Jesús, mediador entre Dios y los hombres

Sumario

Introducción

1 El testimonio de la Escritura

2¿Qué es una mediación? La mediación de Cristo

3 Algunos testimonios em la tradición

3.1 Ireneo de Lyon (ca. de 140-202)

3.2 De Agustín a Tomás de Aquino

3.3 Hoy

Introducción

Los términos “mediación” y “mediador” hoy tal vez no nos digan mucho. Ellos pertenecen al lenguaje jurídico o al lenguaje filosófico, y no los utilizamos con frecuencia. Ellos exigen, efectivamente, alguna explicación. Pero a partir de nuestra reflexión, descubrimos que están, de modo un tanto escondido, en el corazón de nuestro lenguaje cotidiano, sea cual sea. También están en el corazón de nuestra fe, pues es en torno a ellos que se organiza toda la teología de la redención y de nuestra salvación, o sea, del éxito definitivo de nuestra vida. Intentemos, por lo tanto, acompañar ese lenguaje, primero en la Sagrada Escritura y, después, en la tradición de la Iglesia, hasta hoy, donde la encontramos en el importante tema de la reconciliación y en el desarrollo contemporáneo de la idea de sacramento[i].

1 El testimonio de la Escritura

El texto más característico del NT acerca de la mediación de Cristo Jesús es bien conocido: “Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y la humanidad: el hombre Cristo Jesús, que se entregó como rescate para todos” (1Tm 2,5-6).

Este texto paulino es en realidad una fórmula abreviada de la confesión de fe, próxima a la que se lee en 1Cor 8,6. Ella presenta al Padre y al Hijo, pero sin desarrollar estos términos como harán las confesiones de fe subsiguientes. Contiene dos artículos. El primero es la reanudación de la confesión judía fundamental: hay un solo Dios. El segundo artículo le asocia de manera inmediata la confesión de fe de Jesucristo, que comparte con Dios la característica de unicidad, una manera de decir que él no introduce el número en Dios. El único Dios y el único mediador constituyen entre sí una sola unidad divina. La particularidad de este segundo artículo consiste en apelar a la noción de mediador, que aquí recapitula el sentido y la finalidad de la vida y de la muerte de aquel que nos fue enviado como hombre. Él constituye con Dios uno solo, pero él se hizo un ser humano, y esta novedad hace de él un mediador. De hecho, es en tanto hombre, es decir, en tanto Dios convertido en hombre, como él es mediador. El final del texto es un resumen de la actividad salvadora de Jesús: se dio en rescate por todos nosotros, evocación de su muerte y resurrección, como nos reconciliaron con Dios.

¿Cuál es el alcance de ese texto, relativamente tardío en la obra paulina? ¿Será sólo un mero detalle del pensamiento del apóstol, o será la recuperación, por él, de un dato mayor de la revelación cristiana? Para responder a esta pregunta necesitamos primero verlo en el AT, debido a ese gran principio, aplicado por los Santos Padres, quienes nos enseñan a buscar siempre el acuerdo entre los dos Testamentos como signo de su verdad.

La lengua hebrea no posee un término equivalente al del griego mesites, “mediador”. Sin embargo, los grandes personajes del AT ya cumplen una función mediadora. Abraham es aquel en quien “serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 12,3). Moisés tuvo por misión liberar a Israel de su cautiverio egipcio y concluir la primera Alianza entre Dios y su pueblo. Su mediación es, por lo tanto, también descendente. Pero interviene, sobre todo, ante Dios en favor de su pueblo pecador. Pablo llega a decir que la Ley fue promulgada “por los ángeles, por la mano de un mediador”, incluso si, ” este mediador no lo es de uno solo” (Gal 3,19). El NT comprende, por lo tanto, el papel de Moisés como el de una cierta mediación (Gal 3,19-29). El sacerdocio levítico es. a su vez, una institución de mediación en el servicio del culto y de la Ley. El rey, como ungido de Yhwh, es investido de una función de representación de su pueblo ante Dios. De manera muy diferente el profeta recibe la vocación de ser testigo de la palabra de Dios dirigida al pueblo. Su “mediación” es más descendente que ascendente, a diferencia de aquella del sacerdote y del rey. Pero a su vez intercede a favor del pueblo, debido a su solidaridad con él. La figura misteriosa de Siervo de Dios (Is 40-55) parece representar al pequeño resto de Israel y asumir una función de mediación entre Dios y los hombres. Él lleva el pecado de la multitud, él asume sus sufrimientos y ofrece su vida en expiación, lo que le valdrá una posteridad viva. Este servido anticipa la misión misma de Jesús, misión de reconciliación y de salvación, la de nuestro único mediador.

Cuando volvemos al NT, encontramos raramente el tema de la mediación de Cristo expresado de manera formal, pero él se encuentra en afirmaciones categóricas y solemnes y pertenece a la propia estructura de la revelación. Lo encontramos en la carta a los Hebreos, expresado de manera bien determinada, referente a la primera alianza y a los diversos anuncios proféticos: “Cristo ha recibido un ministerio tanto mejor, por cuanto es también el mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (Hb 8,6). El mismo tema se desarrolla con el lenguaje del “Sumo Sacerdote”, del que Jesús no atrae la gloria a sí mismo, sino que la recibe del Padre (Hb 5,5), mientras responde a ese llamamiento diciendo con el propio cuerpo: “He aquí que yo vengo” (Hb 10.5-7). La oferta del cuerpo de Cristo suprime los sacrificios y las oblaciones de la primera Ley. Esta alianza es eterna, pues el Cristo “vive siempre para interceder por nosotros” (Heb 7,25). “Por eso es el mediador de una nueva alianza: su muerte redimió las transgresiones de la primera alianza, y así los que son llamados reciben la herencia eterna prometida” (Hb 9,15). Esta es la “nueva alianza” prometida por Jeremías e inscrita en los corazones (Jr 31,31-34). La expresión es retomada por la misma epístola: “Jesús, el mediador de la nueva alianza y de la aspersión con sangre más elocuente que la de Abel” (Heb 12,24).

La gran novedad de la mediación sacerdotal de Cristo es que es ante todo descendente. Los sumos sacerdotes de la antigua Ley ejercían su ministerio en un movimiento principalmente ascendente y que nunca alcanzaba totalmente su objetivo: restablecer la comunión del pueblo con su Dios. Jesús se compromete en un movimiento libre y definidamente descendente, que lo conduce al abajamiento y a la muerte. Exactamente porque él viene de Dios y vino a nosotros rebajándose, él puede “establecer realmente una comunicación perfecta y definitiva entre el ser humano y Dios”(VANHOYE, 1980, p. 48). Mientras los sumos sacerdotes hacían todo para separarse del pueblo pecador, Jesús, el santo por excelencia, hace todo lo que puede para asumir una solidaridad plena con los pecadores. Así, podemos encontrar en él un “Sumo sacerdote misericordioso y digno de confianza” (Hb 2,17).

La Escritura expresa, además, la mediación del Cristo apelando al tema del intercambio. En la persona de Jesús se produce un misterioso intercambio entre Dios y los hombres. Escribe Pablo: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo: de rico que se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9). Es también el cambio de su fuerza por nuestra debilidad: “De hecho, fue crucificado en la debilidad, pero él vive por la fuerza de Dios. Y nosotros también somos débiles en él, pero también vivimos con él por el poder de Dios en relación con nosotros “(2Cor 13,4). Este intercambio va hasta el final, pues se convierte en el de la santidad y del pecado: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” (2Cor 5,21). Este versículo ha sido a menudo mal entendido. Evidentemente, Jesús no fue hecho pecador, sino que cargó sobre sí todas las consecuencias de nuestro pecado, como nos muestra la imagen de su cuerpo torturado. En la carta a los Gálatas el intercambio es el de la maldición y de la bendición: “Cristo pagó para liberarnos de la maldición de la Ley, haciéndose él mismo maldición en nuestro favor, pues está escrito:” Maldito todo aquel que sea suspendido en el madero ” Gl 3,13). En la cruz, Jesús se volvió a su vez objeto de la maldición proclamada por la Ley, en el momento en que nos justificaba a todos nosotros. Hasta allí fue su amor.

2 ¿Qué es una mediación? La mediación de Cristo

Podemos ser más exactos en cuanto a la definición de la mediación, que nos ha sido evocada en la Escritura bajo múltiples aspectos. Se trata, de hecho, de un término que utilizamos también en la vida cotidiana, que está en la base de nuestro lenguaje y funciona, sobre todo, en las matemáticas. Hagamos de inmediato la distinción entre el intermediario y el mediador. El intermediario es un tercer figurante externo a las dos personas que, por ejemplo, deberían ser reconciliadas. Él será el “hombre del buen servicio”. Él tiene su consistencia propia, presente antes y después del servicio prestado. El mediador es interno a cada uno de los protagonistas y constituye una unidad con cada uno de ellos. El intermediario sólo puede, en parte, convertirse en intermediario si, por una verdadera solidaridad con uno y otro, puede sentirse siendo él mismo en los dos lados del conflicto. Tomemos por ejemplo un empleador en oposición a una empleada inmigrante. Nuestro presunto mediador es, por una parte, un empresario, amigo del arriba mencionado, y de otra parte él mismo inmigrante originario del mismo país de donde viene la empleada. Él siente en sí mismo la humillación y un trato injusto que amenaza caer sobre ella. Él participa en el estatuto de mediador, porque se identifica naturalmente con cada una de las dos partes. Pero, en la medida en que su mediación tiene éxito, ella desaparece, así como él mismo como mediador.

La instancia mediadora por excelencia de la comunicación entre las personas humanas es el lenguaje: ser es hablar. No por nada las modernas técnicas audiovisuales son llamadas medios, o medios de comunicación. Los medios de comunicación están al servicio de la comunicación entre las personas. Pero para que el lenguaje pueda funcionar, ciertas condiciones deben ser respetadas. El mismo lenguaje -la misma lengua- debe ser adquirido por los dos interlocutores. Este lenguaje permitirá entonces que el mismo pensamiento o la misma información esté presente en cada uno de ellos. La comunidad del lenguaje permite la comunicación, tal vez hasta la comunión. Pero el lenguaje se desvanece constantemente, como el rollo de una película al ser proyectado, permitiendo así que siga vivo y pueda crear una comunión de vida.

Además, toda argumentación en nuestro lenguaje se apoya en el funcionamiento de “términos intermediarios”, términos que son comunes a otros dos términos diferentes y permiten hacer pasar nuestro pensamiento de uno a otro. El silogismo puede ser extremadamente simple, como el que nos va a servir de ejemplo. Pero él está presente también en argumentaciones extremadamente complejas. Así, por ejemplo, el silogismo que desde siglos se repite en las escuelas:

Todo hombre es mortal. Sócrates es un hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.

El problema consiste en poder justificar una relación fundadora entre Sócrates y su carácter mortal. ¿Por qué es mortal? ¡Porque es hombre! Y este es el término que nos servirá de término intermedio según una proposición general que vale para todos los hombres. “Todo hombre es mortal”, eso es cierto porque evidente; por lo tanto, vale para el caso particular de Sócrates que es un hombre. El término hombre sirvió aquí como mediador entre la afirmación A y la afirmación B. No le queda más que desaparecer. Este silogismo elemental, que no nos enseña nada, descompone en todos sus elementos una afirmación que ya conocemos bien, porque él reposa, para nosotros, de manera inconsciente, sobre raciocinios de ese género. El lenguaje funciona porque es al mismo tiempo nosotros mismos y el otro: es él el que nos permite, de alguna manera, de pasar de uno al otro. Ella es mediadora. Así comprendemos por qué el lenguaje está en el corazón de la reflexión filosófica.

Tomemos ahora el ejemplo de las matemáticas, en la que el signo = funciona en cualquier teorema. Un teorema progresa a partir de una sucesión de ecuaciones. Pero en cada progreso de la argumentación, los elementos de la ecuación cambian, de uno y del otro lado. El signo = es el término intermedio necesario para el progreso de la argumentación. Pero en sí mismo no es nada: se desvanece siempre que haya probado la perfecta equivalencia de los dos lados de la ecuación. Si en determinado momento la perfecta ecuación no fue respetada, todo el raciocinio se desploma.

Todas estas reflexiones sobre el lenguaje reciben un sentido extremadamente fuerte para el cristiano cuando descubre que el evangelio de Juan llama a la persona de Jesús de Verbo, es decir, de Palabra. En él, la Palabra divina se convirtió en palabra humana, el Verbo hecho carne. Esto era indispensable para establecer una comunicación plena entre el lenguaje de Dios y el lenguaje del ser humano. En Jesús, Dios aprendió nuestra lengua. En él se realiza la plena revelación y comunicación de Dios a los hombres y la perfecta respuesta del hombre a Dios, en la obediencia y en el amor. En Jesús mediador la comunión inmediata entre Dios y el hombre se realiza en un movimiento constante de intercambio entre la revelación de Dios y la oración del hombre. Este intercambio se realiza en él por nosotros, para ponernos, a nuestra vez, en comunión inmediata con el Padre. Pero la Palabra que es Jesús, es divina: no se desvanece como una simple palabra humana. Conviene decir, al mismo tiempo, que se desvanece y que no se desvanece. Ella se desvanece, y manifestó ese desvanecimiento en la muerte – la kénosis – en la cruz, pues de otro modo ella no habría cumplido hasta el fin la mediación que permite nuestro paso hacia Dios. Ella no se desvanece, pues ese movimiento del doble “sí” de Dios al hombre y del hombre a Dios es, en adelante, eterno. De él depende nuestra comunión con Dios de una vez para siempre.

El Cristo no establece competencia entre Dios y el hombre: él es totalmente uno y el otro. Todos los caminos que van de Dios al hombre y del hombre a Dios se cruzan en él. En él, el entero misterio de la Trinidad entra en comunión con la humanidad entera. Allí está el origen y la realización de los dos movimientos del intercambio mediador, el movimiento descendente que va de Dios al hombre y el movimiento ascendente que va del hombre a Dios. Las grandes categorías de la Biblia y de la Tradición acerca de la redención se insertan espontáneamente en este doble movimiento. Presentamos, pues, algunos ejemplos.

3 Algunos testimonios en la tradición

En la Escritura, los testimonios dados privilegian claramente el movimiento descendente de la mediación, sin olvidar el movimiento ascendente. El Cristo nos salva, en primer lugar, porque es el revelador del conocimiento de Dios. El tema más frecuente es el de la redención, en el sentido de rescate, o sea, de la liberación, y también el de la liberación, realizada por el combate victorioso del Cristo contra las potencias del mal. El Cristo es también aquel que nos trae la participación en la divinidad, el divinizador, del mismo modo que él realiza nuestra salvación, simultáneamente como Dios y como hombre, pues él vino a los suyos -y esto se refiere a nosotros- en una transmisión ” de hombre a hombre “. Pero Jesús realiza también el don sin retribución del hombre a Dios, pues del don de Dios al hombre puede por ser acogido y recibido. Así como Dios se dio a sí mismo a nosotros, la retribución no se puede realizar sin el don de sí del hombre a Dios, don que efectúa su paso en Dios. El don de sí es el sacrificio, que está ligado a los términos de propiciación, de satisfacción (ésta, a menudo demasiado mal entendida, como si debiera provenir de una compensación) y de representación. Hoy se presta más atención al tema de la solidaridad asumida por el único mediador con la humanidad.

3.1 Ireneo de Lyon (de 140-202)

Ireneo de Lyon ha meditado con atención sobre los textos de la Escritura que evocan la mediación de Cristo y hasta hizo de ellos la teoría:

Él entonces mezcló y unió el hombre a Dios. Pues si no fuera un hombre el que venciese al adversario del hombre, el enemigo no habría sido vencido en toda justicia. Por otro lado, si no fuera Dios quien nos hubiera otorgado la salvación, no la habríamos recibido de modo estable. Y si el hombre no hubiera sido unido a Dios, él no habría podido recibir en participación la incorruptibilidad. Porque era necesario que «el mediador de Dios y de los hombres», por su parentesco con cada una de las dos partes, las condujera una y otra a la amistad y la concordia, de modo que al mismo tiempo Dios acogió al hombre y que el hombre se ofreció a Dios. ¿Cómo podríamos, de hecho, tener parte a la filiación adoptiva, si no hubiéramos recibido, por el hijo, la comunión con Dios? ¿Y cómo habríamos recibido la comunión con Dios, si su verbo no hubiera entrado en comunión con nosotros, haciéndose carne?  (IRENEE DE LYON – III, 18,7, reed. 1984, p. 365-366)

Este hermoso texto de Ireneo nos explica con toda claridad la mediación de Cristo. Ella tiene por fundamento el doble parentesco del Verbo encarnado con Dios y con el hombre. Es gracias a ello que el mediador puede reconducir las dos partes a la amistad y a la concordia (punto de vista redentor) y dar al hombre la filiación adoptiva y la comunión con Dios (punto de vista divinizador). Pero hay otro rasgo que recibe la atención de Ireneo. Para él, la victoria del demonio sobre la humanidad fue profundamente injusta. Para que la justicia sea plenamente realizada, “es preciso” que el propio vencido, es decir, el ser humano, consiga la victoria sobre el enemigo. No se trata en modo alguno de hacer justicia a Dios, sino al hombre, que injustamente fue hecho pecador. Para Ireneo, hay dos aspectos de la mediación: ella es redentora mientras nos libra del pecado; es divinizadora mientras nos da la filiación adoptiva: «Porque esta es la razón por la cual el Verbo se hizo hombre y el Hijo de Dios hijo del hombre: para que el hombre, al mezclarse con el Verbo y al recibir así la filiación adoptiva se convierta en hijo de Dios» (IRENEE DE LYON – III, 19,1, reed. 1984, p. 368).

Conforme a los pasajes, Ireneo resalta una dominante más divinizadora o más “reconciliadora”:

Es porque en los últimos tiempos, el Señor nos restableció en la amistad por medio de su encarnación: convertido en «mediador de Dios y de los hombres» él inclinó a nuestro favor a su Padre contra quien habíamos pecado y él lo consoló de nuestra desobediencia por su obediencia, y él nos despertó la gracia de la conversión y de la sumisión a nuestro creador (IRENEE DE LYON – III, 17,1, reed. 1984, p. 619).

Cristo “inclinó” y “consoló” al Padre después de nuestro pecado: expresiones antropomórficas, pero mucho más elocuentes y justas que la idea de “castigo vengador” y “compensación”.

Jesús es el mediador de nuestra redención porque antes fue mediador de nuestra creación. “El Hijo de Dios, que ya se encontraba impreso en forma de cruz en el universo” (IRENEE DE LYON, Démonstration (…) SC 406, p.131-133), “vino de modo visible en su propio dominio, se hizo carne y fue suspendido en el madero, a fin de recapitular todas las cosas en sí mismo” (IRENEE DE LYON – V, 18,3, reed. 1984, p. 625). Así la humanidad de Cristo es la “placa giratoria” de la comunicación de los dones de Dios a nuestra humanidad. Tertuliano retomará la misma idea, diciendo que “Cristo es el soporte de la salvación” (TERTULLIEN, La résurrection (…) VIII ; PL 2, 806, ab).

4.2 De Agustín a Tomás de Aquino

Entre Ireneo y Agustín, Orígenes volvió a la temática de la mediación. En los siglos IV y V los grandes debates sobre la Trinidad y la cristología encontraron su argumento soteriológico principal en la afirmación de las condiciones que permitan al Cristo ser un auténtico mediador entre Dios y los hombres. Si no es verdaderamente Dios, igual y “consubstancial” al Padre, no puede divinizarnos (Atanasio contra Ario). Si no es verdaderamente hombre, habiendo participado plenamente en nuestra condición común, entonces no fue a nosotros que nos asumió, y nosotros quedamos fuera de la salvación que él trajo (Gregorio Nazianzeno). Si él no es un solo y el mismo como Dios y como hombre, el vínculo que él quiere constituir entre Dios y nosotros se rompe y no hay más mediación ni salvación. “Es necesario que él posea lo que es nuestro para que poseamos lo que es de él” (CYRILLE, Le Christ (…) 722 a-b;  S.C 97, reed. 1964, p. 327-329), dice Cirilo de Alejandría en su debate con Nestorio. Pero miremos antes el testimonio de Agustín, para el cual la mediación de Cristo no es sólo una afirmación doctrinal esencial, sino también el lugar de una experiencia personal, particularmente liberadora.

En él encontramos un análisis muy preciso de lo que es la mediación salvífica de Cristo: la presencia coexistente en él de la divinidad humana y de la humanidad divina.

Él es mediador de Dios y de los hombres, porque él es Dios con el Padre y hombre con los hombres. El hombre no podría ser mediador, separadamente de su divinidad; Dios no podría ser mediador, separadamente de su humanidad. He aquí el mediador: la divinidad sin la humanidad no es mediadora; la humanidad sin la divinidad no es mediadora; pero entre la divinidad sola y la humanidad sola se presenta como mediadora la divinidad humana y la humanidad divina del Cristo (AUGUSTIN, Sermon 47, 21; PL 38, 310; Vivès 16, p. 307).

Pero Agustín no se para este punto; en los meandros de su propia conversión él hizo una experiencia de esta afirmación doctrinal. Él no podía llegar al verdadero conocimiento de Dios porque se niega a reconocer a Jesucristo, el único mediador.

Yo buscaba la vía, para adquirir el vigor que me haría capaz de gozar de ti; y no la encontraba, mientras no abrazase «el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Jesucristo, que está por encima de todo, Dios bendecido para siempre» (1 Tim 2,5); él llama y dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6); y la comida que por debilidad yo no podía tomar, él la  mezcla con la carne, pues «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), para que por nuestra infancia tu sabiduría se convirtiera en leche, ella por quien tú criaste todas las cosas.

Es que yo no era suficientemente humilde, para poseer, mi Dios, el humilde Jesús, y yo no sabía qué enseñanza da su debilidad (AUGUSTIN, Confessions, VII, 18,24;  p. 631).

Es realmente admirable esta última fórmula. Para Agustín, lo que llevó a Cristo a la aniquilación (la kénosis) de la cruz fue su humildad. Y esta es también la gran originalidad del cristianismo. De acuerdo, Agustín había leído en los platónicos que en el principio había el Verbo, pero:

En cuanto a esto: ‘Él vino en su propio dominio y los suyos no lo recibieron, pero a los que lo recibieron él dio el poder de convertirse en hijos de Dios creyendo en su nombre (Jn 1,11-12), eso no lo leí” (AUGUSTIN, Confessions, VII, 9,13; p. 609).

Agustín, en fin, hizo la experiencia de toda su debilidad y aceptó ir hasta la humildad que le permitía entrar en comunión con la humildad del único mediador. Éste, entonces, lo liberaba de sus ataduras y lo ponía en comunión con Dios mismo. Dios vino a nosotros para que pudiéramos ir hasta él.

Agustín pasó del término “mediación” al de sacramento, que en su texto no tiene exactamente el sentido preciso que le damos hoy, pero que se acerca bastante de él. Para Agustín, el sacramento es un misterio, es decir, una realidad que asocia un gesto humano que tiene sentido en nuestro mundo a un don propiamente divino que lo trasciende. El bautismo es un rito exterior de ablución y de purificación. Pero el bautismo, objeto de un mandamiento de Jesús a sus discípulos, es rico del don trascendente de Cristo que nos lava de todo pecado y nos hace participar de su vida divina. El gesto humano es el signo exterior del don divino que lo sobrepasa infinitamente. El primero nos revela el misterio del segundo. Lo visible es el signo de lo invisible. El sacramento es, pues, el mediador visible de un misterio divino invisible. Por detrás de este sacramento está la humanidad del propio Cristo, que puede ser considerado como el sacramento primero y fundador de la Iglesia, que a su vez se hizo sacramento, y también de los siete sacramentos:

la humanidad de Cristo es el sacramento de la presencia y de la actividad del Verbo; la muerte en la cruz es el sacramento de la misericordia de Dios, del acto por el cual nos comunica la vida divina. Se ve y no se ve. Se ve el Cristo morir, pero esa muerte es comunicación de la vida divina a la humanidad, eficacia en, y a través de, un acontecimiento en la historia y un evento sensible y corpóreo (AGAËSSE, 1980, p. 59).

Pero damos la palabra al propio Agustín:

Revestido de una carne mortal, muriendo sólo por medio de ella, resucitando sólo por medio de ella, sólo por ella él se puso al unísono con nosotros para la muerte y para la resurrección, convirtiéndose por ella en sacramento para el hombre interior y ejemplo para el hombre exterior (AUGUSTIN. La Trinité, IV 3,6 ; BA 15, 1955, p. 351).

La Edad Media acompañó sin dificultad ese paso, asociando mediación y reconciliación, como muestra este texto sencillo de Tomás de Aquino:

El oficio del mediador consiste en unir aquellos entre los cuales él ejerce esta función: pues los extremos están juntos por el término mediano. Ahora bien, hacer la unión de los hombres con Dios conviene sin ninguna duda al Cristo, ya que, por él, los hombres son reconciliados con Dios, según esta palabra de la epístola a los Corintios: «Dios reconciliaba el mundo con él mismo en Cristo» (2Cor 5,19). Por consiguiente, el Cristo, mientras que, por su muerte, reconcilió el género humano con Dios, es el único y perfecto mediador entre Dios y los hombres (SAINT THOMAS. Commentaire sur les sentences, L. IV, D. 48, Q.1, a. 2, sol.).

4.3 Hoy

El tema de la mediación única de Cristo está siempre presente en la teología de la época moderna y de los días de hoy. Él incluso conoce una renovación a partir del tema de la reconciliación, que es muy apreciado en nuestro tiempo. En el siglo XIX se encuentra en Matthias Scheeben (SCHEEBEN, 1947, p. 410-419):

Jesucristo es, efectivamente, el mediador entre Dios y el hombre, porque en él la reconciliación del hombre y su ser reconciliado con Dios se han convertido en un único y mismo acontecimiento. La existencia de Jesucristo […] es toda entera, ella no es otra cosa que su ser y su obra de mediación. En otros términos, Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres (BARTH, 1968, p. 129).

En el lado católico, Karl Rahner aborda la mediación de Cristo desde el punto de vista de la teología trascendental que le es familiar. Lo propio de esta teología consiste en interpretar la trascendencia que habita en todo ser humano, es decir, su deseo incoercible de superar todas las cosas creadas para llegar a Dios, el único que puede fundar su existencia y darle sentido. Esta teología se plantea siempre la pregunta de las condiciones de posibilidad que existen en el hombre para que pueda adherirse a los diversos aspectos del misterio cristiano. ¿Dónde, por lo tanto, se sitúa en el hombre la presuposición de la mediación de Cristo? Ella reposa simplemente en el hecho de que el hombre es un ser que vive de la intercomunicación de todos los seres humanos entre sí. Este dato inscribe al ser humano en una multitud de mediaciones, ya que él llega desde la parte de ellos y, a su vez, dándose a ellos. Este intercambio constante no es otra cosa que la circulación del amor humano; cada uno sólo puede realizarse abriéndose a los demás, acogiendo el don que se le ofrece. Pero este intercambio presupone un amor absoluto que lo fundamenta y lo hace posible. Este amor sólo puede ser propiamente divino. La intercomunicación de los seres humanos entre sí sólo puede tener su cima y su fin en la persona de Cristo, mediador absoluto dado por Dios.

Otros teólogos, como Yves de Montcheuil y Edward Schillebeeckx, acercaron -como anteriormente Agustín- el tema de la mediación y el del sacramento. Así, el sacrificio de Cristo, es decir, el don total de su vida hasta la muerte en la cruz que efectúa su paso hacia Dios es el sacramento mediador del sacrificio de toda la humanidad y del paso hacia Dios de toda la humanidad.

El sacrificio de Cristo es el sacramento del sacrificio de la humanidad […] El sacrificio histórico realizado una vez en un momento del tiempo y en un lugar determinado es el sacramento del sacrificio realizado por el Cristo total. Encontramos aquí la idea […] de que Cristo es el primer sacramento, el gran sacramento (MONTCHEUIL, 1951, p. 53).

La vida de la humanidad a través de los tiempos es comparada a un único y largo sacrificio, es decir, al don de sí misma, que la hace pasar progresivamente en Dios. El sacrificio de Jesús en la Cruz es al mismo tiempo el mediador y el sacramento.

De igual modo, para E. Schillebeeckx, Cristo es el sacramento o la mediación del encuentro de todos los hombres en Dios. De hecho, el encuentro del Cristo terrestre es el sacramento del encuentro con Dios. Todos los actos de la vida de Jesús fueron al mismo tiempo la manifestación del amor divino a la humanidad y la actuación del amor humano hacia Dios. Pero éste debe conservar a través del tiempo tal visibilidad concreta. Tal es el papel de la Iglesia, sacramento fundado por Cristo, que permanece el único sacramento fundador, Iglesia que es el signo vivo y que así ejerce también el ministerio de la única mediación de Cristo.

Llamamos hoy al sacramento de la penitencia sacramento de la reconciliación. El vocabulario es ciertamente más afortunado que el anterior, pues este sacramento es el encuentro mediador y salvífico, realizado visiblemente en la Iglesia, del cristiano siempre pecador con Cristo, sacramento antiguamente visible y hoy invisible de nuestra salvación, y único mediador entre los hombres y Dios, el eterno Dios, que aceptó convertirse en hombre por nosotros.

5 Referencias

AGAËSSE, P. L’anthropologie chrétienne selon saint Augustin. Image, liberté, péché et grâce. Paris: Centre Sèvres, 1980.

AUGUSTIN. Confessions VII, 18,24. livres I-VIII. 9. ed. Paris: Les Belles Lettres, 1966 (Tradução portuguesa : Confissões. 8. ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1975)

______. Sermon, Patrologiae latinae: Sancti Aurelii Augustini Opera omnia. Paris: J. P. Migne, 1841 V. 38 Pt 5/1. (Series Latina, 38)

______. La trinité (livres I-VII). Paris: Desclee de Brouwer, 1955 613 p. V. 15. (Bibliotheque augustinienne). (Tradução portugues: A Trindade. Sao Paulo: Paulus, 1995)

BARTH, K. Dogmatique, IV, 1,1, 58; Genève : Labor et Fides, 1968, t. 17.

CYRILLE D’ALEXANDRIE. Le Christ est un. In Coll. Source Chrétienne 97, Paris: Cerf, 1964.

IRENEE DE LYON. Contre les hérésies. Dénonciation et réfutation de la gnose au nom menteur, III, 18,7 ; trad. A. Rousseau. Paris : Cerf, 1984.

______.  Démonstration de la prédication apostolique, 34. In Source Chrétienne, 406, 1995.

______. Contre les hérésies, V, Paris: Cerf, 1969 .

MONTCHEUIL, YVES DE. Mélanges théologiques. Paris : Aubier, 1951.

SAINT THOMAS. Commentaire sur les sentences, L. IV, D. 48, Q.1, a. 2, sol. (ver edição digital : http://docteurangelique.free.fr/bibliotheque/sommes/SENTENCES4.htm)

SCHEEBEN, M. Les mystères du christianisme, 62. trad. A. Kerwoorde. Paris: D.D.B. 1947.

TERTULLIEN. La résurrection de la chair, VIII; PL 2, 806, ab. (versão origianl digital : https://books.google.com.br/books?id=O5JBAAAAcAAJ&pg=PA811&hl=pt-BR&source=gbs_toc_r&cad=4#v=onepage&q&f=false)

VANHOYE, A. Prêtres anciens et prêtre nouveau selon le Nouveau Testament. Paris: Seuil, 1980.

[i] Texto original escrito en Francés, con la bibliografí en esta lengua. Cuano es el caso de textos en castellano estarán citadas en paréntesis.