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1 Signo, símbolo, lenguaje, cuerpo
2 Referencias Bibliográficas
1 Signo, símbolo, lenguaje, cuerpo
“Aisladas/ las palabras son mudas. / Hombre, mujer,/ amor/, es sonido en línea recta/ y la Tierra es redonda;/el sonido se pierde en la nada./ Las palabras sobreviven unidas unas a las otras en una fuerza de puente para alcanzar el ritmo en el horizonte”. Estos versos del poema A palavra é carente, de Lupe Cotrim Garaude (1961), pueden ser una buena introducción, en lenguaje simbólico, para comprender los sacramentos como “símbolos”.
Por su actividad simbólica, el símbolo se distingue del simple signo, o sea, de la mera acción significativa de las palabras usadas para designar los diversos objetos del mundo. La palabra griega symbolon significa literalmente poner junto, reunir. Lo propio del símbolo es reunir, poner en común, crear comunión. La palabra “rosa” designa un objeto de la naturaleza. La rosa ofrecida como regalo a la persona amada se convierte en símbolo. La significación del símbolo no reside aisladamente en la rosa, ni en el gesto de ofrecer la rosa, ni en la persona que la ofrece o la recibe, sino en la actividad mediante la cual las personas intercambian un objeto, una palabra o un gesto y de esa forma se relacionan, manifiestan sus sentimientos recíprocos y al mismo tiempo descubren su identidad. En otras palabras: la significación del símbolo reside en el lenguaje. El orden simbólico es el medio en el que las personas se encuentran y se revelan y así se construyen y construyen su mundo. En ese orden el vocablo como signo de un objeto se trasforma en símbolo, palabra que une y comunica a las personas.
La acción simbólica forma parte del lenguaje, entendido no apenas como mero instrumento para designar los objetos, sino como medio o ambiente en el que la persona se descubre, se construye y acontece. El lenguaje pone en juego a la persona en cuanto cuerpo ‒ el “yo-cuerpo” ‒ el yo que solamente, en cuanto corporeidad, se relaciona con los otros y con Dios. El cuerpo es el lugar de la articulación simbólica, diferenciada según las orientaciones del deseo del tríplice cuerpo ‒ social, ancestral y cósmico ‒, que constituye al ser humano como sujeto. En el cuerpo se articulan el yo y el otro, la naturaleza y la cultura, el deseo y la palabra. Para la fe cristiana, el cuerpo de Cristo en la tríplice dimensión ‒ terrena, eclesial y celeste ‒ es el lugar de la manifestación de la Palabra eterna de Dios que, por nosotros y para nuestra salvación, se hizo carne en Jesucristo.
Los sacramentos solo son bien comprendidos cuando son pensados como acciones o intercambios simbólicos que envuelven el yo-cuerpo del hombre, el cuerpo eclesial y el cuerpo de Cristo en su relación con el universo. Los sacramentos son acciones litúrgicas de la Iglesia. La asamblea litúrgica ‒ personificación de la Iglesia, cuerpo de Cristo, en un lugar y en un tiempo determinado ‒ es el sujeto primordial de los sacramentos. Cada uno de los sacramentos envuelve y manifiesta la acción sacramental de la Iglesia, sacramento fundamental (Grun-sakrament) que a su vez reenvía al Uhr-sakrament ou proto-sacramento: Cristo, la palabra de Dios hecha carne (Taborda 2005, p. 73 nota 56).
En cuanto sacramento de la unión de los hombres entre sí y con Dios, toda la acción de la Iglesia es sacramental, mediante el culto espiritual que consiste en presentar a Dios el propio cuerpo como sacrificio vivo y espiritual al servicio de los hermanos (cf. Rm 12, 1ss.), siguiendo el ejemplo de Cristo que se ofreció por nosotros en la cruz. Las acciones sacramentales del culto cristiano encuentran su sentido, su plenitud y su verificación en el vivir de los cristianos al servicio de los hermanos en la vida cotidiana. Ellas hacen que “el vivir para” los hermanos sea recibido gratuitamente de Dios como don y gracia al mostrarlo ritualmente, porque el sacramento en cuanto símbolo no remite a algo exterior a sí mismo, sino que introduce un orden del cual él forma parte: la vida en el cuerpo de Cristo. Los sacramentos celebrados en la liturgia son, por eso, momentos culminantes de la vida cristiana, en cuanto vida en Cristo para el servicio del mundo. Introducen en el Misterio pascual, el Misterio del cuerpo de Cristo muerto en la cruz y resucitado por nosotros y para nuestra salvación, mediante el don del Espíritu que forma parte de este Misterio.
Para intentar comprender la eficacia divina de los sacramentos, la teología escolástica utilizó las categorías filosóficas de casualidad eficiente y casualidad instrumental. Esta teología afirma que el Verbo encarnado actúa mediante los sacramentos, de forma semejante al artista que esculpe una estatua sirviéndose de los instrumentos apropiados. La afirmación era verdadera y útil para aseverar que la eficacia del sacramento proviene de ser Dios su autor. Tomás de Aquino construyó una reflexión muy rica sobre los sacramentos, sirviéndose de la analogía y de los conceptos de la casualidad prestados de la filosofía, aunque no deduciéndola de ellos, sino de los datos de la revelación en Cristo. Pero la utilización de casualidades que difícilmente escapan a representaciones de tipo productivista no llega a tocar lo más esencial de la acción sacramental, el orden simbólico. No es de extrañar que la teología posterior que quedó prisionera de esos conceptos, no consiguiese desarrollar la forma específica del actuar sacramental, como lenguaje y cuerpo humanos asumidos por Dios en Jesús Cristo para relacionarse con nosotros. La consecuencia de aquel tipo de reflexión, aliada a otras coyunturas históricas, fue una visión casi mágica del modo de actuar de los sacramentos en no pocos sectores de la Iglesia. No fue, sin embargo, el pensar los sacramentos mediante la causalidad eficiente lo que los expuso a ser considerados como acciones mágicas (Tomás de Aquino no cayó en esta trampa), sino el hecho de que la teología y la práctica sacramentales posteriores no se dejaron guiar constantemente por la revelación divina en Jesucristo.
Actualmente, la teología busca en la acción simbólica un instrumental epistemológico más apropiado para comprender la actuación divina mediante los sacramentos. No se pretende con ello deducir la eficacia sacramental de la noción genérica de símbolo. Se construiría por este camino una nueva escolástica incapaz de dar razón de la práctica sacramental. Lo que se busca es comprender la revelación singular y escandalosa de Dios en el misterio pascual, con la ayuda de la reflexión sobre el lenguaje y el cuerpo como lugares privilegiados de las relaciones entre los humanos. Y así reencontrar-se el sentido originario de los sacramentos que la Iglesia recibe de Cristo en la tradición litúrgica. El fundamento de los sacramentos es el cuerpo de Cristo muerto en la cruz, resucitado y exaltado por Dios por mérito de esa misma muerte y fuente del Espíritu que suscita para Cristo el cuerpo eclesial. Como símbolos del amor “trinitario de Dios”, los sacramentos nos introducen al orden “simbólico” creado por el Misterio pascual, sacramento de la humanidad de Dios. El modo de actuar simbólico nos ayuda a pensar este actuar divino, sin la pretensión de desvelar el Misterio santo del propio Dios revelado en el Misterio pascual, al permitirnos articular los datos de la Revelación con nuestra experiencia cotidiana de ser en el mundo en una relación de alteridad con todos los seres humanos.
El símbolo actúa significando y, por el mismo acto de significar. Conduce a la comunión entre las personas, envolviendo la verdad del ser (ser para, ser en relación) mediante la corporalidad. Un ejemplo de fácil comprensión: el abrazo de la madre al niño, en cuanto implica todo su afecto entregándose al hijo sin reservas, da a éste la conciencia de ser querido y crea lazos imperecederos. La muerte de Cristo en la cruz corona toda una vida de donación incondicional a todos los que se encontraron con él. Contemplada en el interior de la tradición de fe de Israel a la luz de la fe cristiana, revela cuánto Dios ama no apenas a los discípulos del Nazareno, sino a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Amor de Dios que, en el cuerpo del Hijo se entrega incondicionalmente a todos los humanos para que en el Hijo y con el Hijo renazcan para una vida nueva e imperecedera.
Comprender el gesto de Cristo en la cruz, como gesto de amor del Padre a toda la humanidad, simbolizado en los sacramentos, requiere un proceso lento y progresivo de comunión, como el requerido entre la madre y el hijo para que su abrazo sea símbolo de amor. La práctica de la Iglesia y el surgimiento progresivo de los sacramentos así lo muestran. Los sacramentos nacen alrededor de la mesa en la que se celebra el memorial de la entrega de Cristo por nosotros, y son siempre acompañados del sacramento de la Palabra que proclama su significación singular hasta el punto de revelar, en la muerte de un judío crucificado, el don – la auto-comunicación ‒ del propio Dios a la humanidad. Para comprenderlo no basta narrar los eventos de la vida de Jesús. Es necesario escuchar al propio Dios, expresando en memorial de esos eventos su amor por Israel y por toda la humanidad. De esta manera, se comprende por qué la memoria de la entrega de Jesús en la cruz celebrada en la liturgia, fue siempre precedida por la lectura de las Escrituras judaicas y también por qué son leídas las cartas de los apóstoles. Al encontrarse con personas que, no siendo judías, buscaban en Jesús la salvación, los apóstoles se vieron obligados a reinterpretar las antiguas escrituras, a la luz del recuerdo de Jesús. ¿Cómo podría Dios actuar por medio de Jesús si su recuerdo no hubiera sido significativo para los que participaban en las celebraciones de la Iglesia?
Pensar un sacramento implica pensar su ritual como verdadero intercambio simbólico entre Dios y el oyente de su Palabra, que es tocado por el rito como gesto divino de salvación. La acción sacramental no puede ser reducida a lo que la escolástica consideraba materia y forma del sacramento, bajo la pena de caer en un sacramentalismo mágico. Para actuar mediante el sacramento, el rito litúrgico debe introducir a quien lo recibe, de forma real, en el orden simbólico del Misterio pascual que se manifiesta en la práctica litúrgica. Ésta muestra el sentido de los sacramentos mucho mejor que una reflexión teológica que no nazca de la propia celebración. Todo el ritual de la celebración de los sacramentos forma parte de ellos y no puede ser considerado como accesorio dispensable sin negar su esencia: ser acciones simbólicas cuyos actores son el propio Dios y la Iglesia. Se recupera así en la reflexión teológica la sacramentalidad de la liturgia de la Palabra, olvidada durante siglos por la teología sacramental, como protestó Lutero. La proclamación de la palabra acompaña siempre el gesto sacramental y forma parte de él, no pudiendo ser comprendida como una palabra humana, preparatoria o explicativa del gesto sacramental, sino como Palabra del propio Dios y de su Hijo Jesús Cristo en la comunión creada por el Espíritu en la acción litúrgica.
Se recupera también lo que la práctica sacramental nunca abandonó, aunque a veces lo ocultase: el sujeto prioritario del sacramento es la asamblea litúrgica ‒ como ya fue mencionado ‒ y no apenas el individuo que lo recibe. Basta un ejemplo para mostrar su importancia y comprender así los sacramentos como acciones simbólicas del propio Dios para la Iglesia. El bautismo de los niños antes del uso de la razón siempre causó dificultades para entenderlo como sacramento. La causa precisa de esto es el hecho de que, en la forma como a veces se celebra el bautismo, se oculta el sujeto prioritario del sacramento que es la Iglesia, la asamblea litúrgica. Cuando, siguiendo la recomendación de la Sacrossanctum Concilium, el bautismo de los niños es celebrado durante la eucaristía dominical y realizado en etapas, (posibilidad ya prevista en la adaptación del ritual en Brasil), se revela con claridad el intercambio simbólico entre Dios y la asamblea. Ésta recibe en sus brazos y presenta a Cristo un nuevo miembro, sumergiéndolo en la fuente bautismal, en brazos de los padres y los padrinos, como primer gesto de un proceso “sacramental” de iniciación del nuevo miembro a la propia vida de la comunidad. Todo esto es profundamente verdadero y trasparente en una asamblea que cada domingo celebra el Misterio Pascual como la verdad más arraigada de su vida – vida en Cristo, vida recibida a cada instante del Espíritu, el don del Padre – que desea y espera que también sea la verdad de la vida del niño recibido en la asamblea litúrgica comprometida a cuidar de él.
La renovación conciliar de la Liturgia, que todavía deberá andar un largo y arduo camino, no es innovación. Arraigada en más legítima tradición, devolverá progresivamente a los sacramentos su lugar original, la liturgia de la asamblea dominical que celebra la Pascua del Señor. Así los sacramentos resplandecerán como momentos culminantes del encuentro del hombre con Dios, que viene a su encuentro en Jesús Cristo, en el cuerpo eclesial que el Espíritu da al Señor resucitado.
Esto, sin embargo, no será transparente para un mundo en que infinidad de seres humanos es víctima de la violencia y de la injusticia, si las comunidades no viven lo que celebran: Dios revelado, proclamado y adorado en la cruz de su Hijo, víctima de la violencia del mundo por haber anunciado la escandalosa noticia de que la invocación del Dios verdadero solo puede nacer de la búsqueda de su rostro en los pobres y en los excluidos por los poderes del mundo. Excluidos hasta por las religiones, cuando se construyen a imagen de los poderes mundanos. ¡Rostro de Dios revelado escandalosamente en un hombre declarado maldito en nombre de la religión (cf. Gal 3,10-13)! Por eso el sacramento, en cuanto introducción del hombre en el orden simbólico mediante el cual Dios, por pura gracia, entra en relación con todos los hombres en su hijo Crucificado solo puede ser comprendido por quien, siguiendo el camino de Jesús, esté dispuesto a perder la vida por amor a los hermanos.
Y aquí surge una paradoja de la fe cristiana. Los sacramentos que crean la identidad cristiana de cuantos los celebran y reciben -por ellos- la vida verdadera como don de Dios, obligan al cristiano a afirmar que el don recibido no es privilegio que lo separa de los otros, sino misión de anunciar a todos, como una buena noticia, el amor divino, experimentado en el crucificado, como amor a todos los humanos, sin fronteras de religión. Explicar esto, sin relativizar el Misterio divino revelado en Cristo y sin negar la presencia de Dios en los caminos de las religiones, implicaría desarrollar complejas reflexiones de Cristología y Soteriología. Pero es oportuno decir en esta simple introducción al sacramento como símbolo que la celebración de los sacramentos, para ser significativa para los cristianos en el mundo de la comunicación globalizada, debe también hacer transparente este aspecto mediante el propio ritual.
Juan Ruiz de Gopegui, SJ. FAJE, Brasil. Texto original portugués.
2 Referencias bibliográficas
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