Índice
1 Lecciones de la historia
2 ¿Ética humana o moral religiosa?
3 Un doble planteamiento en la moral actual
4 La urgencia de un planteamiento científico
5 La búsqueda del mayor bien
6 Consciencia, tema central
7 El pecado y la culpa
8 El pecado social y las estructuras de pecado
9 Referencias Bibliográficas
1 Lecciones de la historia
No cabe duda que la Teología moral ha sufrido una fuerte devaluación en nuestro mundo actual. Muchas personas educadas en un ambiente cristiano han dejado de creer en las enseñanzas éticas recibidas. Durante mucho tiempo, sin embargo, tuvo una fuerte influencia entre los creyentes para orientar su vida concreta. Se consideraba como una manifestación explícita de la voluntad de Dios que la Iglesia podía interpretar y aplicar a las distintas situaciones. La promesa del Espíritu le otorgaba una firme garantía para que no se equivocara en sus enseñanzas. A los fieles no les quedaba otra alternativa que la obediencia y sumisión.
Es verdad que, aunque se fomentó su estudio en buenas Universidades bajo la enseñanza de grandes teólogos que nunca faltaron a lo largo de la historia, su interés se centró, sobre todo, en ayudar a los confesores para el ministerio de la reconciliación. El sacerdote manifestaba el perdón y la misericordia de Dios pero necesitaba también, como juez, el conocimiento exacto sobre la gravedad e importancia del acto cometido. La mayor parte de los textos de moral, hasta tiempos muy recientes, se habían convertido en verdaderos pecatómetros que medían con exactitud e imaginación todas las posibilidades existentes (casuística).
Esta orientación prioritaria no evitó, sin embargo, las múltiples discusiones que se han dado a lo largo de la historia sobre temas que hacían referencia a determinados planteamientos éticos. Basta recordar, por ejemplo, las diferentes maneras de armonizar las exigencias de la ley con las decisiones de la propia conciencia. Los llamados (sistemas morales) no hacen referencia, como podría parecer, a los grandes fundamentos de la moral, sino a la proporción diferente que se defendía entre la obligación legal y la libertad de cada persona para determinar su opción en las diferentes circunstancias. Aunque las acusaciones de otros tiempos nos parecen hoy superadas, no cabe duda que siguen teniendo su influencia para evitar o inducir hacia una visión más o menos rigorista (rigorismo).
Lo mismo ha sucedido con el núcleo básico de la moral. Es decir, cuáles son aquellas fronteras fundamentales que nunca se podrían traspasar (ley natural). Su existencia ha sido utilizada en bastantes ocasiones para imponer determinados comportamientos. Lo que pertenece a ese ámbito gozará de mayor consistencia, pero el peligro de ampliar sus límites ha sido también una realidad histórica. Hasta dónde llegan sus exigencias sigue siendo un planteamiento que no termina de aclararse por completo. Sobre todo, cuando entre los mismos autores clásicos no se llegaba a una misma explicación.
Para evitar un pluralismo que pudiera resultar peligroso para la comunidad eclesial, la Iglesia había encontrado en su magisterio un apoyo muy importante. La diferencia clásica entre ética y moral encontraba aquí su punto de partida. La moral tenía su origen en la palabra de Dios que la Iglesia, con una especial ayuda del Espíritu, tiene que interpretar e imponer con su autoridad en las diferentes situaciones históricas y personales. Mientras que la ética se basaba en las exigencias de la razón, que no ofrecía mayor seguridad y estaba sujeta a los errores humanos. Se indicaba, incluso, que sus propias conclusiones deberían subordinarse a los contenidos de la moral. La filosofía quedó relegada, durante mucho tiempo, a ser simplemente una ayuda para la fe. No en vano se la consideró como una esclava de la teología. No cabía otra respuesta que la obediencia y sumisión, pues el remordimiento y la amenaza de una condena constituían un resorte de extraordinaria eficacia.
Se hacía inevitable, por tanto, el planteamiento de un nuevo problema. Como seres racionales, debemos actuar con un convencimiento interior que justifique la conducta que adoptamos. Un esfuerzo de explicación racional para que nuestro comportamiento resulte sensato y comprensible. Pero, como creyentes, tampoco podemos eliminar nuestra dimensión trascendente que nos hace encontrar en Dios la explicación fundamental de nuestra vida. La escucha y docilidad a su palabra forma también parte de nuestros presupuestos éticos.
2 ¿Ética humana o moral religiosa?
El problema metodológico que entonces se plantea es saber dónde encontrar nuestro punto de partida. Si partimos de la razón para construir una ética humana, razonable, válida y universal para todos. O si es la revelación la que nos ha de garantizar, como creyentes, la firmeza y la seguridad plena de nuestra conducta. Excluimos ahora las posturas extremistas de los que niegan, por una parte, el recurso a la fe para defender una plena autonomía humana; y los que desean, por otra, recurrir solo a la palabra de Dios.
La ética secular sería un buen representante de la primera opción. Proclama y defiende la consistencia humana de las normas y deberes, sin valerse de otras justificaciones externas. En la divinidad se encontraba la respuesta a la ignorancia que impedía descubrir una fundamentación racional. La hipótesis de un Dios que revela o de una Iglesia que enseña con autoridad ha pasado al museo de la historia. El progreso científico ha certificado su muerte definitiva.
La respuesta protestante, por el contrario, defiende un radicalismo antagónico. Para el cristiano no cabe otra opción que una ética puramente religiosa. Solo se puede actuar con rectitud, cuando uno se hace oyente de la palabra para dejarse dirigir por el mensaje de la revelación. Cualquier otro intento de orientar la vida, mediante los valores humanos, llevará a un fracaso absoluto, ya que no existe en nosotros ninguna capacidad de descubrir el bien con nuestros propios medios. Ningún moralista puede usurpar el trono de Dios para determinar lo que es bueno y lo que resulta inaceptable, como si tuviera la misma competencia que solo a Él pertenece. Se da una manifiesta contradicción entre los imperativos éticos y las exigencias religiosas. A nivel religioso, la única categoría ética es la del absurdo, como la actitud desconcertante de Abrahán que, por obedecer a Dios, está dispuesto a sacrificar a su propio hijo.
No pretendo ahora explicar los matices existentes en ambas posturas. Solo quiero resaltar que, dentro del catolicismo, se ha defendido siempre una postura intermedia. La dimensión humana y religiosa no son dos realidades excluyentes ni contradictorias. Entre la fe y la razón se da una armonía complementaria, sin que ninguna pierda su valor y utilidad. Se pretende una ética que sea profundamente religiosa, sobrenatural y trascendente, pero que no deje de ser, al mismo tiempo, auténticamente humana, racional y comprensible.
3 Un doble planteamiento en la moral actual
El acuerdo sobre este presupuesto de base alcanza una plena unanimidad entre los autores católicos. Sin embargo, la insistencia y el énfasis que se ponga sobre cada uno de ellos dan lugar a un doble planteamiento, que se ha convertido hoy en un tema polémico dentro de la comunidad eclesial. Se trata de inclinarse hacia una ética autónoma, donde se subraya más la racionalidad de los contenidos éticos, o una moral de fe, en la que se da una mayor primacía a los datos de la revelación. El problema no es solo una cuestión especulativa, sino que preocupa por sus implicaciones pastorales.
En síntesis, podríamos decir que la ética autónoma tiene una mayor confianza en la capacidad de la razón humana, a pesar de sus limitaciones y condicionantes. Pretende hacer comprensibles los valores éticos en un mundo secular y adulto, que pide una explicación racional para su propio convencimiento. El creyente sabe que esa capacidad le ha sido dada como regalo de Dios (autonomía teónoma), pero sin que destruya su justificación humana. Mientras que la moral de fe manifiesta ciertas reservas hacia este planteamiento. Cree que es demasiado ingenuo y optimista, pues sin la ayuda de la revelación volveríamos a caer en muchos errores. Hay que reconocer que Juan Pablo II terminó siendo un entusiasta defensor de la primacía y necesidad de la fe, por encima de cualquier intento de fundamentación humana.
La pregunta, en el fondo, radicaría en saber si una moral es posible sin la fe, o si ésta añade contenidos éticos que no serían descubiertos sin la ayuda de la revelación. O dicho de otra manera, aceptar que los valores que humanizan a la persona, pueden o no pueden ser descubiertos sin ayuda sobrenatural. De la decisión que se tome ante esta alternativa se admitirá una moral específicamente cristiana, cuyos contenidos no se conocen desde otra perspectiva. O se reconoce, aunque no se tenga en cuenta la dimensión sobrenatural del creyente, que podemos encontrar una plataforma bastante común, patrimonio de todos los seres humanos.
Las divergencias inevitables no se basan solo en estos diferentes presupuestos. Todo valor ético es una llamada que sentimos para realizarnos como personas. Nacemos sin estar hechos, y no es posible alcanzar esa meta dejándose llevar por las pulsiones primarias que se experimenta. El ser humano, a través de las renuncias y gratificaciones que experimenta en su educación, tendrá que descubrir qué configuración desea darle a todos los elementos que encuentra en su naturaleza. La ética no es nada más que el estilo de vida que cada uno quiere darle a su existencia.
El mismo Santo Tomás, cuando explica en qué consiste la ofensa a Dios, lo hace desde una óptica profundamente humanista: “Dios no es ofendido por nosotros, sino en la medida que actuamos contra nuestro propio bien” (Suma contra los gentiles, III, 122).
4 La urgencia de un planteamiento científico
Quiero decir, que todo lo que en moral se considera inaceptable o, desde el punto de vista religioso, se cataloga como pecado, tampoco es, desde una perspectiva humana, la mejor manera de realizarse como persona.
Todo esto significa que no es posible una moral auténtica que no se apoye en presupuestos científicos, pues de lo contrario supondría la defensa de una moral sin fundamentación. La dificultad radica, entonces, en que no siempre la ciencia ofrece conclusiones unánimes para la valoración de una conducta. El campo de la bioética es un ejemplo manifiesto de esta dificultad. Como tampoco supone ningún descrédito que, con el avance y los nuevos descubrimientos de las ciencias, hayan de replantearse las soluciones aceptadas con anterioridad o darles una interpretación diferente para integrar las nuevas posibilidades.
En estas situaciones, existe el peligro de que la moral se convierta en un obstáculo para el mismo progreso, al condenar de inmediato cualquier nueva posibilidad que no se ajuste por completo a la enseñanza anterior. El conflicto surge, entonces, entre la fidelidad a un valor, tal y como se había presentado en la tradición, y la fidelidad a una nueva verdad que va enriqueciendo lo anterior. La misma cultura, que va evolucionando con el tiempo, ofrece perspectivas diferentes para valorar cualquier realidad. Incluso, dentro de un mismo ámbito cultural, como el de la misma Iglesia, se han dado cambios significativos que repercuten en la formulación de la ética concreta. Durante muchos siglos se aceptó con naturalidad el fenómeno de la esclavitud; y casi nadie se escandalizaba de que los herejes fueran quemados en la hoguera.
Finalmente, existe hoy una doble forma de aplicar a la realidad algunos valores éticos. Lo que en teoría se presenta como un principio válido y aceptado, hay situaciones concretas en las que no se puede aplicar. Valores evidentes y aceptados, como no mentir, respetar la vida, pagar lo que cada uno se merece, etc., habrá que analizar si vale la pena cumplirlos, en la hipótesis de que provoque males peores. La misma moral tradicional, cuando una misma acción implicaba consecuencias buenas y negativas, afirmaba que, en caso de perplejidad, cada cual debía elegir el mal que le pareciera menor. El principio llamado del doble efecto, la ley de la gradualidad, la distinción entre cooperación material y formal, la virtud de la epiqueya… indicaban que no se puede valorar una acción mientras no se considere cómo se realiza en concreto.
5 La búsqueda del mayor bien
Hay que descubrir, por tanto, cuál es el valor superior, que hemos de buscar por encima de todo. O si para evitar alguna consecuencia negativa peor, habría que optar por la eliminación de algún bien. Esta moralidad concreta se busca hoy por un doble camino, a través de una argumentación deontológica, o por medio de un razonamiento teleológico. La diferencia entre ambas posturas podría sintetizarse de la siguiente manera. Una teoría normativa será deontológica cuando la moralidad de un comportamiento concreto se deduzca por el análisis de su propia naturaleza, sin darle ninguna importancia a las consecuencias o efectos negativos que pudieran derivarse de ella (Deontología). Mientras que la teleológica, por el contrario, aunque tenga también en cuenta la naturaleza de la acción, no se atreve a valorarla hasta no considerar las consecuencias que produce (Teleología).
No me parece que esta última, hacia la que se inclina hoy una mayoría de moralistas, vaya contra las enseñanzas fundamentales de la Iglesia, aunque la doctrina más oficial le ponga muchos reparos. Ni que con este planteamiento se caiga en una moral de la pura eficacia o de los beneficios inmediatos. Tampoco se niega la existencia de las llamadas acciones intrínsecamente pecaminosas, cuando no existe ninguna razón o motivo, que pudieran justificar su no cumplimiento. Pero también es cierto que no siempre coinciden en la misma valoración.
6 Conciencia, tema central
A partir de su comprensión como el nucleus secretissimus atque sacrarium hominis, in quo solus est cum Deo (San Agustín), el Concilio Vaticano II define la doctrina de la conciencia:
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo (Gaudium et spes, n. 16). ” (Gaudium et spes, 16).
Llamado a la comunión con Dios, el ser humano está en permanente escucha -de su Palabra y la conserva en su corazón (Jr 17,1; 31,31-34; Ez 14,1-5; 36,26), cuyo único habitante es Dios (Jr 11, 20). El Evangelio de Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11, 28-30), germina en lo más íntimo de la persona (Mt 13, 19). De este núcleo brotan las palabras, las actitudes y comportamientos humanos (Mc 7, 18-23). El apóstol Pablo interpreta la tradición semítica del corazón y la traduce en la noción griega de conciencia (syneidesis) como la expresión interior de la nueva criatura y de su existencia en Cristo (Hb 9, 12).
La llave de la compresión de la moral Cristiana es el discernimiento (dokimázein): la capacidad de tomar, en una situación dada una decisión moral según el Evangelio y con el conocimiento de las implicaciones de la historia de la salvación. El discernimiento apunta al carácter pneumatológico de la conciencia. El contenido primario del discernimiento cristiano es la voluntad de Dios en Jesucristo (Rm 12,2; Ef 5, 17). El discernimiento es el propio ejercicio de la conciencia, es la conciencia moral adulta en acción (Hb 5,14). La Iglesia se presenta como una comunidad de discernimiento: “que puedas discernir lo que es mejor o lo que es bueno, lo que es más importante o lo que más conveniente y agradable a Dios” (Rm 2, 18; 12, 2; Fl 1, 10; Ef 5, 10). Esta perspectiva es el fundamento del sensus fidelium. “Los fieles laicos deben ser concientes no solo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 899). Todo bautizado tiene el derecho, en razón de su propio conocimiento, competencia y reconocimiento, de manifestar a la comunidad eclesial su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia.
La libertad de conciencia tiene la última palabra al respecto de las prescripciones morales concretas de la Iglesia. Cada fiel, siendo interpelado por su conciencia, por la Palabra de Dios y por la Tradición está llamado a asumirse haciendo la elección ética de forma responsable. Nadie puede ser forzado a actuar contra la propia conciencia ni siquiera en asuntos relacionados a la religión (Código de Derecho Canónico, 748, 2): “La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1778 – citado del Cardenal Neumann). La decisión personal adquiere así un relieve extraordinario (Decisión moral). Solo la propia (conciencia) tiene la última y definitiva palabra para la moralidad de nuestras acciones, pero sin olvidar tampoco la validez y obligatoriedad de las normas éticas (Norma moral).
Se podría decir que para el legalista, la norma conserva siempre su validez, como el camino más seguro para no equivocarse. El antinomista, por el contrario, anula su validez para seguir los dictámenes de su decisión personal (Ética de situación). Mientras que la persona madura acepta, por una parte, la obligatoriedad de las exigencias éticas, pero sabe también subordinarlas cuando se enfrenta también a otros valores más importantes, con tal de que tales acciones no se consideren intrínsecamente pecaminosas, como ya hemos dicho.
Esta visión personalista de la conciencia integra armoniosamente la dialéctica entre la doble dimensión objetiva y subjetiva de la moral, sin caer en los extremismos de una moral legalista o de una ética subjetiva. Una pedagogía de la moral debería consistir en despertar conciencias libres y responsables, que se dejen conducir siempre por la llamada del mayor bien.
7 El pecado y la culpa
Como ha sucedido también con otros temas, la imagen del pecado ha sufrido un cambio profundo en nuestra sociedad. La misma Iglesia, en algunos de sus documentos, ha manifestado su preocupación. También aquí son muchos los factores que han provocado esta situación, como puede verse en la Exhortación Apostólica sobre la Reconciliación y la Penitencia, de Juan Pablo II. Apunto con brevedad tres aspectos que me parecen importantes.
El primero, sin duda, es la pérdida de la visión sobrenatural. Lo terrible de un accidente no es que el coche haya quedado destrozado, sino la vida que se perdió entre sus restos. Pecar no es simplemente quebrantar una ley, o no cumplir con una obligación, sino que implica la ruptura de una amistad con el Dios que nos salva. Cuando esa dimensión trascendente se difumina, como acontece en nuestras sociedades secularizadas, la imagen del pecado también desaparece (Pecado).
Incluso son muchos los que no quieren reconocer la propia culpa, como si fuera una decisión que brota de la propia (libertad). El error y la equivocación forman parte de nuestro patrimonio, como una consecuencia inevitable de nuestra finitud. La falta, sin embargo, no se debe a la libertad de quien así actúa, sino que constituye un fallo del que nadie puede sentirse responsable. Es un acontecimiento que molesta y duele, porque afecta a las fibras más íntimas de la personalidad pero, sobre el ser humano, aunque cometa el mal, no es posible lanzar ninguna condena acusatoria. Nadie elige algo en su contra y, por eso, cuando rechaza a Dios o resiste a la llamada de un valor ético, es por haber encontrado otra atracción por la que se siente inevitablemente seducido, sin otra posibilidad de elección.
Aunque parezca extraño, no es fácil una prueba evidente de nuestra libertad. El que se empeñe en negarla verá, detrás de cada elección, el mundo de ciertas experiencias, presiones, recuerdos, intereses, expectativas, etc., que inclinan la balanza hacia un lado de manera inevitable. La hipótesis de su existencia, sin embargo, no es un dato anticientífico. Los múltiples mecanismos que la amenazan no tienen por qué destruir la capacidad básica de autodeterminación. Pero tampoco hay que defenderla con una excesiva ingenuidad. Son muchos los factores que la condicionan, aunque no la eliminen. Es posible que, a veces, queramos y no podamos, pero lo más normal es que podamos y no queramos. La libertad es también una conquista, que cada persona ha de realizar con su esfuerzo (Libertad).
La persona que no ha querido responder a la llamada de un valor que lo deshumaniza, o como creyente se ha cerrado a la amistad con Dios, es lógico que experimente por dentro un cierto malestar. El fracaso de un proyecto humano o religioso, aunque no sea absoluto y definitivo, tiene que producir ciertas reacciones interiores que no la dejan tranquila e inmutable, como si nada hubiera pasado. La culpabilidad, como el dolor o la fiebre en los mecanismos biológicos, hace sentir el mal funcionamiento de la persona y el deseo de una curación eficaz.
Este sentimiento de culpa podría estar provocado por diferentes factores. Una sensación de angustia por el temor a una pérdida, o por el miedo a un castigo. Lo que duele no es el mal hecho, sino las malas consecuencias que de él se derivan. En otras ocasiones, es la herida que causa el propio narcisismo. Es un hecho que destruye el yo ideal, que humilla y destroza, con un remordimiento que se hace compañero constante del camino. Cuando, en su naturaleza más profunda, radica en la pena por haber atentado contra mi propio bien, provocado un daño a los demás y, sobre todo, haber roto mi amistad con Dios (Culpa).
8 El pecado social y las estructuras de pecado
El concepto de pecado se había analizado siempre con una visión demasiado individualista. Lo importante era no sentirse culpable de la actuación individual. Si a pesar de la propia honestidad continúa existiendo el pecado, semejante situación será entonces producto de las otras personas, que colaboran con el mal existente. Un planteamiento como éste se hace por completo incomprensible en nuestra cultura actual donde la dimensión política alcanza un relieve extraordinario.
El Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno había desenmascarado con claridad esta postura: “La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista” (n. 30).
El pecado social es una realidad evidente, como han subrayado los obispos latinoamericanos del CELAM. El documento de Medellín (1968) afirma que “cuando se habla de una situación de injusticia nos referimos a las realidades que expresan una situación de pecado” (Medellín, doc. Paz, n. 1). El documento de Puebla (1979) constata que existen mecanismos perversos que provocan y sustentan una situación de pecado (Puebla, n.1135) y que existe un “sistema marcado por el pecado” (n. 92). Existen, además, “estructuras creadas por los hombres en las que el pecado de sus autores imprime su marca de destrucción” (n. 281). De manera contundente, afirma: “Son muchas las causas de esta situación de injusticia, sin embargo, en la raíz de todas ellas se encuentra el pecado, tanto en su aspecto personal como en las propias estructuras” (n. 1258).
También Juan Pablo II denunció que el mundo contemporáneo vive bajo el dominio de un sistema basado en “estructuras de pecado” (Sollicitudo rei socialis, n. 36-37). El Papa Francisco llama la atención para la innegable actualidad de las palabras de su antecesor: “Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor” (Evangelii Gaudium, n. 59).
La reflexión fundamental podría centrarse en torno a esta pregunta básica: ¿Cuál ha de ser la actitud ética y cristiana de la persona consciente de su compromiso, frente a las injusticias y pecados sociales que no dependen de ella ni podrá eliminar? En esa dirección, Papa Francisco apunta la esencia de la moral cristiana que debe inspirar actitudes morales concretas: “Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro” (Evangelii Gaudium, n. 39).
Eduardo López Azpitarte, SJ. Facultad de Teología, Granada, Espanha.
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