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Símbolo y sacramento

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1 Signo, símbolo, lenguaje, cuerpo

2 Referencias Bibliográficas

1 Signo, símbolo, lenguaje, cuerpo

“Aisladas/ las palabras son mudas. / Hombre, mujer,/ amor/, es sonido en línea recta/ y la Tierra es redonda;/el sonido se pierde en la nada./ Las palabras sobreviven unidas unas a las otras en una fuerza de puente para alcanzar el ritmo en el horizonte”. Estos versos del poema A palavra é carente, de Lupe Cotrim Garaude (1961), pueden ser una buena introducción, en lenguaje simbólico, para comprender los sacramentos como “símbolos”.

Por su actividad simbólica, el símbolo se distingue del simple signo, o sea, de la mera acción significativa de las palabras usadas para designar los diversos objetos del mundo. La palabra griega symbolon significa literalmente poner junto, reunir. Lo propio del símbolo es reunir, poner en común, crear comunión. La palabra “rosa” designa un objeto de la naturaleza. La rosa ofrecida como regalo a la persona amada se convierte en símbolo. La significación del símbolo no reside aisladamente en la rosa, ni en el gesto de ofrecer la rosa, ni en la persona que la ofrece o la recibe, sino en la actividad mediante la cual las personas intercambian un objeto, una palabra o un gesto y de esa forma se relacionan, manifiestan sus sentimientos recíprocos y al mismo tiempo descubren su identidad. En otras palabras: la significación del símbolo reside en el lenguaje. El orden simbólico es el medio en el que las personas se encuentran y se revelan y así se construyen y construyen su mundo. En ese orden el vocablo como signo de un objeto se trasforma en símbolo, palabra que une y comunica a las personas.

La acción simbólica forma parte del lenguaje, entendido no apenas como mero instrumento para designar los objetos, sino como medio o ambiente en el que la persona se descubre, se construye y acontece. El lenguaje pone en juego a la persona en cuanto cuerpo ‒ el “yo-cuerpo” ‒ el yo que solamente, en cuanto corporeidad, se relaciona con los otros y con Dios. El cuerpo es el lugar de la articulación simbólica, diferenciada según las orientaciones del deseo del tríplice cuerpo ‒ social, ancestral y cósmico ‒, que constituye al ser humano como sujeto. En el cuerpo se articulan el yo y el otro, la naturaleza y la cultura, el deseo y la palabra. Para la fe cristiana, el cuerpo de Cristo en la tríplice dimensión ‒ terrena, eclesial y celeste ‒ es el lugar de la manifestación de la Palabra eterna de Dios que, por nosotros y para nuestra salvación, se hizo carne en Jesucristo.

Los sacramentos solo son bien comprendidos cuando son pensados como acciones o intercambios simbólicos que envuelven el yo-cuerpo del hombre, el cuerpo eclesial y el cuerpo de Cristo en su relación con el universo. Los sacramentos son acciones litúrgicas de la Iglesia. La asamblea litúrgica ‒ personificación de la Iglesia, cuerpo de Cristo, en un lugar y en un tiempo determinado ‒ es el sujeto primordial de los sacramentos. Cada uno de los sacramentos envuelve y manifiesta la acción sacramental de la Iglesia, sacramento fundamental (Grun-sakrament) que a su vez reenvía al Uhr-sakrament ou proto-sacramento: Cristo, la palabra de Dios hecha carne (Taborda 2005, p. 73 nota 56).

En cuanto sacramento de la unión de los hombres entre sí y con Dios, toda la acción de la Iglesia es sacramental, mediante el culto espiritual que consiste en presentar a Dios el propio cuerpo como sacrificio vivo y espiritual al servicio de los hermanos (cf. Rm 12, 1ss.), siguiendo el ejemplo de Cristo que se ofreció por nosotros en la cruz. Las acciones sacramentales del culto cristiano encuentran su sentido, su plenitud y su verificación en el vivir de los cristianos al servicio de los hermanos en la vida cotidiana. Ellas hacen que “el vivir para” los hermanos sea recibido gratuitamente de Dios como don y gracia al mostrarlo ritualmente, porque el sacramento en cuanto símbolo no remite a algo exterior a sí mismo, sino que introduce un orden del cual él forma parte: la vida en el cuerpo de Cristo. Los sacramentos celebrados en la liturgia son, por eso, momentos culminantes de la vida cristiana, en cuanto vida en Cristo para el servicio del mundo. Introducen en el Misterio pascual, el Misterio del cuerpo de Cristo muerto en la cruz y resucitado por nosotros y para nuestra salvación, mediante el don del Espíritu que forma parte de este Misterio.

Para intentar comprender la eficacia divina de los sacramentos, la teología escolástica utilizó las categorías filosóficas de casualidad eficiente y casualidad instrumental. Esta teología afirma que el Verbo encarnado actúa mediante los sacramentos, de forma semejante al artista que esculpe una estatua sirviéndose de los instrumentos apropiados. La afirmación era verdadera y útil para aseverar que la eficacia del sacramento proviene de ser Dios su autor. Tomás de Aquino construyó una reflexión muy rica sobre los sacramentos, sirviéndose de la analogía y de los conceptos de la casualidad prestados de la filosofía, aunque no deduciéndola de ellos, sino de los datos de la revelación en Cristo. Pero la utilización de casualidades que difícilmente escapan a representaciones de tipo productivista no llega a tocar lo más esencial de la acción sacramental, el orden simbólico. No es de extrañar que la teología posterior que quedó prisionera de esos conceptos, no consiguiese desarrollar la forma específica del actuar sacramental, como lenguaje y cuerpo humanos asumidos por Dios en Jesús Cristo para relacionarse con nosotros. La consecuencia de aquel tipo de reflexión, aliada a otras coyunturas históricas, fue una visión casi mágica del modo de actuar de los sacramentos en no pocos sectores de la Iglesia. No fue, sin embargo, el pensar los sacramentos mediante la causalidad eficiente lo que los expuso a ser considerados como acciones mágicas (Tomás de Aquino no cayó en esta trampa), sino el hecho de que la teología y la práctica sacramentales posteriores no se dejaron guiar constantemente por la revelación divina en Jesucristo.

Actualmente, la teología busca en la acción simbólica un instrumental epistemológico más apropiado para comprender la actuación divina mediante los sacramentos. No se pretende con ello deducir la eficacia sacramental de la noción genérica de símbolo. Se construiría por este camino una nueva escolástica incapaz de dar razón de la práctica sacramental. Lo que se busca es comprender la revelación singular y escandalosa de Dios en el misterio pascual, con la ayuda de la reflexión sobre el lenguaje y el cuerpo como lugares privilegiados de las relaciones entre los humanos. Y así reencontrar-se el sentido originario de los sacramentos que la Iglesia recibe de Cristo en la tradición litúrgica. El fundamento de los sacramentos es el cuerpo de Cristo muerto en la cruz, resucitado y exaltado por Dios por mérito de esa misma muerte y fuente del Espíritu que suscita para Cristo el cuerpo eclesial. Como símbolos del amor “trinitario de Dios”, los sacramentos nos introducen al orden “simbólico” creado por el Misterio pascual, sacramento de la humanidad de Dios. El modo de actuar simbólico nos ayuda a pensar este actuar divino, sin la pretensión de desvelar el Misterio santo del propio Dios revelado en el Misterio pascual, al permitirnos articular los datos de la Revelación con nuestra experiencia cotidiana de ser en el mundo en una relación de alteridad con todos los seres humanos.

El símbolo actúa significando y, por el mismo acto de significar. Conduce a la comunión entre las personas, envolviendo la verdad del ser (ser para, ser en relación) mediante la corporalidad. Un ejemplo de fácil comprensión: el abrazo de la madre al niño, en cuanto implica todo su afecto entregándose al hijo sin reservas, da a éste la conciencia de ser querido y crea lazos imperecederos. La muerte de Cristo en la cruz corona toda una vida de donación incondicional a todos los que se encontraron con él. Contemplada en el interior de la tradición de fe de Israel a la luz de la fe cristiana, revela cuánto Dios ama no apenas a los discípulos del Nazareno, sino a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Amor de Dios que, en el cuerpo del Hijo se entrega incondicionalmente a todos los humanos para que en el Hijo y con el Hijo renazcan para una vida nueva e imperecedera.

Comprender el gesto de Cristo en la cruz, como gesto de amor del Padre a toda la humanidad, simbolizado en los sacramentos, requiere un proceso lento y progresivo de comunión, como el requerido entre la madre y el hijo para que su abrazo sea símbolo de amor. La práctica de la Iglesia y el surgimiento progresivo de los sacramentos así lo muestran. Los sacramentos nacen alrededor de la mesa en la que se celebra el memorial de la entrega de Cristo por nosotros, y son siempre acompañados del sacramento de la Palabra que proclama su significación singular hasta el punto de revelar, en la muerte de un judío crucificado, el don – la auto-comunicación ‒ del propio Dios a la humanidad. Para comprenderlo no basta narrar los eventos de la vida de Jesús. Es necesario escuchar al propio Dios, expresando en memorial de esos eventos su amor por Israel y por toda la humanidad. De esta manera, se comprende por qué la memoria de la entrega de Jesús en la cruz celebrada en la liturgia, fue siempre precedida por la lectura de las Escrituras judaicas y también por qué son leídas las cartas de los apóstoles. Al encontrarse con personas que, no siendo judías, buscaban en Jesús la salvación, los apóstoles se vieron obligados a reinterpretar las antiguas escrituras, a la luz del recuerdo de Jesús. ¿Cómo podría Dios actuar por medio de Jesús si su recuerdo no hubiera sido significativo para los que participaban en las celebraciones de la Iglesia?

Pensar un sacramento implica pensar su ritual como verdadero intercambio simbólico entre Dios y el oyente de su Palabra, que es tocado por el rito como gesto divino de salvación. La acción sacramental no puede ser reducida a lo que la escolástica consideraba materia y forma del sacramento, bajo la pena de caer en un sacramentalismo mágico. Para actuar mediante el sacramento, el rito litúrgico debe introducir a quien lo recibe, de forma real, en el orden simbólico del Misterio pascual que se manifiesta en la práctica litúrgica. Ésta muestra el sentido de los sacramentos mucho mejor que una reflexión teológica que no nazca de la propia celebración. Todo el ritual de la celebración de los sacramentos forma parte de ellos y no puede ser considerado como accesorio dispensable sin negar su esencia: ser acciones simbólicas cuyos actores son el propio Dios y la Iglesia. Se recupera así en la reflexión teológica la sacramentalidad de la liturgia de la Palabra, olvidada durante siglos por la teología sacramental, como protestó Lutero. La proclamación de la palabra acompaña siempre el gesto sacramental y forma parte de él, no pudiendo ser comprendida como una palabra humana, preparatoria o explicativa del gesto sacramental, sino como Palabra del propio Dios y de su Hijo Jesús Cristo en la comunión creada por el Espíritu en la acción litúrgica.

Se recupera también lo que la práctica sacramental nunca abandonó, aunque a veces lo ocultase: el sujeto prioritario del sacramento es la asamblea litúrgica ‒ como ya fue mencionado ‒ y no apenas el individuo que lo recibe. Basta un ejemplo para mostrar su importancia y comprender así los sacramentos como acciones simbólicas del propio Dios para la Iglesia. El bautismo de los niños antes del uso de la razón siempre causó dificultades para entenderlo como sacramento. La causa precisa de esto es el hecho de que, en la forma como a veces se celebra el bautismo, se oculta el sujeto prioritario del sacramento que es la Iglesia, la asamblea litúrgica. Cuando, siguiendo la recomendación de la Sacrossanctum Concilium, el bautismo de los niños es celebrado durante la eucaristía dominical y realizado en etapas, (posibilidad ya prevista en la adaptación del ritual en Brasil), se revela con claridad el intercambio simbólico entre Dios y la asamblea. Ésta recibe en sus brazos y presenta a Cristo un nuevo miembro, sumergiéndolo en la fuente bautismal, en brazos de los padres y los padrinos, como primer gesto de un proceso “sacramental” de iniciación del nuevo miembro a la propia vida de la comunidad. Todo esto es profundamente verdadero y trasparente en una asamblea que cada domingo celebra el Misterio Pascual como la verdad más arraigada de su vida – vida en Cristo, vida recibida a cada instante del Espíritu, el don del Padre – que desea y espera que también sea la verdad de la vida del niño recibido en la asamblea litúrgica comprometida a cuidar de él.

La renovación conciliar de la Liturgia, que todavía deberá andar un largo y arduo camino, no es innovación. Arraigada en más legítima tradición, devolverá progresivamente a los sacramentos su lugar original, la liturgia de la asamblea dominical que celebra la Pascua del Señor. Así los sacramentos resplandecerán como momentos culminantes del encuentro del hombre con Dios, que viene a su encuentro en Jesús Cristo, en el cuerpo eclesial que el Espíritu da al Señor resucitado.

Esto, sin embargo, no será transparente para un mundo en que infinidad de seres humanos es víctima de la violencia y de la injusticia, si las comunidades no viven lo que celebran: Dios revelado, proclamado y adorado en la cruz de su Hijo, víctima de la violencia del mundo por haber anunciado la escandalosa noticia de que la invocación del Dios verdadero solo puede nacer de la búsqueda de su rostro en los pobres y en los excluidos por los poderes del mundo. Excluidos hasta por las religiones, cuando se construyen a imagen de los poderes mundanos. ¡Rostro de Dios revelado escandalosamente en un hombre declarado maldito en nombre de la religión (cf. Gal 3,10-13)! Por eso el sacramento, en cuanto introducción del hombre en el orden simbólico mediante el cual Dios, por pura gracia, entra en relación con todos los hombres en su hijo Crucificado solo puede ser comprendido por quien, siguiendo el camino de Jesús, esté dispuesto a perder la vida por amor a los hermanos.

Y aquí surge una paradoja de la fe cristiana. Los sacramentos que crean la identidad cristiana de cuantos los celebran y reciben -por ellos- la vida verdadera como don de Dios, obligan al cristiano a afirmar que el don recibido no es privilegio que lo separa de los otros, sino misión de anunciar a todos, como una buena noticia, el amor divino, experimentado en el crucificado, como amor a todos los humanos, sin fronteras de religión. Explicar esto, sin relativizar el Misterio divino revelado en Cristo y sin negar la presencia de Dios en los caminos de las religiones, implicaría desarrollar complejas reflexiones de Cristología y Soteriología. Pero es oportuno decir en esta simple introducción al sacramento como símbolo que la celebración de los sacramentos, para ser significativa para los cristianos en el mundo de la comunicación globalizada, debe también hacer transparente este aspecto mediante el propio ritual.

Juan Ruiz de Gopegui, SJ. FAJE, Brasil. Texto original portugués.

2 Referencias bibliográficas

BIRMELLÉ, André, La articulation entre Écriture et sacraments dans la lturgie lutherienne, em Philippe Bordeyne et Bruce T.Morrill, Les Sacrements, révélation de l’humanité de Dieu, Volume offert à Louis-Marie Chauvet, Paris, Cerf, 2008.

CHAUVET, Louis-Marie. Symbole et sacrement. Une relecture sacramentelle de l’existence chrétienne, Cerf,1987.

CHAUVET, Louis-Marie, Les sacrements. Parole de Dieu au risque du corps, Paris, L’Atelier, 1997

KUBICKI, Judith M., Les symboles sacramentels en un temps de violence et de rupture. Un peuple façonné par l’espérance et la vision eschatologique, em Philippe Bordeyne et Bruce T.Morrill, Les Sacrements, révélation de l’humanité de Dieu, Volume offert à Louis-Marie Chauvet, Paris, Cerf, 2008.

TABORDA, Francisco, Mistério – Símbolo – Mistério. Ensayo de compreensão da lógica interna da teologia de Karl Rahner, em OLIVEIRA Pedro Rubens F. – TABORDA, Francisco (org.), Karl Rahner 100 anos. Teologia, Filosofia e Expe riencia espiritual, São Paulo: Loyola, 2005.

GARAUDE, Lupe Cotrim, Entre a flor e o tempo. Rio de Janeiro: José Olympio, 1961. p. 39 s.

RUIZ DE GOPEGUI, Juan Antonio, Eucharistia. Verdad y camino de la Iglesia, Bilbao: Ed. Mensajero, 1914.

Liturgia, religiosidad popular y culturas

Índice

Proemio

1 Inculturación de la liturgia

1.1 Qué entendemos por liturgia y por cultura

1.2 Interacción entre liturgia y culturas

1.3 Breve reseña histórica. Hacia la interculturalidad

2 Creatividad litúrgica

2.1 Creatividad y novedad

2.2 Cuatro modalidades en la creatividad litúrgica

2.3 Variación, adaptación, inculturación

3 Religiosidad popular, cultura y liturgia

3.1 Importancia de la religiosidad popular

3.2 Religiosidad popular en América Latina

3.3 Religiosidad popular y liturgia

4 Encuentro de fe y cultura en lo simbólico sacramental

4.1 Importancia de lo simbólico sacramental

4.2 El evangelio nos llega a través de símbolos y ritos

4.3 Las culturas deben entrar en el rito y progresar con él

5 Conclusión

6 Referencias Bibliográficas

 Proemio

Para la fe cristiana la encarnación del Hijo de Dios es un dato tan fundamental que afecta a todas las estructuras y elementos que la componen: el tiempo, el espacio, la cultura, la religiosidad, el culto, las relaciones sociales… todo queda impregnado por el hecho de que Dios ha entrado en nuestra historia. La encarnación adquiere su pleno sentido en la glorificación de Jesús. Pero para la fe cristiana hay otro hecho sin el cual no se entiende plenamente ni la persona de Jesús, ni su glorificación, ni la Iglesia, ni el destino de la humanidad: este hecho es la presencia del Espíritu de Dios en la persona de Jesús, en la Iglesia y en el mundo.

Si la encarnación del Hijo de Dios es de una trascendencia única, pero enmarcada en un tiempo y un espacio concretos (Nazaret, año tal), la efusión del Espíritu Santo es algo que invade toda la historia y todos los pueblos, aun cuando su vértice más significativo sea Pentecostés. Nosotros tendemos a leer los acontecimientos salvíficos de un modo lineal y sin conexión: la creación, la historia antes de Jesús, la presencia de Jesús en Palestina hace dos mil años, la historia y la vida de la Iglesia después de Jesús. Estas etapas son reales, pero solo el Espíritu Santo las unifica: Él será la clave para entender cosas tan variadas como la presencia de Dios en la religiosidad de los pueblos, la presencia de Dios en la liturgia, la presencia de Dios en cada corazón y en cada cultura, el destino de la humanidad…

Siempre, pero especialmente en tiempos de cambios acelerados históricos, culturales y sociales, la Iglesia, en su evangelización, estructuración y liturgia, tiene necesidad de volver a repensar su relación con la cultura o las culturas de los pueblos, partiendo de la encarnación de Cristo y del don del Espíritu.

1 Inculturación de la liturgia

1.1 Qué entendemos por liturgia y por cultura

El vocablo liturgia tiene diversas acepciones a nivel bíblico y eclesial. Hace referencia a realidades relacionadas entre sí pero no idénticas. Aquí entendemos por liturgia el significado que la Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II le atribuye aun sin pretender definir lo que ella es. Dice allí en el n. 7:

Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.

Hay palabras a tener muy presentes en esta cuasi definición: ejercicio del sacerdocio de Jesucristo, cabeza y miembros, santificación y culto público, signos sensibles que significan y realizan algo. La liturgia no se puede reducir a algo puramente interno ni individual; no es un simple recuerdo de los gestos salvíficos de Jesús; es actuación de Cristo hoy en su Iglesia; es adoración y santificación. Lo que Cristo realizó en su encarnación, pasión y glorificación lo sigue actualizando hoy en la liturgia por medio de la Iglesia que ha recibido su Espíritu. Odo Casel, gran precursor de la renovación de la teología de la liturgia, decía ya en 1928 que en cada uno de los sacramentos se da “la presencia del acto salvador divino bajo el velo de los símbolos” y que “la Liturgia es el Misterio cultual de Cristo en la Iglesia” (citado por FILTHAUT, p. 28-29). La Sacrosanctum Concilium a su vez dirá que “Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (SC 7).

El vocablo cultura ha tenido y tiene muy diversas acepciones. Limitándonos al ámbito de nuestro estudio se podría decir que es el conjunto de expresiones simbólicas (modo de vida y de trabajo, fiestas, artes, celebraciones, formación…) que caracterizan el modo de ser, de actuar, de sentir y de valorar de un pueblo. Y aun cuando no hay unanimidad frente al concepto de cultura, hay un cierto acuerdo sobre ciertos rasgos que la caracterizan y que caracterizan a todas las culturas: la cultura no es solo racional; no es un simple adorno folklórico; no es algo unívoco sino plural y diversificado; la cultura es un todo estructurado, pero es cambiante y evolutiva; debe ser participativa si no quiere ser manipulada; incluye las realidades profundas de un pueblo, realidades que la ‘conforman’, entre ellas el fenómeno religioso; influyen en ella el medio ambiente y la historia[1].

1.2 Interacción entre liturgia y culturas

La cultura, como expresión de lo más característico e íntimo del ser, actuar, sentir y valorar de un pueblo, incluye evidentemente la vivencia religiosa de un pueblo. Por su parte también la religiosidad de un pueblo (expresada en sus libros, creencias, fiestas y ritos) imprime de alguna manera su huella en la cultura. Por ello, cuando un pueblo ha recibido en su historia la fe cristiana, su liturgia interactúa con la cultura en una simbiosis más o menos lograda pero real. Dos palabras claves explican cómo funciona o, al menos, como puede funcionar esta interacción: se trata de las palabras aculturación e inculturación.

Aculturación: Es la introducción de un cambio o modificación en un rito litúrgico para una mejor inserción del pueblo creyente en la liturgia. La aculturación comporta siempre cambios más o menos significativos en el rito litúrgico establecido. Un ejemplo: la sobria liturgia romana de los primeros siglos, al entrar en contacto con los pueblos evangelizados provenientes de otras culturas en siglos posteriores, aceptó ritos más expresivos y textos más exuberantes que de alguna manera modificaron el genio del rito romano. De esta manera, la liturgia romana se “aculturó” (= se acomodó) a la cultura de dichos pueblos.

Inculturación: Es la reinterpretación y transformación de un rito no cristiano de modo que pueda entrar a formar parte de un rito litúrgico, pero de forma que exprese lo mismo que expresa el rito litúrgico. La inculturación comporta cambios más o menos profundos del rito no cristiano, pero respetando la forma propia de una cultura. Para llevar a cabo la inculturación es preciso entre otras cosas que se conozca muy bien el genio y cultura de un pueblo y sus expresiones simbólicas, lingüísticas y rituales. Un ejemplo: La unción prebautismal no figuraba en el rito bautismal de los primeros siglos; se tomó de la cultura y ritualidad pagana; pero se le dio un sentido cristiano[2].

1.3 Breve reseña histórica. Hacia la interculturalidad

Familias litúrgicas: Un fenómeno elocuente de la interacción entre fe y cultura lo constituye, ante todo, la presencia de diversos ritos o familias litúrgicas en la Iglesia. En efecto, por razón de la diversidad teológica y cultural, existen desde los albores del cristianismo diversas formas de celebrar la liturgia en Oriente y en Occidente: no se celebraba ayer ni se celebra hoy de la misma manera en las Iglesias de Roma, Constantinopla (Estambul), Antioquía o Alejandría. El Concilio Vaticano II valora altamente estos ritos y desea que se mantengan (cf. Orientalium Ecclesiarum n. 1-2).

Aculturación: Ciñéndonos al rito romano, la historia de la liturgia demuestra que, a pesar de que la liturgia occidental ha sido muy reacia a los cambios, los ritos han ido modificándose a través de los siglos[3]: no se celebraba de la misma manera en los siglos primeros, en la época medieval, después del concilio de Trento y después de la reforma conciliar del Vaticano II. La liturgia occidental se ha ido “aculturando” a los diversos tiempos y cambios culturales. En especial, la reforma litúrgica del Vaticano II tuvo muy en cuenta las exigencias de la cultura actual (empleo de las lenguas vernáculas, creación y variedad de textos eucológicos, participación, etc.).

Inculturación: En cuanto a la inculturación podemos decir que el mismo Jesús se valió de esquemas culturales anteriores y de su tiempo (entre ellos, los baños rituales de Israel, el bautismo penitencial e iniciático de Juan Bautista), pero dándoles un sentido nuevo. En los primeros siglos y limitándonos al patriarcado de Occidente, la liturgia fue cautelosa en la aceptación de formas rituales provenientes de otras religiones. En los siglos XVI y XVII sobresalen las controversias sobre los ritos malabares y chinos que fueron finalmente desautorizados. Singularmente el Ritual del Matrimonio del Vaticano II no se cierra a la posibilidad de aceptar un rito matrimonial tomado de otra cultura como forma del matrimonio, bajo ciertas condiciones, sobre todo en países recién evangelizados y culturalmente muy diversos.

Hacia la interculturalidad: Después del Concilio Vaticano II se habló – no siempre con precisión ni con un lenguaje unívoco – de aculturación e inculturación de la liturgia. Hoy, en el contexto de la pluralidad cultural y eclesial, se tiende tanto a nivel cultural como litúrgico a hablar más de interculturalidad. Ciñéndonos al caso de la liturgia, se podría decir que los términos aculturación e inculturación ya expresan -entre los dos- la relación e interacción entre liturgia y culturas. Pero el término interculturalidad expresa en sí mismo con más claridad y reciprocidad la interacción entre dos o más culturas y evita el peligro real de predominio de una cultura sobre otra. La interculturalidad insiste en que la relación debe ser en ambos sentidos, sinérgica, respetuosa, de mutuo enriquecimiento… Cabría preguntarse hasta qué punto la interculturalidad (que habla de culturas) es aplicable a la relación entre una determinada cultura y la liturgia de la Iglesia: ¿es la liturgia sin más precisiones una cultura…? Sin entrar aquí a tratar este punto, debemos reconocer que la interculturalidad aplicada a nuestro caso puede ayudar a la liturgia oficial a tener una relación más abierta y una actitud más respetuosa con los valores de cada cultura.

2 Creatividad litúrgica

2.1 Creatividad y novedad

La palabra creatividad es una palabra muy amplia. La acción de crear, característica de Dios, se aplica también al hombre, criatura de Dios. El hombre crea, inventa, produce, instituye, estructura, organiza, recrea. Creatividad y novedad van unidas: cuando se crea se produce algo nuevo. No podemos olvidar que Jesús es la novedad y esta novedad no pasa: ‘Jesucristo es el mismo, ayer, hoy siempre’ (Heb 13,8). Esta novedad que es Cristo se debe expresar y manifestar en la liturgia de la Iglesia que él preside.

La liturgia occidental, como ya he insinuado, no siempre ha sido un modelo de creatividad litúrgica. Esta falta de creatividad – pero también de audacia y de clarividencia – no contribuyó en nada a superar las divisiones en la grave crisis de la Reforma (s. XVI). La historia de la liturgia post-tridentina, además del desafortunado desenlace de los ritos orientales chinos y malabares (s. XVII y XVIII), muestra algo que hoy causa extrañeza y a lo que debieron someterse mal que bien las generaciones pasadas. Se trata del “fixismo” e inmovilismo litúrgico: lengua, ritos, normas, rúbricas y música han estado prescritos y reglados hasta en sus mínimos detalles durante siglos. La Constitución Sacrosanctum Concilium dio un gran paso al establecer la reforma de los libros y ritos litúrgicos y al propiciar una real participación de todos los fieles en la liturgia.

Pero reforma litúrgica no supone automáticamente renovación litúrgica. Muchos creyeron ingenuamente que, reformando los libros litúrgicos, cambiando del latín a la lengua vernácula y transformando algunos ritos o la disposición del lugar del culto, ya estaba todo solucionado. Pronto se vio que no era así. Además, en América Latina el cambio nos agarró impreparados: faltaba profundizar en la catequesis, en el modo de predicar y de celebrar, en la piedad popular, en la relación entre liturgia y vida, en la formación y catequesis de los fieles. Se dio énfasis a la reforma, pero no a la renovación; se hablaba en exceso de creatividad, pero poco de novedad; hubo una fiebre de cambios, pero no un esfuerzo por lograr una celebración y participación mejor. Todavía hoy nos cuesta entender que no todo se soluciona con los cambios y que no hay verdadera reforma sin renovación.

2.2 Cuatro modalidades en la creatividad litúrgica

Cuatro modalidades: Si se entiende por creatividad litúrgica la invención de nuevas formas rituales, se deben distinguir diversos modos de creatividad: a. Se crea todo, fondo y forma (ej: unas intenciones de la plegaria de los fieles improvisadas); b. Se ajusta una forma ordinaria o ‘recreación parcial’ (ej: se explicita una oración del misal demasiado abstracta o muy concisa); c. Se escoge entre diversos elementos (lecturas, plegarias, cantos, ritos); d. Se reproduce algo ya existente como si se creara en aquel momento (declamación de un salmo, interpretación de una música, recitación de una plegaria).

Regla de oro de la creatividad: Entre estos cuatro modos indicados no hay una jerarquía de valor o de eficacidad. Porque “el valor litúrgico de la creatividad no fluye de la cantidad de novedad, sino de la capacidad de significar la novedad de lo invisible”. O en lenguaje llano: La novedad litúrgica no consiste en hacer una cosa distinta cada día, sino en hacerla cada vez de forma nueva. El modo a no es necesariamente mejor que el modo d.

Algunos ejemplos: 1. Una buena orquesta y coral interpreta decenas de veces la IX Sinfonía de Beethoven, sin cambiar nada; pero cada vez lo hace de forma nueva, como si fuera la primera vez. 2. En la celebración de un cumpleaños no es necesario cambiar los gestos establecidos, sino hacerlos con el entusiasmo de celebrar algo nuevo: el don de la vida. 3. Las intenciones de la plegaria de los fieles improvisadas no necesariamente ayudan a suplicar mejor que las preparadas de antemano y anunciadas por un lector. 4. Un villancico nuevo el 25 de diciembre es laudable, pero no necesariamente conmueve más y expresa mejor la fiesta navideña que el clásico “Noche de paz” bien ejecutado. Pero esto no es una invitación a hacer siempre lo mismo: no podemos olvidar que al rito litúrgico le acecha siempre la rutina y banalidad, la simple repetición del pasado sin referencia al futuro, la mirada hacia nosotros sin mirar a los otros y al Otro.

2.3 Variación, adaptación, inculturación

En la preparación y ejecución de la liturgia se debe tener muy en cuenta, además de lo indicado sobre la creatividad y novedad, tres elementos que las favorecen y que indico a continuación:

La variación (indicada en los libros litúrgicos y poco usada por algunos): no podemos repetir cada día el mismo rito, la misma celebración, los mismos textos y los mismos cantos sin caer en la rutina. Es necesario el uso de variantes. Los libros litúrgicos actuales presentan una gran variedad de textos eucológicos (ej.: de una plegaria eucarística se ha pasado a trece). Además, la liturgia no debería reducirse a la celebración de la eucaristía: el rezo de la liturgia de las horas ofrece una estructura distinta y enriquece nuestra oración. La inflación de misas lleva a la devaluación eucarística…

La adaptación: Una misa no puede ser igual en la parroquia, en un convento de religiosas, con unos niños o en la cárcel… Los libros litúrgicos nos lo insinúan cuando dicen en las rúbricas: “según las circunstancias” o “si se juzga oportuno pastoralmente” y cuando presentan diversidad de oraciones para acomodar un sacramento a quien lo recibe. Un modelo de adaptación realmente ejemplar es el “Directorio litúrgico para las misas con participación de niños” publicado por la Congregación del Culto Divino en 1973. Merecería ser tenido más en cuenta en las escuelas, en la catequesis y en las parroquias. Otra adaptación a tener presente es el “Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia del presbítero”, publicado en 1988 por la misma Congregación y que invita a ejercer una adaptación creativa y a evitar la imitación servil de la misa dominical.

La inculturación-aculturación: En la Constitución de Liturgia no aparece este tecnicismo; pero se habla allí de una “adaptación más profunda” a la mentalidad y tradiciones de los pueblos en ciertos lugares y circunstancias (cf. n. 37-40). Los n. 38-39 hablan de una adaptación del rito romano a una cultura (aculturación); los n. 37 y 40 hablan de la inclusión de elementos de una cultura en el rito litúrgico (inculturación). Para esta adaptación más profunda se exigen ciertas condiciones descritas en otros documentos. Un ejemplo actual de reciente inculturación y aculturación lo encontramos en el rito zaireño de la eucaristía (hoy llamado rito congoleño), en la actual Rep. Dem. del Congo, en África (cf. PALOMERA, p. 73-76). En diversas culturas originarias de América Latina se han permitido cambios limitados, especialmente en el campo de los textos eucológicos (traducciones dinámicas).

3 Religiosidad popular, cultura y liturgia

Al hablar de las relaciones entre religiosidad popular, cultura y liturgia no haremos una distinción entre religiosidad popular y religión del pueblo. Si bien la distinción es pertinente a nivel de la antropología religiosa general, a nivel de la liturgia y de la cultura de los pueblos de América Latina, la distinción resulta cada vez menos nítida. El pueblo tiende a expresar y a vivir la religión (fe, creencias, sentido religioso) por medio de la religiosidad (ritos, expresiones simbólicas, fiestas), en la liturgia oficial de la Iglesia y fuera de ella.

3.1 Importancia de la religiosidad popular

La religiosidad popular es un fenómeno que atraviesa todos los pueblos y que influye en todas las culturas. El documento de Puebla (n. 444) nos dice con palabras sencillas que “por religión del pueblo, religiosidad popular o piedad popular, entendemos el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan”. Y añade: “Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo determinado”. La religiosidad popular ha acompañado la liturgia de la Iglesia desde sus albores. En el Oriente cristiano, la liturgia supo incorporar la religiosidad en su liturgia o caminar en estrecha unidad con ella. En el Occidente la liturgia, más formal y elitista, no logró esta simbiosis: la religiosidad popular se desarrolló más bien en forma paralela a la liturgia.

3.2 Religiosidad popular en América Latina

En América Latina la religiosidad popular católica ha penetrado tanto en la cultura de las diversas etnias y grupos sociales que es un rasgo que ha marcado al catolicismo y culturas latinoamericanas. Los obispos reunidos en Medellín después del Concilio advertían sobre la necesidad de tomarla en cuenta para evitar un divorcio entre el catolicismo y el pueblo de los bautizados (cf. Doc. Medellín 6,3). Juan Pablo II la valoraba y la caracterizaba con estas palabras:

“Esta piedad popular no es necesariamente un sentimiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada por el encuentro feliz entre la obra de evangelización y la cultura local” (Homilía pronunciada el 30 de enero de 1979 en el santuario de Ntra. Señora de Zapopán, 2).

El papa Francisco habla en la Evangelii Gaudium en términos altamente elogiosos de la religiosidad popular en América Latina al decir:

“En ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los Obispos [en Aparecida] la llaman también ‘espiritualidad popular’ o ‘mística popular’. Se trata de una verdadera ‘espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos’” (EG, 124).

Junto a elementos positivos, no faltan en la religiosidad popular elementos negativos. Entre los elementos positivos podemos señalar, entre otros, los siguientes: presencia trinitaria en devociones e iconografía; sentido de la providencia de Dios Padre; Cristo celebrado en su misterio de encarnación, en su crucifixión, en la eucaristía, en la devoción al Corazón de Jesús; amor entrañable y tierno a María (quizá el rasgo más característico de la religiosidad de América Latina); las fiestas patronales; las peregrinaciones; la fe en la vida después de la muerte. Entre los aspectos negativos señalo, entre otros, los de origen ancestral (superstición, magia, fatalismo); los que derivan de una mala catequesis (ignorancia, sincretismo, reducción de la fe a un mero contrato, sacramentalismo vacío, ritualismo); los de origen ambiental (incoherencia entre fe y vida, falsos mesianismos, alcoholismo en las fiestas) (cf. Doc. Puebla n. 454 y 456 y Doc. Aparecida n. 258-259).

3.3 Religiosidad popular y liturgia

Los límites entre lo litúrgico y la religiosidad popular no deberían convertirse en fronteras. Nuestras liturgias debería reconocer con mayor amplitud la importancia de la piedad popular, como insinúa ya la Sacrosanctum Concilium (n. 9 y 13). Deberíamos tener más en cuenta las culturas, las etnias y las lenguas minoritarias. Por otra parte, en la religiosidad popular se debería fomentar el aprecio a la palabra de Dios, la predicación, la participación en la oración comunitaria y en las asambleas dominicales, la preparación sacramental, una catequesis sólida a nivel de ritos y la purificación de cuanto desdice de la fe y de la vida cristiana.

4 Encuentro de fe y cultura en lo simbólico sacramental

 4.1 Importancia de lo simbólico sacramental

La comunicación a nivel humano y religioso funciona por símbolos. La persona humana es un ser ritual. Se expresa y se dice a través de su corporeidad, de su palabra, de sus gestos, de sus símbolos y de sus ritos. La religiosidad y piedad popular de nuestros pueblos nos lo recuerda: basta pensar en la importancia de las imágenes, cantos, bendiciones, devociones, oración en familia, procesiones, cofradías, danzas religiosas, fiestas patronales y santuarios en cada pueblo y ciudad. También la comunicación a nivel divino y salvífico funciona por símbolos. Dios se nos ha manifestado a través de signos: la creación, los profetas, la palabra revelada, Cristo y sus gestos, la comunidad eclesial y humana, los gestos sacramentales, el pobre… porque Dios nos ha hecho corpóreos y se ha hecho corpóreo.

4.2 El evangelio nos llega a través de símbolos y ritos

El evangelio no es simplemente una historia de hace dos mil años. La Buena Nueva no es solo una narración de algo que sucedió “in illo tempore”. Si fuera así admiraríamos a un hombre excepcional, pero no más. Lo que realizó Jesús en Palestina se actualiza hoy “per ritus et preces” (Sacrosanctum Concilium n. 48), es decir, a través de la acción litúrgica de asambleas convocadas en su Nombre y que invocan la fuerza de su Espíritu en las celebraciones. El Símbolo de la fe (el Credo), no solo expresa la fe de la Iglesia: al profesarlo, nos une, nos identifica y nos ayuda a crecer como Iglesia. La liturgia es esto: no simple ceremonia, no simple recuerdo, no simple repetición. Cristo se hace presente en el signo de la Palabra, Cristo nos alimenta con su Pan celestial, Cristo nos une en su Cuerpo por la fuerza de su Espíritu. Sin estos signos y sin el Espíritu Santo Cristo quedaría lejano.

4.3 Las culturas deben entrar en el rito y progresar con él.

Hoy no podemos hablar de una sola cultura. Vivimos en un mundo plural. También la Iglesia una es una Iglesia plural. Es católica no porque se exprese en un solo idioma y cultura, sino porque en la pluralidad de lenguas y de culturas celebra una misma fe. En Pentecostés el don de lenguas hacía que cada pueblo entendiera en su idioma el mensaje que los apóstoles profesaban en su propia lengua. Hoy el don de lenguas debe consistir en que la buena noticia del Evangelio se reciba, se celebre y se encarne en multiplicidad de lenguas, sin menoscabo de la fe. La Iglesia es católica y universal porque en ella hay lugar para toda cultura, lengua, expresión ritual y artística. La inculturación ritual no es ninguna moda; es una tarea.

Conclusión

La encarnación del Hijo de Dios es un hecho que nos invita a centrarnos y encontrarnos en la persona de Jesús. La irrupción del Espíritu de Jesús en la comunidad de Pentecostés nos invita a ensanchar el horizonte para ver que Jesús, presente en su Iglesia, abraza a todas las culturas, pueblos y lenguas y nos abre a humanizar y divinizar el mundo. La Iglesia en su liturgia (aunque no solo en ella) tiene una tarea importante: manifestar que el Señor está presente en nuestra historia, en nuestras vidas, en nuestras culturas. Para hacerlo, la liturgia ha de acoger cada cultura, encarnarse en ella y traducir el Mensaje en el lenguaje de hoy, el de cada pueblo y el de cada cultura. Misión ardua, a largo plazo, pero no imposible. No se trata de cambiarlo todo ni de dilapidar un tesoro de veinte siglos; pero sí de evitar una liturgia de museo (anticuada), inexpresiva (rutinaria) o discordante con la cultura de un pueblo: es tarea de todos, y en especial de quienes la presiden, sobre todo si están insertos por su nacimiento y bautismo en aquella cultura.

L. Palomera, SJ. Universidad Católica de Bolívia, Cochabamba. Original español.

 Referencia bibliográfica

CHUPUNGCO, Anscar, “Adaptación” en: Nuevo Diccionario de Liturgia, ed. D. Sartore y A.M. Triacca, Madrid: Paulinas, 1987.

DI SANTE, Carmine, “Cultura y liturgia” en: Nuevo Diccionario de Liturgia, ed. D. Sartore y A.M. Triacca, Madrid: Paulinas, 1987.

FILTHAUT, Teodoro, Teología de los Misterios. Exposición de la controversia, Bilbao: Desclée de Brouwer, 1963.

PALOMERA, Luis, “Le rite zaïrois de la messe. Opinion d’un liturgiste de l’Amérique latine”, en Telema 29 (1982) 73-76.

PARA PROFUNDIZAR

ALDAZÁBAL, J. et al., La inculturación en la liturgia, Cuadernos Phase 35, Barcelona: Centre de Pastoral Litúrgica , 1992.

CASEL, Odo, El Misterio del culto cristiano, San Sebastián: Dinor, 1953.

CONSEJO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO, Iglesia y Religiosidad popular en América Latina. Ponencias y Documento final, Bogotá, 1977.

DEPARTAMENTO DE LITURGIA DEL CELAM, El Medellín de la Liturgia, Bogotá, 1973.

EQUIPO SELADOC, Religiosidad popular, Salamanca: Sígueme, 1976.

 [1] Para una mayor profundización cf. DI SANTE: p. 518-530.

[2] Para una mayor profundización cf. CHUPUNGCO: p. 45-48.

[3] Los Padres de la Iglesia la tuvieron presente recurriendo a la “tipología bíblica” en la liturgia y catequesis de los ritos sacramentales.

Ética teológico-cristiana de la sexualidad

Índice

1 La ética teológica de la sexualidad y la existencia humana

2 El estatuto teológico de la ética de la sexualidad

3 La ética de la sexualidad y la Teología dogmática

4 La tarea ética de la Teología de la sexualidad

5 Ética y moral de la sexualidad

 1 La ética teológica de la sexualidad y la existencia humana

Por mucho tiempo la Moral de la Persona se ocupó de cuestiones concernientes a la sexualidad y a la categoría del individuo, destacándose como un marco conceptual de la reflexión de la praxis cristiana. Sin embargo, con los grandes avances de las denominadas ciencias humanas y su impacto, sobre todo en las últimas décadas, sobre la teología moral, se volvió más común denominarla Ética Teológica de la sexualidad. Esto se debe al cuidado que se tuvo al colocar la atención sobre la persona, desde el  sentido esencialista del individuo hacia el sentido dinámico de la existencia humana (SALZMAN, LAWLWER, 2012). Alrededor de la existencia humana se sincronizan el carácter subjetivo, intersubjetivo y social de la sexualidad auxiliado por los conocimientos venidos del psicoanálisis, de la sociología   (FOUCAULT, 1977), de la antropología, de la filosofía política y de otros campos del saber que se vuelcan sobre el fenómeno del cuerpo y de la sexualidad humana (BORRILO, 2002).

En este sentido, la Ética teológica-cristiana de la sexualidad está anclada en la experiencia vivida por el hombre concreto o por el sujeto encarnado (HENRY, 2012) tanto en el saber que esta misma experiencia da y que se expresa a través del saber de las ciencia de la vida y del cuerpo. La centralidad de la existencia sexual hace que la ética de la sexualidad se oponga a la visión del sujeto abstracto y de su respectiva consideración respecto del cuerpo y del sexo. Por lo tanto, se presupone una antropología en la que el ser humano “es” cuerpo y no alguien que apenas “tiene” un cuerpo (HENRY, 2012).

En este camino, cuerpo y sexo no se contraponen, no están compitiendo y, por lo tanto, se rechaza cualquier dualismo entre cuerpo y alma. La consecuencia inmediata de este abordaje es que, la sexualidad no aparece como siendo del orden de la mera “contingencia” y de la esfera de la “necesidad” de la encarnación, en función de la individualización del yo como una subjetividad o conciencia pura o espíritu.

El ser humano se hace, se expresa y se dice en el cuerpo “como” sujeto sexual. Por ello, la visión del sexo subyacente a esa antropología no se restringe al cuerpo-objeto abordado por las ciencias empírico-formales, sino que se vincula al cuerpo-subjetivo y a la ontología del cuerpo vehiculada por la filosofía y la teología de la carnalidad humana. En esta perspectiva, la sexualidad no es un dato amorfo o algo pronto y finalizado, ya que siempre se hace referencia al acaecer de la vida en el hombre en sociedad con otras personas. Se trata entonces de un punto de vista fenomenológico, de un “evento” en el que la sexualidad ya es y está por edificarse en la medida en que la carnalidad sitúa al ser humano en el arco de la existencia, es decir, lo inserta en la naturaleza, en la historia, en la cultura, en fin, en el seno de las relaciones con y para los otros en el mundo, en la ciudad (Pólis). En este sentido, no hay cómo distanciarse del fenómeno de la sexualidad para tematizarla. Ella es del orden del aparecer y del manifestarse de modo que escapa del saber teorético que prescinde del co-involucramiento de aquello que aparece.

2 El estatuto teológico de la ética de la sexualidad

En función de una antropología que se pretende unitaria y de la condición humana en su unicidad en la diversidad (SALZMAN, LAWLER, 2012), la Ética teológica de la sexualidad toma en cuenta el hecho de la experiencia humano-cristiana como algo indisociable de la encarnación. Que el Hijo de Dios haya asumido la carne en la historia que relata su cuerpo hace que este evento crístico repercuta inmediatamente en la condición humana lanzada en la Existencia. Así, el “seguimiento” de Cristo como categoría ética incorpora en sí un diferencial o una novedad con relación a la vivencia de la sexualidad (FUCHS, 1995). A saber, se pone en evidencia el impacto de la revelación (cristiana) sobre la vida humana y en cómo se sigue a Cristo gracias a la corporalidad y a la sexualidad, ambas asumidas como un don de la creación y como la gracia de la salvación en Cristo.

a. El carácter plenamente humano de la sexualidad

La ética de la sexualidad tiene como presupuesto el hecho de que el cuerpo y el sexo no son considerados meros “medios” o trampolín para otro fin (espíritu), sino como la manera a través de la cual se tiene concretamente acceso a la vida humanizada sexualmente, dicha y experimentada, en Cristo. De este modo, la reflexión (cristiana) de la sexualidad se establece en una interfaz entre Ética Teológico fundamental y una Ética Teológico-cristiana del cuerpo. Sin una antropología teológica del cuerpo, la ética de la sexualidad corre el riesgo de ser aséptica y sin incidencia en la existencia encarnada de las personas que tienen como horizonte la fe cristiana.

Por un lado, la Ética teológica Fundamental incluye un horizonte de reflexión, el carácter universal de la acción humana. Aquello que Cristo revela a y para la humanidad a través de su historia (SESBOÜE, 1982, p. 227-268), nos habla, en primer lugar, del sentido de la existencia humana en lo relativo a la “creación”. Así, esta categoría teológica puede ser traducida, en términos seculares, como “finitud” y ésta, a su vez, aparece indisociable de la creatividad de la condición existencial del ser humano. En este caso, el cristianismo no pretende un “régimen de excepción” en lo que toca a la vivencia de la sexualidad (AZPITARTE, 2001). En la óptica del cuerpo-propio, la teología preconiza la humanización del ser humano en consonancia con la carnalidad y la sexualidad plenamente realizadas y no al remolque de las mismas. Luego, la Ética teológico-cristiana de la sexualidad no se construye al margen de la condición eminente “relativa a la criaturalidad” de la existencia, compartida “por” y “con” el género humano.

b) El carácter crístico de la sexualidad

Por otro lado, la Ética teológica contempla en su trabajo la singularidad de la existencia cristiana según su diferencia específica. Ésta se refiere a la peculiaridad de la carnalidad que trae en sí el carácter crístico. Gracias a la encarnación, el Cristiano no se auto-comprende sino intrínsecamente asociado a Cristo, de forma tal de tejer y confrontar su vida en la carne en constante contacto y confronto con el Misterio Pascal.

De manera explícita, la vivencia del Bautismo, la celebración de la Eucaristía y la vida eclesial son maneras concretas por las cuales se gesta la identificación del cristiano con Cristo. Así, la configuración de la vida cristiana se teje en la interpelación o en el enfrentamiento del cuerpo con el cuerpo en varias alteridades. Es decir, al escuchar las Escrituras, en la complicidad de la vida en la comunidad a la que se pertenece, en la celebración, en la Liturgia y en el constante encuentro con el rostro/cuerpo del otro ser humano, es que se retroalimenta la vida cristiana y se descubre y se realiza el sentido de la sexualidad en Cristo.

Del punto de vista de la vida específicamente cristiana, estas alteridades instigan al cristiano a vivir la sexualidad como un “evento” humano asociado y al “hecho cristiano” que la inspira. Esta dinámica relacional se traduce y se cumple en la continua incorporación del cristiano al Cuerpo de Cristo. De este modo, el cuerpo y el sexo no se disocian de cierta metáfora esponsal que, a su vez, se traduce en la complicidad amorosa entre Cristo y la Iglesia (humanidad)

En función de esto, la sexualidad en la perspectiva cristiana también asume un carácter sacramental. Ella es vivida por los cristianos como testimonio y “señal” de la entrega amorosa de Cristo por su cuerpo (ANATRELLA, 2001). La sacramentalidad de la vida sexual también asume múltiples formas en la diversidad de la comunidad cristiana inserta en el mundo.

Existen aquellos que se sienten llamados a contraer un vínculo amoroso por medio del matrimonio cuya unión se expresa en la relación carnal movida por el deseo y por el amor gracias a la experiencia del cuerpo y del sexo que la sustenta, la mantiene y la impulsa. Existen otros que optaron para consagrarse a la vida religiosa como una forma de servicio al Reino de Dios. En ella, la sexualidad asume una modalidad de vida consagrada al celibato. Otros optan por la vida clerical en la que, específicamente el celibato presbiteral, asume un carácter disciplinario. Pero también existen aquellos que viven una unión estable cuya experiencia corpórea-sexual busca traducir la experiencia de la comunión con parejas homoafectivos cuya significación procede del deseo de testimoniar el seguimiento de Cristo expresado en algunos de los sacramentales cristianos (GALLAGHER, 1990, p. 31-38).

 Todas las modalidades de la vida cristiana en la que la sexualidad asume una configuración muy propia, dependiendo del estilo de vida que comparten y que, sin embargo, surgen de la misma fecundidad del amor inspiradas en el amor de Cristo por la humanidad.

c) La sexualidad: entre lo sacramental y el sacramento

A su vez, el carácter sacramental de la vida cristiana abre una reflexión ético-teológica de la corporalidad hacia la dimensión pneumátológica de la sexualidad. Al humanizar la humanidad asumiéndola por dentro – desde el misterio de la encarnación y de su desdoblamiento en la creación, salvación y santificación -, el cristiano es santificado en y para la sexualidad gracias a la hermandad divina instaurada por Cristo. Siendo él el Hijo, la encarnación del Verbo inaugura para el género humano la posibilidad de vivir en profunda comunión con Dios y de incorporarse a la vida trinitaria (VIDAL, 2002).

Una vez que son habitados por el Espíritu de Cristo, es concedido al ser humano el don y la tarea de la santificación de su vida a partir del propio cuerpo y del sexo. Por lo tanto, la sexualidad leída a la luz de la Teología cristiana del cuerpo se manifiesta como el camino de una auténtica y fecunda vida espiritual. Se abandona de una vez el dualismo entre cuerpo y espíritu en voga en la tradición greco-romana que, en cierto sentido, influenció algunos abordajes despreciativos de la sexualidad por parte del cristianismo a lo largo de los siglos (BROWN, 1990). Con esto se evita caer en dos extremos, ya sea en el espiritualismo ingenuo e idealista de la sacralización de la sexualidad, ya sea en la visión despreciativa del cuerpo en detrimento de la supervalorización del espíritu para la cual la encarnación es del orden de la contingencia existencial.

La vida en Cristo, motivada por el Espíritu, asegura la desacralización de la sexualidad (ella es del orden de la creación y de la santidad y no de lo sagrado). Al mismo tiempo, eleva la sexualidad a la altura de un auténtico camino de la humanidad de los cuerpos existencialmente vividos en la relación afectiva sexual. Ésta es, a su vez, considerada como un lugar de experiencia de la ternura, del amor, del don y de la entrega mutua y, por ello, asociada a los frutos del Espíritu.

3 La ética de la sexualidad y la Teología dogmática

Gracias a los motivos antropoteológicos evocados, se debe tener presente que la Ética cristiana de la sexualidad no se la puede separar de la Teología Dogmática. Dependiendo de la forma en la cual los diferentes tratados de Teología (Teología Fundamental, Cristología, Trinidad, Pneumatología, Eclesiología, etc) abordan la corporalidad, se determina la visión ético-teológica de la sexualidad y viceversa.

De esta relación se desprende una ética cristiana estoica, una ética gnóstica de la sexualidad o, por el contrario, una ética cristiana del amor y del deseo calzada en la positividad de la carnalidad humana como un lugar de experiencia salvífica mediatizada por el cuerpo y por el sexo. Emergen, así, de esta constatación dos perspectivas que en cierto sentido parecen antagónicas: o se resalta el deseo, lo erótico, el placer como características inalienables de la condición humana y de la propia vida en Cristo o, por el contrario, se termina por subestimarlos al punto de comprometer inclusive la novedad de la visión cristiana del cuerpo y del sexo (SALZMAN, LAWLER, 2012).

Esto implica decir que el gran desafío de una Ética Teológica-cristiana de la sexualidad en la contemporaneidad pasa por la urgente necesidad de rearticular Amor, Gracia y Deseo a partir de la relación entre los seres humanos y de ellos con el Dios del cristianismo; y entre el Placer y el Don de la carne (Eros) que la humanidad recibió en la creación y la plenitud de la encarnación, en la revelación y la redención consumada en la santificación (AZPITARTE, 2001).

 4 La tarea ética de la Teología de la sexualidad

 En la función de verdugo de la ética teológica se debe tener presente su labor en relación a la “promoción” y a la “protección” de la sexualidad humana en sus respectivas dimensiones. Esto se debe, por un lado, al hecho de que la sexualidad se refiere al ser humano ya sea como sujeto en relación (con otro), o como miembro de la comunidad humana en lo relativo a la sexualidad, lo que lo inserta en la vida pública o en la convivencia en sociedad (LACROIX, 2009).

 a) El enigma de la sexualidad y la ética

Por otro lado, la ética de la sexualidad leída como el hecho originario de la sexualidad es del orden del “enigma” (RICOEUR, 1967) y, consecuentemente, del régimen de la ambivalencia en la medida en la que en ella se articula el deseo (de otro) y el placer. Mientras que el deseo suscita en el individuo una fuente insaciable del otro con el cual se experimenta el amor erótico, la dinámica interna del placer, por su lado, busca saciarse de fruición y de gozo de los cuerpos que se da en la relación sexual. En este caso, el “sentido” de la sexualidad oscila entre la trascendencia y la inmanencia, entre la proximidad y el alejamiento que el deseo y el placer suscitan en las parejas que se proponen, con consentimiento, contraer un vínculo amoroso de vidas y de cuerpos. Esto significa que la ética de la sexualidad se articula alrededor de estos presupuestos antropológicos, sin los cuales se correría el riesgo de juzgar la sexualidad y comprometer su carácter ético original.

Entonces, siguiendo esta dinámica del amor y del deseo le cabe a la ética promover los valores que la propia sexualidad da al ser un evento humano-cristiano. La ética de la sexualidad busca cultivar y asegurar el cuidado de sí, el cuidado del otro y el cuidado del tercero de la relación y de la relación con el tercero en el ámbito de la vida sexual.

b) La ley y los valores de la sexualidad

Alrededor del Deseo y del placer, la ética asume un carácter primeramente positivo en función de la bondad de la sexualidad, según su tenor eminentemente relacional, en el sentido de orientar a los individuos a encarnar en una vida sexual, de ternura, de don, promesa, oblación, fecundidad, entrega amorosa y fidelidad, etc., como una manera de cumplir con la humanización de la sexualidad vivida en Cristo. Esto se aplica a toda forma o estilo de vida sexual elegido y asumido libremente por los cristianos.

Mientras tanto, como la sexualidad también carga en sí misma la posibilidad de quedarse en el gozo y, en consecuencia, correr el riesgo de deshumanizarse – la categoría teológica del pecado tiene su correspondencia ética en la desfiguración de la sexualidad – por la posibilidad real de que el sujeto se involucre a sí mismo, en la objetivación del cuerpo de otro y/o de la privación de la relación, cerrándose a la vida social. Le cabe a la ética de la sexualidad formular restricciones en base al “sentido” original humano-cristiano de la sexualidad.

Por lo tanto, como la significación de la Ley que ordena la vida sexual asume un carácter positivo gracias a la propia interpelación que proviene de la palabra del otro, la ética de la sexualidad no se impone desde afuera como un código de normas jurídicas, éstas, a su vez, están vacías de un carácter ético fundado en la relación. Así, la Ley que rige la protección de la sexualidad es aquella que pertenece a la esfera, mientras que ella pretende prohibir solamente aquello que conduce a la negación del deseo y del amor que deriva del primero.

5 La ética y la moral de la sexualidad

El carácter “normativo” de la ética de la sexualidad buscar solamente proteger la sexualidad de las amenazas de la “tiranía del placer” (GUILLEBAUD, 1999). Ésta tiende a vaciar el significado original del cuerpo-sujeto y del sexo-sujeto. Se comprende, entonces, que las leyes y las restricciones en relación al auto-erotismo (Masturbación) (CAPPELI, 1986, p. 255-367), la prostitución, la pedofilia, la pornografía, etc. Pretenden proteger los individuos de aquello que compromete la significación genuina y originaria de la sexualidad. Por eso las exigencias de tener que asociarse al cuidado, las obligaciones de respetar el propio cuerpo/sexo, respetar el cuerpo del otro y respetar el cuerpo del tercero y de la relación. Gracias a esto, la ética se articula en función de dos dimensiones fundamentales, ellas son: la del “sentido” de la sexualidad (su fin) alrededor del cuidado y de la estima y la de las “obligaciones” del sexo, estructurados alrededor del respeto de los individuos y grupos humanos.

Con base en la estructura de la ética de la sexualidad es que se puede llegar a formular el juicio ético sobre las diversas expresiones de la experiencia de la sexualidad. O sea, si la vida sexual es inseparable del carácter relacional de la existencia, no hay cómo pensar el significado de la sexualidad sin evocar la cuestión de la castidad (THEVENOT, 1982, p. 35-90). Esto habla de la condición sexual de todo ser humano en la medida que la experiencia remite a aquello que la propia palabra sugiere, es decir, el sexo se traduce del latín como castus que significa cortar, separar. Del punto de vista simbólico, significa que la sexualidad humana está íntimamente ligada a la castración.

Por eso, le cabe a la ética cuidar que la sexualidad se aleje de todo tipo de fusión entre los seres humanos para preservar y promover uno de los valores fundadores. En otras palabras, la castidad emerge como exigencia del propio mantenimiento del carácter humano de la sexualidad suscitado por la experiencia vivida y no ajena de ella. En estos términos, la castidad es un valor intrínseco de la sexualidad humana (GONZÁLEZ-FAUS, 1993).

Esto permite también distinguir castidad de celibato. Así la castidad funciona como una especie de “condición de posibilidad encarnada” hacia el celibato, aunque el segundo siempre suponga la adhesión libre de aquel que acoge como suspensión del ejercicio de las facultades sexuales. La ética de la sexualidad insiste en que la experiencia del celibato sea fruto de una elección realmente ética y que, por eso, sea nutrida del sentido de la castidad con el fin de que no sea vivido como una mera privación del sexo o motivado meramente por un sentido aséptico (VIDAL, 2002). Esto podría comprometer la fecundidad con la que el celibato deberá ser expresado desde el punto de vista de la vida sexual concreta de quien la asume.

Otra consideración del punto de vista del juicio moral parece significativa en función de la naturaleza del deseo. Como la sexualidad es del orden de la relación entre los humanos, y ésta solo se manifiesta en la búsqueda incesante del otro, es propio de la vivencia sexual sedimentarse alrededor de la temporalidad de la relación. La ética de la sexualidad insiste en el carácter estructurador del deseo, de forma tal que la responsabilidad implicada en la relación entre personas que desean pasa por el filtro del hábito y de la constancia. Una vez que ellas pretenden realizar los valores de la sexualidad en función de la encarnación de esa relación concreta, es necesario cuidar, asumir y respetar el ritmo de cada uno, la maduración de los que están involucrados en la relación y el empeño en la construcción paulatina de la entrega amorosa efectiva, implícita en el cumplimiento del deseo.

En esta perspectiva, las relaciones sexuales pre-conyugales reciben una atención ética diferente según el grado de compromiso que las personas involucradas mantengan entre sí. La moral de las relaciones sexuales entre los novios tendrá que ser discernida a la luz del “sentido” de la sexualidad (LACROIX, 2009), esto quiere decir, según el grado de humanización de los involucrados según la mayor o menor realización de los valores de la sexualidad conforme las dos dimensiones morales de la sexualidad: el cuidado y el respeto de sí mismo, del otro y del tercero.

En suma, el juicio moral de las plurivalentes experiencias de la sexualidad humana (relaciones pre-ceremoniales, relaciones fuera del casamiento, relaciones homoafectivas-diversidad afectivo-sexual: transexualidad, transgénero, bi-sexualidad) debe tener en cuenta dos aspectos fundamentales de la existencia humana sexual: la intriga interna entre lo individual y la socialización de la sexualidad, siendo que el entrelazamiento entre estos polos se da en función de las relaciones humanas y de los valores indisolubles del compromiso entre las parejas (CORAY, JUNG, 2005). La ética teológica de la sexualidad considera que la dimensión normativa de la sexualidad asume un carácter “ancilar” en relación a la primacía dada al sentido humano y crístico de la sexualidad.

 La sexualidad humana es del orden del don, de la gracia y de la salvación. Aunque no se pueda negar la contingencia, la caída, el pecado y la muerte implícitos a la experiencia humana de la sexualidad, esto, sin embargo, no permite esconder el carácter vívido y liberador, estético y místico de la sexualidad humana resignificada cuando es referida al horizonte de la vida en Cristo.

Nilo Ribeiro Junior, SJ. Texto original en Portugués.

6 Referencias bibliográficas

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LÓPEZ AZPITARTE, Eduardo. Simbolismo de la sexualidad humana. Critérios para uma ética sexual. Santander: Sal Terrae, 2001.

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Eclesiología

Índice

1 Dificultades actuales de la Iglesia

2 Principios sociológicos y teológicos para comprender la Iglesia

3 Fundamentos bíblicos de la Iglesia

4 Los tres milenios eclesiológicos

4.1 Primer milenio: Iglesia, misterio de comunión

4.2 Segundo milenio: Iglesia de Cristiandad

4.3 Tercer milenio: Iglesia que vuelve a sus orígenes y se abre a los signos de los tiempos

5 Líneas de fuerza de la eclesiología

6 Retos para la Iglesia de futuro

7 Referencias bibliográficas

Antes de comenzar a reflexionar sobre la matriz eclesiológica quisiéramos afirmar, para ser honestos, que nuestro horizonte eclesiológico es abierto, aunque presenta la eclesiología desde la perspectiva católica, la cual podrá ser enriquecida ecuménicamente por otros abordajes eclesiologicos protestantes, anglicanos y ortodoxos.

1 Dificultades actuales de la la Iglesia

Al entusiasmo eclesial del siglo XIX (Vaticano I) y de comienzos del XX que culminó en el concilio eclesiológico del Vaticano II, ha sucedido un tiempo de crisis eclesial, expresado en formulaciones tales como “Cristo sí, Iglesia no”, “creencia sin pertenencia eclesial”, “espiritualidad sí, pero institución no”, “cristianos del atrio”, “invierno eclesial”, “todas las religiones son iguales” etc…

Los motivos son numerosos y variados: escándalos sexuales de ministros de la Iglesia y escándalos económicos de las finanzas vaticanas, poco respeto a los derechos humanos dentro de la Iglesia, estrechez de miras del magisterio moral, patriarcalismo, autoritarismo y centralismo jerárquico, alianza de la Iglesia con los poderosos, etc. En todos estos casos se identifica a la Iglesia con la jerarquía (Papa, curia vaticana, obispos, presbíteros), aunque no está conformada solo por la jerarquía, ni es el Reino de Dios, ni puede sustituir a Jesucristo que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Tampoco la Iglesia tiene la exclusividad del Espíritu, ya éste también actúa fuera de la Iglesia en las culturas y religiones. ¿Qué es, pues, la Iglesia?

2 Principios sociológicos y teológicos para comprender la Iglesia

Desde el punto de vista sociológico cualquier iniciativa personal, tanto de orden político como cultural y religioso, no puede perdurar si no se institucionaliza, necesitando para ello toda institución un centro de unidad y gobierno. El movimiento emprendido por Jesús de Nazaret hubiera desaparecido sin una institucionalización comunitaria, eclesial.

Pero teológicamente hay que ir más allá: Dios es un misterio de comunión, es una comunidad Trinitaria y su proyecto de salvación (el Reino de Dios) es comunitario en su contenido (filiación divina y fraternidad humana) y encarnatorio (se realiza en Cristo). De esta manera, el designio divino se realiza en la historia suscitado por la acción del Espíritu comunidades: el Israel del Antiguo o Primer Testamento, la comunidad de Jesús y sus discípulos, la Iglesia comunidad visible y encarnada en la historia de la humanidad. Su centro es el mandamiento del amor, el amor trinitario que se abre y comunica a la humanidad.

La Iglesia no es una ideología, sino un hecho histórico. Por ello, no se puede comprender la Iglesia sin recurrir a la historia de la Iglesia. Pero, además, la Iglesia no es simplemente un problema sino un misterio al que solo podemos acceder desde la fe. Y por ser un misterio ligado al misterio Trinitario (LG I), la Iglesia nunca puede ser plenamente aprehendida ni definida. Así coexisten, tanto en la Escritura como en la Tradición teológica, diversas reflexiones sobre la Iglesia (o eclesiologías) que no son excluyentes ni contradictorias, sino que se complementan y enriquecen mutuamente. Por esta misma razón, intentaremos acercanos metodológicamente a la Iglesia desde sus diversos momentos históricos, desde las diversas eclesiologías que han ido apareciend. No solo desde las eclesiologías oficiales, sino también desde las eclesiologías que han surgido desde la base de Pueblo de Dios y más concretamente desde América Latina.

3 Fundamentos bíblicos de la Iglesia

Sin entrar aquí en el problema de la relación de la Iglesia de Jesús con otras religiones (cf matriz diálogo inter-religioso), podemos afirmar que la Iglesia cristiana tiene una larga prehistoria en el Primer Testamento: del plan comunitario de salvación de Dios que se recoge simbólicamente en los 11 primeros capítulos del Génesis (comunidad interhumana, cósmica y religiosa) y que parece fracasar después de Babel (Gn 11), Dios elige a Abrahán para que sea cabeza de un pueblo que le sirva con fidelidad y practique la justicia, de modo que sea luz para todas las naciones (Gn 12,1-3; 18,18). Este pueblo, liberado por Dios a través de Moisés de la esclavitud de Egipto (Ex 14), será el Pueblo de Dios con el cual Yahvé establecerá una estrecha alianza (Ex 20). Pero el Pueblo de Dios que pasó de la época de la confederación tribal a la monarquía, rompió muchas veces esta alianza, sobre todo en el tiempo de la monarquía y, apesar de la voz crítica de los profetas, acabó en el exilio (Sal 137). Yahvé lo salva de nuevo y del exilio surge un resto de Israel fiel a Dios, los pobres de Yahvé (anawim), del cual brotarán Juan Bautista, María y Jesús. En el Antiguo Testamento ya se prefigura y prepara la Iglesia del futuro (LG 2).

Jesús pertenece al pueblo de Israel y con su vida, muerte y resurrección abre un horizonte nuevo; forma una comunidad de discípulos (Mc 3,13-19 y paralelos) para renovar Israel: los doce representan las doce tribus de Israel; luego de Pascua y Pentecostés estos discípulos constituirán la base de la comunidad cristiana, es decir de la Iglesia (cf matriz de cristología)

El Nuevo Testamento presupone la existencia de comunidades cristianas y recoge las reflexiones y exhortaciones pastorales de los primeros testigos de Jesús en torno a las diversas comunidades cristianas; el Nuevo Testamento se origina en la tradición viva de la Iglesia que antecedió a los escritos. El Espíritu ilumina e inspira a los escritores en función de la formación de la Iglesia. En el Nuevo Testamento no hay una eclesiología sistemática, sino una pluralidad de vivencias pastorales y de reflexiones eclesiológicas.

Para Pablo, la Iglesia es Pueblo de Dios (Rm 11), Cuerpo de Cristo (1Cor 12,13) y Templo del Espíritu (1Cor 3,16). Las Cartas pastorales, escritas en un momento posterior, presentan a la Iglesia como Casa de Dios (1Tm 3,5.15), la cual debe mantener la fidelidad doctrinal y la estructura ministerial de gobierno. Las Cartas de la cautividad ven a la Iglesia como Cuerpo de Cristo (Col 1,18) y Esposa del Señor (Ef 5,21-23). Lucas -en su evangelio- y sobre todo en los Hechos de los apóstoles, nos presenta el tiempo de la Iglesia (Hch 1,8) que prosigue y lleva adelante el tiempo de Jesús, bajo la fuerza del Espíritu. Para Mateo la Iglesia es el verdadero Israel (Mt 21,33-46), dentro del cual Pedro es la roca y posee las llaves del Reino (Mt 16,19). La tradición joannea refleja una dimensión más personal de la fe como adhesión a Cristo, pero no faltan imágenes con resonancia eclesial como el buen pastor (Jn 10), la alegoría de la vid (Jn 15) y la parábola eclesial de la pesca milagrosa que culmina con el encargo a Pedro de apacentar las ovejas (Jn 21). La 1ª Carta de Pedro se dirige a una comunidad cristiana en situación de diáspora y la anima recordándole que es Pueblo de Dios, linaje escogido y sacerdocio santo (1 Pe 2,9-10). La Carta de Santiago recalca la prioridad de los pobres en la Iglesia (Sant 2,1-7). Hebreos presenta a Jesús como el sacerdote fiel y compasivo que nos ha abierto la entrada al santuario del cielo (Hb 9). Apocalipsis quiere consolar y animar a una Iglesia en situación de persecución por el Imperio romano y ofrece imágenes femeninas de la Iglesia: la mujer que vence al dragón (Apoc 12), la Esposa del Cordero (Apoc 19), la Nueva Jerusalén (Apoc 21).

A través de estos diversos escritos aparecen los rasgos esenciales de la Iglesia del Nuevo Testamento: una comunidad que vive una radical igualdad y fraternidad entre todos sus miembros, con pluralidad de carismas y ministerios, uno de los cuales es el de gobierno que vela por la unidad de fe y la comunión. Es una comunidad centrada en Cristo y en el Espíritu, una comunidad encarnada en la historia que camina hacia el Reino de Dios siguiendo el estilo pobre y sencillo de Jesús de Nazaret, una comunidad en la que los pobres ocupan un lugar privilegiado, una comunidad que anuncia la buena nueva del evangelio de Jesús, celebra la fracción del pan y sirve a todo el mundo.

4 Los tres milenios eclesiológicos

No basta conocer la eclesiología bíblica, ni la Iglesia que Jesús quería, sino que hemos de conocer cómo la Iglesia se ha ido desarrollando en la historia a través de los siglos. Podemos distinguir tres milenios eclesiales y eclesiológicos.

4.1 Primer milenio: Iglesia misterio de comunión

Es el paso de la Iglesia apostólica a la Iglesia post-apostólica, cuando la experiencia de Jesús se plasma en el Nuevo Testamento, la comunidad se organiza y se estructura internamente (obispos, presbíteros, diáconos). Se abre a todos los pueblos y culturas, reacciona y se defiende frente a las herejías trinitarias y cristológicas, padece persecuciones y martirio. La misma que, sobre todo después de la paz constantiniana, está dotada de grandes santos que a la vez son pensadores y escritores, los llamados Padres de la Iglesia. Esta Iglesia posee un impulso que durará hasta el año mil.

Es una Iglesia que se concibe como misterio de comunión, comunión Trinitaria, comunión eucarística, comunión fraterna y pastoral, comunión solidaria con los pobres. La reflexión teológica, la eclesiología, es más vital, pastoral, bíblica y litúrgica que sistemática. La Iglesia se introduce en el credo en el tercer artículo sobre la fe en el Espíritu, para expresar que la Iglesia existe bajo la fuerza del Espíritu que la santifica, unifica, la mantiene fiel a la tradición apostólica y abierta a la universalidad católica: por esto se proclama una, santa, católica y apostólica.

Se desarrollan pastoralmente algunas imágenes de la Iglesia como la luna que brilla, no con luz propia, sino por la luz del sol que es Jesús; la barca de Pedro que atraviesa el mar del mundo guiada por el piloto que es Cristo y por la fuerza del Espíritu; la Iglesia que es santa y pecadora, casta prostituta, nunca abandonada por el Espíritu. Es una Iglesia que vive fuertemente la dimensión local, pero que reconoce la primacía en la caridad de la Iglesia de Roma, una sede santificada por el martirio de Pedro y Pablo. Es una Iglesia participativa y activa que intenta resolver las tensiones internas con espíritu de diálogo y que hace de la eucaristía el lugar de comunión eclesial: la Iglesia hace la eucaristía, la eucaristía hace la Iglesia.

4.2 Segundo milenio: Iglesia de Cristiandad

Aunque la Cristiandad hunde sus raíces en tiempo de Constantino y Teodosio (s. IV), no se consolida definitivamente hasta el siglo XI con la reforma de Gregorio VII quien, para defender la libertad de la Iglesia frente a los señores feudales, centraliza la Iglesia y refuerza la autoridad papal, en desmedro de las Iglesias locales y de la participación comunitaria. Es una Iglesia fuertemente clerical, juridicista y triunfalista. La eclesiología sistemática nace en el siglo XIV como defensa del poder papal (el sol) frente al emperador (la luna).

En esta Iglesia comienza la división entre clero y laicos, la ruptura entre la Iglesia occidental latina y la Iglesia oriental, entre la Iglesia romana y las Iglesias de la Reforma, entre la Iglesia y la sociedad moderna ilustrada. Esta tendencia autoritaria y cerrada al mundo secular aumenta después de la revolución francesa (s. XVIII), se consolida en el concilio Vaticano I (s. XIX) y llegará a su cumbre con el pontificado de Pío XII. Es ciertamente la Iglesia de las catedrales y de las sumas teológicas, una Iglesia con grandes santos y santas, místicos y místicas, pero es también la Iglesia de las cruzadas, de la inquisición, y de las guerras de religión entre cristianos.

En este segundo milenio no faltan movimientos proféticos que piden una vuelta a los orígenes evangélicos: el monacato, los movimientos laicales de los siglos XI al XIII, los mendicantes, la Reforma, los obispos y misioneros del siglo XVII defensores de los indígenas en América Latina, la minoría teológica del Vaticano I que postulaba una Iglesia más comunitaria, pneumatológica y trinitaria. A mitad del siglo XX surgen en el contexto occidental europeo una serie de movimientos teológicos y pastorales (movimiento bíblico, litúrgico, patrístico, ecuménico, social…) que se cristalizará en el Vaticano II convocado por Juan XXIII; el Vaticano II representa un cambio de modelo eclesial, es el fin de la Cristiandad, el paso a la Iglesia del Tercer milenio.

4.3. Tercer milenio: Iglesia que vuelve a sus orígenes y se abre a los signos de los tiempos

El concilio Vaticano II (1962-1965) es un verdadero Pentecostés eclesial que recupera la dimensión comunitaria de la Iglesia de comunión y dialoga con la sociedad moderna. De Iglesia clerical pasa a ser Iglesia Pueblo de Dios (LG II); de Iglesia juridicista pasa a ser Iglesia misterio y sacramento de unidad entre Dios y la humanidad (LG I, 1, 9, 48); de Iglesia triunfalista pasa a ser una Iglesia que peregrina hacia la escatología (LG VII). La eclesiología del concilio es una eclesiología de comunión. Una serie de reformas conciliares configura un tiempo de primavera eclesial que no duró mucho, pues los movimientos reaccionarios e integristas que querían volver a la Iglesia de Cristiandad (como Lefèbvre) junto a la exageración de algunos grupos extremistas, provocaron fuertes tensiones eclesiales y, desde Roma, comienza un repliegue y freno del Vaticano II por miedo a las rupturas internas y, sobre todo, por temor a que la Iglesia perdiese su identidad cristiana. Se inicia así un largo invierno eclesial, una hermenéutica de la continuidad del Vaticano II, muy alejada del aggiornamento o puesta al día que quería Juan XXIII y que se ha mantenido vigente, sobre todo en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

El nombramiento de Francisco ha oxigenado el ambiente eclesial y hay síntomas de una nueva primavera eclesial: se retoma el impulso del Vaticano II y se desea volver a las actitudes evangélicas de los orígenes de la Iglesia.

No es casual que Francisco sea el primer Papa latinoamericano, ya que en América Latina hubo una recepción creativa y evangélica del Vaticano II que se plasmó en la escucha del clamor de los pobres (Medellín 1968), la opción por los pobres (Puebla1979), la inculturación en las culturas indígenas y afroamericanas (Santo Domingo 1992), el impulso hacia un discipulado misionero y a una Iglesia en estado de misión (Aparecida 2007). En los años 60-80 surgió en América Latina la imagen de Iglesia de los pobres, con obispos que fueron verdaderos Santos Padres de la Iglesia de los pobres, comunidades eclesiales de base (CEBs), laicos comprometidos en la justicia, mujeres defensoras de los derechos humanos, agentes pastorales y movimientos apostólicos, la teología de la liberación y numerosos mártires… todo lo cual recuerda los momentos de la Iglesia del Primer milenio. Estas corrientes teológicas y pastorales se han abierto en las últimas décadas a nuevos sujetos y a nuevos campos: a las mujeres, a los indígenas y afroamericanos, a los jóvenes, a las nuevas identidades sexuales, a la ecología, a la religiosidad del pueblo, a la piedad y mística popular, etc.

La eclesiología de América Latina ha historizado la salvación (liberación) y el pecado (estructuras que matan) y ofrece una imagen de Iglesia de los pobres y diferentes, al servicio de la vida, para que el pueblo tenga vida plena y en abundancia, comenzando por lo mínimo que es el pan de cada día.

5 Líneas de fuerza de la eclesiología

Esta diversidad de imágenes y reflexiones eclesiales tienen el riesgo de llevarnos a una dispersión y relativismo eclesiológico, si no intentamos establecer los principios estructuradores de la Iglesia y de la eclesiología.

Podemos afirmar claramente que los principios estructuradores de la Iglesia son trinitarios, la Iglesia es Ecclesia de Trinitate, pero esta Trinidad se manifiesta ad extra en las dos misiones trinitarias que constituyen el principio cristológico y el principio pneumatológico o del Espíritu.

Principio cristológico: la Iglesia es la Iglesia de Jesús, preparada y prefigurada proféticamente en el Antiguo Testamento, centrada en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Palabra encarnada, enviado por el Padre para realizar su proyecto de filiación y fraternidad universal, el Reino de Dios. La vida de Jesús de Nazaret, sus opciones, su cruz y su resurrección revelan y hacen presente el proyecto del Padre. Jesús no quería fundar una comunidad separada de Israel, pero de hecho su comunidad de apóstoles y discípulos después de la Pascua, será el núcleo de la Iglesia futura de la cual Jesús es fundamento y piedra angular. La Iglesia es el cuerpo comunitario de Jesús en la historia, hasta que llegue su segunda venida en la Parusía. Jesús es la riqueza, la belleza y la luz de la Iglesia, sin Él la Iglesia es estéril y miserable, la Iglesia no significa nada si no es testimonio y sacramento de Jesús.

Principio pneumatológico: la Iglesia no nace en Belén o Nazaret sino en la Pascua con la efusión del Espíritu Santo que es el que preparó la venida de Jesús, lo ungió en el bautismo, lo guió en su vida y lo resucitó de entre los muertos. Ese mismo Espíritu hace nacer la Iglesia y la guía a través de la historia, la santifica, vivifica y rejuvenece continuamente con los sacramentos y con diversos carismas y dones (LG 12) para que realice el proyecto del Padre inaugurado por Jesús (LG 4). Sin Espíritu la Iglesia se reduciría a una simple organización humanitaria y social que hace propaganda del evangelio. Con Espíritu, la Iglesia es la comunión trinitaria. Su misión es un Pentecostés continuado. Pero el Espíritu actúa más allá de la Iglesia católica y de las Iglesias cristianas y hace que la salvación llegue a todos los que, por caminos misteriosos para nosotros, se pueden asociar al misterio pascual (GS 22).

No hay una Iglesia sin Espíritu (tentación del cristomonismo o de solo Cristo) ni un Espíritu sin Jesús (espiritualismo, iluminismo, gnosticismo, new age…). El Hijo encarnado en Jesús y el Espíritu son los dos brazos del Padre que desde la creación acompañan y guían a toda la humanidad (Ireneo[1]). La Iglesia es ícono de la Trinidad.

Esta Iglesia se manifiesta como anuncio y testimonio del evangelio (kerigma y martirio), celebración eucarística y sacramental (liturgia), servicio al mundo, sobre todo a los pobres (diaconía) y todo ello en comunidad y comunión (koinonía).

Desde el Vaticano II la Iglesia puede ser definida como sacramento[2], es decir signo e instrumento de la unión con Dios y con la humanidad (LG 1; 9; 48), no es una simple institución jerárquica, pero tampoco un entusiasmo sin mediación sacramental. No es el Reino, sino semilla del Reino (LG 5). Es sacramento histórico de liberación (teología de la liberación), ha sido convocada por el Padre para hacer memoria y seguir el camino de Jesús hacia el Reino, por la fuerza del Espíritu. Su ícono es la figura de María, tipo y modelo de la Iglesia (LG VIII). En el fondo se retoman las imágenes paulinas y trinitarias de la Iglesia: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu.

6  Retos de la Iglesia de cara al futuro

Son muchos los retos actuales de la Iglesia de cara al futuro. En general, se puede decir que el desafío mayor es llevar a término lo que el Concilio Vaticano II propuso y no se ha podido realizar todavía, por ejemplo potenciar la colegialidad episcopal y las Iglesias locales, el desarrollo del laicado, respetar la legítima autonomía de la creación… Pero hay otros temas que el concilio no abordó y que deben ser gestionados hoy: reforma del Papado y de la curia, promover la ordenación de hombres casados (viri probati), revisar el papel de la mujer en la Iglesia, repensar la moral y pastoral sexual y matrimonial, dialogar con los teólogos y teólogas, asumir el desafío ecológico…

Más aún, en el momento de cambio epocal y axial como el que vivimos, la Iglesia debe iniciar al misterio de Dios (mistagogía) y dialogar con todas la religiones para buscar conjuntamente la justicia, la paz y la integridad de la creación.

Pero podemos afirmar que todos estos cambios estructurales, por más necesarios que sean, son insuficientes y a la larga inviables si la Iglesia como Pueblo de Dios no vuelve de nuevo al evangelio de Jesús de Nazaret y se deja guiar por el Espíritu del Señor. Los cambios en la Iglesia y en la sociedad ordinariamente vienen de abajo. El Espíritu del Señor actúa desde abajo. De una Iglesia convertida al evangelio podrá nacer una Iglesia sencilla, pobre y de los pobres, sincera, acogedora, que promueva el diálogo, la cercanía y la ternura, que sienta la alegría de conocer, vivir y anunciar el evangelio, una Iglesia que testimonie al mundo el amor y la misericordia del Padre, que suscite esperanza, una Iglesia preocupada, ante todo, por el dolor y sufrimiento humano, que denuncie la idolatría del dinero y las estructuras económicas que excluyen y matan al pueblo, una Iglesia que salga a la calle, vaya a las fronteras y a los márgenes sociales y existenciales, que respete a los que piensan diferente y no los juzgue, una Iglesia que sea casa y hogar de puertas abiertas y no quiera reconquistar el poder y prestigio perdido ni volver a una nueva Cristiandad, sino ser levadura y fermento en un mundo pluralista ¿No es ésta la imagen de Iglesia que promueve el Papa Francisco? A todos los bautizados nos corresponde ser audaces y creativos para ir configurando una Iglesia fiel a sus orígenes y que discierna los nuevos signos de los tiempos.

Concluyamos con una definición de Iglesia de Juan Crisóstomo que puede resumir todo cuanto hemos expuesto: “Sínodo es el nombre de la Iglesia”,[3] es decir una comunidad que unida por el Espíritu del Señor camina con toda la humanidad hacia el Reino de Dios, dando testimonio del evangelio de Jesús de Nazaret.

Víctor Codina, SJ. Universidad Católica de Bolívia, Cochabamba. Original en español.

 7 Referencia bibliográfíca

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 Para saber más

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[1] Adv Haer IV,7,4;II, 25,1; IV 20,1.3.4; V 1,3; V 6,1;V 16,1

[2] Esta concepción de Iglesia-sacramento tiene raíces tradicionales en la eclesiología y en los años anteriores al Vaticano II fue elaborada sobre todo por K.Rahner y Semmelroth.

[3] PG 55, 493

Grandes figuras de la mística cristiana

Índice

1 Figuras de la mística en el cristianismo antíguo

2 Figuras de la mística en la Edad Media

3 Figuras de la mística en la época moderna

4 Figuras de la mística en la época contemporanea

5 Referencias Bibliográficas

La historia del Cristianismo, que ya lleva más de veinte siglos, presenta una inmensa riqueza de figuras protagónicas que experimentaron la experiencia mística en sus vidas. Desde los primeros tiempos del Cristianismo, podemos encontrar hombres y mujeres cuyas vidas fueron configuradas por la experiencia de la unión amorosa con el Dios de Jesús Cristo, al cual no dudaron en dar como testimonio –inclusive- sus vidas.

1 Figuras de la mística en el cristianismo antíguo

La palabra mística no se encuentra ni en NT ni en los Padres Apostólicos, sino que aparece por primera vez en el siglo III. Por otra parte, la figura de Jesús presente en los evangelios, sobre todo en los Sinópticos, coincide más con la de un profeta del Reino de Dios que con la de un visionario. Los sinópticos parecen acentuar las condiciones morales y las virtudes que preparan la venida del Reino. La misma “visión de Dios” será atribuída en el Sermón de la Montaña a los “Puros de Corazón”.

Por eso, no son raros los autores que excluyen las experiencias místicas de las fuentes cristianas y explican el surgimiento de la mística a partir del influjo externo, sobre todo la gnosis y el neoplatonismo, tal como sucedió con el judaísmo. En la misma dirección se orientan algunas visiones de la historia de la mística cristiana que oponen una mística psicológica, introspectiva, que se habría desarrollado principalmente a partir de los místicos españoles del siglo XVI. La mística “objetiva”, escriturística, eucarística de los tiempos anteriores. [1]

A diferencia de las otras religiones, el Cristianismo nunca equiparó su ideal de santidad con el alcance de los estados místicos. Ni tampoco estimuló la búsqueda de tales estados por sí mismos. Sin embargo, si vamos a buscar en los orígenes, encontramos allí una experiencia religiosa fuerte, una experiencia mística en definitiva. Fue el impulso místico que innegablemente puso en la picota aquello que inicialmente era visto como un movimiento más adentro de la globalidad sinagogal y que fue ganando dimensiones universales. Ciertamente la profundidad mística del nuevo camino propuesto por Jesús de Nazaret, iluminado por su muerte y resurrección, determinó bastante su desarrollo posterior. [2]

La calidad mística de la vida de Jesús está claramente afirmada en los evangelios, pero – según L. Dupré – es sobre todo en el Cuarto evangelio, escrito tardíamente al final del siglo I que encuentra su plena expresión. [3] … En este Evangelio, las dos principales corrientes del misticismo cristiano tienen su fuente: 1) en la teología de la imagen divina, que llama el cristiano a la conformación (con Cristo, adorado como Dios y a través de él, con Dios) y 2) en la teología que presenta la intimidad con Dios como relación con el amor en términos universales. [4]

Las cartas de Pablo de Tarso – anteriores inclusive al evangelio que testimonia el surgimiento de las primeras comunidades cristianas – desarrollan la idea de la vida en el Espíritu (2 Cor 3,18). El principal don del Espíritu, en el entendimiento de Pablo, consiste en la “gnosis”, aquel “insight” que hace penetrar en el interior del misterio de Cristo y capacita al creyente a entender las escrituras en un sentido más profundo, “revelado”. Este “insight” que se sumerge en el interior del sentido escondido de las escrituras lleva a la interpretación alejandrina del término místico discutido más adelante. [5]

En la Antigüedad clásica, cuando el Cristianismo ya había roto con la sinagoga y hecho sus primeras síntesis con el mundo griego, hubo algunas figuras que se destacaron no solamente por la profundidad de su experiencia mística, sino por la reflexión más cuidada y clara que sobre ella hicieron. Así, también con aquellos que abrieron nuevos continentes de la experiencia espiritual cristiana.

Orígenes es uno de ellos. La figura de la primera grandeza en los primeros siglos de la vida de la Iglesia, compara la vida espiritual al éxodo de los judíos a través del desierto de Egipto. Habiendo dejado atrás los ídolos paganos del vicio, el alma cruza el Mar Rojo en un nuevo bautismo de conversión. Pasa cerca de las aguas amargas de la tentación y las visiones distorsionadas de la utopía hasta que, totalmente limpia e iluminada, alcanza Terán (Terah), el lugar de unión con Dios. Su comentario también presenta la primera teología de la imagen que fue desarrollada: el alma. Es una imagen de Dios porque refugia la imagen primal de Dios que es la Palabra divina. De esta forma, por medio de la cual esta palabra es una imagen del Padre a través de su presencia frente a él, el alma es la imagen a través de la presencia de la palabra que en ella habita, es decir, a través de su (al menos parcial) identidad con ella. Todo este proceso místico consiste en una conversión de la imagen, es decir, en una conversión que Orígenes da al amor y que será el elemento que distinguirá la teología de Orígenes de la filosofía neoplatónica.

Gregorio de Niza (Nissa) y evangelio Póntico tienen una trayectoria derivada de Orígenes. El primero describe la vida mística como un proceso de gnosis iniciado por un Eros divino, que resulta en la planificación del deseo natural del alma para con Dios, de quien ella carga la imagen. Aun cuando familiarizada con Dios desde el inicio, la ascensión mística del alma es un lento y doloroso proceso que termina en un año de conocimiento oscuro – la noche mística del amor. Esa teología de la oscuridad, o “teología negativa” sería desarrollada hasta sus límites extremos por un misterioso sirio que escribió en griego en el siglo sexto y que se presentó a sí mismo como el Dionisio, a quien Pablo convirtió en el Areópago de Atenas. Neoplatónico como ningún otro teólogo cristiano osó ser, él identificó a Dios como el Uno innombrable … A través de la constante negación, el alma ultrapasa el mundo creado, que previene la mente de alcanzar su último destino. La Teología Mística de Dionisio es más estática de lo que introspectiva en su concepto: el alma pide poder alcanzar su vocación de unión con Dios solamente perdiéndose a sí misma en los recesos de la divina super-esencia. Con respecto a eso, él difiere del misticismo occidental, al cual influenció tan profundamente.

El segundo – Evagrio – busca la vida monástica y como tal, su aproximación al desierto se da en etapas. Progresa hasta quedar en completa soledad, dedicado apenas a la contemplación. Para Evagrio, la ascensión espiritual consiste en contemplar a Dios en sí mismo, de modo que se ve a Dios como en un espejo. El camino consiste en desapegarse de los pensamientos apasionados, luego, de los pensamientos simples, hasta llegar al completo nudismo de imágenes y conceptos

De la misma forma, no se puede olvidar la importancia de la mística cristiana oriental. El oriente cristiano fue prodigio en las prácticas importantes que tuvieron su impacto inclusive en Occidente. Como por ejemplo la oración del corazón, la oración de Jesús, el hesicasmo, que tiene su origen en Santo Antão, monje del desierto y padre del monarquismo oriental.

Antão, Dionisio, Máximo el Confesor, Pacomio, Serafín de Sarov, entre otros, son grandes figuras místicas que marcaron la historia del Cristianismo y que mostraron una forma de vivirlo que es mucho más centrada en la espiritualidad de lo que en la reflexión espiritual y en la acción, como algunas veces lo fue la mística occidental.

En el siglo IV, Agustín abre una nueva y decisiva etapa en la mística cristiana. Describió la divina imagen primero en términos psicológicos, usando los términos de las tres potencias del alma – memoria, inteligencia y voluntad – para explicar su percepción de la experiencia de Dios. Dios permanece presente en el alma como origen y como meta suprema. La presencia de Dios en este reino interior invita al alma a volverse hacia adentro y convertir la semejanza estática en una unión estática … El alma irá siendo entonces gradualmente unida a Dios. Hasta hoy, Agustín es considerado el padre de la mística contemplativa que se eleva hacia abismarse en la verdad de Dios y que al mismo tiempo se da en el corazón. Fue alguien que unió genialidad intelectual con las profundidad de una mística intensa.

2 Figuras de la mística en la Edad Media

La Edad Media fue de una riqueza impresionante en término de mística. En el siglo XII, Bernardo de Claraval, siendo muy joven, decide ser monje de la Orden de los Cistercienses –un nuevo ramo de la Antigua Orden de San Benito (los benedictinos). Contemporáneo de Pedro Abelardo (1079-1142). Nutre su formación en la Biblia y en los Padres de la Iglesia. Para Bernardo, la adquisición de los elementos de la doctrina cristiana no debía suceder racionalmente, por medio del método dialéctico, sino a través de una experiencia inmediata con Dios, es decir, por medio del método dialéctico, pero a través de una experiencia inmediata con Dios por medio de una experiencia mística. La experiencia de Bernardo no fue desarrollada en los tratados, ella se desplaza por los sermones. Se trata de un misticismo de amor, que tiene en el Cantar de los Cantares la fuente inagotable que irriga su teología y que está combinada con el lenguaje poético en el cual formula su pensamiento. La experiencia mística para Bernardo de Claraval es, por lo tanto, la unión amorosa entre el alma y Dios.

Master Eckhart – místico osado, colocado como sospechoso por la jerarquía eclesiástica – experimenta y afirma que Dios es ser y ser en el sentido estricto apenas Dios lo es. Para Eckhart, la criatura qua no existe … Así, Dios es totalmente inmanente en la criatura como su propia esencia, aunque totalmente trascendiéndola como el único ser … Apenas la auto-expresión ilimitada de Dios en su eterna Palabra (el Hijo) es su perfecta imagen … La mente … actualiza plenamente esta inmanencia … Antes que presencia, Eckhart habla de identidad … El ser del alma es generado en un eterno ahora con (en la verdad, dentro) de la divina Palabra … en verdad el alma espiritual no prepara más un “lugar” para Dios, pues “Dios es él mismo el lugar donde Él trabaja”[6]. Tuvo muchos seguidores, uno de los más ilustres fue Johannes Tauler. Durante su juventud como monje dominicano, Tauler mantuvo estrecho contacto con el Maestro Eckhart cuya actividad fue intensa en Estrasburgo entre los años 1313 y 1326. La teología mística de Tauler tiene como sostén la mística Eckhartiana centrada en la noción de grunt, la fusión del humano en Dios. Mientras tanto, difiere de él -en menor medida- las exploraciones filosófico-teológicas de las temáticas como la divina naturaleza. Y mantiene cierta originalidad en relación a la mística Eckhartiana por enraizarla en la vida de la Iglesia, sobre todo en su dinámica sacramental. Entendió el seguimiento de Cristo como el proceso que abarca una experiencia mística de abandono por Dios que, aunque extraña a Eckhart, puede ser encontrada en otros místicos medievales, sobre todo, mujeres.

Marguerite Porete fue otra mística a quien Eckhart influenció. Vivió entre la segunda mitad del siglo XIII e inicio del siglo XIV. Perteneció al Movimiento Beguinal, que se desarrolló como alternativa de la vida religiosa laica en Renania y los Países Bajos. La única obra de su autoría que conocemos – El Espejo de las almas simples – es una alegoría mística sobre el camino que condice el alma a la unión perfecta con su Creador y Señor y se estructura como un diálogo en el que los principales interlocutores son el Amor, la Razón y el Alma aniquilada personificada. Su gran tema es el aniquilamiento, descripto como el estado en el que las almas simples adquieren la más plena libertad y el saber más alto … De Dios se recibe más saber del que está contenido en las escrituras, más comprensión de la que está al alcance de la capacidad o del trabajo humano de cualquier criatura. El alma al ser nada, posee todo y no posee nada, ve todo y no ve nada, sabe todo y no sabe nada. Marguerite Porete fue condenada a la hoguera por herejía.

Hildegard de Bingen inaugura otro tipo de mística, que tiene una frontera muy próxima con la ciencia. Su mística combinaba percepciones sensoriales de diferente especie con un contenido alegórico-teológico intenso y profundo. Sus visiones surgían en plena conciencia despierta, viéndolas a través de sus sentidos espirituales mientras permanecía en posesión de sus sentidos corporales, que también le causaban sufrimiento o agotamiento físico muy profundos cuando ella se negaba o demoraba en colocarlas por escrito. La obra mística de Hildegard se construye a partir de sus visiones: primero, son descriptas y, después, interpretadas. Se trata de visiones cosmológicas en las que se asiste a la Creación y al fin de los tiempos. La ambivalencia propia del símbolo y la polivalencia significativa se estrechan en la interpretación, siempre según la teología cristiana pero, en las descripciones, su intensidad y riqueza permanecen patentes.

El principal nombre de la mística medieval es, sin lugar a dudas, Francisco de Asís. Él fue el primero en explicar el vínculo entre mística y conducta moral. Su mística tiene como centro la pobreza – que él llama de Dama y con quien dice estar casado- está al servicio de los pobres. Abandona también el estilo de la Iglesia fuertemente organizada por medio de una jerarquía piramidal para transformarse en frater, hermano de todos, sin ningún vínculo jerárquico. Francisco construirá toda la hermandad con los pobres, viviendo con ellos y como ellos. Establecerá con ellos una comunión que no se refiere solamente a la ayuda material, sino también a los sentidos” … tocarlos, besarlos, comer con ellos de la misma olla, sentir su piel …”[7]. Y su camino auténticamente pascual, ya que pasa por una acceso crucificante, de todo se despoja llegando a la desnudez más radical en comunión con el Crucificado, de quien recibe como gracia una ampliación interior que le permite comulgar en mayor profundidad con la belleza del mundo hasta sentirse en comunión con todo el universo. De esto dan testimonio algunos de sus textos, como el Cántico del Hermano Sol.

Alrededor del siglo XIV, el mundo occidental se sumergió en un período de crisis económica, demográfica y de valores. El clero católico había enriquecido y mostraba costumbres disolutas. En los Países Bajos surgieron grupos de hombres y mujeres que vivían en recogimiento y practicaban la pobreza, la humildad, la obediencia y la abnegación. Tenían el objetivo de reformar la Iglesia Oficial con su vida y su enseñanza.

Estas actitudes dieron inicio al movimiento llamado Devotio Moderna que se diseminó por toda Europa Occidental y cuya obra de referencia es un pequeño libro llamado “La Imitación de Cristo”. La obra estaba destinada a todos, sin excepción, pero principalmente a aquellos que deseaban transformar y santificar su cotidiano.

3 Figuras de la mística en la época moderna

La edad Moderna, con su movimiento de secularización y autonomía del ser humano en relación al mundo teocéntrico de la Edad Media, produjo grandes místicos. En primer lugar estarían los del Siglo de Oro español: Juan de la Cruz y Teresa de Ávila.

Juan de La Cruz nació Juan de Yepes Álvarez en 1542 en Fontiveros, España. Oriundo de una familia de aristócratas empobrecidos, ingresa a la Orden Carmelita a los 21 años motivado por los ideales de soledad y contemplación absoluta de los primeros eremitas fundadores de la orden.

Una de las categorías centrales de su mística es la noche oscura, la cual en clara contraposición a la metáfora de la luz, tantas veces relacionadas al insight cognitivo que emancipa al humano de las tinieblas de la ignorancia, habla de la negación de las posibilidades del conocimiento que es asumida como método para una experiencia que no es ni sensible ni inteligible, no pudiendo ser clasificable por nuestro sistema cognitivo. Apóstol absoluto del desprendimiento y del amor absoluto, Juan de la Cruz conjuga estas dos características en una mística que se encuentra en la esfera de la pasividad, donde la dicción mística se asume femenina, discurso apasionado de aquellos que experimentan el pathos de la Presencia divina.

Teresa de Ávila fue la primer mujer que recibió el título de doctora de la iglesia, por decreto de Pablo VI. Al lado de Juan de la Cruz, fue la reformadora de la Orden de Carmo, fundando las Carmelitas Descalzas que están más cercanas del ideal místico contemplativo que originalmente orientaba la Orden. Existe en Teresa una profunda conciencia de que el cuerpo es esencial no apenas para la experiencia mística, sino para la propia espiritualidad cristiana. En su autobiografía, Teresa defiende firmemente la valorización del cuerpo contra las teorías platonizantes que profesaban una espiritualidad “etérea”, nos dice la Santa: “(…) nosotros no somos ángeles, al contrario, somos cuerpo. El querer hacernos ángeles estando en la tierra […] es un desatino. Al contrario, es preciso tener apoyo, el pensamiento de la vida normal. […] en tiempo de sequedad, Cristo es un muy buen amigo, porque lo vemos Hombre, y lo vemos con sus debilidades y tormentos, y nos hace compañía (p. 203-4). Esta conciencia del cuerpo como locus donde la experiencia mística se da aparece de forma notable tanto en su prosa, su autobiografía Vida, como en su lírica, que se destaca por el pathos que la atraviesa. Esos son los versos que impresionan por su erotismo místico, pues son, como la propia Teresa lo confiesa en uno de sus poemas, “nacidos del fuego del amor de Dios que tenía en sí”.

Iñigo López, contemporáneo de dos de los místicos ya citados y posterior a Ignacio de Loyola, inauguró una mística más sincronizada con la modernidad y su nuevo estilo de vida. Como cortesano, llevó hasta sus 26 años una vida mundana y de vanidades. Fue en una batalla contra los franceses en Pamplona en el año 1521 que una bala de cañón lo alcanzó hiriéndole gravemente una de sus piernas, por lo que fue obligado a permanecer en el castillo Loyola donde vivían su hermano y su cuñada, una persona muy religiosa. Durante su larga convalecencia, como no había libros de caballería que los entretuvieran, comenzó a leer la “Vita Christi” del cartujo Ludolfo de Sajonia y la Leyenda Áurea sobre la vida de los santos.

Una vez curado, depuso sus armas de caballero y vistió el hábito de peregrino, comenzando a andar por los caminos de España en penitencia y oración, analizando y reflexionando sobre las experiencias que Dios le hacía vivir. En una de sus andanzas tuvo una experiencia luminosa y también pasó largos períodos en las tinieblas y la aflicción. Esto le proveyó un gran conocimiento sobre la vida en el Espíritu y pasó a anotar sus experiencias y a sistematizarlas con el objetivo de que le sirvan a otros. Así nacieron las primeras meditaciones del famoso su libro titulado Ejercicios Espirituales, uno de los libros más importantes de la espiritualidad del occidente cristiano, que fue un instrumento de formación para muchos de los que desearon crecer en la vida espiritual. Fundó la Compañía de Jesús, orden misionera que presta una obediencia especial al Papa para una mejor servicio de Dios y sus almas.

Ângelus Silesius nació en 1624 dentro de una familia tradicional luterana. Su nombre de bautismo era Johannes Scheffer. El seudónimo vino después, con la conversión al catolicismo (en 1653, a los 28 años) y hace referencia a Silesia, su tierra natal. En 1653, en circunstancias no muy claras, Schffer se convierte al catolicismo comenzando a escribir su gran y única obra mística “El Peregrino Querubínico”. Pertenecía a la misma tradición apofática de Eckhart, las imágenes desérticas aparecen en los poemas de Silesius como figuras de una necesaria aporía: la necesidad de ir más allá de Dios, ultrapasando toda forma de relación objetal entre un yo humano y un Tú divino.

A partir de ese momento no aparecen grandes figuras místicas individuales, sino corrientes espirituales destinadas a ayudar a las personas a crecer en su relación con Dios, como la “Introducción a la vida devota” de San Francisco de Sales, entre otras.

En Francia, los siglos XVII y XVIII conocieron algunas figuras místicas un tanto atípicas, pero cuya contribución a la historia del cristianismo no puede ser ignorada.

Blaise Pascal  nació en 1623 en Clermont-Ferrand, Francia. Su talento precoz para las ciencias físicas llevó la familia a Paris donde él se consagra al estudio de las matemáticas, siendo notable su contribución en esta ciencia. Convertido al janseísmo, desarrolla un enorme fervor religioso. En la secuencia a su experiencia mística, a finales de 1654, realiza su “segunda conversión” y abandona las ciencias para dedicarse exclusivamente a la filosofía y a la teología, en un período marcado por el conflicto entre los jansenistas y los jesuitas. Posteriormente se recoge en la abadía de Port-Royal-des-Champs, centro del jansenismo.  Es un gran crítico de Descartes. Pascal desarrolla una mística del corazón, siendo su frase más celebre “El corazón tiene razones que la propia razón desconoce”. Su visión jansenista hace con que su mística esté muy impregnada de un rigor moral marcado por una obsesión por la culpa y la condenación. Moderno, Pascal es heredero de Agustín en lo referente a la mística y también al rigor moral, más allá de hacer de la ciencia un elemento integrante de su mística.

Jean Joseph Surin nació en 1600 y murió en 1665. Era jesuita y un gran director espiritual. De temperamento obsesivo, la vida espiritual lo consumía. Su misión de ser exorcista en el convento de las ursulinas de Ludun, atormentadas por el demonio, lo afectó tanto que hizo que él mismo se ofreciera para ser poseído por el demonio para expiar los terribles crímenes que allí se cometieron por su maléfica acción. Se sintió atormentado hasta el final de su vida, sumergido en las profundas desolaciones y viviendo en una tenue frontera entre la mística y la locura. Sin embargo, cuando profesaba, Dios hablaba a través de su boca. En los últimos años de su vida vivió una verdadera santidad, viviendo absorbido en la abundancia de las divinas comunicaciones.

Además de esto, aun en el siglo XVII, surgió en Francia una particular devoción que tuvo su origen en las experiencias de una mística: Margarita María Alacocque, una religiosa de la Orden de la Visitación. Ella recibió grandes revelaciones por parte de Jesús Cristo quien le reveló los secretos de su corazón y la instigó (inspiró) a propagar esta devoción al Corazón de Jesús por todo el mundo. Esta devoción se propagó rápidamente, recibiendo el apoyo de los papas, obispos y también de la Compañía de Jesús, quienes ayudaron en su divulgación y práctica.

4 Figuras de la mística en la época contemporanea

El así llamado siglo sin Dios – el siglo XX- no está exento de la presencia y de la experiencia de Dios en las personas. Pero esta presencia y esta experiencia suceden y se hacen visibles de una manera diferente. Los místicos no son más encontrados dentro de los claustros o de las órdenes religiosas. Pueden ser vistos en las fábricas, en medio del ritmo ruidoso y estresante de las máquinas e industrias. O en las calles con los más pobres y desheredados del llamado “progreso”. O en la prisión, debido a su actividad y compromiso, considerados peligroso por las autoridades establecidas. O en el infierno de los “lagers” y “gupags” de todos los orígenes y formas. O sea, en situaciones muy seculares.

Thomas Merton nació en 1915, en el Sur de Francia. Era hijo de artistas, Owen y Ruth: él era neozelandés y ella norteamericana. A mediados de 1930, Merton comenzó a interesarse por los asuntos religiosos – en la infancia tuvo una aproximación al protestantismo, sin haber creado vínculos. Después de manifestar curiosidad por las religiones orientales, se volcó a los clásicos de las espiritualidad cristiana. En 1938, se convirtió al catolicismo romano.

Al final de 1941 optó por una vida monástica, habiendo sido admitido entre los trapistas de la Abadía de Gethsemani, en Kentucky. En el claustro, Merton fue autorizado a escribir, pasando a ser un autor de éxito. Más allá de la teología y de su profunda espiritualidad que puede ser encontrada en sus textos, trató de diversas cuestiones candentes de la cada vez más plural sociedad contemporánea: derechos civiles y segregación racial, no violencia, pacifismo y el riesgo de una hecatombe nuclear, el despertar de la conciencia ecológica del planeta, diálogo ecuménico y las relaciones entre culturas occidentales y orientales. Su preocupación era unir la contemplación y la acción y hacer dialogar la tradición cristiana con otras tradiciones. Con este espíritu viajó a Oriente para visitar Asia en 1968. Falleció electrocutado en Bangkok, cuando formaba parte de un encuentro interreligioso entre cristianos y budistas.

Charles de Foucauld nació en 1858 en Estrasburgo, Francia. Del medio aristocrático, quedó huérfano temprano y se convirtió en militar. Perdió la fe y llevó una vida disipada, hasta llegar al Ejército e ir a Marruecos. Allí, el testimonio de la fe musulmana lo llevó a hacerse la pregunta: ¿Dios existe? A los 28 años se convirtió y comenzó una vida de una mayor búsqueda de Dios en un proceso de descenso kenótica al lugar más pobre y más difícil. Entró en Trapa y salió. Se volvió eremita y vivió en Nazaret trabajando como carpintero para seguir a Jesús en su vida oculta.

Su mística está centrada en el amor a Jesús, en su devoción eucarística y en el aniquilamiento de la pobreza y de la oscuridad para seguir a Jesús más radicalmente. Se instala en Argelia y lleva una vida alejada del mundo en una zona de Tuaregues, en un diálogo testimonial con la población musulmana. No buscaba convertir a nadie, sino apenas amar, “gritar el evangelio” con su vida. Tenía la intención de crear una nueva orden religiosa, lo que sucede apenas después de su muerte: Los Hermanitos de Jesús. Muere asesinado por asaltantes de paso el 1ro de diciembre de 1916. Fue beatificado por el Papa Benedicto XVI el 13 de noviembre de 2005.

Edith Stein nació en Breslau, Alemania el 12 de octubre de 1891. Era la hija menor de una familia de 13 hermanos. Sus padres eran judíos practicantes y Edith mamó esa fe israelita en el seno de su familia. Tenía una gran capacidad intelectual, estudió psicología y después filosofía, convirtiéndose en la discípula favorita del filósofo alemán Edmund Husserl.

En 1921, se convirtió al catolicismo a partir de la lectura del Libro de la Vida de Santa Teresa de Ávila. Afirmaba: “la Verdad que buscaba estaba precisamente en aquel Dios de quien y para quien la santa había vivido”. Se convierte en una católica y religiosa carmelita, el cristianismo reaviva su fe judaica y su amor por el Pueblo judío. Jesús Cristo es aquel que vino a concretar las promesas salvíficas del Dios de Israel, el verdadero y único Dios, como lo dicen las Escrituras judaicas.

La conjunción del judaísmo y el cristianismo en Edith Stein la conducen al encuentro del lugar teológico por excelencia: la cruz de Cristo. Esta cruz retrata la imagen no apenas de todo el sufrimiento del pueblo judío, sino también el sacrificio del propio Cristo y de su Iglesia. Cuando la persecución nazista se recrudeció, ella sintió que su destino estaba vinculado al pueblo en el seno del cual nació y que nunca dejó de amar a pesar de su conversión. Escribió: “ No es la actividad humana la que nos salva, sino solamente la Pasión de Cristo. Participar de ella es mi única aspiración” . Pide a la superiora permiso para ofrecer su vida a la redención de su pueblo y así lo hace.

Es retirada de su convento por la SS y llevada al campo de concentración. Después es deportada con otros judíos en tren en dirección al campo de exterminio de Auschwitz. Edith Stein murió como todos los judíos que la acompañaban, en la cámara de gas.

Dietrich Bonhoeffer nació el 4 de febrero de 1906, en Brealua, Alemania. Estudió Teología en Italia, en Berlín y en Tübingen, donde finalizó su bachillerato a los 21 años. Trabajó como pastor en varias iglesias de la lengua alemana y en otros lugares de Europa, como Barcelona y Londres. A partir de 1939, después de rechazar la oportunidad de permanecer en Estados Unidos, algo que le fue ofrecido cuando fue a dar un curso, se compromete firmemente con la resistencia al nazismo y participa de una conspiración contra la vida de Hitler.

La operación en la que participaba fue descubierta y en 1943 fue preso en Berlín. Aun en prisión consigue comunicarse con sus parientes y amigos a través de cartas, donde elabora su teología, ganando un acento testimonial. Esas cartas de la prisión fueron publicadas después de su muerte con el título Resistencia y sumisión. Murió a los 39 años en 1945, ya casi al final de la guerra. Fue conducido a juicio sumario y condenado a la horca, escribió: “Esto es el fin. ¡Pero para mí es el inicio de la vida!”

Pastor, teólogo y místico, Bonhoeffer dejó un precioso legado. En su vida, integró la experiencia de Dios y testimonió acción, y concentración hasta las últimas consecuencias, como queda evidente en las instrucciones dadas en el seminario clandestino a los alumnos que no aceptaban la instrucción de la Iglesia evangélica oficial alemana. Consideraba la experiencia de Dios el criterio fundamental y determinante para la toma de decisión del sujeto dentro de un contexto específico que llama de responsabilidad.

No se puede dejar de mencionar entre los místicos cristianos del siglo XX a una mujer que es una mística de frontera: Simone Weil. Nació en Paris el 3 de febrero de 1909 en un familia con recursos de origen judía. Hermana de André Weil, uno de los grandes matemáticos del siglo, Simone intentó estudiar filosofía. Pero a pesar de sus dotes intelectuales, su proceso interior comenzó a entrelazarse indiscutiblemente con la realidad de opresión e injusticia del mundo y de la violencia de la cual son víctimas millares de seres humanos

Después de participar algún tiempo en las luchas políticas partidarias de la izquierda, toma la decisión de trabajar en una fábrica durante un año para vivenciar desde dentro la vida de las operarios. Al salir de la fábrica, le suceden tres experiencias que la llevaron al encuentro del Cristianismo (en Póvoa do Varzim, Portugal, en Asís y en Solsmes, Francia). Después de esto, un poema llamado “Love” (Amor) del inglés George Herbert la conduce a la experiencia mística definitiva: sentirse tomada para sí por Cristo. La guerra recrudece y ella debe dejar Paris con los padres. En Marsella conoce al padre dominicano Joseph Marie Perrin, con quien conversa. Éste le propone el Bautismo, pero ella lo rechaza, por dificultades que tiene con la Iglesia y por no querer separarse de lo que hay de verdad en otras religiones. Va a New York con los padres y vuelve a Inglaterra, esperando poder entrar en Francia para trabajar para la resistencia. Esto no le es permitido y muere sola en Londres a los 34 anos. Una amiga la bautiza en sus últimos días de vida con agua de la canilla.

Su mística, profunda y verdadera, incluye un gran amor por Jesús Cristo crucificado, viendo en él la revelación perfecta de Dios. Tiene una gran identificación con los pobres y los desaventurados, a quienes su compasión se dirige de una manera muy especial. La mística de Simone Weil, como ella misma lo dice, es cristiana, pero permanece en el umbral de la institución y de la pertenencia oficial.

Desde los tiempos de las colonias portuguesa y española y también en el siglo XX, se encontraron en América Latina figuras de gran importancia. Una de ella fue Santa Rosa de Lima, nacida en 1586, de familia rica pero que renunció a todo para convertirse en Tercera Dominicana, viviendo en una gran pobreza. Recibió inmensas gracias místicas y tenía el don de los milagros, muchas personas la visitaban para verla hacer eso. De ella dijo el Cardenal RatzingerDe cierta forma, esta mujer es una personificación de la Iglesia en América Latina. Inmersa en el sufrimiento, despojada de los medios materiales y de un poder significativo, aunque tomada por el íntimo ardor causado por la cercanía a Jesús Cristo. [8]

En tiempos más recientes, en el continente latinoamericano, otras grandes figuras místicas aparecieron en el contexto de una Iglesia que se volcó hacia los pobres, y unió indisolublemente el Evangelio y la Justicia Social. Ente ellos podemos destacar a Ernesto Cardenal (1925 -) quien siempre fue más identificado como un poeta y activista revolucionario con fuertes vínculos con la teología de la liberación. Sin embargo, lo que más llama hoy la atención sobre él y su obra es su perfil espiritual y místico, detectado precozmente por Thomas Merton, su maestro cuando era novicio en Trapa, entre los años 1957 y 1959.

En 1956 le ocurrió algo profundamente significativo que es considerado por sí mismo una conversión. Fue un profundo éxtasis místico lo que transformó su vida. Esto significó una experiencia inaugural contemplativa, que se conjuga con un proyecto solidario al servicio del pueblo. A partir de allí decidió entrar en Trapa, donde bajo la guía de Merton desarrolló una sintonía entre la vida contemplativa y la vida activa.

Por razones de salud tuvo que abandonar Trapa y después de varias mudanzas de lugar, se estableció en el archipiélago de Solentiname, en Nicaragua, donde creó una comunidad monástica que buscaba una presencia espiritual distinta, con la inclusión viva de la comunidad de los pobres. Su mística es una “mística cósmica”, de apertura al mundo y de sensibilidad a lo real. Tiene una perspectiva que envuelve una mirada profundamente abierta a la realidad, al cosmos y a su tiempo. Es también una mística centrada en la experiencia de Dios en la vida, núcleo de su trayectoria espiritual.

En la misma línea del Cardenal, se puede citar a otros místicos que no optaron por una vida contemplativa, pero que se destacaron por su profetismo ardiente a favor de los pobres y de las víctimas de toda injusticia oriunda de su vivencia mística. Ellos son: Don Oscar Romero, arzobispo de San Salvador, que con su homilías movilizaba el país entero y contrariaba los intereses de los poderosos tanto a nivel nacional como internacional. Fue muerto cuando celebraba misa, en el momento de la consagración, por un tirador de elite contratado por alguien que estaba interesado en callarlo. Sus diarios y homilías son un ejemplo precioso de un hombre totalmente dócil a la voluntad de Dios y cuya única preocupación era ayudar a construir su Reino

En Brasil hay otros místicos totalmente comprometidos con los pobres. Se destaca la figura de Dom Helder Camara, obispo de Olinda y Recife, quien dejó una vasta obra de textos místicos, poético y proféticos. Silenciado por la dictadura militar, recorrió el mundo defendiendo la causa de los pobres y de la paz. También Dom Luciano Mendes de Almeida, arzobispo de Mariana, reconocido por su santidad, quien unía una enorme inteligencia con una profunda mística y dedicación personal y amorosa a los más pobres. Eligió como lema de su episcopado: “En nombre de Jesús”. De la misma forma Dom Pedro Casaldáliga , obispo de São Feliz de Araguaia, que además de místico, poeta y de ser un eximio escritor, compuso misas, una sobre la mística de los pueblos indígenas (Misa de la tierra sin males) y otra sobre la mística de los pueblos afro-descendientes (Misa de los Quilombos). Sus poemas fueron gestados desde una mística profunda y ardiente, que también es profética y comprometida.

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[1] J.M.Velasco, El fénomeno místico, op. cit., p 211, n. 79

[2] Hoy, los teólogos discuten si sería apropiado llamar al Cristianismo de religión. Se argumenta que Jesús era judío y no habría pretendido fundar una religión diferente de la suya. En este sentido, sus enseñanzas, su vida y práctica serían vistos como un camino, una propuesta de vida y no una religión. Sobre eso se puede ver la interesante reflexión que hace J. Moingt, L’ homme qui venait de Dieu, Paris, Cerf, 1997, y también, del mismo autor, Dieu qui vient a l’ homme, Paris, Cerf, 2002, vol. I.

[3] Cf. L. Dupré, verb Mysticism, in M. Eliade, (ed) Encyclopedia of Religion, New York, Macmillan, 1987, p 251

[4] ibid

[5] ibid

[6] Cf. L. DUPRÉ, op. cit., p 253

[7] Cf. sobre la proximidad sensorial de Francisco de los pobres 2Celano 85. V. tb el comentario de L. Boff, op. cit., p 142

[8]Homilia no Santuário de Santa Rosa de Lima, Peru, em 19 de julho de 1986.

El Espíritu actúa desde abajo. Pneumatología desde América Latina

Índice

1 Introducción temática

2 Aproximación bíblica

2.1.Espíritu de justicia

2.2 Espíritu aliento de vida en el caos y la muerte

2.3 Padre de los pobres

3 Pneumatología en la tradición teológica de la Iglesia

3.1 Pneumatología patrística

3.2 Tradición cristiana occidental

3.3 La tradición oriental

4 Teología latinoamericana post-conciliar

4.1 Surgimiento de una teología latinoamericana

4.2 Líneas de fuerza de la teología de la liberación

4.3 Evolución socio-eclesial. Movimientos pentecostales y carismáticos

4.4 Evolución en la teología de la liberación

5 A modo de conclusión

6 Referencia Bibliográfica

1 Introducción temática

La reflexión sobre el Espíritu Santo (llamada Pneumatología, de “pneuma” que significa espíritu en griego) se ha desarrollado con fuerza en la Iglesia latina, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965) y de la petición de Pablo VI para que se complementase la cristología y la eclesiología del Vaticano II con un mayor estudio y culto sobre el Espíritu Santo[1].

Sin embargo, la Pneumatología que durante el postconcilio se desarrolla en el Primer Mundo incide más en las dimensiones personales y eclesiales del Espíritu que en los aspectos históricos, sociales y políticos, tal vez inspirándose más en LG 4 (el Espíritu en la Iglesia) que en GS 11 y 44 (los signos de los tiempos).

Se afirma, ciertamente, en estas Pneumatologías que el Espíritu del Señor llena el universo (Sab 1,7), que sopla donde quiere y que como el viento no sabemos de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8). Aunque no se reflexiona suficientemente desde dónde actúa el Espíritu.

En cambio, en las décadas 1970-1980, desde América Latina y el Caribe se ha experimentado una irrupción tan volcánica del Espíritu desde los pobres, que nos ofrece una clave de lectura para discernir desde dónde actúa el Espíritu.

En efecto, en las décadas 70-80 en América Latina hubo una irrupción de los pobres en la sociedad y en la Iglesia que sacudió fuertemente la conciencia social y eclesial. Más concretamente, los obispos reunidos en Medellín (1968) y en Puebla (1979) escucharon el inmenso clamor de los pobres, discernieron en ello la voz del Espíritu, se comprometieron en la lucha contra las estructuras injustas e hicieron una opción preferencial por los pobres, en los que veían el rostro del Señor crucificado.

De este modo, la Iglesia latinoamericana realizó desde Medellín y Puebla una recepción creativa y novedosa del Vaticano II, gracias a que tomó conciencia de su responsabilidad como Iglesia local al discernir los signos de los tiempos que se manifestaban a través del clamor del pueblo pobre y creyente.

Fruto de este discernimiento y de estas opciones ha sugido un estilo nuevo y profético de Iglesia en América latina, de una riqueza comparable a otros momentos estelares de la historia de la Iglesia, como la época de los Padres de la Iglesia, los movimientos medievales y modernos de Reforma, el período del siglo XX anterior al Vaticano II con el surgimiento de nuevas teologías, etc.

Así, aparece una pléyade de obispos proféticos y cercanos al pueblo, verdaderos Santos Padres de la Iglesia de los pobres que defendieron los derechos de los pobres e indígenas, incluso hasta el martirio (Romero, Angelleli, Gerardi). En este contexto nacen las Comunidades eclesiales de base que son otro modo de ser Iglesia. La vida religiosa, inspirada por la CLAR, se inserta en los sectores populares y pobres. Grupos numerosos de laicos se comprometen con la transformación de la sociedad y con la evangelización, y las mujeres asumen un rol protagónico en estos procesos de cambio socio-eclesial. En este contexto ocurre el martirio de obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas, obreros, indígenas, jóvenes, pueblo inocente masacrado por gobiernos dictatoriales y militares que se proclaman defensores de la civilización cristiana occidental. Finalmente, nace en estos años la teología de la liberación, la primera reflexión teológica original desde América Latina.

En este contexto histórico se puede discernir que el Espíritu ha actuado y actúa claramente desde abajo, desde los pobres de la sociedad y de la Iglesia y que, aunque llama a todos a colaborar en la tarea del Reino, siempre lo hace desde la perspectiva de los pobres y a favor de ellos.

Esta clave hermenéutica de la realidad y del Espíritu, nos ayuda a releer la tradición bíblica y teológica de la Iglesia y a poner los fundamentos de una Pneumatología latinoamericana desde abajo, que sea un aporte para toda la Iglesia.

2 Aproximación bíblica

¿Qué aportes encontramos en la Biblia para una Pneumatología desde abajo?

2.1.Espíritu de justicia

Para el Antiguo Testamento los términos derecho y justicia no significan solamente juzgar, sino ejercer el derecho y la justicia para con los pobres, como hizo Yahvé en el Éxodo, como realizaron los Jueces de Israel, como anunciaron los profetas que se realizaría en los tiempos mesiánicos. Todas esta actuaciones son fruto del Espíritu de justicia ( Is 28; Miq 3, 8-10; Is 11, 1-9; Ez 36, 27-28; Jl 3, 1s).

Este Espíritu es el que desciende sobre Jesús en el bautismo (Lc 3, 21-22 y paralelos) y el que le unge para su misión (Lc 4, 16-30 citando Is 61). Este Espíritu es el que en Pentecostés desciende sobre la Iglesia naciente y produce frutos de solidaridad y exclusión de la pobreza (Hch 2, 44-45; 4, 32-37). Es el Espíritu que Jesús promete a sus discípulos para que puedan continuar su misión (Jn 16,7-11).

Es el Espíritu contrario a las obras injustas de la carne (Gal 5, 13-25), el Espíritu que nos impulsa a amar a los hermanos (Rm 5, 1-5), el Espíritu que anticipa la justicia escatológica de Dios en favor de los pobres (Mt 25, 31-45).

2.2 Espíritu aliento de vida en el caos y la muerte

El Espíritu Creador es aquel que en el caos, confusión y oscuridad del origen de la creación se cierne sobre las aguas alentando vida (Gn 1,2), el que por el soplo divino da vida al primer hombre (Gn 2,7) y desde entonces vivifica la humanidad hacia la escatología, como una madre que engendra a sus hijos para la vida[2]. Pero el Espíritu no sólo engendra la vida, sino posibilita el pasaje de la muerte a la vida como anunciaron los profetas (Ez 37,1-14).

En el Nuevo Testamento, el Espíritu de vida engendra a Jesús en el seno de María virgen (Lc 1, 35), como antes había dado fertilidad a mujeres estériles, madres de grandes figuras de Israel. Para Juan, el Espíritu es vida y da vida (Jn 10,10), no una vida meramente natural (bios) sino una vida eterna, participación de la misma vida divina (zoe). Y este Espíritu brota del corazón muerto y traspasado de Jesús en cruz (Jn 19, 30.34), desde abajo. Este Espíritu da la vida a los bautizados, nos resucitará, como resucitó a Jesús (Rm 8, 11) y también liberará a la creación de la esclavitud y de los dolores de parto (Rm 8, 22-23).

2-3 Padre de los pobres

Esta expresión del himno Ven Espíritu Creador recoge el amor paterno-materno del Espíritu hacia los pobres y pequeños, a quienes han sido revelados los misterios del Reino, como Jesús lleno de Espíritu reconoce y agradece al Padre (Lc 10,21-22; Mt 11,25-27). El Espíritu que clama por el grito de los pobres es el mismo que acoge su oración y se convierte en su padre y protector, como sucedió en Egipto (Ex 4, 3). Es el Espíritu que mueve a los pastores a adorar al Niño en Belén (Lc 2, 8-29) y el que lleva al templo a Simeón y Ana para revelarles el Mesías (Lc 22-28). Es el Espíritu que nos hacer clamar a Dios Padre (Rm 8,15; Gal 4,6). Es padre y madre, protector, goel, padrino de los pobres.

Podríamos resumir lo dicho afirmando que en toda la historia de salvación el Espíritu actúa desde los marginados, desde abajo, desde la periferia, utilizando medios pobres y desproporcionados, para que el pueblo camine animoso hacia el Reino. Es una lógica contraria al racionalismo moderno, pero es la lógica del Magnificat en la que María canta la misericordia del Señor que se ejerce en los pequeños, humildes y hambrientos (Lc 2,46-55).

3 Pneumatología en la tradición teológica de la Iglesia

3.1 Pneumatología patrística

No sería correcto proyectar en los Padres de la Iglesia Oriental de los siglos IV y V (Basilio, Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa, Atanasio, Juan Crisóstomo…) esta problemática actual, aun más cuando muchos de ellos están preocupados por los problemas trinitarios y, en concreto, por defender la divinidad del Espíritu atacada por los herejes que afirmaban que el Espíritu era una criatura excelsa aunque no Dios, ni objeto de adoración. El Concilio de Constantinopla (381) afirma que el Espíritu es Santo, Señor y dador de vida, procede del Padre y juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado. En su acción hacia fuera, el Espíritu habló por los profetas, está presente en la Iglesia, en el bautismo para la remisión de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida del siglo futuro.

Aunque los Padres de la Iglesia no relacionan directamente el Espíritu con la justicia, ellos reconocen la presencia del Espíritu en la vida de los fieles. Si el Espíritu no fuera Dios, los cristianos no podrían ser divinizados.

En Occidente, Agustín (s. IV-V) concibe al Espíritu como el lazo amoroso de comunión que une al Padre con el Hijo, comunión de la que participan los cristianos. Ya antes Ireneo de Lyon (s. III) había comparado al Hijo y al Espíritu con las dos manos con las que el Padre crea y dirige la historia de la humanidad hacia la realización de su designio divino. Ambas manos son diferentes pero se complementan recíprocamente: el Espíritu prepara la venida del Hijo al mundo, el Hijo encarnado derrama su Espíritu después de la Pascua a sus discípulos, el Espíritu lleva a término la misión de Jesús en la Iglesia y en la humanidad.

Paralelamente a estas reflexiones trinitarias, se da en los Padres de la Iglesia un vigoroso desarrollo de las dimensiones éticas y sociales de la fe sobre dignidad de la persona humana, el destino universal de los bienes, la necesidad de la limosna y de atender a los pobres. etc. Ellos mismos, conscientes de la profunda unidad entre el sacramento del altar y el sacramento del hermano, atienden a multitud de huérfanos, viudas, forasteros, enfermos, prisioneros…

Pero no aparece claramente en los Padres una conexión explícita y directa entre el Espíritu y los pobres, entre Espíritu y justicia, como habíamos visto en la tradición bíblica, aunque no sería difícil articular ambos temas.

3.2 Tradición cristiana occidental

La tradición teológica occidental ha estado muy marcada por Agustín, asimilado y profundizado por Tomás de Aquino y se ha concentrado sobre todo en la dimensión intratrinitaria del Espíritu y en sus efectos personales (los siete dones del Espíritu según Is 11, 2-3), como aparece en los himnos medievales Ven santo Espíritu y Ven Espíritu creador. Ha habido muy poca incidencia de la Pneumatología en la eclesiología que mantiene el esquema Dios-Cristo-Iglesia, por ello en la eclesiología prevalece la dimensión jerárquica y sacramental con poca atención a lo laical y carismático.

Sin embargo, frente a esta situación teológico-eclesial que se fortalece en la Edad Media, sobre todo a partir del siglo XI, surge el polo profético de los movimientos laicales populares (s XII y XIII) que reivindican la dimensión del Espíritu y desean volver a la pobreza evangélica. Algunos quedan excluidos de las Iglesia oficial, mientras que los mendicantes (franciscanos, dominicos…) fueron reconocidos por Roma. Un monje de Calabria, Joaquín de Fiore (1132-1202) defiende la era del Espíritu como el Tercer Reino que sucede al Reino del Padre (Antiguo Testamento) y al Reino del Hijo (Nuevo Testamento). Aunque esta teoría fue condenada, obtuvo gran influencia en el mundo filosófico y político, ya que vieron en ella la posibilidad de la acción del Espíritu no solo en la Iglesia, sino también en la historia.

La Reforma (s XVI), tanto protestante como católica, es sin duda un movimiento espiritual surgido desde abajo para reformar la Iglesia y volver a la Palabra, a Cristo y a la cruz, aunque luego ambas Reformas se separasen por sus diferentes posturas eclesiales. También en la evangelización de América latina (s XVI-XVII) hubo figuras proféticas suscitadas por el Espíritu que defendieron a los indígenas y esclavos africanos frente a los conquistadores hispano-lusos: Montesinos, Las Casas, Anchieta, Claver…

La revolución francesa (s XVIII), con sus excesos, provocó en toda la Iglesia un movimiento restauracionista y contra-revolucionario, sin percibir -como más tarde afirmará Pablo VI- que los ideales de la libertad, fraternidad e igualdad eran profundamente evangélicos. Tampoco se entendieron desde Roma los movimientos de independencia de América Latina que, comenzando por Haití, se extendieron por todo el continente.

Esta tendencia conservadora se manifestará en el Vaticano I (1870) y, luego, en las posturas de Pío X contra el modernismo (1907) y de Pío XII contra la nueva teología europea (1950), sin comprender ni a la minoría del Vaticano I, ni los elementos cuestionantes y positivos de estas teologías.

No es extraño que los cristianos orientales acusen a la Iglesia latina de “cristomonismo”, es decir, de centrar la fe solamente en Cristo, olvidando al Espíritu. Esta ausencia del Espíritu se compensa en la práctica con algunos sucedáneos como la devoción a María, al Papa y a la eucaristía.

En resumen, durante estos largos siglos la Iglesia latina, aunque profesó su fe trinitaria, no desarrolló una verdadera Pneumatología, reduciendo el Espíritu a la jerarquía y a unos pocos místicos, sustituyendo el Espíritu por otras dimensiones eclesiales. En todo este largo período no faltó la acción caritativa de muchos grupos cristianos, aunque sin especial vinculación con el Espíritu, y -sobre todo- hubo movimientos proféticos suscitados por el Espíritu desde la base eclesial y social que postulaban una Iglesia más evangélica y una sociedad más libre, justa y fraterna.

Habrá que esperar a los movimientos teológicos y sociales de mitad del siglo XX y al profético Juan XXIII, venido desde la base y que deseaba una Iglesia de los pobres, para poder recuperar la Pneumatología en la Iglesia occidental.

3.3 La tradición oriental

La tradición oriental siempre ha acentuado fuertemente la importancia del Espíritu, tanto en la teología trinitaria como en la Iglesia y el mundo. De ahí nace una teología y una praxis eclesial que resaltan las dimensiones experienciales, trinitarias, comunitarias, litúrgicas, cósmicas y escatológicas de la fe cristiana. Citemos algunos de estos teólogos orientales que han desarrollado la Pneumatología: Serge Boulgakov, Vladimir Lossky, Paul Evdokimov, Olivier Clément, John D Zizioulas Jean Meyendorff, Boris Bobrinskoy…[3].

El Espíritu que precede y guía la vida de Jesús es el que posibilita que la Iglesia viva la comunión trinitaria, que la misión sea un Pentecostés, la liturgia sea invocación al Espíritu (epíclesis) y la acción cristiana sea una transfiguración de la historia y del cosmos. El Espíritu nos comunica la vida divina, nos diviniza. La Trinidad no es solo objeto de contemplación a través los íconos, sino que constituye un verdadero programa social: un mundo de comunión y participación, en libertad y respeto a las diferencias.

Sin embargo, la revolución comunista fue una dura prueba para la Iglesia Oriental: una crítica al pietismo individualista de muchos cristianos poco comprometidos con la historia y un llamado apocalíptico a una mayor integración entre fe y justicia, entre Pneumatología y los pobres. Pero, a pesar de estas deficiencias, la rica teología del Oriente ofrece muchos elementos para una Pneumatología desde abajo.

4 Teología latinoamericana post-conciliar

4.1 Surgimiento de una teología latinoamericana

Como ya hemos visto, el Vaticano II fue un evento pentecostal para la Iglesia, preparado providencialmente por una serie de movimientos teológicos centroeuropeos (movimientos bíblico, patrístico, litúrgico, ecuménico, social…) y, sobre todo, por la figura carismática y popular de Juan XXIII que convocó el concilio Vaticano II (1962-1965).

El Vaticano II posee una serie de afirmaciones e intuiciones pneumatológicas (LG 4; GS 11), pero no llega a elaborar una Pneumatología. Por otra parte, el Vaticano II tampoco logró asumir el deseo de Juan XXIII de una Iglesia de los pobres: solo hay alguna breve alusión a este tema (LG 8; GS 1).

Por esto, no nos puede extrañar que la Pneumatología post-conciliar   desarrollada en el Primer Mundo no aborde el tema de los pobres ni una Pneumatología desde abajo.

Frente a esta situación, la irrupción volcánica de Espíritu en América Latina de los años 70-80 nos ofrece nuevas posibilidades para articular una Pneumatología desde abajo. En este contexto socio-eclesial surge la teología de la liberación, primera teología de América Latina que no es mero reflejo de la teología europea. Esta nueva teología supone una recepción creativa del Vaticano II, ligada a las conferencias de Medellín (1968) y Puebla (1979). Son conocidos los nombres de sus principales protagonistas: G.Gutiérrez, H. Assmann, J.L. Segundo, E. Dussel, L.Boff, I. Ellacuría, J. Sobrino, P. Richard, J.B.Libanio, F. Betto, J. Comblin, C.Mesters, J.C Scannone, R.Muñoz, D. Irarrázaval, A. Quiroz, etc.

4.2 Líneas de fuerza de la teología de la liberación

La teología de la liberación parte de la realidad socio-eclesial del pueblo, escucha el clamor de los pobres y descubre en ellos el rostro del Crucificado. Esto supone una verdadera experiencia espiritual. Esta realidad, iluminada por la Palabra, ayuda a ver que la pobreza es pecado, contraria al proyecto del Reino de Dios. Proyecto que se nos ha revelado a través del Jesús histórico de Nazaret, por medio de su predicación, sus opciones por los pobres, su defensa de la vida, su denuncia de estructuras socio-religiosas opresoras, lo cual lo lleva a muerte. La resurrección de Jesús es la confirmación del Padre de que el camino de Jesús era el verdadero camino. La venida del Espíritu sobre los discípulos hace nacer una Iglesia que tiene la misión de proseguir la obra de Jesús en la historia. De aquí surge el compromiso con el Reino, la opción por los pobres, la defensa de la vida, la denuncia de las situaciones de muerte y todo ello en el seguimiento de Jesús.

Este teología no tiene inspiración marxista, sino evangélica; no es simple sociología política, sino auténtica teología que aborda todos los temas teológicos, desde la Trinidad a la escatología; no sustituye a Cristo por el pobre, sino que contempla a Cristo presente en el pobre; no es antijerárquica sino que busca que toda la Iglesia sea un Pueblo de Dios mesiánico; no es simple ideología, sino que lleva a la praxis e incluso al martirio.

4.3 Evolución socio-eclesial. Movimientos pentecostales y carismáticos

Los cambios políticos de fines de los 80 con la caída del socialismo del Este, la evolución democrática de la mayoría de países de América Latina y el Caribe, el invierno eclesial de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, el ambiente cultural post-moderno, la emergencia de nuevos actores sociales y eclesiales (indígenas, afros, mujeres, jóvenes…), el desafío de la ecología, la proliferación de movimientos carismáticos y pentecostales, afectan a la teología de la liberación.

Concretamente el llamado movimiento pentecostal evangélico constituye, según J.Comblin, el mayor impacto religioso acontecido desde la Reforma del siglo XVI. Es el que más crece en las Iglesias, el más popular, el que se difunde en las diversas Iglesias históricas. En América Latina, los más pobres entre los pobres acuden no a las comunidades de base, ni siquiera a la renovación carismática católica, sino a los movimientos pentecostales.

Estos movimientos acogen a los más desesperados de la sociedad moderna – excluidos por el sistema neoliberal- y les ofrecen un supermercado de la fe, con acentos mágicos, sincréticos y utilitaristas. Pero muchos de sus adeptos pasan por una profunda conversión que les lleva a abandonar drogas, alcoholismo, abusos sexuales y violencia familiar.

Lo más característico del pentecostalismo, sobre todo del clásico, es el proceso que lleva de la conversión por obra del Espíritu, al bautismo del Espíritu que es una profunda experiencia emocional donde se acepta a Cristo como Salvador, se es poseído por el Espíritu y se reciben dones extraordinarios como glosolalía, profecía y discernimiento. Sus pautas teológicas parten de un puritanismo de ser los elegidos, un dualismo radical entre Espíritu y mundo material, una visión exclusivamente individualista del pecado.

Hay en ellos un ambiguo entusiasmo emotivo colectivo, supermercado religioso en el neopentecostalismo y, sobre todo, un alejamiento de la responsabilidad pública y social. Su éxito se debe -sobre todo- al hecho de que en medio de la anomia social y de la exclusión que experimentan desde gran parte de la sociedad y desde las mismas Iglesias históricas, se sienten acogidos, valorizados y ayudados por las Iglesias pentecostales, con capacidad de palabra y de expresión, en cultos a su alcance que les llenan de alegría y mejoran su vida.

La renovación carismática católica nacida en Estados Unidos en 1966, se extendió rápidamente por Europa, América Latina y el resto del mundo. Tanto Ratzinger como Y.M. Congar ven en este movimiento un fruto positivo del Vaticano II[4].

Los que participan de este movimiento aseguran haber experimentado por primera vez la libertad del Espíritu, el don de la salvación, un nuevo nacimiento en el Espíritu, la pertenencia a la comunidad del Señor y se han sentido renovados, convertidos, transformados, regenerados, llenos de alegría y gozo. Su parecido con los movimientos pentecostales es grande, aunque la renovación carismática se centra de ordinario en la celebración eucarística.

La crítica que se ha hecho a la renovación carismática es semejante a la que se ha hecho a los movimientos pentecostales: peligro de emocionalismo psicológico, individualismo, falta de discernimiento, apego a dones extraordinarios como glosolalía, evasión de tareas y compromisos sociales (“huelga social”). Además, desde el punto de vista católico, se ve el riesgo de convertirse en comunidades de la Palabra, poca clarificación entre el bautismo del Espíritu y la confirmación, poca participación en la pastoral de conjunto, peligro de constituir una especie de secta católica.

Los líderes del movimiento carismático reaccionan ante estas críticas dando criterios de discernimiento en la línea de 1 Cor 12. Ciertamente, desde sus orígenes hasta nuestros días, ha habido un proceso de maduración y de purificación muy positivo, una mayor formación bíblica y teológica, una mayor inserción eclesial en la pastoral, un mayor discernimiento, un mayor compromiso apostólico y social.

En América Latina muchos pobres acuden a estos grupos, seguramente por los mismos motivos de anomia social que otros acuden a los pentecostales. Entre ambos grupos crece un sentido de acercamiento ecuménico.

Estos movimientos pentecostales y carismáticos interpelan a las Iglesias históricas. Frente a un tipo de estructura religiosa demasiado rígida y racionalista, expresada en dogmas, escrituras y normas, hay una búsqueda de una espiritualidad más experiencial, carismática, mística y entusiasta, más sensible a la corporalidad y a la dimensión afectiva, más abierta a lo comunitario, más popular, más sensible a la espiritualidad que a las estructuras religiosas. Hay una interpelación pneumatológica.

4.4 Evolución en la teología de la liberación

Aunque la pobreza no solo permanece sino que aumenta en América Latina, de modo que se pasa de explotados a descartados y sobrantes, el nuevo imaginario socio-eclesial afecta a la teología de la liberación. Esta se abre ahora a la teología indígena y afro, a un mayor protagonismo de las mujeres en la teología, a la reflexión ecológica, a una valoración positiva de la religiosidad popular. Surgen también interrogantes sobre la teología de los comienzos: ¿demasiado voluntarista, paternalista y androcéntrica? ¿un tanto ingenua en sus análisis sociales y políticos? ¿riesgo de milenarismo?

Pero, quizás, la mayor crítica sea su deficiente Pneumatología. La teología de la liberación que parte desde abajo, es un evento espiritual y suscita una verdadera espiritualidad, sin embargo, ha sido poco pneumatológica en su reflexión.

Por esto, en los últimos años, diversos teólogos y teólogas como J. Comblin, L. Boff, Mª Clara Luccheti de Bingemer, Mª J. Caram, D. Irarrázaval… han puesto las bases para una Pneumatología latinoamericana. Esta reflexión constata la actuación del Espíritu, no solo en las personas y en la Iglesia, sino en el mundo, en la creación y su evolución, en la historia y muy concretamente en los pobres. A través del clamor de los pobres, a través de su búsqueda de libertad, de dignidad y de palabra, de su lucha por la vida, actúa el Espíritu. El Espíritu actúa desde abajo y siempre en favor de los oprimidos, hace pasar de la muerte a la vida.

No se puede identificar al Espíritu meramente con los fenómenos extraordinarios (don de lenguas…), sino que el Espíritu se relaciona con el servicio, el amor, la alegría en las tribulaciones, la lucha por una vida digna, la solidaridad, el sentido de gratuidad y de fiesta, la oración y la esperanza, el seguimiento de Jesús a cada día. También se ve al Espíritu en estrecha relación con el clamor de la tierra por su liberación, en conexión con el respeto a la mujer (ecofeminismo). La dimensión religiosa y cultural de las tradiciones originarias es fruto del Espíritu, lo mismo que su rica religiosidad y espiritualidad popular. Surge un macro-ecumenismo que lleva a dialogar no solo con las diferentes Iglesias cristianas, sino también con las religiones originarias y con otras confesiones religiosas.

Naturalmente, esta Pneumatología que comienza a surgir desde abajo no es ingenua, y ve la necesidad de un serio discernimiento de los signos de los tiempos, siempre a la luz de la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.

Esta Pneumatología desde abajo deberá profundizarse desde el misterio Trinitario, desde un Padre que -al entregarnos a Jesús por amor- se empobrece; desde el Hijo que se anonada en la encarnación nazarena; desde el Espíritu que se oculta en la voz de los pobres y pequeños. La opción por los pobres está implícita no solo en nuestra fe cristológica (Benedicto XVI), sino también en nuestra fe pneumatológica en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

5 A modo de conclusión

La irrupción volcánica del Espíritu en América Latina -en torno a los años 60-70- nos ayuda a comprender que el Espíritu actúa desde abajo. Esta intuición se confirma a partir de la Escritura que nos revela al Espíritu presente, especialmente en momentos de crisis y caos, hace pasar del no ser al ser y de la muerte a la vida, suscita movimientos proféticos en defensa del derecho y la justicia, al servicio de los pobres y pequeños, unge a Jesús para evangelizar a los pobres.

Sin embargo, la Pneumatología tradicional ha estado más preocupada por cuestiones intratrinitarias y por temas meramente intraeclesiales, que por la presencia viva del Espíritu en la base de la sociedad y de la Iglesia. La teología de la liberación, muy sensible al clamor de los pobres, pero hasta hace poco con solo una Pneumatología incipiente, comienza ahora a integrar liberación y Espíritu, superando el riesgo del excesivo voluntarismo ético y completando la cristología y la eclesiología con una Pneumatología desde abajo que recoja la tradición bíblica y lo mejor de las corrientes proféticas de la Iglesia.

Esta Pneumatología se abre a los pobres, a las culturas, a las religiones, a los indígenas y afros, a las mujeres y jóvenes y, de un modo especial, a la problemática ecológica de la tierra y de todo el cosmos. Este Espíritu es el fundamento de la opción de Jesús y de la Iglesia por los pobres. Nos revela a una Trinidad que por amor se vacía hacia el mundo y quiere -desde los pobres- realizar su proyecto del Reino de filiación y fraternidad universal.

El nuevo obispo de Roma, Francisco, venido del fin del mundo y que ha vivido las opciones de la Iglesia latinoamericana, es quien hoy nos exhorta a salir a la calle, ir a las fronteras y reformar la Iglesia para que sea una Iglesia pobre y de los pobres. Esto actualiza y confirma la importancia de una Pneumatología desde abajo, pues el Espíritu es tradicionalmente “el padre de los pobres”.

Víctor Codina, SJ, Universidad Católica de Bolívia, Cochabamba. Texto original: español.

Bibliografía básica

BOFF, L, O Espiritu Santo, Vozes, Petrópolis 2013

CODINA, V, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, Sal Terrae, Santander (en prensa)

COMBLIN, J, El Espíritu Santo y la liberación, San Pablo, Madrid 1987

___________ O Espirito Santo e a tradiçao de Jesús, Nhanduti, Sâo Bernardo do Campo 2012

Para saber más

BINGEMER, Mª C, El amor escondido, Concilium, 342, Septiembre 2011, 63-76.

CARAM, Mª J, El Espíritu en el Mundo Andino, Una Pneumatología desde los Andes, Verbo Divino, Cochabamba 2012

CODINA,V, Creo en el Espíritu Santo, Santander 1994

____________No extingáis el Espíritu, Sal Terrae, Santander 2008

CONGAR Y-M, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983

DURRWELL, F.X, El Espíritu del Padre y del Hijo, Paulinas, Madrid 1983

EDWARDS, D, Aliento de vida. Una teología del Espíritu creador, Verbo Divino, Estella 2008

IRARRÁZAVAL, D, Conversión vivencial del Espíritu en Sudamérica, Concilium 342, septiembre 2011, 137-147

GUITÉRREZ, G, Beber en su propio pozo, CEP, Lima 1983

MÜHLEN, H, Espíritu, Secretariado Trinitario, Salamanca 1974

[1] Pablo VI, Audiencia general del 6 de junio de 1973; esta afirmación es recogida por Juan Pablo II en su encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem, 1986, n 2

[2] Espíritu en hebreo es ruah, de género femenino.

[3] No queremos entrar aquí en cuestiones más técnicas sobre el conflicto trinitario entre Oriente y Occidente en torno al tema del Filioque, ni en las modernas propuestas orientales sobre el Spirituque. Cfr V.Codina, No extingáis el Espíritu, Santander 2008, 229-241; V-Codina, Los caminos del Otiente cristiano, Santander 1997, 91-98

[4]              V.Messori, J.Ratzinger,Rapporto sulla Fede, Milano 1985; Y.M.Congar, El Espíritu Santo, l.c, 349-415, con bibliografía.;

Teología Moral

Índice

1 Lecciones de la historia

2 ¿Ética humana o moral religiosa?

3 Un doble planteamiento en la moral actual

4 La urgencia de un planteamiento científico

5 La búsqueda del mayor bien

6 Consciencia, tema central

7 El pecado y la culpa

8 El pecado social y las estructuras de pecado

9 Referencias Bibliográficas

1 Lecciones de la historia

No cabe duda que la Teología moral ha sufrido una fuerte devaluación en nuestro mundo actual. Muchas personas educadas en un ambiente cristiano han dejado de creer en las enseñanzas éticas recibidas. Durante mucho tiempo, sin embargo, tuvo una fuerte influencia entre los creyentes para orientar su vida concreta. Se consideraba como una manifestación explícita de la voluntad de Dios que la Iglesia podía interpretar y aplicar a las distintas situaciones. La promesa del Espíritu le otorgaba una firme garantía para que no se equivocara en sus enseñanzas. A los fieles no les quedaba otra alternativa que la obediencia y sumisión.

Es verdad que, aunque se fomentó su estudio en buenas Universidades bajo la enseñanza de grandes teólogos que nunca faltaron a lo largo de la historia, su interés se centró, sobre todo, en ayudar a los confesores para el ministerio de la reconciliación. El sacerdote manifestaba el perdón y la misericordia de Dios pero necesitaba también, como juez, el conocimiento exacto sobre la gravedad e importancia del acto cometido. La mayor parte de los textos de moral, hasta tiempos muy recientes, se habían convertido en verdaderos pecatómetros que medían con exactitud e imaginación todas las posibilidades existentes (casuística).

Esta orientación prioritaria no evitó, sin embargo, las múltiples discusiones que se han dado a lo largo de la historia sobre temas que hacían referencia a determinados planteamientos éticos. Basta recordar, por ejemplo, las diferentes maneras de armonizar las exigencias de la ley con las decisiones de la propia conciencia. Los llamados (sistemas morales) no hacen referencia, como podría parecer, a los grandes fundamentos de la moral, sino a la proporción diferente que se defendía entre la obligación legal y la libertad de cada persona para determinar su opción en las diferentes circunstancias. Aunque las acusaciones de otros tiempos nos parecen hoy superadas, no cabe duda que siguen teniendo su influencia para evitar o inducir hacia una visión más o menos rigorista (rigorismo).

Lo mismo ha sucedido con el núcleo básico de la moral. Es decir, cuáles son aquellas fronteras fundamentales que nunca se podrían traspasar (ley natural). Su existencia ha sido utilizada en bastantes ocasiones para imponer determinados comportamientos. Lo que pertenece a ese ámbito gozará de mayor consistencia, pero el peligro de ampliar sus límites ha sido también una realidad histórica. Hasta dónde llegan sus exigencias sigue siendo un planteamiento que no termina de aclararse por completo. Sobre todo, cuando entre los mismos autores clásicos no se llegaba a una misma explicación.

Para evitar un pluralismo que pudiera resultar peligroso para la comunidad eclesial, la Iglesia había encontrado en su magisterio un apoyo muy importante. La diferencia clásica entre ética y moral encontraba aquí su punto de partida. La moral tenía su origen en la palabra de Dios que la Iglesia, con una especial ayuda del Espíritu, tiene que interpretar e imponer con su autoridad en las diferentes situaciones históricas y personales. Mientras que la ética se basaba en las exigencias de la razón, que no ofrecía mayor seguridad y estaba sujeta a los errores humanos. Se indicaba, incluso, que sus propias conclusiones deberían subordinarse a los contenidos de la moral. La filosofía quedó relegada, durante mucho tiempo, a ser simplemente una ayuda para la fe. No en vano se la consideró como una esclava de la teología. No cabía otra respuesta que la obediencia y sumisión, pues el remordimiento y la amenaza de una condena constituían un resorte de extraordinaria eficacia.

Se hacía inevitable, por tanto, el planteamiento de un nuevo problema. Como seres racionales, debemos actuar con un convencimiento interior que justifique la conducta que adoptamos. Un esfuerzo de explicación racional para que nuestro comportamiento resulte sensato y comprensible. Pero, como creyentes, tampoco podemos eliminar nuestra dimensión trascendente que nos hace encontrar en Dios la explicación fundamental de nuestra vida. La escucha y docilidad a su palabra forma también parte de nuestros presupuestos éticos.

2 ¿Ética humana o moral religiosa?

El problema metodológico que entonces se plantea es saber dónde encontrar nuestro punto de partida. Si partimos de la razón para construir una ética humana, razonable, válida y universal para todos. O si es la revelación la que nos ha de garantizar, como creyentes, la firmeza y la seguridad plena de nuestra conducta. Excluimos ahora las posturas extremistas de los que niegan, por una parte, el recurso a la fe para defender una plena autonomía humana; y los que desean, por otra, recurrir solo a la palabra de Dios.

La ética secular sería un buen representante de la primera opción. Proclama y defiende la consistencia humana de las normas y deberes, sin valerse de otras justificaciones externas. En la divinidad se encontraba la respuesta a la ignorancia que impedía descubrir una fundamentación racional. La hipótesis de un Dios que revela o de una Iglesia que enseña con autoridad ha pasado al museo de la historia. El progreso científico ha certificado su muerte definitiva.

La respuesta protestante, por el contrario, defiende un radicalismo antagónico. Para el cristiano no cabe otra opción que una ética puramente religiosa. Solo se puede actuar con rectitud, cuando uno se hace oyente de la palabra para dejarse dirigir por el mensaje de la revelación. Cualquier otro intento de orientar la vida, mediante los valores humanos, llevará a un fracaso absoluto, ya que no existe en nosotros ninguna capacidad de descubrir el bien con nuestros propios medios. Ningún moralista puede usurpar el trono de Dios para determinar lo que es bueno y lo que resulta inaceptable, como si tuviera la misma competencia que solo a Él pertenece. Se da una manifiesta contradicción entre los imperativos éticos y las exigencias religiosas. A nivel religioso, la única categoría ética es la del absurdo, como la actitud desconcertante de Abrahán que, por obedecer a Dios, está dispuesto a sacrificar a su propio hijo.

No pretendo ahora explicar los matices existentes en ambas posturas. Solo quiero resaltar que, dentro del catolicismo, se ha defendido siempre una postura intermedia. La dimensión humana y religiosa no son dos realidades excluyentes ni contradictorias. Entre la fe y la razón se da una armonía complementaria, sin que ninguna pierda su valor y utilidad. Se pretende una ética que sea profundamente religiosa, sobrenatural y trascendente, pero que no deje de ser, al mismo tiempo, auténticamente humana, racional y comprensible.

3 Un doble planteamiento en la moral actual

El acuerdo sobre este presupuesto de base alcanza una plena unanimidad entre los autores católicos. Sin embargo, la insistencia y el énfasis que se ponga sobre cada uno de ellos dan lugar a un doble planteamiento, que se ha convertido hoy en un tema polémico dentro de la comunidad eclesial. Se trata de inclinarse hacia una ética autónoma, donde se subraya más la racionalidad de los contenidos éticos, o una moral de fe, en la que se da una mayor primacía a los datos de la revelación. El problema no es solo una cuestión especulativa, sino que preocupa por sus implicaciones pastorales.

En síntesis, podríamos decir que la ética autónoma tiene una mayor confianza en la capacidad de la razón humana, a pesar de sus limitaciones y condicionantes. Pretende hacer comprensibles los valores éticos en un mundo secular y adulto, que pide una explicación racional para su propio convencimiento. El creyente sabe que esa capacidad le ha sido dada como regalo de Dios (autonomía teónoma), pero sin que destruya su justificación humana. Mientras que la moral de fe manifiesta ciertas reservas hacia este planteamiento. Cree que es demasiado ingenuo y optimista, pues sin la ayuda de la revelación volveríamos a caer en muchos errores. Hay que reconocer que Juan Pablo II terminó siendo un entusiasta defensor de la primacía y necesidad de la fe, por encima de cualquier intento de fundamentación humana.

La pregunta, en el fondo, radicaría en saber si una moral es posible sin la fe, o si ésta añade contenidos éticos que no serían descubiertos sin la ayuda de la revelación. O dicho de otra manera, aceptar que los valores que humanizan a la persona, pueden o no pueden ser descubiertos sin ayuda sobrenatural. De la decisión que se tome ante esta alternativa se admitirá una moral específicamente cristiana, cuyos contenidos no se conocen desde otra perspectiva. O se reconoce, aunque no se tenga en cuenta la dimensión sobrenatural del creyente, que podemos encontrar una plataforma bastante común, patrimonio de todos los seres humanos.

Las divergencias inevitables no se basan solo en estos diferentes presupuestos. Todo valor ético es una llamada que sentimos para realizarnos como personas. Nacemos sin estar hechos, y no es posible alcanzar esa meta dejándose llevar por las pulsiones primarias que se experimenta. El ser humano, a través de las renuncias y gratificaciones que experimenta en su educación, tendrá que descubrir qué configuración desea darle a todos los elementos que encuentra en su naturaleza. La ética no es nada más que el estilo de vida que cada uno quiere darle a su existencia.

El mismo Santo Tomás, cuando explica en qué consiste la ofensa a Dios, lo hace desde una óptica profundamente humanista: “Dios no es ofendido por nosotros, sino en la medida que actuamos contra nuestro propio bien” (Suma contra los gentiles, III, 122).

4 La urgencia de un planteamiento científico

Quiero decir, que todo lo que en moral se considera inaceptable o, desde el punto de vista religioso, se cataloga como pecado, tampoco es, desde una perspectiva humana, la mejor manera de realizarse como persona.

Todo esto significa que no es posible una moral auténtica que no se apoye en presupuestos científicos, pues de lo contrario supondría la defensa de una moral sin fundamentación. La dificultad radica, entonces, en que no siempre la ciencia ofrece conclusiones unánimes para la valoración de una conducta. El campo de la bioética es un ejemplo manifiesto de esta dificultad. Como tampoco supone ningún descrédito que, con el avance y los nuevos descubrimientos de las ciencias, hayan de replantearse las soluciones aceptadas con anterioridad o darles una interpretación diferente para integrar las nuevas posibilidades.

En estas situaciones, existe el peligro de que la moral se convierta en un obstáculo para el mismo progreso, al condenar de inmediato cualquier nueva posibilidad que no se ajuste por completo a la enseñanza anterior. El conflicto surge, entonces, entre la fidelidad a un valor, tal y como se había presentado en la tradición, y la fidelidad  a una nueva verdad que va enriqueciendo lo anterior. La misma cultura, que va evolucionando con el tiempo, ofrece perspectivas diferentes para valorar cualquier realidad. Incluso, dentro de un mismo ámbito cultural, como el de la misma Iglesia, se han dado cambios significativos que repercuten en la formulación de la ética concreta. Durante muchos siglos se aceptó con naturalidad el fenómeno de la esclavitud; y casi nadie se escandalizaba de que los herejes fueran quemados en la hoguera.

Finalmente, existe hoy una doble forma de aplicar a la realidad algunos valores éticos. Lo que en teoría se presenta como un principio válido y aceptado, hay situaciones concretas en las que no se puede aplicar. Valores evidentes y aceptados, como no mentir, respetar la vida, pagar lo que cada uno se merece, etc., habrá que analizar si vale la pena cumplirlos, en la hipótesis de que provoque males peores. La misma moral tradicional, cuando una misma acción implicaba consecuencias buenas y negativas, afirmaba que, en caso de perplejidad, cada cual debía elegir el mal que le pareciera menor. El principio llamado del doble efecto, la ley de la gradualidad, la distinción entre cooperación material y formal, la virtud de la epiqueya… indicaban que no se puede valorar una acción mientras no se considere cómo se realiza en concreto.

5 La búsqueda del mayor bien

Hay que descubrir, por tanto, cuál es el valor superior, que hemos de buscar por encima de todo. O si para evitar alguna consecuencia negativa peor, habría que optar por la eliminación de algún bien. Esta moralidad concreta se busca hoy por un doble camino, a través de una argumentación deontológica, o por medio de un razonamiento teleológico. La diferencia entre ambas posturas podría sintetizarse de la siguiente manera. Una teoría normativa será deontológica cuando la moralidad de un comportamiento concreto se deduzca por el análisis de su propia naturaleza, sin darle ninguna importancia a las consecuencias o efectos negativos que pudieran derivarse de ella (Deontología). Mientras que la teleológica, por el contrario, aunque tenga también en cuenta la naturaleza de la acción, no se atreve a valorarla hasta no considerar las consecuencias que produce (Teleología).

No me parece que esta última, hacia la que se inclina hoy una mayoría de moralistas, vaya contra las enseñanzas fundamentales de la Iglesia, aunque la doctrina más oficial le ponga muchos reparos. Ni que con este planteamiento se caiga en una moral de la pura eficacia o de los beneficios inmediatos. Tampoco se niega la existencia de las llamadas acciones intrínsecamente pecaminosas, cuando no existe ninguna razón o motivo, que pudieran justificar su no cumplimiento. Pero también es cierto que no siempre coinciden en la misma valoración.

 6 Conciencia, tema central

A partir de su comprensión como el nucleus secretissimus atque sacrarium hominis, in quo solus est cum Deo (San Agustín), el Concilio Vaticano II define la doctrina de la conciencia:

“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo (Gaudium et spes, n. 16). ” (Gaudium et spes, 16).

Llamado a la comunión con Dios, el ser humano está en permanente  escucha -de su Palabra y la conserva en su corazón (Jr 17,1; 31,31-34; Ez 14,1-5; 36,26), cuyo único habitante es Dios (Jr 11, 20). El Evangelio de Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11, 28-30), germina en lo más íntimo de la persona  (Mt 13, 19). De este núcleo brotan las palabras, las actitudes y comportamientos humanos (Mc 7, 18-23). El apóstol Pablo interpreta la tradición semítica del corazón y la traduce en la noción griega de conciencia (syneidesis) como la expresión interior de la nueva criatura y de su existencia en Cristo (Hb 9, 12).

La llave de la compresión de la moral Cristiana es el discernimiento (dokimázein): la capacidad de tomar, en una situación dada  una decisión moral según el Evangelio y con el conocimiento de las implicaciones de la historia de la salvación. El discernimiento apunta al carácter pneumatológico de la conciencia. El contenido primario del discernimiento cristiano es la voluntad de Dios en Jesucristo (Rm 12,2; Ef 5, 17). El discernimiento es el propio ejercicio de la conciencia, es la conciencia moral adulta en acción (Hb 5,14). La Iglesia se presenta como una comunidad de discernimiento: “que puedas discernir lo que es mejor o lo que es bueno, lo que es más importante o lo que más conveniente y agradable a Dios” (Rm 2, 18; 12, 2; Fl 1, 10; Ef 5, 10). Esta perspectiva es el fundamento del sensus fidelium. “Los fieles laicos deben ser concientes no solo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 899). Todo bautizado tiene el derecho, en razón de su propio conocimiento, competencia y reconocimiento, de manifestar a la comunidad eclesial su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia.

La libertad de conciencia tiene la última palabra al respecto de las prescripciones morales concretas de la Iglesia. Cada fiel, siendo interpelado por su conciencia, por la Palabra de Dios y por la Tradición está llamado a asumirse haciendo la elección ética de forma responsable. Nadie puede ser forzado a actuar contra la propia conciencia ni siquiera en asuntos relacionados a la religión (Código de Derecho Canónico, 748, 2): “La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1778 – citado del Cardenal Neumann). La decisión personal adquiere así un relieve extraordinario (Decisión moral). Solo la propia (conciencia) tiene la última y definitiva palabra para la moralidad de nuestras acciones, pero sin olvidar tampoco la validez y obligatoriedad de las normas éticas (Norma moral).

Se podría decir que para el legalista, la norma conserva siempre su validez, como el camino más seguro para no equivocarse. El antinomista, por el contrario, anula su validez para seguir los dictámenes de su decisión personal (Ética de situación). Mientras que la persona madura acepta, por una parte, la obligatoriedad de las exigencias éticas, pero sabe también subordinarlas cuando se enfrenta también a otros valores más importantes, con tal de que tales acciones no se consideren intrínsecamente pecaminosas, como ya hemos dicho.

Esta visión personalista de la conciencia integra armoniosamente la dialéctica entre la doble dimensión objetiva y subjetiva de la moral, sin caer en los extremismos de una moral legalista o de una ética subjetiva. Una pedagogía de la moral debería consistir en despertar conciencias libres y responsables, que se dejen conducir siempre por la llamada del mayor bien.

7 El pecado y la culpa

Como ha sucedido también con otros temas, la imagen del pecado ha sufrido un cambio profundo en nuestra sociedad. La misma Iglesia, en algunos de sus documentos, ha manifestado su preocupación. También aquí son muchos los factores que han provocado esta situación, como puede verse en la Exhortación Apostólica sobre la Reconciliación y la Penitencia, de Juan Pablo II. Apunto con brevedad tres aspectos que me parecen importantes.

El primero, sin duda, es la pérdida de la visión sobrenatural. Lo terrible de un accidente no es que el coche haya quedado destrozado, sino la vida que se perdió entre sus restos. Pecar no es simplemente quebrantar una ley, o no cumplir con una obligación, sino que implica la ruptura de una amistad con el Dios que nos salva. Cuando esa dimensión trascendente se difumina, como acontece en nuestras sociedades secularizadas, la imagen del pecado también desaparece (Pecado).

Incluso son muchos los que no quieren reconocer la propia culpa, como si fuera una decisión que brota de la propia (libertad). El error y la equivocación forman parte de nuestro patrimonio, como una consecuencia inevitable de nuestra finitud. La falta, sin embargo, no se debe a la libertad de quien así actúa, sino que constituye un fallo del que nadie puede sentirse responsable. Es un acontecimiento que molesta y duele, porque afecta a las fibras más íntimas de la personalidad pero, sobre el ser humano, aunque cometa el mal, no es posible lanzar ninguna condena acusatoria. Nadie elige algo en su contra y, por eso, cuando rechaza a Dios o resiste a la llamada de un valor ético, es por haber encontrado otra atracción por la que se siente inevitablemente seducido, sin otra posibilidad de elección.

Aunque parezca extraño, no es fácil una prueba evidente de nuestra libertad. El que se empeñe en negarla verá, detrás de cada elección, el mundo de ciertas experiencias, presiones, recuerdos, intereses, expectativas, etc., que inclinan la balanza hacia un lado de manera inevitable. La hipótesis de su existencia, sin embargo, no es un dato anticientífico. Los múltiples mecanismos que la amenazan no tienen por qué destruir la capacidad básica de autodeterminación. Pero tampoco hay que defenderla con una excesiva ingenuidad. Son muchos los factores que la condicionan, aunque no la eliminen. Es posible que, a veces, queramos y no podamos, pero lo más normal es que podamos y no queramos. La libertad es también una conquista, que cada persona ha de realizar con su esfuerzo (Libertad).

La persona que no ha querido responder a la llamada de un valor que lo deshumaniza, o como creyente se ha cerrado a la amistad con Dios, es lógico que experimente por dentro un cierto malestar. El fracaso de un proyecto humano o religioso, aunque no sea absoluto y definitivo, tiene que producir ciertas reacciones interiores que no la dejan tranquila e inmutable, como si nada hubiera pasado. La culpabilidad, como el dolor o la fiebre en los mecanismos biológicos, hace sentir el mal funcionamiento de la persona y el deseo de una curación eficaz.

Este sentimiento de culpa podría estar provocado por diferentes factores. Una sensación de angustia por el temor a una pérdida, o por el miedo a un castigo. Lo que duele no es el mal hecho, sino las malas consecuencias que de él se derivan. En otras ocasiones, es la herida que causa el propio narcisismo. Es un hecho que destruye el yo ideal, que humilla y destroza, con un remordimiento que se hace compañero constante del camino. Cuando, en su naturaleza más profunda, radica en la pena por haber atentado contra mi propio bien, provocado un daño a los demás y, sobre todo, haber roto mi amistad con Dios (Culpa).

8 El pecado social y las estructuras de pecado

El concepto de pecado se había analizado siempre con una visión demasiado individualista. Lo importante era no sentirse culpable de la actuación individual. Si a pesar de la propia honestidad continúa existiendo el pecado, semejante situación será entonces producto de las otras personas, que colaboran con el mal existente. Un planteamiento como éste se hace por completo incomprensible en nuestra cultura actual donde la dimensión política alcanza un relieve extraordinario.

El Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno había desenmascarado con claridad esta postura: “La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista” (n. 30).

El pecado social es una realidad evidente, como han subrayado los obispos latinoamericanos del CELAM. El documento de Medellín (1968) afirma que “cuando se habla de una situación de injusticia nos referimos a las realidades que expresan una situación de pecado” (Medellín, doc. Paz, n. 1). El documento de Puebla (1979) constata que existen mecanismos perversos que provocan y sustentan una situación de pecado (Puebla, n.1135) y que existe un “sistema marcado por el pecado” (n. 92). Existen, además, “estructuras creadas por los hombres en las que el pecado de sus autores imprime su marca de destrucción” (n. 281). De manera contundente, afirma: “Son muchas las causas de esta situación de injusticia, sin embargo, en la raíz de todas ellas se encuentra el pecado, tanto en su aspecto personal como en las propias estructuras” (n. 1258).

También Juan Pablo II denunció que el mundo contemporáneo vive bajo el dominio de un sistema basado en “estructuras de pecado” (Sollicitudo rei socialis, n. 36-37). El Papa Francisco llama la atención para la innegable actualidad de las palabras de su antecesor: “Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor” (Evangelii Gaudium, n. 59).

La reflexión fundamental podría centrarse en torno a esta pregunta básica: ¿Cuál ha de ser la actitud ética y cristiana de la persona consciente de su compromiso, frente a las injusticias y pecados sociales que no dependen de ella ni podrá eliminar? En esa dirección, Papa Francisco apunta la esencia de la moral cristiana que debe inspirar actitudes morales concretas: “Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro” (Evangelii Gaudium, n. 39).

Eduardo López Azpitarte, SJ. Facultad de Teología, Granada, Espanha.

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Antiguo Testamento

Índice

1 Panorama histórico-literário

2 Panorama teológico-literario

2.1 Muchas teologías en el Antiguo Testamento

2.2 Dos Antiguos Testamentos

2.3 Actual división de los libros del Antiguo Testamento

3 Torá o Pentateuco

4 Libros históricos

4.1 Obra histórica deuteronomista y libro de Ruth

4.2 Obra histórica del Cronista

4.3 Novelas edificantes y libros de aventura

5 Libros sapienciales y libros poéticos

6 Libros proféticos

6.1 Profetas no-escritores y profetas escritores

6.2 Profetas mayores y profetas menores

6.3 El mensjae de los profetas

7 Aniguo Testamente y Palabra de Dios

8 Referencias Bibliográficas

1 Panorama histórico-literario

Dios se revela en la historia no solamente por las palabras sino también, y principalmente, por los hechos. Es por eso que el discurso de Dios está:

  1. Situado y encarnado en un tiempo y una sociedad, en un lenguaje y en una cultura
  2. Es progresivo, es decir, dispersado en el tiempo hasta encontrar su plenitud en Cristo
  3. Mantiene estrictamente unidas la historia y la Palabra, de tal forma que la Palabra de Dios hace la historia, dirigiéndola e interpretándola

 El Antiguo Testamento llevó aproximadamente mil años para ser escrito. A cada nueva situación histórica, los hechos del pasado y del presente son releídos, reinterpretados y recontados. Por eso, es necesario puntualizar algunos acontecimientos importantes y, en este arco de tiempo, situar el proceso de formación de los libros bíblicos. En esta línea de tiempo, todas las fechas son anteriores a la era cristiana o común (es a.C.).

    • 1000-931: Imperio davídico-salomónico.
    • 931: muerte de Salomón. Separación de los dos reinos hermanos e inicio de una historia paralela: Norte (Israel o Efraim) y Sur (Judá).
    • 883: resurgimiento de Asiria como gran potencia militar.
    • 722 (o 721): invasión de Asiria y destrucción del reino Norte (Israel/Efraim).
    • 722/721-586: historia del único reino independiente, el Sur (Judá).
    • Gradual debilitamiento de Asiria y resurgimiento de Babilonia.
    • 640-609: reinado de Josías (reforma política y religiosa).
    • 597: primera deportación para Babilonia.
    • 586: invasión de Jerusalén por los babilónicos, destrucción del Templo, segunda gran deportación para Babilonia e inicio del período llamado de “exilio”.
    • 586-537: exilio en Babilonia.
    • 555: inicio de la campaña de Ciro, rey de los medos y de los persas.
    • 539: entrada victoriosa de Ciro en Babilonia.
    • 538: edicto de Ciro, autorizando a los judíos deportados a retornar a Jerusalén.
    • 537: inicio del período de reconstrucción de Jerusalén y del Templo.
    • 333: Alejandro el Grande conquista el Antiguo Oriente Próximo (Oriente Medio).
    • 323: muerte de Alejandro el Grande en Babilonia; división de su imperio entre los diádocos.
    • 167-164: Antíoco IV Epífanes inicia un proceso de helenización forzada.
    • Revuelta dos Macabeos: guerra, persecución y mártires.
    • 63: Roma conquista  Oriente Medio.
    • 40-4: Reinado de Herodes el Grande.
    • 6 (¡a.C.!): Nacimiento de Jesús.

De todas estas fechas, la que mayor impacto tuvo en la historia y en la literatura el AT es el año 586, que marca el inicio del período del exilio.

En términos de la historia civil y política, el exilio marca el fin de la monarquía y de la independencia. No solo eso, sino que también la religión se ve afectada y, en consecuencia, los textos que luego formarán la Sagrada Escritura.

A cada nuevo acontecimiento importante, una nueva etapa de la historia de Israel/Judá. Los hechos del pasado se vuelven a contar y a explicar a la luz de una nueva situación social, histórica y política, para dar sentido al presente y abrir la esperanza hacia el futuro.

Desde los tiempos del imperio davídico-salomónico hasta los tiempos de la reconstrucción post-exilio (períodos asirio, babilónico y persa) surgen y son fusionadas diversas tradiciones orales y escritas. El resultado es la obra historiográfica-legislativa del Pentateuco (también llamado Torá), un relato más o menos linear de los orígenes (creación, caída, diluvio) de los patriarcas (Abrahan, Isaac, Jacob-Israel, José y sus hermanos), del éxodo y de la travesía por el desierto.

Otra tradición historiográfica asume la tarea de narrar los eventos desde la conquista de Canán hasta el exilio, pasando por el período de los jueces, de la monarquía unida y de los reinos divididos.

Con la consolidación de la monarquía se consolida también la profecía que dura hasta los años de la reconstrucción y tal vez más allá de ella. No todos los profetas son conocidos por su nombre, ni todos ellos escribieron. Sin embargo, muchos de los mensajes de estos mensajeros divinos fueron conservados gracias a una intensa actividad literaria, emprendida por ellos mismos y por sus discípulos.

Los cambios históricos y políticos tanto en la sociedad de Judá, como en el escenario internacional, llevan a una gradual desaparición de la profecía, dejando espacio para otros dos movimientos literario-religioso de extrema importancia y vitalidad: la tradición apocalíptica y la tradición sapiencial.

La apocalíptica impregna ya algunos de los libros proféticos canónicos. Pero su principal producción literaria no pertenece al canon bíblico. De forma diferente, la tradición sapiencial fue ampliamente abrazada por el canon con escrituras que reflejan el sentido de la existencia humana.

Las escrituras de las diversas tradiciones poéticas también fueron asumidas al canon del AT.

Igualmente tradiciones historiográficas de menor envergadura, que produjeron novelas edificantes y libros de aventuras, todos ellos reflejando los desafíos que las circunstancias sociales e históricas impusieron a las comunidades del pueblo de Dios, no sólo en Jerusalén, sino también fuera de Judea/Palestina.

2 Panorama teológico-literario

2.1. Muchas teologías en el Antiguo Testamento

Cada uno de los libros que tenemos hoy llevaron mucho tempo para llegar a su forma actual y, en la mayoría de los casos no fue la obra de una sola persona. Por eso, es necesario hablar no de “teología”, y sí de “teologías” del Antiguo Testamento: la teología de la llamada “escuela deuteronomista” es diferente de la teología de un grupo normalmente llamado “javista”; la teología de Job es totalmente diferente de la teología de Sirácida (Eclesiástico).

2.2. Dos Antiguos Testamentos

Un conjunto de libros que forman lo que normalmente llamamos de “Antiguo Testamento” ya estaba completo antes del año 200 a.C.. Por haber sido escrito en hebreo (una mínima parte en arameo) es llamado de “Biblia Hebraica” y consta de tres divisiones: Torá (Ley), Nebi’îm (Profetas), Ketubîm (Escritos). Es comúnmente llamado de TaNaK (palabra formada por la primera letra del título de cada parte).

Alrededor del año 180 a.C., fue realizada la traducción de la Biblia Hebrea al griego. Pero ésta no fue solamente una traducción: hubo también adaptaciones e inclusiones, tanto de las partes como de los libros enteros. La traducción griega es conocida como “Setenta” o “Septuaginta” y es indicada por la letras LXX (setenta en algoritmos romanos).

Por lo tanto, entre la Biblia Hebrea y la LXX hay varias diferencias más allá de la lengua: ambiente histórico, social, político, geográfico; adaptaciones y aumentos, libros nuevos en la LXX (no todos en el canon de nuestras Biblias), agrupamientos y orden de los libros.

Las biblias católicas se diferencian de las biblias protestantes/evangélicas porque, además de los libros de la Biblia Hebraica, incluyen también algunos de los libros nuevos que fueron incorporados en LXX. Ellos son:  Baruc, Eclesiástico (Sirácida), Sabeduría, Tobias, Judith, 1 e 2 Macabeos. También los libros de Daniel y Ester recibieron adiciones, que están presentes en las biblias católicas, pero no en la biblias protestantes/evangélicas.

Debemos finalmente recordar que la LXX contiene también una serie de libros que no fueron asumidos por el canon cristiano católico: 3 y 4 Macabeos, Odes, Salmos de Salomón y 4 Esdras.

2.3. Actual división de los libros del AT

En nuestras ediciones de la Biblia, el orden y el agrupamiento de los libros no sigue exactamente a la Biblia Hebrea ni al LXX. Sino que, con anterioridad, los libros fueron agrupados y secuenciados en función de varios criterios, tales como la importancia del libro o del bloque de libros y la cronología de los eventos narrados.

En las ediciones cristianas de la Biblia es posible distinguir los siguientes grupos:

  • Torá (= Ley) o Pentateuco
  • Libros históricos
  • Libros sapienciales y libros poéticos
  • Libros proféticos

3 Torá o Pentateuco

Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio forman un complejo narrativo-legislativo. Bajo el aspecto narrativo, se relata una historia lineal: los orígenes del mundo y de la humanidad (Gn 1–11), la historia de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacobo (Gn12–36), la historia de José (Gn 37–50), el éxodo de Egipto (Ex 1–15), la Alianza en Sinaí y la travesía del desierto (Ex 16 – Nm 21), campamento en Moab y los últimos eventos antes de entrar a la Tierra Prometida (Nm 22 – Dt 34).

Bajo el aspecto legislativo, los cinco primeros libros de la Biblia contienen un amplio conjunto de códigos legislativos insertados en la narrativa linear anteriormente descripta. Se destacan: el Decálogo (Ex 20,2-17, reelaborado en Dt 5,6-21); el Código de la Alianza (Ex 20,22–23,19); la Ley de la Santidad (Lv 17–26) y el Código Deuteronómico (Dt 12–26).

Este complejo narrativo-legislativo fue madurado largamente y fue compuesto con materiales provenientes de varios grupos, ideologías y épocas. Desde el siglo XVIII surgieron varias opiniones sobre la formación del actual Pentateuco, sin embargo fue la teoría documental de Julius Wellhausen la que se impuso desde la mitad del siglo XIX. Según esta teoría, el texto actual del Pentateuco es el resultado de la fusión de cuatro fuentes en un conjunto más o menos armonioso. Estas cuatro fuentes son:

    • Javista (J): desde Gn 2,4 llama a  Dios de “Javé”. El  lugar, sin dudas, es Jerusalén (reino Sur), pero su fecha es discutible: ¿en el siglo X a.C., durante el reinado de Salomón, o en el siglo VII a.C., bajo Josías, o también en el siglo VI a.C., más cerca del fin de la monarquía?
    • Eloísta (E): llama a Deus de “Javé” solamente después del Ex 3,14. Antes  de esto, Deus es llamado de “Elohim”. Entre los siglos IX y VIII a.C., en el reino Norte.
    • Sacerdotal (P, del alemán, Priestercodex): se preocupa principalmente con aspectos rituales. Durante el exilio en Babilonia (587-537 a.C.) y  poco después.

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  • Deuteronomista (D): compone el libro del Deuteronomio como introducción a la obra historiográfica que viene a continuación (Obra Histórica Deuteronomista). Varios estratos redactados, reflejando los diversos momentos de la historia de Israel (el período asirio, el período babilónico, el exilio, el período persa).

 

Cada una de ellas refleja el período histórico y la ideología religiosa. Ninguna de ellas tiene la intención de escribir un relato periodístico, y sí una historia teológica (catequética), desde sus orígenes hasta las vísperas de la entrada en la Tierra Prometida.

A pesar de las críticas, revisiones y correcciones, la teoría documentaria de Wellhausen continuó soberana hasta la década de 1970, cuando sus presupuestos básicos fueron fuertemente cuestionados. Desde ese entonces, se buscaron otras explicaciones para la composición del Pentateuco. Fueron tres las tendencia de estas nuevas explicaciones:

    1. Rechazar totalmente la lectura diacrónica (método histórico-crítico) y, teniendo como base las teorías literarias recientes, asumir únicamente la lectura sincrónica.
    2. Asumir una fecha reciente de los textos del Pentateuco y, de esta forma, eliminar las fuentes más antiguas de la teoría documental, es decir, la Javisa e la Eloista.

Substituir el modelo de los “documentos” por el de las redacciones o reelaboraciones sucesivas, lo que lleva a varios modelos, muchas veces fragmentados.

No es raro que se vuelva de un modo u otro a las intuiciones de Wellhausen, aún que apenas sea de forma conceptual. Se habla, por ejemplo, de un “Proto-Pentateuco pre-sacerdotal”, de un “sacerdotal básico”, de un “Deuteronomio deuteronomista”, de las relecturas “post-deuteronomistas” e “post-sacerdotales”. En el rastro de las lecturas sincrónicas, se habla de Hexateuco” (de Gn a Js, de la creación a la conquista de la Tierra), así como de Eneateuco (de Gn a Re, de la creación a la pérdida de la Tierra).

Esta multiplicidad de opiniones muestra la complejidad de la cuestión sobre la formación del Pentateuco y cuan lejos estamos de un nuevo consenso sobre una explicación que, como la teoría documentaria clásica de Wellhausen, constituya un paradigma que se imponga por su solidez y aplicabilidad.

4 Libros históricos

El término “histórico” debería estar entre comillas, ya que el concepto que los autores bíblicos tenían de la obra historiográfica era muy diferente de lo que tenemos hoy.

4.1. La obra Histórica Deuteronomista y el libro de Ruth

Josué, Jueces, 1-2 Samuel y 1-2 Reyes cuentan de forma lineal una historia compleja y llena de vueltas y enredos: desde la conquista de la Tierra Prometida hasta su pérdida. En la Biblia Hebrea estos libros son llamados “Profetas Anteriores”. Se trata de una obra historiográfica – la obra histórica Deuteronomista (OHD) – que recoge el material de otros escritos (normalmente, registros de la corte) y también material inédito.

Normalmente se habla de varias camadas de redacción, fusionadas durante aproximadamente doscientos años (entre 650 y 450 a.C). La autoría es atribuida a la llamada “escuela deuteronomista”  o simplemente “ el deuteronomista”. Este nombre se debe al hecho de que el libro del Deuteronomio funciona como un portal de entrada para la historia narrada que sigue y también ofrece los criterios para juzgarla.

El período de la historia de Israel está cubierto por la OHD que comienza con la confederación de las tribus (Josué), pasa por la conquista de la tierra (Jueces) y por la monarquía unida (Samuel) y termina con la separación de los reinos y la destrucción de cada uno de ellos (Reyes). Es un relato desde la perspectiva religiosa y tiene la finalidad de mostrar que la historia se va deteriorando siempre más, hasta llegar al límite de la infidelidad, no dejando a YHWH alternativa, excepto una catástrofe para castigar al pueblo y, de esta manera, purificarlo. Así, la OHD quiere no solamente explicar por qué YHWH castiga su pueblo con el exilio, sino también puntualizar los caminos para superar la crisis y reconstruir la comunidad, de esta vez fiel a la Alianza.

De esta forma se desarrolla la historia en la OHD:

    • Deuteronomio: la sociedad ideal, según la Ley de Yhwh.
    • Josué: El pueblo fiel, cumplidor de la Alianza y de la Ley.
    • Jueces: Fidelidad e infidelidad se alternan en un ciclo continuo: (a) pecado; (b) castigo; (c) arrepentimiento; (d) liberación.
    • 1-2 Samuel y 1-2 Reyes: Infidelidad institucionalizada: el primero a ser infiel es el rey.

Las ediciones cristianas de la Biblia siguen a LXX e insertan el libro de Ruth entre Jueces y Samuel. Rut[1] es la bisabuela del rey David y, para preparar la entrada en escena de este gran rey de Israel, la novela que cuenta la edificante historia de Ruth es incluida antes del libro que narra el pasaje del período de los jueces para el período de la monarquía.

4.2.  La obra Histórica del Cronista

Un conjunto de cuatro libros es atribuído a un autor comúnmente denominado “cronista”, una vez que los dos primeros libros de su obra reciben el nombre de “Crónicas”. Estos dos textos vuelven a relatar lo que ya fue contado en los libros de la Torá y de los Profetas Anteriores (Obra Histórica Deuteronomista) a la luz de la nueva situación vivida por la comunidad judaica en el período del Segundo Templo. Esta relectura de la Ley y de los Profetas Anteriores termina con el decreto de Ciro autorizando la vuelta para Jerusalén de los judíos deportados en Babilonia. Un versión ligeramente modificada de este decreto inicia el libro de Esdras, dando a entender que todo el relato de las Crónicas funciona como un resumen que prepara los dos libros siguientes, Esdras y Neemias, que cuentan las diferentes etapas de la repatriación, de la reconstrucción de los muros y del templo de Jerusalén, de la restauración del culto y de la reorganización de la comunidad.

4.3. Novelas edificantes y libros de aventura

Completando la serie de libros narrativos del Antiguo Testamento, las ediciones cristianas de la Biblia presentan libros que llenan el período de tiempo que cubre la dominación persa, la dominación greco-helénica y los preanuncios de la dominación romana.

El libro de Ester llegó hasta nosotros en dos versiones –  hebrea (más corta) y griega (más larga) – y narra la historia de una judía deportada que, como un “José femenino”, llega al poder en Persia y su acción es decisiva para salvar su pueblo.

Las biblias católicas incluyen también libros escritos en griego: Tobías, Judith y 1-2 Macabeos.

Tobías es una narración popular, una novela edificante que cuenta las peripecias de un judío fiel en medio de las dificultades y peligros que serán enfrentados en tierra pagana. Gracias a su rectitud ética, el protagonista – Tobías – experimenta la acción salvadora de la providencia divina.

Judith es también una novela popular, aunque de tipo heroico: una comunidad judía perseguida se debilita y pierde la esperanza. Entonces surge una viuda, Judith (“la judía” por excelencia), que fortalecida por su fe, arriesga la propia vida y salva su pueblo. Como una Ester de la periferia y armada con una espada, Judith encarna la confianza en las promesas de Dios y derrota al enemigo poderoso y ambicioso.

Ester, Tobías y Judith son, entonces, relatos ejemplares por medio de los cuales el judaísmo transmite sus convicciones sobre la identidad del pueblo judío, del comportamiento a ser asumido en las crisis y la fidelidad frente al impacto causado por el helenismo.

En esta misma línea de fidelidad guerrera se presentan los libros canónicos de los Macabeos, con relatos de los episodios ambientados en el período de la helenización forzada emprendida por Antíoco IV Epifanes (175-164 a.C.). El primer libro es un relato de héroes: una familia de judíos piadosos se niega a aceptar la imposición religiosa e inicia una guerra contra los denominadores helenistas y la aristocracia judaica que había adherido al imperialismo cultural y religioso.

El segundo libro (probablemente anterior al primero) es más religioso, refleja el sentimiento de los judíos piadosos y  describe los testimonios de fe de los que, aun frente a la guerra, la persecución y la muerte, no reniegan de la religión judía. El libro trae escenas de martirio y también de feroces batallas. 2 Macabeos elabora una teología de la historia y también una explícita profesión de fe en la inmortalidad y en la resurrección de los justos.

5 Libros sapienciales y libros poéticos

Los libros sapienciales propiamente dichos son cinco: Proverbios, Job, Qohélet (Eclesiastes), Sirácida (Eclesiástico) y Sabuduría. El Cantar de los Cantares y Salmos son libros poéticos.

La búsqueda de la sabiduría y del sentido de la vida no fue un fenómeno exclusivo del pueblo bíblico ni iniciado por él. Se trata más bien de una indagación común presente también en las culturas vecinas (Egipto, Mesopotamia, Ugarit). La palabra “sabiduría” abarca no solo los conocimientos científicos, sino también y principalmente, la capacidad de encontrar las soluciones adecuadas para todo tipo de problema: agricultura, economía, relacionamientos sociales, familia, etc.

Los libros sapienciales bíblicos pueden ser leídos e interpretados sobre el paño de fondo de la llamada “Teología de la Retribución”. Se trata de una doctrina que puede ser esquematizada de la siguiente forma:

  • justo = sabio = bendecido (rico, saludable, feliz)
  • injusto = insensato = maldito (pobre, enfermo, infeliz)

En otras palabras, ¡el que las hace, las paga!

Sin embargo, los autores bíblicos no son unánimes sobre la validez de esta creencia. A la pregunta “¿la Teología de la Retribución funciona?”, la respuesta encontrada en los libros sapienciales bíblicos es:

  • Proverbios y Sirácida: “¡Sí, funciona! ¡Y la vida humana tiene sentido!”
  • Job y Qohélet: “¡No, no funciona! ¡Y la vida humana no tiene sentido!”
  • Sabiduría: “¡Funciona, pero sólo en la vida después de la muerte! ¡Es el sentido de la vida humana está en la felicidad extraterrena!”

En las ediciones cristianas de la Biblia, entre los libros sapienciales están dos libros poéticos: Salmos y El Cantar de los Cantares.

En la Biblia Hebrea, el libro de los Salmos es denominado Tehillim, es decir, alabanzas . El título “salmos” viene de la LXX, que lo denomina Psálmoi, es decir, cantos para ser ejecutados al sonido de un instrumento de cuerda, que en griego se dice psaltérion. Este último término griego pasó a designar a todo el libro, como una colección de himnos, alabanzas y cantos. Sin embargo, en realidad, el libro es una colección de colecciones: 150 piezas literarias de varios tamaños, índoles, estilos y géneros (súplicas, lamentaciones, poesías doctrinales, himnos y alabanzas).

El Cantar de los cantares es también una recopilación de poesías o cantos de amor, en los que se concentran las diferentes fases del deseo y de la pasión: la descripción de la persona amada, la nostalgia, el anhelo, el placer, etc. El Cantar elabora una teología del amor humano: más que un sentimiento, el amor es una realidad intrínsecamente buena y que se justifica a sí misma, que es un fin en sí misma. Es así, porque el amor humano se inspira en el amor divino y es parábola de él, pues revela como Dios nos ama: con pasión, ansiedad, alegría, placer y furia.

6 Libros proféticos

La palabra profeta viene del griego pro-fetés que significa  “alguien que habla en lugar del otro”, el portavoz. En este sentido, varios personajes son eventualmente llamados de profetas en la Biblia: Abraham, Moisés, David. Sin embargo, el termino es más adecuadamente aplicado a los hombres y mujeres que asumen el papel de mediadores entre Dios y la raza humana.

El fenómeno de la profecía no es exclusivo de Israel. En el mundo antiguo, así como hoy, es fácilmente confundido con la capacidad de mirar el futuro y prever los acontecimientos. Pero no es ésta la única ni la principal actividad profética. La nomenclatura en la Biblia Hebrea es fluida y deja ver una evolución en el concepto de lo que significa actuar como mediador: vidente, visionario, hombre de Dios, profeta. Aun más, señala también una evolución de los medios de comunicación: visiones, éxtasis, posesión y trance; palabras y oráculos.

Los profetas bíblicos, por lo tanto, no deben ser confundidos con adivinadores del futuro. Ellos no ven el futuro, pero sí el presente: observando las estructuras sociales y el comportamiento individual de las personas, el profeta emite un juicio, si aquella sociedad/persona camina de acuerdo con la Ley de YHWH o no. En caso afirmativo, aquella sociedad/persona puede tener esperanzas; en caso negativo, lo que se prevé es la catástrofe.

6.1 Profetas no-escritores y profetas escritores

En términos literarios, los profetas pueden ser divididos en dos grupos: los profetas no escritores y los profetas escritores o clásicos.

Como el propio nombre lo dice, el término “profetas no-escritores” designa los profetas a los que no le fueron atribuidos libros en la Biblia. Hay una larga lista de profetas no escritores, cuya actividad está principalmente descripta en los libros de Samuel y Reyes. Los más importantes son Elías y Eliseo; pero también: Natán, Gad, Aias de Silo,  Miqueias ben Yemla, Hulda (mujer), entre otros. Y, es claro, el propio Samuel que es calificado como “ el último juez y el primer profeta”.

Los profetas escritores (o profetas clásicos) constituyen el grupo más famoso; sin embargo, no forman el grupo más numeroso. En la Biblia Hebrea, son apenas quince libros proféticos: los tres mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel) y los doce menores (Oseias, Joel, Amós, Abdias, Jonas, Miqueias, Naum, Habacuc, Sofonias, Ageu, Zacarias, Malaquias). Pero las ediciones cristianas siguen el arreglo de la Biblia Griega (LXX): después de Jeremías, se incluyen los libros de Lamentaciones y de Baruc; después Ezequiel, el libro de Daniel, con las adiciones griegas.

6.2 Los Profetas mayores y los profetas menores

La calificación de “mayores” y “menores” no se debe a la importancia ni al período de actuación de esos profetas. Es motivada única y exclusivamente por el tamaño de los libros y, por eso, debería ser rechazada. En lugar de  “profetas menores”, lo más correcto es hablar de “el libro de los Doce Profetas”.

Se quedaron fuera de la lista arriba: Baruc y Daniel. Baruc es un profeta cuyo libro se encuentra solamente en la LXX y que por algunos es identificado con su tocayo Baruc, el secretario de Jeremías. En cuanto a Daniel, su libro es un apocalipsis y por eso en la Biblia Hebrea está entre los “Escritos”.

Cuando se habla de “literatura profética”, es obvio que se habla de profetas escritores. Pero cada uno de los libros proféticos de nuestras biblias tiene una historia narrativa bastante compleja. En primer lugar, el orden de los libros no es equivalente al orden cronológico en el que actuaron los profetas: Oseias es posterior a Amós y, sin embargo, el libro de Amos fue puesto después de los libros de Oseias y de Joel (cuyo período de actividad aun causa polémicas). Segundo, hay también cuestiones referentes a la autoría de los libros proféticos. Malaquías, por ejemplo, es una palabra que significa “mensajero de Yhwh”: se trata de un nombre prácticamente inventado para atribuir a él el último libro de los Doce Profetas. Y hay también trechos en Isaías y en Zacarías (además del propio Malaquías) cuyos verdaderos autores son anónimos, sin hablar de Jonas, que no es autor, sino el protagonista del libro que lleva su nombre.

6.3 El mensaje de los profetas

En lo que se refiere al mensaje de los profetas, el mismo está ligado al período histórico y al lugar en el que ejercieron su actividad. El marco fundamental es el exilio (586-537 a.C.). Este período de aproximadamente cincuenta años divide a la historia del pueblo de Dios en un “antes, durante y después” que se refleja nítidamente en el mensaje de los profetas, principalmente los profetas de Judá (reino Sur).

En forma sintética, es posible resumir así el mensaje de los profetas escritores:

  • antes del exilio: “¡Conviértanse!”
  • durante el exilio: “¡Coraje!”
  • después del exilio: “¡Vamos a unirnos!”

Cronológicamente, así es posible situar a los profetas escritores:

  • En Israel o Efraim (reino Norte): antes de la caída de Samaria (721): Amós (± 780) y Oseias (± 760).
  • En Judá (reino Sur): antes del exilio en Babilonia (hasta 586): Isaías de Jerusalén (740-701); Miqueias (727-701); Sofonías (± 630); Jeremías (627-586); Naum (± 612 ?); Habacuc (± 600) y la primera parte de la profecía de Ezequiel (593-587).
  • Durante el exilio en Babilonia (entre 586 e 539): la segunda parte de la profecía de Ezequiel (587-571) y el Segundo Isaías (550-539).
  • Después del exilio, en Jerusalén, en los primeros años de la reconstrucción (537 en adelante): el Tercero Isaías (538-510), Ageu (±520) y Zacarías 1-8 (±520).
  • Hay también profetas y libros proféticos de fechas inciertas, algunos de ellos quizás del período helenista: Malaquías, Zacarías 9-14, Abdias, Joel, Jonas, Baruc e Daniel.

7 Antiguo Testamento y Palabra de Dios

Para los cristianos, Cristo es la plenitud de la revelación de Dios; en otras palabras, Cristo es una perfecta manifestación de Dios y en él, por lo tanto, la revelación encuentra su cumplimiento. La lectura cristiana de las Escrituras adoptó esquemas sustancialmente bíblicos para explicar la relación entre los dos Testamentos y así afirmar que el Nuevo termina lo que el Antiguo había comenzado. Tales esquemas son:

  • continuidad y discontinuidad (novedad);
  • preparación y cumplimiento;
  • figura y realidad;
  • promesa y realización.

Sin embargo, es un gran error (una herejía) afirmar que el Antiguo Testamento solo tiene valor en función de lo Nuevo, o que el Antiguo es la Palabra de Dios solamente porque fue legitimado, completado y corregido por el Nuevo. ¡No!

El Antiguo Testamento vale por sí mismo y es Palabra de Dios tanto como el Nuevo. Es decir, el Antiguo Testamento no depende del Nuevo para ser Palabra de Dios y no es, en ninguna hipótesis, reemplazado por el Nuevo. ¡Al contrario, el nuevo se enraíza en el Antiguo, de modo tal que es necesario conocer mucho el Antiguo Testamento para comprender un poco del Nuevo!

Cássio Murilo Dias da Silva, PUC-RS. Texto original en Portugués.

8 Referencias bibliográficas

Guijarro Oporto, Santiago & Salvador García, Miguel, eds. Comentário ao Antigo Testamento. 2 vols. São Paulo, Ave Maria, 20093.

Römer, Thomas; Macchi, Jean-Daniel & Nihan, Christophe, orgs. Antigo Testamento – história, escritura e teologia. São Paulo, Loyola, 2010.

Zenger, Erich et alii. Introdução ao Antigo Testamento. São Paulo, Loyola 2003 (Bíblia Loyola, 36).

Para saber más:

Carmody, Timothy R. Como ler a Bíblia. Guia para estudo. São Paulo, Loyola 2008.

Charpentier, Étienne. Para ler o Antigo Testamento. São Paulo, Paulus 1986 (Entender a Bíblia).

Drane, John, org. Enciclopédia da Bíblia. São Paulo, Loyola – Paulinas 2009.

Harrington, Wilfrid J. Chave para a Bíblia. São Paulo, Paulus 19978 (Biblioteca de Estudos Bíblicos).

Schmid, Konrad. História da literatura do Antigo Testamento. São Paulo, Loyola, 2013 (Bíblia Loyola, 65).

[1] En la Biblia Hebrea, el Libro de Ruth pertenece al conjunto de libros denominados “Meguillot”,  y está en el tercer bloque de libros, o sea, de los Escritos.

Los sacramentales

Índice

1 ¿Qué son los sacramentales?

2 Una aproximación histórica

3 Popularidad de los sacramentales

4 Iluminación teológica

4.1 Reino de Dios

4. 2 La oración de la Iglesia

4.3 Cosmología teológica y sacramental

4.4 La teología de la bendición

5) Teología de la misericordia

Conclusión

1 ¿Qué son los sacramentales?

 El Vaticano II define los sacramentales como “signos sagrados creados según el modelo de los sacramentos, por medio de los cuales se expresan efectos, sobre todo de carácter espiritual, obtenidos por la intercesión de la Iglesia” (SC 60). El concilio los sitúa en torno al misterio pascual de Cristo (SC 61), afirma que deben ser reformados (SC 62; 79) y sugiere que algunos puedan ser administrados por laicos (SC 79).

 El actual Código de Derecho Canónico (1983) habla de los sacramentales (cc. 166-1172) y no los define como “cosas o acciones” -como en el Código anterior de 1917 (c. 1169)- sino como “signos sagrados” (c. 1169) conforme al Vaticano II (SC 60);  incluye entre los sacramentales consagraciones y dedicaciones, bendiciones y exorcismos, aunque restringiendo el uso de los exorcismos (c. 1172) y ampliando algunos sacramentales a los laicos (c. 1168).

 Seguramente, muchos estudiantes de teología acaban sus estudios sin haber oído jamás hablar de los sacramentales. En los manuales de teología anteriores al Vaticano II podía hallarse algún apéndice sobre ellos, mientras que en los modernos manuales apenas se habla de los sacramentales, mencionando que representan un problema difícil de conciliar con el mundo moderno secularizado de hoy[1].

 Ejemplos de sacramentales son el agua bendita y toda suerte de bendiciones con agua bendita (de imágenes, de casas, de niños, enfermos, ancianos, familias, del campo, de  alimentos, de vehículos e incluso de animales…), la imposición de ceniza al comienzo de la Cuaresma, las palmas del Domingo de Ramos, las velas encendidas, las exequias y los ritos funerarios, la veneración de la Cruz, de María y de los santos …y, por extensión, muchas devociones de la religiosidad popular como peregrinaciones a santuarios del Señor o de María, via crucis, procesiones, etc.

2 Una aproximación histórica

La teología de los sacramentos, y en concreto el número septenario de los sacramentos, no se elaboró hasta el siglo XII. Ni en la Escritura ni en la primera tradición cristiana podemos hallar una doctrina clara sobre los siete sacramentos. Para las primeras generaciones cristianas, sacramento (que era la traducción del griego misteryon) tenía un sentido mucho más amplio y rico que nuestro moderno concepto de sacramento. Los primeros que hablaron de sacramento en sentido estricto fueron los canonistas y teólogos escolásticos del siglo XII, como Pedro Lombardo, pero durante los siglos XII y XIII el concepto de sacramento todavía era muy amplio y no se distinguían los sacramentos de los sacramentales. Para S. Bernardo, coetáneo de Pedro Lombardo, los sacramentos son tantos que en una hora no se pueden enumerar todos. Para él, los tres principales sacramentos son bautismo, eucaristía y lavatorio de los pies. Para Hugo de S. Víctor, también contemporáneo de Pedro Lombardo, son sacramentos el agua bendita, la imposición de la ceniza, la bendición de ramos y de cirios y el toque de campanas para convocar a los fieles. Sólo con las grandes sumas teológicas de Alejandro de Hales, Buenaventura y Tomás de Aquino, se llegará a establecer y difundir el número septenario de los sacramentos, doctrina que pasará luego a los Concilios II de Lyon (1274), Florencia (1439) y de forma definitiva en Trento (1547). Pero aun así, el número siete tiene un profundo sentido, más simbólico que aritmético. Es la suma de tres y cuatro, que significan plenitud. (cf matriz sacramentos)

Después de Trento los sacramentales se estudian en un tratado propio, independiente de los sacramentos (Suárez) y el movimiento litúrgico que precedió al Vaticano II  (Guardini, Parsch…), sitúa a los sacramentales dentro de la teología de la liturgia, intuición que luego recogerá el Vaticano II como hemos visto.

Si quisiéramos resumir brevemente todo este proceso histórico, podríamos decir que, durante todo el primer milenio de la Iglesia, el concepto de sacramento era sumamente amplio y rico, incluyendo tanto a nuestros sacramentos como a los sacramentales. En el segundo milenio, donde tantas cosas cambian en la Iglesia, se establece una jerarquía entre sacramentos y sacramentales que conducirá a distinguir el septenario sacramental de los sacramentales (Trento).

3 Popularidad de los sacramentales

Para el pueblo, los sacramentales han tenido siempre gran importancia. En la Edad Media europea, cuando el pueblo vivía situaciones de pobreza, pestes, guerras y miedo al demonio, el sacramental materializaba la bendición divina que emanaba de algún objeto bendito. Los frutos que se podían obtener de los sacramentales no eran solamente espirituales, sino también y -tal vez- principalmente temporales: salud, buena cosecha, paz…

También hoy los sacramentales tienen gran importancia en los sectores populares, concretamente en América Latina y el Caribe. En Navidad, muchas veces el centro de la celebración lo constituye la bendición del Niño Jesús que luego será venerado en la familia durante las fiestas navideñas. En Cuaresma, la ceniza goza de gran popularidad. En el Domingo de ramos, seguramente la fiesta más popular de todo el año, para el pueblo es la fiesta de las palmas que luego llevan a sus casas y guardan durante todo el año con devoción. En el Jueves santo, en muchos lugares el centro de la atención popular los constituye el lavatorio de los pies, ceremonia que para la Iglesia antigua tenía valor de sacramento en algunos lugares.  El Viernes santo se centra para el pueblo en el via crucis, adoración de la cruz y en procesiones del santo sepulcro, más que en la solemne liturgia de la pasión. En la Vigilia pascual, lo que atrae más al pueblo es la fogata inicial y las velas que llevan con devoción a sus casas, lo mismo que el agua bendecida de la liturgia bautismal.

Ya Pablo VI en Evangelii nuntiandi ( 1975) decía que “la piedad popular expresa una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” (EN 48).

Benedicto XVI, en el discurso inaugural de Aparecida, decía que esta piedad popular es “un precioso tesoro de la Iglesia católica” y “en ella aparece el alma de los pueblos latinoamericanos”[2].

El Documento de Aparecida (2007) recoge algunos de estos gestos simbólicos de la fe del pueblo:

“En distintos momentos de la lucha cotidiana, muchos recurren a algún pequeño signo del amor de Dios: un crucifijo, un rosario, una vela que se enciende  para acompañar a un hijo en su enfermedad, un Padrenuestro musitado entre lágrimas, una mirada entrañable a una imagen querida de María, una sonrisa dirigida al Cielo en medio de una sencilla alegría”. (Aparecida 261).

Y el Papa Francisco en Evangelii gaudium, hablando de la fe de pueblo que se manifiesta en la piedad popular, afirma:

“Pienso en la fe firme de esas madres que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir la ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado” (125).

Este aprecio del pueblo por los sacramentales genera muchas veces un problema pastoral, pues el pueblo parece más interesado en los sacramentales que en los sacramentos.

Podríamos añadir a esto que, los mismos sacramentos que el pueblo pide, están muchas veces vistos más bajo del prisma de sacramentales que de los sacramentos.

No es exagerado decir que para el pueblo sencillo y pobre, los sacramentales son más valiosos que los sacramentos, pues son más  comprensibles que los sacramentos: son variados, ricos de simbolismo, cercanos, domésticos,  acompañan el ritmo de la vida cotidiana, son sensibles, más familiares y vitales. Los sacramentales son los sacramentos de los pobres.

Evidentemente, este hecho contrasta con la valoración teórica que el dogma y la teología nos presentan: el centro de la celebración litúrgica cristiana  son los siete sacramentos, y su fuente y su culmen es la eucaristía (SC 10); los sacramentales son secundarios y  periféricos. Sin embargo, no deja de ser una paradoja que la mayor parte de los que están en la Iglesia seguramente acceden a Dios más por los sacramentales que por los sacramentos.

4 Iluminación teológica

¿Cómo iluminar desde la fe y la tradición eclesial los sacramentales y su importancia pastoral?

4.1 Reino de Dios

La categoría central para acercarnos a una relectura teológica de los sacramentales puede ser la del Reino de Dios, que es el horizonte último de la predicación y de la actividad del Jesús histórico (Mc 1, 15).

El Reino de Dios es el gran proyecto de Dios al crear el mundo,  hacer de la humanidad  una familia reconciliada y fraterna de hijos e hijas del Padre, en Cristo, por el Espíritu. Es la Trinidad hacia afuera que desea comunicar el misterio de su vida y comunión trinitaria al mundo. Es el misterio más englobante de la fe cristiana.

Precisamente por ser el Reino de Dios un misterio, solo puede ser abordado simbólicamente: las parábolas, los milagros y signos de Jesús son las únicas formas que poseemos para acceder a una cierta comprensión del Reino de Dios. Tanto los sacramentos como los sacramentales se sitúan bajo la órbita de signos sensibles y simbólicos de la presencia eficaz del Reino de Dios.

Cuanto más sencillos, populares, comunitarios y cósmicos sean estos ritos simbólicos, tanto más cumplen una función sacramental, se acercan al Reino de Dios. La hemorroísa que toca la orla del manto de Jesús (Mt 9, 20), la unción de María en Betania  (Jn 12), el lavatorio de los pies ( Jn 13) son gestos sacramentales de gran densidad teológica. Santo Tomás afirma con énfasis que los rudos (es decir los sencillos, ignorantes y pobres) viven la fe de la Iglesia a través de las celebraciones litúrgicas y de las fiestas de la Iglesia que tienen una dimensión  sacramental en un sentido muy amplio.[3]

A partir de esta sacramentalidad original y fundante del Reino de Dios adquieren sentido pleno todos los sacramentales del pueblo cristiano.

4. 2 La oración de la Iglesia

Todo gesto litúrgico sacramental de la Iglesia es una oración eclesial, es súplica al Padre por Cristo, es invocación al Espíritu Santo (o epíclesis) en orden al Reino de Dios. En este sentido, los sacramentales no son formas degradadas de sacramentalidad, sino que hay que ver más bien a los sacramentos como la culminación de los sacramentales.

Hay que pasar de la ceniza al sacramento de la reconciliación, de las palmas del Domingo de ramos al misterio del triduo pascual, del lavatorio de los pies a la eucaristía, del agua bendita al bautismo, Habría que mantener y proseguir la pedagogía divina de la historia de la salvación (DV 15), pedagogía paciente y misericordiosa que parte desde abajo, de los pobres y pequeños.

Tanto la sacramentología dogmática como la pastoral, deberían comenzar por los sacramentales, sacramentos de los pobres y lentamente ir subiendo   a los sacramentos del septenario clásico, hacia los que se ordenan y del que reciben fuerza.

En concreto, el clamor del pueblo pobre hacia Dios, suscitado por el Espíritu es la gran oración sacramental que sube al Padre por medio de la Iglesia y conmueve sus entrañas de misericordia. Esto nos lleva a ver el sacramental como oración eclesial del pueblo cristiano, más que como  forma degradada de los siete sacramentos. Cuando este clamor alcanza su máxima densidad y se convierte en oración solemne de la Iglesia, entonces tenemos un sacramento en sentido pleno y estricto del término. Pero los sacramentales ya son oración eclesial, clamor del pueblo suscitado por el Espíritu hacia el Padre, son un clamor hacia el Reino.

4.3 Cosmología teológica y sacramental

Este capítulo un tanto olvidado en nuestra teología latina, podría iluminar el mundo sacramental y, en concreto, los sacramentales.

El Oriente cristiano ha mantenido una visión integral de la salvación, en la que lo cósmico juega un papel muy importante. Hay que elaborar un capítulo de cosmología teológica en el cual se integre la creación del cosmos, su caída, la encarnación de Cristo, la resurrección, la consumación escatológica del octavo día, todo ello transformado por la fuerza vivificadora del Espíritu que todo lo transfigura. El cosmos es un ícono sagrado, no un simple objeto de explotación. Los sacramentos son momentos especialmente densos de una cosmología teológica y escatológica, lugares donde se anticipa la transfiguración del cosmos, los nuevos cielos y la nueva tierra.

Todo esto vale también para los sacramentales. Cristo al descender en su bautismo a las aguas del Jordán, comienza a purificar la naturaleza cósmica, anticipando lo que se realizará en el misterio pascual. Los cielos y la tierra, las aguas, el arco iris, los frutos del campo y del trabajo humano, se convierten en símbolos sacramentales de la nueva tierra renovada por la resurrección.

Dentro de la cosmología cristiana hay que integrar la noción de salvación de forma plena. La división canónica y jurídica entre efectos espirituales y efectos temporales en los sacramentales es empobrecedora y supone una visión dualista de la salvación que está íntimamente ligada con la salud, de la cual toma el nombre salus, sotería) y que incluye la liberación del pecado, del mal, y de la muerte. La salvación alcanza su plenitud en el Reino de Dios que es consumación total de la vida y, por tanto, incluye tanto lo material como lo espiritual, que son dimensiones indisociables.

Este tema, brevemente enunciado, nos lleva de la mano a la teología de las bendiciones.

4.4 La teología de la bendición

Los sacramentales están ordinariamente ligados a las bendiciones. La bendición en el Antiguo Testamento es comunicación de la fuerza y el poder de Dios a través de su Palabra y la de la de sus ministros. La bendición (berakah) produce abundancia, fertilidad, bienestar, salud, paz (shalom).

Podemos decir que la bendición comunica la vida divina a los humanos, es un don del Dios vivo de la vida, que llega a todos los vivientes de alguna forma. Lo opuesto a la bendición es la maldición, signo de muerte, que a veces es  pronunciada por los profetas (Jr 25, 5-6). El pueblo israelita en la Biblia se encuentra entre la vida y la muerte (Dt  39, 19), debe escoger uno de estos caminos.

En el Nuevo Testamento, Jesús, Palabra de Dios, bendice a niños y enfermos, con su autoridad expulsa demonios (Mc 1, 21-28; Mt 12, 28…), llama bienaventurados a los pobres y lamenta la situación de los ricos (Lc 6, 20-26), anticipando así el juicio escatológico (Mt 25, 31-45). La eficacia de su palabra pasa a los discípulos, quienes participan de su poder libertador que denuncia el mal, comunica la salvación, anticipa de algún modo el juicio de Dios (Rm 15, 19; 2 Cor 12,12; Hch 8, 18-28). Podríamos afirmar que la bendición anticipa el Reino de Dios, comunica vida y Espíritu, libera de la muerte y del maligno.

La bendición de cosas simboliza y condensa esta eficacia de la Palabra, haciendo que la creación quede como impregnada y cargada de la fuerza y la energía vivificadora del Señor para el bien de las personas. La bendición tiene una dimensión sacramental.

En los sacramentales el clamor del pobre, a través de la Iglesia se convierte en petición al Espíritu (epíclesis). Las cosas benditas son una señal sacramental de la fuerza vivificadora de la Palabra de Dios a través de la Iglesia. El fruto de los sacramentales es la bendición de Dios, la vida, la participación del Reino de Dios.

5 Teología de la misericordia

Llegamos al último punto de nuestra reflexión teológica. Todo este rico y variado mundo de los sacramentales no es comprensible si no se accede a él con una actitud de misericordia.

Para quienes no viven la angustiosa situación de los pobres, los sacramentales les parecerán superfluos, supersticiosos, profanos, cargados de un ambiguo sincretismo. Pero desde la misericordia se contempla que, detrás de la petición de los sacramentales que el pueblo desea, se esconde un mundo de dolor, pobreza e injusticia, no sólo metafísica sino histórica y real.

Pero, sobre todo, los sacramentales nos acercan a la misericordia de Dios, a  sus entrañas de misericordia, con las que acogió a Israel (Lc 1, 54), con las que Jesús se compadece de las multitudes cansadas y abatidas como ovejas sin pastor (Mt  9, 35, al acabar la sección narrativa de los milagros que comienza en Mt 8).

 El Papa Francisco afirma a este respecto en Evangelii gaudium:

“Para entender esta realidad (la  piedad o espiritualidad popular) hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Solo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad del pueblo cristiano, especialmente en sus pobres” (EG 125)

Ciertamente los sacramentales deberán ser evangelizados, iluminados por la Palabra, entroncados en los sacramentos, orientados al reconocimiento de los beneficios de Dios y a la toma de conciencia del compromiso que el cristiano tiene con el mundo (Puebla apr 1, 2000 -; Aparecida 380-430). Pero no podrá olvidarse que son sacramentos de los pobres y que forman parte de una teología y pastoral de la misericordia.

Esto deberá llevar también a reformar los sacramentales y a ampliar a los laicos muchas bendiciones que, hasta ahora, están ligadas exclusivamente al ministerio ordenado. La Iglesia local tiene aquí un amplio espacio para realizar su misión pastoral.

Conclusión

El sacramental es el clamor del pueblo hecho oración simbólica, que sube  al Padre por medio de la Iglesia y que desciende sobre el pueblo en forma de bendición. Esta bendición actualiza eclesialmente las bienaventuranzas de los pobres y anticipa cósmica e históricamente el Reino de Dios, el triunfo de la vida sobre la muerte. Y, todo ello, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios que nos visita para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte (Lc 1, 68-79).

Los destinatarios privilegiados de los sacramentales son los pobres, es decir, la mayor parte de la Iglesia y de la humanidad actual. Y como escribe el Papa Francisco en Evangelii gaudium:

“Las expresiones de la religiosidad popular tienen mucho que enseñarnos, y, para quien saber leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización” (EG 126).

Los sacramentales de los pobres pueden evangelizar la teología y la pastoral de los siete sacramentos. Los pobres siempre nos evangelizan.

Víctor Codina, SJ. Universidad Católica de Cochabanba, Bolívia.

6 Referencias Bibliográficas

CODINA, V. Os sacramentais: sacramentos dos pobres, Perspectiva Teológica 22(1990) nº 56,55-68.

________ Sacramentos, en ELLACURÍA I.- SOBRINO, J. (Editores). Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid vol II, 1990, 267-294.

MARTIMORT, A.G. La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 1987.

TABORDA, F,  Sacramentos, praxis e festa, Vozes, Petrópolis, 4ª ed 1998,

Para saber más

BOFF, L. Los sacramentos de la vida y la vida de los sacramentos, Indo-American Press Service, Bogotá 1977.

BOROBIO, D. La celebración en la Iglesia, II Sacramentos, Sígueme, Salamanca  1988.

CASTILLO, J. M. El Reino de Dios,  Desclée de Brouwer, 3ª ed , Bilbao 2001.

CHARALAMBIDIS, S. Cosmología cristiana, en  LAURENT, B-REFOULÉ, F, Iniciación a la práctica de la teología  III, Cristiandad, Madrid 1985.

CODINA, V. No extingáis el Espíritu, Sal Terrae, Santander 2008.

KASPER, W.  La misericordia, 3ª ed, Sal Terrae, Santander 2013.

IRRARRÁZAVAL, D. Itinerarios de la fe andina, Verbo divino, Cochabamba, 2013.

[1] Mysterium salutis IV/2 , Cristiandad, Madrid dedica a este tema tres páginas (155-157).

[2] Discurso inaugural de la V Conferencia General de Episcopado Latinoamericano, 13 de mayo de 2007, 1.

[3] “De quibus ecclesia festa facit”, De Veritate q  14 a 11.

La riqueza espiritual de las religiones

Índice

Introducción

1 El diálogo de la experiencia religiosa

2.1 La mirada contemplativa

2.2 El reconocimiento de la trascendencia

2.3 La dádiva y la sacralidad de la vida

2.4 La conexión humanidad/Naturaleza

2.5 El hábito de la oración

2.6 La práctica de las virtudes

2.7 La iniciación y el discipulado progresivo

3 Conclusión

4 Referencias Bibliográficas

 

Introducción

¿Qué es lo que nos enseñan las otras religiosas sobre espiritualidad?

Las religiones preservan un patrimonio espiritual valioso y plural. Pues registran un conjunto significativo de experiencias, valores, métodos e itinerarios espirituales que, en el curso de los siglos, ha inspirado millares de personas y comunidades. Al lado del cristianismo, este patrimonio compone el tesoro milenario de la experiencia religiosa humana, objeto no solo de estudio sino también del diálogo entre los seguidores de las respectivas religiones. En efecto, el diálogo de la experiencia religiosa es una vía específica de diálogo interreligioso que ha promovido el encuentro, la comprensión recíproca y la convergencia de las religiones en aspectos comunes, como la valorización de la trascendencia, la visión sagrada del tiempo y del cosmos, el respeto por la persona humana, la promoción de la justicia, el cuidado ecológico y la paz.

Considerando lo abarcador que este tema es para la Historia de las Religiones, la Teología y la Espiritualidad Cristiana, se buscó presentar aquí una selección de elementos que nos permita percibir y apreciar la riqueza espiritual de las religiones, teniendo presente nuestra identidad cristiana. Así, fueron listados los elementos espirituales de las religiones que respondían a dos criterios: de un lado, que sean característicos de un determinado credo, perteneciendo a su herencia propia; de otro lado, que sean significativos para la fe cristiana, porque dialogan con las perspectivas teológicas del cristianismo y favorecen la profundidad de la propia espiritualidad cristiana.

Hay quien admita que ciertos elementos de la experiencia mística de las religiones puedan ser asumidos selectivamente por la fe cristiana, a medida que – respetando el dato revelado – contribuyen al perfeccionamiento de los métodos y percepciones de la espiritualidad cristiana, como la postura apofática delante del Absoluto (Budismo), los métodos de concentración en el acto de meditar (Hinduismo), el vínculo con la naturaleza creada (Culto de los Orixás) o el abandono de sí en las manos de Dios (Islam Sufí). Hay otros que se posicionan más en el campo de la observación que de la asunción: estudian y aprecian positivamente los elementos espirituales de las religiones, pero suman solamente aquellos típicos de la tradición judaica ya presentes en las Escrituras, en la Liturgia y/o en la tradición Patrística.

Se trata de un debate en desarrollo que involucra fenomenólogos, teólogos y misionarios cristianos (cf. Cuttat, 1996; Basset, 1996; Natale Terrin, 2003; Dupuis, 2004). En el pasado, los ritos sacramentales asumieron material simbólico de los cultos meditarráneos, sin perder el sentido pascal; los hesicastas aplicaban disciplina mental y control de la respiración, a la forma oriental, para orar con la mente y el corazón; y San Agustín integró la perspectiva personalista del platonismo en su camino de conversión al Evangelio (cf. Cuttat, 1996, p. 763-773).

Recientemente, tanto el magisterio de la Iglesia como la reflexión teológica han discernido estas cuestiones a la luz de las siguientes afirmaciones de fe: la voluntad salvífica de Dios es universal y hay un solo plano redentor para toda la humanidad (Ef 1,9-10; 1Tm 2,4-6); la mediación salvadora de Jesús – el Verbo de Dios – es objetivamente universal, aun para aquellos que no Lo conocen y no Lo proclaman como Salvador (Jo 1,3-4; Col 1,15-17); el Espíritu Santo ilumina la inteligencia y suscita la oración auténtica de todos los que buscan a Dios con sinceridad, en cualquier cultura y credo (Sab 1,6-7; At 17,27-28); toda persona humana es “imago Dei” (imagen y semejanza de Dios) en cuanto criatura, ya antes del bautismo, destinada a conocer y amar el creador que a ella se revela  (At 17,28; Col 1,15-16); en fin, hay una Revelación general de Dios a todos los pueblos, más allá de la tradición judaico-cristiana, por la cual el Verbo se manifiesta y establece con la humanidad un diálogo de salvación (Mt 2,1-2; Rm 1,19-20); pues “Dios no hace discriminación entre las personas: por el contrario, él acepta quien lo toma y practica la justicia, cualquiera sea la nación a la que pertenezca” (At 10,34-35).

Como se percibe, la explicación de estos puntos supera las líneas de este artículo. Para un estudio más detallado, lean los documentos: Diálogo y anuncio (Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso), El cristianismo y las religiones (Comisión Teológica Internacional) y Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana (Congregación para la Doctrina de la Fe).

2 El diálogo de la experiencia religiosa

Al lado de la convivencia cotidiana, de la promoción conjunta del bien común y del intercambio teológico, el diálogo interreligioso se da también en el nivel de la “experiencia religiosa, donde personas radicadas en las propias tradiciones religiosas comparten sus riquezas espirituales, por ejemplo, en lo que se refiere a la oración y a la contemplación, a la fe y a los caminos de la búsqueda de Dios y del Absoluto” (Diálogo y anuncio 42d). Es en este nivel que se puede indagar, como cristianos, lo que las otras religiones pueden enseñar al respecto de la espiritualidad, en el sentido aproximado aclarado más arriba (cf. Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana 16). En respuesta a esto, proponemos aquí siete tópicos de aprendizaje dialógico, en el que la vivencia de la espiritualidad cristiana se ve positivamente interpelada a desarrollarse y profundizarse, con énfasis distintos y/o complementarios, frente a las demás religiones:

2.1. La mirada contemplativa

En las diversas culturas, las religiones han cultivado la mirada contemplativa sobre el universo, el devenir del tiempo, las otras personas y las criaturas en general. Se desarrolló, así, un abordaje de la vida, del tiempo y del espacio no restricto a lo que se puede medir y explicar por cálculo, pero que abre la cortina a una episteme (forma de conocer) de estilo conjuntivo y simbólico. El ser humano se percibe pequeño frente a la inmensidad de los cielos, pero íntimamente conectado con el mundo, al que contempla con curiosidad y asombro. Al observar el cielo se intuye el infinito; al seguir el flujo de las estaciones se percibe el impulso vital de la naturaleza; al celebrar nacimientos y muertes se indaga sobre el más allá. La vida se revela mucho más fluída y compleja de lo que podrían explicar las ecuaciones de la Química y de la Mecánica.

La mirada contemplativa nos educa a buscar las primeras causas, el tiempo antes del tiempo, el comienzo primordial de todas las cosas, a partir de donde podemos interpretar el presente y vislumbrar el futuro. Así, las religiones sugieren emblemas del mundo, en símbolos y relatos que comunican el sentido y educan hacia la contemplación (cf. Maçaneiro, 2011, p. 111-125). El Hinduismo entrevé la unidad de todas las cosas por detrás de la multiplicidad de los fenómenos; el Budismo habla de lo provisorio del tiempo y del espacio, cuya consistencia está más allá de lo que podemos observar; la Cábala judaica descubre una “cadena de esferas” (sephirot) ligadas entre sí, conteniendo centellas divinas que se combinan para crear los cuerpos, desde la pequeña célula hasta las grandes estrellas; el Islam reverencia el potencial creador de la Palabra divina que hizo el mundo visible e invisible; el Culto de los Orixás dice que todo se mantiene por la energía (ashé), que se direcciona al propósito de mantener el equilibrio humano y cósmico (obá).

Considerando que nosotros, los cristianos, vivimos predominantemente en Occidente, influenciado por la racionalidad analítica e instrumental, aprendemos – con las demás religiones – a preservar y actualizar nuestra mirada contemplativa: intuitiva, pero no ingenua; buscadora de causas y abierta al futuro; en diálogo con las Ciencias, pero no reducida a una porción evidente de la materia, capaz de develar el sentido profundo de los fenómenos a la luz del querer benevolente del Creador (cf. Ef 1,3-10).

2.2. El reconocimiento de la trascendencia

Las religiones declaran que la realidad va más allá de lo que podemos medir, explicar y reproducir. De hecho, en el campo científico, se constatan ondas magnéticas y variaciones de energía invisible al ojo humano, presentes en el arreglo general del cosmos y de la vida planetaria. Más allá de eso, las religiones entienden la trascendencia como el Todo que contiene la parte, o el sentido último de la existencia: la Ciencia muestra el cómo; las religiones descifran los por qués. Surgen nociones como el Tao:

Se mira y no se ve: se llama invisible.

Se escucha y no se oye: se llama inaudible.

Se toca y no se siente: se llama impalpable.

Estas tres cosas no se pueden indagar.

Por eso, mezcladas, forman juntas una sola cosa.

En lo alto no es claro,

Abajo no es oscuro.

Es inagotable y no puede ser nombrado.

Se remonta a cuando las cosas no eran.

Se llama forma sin forma; figura sin figura.

No se puede comprender: es misterio.

Quien lo encara, no ve su rostro.

Quien lo sigue, no ve sus espaldas. (Tao-te-ching: Capítulo IV, 1.5.3)

El Tao no tiene definición: es una intuición que afirma la Unidad que integra todos los seres y todos los fenómenos, anterior a las distinciones que percibimos. Pues para el Taoísmo, bien como para el Hinduismo y el Budismo, la realidad no se define por las formas aparentes; ni siquiera la divinidad es un Ser como lo son los otros seres: forma y figura se deshacen, apuntando para un Absoluto que se muestra y se esconde al mismo tiempo, huyendo de nuestras representaciones. Con otro abordaje, el Judaísmo y el Islam se concentran en los atributos positivos del ser, inclusive de Dios, declarándolo Santo, Justo, Omnisciente y Eterno. Y, aun así, Dios abarca “lo manifiesto y lo oculto” (El Corán 57,3).

Aprendemos, así, a equilibrar mística y teología, intuición y concepto, para no ser rehenes de nuestras representaciones. Al final, la verdad de la fe profesada no está apenas en el término de las formulaciones doctrinales, sino en el sentido que los conceptos preservan. En última instancia, la doctrina debe convertirse en caridad, en relación con Dios y los semejantes (cf. Lc 10,29-37; 1Jo 3,16-18). De otra manera, Dios sería apenas una fórmula profesada, cuando que es más que esto: es Amor (cf. 1Jo 4,7-10). El lenguaje de las otras religiones nos alerta sobre el valor de la analogía y del símbolo, en relación a los términos y formulaciones, en vista de una espiritualidad que equilibre afecto e inteligencia, saber y sabor, adoración y solidaridad. La síntesis de estos aspectos ciertamente favorece una espiritualidad cristiana más integral, respetuosa del misterio y dispuesta a nuevos aprendizajes del Espíritu Santo, el maestro interior (cf. Rm 8,26-27).

2.3 La dádiva y la sacralidad de la vida

Todos los elementos vitales son acogidos como dádiva por las religiones: el agua, el suelo, el aire, los granos, los medicamentos, las fuentes naturales de energía y la identidad genética de los organismos. Nada de esto puede ser producido por el ingenio humano de una forma absolutamente nueva: nuestra Ciencia se limita a clasificar y recombinar los componentes. Reconociendo el valor de estos bienes naturales, las religiones celebran la vida como dádiva y reverencian la Divinidad que la creó y la confió a nuestros cuidados:

Dueño del mundo delante de los dioses,

Señor de altísima casa en la corte del cielo.

Arrasador que hiere a la derecha.

Arrasador que hiere a la izquierda (Himno a Ogum: Culto de los Orixás)

¡Qué el cielo se alegre! ¡Qué la tierra  exulte!

¡Conmuévase el mar y todo lo que él contiene!

¡Qué el campo exulte, y lo que en él existe!

¡Qué los árboles de la selva griten de alegría

delante de Adonay – pues Él viene! (Salmo 96,11-13: Judaísmo)

Dijo el Señor Krishna:

Yo proveo calor y retengo la lluvia.

Soy la inmortalidad y la muerte personificada.

Tanto el espíritu cuanto la materia están en mí.  (Bhagavad-Gita 9,19: Hinduismo)

Fue Alá quien creó siete firmamentos y otro tanto de tierras;

Y sus designios se cumplen, en los cielos y en la tierra,

Para que sepáis que Dios es omnipotente.

Él todo abarca con su omnisciencia (El Corán 65,12: Islam)

Las religiones nos hablan de la dádiva y del culto de la alabanza por la vida recibida. El Hinduismo nos recuerda la dimensión cósmica de la existencia, mayor que el pequeño planeta Tierra con sus habitantes y su tecnología tan pretensiosa. El culto de los Orixás apunta hacia el poder tremendo de la Divinidad, percibida en la energía ígnea que todo derrite (Ogum) y en la fuerza de las aguas abisales (Ocum): ¡este poder encanta y hace temblar! Así, la dádiva es acompañada por la reverencia y el respeto, redimensionando nuestras pretensiones de dominio y explotación de la naturaleza. Acogiendo la sabiduría de las religiones, nosotros, los cristianos celebramos a Dios Creador recitando la misma bendición proclamada por Israel: “¡Bendito seas, Señor nuestro Dios, Rey del universo, por el fruto de la viña! ¡Bendito seas, Señor nuestro Dios, Rey del universo, por el fruto de la tierra!” (berakhá judaica, retomada en la presentación de las ofrendas del Rito Eucarístico). La dádiva es reconocida, y la acción de gracias se prolonga en la vida preservada y compartida.

2.4 La conexión humanidad/Naturaleza

Herederos del método científico cartesiano y ansiosos en consumir, nosotros los cristianos adherimos casi sin notar al juego financiero que transforma la Naturaleza en mercadería. Pero en el principio no era así; pues la Sagrada Escritura propone el mundo como una huerta a ser cultivada, declarando al ser humano como el guardián y jardinero de los bienes naturales (cf. Gn 2,8.15). Algo semejante leemos en El Corán: “Alá nos constituyó sus viceregentes en la tierra” (Sura 6,165), pues “así se comportan los siervos del Misericordioso: ellos pisan la tierra con humildad” (El Corán 25,63).

Tanto los científicos como los teólogos admiten que el Occidente tiene un déficit de espiritualidad en comparación a Oriente en lo que se refiere, sobre todo, a la Naturaleza (cf. Natale Terrin, 2003, p. 89-90). Somos más consumidores que cultivadores; explotamos mucho y reciclamos poco; acumulamos más de lo que compartimos. La crisis de los recursos naturales, las anomalías climáticas y la poca distribución de alimentos están allí, alertando sobre una espiritualidad desatenta a las conexiones entre la humanidad y el medio ambiente.

En este sentido, la relectura ecológica de la Biblia y la elaboración de una Teología de la Creación más dinámica pueden dialogar con el abordaje conectivo de la cosmovisión hinduista y africana. Para el Hinduismo, todo está ligado a todo en la constitución del cosmos, que es movido por los principios generación y degeneración, ganancia o pérdida de energía, nacimientos y muertes, personificados por las divinidades Vishnu y Shiva, respectivamente. El ser humano no se encuentra fuera de este movimiento, sino dentro, al lado de las demás culturas, aunque se distinga de ellas por la racionalidad. Ya el Culto de los Orixás va a las raíces de la vida, de la salud y de la fecundidad, conectando las habilidades humanas como plantar, cazar, fraguar metales y preparar remedios a la sabiduría de los dioses y ancestrales.

Para el Cristianismo, dialogar con estas expectativas no significa pasar por alto las fuentes bíblicas, ni disfrazar algún tipo de panteísmo, sino acoger enfoques que optimizan todavía más nuestra confesión cristiana en el Dios Creador, Así, nuestras relecturas de la Teología de la Creación podrán dialogar con las Ciencias y también con las demás religiones, teniendo en cuenta la preservación de la vida humana y planetaria. Del punto de vista de la conexión humanidad/Naturaleza podemos desarrollar mejor la Pneumatología, tratando sobre la acción del Espíritu Santo, como un eslabón de las criaturas entre sí y de éstas con el Creador (cf. Gn 1,2; Sab 7,22 – 8,1; Rm 8,22-23). Del punto de vista del cultivo, de la generación y de la cura, podemos valorizar el cuerpo como locus de la experiencia de Dios, integrando la dimensión terapéutica en la comprensión de la salvación integral del cristianismo (cf. Mt 10,1; Lc 7,24-37; Rm 8,18-25; Tg 5,13-16). “O acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” (1Cor 6,19).

2.5 El hábito de la oración

La oración es una constante en las religiones. Aunque tenga diferentes sentidos y modalidades – como disciplina mental para el Budismo Zen, o unión amorosa con lo divino para el Islam Sufi – todas las religiones la valorizan. Se trata de una práctica progresiva y habitual rumbo a la excelencia: oración apaciguadora, transformadora y fructuosa. Mientras que el Hinduismo védico acentúa la oración litúrgica acompañada de ofrendas, el Hinduismo devocional se concentra en la recordación amorosa de la Personalidad Divina (Krishna) a través de los mantras y del afecto cordial. El Budismo monástico, a su vez, desarrolla métodos y ritos comunitarios de la oración, sin descuidar la subjetividad espiritual de cada monje, cuya contemplación alcanza niveles notables de sintonía psicosomática: la oración budista sigue la estricta disciplina mental, supera el nivel de las palabras y conceptos, pacifica las actividades mentales y desarrolla la consciencia corporal con técnicas de respiración. En el Judaísmo tenemos la poesía dramática de los salmos (tehilim) y las oraciones realizadas en las sinagogas o en familia (kidushim).

Como sucede en el Cristianismo, encontramos en las religiones diferentes grados oracionales: desde las oraciones más comunes hasta las formas elevadas de contemplación. La Cábala judaica desarrolla la oración solidaria y piadosa, por la cual el fiel (hassid) se une a la gracia redentora que envuelve a todos los hombres, consciente de que la centella divina que en él arde lo aproxima a Dios y a las demás criaturas. ¡La oración del hassid va de la alegría a las lágrimas! (cf. Sholem, 1993, p. 333-356). Ya los sufís musulmanes usan el canto y la danza para orar juntos, dando vueltas en sintonía con la órbita de los astros: se mueven en círculos (sema), oyendo músicas ritmadas por la memoria de los Nombres de Dios (zikr), en actitud de total abandono a Alá (cf. Natale Terrin, 2003, p. 112-122; Küng, 2010, p. 381-393).

De estos ejemplos aprendemos a valorar la oración y a desarrollar métodos que la hagan más habitual y fructuosa. También nosotros, cristianos, concebimos la oración como ejercicio integrador para la persona, en el diálogo amoroso con Dios, en la forma de alabanza, petición, agradecimiento o adoración. Preservadas las distinciones, admitimos que la disciplina zen y la dedicación sufí a la oración nos llevan a evaluar la calidad de nuestra propia oración, ya que tenemos tantos medios e itinerarios para cumplirla: invocación del Nombre de Jesús, recitado de los salmos, rosario occidental y bizantino, contemplación de los íconos, oración de la quietud, contemplación de los misterios de Jesús en el Evangelio, lectura orante de la Biblia (lectio divina), vía-sacra y oración litúrgica. Uno de los desafíos, más allá de la disciplina que genera el hábito, está en integrar mente y corazón en una oración menos formalista y más cordial, que sea verdaderamente mistagógica: enraizada en la Palabra de Dios, animada por el Espíritu Santo, integrada a la experiencia sacramental, inserta en el cotidiano de cada cristiano, significativa para el sujeto y animadora de la caridad fraterna.

2.6 La práctica de las virtudes

“Las virtudes hacen del sujeto humano un fuerte – como enseña la raíz latina de la palabra virtus (= fuerza). Fuerte es el trabajo del suelo. Fuerte es el amor de los progenitores. Fuerte es la alegría de los jóvenes. Fuerte es la fragua del metal. Fuerte es la paz sobre la guerra. Fuerte es la comprensión. Fuerte es la sabiduría. Fuerte es la palabra proferida. Fuerte es la piedad sobre la impiedad. Fuerte es caminar en el desierto. Fuerte es recitar las Escrituras. Fuerte es la oblación. Fuerte es la memoria celebrada. Fuerte es la gratitud. Fuerte es la compasión. Fuerte es la oración. Fuerte es la virtud. Fuerte es el virtuoso” (Maçaneiro, 2011, p. 135-136). Todos estos matices de la virtud son enseñados por las religiones:

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Diga la verdad. Siga el camino de la rectitud. No pase por alto recitar las lecciones (los Vedas).

Después de traer la riqueza apreciada por tu maestro, no cortes los lazos. No pases por alto la verdad. No olvides la religión (el Dharma). No ignores el bienestar de tu cuerpo. No pases por alto la fortuna y la riqueza. No olvides el estudio y la enseñanza de los textos sagrados. No ignores los rituales que honran los dioses ancestrales. Considera a tu madre como un dios; considera a tu padre como un dios; considera a tu maestro como un dios; considera los huéspedes como un dios. Practica las acciones que no merecen censura, y no otras. Lleva en consideración apenas el bien que ves en los otros (…). Comparte la fe; no compartas sin fe. Da con generosidad; da con modestia; da con temor; da con pleno conocimiento y compasión. (Taittirya Upanishad 1. 11. 1-3: Hinduismo)

Haz que surja el amor – sin medida, cuidadoso […] — mostrando amor a un ser vivo que sea, sin malicia, ya pasas con esto a ser virtuoso. Compasivo en espíritu con todos los seres, alcanza ricos méritos. Aquellos que, después de vencer la tierra con todas sus multitudes, se hacen sabios y reyes, y ofrecen sacrificios, no poseen una décima parte del valor de un ánimo amable y bondadoso. Quien no mata, ni hace matar, quien no oprime, ni permite opresión, muestra amor a todos los seres y no teme de nadie la enemistad. (Itivutaka, 27: Budismo)

El espíritu de Adonay reposa sobre mí, porque Adonay me ungió. Me envió para anunciar la Buena Nueva a los pobres, a curar a los quebrantados de corazón y proclamar la libertad de los cautivos, la liberación a los que están en prisión, me envió a proclamar un año aceptable para el Señor. (Isaías 61,1-2: Judaísmo)

La piedad no consiste en volver la mirada hacia Oriente u Occidente. Piadoso es aquel que cree que Alá, en el juicio, en los ángeles, en el Libro y en los profetas; que, por amor a Dios, da sus bienes a los familiares, a los huérfanos, a los necesitados, a los peregrinos y a los mendigos; es aquel que rescata a los esclavos, recita las oraciones y paga el impuesto de los pobres; que cumple sus obligaciones, soportando las adversidades, los infortunios y peligros. Así son los creyentes y los piadosos (El Corán 2,177: Islam).

Se ve claramente la distinción entre pío (justo y misericordioso) e impío (injusto y perverso). En este sentido, las religiones convergen en las virtudes evangélicas y refuerzan la convicción cristiana en la caridad activa y profética, en vista del Reino de Dios en el mundo. Esta convergencia de valores y actitudes consolida una espiritualidad centrada en el amor, y favorece la acción conjunta de las religiones en beneficio de la justicia y de la paz:

Pues el diálogo interreligioso, más allá de su carácter teológico, tiene significado especial en la construcción de la nueva humanidad: abre caminos inéditos de testimonio cristiano, promueve la libertad y la dignidad de los pueblos, estimula la colaboración para el bien común, supera la violencia motivada por actitudes religiosas fundamentalistas, educa para la paz y para la convivencia ciudadana. (Documento de Aparecida 239)

2.7 La iniciación y el discipulado progresivo

Cuando se trata de espiritualidad, las religiones alertan sobre los peligros del individualismo y de las pretensiones desmedidas de quien piensa poder avanzar solo. De allí los grados de iniciación y los estadios a ser recorridos por el neófito (discípulo iniciante) bajo la asistencia de un mistagogo (maestro iniciador). El Hinduismo védico valora la disciplina mental y corporal, con una serie de pasos: abstinencia (yama), observancias ascéticas (niyamas), posiciones del cuerpo (ásana), control de la respiración (pránáyáma), control de los sentidos (pratyahara), entrenamiento de concentración (dhárana), meditación (dhyana) y éxtasis contemplativo (samadhi). Estos pasos son acompañados por el estudio de las Escrituras (Vedas), para que el discípulo reconozca su condición humana, supere la ignorancia y los vicios, entrene las virtudes y alcance el estado de liberación, inmerso en el Uno cósmico-divino (moksha). Ya el Hinduismo devocional se concentra en el conocimiento y la adoración de Krishna, profesado como divinidad personal y misericordiosa: “Yo soy la meta, el sustentador, el testigo, la morada, el refugio y el amigo más querido. Soy la creación y la aniquilación, la base de todo, el lugar donde se descansa y la semilla eterna” (Bhagavad-Gita 9,18). Mientras el Hinduismo Védico fija la mirada al Uno cósmico impersonal, el Hinduismo devocional adora a Krishna como divinidad personal, próxima y benevolente: Amado, Amigo y Compañero. El discipulado sigue un proceso educativo, para perfeccionarse en los buenos hábitos, a la no violencia y al amor por todas las criaturas vivas (ahimsa), la veracidad de los pensamientos, palabras y acciones (satya), la pureza mental y corporal (shauca), la misericordia (daya), con el estudio simultáneo de las Escrituras (Bhagavad-Gita). La finalidad es superar el egocentrismo y disciplinar la inteligencia y los afectos en la adoración a Krishna mediante la vía unitiva: “No puedo adorarte en tu templo, ni invocarte frente a tus símbolos, ni ofrecerte flores mojadas de rocío, porque tú mismo habitas el corazón de las flores. ¿Cómo puedo juntar mis manos e inclinarme en tu honra? Todo esto es, de hecho, un culto imperfecto, porque tú, Señor, habitas en mí” (Tayumana Swami, séc. XVII, apud Acharuparambil, 1984, p. 560).

En otras coordenadas culturales, el Culto de los Orixás practica un largo período de iniciación, ritmado por semanas de aprendizaje y retiro. El neófito dispone su tiempo y su atención a elección por parte de los Orixás: son ellos los que eligen el iniciante para determinados oficios religiosos, al servicio del culto y de la comunidad. Se entrena el respeto, la abnegación, la atención y el conocimiento de los relatos ancestrales. Como no hay escrituras, es de suma importancia ejecutar los ritos con precisión y transmitir los contenidos esenciales en la lengua litúrgica (yorubá), a través de la relación directa con los maestros. Después de la primera iniciación, el adepto pasa de la función auxiliar del culto (ogan) al sacerdocio ancestral, ejercido por hombres (babalorixás) o mujeres (yalorixás). En el culto africano original existía inclusive el oficio de maestro-iniciador (babalaô), que interpretaba los oráculos y transmitía la sabiduría a las nuevas generaciones (cf. Gonçalves da Silva, 1994).

En el campo de los religiones abrahamánicas, la Cábala judaica observa la iniciación tradicional con la circuncisión (milá), madurez (bar-mitzva) y baños de purificación (mikve), acompañada por el estudio de la Ley (Torá), de los Profetas (Nebiim) y de los Escrituras Sapienciales (Ketuvim). Se valoriza el vínculo con la comunidad, bajo la guía de un maestro cariñosamente llamado rebbe (= mi estimado maestro). En la fase adulta, se abre un nuevo ciclo, con el estudio de las doctrinas cabalísticas sobre Dios, la Creación, la Alianza, el Mesías y la Redención, conforme a las diferentes escuelas de enseñanza. Entran en escena, entonces, nuevos textos para ser leídos y comentados, como Sefer Yetsira (Libro de la Creación) y el Sefer ha-Zohar (Libro del Esplendor). En la práctica, la fase adulta del discipulado ultrapasa la edad de cuarenta años, en un recorrido contínuo de estudios y perfeccionamiento, con los siguientes focos: la oración en estado de unión con Dios (kavana); el misterio del Mesías (mashiah); la celebración semanal del sábado, comprendido en sentido místico (shabat); la santidad moral, personal y comunitaria (tzedaká). En suma, todas las religiones valoran la iniciación y el discipulado, tendiendo a la formación continuada de sus adeptos en un camino de perfeccionamiento espiritual.

Tenemos aquí otro aspecto interesante para el cristianismo: no fijarse en las fases pasadas de evangelización, sino reproponer el discipulado progresivo mediante una “nueva evangelización” (cf. Documento de Aparecida, Parte VI). En este sentido, se articulan las siguientes fases complementarias entre sí: kerigma, con el anuncio del amor salvífico de Dios y el diálogo interpersonal; didaché, con la instrucción catequética que profundiza el kerigma; mistagogia, con la escucha de la Palabra de Dios y la experiencia sacramental, en comunidad (cf. Documento de Aparecida 286-300; Evangelii gaudium 160-177).

3 Conclusión

Los tópicos de aprendizaje dialógico (arriba) muestran que cristianos y no cristianos pueden “cooperar para promover los valores humanos y espirituales; podrán, por fin, llevar también al diálogo de la experiencia religiosa, en respuesta a las grandes cuestiones suscitadas en el espíritu humano por las circunstancias de la vida. Los intercambios a nivel de la experiencia religiosa pueden volver las discusiones teológicas más vivas. Y éstas, a su vez, pueden iluminar las experiencias e impulsar relaciones más estrechas” (Diálogo y anuncio 43).

El “diálogo de la experiencia religiosa” nos posibilita reconocer y discernir los valores espirituales de las religiones, apuntando las diferencias y también las convergencias, ya que “la mayor parte de las grandes religiones han buscado la unión con Dios en la oración y también indicado los caminos para obtenerla” (Carta sobre algunos aspectos da meditación cristiana 16). Conscientes de que “la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones existe de verdadero y santo” (Nostra aetate 2), no conviene “despreciar, sin previa consideración, tales indicaciones, solo por no ser de origen cristiano. Se podrá, por el contrario, recolectar en ellas lo que contienen de útil, teniendo el cuidado de nunca perder de vista la concepción cristiana de la oración, con su lógica y sus exigencias, porque solo dentro de esta totalidad estos fragmentos podrán ser reformados e incluidos”  (Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana 16).

Una sugerencia importante para los cristianos “es la aceptación humilde de un maestro experimentado en la vida de oración que conozca sus normas; de este aspecto siempre se tuvo consciencia en la experiencia cristiana, desde los tiempos antiguos, particularmente en la época de los Padres del desierto. El maestro – experimentado en sentire cum ecclesia [sentir con la Iglesia] – no debe solamente guiar y llamar la atención sobre ciertos peligros, pero, como padre espiritual, introducir de manera viva, de corazón a corazón, en la vida de oración, que es don del Espíritu Santo” (Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana 16).

 De hecho, el acompañamiento personal y comunitario de los procesos de educación de la fe y de la espiritualidad en general ha sido una necesidad, aun más en nuestros días. “La Iglesia deberá iniciar sus miembros – sacerdotes, religiosos y laicos – en este arte del acompañamiento, para que todos aprendan a descalzar siempre las sandalias frente a la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Debemos dar a nuestro caminar el ritmo saludable de la proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión, pero que, al mismo tiempo, cure, libere y anime los hermanos a madurar en la vida cristiana” (Evangelii gaudium 169).

Otro resultado valioso del diálogo de las experiencias religiosas son las solicitaciones de relectura y profundidad de nuestra fe cristiana, frente a otra religión. En el encuentro y diálogo sobre los diferentes caminos espirituales, las religiones piden de nosotros la aclaración de los puntos tradicionales del Cristianismo, especialmente sobre la Palabra de Dios, la Trinidad, la comunicación/encarnación del Verbo y la mediación sacramental de la Iglesia. Además de estos puntos tradicionales, puede pasar que el diálogo interreligioso nos solicite desarrollar nuevas perspectivas del dato revelado. Pues “la plenitud de la verdad recibida en Jesús Cristo no da a los cristianos, individualmente, la garantía de haber asimilado de forma plena esta misma verdad. En un último análisis, la verdad no es algo que poseemos, sino una Persona por quien debemos dejar poseernos. Se trata, por lo tanto, de un proceso sin fin. Aunque manteniendo intacta su identidad, los cristianos deben estar dispuestos a aprender y a recibir de los otros, y por intermedio de ellos, los valores positivos de sus tradiciones” (Diálogo y anuncio 49).

Dentro de estas perspectivas de relectura, listamos ocho:

  1. Pneumatología: desarrollar la Teología del Espíritu Santo a partir de la Palabra de Dios y de la Teología de la Gracia, considerando la acción universal del Pneuma en los sujetos, culturas y credos, inclusive sus indicios en la ejemplaridad de los maestros de otras religiones (cf. CTI, El cristianismo y las religiones 50-52 e82-84).
  2. Antropología de la “imago Dei”: examinar los datos de la fenomenología y teología de las religiones, con foco en la humanidad en general y en la persona humana, en particular, como creatura Verbi y capax Dei, interlocutora del diálogo de salvación abierto por la Trinidad y, por lo tanto, intérprete de la Revelación universal (cf. CTI, El cristianismo y las religiones 48, 51, 88-92 e 110-112).
  3. Cristología del Verbo: aclarar la dimensión cósmica y transhistórica de la presencia del Verbo en el universo y en la humanidad, en comparación con la cosmovisión de las demás religiones, particularmente el Hinduismo y el Budismo (cf. CTI, El cristianismo y las religiones 36 e 41-47).
  4. Teología de la Creación: ampliar y tematizar la teología bíblica de la creación, del Primero y del Nuevo testamento, en diálogo con los relatos creacionales/cosmogónicos de las religiones, individualizando las distinciones y las convergencias.
  5. Teología de la Revelación: apuntar los elementos de la Revelación presentes en los relatos, ritos y escrituras de las religiones no cristianas, a la luz de la dogmática cristiana (cf. CTI, El cristianismo y las religiones 88-92).
  6. Fenomenología de la interioridad humana: sistematizar cuánto las religiones registran sobre interioridad humana (consciencia, voluntad, búsqueda de la verdad, memoria, autoconocimiento, conversión) en una perspectiva comparada, para dialogar con la teología de la gracia y la teología espiritual (cf. Diálogo y anuncio 15-18).
  7. Soteriología: ponderar los lenguajes de salvación del cristianismo (redención, cura, nueva creación, reconciliación, justificación, recapitulación) en diálogo con los conceptos y los lenguajes de salvación de las diversas religiones, como liberación/moksha, plenitud/nirvana, despertar/bodhi, benevolencia divina/rahmat (Diálogo y anuncio 29).
  8. Escatología: aproximar la escatología pascal cristiana de la perspectiva escatológica de las religiones, considerando sus emblemas de mundo, sus doctrinas y sus prospectivas en cuanto al futuro y los fines, sea del cosmos o de la humanidad (cf. CTI, El cristianismo y las religiones 113).

Marcial Maçaneiro, PUC PR. Texto original en Portugués.

4 Referencias Bibliográficas

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