas comunes, que enfatizó la necesidad de una metodología propia en la catequesis inspirada en la pedagogía expresada en la relación de Dios con su pueblo. Destacó la necesidad de la participación activa de la comunidad en el proceso de evangelización y recomendó que la catequesis se organizase en el ámbito de la pastoral de conjunto, para enfrentar los desafíos en los contextos latinoamericanos y caribeños.

En 1992, la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Santo Domingo – República Dominicana tuvo como idea central la Nueva Evangelización y, como meta, la inculturación del Evangelio. En su discurso inaugural, San Juan Pablo II recordó la importancia de la catequesis, a la que todos los evangelizadores deben prestar especial atención. La catequesis se menciona como el ministerio profético de la Iglesia que actualiza la revelación amorosa de Dios manifestada en Jesucristo. La conferencia consideró que la catequesis en América Latina no llega a todos o que muchas veces ocurre de manera superficial sin transformar la vida de las personas, las comunidades y la sociedad.

Santo Domingo propuso que la catequesis sea kerigmática y misionera, para que realmente haya una Nueva Evangelización. Insistió en que los catequistas sean dotados de sólidos conocimientos bíblicos desde la perspectiva de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, para iluminar la realidad actual a través de la Palabra de Dios.

De esta manera, la catequesis será eficaz para inculturar el Evangelio, alcanzando a las personas desde la niñez hasta la edad adulta. Asimismo, afirmó el valor de producir diversos instrumentos catequéticos para la relación entre fe y vida. Para afrontar algunos retos pastorales, el “Documento de Santo Domingo” sugirió una acción catequética más intensa, con énfasis en la Pastoral Vocacional, apoyada en la catequesis de confirmación. Asimismo, enfatizó la participación de los laicos en el proceso de formación catequética. Y, ante el avance de las sectas fundamentalistas, entre inmigrantes, entre poblaciones sin atención de sacerdotes y con gran ignorancia religiosa, indicó una catequesis que instruyese al pueblo sobre el misterio de la Iglesia.

Santo Domingo ordenó que la catequesis se adapte a los desafíos pastorales de la migración, en los que aparecen el desarraigo cultural, la inseguridad, la discriminación y la degradación moral y religiosa. Y, para afrontar los retos de la familia actual, sugirió que la catequesis familiar debe valorar la oración en el hogar, la eucaristía, la participación en el sacramento de la reconciliación y el conocimiento de la Palabra de Dios.

En 1994 se realizó en Caracas – Venezuela la II Semana Latinoamericana de Catequesis, que reflexionó sobre los criterios de inculturación del mensaje evangélico en la catequesis según el Documento de Santo Domingo.

En 1997, la Congregación para el Clero publicó el Directorio General de Catequesis, resultado del proceso iniciado a finales del siglo XIX por el movimiento catequético. El documento considera la catequesis como un servicio a la Palabra de Dios y centro de transmisión de la fe, valorando la dimensión de la experiencia y de la vivencia comunitaria. El directorio propuso la recuperación del catecumenado como itinerario para llegar a la verdadera iniciación en la vida de fe. Así, se promovió la superación del modelo catequético centrado en la instrucción, que enfatizaba la dimensión meramente intelectual y doctrinal de la fe cristiana.

En 1999, el CELAM publicó el documento Catequesis en América Latina: orientaciones comunes a la luz del Directorio general de catequesis, proponiendo la recepción del Directorio General de catequesis para el contexto latinoamericano. Entre 2000 y 2005 se realizaron varios encuentros con las comisiones episcopales de catequesis en varios países de América Latina, para abordar los temas del kerigma y de la iniciación cristiana a la luz del Rito de Iniciación Cristiana para Adultos.

En 2006, en preparación a la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida – Brasil, se realizó en Bogotá – Colombia la III Semana Latinoamericana de Catequesis, que reflexionó sobre la necesidad de un nuevo paradigma para la catequesis, especialmente para formar el catequista. como discípulo misionero. Las reflexiones de este encuentro influyeron en la Conferencia de Aparecida, especialmente en lo que respecta a la relación entre la iniciación cristiana y la comunidad eclesial y, sobre todo, destacó la necesidad de una catequesis catecumenal.

En 2007, se celebró en Aparecida la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, y se constató cómo la catequesis renovada había dado buenos resultados en todo el continente, debido a la animación bíblica de la pastoral. Esto proporcionó un mayor conocimiento de la Palabra de Dios y una mejor formación de los catequistas. Sin embargo, se constató que el lenguaje utilizado en la catequesis seguía siendo poco significativo para la cultura actual y, en particular, para los jóvenes.

El tema de la iniciación cristiana fue tratado en el capítulo VI del documento de Aparecida, y caracterizado como “el camino de formación de los discípulos misioneros” (DAp cap. VI). Y caracterizó el itinerario como un camino de crecimiento que comienza con el kerigma, guiado por la Palabra de Dios, conduce a un encuentro personal y progresivo con Jesucristo, lleva a la conversión y al seguimiento en una comunidad eclesial que madura en la práctica de los sacramentos, en el servicio y en la misión (DAp n. 289).

El Documento de Aparecida, si bien reconoce el progreso de la catequesis y la disponibilidad de tantos evangelizadores, llama la atención sobre la falta de formación de los catequistas y la falta de actualización de los materiales y métodos pedagógicos en la catequesis. Subrayó la importancia de que la catequesis no sea solo doctrinal, sino una propuesta para el cultivo de la amistad con Cristo a través de la oración, la valorización de la celebración litúrgica, la experiencia comunitaria y el servicio en el compromiso apostólico. Propuso la elaboración de materiales, basados en el Catecismo de la Iglesia Católica, la Doctrina Social de la Iglesia y el Directorio Ecuménico. Indicó que la catequesis necesita valorar la religiosidad popular y realizar visitas a las familias para comunicar los contenidos de la fe, fomentar la oración y la devoción mariana en los hogares. A través de la catequesis, Aparecida propone una renovación de la comunidad eclesial, formando y consolidando iglesias domésticas, ayudando a la unidad de las familias.

La V Conferencia entendió que la educación en la fe debe ser integral y transversal en las instituciones católicas y, por tanto, deben promover el servicio pastoral, en comunión con la comunidad cristiana, incluyendo la catequesis. También advirtió que los medios de comunicación no pueden olvidarse de la catequesis, para que la Buena Nueva llegue a millones de personas. También destacó la via pulchritudinis (camino de la belleza) como un medio privilegiado de evangelización y diálogo, ya que el uso del arte es importante en la catequesis de niños, adolescentes y adultos.

El Documento de Aparecida, por tanto, invierte en el modelo operativo de la iniciación cristiana como vía ordinaria e indispensable para llevar a cabo la evangelización. Los obispos latinoamericanos reconocieron la necesidad de fortalecer y profundizar la IVC: “Sentimos la urgencia de desarrollar, en nuestras comunidades, un proceso de Iniciación a la Vida Cristiana que comience con el kerigma y que, guiado por la Palabra de Dios, conduzca a un encuentro personal, cada vez más, con Jesucristo ” (DAp n. 289).

2 El proceso de iniciación a la vida cristiana

La IVC depende de un anuncio explícito de la persona de Jesucristo, ya que “conocer a Jesús es el mejor regalo que cualquiera puede recibir. Encontrarlo fue lo mejor que nos ha pasado en la vida. Darlo a conocer con nuestra palabra y nuestros hechos es nuestra alegría” (DAp n. 29). En este sentido, la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium afirma que “en la catequesis juega también un papel fundamental el primer anuncio o kerigma, que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial” (EG n. 164).

La IVC tiene la misión de introducir a la persona en la dinámica del encuentro con Jesucristo. Para ello, el Documento de Aparecida, atento a los desafíos de los contextos, advierte que “se impone la tarea irrenunciable de ofrecer una modalidad de iniciación cristiana, que, además de marcar el qué, también dé elementos para el quién, el cómo y el dónde se realiza” (DAp n. 287).

2.1 El qué de la iniciación cristiana

No es posible transmitir la fe a las nuevas generaciones enseñando solo costumbres, fórmulas o prácticas religiosas. En primer lugar, hay una relación de cercanía, encuentro y diálogo que suscita una postura, acoger la llamada de Jesús: “Ven y mira” (Jn 1,39). En este sentido, la IVC es un proceso prolongado en el tiempo por el que la persona recibe el anuncio de Jesucristo y se inserta paulatinamente en la comunidad cristiana para propiciar una experiencia que cambia la vida de la persona de acuerdo con el Evangelio.

La expresión iniciación cristiana se refiere al Ritual de Iniciación Cristiana para Adultos (Rica) que rescata la metodología de la Iglesia desde los primeros siglos para formar discípulos de Jesucristo e insertarlos en la comunidad de fe. Es un itinerario pedagógico marcado por el primer anuncio de Jesucristo (kerygma), seguido de una profundización en la fe de la Iglesia (catecumenado), que incita a la conversión para configurar gradualmente la vida de la persona al estilo del Evangelio (purificación e iluminación); luego ofrece la recepción de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía y se extiende con una educación al Misterio (mistagogía).

En la Iglesia antigua, la iniciación a la fe tenía lugar en comunidad a través de la integración entre catequesis y la liturgia. El proceso se desarrollaba de manera mistagógica, a través de oraciones, celebraciones y ritos que caracterizaban una espiritualidad que pretendía la configuración del candidato a Cristo, el “Nuevo Adán”.

El itinerario se centraba en el misterio de Cristo y su Iglesia. La persona era introducida paulatinamente en una nueva realidad, en el misterio de Jesucristo, en su pasión, muerte, resurrección, ascensión y parusía. Este misterio se actualiza por la misión del Espíritu que el Hijo y el Padre envían a la comunidad. Así, por el misterio de la Iglesia, como comunidad de fe, y por la acción del Espíritu, vive y se revela la presencia del Resucitado en el mundo.

A través de la IVC, la persona participa del diálogo de salvación ofrecido por Dios a la humanidad y revelado en Jesucristo. El ser humano está llamado a una relación filial con el Padre de Jesús a través de una propuesta divina que espera una respuesta humana. En la incorporación al Misterio Pascual de Cristo, la persona es guiada por un proceso que se revela en la dinámica entre tinieblas-luz, pecado-gracia, esclavitud-liberación, muerte-vida. Este discernimiento tiene lugar a través de varios momentos importantes del proceso catecumenal y se extiende a lo largo de toda la vida del cristiano.

2.2 ¿Para quién la iniciación cristiana?

Los destinatarios prioritarios de IVC son aquellos que no conocen a Cristo o que se han apartado de la fe, especialmente los adultos. Se constata que la ausencia de un primer y fundamental anuncio de Jesucristo ha generado, en América Latina, un vacío de graves consecuencias, ya que produjo una masa de bautizados alejados de la comunidad eclesial. También desafía al número de personas que no conocen a Jesucristo o que siempre lo han rechazado (EG n. 14). Esta realidad impulsa la misión y la pastoral de una Iglesia “en salida” que llega a las periferias geográficas y existenciales para acercar el kerigma a todos, sin presuponer ni dar por hecho nada en cuestión de fe.

La catequesis, especialmente en América Latina, también necesita tener una mirada diferente sobre los pobres, ya sea por su apertura a la fe o por la necesidad que sienten de Dios, porque “la opción preferencial por los pobres debe traducirse, sobre todo, en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (EG n. 200).

A los niños, adolescentes y jóvenes bautizados se les ofrece una metodología de catequesis con inspiración catecumenal para completar su IVC con la confirmación y la eucaristía. Se trata de superar una perspectiva centrada en la instrucción a través del paradigma iniciático, que implica una mejor integración de la catequesis con la liturgia y el sentido de pertenencia comunitaria. Sin esta perspectiva, la catequesis ofrece los sacramentos sin iniciar en la fe y, no pocas veces, los niños y adolescentes desaparecen de la comunidad después de la confirmación o de la primera eucaristía. Es urgente, recuerdan los obispos, que exista un itinerario para formar discípulos de Jesucristo que, al recibir los sacramentos, se sientan fortalecidos para continuar en el camino iniciado.

2.3 El cómo de la iniciación cristiana

El proceso está marcado por tiempos y etapas. Un tiempo es como un período pastoral más o menos prolongado en el que los candidatos buscan los caminos de la fe y crecen, correspondiendo a algunas iniciativas propuestas. Se puede utilizar la analogía de los pasos, mediante los cuales el candidato asciende gradualmente a medida que se inicia en la fe. En el proceso de inspiración catecumenal, se proponen cuatro tiempos: a) el pre-catecumenado; b) el catecumenado; c) la purificación e iluminación; yd) la mistagogía.

Las etapas, a su vez, son pasos entre un momento y otro. Son como puertas por las que se pasa para subir los peldaños de una escalera por la que se sube. Se realizan con celebraciones especiales que les dan densidad y experiencia. Hay ciertos períodos de cambio más cualitativo, que requieren el apoyo de la Iglesia, para que el candidato se configure cada vez más con Cristo, el “Nuevo Adán”. Las etapas también se pueden llamar “pasos” marcados por celebraciones en la comunidad eclesial. Hay tres etapas: a) Celebración de la entrada en el catecumenado; b) Celebración de la elección;  y c) Celebración de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía. Todo el proceso necesita adaptarse a diferentes edades, entornos y realidades socioculturales para poder formar discípulos misioneros. Cada tiempo y cada etapa tiene unas características propias que definen el itinerario de iniciación.

Primer tiempo: kerigma o pre-catecumenado. Es la oportunidad de recibir la primera evangelización, durante la cual, de diferentes formas, se anuncia a Cristo. Este tiempo permitirá una apertura a la fe que conducirá a la conversión de vida. Este es el momento más difícil y también el más importante, ya que condiciona toda la iniciación. En ese momento, está el papel primordial de la comunidad cristiana, que debe evangelizar, acoger y apoyar a quienes acogen el kerigma. Si el oyente se convierte a Cristo y desea libremente conocer más a Jesucristo y entrar en su Iglesia, entonces pasara a la primera etapa.

Primera etapa: celebración de la entrada en el catecumenado. Marca el primer encuentro oficial entre la Iglesia y quien aceptó el kerygma. El oyente expresa su firme intención de seguir a Cristo y conformar su vida a la Iglesia. Éste, entonces, le acoge litúrgicamente. Solo los convertidos pueden ser admitidos por esta puerta. La liturgia para entrar en el catecumenado es la más elocuente de todas las etapas. Se trata de marcar los sentidos con la cruz. Sin embargo, solo será verdadera y fecunda si el candidato se convierte a Cristo, con la firme voluntad de seguirlo en su Iglesia.

Segundo tiempo: catecumenado. Solo cuando surge la fe se puede educar y nutrir. La actividad formativa se denomina catecumenado (RICA n. 19-20 y 98-105). Es un tiempo extenso de aprendizaje de la vida cristiana. Ocurre, entonces, la catequesis propiamente dicha, cuando se profundizan los enunciados de la fe y de la vida cristiana, especialmente de cada uno de los artículos del Credo (Símbolo Apostólico). Este tiempo va acompañado de ritos de distintos tipos. Los cuatro ritos principales son las celebraciones de la Palabra de Dios; los exorcismos menores; las bendiciones; y, eventualmente, algunos ritos de paso previstos en el Rica. Estas celebraciones, sin embargo, no constituyen etapas en el sentido estricto del término. La experiencia de la oración asume un lugar primordial en esta formación. Tiene lugar tanto en la oración personal por el reencuentro con Cristo y el Espíritu Santo, como en la oración comunitaria por la celebración del Misterio de la Salvación en la Iglesia.

Segunda etapa: celebración de la elección o inscripción del nombre. Esto expresa que Dios, a través de su Iglesia, elige a los catecúmenos que serán iniciados sacramentalmente durante las próximas fiestas de Pascua. Suele ocurrir al inicio de la Cuaresma. Para ello, es necesario que la conversión inicial del tiempo del kerigma haya alcanzado un mayor desarrollo y maduración. Esta celebración precede al comienzo del tercer tiempo.

Tercer tiempo: purificación / iluminación. Esto normalmente coincide con el tiempo litúrgico de Cuaresma y se llama “retiro bautismal” o “purificación e iluminación” (RICA n. 21, 25-26 y 152). Es el momento de la preparación inmediata para los sacramentos de iniciación. Se profundiza respectivamente en los evangelios previstos en la liturgia del tercer, cuarto y quinto domingo de Cuaresma del año A. Se trata esencialmente de una catequesis bautismal, porque refleja especialmente el Evangelio de la samaritana que busca el “Agua Viva” que apaga toda sed humana; el ciego de nacimiento que quiere ser iluminado con la verdadera Luz para ver; y la resurrección de Lázaro que revela quién es la Resurrección y la Vida. Con la comunidad de los fieles, los elegidos están dispuestos a vivir el Misterio Pascual. El Rica también prevé, en ese momento, o en el catecumenado, dos celebraciones de entrega: del Símbolo (Creo) y de la oración del Señor (Padre Nuestro). En el Símbolo se recuerdan las maravillas que el Señor realizó en la Historia de la Salvación. La oración del Señor educa para el sentido de la filiación divina y el encuentro fraterno de los cristianos (RICA n. 25). En estas entregas, la Iglesia transmite el tesoro de la fe (traditio) que, una vez recibido, vivido y crecido en el corazón del catecúmeno, enriquece a la Iglesia misma en la medida en que la persona acepta y vive lo que le ha sido transmitido, como una respuesta al que recibió (redditio).         

Tercera etapa: celebración de los sacramentos de iniciación. Normalmente ocurre durante la Vigilia Pascual. El bautismo es el primer acto de esta celebración, cuyo carácter trinitario-pascual se subraya. Es deseable que, según una costumbre muy antigua, la confirmación se produzca inmediatamente después del bautismo (RICA n. 34). La eucaristía completará la iniciación de la que es cumbre. Los tres sacramentos se confieren en una misma celebración.

Cuarta etapa: mistagogía. Este es el momento en que la comunidad debe ayudar al cristiano a profundizar la riqueza del acontecimiento sacramental de la iniciación y el significado de la celebración de la fe para la vida del discípulo de Jesucristo. Durante el tiempo de Pascua, se invita a los iniciados a participar en las celebraciones dominicales de la Quincuagésima Pascual. Las celebraciones eucarísticas posteriores a la Pascua se denominan “misas por los neófitos”, en las que los padrinos, catequistas y colaboradores del catecumenado están llamados a participar junto con los iniciados (RICA 40, 57). Se trata de una profundización espiritual a través de la vida litúrgica de la comunidad y también a través de la catequesis que orientan hacia el sentido de la vivencia litúrgica.

2.4 El dónde de la Iniciación Cristiana

El punto de partida de la IVC es el kerigma que tiene lugar, sobre todo, en los lugares donde se desarrolla la vida, en los lugares de ocio, trabajo, cultura, formación, también a través de los medios de comunicación, en momentos de dolor y angustia, en las situaciones en las que la gente busca un sentido para vivir. Asimismo, los espacios internos de la comunidad cristiana – las celebraciones de la comunidad, sus actividades pastorales, caritativas, formativas, culturales – están llamados a ser lugares de primer anuncio.

El encuentro personal con Jesús no puede separarse del encuentro comunitario con quienes recorren el mismo camino. La fe cristiana no solo propone una relación entre el  y el yo, también se relaciona con el nosotros. No hay fe que no se viva en la Iglesia, en comunidad. La IVC encuentra su propio ambiente en la comunidad eclesial: el lugar donde el discípulo misionero nace, se nutre, crece, se fortalece y vive como miembro de la familia de Dios. Asimismo, todo el objetivo de la IVC es la inserción del cristiano en la Iglesia, en la comunidad de seguidores de Cristo. Así, la Iglesia-comunidad es a la vez madre que siempre genera nuevos hijos para la fe y madre que sostiene y fortalece a sus hijos en el camino hacia el Reino de Dios.

3 La dimensión misionera de la iniciación a la vida cristiana  

A partir de la III Semana Latinoamericana de Catequesis, se impulsaron iniciativas con el objetivo de formar discípulos misioneros. Este camino catecumenal implica también educar a cristianos comprometidos con su realidad social, política y cultural, abiertos al diálogo con el mundo y a ser defensores de la vida, los derechos humanos y la naturaleza, de acuerdo con la Doctrina Social de la Iglesia (CELAM, 2008b, n. 136).

Relacionando fe y vida, el discípulo misionero “tiene la experiencia del encuentro con Jesucristo vivo, madura en su vocación cristiana, descubre la riqueza y la gracia de ser un misionero que anuncia la Palabra con alegría ” (CELAM, 2007, n. 167).

El anuncio de la fe y su dimensión misionera están relacionados con la convicción cristiana de que sólo en Jesús el ser humano puede alcanzar la salvación. Esta buena noticia debe llevarse a toda la humanidad. Por eso, el anuncio de Jesucristo siempre debe ser repensado, reformulado, anunciado y revivido dentro de cada cultura.

La IVC presupone una renovación de las comunidades eclesiales a través de la conversión que va más allá de una pastoral de mantenimiento a través de una pastoral esencialmente misionera, que promueve una cultura de encuentro, proximidad y diálogo. Sólo así la IVC será la promotora de una eclesiología con sentido de pertenencia y comunión entre los bautizados.

Se pretende una catequesis “en salida”, es decir, esencialmente misionera, capaz de romper las barreras que impiden la comunicación de la fe a las distintas periferias geográficas-existenciales y proponer una auténtica IVC que forme discípulos misioneros. Ir al encuentro del otro es la urgencia de la catequesis kerigmática y mistagógica en contexto latinoamericano.

Dom Leomar Antônio Brustolin. PUC RS y Arzobispo de Santa Maria, RS.. Enviado: 16/08/2021. Aprovado: 31/08/2021. Publicado: 24/12.2021.

 Referencias

CONCÍLIO ECUMÊNICO VATICANO II. CONSTITUIÇÃO DOGMÁTICA DEI VERBUM. In: KLOPPENBURG, Frei Boaventura (org.). Compêndio do Vaticano II: constituições, decretos, declarações. Petrópolis: Vozes, 1968.

CONGREGAÇÃO PARA O CLERO. Diretório Geral para a Catequese. São Paulo: Paulinas, 2002.

CONGREÇÃO PARA O CULTO DIVINO. Ritual da Iniciação Cristã de Adultos. Trad. portuguesa para o Brasil da edição típica. São Paulo: Paulinas, 2003.

CONSELHO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO.  Documentos do CELAM: conclusões das Conferências do Rio de Janeiro, Medellín, Puebla e Santo Domingo. São Paulo: Paulus, 2004.

CONSELHO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO. Documento de Aparecida: texto conclusivo da V Conferência Geral do Episcopado Latino-americano e do Caribe. São Paulo: Paulinas, 2007.

CONSELHO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO. Manual de catequética. São Paulo: Paulus, 2008a.

CONSELHO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO. A caminho de um novo paradigma para a catequese: III Semana Latino-americana de catequese. Brasília: Edições CNBB, 2008b.

CONSELHO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO. A alegria de iniciar discípulos missionários na mudança de época. Brasília: Edições CNBB, 2017.

FRANCISCO. Exortação Apostólica Evangelii Gaudium. São Paulo: Paulinas, 2013.

JOÃO PAULO II. A catequese hoje: Exortação Apostólica Catechesi Tradendae. São Paulo: Paulinas, 1982.

JOÃO PAULO II.   Ecclesia in America: exortação apostólica pós-sinodal. São Paulo: Paulinas, 2002.

PAULO VI. Evangelii Nuntiandi: Exortação Apostólica do Sumo Pontífice sobre a Evangelização no mundo contemporâneo. São Paulo: Paulinas, 1976.

PONTIFÍCIO CONSELHO PARA PROMOÇÃO DA NOVA EVANGELIZAÇÃO.  Diretório Geral para a Catequese. São Paulo: Paulus, 2020.

El libro del profeta Jonás

Índice

Introducción

1 La persona del profeta

2 Posición en el Canon Bíblico

3 Dinámica narrativa, estructura y género literario

4 Puntos de teología

5 Actualización del mensaje

Referencias

Introducción

Cualquiera que se proponga leer y estudiar el libro del profeta Jonás se enfrenta de inmediato a un personaje emblemático que, a través de sus acciones y reacciones, encarna personalmente dos movimientos decisivos en la historia socio-religiosa del antiguo Israel en sus relaciones con YHWH y con las naciones extranjeras: desobediencia y obediencia al mandato de YHWH y las consecuencias que se derivan de estas dos posiciones tanto ad intra como ad extra de esta historia.

La figura del profeta se presentará a partir de los datos internos del libro, los elementos de la tradición judía y, en particular, los rasgos de su personalidad. Estos se infieren de las acciones realizadas y los diálogos con los diferentes personajes que interactúan con Jonás.

A partir de las acciones de desobediencia y obediencia de Jonás, en función de la orden recibida, se puede percibir el fluir y la dinámica de la narrativa y así proponer una posible estructura para el libro. Como una novela dramática edificante, como el libro de Jonás está en prosa, con la excepción del Salmo en Jn 2,3b-10, la trama se desarrolla e involucra al oyente-lector, dirigiéndolo a las consecuencias y resultados que resultan de las acciones tomadas por el profeta Jonás ante YHWH, los marineros y los ninivitas.

Gracias a este camino, es posible resaltar diferentes puntos de la teología, por lo que las dos fases del posicionamiento del profeta, en relación con la orden recibida, permiten decir que el conocimiento de YHWH, y la expresión de su voluntad (teología) , se vuelven decisivos para comprender el comportamiento de Jonás (antropología). A partir de la percepción de este camino y de los puntos de teología, se ofrecerá una posible actualización del mensaje.

1 La persona del profeta

En el título del libro, se encuentra la siguiente información: “Y vino palabra de YHWH a Jonás hijo de Amitai. El verbo hāyâ introduce una narrativa y podría entenderse como “y sucedió”, “y fue una vez” (Js 1,1; Jc 1,1; 1Sm 1,1; 2Sm 1,1; Rt 1,1). En esta narración, Jonás entra en escena y se ofrece un parámetro de identificación familiar: “hijo de Amitai”. El nombre del padre parece provenir de ‘emet que significa “fidelidad”, “verdad”, “firmeza”, etc.

El nombre Jonás (yônâ), además de ser usado como nombre propio, también es un sustantivo común, muy recurrente en el Antiguo Testamento, y significa “paloma” (Gen 8,8-12), uno de los dos volátiles que, junto con la tórtola, fueron aceptados como ofrenda de los menos favorecidos para sacrificio a YHWH (Lv 5,7.11; 12,6.8; 14,22; 15,14.29; Num 6,10; Sal 68,14). Detrás del uso patronímico arameo baryônâ (“hijo de Jonás”), como Jesús designó a Simón Pedro (Mt 16,17), parece haber una forma abreviada del nombre Juan (Jn 21,15.16.17).

2 Rs 14, 23-29 presenta un resumen de la vida y el reinado de Jeroboam II, que reinó en el norte de Israel (783-743 a. C.), mientras que Amasias reinó en Judá (796-781 a. C.). En el v. 25 hay una referencia al profeta Jonás, hijo de Amittai, y también se dice que era de Gat-Opher. Este lugar limitaba con el territorio de Zabulón y Neftali (Jos 19,13), no lejos de Nazaret. San Jerónimo, en el comentario al libro del profeta Jonás, decía que Gat-Ofer estaba a 3 km de Séforis, por el camino que conducía a Tiberíades. En este lugar (actual Meshhed), hay una tumba atribuida al profeta Jonás.

La tradición judía, que concede gran importancia al libro del profeta Jonás durante los días anteriores al yom hakippurîm, afirma algo muy interesante. Asocia el profeta Jonás con el hijo de la mujer sunamita, qun fue concebido y resucitado mediante la intervención directa del profeta Eliseo (2 Rs 4,8-37; 8,1-6). Este niño más tarde se convirtió en uno de los “hermanos profetas”, seguidores de Eliseo, el cual le encargó ungir a Jehú (841-814 a. C.) como rey del norte de Israel (2 Rs 9, 1-10).

Según el relato de 2 Rs 14,25 y según esta tradición judía, el profeta Jonás habría vivido y actuado durante los siglos IX-VIII a. C. Se sabe que Nínive fue la capital del Imperio asirio (745-612 a. C.), destruida por una coalición de pueblos babilónicos en el 612 a. C. El profeta Jonás, de acuerdo con esta disposición, habría proclamado la palabra de destrucción sobre Nínive entre el comienzo del surgimiento del Imperio asirio y antes de la destrucción de Samaria en 722/721 a. C.

En este sentido, la tradición judía buscaba dar una explicación a la tolerancia que aplicó el ejército asirio con motivo de la destrucción del reino del norte (2 Rs 17, 5-6). Era de esperar una matanza enorme y cruel, actitudes típicas y bárbaras de los soldados asirios. Por el contrario, hubo deportación y una enorme mitigación de la violencia, incluso con atención a algunas demandas de los pueblos que fueron deportados a Samaria, manteniendo el culto a YHWH (2 R 17, 24-41). Así, se intentó explicar la medida que el rey de Nínive determinó para todos los ninivitas, en particular la conversión del camino perverso y de la violencia (Jon 3,8).

De una lectura cuidadosa del libro, queda claro que Jonás tenía rasgos muy peculiares y una personalidad rebelde, indiferente, audaz, perspicaz e incluso colérica.

En el primer capítulo, Jonás pudo rebelarse contra la orden recibida de YHWH, cerrarse a la misión y emprender una gran aventura, embarcando en un barco rumbo a Tarsis, para alejarse de Nínive, tomando la dirección opuesta. En medio de la tormenta, se mostró indiferente (Jon 1,5-6), pero, una vez descubierto como la causa de la misma, asumió su origen en primera persona: “Soy hebreo y a YHWH, que hizo el mar y la tierra seca, tengo miedo”(Jon 1,11 – referencia a la descendencia de Abraham en Gn 14,13 que deriva de Eber, considerado el antepasado primordial de los hebreos – Gn 10,24-25; 11,14-17 ). Sabedor de que, hasta que no abandonase el barco, la tormenta no cesaría su furor, no dudó en indicar la solución: “Levantadme, echadme al mar, y se calmará sobre vosotros” (Jon 1,12). Ante tal resolución, los marineros hicieron todo lo posible para no incurrir en un asesinato y, además, tuvieron el coraje de declarar que Jonás podía ser sangre inocente (Jon 1,14).

En el segundo capítulo, Jonás, mantenido vivo en el vientre del gran pez, elevó su oración a YHWH, mostrándose capaz de reconocer las razones que lo llevaron a tan grande adversidad. Sin embargo, usó la “conversión” de los marineros como motivo de apelación, dando a entender que incluso su audaz desobediencia había traído un beneficio que, en última instancia, trajo alabanza a YHWH. En su pericia, que retrata el conocimiento de su Dios, hizo un voto para obtener la salvación o una segunda oportunidad. Téngase en cuenta que este punto está relacionado con la muerte y resurrección del hijo de la sunamita por Eliseo.

En el tercer capítulo, Jonás decidió obedecer la orden divina ya que recibió la segunda oportunidad. Aun así, sin embargo, no dejó a un lado su temperamento y su aversión por los paganos. En sus labios, brotó una palabra amenazante que retrataba bien su deseo interior: “Cuarenta días y Nínive será destruida” (Jon 3, 5). En lugar de recorrer toda la ciudad, caminó solo un tercio de ella, asumiendo una nueva postura de indiferencia.

En el cuarto capítulo, Jonás reveló su lado enojado e insatisfecho por dos razones. Primero, porque intuyó que YHWH mostraría misericordia a los ninivitas que hicieran penitencia y decidieran convertirse. En segundo lugar, por el intenso calor que cayó sobre su cabeza. A pesar de todas las medidas tomadas por YHWH a su favor, Jonás se mantuvo irreductible en su forma de pensar sobre la justicia divina. Se mostró más condescendiente con una planta que con los seres humanos incapaces de discernir entre el bien y el mal en sus acciones. Finalmente, surge una pregunta abierta: ¿Jonás habría entendido la voluntad salvífica universal de YHWH a través del uso que hizo de su misericordia?

Así, se nota que el libro no contiene el mensaje de un profeta propiamente dicho, sino que pretende describir, a través de su aventura personal en el enfrentamiento con la voluntad de YHWH, cómo la historia no camina sin rumbo ni desprovista de divinos objetivos. La última palabra no la tiene el ser humano, aunque sea un profeta, sino el mismo YHWH.

2 Posición en el Canon Bíblico

En la Biblia hebrea, el libro de Jonás se encuentra entre Abdías y Miqueas. En el canon de la Septuaginta, se encuentra entre Abdías y Nahum, dentro de un orden de libros que difiere significativamente del orden hebreo. San Jerónimo, en la Vulgata, adoptó el orden del canon hebreo.

Parece que la opción de la Septuaginta buscaba asegurar una continuidad temática entre Jon 4,11 en Na 1,1 por la citación de Nínive. Sin embargo, tanto en el canon hebreos como en el griego, el libro de Jonás aparece después del libro de Abdías, asegurando una palabra dirigida a otros pueblos. En el caso de Abdías contra Edom y en el caso de Jonás contra los ninivitas.

3 Dinámica narrativa, estructura y género literario

El libro tiene cuatro escenas principales. Cada una corresponde a un capítulo. Gracias a esto, es relativamente fácil identificar las secciones del escrito y sus respectivas escenas, que se pueden individualizar de la siguiente manera:

Jon 1,1-3: los personajes son YHWH y Jonás. Los lugares son Jerusalén (se presume) y el puerto de Jope. Las ciudades de Nínive y Tarsis son objetivos para alcanzar. El primero, en la orden de YHWH, y el segundo, en el intento aislado y fugitivo de Jonás.

Jon 1,4-16: Los personajes son YHWH, Jonás, los marineros y el capitán. Los lugares son el barco y el mar. Sin embargo, Jonás, al presentar al Dios al que sirve, evoca “los cielos” y “la tierra seca”. Jerusalén permanece figurativa e implícita en el v. 16.

Jon 2, 1-11: los personajes son YHWH, Jonás y el gran pez. Los lugares son el mar (las profundidades y bases de las montañas eternas) y el vientre del gran pez. Jerusalén sigue estando implícita en la oración que Jonás elevó a YHWH (Jon 2,3b-10). Ante  la decisión liberadora de YHWH, del mar se pasa a la tierra seca (Jon 2,11).

Jon 3, 1-10: los personajes son YHWH, Jonás, los ninivitas, el rey y los animales. El lugar es Nínive, pero cabe destacar el palacio y los pastos de animales.

Jon 4,1-11: los personajes son YHWH, Jonás, el ricino y el gusano. Ya los ninivitas y los animales están en segundo plano. El lugar mencionado es “el este de la ciudad”. Jerusalén está implícita en Jon 4,2 que evoca las cualidades de YHWH.

Identificadas las escenas y su contenido, se observa que, de hecho, la estructura corresponde a los cuatro capítulos de la escritura en dos bloques que podrían ubicarse a partir de los dos movimientos: antes de la “obediencia” y después de la “obediencia” de Jonás a la orden de YHWH.

Primera parte: antes de la obediencia a la primera instrucción y sus consecuencias (Jon 1,1–2,11).

Segunda parte: después de la obediencia a la segunda instrucción y sus consecuencias (Jon 3,1–4,10).

Estos dos bloques están asegurados por la fórmula: “y vino la palabra de YHWH” (Jon 1,1; 3,1); y or el respectivo objetivo: “Levántate, ve a Nínive, la gran ciudad, y clama …” (Jon 1,2; 3,2). Las escenas, con sus respectivos personajes y ubicaciones, se admiten como los límites de las dos grandes secciones individualizadas. Mandirola hace un sugerente esquema (MANDIROLA, 1999, p. 16):

1,1-3

Dios y Jonás:

Dios llama

Jonás huye

3,1-3

Dios y Jonás:

Dios llama

Jonás obedece

1,4-16

Dios y los paganos:

la tormenta sobre el barco

3,4-10

Dios y los paganos:

la predicación de Jonás en Nínive

2,1-11

Dios y Jonás:

salvación y oración

4,1-11

Dios y Jonás:

lección sobre el amor de Dios

Por tanto, dependiendo de cómo se posicionen los exegetas ante el libro del profeta Jonás, es posible encontrar varios géneros literarios propuestos que varían entre “mito e historia”, entre “leyenda y midrash”, entre “novela y narrativa profético-teológica”. Sin embargo, independientemente de la posición adoptada por el exegeta, se puede decir que el autor tenía una sólida formación y estaba atento a las posiciones teológicas de su tiempo en relación con los paganos.

A favor de esta afirmación está el uso apropiado de ciertas tradiciones y escritos proféticos que ya existían, como es el caso de Jeremías quien fue llamado a llevar un mensaje a las naciones (Jr 1,10 – Jon 1,2; 3,1- 2), basado en la necesidad de conversión (Jr 18,11. 23,22; 25,5; 26,3; 35,15; 36,3.7 – Jon 3,8). En este sentido, la posición del rey de Nínive, que se esfuerza por desviar la ira divina (Jon 3,9), es algo relevante en la profecía de Jeremías (Jr 4,8; 23,20; 30,24).

Junto con Jeremías, también es posible citar a Ezequiel y sus oráculos contra Tiro y Sidón (Ez 26,1–28,26), ya que revelan el sentido de una nación que, a pesar de juzgarse fuerte por sus habilidades marítimas, por su perfecta belleza de sus barcos, los tuvo, sin embargo, tragados por las aguas (Ez 27,3.26-27 – cf. Jon 1,4-16).

La posibilidad de que YHWH retroceda en su plan punitivo (teshuvá), la base para la conversión humana también es común a Jeremías y Jonás (Jr 18,8; 26,3.13,19; 42,10 – Jon 3,10; 4,10). Incluso el deseo de Jonás de morir (Jon 4,3.8) está implícito en Jr 15,10; 20,14-18. Todo ello favorece compartir la sensibilidad por el tema de la misericordia como signo de la identidad de YHWH, como en Jl 2,14 y Jon 4,2 con base en Ex 34,6-7, justificando y subrayando, como en Jl 2, 13 y Jon 3,10, el cambio de actitud en YHWH.

Finalmente, el uso que Mt 12,38-41 y Lc 11,29-32 hicieron del libro de Jonás se centra en la visión y comprensión cristianas del episodio del gran pez para dar fe de la posibilidad de la resurrección de Jesús después de tres días en el sepulcro, así como en el hecho de que la generación de los ninivitas demostró estar más abierta a la conversión que los interlocutores de Jesús.

Sin embargo, más allá de este uso limitado en el NT, es posible afirmar que el libro del profeta Jonás, junto con los cánticos del Siervo sufriente, presentes en Isaías, contiene una doctrina efectiva sobre el amor de YHWH por todos los seres humanos que, si no encuentra expresión explícita en el Antiguo Testamento, es el elemento principal de la predicación y las acciones salvíficas-liberadoras llevadas a cabo por Jesús de Nazaret en el enfrentamiento de judíos y paganos. Es la actitud abierta, y asumida personalmente por el apóstol Pablo, con respecto a la evangelización de los gentiles.

4 Puntos de teología

¿Quién es Dios en el libro de Jonás?

Esta pregunta básica nos permite definir y delinear algunos rasgos y elementos característicos de YHWH que dirige la palabra a Jonás, quien se hace próximo y está por detrás de los acontecimientos. En este sentido, el uso del Tetragrama Sagrado se reservó para los discursos que relacionan al Dios de Israel con su profeta. Por el contrario, en labios de marineros y ninivitas se utilizó el nombre común: ‘Elohîm (Dios).

El punto central de toda la narrativa se basa en el conocimiento y la relación entre la justicia y la misericordia divinas. Sobre esta relación el libro de Jonás puede acercarse más a Ex 34,6-7, como se verifica en Jon 3,9. Como Moisés, el profeta más íntimo de YHWH (Dt 34, 10-12), el profeta Jonás también tuvo la oportunidad de encontrarse con YHWH, experimentando la forma en que él conduce y determina no solo la dirección de la historia de su pueblo, sino toda la historia universal. El último discurso del libro pertenece a YHWH y trae a colación  el tema de la misericordia relacionado con la ignorancia humana o la incapacidad para discernir entre el bien y el mal.

Nada escapa a YHWH, que hace que la tormenta se levante, así como también la hace cesar, porque es Dios quien hizo el mar y la tierra firme. Su omnipotencia se comprueba tanto en la acción visible como invisible, representada en el hecho de que un gran pez se traga a Jonás, lo conserva vivo y lo escupe nuevamente en tierra firme. Junto al gran pez (Jon 2,1-2,11), a lo largo del Antiguo Testamento, sólo la serpiente del Edén (Gn 3,1-19) y el asno de Balaam (Nm 22,22-35) actúan como protagonistas animados al lado del ser humano y sirven a los propósitos divinos.

YHWH, por ser el Creador, hizo aparecer y desaparecer la planta de ricino, a través de un gusano, para poner a prueba la sensibilidad de Jonás en relación con el ser humano, aunque sea visto como un enemigo. Junto al reino animal, Jon 4,6-10 muestra el papel del reino vegetal en la vida del profeta. Sobre esto, aún, es digno de mención el decreto del rey en Jon 3,7, porque los animales, en lugar de ser sacrificados, para apaciguar la ira divina, estaban asociados con la penitencia de los ninivitas.

¿Quién es el ser humano?

Para responder a esta pregunta, bastaría con confrontar la persona de Jonás y los paganos. Es obvio, por un lado, la actitud cerrada del profeta frente a los paganos y, por otro lado, la apertura de los paganos a YHWH ante el discurso y acciones que involucran a Jonás. Si bien el oyente-lector esperaría del profeta un comportamiento más coherente con su conocimiento de YHWH, parece que los paganos son los más fácilmente influenciados por los acontecimientos puntuales y anunciados por el profeta. Se puede ver, entonces, por la dinámica del libro, que YHWH es más bienvenido, o mejor, temido y respetado por los forasteros que por aquel que representa su enviado para pronunciar una palabra de juicio ante los acontecimientos.

Detrás del libro de Jonás hay una profunda teología de la salvación que cuestiona el cerrarse a los no judíos. Gracias a la desobediencia de Jonás, quien decidió salir de la presencia de YHWH, se produjo la conversión de los marineros ante la posibilidad de muerte provocada por la fuerte tormenta. Gracias a la obediencia de Jonás, quien anunció la destrucción de Nínive, es decir, por una breve palabra provocó una tempestad dentro de la ciudad, se produjo la conversión de los ninivitas. En ambos casos, el interés de YHWH en la salvación de los paganos está latente.

Por otro lado, la salvación de Jonás de la muerte por ahogamiento, a través de un gran pez (un elemento marcadamente mitológico), y la aflicción del profeta, quien pidió su muerte porque vio que la misericordia de YHWH era dada a los ninivitas, se contraponen a lo que sintió por la muerte del ricino que le dio un poco de sombra y frescor sobre su cabeza. Este hecho acentúa la contradicción del profeta, quien representa una concepción salvífica de matriz nacionalista.

Por lo tanto, para una comprensión abierta y sensible del libro del profeta Jonás, es necesario tener en cuenta la pluralidad de temas teológicos subyacentes a este escrito. El interés por las celebraciones del culto penitencial y por las tradiciones proféticas en circulación enfatiza que el valor de la revelación, basada en una profecía de castigo, permite comprender que la salvación del pueblo elegido no significa la condena de otros pueblos. La teología de la gracia, presente en el libro, apunta al hecho de que la conversión de los marineros y de los ninivitas no fue un mero capricho divino, sino que pasó por el compromiso y la acción del profeta, aunque éste necesita ser convencido de que la voluntad de YHWH se basa en su omnisciencia.

El profeta Jonás no es un egocéntrico, pero representa la postura de aquellos que entienden la realidad de la salvación de una manera estrecha y aún muy egocéntrica. Por tanto, la última línea del libro está abierta, deseando encontrar la respuesta favorable en cada oyente-lector.

5 Actualización del mensaje

Pensar en la fe y sus consecuencias, a partir de las propias convicciones religiosas, sigue siendo un desafío que superar no solo por las diferentes expresiones religiosas presentes en el mundo, sino por toda persona que se considere fiel a la fe que profesa y a la doctrina que sigue.

En este sentido, se puede decir que la aflicción de Jonás fue menor en relación a la misericordia de YHWH que en relación a la capacidad de conversión que encontró en los marineros y en los ninivitas, a pesar de que estos eran vistos como malvados, violentos y crueles. La aflicción de Jonás también atestigua el ímpetu de su personalidad en la confrontación de su pueblo, que deja de crecer porque se cierra a los paganos y no les concede compasión siguiendo el ejemplo de su Dios.

Leer y estudiar el libro del profeta Jonás son apelaciones a la capacidad que debe tener cada creyente de mirar dentro de sí mismo, para reconocer que sus propias limitaciones y desengaños religiosos pueden ser un excelente camino de conversión personal y eclesial.

Cuando se adopta una postura totalitaria, peor aún si es de matriz religiosa, la gravedad de los errores se incrementa y se potencia en extremo. Basta pensar en el rey David, que fue reprendido con dureza y sabiduría por el profeta Natán mediante una simple parábola (2Sm 12: 1-15), o la enseñanza sobre el amor al prójimo en la parábola del buen samaritano, contada por Jesús (Lc 10 , 30-35), para darse cuenta de que el ser humano es capaz de demostrar lo peor de sí mismo cuando la religión se vuelve más importante que las obras de la fe por la caridad.

Entonces, hay en el libro de Jonás una llamada didáctica a la conversión por la aceptación del amor de YHWH por cada ser humano. Por eso, el libro termina sin una respuesta a la pregunta que YHWH le dejó a Jonás. La esperanza es que cada oyente-lector se deje llevar por la provocación del autor que protesta contra una religiosidad augusta pero exclusivista. Además, deja claro que es necesario abandonar la comodidad religiosa y asumir una postura más abierta y misionera, sin pensar ni achacar a quien es diferente como enemigo, aunque sea considerados cruel. Si fuese así, el pobre Ananías habría tenido razón y Saulo no se habría bautizado (Hch 9, 10-19).

Que la omnipotente misericordia de Dios, sobre las personas, los pueblos y las naciones, de Oriente a Occidente, encuentre en cada uno de nosotros el espacio libre para que el amor construya las razones que muestran el sentido real de la obediencia a Dios y a su voluntad: la vida que vence a la muerte. Esta es la gran lección del libro del profeta Jonás.

Leonardo Agostini Fernandes. PUC-Rio). Texto original en portugués. Enviado: 02/02/2021. Aprovado: 11/02/2021. Publicado: 24/12/2021.

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Teología de la creación

Índice

Introducción

1 La historia de la relación entre la fe en la creación y las ciencias: cuestiones epistemológicas

2 El testimonio bíblico de la fe en la creación

2.1 La Palabra con Espíritu, origen de la creación

2.2 El orden ecológico y maternal de la creación

2.3 La curvatura ética del ser humano, imagen y semejanza del Creador

2.4 El crecimiento humano, su polivalencia y pedagogía divina

2.5 El Primogénito de la Creación: el Nuevo Adán y el Nuevo Caín

3 La creación como paradigma universal: la doctrina cristiana

3.1 Un Creador antes de la creación: el Padre y Poeta de la creación y sus dos manos en la creatio ex nihilo

3.2 El misterio del mal, el sufrimiento, la divina providencia y los dolores de parto de la creación

3.3 Estética, ética y espiritualidad de la creación: la belleza, el cuidado, la alabanza

Introducción

La teología de la creación (TC) adquirió nuevos  insights y se volvió más compleja a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI, y estas son las razones principales: 1. Una nueva comprensión que la ciencia adquirió sobre sí misma en este momento, de tal manera que se trata de una nueva revolución científica, de la cual se reconfiguró una nueva cosmología en toda su extensión, desde la astrofísica a la física subatómica y cuántica, y su contribución crítica e inspiradora para  la TC; 2. Una nueva hermenéutica bíblica y de las narrativas religiosas en general, que permiten la distinción y el respeto de los diferentes lenguajes, especialmente el científico y el religioso; 3. La urgencia señalada por la crisis ecológica en general, que nos obliga a pensar en la ecoteología como parte de una nueva alfabetización ecológica para una nueva espiritualidad y una urgente ética ecológica y planetaria correspondiente . La TC debería dar soporte para una “conversión ecológica” (Laudato Si ’n. 216-221).

Los autores que estudiaron y publicaron textos sobre TC en este período tienen en común, como exigencia metodológica, la creación de una nueva epistemología que comprende las tres razones anteriores, de manera interdisciplinar, arriesgando incluso, para las cuestiones fundamentales, un lenguaje transdisciplinario. Se puede decir que ya no es posible elaborar una TC sin un complejo ejercicio interdisciplinario en forma de diálogo con diferentes ciencias naturales y diferentes ciencias humanas (POLKINGHORNE, 2000, p. 123-135). En el caso de la teología, la TC tiene, en definitiva, el desafío de reubicar la naturaleza en el horizonte metafísico-religioso sin eludir la palabra de las ciencias y las reglas de la hermenéutica. La TC no es rival ni competidora de las ciencias, pero tiene vocación de totalidad y, más allá de la totalidad como “creación”, su relación con la trascendencia de una alteridad creadora. Así, por ejemplo, “que el ser humano pueda concebir la naturaleza como un ‘todo’ es ya un hecho metafísico y una afirmación de su trascendencia” (LENOBLE, 1969, p. 384). El “Todo” es, sin embargo, más que un universo físico o un mundo investigado y nunca conocido exhaustivamente por las ciencias, sino una “totalidad abierta”. “La concepción del mundo depende sólo en pequeña medida de las ideas científicas. Refleja mucho más las necesidades morales y sociales, y más aún, deseos inconscientes (…) es en este nivel donde se produce la unión de la ciencia y la vida” (LENOBLE, 1969, p. 31). Así, “la historia de la ciencia (…) es una lenta reforma de la conciencia por sí misma, para finalmente ganar el derecho a ver la naturaleza tal como es” (LENOBLE, 1969, p. 32). En su plenitud, el nombre de la naturaleza, del mundo, del universo, es “creación”.

Un TC puede, por tanto, organizarse en tres etapas: 1. La historia de la relación entre la fe en la creación, las ciencias y los contextos: el contexto histórico permite comprender la historia de la doctrina sobre la creación en diálogo y eventualmente confrontación con las ciencias de cada época histórica, y la exigencia de una reformulación continua de la epistemología para una adecuada TC (KÜNG, 2007, p. 13 et seq.); 2. El sentido de creación de las narrativas canónicas de la fe, las Escrituras y su curso, desde la primera página del Génesis hasta la última página del Apocalipsis y viceversa. La teología cristiana de la creación tiene su vértice privilegiado, del cual se comprende la totalidad de la creación, en Cristo (MALDAMÉ, 2005, p. 29-36). En la etapa actual de pluralismo y diálogo entre religiones, este camino bíblico y cristiano también debe realizarse en diálogo con otras narrativas religiosas; 3. Las consecuencias prácticas se entienden a la luz de los puntos anteriores: son consecuencias ecológicas, litúrgicas y éticas, incluido el misterio del mal y el sufrimiento en la creación, la providencia y la gracia presentes en la creación, la redención y el cuidado de la creación.

1 La historia de la relación entre la fe en la creación y las ciencias: cuestiones epistemológicas

La historicidad de todo conocimiento, incluido el teológico, forma parte de la nueva epistemología en el sentido más amplio, como lo es, más específicamente, la historicidad de la idea de naturaleza y de creación. En la historia de la relación entre la fe en la creación y la ciencia, Occidente ha conocido posiciones diferentes, que en cierta medida permanecen, aunque solo sea de manera residual o reinterpretadas con nuevo vigor desde una nueva epistemología:

1. El conocimiento mítico y la relación mágica entre el ser humano y la naturaleza, percibida de manera anímica, habitada por la divinidad o incluso confundida con la divinidad: panta plere theon – todo está lleno de lo divino, según la referencia crítica de Aristóteles al presocrático Tales de Mileto en De Anima, 411a. Es una cosmología simbiótica, en la que la naturaleza se ve como un gran seno, algo así como un panteísmo o “panenteísmo” materno y nutritivo, percepción típica de recolectores y cazadores. Se le puede llamar relación “animista”, cuya experiencia y verdad permanece en la relación con la “Madre Tierra”, la Pachamama amerindia o griega o india, aun cuando la Tierra también es considerada una criatura, nuestra “hermana y madre Tierra” (San Francisco – Cántico de las criaturas).

2. La ruptura sedentaria con la simbiosis cósmica, en la creación de un espacio propio, posibilitó una percepción de la alteridad creadora. Produjo, generalmente, una relación expiatoria y sacrificial, una deuda original, que se saldaba en un círculo de dones: a los dones divinos a través de la naturaleza, la devolución de los dones humanos a través de los sacrificios. Se puede llamar una relación “pagana”, según la etimología de la palabra paganus, que está relacionada con el campo, con la naturaleza y sus manifestaciones divinizadas. Adopta múltiples formas culturales y religiosas, desde simples ofrendas hasta grandes y trágicos sacrificios humanos. El círculo de los dones de la creación, con reconocimiento y retribución, permanece de diferentes formas en las prácticas religiosas, inclusive con mutaciones semánticas, siendo la eucaristía una de ellas, ya que la eucaristía cristiana tiene en su cúspide la presencia viva de Cristo en su memorial del pan y vino.

3. En la historia del cristianismo, tal como en la relación entre fe y razón, existen tensiones y situaciones de conflicto entre la fe en la creación y el camino de las ciencias, con dos situaciones extremas: la reducción del conocimiento científico al conocimiento teológico, como en San Buenaventura (De reducee artium ad theologiam), aunque el concepto medieval de ciencia está más cerca de Aristóteles que de las ciencias modernas; y, viceversa, la reducción del conocimiento teológico al conocimiento científico, que marca profundamente los siglos de la modernidad, desde las investigaciones y experimentos de Leonardo da Vinci y Galileo hasta principios del siglo XX. El conflicto, en la modernidad, también ha llevado a la exclusión mutua, la ignorancia mutua y la indiferencia. La teología se interesó principalmente por la dimensión antropológica e histórica como si el mundo fuese un drama humano que se despliega en el escenario de una naturaleza estática como soporte y marco, abandonando así el estudio de la naturaleza, el cosmos y la vida biológica, en la Ciencia. Hubo, como en la filosofía, un “sobrecalentamiento” de la Historia – con una H mayúscula, como sujeto – en detrimento de la Geografía silenciada y cosificada, con la pérdida de las conexiones humanas con la tierra y el cosmos. En términos pastorales, la teología, la moral y la espiritualidad a menudo se redujeron aún más a la preocupación por la redención del alma. El resto, incluso el cuerpo, sería una adición formal a la resurrección del Último Día, pero sin un significado adecuado y consecuente. La TC perdió aquí todo su peso y toda la escatología encajaba en un simple punto abstracto: “¡Salva tu alma!” (cf. MOLTMANN, 1993, p. 42 et seq.).

4. La aceptación y acomodación de un paralelismo de verdades: en la Edad Media, las verdades paralelas – lo que sería verdad en ciencia no sería necesariamente verdad en la palabra de la revelación divina y viceversa – eran un problema de lógica, pero también una evasión ante la persecución religiosa, en el caso de Avicena y Averroes. El paralelismo no fue aceptado por los escolásticos cristianos. Una relativa autonomía metodológica y una referencialidad mutua fueron las soluciones encontradas, de tal manera que, en lenguaje escolástico, primero está el Liber Naturae, y cuando esto se hizo difícil de entender teológicamente, el Creador ofreció el Liber Scripturae para leer mejor el primero. La relación entre naturaleza y gracia sobrenatural, entre razón y fe, como entre tierra y cielo, visible e invisible, etc. son duales que siguen la misma dinámica de autonomía relativa, pero de referencialidad mutua. Lo esencial de esta postura, incluso antes de los escolásticos, se expone desde los concilios de la Iglesia de la antigüedad en el artículo primero del Credo. Dadas las tensiones del siglo XIX, con el creciente éxito de la teoría darwiniana de la evolución, es reafirmada por el Concilio Vaticano I en su documento Dei Filius. Y a finales del siglo XX, vuelve a ser expuesto por la encíclica Fides et Ratio, de Juan Pablo II.

5. El concordismo moderno, un modo especial de acomodación a favor de la religión, busca en la investigación científica evidencia de que “la Biblia tenía razón”. Este esfuerzo paga el alto precio del fundamentalismo literario, independientemente de la exégesis científica y la hermenéutica. Tiene la intención, por ejemplo, de encontrar e identificar algunos restos del arca mítica de Noé en el monte Ararat.

6. El positivismo, en cambio, es un reduccionismo científico que llegó a un paroxismo a finales del siglo XIX y principios del XX, de tal manera que la ciencia tomó el lugar de la religión y se convirtió en religión. Redujo toda capacidad de verdad a las ciencias, excluyendo el arte, la literatura y, por supuesto, la teología, especialmente una posible TC. En reacción, hasta nuestros días, la “Cienciología” y, de alguna manera, el Espiritismo, como varias teosofías y nuevos gnosticismos, luchan por mantener una cierta fusión y concordismo de fe y ciencia.

7. Un caso emblemático plantado en el siglo XIX, tras la afirmación de la teoría de la evolución, que vuelve como avatar de las tensiones en la relación entre fe en la creación y ciencia, es el choque entre evolucionismo y creacionismo. Es una confusión de lenguajes y formas de relacionarse con el universo, especialmente con los seres vivos. Como objeto de observación e investigación, el universo y la vida se conocen y explican adecuadamente a través de la evolución. La teoría de la evolución, no solo de los seres vivos, sino incluso de un universo en expansión, es actualmente la mejor teoría científica. Sin embargo, como objeto de la profesión de fe, es decir, de una alteridad creadora, el mismo universo es confesado como creación divina. Hay dos lenguajes y dos formas de conocimiento e incluso de experiencia de la realidad (MOLTMANN, 1993, p. 68 y ss.; p. 90 y ss.). La afirmación de un diseño inteligente en el origen del universo es del orden de la fe, que la ciencia no puede ni afirmar ni negar, no es parte de la clase de ciencia, es parte de la clase de religión y su hermenéutica. Para quienes creen según el sentido de la narrativa bíblica, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, el evolucionismo – y no la teoría de un universo fijo y estático o de cada elemento creado a partir de un comienzo cronológico según su estado actual – es la teoría que más se adapta a la profesión de fe en la dinámica de la creación a través de una historia que aún está abierta. Por tanto, no hay necesariamente conflicto y exclusión, sino relativa autonomía y referencialidad mutua entre evolución y creación para quienes creen: tanto la ciencia como la fe son conocimientos diferentes y abiertos, alentadores y, por tanto, aún hay comprensiones en crecimiento.

Cabe señalar que el creacionismo se configuró como una reacción al positivismo de la ciencia a principios del siglo XX en Estados Unidos, y fue uno de los postulados de la afirmación de los fundamentos de la fe cristiana según el catecismo de algunas denominaciones cristianas, lo que se conoció como fundamentalism. Con la entrada de las ciencias hermenéuticas, especialmente de la historicidad, la fenomenología y el psicoanálisis, el fundamentalismo pasó a significar la incapacidad de interpretación, literalismo, biblicismo, religión sin mediación hermenéutica, lo que conduce a absurdos tanto en el área del conocimiento como en las consecuencias prácticas, morales y sociales. Así, el fundamentalismo acabó ganando un sentido muy amplio y afectó profundamente no solo la interpretación de la creación, sino de la propia condición humana, de los estudios de sexualidad y género, de lo que se entiende por milagros y gracia, de la oración, e incluso de la sociedad y de la política. La TC habría sido solo un horizonte justificador de esta visión si la emergencia ecológica no hubiera llegado al centro de atención en nuestros días. Hoy el fundamentalismo es una grave patología de la fe.

8. Una dificultad fundamental que debe entenderse bien para la elaboración de una epistemología adecuada en la TC es lo que observa el medievalista Jacques Le Goff (1999) en relación con los dos mil años de cristianismo. Según Le Goff, el primer milenio se caracterizó más por una desviación que por una integración de la naturaleza en la espiritualidad cristiana, y por una concentración antropológica alejada del resto de la naturaleza. Agustín representa bien esta postura. Por un lado, la naturaleza podría sugerir una relación “pagana” ante la fascinante y tremenda seducción de los elementos de la naturaleza divinizados, permaneciendo en los elementos del mundo lo sagrado que es el propio Dios. Para los judíos, herederos primarios del profetismo, la distinción ya estaba bien establecida cuando insistieron en la trascendencia divina de la cual no se dice el nombre ni se hace ninguna figura, y las narraciones de la creación en Génesis y los libros de sabiduría apoyan tanto la distinción absoluta como la relación entre la soberanía divina y su creación. Pero cada vez más los cristianos procedían del paganismo, y ante la tentación de los residuos paganos en relación con elementos de la naturaleza virtualmente divinizados, la mejor solución estaba inspirada en la jerarquía platónica de las realidades, de tal manera que, comentando la Escritura, el ser humano es puesto en la cima de la jerarquía de las criaturas, en una relación de dominio a imagen de la soberanía divina. A este antropocentrismo soberano, jerárquico, positivo y optimista, se suma su contrario para explicar la realidad: el ser humano ha pecado, perdido y caído de tal manera que la redención se convierte en el gran drama del ser humano en la tierra, resultando así en un “antropocentrismo negativo y pesimista”, y para ello se utilizó exhaustivamente el tercer capítulo del Génesis. Con la doctrina del pecado original, más allá del quinto capítulo de la carta a los Romanos, este antropocentrismo negativo ganó fuerza absorbente, y la redención del mundo finalmente se redujo a la redención abstracta del alma, aunque se profesase formalmente la resurrección de los cuerpos. Todo el interés se redujo a “Dios y alma”, y nada más (Deum et animam scire cupio, nihil aliud – San Agustín).

También según Le Goff, el comienzo del segundo milenio vio un cierto apaciguamiento y equilibrio con la naturaleza, lo que permitió a San Francisco de Asís cantar con las otras criaturas “hermanas”, y Santo Tomás pudo pensar con más calma su TC con categorías ontológicas. (LE GOFF, 1999, pág. 7). La categoría aristotélica de “causa”, distinguiendo una “primera” causa, el Creador, y una “segunda” causa dentro de la creación que participa en el acto creativo divino – participación como recepción y colaboración – permitió a Santo Tomás utilizar junto con el concepto de creación, como sinónimo, el de emanatio, tomado de Plotino por la teología cristiana, sin que la emanación tenga sabor a panteísmo (Summa Theologica II, q.XLIV-XLV). Pero la TC continuó impenitente en la jerarquía y sumisión de las criaturas, incluyendo el detalle de que las superiores están más cerca del Uno – Dios y Creador – que está por encima de la jerarquía. Ahora, cuanto más se desciende en la jerarquía, más criaturas se degradan en multiplicidad y se alejan de la perfección divina. Además, el énfasis en la “causa eficiente” en detrimento de la causa ejemplar y, sobre todo, la causa final, empobreció la TC.

En la religiosidad cristiana medieval, sin embargo, además de la teología erudita, tuvo más impacto la relación existencial de carácter fraterno de San Francisco con las otras criaturas, incluido el sol y la tierra, que impregnaron la espiritualidad de la empatía de la criatura y dejó un legado siempre posible de ser rescatado y experimentado hasta nuestros días.

Sin embargo, esta época medieval de cierta calma y equilibrio no duró mucho, ya que desde los sótanos de la Edad Media, con una fuerte irrupción en el optimismo renacentista y en los tiempos modernos, ya en forma de secuestro de la hermenéutica bíblica, especialmente secuestro reduccionista de Génesis 1, 26.28 – el dominio del hombre sobre otras criaturas – se estableció una relación jerárquica de poder, sumisión y manipulación por parte de los seres humanos sobre la naturaleza. A menudo se cita la opinión de Francis Bacon, uno de los epistemólogos de las ciencias modernas, de que el conocimiento es poder. Tal forma de conocer o intención de conocer deja atrás la teoría como contemplación para utilizarla como fuente de técnica, tecnología, apropiación y producción. Por eso es necesario, en el método de la ciencia, según Bacon, “torturar” a la naturaleza para que revele sus secretos. Existe el secuestro de la ciencia misma, primogénita de la modernidad, en la aplicabilidad del conocimiento no solo para mejorar las condiciones de vida, sino para apropiarse y capitalizar, colonizar y acumular. Desde el siglo XVI, ya sea de forma extractivista y mercantil, genocida y esclavista, o en la forma industrial y financiera,  se ha estructurado y globalizado el sistema capitalista , que es más que un sistema económico: es una forma de estar en el mundo, entender el mundo, relacionarse y apropiarse del mundo, incluso abusando del mundo. Se puede constatar que el capitalismo es la secularización de la “idea del infinito” cartesiana: ¡Dios me bendice en la misión de producción y reproducción del capital, como capitalización sin límites! Una TC verdaderamente cristiana, en estas circunstancias, sólo es relevante si es profética, contracultural y eficaz para vivir el mundo de otra manera, inspirada en la tradición bíblica y en los mejores momentos de la tradición cristiana según una hermenéutica más justa hacia los textos y sus contextos. Ella puede adquirir una nueva frescura teórica dialogando con tradiciones no occidentales, indígenas y autóctonas, que mantienen una postura más respetuosa hacia la alteridad de las criaturas y de un mundo que existe mucho más allá de un conjunto de recursos, como comunidad de vida incluso anterior al ser humano.

9. Para una adecuada epistemología en términos de TC, siempre será necesario, a priori, mantener la reserva de alteridad y misterio de la creación – mysterium creationis – aunque se extienda en el espacio y el tiempo de manera histórica. Este mismo misterio permanece en la comprensión del mal y el sufrimiento desproporcionados: el mysterium iniquitatis. Pero también permanece, por un lado, en la comprensión o aceptación del infinito y la potencia del amor y, por otro lado, en la comprensión de la finitud y contingencia de toda la realidad de las criaturas, incluida la humana. Por tanto, la propia TC confiesa a priori su limitación y necesidad de permanecer – asumiendo rigurosamente la tautología – en la apertura de todo sistema abierto y de un saber incompleto. Finalmente, será necesario, con temporalidad y evolución, con la historicidad y la apertura al futuro, con riesgos de regresión y caos, mantener el carácter procesual: una TC debe considerar, bajo el carácter relacional de creación y alteridad de un Creador, tres dimensiones comprensivas en la articulación de tiempos y espacios: el principio u origen, la historia o drama de creación y originalidad continua, y la esperanza de un buen final. Es decir, un origen como singularidad insuperable, un proceso complejo y abierto en todas las etapas del macro y microcosmos, y el atisbo de la culminación o plenitud del proceso más allá de cualquier reloj o calendario. Esto es lo que Moltmann organiza como creación original, creación continuada y nueva creación, utilizando la categoría de novum a partir de la promesa bíblica de un futuro escatológico absoluto, la participación de la creación en el Reino de la Gloria Divina. O, escolásticamente hablando: la causa final y razón última, que también es causa eficaz, es el sentido y comprensión última de todo el proceso y de su origen (MOLTMANN, 1993, p. 263 et seq.). Esta tesis fundamental de la TC encuentra un paralelo en el nacimiento original, continuado y escatológico de la condición humana, con la resurrección de los muertos, o la gloriosa transfiguración de nuestros cuerpos mortales en la comunión divina, la misma buena predestinación que tiene el universo en los Nuevos Cielos y Nueva Tierra. Estas dos declaraciones de la fe cristiana tienen una conexión intrínseca.

10. También es productivo, en términos de TC, usar la categoría de Wolfhart Pannenberg, tomada del griego: prolepsis – anticipación – que él aplica a la anticipación, en la resurrección de Jesús, de la resurrección de los muertos y el comienzo de la plenitud escatológica. Esto permitió a Moltmann colocar vigorosamente el futuro absoluto de la creación – el Reino de la Gloria Divina Trinitaria – como el punto de partida para comprender todo el proceso de creación, desde su primer instante originado en la decisión divina de “predestinación” de toda la creación a la comunión de la gloria divina.

11. La categoría teológica de pasivo divino, tomada de la teología bíblica de Gerhard Von Rad, también se aplica efectivamente en la TC. En su Teología del Antiguo Testamento, Von Rad ubica en el relato del Éxodo el evento unificador que interpreta no solo la historia de la fe de Israel y el motivo de los textos bíblicos más diversos y dispersos, sino también el sentido de los relatos de la creación del universo y del ser humano sobre la tierra en los primeros capítulos del Génesis. Y, sin embargo, no está en primer plano una autorrevelación directa del Creador o del Libertador de Israel, porque Dios no necesita la revelación de sí mismo, y solo se da a conocer indirectamente, en los acontecimientos que crea y por los cuales salva. Su revelación es para nosotros, para la creación, y por eso tiene lugar dentro de los acontecimientos creadores y salvadores. A través del Éxodo y del acompañamiento a su pueblo, sabemos que es un Dios compasivo, liberador y creador del futuro desde la creación. Por un lado, la estructura del pasivo divino es característica del radical no narcisismo de Dios y de su kénosis y shekináh amorosa desde la creación y desde su acompañamiento histórico, y por otro lado es la apertura a la corresponsabilidad humana, a la seriedad de la libertad, de la decisión y de la acción humana en el mundo, en la esperanza de un pleno diálogo y comunión de la creación con el Creador en los Nuevos Cielos y Nueva Tierra, el Reino de la Gloria.

2 El testimonio bíblico de la fe en la creación

En la variedad de géneros literarios de las Escrituras, la confesión de fe en un Dios Creador está presente de manera explícita o implícita. Así, encontramos los textos narrativos de los dos primeros capítulos del Génesis – o de los primeros once capítulos, según una visión del drama de la humanidad sobre la tierra más integrada a la creación. En los textos de contemplación y alabanza de los salmos se reconoce la alteridad del Creador, así como también en el enigmático y casi escéptico texto del Eclesiastés, en la alusión a la sabiduría aliada a la creación en el libro de la Sabiduría, en el dramático texto de Job, con la afirmación de la obra divina de la creación como respuesta a la absurda tragedia del sufrimiento de la vida personal de Job. Los textos proféticos recurren al Creador y a su fidelidad para afirmar la esperanza y las posibilidades de una nueva creación. Así, la Escritura atestigua, de manera difundida, variada y constante, una postura de relación con una alteridad creadora. No se trata de una originalidad absoluta, ya que tal postura se encuentra en muchas tradiciones religiosas desde las más arcaicas. Pero la forma en que se interpreta en las Escrituras es original. Las imágenes, analogías, metáforas, verbos de acción creativa se toman eventualmente de la cultura semítica más amplia y del entorno cultural, heredados de culturas más antiguas en Mesopotamia, Egipto, Persia y el helenismo. Hay, sin embargo, un filtro de la fe eloísta y yahvista, con una reinterpretación que utiliza de forma coherente los diferentes elementos tomados de las culturas, y que dan originalidad a la Biblia tal como la conocemos. La estructura mítica de las narrativas de la creación en las Escrituras toma mitologemas existentes, figuras y categorías míticas, por ejemplo, el árbol y la fruta prohibida, la serpiente, etc. – como ladrillos de una casa vieja para la construcción de una casa nueva con una nueva arquitectura, un nuevo texto, con un nuevo sentido y consecuencias originales.

El Nuevo Testamento, a su vez, elabora a partir de Cristo y el Espíritu Santo una nueva interpretación, una relectura, de las Escrituras judías. Es el método de recapitulación o recirculación. El Nuevo Testamento nos presenta así una TC específicamente cristiana, centrada en Cristo y parte esencial de la identidad cristiana.

2.1 La Palabra con Espíritu, origen de la creación

Al principio están DABAR y RUAH. “Dios dijo al principio, cuando creó el cielo y la tierra, hágase…” (Gn 1, 1.3). Este origen de la creación a partir del Verbo divino inaugura las Escrituras, y el primer versículo de toda la Biblia lo recorre hasta su último versículo, al final del Apocalipsis, en el que el Espíritu y la Esposa claman: “¡Ven, Señor!” (Ap 22, 20b), es decir, hace de toda la Biblia una “obra abierta” que da testimonio de una creación que aún no ha llegado a su fin. El primer versículo de la Biblia no se puede separar de la siguiente condición efectiva de la palabra: El Espíritu divino – la Ruah – en la imagen de un pájaro inmenso moviendo sus alas da movimiento y temperatura “a las aguas”, infusión de vida junta con el orden de la Palabra sobre la creación todavía en el caos. La Palabra manda que se haga, separa y bendice, infunde consistencia y bondad en cada ser y, según la interpretación de Agustín, crea el mundo y el tiempo conjuntamente: “el mundo con el tiempo y el tiempo con el mundo”.

Estamos ante una narrativa de significado, y la pregunta, por tanto, no es científica, sino teológica: ¿qué significa esto teológicamente y cuáles son sus consecuencias? Por un lado, el respeto por la absoluta trascendencia divina del Creador. Y por otro lado, la afirmación de la fe de que la creación se da a partir de una decisión creadora, ya que la palabra proviene de una manifestación personal, de una voluntad libre e incondicionada, que se manifiesta en lo que decide crear, y que captamos en las propias criaturas como bondad creacional, intencionalidad que proviene de su bondad, de su eudokía (Ef 1,5). Por eso podemos conocer algo del Creador en cada criatura, y conocer bien a la criatura nos conduce a una buena idea del Creador, afirmación agustiniana avalada por Tomás y más tarde por el Concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei Filius, contra la exageración de quienes tendían a separar la trascendencia divina de tal manera que afirmaban no saber nada de Dios a partir de las criaturas o de la razón.

El Creador actúa con el Espíritu – Ruah Yaweh – así como mueve las palabras de los profetas y las posturas liberadoras y ordenadoras suscitadas en Moisés, Samuel y todos aquellos que hablan y actúan con el poder del Espíritu. Por lo tanto, lo que el Creador dice también hace que suceda. Y su potencia coincide con su bondad, por eso lo que crea es bueno, gana bondad como consistencia y autonomía, bondad de la criatura. Esto es lo que se puede entender de la bendición que se inscribe en cada criatura: todo lo que hace es bueno. No es, según la narrativa, simplemente un impulso inicial, una creación general aún indefinida para que la creación misma evolucione de manera autónoma, sino que es una creación discriminada, cada criatura ganando su condición de criatura por la palabra creadora, que irá acompañada de espíritu. Así, según la dimensión ecológica de la creación, no hay criatura inútil y sin sentido, sin bondad y gracia, y nada, por frágil y mortal que sea, es despreciable, porque el Creador, como confiesa el sabio, creó por amor y ama lo que creó: “Amas todo lo que creaste […] si hubieras odiado algo, no lo habrías hecho. ¿Y cómo podría existir algo si no lo hubieras querido? (Sb 11, 24-25a).

La TC bíblica tiene en el primer capítulo de la Escritura una Obertura que reúne los principales acontecimientos de la historia y, sobre todo, la Promesa del feliz futuro de la creación. Porque, según el final de la narración, Dios tiene su eterno gozo sabático en la creación, ya que el amado posa sus ojos con gozo en su amada. El sábado es un tiempo sin una acción creadora que dé substancia al tiempo, como ocurrió en los tiempos anteriores. El sábado es la creación de un tiempo mediante la bendición del tiempo. El Creador bendice y crea así un tiempo especial, indicador de sentido, dirección, promesa de goce de toda la creación y de toda la historia de la creación: la feliz convivencia en el goce sabático de la creación reunida en comunión con el Creador – comunidad de vida y no jerarquía de seres. Así, el trabajo y la expansión de la creación, con perseverancia y paciencia, corresponden a la promesa y la convergencia hacia el encuentro y disfrute de la comunidad sabática. En pocas palabras: la bienaventuranza, la alegría de la comunión del sábado, de estar cara a cara con Dios, es la razón teológica, la causa final de la creación, el secreto de su bondad, por lo que también valen la pena los sufrimientos del transcurso histórico.

2.2 El orden ecológico y maternal de la creación

Es característico de las narrativas clásicas tener un orden lógico de sentido. Un orden de fecundidad ecológica se encuentra en la primera página de la Escritura: cada criatura, a partir del seno primordial de luz, se convierte también en seno, espacio y condición de fecundidad para las siguientes criaturas. Espacios ecológicos de fecundidad, que tienen en el seno materno el primer espacio humano  y que analógicamente sirven de parámetro. Así, después del seno inaugural de la luz como condición básica de toda criatura, están las “grandes aguas”, la hidrosfera que también es, analógicamente, experiencia humana originaria en el líquido amniótico,  hidrosfera oceánica de nutrición. De la hidrosfera pasamos a la atmósfera, al seno de la respiración. Y con la separación de la “tierra seca” se crean nuevos senos, de plantas y animales terrestres que respiran, y así se establecen los tres espacios o senos de los seres vivos: en el agua, en la tierra y en el aire. En la tierra, los animales no humanos y los humanos comparten la nutrición de plantas, semillas y frutos. Curiosamente, alimentarse con carne de animal no tiene, según el relato bíblico, un origen creacional, es más tarde una licencia en un momento crítico de la decadencia humana, otorgada a Noé después de la devastación de la tierra por el diluvio, y esto le costará la enemistad y el pavor animal (cf. Gn 9, 2-5).

Los cielos son parte esencial de la creación junto con la tierra, según el primer versículo bíblico, que se repite al final de la historia y abre el capítulo siguiente, pero como elemento inicial sin ningún detalle en ninguna de las menciones. Los cielos, en el conjunto de textos esparcidos por la Biblia, son el inmenso espacio de la morada del Creador con su creación, y solo se conocen de una manera tan indirecta como el Creador mismo, solo a partir de sus enviados cuando descienden a la tierra: la luz, calor, nubes y sombra, día y noche, lluvias, y finalmente ángeles, enviados como colaboradores de los seres humanos y de su trabajo en la tierra. Tal discreción puede interpretarse como un “narcisismo no divino”, un “pasivo divino”, que solo se conoce a través de acciones benéficas, orientadoras u ordenadoras en la tierra. Como en un pacto conyugal, la tierra, que a diferencia de los cielos es la realidad visible y limitada, recibe el poder y la providencia divina a través del “ejército” celestial, desde las lluvias hasta los ángeles, estos solo conocidos en acontecimientos de colaboración, desde Abraham, Job, Tobías, hasta la apertura del NT, en la visita a María y en los sueños de José, luego con Jesús en Getsemaní y Pedro en la cárcel.

Pero los cielos no son, según la narrativa global de las Escrituras, solo una retaguardia y una condición de posibilidad de fertilidad para la tierra. También es donde se dirige la mirada de las criaturas, un cara a cara más amplio entre el cielo y la tierra. Es el sentido y la meta hacia la que la creación continua, histórica, terrena se dirige y vuelve su mirada: hacia la comunión de nuevos cielos y nueva tierra. Sin los cielos, la tierra gira sobre sí misma y pierde orientación y significado, pierde promesa y esperanza. De esta manera, cada criatura puede ser interpretada como un seno materno para las siguientes criaturas en la creación original, pero también como un seno de comunión sabática hacia el cual se dirige escatológicamente el deseo de cada criatura en la nueva creación.

2.3 La curvatura ética del ser humano, imagen y semejanza del Creador

Al ser humano, tanto al final del primer relato como en el segundo relato de los dos primeros capítulos del Génesis, le está reservada una creación diferenciada. No es ni mejor ni lo más alto de una jerarquía, es su condición de corresponsabilidad por toda  la creación en la tierra. Y, por tanto, un aliado del Creador y de las criaturas celestiales. Así, se puede comprender la “imagen y semejanza” del ser humano con Dios: una vocación y una responsabilidad, el cuidado de los demás seres vivos – comenzando por nombrar a los animales, llevándolos a la convivencia en el lenguaje – y la vocación por cultivar la tierra, el huerto, en colaboración con las lluvias celestiales. Creado por la Palabra en la condición de ser que tiene palabra, capaz de responder, se convierte también en interlocutor y capaz de alianza y corresponsabilidad.

La primera alianza y al mismo tiempo relación de alteridad criatural tiene lugar entre el hombre y la mujer, de la misma carne y esencia, pero también, a través de la palabra y el saludo, se da en el reconocimiento de la alteridad y la trascendencia. En el segundo relato, el ser humano, sacado de la tierra – Adán – habitado por el soplo divino, la Ruah, gana como alteridad al otro ser humano, y cuya relación hará de lo humano un “seno”: Eva, madre. La raíz hebrea indica un “vacío”, un espacio de renuncia a uno mismo para que el otro pueda llegar a ser. Es el nacimiento del ser ético, del humanismo, un espacio en kénosis para convertirse en seno y fuente de vida para los demás. De esta manera, la creación se puede concluir con coherencia: cada criatura se convierte en un seno materno para nuevas criaturas, desde el seno de la luz, luego de las aguas, del aire. El ser humano, sin embargo, es la curvatura ética de la creación, ya que está llamado a ser el centro de responsabilidad por la historia de toda la creación en la tierra.

Mientras que todos los seres vivos están llamados a la convivencia sabática, los seres humanos están llamados a asumir la responsabilidad de conducir esta convivencia. En la primera narrativa, la distinción entre la relación con los animales y la relación entre los seres humanos es que los primeros participan de la convivencia mientras que los segundos son seres de correspondencia, corresponsables de la convivencia. En la segunda narración, la ayuda terrena representada por la madre de los hijos de Adán corresponde perfectamente a la ayuda celestial, representada no solo por las lluvias y luego por los ángeles, sino eminentemente por la Ruah, reconocida también en la Shekinah, la nube que envuelve misericordiosamente al pueblo en el desierto y en el templo, y finalmente, el Paráclito, el Espíritu consolador y confortador que acompaña e incrementa la historia de la creación.

En cierto modo, el ser humano está única y enteramente representado por su condición de “seno” de responsabilidad, y, por tanto, por la Madre, que sugiere la doctrina cristiana al interpretar la anticipación de la gloria humana en la figura de una mujer y madre. terrenal llevada a los cielos. Si todo ser humano, según San Agustín, es Adán hasta ser asumido por la gloria del Nuevo Adán, todo ser humano también tiene la vocación de ser seno, de ser Eva, hasta la glorificación de todos en la Nueva Eva. Adán y Eva son categorías bíblicas que van más allá del sexo y el género son dos modalidades de la vocación humana y la esencia de todo ser humano.

A pesar de los secuestros hermenéuticos del verbo “dominar”, “someter” o “reinar” que descontextualizaron en el pasado el primer relato de la creación humana y el Salmo 8, la exégesis contemporánea traduce con seguridad tales verbos como “gobernar”, según la raíz hebrea de estos verbos y sobre todo el contexto del reinado en Israel cuya vocación era cuidar, defender y cumplir la voluntad de Dios sobre el pueblo de Israel por parte del rey. Asimismo, los seres humanos se colocan en una alianza de corresponsabilidad y gobierno para la convivencia sabática de toda la creación, como indica la encíclica Laudato Si ’(cf. LS n. 65-69). No hay jerarquía de valores en el texto, ni siquiera preocupación de orden ontológica, sino vocación y responsabilidad, creación ética. El ser humano inaugura, según esta hermenéutica bíblica, la dimensión ética de la creación.

2.4 El crecimiento humano, su polivalencia y pedagogía divina

El mandato de crecer y multiplicarse acompaña a toda la creación como su exuberancia y expansión. A la multiplicación humana, sin embargo, se le puede agregar un hecho contextual delicado, la difícil supervivencia humana, especialmente tribal, complicada incluso por la guerra y la destrucción, que hace del deber de multiplicarse una cuestión de supervivencia.

El tercer capítulo del Génesis, aunque famoso por las imágenes que ilustran la doctrina del pecado original, introduce en la narración la iniciación humana a través de la prueba, así como Abraham, Moisés, Elías y el mismo Jesús tienen sus pruebas iniciáticas. La prueba es fuente de discernimiento, de autotrascendencia, pero también de integración del límite de la criatura, del cansancio, del dolor y del trabajo de vivir, finalmente de la mortalidad, pero sobre todo de la conciencia y del libre albedrío y sus consecuencias. Así, según el tercer capítulo del Génesis, la criatura humana, proveniente del polvo de la tierra, gracias a la Ruáh, a través de la mediación de la ayuda del otro humano – la madre-Eva – y al más astuto de los animales, la serpiente, alcanza la madurez, debiendo asumir entonces el riesgo de su existencia y su responsabilidad, la polivalencia implícita en sus posibilidades.

La falta, el pecado, es una posibilidad adánica que trágicamente se materializa en el fratricidio cometido por el primogénito, Caín, quien tiene la “fuerza divina”, según la etimología del nombre que le puso su madre, pero en lugar de cuidar de su hermano frágil – Abel, quien, como Eva, tiene la misma raíz hebrea que sugiere vacío, ahora de la inconsistencia – Caín decide matar. Con Caín y su herencia, a lo largo de su descendencia, de la que también proviene todo ser humano, la inhumanidad y la destrucción ética afectan al gobierno, la construcción de las ciudades cainescas – la primera fue construida por Caín para sus descendientes- que se caracterizan por murallas y torre militar, la creciente violencia entre los humanos y de los humanos en relación con otros seres vivos hasta alcanzar a toda la tierra con la imagen del diluvio. La cultura, el medio ambiente, todo está contaminado por la falta de ética humana.

El Creador no permanece indiferente, sin embargo, al crecimiento de la violencia y la destrucción en su creación, sino que asume esta violencia para sí mismo, y así también establece nuevos límites y nuevas pruebas, abriendo continuamente un espacio, una oportunidad y un nuevo camino para la criatura humana, desde la promesa adánica, la marca de protección a Caín, el arco iris y el permiso de comer animales a Noé, como, en la Ley, el permiso de divorcio (BARBAGLIO, 1991, p. 27-56).  Finalmente, la mención al surgimiento de diferentes pueblos y lenguas que mantienen la ambivalencia de la riqueza cultural de la creación, por un lado, y la confusión, fragmentación y dispersión, condición de extrañeza y hostilidad, por el otro. El Creador, asumiendo para sí mismo la violencia de la criatura, arriesga la “bifrontalidad” o la ambigüedad de una figura benévola y violenta, aunque de forma asimétrica, siempre con un paso más de benevolencia sobre la violencia misma, y ​​que sólo la pedagogía en el tiempo la separará como la cizaña y el trigo y superará toda violencia.

En nuestra cultura científica, estas narrativas no coinciden con la evolución de la realidad, son narrativas míticas etiológicas que dan sentido, es decir, la dirección en la que estamos llamados a continuar la creación, superando pruebas y límites. Además, indican el modo de la providencia divina con su creación. Es por eso que las narrativas míticas escatológicas son fundamentales para la TC. Las Escrituras hebreas ofrecen estas narrativas etiológicas como un gran contexto de fondo para comenzar, en el capítulo doce, con la promesa a Abraham, la historia del pueblo de Israel. La categoría de promesa, que conduce la vocación abrahámica de Israel, que es también central en el éxodo y en el profetismo, desemboca en el anuncio y el acercamiento del Reino de Dios en Jesús, y finalmente, en el texto apocalíptico de la promesa de Nuevos Cielos y Nueva Tierra. La TC bíblica es una hermenéutica de estas narrativas y sus categorías.

2.5 El Primogénito de la Creación: el Nuevo Adán y el Nuevo Caín

El NT centra la TC en la figura del Mesías. De forma litúrgica, con los cánticos de Colosenses 1,15-20 y Efesios 1, 3-14, completado por Efesios 1, 20-23; 2: 14-18, la teología de las cartas paulinas recapitula la creación, la historia y su plenitud en Cristo. Las imágenes y afirmaciones sumamente compactas tienen la función de colocar todo bajo un solo punto, que lo une todo y da consistencia, significado y comunión, no como el abstracto e impersonal “uno” del presocrático Parménides, sino como la criatura por excelencia, que es el propio Hijo de Dios hecho carne – él “es antes de todo y todo en él subsiste […] él es el Principio, el Primogénito […] la Plenitud” (Col 1, 17-19 ). Por tanto, es también el reconciliador, el pacificador, la unidad de lo disperso. Pablo, que luchó por la unidad de un solo cristianismo de judíos y gentiles, luchó contra la tendencia griega al gnosticismo insistiendo en la carne y la condición “escandalosamente” humana del Hijo de Dios, cabeza de toda la creación, pero luchó aún más contra  la tendencia judaizante de reducción de la religión a las prácticas legales de la tradición, que reduciría la experiencia de la creación y la salvación a un gueto de mérito sin la gracia y la bondad que caracterizan a la creación. Tanto por su experiencia como por su aprendizaje, Pablo tiene la Pascua de Jesús, su cruz y resurrección, como clave de lectura no solo para su antropología -en la tipología Adán-Nuevo Adán- sino también para su eclesiología y su TC. Hay una acción trinitaria en el evento centralizador de la Pascua, el origen en el Padre, la potencia en el Espíritu, la forma y la realización en la figura de Cristo (GIL ARBIOL, 2018, p. 67-78).

Los textos evangélicos, narrativos, toman títulos y categorías mesiánicas presentes en las Escrituras para afirmar la misma centralidad y plena realización de la creación, como de la historia, desde la vida cotidiana de Jesús en Galilea hasta Jerusalén. La figura del Elegido, llamado a ser la Luz de las naciones, de Deutero-Isaías, incluso por la obediencia y la paciencia en el sufrimiento, reverbera en la narración del bautismo por el agua y la confirmación en la montaña. El título de “Hijo del Hombre” como juez de las naciones en el libro de Daniel se realiza a partir del perdón de los pecados y la anticipación del sábado en las acciones de Jesús, “Señor del sábado”. El sueño de Isaías 11, la reconciliación del cordero y el león se desarrolla en torno al Mesías en el desierto, inicio de su misión, según Marcos (Mc 1,13). Y en el momento más trágico de la cruz, el verdugo gentil confiesa al Hijo de Dios, el Cordero inocente sobre el que confluyen todas las violencias del mundo (Mc 15, 39b). Su resurrección es victoria sin violencia, sin perdedores, no en forma de poder de espectáculo, sino de un nuevo anuncio, victoria del Nuevo Caín, capaz de cuidar y compartir su fuerza incluso con sus asesinos, redimiendo incluso al viejo Caín. De esta manera, se explica plenamente la condición de criatura y seno de las demás criaturas, de Nuevo Adán y Nueva Eva, además de Nuevo Caín. La creación está asegurada, reconciliada, unificada, realizada.

El evangelista Juan, como Pablo, confrontando la gnosis al enfatizar la carne y la sangre del Hijo de Dios, también unifica de manera compacta la creación en Cristo en el prólogo y luego a lo largo de las narraciones, con su “trabajo” para introducir el sábado real a través de la curación. Justifica su trabajo de curación en un día judío de sábado para poder, precisamente al sanar a la criatura, introducir en lo real, y no solo en el ritual, el Sábado: “Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo” (Jn 5,17). Así, la fe en el Hijo de Dios encontrado en la carne humana es también fe y esperanza en la creación hasta su plenitud anticipada en él. La iconografía cristiana representó esta centralidad luminosa de Cristo en la creación.

En la apertura del libro del Apocalipsis, el Hijo del Hombre, “Primero y Último”, se describe siempre solemnemente (cf. Ap 1,12-20). En medio del texto está el niño con la madre, protegidos contra el Dragón (cf. Ap 12). Al final de la Biblia cristiana, después de la alusión a un juicio de orden universal y a la visión de la Ciudad Nueva, ya no más cainesca, ahora en el centro de Nuevos Cielos y Nueva Tierra, con puertas abiertas y muros relucientes, plaza en lugar de templo, etc., está la proclamación que hace de todo el relato bíblico una obra abierta por la promesa y la esperanza: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20b).

3 La creación como paradigma universal: la doctrina cristiana

A lo largo de la historia de la teología cristiana, desde el interior del NT, los contextos nos provocaron a pensar el mundo o toda la realidad como creación divina y, sobre todo, a comprender teológicamente lo que significa una forma verdaderamente bíblica y cristiana de ser creación y no otros modos que disputaron la adhesión de la fe.

3.1 Un Creador antes de la creación: el Padre y Poeta de la creación y sus dos manos en la creatio ex nihilo

La dificultad, que ya enfrentó el libro de Job, se plantea a los apologistas del cristianismo de manera filosófica: ¿cómo combinar un único Dios Creador y el mal presente en todo? El Dualismo y la teomaquia, la batalla entre un principio divino del bien y un principio divino del mal, aunque sea entre un dios bueno y el diablo, parecería más coherente con la experiencia de la realidad. Un dualismo moral correspondería a un dualismo ontológico: materia versus espíritu, cielo versus tierra, visible versus invisible, etc. La respuesta cristiana, por un lado, comienza a elaborar una teología trinitaria, con el obispo San Ireneo (130-202) en su texto Contra las herejías, IV, 7,4: El Creador, que tiene en sus manos todo el poder divino sin competencia, tiene “dos manos”: el Hijo y el Espíritu Santo, una reinterpretación de la propia teología judía de la creación de Ireneo a través de la intervención de la palabra divina (Dabar) en la Ley, y del Espíritu de Yahvé (Ruah) en la Sabiduría. Toda carne, siguiendo la lógica de la encarnación del Hijo, es, pues, creación divina y espíritu, tanto visible como invisible. No hay conflicto de poderes. El único Dios es Padre, y crea desde su paternidad. Por eso se proclama primero que es Padre, luego que tiene todo el poder y crea todas las cosas. El mal no es eterno ni creador, por lo que será abatido en el devenir del mundo, según la promesa de una escatología para toda la creación. De esta primera reflexión madura el primer artículo del Credo cristiano: Un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador (poetés) de los cielos y la tierra, de todas las cosas, visibles e invisibles. El primer artículo sobre el Padre Creador es seguido por el segundo sobre la encarnación y la historia del Hijo desde antes de la creación, en la creación y en su escatología, y el tercer artículo sobre el Espíritu Santo en la conducción de la creación a la vida eterna.

El otro aporte destacado de la patrística, del mismo San Ireneo de Lyon y de Teófilo de Antioquia (MAYO, 1994), fue la afirmación de la creatio ex nihilo. Esta afirmación, que se extiende hasta la escolástica- creatio ex nihilo est productio rei ex nihilo sui et subjecti – se opone a la creencia de que la creación proviene de la sustancia del propio Creador (sui) o de alguna sustancia tipo protoplasma preexistente y coeterna (subjecti). Afirmar que no hubo nada antes del origen es intrigante, y siempre plantea la pregunta: “¿Por qué hay ser y no nada?”, Ya que nada parecería más lógico que el ser. Pero, por otro lado, la nada es inaccesible a la experiencia humana. De esta forma, nos encontramos ante una singularidad, insuperable para la ciencia y su método. En la TC la afirmación de la creatio ex nihilo sigue siendo importante frente a especulaciones que siempre vuelven, al estilo del panteísmo de Spinoza en los inicios de la modernidad, pero debe combinarse con la creatio del Verbo, que tiene el sentido de una libre e incondicionada decisión transcendente y de establecimiento de relación por parte del Creador. Una creación según la palabra, conformada al Hijo, indica también una libertad y una decisión no arbitrarias, sino guiada por las relaciones trinitarias. Y con la creatio de Spiritu, cuyo espacio es el panenteísmo, todo está en Dios, en su seno divino, como la alteridad del niño en el seno de la madre, y Dios está en todo, como el envolvimiento del seno y la nutrición que vitaliza el cuerpo del niño en el seno de la madre. Esta comprensión panenteísta de la creación adquiere verdad en la potencia, nutrición y actualización de la creación. Es la teología trinitaria de la creación. En que el Hijo es el rostro visible del Padre, y el Espíritu Creador es Uterum Patris – una analogía patrística más allá de la sexualidad – el seno divino original en el que todo se crea y crece.

En conclusión, si la TC se apoya en la confesión de creatio ex nihilo, es porque con ella también se confiesa la creatio ex plenitudo Christi, según la primogenitura del Verbo Encarnado, “por quien todas las cosas fueron creadas”, y su primacía histórica y escatológica en toda la creación. Y creatio de Spiritu Sancto, como se confiesa sobre la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María en el Credo. El Espíritu Santo, más específicamente, es la fuente de la vida (Dominum et vivificantem), y en eso consiste su poder y su soberanía incondicionada, así como su alteridad en relación con las criaturas, aunque esté en todo lo que vive. El Dios Creador de la Trinidad es, pues, al mismo tiempo el Dios más íntimo que lo íntimo de toda criatura y, sin embargo, el Dios que trasciende incondicionalmente toda la creación. Entre la narrativa bíblica, con la recapitulación del NT, y la doctrina cristiana, existe así un nexo intrínseco que, en la era de las ciencias modernas, tiene consecuencias hermenéuticas renovadas. En definitiva, porque hay ser y no nada, se entiende en la gratuidad y exuberancia del amor que decide invitar a otros, las criaturas, a la felicidad de la contemplación o, mejor, a la relación cara a cara como contenido y promesa de bienaventuranza ad extra Dei.

3.2 El misterio del mal, el sufrimiento, la divina providencia y los dolores de parto de la creación

La TC incluye, como temas intrínsecamente relacionados, el problema del mal y la providencia divina. La narrativa mítica y la filosofía abstracta ya se han enfrentado a estas cuestiones. Las Escrituras también, en forma narrativa o en salmos y textos de sabiduría, son fuentes tradicionales. En los primeros momentos del cristianismo fue necesario pensar en el antagonismo entre estoicos y epicúreos. La doctrina cristiana, dialogando con sus contextos, buscó el equilibrio entre dos extremos, pero mantuvo dos tendencias, bien representadas por Agustín en el paso a la Edad Media y Leibniz en el paso a la modernidad.

a) Según la visión agustiniana, el mal es un pecado y / o una consecuencia del pecado. Dios, en el comentario de Agustín, creó un mundo necesariamente bueno y bendecido. Es teológicamente optimista. Pero antropológicamente pesimista: el mal fue introducido en la creación por el pecado humano. Es una posibilidad del libre albedrío y su deshonra, ya que solo el bien preserva la libertad saludable. Para Agustín, incluso las desgracias de orden cósmico son una consecuencia o un castigo por el mal cometido. ¿La pregunta Unde malum? – ¿De dónde viene el mal? – debe corregirse con la pregunta Unde malum faciamus? – ¿De dónde proviene que hagamos el mal? La doctrina del pecado original es la explicación agustiniana que entró en la columna vertebral de la tradición cristiana occidental, para todos, el mal. Sin embargo, la libertad herida no se cancela por completo en favor de una fatalidad sin salida. Pero necesita ser redimida y hay un esfuerzo por vencer el mal, porque, según el mismo Agustín, “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, y de alguna manera explica el decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, resta la colaboración con la gracia de la redención. En la creación permanece inscrita, la “ley eterna” establecida por Dios, y la redención es el ajuste a esa ley eterna por la obra de la gracia. Hay, sin embargo, una jerarquía tanto en el ser como en la bondad, de tal manera que, para lograr lo superior, es necesario desprenderse de lo inferior, y lo múltiple, que está abajo en una jerarquía que degrada, llega al vaciamiento del ser y, por eso, enteramente mala, malum privativum. En Agustín, el mal moral engloba el mal ontológico. El rigorismo moral, ascético, estético, litúrgico y político, que reaparece repetidamente en la historia del cristianismo como un agustinismo extremo y unilateral, con el movimiento jansenista en la modernidad como ejemplo que ha dejado huellas hasta hace poco tiempo, se basa normalmente en esta visión del mal.

b) La visión de Leibniz, en los inicios de la modernidad, en su Teodicea, es prácticamente la contraria, imbuida del nuevo humanismo. Según Leibniz, estamos en una creación necesariamente finita, y de la finitud de la naturaleza surgen los diversos males: muerte, ignorancia, sufrimiento, etc. La perfección, según una lección escolástica ya establecida, pertenece sólo al infinito metafísico, propio de Dios. El mal es, ante todo, imperfección, limitación. Pero estamos “en el mejor de los mundos posibles”, la mejor posibilidad creativa de Dios. Lo que no es perfecto ahora y causa sufrimiento tiene esperanza en el transcurso del tiempo, ya que el futuro tiene garantía de superación. Es el comienzo de la idea de progreso que supera límites y males, el gran mito de la modernidad.

Paul Ricoeur, en El mal: Un desafío a la filosofía y a la teología, resume el lenguaje sobre el mal mostrando en primer lugar que es necesario distinguir entre el mal que se comete, que es atribuible a un sujeto, y el mal que se sufre, que se recibe sin ser sujeto del mal que acomete y sobreviene a la víctima. Pero, en un segundo momento, ante el exceso de mal que acomete, que somete al sufrimiento, la distinción no se mantiene, y todo se confunde en el oscuro misterio que se yace en el fondo de todo mal, hasta el más pequeño, pues siempre puede deslizarse hacia el exceso que se sumerge en el misterio, porque la lógica del mal que se comete, que puede ser imputado a un sujeto culpable del mal y reparado con punición y castigo (que ocasiona sufrimiento reparador al sujeto que cometió el mal) , y el mal que simplemente se sufre se junta en el sufrimiento excesivo e inocente como exceso, incluso en quien comete el mal. Así, cuando el mal que se sufre se vuelve incomprensible por no ser consciente de alguna causa que lo justifique, la pregunta no es de carácter ontológico ni cósmico y filosófico – ¿Unde malum? – sino que es de carácter personal y existencial: ¿Qué mal hice para merecer este sufrimiento, para ser tan castigado? Así, el mal excesivo, sin medida, sin merecimiento a la vista, como fue el caso de Job, conduce al Mysterium iniquitatis. Puede experimentarse individual o colectivamente, en todas las formas de tragedia, y no es novedad en la época contemporánea experimentar un mal excesivo también ecológicamente, como es el caso de nuestros días. ¿Está en juego aquí la propia creación divina?

La reflexión sobre el mal en la creación nos lleva así a otro tema relacionado de la doctrina cristiana que tiene los mismos precedentes, tanto en términos bíblicos como en tradiciones religiosas y filosóficas: la providencia divina. Se trata de una cuestión también lógica: un Creador debe tener un propósito y cuidar de que su creación llegue a término. En última instancia, el Catecismo de la Iglesia Católica lo resume así: “La Divina Providencia consiste en las disposiciones por las cuales Dios conduce con sabiduría y ama a todas las criaturas hasta su fin último” (CIC § 321). Esta breve conceptualización incluye en la providencia el buen gobierno, la conservación y el incremento de la creación para que alcance su fin. También se sitúa, como el problema del mal, entre dos extremos: la mera casualidad sin rumbo que testimonia el caos, y la fatalidad, que es también una forma de entender el destino y la necesidad.

La provocación más cercana al cristianismo en sus inicios provino del estoicismo y su doctrina de la providencia divina – pronoia – que se puede ver en el orden cósmico, modelo y disposición para el orden moral, un orden divino inscrito en el universo de tal manera que se convierte en un destino – fatum stoicum. Abrazar el orden, por trágico que sea, es virtud y amor fati. Contra tal postura estoica, el epicureísmo, en el otro extremo, asintió a una fortuna buena o mala completamente aleatoria y al azar.

Aquí también se posicionan los grandes nombres de la tradición cristiana. Sus reflexiones niegan la mera casualidad y afirman un “destino” divino que, sin embargo, no prescinde de la libre adhesión. Pero, como el misterio del mal, los planes divinos no son del todo comprensibles en el presente de la historia, sólo a partir de su fin habrá una comprensión completa. O, en la metáfora agustiniana del Creador como Deus modulator, la creación es su modulación y sinfonía, que tiene acordes disonantes, pero sólo en el último acorde, final, se aclara toda la sinfonía, incluida sus disonancias. Tomás vuelve a recurrir a la relación de causa primera y causas segundas, y sorprende cuando se trata de la criatura humana, cuya naturaleza y ley natural es la racionalidad y la libertad gracias a la participación en la ley eterna: Dios creó así al ser humano para que sea capaz, mediante la racionalidad y la libertad, de ser providencia para sí mismo y para los demás (Suma Teológica, I-II, q. XCI, a. II).

La TC ofrece un recurso tanto para afrontar el misterio del mal y el sufrimiento como para comprender el misterio de la providencia divina, no propiamente un misterioso Diseñador Inteligente, que sería un exceso de privilegio de la racionalidad teológica y un optimismo poco realista, sino algo aparentemente más simple y más personal: las relaciones trinitarias en las que se insertan creación y providencia. La narrativa trinitaria – la disposición del Padre que nos abre camino de la vida en su Hijo, con la invitación a seguirlo de manera libre y responsable, así como la unción del Espíritu con sus carismas para que tengamos la capacidad de seguirlo – es la mejor forma cristiana para desarrollar una comprensión de la providencia divina en su creación. En las relaciones trinitarias, desde la Pascua de Jesús,  se vislumbra la Nueva Creación sin más lágrimas ni lamentos, y entretejida con la alabanza sabática anticipada, por tanto, dominical, ya inaugurada por la Pascua del Hijo, todavía en medio de un mundo menudo oscuro y doloroso.

3.3 Estética, ética y espiritualidad de la creación: la belleza, el cuidado, la alabanza

La TC tiene inspiración y consecuencias. No basta, por tanto, buscar el significado de las narrativas, es necesario preguntarse por las prácticas que el significado produce  y que nos hacen pensar. Por tanto, podemos utilizar los tradicionales conceptos “universales” de la ontología medieval con una mirada escatológica a la creación, universales materializados e históricamente anticipados en la irreductible singularidad de cada acontecimiento: la belleza, la bondad y la verdad.

Existe, de hecho, una estética que involucra y ayuda a comprender la TC. Como constató el físico brasileño Marcelo Gleiser (1997, p. 315 et seq.), la tierra no es tan bellamente redonda como se suele representar, pero su representación esférica perfecta es más el efecto de nuestra proyección estética, porque incluso antes de la ciencia, el cosmos significó y guio nuestra mirada estética al mundo como algo hermoso, que es el significado mismo del cosmos. La belleza, la forma buena, se puede considerar como algo inscrito en la creación en vista de su vocación, la de convertirse en un espacio de belleza, de alcanzar irrenunciablemente a la forma buena. Desde el mito más arcaico hasta la ciencia moderna, sin embargo, el abismo y el caos acompañan al cosmos. En términos bíblicos, como en la teoría científica del caos, hay incluso una cierta dialéctica: la estructura, el orden y la belleza cósmica van precedidos y acompañados de una condición caótica de la realidad en su base o en su entorno, pero caos en primera instancia, puede ser creativo y no solo amenazante y destructivo. Así también en la Pascua de Cristo, el sufrimiento inocente, la cruz y la representación del caos apocalíptico narrado sobriamente por Marcos y Mateo son una estética del horror, lo feo, lo trágico, pero no son la última palabra sobre la creación, pues está la radiante mañana de Pascua desde la que tiene lugar el universal risus paschalis evocado por Dante Alighieri al entrar en el Paraíso. Dante, contemplando la embriagadora dulzura de la luz y de las alabanzas, se extasía: “Me pareció una sonrisa del universo” (Cántico XXVII).

Asimismo, la bondad de la creación, el bien que es buscado en todo lo que se busca, está garantizada desde el principio por la bendición, por la mirada de la creación que ve a toda criatura como buena. Es, desde el principio, una visión profética sobre el mal, concretamente sobre los malvados que parecen ganar la mejor parte en el mundo, algo meditado por el salmista y el sabio con gran fatiga: hay una ética irrenunciable inscrita en la vocación de  toda criatura a la bondad. En tiempos de exacerbación de la globalización económica, política y social, y la consecuente crisis ecológica, es urgente una TC que lleve una ética planetaria, el deseo y el clamor por el bien.

De la misma forma, la verdad, que en términos bíblicos no es principalmente algo cognitivo, es más bien sinónimo de reconocimiento ético y de justicia. No se puede reducir a las ciencias, aunque tiene en ellas aliados privilegiados, coincide con la bondad del mundo. La verdad histórica que revela el ser humano en su ambigüedad como Caín, decidiendo cambiar el amor y el cuidado por el odio y la destrucción, necesita la ayuda de los signos de un mundo finalmente verdadero, es decir, auténtico y justo, reconocido y respetado en todos. sus criaturas, finalmente redimido para alcanzar la plena verdad. La TC puede ayudar a la ciencia de la alfabetización ecológica (Fritjof Capra) y, en consecuencia, puede facilitar una verdadera “conversión ecológica” (Laudato Si ‘n. 216-221), ya no aversio et abstentio mundi, según el antiguo concepto de mundanalidad, que era sinónimo de vanidad y extravío en el mundo, sino conversio ad mundum, amor a la creación.

Todas las criaturas, según esta TC bíblica y cristiana, están destinadas a la comunión sabática con el Creador, donde la belleza, la bondad y la verdad podrán brillar en la creación en su plenitud. En el momento de la creación, la presencia compasiva de la Shekinah, la presencia divina en la creación, simbolizada en la historia de Israel a través de la columna de nube y fuego (cf. Ex 13,21-22; 40,34-38; Nm 9, 15-23), una forma creadora de que el Espíritu conduzca la historia de la creación – convoca a la alianza  la criatura ex nihilo por excelencia, creada así a imagen y semejanza del Creador (LEVINAS, 1961, p. 29). Al ser humano, la criatura que se experimenta ex nihilo, le cabe la libre decisión de ser el ángel o el satanás de la tierra, porque su libertad puede ser creativa o destructiva, ella integra su dignidad y su estatuto, ser verdaderamente homo sapiens o  usar la sabiduría para destruir, como las armas nucleares que revelan cuán se es homo demens. El ser humano no está fatalmente conectado con ningún cordón umbilical al Creador, no lo encuentra detrás ni en lo más profundo de su esencia. Viene “de la nada”, pero no es lanzado al mero azar, ya que incluso el azar puede ser una posibilidad y un espacio creativo para la alianza y organización de la creación. El ser humano es, en cierto modo, el Diseñador inteligente del mundo, pero, como mostró Agustín, no basta la razón: es necesario que la fe y la razón sean guiadas por el amor y culminen en el amor, porque el Creador, antes que Razón, es Amor, y esta es la razón de la existencia de la creación: encontrarse en el amor. El cuidado amoroso e inteligente de la creación es la forma angelical y misionera de la imagen y semejanza del Creador en la tierra. Ésta es la consecuencia antropológica más central de la narrativa teológica de la creación.

Frei Luis Carlos Susin, Ocap. PUC RS. Texto original portugués. Recibido: 20/03/2020. Aprobado: 15/09/2021. Publicado: 24/12/2021.

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