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Pastoral de los LGBT

Índice

1 Un nuevo contexto en la sociedad y en la Iglesia

2 La Biblia y la historia

3 La enseñanza moral de la Iglesia en perspectiva inclusiva

4 Palabras y gestos proféticos

5 Caminos a recorrer

6 Referencias

1 Un nuevo contexto en la sociedad y en la Iglesia

Cuando el papa Francisco regresó de Brasil a Roma en 2013, dijo algo que tuvo mucha repercusión: “Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? […] No se deben marginar a estas personas por eso “(FRANCISCO, 2003b). En ese mismo año, él convocó al Sínodo de los Obispos para tratar de la familia y de sus desafíos actuales. En el cuestionario preparatorio, enviado a todas las diócesis del mundo, se preguntó qué atención pastoral se puede dar a las personas que eligieron vivir en uniones del mismo sexo y, si adoptan niños, qué hacer para transmitirles la fe (SÍNODO, 2013).

La Iglesia Católica vive un tiempo de renovación pastoral impulsada por el Papa. Él la convoca a ir a las “periferias existenciales”, al encuentro de los pobres y de los que sufren con las diversas formas de injusticias, conflictos y carencias. Es necesario abrirse a la novedad que Dios trae a nuestra vida, que nos realiza y nos da la verdadera alegría y serenidad, porque Dios nos ama y quiere sólo nuestro bien. Francisco critica una Iglesia ensimismada, atrincherada en estructuras caducas incapaces de acogida y cerrada a los nuevos caminos que Dios le presenta. La acción del Espíritu Santo eleva la mirada de los fieles hacia el horizonte, impulsándolos a esas periferias (FRANCISCO, 2013a).

Una de las señales más notables del mundo actual es la amplia visibilidad de la población LGBT (lesbianas, gais, bisexuales, travestis y transexuales). Conviene aclarar los términos. Travestis son personas que viven papeles femeninos, pero no se reconocen como hombres o como mujeres. Transexuales son personas que no se identifican con el sexo que les es atribuido al nacer, sino con el otro sexo. Puede haber hombre transexual, que reivindica el reconocimiento social y legal como hombre, y mujer transexual, que reivindica el reconocimiento social y legal como mujer. Tanto travestis como transexuales son transgénero, es decir, personas que no se identifican con el sexo que les es atribuido al nacer. Lo contrario son el cisgénero, las personas identificadas con el sexo atribuido al nacer (JESÚS, 2012).

En el pasado, muchos de ellos vivían al margen de la sociedad o incluso en el anonimato. Varios gais y lesbianas se escondían en el matrimonio tradicional, constituido por la unión heterosexual. Algunos formaban guetos en espacios de convivencia bastante reservados, como forma de protegerse. Pero hoy los LGBT hacen grandes manifestaciones, están presentes en películas y telenovelas, buscan reconocimiento, exigen ser respetados y reivindican los mismos derechos y deberes de los demás ciudadanos. Esta población está en todas partes. Quien no forma parte de ella tiene parientes cercanos o lejanos que forman parte, velada o manifiestamente, así como vecinos o compañeros de trabajo.

Esta amplia visibilidad también manifiesta los problemas que la aflige. Hay una fuerte aversión a homosexuales: la homofobia; y a travestis y transexuales: la transfobia. Esta aversión produce diversas formas de violencia física, verbal y simbólica contra estas personas. Hay padres de familia que ya han dicho: “prefiero un hijo muerto a un hijo gay”. Entre las palabrotas más ofensivas que existen, constan la referencia a la condición homosexual y al sexo anal, común en el homoerotismo masculino. Es decir, es insulto. Muchas veces, cuando se dice que alguien es “hombre” o “mujer”, se entiende que es heterosexual, excluyendo de la masculinidad o de la feminidad a la persona homosexual. En Brasil y en muchos países son frecuentes los homicidios, sobre todo de travestis. Hay también suicidio de muchos adolescentes que se descubren gays o lesbianas, e incluso de adultos. Ellos llegan a esta actitud extrema por presentir el rechazo hostil de la propia familia y de la sociedad. Tal hostilidad genera innumerables formas de discriminación y, aunque no lleve a la muerte, trae a menudo tristeza profunda o depresión.

El padre Júlio Lancellotti trabaja en la ciudad de São Paulo con la población de la calle. Él relata la situación dramática que encuentra:

En la misión pastoral he conversado con varios LGBT que están por las calles de la ciudad, algunos enfermos, heridos, abandonados. Muchos relatan historias de violencia, abuso, acoso, torturas y crueldades. Algunos cuentan cómo fueron expulsados de las iglesias y comunidades cristianas, rechazadas por las familias en nombre de la moral. Testifiqué lágrimas, heridas, sangre y hambre. ¡Imposible no reconocer en ellos la presencia del Señor Crucificado! (LANCELLOTTI, 2015).

Hay también muchos LGBT en la Iglesia Católica. Son personas que nacieron y fueron creadas en este ambiente, tienen fe y en cierto momento descubrieron esta condición. Varios de ellos participan activamente de sus comunidades, pero no pocos se alejaron y se alejan por encontrarse con incomprensión y hostilidad. Es necesario que encuentren fieles y ministros religiosos sensibles a sus heridas y dificultades, así como a sus talentos y potencialidades. No hay duda de que los LGBT se sitúan en las periferias existencias señaladas por el Papa. La solicitud pastoral de la Iglesia también debe contemplarlos. Con la debida comprensión de su realidad, ellos pueden ser ayudados en la búsqueda de Dios y de sentido para la vida, en el cultivo de la vida espiritual y de la autoestima, en la curación de heridas exteriores e interiores, en el fomento del apoyo mutuo, de la vida eclesial, del apostolado y de la acción en el mundo. Para ayudarles en este camino, conviene reflexionar sobre su realidad con algunos instrumentos teológico-pastorales.

2 La Biblia y la historia

La Iglesia enseña que la ley de toda la evangelización es predicar la Palabra de Dios de manera adaptada a la realidad de los pueblos, como dice el Concilio Vaticano II (1962-1965). Debe haber un intercambio permanente entre la Iglesia y las diversas culturas. Para ello, ella necesita la ayuda de los que conocen bien las diversas instituciones y disciplinas, sean ellos creyentes o no. Los fieles necesitan saber e interpretar los diversos lenguajes o signos de nuestro tiempo para evaluarlos adecuadamente a la luz de la Palabra de Dios, de modo que la verdad revelada sea mejor percibida, comprendida y presentada de manera conveniente (GS 44). La correcta evangelización, por lo tanto, es un camino con dos sentidos, de intercambio entre la Iglesia y las culturas contemporáneas. La fe cristiana necesita dialogar con los saberes legítimos. Sólo se puede saber lo que la Palabra de Dios significa hoy, y qué implicaciones tiene, con un suficiente conocimiento de la realidad actual, que incluye la visibilidad de la población LGBT, el reconocimiento de sus derechos humanos y de su ciudadanía.

No se puede descuidar lo que el libro sagrado de los cristianos dice sobre la atracción entre personas del mismo sexo, ni los desdoblamientos históricos que de ahí se siguieron. Pero hay que tratar este asunto con la debida profundidad, yendo más allá de la lectura al pie de la letra. La revelación divina testimoniada en la Biblia se expresa de diversas maneras. Según el Concilio, el lector debe buscar el sentido que los autores sagrados en determinadas circunstancias, según las condiciones de su tiempo y de su cultura, pretendieron expresar sirviéndose de los géneros literarios entonces usados. Se deben tener en cuenta las maneras propias de sentir, decir o narrar en su tiempo, así como los modos que se empleaban frecuentemente en las relaciones entre los hombres de aquella época (DV 12).

En el judaísmo antiguo, se creía que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro, para unirse y procrear. Se supone una heterosexualidad universal, expresada en el imperativo “creced y multiplicaos” (Gn 1,28). Esto fue escrito en el tiempo del exilio judío en Babilonia. Para el pueblo expulsado de su tierra y sometido a una potencia extranjera, crecer era fundamental para la supervivencia de la nación y de la religión. No se niega el designio divino de que la humanidad se esparza por la tierra, pero la necesidad de supervivencia del pueblo judío en aquel tiempo era urgente.

El semen del hombre supuestamente contenía al ser humano entero, y debía ser colocado en el vientre de la mujer, así como la semilla se deposita en la tierra. No se conocía el óvulo. El propio nombre de semen está ligado a la semilla. Él jamás debería ser desperdiciado, como muestra la historia de Onán. Él se casó con Tamar, viuda de su hermano Her, que murió sin tener descendiente. Conforme a la ley (Dt 25,5-10), Onán debería suscitar una posteridad a su hermano, y el primer hijo varón debería tener el nombre de este hermano fallecido, Her. Pero Onán practicó coito interrumpido, eyaculando fuera de la vagina de su esposa e impidiéndola de concebir. Onán fue fulminado por Dios, como castigo por esta transgresión (Gn 38,1-10).

Es en este contexto que la relación sexual entre dos hombres era inadmisible. Israel debía distinguirse de las otras naciones de varias maneras, con su culto, su ley y sus costumbres, según el código de santidad del Libro del Levítico. Allí se incluye la prohibición del homoerotismo, considerado abominación (Lev 18,22). Se prohíbe también, y con rigor: trabajar el sábado, comer carne de cerdo o frutos del mar, recortar el pelo y la barba, tocar en mujer menstruada durante siete días, usar ropa tejida con dos especies de hilo, plantar diferentes especies semillas en un mismo campo y aparear animales de especies distintas. Cuando el cristianismo, nacido en Israel, se expandió entre los pueblos no judíos, la santidad del Levítico no se volvió norma para estos pueblos, pero la prohibición del homoerotismo sí, como se verá a continuación.

A esta prohibición se sumó la historia de Sodoma y Gomorra, cuyo pecado clamó a los cielos y resultó en el castigo divino destructor (Gn 19). El pecado fue a rechazar la hospitalidad a los que visitaban el patriarca Lot, a punto de intentar violar sexualmente a estos visitantes. Con frecuencia, la violencia sexual era una forma de humillación impuesta por ejércitos vencedores a los vencidos. Inicialmente, el delito de Sodoma era visto como “orgullo, alimentación excesiva, tranquilidad ociosa y desamparo del pobre y del indigente” (Ez 16,49). A través del profeta, el Señor dice: “Se volvieron arrogantes y cometieron abominaciones en mi presencia” (Ez 16,50). Varios siglos después, tal pecado fue identificado con el homoerotismo, pero en el origen no tiene nada que ver con el amor entre personas del mismo sexo, ni siquiera con relaciones sexuales libremente consentidas entre personas adultas del mismo sexo.

En el Nuevo Testamento, la Carta a los Romanos afirma que quien ama al prójimo cumplió la ley, pues los mandamientos se resumen en amar al prójimo como a sí mismo (Rm 13,8-10). Este es el espíritu de los mandamientos y el criterio de su interpretación. Pero al refutar el politeísmo, el apóstol Pablo lo asocia al homoerotismo (Rm 1,18-32). Los paganos son acusados de no adorar al Dios único, sino a las criaturas, y de permitir esa práctica sexual vista como abominación por los judíos. Tal comportamiento es considerado castigo divino a causa de una práctica religiosa equivocada: “Por todo ello, Dios los entregó a pasiones vergonzosas”. Otros escritos paulinos tienen la misma posición, en que probables referencias al homoerotismo están ligadas a la idolatría y a la irreligión (1Cor 6,9-11, 1Tim 1,8-11). En el contexto judeo-cristiano de la antigüedad, este argumento era comprensible. No había el concepto de “orientación sexual”, estructura profundamente arraigada en la persona, con relativa estabilidad, llevándolo a la atracción por el sexo opuesto o por el mismo sexo. La “orientación sexual” no tiene nada que ver con la creencia en uno o varios dioses, o con cualquier práctica religiosa. Pero, en el contexto de la antigüedad, la Iglesia heredó la visión antropológica judía de la heterosexualidad universal con sus interdicciones. Hoy, todo esto debe tenerse en cuenta.

La religión cristiana se ha expandido y se ha vuelto hegemónica en muchos países, llegando a convertirse en religión de Estado. El homoerotismo fue clasificado como “sodomía” y criminalizado por muchos siglos. Para la Iglesia, la sodomía era un crimen horrendo: provocaba tanto la ira de Dios a punto de causar tempestades, terremotos, pestes y hambrunas que destruían ciudades enteras. Era algo indigno de ser nombrado, un “pecado nefando” del cual ni se debe hablar, y mucho menos cometerse (Víc, 2007: 331-332). Tribunales civiles e incluso eclesiásticos, como la Inquisición, juzgaban a los acusados de este delito. Los culpables eran entregados al poder civil para ser castigados, incluso con la muerte.

Con el advenimiento de la Ilustración y de la razón autónoma, independiente de la Revelación, la práctica sexual ejercida sin violencia o indecencia pública no debía caer bajo el dominio de la ley. Se inició una creciente despenalización de la sodomía. La modernidad, impulsada por el Iluminismo, trajo la separación entre Iglesia y Estado, la autonomía de las ciencias y los derechos humanos, que restringen el poder del soberano sobre el súbdito y amplían la libertad de la persona en relación a la colectividad. En el siglo XIX, el término sodomía fue sustituido por “homosexualidad”. La cuestión es traída del ámbito religioso y moral al ámbito médico. Lo que hasta entonces era visto como abominación pasa a ser considerada enfermedad. Por muchas décadas, personas homosexuales eran internadas en sanatorios. Se llegó incluso al uso de choque eléctrico en el tratamiento médico de estas personas.

A partir de los años 1970, hubo una progresiva despatologización de la homosexualidad, impulsada por el crecimiento del movimiento gay. En los años 1990, la Organización Mundial de la Salud la retiró de la lista de enfermedades. Organizaciones de médicos y de psicólogos declararon que la homosexualidad no es enfermedad, ni disturbio, ni perversión; y prohibieron a sus profesionales de colaborar en servicios que proponen su tratamiento y cura. Así, algunas personas son gais o lesbianas y lo serán por toda la vida. No se trata de opción, sino de condición u orientación. Con respecto a travestis y transexuales, se permiten hoy tratamientos de transexualización, incluso en la red pública de salud. El cambio del nombre social es previsto en ciertos casos, pudiéndose hasta llegar al cambio del nombre en el registro civil.

3 La enseñanza moral de la Iglesia en perspectiva inclusiva

Algunos principios de la modernidad fueron asimilados por la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II. Además del nuevo enfoque de la evangelización y de la lectura de la Biblia, el Concilio legitimó la separación entre Iglesia y Estado, la autonomía de la ciencia, y reconoció la libertad de conciencia, que es el derecho de la persona a actuar según la norma recta de su conciencia, y el deber de no actuar contra ella. En ella está el “sagrario de la persona”, donde Dios está presente y se manifiesta. Por la fidelidad a la voz de la conciencia, los cristianos están unidos a los demás hombres en el deber de buscar la verdad, y de resolver los problemas morales que surgen en la vida individual y social (GS 16). Ninguna palabra externa sustituye la reflexión y el juicio de la propia conciencia. El Catecismo de la Iglesia Católica profundiza esta enseñanza y cita al cardenal Newman: “la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (n. 1778). Es ella quien primero representa a Cristo para el fiel. La vida espiritual y la reflexión ayudan al fiel a escuchar la voz del Señor y a discernir sus señales.

Una vez el papa Benedicto XVI afirmó que el cristianismo no es un conjunto de prohibiciones, sino una opción positiva. Y añadió que es muy importante evidenciar esto nuevamente, porque esa conciencia hoy casi desapareció completamente (Benedicto XVI, 2006). Es muy bueno que un Papa haya reconocido esto, pues hay en el cristianismo una historia multisecular de insistencia en la prohibición, en el pecado, en la culpa, en la amenaza de condenación y en el miedo. Se puede hablar de una “pastoral del miedo”, que con vehemencia culpabiliza a las personas y las amenazas de condenación eterna para obtener su conversión. Esto no se restringe al pasado. Aún hoy, en diversas iglesias y ambientes cristianos, muchos interpretan la doctrina de manera extremadamente restrictiva y condenatoria, con obsesión por el pecado, sobre todo con respecto al sexo. Las prohibiciones vinculadas al mensaje cristiano a menudo repercuten más que su contenido positivo. Esto se observa tanto dentro de la Iglesia, entre los fieles, como fuera, entre los que la critican. Hay un foco excesivo en la prohibición. Es fundamental buscar en el mensaje cristiano su componente positivo, para que sea buena nueva, Evangelio.

El papa Francisco sigue esta línea con determinación. Él dice que “el anuncio del amor salvífico de Dios precede a la obligación moral y religiosa. Hoy, a veces, parece que prevalece el orden inverso “(FRANCISCO, 2013c). Este anuncio debe concentrarse en lo esencial, que es también el que más apasiona y atrae, procurando curar todo tipo de heridas y hacer arder el corazón, como el de los discípulos de Emaús que se reunieron con Cristo resucitado. La propuesta evangélica debe ser más simple, profunda e irradiante. Es de esta propuesta que vienen después las consecuencias morales. En esta perspectiva, el confesionario no es una sala de tortura, sino un lugar de misericordia, en el cual el Señor nos estimula a hacer lo mejor que podamos (FRANCISCO, 2013c).

El Evangelio invita, ante todo, a responder a Dios que nos ama y nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. La Iglesia no debe ser una aduana de los sacramentos, sino la casa paterna donde hay lugar para todos los que se enfrentan a fatiga en sus vidas. Todos pueden participar en la vida eclesial y formar parte de la comunidad. La Eucaristía, plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un remedio generoso y un alimento para los que necesitan fuerzas (EG 39 y 47).

El conocimiento de la verdad es progresivo, observa el Papa. La comprensión del hombre cambia con el tiempo, y su conciencia se profundiza. Se recuerda el tiempo en que la esclavitud era aceptada y la pena de muerte era admitida sin ningún problema. Los exégetas y los teólogos, así como las demás ciencias y su evolución, ayudan a la Iglesia a madurar el propio juicio. Como consecuencia, hay normas y preceptos eclesiales secundarios que en otros tiempos fueron eficaces, pero que hoy perdieron valor o significado. Una visión de la doctrina de la Iglesia como un bloque monolítico a ser defendido sin matices es errónea (FRANCISCO, 2013c). Por lo tanto, los fieles cristianos, incluyendo los LGBT, deben procurar ser adultos en la fe, atentos a las contribuciones de las ciencias que ayudan a la Iglesia a madurar su juicio. Ellos no deben encapsularse en posturas intransigentes a la reflexión crítica y al diálogo.

El Concilio afirma que hay un orden o jerarquía de verdades en la enseñanza de la Iglesia, según su nexo con el fundamento de la fe cristiana. Algunos contenidos son más importantes por estar estrechamente vinculados a este fundamento. Otros, a su vez, son menos importantes por estar menos vinculados a él (UR 11). Para Francisco, este orden es válido tanto para los dogmas de fe y para las demás enseñanzas de la Iglesia, incluyendo su mensaje moral. En esta, hay una jerarquía en las virtudes y acciones. La misericordia es la mayor de las virtudes. Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu. Los preceptos dados por Cristo y por los Apóstoles al pueblo de Dios son muy pocos. Y los preceptos añadidos posteriormente por la Iglesia deben ser exigidos con moderación, para no hacer pesada la vida a los fieles ni transformar la religión en una esclavitud (EG 36-37 y 43).

En esta moral matizada que el Papa expone tiene gran importancia el bien posible. Sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar, con misericordia y paciencia, las posibles etapas de crecimiento de las personas, que se van construyendo día a día. Un pequeño paso en medio de grandes limitaciones humanas puede ser más agradable a Dios que una vida externamente correcta, de quien no enfrenta mayores dificultades. La consolación y la fuerza del amor salvador de Dios deben llegar a todos. Dios opera misteriosamente en cada persona, además de sus defectos y de sus caídas. Un corazón misionero no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de ensuciarse con el fango de la carretera (EG 44-45).

La moral sexual tiene como una de sus principales referencias el mandamiento del Decálogo “no pecar contra la castidad”. Originalmente el mandamiento es “no cometerás adulterio” (Ex 20,14), pero la catequesis cristiana en él incorporó otras enseñanzas bíblicas y tradicionales relativas a la sexualidad. El Catecismo define hoy la castidad primero como la integración de la sexualidad en la persona, en su unidad de cuerpo y alma (n. 2337). Esta integración es un camino gradual, un crecimiento personal en etapas, que pasa por fases marcadas por la imperfección y hasta por el pecado (n. 2343). La gradualidad en la aplicación de la ley moral es casi desconocida en muchos ambientes católicos, y por eso debería ser ampliamente enseñada. Muchas veces hay el triunfo de todo o nada, fruto de un radicalismo estéril, y no la búsqueda del bien posible. Y sólo puede haber una integración exitosa si la persona vive en paz con su propia sexualidad, amando a su semejante y a sí misma. Los caminos y las conductas en este campo no pueden prescindir jamás de esta integración.

Una carta pastoral de la Curia Romana afirma que ningún ser humano es un mero homo o heterosexual. Él es por encima de toda criatura de Dios y destinatario de su gracia, que lo hace hijo de Dios y heredero de la vida eterna (CDF, 1986, n.16). Esto también vale para el resto de la diversidad sexual. Sea la persona LGBT o no, ella es criatura divina, destinada a participar de la vida en Cristo y de su salvación. La carta añade que toda violencia física o verbal contra personas homosexuales es deplorable, mereciendo la condena de los pastores de la Iglesia dondequiera que se verifique. Los actos homosexuales, a su vez, son considerados intrínsecamente desordenados y, como tales, no pueden ser aprobados en ningún caso. Sobre la culpabilidad de la persona, sin embargo, debe haber prudencia en el juicio. Se reconocen ciertos casos en que la tendencia homosexual no es fruto de la opción deliberada de la persona, y que esta persona no tiene alternativa y es obligada a comportarse de modo homosexual. Por consiguiente, en tal situación actúa sin culpa. Se alerta por el riesgo de generalizaciones, pero pueden existir circunstancias que reducen o incluso eliminan la culpa de la persona (CDF, 1986, n. 10, 3 y 11). En esta situación, por lo tanto, no se puede decir jamás que la persona está en pecado mortal y que debe apartarse de los sacramentos.

No es simple proponer a los LGBT vivir la castidad en el celibato. Como la castidad es la integración de la sexualidad en la persona, en su unidad de cuerpo y alma, no se debe anular a la persona afectiva y humanamente. En la formación para el sacerdocio, por ejemplo, se enseña que el camino formativo debe ser interrumpido en el caso de que un candidato tenga excesiva dificultad con el celibato, “vivido como una obligación tan penosa a punto de comprometer el equilibrio afectivo y relacional” (CEC, 2007, n. 10). Esta norma es sabia. Es algo que conviene también a los religiosos de congregaciones y a los fieles laicos, incluyendo personas homosexuales y trans. No se debe vivir el celibato a cualquier precio.

Las conferencias episcopales también traen contribuciones importantes a la pastoral, que son fruto de reflexiones y prácticas contextualizadas en diferentes realidades con sus necesidades y urgencias. Francisco menciona un documento de los obispos franceses sobre el reconocimiento civil de la unión homosexual (EG 66, nota 60). Ellos se opusieron a la ley que equipara totalmente esta unión a la unión heterosexual. Pero no sólo. Los obispos repudian la homofobia, y felicitan la evolución del derecho que hoy condena toda discriminación e incitación al odio en razón de la orientación sexual. Reconocen que a menudo no es fácil para la persona homosexual asumir su condición, pues los prejuicios son duraderos y las mentalidades sólo cambian lentamente, incluso en las comunidades y en las familias católicas. Estas familias son llamadas a acoger a toda la persona como hija de Dios, cualquiera que sea su situación. Y en una unión duradera entre personas del mismo sexo, aparte del aspecto meramente sexual, la Iglesia estima el valor de la solidaridad, del vínculo sincero, de la atención y del cuidado con el otro (CEF, 2012).

Estos pasos son muy importantes. Si no hay un ambiente libre de hostilidad que permita a las personas homosexuales asumir su condición, si no hay ningún reconocimiento social o estima por las uniones entre individuos del mismo sexo, la homofobia presente en la sociedad las lleva a contraer uniones heterosexuales para huir del prejuicio. Esto sucede desde hace siglos y trae mucho sufrimiento a las personas involucradas. Es necesario poner fin a esta situación opresiva. Conforme al derecho eclesiástico, el sacramento del matrimonio en estas circunstancias es inválido (CDC, Canon 1095, n. 3). Es necesario que los fieles sepan de esto. La unión heterosexual no es una solución para la persona homosexual.

Los obispos brasileños tienen un documento sobre la renovación pastoral de las parroquias, en que se contemplan las nuevas situaciones familiares con realismo y apertura, incluyendo las uniones del mismo sexo. Los obispos reconocen que en las parroquias participan personas unidas sin el vínculo sacramental y otras en segunda unión. Hay también las que viven solas sustentando a los hijos, abuelos que crían nietos y tíos que sustentan sobrinos. Hay niños adoptados por personas solteras o del mismo sexo, que viven en unión estable. Los obispos exhortan a la Iglesia, familia de Cristo, a acoger con amor a todos sus hijos. Conservando la enseñanza cristiana sobre la familia, es necesario usar la misericordia. Se constata que muchos se alejaron y continúan alejándose de las comunidades porque se sintieron rechazados, porque la primera orientación que recibieron consistía en prohibiciones y no en vivir la fe en medio de la dificultad. En la renovación parroquial, debe haber conversión pastoral para no vaciar la Buena Nueva anunciada por la Iglesia y, al mismo tiempo, no dejar de atender a las nuevas situaciones de la vida familiar. “Acoger, orientar e incluir” en las comunidades a los que viven en otras configuraciones familiares, son desafíos inaplazables (CNBB, 2014, n. 217-218).

4 Palabras y gestos proféticos

El Sínodo de los Obispos sobre la familia generó un debate amplio y fecundo, y tuvo como fruto una exhortación postsinodal del Papa. Él reitera su llamamiento a la Iglesia de ir al encuentro de los que viven en las más variadas periferias existenciales. La Iglesia está llamada a conformar su acción a la de Cristo, que en un amor sin fronteras se ofreció por todos sin excepción. A los que manifiestan la orientación homosexual, se les debe asegurar un acompañamiento respetuoso para que puedan disponer de las ayudas necesarias para comprender y realizar la voluntad de Dios en sus vidas (AL 312 y 250). Francisco hace una alerta incisiva contra el moralismo que muchas veces reina en ambientes cristianos y en la jerarquía de la Iglesia Católica, con el objetivo de fomentar el debido respeto a la conciencia y a la autonomía de los fieles:

“[…] nos cuesta dar espacio a la conciencia de los fieles, que muchas veces responden lo mejor que pueden al Evangelio en medio de sus límites, y son capaces de realizar su propio discernimiento ante situaciones donde se rompen todos los esquemas. Estamos llamados a formar las conciencias, no a pretender sustituirlas “(AL 37).

Además de esta palabra oportuna, el papa hizo un gesto sorprendente en 2015, recibiendo en su casa la visita del transexual español Diego Neria y de su compañera. La historia de Diego es emblemática de la condición transexual, del prejuicio atroz y de su enfrentamiento. Él nació con cuerpo de mujer, pero desde niño se sentía hombre. En la Navidad, escribía a los reyes magos pidiendo como regalo convertirse en niño. Al crecer, se resignó a su condición. “Mi prisión era mi propio cuerpo, porque no correspondía absolutamente a lo que mi alma sentía”, confiesa. Diego escondía esta realidad lo mucho que podía. Su madre le pidió que no cambiar su cuerpo mientras vivía. Y él acató este deseo hasta su muerte. Cuando ella murió, Diego tenía 39 años. Un año después, comenzó el tratamiento transexualizador. En la iglesia que frecuentaba, despertó la indignación de las personas: “¿cómo se atreve a entrar aquí en su condición? Usted no es digno “. Una vez, llegó a oír de un sacerdote: ¡Tú eres hija del diablo! Pero afortunadamente él tuvo el apoyo del obispo de su diócesis, que le dio ánimo y consuelo. Esto alentó a Diego a escribir al papa Francisco y a pedir un encuentro con él. El Papa lo recibió y lo abrazó en el Vaticano, en presencia de su compañera. Hoy, Diego Neria es un hombre en paz (HERNÁNDEZ, 2015).

Ocurrieron otros encuentros del papa con LGBT, como la visita a un presidio en Italia en el que tuvo una comida compartiendo mesa en compañía de presos transexuales. En los Estados Unidos, Francisco se encontró en la nunciatura apostólica con su antiguo alumno y amigo gay Yayo Grassi, y con su compañero. Grassi ya había presentado a su compañero al papa dos años antes. Esta relación homoafectiva nunca fue problema en la amistad entre Grassi y el papa (GRASSI, 2015). Sobre los encuentros que tuvo con personas homosexuales, transexuales y sus respectivos compañeros, el papa comentó: “las personas deben ser acompañadas como las acompaña Jesús. […] en cada caso, acogerlo, acompañarlo, estudiarlo, discernir e integrarlo. Esto es lo que Jesús haría hoy “(FRANCISCO, 2016).

Los gestos como estos del Papa valen más que mil palabras. Si todas las familias que tienen hijos o parientes LGBT hicieran lo mismo, recibiéndolos en casa con sus compañeros, muchos problemas y dramas humanos serían resueltos.

5 Caminos a recorrer

La realidad de los LGBT es compleja y delicada, trae llamamientos urgentes y constituye un desafío a la evangelización. La lectura crítica de la Sagrada Escritura, la debida atención a los resultados de las ciencias, los diversos matices de la moral y la fidelidad a la propia conciencia son elementos que hacen de la enseñanza de la Iglesia un contenido rico y dinámico en la vida de los fieles. Estos elementos pueden ayudar mucho a la acción evangelizadora al lado de esa población. No se debe buscar en la enseñanza de la Iglesia, ni siquiera en la Biblia, un manual de instrucciones de electrodoméstico o un código moral completo, universal e inmutable. Muchas veces se hacen citas descontextualizadas de la Biblia y simplificaciones indebidas de la doctrina, con extrema rigidez y un terrible ímpetu condenatorio dirigido a los LGBT. Algunos hablan de “textos del terror” o de “balas bíblicas” usadas contra estas personas. La predicación, en vez de curar heridas y calentar el corazón, trae más devastación, y la Palabra del Dios de la vida se convierte en palabra de muerte. No se debe jamás tratar a estos individuos como endemoniados a ser exorcizados, o someterlos a la oración de “curación y liberación” para cambiar su condición o identidad.

En la Iglesia Católica, hoy, hay diferentes tipos de apostolado junto a los LGBT. Uno de ellos es el grupo Courage, apoyado por la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Ésta desaconseja a personas homosexuales a definirse primero por su inclinación sexual, así como a participar en “subculturas gays”, que tienden a promover un estilo de vida inmoral (USCCB, 2006, página 22 y nota 44). Hay otros grupos cuyo énfasis es la inclusión y la ciudadanía de los LGBT en la Iglesia y en la sociedad, la curación de las heridas, el crecimiento en la fe y el respeto por la conciencia en las elecciones de vida. Estos grupos formaron la Red Global de Católicos Arcoiris (GNRC, 2015). La diócesis de Westminster (Inglaterra), que abarca la ciudad de Londres, posee la Capellanía LGBT (LGBT Chaplaincy) para la atención pastoral a estos fieles. Las Arquidiócesis de Santiago, Chile (ALDEA, 2013), y de Belo Horizonte (CIPRIANI, 2017) poseen la Pastoral de la Diversidad Sexual.

No faltan divergencias y conflictos respecto de la diversidad sexual y de género. Pero tampoco es necesario esperar su resolución. Hay posiciones y prácticas ya legitimadas que pueden ser adoptadas y difundidas. La despenalización de la homosexualidad y la transexualidad en todo el mundo debe ser defendida con vigor, así como el enfrentamiento de la violencia física, verbal y simbólica hecha a los LGBT. El ejemplo del papa Francisco, recibiéndolos en su casa con sus compañeros, debe ser seguido. Es a través de esta acogida que el verdadero encuentro se hace posible, dando a las personas la oportunidad de conocerse mutuamente y de interactuar positivamente, sin escamotear realidades vitales y sin dejar que el prejuicio y el miedo creen fantasmas.

Acoger, orientar e incluir, como dice la CNBB sobre las nuevas configuraciones familiares, es un puente que conduce a las periferias existenciales. No faltan a la Iglesia recursos teóricos y testimonios marcados para predicar la Palabra de Dios de manera adaptada a la realidad de los pueblos, a fin de que la vida en Cristo sea comunicada, las heridas curadas y los corazones calientes.

Una vez una señora devota me buscó desconsolada por descubrir que su hijo es gay. Tuvimos una buena conversación, y yo le recomendé la película Oraciones para Bobby (MULCAHY, 2009). Tiempos después me dijo exultante: “Jesús sacó el prejuicio de mi corazón”. De hecho, Jesús actúa en la vida de las personas y libera del prejuicio. Su Espíritu impulsa a la Iglesia a transponer las estructuras caducas, externas e internas, incapaces de acogida. Los discípulos de Jesús deben acoger con amor a las personas homosexuales y trans para manifestar al mundo el rostro de su maestro, y alegrarse con las bendiciones de Dios Padre. Si muchos LGBT sienten que necesitan la Iglesia, hay que reconocer que ella también los necesita.

Luís Corrêa Lima. PUC Rio. Texto original em portugués.

6 Referencias

ALDEA, S. La pastoral de la diversidad sexual. Paula, 8 mai 2013. Disponível em: <http://www.paula.cl>. Acesso em: 20 dez 2017.

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El movimiento de Jesús

Índice

1 Definición

2 Fuentes

3 Fases de la investigación

4 Contexto histórico

5 Jesús antes de su actividad pública

6 Soberanía de Dios

7 Organización del MJ

8 Consecuencias de la soberanía divina

8.1 Espiritualidad

8.2 Curas

8.3 Economía

8.4 Poder

9 El juicio de Jesús

10 Referencias

1 Definición

El término “movimiento de Jesús” (MJ) se estableció en la investigación bíblica principalmente a partir de impulsos oriundos de la sociología y de la antropología cultural. El concepto expresa un movimiento religioso en el judaísmo, que tenía como referencia central a la persona de Jesús de Nazaret y la proclamación de la soberanía de Dios. Aunque pueda ser distinguido de otros movimientos o grupos judíos, la actividad del MJ no estaba en contraposición al judaísmo. Jesús no se entendió como fundador de una nueva religión. La separación del judaísmo y el desarrollo del cristianismo tuvieron su origen en acontecimientos post-pascuales.

La definición de MJ puede variar, así como su delimitación temporal. Además del período de la actividad pública de Jesús, es posible incluir los primeros años de la protocomunidad de Jerusalén y de la actividad de grupos misioneros itinerantes. Aquí restringiremos el MJ al período de la actividad pública de Jesús hasta su muerte. No es posible determinar con exactitud el período y la duración de esa actividad. Las indicaciones de los evangelios, como la sucesión de estaciones de año y de la fiesta de la Pascua, apuntan a un período entre uno y tres años.

2 Fuentes

La proclamación y las acciones relacionadas con el MJ se testimonian casi exclusivamente en los evangelios. En las cartas paulinas son exiguas las referencias directas a palabras o a acciones jesuánicas. La misma situación se repite en los demás libros del Nuevo Testamento. En la obra del historiador judío Flavio Josefo hay observaciones sobre Jesús. Algunas pueden ser añadidos posteriores, pero es posible que alguna referencia básica provenga del autor. Aunque raras, también se encuentran alusiones en documentos romanos del inicio del segundo siglo (Tácito, Suetonio y Plinio, el Joven). En todo caso, la existencia histórica de Jesús de Nazaret puede ser atestada a partir de escritos bíblicos y de fuentes no cristianas.

A pesar de constituir fuentes primordiales para la investigación, los evangelios no fueron elaborados como biografía o registro histórico de la actividad del MJ. Los evangelios son narraciones que surgieron como recurso precoz para la misión y la catequesis cristiana. Marcos fue, muy probablemente, el primer evangelio a ser redactado. Si la datación, hacia el año 70 dC, es adecuada, hay que contar con un intervalo de unos 40 años entre la muerte de Jesús y la redacción de ese evangelio. En este período, las narrativas fueron transmitidas de forma oral y en pequeños relatos escritos. En el proceso de transmisión y de redacción de los evangelios pueden ocurrir modificaciones en las narrativas. La exégesis es el área de la investigación que se ocupa de la crítica histórica y literaria de los textos bíblicos.

3 Fases de la investigación

Es común sistematizar la investigación del Jesús histórico, respectivamente del MJ, en tres grandes fases. Las categorizaciones, sin embargo, no logra expresar la multiplicidad de enfoques, y, en la mayoría de los casos, quedan restringidos al contexto europeo y norteamericano. Las aproximaciones latinoamericanas, africanas o asiáticas normalmente no se consideran. También no se tienen en cuenta las lecturas populares, que presuponen investigación y construcción de representaciones del MJ.

A pesar del enfoque científico anglosajón, las sistematizaciones de las fases de la investigación demuestran que todo intento de reconstruir una imagen del MJ es parcial y subjetiva. Esto explica el hecho de que Jesús ya haya sido caracterizado, entre otras designaciones, como mesías sufriente, maestro de la sabiduría, guía ética, profeta apocalíptico, líder carismático, judío marginal, taumaturgo, reformador social. Las presentaciones varían de acuerdo con el método, el contexto, el interés y la parcialidad de quien investiga. Los propios relatos bíblicos no están inmunes al desarrollo teológico, además de no dar noticia de toda la actividad del MJ, sino solamente aquello que fue considerado más significativo. En este sentido, la investigación histórica se caracteriza más por la probabilidad que por la certeza. No se puede afirmar: “así sucedió”, sino sólo decir: “así puede haber sucedido”.

4 Contexto histórico

El escenario de la actividad del MJ era la Tierra de Israel. La administración romana utilizaba el término Palestina, mientras que en escritos judíos se encuentra la designación Judea. La mayoría de la población, estimada en un millón de habitantes, vivía en pequeñas ciudades y aldeas, que tenían entre 500 y 2.000 habitantes. La base de la economía era la agricultura familiar. En la región costera y en torno al lago de Genesaret, también llamado mar de Galilea o mar de Tiberíades, la pesca era una importante actividad económica.

La Tierra de Israel estaba ocupada militarmente por el Imperio Romano desde el 63 a. C. Este Imperio, cuya capital era Roma, abarcaba territorios en tres continentes: Europa, Asia Menor y África. El extenso dominio estaba basado en un poderoso aparato militar. La así llamada paz romana-período de relativa estabilidad en los territorios dominados y en las fronteras del Imperio- era mantenida con el rigor de la espada. Los romanos permitían que la administración local fuera conducida por reyes vasallos, denominados de socios o clientes. Herodes, el Grande, gobernaba Palestina cuando Jesús nació (Mt 2,1). Muy hábil, él podía mantener buenas relaciones con los emperadores romanos. Internamente, preservaba el orden con fuerza militar y red de espionaje bien organizada. Las revueltas eran combatidas con rigor y violencia. Después de su muerte, la Tierra de Israel fue dividida entre tres hijos: Arquelao (regiones de Judea, Idumea y Samaria), Herodes Antipas (Galilea y Perea) y Filipo (Transjordania del Norte).

A causa de la notable crueldad, Arquelao fue llamado a Roma y destituido del cargo. Su área de dominio fue entregada a procuradores romanos. De los siete procuradores que gobernaron a Judea entre los años 6 y 41 dC, Pilato es el único del que tenemos cierta información. El MJ de Jesús actuaba sobre todo en la pequeña región de Galilea, comandada por Herodes Antipas (Mc 6,14, Lc 3,1). Para la época, se estima que la región tenía alrededor de 200.000 habitantes. Aunque no fuera tan cruel como el hermano, Antipas no dudaba en sacar del camino a quien le molestara (Mc 6,16). Los grupos rebeldes o de oposición eran aniquilados luego en su nacimiento. El hecho de evitar las grandes ciudades podría ser una medida de prevención del MJ frente a amenazas de este soberano (Lc 13,31).

5 Jesús antes de su actividad pública

De acuerdo con el evangelista Lucas, la familia de Jesús vivía en Nazaret y fue a Belén con ocasión de un censo (Lc 2,1-7). El evangelio de Mateo, que no menciona el censo, da a entender que la familia de Jesús vivía en Belén y se estableció en Nazaret sólo después de la fuga hacia Egipto (Mt 2,19-23). Ambos informan que Jesús nació en Belén (Lc 2,1-7, Mt 2,19-23). El cristianismo asumió esta tradición y la cultiva hasta hoy, pero buena parte de la investigación bíblica apuesta en Nazaret como lugar de nacimiento. En cualquier caso, Jesús creció y probablemente pasó la mayor parte de su vida en Nazaret. Por eso fue llamado Nazareno y Jesús de Nazaret (Mc 10,47, Lc 24,19, Mt 21,11, Hch 10,38). Como el padre, él ejerció el oficio de carpintero (Mc 6,3). Entre las funciones de un carpintero en la época contaban la construcción de casas y estructuras de madera, la fabricación de piezas de mobiliario, herramientas y arados.

La actividad pública de Jesús comienza tras contacto con Juan el Bautista. Juan predicaba el arrepentimiento y bautizaba junto al río Jordán (Mt 13,1-12). Jesús se sometió al bautismo y, algún tiempo después, se dedicó al anuncio del reino de Dios (Mc 1,9-11). De acuerdo con Lucas, él tendría más o menos 30 años de edad (Lc 3,21-23). Es posible que Jesús hubiera pasado algún tiempo con el Bautista, pero no hay indicación clara al respecto. Juan tenía un círculo de adeptos y era muy conocido, al punto de que Jesús fue visto como el Juan Bautista redivivo (Mt 9,14, Mc 6,14ss, Lc 9,7ss).

6 Soberanía de Dios

La actividad del MJ fue caracterizada por la proclamación del reino de Dios, término que se menciona más de 100 veces en los evangelios. Mateo utiliza como correspondencia la expresión “reino de los cielos”. El Reino de Dios es la traducción más común para el sintagma griego basilea to theou, pero también se pueden usar las expresiones “soberanía de Dios” o “dominio de Dios”. Estas alternativas son incluso más adecuadas, pues poseen menor connotación geográfico-espacial y mayor amplitud temporal. La soberanía de Dios incluye la dimensión futura y también posibilita hablar de su realización en el presente. La soberanía de Dios sucede allí donde Dios ejerce el dominio, donde las personas se sujetan a su voluntad. Así, el “reino de Dios” puede ser anunciado como muy cercano (Mc 1,15), como realidad ya manifiesta (Lc 11,20) o que aún está por venir (Mt 6,10, Lc 13,29). Jesús posiblemente entendió la soberanía de Dios como una grandeza dinámica, en la que el presente y el futuro están unidos, de la misma manera que la semilla está ligada a la planta (Mt 13,31-33).

La expectativa del establecimiento pleno del dominio de Dios era elemento fundamental de la escatología judía. Al anunciar la venida eminente del reinado de Dios, el MJ hablaba de un ideal conocido. Las concepciones no eran uniformes, pero había puntos de confluencia, especialmente en cuanto a la expectativa de que el establecimiento pleno de la soberanía divina traerá un tiempo de paz integral, alegría y abundancia. En ese tiempo, Dios pondrá fin al dominio extranjero y regirá a su pueblo con paz y justicia. La dominación de Dios será completa e infinita sobre toda la creación.

La concreción del dominio de Dios estaba, en buena parte, vinculada con la acción de un mesías. La palabra mesías significa “ungido”. Inicialmente, la unción formaba parte del ceremonial de entronización de reyes y servía como legitimación para el ejercicio del poder (1Sm 10,1, 2Sm 5,3). En algunas tradiciones, el término mesías (ungido) también aparece ligado a sacerdotes (Ex 29,1-7, Zc 6,13). En los últimos siglos antes de la era común, el término mesías ganó connotación de una figura salvífica escatológica. Con la llegada del mesías comenzaría el tiempo de la salvación. “Cristo” es la palabra griega que corresponde al hebreo “mesías” (Jn 1,41). Cuando Pedro declara que Jesús es el Cristo (Mc 8,29), está diciendo que Jesús es el Mesías, el que inicia el nuevo tiempo. En rigor, la designación sería “Jesús, el Cristo” o “Jesús, el Mesías” (Mt 1,16; Hch 5,42).

7 Organización del MJ

El núcleo del MJ estaba constituido por un grupo itinerante, que andaba por aldeas y pequeñas ciudades de Galilea proclamando la venida de la soberanía de Dios. El número de doce discípulos es una representación simbólica de la reconstitución de Israel y no indica el número exacto de seguidores de Jesús. El grupo itinerante era más amplio, pero difícilmente superior a dos decenas. La locomoción, el alojamiento y la alimentación no serían viables con un grupo muy grande. La adhesión se podría dar por el llamado de Jesús o por la actitud voluntaria de las personas (Mc 1,16-20, 10,52, Lc 9,57, Jn 1,43).

La investigación sobre la participación femenina en el MJ es dificultada por el lenguaje androcéntrico, que silencia a las mujeres o las incluye en las referencias a hombres. En textos antiguos, una alusión a personas en el masculino podría incluir o no mujeres. A pesar de ello, y de la escasa base textual, es posible decir que las mujeres pertenecieron al MJ. Algunas mujeres citadas en el relato de la crucifixión pueden ser identificadas como seguidoras de Jesús desde Galilea: María de Magdala; María, madre de Jacobo y José; Salomé (Mc 15,40s). Los textos de tradiciones diferentes indican que María de Magdala fue la primera persona con la que Jesús habló después de resurgir (Jn 20,14-18, Mt 28,1-10, Mc 16,9-11). Llama la atención que esta información es omitida por el apóstol Pablo (1Co 15,5-8).

Las exigencias de la vida itinerante son extremas: abandono de la familia y del trabajo, renuncia a elementos básicos de subsistencia y protección (Mc 1,16-20, 2,13s, Lc 9,3). Esta condición, que se puede resumir con la frase “todo lo dejamos y te seguimos” (Mc 10,28), fue denominada radicalismo itinerante. Tal vez la ruptura no haya sido tan radical como sugieren algunos estudios, pero es posible decir que las personas renunciaron, parcial o completamente, a sus ocupaciones cotidianas para seguir a Jesús. Aunque no siempre había un lugar para quedarse o algo para comer (Mt 12,1, 21,18, Lc 9,58), la hospitalidad fue decisiva en la actividad del MJ. Jesús y su grupo recibían provisión y cuidado de una red de mecenas, constituida por el círculo familiar y de amistades y también por simpatizantes. De acuerdo con Jn 12,6 y 13,29, el grupo itinerante tenía una caja común, posiblemente compuesta por donaciones (Lc 8,3).

No sería adecuado restringir el MJ al grupo que dejó sus quehaceres para seguir a Jesús en sus andanzas. También en sus vínculos cotidianos las personas eran desafiadas a vivir bajo los principios de la soberanía de Dios. Por lo tanto, el MJ engloba al grupo itinerante y a las personas que se adherían a las convicciones sobre el dominio de Dios, proclamadas por Jesús. El encuentro con la mujer de origen sirofenicia (Mc 7,24-30) revela cierta resistencia a personas que no pertenecían al pueblo de Israel, pero no se puede decir que eran excluidas. Tal vez la posición de Jesús se fue modificando, partiendo de una perspectiva étnica restringida a Israel para una visión más amplia (Mt 8,11).

8 Consecuencias de la soberanía divina

Como grandeza dinámica, que abarca presente y futuro, el dominio de Dios trae implicaciones para las personas y la sociedad. Abarca todas las dimensiones de la vida y se manifiesta, por ejemplo, en los siguientes aspectos:

8.1 Espiritualidad

En casas, en las sinagogas y en el templo, a través de la lectura de las escrituras sagradas, de oraciones y cánticos, el MJ se nutría y estimulaba la vivencia de la espiritualidad. La espiritualidad es más que oración y contemplación. Ella es vivencia de la fe e involucra la dimensión personal, comunitaria (en el sentido de un grupo religioso) y social (todas las relaciones sociales). La oración es elemento característico de la relación entre el pueblo y Dios y también marcó la actividad del MJ. Jesús se retiró para orar a solas (Mt 14,23, 26,39) y enseñó una oración a su grupo (Mt 6,9-13, Lc 11,1-4). El Padre Nuestro es un resumen de la práctica y la predicación de Jesús. Las tres primeras peticiones establecen las prerrogativas divinas: santificación de su nombre, establecimiento de su reino, cumplimiento de su voluntad. En las peticiones siguientes, la persona manifiesta que no está sola, ni pide sólo para sí: los pedidos están en el plural, indicando el carácter comunitario de la fe.

8.2 Curas

Curas y exorcismos desempeñaron un papel importante en la actividad del MJ. La restauración de la salud y la convivencia social se interpreta como signos de que el mal estaba siendo vencido y que el dominio de Dios se estaba estableciendo (Lc 7,22; 11,20). Los evangelios relatan que Jesús no utilizaba curaciones y otros signos como medio de propaganda, ni requería el seguimiento después de una cura. En muchos casos, la persona es solicitada a ir a casa y no contar a nadie (Mc 7,36, 8,26, Lc 14,4). La fe aparece como elemento central en relatos de sanación (Mt 9,29, 15,28, Mc 5,34), pero no todos ellos dicen algo sobre la fe de las personas enfermas. Esto es indicativo de que Jesús curaba sin establecer condiciones. Curas y exorcismos eran demostración de amor y compasión (Mc 1,41).

8.3 Economía

Aunque la proclamación de la soberanía de Dios se dirige a todas las personas, el MJ tenía una vinculación especial con estratos más empobrecidos y grupos al margen de la sociedad (Mt 11,5, Lc 4,18-21, 6,20). Por oponentes, Jesús fue caracterizado como “amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,19, Lc 7,34). Posiblemente las personas discriminadas y menos privilegiadas mostraban más receptividad al mensaje del MJ que representantes del status quo religioso y político.

Los discursos jesuánicos están marcados por críticas a personas ricas y a la riqueza (Mc 10,23, Lc 6,24-26, 8,14, 12,13-21, 16,19-31). El dinero es un poder extraño y opuesto al dominio de Dios (Mt 6,24). Mientras la economía dominante estaba basada en la codicia y la acumulación (Lc 12,13-21), el MJ predica el perdón de las deudas (Mt 18,23ss) y el desapego al dinero (Mt 6,19-21). Las personas pobres y hambrientas son llamadas bienaventuradas y reciben la promesa de que el hambre será sustituida por la satisfacción en el Reino de Dios (Lc 6,20s). Además de asegurar que Dios acoge a las personas necesitadas, la promesa es también un llamamiento ético que motiva el compartir.

8.4 Poder

Las posiciones políticas del MJ generalmente se muestran de forma velada o indirecta. Esto tenía un motivo: crítica política, protestas o acciones revolucionarias eran duramente combatidas. La presencia de un poder político extranjero contrariaba la concepción de la tierra de Israel como propiedad divina (Lv 25,23). Así, aunque no fuera directamente tematizada, la expectativa de liberación del yugo romano estaba implícita en la proclamación de la soberanía de Dios. Bajo esta perspectiva, la respuesta de Jesús en la cuestión del pago de los impuestos (Mc 12,13-17) tiene consecuencias políticas. La declaración “da a César lo que es de César” puede significar devolver todos los denarios, el símbolo de la dominación. “Dar a Dios lo que es de Dios”, por otro lado, puede significar devolver la tierra de Israel, lo que equivale a un rechazo del dominio romano. En el juicio de Jesús, la cuestión del impuesto se asocia con la acusación de agitación política (Lc 23,2ss).

A diferencia de grupos que estaban dispuestos a luchar en guerra santa para liberar a Israel, el MJ manifiesta una convicción de renuncia a la violencia. Pero es posible que internamente haya opiniones y expectativas divergentes. Por lo menos en lo que se refiere al papel del mesías parece haber habido disonancia entre la perspectiva de Pedro y la comprensión de Jesús: el discípulo no esperaba por un mesías que pudiera sufrir (Mt 16,21ss).

La llegada de la soberanía de Dios transfigura los valores de las relaciones de poder. Mientras los “superiores” abusan del poder y de él hacen uso para beneficio personal, en el reino de Dios el poder sólo existe como servicio a las personas (Mc 10,42-45). El principio del servicio requiere un movimiento de dentro hacia fuera. El que acepta los principios de la soberanía divina, asume una nueva forma de vida: “entre vosotros no sea así” (Mc 10,43). La acción de las personas que se sujetan al dominio de Dios tiene carácter ejemplar y apunta a un cambio de la situación. Sin embargo, la acción humana no puede apresurar la venida del reino. La soberanía de Dios se establecerá por definitivo en el tiempo que Él mismo determine (Lc 17,20s).

9 El juicio de Jesús

En el proceso contra Jesús hay la participación de diversos actores: autoridades judías, administración romana, personas del pueblo. Desde el punto de vista técnico, el proceso y la pena eran adecuados a las normas del Imperio Romano. La crucifixión era una pena impuesta a personas consideradas subversivas y condenadas por crimen político. La acusación “Rey de los Judíos”, colocada sobre la cruz (Mc 15,26), indica que Jesús representaba una amenaza para la administración romana. Una parte del pueblo y de las autoridades judías se empeñó en su condena. Jesús entró en conflicto con las autoridades judías en cuanto a la interpretación de la ley mosaica y la crítica al templo (Mc 14,55ss). Pero las autoridades también deben haber considerado el factor político, ya que eran responsables de preservar el orden y la estabilidad. La parte de la población que pidió la crucifixión tal vez estaba compuesta por habitantes de Jerusalén que no le gustaron las palabras sobre el templo (Mc 13,1s). Muchas personas dependían económicamente del templo y podrían ver en ello una amenaza a su supervivencia. En todo caso, no se puede poner la responsabilidad sobre el pueblo judío. Pilato, el procurador romano, tenía la última palabra. Él se decidió por la crucifixión por entender que Jesús subvertía la estabilidad política.

Emilio Voigt. Cordinador del Nucleo de Producción de Asesoria de la IECLB – Porto Alegre. Texto original en portugués.

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VOIGT, E. Contexto e surgimento do movimento de Jesus: as razões do seguimento. São Paulo: Edições Loyola, 2014.

El Bien Común

Índice

1 Definición

2 Historia

2.1 Platón

2.2 Aristóteles

2.3 Cicerón

2.4 Agustín

2.5 Tomás de Aquino

3 Magisterio eclesial católico

4 Reflexión teológica católica

4.1 Moral social

4.2 Bioética

4.3 Ecología

Conclusión

5 Referencias

1 Definición

El bien común se refiere a la realización última de las capacidades individuales, sea en relación a cada individuo en particular, sea en el grupo. El bien común no es la suma de los bienes deseados y buscados individualmente, ni lo que concierne a cada uno en la búsqueda de obtener lo que se desea. El bien común no es ni siquiera lo que la colectividad impone de modo totalizante y que no considera o absolutamente elimina la atención a cada ciudadano y a la autonomía individual.

Tanto en el norte del mundo industrializado (WARD & HIMES, 2014), como en el Sur del mundo, en vías de desarrollo (OROBATOR, 2010), injustas desigualdades caracterizan el contexto social, económico y político. Por el contrario, el bien común está estrechamente relacionado con la justicia social y la igualdad. A través de la opción preferencial por los pobres, el bien común está al servicio de la búsqueda de una mayor igualdad, a través de un compromiso firme y eficaz para reducir y, ojalá, eliminar la causa de la injusta desigualdad y para promover el bien común a nivel global.

En la tradición y reflexión católicas, el bien común depende tanto de la fe cristiana, que se preocupa por el bien de cada uno, como de la reflexión racional sobre la experiencia humana, compartida por cada uno, independiente de toda la diferencia cultural, religiosa, lingüística, social y política. De este modo, el bien común es, al mismo tiempo, específico de la tradición católica cristiana y caracterizadora de la experiencia humana, más allá de toda la diferencia histórica, cultural, religiosa, política y social.

En la reflexión contemporánea, el bien común se define de varios modos. En primer lugar, el bien común se identifica con el bienestar general, es decir, el bien mayor que es posible conseguir para un mayor número de ciudadanos. En tal definición se reconoce el influjo del pensamiento utilitarista. Considerar el bien común de este modo privilegia una aproximación cuantitativa (el bien mayor) y distributiva (para el mayor número de ciudadanos). También se comprueba si el acceso al bien común está garantizado a todos los ciudadanos, o si existen ciudadanos a los que el acceso al bien común es limitado, o si hasta llegan a ser excluidos de participar en la promoción del bien común.

En segundo lugar, el bien común se considera un bien público, es decir, un bien de todos, que está disponible para cada miembro de la comunidad civil, para todos o para nadie. Por ejemplo, cuando un Estado está en paz, la paz es un bien público, pertenece a todos y todos se benefician, sin exclusión. Por el contrario, si la paz es una amenaza por alguna guerra, nadie puede beneficiarse. Esto puede ser afirmado también por otros bienes públicos: la salud, el trabajo, el ambiente ecológico sano, la belleza natural y la fertilidad de la naturaleza. Además, el bien común fundamental, y el bien público por excelencia, se refiere a la pertenencia de cada individuo a la comunidad humana y la certeza de que no puede ser excluido de ella. Finalmente conviene precisar que hay la responsabilidad de proteger y promover tales bienes públicos, garantizado el acceso a cada uno.

En tercer lugar, el bien común puede definirse como un bien institucional, para indicar las condiciones sociales e institucionales que son necesarias para promover el bien común de cada ciudadano y de toda la colectividad. Este modo de comprender el bien común es considerado por importantes documentos del magisterio católico.

En la carta encíclica Mater et magistra (1961), el papa Juan XXIII afirmó que el bien común es “el conjunto de aquellas condiciones sociales que consienten y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de su persona” (Juan XXIII, 1961, n.51). Pocos años después, el Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et spes, indicó que “el bien común es el de las condiciones de la vida social que permite tanto a los grupos, como a cada uno de sus miembros alcanzar de manera más completa posible la propia perfección “(CONCILIO VATICANO II, 1965a, n.26). Otros documentos del magisterio católico han confirmado esta cuestión: la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II (CONCILIO VATICANO II, 1965b, n.6), el Catecismo de la Iglesia Católica (1992, n.1006) y el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (PONTIFICIO CONSEJO DE JUSTICIA Y PAZ, 2004, n.164).

De este modo, el bien común institucional enfatiza la importancia de los bienes comunes producidos en el contexto social, gracias a los procesos productivos, económicos y financieros (por ejemplo, alimentos, servicios sanitarios y empleos). Además, el bien común institucional exige verificar cómo tales bienes se distribuyen, quién se beneficia y quién es excluido.

En cuarto lugar, el bien común es relacional o solidario, para indicar que se trata de un bien compartido entre todos los agentes morales y realizado conjuntamente, a través de interacciones y colaboraciones. El bien de cada uno no se persigue de modo aislado porque el bien de cada uno no es separable del bien de todos, pero es interdependiente. Al mismo tiempo se define sobre lo que el bien común implica y exige. El bien común de la colectividad entera se realiza en el conjunto con respeto y sustentación recíprocos. Además, el papa Juan Pablo II afirmó que la interdependencia, que el bien común presupone, no es contingente, no es sólo un dato de hecho – vivimos juntos en el planeta tierra. Por el contrario, se trata de una interdependencia del tipo moral, que depende de la dignidad de cada uno y que se dirige a la realización y el bien de todos (Juan Pablo II, 1987, n.26). En consecuencia, como subraya Juan Pablo II, el bien común depende de los logros de solidaridad que existen en la sociedad civil, incluidos aquellos que son más pobres y necesitados (JUAN PABLO II, 1987, n.38).

2 Historia

El bien común es un concepto con una larga historia. En el ámbito judío cristiano, el mandamiento bíblico que exhorta a amar al prójimo como a sí mismo, pide que se haga todo lo posible para promover el bien de cada persona -cerca o lejos, conocido o desconocido, incluso. Este mandamiento del amor propone el bien común, tiende a su realización y lo hace posible.

2.1 Platón

En el contexto filosófico griego, en Platón (428-348 aC) el bien común está aparentemente ausente, aun siendo explícita la búsqueda del bien en sí mismo. Buscando el bien en sí, Platón lo identifica como la idea suprema de la que depende el mundo no elegible. La idea del bien es la fuente del conocer, del tener y del ser y, por lo tanto, de todas las otras ideas, como se indica en el mito de la cueva (PLATÓN, VII, 514 b-520 a). Como el sol ilumina y hace visible todas las cosas concretas, así la idea del bien hace inteligible a las otras ideas. Además, las ideas son valores morales; la idea suprema, de la que dependen las otras ideas, es el supremo valor moral del bien. El bien en sí permite precisar la eudaimonía, es decir la capacidad de conducir una vida buena, feliz, virtuosa.

La felicidad puede ser alcanzada solamente en la vida política, por lo que la comunidad perfecta y feliz es la comunidad política y, mediante las leyes, la realización de la polis precede a la de un individuo o de clases particulares. Por lo tanto, para Platón, el bien es el bien común. La reflexión sobre la vida buena en la polis depende de la polis ideal de la que la polis concreta es sólo una aproximación. El riesgo es que esto haga perder de vista el bien de cada uno.

2.2 Aristóteles

Para Aristóteles (384-322 aC), la política consiente definir lo que es el bien para el ser humano. “El bien es aquello a lo que todas las cosas tienden” (ARISTÓTELES, I, 1, 1094a, 3) y el tratado sobre el bien es un tratado de política (ARISTÓTELES, I, 2, 1094b, 11). Por consiguiente, el bien del ser humano, qué animal social, político (zôon politikón), es inseparable de aquel de la polis. Es sólo en la polis que la vida buena y virtuosa del cuerpo social es posible. Además, el bien de la polis tiene la supremacía sobre el bien del individuo, porque el bien acumulativo de la colectividad es más importante que el bien de cada individuo. La polis griega, sin embargo, es de élite. Es la unión de muchas ciudades, familias, estirpes y el bien de la polis se refiere sólo a los que se consideran ciudadanos, pero no a las mujeres, a los esclavos y los extranjeros.

Tanto Platón como Aristóteles sitúan el tema del bien en un contexto político. El bien comprende la colectividad, todos aquellos que son considerados ciudadanos. En consecuencia, en el mundo antiguo, la comprensión del término “bien común” no indica una carencia, sino una sobreabundancia. Era necesario hablar del bien común, pues era implícito y presupuesto que el bien no pudiera ser sino común, al menos para aquellos que eran considerados ciudadanos.

2.3 Cicerón

Marco Tulio, Cicerón (106-143 aC) trae una visión crítica del bien público (res pública) porque, en los diez años que preceden al nacimiento de Jesús, el imperio romano no posee la capacidad de tender al bien público, común, necesario para ser pueblo. Sin embargo, el bien personal y social son inseparables (Cícero I, 25,39). Por el contrario, convendría anteponer la utilidad general a la propia. Además, la existencia de la res pública exige un acuerdo entre la persona y lo que es correcto, justo y sobre el bien que se comparte en común (HOLLENBACH, 2002, p.122). Tanto para Cicerón, como para Aristóteles, la igualdad entre los ciudadanos no es inanimada.

2.4 Agustín

En Agustín (354-430), la expresión bien común, que los traductores reaproximan en sus obras, es utilizada para traducir múltiples expresiones en textos que tratan de cuestiones del tipo político. En particular, el bien común es lo que la comunidad civil ama. En consecuencia, ocurre que el bien común es intencionalmente buscado individualmente por las autoridades civiles. Para el jesuita David Hollenbach, esto lo lleva a afirmar que Agustín presupone la posibilidad de una forma de vida política con objetivos comunitarios (HOLLENBACH, 1988, p.85).

Agustín afirma, por un lado, la necesidad de reflexionar sobre el bien común deteniéndose sobre la ciudad terrena y, por otro lado, invita a concentrarse sobre la ciudad eterna, reconociendo a Dios, el sumo bien, como único bien común. De este modo, el bien común admite combinar dos tensiones: por un lado, la posibilidad de vivir la radicalidad del mandamiento evangélico de amar al prójimo en la vida social gracias a Dios, sumo amor incondicional y gratuito; por otro lado, el bien común permite interactuar con igualdad, reciprocidad, mutualidad y colabora en la sociedad civil buscando definir y promover el bien común para todos los ciudadanos, viviendo de tal modo el amor que se recibió gratuitamente. En consecuencia, para Hollenbach, Agustín propone una modalidad de presencia en la esfera civil donde la comunidad cristiana es diferenciada de la esfera pública, pero sin aislamiento o dominación sobre ella (HOLLENBACH, 2002, p.121).

Agustín afirma con claridad que ninguna ciudad terrena podrá realizar la plena comunión con Dios que caracterizará la ciudad de Dios, pero ya es posible la vida común de una res pública con el bien común compartido (HOLLENBACH, 2002, p.126). En otras palabras, la visión teológica agustiniana no es un obstáculo para la vida común. De tal modo, Agustín integra la crítica de Cicerón valorizando la relación fundada sobre la amistad y el amor, que caracterizan la experiencia de cada persona y que consienten en construir el bien común de la sociedad.

Además, Agustín presupone que el bien común de una sociedad necesita concordar con lo que es verdaderamente justo, buscando el amor recíproco y expresando así el amor de Dios donado cada uno gratuita e incondicionalmente.

El bien común se puede encontrar en su sentido absoluto sólo en la ciudad celeste, pero en sentido relativo, plasma la ciudad terrena, a ejemplo de las estructuras necesarias para garantizar los bienes esenciales para vivir y morir bien (salud, alimento, refugio, seguridad, educación, trabajo, cultura, posibilidad de vivir y de practicar el propio credo religioso, etc.). Agustín, por lo tanto, no comparte la afirmación de Aristóteles que el bien de la polis es el máximo bien humano (HOLLENBACH, 2002, p.124-5). De este modo, el bien común político es la imagen imperfecta de la vida eterna. Preservar la paz terrena forma parte, pues, del bien común. En consecuencia, también podemos afirmar que el respeto a la diversidad y el proveer los bienes esenciales a todos los ciudadanos forman parte del bien común.

En conclusión, para Agustín el bien común terreno es imagen del bien común celeste. Mientras, por un lado, desacraliza la política e insiste en la trascendencia de la ciudad de Dios, por otro, él tutela la capacidad del ámbito político de convertirse en una parcial e imperfecta encarnación del bien humano total y de perseguir los bienes, entre ellos los bienes comunes que caracterizan la ciudad terrestre (HOLLENBACH, 2002, p.125, 127-9).

2.5 Tomás de Aquino

En el conjunto de su obra, Tomás de Aquino (1225-1274) no consagró un tratado completo sobre el bien común. Él reflexionó primero sobre la noción de “bien” en relación a la noción del ser y de la “bondad divina”; en segundo lugar, él precisó el “bien” moralmente, y, en tercer lugar, sugirió el bien de modo político mediante la noción del bien común.

En el ámbito del pensamiento medieval, al mismo tiempo que señala que el bien común realizado en la comunidad civil es más divino que el bien de cada persona, Tomás no indica cómo buscar el bien común en las diversas circunstancias, incluso aplicándolo en situaciones específicas (por ejemplo, el asesinato del otro en legítima defensa, el asesinato de otros en casos de guerra, la propiedad privada). Sin embargo, el bien común es el criterio ético que guía el comportamiento individual y social porque es la finalidad de la civitas, es decir, de la sociedad política. Debemos también comprender si el adjetivo “común” para Tomás comprende una civitas idéntica a la polis aristotélica, o si se refiere a grupos en posiciones de poder dentro de ella, o, si se refiere sólo a la autoridad cuyas funciones se especifican (por lo que sería más público que el bien común), o se incluye a la humanidad entera.

Tomás aclara, definiendo el bien común de tres modos: primero, el bien común es el bien que se refiere a cada persona, que es predicable de cada uno (por ejemplo, la naturaleza humana es común a todos); segundo, el bien común es aquel compartido por todos y que pertenece a todos (por ejemplo, la victoria por un ejército); el bien común define los bienes comunes de utilidad, que están ligados a la justicia distributiva, es decir, que se refieren a la distribución de los bienes, al servicio del bien común (por ejemplo, dinero, agua y recursos médicos). En fin, en la comunidad política, estos tres significados de bien común son inseparables porque cada persona logra la felicidad (un bien clasificado como común) sólo como parte del orden civil (un bien causal común), que es mantenido por una justa distribución de los bienes comunes de utilidad (FROELICH, 1989, p.55).

Además, para Tomás, el adjetivo “común” puede indicar lo que es común a muchos por su naturaleza (secundum res), como un lugar común en el que nos reunimos, o bien secundum rationem, es decir, que pertenece a muchos, pero del cual la unidad depende de una abstracción, como el género animal (TOMÁS DE AQUINO, I, q, 13, 9).

El bien común no es solamente el bien individual, ni la suma aritmética de los bienes individuales y privados. Esto crearía divisiones en la sociedad. Por el contrario, el bien común anhela un orden social de grado más elevado en relación a lo que se puede conseguir sumando los bienes de cada ciudadano. Por lo tanto, en Tomás, la noción de bien común depende de la convicción que la persona humana es intrínsecamente social, orientada naturalmente al bien y parte de un universo ordenado naturalmente. Finalmente, el principio del bien común tiene un componente sobrenatural (Dios es el sumo bien común) y uno natural (la exigencia práctica del vivir social).

Como en Agustín, también para Tomás el bien último de toda criatura, el bien común, en el sentido más pleno y completo, es Dios, mientras que de Dios depende el bien de todas las cosas. Los seres humanos se realizan plenamente sólo cuando están unidos a Dios, y de este modo, unidos unos a otros y unidos a la creación.

A causa de la tensión entre el bien temporal y el bien último, entre el ciudadano, la civitas y Dios, la sociedad política es esencialmente relación y se caracteriza por las relaciones dinámicas entre individuos, sociedad de Dios. Cuanto más se comprende y se vive tales relaciones, tanto más cada ciudadano comprende y vive en la sociedad política persiguiendo el bien común de la sociedad civil. Al mismo tiempo, cada una de estas relaciones, y todas juntas, constituyen aproximaciones del bien común, en menor medida del bien común temporal y, en grado máximo, del bien común último. Como consecuencia, al pretender definir el bien común de modo no aproximado se recae en un bien particular. Tomás define tres aproximaciones.

La primera aproximación del bien común indica que el ser humano es naturalmente social, político y, por lo tanto, destinado a vivir en comunidad, tendiendo al bien personal y comunitario.

La segunda aproximación del bien común es el bienestar de la comunidad social, es decir, del cuerpo político. Para Tomás, la comunidad no es un fin en sí misma, pero existe para facilitar y promover el bien común, de modo que todos los ciudadanos se beneficien. Esto requiere una definición articulada de la virtud de la justicia, capaz de distinguir una justicia “particular”, que Tomás elabora a partir de Aristóteles y del derecho romano (según el cual uno da a cada uno lo que le corresponde), y una justicia general, que concierne al bien común. Las autoridades políticas tienen el deber de facilitar al pueblo el bien común, sin excluir el bien particular de cada uno. Además, en el ámbito político y deliberativo, las virtudes de la compasión y la prudencia orientan y enriquecen la capacidad de los ciudadanos de promover el bien común (BUSHLACK, 2015). A la luz de las contribuciones de los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, podemos añadir la caridad y la solidaridad a la lista de las virtudes de Tomás de Aquino.

En fin, la tercera aproximación del bien común se refiere a la bondad universal de Dios, que trascendiendo el universo nutre, sostiene y abraza el todo y cada una de sus partes.

En conclusión, aunque Tomás no describa cómo se busca prácticamente el bien común de la comunidad, presupone una interacción dinámica entre el bien humano, el bien individual y el bien de la comunidad, entre la justicia que concierne al ciudadano singular y la justicia que dice respeto a toda la comunidad.

3 Magisterio eclesial católico

La Doctrina social católica pide a cada creyente, o mejor, a cada ciudadano, un actuar con justicia. En este sentido, las encíclicas sociales, algunas de modo explícito, otras implícitamente, se vuelven a todos los hombres de buena voluntad para reafirmar los derechos y deberes de cada uno y para invitar a trabajar juntos por una sociedad más justa (CURRAN, 2002, p. .40).

En el magisterio católico reciente, la atención privilegiada a los menos favorecidos, a los pobres, es la prioridad que guía el actuar moral orientado hacia el bien común a la luz del mandamiento del amor evangélico. El bien común permite afirmar que todos, y en particular los más pobres, deben disponer de lo que es indispensable para vivir. Además, la sociedad civil debe proveer las necesidades concretas de los más necesitados, también en detrimento de la abundancia de los más ricos.

En fin, juntos, como colectividad, debe haber el esfuerzo de comprensión para cambiar las circunstancias que no favorecen que los ciudadanos compartan los beneficios del bien común. El principio del bien común favorece tal proceso transformador en el mundo contemporáneo, globalizado, interdependiente y pluralista.

Así como en Tomás de Aquino, en los documentos magisteriales, la autoridad pública es considerada un agente moral importante, con la responsabilidad específica de promover y realizar el bien común. La Carta Encíclica del Papa León XIII, Rerum novarum (1891), afirma que ésta es una visión autoritaria y paternalista del Estado, que no distingue entre sociedad y estado, en el cual el bien común de la sociedad, incluyendo el bien religioso y moral de todos los ciudadanos, se confía a los gobernantes. Todo el poder proviene de Dios y los gobernantes participan gobernando no para su propio bien, sino para el bien de todos ((León XIII, 1891, n.26).

Para el Papa Pío XI, en la Encíclica Quadragesimo anno (1931), la autoridad pública declara lo que puede ser considerado el bien común (PIO XI, 1931, n.49).

El Papa Juan XXIII, en la Encíclica Mater et magistra (1961), afirma que el Estado existe para organizar el bien común, con la responsabilidad de promover la justicia social (GIOVANNI XXIII, 1961, n.12 y 41).

También en la Encíclica Pacem in terris (1963), Juan XXIII pide que los poderes públicos se esfuercen por realizar el bien común, promoviendo los bienes materiales y espirituales, creando una comunidad mundial en la que todos los ciudadanos sean iguales. También exhorta que se protejan y promuevan los derechos humanos (GIOVANNI XXIII, 1963, n.35 y 40). Como en la Mater et magistra, la Pacem in terris de Juan XXIII ensancha la perspectiva de pertenencia de toda la humanidad al bien común (GIOVANNI XXIII, 1963, n.54).

La Gaudium et spes (1965), la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, que emerge del Concilio Vaticano II, por un lado, afirma que el bien común es responsabilidad de la autoridad estatal y de los cuerpos sociales intermediarios; por otro lado, entiende que el bien común mantiene un carácter dinámico (CONCILIO VATICANO II, 1965a, n.74). Entre los cuerpos intermediarios se consideran las organizaciones profesionales, los sindicatos, los organismos internacionales, las familias, los grupos sin fines de lucro, así como los económicos, sociales, políticos y culturales.

El Papa Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus annus (1991), reitera que el Estado debe armonizar y orientar el desarrollo económico para proteger el bien común, así como hacer intervenciones suplementarias en el sistema social y / o productivo, que ocurren en “situaciones excepcionales y limitadas en el tiempo “(JUAN PABLO II, 1991, n.11 y 48). Además, Juan Pablo II afirma que “una economía social que oriente el funcionamiento del mercado hacia el bien común debe ser construida a nivel nacional e internacional” (JUAN PABLO II, 1991, n.52).

Reconociendo la importancia de la participación individual de los ciudadanos en la promoción del bien común, el Catecismo de la Iglesia Católica también acepta que es sobre todo la comunidad política la encargada de esta tarea (1992, 1913 y 1910). El Catecismo afirma que los estados también deben dirigirse al bien universal común, tanto en las áreas de la vida social como en la gestión de la salud y emergencias políticas, como refugiados y emigrantes (1992, 1911 y 2241). Además de eso, es en el Estado donde la tarea de proteger el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de los cuerpos intermediarios, es reconocida (1992, n.1910).

Además, la participación de los ciudadanos en la vida política y el respeto por las autoridades responsables de la promoción del bien común no deben separarse del control de los ciudadanos ante estas autoridades para evitar posibles abusos y garantizar que lo que exigen las autoridades políticas no es contrario a los requisitos morales de la conciencia justa. El bien común es, pues, presentado como criterio de discernimiento y validación por la autoridad (1992, 2242, 1903 y 1900).

Además de los cuerpos intermedios, el principio de subsidiariedad es también una instancia crítica y transformadora, que es acompañada por reflexión sobre el bien común, aclarando y calificándola. Este principio fue propuesto por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno, para proteger los derechos de las comunidades o grupos menores de interferencias del Estado (PIO XI, 1931, n.81). En Mater et magistra, al reafirmarlo, Juan XXIII reformuló ese principio, indicando la obligación del Estado o de la autoridad mundial de intervenir contra las injusticias sufridas por asociaciones y grupos dentro del país (JOÃO XXIII, 1961, n.40).

Lisa Cahill observa que una comprensión renovada del bien común puede dar valor a redes jerárquicas más amplias y menos ordenadas, por ejemplo, compuestas por organizaciones, asociaciones y grupos, pero que son capaces de trabajar efectivamente para la promoción del bien común (CAHILL 2004c, 2005a, p.130). Para Cahill, por lo tanto, ante los desafíos actuales de la descentralización progresiva y del aumento de la movilidad mundial, la multiplicación de redes e instituciones internacionales atestigua el principio del bien común (CAHILL, 2005a, p.132).

Una nueva comprensión del principio de subsidiariedad, que enfatiza la participación y la igualdad, y que también se expresa en formas de acción social a partir de la base, ofrece nuevas posibilidades. En efecto, promueve la participación ciudadana en la promoción del bien común, por ejemplo, delegando poderes a ciudadanos, grupos y organismos internacionales, porque es deber de todos los agentes sociales definir mejor lo que constituye el bien común, lo que requiere y cómo puede ser alcanzado (CATHOLIC BISHOPS CONFERENCE OF ENGLAND AND WALES, 1996, n.22 e 52; CONFERÊNCIA EPISCOPAL PORTUGUESA, 2003, n.13).

La reflexión sobre la subsidiariedad exige actuar de forma sólida y optar preferentemente por los últimos. En el Magisterio católico, el énfasis en la importancia de la solidaridad y la opción preferencial por los pobres emergió gradualmente. En los años 1980 y 90, durante el pontificado de Juan Pablo II, a partir de las contribuciones de la teología de la liberación en América Latina, la opción preferencial por los pobres y la solidaridad se convirtieron en los criterios orientadores para la comprensión del bien común y para su implementación. En particular, Juan Pablo II afirmó que la solidaridad “no es un sentimiento de compasión vaga o intención superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Por el contrario, es la firme y perseverante determinación de involucrarse en el bien común: es decir, para el bien de todos y de cada uno, pues todos somos verdaderamente responsables de todos “(JUAN PABLO II, 1987, p.38).

Para el Papa Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in veritate (2009), “querer el bien común y trabajar para ello es una exigencia de justicia y caridad. El compromiso con el bien común es cuidar, por un lado, y usar, por otro lado, ese complejo de instituciones que legalmente, civilmente, políticamente y culturalmente estructuran la vida social, que se convierte en una ciudad “(Benedicto XVI, 2009, n. .7). Además, la actividad económica “debe estar orientada hacia la búsqueda del bien común, y debe ser cuidada, sobre todo, por la comunidad política” (Benedicto XVI, 2009, n.36).

Al concentrarse en la situación del continente africano, Agbonkhianmeghe Orobator SJ, nos recuerda, que cada vez que reflexionamos sobre el bien común es preciso prestar atención a contextos particulares, como cuestiones relacionadas con el desarrollo económico, la dinámica política y el papel marginal asignado a las mujeres. En otras palabras, la promoción del bien común universal debe considerar las especificidades de contextos particulares (OROBATOR, 2010). Otros autores también invitan a reflexionar sobre otros contextos particulares (NEUTZLING, 2003).

Finalmente, el Papa Francisco, en su exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013), invita a perseguir con determinación el bien común como medio de promover la paz social y reafirma que “la dignidad de toda persona humana y el bien común son cuestiones que deben estructurar toda la política económica “(FRANCISCO, 2013, n.203).

4 Reflexión teológica católica

La reflexión teológica enfatiza que el bien común no es la suma de los bienes particulares, ni la suma de los bienes poseídos por muchos ciudadanos, buscando su utilidad personal, ni algo a ser alcanzado (una herencia común), contribuyendo lo mínimo posible y ni siquiera sustituyendo los bienes individuales. El bien común tampoco es el bien de la mayoría de los miembros de la comunidad (NEBEL, 2006). El bien común incluye todos los bienes sociales, también los espirituales, morales y materiales, que el hombre busca sobre la tierra de acuerdo con las necesidades de su naturaleza personal y social.

El bien común tiene como objetivo la realización de una convivencia social caracterizada por una verdadera solidaridad, lo que implica la voluntad de servir a aquellos que, en la sociedad civil, tienen más necesidades y son menos beneficiados. En consecuencia, el bien común exige justicia, orden, paz y bienestar social. Una vez que la autoridad política es la principal responsable del bien común, es responsabilidad de las varias autoridades del Estado proteger y promover el bien común de todos, sin preferencia de algún ciudadano o grupos sociales, con la excepción de la opción preferencial por los pobres. El objetivo es favorecer la promoción social de aquellos actualmente excluidos, marginados o socialmente desfavorecidos.

Al mismo tiempo, no se debe esperar que solamente el Estado promueva y realice el bien común como la finalidad de la sociedad. Incluso los ciudadanos individuales, grupos y organizaciones civiles tienen responsabilidades sociales y contribuyen al bien común. Esto permite que la realidad social sea valorada en sus aspectos diversificados y en su riqueza, en el actual contexto globalizado y plural (VALADIER, 1980, p.128-9). En el contexto político, el bien común es, por lo tanto, una dinámica, un proceso que requiere la contribución de todos los agentes sociales, desde el Estado hasta las organizaciones sociales y los ciudadanos individuales.

Por esta razón, en la reflexión católica magisterial y teológica, el bien común exige fortalecer y diversificar el principio de subsidiariedad, a fin de continuar y amplificar el dinamismo de los grupos y de los cuerpos intermediarios al servicio de la colectividad, para el bien de ésta y de los sujetos que le pertenecen.

Además, la reflexión teológica llama la atención sobre lo que ya está siendo implementado en la sociedad civil -por ejemplo, a través de las ciencias sociales (FINN, 2017) – incluso cuando se el tema es una promoción del bien común. Estamos invitados a reconocer e identificar lo que realmente promueve el bien común local y universal (MICHELINI, 2007).

Muchos ciudadanos y muchas asociaciones, por ejemplo, están comprometidos con el bien universal, que es la calidad de vida en el planeta Tierra, buscando proteger la calidad climática y preservar el ecosistema. Otros promueven condiciones de desarrollo en el planeta y la salud local y global. Otros, además, están construyendo proyectos concretos para salvar y utilizar recursos de energía más eficientes, a corto, mediano o largo plazo, no reproducibles. Entre ellos, se añade la abnegación de aquellos que luchan de manera no violenta por la promoción del bien común que es la paz, que permite el desarrollo de las personas, de los pueblos y de la humanidad. Se trata de prestar atención, reconocer (con la mirada aguda y respetuosa de contemplación y sabiduría del místico) y discernir las muchas maneras en que el compromiso con el bien común ya está presente en el contexto histórico, político y cultural contemporáneo, y cuánto todavía se puede hacer para aumentar ese compromiso de promover el bien común.

En la realidad contemporánea, caracterizada por desigualdades extremas e injusticias entre continentes, países e incluso en el interior de los estados, recuperar el bien común como justicia general, así como en la visión tomística, implica un favorecimiento de los más pobres, aquellos que han sido y siguen siendo defraudados de bienes, respeto, derechos y libertades y cuyo progreso humano, social y cultural es dificultado por violaciones manifiestas en términos económicos, políticos, religiosos e intelectuales, omisiones y satisfacciones menos graves (CHARTERINA, 2013).

4.1 Moral Social

El bien común es la categoría clásica del pensamiento social cristiano y es el fin de la sociedad civil (DIETRICH, 2003). Al mismo tiempo, el énfasis en la importancia de la dignidad de la persona, presente en la reciente reflexión magisterial y teológica, hace del bien común de la humanidad el fin de todo esfuerzo humano, tanto de los individuos como de la comunidad (PORCAR REBOLLAR Y COMISIÓN PERMANENTE DE LA HERMANDAD OBRERA DE ACCIÓN CATÓLICA, 2015).

La opción preferencial por los pobres caracteriza posteriormente el empeño por el bien común. Tal opción es específica de la doctrina social de la Iglesia Católica. Esta opción se funda en la Biblia, se encuentra en la experiencia espiritual y en la vida cristiana a lo largo de la historia del cristianismo y constituye el compromiso diario de muchos cristianos y no cristianos. Es una opción prioritaria y urgente. Además, esta elección incluye y refuerza la subsidiariedad y la atención sobre lo que ya existe y se aplica en términos de promoción del bien común. La opción preferencial por los pobres invita a sostener, profundizar y ampliar los procesos de transformaciones de la sociedad y del mundo con un empeño educativo y formativo apropiado.

Como varios autores señalan, es posible buscar y realizar el bien común en una comunidad civil que sea caracterizada por sólidas formas de solidaridad entre todos los participantes de la comunidad – sea entre individuos, grupos o instituciones. La solidaridad presupone no sólo la participación de los múltiples agentes morales, sino también su igualdad (HOLLENBACH, 2002, p.189; VIDAL, 1995; MEDINA VILLAGRÁN, 2014).

Lisa Cahill añade que, como parte de un enfoque integral para alcanzar la justicia social, el bien común presupone la dignidad y la sociabilidad de los seres humanos, sus derechos y deberes, así como la interpretación de la dignidad, la sociabilidad, los derechos y deberes en el contexto de las muchas e interconectadas esferas religiosas, políticas, culturales y económicas que buscan la plena realización de los individuos y de los diversos contextos sociales (CAHILL, 1987, p.393).

4.2 Bioética

Al abordar las muchas cuestiones que caracterizan la reflexión de la bioética en el ámbito teológico, Lisa Cahill siempre recurrió a la moral social católica, ya que las cuestiones de bioética se refieren a la sociedad como un todo. En consecuencia, el bien común es eminentemente representado en todos los recursos éticos que nos permiten examinar y enfrentar los desafíos contemporáneos de la bioética. Cahill mostró que la justicia social y la búsqueda del bien común que la caracteriza son esenciales para reflexionar sobre cuestiones bioéticas en cuanto al inicio de la vida humana (desde el aborto hasta técnicas de procreación médicamente asistida), a la salud global y local (de la pandemia del SIDA a los sistemas nacionales de salud) a la investigación médica avanzada (por ejemplo, la genética) y a las cuestiones de bioética relacionadas con el fin de la vida humana (CAHILL, 1987; 2000; 2001; 2004a; 2004b; 2004b; 2005; 2005b; 2005b).

Además de eso, para Cahill, el bien común en la esfera social exige la promoción de la comunicación social y de la cooperación (CAHILL, 2004a, p.8). En el actual contexto globalizado, los problemas individuales y sociales causados por la pobreza, el sexismo y el racismo han aumentado el número de personas vulnerables a las enfermedades. Por esta razón, en el campo católico, la bioética debe favorecer el compromiso de promover la justicia social y el bien común (CAHILL, 2004a, p.75-6).

Este enfoque que considera cuestiones bioéticas como cuestiones sociales y enfatiza que la importancia de promover el bien común no está aislada. En Gran Bretaña, los obispos católicos indicaron repetidamente el bien común como un recurso y un objetivo ético tanto para enfrentar los desafíos políticos como bioéticos (CATHOLIC BISHOPS OF ENGLAND AND WALES SCOTLAND AND IRELAND JOINT COMMITTEE ON BIO-ETHICAL ISSUES, 2001; CATHOLIC BISHOPS CONFERENCE OF ENGLAND AND WALES, 1996, n.66-68).

Muchos autores comparten este énfasis (RYAN, 2004; ARIAS, 2007; VICINI, 2011), mientras otros afirman que la necesidad de promover el bien común exige solidaridad (HOSSNE & LEOPOLDO E SILVA, 2013; GARRAFA & PEREIRA SOARES, 2013).

Para el brasileño Márcio Fabri de los Ángeles, el bien común exige un enfoque legislativo nacional e internacional, ya que muchas empresas de biotecnología son multinacionales y porque muchas poblaciones, que son objeto de investigaciones genéticas, como tribus amazónicas y grupos étnicos en varias partes del mundo, mundo – son genéticamente estudiados sin la necesaria protección (FABRI DE LOS ANGELES, 2005, p.152-3).

En el campo de la salud, el bien común presupone el derecho a la salud para todos los ciudadanos, independientemente de la renta o de las habilidades de trabajo. Además, cada uno está llamado a contribuir a la realización del bien común en el campo de la salud, ya que la salud – personal, local, nacional y global – depende de la participación diversificada de todos, de aquellos directamente involucrados en la promoción de la salud, médicos, enfermeros (CAMPOS PAVONE ZOBOLI, 2007), técnicos de salud, administradores, políticos, legisladores y líderes nacionales (responsables del desarrollo del sistema de salud en cada país), grupos, organizaciones, fundaciones e instituciones que están al servicio de la salud global por ejemplo, Parceiros na Saúde, Médicos sin Fronteras, Fundación Bill & Melinda Gates, Centros para el Control y Prevención de Enfermedades y Organización Mundial de Salud) y también cada ciudadano.

Para explicitar su compromiso con la promoción del bien común, en el ámbito sanitario, en diciembre de 2016, la revista Health Progress de la Catholic Health Association – la asociación de salud católica que atiende a los 639 hospitales católicos de los Estados Unidos (ASOCIACIÓN DE SALUD CATÓLICA, (Por ejemplo: (NAIRN, 2016, CLARK, 2016, SPITALNIK, 2016)], dedicó toda la cuestión al bien común.

4.3 Ecología

En la encíclica Laudato Si (2015), sobre el cuidado de la casa común que es nuestra tierra, el Papa Francisco expande la comprensión y el uso del bien común para promover la justicia y la sostenibilidad en el contexto ecológico. El Papa afirma que “el clima es un bien común, de todos y para todos. Hay un consenso científico muy grande que indica que estamos en presencia de un calentamiento preocupante del sistema climático “(FRANCISCO, 2015, n.23). Además, “la ecología integral es inseparable de la noción de bien común, un principio que desempeña un papel central y unificador en la ética social” (FRANCISCO, 2015, n.156). Finalmente, reafirma toda la enseñanza magisterial y la reflexión teológica sobre el bien común, afirmando que:

El bien común presupone el respeto por la persona humana como tal, con derechos fundamentales e inalienables ordenados para su desarrollo integral. También requiere sistemas de seguridad social y el desarrollo de los distintos grupos intermediarios, aplicando el principio de subsidiariedad. Entre ellos, la familia es especialmente la célula primaria de la sociedad. Finalmente, el bien común exige la paz social, es decir, la estabilidad y la seguridad de un determinado orden, que no se realiza sin atención especial a la justicia distributiva, cuya violación siempre levanta violencia. Toda la sociedad -y especialmente el Estado- tiene la obligación de defender y promover el bien común (…) Bajo las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas desigualdades y cada vez más personas que están siendo privadas de los derechos humanos fundamentales, el principio del bien común se vuelve inmediato, como consecuencia lógica e inevitable, en un llamamiento a la solidaridad y en una opción preferencial por los más pobres. (FRANCISCO, 2015, n.157-158)

De este modo, el Papa Francisco se añade las voces de muchos que nos invitan a tomar conciencia de la urgencia en proteger nuestro planeta, el bien común de la humanidad (CASTILLA, 2015, SCHEID, 2016).

Para los cristianos, la tierra y los recursos naturales terrestres fueron creados por Dios como bienes comunes y confiados al uso responsable de la humanidad, para que todos puedan beneficiarse en un nivel suficiente, correspondiente a las necesidades de cada uno y, aún, respetando la dignidad de cada uno. El compromiso con el bien común requiere una conversión personal y colectiva, implica reconocer la tierra como un don de Dios y exige promover la vida común en la tierra, habitándola y haciéndola cada vez más el lugar de bendición prometido para la humanidad y para las generaciones futuras (FRANCISCO, 2015, n.159).

Conclusión

¿Cómo es posible definir y promover el bien común en las sociedades civiles multiculturales y pluralistas contemporáneas? En las sociedades contemporáneas, buscar y promover el bien común requiere la participación y colaboración de todos los ciudadanos y grupos en el contexto social pluralista. Además, son necesarios compromisos políticos para enfrentar las muchas desigualdades que afligen a diferentes sociedades a nivel mundial. Diferentes religiones tienen el potencial y la responsabilidad de contribuir a la promoción del bien común (VOLF, 2015, 2011).

En fin, los múltiples significados del bien común y las diversas dimensiones que necesitan ser consideradas para promoverlo presuponen que los ciudadanos se esfuercen por vivir virtuosamente. Además, son necesarias varias iniciativas políticas-a nivel de grupos, asociaciones, instituciones, naciones y organismos internacionales- y deben ser evaluadas a la luz de los datos y análisis que las ciencias sociales y políticas ofrecen sobre la situación social, política y productiva contemporánea, sea a nivel de los países, sea a nivel mundial.

El bien común presupone un gran sentido de responsabilidad. La esperanza cristiana espera que la humanidad pueda promover el bien común de manera realista y eficaz.

Andrea Vicini, S.J. Boston College (USA). Original italiano.

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Mística y erotismo

Índice

1 Mística: definición

2 Erotismo: definición

3 Mística y erotismo

4 Las intercesiones entre mística y erotismo en el arte

5 Referencias bibliográficas

1 Mística: definición

La etimología de la palabra mística atestigua el carácter de revelación característico de esa experiencia. El término griego mystikós tiene en su raíz el verbo myo, que significa “cerrar” y, en particular, “cerrar los ojos”. En cierto sentido, la mística presupone el misterio y la posibilidad de su desvelamiento: detrás del mundo de las apariencias queda un conocimiento y una verdad no pasible de aprehensión cognoscitiva / sensible, realidades posibles de verse cuando se cierra los ojos de la razón y se salta hacia esa alteridad absoluta del completamente Otro.

La mística, en sus diferentes manifestaciones religiosas, ha sido comprendida como una experiencia radical a través de la cual se intenta recuperar la realidad como un todo orgánico y cohesionado, sin fisuras conceptuales, o, en otras palabras, como un intento de salir del mundo del “esto y aquello” y alcanzar la unidad / entereza de la realidad. Esta Unidad puede ser representada positivamente como Dios o lo divino, o simplemente como el Uno, según la definición de Leonardo Boff: “Toda mística, cristiana o pagana, vive de una experiencia radical: aquella de la unidad del mundo con el supremo principio o del hombre con Dios. Se trata de una experiencia inmediata de Dios o del Uno “(BOFF, 1983, 16). O, como afirma Morano,

Considerada según las épocas y las culturas como experiencia de santidad en las religiones, de locura con el advenimiento de la psiquiatría, o de emergencia de la totalidad de ser en la sociedad secularizada y romántica de la Nueva Era; siempre y cualquiera que sea el modo y caracterización que podamos utilizar, la experiencia mística cumple una función indicativa fundamental: la de mostrarnos el límite de nuestra experiencia, el límite de nuestro conocimiento, al señalar hacia una realidad que trasciende (en el sentido profano o religioso) los límites de nuestro yo. El misterio aparece así como el indicador de Otro, en cuanto expresión de lo que nos excede. Es el testimonio de lo que nos sobrepasa, el recuerdo de que vivimos envuelto en la densidad del misterio y de que lo real sigue estando más allá de lo que se nos da a conocer (MORANO, 2004, 217)

Como se ve, tanto la experiencia mística como su testimonio son didácticos: nos muestran los límites de nuestro conocer y los límites de nuestro lenguaje. Y de esta forma nos permite vivir el misterio intrínseco de aquello que nos excede como seres de y de la cultura. En ese sentido la mística tiene implicaciones espirituales, éticas y cognitivas que son importantes para la comprensión de ese fenómeno. Espirituales porque cuando tocado por lo sagrado lo místico se vuelve “una nueva criatura” (2Cor, 5,17) cuyos propósitos, comportamiento, deseos y ambiciones están totalmente dirigidos por una voluntad que sobrepasa su entendimiento; éticas porque el itinerario místico exige de aquel que lo emprende compromisos con valores que están en contra de aquellos adoptados por la sociedad capitalista contemporánea; y, finalmente, cognitivos, pues más que conocimiento positivo sobre el mundo y sobre Dios la mística pone bajo sospecha lo que pensamos saber sobre los mismos.

En su propuesta de caracterización de los fenómenos místicos el estudioso de las religiones Juan Martin Velasco afirma que las experiencias místicas

Podrían ser descritas como episodios más o menos breves en los cuales un sujeto entra en relación con una realidad que lo supera absolutamente, o, mejor dicho, con dimensiones y aspectos de lo real que superan absolutamente las dimensiones y aspectos con los que entra en contacto en su propia vida ordinaria (VELASCO, 2004, 24).

La afirmación de que en la mística hay una especie de epifanía de lo real, con una consecuente desautomatización de los modos de ver y percibir el mundo, enfatiza el aspecto no ordinario del evento, su aura de acontecimiento revelador y transformador.

En un abordaje psicológico del fenómeno religioso (ver Mística y psicoanálisis), William James legó una definición hoy ya clásica de la experiencia mística, en la que se resaltan cuatro marcas de la misma, que son: a) la inefabilidad: para W. James esa experiencia trae en sí la marca de la negatividad, “cuya calidad necesita ser experimentada directamente: no puede ser comunicada ni transferida a otros”; b) cualidad noética: aunque semejantes a los sentimientos (es decir, inefables),

“los estados místicos parecen ser también para los que los experimentan, estados de conocimiento, estados de visión interior dirigida a profundidades de verdad no sondeadas por el intelecto discursivo. Son iluminaciones, revelaciones llenas de significado e importancia, por más inarticuladas que sigan siendo (..)” (JAMES, 1995, 237);

c) transitoriedad: no pueden perdurar por mucho tiempo, aunque puedan repetirse en momentos posteriores; d) pasividad:

“si bien la aproximación de estados místicos es facilitada por operaciones voluntarias preliminares, como la fijación de la atención, la ejecución de ciertos gestos corporales, u otras maneras prescritas por los manuales de misticismo, sin embargo, después de que la especie característica de conciencia se impuso, el místico tiene la impresión de que su propia voluntad está dormida y, a veces, de que está siendo agarrado y sostenido por una fuerza superior. Esta última particularidad vincula los estados místicos a ciertos fenómenos definidos de personalidad secundarios o alternativos, como el discurso profético, la escritura automática o el trance mediúmnico” (JAMES, 1995, 238).

Otras características de la experiencia mística son señaladas por estudiosos diversos, que son: a) la discontinuidad completa entre la experiencia vivida y todas las demás cotidianas; b) lucidez y certeza en la narrativa, es decir, a pesar de la dificultad de encontrar palabras para narrar la experiencia no se demuestra vacilación en cuanto a la vivencia de la experiencia; c) presencia amorosa y transformadora de aquél que irrumpe en la experiencia mística – aquí parece que tal característica sea más pertinente en relación a las místicas cristianas -; d) suspensión del flujo del tiempo; e) simultaneidad de percepciones sensibles que normalmente serían disociadas, por ejemplo, arrebatamiento y goce que es también dolor y angustia; f) Inefabilidad de la experiencia (BOFF, 2004, 1162-1169).

Henrique de Lima Vaz, priorizando la mística cristiana, repetirá la definición de J. Maritain, para quien esa es una experiencia fruitiva del Absoluto. Teniendo, pues, como singularidad un objeto de fruición absoluta, Lima Vaz sitúa la experiencia mística en un triángulo “místico-mística-misterio”:

La experiencia mística, en su contenido original, se sitúa justamente en el interior de ese triángulo: en la intencionalidad experiencial que une lo místico como iniciado al Absoluto como misterio; y en el lenguaje con que, en un segundo momento, rememorativo y reflexivo, la experiencia se dice como mística y se ofrece como objeto a explicaciones teóricas de naturaleza diferente (VAZ, 2000, 17).

Para una mejor comprensión del fenómeno, Lima Vaz distingue didácticamente tres grandes formas por las cuales la experiencia mística es vivida por los místicos y pensada por los teóricos en Occidente: la mística especulativa, la mística mistérica y la mística profética. En la mística especulativa el ser es una especie de prolongación de la experiencia metafísica, cuyo origen se remonta a Platón, y tiene sus prolongaciones en la mística neoplatónica (Plotino, Porfirio, Proclo) y en la mística cristiana (Gregorio de Nisa, Pseudo-Dionisio, San Buenaventura, Tomás de Aquino, Maestro Eckhart, San Juan de la Cruz y otros). Si en la metafísica la inteligencia procede por la vía discursiva en su intento de intuir lo divino o Absoluto,

En la mística especulativa la inteligencia es elevada como por encima de sí por el ímpetu profundo de alcanzar en sí mismo lo Absoluto en su plenitud absoluta de ser. Pero ¿cómo alcanzarlo de esta suerte sin identificarse, de alguna manera, con él y sin descubrir en sí misma una identidad original con el Absoluto? Tal es, fundamentalmente, el itinerario dibujado por la mística especulativa para su itinerario, y que será la fuente de todos los problemas que su práctica y su expresión teórica encontrarán al ser recibidos por la tradición cristiana (VAZ, 2000, 33).

En el análisis de Lima Vaz el declive de la mística especulativa en la modernidad se relaciona con el declive de la inteligencia espiritual, “órgano propio de la contemplación metafísica y de la contemplación mística”. A partir de Descartes la mística es secularizada y se transforma en filosofía especulativa, secularización que avanza desde Espinoza hasta Hegel, y de éste hasta Heidegger, que desarrolla una especie de pensamiento místico-poético del Ser (VAZ, 2000, 43-44).

Por mística mistérica Lima Vaz define aquella

forma de mística que se distingue de la mística especulativa, en la medida en que el espacio intencional donde se desenvuelve la experiencia de Dios no es el espacio interior del sujeto ordenado según la estructura vertical del espíritu, sino el espacio sagrado de un rito de iniciación (…) o de un culto (VAZ, 2000, 47).

Si la experiencia de la mística especulativa es una experiencia reflexiva, en la mística mistérica ella es litúrgica, orientada hacia la vivencia objetiva del mystérion. Los primeros cultos de misterio se encuentran en los cultos de misterio de la tradición religiosa griega, siendo los más importantes los misterios de Eleusis, de Dionisio y los del orfismo; ya la mística misteriosa cristiana se organiza en torno a las categorías del Bautismo, Resurrección y Vida Nueva, y tiene entre sus principales representantes a Orígenes, Gregorio de Nisa, San Juan Crisóstomo y San Agustín. Finalmente, hay la mística profética, la cual Lima Vaz define como aquella que se constituye en torno a la Palabra de la revelación, y es la forma original de la mística cristiana, encontrando su arquetipo en la doctrina y en la práctica de los primeros discípulos cristianos.

2 Erotismo: definición

No es exactamente una novedad postular analogías entre el sentimiento de unidad propio de la mística y la experiencia erótica-amorosa, y uno de los más significativos estudios sobre esas aproximaciones es el que fue hecho por Georges Bataille en obras como El erotismo y La experiencia interior.

Georges Bataille busca comprender experiencias humanas límites en que el propio ser se pone en cuestión, denominándolas de erotismo, que distingue en erotismo de los cuerpos, erotismo de los corazones, erotismo sagrado (que sería la mística). En él se identifican en esos movimientos “eróticos” la nostalgia de un sentimiento de entereza y plenitud (que él llama “continuidad”), donde lo que estaría en juego sería “sustituir el aislamiento del ser, su discontinuidad, por un sentimiento de continuidad perdida” (BATAILLE, 1987, 22). Por discontinuidad Bataille entiende el espacio circunscrito y limitado de la subjetividad, el límite entre yo-tú, el abismo que nos separa unos de otros, la propia noción de identidad:

Los seres que se reproducen son distintos entre sí como distintos son de aquellos que los generaron. Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás cierto interés, pero él es el único directamente interesado. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro hay un abismo, una discontinuidad (BATAILLE, 1987, 12).

Aunque es imposible superar el abismo que nos separa como seres discontinuos, el erotismo ofrece la oportunidad de, juntos, sentir el vértigo fascinante que es fijar los ojos en el precipicio de la propia finitud humana y, paradójicamente, experimentar una chispa de eternidad, aunque de forma puntual (BATAIILE, 1987, 13).

De ahí la importancia que él dará al erotismo (de los cuerpos, de los corazones y sagrado) como “apertura a la continuidad ininteligible, desconocida, que es el secreto del erotismo, y cuyo secreto sólo el erotismo desvenda” (BATAILLE, 1987, 22). En relación al erotismo místico Bataille enfatiza una especie de desbordamiento y olvido de sí mismo presente en el erotismo sensual y en el amor-pasión; en estos el deseo de fusión viene en respuesta a un desequilibrio entre los interdictos de conservación de la propia vida y el deseo transgresivo de “perderse” en el otro, en la mística ese otro sería la alteridad absoluta de lo sagrado o, en palabras de Rudolf Otto, lo completamente otro cuya presencia causa fascinación y temor, pero también un apasionado deseo de entrega.

En un artículo que aborda las similitudes entre la mística y la sensualidad, Bataille afirma:

Estos transes, arrebatamientos y estados teopáticos que fueron descritos insistentemente por místicos de todos los credos (hindúes, budistas, musulmanes o cristianos – sin hablar de los que, más raros, no pertenecen a una religión) tienen el mismo sentido: se trata siempre de un desapego en relación a la conservación de la vida, de la indiferencia a todo lo que tiende a asegurarla, de la angustia sentida en esas condiciones hasta el instante en que las fuerzas del ser naufragan, de la apertura en fin para ese movimiento inmediato de la vida que es habitualmente comprimido y que se libera de repente en el desbordamiento de una alegría infinita de ser (BATAILLE, 1987, 229-230) .

En el erotismo la fusión entre fragmento y todo se da de forma objetiva y puntual, efímera y transitoria; ya en la mística la búsqueda de la reconciliación con lo divino / sagrado permanecerá como ideal a ser incansablemente perseguido y que no se restringe al sentimiento extático de unión hombre-dios, sino que abarca un proceso mucho más complejo de ascesis y desprendimiento que puede o no conducir al místico al éxtasis – experiencia fulminante de la presencia divina. El itinerario del místico es una experiencia radical de abandono y olvido de sí y de los marcos sociales, culturales y cognitivos que nos inscriben en determinada temporalidad, y en esto se asemeja a la pasión erótica. Pero, por otro lado, la mística no es “improductiva”, en el sentido en que da Bataille al erotismo, o sea, no es radical rechazo a lo que él llama “mundo del trabajo” (el mundo de los hombres). Hay que recordar los innumerables ejemplos de místicos solidarios con la construcción de un ethos impregnado por la justicia social y la vivencia activa de los principios éticos cristianos, tales como Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Maestro Echkart, Simone Weill, Edith Stein, Albert Schweitzer, Cristian de Chergé, entre otros.

Estas intersecciones entre poesía, erotismo y mística también fueron presentidas por Octavio Paz. poeta y ensayista que dirá: “El hombre es un ser que se asombra: al asombrarse, poetiza, ama, diviniza […}. Ninguna de estas experiencias es pura; en todas ellas aparecen los mismos elementos, sin que se pueda decir que uno es anterior al otro “(PAZ, 1982, 172). Un ser que se asombra ante lo sagrado, que diviniza a quien ama, que ama lo que le fascina: el hombre es aquél a quien los afectos se interponen y componen la base de sus creencias y comportamientos y, por este motivo, los fenómenos de la humanidad mística y de la pasión erótica se ligan de forma tan inquietante.

Intentando comprender las afinidades entre estos fenómenos, Octavio Paz acuñó el neologismo otredad para intentar explicar, dentro de la perspectiva heideggeriana, las experiencias-límites de lo sagrado, del erotismo y de la poesía. “Así, según él,” La experiencia de lo sobrenatural es la experiencia del Otro “(1982, p.155), sin embargo, ese Otro está en el plano de la inmanencia, en lo histórico, es decir, es el hombre enfrentado con su propia contingencia y temporalidad, con lo que Heidegger llama “rudo sentimiento de estar (o encontrarse) ahí” y Rudolf Otto de “sentimiento de estado de criatura”. Por lo tanto, la experiencia de otredad es aquella en que la ‘esencial heterogeneidad del ser’ viene a la superficie y el hombre se da cuenta de la fisura intolerable entre él y el Absoluto, percibiéndose como destituido de entereza, como un pro-jetarse en el vacío, un inscribirse en la historicidad. Así, ser-para-la-muerte, el hombre es presencia (ser) y ausencia (no-ser), vacío y anhelo por la totalidad, vida y muerte. La redención de esa condición original de carencia -la paradoja propuesto por Octavio Paz de ser menos de lo que se es- está en ‘vivir’ la muerte como parte intrínseca del movimiento de la vida, yendo al encuentro de ese otro que al final soy yo mismo, mi proyecto de hombre. “Limítrofe a la religión, poesía y erotismo, la otredad es un experimentar la separación y unión” presentes en todas las manifestaciones del ser, desde las físicas hasta las biológicas “(PAZ, 2003, 109), experiencia que no puede ser provocada o dirigida por el sujeto, pues no se encuentra en el ámbito en lo cognoscible, aunque sea accesible a todos los hombres.

Otra semejanza entre Octavio Paz y Bataille es la percepción de una íntima relación entre erotismo (de los cuerpos y de las palabras) y muerte. Se compara la afirmación de Bataille – “Creo que el erotismo es la aprobación en la vida hasta la muerte” (BATAILLE, 1989, 12) – con lo que nos dice Paz:

Aparece nuevamente, ahora despojada de su aureola religiosa, la doble cara del erotismo: fascinación ante la vida y ante la muerte. El significado de la metáfora erótica es ambiguo. Mejor dicho, es plural. Dice muchas cosas, todas diferentes, pero en todas ellas aparecen dos palabras: placer y muerte (PAZ, 2001, 19).

Y Santa Teresa, a quien fue conferido el título de Doctora en Teología:

Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,

que muero porque no muero.,

Esta divina unión,

del amor en que yo vivo,

ha hecho a Dios mi cautivo,

y libre mi corazón;

y causa en mí tal pasión

ver a Dios mi prisionero,

que muero porque no muero.

Santa Teresa expresa en ese poema la paradoja de los místicos y apasionados: se vive sin vivir porque se tiene cautivo, prisionero, el Amado dentro del pecho. Y esta presencia platónica, que se siente en el cuerpo y en el alma, no es suficiente para matar el deseo de Presencia. Así, los amantes son prisioneros de la cosa amorosa, de tal modo que la muerte es deseada porque sería la unión total con el Amado. La muerte se convierte en vida, cuando significa la unión definitiva entre el Alma y su Amado, y la vida es muerte, pues aplaza ese momento de fruición total de la presencia amorosa.

3 Mística y erotismo

La relación entre mística y erotismo, a pesar de la extrañeza que pueda causar, no es reciente ni siquiera episódica. En el siglo II dC, Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, inaugura una interpretación alegórica del Cantar de los Cantares que influenciará toda la tradición mística subsiguiente. En su comentario al libro bíblico Orígenes toma la noción de Dios como Eros, fuerza motivadora que mueve el alma en su ascenso místico, que no es nada más que el eros convertido en inapropiado en nosotros de vuelta al lugar de origen trascendental. Más tarde, San Bernardo de Claraval interpretará el lenguaje erótico-amoroso del Cántico como la alegoría de la unión del alma con Dios.

 El libro emociona y encanta al narrar el encuentro amoroso entre Amante y Amado (o Dios y el Alma sedienta de su presencia, según la interpretación alegórica de los padres de la Iglesia), y por ello mismo se ha convertido en una fuerte influencia en la literatura mística, como en San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila y en las místicas beguinas Hadewijch de Amberes y Mechtild de Magdeburgo. Por otro lado, ese poema erótico-amoroso es también releído por autores brasileños tan diversos como Castro Alves, Oswald de Andrade, Hilda Hilst y Manuel Bandeira, que retoman esa tradición mística para cantar la sacralidad del amor entre un hombre y una mujer.

En el siglo XIII las místicas beguinas, fuertemente influenciadas por la teología del amor de Bernardo de Claraval y la retórica del amor cortés, retoman esa interpretación mística del Cantar de los Cantares y elaboran una osada forma de interpolación de lo divino: la mística nupcial (o mystique courtoise) , que funde las convenciones del amor cortés con las aspiraciones espirituales de la mística. Hadewijch de Amberes, por ejemplo, es una beguina del s. XII cuyos escritos (cartas y poemas) dan testimonio del encuentro entre las convenciones del amor cortés con las aspiraciones espirituales de la mística. En los versos abajo vemos la expresión, en lenguaje apasionado, del deseo mayor del místico, que es la vivencia incondicional e incondicionada del amor por Dios:

Canción V, Hadewijch de Antuérpia

La conducta del amor es inaudita,

Como bien sabe quién su atracción conoce,

Porque cuando da consuelo, luego lo suspende.

Aquel a quien toca el Amor

No encuentra reposo;

En compensación, saborea

Numerosas horas innumerables

Radiante a veces; a veces frío;

A veces, cauteloso; esforzado a veces;

Su inconstancia toma múltiples figuras.

El amor exige la totalidad

De una gran deuda

A quien la comparte invita a su sabrosa soberanía.

A veces, lleno de dulzura; a veces, cruel;

A veces lejano; próximo a veces;

La que del Amor comprende

La rara fidelidad, eso es el júbilo:

Cómo derriba

Y abraza

Con un solo gesto […]

A veces, suave; a veces, severo;

En libre consuelo, en amenazante miedo,

Cuando recibe o reparte sus dones,

Es una ley que las almas,

Que en el amor se equivocan,

Vivan siempre en la sombra de este valle.

De manera similar, San Juan de la Cruz, místico español del siglo XVI, toma como paradigma los encuentros y desencuentros entre el Alma deseosa de la presencia divina y Aquel a quien se debe amar sobre todas las cosas, con nuestro corazón, alma, fuerza y entendimiento (Mc 12,30). De acuerdo con la interpretación alegórica tradicional, la Esposa es el Alma, la que ama (Amante) y el Esposo el propio Dios, y la trayectoria que el Alma emprende está llena de percances y angustias, en un proceso de ascesis e iluminación que culmina en la unión mística. En el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, al encontrarse Amante y Amado para la consumación de esas bodas místicas, el Alma enamorada confiesa (estrofas XVII y XVIII):

Allí me abrió su pecho

Y la ciencia me enseñó muy deliciosa;

Y a él, en don perfecto,

Me di, sin dejar nada,

Y entonces le prometí ser su esposa.

Mi alma se ha consagrado,

Con mi cuero cabelludo, a su servicio;

ya no guardo más ganado,

No tengo más oficio,

Que sólo amar es ya mi ejercicio.

La expresión joánica “ya no tengo otro oficio y amar es mi ejercicio” señala a una relación erótico-amorosa en la que la asimetría entre Amante y Amado impone al primero la entrega a Aquel que toma posesión de su cuerpo, voluntad, inteligencia y devenir. Conforme destaca María Clara Bingemer (2004), parece ser una especificidad de la mística cristiana cierta pasividad que encuentra en las metáforas amorosas su referencial simbólico:

En efecto, hay una mística cristiana que se sitúa firmemente en la esfera de la pasividad (del pathos). Esto es un rasgo distintivo de realzada importancia, ya que no toda mística tiene esa marca pasiva. En las religiones afrobrasileñas, por ejemplo, el místico sabe cómo provocar el éxtasis; también en el Oriente (pensemos, sobre todo en la India) él es igualmente activo en el proceso, deteniendo el conocimiento de ciertas técnicas capaces de llevar a la experiencia de lo que está detrás del mundo como se manifiesta. Es decir: hay una ciencia mística, hay una técnica mística. El éxtasis puede ser provocado, por tratarse de un movimiento que va de abajo a lo alto. En la tradición cristiana, el recorrido es inverso: pues comienza desde lo alto hacia abajo. El místico es acometido por un agente, Dios o el demonio. Este, pues, es un concepto básico: la experiencia mística es una experiencia de posesión (cursiva nuestra) (BINGEMER, 2004, 462).

El sujeto lírico (el alma) asume una discursividad femenina en la que se destaca la disponibilidad para la acogida del otro, del Amado (Dios). Sin embargo, es importante resaltar que tal pasividad no implica inercia: es el Alma sedienta de la presencia divina que “sale” intrépida en busca del amado, atravesando fronteras y peligros hasta que Amante y Amado por fin se encuentran en un locus amenus anteriormente preparado para ello.

El encuentro de los amantes después de un largo recorrido lleno de desventuras donde se buscan con ahínco y fe es un topos muy explorado en la literatura de todas las nacionalidades, y también fuera de la mística cristiana el simbolismo erótico está presente, apareciendo en tradiciones religiosas tan diversas como el hinduismo, el budismo y el sufismo. En el místico sufismo Rümi (siglo XIII, Oriente Medio), por ejemplo, encontramos la misma metáfora de Dios como el Amado a quien el alma (la Amante) busca reconciliarse, en una fusión donde el Yo se pierde en el Uno:

El amoroso busca ardientemente el bien amado: cuando el bien amado viene, el amoroso se va (M III, 4620). La presencia del amado es como la llama del amor que, cuando se eleva, consume todo lo que no es el Bien amado (M V, 588). Nada queda más que Dios. El destino del amante es morir para sí mismo: de él sólo permanece el nombre (MV, 2023) (apud TEIXEIRA, 2003, p. 20-41).

Estos pocos ejemplos demuestran que la intercesión entre mística y erotismo no es episódica, gratuita o excentricidad de alguna personalidad religiosa; lo que nos lleva a concordar con la afirmación de la filósofa y también mística Simone Weil: “reprender los místicos por amar a Dios por medio de las facultades de amor sexual es como si alguien tuviera que reprender a un pintor por hacer cuadros usando colores compuestas de sustancias materiales” (apud MCGINN, 2012, 182).

4 Las intercesiones entre mística y erotismo en el arte

También en la literatura y el arte, erotismo y místico se entrelazan, ya sea por los temas y motivos comunes, ya sea por el diálogo que poetas y artistas en general establecen entre ellas, y en ese caso la escultura de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) El éxtasis de Santa Teresa es una referencia obligatoria. Bernini, uno de los mayores escultores del siglo XVII, representa la experiencia mística de la transverberación de Santa Teresa de Ávila, retratada por ella en su autobiografía. Uniendo los  sentimientos místicos de éxtasis y la figuración de una experiencia de intenso placer que se puede asociar al sexual, Bernini parece intuir la íntima asociación entre lo místico y lo erótico que otra artista contemporánea, ahora brasileña, declarará: “Erótico es el alma “, verso de Adelia Prado donde subyace una concepción de cuerpo y alma, inmanencia y trascendencia como elementos de un único todo indiviso, de tal modo que se llega a la afirmación, apenas aparentemente herética, de que” sin el cuerpo el alma de un hombre no goza “. Otra poetisa brasileña que hace este enfoque es Hilda Hilst, especialmente cuando se rescata la tradición portuguesa de canciones de amor para nombrar una experiencia paradójica de la presencia y la ausencia divina, recuperando también algunos procedimientos retóricos de la mística apofática. En un libro de clara inspiración mística – Poemas malditos, gozosos y devotos (2005) – la poeta Hilda Hilst canta el sufrimiento por la ausencia e indiferencia del amado, siendo ése exactamente el Dios cristiano:

             Poema VIII

Es en este mundo que te quiero sentir

Es lo único que sé. Lo que me queda.

Decir que te voy a conocer a fondo

Sin las bendiciones de la carne, en el después,

Me parece a mí magra promesa.

¿Sentimientos del alma? Sí. Pueden ser prodigiosos.

Pero tú sabes la delicia de la carne

De los encajes que has inventado. De toques.

De lo hermoso de los tallos. De las corolas.

¿Ves cómo me quedo pequeña y tan poco inventiva?

Tallos. Corola. Son palabras rosadas. Pero sangran.

Si se hacen de carne.

Dirás que el humano deseo

No percibe el hambre. Sí, mi Señor,

Te percibo.

Pero déjame amarte a ti, en este texto

Con los arrobos

De una mujer que sólo sabe el hombre.

En contrapartida al aprovechamiento artístico del tema místico tenemos la operación contraria: la reanudación de procedimientos estéticos para la mejor expresión de la experiencia mística, y ahí son numerosos los ejemplos: las beguinas Hadewijch de Amberes, Mechthild de Magdeburgo y Marguerite Porete, los místicos ibéricos Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, los contemporáneos Ernesto Cardenal y Simone Weill, y otros. Todos estos místicos se hicieron poetas para cantar un amor extremo, buscando inspiración en la tradición de la poesía amorosa para componer versos de gran expresividad místico-erótica y belleza poética. Por ejemplo, Ernesto Cardenal, poeta nicaragüense, al narrar su experiencia de conversión utiliza con gran libertad el lenguaje de los juegos eróticos para expresar lo extraordinario de ese evento:

Cuando aquel medio día del 2 de junio, un sábado,

Somoza García pasó como rayo por la Avenida Roosevelt

sonando todas las bocinas para espantar el tráfico,

en ese mismo instante, igual que su triunfante caravana

así triunfal tú entraste de pronto dentro de mí

y mi almita indefensa queriendo tapar sus vergüenzas.

Fue casi una violación,

pero consentida,

no podía ser de otro modo,

y aquella invasión de placer

hasta casi morir,

y decir: ya no más

que me matás.

Tanto placer que produce tanto dolor.

Como una especie de penetración..

El poeta nicaragüense trata el tema de la experiencia de encuentro con Dios como un intercambio amoroso donde la violenta disparidad entre un amante humano y un Amado divino se describe en términos de una “violación consentida” que genera en la misma intensidad dolor y placer. El drama de la conversión se expresa por medio de metáforas y analogías que nos remiten al acto sexual y a las construcciones ideológicas que delinean los papeles sociales a ser desempeñados por los géneros: a la pasividad femenina se impone la impetuosidad masculina que no llega a ser violación por ser consentida. Son las mismas figuras y analogías que aparecen en los místicos y poetas citados anteriormente, aunque sea evidente una distinción entre ambos (místicos y poetas): en los primeros la presencia divina es experiencia vivida en el cuerpo y en el alma y, si esa experiencia es fugaz, las marcas que deja no lo son, pues subsiste la promesa del encuentro entre aquellos que se aman apasionadamente: el Alma y su Dios. Hay una Referencia absoluta que no sólo legitima ese hecho, sino que también lo hace posible, y es a esa presencia que el místico dirige su oración, celebración o alabanza, siendo esa experiencia singular de oración / alabanza la que guía su discurso lejos de toda negación vacía y puramente mecánica. Ya en los escritos poéticos que dialogan con la retórica mística, la Presencia divina es sentida, de forma negativa, como ausencia que hiere el alma, y todo deseo se traduce en un lamento – el sufrimiento amoroso por la indiferencia del Amado, como en el tramo del poema El ausente, del poeta mexicano Octavio Paz, que transcribimos abajo:

Dios insaciable que mi insomnio alimenta;

Dios sediento que refrescas tu eterna sed en mis lágrimas,

Dios vacío que golpeas mi pecho con un puño de piedra, con un puño de humo,

Dios que me deshabitas,

Dios desierto, peña que mi súplica baña,

Dios que al silencio del hombre que pregunta contestas con un silencio más grande,

Dios hueco, Dios de nada, mi Dios:

sangre, tu sangre, la sangre, me guía.

Otra aproximación entre mística y erotismo es en relación al lenguaje: tensada entre el deseo de expresar lo indecible y la limitación intrínseca al discurso. Los ya mencionados, el poeta Octavio Paz y el filósofo Bataille, perciben que la experiencia de plenitud es vivenciada de forma semejante por medio de la mística, del erotismo y de la poesía, defendiendo que la poesía está para el lenguaje así como el erotismo está para la sexualidad, esto es, si mística y erotismo son intentos de trascender los límites del ser, experiencias de otredad, el lenguaje poético es el medio encontrado para expresar esas experiencias limítrofes porque la poesía también es lenguaje en los bordes de lo indecible, también es intento de escapar de los límites del discurso.

Poetas y místicos asumen la dura tarea de decir una experiencia que se encuentra fuera de los límites de la palabra. Y tal vez por ello se multipliquen las paradojas, las metáforas inquietantes, las imágenes inusitadas y eróticas. “Béseme con los besos de tu boca porque mejor es tu amor que el vino”, nos dice el poeta, autor de los Cantares bíblicos. “El cuerpo no tiene desvanes, / sólo inocencia y belleza, / tanta que Dios nos imita / y quiere casarse con su Iglesia”, se atreve Adelia Prado.

Como se dijo antes, tanto el lenguaje de la pasión como el discurso de la mística es un discurso que se confiesa impotente, fracasado en su mérito de lenguaje productivo, hasta inútil.  Sin embargo, si el fin de la experiencia mística es el silencio – recordemos el ya tan citado epigrama de Wittgeinstein: “De lo que no se puede hablar se debe callar” – pocos géneros discursivos fueron tan productivos como ese, pues lo que los místicos más hacen es hablar: en la mística se habla (y mucho) para confesarse mudo, enmudecido, en fanti.

Los místicos simplemente no han sido silenciosos. Muchos han hablado sin restricción, y otros han escrito voluminosamente. El género de literatura mística es, no sólo cuantitativamente vasto, sino lingüísticamente exuberante. En el discurso místico, el lenguaje se desenfrena: ella brinca, ella salta, ella canta. Ella habla en prosa y poesía; ella da descripciones objetivas de la experiencia y vuela en las alas del éxtasis; ella guía principiantes con un gentil cuidado y corta la ilusión con argumentos de lámina afilada. […]. Además, ciertos místicos han tenido sus experiencias místicas en y a través del lenguaje. Con eso quiero decir no sólo que el lenguaje evoca y moldea esas experiencias, sino  que las formas lingüísticas participan en la revelación del dominio trascendente. En este sentido, puede existir una mística del lenguaje (COUSINS, 1992, apud SHOJI, 2003, 60).

De todas las inflexiones posibles para el lenguaje positivo, el lenguaje erótico es el más apropiado para llevar las palabras a sobrepasarse a sí mismas, lo que es perceptible en los muchos testimonios personales de místicos donde los símbolos y las metáforas usados para caracterizar la unión mística ente Creador y criatura asumen una connotación claramente sexual, como vimos en los ejemplos citados en el transcurso del texto. Y uno de los temas frecuentes en estos textos y testimonios es la búsqueda de la fusión, en que el Yo sea suprimido por la unión con lo sagrado, lema repetido por innumerables místicos, y no sólo dentro de la tradición cristiana, siendo el símbolo de la unión erótica considerado el más apropiado para la expresión del éxtasis místico, como señala Rosado:

La unión erótica-amorosa ha sido el único símbolo de la unión mística utilizada por prácticamente todas las tradiciones místicas, incluida la cristiana, y a diferencia de cualquier otro símbolo sagrado, la sexualidad inmanente en el amor y el erotismo es universal y a-histórica: el ser humano nunca pudo prescindir de ella, y cuando lo hace con ejercicios de ascetismo, recurre a metáforas o alegorías para encontrar una vía que permita expresar la inefabilidad de la continuidad del ser, de la participación de Dios por medio de su semejanza con el acto amoroso (ROSADO, 2001, 10).

Reside aquí una importante intersección entre mística y erotismo: en ambas experiencias hay una inmersión radical en la alteridad, la intención de perderse en ese Otro con el que sólo es posible establecer una relación a distancia; tomemos como ejemplo a Moisés, líder espiritual que interviniera el establecimiento de la alianza entre Dios y el pueblo hebreo, y aun así no puede ver el rostro de Dios, “porque nadie puede verlo y continuar con vida” (Ex. 33,20) . Sin embargo, el deseo de fusión alimenta la imaginación de los amantes y de los místicos, con una diferencia: si en el erotismo la fusión entre fragmento y todo se da sensual y sensorialmente, aunque de forma puntual y efímera, en la mística la búsqueda de la reconciliación con lo, divino / sagrado permanecerá como ideal a ser incansablemente perseguido. El poeta y místico Ernesto Cardenal expresa con admirable riqueza y belleza las paradojas propias de ese encuentro místico-amoroso:

De repente el alma siente su presencia en una forma en que no puede equivocarse, y con temblor y espanto exclama: “tú debes ser aquel que hizo el cielo y la tierra!”. Y quiere esconderse y desaparecer de esa presencia y no puede, porque está como entre la espada y la pared, está entre él y él, y no tiene dónde escapar, porque esa presencia invade cielos y tierra e invade también a ella totalmente, y ella está en sus brazos. Y el alma que persiguió la felicidad toda su vida sin saciarse nunca y buscando todos los instantes la belleza, el placer y la felicidad y el goce, queriendo siempre gozar más y más, ahora en agonía, ahogada en un océano de deleite insoportable, sin márgenes y sin fondos, exclama: ¡basta! ¡No me hagas gozar más, si me amas, porque yo muero! “. Penetrada de una dulzura tan intensa que se transforma en dolor, un dolor indescriptible, como algo agridulce que fuera infinitamente amargo e infinitamente dulce. Todo es tal vez en un segundo, y tal vez no volverá a repetirse en toda su vida, pero cuando ese segundo pasó el alma entiende que toda la belleza y las alegrías y gozos de la tierra quedaron desvanecidos, “son como estiércol”, como dijeron los santos (skybala, “mierda” como dice San Pablo) y ya no podrá gozar jamás en nada que no sea eso y ve que su vida será a partir de entonces una vida de tortura y martirio porque enloqueció, está loco de amor y de amor de nostalgia de lo que probó, y va a sufrir todos los sufrimientos y torturas siempre y cuando venga a probar una segunda vez, un segundo más, una gota más, esa presencia. (1979, p.63-64).

El testimonio de ese poeta-místico nos lleva a una última aproximación entre la mística y el erotismo: el sentimiento de plenitud y entereza cuando se es tocado por la presencia amada. El alma, que “no se saciaba nunca” ante la Presencia divina, no sólo se expande por cielos y tierra, sino que también es invadida por ese amor totalmente.

Cleide Maria de Oliveira. CEFET, Curvelo (MG), Brasil. Texto original portugues.

5 Referencias

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HILST, Hilda.  Poemas malditos, gozozos e devotos. São Paulo: Globo, 2005.

JAMES, William. As variedades da experiência religiosa: um estudo sobre a natureza humana. São Paulo: Cultrix, 1995, 237-8.

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SHOJÏ, Rafael. Condições de significado na linguagem mística. Em Revista de Estudos da Religião. Nº 4, 2003, 54-73.

TEIXEIRA, Faustino. RUMI: a paixão pela Unidade. Em Revista de Estudos da Religião, n 4, 2003, 20-41.

VELASCO, Juan Martín. El fenómeno místico en la historia y en la actualidad. Em IDEM. La experiencia mistica: estudio interdisciplinar. Madri: Editorial Trotta, 2004.

Justicia social

Índice

1 Estado de la cuestión

2 Escolástica-tomista

3 De la justicia legal a la justicia social

4 Doctrina Social de la Iglesia

5 Nuevos enfoques y perspectivas

6 Justicia socioambiental

7 Sistematización

8 Referencias bibliográficas

1 Estado de la cuestión

Al adentrarse en un tema de tanta complejidad, nos cabe indagar la posibilidad de realización de la Justicia Social a partir de las condiciones evidenciadas en la realidad. Las desigualdades sociales vienen aumentando. Para los defensores de un sistema capitalista neoliberal, la desigualdad no sólo es necesaria, sino que está en la “esencia” de este modelo de sociedad. El fuerte rechazo del capitalismo liberal a la justicia social es un dato relevante. Ludwig von Mises, un exponente de la Escuela Austriaca de economía, justifica la desigualdad social en los siguientes términos: “La desigualdad de ingresos y de riqueza es una característica esencial de la economía de mercado. Su eliminación la destruiría completamente “(Von MISES, 2010, 347 = 948).

Friedrich Hayek, uno de los principales íconos del pensamiento neoliberal, expresa toda su aversión al concepto de justicia social. Primero, descalifica a la Iglesia:

“Parece haber sido abrazada por un amplio segmento del clero de todas las tendencias del cristianismo, las cuales, a medida que perdieron la fe en una revelación sobrenatural, parecen haber buscado refugio y consuelo en una nueva religión social que sustituye una promesa celeste de justicia por otra temporal, y esperan poder así proseguir en su misión de hacer el bien. La Iglesia Católica Romana, especialmente, hizo de la meta de ‘justicia social’ parte de su doctrina oficial” (HAYEK, 1985, 84).

Acto seguido, descalifica a sus teóricos:

“La expresión “justicia social” no es una expresión ingenua de personas de buena voluntad en relación con los menos afortunados, sino que se ha convertido en una insinuación deshonesta. Para que el debate político sea honesto, es necesario que las personas reconozcan que la expresión es deshonrosa desde el punto de vista intelectual, símbolo de demagogia o del periodismo barato, que los pensadores responsables deberían avergonzarse de usar.” (HAYEK, 1985, 118).

La Doctrina Social Iglesia (DSI) es reconocida incluso por sus mayores adversarios como defensora de la justicia social. La desigualdad social es intolerable y la humanidad vive una grave situación de injusticia social provocada por una economía que mata. La justicia es un concepto en torno al cual se estructura el Cristianismo (Cf. Entrada Fe y Justicia). No se trata sólo de la distribución de la renta.

Además de las formas tradicionales de justicia heredadas del pensamiento clásico (legal / general, distributiva, correctiva), la DSI presenta la categoría de justicia social:

“El Magisterio social evoca acerca de las formas clásicas de la justicia: la conmutativa, la distributiva, la legal. Un relieve cada vez mayor en el Magisterio ha adquirido la justicia social, que representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales con base en el criterio de la observancia de la ley. La justicia social, exigencia relacionada con la cuestión social, que hoy se manifiesta en una dimensión mundial, se refiere a los aspectos sociales, políticos y económicos y, sobre todo, a la dimensión estructural de los problemas y de las respectivas soluciones”. (CDSI, 2005, n. 201).

2 Escolástico-tomista

El concepto aristotélico-bíblico-patrístico de justicia fue reinterpretado en la escolástica. Santo Tomás de Aquino, en el Tratado Da Iustitia, introdujo el término en la teología y lo insertó en el marco de las virtudes, reformulando así la justicia legal de Aristóteles (ST II-II qq. 58-122). Su estudio es imprescindible para comprender el contenido de la justicia social. La justicia es la disposición de carácter que hace que las personas actúen justamente y deseen lo que es justo. Es la virtud que rige las relaciones humanas. El hombre justo (dikaios) es el que respeta las leyes (justicia absoluta) y la igualdad (justicia particular). Ser justo es vivir dentro de la legalidad y respetar la igualdad.

En la Justicia general, un acto justo es el de conformidad con la ley. La ley establece como debidas aquellas acciones necesarias para que la comunidad alcance el bien común y la eudaimonía. El término general se refiere a su alcance. La Justicia Particular es pautada por la noción de igualdad y se subdivide en Justicia Distributiva y Justicia Correctiva. La Justicia Distributiva se ejerce en las distribuciones de honores, riquezas y de todo aquello que puede ser repartido. En la distribución se considera la calidad personal del destinatario. En la oligarquía, el criterio de distribución es la riqueza; en la democracia, el ciudadano libre; en la aristocracia, la virtud. La Justicia Correctiva busca el restablecimiento del equilibrio en las relaciones privadas, voluntarias (contratos) e involuntarias (ilícitos civiles y penales).

Tomás de Aquino da continuidad a la tradición aristotélica, añadiéndole elementos del Derecho Romano, de la Patrística y de la Sagrada Escritura. Para designar a la Justicia General, Tomás utiliza el término Justicia Legal, una vez que los actos debidos a la comunidad para que alcance el bien común están dispuestos en ley. Esta justicia se refiere a lo que es debido al otro en comunidad. El objeto de la justicia legal es el bien de todos. La Justicia Distributiva es aquella que reparte proporcionalmente lo que es común, se trate de bienes o cargas, y pretende garantizar la igualdad en la distribución de los deberes y derechos. La justicia correctiva Aristotélica es denominada Conmutativa en Tomás.

3 De la justicia legal a la justicia social

En el siglo XIX los Neotomistas recuperan el concepto de Justicia legal en nueva perspectiva. La Ilustración, el estado de derecho y el liberalismo exigen repensar el concepto de justa distribución. Siguiendo a Charles Taylor (TAYLOR, 2000, 242), la base de identificación social en las sociedades jerárquicas es la noción de honor. El honor es un preconcepto de cada persona en su condición que define privilegios y distinciones por ocupar una determinada posición (estatus). En sociedades jerarquizadas, la justicia distributiva será el principio ordenador de la vida social. La regla de distribución será: a cada uno según su posición social. En la sociedad democrática, en la cual todos poseen la misma “relevancia”, se sustituye la noción de honor por la “noción de dignidad usada en sentido universalista e igualitario que permite hablar de dignidad inherente a los seres humanos (…). La premisa es que todos comparten esta dignidad “(Ídem, 242, 242). Ahora bien, si la igualdad fundamental no es proporcional, sino absoluta, la justicia distributiva no puede ser el principio ordenador de la sociedad, sino la justicia legal, fundada en la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Como todos los miembros de una sociedad son iguales ante la Ley, la justicia legal se convierte en justicia social, aquella en que todos tienen el mismo valor, y todo acto de conformidad con la ley beneficia a todos. El medio utilizado para alcanzar el bien común es el sujeto del bien común – la sociedad en sus miembros – justificando el cambio de denominación, de justicia legal a justicia social.

En este contexto de transición, Louis Taparelli d’Azeglio (1793-1862), teólogo neotomista de la Universidad Gregoriana, fue el primero en utilizar la expresión justicia social en la obra Saggio teoretico di diritto naturale. Preocupado por las consecuencias del liberalismo, de la rápida expansión del capitalismo, a través de la Revolución Industrial, este autor buscó una base teológica que sustentar la doctrina moral de la Iglesia. Y lo consiguió, pues su pensamiento influenció la elaboración de la Rerum Novarum. Sin embargo, la expresión justicia social suscitó controversias entre sectores conservadores de la jerarquía y el “catolicismo social europeo”, pues se sospechaba de cierta influencia socialista. Esta parece ser la razón por la cual no fue adoptada por León XIII.

Taparelli parte del supuesto de la existencia de dos derechos. El derecho individual se refiere a Dios y a sí mismo. El “derecho social” especifica las relaciones humanas y debe fundamentar la justicia social. “La justicia social es la justicia entre hombre y hombre”. Entre los hombres considerados solamente en su humanidad, su racionalidad y libertad, existen “relaciones de perfecta igualdad, porque hombre y hombre aquí no significa sino la humanidad reproducida dos veces” (TAPARELLI d’AZEGLIO 1840-1843). La justicia social, por lo tanto, en una sociedad en la que las posiciones ocupadas por cada uno son consideradas secundarias en materia de justicia, tiene por objeto aquello que es debido al individuo sólo por su condición humana.

Los católicos sociales franceses de finales del siglo XIX, principales responsables de la difusión del vocablo justicia social en Europa, también la vincularon a la Justicia Legal. Antoine, en Cours d’économie sociale (1899) desarrolla una teoría de la justicia, en la que reitera los significados de justicia legal, justicia distributiva y justicia conmutativa. La Justicia Legal es la voluntad constante de los ciudadanos de dar a la sociedad lo que le es debido, la disposición habitual a contribuir, bajo la dirección de la autoridad suprema, al bien común, he aquí lo que nosotros llamamos justicia legal. Por lo tanto, ella se identifica con la justicia social, una vez que hay identidad de objeto, el bien común. La justicia social consiste en la observancia de todo derecho, tiene el bien común por objeto y la sociedad civil como sujeto. La sociedad civil sólo existe en la totalidad de sus miembros y todos ellos deben colaborar en la obtención del bien común (sujeto de la justicia social) y todos deben participar del bien común (término de la justicia social).

En el ámbito alemán, donde también hay un retorno al neotomismo, los editores de la importante revista Stimmen aus Maria-Laach, Pesch, Gundlach, Messner, Nell-Breuning y Tischleder adoptaron la expresión justicia social. Este hecho fue decisivo para que el término fuera acogido por el Magisterio, pues tales autores colaboraron de forma decisiva en la elaboración de la encíclica Quadragesimo anno (1931), de Pío XI. Antes, sólo Pío X, en la encíclica Iucunda sane (1904), que conmemoraba a San Gregorio Magno, utilizó el término al calificarlo como defensor de la “justicia social”. El concepto aparece en la encíclica Studiorum Ducem (29-06-1923), con ocasión del sexto centenario de canonización de Tomás de Aquino. En ella, Pío XI afirma que en los escritos del Aquinate se encuentran las refutaciones de las teorías liberales de la moral del derecho y de la sociología.

4 Doctrina social de la Iglesia

El desarrollo del concepto de justicia social a partir de la tradición aristotélico-tomista recibe impulso en las encíclicas sociales. El concepto fue introducido por Pío XI en la Quadragesimo Anno (1931). El término es citado siete veces y siempre acompañado de los adjetivos conmutativo, legal / general. Se trata de un concepto que trae exigencias precisas, teniendo como criterio la dignidad humana, tal como la definió Taparelli.La economía es su campo de aplicación más inmediato. Para Pío XI, existe una Ley de justicia social que debería regir cualquier modelo económico:

“Es necesario que las riquezas, en continuo incremento con el progreso de la economía social, sean repartidas por los individuos o por las clases particulares de tal manera, que se salve siempre la utilidad común, de la que hablaba León XIII, o, en otras palabras, que en nada se perjudique al bien general de toda la sociedad. Esta ley de justicia social prohíbe que una clase sea por la otra excluida de la participación de los beneficios” (QA, n.57).

Se aplica a la esfera económica con la misma universalidad de la Justicia Legal. Por lo tanto, “cada uno debe, pues tener su parte en los bienes materiales; y debe procurarse que su repartición sea pautada por las normas del bien común y de la justicia social “. (QA, 58). También en Santo Tomás de Aquino la justicia legal ordena al hombre inmediatamente al bien común.

La justicia social considera al ser humano en su condición de persona humana, sus derechos y deberes como miembro de la sociedad. Así como todos tienen obligaciones, todos tienen beneficios, ya que el bien común se realiza solamente “cuando todos y cada uno tengan todos los bienes que las riquezas naturales, el arte técnico, y la buena administración económica pueden proporcionar.” (QA apartado 75). En el orden económico, la fórmula de la justicia social sería: todos los bienes necesarios para todos.

Aún en la esfera de la economía, el mundo del trabajo es el campo principal de aplicación de la ley de la justicia social. El salario es uno de sus instrumentos principales. Para valorar con justicia el trabajo, se debe considerar su dimensión personal y social (QA, n.69). El bien común exige que se promuevan puestos de trabajo como condición de seguridad y bienestar. El desempleo es un reflejo de una economía injusta. La justicia social debe regular y determinar el salario del obrero y de su familia, dispensando la explotación del trabajo infantil y de la mujer (QA, nº 71).

La justicia social no se aplica solamente al campo económico. También “las instituciones públicas deben adaptar el conjunto de la sociedad a las exigencias del bien común, es decir, a las reglas de la justicia social” (QA, n.110). Los seres humanos, considerados como personas, son iguales y, por lo tanto, toda desigualdad en aspectos constitutivos de la persona, como es el caso de sus necesidades materiales básicas, debe ser eliminada. No basta con apelar a la moralidad en las relaciones entre empresarios y trabajadores, pues el sistema de producción se desarrolla dentro de una estructura social. La justicia social inspira la reforma de las instituciones. El Estado tiene un papel insustituible en la aplicación de esta ley (QA, núm. 79), siempre en colaboración entre Estado, empresa y sociedad: “Es preciso que esta justicia penetre completamente las instituciones de los pueblos y toda la vida de la sociedad. En defender y reivindicar eficazmente este orden jurídico y social debe insistir a la autoridad pública “. (QA, apartado 88).

El Concilio Vaticano, en Gaudium et spes, confiere dos fundamentos teológicos decisivos. El primero es la dignidad de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios:

“La igualdad fundamental entre todos los hombres debe ser cada vez más reconocida, ya que, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, todos tienen la misma naturaleza y origen; y, redimidos por Cristo, todos tienen la misma vocación y destino divinos. Pero debe superarse y eliminarse, como contraria a la voluntad de Dios, cualquier forma social o cultural de discriminación, en cuanto a los derechos fundamentales de la persona, por razón del sexo, raza, color, condición social, lengua o religión … En efecto, las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros y pueblos de la única familia humana provocan el escándalo y son obstáculo a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y, finalmente, a la paz social e internacional” (GS, n.29).

El  segundo fundamento se encuentra en la referencia “a la creación de algún organismo de la Iglesia encargado de estimular a la comunidad católica en la promoción del progreso de las regiones necesitadas y de la justicia social entre las naciones” (GS, n. 90). La justicia social como exigencia de la dignidad humana tiene alcance global y encuentra su fundamentación teológica en el principio del destino universal de los bienes: “Dios ha destinado la tierra con todo lo que contiene para el uso de todos los hombres y pueblos; de modo que los bienes creados deben llegar equitativamente a las manos de todos, según la justicia, secundada por la caridad “(GS, n.69). Pablo VI, siguiendo esta orientación del Concilio, crea la Comisión de Justicia y Paz (Motu propio Catholicam Christi Ecclesiam, 6/01/1967).

Juan Pablo II mantiene la justicia social como un eje de la doctrina social de la Iglesia. Para él la “cuestión social” es identificada como cuestión de justicia social en cuyo origen se encuentran las estructuras de pecado y los mecanismos perversos (Sollicitudo rei socialis). Al situar el trabajo humano como clave de la cuestión social, el compromiso con la justicia se concreta, en primer lugar, en la lucha por los derechos laborales (Laborem exercens). La prioridad del trabajo sobre el capital es una de las exigencias de justicia social y los sindicatos son los exponentes de esta lucha (LE, n.8). Benedicto XVI, en Caritas in veritate, recuerda que la doctrina social nunca dejó de poner en evidencia la importancia que tiene la justicia distributiva y la justicia social para la propia economía de mercado, no sólo porque integrada en las mallas de un contexto social y político más vasto, sino también por la red de las relaciones en que se realiza (CiV, n. 35).

El Papa Francisco ampliará el concepto de justicia social (TORNIELLI, A. GALEAZZI, G. 2016, FRANCISCO, 2016). En Evangelii Gaudium el Pontífice recuerda que “nadie debería decir que se mantiene alejado de los pobres, pues nadie puede sentirse exonerado de la preocupación por los pobres y la justicia social” (EG, 201). Y destaca que la justicia social debe estar en la pauta del diálogo entre las religiones: “El diálogo interreligioso, fundado en la actitud de apertura en la verdad y en el amor, debe buscar la paz y la justicia social, es un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales “(EG, 250).

En Laudato sí el pontífice inserta la justicia social en el paradigma del cuidado de la casa común:

“a menudo falta una conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos. Estos son la mayoría del planeta, miles de millones de personas … Un verdadero enfoque ecológico siempre se convierte en un enfoque social, que debe integrar la justicia en los debates sobre el medio ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS, n. 49).

El cuidado de la casa común apunta a la justicia intergeneracional:

“Si la tierra nos es dada, no podemos pensar sólo a partir de un criterio utilitarista de eficiencia y productividad para beneficio individual. No estamos hablando de una actitud opcional, sino de una cuestión esencial de justicia, pues la tierra que recibimos pertenece también a los que vendrán” (LS, n. 159).

5 Nuevos enfoques y perspectivas

En la Conferencia de Medellín (1968), el CELAM dedicó un documento entero al tema de la justicia. En él, se denuncia que “la miseria marginaliza grandes grupos humanos en nuestros pueblos. Esta miseria, como hecho colectivo, es calificada de injusticia que clama a los cielos “. Y proclamaban la fuerza liberadora del cristianismo: “Creemos que el amor a Cristo y a nuestros hermanos será no sólo la gran fuerza liberadora de la injusticia y la opresión, sino también y principalmente la inspiradora de la justicia social” (Medellín, Justicia, n.1).

En Puebla (1979) los obispos contemplaron la justicia social como un derecho social que integra el proceso de evangelización. “Los pueblos de este continente tienen derecho a la educación, a la asociación, al trabajo, a la vivienda, a la salud, al ocio, al desarrollo, al buen gobierno, a la libertad y justicia social, a la participación en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones” (Puebla, n.1272).

En Aparecida el concepto fue ampliado de forma notable. Reino de Dios, justicia social y caridad cristiana es el título del primer ítem del capítulo 8. La justicia social se inserta en el amplio contexto del anuncio del Reino de Dios y de la promoción de la dignidad humana. Primero, recuerda que las obras de misericordia estén acompañadas por la búsqueda de una verdadera justicia social (DA, n.385).

A continuación, destaca que los nuevos pobres que emergen en la actualidad trascienden la dimensión socioeconómica de la justicia social:

los inmigrantes, las víctimas de la violencia, los desplazados y refugiados, las víctimas de la trata de personas y secuestros, los desaparecidos, los enfermos de VIH y las enfermedades endémicas, los tóxico-dependientes, los ancianos, los niños y las niñas que son víctimas de la prostitución, la pornografía y la violencia o el trabajo infantil, las mujeres maltratadas, las víctimas de la violencia, la exclusión y el tráfico para la explotación sexual, las personas con capacidades diferentes, grandes grupos de desempleados(as), los excluidos por el analfabetismo tecnológico, las personas que viven en la calle de las grandes ciudades, los indígenas y afroamericanos, agricultores sin tierra y los mineros (DA, n. 402).

La justicia social no se reduce a las políticas de distribución más equitativas de la renta y la riqueza. Un nuevo tipo de demanda articula la equidad económica al reconocimiento de grupos discriminados. La Iglesia reconoce a partir de la fe las semillas del Verbo presentes en las tradiciones y culturas de los pueblos indígenas y originarios en el fortalecimiento de sus identidades y organizaciones propias (cfr. DA, n.529-530). También apoya “el diálogo entre cultura negra y fe cristiana y sus luchas por la justicia social”. (DA, n.533).

Entidades y movimientos organizados alrededor de la etnia, del pueblo, del género y de la sexualidad, de la profesión, luchan para que sus identidades sean reconocidas. La reivindicación es ser “reconocido” como ser humano en su constitución plena “(HONNETH, 2003). La injusticia social también se expresa en formas de discriminación cultural. Las injusticias de naturaleza simbólica derivada de modelos sociales de representación excluyen al “otro” a través de sus códigos de interpretación y de valores morales. En muchos casos, la injusticia económica es ampliada por este tipo de injusticia. Las dos formas se refuerzan. El pobre no es sólo pobre económico, pero también es negro, es indígena, es mujer, es gay, es transexual, etc. La superación de la injusticia cultural está en el reconocimiento de las diversidades de las identidades y sus modelos sociales de representación. La política de reconocimiento y política de redistribución integran el concepto de justicia social. En la lucha contra la desigualdad socioeconómica se suman las luchas por el fin de las discriminaciones. Una amplia justicia social tiene por objeto responder a las dos reivindicaciones. El campo de la justicia social es al mismo tiempo, la redistribución y el reconocimiento (FRASER, 2001).

6 Justicia socioambiental

La distribución de los bienes, las tasas y la responsabilidad por el cuidado son el foco de la justicia ambiental. Las cuestiones que involucran la ecología y la desigualdad social se entrelazan en el concepto de justicia socioambiental. La definición clásica de justicia: “dar a cada uno lo que le corresponde” se aplica también a los recursos naturales, no sólo a los derechos económicos y sociales. La naturaleza es un bien público que todos los seres humanos deben disfrutar. La justicia social es uno de los cuatro temas de la Carta de la Tierra: respetar y cuidar de la comunidad de vida; integridad ecológica; justicia social y económica; democracia, violencia y paz. Las actividades e instituciones económicas en todos los niveles deberían promover sin discriminación, los derechos de todas las personas a un ambiente natural y social capaz de asegurar la dignidad humana, la salud corporal y el bienestar espiritual. Eliminar la discriminación en todas sus formas, como las basadas en raza, color, género, orientación sexual, religión, idioma y origen nacional, étnico o social.

¿A quién pertenecen las reservas de petróleo, los ríos, los bosques, la atmósfera? Existen, en líneas generales, los siguientes enfoques: (IBÁÑEZ, 2012). En la Justicia climática, los pobres son vistos como las principales víctimas de la crisis ambiental provocada por los ricos. Por lo tanto, los principales culpables de la crisis deben pagar por ella. La Justicia ambiental entiende que la basura tóxica y la chatarra se depositan en los territorios más pobres y en las periferias, afectando a grupos específicos: afrodescendientes (racismo ambiental); pobres (clasismo ambiental); mujeres (sexismo ambiental). Esta visión propone una distribución más justa de los recursos naturales de tal forma que ningún grupo social pueda ser perjudicado. Los defensores de la Justicia ecológica incluyen los animales no humanos en la distribución. La Justicia socioambiental intergeneracional contempla a las generaciones futuras como destinatarias de la justicia.

7 Sistematización

El bien común es el contenido de la justicia social. La justicia social regula las relaciones del individuo con la comunidad en su condición de miembros de la comunidad. En la justicia social, se busca directamente el bien común y, indirectamente, el bien de éste o de aquel individuo particular. El ser humano es considerado en comunidad.

El reconocimiento es la actividad propia de la justicia social. Ella pretende regular la práctica social de considerar al otro como sujeto de derecho (o persona), como un ser que es “fin en sí mismo y posee una dignidad” (Kant). Un sujeto de derecho sólo se constituye como tal si es reconocido por otro sujeto de derecho. La justicia social se refiere a esta práctica de reconocimiento mutuo en el interior de una comunidad. Ella suprime toda suerte de privilegios, en el sentido de una desigualdad de derechos. Cada uno sólo posee los derechos que acepta para los demás. En la medida en que los demás miembros no reconocen los derechos de alguien, éste queda excluido de reconocer los derechos de los demás. El sujeto de la justicia social es la alteridad.

La persona humana es un ser concreto existente. Tiene una naturaleza humana, un todo en sí mismo, no pudiendo ser reducido a una parte de un todo mayor. A ella se les deben todos los bienes necesarios para su realización en las dimensiones concreta, individual, racional y cultural. La igualdad básica de cada persona es la igualdad en esta dignidad como concepto fundador de la experiencia jurídico-política contemporánea.

Aunque la justicia distributiva, aplicando criterios pertinentes, como ‘a cada uno según su contribución y ‘a cada uno según su necesidad’, esté presente en el reparto de los bienes producidos, aun así, el sistema económico puede ser injusto desde el punto de vista de la justicia social, se viola la dignidad de la persona humana (Mater et magistra, n. 82).

Para determinar lo que es debido en un caso concreto, en términos de justicia social, no basta con seguir los cánones de igualdad proporcional de la justicia distributiva, sino que se hace necesario tener en cuenta los bienes de los que el ser humano es merecedor en virtud de su condición humana. La justicia social contempla las siguientes dimensiones: socioeconómica, jurídico-político-institucional, sociocultural, moral / subjetiva. La justicia social es la sistematización, en términos de la teoría de la justicia, del valor de la dignidad de la persona humana presente en el desarrollo de la civilización: actúa de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre y simultáneamente como fin y nunca simplemente como medio (Kant). “Cómo queréis que los demás os hagan, haced también vosotros a ellos” (Lc 6, 31).

 Élio Gasda, SJ. Faculdade Jesuíta de Filosofia e Teologia (Belo Horizonte). Texto original portugués.

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Para saber más

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Fe cristiana y praxis social

Índice

Introducción

1 Autocomprensión de la fe cristiana

1.1 La fe cristiana como camino

1.2 La fe cristiana como testimonio

1.3 La fe cristiana como modo de vida

2 Praxis social cristiana

2.1 Una característica esencial, no opcional

2.2 Una individual y colectiva

2.3 Una praxis transformadora

2.4 Dimensiones de la praxis cristiana

3 La praxis social cristiana en la historia y en la actualidad

3.1 La praxis cristiana como programa de acción

3.2 Movimientos históricos inspirados en la praxis cristiana

3.3 El magisterio social inspirador del Papa Francisco

4 Referencias

Introducción

El propósito de esta entrada es dilucidar las relaciones entre fe cristiana y práctica social. Se trata, por un lado, de mostrar la autocomprensión de la fe cristiana como histórica y profética, cuya consistencia se verifica a través de la práctica de sus seguidores. Por otro lado, se plantea la cuestión: ¿qué se entiende por praxis social cristiana? ¿Como esta praxis social se realizó en los caminos de la historia, en la búsqueda de concretar su aspiración a ser una praxis transformadora? ¿Cómo se articula la fe cristiana y la praxis social?

El texto bíblico que nos puede acompañar en esta reflexión es el del apóstol Santiago en su carta a las primeras comunidades cristianas, cuestionando una fe sin obras que, según el apóstol, es muerta en sí misma:

¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare, abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Eso pasa con la fe; si no tiene obras, está muerta por dentro. Alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras y yo, por las obras, te probaré mi fe”.” (St 2, 14-18).

1 Autocomprensión de la fe cristiana

1.1 La fe cristiana como camino

En sus raíces, la fe cristiana no es, en primer lugar, un culto o rito, o un conjunto de verdades, sino un camino, una fe orientada hacia una praxis de vida. El texto emblemático para el discipulado cristiano es el de la curación del ciego Bartimeo, que pide a Jesús que le haga ver. Jesús le dijo: “Ve, tu fe te ha salvado”. La respuesta del ciego, curado de su ceguera – de falta de fe – fue el seguimiento de Jesús: “En el mismo instante, él recuperó la vista y fue siguiendo a Jesús por el camino” (Mc 10,52). La fe cristiana es un camino que conduce a la vida, que lleva a la salvación. Esto la hace una buena noticia para el hombre entero y todos los hombres, pues ella es el cumplimiento de una promesa de salvación, hecha por Dios a su pueblo, que él acompañó como pedagogo hasta la realización de lo prometido por la llegada del “Salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2,11).

1.2 La fe cristiana como testimonio

Las primeras comunidades cristianas se reunían para dar testimonio del resucitado, para celebrar la cena del Señor, memorial de su pasión. “Ellos eran perseverantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). La comunión fraterna incluía el cuidado con las viudas y con los pobres. Repartieron los bienes entre todos, “conforme a la necesidad de cada uno” (Hch 2,45). Las Escrituras sagradas eran importantes para ellos, pero no se caracterizaban como una “religión del libro” (como se considera, por ejemplo, el Islam), sino del testimonio vivo de los apóstoles. Según lo atestigua el libro de los Hechos, Jesús envía los suyos como sus testigos: “pero recibiréis el poder del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros para ser mis testigos en Jerusalén, por toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).

Pedro repite esa convicción en su segunda carta, considerada su testamento pastoral: “pues no fue siguiendo fábulas hábilmente inventadas que os dimos a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, sino por haber sido testigos oculares de su grandeza” (2Ped 1,16). La confirmación del testimonio es la entrega de la propia vida, el martirio como testimonio definitivo en la vida del discípulo.

1.3 La fe cristiana como modo de vida

La fe cristiana no sólo anuncia el Reino de Dios, sino que propone el Reinado de Dios en el mundo, lo que requiere conversión y adhesión de las personas al proyecto de Dios, traducido en obras virtuosas. Las obras revelan la autenticidad de la fe, no la justifican. La fe cristiana se inspira en el modo de ser y actuar de Jesús, en su vida, sus gestos, sus acciones y predicaciones. Jesús tenía como gran misión la vida plena de las personas, sobre todo de los pequeños, de los excluidos y marginados de la sociedad. Su predicación se centraba en el anuncio del Reino de Dios y su justicia. Sus gestos más frecuentes eran la enseñanza y el servicio a los enfermos, que él tocaba y por los cuales él se dejaba tocar. Así, el evangelista Lucas relata que “todos los que tenían enfermos, con diversas enfermedades, los llevaban a Jesús. Y él imponía las manos sobre cada uno de ellos y los curaba” (Lc 4, 40).

Jesús fue movido por sentimientos de compasión por el pueblo: “Al salir del barco, Jesús vio una gran multitud y se llenó de compasión por ellos, porque eran como ovejas que no tienen pastor. Y comenzó a enseñarles muchas cosas “(Mc 6,34). Percibía sus necesidades no sólo materiales sino también espirituales. No sólo les dio una enseñanza, sino también pan material.

Jesús resumió el modo de vida de sus seguidores en la práctica del amor fraterno, el “mandamiento nuevo”: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor se traduce en el don de la propia vida, no sólo en el martirio, sino en el servicio cotidiano, inspirado en la fe.

Esta comprensión de la fe cristiana como camino, testimonio y modo de vida, se mantuvo, con acentuaciones diversas a lo largo de la historia. La vida de Jesús sigue siendo la gran norma de vida de los cristianos. El Catecismo de la Iglesia Católica, expresión actualizada de esa fe, formula así ese seguimiento:

Incorporados a Cristo por el bautismo (Rm 6,5), los cristianos están “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rm 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (Jn 15,5), los cristianos pueden ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor” (Ef 5,1.), conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con “los sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5) y siguiendo sus ejemplos (CIC, § 1.694).

2 Praxis social cristiana

2.1 Una característica esencial, no opcional

La fe cristiana no puede prescindir, en modo alguno, del compromiso social, algo intrínseco al modo de ser cristiano. Es algo profesado y vivido a lo largo de la historia del cristianismo. El Concilio Vaticano II buscó actualizar la fe cristiana para nuestros tiempos. Esta fe lleva a los cristianos a hacer suyas las alegrías y las angustias de la humanidad de nuestro tiempo, como dimensión esencial de su mensaje de salvación:

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS, 1).

Así la fe cristiana “[…] se convierte en luz para iluminar las relaciones sociales” (GS, 40).

El Papa Francisco reafirma la incidencia social de la fe cristiana como característica imprescindible:

El querigma posee un contenido inevitablemente social: en el corazón mismo del Evangelio, aparece la vida comunitaria y el compromiso con los demás. El contenido del primer anuncio tiene una repercusión moral inmediata, cuyo centro es la caridad (EG, 177).

La fe cristiana tiene una dimensión personal, eclesial e histórica, que le es intrínseca. La propia fe cristiana, por su naturaleza testimonial, genera una praxis transformadora. Tiene impacto en la vida social y ejerce influencia en las estructuras que dan forma a la sociedad. Los cristianos son incentivados por su fe a practicar la caridad social, no sólo a través de acciones e instituciones de servicio al prójimo, sobre todo a los más necesitados, sino a través de personas que ejercen una función política y sociotransformadora.

La encíclica Octogesima Adveniens, de Pablo VI, afirma que la política es una forma exigente de vivir el compromiso cristiano: “La política es una manera exigente, aunque no sea la única, de vivir el compromiso cristiano, al servicio de los demás” (OA, 46). También podríamos formular así esa afirmación: “La política es forma sublime de ejercer la caridad”.

2.2 Una praxis individual y colectiva

La praxis social cristiana, para ser eficaz, será simultáneamente individual y colectiva. La dimensión individual, expresada en una opción de vida, se traduce en acciones y hábitos buenos. En lenguaje tradicional, son virtudes o hábitos virtuosos, “disposiciones habituales y firmes de hacer el bien (Cf. CIC 1883), y que tiene valencia social. Se trata de virtudes humanas y teologales. Como virtudes cardenales tenemos la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Las Virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad, esta última llamada por Pablo de “vínculo de la perfección” (Col 3,14) y “la mayor entre todas” las virtudes (1Cor 13,13). Estos hábitos nacen y se fortalecen en el contexto familiar y comunitario y dan una forma cristiana al ejercicio de la profesión y de la vida social de cada uno. Un profesional cristiano usará prudencia y fortaleza para poner en práctica acciones que modifiquen situaciones injustas. Una persona que practica la justicia y la verdad suscita esperanza de transformación. De eso habló el Papa Francisco, en su homilía en Villavicenzio, Colombia, invitando a la reconciliación y al rechazo de la venganza: “Basta una buena persona, para que haya esperanza. ¡Y cada uno de nosotros puede ser esta persona! Esto no significa ignorar o disimular las diferencias y los conflictos. No es legitimar las injusticias personales o estructurales” (Papa Francisco, 08/09/2017).

La praxis cristiana individual tiende a difundirse, a colectivizarse, y articulada con otros, puede desencadenar cambios. Puede desencadenar acciones transformadoras realizadas en colectivos, que actúan en el campo de la economía, de la política o de la cultura. Serán grupos de ciudadanos, en movimientos organizados, inspirados en los valores de la justicia y de la solidaridad, y que privilegien el diálogo como forma de búsqueda del consenso. De ahí puede nacer un nuevo ordenamiento jurídico, más justo y más humano. Leyes que traduzcan aspiraciones de minorías y combatan la discriminación. En el campo político, grupos y movimientos de un pueblo organizado, pueden construir un nuevo pacto social, más democrático y participativo. Hablando del diálogo social como contribución a la paz, la Evangelii Gaudium formula así ese proceso de praxis social realizada por el pueblo con su cultura y no por élites o minorías iluminadas:

El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de pocos para pocos, o de una minoría esclarecida o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural (EG, 239).

2.3 Una praxis transformadora

Para ser transformadora, la acción debe tener carácter de una verdadera praxis, es decir, una forma de acción que vincula la teoría con la práctica, de modo que se vuelvan interdependientes. Teoría y práctica se cuestionan y se construyen recíprocamente. La teoría es un momento necesario de la praxis. En la praxis la teoría se convierte en realidad transformadora. La praxis se distingue de un modo de actuar puramente repetitivo. La praxis es una acción reflexionada y que hace reflexionar. El cuestionamiento orienta a la búsqueda de coherencia con los valores cristianos, como el amor, la justicia y la solidaridad.

La praxis cristiana tiene así un carácter ético. Pretende provocar transformaciones, de situaciones menos justas a situaciones más justas. La praxis es un modo de actuar crítico, reflexivo, con finalidad transformadora. La comprensión de la praxis social cristiana fue estimulada por las discusiones en torno a la filosofía de la praxis (Gramsci). Aprender a reflexionar, crear el hábito de la reflexión, es condición para la realización de una praxis transformadora, que vincula estratégicamente conceptos o valores con acciones, articulando la teoría con la práctica. La reflexión crítica es fundamental para una praxis transformadora consistente y duradera. Podemos decir, en resumen, que la praxis cristiana es una acción reflejada que produce significado en términos de una transformación ideada o planificada y éticamente deseable.

2.4 Características de la praxis cristiana

La praxis cristiana busca llevar a una comprensión del camino del cambio y un compromiso con la práctica de ese camino, en el contexto de la comunidad eclesial. Implica un compromiso con la vida plena para todos y con la práctica de relaciones sociales humanas y humanizadoras. De esta forma, se empeña por superar una visión fatalista ante la vida, de situaciones de miseria, injusticia o exclusión y crear horizontes de esperanza, deseos de una nueva realidad. Este modo de actuar caracteriza a la praxis cristiana como histórica, eclesial y profética.

Además, es una praxis histórica, situada, contextualizada, y que se vale de la mediación de las ciencias sociales y de la filosofía para alcanzar un mejor conocimiento de la realidad (mediación socioanalítica y hermenéutica). Toma conciencia del cambio de época que vivimos, de los conflictos y de las transformaciones del contexto de vida. El cristiano se asume como sujeto de esa historia, y como miembro de un pueblo, con lazos familiares y pertenencias a grupos, a movimientos o agremiaciones partidistas. Se expresa en la participación política, consciente y creativa.

Segundo, es una praxis eclesial, adulta y corresponsable. Se compromete con una Iglesia abierta al mundo y al diálogo social, ecuménico e interreligioso. Este diálogo tiene dos manos: en el sentido de que la propia Iglesia sea consciente de que necesita cambiar; y en el sentido de que es responsabilidad de la Iglesia (como pueblo de Dios) influenciar estos cambios en la línea de una ética cristiana. Es importante que, jerarquía y pueblo, tengan conciencia del papel de la Iglesia, de sus potencialidades y límites, de la justa autonomía de las realidades terrestres, pero sobre todo del papel del pueblo cristiano en la promoción de la justicia, del bien común y de la defensa de los derechos de los más débiles y excluidos.

En tercer lugar, la praxis cristiana es profética, en el doble sentido de denuncia y de anuncio. Denuncia de situaciones históricas, estructuras mentales, hábitos y leyes que agreden la dignidad y la integridad de la vida humana, en todas sus fases, situaciones o leyes nocivas al bien común o que distorsionan la función social de la propiedad. Implica la denuncia de privilegios, de la corrupción y de la apatía política. La defensa de los más débiles exige lucidez en percibir y coraje para denunciar situaciones, decisiones y propuestas perjudiciales a los pobres, a las minorías, a sectores o grupos fragilizados. También requiere el apoyo a iniciativas que promuevan el bien común y la sostenibilidad ambiental. El profetismo de la Iglesia gana fuerza a través de gestos concretos que realizan en el ámbito interno de la Iglesia lo que ella predica para los demás, por ejemplo, por la observancia de los derechos de los trabajadores y el pago de los impuestos y tributos debidos.

3 La praxis social cristiana en la historia y en la actualidad

3.1 La praxis cristiana como programa de acción

La reflexión y la praxis social de la Iglesia a lo largo de los últimos ciento cincuenta años ha tenido una expresión en un cuerpo doctrinal propio, original y siempre abierto, la llamada Doctrina Social de la Iglesia o pensamiento social cristiano. Se trata de una enseñanza evolutiva, respondiendo a desafíos históricos e incorporando reflexiones y experiencias, recibidas y formuladas en una serie de encíclicas sociales, textos del Concilio y otros documentos oficiales. La serie de once encíclicas sociales fue inaugurada por la Rerum Novarum, de León XIII (1891), sobre la Condición de los Obreros. El Magisterio de la Iglesia abrazó la misión de reflexionar sobre las grandes cuestiones en los diversos momentos de la historia, siempre a la luz del Evangelio de Cristo, de la enseñanza de los Santos Padres y de la filosofía cristiana.

Las más recientes son las encíclicas de Benedicto XVI Caritas in Veritate, “sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad” (2009), y la Laudato Si, del Papa Francisco, sobre el cuidado de la casa común (2015), que analiza la crisis ecológica íntimamente conectada con la crisis ambiental. Inserido en esa corriente de pensamiento y confiriendo autoridad máxima a esa enseñanza, tenemos el documento del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo de hoy (1965). Se definieron seis grandes principios y cuatro valores básicos de la vida social. Estos son los principios: la dignidad de la persona humana; el bien común; el destino universal de los bienes; la subsidiariedad; la participación y la solidaridad. Y los cuatro valores: la verdad, la libertad, la justicia y el amor.

La enseñanza social cristiana nace y se enriquece en las comunidades cristianas, desde los tiempos de los apóstoles. Ante la diversidad de las situaciones, como escribe el Papa Pablo VI en la AO, el magisterio no quiere “proponer una solución que tenga valor universal”. En verdad, “es a las comunidades cristianas que cabe analizar, con objetividad, la situación propia de su país y procurar iluminarla, con la luz de las palabras del Evangelio; a ellas les corresponde deducir principios de reflexión, normas para juzgar y directrices para la acción en la doctrina social de la Iglesia, como fue elaborada en el curso de la historia “… A esas comunidades cabe discernir” las opciones y los compromisos que conviene tomar, para los cambios que se presentan como necesarios, con urgencia, en no pocos casos “, en diálogo con la jerarquía,” con los otros hermanos cristianos y con todas las personas de buena voluntad” (AO, 1971, n. 4).

En el contexto actual de una sociedad pluralista y posmoderna, es importante que las comunidades cristianas dialoguen con los diversos grupos y movimientos presentes en la sociedad. Llevando con claridad su propuesta en relación a los valores fundamentales de la vida en común, la comunidad cristiana está dispuesta a buscar, de forma conjunta, la propuesta que mejor sirva al interés colectivo, como propone Evangelii Gaudium:

En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones específicas. Pero, junto con las diversas fuerzas sociales, acompaña las propuestas que mejor correspondan a la dignidad de la persona humana y al bien común. Al hacerlo, propone siempre con claridad los valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir convicciones que puedan después traducirse en acciones políticas (EG, 241).

3.2 Movimientos históricos inspirados en la praxis cristiana

La praxis social de la fe cristiana dejó su huella a lo largo de la historia de muchas sociedades, en las cuales ella estuvo presente, actuando de formas variadas, pero siempre en el sentido de concretar valores cristianos. Dado que nada de lo humano le es ajeno, la praxis cristiana, en el contexto de la cristiandad, se ha concretado en obras en las áreas de salud (santas casas), educación (escuelas y universidades), cultura (canto sacro, bellas artes, medios de comunicación). En un mundo secularizado, aun continuando su acción a través de instituciones, su presencia se ha vuelto más difusa, ya sea a través de movimientos sociales, ya sea a través del debate público (teología pública).

Entre los movimientos en el campo económico y social podemos citar, por ejemplo, la economía popular y solidaria, centrada en la persona, en la atención de las necesidades humanas y en el cuidado con el medio ambiente, que se presenta como una alternativa para el capitalismo liberal, centrado en el capital, en la búsqueda del lucro privado, en la base de la competición y en la práctica del desperdicio. En el surgimiento del moderno movimiento cooperativista, es notoria la motivación religiosa de sus fundadores.

En un mundo dominado por la economía de mercado y el capitalismo financiero, en el que crece la concentración de la riqueza, la competencia, la desigualdad, la exclusión y el descarte de la ética, propuestas que buscan activamente una economía centrada en la persona, en un sistema de economía solidaria, en la búsqueda de la igualdad, de la participación, de la inclusión y de la sostenibilidad, puede parecer como utopía una propuesta incapaz de atender la demanda de bienes y servicios de siete mil millones de habitantes del planeta. Se queda abierta la cuestión de hasta cuando la humanidad podrá sobrevivir dentro de este sistema, que lleva al agotamiento de recursos naturales no renovables y a la degradación ambiental, en una carrera hacia el colapso de un sistema suicida. Cabe recordar aquí esta advertencia de la Encíclica Laudato Si, sobre nuestra casa común:

El ritmo de consumo, desperdicio y alteración del medio ambiente ha superado de tal manera las posibilidades del planeta, que el estilo de vida actual -por ser insostenible- sólo puede desembocar en catástrofes, como ya está ocurriendo periódicamente en varias regiones (LS, 161).

En apoyo a muchos de esos movimientos o acciones en la base, la Iglesia -sobre todo a partir del Vaticano II- creó pastorales específicas, de asesoría y promoción de la acción social de las bases. Las “pastorales sociales” constituyen así intentos de respuesta histórica articulada, en el ámbito eclesial, del compromiso social cristiano en los más variados frentes. Con el acompañamiento de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (CNBB), contamos en Brasil con (al menos) once pastorales sociales nacionales, todos dirigidas a la acción con grupos vulnerables o sectores que piden atención especial: Pastoral del Niño, Carcelaria, de la Mujer Marginalizada, de la Salud, del Menor, de los sin techo,  de los Migrantes, de los Nómadas, de los Pescadores, Pastoral Obrera, de la Tierra. Los demás sectores están muy cerca de esas pastorales, como la pastoral de la educación, la cultura, el CIMI (Consejo Indigenista Misionero), la CPT (Comisión Pastoral de la Tierra), la Comisión Brasileña Justicia y Paz y la Cáritas Brasileña. La propia Campaña de la Fraternidad, en su fase actual, propone temas de carácter social, abordados anualmente a nivel nacional. En 2017, el tema fue: “Fraternidad, biomas y defensa de la vida” y el lema: “Cultivar y guardar la creación” (Gn 2,15). En 2018, se reflexionó sobre “Fraternidad y superación de la violencia”, con el lema: “Vosotros sois todos hermanos” (cf. Mt 23,8).

3.3 El magisterio social inspirador del Papa Francisco

La praxis social cristiana ha recibido últimamente una fuerte inspiración en el magisterio del Papa Francisco. Los grandes temas de su magisterio tienen una profunda orientación social: una “Iglesia en salida”, que sale de su autorreferencialidad y va a las periferias geográficas, sociales y existenciales; la opción por los pobres y marginados a causa de una cultura de la indiferencia y del descarte; la acogida de migrantes y refugiados, que nadie quiere; el cuidado de la casa común, con la apuesta por una ecología integral; la búsqueda de la paz, fruto del perdón, de la reconciliación y de la creación de condiciones dignas de vida para todos. Para salir de sí, la Iglesia debe asumir riesgos: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG, 49).

La Iglesia de los sueños del Papa es una iglesia pobre y para los pobres. “Justificando la elección del nombre de Francisco – recordando al pobre de Asís, Francisco, – declaró el Papa Jorge Mario Bergoglio:” ¡Ah, como me gustaría una Iglesia pobre y por los pobres! “(RV, 16.13.2013). Claramente, la crítica más fuerte del Papa es contra una economía que sirve al dios dinero y que mata: “Digamos NO a una economía de exclusión y desigualdad, donde el dinero reina en lugar de servir. Esta economía mata. Esta economía excluye. Esta economía destruye a la Madre Tierra “(Papa Francisco a los Movimientos Sociales en S. Cruz de la Sierra, Bolivia, 10.07.2015). El cambio de las estructuras del actual sistema económico es condición fundamental para la solución de los grandes problemas sociales de nuestro mundo:

Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad [173], no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.  La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica…  (EG 202-203).

La superación de la desigualdad, la pobreza y la explotación, así como la inclusión social de los pobres, sólo será posible si se resuelve simultáneamente la cuestión ambiental. En la visión de Francisco, no existen dos crisis separadas, sino una única y compleja crisis socioambiental:

Es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza (LS, 139).

Conclusión

El tema fe cristiana y praxis social nos remite al núcleo central del propio cristianismo: el misterio de la encarnación. Desde que el Hijo de Dios se hizo hombre, nada de lo que es humano es ajeno a la fe cristiana. Más que eso: el mismo Señor quiere ser identificado en la persona del más pequeño de sus hermanos, como leemos en el texto de Mateo sobre el juicio de las naciones. “Todas las veces que hicisteis eso a uno de estos más pequeños, que son mis hermanos, a mí me lo hicisteis “(Mt 25, 40). Este texto no es más que la traducción histórica del doble mandamiento del amor. Para el cristiano, la praxis social es parte esencial en el ejercicio de su identidad cristiana, en la vivencia del amor-caridad. Sin la praxis social, la fe es muerta, como recordamos al principio de este verbo: “Porque, así como el cuerpo sin espíritu es muerto, así también la fe sin obras es muerta” (St 2.26).

Matias Martinho Lenz, SJ. Pontificia Universidad Católica de Pelotas, Brasil. Texto original portugués.

Referencias

Encíclicas sociales en orden cronológico, con sigla y año de publicación:

LEÓN XIII. Rerum Novarum (RN). Sobre la condición de los obreros, 1891.

PIO XI. Quadragesimo Anno (QA). Sobre la restauración y perfeccionamiento del orden social de conformidad con la Ley Evangélica, 1931.

JUAN XXIII. Mater y Magistra (MM). Sobre la evolución contemporánea de la vida social a la luz de los principios cristianos, 1961.

_____. Pacem in Terris (PT). Sobre la paz cristiana, 1963.

PABLO VI. Populorum Progressio (PP). Sobre el desarrollo de los pueblos, 1967.

JUAN PABLO II. Laborem Exercens (LE). Sobre el trabajo humano. En el 90 Aniversario de la Rerum Novarum, 1981.

_____. Sollicitudo Rei Socialis (SRS). Solicitud por la cuestión social. En el 20º Aniversario de la Populorum Progressio, 1987.

_____. Centesimus Annus (CA). En el Centenario de la Rerum Novarum, 1991.

BENEDICTO XVI. Caritas in Veritate (CV). Sobre el desarrollo humano integral en la caridad y la verdad, 2009.

FRANCISCO. Evangelii Gaudium (EG). La Alegría del Evangelio. Sobre el Anuncio del Evangelio en el mundo actual, 2013.

_____. Laudato Si’ (LS) – Alabado Seas. Sobre el cuidado de la casa común, 2015.

Otros documentos sociales oficiales de la Iglesia Católica

CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II. Constitución pastoral Gaudium et spes (GS). Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, 1965.

_____. Decreto Apostolicam Actuositatem (AA). Sobre el Apostolado de los Laicos, 1965.

CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO. Conclusiones de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano.Documento de Puebla (DP), 1979.

_____. Conclusiones de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina. Documento de Aparecida (DA), 1979.

Textos y libros de referencia

GASDA, E. E., Economia e Bem Comum. O cristianismo e uma ética da empresa no capitalismo. S. Paulo: Paulus, 2016.

FRANÇA FILHO, G. C., e LAVILLE, J.-L. Economia Solidária. Uma Abordagem Internacional. Porto Alegre: UFRGS Editora, 2004.

MORAES, C. B. Cristianismo e Libertação. A Fé Cristã e a Práxis Histórica na Teologia de João Batista Libânio. Dissertação de Mestrado em Teologia. Belo Horizonte: FAJE- Faculdade Jesuíta de Filosofia e Teologia, 2014 (manuscrito, disponível na Internet).

PIKETTY, T.  A Economia da Desigualdade. Rio de Janeiro: Intrínseca, 2015.

PONTIFÍCIO CONSELHO “JUSTIÇA E PAZ”. Compêndio da Doutrina Social da Igreja (CDSI). São Paulo: Paulinas, 2005.

SOUZA, A. R., CUNHA, G. C., DAKUZAKU, R. Y. (Orgs). Uma outra Economia é Possível. Paul Singer e a Economia Solidária. S. Paulo: Contexto, 2003.

ZACARIAS, R., e MANZINI, R. (Orgs.). Magistério e Doutrina Social da Igreja. Continuidade e desafios. S. Paulo: Paulus, 2016.

Historia del cristianismo en América Latina: reflexiones metodológicas

Índice

1 Precisando conceptos

2 Especificidad del contexto latinoamericano

3 Historia religiosa y las múltiples formas de Cristianismo

4 Nueva categoría hermenéutica

5 Historiografía precursora

6 Periodización

7 Referencias bibliográficas

1 Precisando conceptos

Hablar de Historia del Cristianismo en América Latina implica, ante todo, precisar algunos conceptos básicos: lo que se entiende por cristianismo y lo que implica el contexto Latinoamericano.

De los tiempos del descubrimiento de América (1492) hasta la tercera década del siglo XIX, proponer una Historia del Cristianismo en Hispanoamérica significaba hacer referencia casi exclusivamente a la Historia de la Iglesia Católica en el Nuevo Mundo. Sólo a finales del siglo XX comenzaron a aparecer los primeros trabajos históricos sistemáticos sobre el cristianismo en América Latina. Sin embargo, la mayoría de los autores que abordaron el tema en sus manuales trató el cristianismo como sinónimo de “Iglesia Católica Apostólica Romana” y comprendió a América Latina como un continente eminentemente “cristiano”. Por otro lado, también los autores que tuvieron una pretensión más ecuménica trataron el protestantismo histórico (luteranos, calvinistas, metodistas, bautistas), el anglicanismo y el pentecostalismo como apéndices de la historia del catolicismo en América Latina. Por eso, la historia del cristianismo en América Latina todavía carece de un tratamiento que considere la historia ecuménica de la “Iglesia”, de acuerdo con su concepto más propio, es decir, como fruto de la llamada de Jesucristo, confesado por los cristianos, como hijo de Dios. En este sentido, más que institución humana, el concepto eclesiológico de la Iglesia debería ser tratado como movimiento histórico del cuerpo místico de Cristo, comunidad de los santos, pueblo de Dios, mediatizada por los signos históricos como la evangelización por los sacramentos del bautismo, de la eucaristía, el matrimonio, la confesión, la ordenación presbiteral; por la oración y las devociones, por las vocaciones, por la cruz, sufrimientos y persecuciones. Esta eclesiología abriría espacio a una historiografía ecuménica.

Las definiciones de “cristianismo” en los diferentes estudios historiográficos presentan significativas variaciones. Para unos, el cristianismo identificaría una corriente de pensamiento, de conducta, de educación, de ordenamiento social, jurídico y político, cuya raíz estaría en la vivencia de fe en la Iglesia. En su sentido más amplio, sería la repercusión de la tradición cristiana en todos los ámbitos de la vida, así como fue considerada en una determinada época.

Latinoamérica, a su vez, es un concepto cultural, no geográfico. Fue acuñado en Francia en el siglo XIX para describir el alcance de los países americanos que se estaban configurando constantemente con la civilización latina, a través de la intervención de españoles, portugueses, franceses e italianos. Con frecuencia, la historiografía utiliza el concepto de Iberoamérica para designar a los países al sur de los Estados Unidos. El concepto de América Latina es más amplio, ya que podría incluir las antiguas posesiones españolas que hoy tienen tradiciones inglesa, francesa y holandesa. Sin embargo, este mismo concepto tiene una unilateralidad importante, pues excluye los elementos culturales indígenas y africanos y, de cierta forma, perpetúa la idea conceptual del estado de dependencia cultural del hemisferio meridional de América con relación a Europa.

2 Especificidad del contexto latinoamericano

Un segundo elemento importante a ser considerado en una historia del cristianismo es su contexto, es decir, América Latina, como continente multifacético. América Latina, lejos de presentarse unitaria, como su nombre parece sugerir a primera vista, se presenta fundamentalmente dividido lingüísticamente y culturalmente entre las culturas hispana y portuguesa. Además, América Latina fue escenario de acciones del sistema colonial europeo, del imperialismo europeo y norteamericano, de revoluciones, ideologías y teologías.

3 Historia religiosa y las múltiples formas de Cristianismo

En el estudio del cristianismo, específicamente en América Latina, hay una cuestión de perspectiva que no puede ser desconsiderada: ¿se debe pensar en una historia religiosa o en una historia no religiosa del cristianismo en América Latina? En el caso de una historia religiosa, el acento recae en las relaciones de la Iglesia o de las Iglesias con los Estados. Por otro lado, es importante no olvidar que el cristianismo latinoamericano históricamente se presentó bajo múltiples facetas de pensamiento, de espiritualidad. Cada una de ellas expresa una época determinada, una forma específica de vivir el cristianismo, donde el principal énfasis estaría en la relación del pensamiento cristiano con la cultura. Algunas formas de cristianismo fueron, hasta el presente, descartadas por los estudiosos, por ser consideradas fruto del “sincretismo”, pero que deberían ser consideradas en un estudio global sobre el cristianismo en América Latina.

4 Nueva categoría hermenéutica

Hasta hace poco, el paradigma historiográfico que servía de base para la Historia del Cristianismo en América Latina se fundaba en el modelo de la “cristiandad”. Según este modelo, la historia sería fruto del enlace entre personas e instituciones que formarían las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en las cuales se buscaba mostrar cómo esta articulación, hasta cierto punto, favorecía la evangelización misionera en el Nuevo Mundo. A partir del Concilio Vaticano II y posteriormente de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (Colombia, 1968) y de la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Puebla (México, 1979), los teólogos vinculados a la Teología de Liberación introdujeron una nueva categoría hermenéutica, la cual sirvió de base para la relectura de la Historia del Cristianismo en América Latina: fue la categoría del “pobre”. Desde el punto de vista sociológico, “pobre” hace referencia a una clase social. Pero como “sujeto histórico”, pobres son los miserables, los marginados, el indígena, el inmigrante, los esclavos; todo aquel que es despojado de sus derechos y dignidades más fundamentales. En este sentido, la Historia del Cristianismo a partir de la mirada del vencido, del marginado, del pobre, (ver: La historia de los vencidos: indígenas y afrodescendientes), amplía el campo historiográfico que, de otro modo, sería casi restringido a las relaciones de la jerarquía y de poderes de las instituciones. Sin desconocer los debidos contextos históricos, la historiografía del Cristianismo en América Latina debe integrar al hombre latinoamericano, dependiente, dominado y oprimido, según los elementos característicos de una sociedad cuya pérdida de la autonomía, la destrucción de las unidades étnicas y la sumisión forzada, forman parte esencial para la comprensión de los procesos que dificultan, o inviabilizan por completo, el desarrollo tecno-científico, y llevan a la pérdida de control del propio destino socio-político.

5 Historiografía precursora

Hasta los inicios de la década de los 60, la historiografía sobre el cristianismo en América Latina estaba restringida casi íntegramente a la consideración de la Historia eclesiástica latinoamericana. La investigación, y como consecuencia también la periodización, dependía por completo de la historia de la Iglesia en las diversas unidades nacionales. No faltaron iniciativas de historiografías más globales, como la de Houtart, que, entre 1958 y 1962, inicia la publicación de los Estudios religiosos de la FERES (Federación Internacional de los Institutos Católicos de Investigaciones Sociales y Socio-religiosas), en Friburgo y Bogotá. Aunque el intento de formular un nuevo paradigma para la historiografía sobre la historia del cristianismo en América Latina (en el primer tomo abordaba la evangelización en América Latina, y en el tercero, la Iglesia en la crisis de la independencia), Brasil quedaba fuera de la investigación. Las diferencias culturales y lingüísticas entre Brasil y los demás países hispanoamericanos mantuvieron las investigaciones sobre el cristianismo en el ámbito de la implantación de la Iglesia y por vías completamente paralelas hasta los años 70. En general, las obras que se publicaron en aquella década, la Historia de la Iglesia de la América española, de los jesuitas Lopetegui, Zubillaga y Egaña (1965-1966), estaban circunscritas a la América hispánica. Por eso, la lógica hermenéutica aún seguía siendo basada en las historias diocesanas regionales y en la cronología hispánica, como, por ejemplo, para el período colonial: de Fernando V a Felipe II (1508-1556); de Felipe II a Carlos II (1556-1700); y de Carlos II a Fernando VII (1700-1833). Pese a todo ya comenzaban a surgir intentos de “síntesis”, como en el caso de Egaña (cuyos títulos eran: “Acción santificadora de la Iglesia”, “Acción cultural de la Iglesia” y “Acción artística de la Iglesia”. Como puede observarse el ámbito aún continuaba en la historia de la Iglesia).

Enrique Dussel (1972) publicó su Historia de la Iglesia en América latina, introduciendo en el subtítulo Medio milenio de coloniaje y liberación (1492-1992). Sin embargo, Brasil era tratado sólo marginalmente y el protestantismo aparecía sólo en los apéndices V y VI. Sin embargo, Dussel y Hoornaert (1974), en Brasil, fueron los primeros en insertar en sus síntesis las cuestiones planteadas por el Concilio Vaticano II y por la Conferencia de Medellín. Ambos influenciaron las investigaciones y publicaciones de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina (CEHILA).

Después de Kenneth Scott Latourette, con la History of the expasion of Christianity (1939 y 1943 para América Latina), fue el historiador cubano Justo González, con su Historia de las misiones (1970) el primero en presentar una síntesis sobre la difusión del cristianismo y del protestantismo en América Latina. Para el Caribe, Justo presentó en 1969 una historia ecuménica del “desarrollo de la cristiandad”, analizando, según las categorías de crecimiento y relevancia de la Iglesia, su relación con los problemas sociales y políticos de América Latina. En este sentido, tres años antes, Lloyd Mecham publicó Church and state in Latin America. A history of politico-eclesiastical relations (1966), que ya consideraba la presencia protestante en sus análisis.

Por último, los grandes manuales como la New Catholic Encyclopedia (t. VIII, 1967) y el Manual de Historia de la Iglesia, de H. Jedin, que dedica varias secciones a América Latina (1966-1979), incluyen el Cristianismo en América pero en su relación con la Iglesia (con excepción de la parte tratada por F. Zubillaga (1967-1979). En el ámbito protestante, se destaca el manual dirigido por Kurt Dietrisch Schmidt y Ernst Wolf, Die Kirche in ihrer Geschichte, que analiza el desarrollo del protestantismo junto con el del catolicismo, incluyendo también una sección para Brasil.

6 Periodización

La periodización de la historia del cristianismo en América Latina se presenta de difícil determinación. Primero, porque la Historia latinoamericana no se encuadra en la tradicional clasificación de antigua, media, moderna y contemporánea (a pesar de los innumerables inconvenientes que tal clasificación pueda suscitar). Tampoco ayuda a la definición de los períodos el artificio de equivalencia entre las culturas superiores americanas y la historia antigua, el período colonial y la edad media, el período de la ilustración y el período del renacimiento europeo, o el período de las independencias, la formación de los estados nacionales y de la penetración del protestantismo en el siglo XIX y el período contemporáneo. Tales comparaciones no se resisten a un análisis más profundo de sus contextos. El período colonial, que desde el siglo XVI fue profundamente marcado por el espíritu barroco y por las resoluciones del Concilio de Trento, no puede equipararse al medievo europeo. De la misma forma, el fenómeno de la expansión del protestantismo no es comparable a la época de la Reforma en Europa. Esto significa que no existen modelos previos de periodización para la Historia del Cristianismo en América Latina. Lo que los investigadores han propuesto son intentos, más o menos amplios, de una periodización basada en la cronología de la Historia de la Iglesia Católica en América Latina, además de separar (con algunas excepciones) los modelos referentes a América de lengua hispánica y al Brasil.

Un ejemplo de periodización, propuesto por E. Dussel (1972), se articula como sigue:

1 La cristiandad de las Indias Occidentales (1492-1808)

1.1 Primera etapa. Los primeros pasos (1492-1519)

1.2 Segunda etapa. Las misiones de Nueva España y Perú (1519-1551)

1.3 Tercera etapa. La organización fortalecimiento de la Iglesia (1551-1620)

1.4 Cuarta etapa. Los conflictos entre la Iglesia misionera y la civilización hispana (1620-1700)

1.5 Quinta etapa. La decadencia borbónica (1700-1808)

2 Agonía del cristianismo colonial (1808-1962)

2.1 Sexta etapa. La crisis de las guerras de la independencia (1808-1825)

2.2 Séptima etapa. La crisis se profundiza (1825-1850)

2.3 Octava etapa. ¡La ruptura se produce! (1850-1930)

2.4. Noveno paso. Renacimiento de las elites latinoamericanas, en un proyecto de nueva cristiandad (1930-1962)

3 Aurora de una nueva época (a partir de 1962)

3.1 La crisis latinoamericana de la liberación.

3.2. Descripción de los acontecimientos recientes[1]

Naturalmente, este modelo no encaja perfectamente para Brasil, que comenzó su movimiento misionero mucho más tarde. Además de eso, sólo con la creación del Arzobispado de Salvador de Bahía, en 1676, y con la erección de la última diócesis en el período colonial, en 1745, Mariana (MG), es que se puede considerar la organización y consolidación de la Iglesia Brasileña. Por último, también refiriéndonos a Brasil, fue la dinastía de Braganza la que estuvo en el poder en Portugal de 1640 a 1810.

Por eso, E. Hoornaert, en Para una Historia de la Iglesia en Brasil (1973), propone otra periodización que toma en consideración la especificidad de la historia brasileña.

1 – La cristiandad brasileña (1500-1808)

1.1 – La Evangelización

1.1.1 – 1500-1614: Período transoceánico o de las costas

1.1.2 – 1614-1700: Colonización del interior del país a través de las rutas fluviales

1.1.3 – 1700-1750: Descubrimiento de las “minas genais” (los ricos depósitos existentes en el Estado federal del mismo nombre) y el comienzo del “Gran Brasil”

1.1.4 – 1750-1808: Reacción del pacto colonial de Portugal y Brasil ante los nuevos hechos establecidos por el Tratado de Utrecht (1713)

1.2 – La organización (órdenes, episcopado, clero, seglares)

1.3 – La vida cotidiana (clero, tipología del catolicismo

2 – La Iglesia y el nuevo Estado (1808-1930)

2.1 – La emancipación política y la Iglesia

2.2 – La formación del nuevo Estado y de la Iglesia

2.3 – La reorganización de la Iglesia ante el Estado liberal y su crisi

3 – Para una Iglesia Latinoamericana (a partir de 1930)

3.1-  El laicado y el problema social (1930-1962)

3.2 – La Iglesia del Vaticano II, del CELAM y de la Liberación

Como se puede notar, la periodización propuesta por Hoornaert se adapta a la historia de la Iglesia Católica en Brasil y, al menos en el momento de su proposición (1973), no consideraba el tema de los protestantes en Brasil.

Hay todavía otros intentos, como la del historiador uruguayo Methol (1968). Su modelo, que incluye la historia brasileña, se articula bajo tres ejes:

1 La cristiandad indígena (1492-1808)

2 La primera emancipación y la anarquía de la Iglesia (1808-1831

3 La Iglesia entre la restauración y la secularización (1831-1962)

Aunque se han hecho enormes avances en las investigaciones, en la etapa actual de la periodización para la historia del cristianismo en América Latina, se observa que aún no se ha alcanzado una periodización unitaria plenamente satisfactoria. Cada modelo presenta ventajas y desventajas. Con certeza, la superación de la bipartición historia colonial e historia de América Latina y la aceptación por parte de los investigadores del principio de mutua relación entre ambas ya está llevando a síntesis más amplias.

Una propuesta, en este sentido, es la del manual de Hans-Jürgen Prien, La Historia del Cristianismo en América Latina (1985), el cual articula su periodización histórica de la siguiente manera:

1 Desarrollo del cristianismo latinoamericano bajo el signo del modelo de “cristiandad”

2 Crisis de la “cristiandad” latinoamericana en la época del Iluminismo y la emancipación política

3 Iglesia y Sociedad entre la restauración y la secularización. Cuestionamiento y supresión del modelo tradicional de la “cristiandad” latinoamericana en virtud del liberalismo y del protestantismo

4 El cristianismo en la época del ecumenismo y de la crisis de los Estados Nacionales en el conflicto del desarrollo

En consecuencia, independientemente de por cuál periodización se opte (con las relativas ventajas y desventajas), ciertamente no podemos entender las raíces y los profundos cambios por los que pasó el Cristianismo en América Latina y, específicamente en Brasil, si no consideramos algunos factores fundamentales que, por sí mismos, ya indican un esbozo de periodización.

Para Enrique Dussel, los períodos históricos pueden ser considerados como momentos internos de las épocas, cuyos límites serían marcados por los cambios de los bloques históricos de poder. Ya Ondina E. González y Justo González en su libro, Cristianismo en América Latina. Una historia (2010), incluye un período para el catolicismo después del Vaticano II y otro para el pentecostalismo y los movimientos autóctonos.

En este sentido, podríamos pensar la Historia del Cristianismo en América Latina genéricamente dividida de la siguiente forma:

1ª época – Del “descubrimiento” hasta mediados del siglo XVI. Abarcaría el tiempo de implantación de la presencia hispano-lusitana, el proceso de colonización y de expansión misionera.

2ª época – Abarcaría el periodo temporal desde mitad del siglo XVI hasta 1620. Además de continuar con el proceso anterior, esta época trataría de la implantación de las estructuras de la Iglesia colonial y de todas las formas de religiosidad cristiana en este periodo colonial. Especialmente importante sería el Concilio de Lima (1551), la fundación de la Diócesis de Bahía, la llegada de los jesuitas a Brasil (1549). Y, finalmente, la estructura organizacional de la Iglesia colonial ya formada.

3ª época – comenzaría en 1620, extendiéndose hasta 1700 (* 1777). Sería el período del “Cristianismo Barroco”, que se concluiría con la crisis de la sucesión dinástica, con la sustitución de los Habsburgo por los Borbones, en España. Este período estar marcado por una reorganización de la sociedad colonial, incluyendo la Ilustración en América Latina. En el caso brasileño, el eje cronológico se extendería hasta el final del período pombalino (* 1777). Las reformas pombalinas cambiaron la configuración político-social de Brasil, con los consecuentes reflejos en la vida eclesial del catolicismo brasileño.

4ª época – Abarcaría el período cronológico entre 1780 y 1914. Este largo período abarcaría el tiempo de crisis del período colonial (1807-1830), las guerras de emancipación (1830-1880) y la reorganización de los estados nacionales en América Latina. Sería momento que ocurriría la definitiva escisión entre un cristianismo marcado por una Iglesia de tipo patronal y la época de la emancipación de la oligarquía criolla. En Brasil, la “cuestión religiosa” llevará a la separación entre Iglesia y Estado, y a la “romanización del catolicismo”. Entre 1880 y 1914, tendríamos el fenómeno del imperialismo, acompañado por el positivismo, y por la expansión protestante. El cristianismo será marcado por la lucha entre conservadores y viejos liberales en busca de un nuevo orden estatal. Llegan a América Latina los ecos de un liberalismo “tardío” y del cientificismo. El estado liberal hará la “desamortización” de los bienes eclesiásticos. El protestantismo tendrá un discurso muy similar al catolicismo romanizado. Instalación de las congregaciones religiosas modernas y apertura de colegios protestantes.

5ª época – De 1914 hasta el presente. Abarcaría el período entre las dos grandes guerras. En América Latina, el cristianismo sería fuertemente marcado por los movimientos populistas. La Iglesia Católica abriría mayor espacio a los movimientos laicos y la inserción en la vida civil. El protestantismo, a su vez, propondrá un modelo de vida eclesial en que América Latina será considerada como territorio de evangelización, iniciando su expansión. Fueron importantes para esta penetración los Congresos de Panamá (1916), Montevideo (1925) y La Habana (1929). El Concilio Vaticano II y sus ecos, con las Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Todavía forma parte de este período la renovación del cristianismo con relación a los proyectos desarrollistas de los estados (1955-1965); el choque con los gobiernos dictatoriales y con la Doctrina de Seguridad Nacional (1965-1980); la opción preferencial por los pobres, la crisis provocada por la Teología de Liberación; y la participación de las iglesias en las diversas vertientes de las ideologías socialistas. Un último elemento muy importante para la historia del cristianismo sería el desarrollo de las múltiples manifestaciones del cristianismo pentecostal / evangélico y los movimientos autóctonos. El cristianismo “sincrético”.

Este intento de periodización ejemplifica la complejidad y el alcance de una historia del cristianismo en América Latina.

Luiz Fernando Medeiros Rodrigues, SJ. Unisinos, São Leopoldo (Brasil). Original en portugués

7 Referencias

DREHER, Martin N. A Igreja Latino-Americana no Contexto Mundial. 3a. Ed. São Leopoldo: Sinodal, 2007.

DUSSEL, Enrique. Historia de la Iglesia en América latina. Medio milenio de coloniaje y liberación (1492-1992). 2ª ed. Nova Terra: Barcelona, 1972.

EGAÑA, Antonio de. Historia de la Iglesia en la América española desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX. Hemisferio Sur. Madrid: BAC, 1966.

GONZÁLEZ, Justo L. Historia de las missiones. Bueno Aires: Methopress, 1970.

GONZÁLEZ, Ondina E.- GONZÁLEZ, Justo. Cristianismo na América Latina. Uma história. São Paulo: Editora Vida Nova, 2010.

HOORNAERT, Eduardo. “Para uma história da Igreja no Brasil”. In: REB, mar. 33 (1973): 117-138.

HOUTART, François. La Iglesia latino-americana en la hora del concilio. FERES: Fibourg/Bogotá, 1963.

JEDIN, Hubert. Manual de Historia de la Iglesia. (Biblioteca Herder, 10 T.). Barcelona: Ed. Herder, 1966-1987.

LATOURETTE, Kenneth Scott. A history of the expansion of cristianity. vols. III,V. New York: Harper & Bros, 1939, 1943.

LOPETEGUI, Léon-ZUBILLAGA, Félix. Historia de la Iglesia en la America española. Desde el descubrimiento hasta comienzos del siglo XIX. México. América Centra. Antillas. (Biblioteca de Autores Cristianos). Madrid: BAC, 1965.

MECHAM, John Lloyd. Church and State in Latin America: A History of. Politico-Ecclesiastical Relations. 2 ed. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1966.

METHOL, Ferré. Las épocas. La Iglesia en la historia latino-americana. IN: Víspera II, 6 (1968): 68-86.

PRIEN, Hans-Jürgen. La Historia del Cristianismo en America Latina. S. Leopoldo/Salamanca: Sinodal/Sígueme, 1985.

SCHMIDT, Kurt Dietrisch-WOLF, Wolf, Die Kirche in ihrer Geschichte. Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1967.

[1] E. Dussel fue sistemáticamente desarrollando y añadiendo nuevos elementos a su trabajo original de 1992. En la edición de 1992 se encuentra un elemento más: La Iglesia, los regímenes de seguridad nacional y el proceso de redemocratización, de Sucre a Santo Domingo.

Jesús, mediador entre Dios y los hombres

Sumario

Introducción

1 El testimonio de la Escritura

2¿Qué es una mediación? La mediación de Cristo

3 Algunos testimonios em la tradición

3.1 Ireneo de Lyon (ca. de 140-202)

3.2 De Agustín a Tomás de Aquino

3.3 Hoy

Introducción

Los términos “mediación” y “mediador” hoy tal vez no nos digan mucho. Ellos pertenecen al lenguaje jurídico o al lenguaje filosófico, y no los utilizamos con frecuencia. Ellos exigen, efectivamente, alguna explicación. Pero a partir de nuestra reflexión, descubrimos que están, de modo un tanto escondido, en el corazón de nuestro lenguaje cotidiano, sea cual sea. También están en el corazón de nuestra fe, pues es en torno a ellos que se organiza toda la teología de la redención y de nuestra salvación, o sea, del éxito definitivo de nuestra vida. Intentemos, por lo tanto, acompañar ese lenguaje, primero en la Sagrada Escritura y, después, en la tradición de la Iglesia, hasta hoy, donde la encontramos en el importante tema de la reconciliación y en el desarrollo contemporáneo de la idea de sacramento[i].

1 El testimonio de la Escritura

El texto más característico del NT acerca de la mediación de Cristo Jesús es bien conocido: “Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y la humanidad: el hombre Cristo Jesús, que se entregó como rescate para todos” (1Tm 2,5-6).

Este texto paulino es en realidad una fórmula abreviada de la confesión de fe, próxima a la que se lee en 1Cor 8,6. Ella presenta al Padre y al Hijo, pero sin desarrollar estos términos como harán las confesiones de fe subsiguientes. Contiene dos artículos. El primero es la reanudación de la confesión judía fundamental: hay un solo Dios. El segundo artículo le asocia de manera inmediata la confesión de fe de Jesucristo, que comparte con Dios la característica de unicidad, una manera de decir que él no introduce el número en Dios. El único Dios y el único mediador constituyen entre sí una sola unidad divina. La particularidad de este segundo artículo consiste en apelar a la noción de mediador, que aquí recapitula el sentido y la finalidad de la vida y de la muerte de aquel que nos fue enviado como hombre. Él constituye con Dios uno solo, pero él se hizo un ser humano, y esta novedad hace de él un mediador. De hecho, es en tanto hombre, es decir, en tanto Dios convertido en hombre, como él es mediador. El final del texto es un resumen de la actividad salvadora de Jesús: se dio en rescate por todos nosotros, evocación de su muerte y resurrección, como nos reconciliaron con Dios.

¿Cuál es el alcance de ese texto, relativamente tardío en la obra paulina? ¿Será sólo un mero detalle del pensamiento del apóstol, o será la recuperación, por él, de un dato mayor de la revelación cristiana? Para responder a esta pregunta necesitamos primero verlo en el AT, debido a ese gran principio, aplicado por los Santos Padres, quienes nos enseñan a buscar siempre el acuerdo entre los dos Testamentos como signo de su verdad.

La lengua hebrea no posee un término equivalente al del griego mesites, “mediador”. Sin embargo, los grandes personajes del AT ya cumplen una función mediadora. Abraham es aquel en quien “serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12,3). Moisés tuvo por misión liberar a Israel de su cautiverio egipcio y concluir la primera Alianza entre Dios y su pueblo. Su mediación es, por lo tanto, también descendente. Pero interviene, sobre todo, ante Dios en favor de su pueblo pecador. Pablo llega a decir que la Ley fue promulgada “por los ángeles, por la mano de un mediador”, incluso si, ” este mediador no lo es de uno solo” (Gal 3,19). El NT comprende, por lo tanto, el papel de Moisés como el de una cierta mediación (Gal 3,19-29). El sacerdocio levítico es. a su vez, una institución de mediación en el servicio del culto y de la Ley. El rey, como ungido de Yhwh, es investido de una función de representación de su pueblo ante Dios. De manera muy diferente el profeta recibe la vocación de ser testigo de la palabra de Dios dirigida al pueblo. Su “mediación” es más descendente que ascendente, a diferencia de aquella del sacerdote y del rey. Pero a su vez intercede a favor del pueblo, debido a su solidaridad con él. La figura misteriosa de Siervo de Dios (Is 40-55) parece representar al pequeño resto de Israel y asumir una función de mediación entre Dios y los hombres. Él lleva el pecado de la multitud, él asume sus sufrimientos y ofrece su vida en expiación, lo que le valdrá una posteridad viva. Este servido anticipa la misión misma de Jesús, misión de reconciliación y de salvación, la de nuestro único mediador.

Cuando volvemos al NT, encontramos raramente el tema de la mediación de Cristo expresado de manera formal, pero él se encuentra en afirmaciones categóricas y solemnes y pertenece a la propia estructura de la revelación. Lo encontramos en la carta a los Hebreos, expresado de manera bien determinada, referente a la primera alianza y a los diversos anuncios proféticos: “Cristo ha recibido un ministerio tanto mejor, por cuanto es también el mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (Hb 8,6). El mismo tema se desarrolla con el lenguaje del “Sumo Sacerdote”, del que Jesús no atrae la gloria a sí mismo, sino que la recibe del Padre (Hb 5,5), mientras responde a ese llamamiento diciendo con el propio cuerpo: “He aquí que yo vengo” (Hb 10.5-7). La oferta del cuerpo de Cristo suprime los sacrificios y las oblaciones de la primera Ley. Esta alianza es eterna, pues el Cristo “vive siempre para interceder por nosotros” (Heb 7,25). “Por eso es el mediador de una nueva alianza: su muerte redimió las transgresiones de la primera alianza, y así los que son llamados reciben la herencia eterna prometida” (Hb 9,15). Esta es la “nueva alianza” prometida por Jeremías e inscrita en los corazones (Jr 31,31-34). La expresión es retomada por la misma epístola: “Jesús, el mediador de la nueva alianza y de la aspersión con sangre más elocuente que la de Abel” (Heb 12,24).

La gran novedad de la mediación sacerdotal de Cristo es que es ante todo descendente. Los sumos sacerdotes de la antigua Ley ejercían su ministerio en un movimiento principalmente ascendente y que nunca alcanzaba totalmente su objetivo: restablecer la comunión del pueblo con su Dios. Jesús se compromete en un movimiento libre y definidamente descendente, que lo conduce al abajamiento y a la muerte. Exactamente porque él viene de Dios y vino a nosotros rebajándose, él puede “establecer realmente una comunicación perfecta y definitiva entre el ser humano y Dios”(VANHOYE, 1980, p. 48). Mientras los sumos sacerdotes hacían todo para separarse del pueblo pecador, Jesús, el santo por excelencia, hace todo lo que puede para asumir una solidaridad plena con los pecadores. Así, podemos encontrar en él un “Sumo sacerdote misericordioso y digno de confianza” (Hb 2,17).

La Escritura expresa, además, la mediación del Cristo apelando al tema del intercambio. En la persona de Jesús se produce un misterioso intercambio entre Dios y los hombres. Escribe Pablo: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo: de rico que se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9). Es también el cambio de su fuerza por nuestra debilidad: “De hecho, fue crucificado en la debilidad, pero él vive por la fuerza de Dios. Y nosotros también somos débiles en él, pero también vivimos con él por el poder de Dios en relación con nosotros “(2Cor 13,4). Este intercambio va hasta el final, pues se convierte en el de la santidad y del pecado: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” (2Cor 5,21). Este versículo ha sido a menudo mal entendido. Evidentemente, Jesús no fue hecho pecador, sino que cargó sobre sí todas las consecuencias de nuestro pecado, como nos muestra la imagen de su cuerpo torturado. En la carta a los Gálatas el intercambio es el de la maldición y de la bendición: “Cristo pagó para liberarnos de la maldición de la Ley, haciéndose él mismo maldición en nuestro favor, pues está escrito:” Maldito todo aquel que sea suspendido en el madero ” Gl 3,13). En la cruz, Jesús se volvió a su vez objeto de la maldición proclamada por la Ley, en el momento en que nos justificaba a todos nosotros. Hasta allí fue su amor.

2 ¿Qué es una mediación? La mediación de Cristo

Podemos ser más exactos en cuanto a la definición de la mediación, que nos ha sido evocada en la Escritura bajo múltiples aspectos. Se trata, de hecho, de un término que utilizamos también en la vida cotidiana, que está en la base de nuestro lenguaje y funciona, sobre todo, en las matemáticas. Hagamos de inmediato la distinción entre el intermediario y el mediador. El intermediario es un tercer figurante externo a las dos personas que, por ejemplo, deberían ser reconciliadas. Él será el “hombre del buen servicio”. Él tiene su consistencia propia, presente antes y después del servicio prestado. El mediador es interno a cada uno de los protagonistas y constituye una unidad con cada uno de ellos. El intermediario sólo puede, en parte, convertirse en intermediario si, por una verdadera solidaridad con uno y otro, puede sentirse siendo él mismo en los dos lados del conflicto. Tomemos por ejemplo un empleador en oposición a una empleada inmigrante. Nuestro presunto mediador es, por una parte, un empresario, amigo del arriba mencionado, y de otra parte él mismo inmigrante originario del mismo país de donde viene la empleada. Él siente en sí mismo la humillación y un trato injusto que amenaza caer sobre ella. Él participa en el estatuto de mediador, porque se identifica naturalmente con cada una de las dos partes. Pero, en la medida en que su mediación tiene éxito, ella desaparece, así como él mismo como mediador.

La instancia mediadora por excelencia de la comunicación entre las personas humanas es el lenguaje: ser es hablar. No por nada las modernas técnicas audiovisuales son llamadas medios, o medios de comunicación. Los medios de comunicación están al servicio de la comunicación entre las personas. Pero para que el lenguaje pueda funcionar, ciertas condiciones deben ser respetadas. El mismo lenguaje -la misma lengua- debe ser adquirido por los dos interlocutores. Este lenguaje permitirá entonces que el mismo pensamiento o la misma información esté presente en cada uno de ellos. La comunidad del lenguaje permite la comunicación, tal vez hasta la comunión. Pero el lenguaje se desvanece constantemente, como el rollo de una película al ser proyectado, permitiendo así que siga vivo y pueda crear una comunión de vida.

Además, toda argumentación en nuestro lenguaje se apoya en el funcionamiento de “términos intermediarios”, términos que son comunes a otros dos términos diferentes y permiten hacer pasar nuestro pensamiento de uno a otro. El silogismo puede ser extremadamente simple, como el que nos va a servir de ejemplo. Pero él está presente también en argumentaciones extremadamente complejas. Así, por ejemplo, el silogismo que desde siglos se repite en las escuelas:

Todo hombre es mortal. Sócrates es un hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.

El problema consiste en poder justificar una relación fundadora entre Sócrates y su carácter mortal. ¿Por qué es mortal? ¡Porque es hombre! Y este es el término que nos servirá de término intermedio según una proposición general que vale para todos los hombres. “Todo hombre es mortal”, eso es cierto porque evidente; por lo tanto, vale para el caso particular de Sócrates que es un hombre. El término hombre sirvió aquí como mediador entre la afirmación A y la afirmación B. No le queda más que desaparecer. Este silogismo elemental, que no nos enseña nada, descompone en todos sus elementos una afirmación que ya conocemos bien, porque él reposa, para nosotros, de manera inconsciente, sobre raciocinios de ese género. El lenguaje funciona porque es al mismo tiempo nosotros mismos y el otro: es él el que nos permite, de alguna manera, de pasar de uno al otro. Ella es mediadora. Así comprendemos por qué el lenguaje está en el corazón de la reflexión filosófica.

Tomemos ahora el ejemplo de las matemáticas, en la que el signo = funciona en cualquier teorema. Un teorema progresa a partir de una sucesión de ecuaciones. Pero en cada progreso de la argumentación, los elementos de la ecuación cambian, de uno y del otro lado. El signo = es el término intermedio necesario para el progreso de la argumentación. Pero en sí mismo no es nada: se desvanece siempre que haya probado la perfecta equivalencia de los dos lados de la ecuación. Si en determinado momento la perfecta ecuación no fue respetada, todo el raciocinio se desploma.

Todas estas reflexiones sobre el lenguaje reciben un sentido extremadamente fuerte para el cristiano cuando descubre que el evangelio de Juan llama a la persona de Jesús de Verbo, es decir, de Palabra. En él, la Palabra divina se convirtió en palabra humana, el Verbo hecho carne. Esto era indispensable para establecer una comunicación plena entre el lenguaje de Dios y el lenguaje del ser humano. En Jesús, Dios aprendió nuestra lengua. En él se realiza la plena revelación y comunicación de Dios a los hombres y la perfecta respuesta del hombre a Dios, en la obediencia y en el amor. En Jesús mediador la comunión inmediata entre Dios y el hombre se realiza en un movimiento constante de intercambio entre la revelación de Dios y la oración del hombre. Este intercambio se realiza en él por nosotros, para ponernos, a nuestra vez, en comunión inmediata con el Padre. Pero la Palabra que es Jesús, es divina: no se desvanece como una simple palabra humana. Conviene decir, al mismo tiempo, que se desvanece y que no se desvanece. Ella se desvanece, y manifestó ese desvanecimiento en la muerte – la kénosis – en la cruz, pues de otro modo ella no habría cumplido hasta el fin la mediación que permite nuestro paso hacia Dios. Ella no se desvanece, pues ese movimiento del doble “sí” de Dios al hombre y del hombre a Dios es, en adelante, eterno. De él depende nuestra comunión con Dios de una vez para siempre.

El Cristo no establece competencia entre Dios y el hombre: él es totalmente uno y el otro. Todos los caminos que van de Dios al hombre y del hombre a Dios se cruzan en él. En él, el entero misterio de la Trinidad entra en comunión con la humanidad entera. Allí está el origen y la realización de los dos movimientos del intercambio mediador, el movimiento descendente que va de Dios al hombre y el movimiento ascendente que va del hombre a Dios. Las grandes categorías de la Biblia y de la Tradición acerca de la redención se insertan espontáneamente en este doble movimiento. Presentamos, pues, algunos ejemplos.

3 Algunos testimonios en la tradición

En la Escritura, los testimonios dados privilegian claramente el movimiento descendente de la mediación, sin olvidar el movimiento ascendente. El Cristo nos salva, en primer lugar, porque es el revelador del conocimiento de Dios. El tema más frecuente es el de la redención, en el sentido de rescate, o sea, de la liberación, y también el de la liberación, realizada por el combate victorioso del Cristo contra las potencias del mal. El Cristo es también aquel que nos trae la participación en la divinidad, el divinizador, del mismo modo que él realiza nuestra salvación, simultáneamente como Dios y como hombre, pues él vino a los suyos -y esto se refiere a nosotros- en una transmisión ” de hombre a hombre “. Pero Jesús realiza también el don sin retribución del hombre a Dios, pues del don de Dios al hombre puede por ser acogido y recibido. Así como Dios se dio a sí mismo a nosotros, la retribución no se puede realizar sin el don de sí del hombre a Dios, don que efectúa su paso en Dios. El don de sí es el sacrificio, que está ligado a los términos de propiciación, de satisfacción (ésta, a menudo demasiado mal entendida, como si debiera provenir de una compensación) y de representación. Hoy se presta más atención al tema de la solidaridad asumida por el único mediador con la humanidad.

3.1 Ireneo de Lyon (de 140-202)

Ireneo de Lyon ha meditado con atención sobre los textos de la Escritura que evocan la mediación de Cristo y hasta hizo de ellos la teoría:

Él entonces mezcló y unió el hombre a Dios. Pues si no fuera un hombre el que venciese al adversario del hombre, el enemigo no habría sido vencido en toda justicia. Por otro lado, si no fuera Dios quien nos hubiera otorgado la salvación, no la habríamos recibido de modo estable. Y si el hombre no hubiera sido unido a Dios, él no habría podido recibir en participación la incorruptibilidad. Porque era necesario que «el mediador de Dios y de los hombres», por su parentesco con cada una de las dos partes, las condujera una y otra a la amistad y la concordia, de modo que al mismo tiempo Dios acogió al hombre y que el hombre se ofreció a Dios. ¿Cómo podríamos, de hecho, tener parte a la filiación adoptiva, si no hubiéramos recibido, por el hijo, la comunión con Dios? ¿Y cómo habríamos recibido la comunión con Dios, si su verbo no hubiera entrado en comunión con nosotros, haciéndose carne?  (IRENEE DE LYON – III, 18,7, reed. 1984, p. 365-366)

Este hermoso texto de Ireneo nos explica con toda claridad la mediación de Cristo. Ella tiene por fundamento el doble parentesco del Verbo encarnado con Dios y con el hombre. Es gracias a ello que el mediador puede reconducir las dos partes a la amistad y a la concordia (punto de vista redentor) y dar al hombre la filiación adoptiva y la comunión con Dios (punto de vista divinizador). Pero hay otro rasgo que recibe la atención de Ireneo. Para él, la victoria del demonio sobre la humanidad fue profundamente injusta. Para que la justicia sea plenamente realizada, “es preciso” que el propio vencido, es decir, el ser humano, consiga la victoria sobre el enemigo. No se trata en modo alguno de hacer justicia a Dios, sino al hombre, que injustamente fue hecho pecador. Para Ireneo, hay dos aspectos de la mediación: ella es redentora mientras nos libra del pecado; es divinizadora mientras nos da la filiación adoptiva: «Porque esta es la razón por la cual el Verbo se hizo hombre y el Hijo de Dios hijo del hombre: para que el hombre, al mezclarse con el Verbo y al recibir así la filiación adoptiva se convierta en hijo de Dios» (IRENEE DE LYON – III, 19,1, reed. 1984, p. 368).

Conforme a los pasajes, Ireneo resalta una dominante más divinizadora o más “reconciliadora”:

Es porque en los últimos tiempos, el Señor nos restableció en la amistad por medio de su encarnación: convertido en «mediador de Dios y de los hombres» él inclinó a nuestro favor a su Padre contra quien habíamos pecado y él lo consoló de nuestra desobediencia por su obediencia, y él nos despertó la gracia de la conversión y de la sumisión a nuestro creador (IRENEE DE LYON – III, 17,1, reed. 1984, p. 619).

Cristo “inclinó” y “consoló” al Padre después de nuestro pecado: expresiones antropomórficas, pero mucho más elocuentes y justas que la idea de “castigo vengador” y “compensación”.

Jesús es el mediador de nuestra redención porque antes fue mediador de nuestra creación. “El Hijo de Dios, que ya se encontraba impreso en forma de cruz en el universo” (IRENEE DE LYON, Démonstration (…) SC 406, p.131-133), “vino de modo visible en su propio dominio, se hizo carne y fue suspendido en el madero, a fin de recapitular todas las cosas en sí mismo” (IRENEE DE LYON – V, 18,3, reed. 1984, p. 625). Así la humanidad de Cristo es la “placa giratoria” de la comunicación de los dones de Dios a nuestra humanidad. Tertuliano retomará la misma idea, diciendo que “Cristo es el soporte de la salvación” (TERTULLIEN, La résurrection (…) VIII ; PL 2, 806, ab).

4.2 De Agustín a Tomás de Aquino

Entre Ireneo y Agustín, Orígenes volvió a la temática de la mediación. En los siglos IV y V los grandes debates sobre la Trinidad y la cristología encontraron su argumento soteriológico principal en la afirmación de las condiciones que permitan al Cristo ser un auténtico mediador entre Dios y los hombres. Si no es verdaderamente Dios, igual y “consubstancial” al Padre, no puede divinizarnos (Atanasio contra Ario). Si no es verdaderamente hombre, habiendo participado plenamente en nuestra condición común, entonces no fue a nosotros que nos asumió, y nosotros quedamos fuera de la salvación que él trajo (Gregorio Nazianzeno). Si él no es un solo y el mismo como Dios y como hombre, el vínculo que él quiere constituir entre Dios y nosotros se rompe y no hay más mediación ni salvación. “Es necesario que él posea lo que es nuestro para que poseamos lo que es de él” (CYRILLE, Le Christ (…) 722 a-b;  S.C 97, reed. 1964, p. 327-329), dice Cirilo de Alejandría en su debate con Nestorio. Pero miremos antes el testimonio de Agustín, para el cual la mediación de Cristo no es sólo una afirmación doctrinal esencial, sino también el lugar de una experiencia personal, particularmente liberadora.

En él encontramos un análisis muy preciso de lo que es la mediación salvífica de Cristo: la presencia coexistente en él de la divinidad humana y de la humanidad divina.

Él es mediador de Dios y de los hombres, porque él es Dios con el Padre y hombre con los hombres. El hombre no podría ser mediador, separadamente de su divinidad; Dios no podría ser mediador, separadamente de su humanidad. He aquí el mediador: la divinidad sin la humanidad no es mediadora; la humanidad sin la divinidad no es mediadora; pero entre la divinidad sola y la humanidad sola se presenta como mediadora la divinidad humana y la humanidad divina del Cristo (AUGUSTIN, Sermon 47, 21; PL 38, 310; Vivès 16, p. 307).

Pero Agustín no se para este punto; en los meandros de su propia conversión él hizo una experiencia de esta afirmación doctrinal. Él no podía llegar al verdadero conocimiento de Dios porque se niega a reconocer a Jesucristo, el único mediador.

Yo buscaba la vía, para adquirir el vigor que me haría capaz de gozar de ti; y no la encontraba, mientras no abrazase «el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Jesucristo, que está por encima de todo, Dios bendecido para siempre» (1 Tim 2,5); él llama y dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6); y la comida que por debilidad yo no podía tomar, él la  mezcla con la carne, pues «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), para que por nuestra infancia tu sabiduría se convirtiera en leche, ella por quien tú criaste todas las cosas.

Es que yo no era suficientemente humilde, para poseer, mi Dios, el humilde Jesús, y yo no sabía qué enseñanza da su debilidad (AUGUSTIN, Confessions, VII, 18,24;  p. 631).

Es realmente admirable esta última fórmula. Para Agustín, lo que llevó a Cristo a la aniquilación (la kénosis) de la cruz fue su humildad. Y esta es también la gran originalidad del cristianismo. De acuerdo, Agustín había leído en los platónicos que en el principio había el Verbo, pero:

En cuanto a esto: ‘Él vino en su propio dominio y los suyos no lo recibieron, pero a los que lo recibieron él dio el poder de convertirse en hijos de Dios creyendo en su nombre (Jn 1,11-12), eso no lo leí” (AUGUSTIN, Confessions, VII, 9,13; p. 609).

Agustín, en fin, hizo la experiencia de toda su debilidad y aceptó ir hasta la humildad que le permitía entrar en comunión con la humildad del único mediador. Éste, entonces, lo liberaba de sus ataduras y lo ponía en comunión con Dios mismo. Dios vino a nosotros para que pudiéramos ir hasta él.

Agustín pasó del término “mediación” al de sacramento, que en su texto no tiene exactamente el sentido preciso que le damos hoy, pero que se acerca bastante de él. Para Agustín, el sacramento es un misterio, es decir, una realidad que asocia un gesto humano que tiene sentido en nuestro mundo a un don propiamente divino que lo trasciende. El bautismo es un rito exterior de ablución y de purificación. Pero el bautismo, objeto de un mandamiento de Jesús a sus discípulos, es rico del don trascendente de Cristo que nos lava de todo pecado y nos hace participar de su vida divina. El gesto humano es el signo exterior del don divino que lo sobrepasa infinitamente. El primero nos revela el misterio del segundo. Lo visible es el signo de lo invisible. El sacramento es, pues, el mediador visible de un misterio divino invisible. Por detrás de este sacramento está la humanidad del propio Cristo, que puede ser considerado como el sacramento primero y fundador de la Iglesia, que a su vez se hizo sacramento, y también de los siete sacramentos:

la humanidad de Cristo es el sacramento de la presencia y de la actividad del Verbo; la muerte en la cruz es el sacramento de la misericordia de Dios, del acto por el cual nos comunica la vida divina. Se ve y no se ve. Se ve el Cristo morir, pero esa muerte es comunicación de la vida divina a la humanidad, eficacia en, y a través de, un acontecimiento en la historia y un evento sensible y corpóreo (AGAËSSE, 1980, p. 59).

Pero damos la palabra al propio Agustín:

Revestido de una carne mortal, muriendo sólo por medio de ella, resucitando sólo por medio de ella, sólo por ella él se puso al unísono con nosotros para la muerte y para la resurrección, convirtiéndose por ella en sacramento para el hombre interior y ejemplo para el hombre exterior (AUGUSTIN. La Trinité, IV 3,6 ; BA 15, 1955, p. 351).

La Edad Media acompañó sin dificultad ese paso, asociando mediación y reconciliación, como muestra este texto sencillo de Tomás de Aquino:

El oficio del mediador consiste en unir aquellos entre los cuales él ejerce esta función: pues los extremos están juntos por el término mediano. Ahora bien, hacer la unión de los hombres con Dios conviene sin ninguna duda al Cristo, ya que, por él, los hombres son reconciliados con Dios, según esta palabra de la epístola a los Corintios: «Dios reconciliaba el mundo con él mismo en Cristo» (2Cor 5,19). Por consiguiente, el Cristo, mientras que, por su muerte, reconcilió el género humano con Dios, es el único y perfecto mediador entre Dios y los hombres (SAINT THOMAS. Commentaire sur les sentences, L. IV, D. 48, Q.1, a. 2, sol.).

4.3 Hoy

El tema de la mediación única de Cristo está siempre presente en la teología de la época moderna y de los días de hoy. Él incluso conoce una renovación a partir del tema de la reconciliación, que es muy apreciado en nuestro tiempo. En el siglo XIX se encuentra en Matthias Scheeben (SCHEEBEN, 1947, p. 410-419):

Jesucristo es, efectivamente, el mediador entre Dios y el hombre, porque en él la reconciliación del hombre y su ser reconciliado con Dios se han convertido en un único y mismo acontecimiento. La existencia de Jesucristo […] es toda entera, ella no es otra cosa que su ser y su obra de mediación. En otros términos, Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres (BARTH, 1968, p. 129).

En el lado católico, Karl Rahner aborda la mediación de Cristo desde el punto de vista de la teología trascendental que le es familiar. Lo propio de esta teología consiste en interpretar la trascendencia que habita en todo ser humano, es decir, su deseo incoercible de superar todas las cosas creadas para llegar a Dios, el único que puede fundar su existencia y darle sentido. Esta teología se plantea siempre la pregunta de las condiciones de posibilidad que existen en el hombre para que pueda adherirse a los diversos aspectos del misterio cristiano. ¿Dónde, por lo tanto, se sitúa en el hombre la presuposición de la mediación de Cristo? Ella reposa simplemente en el hecho de que el hombre es un ser que vive de la intercomunicación de todos los seres humanos entre sí. Este dato inscribe al ser humano en una multitud de mediaciones, ya que él llega desde la parte de ellos y, a su vez, dándose a ellos. Este intercambio constante no es otra cosa que la circulación del amor humano; cada uno sólo puede realizarse abriéndose a los demás, acogiendo el don que se le ofrece. Pero este intercambio presupone un amor absoluto que lo fundamenta y lo hace posible. Este amor sólo puede ser propiamente divino. La intercomunicación de los seres humanos entre sí sólo puede tener su cima y su fin en la persona de Cristo, mediador absoluto dado por Dios.

Otros teólogos, como Yves de Montcheuil y Edward Schillebeeckx, acercaron -como anteriormente Agustín- el tema de la mediación y el del sacramento. Así, el sacrificio de Cristo, es decir, el don total de su vida hasta la muerte en la cruz que efectúa su paso hacia Dios es el sacramento mediador del sacrificio de toda la humanidad y del paso hacia Dios de toda la humanidad.

El sacrificio de Cristo es el sacramento del sacrificio de la humanidad […] El sacrificio histórico realizado una vez en un momento del tiempo y en un lugar determinado es el sacramento del sacrificio realizado por el Cristo total. Encontramos aquí la idea […] de que Cristo es el primer sacramento, el gran sacramento (MONTCHEUIL, 1951, p. 53).

La vida de la humanidad a través de los tiempos es comparada a un único y largo sacrificio, es decir, al don de sí misma, que la hace pasar progresivamente en Dios. El sacrificio de Jesús en la Cruz es al mismo tiempo el mediador y el sacramento.

De igual modo, para E. Schillebeeckx, Cristo es el sacramento o la mediación del encuentro de todos los hombres en Dios. De hecho, el encuentro del Cristo terrestre es el sacramento del encuentro con Dios. Todos los actos de la vida de Jesús fueron al mismo tiempo la manifestación del amor divino a la humanidad y la actuación del amor humano hacia Dios. Pero éste debe conservar a través del tiempo tal visibilidad concreta. Tal es el papel de la Iglesia, sacramento fundado por Cristo, que permanece el único sacramento fundador, Iglesia que es el signo vivo y que así ejerce también el ministerio de la única mediación de Cristo.

Llamamos hoy al sacramento de la penitencia sacramento de la reconciliación. El vocabulario es ciertamente más afortunado que el anterior, pues este sacramento es el encuentro mediador y salvífico, realizado visiblemente en la Iglesia, del cristiano siempre pecador con Cristo, sacramento antiguamente visible y hoy invisible de nuestra salvación, y único mediador entre los hombres y Dios, el eterno Dios, que aceptó convertirse en hombre por nosotros.

5 Referencias

AGAËSSE, P. L’anthropologie chrétienne selon saint Augustin. Image, liberté, péché et grâce. Paris: Centre Sèvres, 1980.

AUGUSTIN. Confessions VII, 18,24. livres I-VIII. 9. ed. Paris: Les Belles Lettres, 1966 (Tradução portuguesa : Confissões. 8. ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1975)

______. Sermon, Patrologiae latinae: Sancti Aurelii Augustini Opera omnia. Paris: J. P. Migne, 1841 V. 38 Pt 5/1. (Series Latina, 38)

______. La trinité (livres I-VII). Paris: Desclee de Brouwer, 1955 613 p. V. 15. (Bibliotheque augustinienne). (Tradução portugues: A Trindade. Sao Paulo: Paulus, 1995)

BARTH, K. Dogmatique, IV, 1,1, 58; Genève : Labor et Fides, 1968, t. 17.

CYRILLE D’ALEXANDRIE. Le Christ est un. In Coll. Source Chrétienne 97, Paris: Cerf, 1964.

IRENEE DE LYON. Contre les hérésies. Dénonciation et réfutation de la gnose au nom menteur, III, 18,7 ; trad. A. Rousseau. Paris : Cerf, 1984.

______.  Démonstration de la prédication apostolique, 34. In Source Chrétienne, 406, 1995.

______. Contre les hérésies, V, Paris: Cerf, 1969 .

MONTCHEUIL, YVES DE. Mélanges théologiques. Paris : Aubier, 1951.

SAINT THOMAS. Commentaire sur les sentences, L. IV, D. 48, Q.1, a. 2, sol. (ver edição digital : http://docteurangelique.free.fr/bibliotheque/sommes/SENTENCES4.htm)

SCHEEBEN, M. Les mystères du christianisme, 62. trad. A. Kerwoorde. Paris: D.D.B. 1947.

TERTULLIEN. La résurrection de la chair, VIII; PL 2, 806, ab. (versão origianl digital : https://books.google.com.br/books?id=O5JBAAAAcAAJ&pg=PA811&hl=pt-BR&source=gbs_toc_r&cad=4#v=onepage&q&f=false)

VANHOYE, A. Prêtres anciens et prêtre nouveau selon le Nouveau Testament. Paris: Seuil, 1980.

[i] Texto original escrito en Francés, con la bibliografí en esta lengua. Cuano es el caso de textos en castellano estarán citadas en paréntesis.

Espacio litúrgico

Índice

1 Definición

2 Evolución

2.1 Comprensión neotestamentaria de templo

2.2 Era pre-nicena

2.3 Iglesias paleocristianas

2.4 Iglesias en el Oriente cristiano

2.5 Era carolingia y el románico

2.6 El gótico

2.7 El Renacimiento

2.8 El barroco

2.9 Post-barroco

3 El lugar de la asamblea celebrante

4 Teología del espacio litúrgico

4.1 Cualidades identificadoras

4.2 El ambón

4.3 La fuente bautismal

4.4 El altar

5 Referencias

1 Definición

El espacio litúrgico es aquel edificio donde la Iglesia realiza su culto y que, por feliz metonimia, recibe su mismo nombre, iglesia. Este edificio posee características propias que lo califican como lugar de culto, lo que llamamos cualidades identificadoras o monumentos pascales, siendo los principales el altar, el ambón y la fuente bautismal. Además de esas cualidades identificadoras, el espacio litúrgico recibe en su estética aspectos que le confieren la mistagogía cristiana (ver Mistagogía). De ello deriva que el espacio litúrgico tiene una teología, además de una historia de la evolución de los estilos arquitectónicos. Esta teología y evolución arquitectónica revelan una eclesiología, en la que la Iglesia se comprende como imagen de la Trinidad a través de las tres categorías eclesiológicas: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.

2 Evolución

2.1 Comprensión neotestamentaria de templo

Los primeros cristianos tenían una fuerte conciencia de que el verdadero espacio sagrado era la comunidad de los discípulos de Cristo y cada fiel individualmente a ejemplo del Maestro. De hecho, en Jn 2,19-21, Jesús declara solemnemente ser él el verdadero templo que, destruido, se erguiría en tres días, y Juan explica que Jesús hablaba del templo de su Cuerpo. En el caso de Jesús muerto, resucitado y subido a los cielos, su Cuerpo es la Iglesia (Ef 1,22-23, 4,15-16, 5,23, Cl 1,18, 1Cor 12,12). Ellos no tenían, por lo tanto, la preocupación de poseer un lugar específico de culto como lo tenían los judíos y muchos paganos. De hecho, el lugar de adorar a Dios ya no es sobre la montaña de Sicar, en Samaria, ni en Jerusalén, sino en espíritu y verdad (Jn 4,21-23). Así, los discípulos de Jesús se reunían en la casa de alguno de ellos que poseía un inmueble capaz de albergar buen número de personas (Lc 22,7-13, At 2,46, 12,12, Hch 20,7-12, 1Cor 16,19, Fm 1,2). Sin embargo, esto era principalmente para lo específico del culto cristiano, porque, por algún tiempo, se acostumbraron ir diariamente al templo de Jerusalén (Hch 2,46) y los apóstoles predicaban también en las sinagogas (Hch 9,20) hasta que fueron expulsados. Es necesario, sin embargo, considerar que algunas sinagogas, donde había habido conversión masiva de judíos incluso de los jefes, se habían convertido en lugares de culto cristiano (Mc 5,22, St 2,2, el Sacramentario Gelasiano Antiguo trae oraciones de consagración de lugares de culto que antes fueron sinagogas (GeV 724-729).

2.2 Era pre-nicena

Mientras tanto, el número de los fieles aumentaba entre la paz o las persecuciones; se hicieron entonces necesarios lugares mayores para albergar a las comunidades cristianas, lo que ya comenzaba a ocurrir en muchos aspectos de la nueva realidad. Que los cristianos se reuniesen en las catacumbas para celebrar el culto dominical en épocas de persecución es un tanto controvertido, porque sus condiciones eran tan insalubres que les impedían permanecer allí por muchas horas, además de que sus dimensiones no permitían acoger ni siquiera a cincuenta personas (KRAUTHEIMER, 1986), 30). De modo que ya empiezan a surgir en el s. II edificios con una sala amplia con espacios definidos para el clero y para los demás fieles, lo que fue conocido como domus ecclesiae. La más conocida es la domus ecclesiae de Dura Europos, actualmente Qalat es Salyhiye, en Siria, fechada entre los años 231 a 265 (KRAUTHEIMER, 27; LASSUS, 11863; HOPKINS, 116).

2.3 Iglesias paleocristianas

En el s. IV, los cristianos conquistan la libertad de culto reconocida por el emperador Constantino, con el Edito de Milán, de 313. Por orden del emperador, varias iglesias son edificadas por casi todo el Imperio Romano. La más antigua de las que se tiene noticia es la Catedral de Tiro, en Fenicia, inaugurada aproximadamente en el 316, de la cual Eusebio de Cesárea nos proporciona una descripción detallada, incluso con una interpretación simbólico-teológica. Mientras tanto, en ese momento de libertad, la gran cuestión era que tipo de arquitectura adoptar en la edificación de las iglesias. La elección cae sobre la basílica romana, una adaptación de la basílica griega para albergar grandes multitudes. La basílica romana se caracteriza por su forma rectangular y con doble simetría: en la longitudinal, dos filas de columnas una frente a la otra y en las transversales, dos ábsides, también un frente a la otra, creando así un centro único y precioso. El arquitecto cristiano, sin embargo, suprime uno de los ábsides, eliminando así ese centro único, que es función del edificio, proponiendo un camino, el del hombre (ZEVI, 2009, 71). Por camino del hombre se entiende la trayectoria del observador, o sea, el cristiano dio a los esquemas de la basílica romana un alma y una función, de modo que el eje del edificio se convirtió en una metáfora del camino a ser recorrido por el hombre hacia la parusía, representada por el ábside único. La organización interna de la basílica, sin embargo, sigue el esquema sinagogal (BOUYER, 15). No obstante, se advierte que el estilo basilical no fue el único, aunque fuese predominante; la basílica de San Vital, en Rávena, por ejemplo, tiene planta redonda. A todo ese conjunto de estilos, hoy, se llama paleocristiano.

2.4 Iglesias en el Oriente cristiano

En Siria, las basílicas se distinguían fuertemente de las de tradición occidental por el ambón. Esta era una construcción monumental en el centro del edificio, con la silla presidencial para el obispo, flanqueada por asientos para los presbíteros y demás ministros y, a cada lado, una estantería para la lectura de la Epístola y del Evangelio. Toda la liturgia de la Palabra se daba en ese ambón, que se suele llamar Bema; en la tradición occidental, el ambón, aunque también central, era de dimensiones menores y servía apenas como lugar de la proclamación de la Palabra, la homilía se daba en el presbiterio. Terminada la liturgia de la Palabra en las iglesias sirias, el obispo y sus presbíteros se dirigían a través de una pasarela al presbiterio-ábside para la liturgia eucarística. El altar estaba muy cerca de los fondos del ábside y escondido por una pesada cortina, de modo que la asamblea escuchaba, pero no veía lo que pasaba. En la tradición bizantina, esa cortina dio lugar al iconostasio, una pared ricamente decorada con iconos y con tres puertas; en la tradición latina, sin embargo, el altar siempre fue visible para la asamblea. La fuente bautismal, por regla general, era edificada fuera de la basílica.

2.5 Era carolingia y el románico

A la era arquitectónica paleocristiana sucede el llamado estilo carolingio. Un hermoso ejemplo es la parte original de la Capilla Palatina de Aquisgrán (Aachen, Al.), Encargada por Carlos Magno en el siglo IX. La planta es redonda, como la de San Vital en Rávena, pero profundiza fuertemente el presbiterio. Las columnas italianas soportan el peso de la bóveda de piedra, lo que anticipa la influencia bizantina. En Roma, sin embargo, sigue el estilo basilical, pero ya con gran influencia bizantina, como es el caso de Santa Inés (s. VII) y Santa Práxedes (siglo IV). Este ambiente arquitectónico sirvió de preparación para el famoso e imponente estilo románico, que se impondría por casi todo el Occidente a partir del siglo. X. De hecho, se trata de la combinación de los diferentes estilos que surgieron en Europa Central en la segunda mitad del primer milenio y, sobre todo, de la evolución de las construcciones difundidas en Italia septentrional por influencia de la arquitectura bizantina, a partir del s. VII. El románico fue primero acogido en las iglesias monásticas y, debido a su gran presencia en la vida eclesial, se extendió por toda Europa. Estas iglesias monásticas tenían tres naves y, en los laterales, se construía un ábside un poco menor que aquella central. Las iglesias románicas tenían paredes muy gruesas y ciegas, porque todo el peso de la bóveda se descargaba sobre ellas; sobre la puerta principal y en el ábside, se abría un rosetón que proyectaba la luz del sol sobre el altar. Ya no se construía más el ambón, pues en esa época el latín ya dejaba de ser lengua vernácula, siendo sólo de uso litúrgico, de modo que el pueblo ya no comprendía la liturgia, sino que participaba asistiendo pasivamente a los ritos sagrados. El ambón continuó en uso sólo en la península itálica, como es el caso de la catedral de Pisa, en Italia. Con el desuso del ambón, toda la atención de la asamblea recae sobre el altar del sacrificio eucarístico. En adelante, lo que más importa es la presencia real de Cristo en la hostia consagrada que todos los fieles quieren ver.

2.6 El gótico

El gótico surge en Francia en el s. XII y, como por esa época ese país sobresale como gran potencia cultual y política, ese estilo se difundirá rápidamente por casi toda Europa. En la Península Itálica tuvo poca influencia y, en la Ibérica, debido a la difícil transposición de los Pirineos y fuerte dominio islámico, sólo llegaría en el s. XIV. Eran tiempos de constantes guerras y duras pestes; En este ambiente, el gótico fue la mejor expresión de la espiritualidad medieval. De hecho, la necesidad humana de pedir protección a Dios ya sus santos y de rendirles gracias y alabanzas, hizo que todo señalase hacia lo alto, las moradas celestes. Por eso, el gótico es agudo, se lanza hacia lo alto con la ligereza de las estructuras con vanos, consiguiendo llenar el interior de luz a través de sus grandes vidrieras. La estructura gótica es el resultado de la fusión de dos técnicas arquitectónicas desde hace tiempo ya conocidas, de modo que los maestros de obra franceses logran plasmar el perfil de ese nuevo estilo dando solidez a sus realizaciones. De ahí surgen los dos rasgos principales del gótico, o sea, el arco ojival que libra a los constructores de las dificultades de la bóveda de base cuadrada; y el hecho de que las paredes ya no  soportan el peso del techo y de las bóvedas, pues el delgado esqueleto de los contrafuertes, que se prolonga en las nervaduras de las medias columnas y de los arbotantes, transfiere la carga a los contrafuertes externos, de modo que las espesas paredes de los estilos anteriores se vuelven superfluas y, en su lugar, enormes ventanas extienden sus vidrieras de un pilar a otro, elevándose hasta las bóvedas. En cuanto espacio de culto, el gótico trae la novedad de los púlpitos por influencia de las Ordenanzas Mendicantes que, preocupadas por la ignorancia de los fieles, lo usan para instruirlos, mientras un sacerdote decía la misa en voz baja. También lleva la fuente bautismal dentro de la iglesia, en una capilla cercana a la puerta frontal, ya que el bautismo de gran número de personas, sobre todo adultas, ya era una realidad desde hace siglos casi inusitada. De ahora en adelante, se bautizan niños.

2.7 Renacimiento

En el s. XV surge, en Italia, el estilo renacentista, que se caracteriza culturalmente por el antropocentrismo, el clasicismo y la conexión con el mecenazgo. El antropocentrismo busca en las artes las debidas proporciones de los componentes del edificio y de las representaciones pictóricas y estatuarias. De este modo, el artista renacentista prefiere los edificios de planta centrada a los de forma basilical. Los renacentistas se inspiran en el templo pagano romano antiguo, estilo rechazado por los antiguos cristianos. El ideal de belleza del clasicismo antiguo vuelve con toda su fuerza en la esencialidad de la arquitectura renacentista, en el equilibrio y en el desnudo de los héroes idealizados, exaltando la anatomía y el vigor muscular como, por ejemplo, en las estatuas de David en Florencia y de Moisés en Roma. En todo esto se percibe que las iglesias renacentistas no son pensadas en primer lugar como espacio para acoger la asamblea de los fieles para la alabanza de Dios, sino para la exaltación de las artes y la satisfacción del gusto del mecenas. Además, los vitrales, tan caros al gótico, considerados como “Biblia de los iletrados”, dan lugar a las ventanas transparentes, con el fin de conseguir más luz para el destaque de la decoración.

2.8 El barroco

También en suelo italiano, surge el estilo barroco, que gana gran impulso en el mundo católico después de la Reforma de Martín Lutero y, sobre todo, con el Concilio de Trento (1545-1563). La Reforma Tridentina rechaza el estilo renacentista debido a la influencia del paganismo del clasicismo romano, pero los arquitectos no tardar en reanudar los edificios de planta centrada que sobrevive y, a veces, se funde con la planta basilical. Con su suntuosa ostentación, el barroco sirvió bastante al triunfalismo católico post-Trento. El barroco se preocupa mucho por la apariencia, dando así una importancia cada vez mayor a la fachada con la superposición de estatuas, pilares, columnas y pilastras, alternancia y mezcla de superficies de paredes cóncavas y convexas que le confieren un aspecto alegre e imponente, de formar ondulaciones, que vibran rítmicamente, transmitiendo sus movimientos al espacio interno. Estas formas arquitectónicas se unen a la abundancia pictórica y estatuaria creando un movimiento siempre ascendente, hacia el destino de los fieles en Cristo. El dorado es abundante y los demás colores son vivos en las pinturas que, a diferencia de los estilos paleocristianos y medievales, que eran preferentemente anamnéticos (escenas bíblicas, aspectos de la vida de Cristo, de la Virgen y de los Santos), prefieren temas escatológicos tales como la asunción de la Virgen y de los Santos y la representación del paraíso. La representación teatral se muestra en una especie de espectáculo sagrado, un juego entre lo visible y lo invisible.

El crucero, que separa el presbiterio con su altar mayor de la nave central, en el barroco muchas veces, se compone de cuatro arcos, sobre los cuales se apoya la cúpula. Esta cúpula es algo muy particular, porque recibe en su base un tambor lleno de ventanas y, en su cima, una linterna también con ventanas que dejan entrar abundante luz. Esta se proyecta sobre el altar mayor, foco de la atención de la asamblea por ser el lugar de la transubstanciación, por lo tanto, de la presencia real de Cristo. La cobertura de las iglesias barrocas recibe una rica representación pictórica y gracias a su perspectiva, los artistas logran sustituir la elevación del gótico por una ilusión óptica de una pintura que da el mismo sentido, o sea, elevar a la morada divina. Esta elevación en perspectiva de la iglesia hace que el cielo se abra sobre la tierra, de modo que Dios con sus Ángeles y Santos descienda a la iglesia, que se convierte en casa de Dios. Contemplando el cielo y el gozo futuro, el cristiano barroco crece en el deseo de un día llegar allí.

En las Américas, el barroco fue el primer estilo eclesial conocido. Lejos de las disputas entre católicos y protestantes, el barroco en las Américas, sobre todo en la que hoy llamamos Latina, no tiene connotaciones ideológicas. Tuvo que encontrar nuevas técnicas y adaptación del material aquí encontrado, como, por ejemplo, el uso abundante de piedra jabón en la región central del Estado de Minas Gerais en Brasil, o de otro tipo de piedra en ciudades importantes de las colonias lusitana y española. Se usó también la madera y loa dorados fueron semejantes a los de Europa, debido a la abundancia del precioso metal. Una particularidad del barroco tanto en el viejo como en el nuevo Continente fue la pertenencia de los altares laterales a las Cofradías o Órdenes Terceras vinculadas a alguna Orden Religiosa.

2.9 Post-barroco

Al final del s. XVIII, por influencia de la Ilustración europea, el barroco cayó en desuso en la construcción de las nuevas iglesias, cediendo lugar a los temas clásicos de la antigua Grecia, cuna de la filosofía occidental. Entonces surge el estilo que se conoce como neoclásico.  No tardaría en ocurrir  la reacción a este estilo en el mundo católico, de modo que, en el s. XIX, los tradicionales estilos europeos volverían en la forma de neogótico y neorrománico y, a veces, un híbrido de esos estilos que resultaría en el eclecticismo. Hoy, sobre todo después del Concilio Vaticano II, reina la libertad y la creatividad de los arquitectos y el diálogo con la índole de los pueblos cristianos.

3 El lugar de la asamblea celebrante

En la antigüedad, la preocupación primera al concebir el espacio litúrgico era la de la asamblea que celebra, aunque la jerarquía de los ministerios ya estaba bien concebida. Toda la asamblea de iniciados participaba de la celebración, pero los catecúmenos y los penitentes participaban solamente de la liturgia de la Palabra y eran despedidos antes del inicio de la celebración de la Eucaristía, lo que se conoce como “disciplina del arcano”. En la Edad Media, sin embargo, se da una separación entre clérigos y monjes, por un lado, y laicos, por el otro. Estos primeros eran el personal especializado del culto y los laicos meros espectadores. Entonces surge una balaustrada que separaba a estas dos clases de cristianos: laicos esparcidos por la nave central y clérigos o monjes en el presbiterio-santuario. Todo esto fue consecuencia del olvido de la categoría eclesiológica “Pueblo de Dios”, tan cara al Nuevo Testamento y a la era Patrística. Desde el final de la Edad Media hasta el Movimiento Litúrgico, precursor del Vaticano II, sólo la categoría “Cuerpo de Cristo” reinaría absolutamente, pero, aun así, se concentraba más en la Eucaristía, de modo que toda la atención de la asamblea estaba proyectada en el altar del sacrificio. Es natural que, en ese ambiente eclesiológico, la devoción de los laicos a la Virgen y a los Santos creciera mucho y los altares laterales surgiesen a lo largo de las naves laterales para servir a esa devoción. El espacio litúrgico se reduce, por tanto, al presbiterio-santuario: lugar donde se reza el Oficio Divino y se celebra la Eucaristía.

4 Teología del espacio litúrgico

La definición teológica de la Trinidad es muy posterior a los escritos neotestamentarios, pero en estos escritos se encuentra sus sólidos fundamentos. La comunidad de los discípulos de Jesús es concebida como imagen de la Trinidad a través de las tres categorías eclesiológicas: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo; y el edificio eclesial, a su vez, está concebido a la imagen de la comunidad que él alberga. El Misterio Trinitario sólo puede ser concebido a partir del Misterio Pascual, que se revela en la muerte-resurrección de Cristo y Pentecostés, pues el Espíritu Santo es el gran don de la Pascua. La iglesia edificio eclesial, por ser imagen de la Iglesia Comunidad de los discípulos, no puede concebirse sólo como una edificación que pretende proteger a los fieles de las intemperies, sino que debe siempre tener en cuenta que es lugar de reunión de la asamblea del Pueblo de Dios, del Cuerpo de Cristo y del Templo del Espíritu Santo para celebrar el Misterio Pascual, no sólo en la Eucaristía, sino también en los demás sacramentos, en la Liturgia de las Horas y en los sacramentales. El espacio litúrgico es, por tanto, el lugar donde los fieles celebran el misterio del Dios Trinidad revelado en la Pascua de Cristo.

4.1 Las cualidades identificadoras del Espacio Litúrgico

El arquitecto, al proyectar el edificio eclesial, salvaguardando su libertad creativa, debe imprescindiblemente tener en mente los siguientes criterios: el confort y la participación de la asamblea en los sagrados misterios, los lugares de los ministros (silla presidencial, bancos para los acólitos y lectores, lugar de los cantantes), funcionalidad para el desarrollo del culto, acústica e iluminación; pero, respetando todo esto, lo que califica el edificio como lugar del culto cristiano es el ambón, la fuente bautismal y el altar. Son estos tres elementos litúrgicos que, con su mistagogía, ayudan a los fieles a autocomprenderse como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, pueblo renacido y congregado en la Pascua de Cristo.

4.2 El ambón

El ambón es el lugar de la proclamación de la Palabra de Dios, que encuentra su cumbre con el acontecimiento Cristo (Hb 1,1-2), especialmente su Pascua. Por ser el lugar de la proclamación de la Palabra de Dios, el ambón acentúa teológicamente la categoría eclesiológica Pueblo de Dios. Es el pueblo de la nueva Alianza, convocado y reunido por la Palabra. Este hecho lo pone en continuidad con el pueblo de la antigua Alianza que, a su vez, tenía como centro de su fe la Ley y los Profetas, por lo tanto, la Palabra de Dios. El ambón, como lugar por excelencia de la proclamación de la Pascua, remite al sepulcro vacío, de donde los ángeles anuncian a las piadosas mujeres la resurrección de Cristo. Este hecho dice que la resurrección no es una mera interpretación de la señal del sepulcro vacío, sino que se trata de una revelación divina. Esto explica por qué, en muchas iglesias, el ambón recibe como icono la imagen de uno o dos ángeles (Mt 28,6, Mc 16,5-6 y Lc 24,23 respectivamente). Por el lugar de la proclamación del Evangelio, cumbre de la liturgia de la Palabra, el ambón puede también recibir esculturas de los cuatro animales del Apocalipsis: (hombre, león, toro y águila), según la interpretación patrística.

En Cristo, todo bautizado es profeta, sacerdote y rey; el ambón es, pues, el lugar donde él ejerce su ser profeta. De hecho, la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia no es una mera lectura que el ministro hace para la asamblea, sino un verdadero y propio diálogo entre Dios y la asamblea de sus fieles: Dios habla a su pueblo por el profeta (lector) y, la asamblea responde con salmos y oraciones. En el ambón se da, pues, ese diálogo. No se trata, pues, de una simple narrativa de hechos pasados, sino de una verdadera actualización de la manifestación de Dios a sus elegidos. En ese sentido, el ambón es también lugar anamnético de la Historia de la Salvación, ya que en la anamnesis litúrgica el pasado se actualiza, en el aquí y ahora de la celebración, y señala hacia la Parusía. Esto da al ambón características de monumento, lugar del no olvido, de la memoria y, como el momento culminante de la Historia de la Salvación es el Misterio Pascual, el ambón es monumento pascual. Esta estructura teológica sugiere para el ambón una estructura física-forma y robustez- de un verdadero monumento. Su elevación con relación al piso de la nave revela que la Palabra viene del alto reforzando así la idea de diálogo y, por tanto, de la fuerza performativa de la Palabra proclamada.

4.2 La fuente bautismal

La fuente bautismal atrae para sí la categoría eclesiológica “Templo del Espíritu Santo”, como otrora el Cristo recibió el Espíritu al ser bautizado en las aguas del Jordán, hoy el cristiano lo recibe al salir de la fuente bautismal. Es en la fuente de agua viva que se convierte en Templo del Espíritu Santo (1Cor 3,16-17), lo que equivale a decir que, en adelante, él andará bajo la acción del Espíritu, pues fue injertado en el Cuerpo de Cristo e introducido en el Pueblo de Dios. En la Carta a los Romanos, Pablo hace una bella y profunda reflexión sobre el bautismo, sugiriendo que se trata de muerte y resurrección con Cristo (Rm 6,1-14), de modo que, en la fuente bautismal, el fiel experimenta sacramentalmente lo que Cristo vivió en su Pascua. Así, el gesto de entrar en el agua y de ella salir simboliza la muerte y la resurrección. Esta estructura teológica requiere que la fuente bautismal tenga una dimensión capaz de recibir una persona incluso adulta en su interior, porque el bautismo por inmersión es el símbolo más elocuente, aunque la Iglesia admite también la forma de la ablución. En su Evangelio, Juan habla de agua viva (Jn 4,10-11, 7,37-38), lo que se expresa mejor por el agua corriente y no la parada. De hecho, ya en el AT el agua corriente es signo de vida, mientras que la parada es signo de muerte (Jr 2,13). Esto sugiere que en la fuente bautismal haya una instalación hidráulica para el movimiento del agua: es la estructura física al servicio de la estructura teológica. Por su carácter de lugar anamnético de la Pascua de Cristo (lo que sucede en la experiencia del catecúmeno-neófito), la fuente bautismal es también monumento pascual y requiere, así como el ambón, dimensión y solidez propias de un monumento. El bautismo y la confirmación, aunque hoy se impartan en momentos diferentes en el caso de la iniciación del niño, en realidad son dos sacramentos íntimamente asociados, la unción es consecuencia del baño, por eso se puede decir que es en la fuente bautismal que el cristiano se es ungido rey en Cristo.

4.3 El altar

El altar atrae para sí la categoría eclesiológica “Cuerpo de Cristo”. Esta categoría se expresa en la doble dimensión del altar, mesa de la cena y lugar del sacrificio, por lo tanto, es elemento mimético y anamnético (Lc 22,19; 1Cor 11,25-26). En cuanto lugar mimético, el altar es donde los cristianos se alimentan con el Cuerpo y la Sangre del Señor, y como lugar anamnético se hace memoria de su sacrificio redentor, de su Pascua, cuerpo entregado y sangre derramada en el altar de la cruz. Mesa y altar son dos realidades que se completan, pues en la última cena Jesús desvela a sus discípulos el sentido del acontecimiento del día siguiente, su muerte. La crueldad del viernes gana sentido en la cena: la entrega de Jesús es libre y llena de amor por la humanidad, obediencia al proyecto salvífico del Padre hasta la muerte y muerte de cruz. Ambas cosas son hechas por mandato de Cristo y son dos momentos de un único Misterio Pascual, lo que es celebrado en el altar de la Eucaristía.

Sin embargo, surge la cuestión de cuál de las dos dimensiones debe definir la estética del altar: mesa o lugar del sacrificio. En la nomenclatura tradicional católica prevalece el término altar, por lo tanto, lugar de sacrificio. La Iglesia hace memoria del sacrificio de Jesús, dejando claro que no se trata de un nuevo sacrificio, sino del sacramento de aquel único de Jesús en el altar de la cruz (Heb 10,18); al volver a presentar al Padre el sacrificio de Jesús, la Iglesia se une a él y se ofrece a sí misma como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Rm 12,1). Se puede decir que por su rito los cristianos se insertan en el sacrificio único de Cristo y, con él, se ofrecen a sí mismos. Esta oblación define el altar como lugar de sacrificio. Sin embargo, esto sucede dentro de una cena, pero ésta se expresa en el gesto de que los cristianos se acerquen al altar y se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo. El altar se expresa como lugar de sacrificio por su estética y como mesa por la gestualidad del comer y beber. En ambos casos, el altar se impone como monumento pascual: cena y sacrificio en memoria de Cristo. En la definición de la forma y del material vale, pues, lo que anteriormente se ha dicho para el ambón y retomado para la fuente bautismal. También vale decir que la situación del altar y la accesibilidad a él es lo que va a expresar a los fieles el ejercicio de su sacerdocio bautismal en Cristo.

Marco Antonio Morais Lima, SJ. UNICAP, Recife, PE (Brasil). Texto original en portugués.

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Células Madre

Índice

1 ¿Qué son las células madre?

1.1 Células madre Totipotentes

1.2 Células madre Pluripotentes

1.3 Células madre Multipotentes

2 Células madre embrionarias y la cuestión ética

3 Células madre adultas

4 Clonación

5 Células madre en América Latina

Conclusión

6 Referencias

1 ¿Qué son las células madre?

Actualmente al hablar de células madre se vuelve casi imposible tener acceso a todo lo que se escribió y se escribe sobre ellas. Y cuando se habla de investigaciones con esas células se entra en un campo extremadamente complejo. Sin embargo, al definirse lo que son, hay bastante consenso. Por eso, se puede decir que las células madre son células indiferenciadas, es decir, no especializadas y que presentan dos características:

1) la capacidad de auto-renovación ilimitada o prolongada, es decir, de reproducirse por mucho tiempo sin diferenciarse; y 2) la capacidad de originar células progenitoras de tránsito, con capacidad proliferadora limitada, de las que descienden poblaciones de células altamente diferenciadas (nerviosas, musculares, hemáticas, etc.)” (LEONE; PRIVITERA, 2004, 165).

Se pueden definir también con otras palabras diciendo que “las células madre son células que tienen la capacidad de auto-renovarse (self renewing) y de dividirse (self replicate) indefinidamente, in vivo o in vitro, dando origen a células especializadas “(BARTH, 2006, 26). Por lo tanto, la auto-renovación es la capacidad que las células madre tienen de proliferar, generando células idénticas a la original (otras células madre). Y el potencial de diferenciación es la capacidad que tienen de, en condiciones favorables, generar células especializadas y de diferentes tejidos.

De acuerdo con su potencial de diferenciación, las células madre se clasifican en tres niveles diferentes: células totipotentes, pluripotentes y multipotentes

1.1 Células madre Totipotentes

Las células madre totipotentes son el único tipo capaz de originar un organismo completo, ya que tienen la capacidad de generar todos los tipos de células y tejidos del cuerpo, incluyendo los tejidos embrionarios y extra embrionarios (como la placenta, por ejemplo). Los únicos ejemplos de células madre totipotentes son el óvulo fecundado (cigoto) y las primeras células procedentes del cigoto, hasta la fase de 16 células de la mórula inicial, una etapa precoz del desarrollo embrionario, antes de la etapa de blastocisto.

1.2 Células madre Pluripotentes

Las células madre pluripotentes tienen la capacidad de generar células de los tres folletos embrionarios (tejidos primordiales de la etapa inicial del desarrollo embrionario, que darán origen a todos los demás tejidos del organismo, se llaman ectodermo, mesodermo y endodermo). En oposición a las células madre totipotentes, las células pluripotentes no pueden originar a un individuo como un todo, porque no logran generar tejidos extraembrionarios. El mayor ejemplo de células madre pluripotentes son las células de la masa celular interna del blastocisto, las llamadas células madre embrionarias.

Recientemente, científicos han desarrollado una técnica para reprogramar genéticamente células adultas – diferenciadas – para un estado pluripotente. Las células generadas por esta técnica se llaman células madre de pluripotencia inducida (iPS, da sigla em inglés induced pluripotent stem cells) y presentan características muy parecidas a las células madre pluripotentes extraídas de embriones.

1.3 Células madre Multipotentes

Las células madre multipotentes tienen la capacidad de generar un número limitado de células especializadas. Se encuentran en casi todo el cuerpo, siendo capaces de generar células de los tejidos de los que proceden. Son responsables también por la constante renovación celular que ocurre en nuestros órganos. Las células de la médula ósea, las células madre neuronales del cerebro, las células de la sangre del cordón umbilical y las células mesenquimales son ejemplos de células madre multipotentes.

2 Células madre embrionarias y la cuestión ética

Las células madre embrionarias son retiradas del propio embrión para ser usadas en investigación. El hecho de que el embrión, hasta el 14ºdía, dividido en partes, pueda dar origen a individuos genéticamente iguales, ha llevado buen número de científicos a adoptar el término preembrión, justificando que no estamos ante un ser humano y sí ante un aglomerado de células, y por lo tanto, en ese caso se puede usar como fuente de investigación.

En Brasil, el 24 de marzo de 2005 el Senado Federal aprobó la ley de número 11.105, que en su artículo 5º. “se permite, para fines de investigación y terapia, la utilización de células madre embrionarias obtenidas de embriones humanos producidos por fertilización in vitro y no utilizados en el respectivo procedimiento” (Ley de bioseguridad). La ley afirma que deben ser embriones inviables, estén congelados hace tres años o más. Es necesario también el consentimiento de los genitores y las investigaciones con células madre embrionarias humanas deben someter sus proyectos a los comités de ética en investigación. Esta posición del Senado brasileño nace de la visión reduccionista que afirma que hasta el 14º día no existe vida humana en el embrión y eso hace “posible su utilización en investigación y en la derivación de células madre” (BARTH, 2006: 167). Actualmente en el mundo son muchos los países que aceptan y legitiman la investigación con células madre embrionarias.

Sin embargo “el intento de establecer este término y esta fase de desarrollo para el embrión recibió tal crítica que hoy pocos todavía utilizan este término” (BARTH, 2006, 157). Con ello queda claro que “ningún manual moderno de embriología humana habla de preembrión” (CIPRIANI, 2007, 29).

Para la biología actualmente es consenso que “luego de la fecundación, en el genoma de esas pocas células existe el programa de un individuo humano al inicio de su viaje extraordinario intra y extrauterino que lo convertirá en un individuo adulto” (CIPRIANI, 2007, 29).

Para la comprensión de la Iglesia está definido que después de la fecundación no se está ante una persona, pues convertirse en persona sucede más tarde. Sin embargo, se está ante un ser humano. Es en este sentido que la Iglesia afirma que “desde el momento de la concepción, la vida de todo ser humano debe ser respetada de modo absoluto, porque el hombre es en la tierra la única criatura que Dios” quiso por sí misma “(cf. CDF, 1987, n. 5, 14). Y el mismo documento, más adelante afirma que “el ser humano debe ser respetado como persona, desde el primer instante de su existencia” (n. I, 1, 16). Destacando que, en el cigoto, que está constituido de la fusión de los núcleos de los gametos masculino y femenino, “derivado de la fecundación ya está constituida la identidad biológica de un nuevo individuo humano” (n. I, 1, 17). Hay quienes afirman que el fruto de la concepción, al menos hasta cierto número de días, no puede todavía considerarse una vida humana personal. En realidad, sin embargo, a partir del momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por cuenta propia ” (JUAN PABLO II, 1995, n. 60). En este sentido se puede afirmar que

“el organismo humano no es sólo un montón de células, sino un conjunto autoorganizado de células que tiene la capacidad de desarrollarse, y manifestar plenamente al ser humano que está presente a partir de la fecundación. Este principio interno hace que este embrión alcance su madurez humana. La vida prenatal es una vida plenamente humana en todas las fases de su desarrollo. La ley ontogenética impone una gradual diferenciación y organización, pero existe una unicidad que garantiza ser siempre el mismo ser humano que se desarrolla, desde la concepción, pasando por diversas etapas, hasta llegar a la madurez de persona humana (BARTH, 2006, 163).

Por eso, desde el punto de vista ético, en la posición de la Iglesia Católica, cualquier intervención que pretenda producir o utilizar embriones humanos para la preparación y utilización de células madre, lesionando “grave e irremediablemente el embrión humano, interrumpiendo su evolución, es un acto gravemente inmoral y, por lo tanto, gravemente ilícito “(PONTIFICIA ACADEMIA PRO VITA, 2000, 15). La Iglesia deja clara su posición respecto al embrión cuando afirma que “el ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde su concepción y, por eso, desde ese mismo momento deben ser reconocidos los derechos de la persona, entre los cuales, el primero de todos, el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida “(CDF, 1987, n. I, 1, 18).

En el inicio del año 2008, en Brasil, la discusión sobre las investigaciones con células madre embrionarias se tornó agravada por el hecho de la acción de inconstitucionalidad de la ley de bioseguridad, que permitía la investigación con células madre embrionarias. En la votación realizada en el STF (Supremo Tribunal Federal) ganó la posición que posibilitaba la continuación con tales investigaciones.

Los partidarios de tales investigaciones afirman que el embrión no es vida humana. Y según ellos, después de tres años de congelación tales embriones son inviables, pudiendo ser usados en investigación. Y tal procedimiento se justifica porque estas células pueden ser fuente de posible cura de muchas enfermedades degenerativas del ser humano. El uso de las células madre embrionarias requiere su retirada en embriones con pocos días de vida, sacrificando los mismos. Este procedimiento crea una situación extremadamente delicada y difícil desde el punto de vista ético.

Ahora bien, tanto los tratados de biología, como los de medicina, afirman que la vida humana comienza a partir de la fecundación, y después el crecimiento del embrión es autónomo, constante y progresivo.

Desde el punto de vista filosófico, afirmar que la vida humana comienza a partir de cierto número de días, es una posición arbitraria establecida a partir de razones subjetivas. Es necesario partir del criterio de fundamento, hecho objetivo que afirma que la vida humana empieza con la fecundación. En este sentido es importante tener presente que “el inicio de la vida humana no puede ser fijado por una convención en una cierta etapa del desarrollo del embrión; en realidad, ella comienza ya en la primera etapa del desarrollo del propio embrión “(PONTIFICIA ACADEMIA PRO VITA, 2001, 4). Por eso, al trabajar con el embrión entendido como ser humano, es preciso concederle un estatus moralmente relevante asegurándole derechos individuales que impiden que sea destruido o que sea puesto en riesgo. En realidad, el hecho de pertenecer a la especie humana envuelve por sí solo un derecho particular a la protección que trasciende lo aplicado a los animales. Quien no respeta los embriones individualmente, pero los protege como material biológico especial que merece respeto en función de su uso para la investigación, viola

“el estado moralmente relevante de un ser humano. ¿Pero no será el problema más amplio? La Iglesia Católica sostiene que un embrión tiene que ser tratado como una persona. Esta formulación es bien cuidadosa, pues no afirma simplemente que los embriones sean idénticos a las personas. La Iglesia alega que no podemos distinguir ‘seres humanos’ de ‘personas’ atribuyéndoles dos niveles diferentes, porque el desarrollo de un ser humano es un proceso continuo y unificado. Se pueden establecer diferencias en este proceso, pero no descompuesto en diferentes fases. En efecto, serían imprevisibles las consecuencias para la sociedad humana de la distinción entre seres humanos sobre la base de la etapa de desarrollo. La inseparabilidad de los seres humanos viene también de la reflexión de que, en esa condición, no podemos definir a los demás como humanos o no si ellos existen como tal. La consecuencia de la inseparabilidad de un ser humano y de su desarrollo es un estado moralmente relevante que garantiza al embrión una protección plenamente válida de la vida. Esto no permite que sean usados ​​para la investigación, que los trata como materia prima. Si este estado se respeta, la vida, como el derecho más fundamental, no puede ser ponderada en comparación con otros bienes de alto estatus(MIETH, 2003, 173).

Por lo tanto, según la ética, especialmente la ética cristiana, no se puede aceptar la investigación con células madre embrionarias, porque los fines no justifican los medios, y en ese caso, el bien que se quiere alcanzar que es la cura de enfermedades de personas adultas, pasa por la eliminación de seres humanos. Por eso, “un fin bueno no hace buena una acción que, en sí misma es mala” (PONTIFICIA ACADEMIA PRO VITA, 2000, 15).

Al mismo tiempo no se puede desconsiderar el hecho de que la ciencia evoluciona continuamente, y en los últimos años ha habido gran avance en el trato con el embrión humano. Hay varias investigaciones publicadas donde se habla de que hoy es técnicamente posible extraer sólo una célula del embrión humano y a partir de ella comenzar su multiplicación indefinidamente. La gran ventaja de esta técnica desde el punto de vista ético es el hecho de que el embrión no es destruido. “Citemos esta noticia que afirma que” una empresa estadounidense de Massachusetts dijo haber desarrollado una forma de producir células madre embrionarias humanas sin dañar el embrión original, en un descubrimiento que podría eliminar las objeciones éticas a ese tipo prometedor de investigación “(EL GLOBO ON- LINE, 24/08/2006). No viene al caso aquí entrar en detalles en las cuestiones técnicas de este tipo de procedimiento, el cual resolvería las cuestiones éticas planteadas por las investigaciones con embriones humanos.

3 Células madre adultas

Las células madre adultas son retiradas de determinado tejido del organismo del ser humano con su aprovechamiento en el propio individuo o en otros individuos. Al hablar de estas células, hasta hace años se sabía que existen en muchos tejidos adultos y son capaces de dar origen sólo a células de cierto tejido. Sin embargo, se sabe que la ciencia avanzó mucho en la investigación con estas células y recientemente “se descubrieron también en varios tejidos humanos células madre pluripotenciales, es decir células capaces de dar origen a otros tipos de células, en su mayoría hemáticas, musculares y nerviosas “(PONTIFICIA ACADEMIA PRO VITA, 2000, 9-10). Por eso, recientemente varios científicos investigadores con células madre embrionarias cambiaron de posición porque dos descubrimientos mostraron que es posible, a partir de células adultas, reprogramarlas para que sean pluripotentes.

El progreso y los resultados alcanzados con células madre adultas, además de su plasticidad, presenta “una amplia posibilidad de prestaciones, presumiblemente no distintas de los usos de las células madre embrionarias, ya que la plasticidad depende en gran parte de una información genética, que puede ser reprogramada “(PONTIFICIA ACADEMIA PRO VITA, 2000, 12).

 Sin embargo, no se puede ser ingenuo y creer que la cuestión ética pesa tanto al punto de que las investigaciones con células madre embrionarias sean abandonadas. Lo que realmente está ocurriendo es una especie de guerra económica. Se ha invertido mucho dinero en la construcción de laboratorios para investigación con células madre embrionarias y no se vuelve atrás, incluso porque este tipo de investigación es más complejo y requiere una tecnología más avanzada. Es necesario tener presente que “las empresas no producen altruísticamente líneas celulares para donarlas para investigaciones o para fines terapéuticos. Todo es patentado y vendido “(BARTH, 2006, 242). Se dice que en un futuro no muy lejano la utilización de las células madre adultas será un procedimiento bastante accesible, exigiendo una tecnología menos compleja y, por lo tanto, con menor costo. Este tipo de procedimiento no interesa a los grandes laboratorios que poseen la alta tecnología, invierten grandes capitales con el objetivo de detener el monopolio de las investigaciones y también obtener grandes ganancias.

Las investigaciones con células madre adultas han dado buenos resultados, no presentan problemas éticos, pues no requieren la eliminación de la vida humana y son alentados por la Iglesia.

4 Clonación

Otra área de la investigación con células madre que se abre a la ciencia es la producción de embriones por el método de la clonación. La ventaja de la clonación, según los científicos, es el hecho de evitar el problema del rechazo, pues el clon es producido a partir de células retiradas del propio individuo. Al hablar de clonación se encuentra ante dos posibilidades: la llamada clonación terapéutica, que busca producir clones para retirar las células madre en función de usarlas en terapia con el propio individuo, y la llamada clonación reproductiva que tendría como objetivo producir clones para desarrollarse como seres humanos. Este segundo tipo de clonación encuentra gran resistencia de la mayoría de los científicos, pues sería sólo una curiosidad científica y una monstruosidad. En este sentido, es importante que se diga que la clonación humana es, “en su método más despótico y, al mismo tiempo, en la finalidad, la más esclavizante forma de manipulación genética” (JONAS, 1997, 136). Un moralista brasileño, que también está formado en zootecnia, afirma que “la clonación humana reproductiva se ha convertido en una de las formas más radicales de manipulación genética; se inserta en el proyecto del eugenismo y, por lo tanto, está sujeta a todas las observaciones éticas y jurídicas que la condenan ampliamente “(COELHO, 2015, 50). Sin duda este es el mejor libro en portugués tratar el tema de la manipulación genética humana y sus implicaciones éticas y sociales. La clonación terapéutica tiene la aceptación de un gran número de científicos. En este sentido hay quien afirme que necesitamos “usufructuar los potenciales de aplicaciones médicas de la clonación terapéutica. “Vamos a utilizar de forma responsable los nuevos poderes de la clonación, con fines exclusivamente terapéuticos” (PEREIRA, 2007, 88). Sin embargo, con la clonación humana “no se controla solamente el proceso, sino todo el patrimonio genético del individuo clonado es seleccionado y decidido por los artesanos humanos. Un gran paso hacia la eugenesia que no ocurre por la causalidad de la naturaleza, sino por una deliberada decisión y manipulación humana “(COELHO, 2015, 51-52).

Los que defienden la clonación terapéutica afirman que se trata de producir de una célula, varias otras células, es decir, una simple multiplicación celular. En realidad, “a partir del momento en que cualquier célula pasa a dar origen a una ‘unidad vital auto-organizada’, estamos en la presencia de una nueva individualidad biológica” (BARTH, 2006, 105). Por lo tanto, también la clonación terapéutica, desde el punto de vista ético cae en el mismo problema, es decir, producir embriones como fuente de células madre y con tal procedimiento ellos son destruidos y eliminados.

5 La investigación sobre células madre en América Latina

Considerando la cuestión de las investigaciones con células madre y su uso en la búsqueda de la cura de enfermedades, en toda América Latina, se puede decir que no sólo en este continente, sino en todo el mundo, las cuestiones que se plantean son prácticamente las mismas. Esto es tanto desde el punto de vista ético, como terapéutico y social. Incluso porque todo lo que se hace en cualquier parte del mundo, especialmente lo que surge de novedad, es inmediatamente publicado y ampliamente divulgado. Debemos destacar una vez más que los mejores resultados en investigación con células madre y su aplicación terapéutica en humanos se han alcanzado con el uso de las células madre adultas. Las noticias que surgen nos muestran esto, como es el caso del reportaje que afirma que

millones de diabéticos podrían olvidar en breve la inyección de insulina si se confirma el resultado exitoso del primer implante de células madre en el páncreas, hecho por médicos argentinos que se dedican a la búsqueda de una cura para la enfermedad. Se trata de un método inédito libre de riesgos de rechazo, sin intermediación prolongada y que puede ser realizado por cualquier especialista médico con destreza y experiencia en cateterismos, explicó el cardiólogo argentino Roberto Fernández Viña” (AVALOS, AFP, 21/01/205).

Podemos indicar también el caso de esta noticia que afirma que

en Colombia, parapléjico vuelve a andar tras trasplante de células madre. El senador colombiano Jairo Clopatofsky, 44 años y parapléjico hace 24, dijo el martes que comenzó a dar sus primeros pasos al lado de su hijo de ocho meses. Hace un año, el político se sometió a un trasplante de células madre” (Efe, Bogotá 18/07/2006).

Hay textos que se publican en Brasil y que también están disponibles, on line, en revistas latinoamericanas o viceversa. Citemos el caso del artículo “Implicaciones bioéticas en la investigación con células madre embrionarias” (BARBOSA et al., 2013).

Tenemos el caso del Dr. Bratt que es profesor del programa de terapia con células madre de la Universidad Federal de Zulia (Venezuela) y pionero en América Latina en la utilización de la terapia con células madre autólogas de la médula ósea en el tratamiento de enfermedades degenerativas como Parkinson, diabetes, artrosis, traumatismo raquimedular.

En relación a la legislación, comparándose la brasileña, la ley de la Bioseguridad, con la de los países vecinos, se puede decir que Uruguay es el país que más se aproxima a la legislación de Brasil. En ese país existe permiso para investigación, pero no determina ninguna restricción con respecto a los embriones excedentes. Argentina, aun teniendo una bioética muy avanzada, no tiene legislación sobre la destrucción de los embriones excedentes. Paraguay tampoco tiene legislación (ver BARROS, 270-275, libro on-line).

5 Conclusión

Podemos concluir que cada vez que una sociedad acepta que la vida humana sea negociada, comprada, vendida, destruida, tal sociedad marcha peligrosamente para la discriminación de sus miembros, abriendo una perspectiva eugenésica. Dar poder jurídico a quien tiene más poder es dejar que tales sujetos decidan quién debe vivir y quién debe morir. Además, la ley y el derecho surgieron para organizar las relaciones en la sociedad, y en función de quien tiene menos poder y menos condiciones, de quien es más vulnerable. La ley surgió para defender a los más débiles, y en ese caso el embrión es el más indefenso y vulnerable de los seres humanos. Y el jurídico es uno de los aspectos de la sociedad que está compuesta por otras áreas como la antropología, la sociología, la filosofía y otras, especialmente la bioética que también tiene una palabra que decir sobre la vida humana. En este sentido es preciso “revitalizar el lenguaje originario de la bioética, que no es predominante la del derecho, de lo que se exija de los demás, sino la del deber, de lo que se cumple en relación a los demás: ‘¿qué debo hacer?’ Es la interrogación que inaugura la bioética ante ¿qué puedo hacer? a loa que responde la tecnociencia “(NEVES, 2000, 218).

Para el ser humano que es ético, su vida tiene un valor que está por encima de los demás seres de la naturaleza, y para el cristiano, además del valor ético, el hombre (varón y mujer), fue creado a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, su vida debe siempre ser respetada desde su origen hasta su final, y nunca ser usada como un medio a ser destruido en beneficio de otro, quien sea.

Celito Moro. Facultad Palotina, Santa Maria (Brasil). Texto original en portugués.

Referencias

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NEVES, M.C.P. A bioética e a sua evolução. In O Mundo da Saúde, ano 24 mai/jun (2000) p. 211-222.

PEREIRA, L. V. Clonagem, da ovelha Dolly às células-tronco. 2ª. Edição, São Paulo: Editora Moderna, 2007.

PONTIFÍCIA ACADEMIA PRO VITA. Declaração sobre a produção e o uso científico e terapêutico das células estaminais embrionárias humanas. Cittá del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2000.

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AVALOS, S. Em: http://noticias.uol.com.br/ultnot/afp/2005/01/21/ult34u115802.jhtm

BARBOSA, A. S. et al. versión On-line ISSN 1726-569X, Acta bioeth.  vol.19 no.1 Santiago jun. 2013, Acta Bioethica 2013; 19(1): 87-95. En: http://dx.doi.org/10.4067/S1726-569X2013000100009

EFE em Bogotá. En: http://www1.folha.uol.com.br/folha/ciencia/ult306u14875.shtml

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PRESIDÊNCIA DA REPÚBLICA, Lei da biossegurança, lei n. 11.105. En: www.planalto.ov.br/ccivil_03/_ato2004-2006/…/lei/11105.htm