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Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos (RICA)

Índice

1 Introducción

2 La necesidad pastoral actual

3 La estrutura

4 El contenido

4.1 La primera etapa de la iniciación

4.1.1 El pre-catecumenado

4.1.2 El catecumenado

4.2 La segunda etapa de la iniciación

4.3  La tercera etapa de la iniciación

4.3.1 Los sacramentos (àSacramentos, centro dE LA liturgia)

4.3.2 La mistagogía

4.3.3 Orientaciones y adaptaciones

5 Conclusión

Referencias

1 Introducción

A petición del Concilio Vaticano II (SC, n.64, CD, n.14, AG, n.14) se restableció el catecumenado de adultos, culminando, tras la consideración de las experiencias de catecumenado en diversos países, en la publicación  del RICA, en 1972. El propio deseo concilial de restaurar el catecumenado expresa la conciencia de que la iniciación cristiana (à INICIACIÓN CRISTIANA) de entonces había perdido, al menos en parte, su sentido originario.

De hecho, la iniciación cristiana comprendía, hasta el siglo V, las siguientes etapas: 1) El anuncio de Jesucristo para suscitar la fe y la conversión; 2) el catecumenado, con una duración aproximada de tres años; 3) inscripción de los elegidos y protocatequesis (homilía) por el obispo, durante la cuaresma; 4) catequesis mistagógica, durante el tiempo pascual. (CAVALLOTTO, 1996, p.8-11).

A partir del siglo V, con la conversión masiva de cristianos, las exigencias pastorales acabaron por simplificar drásticamente la iniciación cristiana. Se profundizó paulatinamente la separación entre liturgia y catequesis. Se perdió la unidad de los tres sacramentos de la iniciación: bautismo, crisma y eucaristía (ANCILLI, 1985, p.200). Por último, hasta el Concilio Vaticano II la catequesis quedó prácticamente reducida a la transmisión de verdades conceptuales, en detrimento del lenguaje litúrgico-simbólico de la patrística; y los sacramentos pasaron a ser comprendidos a partir de categorías filosóficas tales como hilemorfismo, causalidad, sustancia, etc. (CHAUVET, 1988, p.87). Es cierto que en ese largo período no faltaron intentos aislados de restauración de la iniciación cristiana, pero no alcanzaron gran éxito.

Además, detrás del restablecimiento del catecumenado, se encuentra no una mera vuelta al pasado de la iniciación cristiana, sino la recuperación de un dato fundamental de aquel período, la centralidad del misterio pascual de Cristo. Obviamente, esa centralidad del misterio estuvo siempre “supuesta”, pero no siempre “significada”. Esta sutil distinción entre “suponer” y “significar” (bezeichnen), propuesta por K. Rahner (RAHNER, 1967, p.145-7), nos ayuda a percibir que, de tanto estar implícita, la centralidad del misterio pascual de Cristo acabó por quedarse en segundo plano, si no hasta olvida, como insinúa el propio Concilio (SC, n.21).

Ahora bien, es sólo a partir del encuentro personal con el misterio de Cristo que se inicia el proceso de la conversión que culminará en la adhesión libre a su persona y misión, como explicita la Introducción al Rito de la Iniciación Cristiana de Adultos, n.1:

Este rito de iniciación cristiana está destinado a adultos que, iluminados por el Espíritu Santo, oyeron el anuncio del misterio de Cristo y, conscientes y libres, buscaban al Dios vivo y comenzaron el camino de la fe y de la conversión. Por medio de él, serán fortalecidos espiritualmente y preparados para una fructuosa recepción de los sacramentos en el tiempo oportuno.

 En esta breve introducción aparece todo un horizonte de “vuelta a las fuentes”, como deseaban los padres conciliares. La mención a la iluminación por el Espíritu se refiere al contexto profundamente mistagógico de la iniciación cristiana de los primeros siglos, caracterizada, entre otras cosas, por una pneumatología y una cristología más explícitamente desarrolladas. La expresión “oyeron el anuncio” se refiere a la evangelización o anuncio querigmático, que antecedía a la iniciación cristiana y a ella conducía. Luego, la primacía del proceso de atracción y conversión a la fe cristiana pasaba por el anuncio del kerygma y no tanto por el anuncio de verdades abstractas. Por último, el indicador de una verdadera iniciación a la fe cristiana se daba no tanto por el dominio cognitivo de la doctrina, sino sobre todo por la conversión ética, testimoniada particularmente por los que más cerca acompañaban al catecúmeno.

El RICA, por lo tanto, no es mera recopilación de rúbricas, gestos y palabras normativamente establecidas. Es, ante todo, un itinerario que nació en el seno de las primeras comunidades cristianas, con el propósito de conducir no sólo a aquel que desea adherirse a la fe cristiana, sino, junto con él, a toda la comunidad de los fieles al buceo en el misterio pascual de Cristo. Se trata del carácter eminentemente soteriológico de la iniciación cristiana. Por eso el ritual no se destina tan sólo al catecúmeno, sino principalmente a la comunidad cristiana (RICA, Observaciones preliminares generales, n.7) que una y otra vez “vuelve a las fuentes” de su propia razón de existir, porque es “ecclesia semper initianda ” (OÑATIBIA, 2000, p.6). De ahí la importancia de la unidad entre catequesis, iniciación cristiana y liturgia (DGC, n.66). En fin, la iniciación cristiana es algo que concierne a toda la comunidad cristiana (RICA, n.41).

2 La necesidad pastoral actual

Considerando el hecho innegable de que una porción significativa de los bautizados católicos no tuvo propiamente una iniciación cristiana; que los países de misión y hasta los países que antes eran predominantemente católicos,  ahora se enfrentan a un significativo contingente de adultos que se convierten al cristianismo católico; que todavía persiste en nuestros días una comprensión débil de la vida cristiana como frecuencia a la liturgia y defensa de algunas verdades de fe, sin la consiguiente implicación ética; que la propia liturgia es a menudo desfigurada por el ritualismo y el rubricismo; y que aún permanece cierto distanciamiento entre catequesis, iniciación cristiana y liturgia, se comprende, al menos en parte, por qué razón todavía urge que la comunidad cristiana “vuelva a las fuentes”.

Si por un lado esa “vuelta a las fuentes”, alentada por los padres conciliares, puede ser comprendida como un llamamiento para retornar a la tradición más antigua de la fe, por otro, se puede también comprender, de modo aún más radical, como vuelta a las fuentes de los sacramentos de la iniciación cristiana y, por consiguiente, a la fuente bautismal. Es aquí donde el RICA ofrece a toda la comunidad cristiana una “rica” posibilidad de renovación, en la medida en que su progresiva implementación puede conducir a todos los fieles a reencontrar no sólo las razones de su fe, sino el propio “autor y consumador de la fe “(Hb 12,2).

3 La estrutura

En cuanto a la estructura, se puede notar que cada conferencia episcopal hizo pequeñas adaptaciones, en función de las necesidades pastorales locales.

En líneas generales la estructura básica del RICA es la siguiente:

  • Observaciones generales preliminares sobre la iniciación cristiana
  • Introducción al Rito de la iniciación cristiana de adultos
  • El catecumenado y sus etapas:
    • 1ª etapa:
      • Entrada: acogida, presentación, exorcismos, entrega de los Evangelios;
      • el Catecumenado: exorcismos, bendiciones, unción, entrega del Símbolo, entrega de la Oración del Señor;
    • 2ª etapa: Tiempo de la purificación e iluminación:
      • Elección
      • el triple escrutinio
    • 3ª etapa: Sacramentos de la iniciación cristiana
      • el Bautismo, la confirmación y la eucaristía
      • Mistagogía
    • Ritos especiales: ritos simplificados / abreviados, para adultos ya bautizados, para niños, para acogida de los bautizados válidos en otras tradiciones cristianas

En la propia estructura del RICA ya aparece claramente el rescate de la gradualidad del proceso de introducción al misterio de la fe cristiana. Además, el RICA demarca claramente la necesidad de un rito distinto para el bautismo de adultos y otro para el de niños, realidad que pastoralmente aún no había sido solucionada en todas partes.

En lo que se refiere a la estructura y al contenido, el RICA se inspira básicamente en la Tradición Apostólica de Hipólito (siglo III) y en el Sacramentario Gelasiano (siglo V).

4 El contenido

Las Observaciones preliminares generales que abren el RICA se destinan básicamente a presentar una profunda teología del bautismo, instrucciones prácticas sobre los papeles de cada uno con relación al rito y al bautizado, las exigencias básicas para la realización del bautismo y posibles adaptaciones. Especialmente el primer párrafo es de una capacidad de síntesis teológica difícil de superar:

Los seres humanos, liberados del poder de las tinieblas, gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana, muertos con Cristo, con él sepultados y resucitados, reciben el Espíritu de hijos adoptivos y celebran con todo el pueblo de Dios el memorial de la muerte y de la resurrección del Señor .

La larga Introducción (RICA, n.1-67) mezcla orientaciones prácticas, teología de la iniciación y una verdadera catequesis mistagógica. Se destacan el acento en el papel del testimonio y de la participación de la comunidad cristiana para la iniciación de los catecúmenos; las etapas y “tiempos de información y maduración”; la recomendación de que determinadas etapas suceden concomitantemente al ciclo pascual (RICA, n.1-8).

Además de las observaciones previas y de la introducción general, el RICA presenta antes de cada rito una serie de nuevas orientaciones y observaciones. Todas ellas serán analizadas conjuntamente aquí según la etapa de la iniciación a que se refieren.

Para la Liturgia de la Palabra, el RICA ofrece una abundante y cuidadosa selección de textos bíblicos más adecuados al contexto teológico de cada rito, además de acoger también algunas sugerencias del Elenco de las Lecturas de la Misa (RICA, n.92).

4.1 La primera etapa de la iniciación

4.1.1 El pre-catecumenado

Merece especial mención la importancia dada en la Introducción a la evangelización o pre-catecumenado. El texto insiste en el anuncio querigmático como el camino por el cual el Espíritu conduce a la persona “simpatizante” (RICA, n.12) a la experiencia de la fe (RICA, n.9-10). Es sólo después de esa experiencia inicial de ser alcanzada por la gracia que la persona es acogida al catecumenado. Esta preocupación con la evangelización previa es bastante consecuente, en la medida en que, al ignorarla, se corre el riesgo de reducir nuevamente la iniciación cristiana a la apropiación de verdades doctrinales y mantener el catecúmeno al margen de la experiencia salvífica del encuentro con el misterio de Cristo, especialmente en aquellos casos en que las motivaciones para la conversión son espurias.

4.1.2 El catecumenado

A fin de evitar equívocos sobre el significado de la etapa del pre-catecumenado, el RICA orienta para que se observe en el candidato al catecumenado los signos o las siguientes condiciones: el “inicio de conversión, de fe y de sentido eclesial” (RICA, n. 68),  el ” deseo de cambiar de vida y entrar en relación personal con Dios en Cristo”, la “costumbre de rezar”, y la “experiencia de la comunidad y del espíritu de los cristianos” (RICA, n.15). Sólo entonces el candidato podría ser acogido al catecumenado.

Los ritos relativos al catecumenado se dividen en dos momentos, el de la celebración de entrada en el catecumenado y los ritos relativos al tiempo del catecumenado propiamente dicho. Es importante notar que el catecumenado puede durar varios años (RICA, n.98), a lo largo de los cuales se distribuyen los diversos ritos propuestos para el catecumenado. Especial lugar corresponde a las celebraciones de la Palabra de Dios que tienen por finalidad: grabar en los corazones de los catecúmenos la enseñanza recibida en cuanto a los misterios de Cristo y la manera de vivir que de ello deriva, llevarlos a saborear la oración e introducirlos en la liturgia (RICA, n.106).

A partir do rito de entrada no catecumenato, os catecúmenos “já fazem parte da família de Cristo” (RICA, n.18). Daí a importância da ativa participação de toda a comunidade (RICA, n.70). Essa celebração de acolhida ao catecumenato compreende apenas a recepção dos candidatos, que fazem uma primeira adesão a Cristo, a assinalação da fronte e dos sentidos, a Liturgia da Palavra e a despedida.

A partir del rito de entrada en el catecumenado, los catecúmenos “ya forman parte de la familia de Cristo” (RICA, n.18). De ahí la importancia de la activa participación de toda la comunidad (RICA, n.70). Esta celebración de acogida al catecumenado comprende sólo la recepción de los candidatos, que hacen una primera adhesión a Cristo, la signación  en la frente y en los sentidos, la Liturgia de la Palabra y la despedida.

Durante el período del catecumenado propiamente dicho, varios medios son ofrecidos al catecúmeno para su maduración en la fe: 1) la catequesis, marcada por la liturgia, por el conocimiento de los dogmas y preceptos y, fundamentalmente, por la “íntima percepción del misterio de la salvación”; 2) la familiaridad con las prácticas de la vida cristiana: testimonio, oración, caridad, progresiva conversión; 3) ritos litúrgicos y celebraciones de la Palabra para los catecúmenos; 4) la cooperación, a través del testimonio y de la profesión de fe, con la misión de la evangelización; 5) los exorcismos, bendiciones y unciones; 6) la elección de padrinos (RICA, n.19-20, 98-105).

Las entregas del Símbolo y de la Oración del Señor pueden ocurrir durante el catecumenado o ser pospuestas para la segunda etapa, según se considere más oportuno (RICA, n.125).

4.2 La segunda etapa de la iniciación

Según la Introducción, el tiempo de la purificación e iluminación, que normalmente debería ocurrir durante la cuaresma, se consagra a “preparar más intensamente el espíritu y el corazón” (RICA, n.22) de los catecúmenos.

a) Elección o inscripción del nombre

 En esta etapa son “elegidos” aquellos catecúmenos que ya alcanzaron la madurez suficiente de la fe y de la caridad y desean participar de los sacramentos de la iniciación cristiana. A partir de ese momento, estos catecúmenos pasan a ser llamados “elegidos”, “competentes” o “iluminados”, refiriéndose a la luz de la fe (RICA, n.22-24). La elección marca el fin del catecumenado propiamente dicho y sólo debe suceder después de la aprobación del catecúmeno por aquellos que lo acompañaron de cerca, entre ellos,  los padrinos, que, a partir de ahora, asumen ante la comunidad su misión (RICA, n. 133-139).

La celebración de la elección, que debía ocurrir en el primer domingo de la Cuaresma, comprende la liturgia de la Palabra, la presentación de los candidatos, el examen y la petición de los candidatos, las oraciones y la despedida (RICA, n.140-150).

b) Triple escrutínio

La “purificación” propia de esta etapa consiste en acentuar más la vida interior que la catequesis, en los ejercicios del examen de conciencia y de la penitencia, culminando en los escrutinios realizados los domingos y que llevan a los elegidos a una mayor liberación del pecado y del mal. La “iluminación” se refiere especialmente a la fe, ritualizada por la entrega del Símbolo, y la acogida del espíritu de filiación que permite llamar a Dios  Padre y que es ritualizada por la entrega de la Oración del Señor (RICA, n.25-26).

El término “escrutinio” significa, etimológicamente, el acto de examinar rigurosamente. En el contexto del rito, el examen es hecho por la propia Trinidad, que en las oraciones por los elegidos y en los exorcismos es invocada para sondar al electo, purificarlo, orientarlo en sus propósitos, despertarle la conciencia del pecado y estimularle la voluntad y los deseos (RICA, n. 154-164). Por último, los tres escrutinios, realizados durante los días 3º, 4º y 5º de la Cuaresma, son tematizados en función de los respectivos Evangelios: samaritana (agua viva), ciego de nacimiento (luz) y la resurrección de Lázaro (resurrección y vida).

La etapa de la purificación e iluminación se concluye con una celebración prevista para el Sábado Santo, antes de la Vigilia Pascual. Se trata de los ritos de la recitación del Símbolo, del Éfeta (Escuchar) y de la elección del nombre cristiano, si es el caso. (RICA, n.194-203).

4.3  La tercera etapa de la iniciación

4.3.1 Los sacramentos (Sacramentos, centro de La liturgia)

Esta etapa comprende los sacramentos del bautismo, confirmación y eucaristía y se concluye con la mistagogía. El RICA, aunque no se extienda mucho sobre la teología de los sacramentos, presenta de manera sintética el sentido teológico de cada uno de los tres sacramentos. Sobre el bautismo, destaca su carácter trinitario, la alianza que se realiza con Cristo, la participación en su misterio pascual y en su filiación y la consiguiente agregación al pueblo de Dios, la importancia del símbolo del agua, de los ritos de la renuncia y profesión de fe (RICA, n.28-33, 210-211). Sobre la confirmación, se acentúa la efusión del Espíritu como en Pentecostés y el nexo entre los sacramentos de la iniciación (RICA, n.34-35, 229-231). Y sobre la Eucaristía, se destaca la elevación de los neófitos a la dignidad del sacerdocio real, participando en la “acción sacrificial” y recitando la oración del Señor, y, por último, el sentido de la comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor como confirmación de los dones recibidos y anticipación de los eternos (RICA, n.36).

Los tres sacramentos de la iniciación cristiana se realizan de una sola vez, preferentemente durante la Vigilia Pascual. El RICA destaca la importancia de mantener el rito de la bendición del agua, aunque los sacramentos no ocurran en la Vigilia Pascual, dada la función mistagógica de esa bendición.

4.3.2 La mistagogía

En cuanto al tiempo de la mistagogía, se define como un tiempo de “conocimiento más completo y fructífero de los misterios a través de las nuevas explicaciones y sobre todo de la experiencia de los sacramentos recibidos” (RICA, n.38). Lo que se desea es que los neófitos adquieran un “nuevo sentido de la fe, de la Iglesia y del mundo” y establezcan una relación más provechosa y estrecha con los fieles de la comunidad (RICA, n.235). A la mistagogía se destinan especialmente las “misas por los neófitos” o las misas de los domingos de Pascua (RICA, n.236).

El término del tiempo de la mistagogía coincide con el término del tiempo Pascal.

4.3.3 Orientaciones y adaptaciones

La Introducción se concluye con orientaciones prácticas y exhortaciones sobre la participación de la comunidad en todo el proceso de la iniciación cristiana, empezando por la evangelización o pre-catecumenado. Se extiende sobre la función e importancia del introductor, del padrino, del obispo local, de los presbíteros, de los diáconos y de los catequistas. Y concluye con orientaciones sobre las adaptaciones posibles del ritual de la iniciación, conforme a las exigencias pastorales de cada lugar; y sobre los tiempos más adecuados para cada etapa (RICA, n.41-67).

El RICA ofrece una serie de ritos adaptados a las diversas circunstancias: 1) simplificado para los casos en que el candidato no puede recorrer todas las etapas de la iniciación (RICA, n.240-277); 2) abreviado para adultos en peligro de muerte (RICA, n.278-294); 3) para adultos bautizados en la infancia y que no recibieron la debida catequesis (RICA, n.295-305); 4) para la iniciación de niños en edad de catequesis y que no fueron bautizados (RICA, n.306-369). El RICA concluye con un apéndice, en el que se presenta el rito para la admisión en la plena comunión de la Iglesia Católica de las personas ya bautizadas válidamente.

5 Conclusión

Considerando que el Concilio Vaticano II estaba interesado principalmente en la satisfacción de las necesidades pastorales más urgentes de la Iglesia, especialmente en un diálogo más profundo con el mundo, que pone de relieve las principales aportaciones hicieron posible la restauración del catecumenado como propone el RICA:

1) El rescate de la iniciación cristiana en su vínculo con la liturgia, la catequesis y la vida comunitaria. La comunidad cristiana es, en su totalidad, la que, por la gracia divina, conduce al candidato a la participación progresiva en el misterio de Dios. Y mientras hace la iniciación, la comunidad cristiana es ella misma reintroducida en el mismo proceso de vuelta a las fuentes de la fe.

2) La recuperación de la mistagogía, tan utilizada en la Patrística. El término mistagogía, utilizado por los Padres, poseía innumerables significados: la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana, la catequesis sobre los sacramentos; una teología que se nutre de la experiencia litúrgica; el último período del catecumenado; el camino de iniciación al misterio de Dios, etc. (FEDERICI, 1985, p.163-245). La mistagogia se presenta hoy, como muy propicia para el diálogo con el contexto posmoderno, en la medida en que sobrepasa aquel discurso excesivamente gnosiológico y racional de la Edad Media tardía, acogiendo la riqueza del símbolo, de la metáfora, de la expresión y de los sentidos corporales para atraer, presentar e introducir los misterios de la fe cristiana.

3)  El acento en la verificación ética del proceso de la iniciación como criterio para la recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana; al mismo tiempo que se presenta como un desafío para su implementación, valora la centralidad del seguimiento de Jesús como el verdadero signo de la identidad cristiana. Esto significa que no es tan sólo la ortodoxia, sino sobre todo la ortopraxis que identifica al verdadero discípulo de Cristo, lo que no es más que la reafirmación del criterio juanino: “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y odia a su hermano , es un mentiroso “(1Jn 4,20). Sin embargo, la ética no es sólo el criterio de entrada a la comunidad de los cristianos. El propio RICA, y por extensión toda liturgia cristiana, pretende configurar la asamblea reunida a Cristo, llevándola a pensar, sentir y actuar como Cristo. Se trata, pues, de la recuperación del conocido axioma teológico: lex orandi, lex credendi, lex agendi (la norma del orar es la norma del creer y del actuar). De ahí la insistencia del RICA en el tema de la conversión a lo largo de los diversos ritos, utilizando con frecuencia, especialmente en el caso del bautismo, de las antítesis “vida-muerte”, “luz-tinieblas”, “viejo-nuevo” etc. Eloquente a ese respecto es el rito de entrada en el catecumenado, al sugerir la siguiente alocución al que preside la celebración:

La vida eterna consiste en conocer al verdadero Dios y a Jesucristo, a quien  él envió. Resucitando de los muertos, Jesús fue constituido, por Dios, Señor de la vida y de todas las cosas, visibles e invisibles. Si quieren ser discípulos suyos y miembros de la Iglesia, es necesario que sean instruidos en toda la verdad revelada por él; que aprendan a tener los mismos sentimientos de Jesucristo y procuren vivir según los preceptos del Evangelio; y, por tanto, que amen al Señor Dios y al prójimo como Cristo nos mandó hacer, dándonos el ejemplo. (RICA, n.76)

5) La reiterada referencia a la centralidad del misterio pascual de Cristo. La implementación del RICA puede efectivamente ser una fuente continua de catequesis y de espiritualidad para la comunidad cristiana en la medida en que, pedagógicamente, la conduce al núcleo de la fe cristiana, lo que favorece enormemente el discernimiento sobre la jerarquía de las verdades en la Iglesia, impidiendo así que el secundario acabe por ocupar el primer puesto, cosa que desafortunadamente todavía aflige innumerables comunidades cristianas.

6) La valoración de la Biblia para la introducción a la fe. Todas las oraciones y gestos propuestos por el RICA son acompañados de una fundamentación bíblica en algún evento de la historia de la salvación, como explicita de forma paradigmática la bendición del agua para el bautismo. De esta forma, el RICA reubica la liturgia y las Sagradas Escrituras como los lugares ineludibles de la catequesis. De hecho, una catequesis que se aparta de la liturgia cristiana y de las Escrituras deja de ser iniciación a la fe cristiana y se vuelve una introducción fenomenológica a la religión cristiana. La diferencia entre ambas es que en aquella el individuo es conducido a la experiencia de la fe, y en ésta a la experiencia cognitiva sobre la religión cristiana. En aquella nace un discípulo, en ésta un conocedor de la religión.

7) El RICA recoloca, a través de su propuesta, la liturgia como actualización de la historia de la salvación a través de acciones simbólico-sacramentales (→ SÍMBOLO Y SACRAMENTO), como expresión de la acción salvífica de Dios en la historia (SC, 9-10). Y, justamente por su carácter simbólico, la liturgia abre al fiel a las interminables experiencias con el misterio de Dios Uno y Trino. Es en este horizonte que la praxis humana es mistagógicamente movida para la identificación con la causa y la persona de Jesús de Nazaret, en la obediencia al Padre, en la fuerza del Espíritu Santo.

8) Finalmente, el RICA se presenta como una forma de rescate de la liturgia como lengua materna del creer. Antes de que el catecúmeno comprenda más profundamente el misterio de la fe, él es introducido a llamar a Dios como lo hace la comunidad cristiana, valiéndose de términos como: Padre, Hijo, Espíritu Santo, Señor, Luz, Amor, Creador, Redentor, etc. Lo confirma, por ejemplo, el rito de entrega del Símbolo al catecúmeno, el rito de entrega de la Oración del Señor y el rito de entrega del Evangelio. Toda esta iniciación al contenido de la fe, que, insistimos, también es iniciación al lenguaje de la fe y, más exactamente, iniciación a nombrar a Dios, expresa que ese nombrar a Dios no es algo accesorio, ni ingenuo. El modo en que Dios es nombrado se vincula estrechamente al modo en que Dios es entendido y acogido. De hecho, detrás de cada forma de referirse a Dios hay una peculiar revelación divina (LÖHRER, 1972, p.276-8).

6 Referencias bibliográficas

ANCILLI, Ermanno (Dir.) Mistagogia e direzione spirituale. Roma: Pontificio Istituto di spiritualita del Teresianum; Milão: Ed. O.R., 1985. (Collana della “Rivista di vita spirituale”, n.18).

ASSOCIAZIONE PROFESSORI DI LITURGIA. Iniziazione cristiana degli adulti oggi: Atti della XXVI Settimana di Studio dell’Associazione Professori di Liturgia. Roma: C.L.V. – Edizioni Liturgiche, 1998. (Collana Studi di Liturgia – Nuova Serie, 36. Bibliotheca “Ephemerides Liturgicae” – “Subsidia”, 99).

CAVALLOTTO, Giuseppe (Org.). Iniziazione cristiana e catecumenato: Diventari cristiani per essere battezzati. Bologna: Dehoniane Bologna, 1996.

CHAUVET, Louis-Marie. Symbole et sacrement: une relecture sacramentelle de l’existence chrétienne. Paris: Les Éditions du Cerf, 1988. Collection Cogitatio Fidei, 144.

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CONCÍLIO ECUMÊNICO VATICANO II. Decreto Ad Gentes sobre a atividade missionária da Igreja. Disponible en: http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ ii_vatican_council/documents/vat-ii_ decree_19651207_ad-gentes_po.html. Acceso en 31 enero 2017.

CONCÍLIO ECUMÊNICO VATICANO II. Decreto Christus Dominus. Sobre o múnus pastoral dos Bispos na Igreja. Disponível em: http://www.vatican.va/archive/ hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_christusdominus_ po.html. Acceso en: 20 dic 2016.

CONGREGAÇÃO PARA O CLERO. Diretório Geral para a Catequese. Vaticano, 1997. Disponible en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cclergy/ documents/rc_con_ccatheduc_doc_17041998_directory-for-catechesis_po.html. Acceso en 10 sept 2017.

GUILARTE, Manuel del Campo. Iniciação cristã. In: PEDROSA, V. M.; NAVARRO, M.; LÁZARO, R.; SASTRE, J. Dicionário de catequética. São Paulo: Paulus, 2004. p. 602-614.

FEDERICI,  T.  La  mistagogia  della  Chiesa.  In:  ANCILLI.  E.  (ed.) Mistagogia e direzione spirituale. Roma/Milano: Teresianum, 1985. p.163-245.

FLORISTÁN, Casiano. Para comprender el catecumenado. Estella: Verbo Divino, 1989.

LÖHRER, M. Observações dogmáticas sobre a questão dos atributos e atividades livres de Deus. In: ______ (Ed.). Fundamentos de dogmática histórico-salvífica. A história salvífica antes de Cristo. Petrópolis: Vozes, 1972. Coleção Mysterium Salutis, v.II/1. p. 276-8.

MAZZA, Enrico. La mistagogia: Le catechesi liturgiche della fine del quarto secolo e il loro metodo. 2.ed. Roma: C.L.V.- Edizioni Liturgiche, 1996.

NOCENT, A. Iniciação cristã. In: SARTORE, Domenico. Dicionário de Liturgia. 2.ed. São Paulo: Paulus, 1992. p.593-606.

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OÑATIBIA, Ignacio. Bautismo y Confirmación: Sacramentos de iniciación. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2000. Sapientia Fidei. Serie de Manuales de Teología.

RAHNER, Karl. Escritos de Teologia. v.I. Madrid: Taurus, 1967.

RITUAL DA INICIAÇÃO CRISTÃ DE ADULTOS. 6.ed. São Paulo: Paulus, 2010.

Unción de los enfermos

Sumario

1 El ser humano frente a la enfermedad

2 La enfermedad y la curación en la Sagrada Escritura

2.1 En el Antiguo Testamento

2.2 En el Nuevo Testamento

3 La enfermedad y la curación en la práctica de la Iglesia

3.1 De los siglos III al VIII

3.2 Del siglo VIII al Concilio de Trento

3.3 De Trento al Concilio Vaticano II

4) Desafíos pastorales

5 Referencias bibliográficas

El abordaje sobre el sacramento de la unción de los enfermos se presentará a partir de los siguientes puntos: 1) El ser humano frente a la enfermedad; 2) La enfermedad y la curación en la Sagrada Escritura; 3) La enfermedad y la curación en la práctica de la Iglesia; 4) Desafíos pastorales.

1 El ser humano frente a la enfermedad

Entre los muchos dramas que enfrenta el ser humano está  la enfermedad. Sin marcar día y  hora ella llega, y sin previsión y  duración de tiempo ella se instala, trayendo consecuencias para el paciente y para las personas que están a su alrededor, especialmente  familiares y amigos. La búsqueda de una cura no es siempre un camino fácil. Dependiendo del lugar social donde el paciente se encuentra, el drama puede convertirse en una pesadilla, como la escasez de centros y profesionales de la salud, la infraestructura deficiente para la atención a los enfermos. En los tiempos actuales, se da la paradoja de los avances de la medicina y la consiguiente prolongación de la vida a cualquier costo. En muchos casos, esta ampliación ha llevado a los pacientes y las personas mayores al aislamiento, la marginación, el abandono.

Es común en Brasil y otros países de América Latina, el  dilema de los pobres que , no teniendo condiciones de  pagar las altas tasas de los seguros de salud, se ven obligados a enfrentarse a la dura realidad de la negligencia de los poderes públicos con respecto a la prevención de enfermedades y a la atención médica y hospitalaria. La privatización de la salud, así como su carácter restrictivo y elitista, se ha convertido en un emprendimiento rentable y lucrativo.

Estos y otros fenómenos tienen un impacto directo en la comunidad de fe. Vale la pena recordar aquí la clásica imagen del cuerpo y sus miembros descrito por el apóstol Pablo: “El cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de  muchos. […] Si un miembro sufre, todos sufren “(1 Co 12,13.26). En atención a estos miembros que sufren, la Iglesia, desde sus inicios, ha estado presente y prestado asistencia a sus hijos e hija enfermos.

2 La enfermedad y la curación en la Sagrada Escritura

Una vez que los textos de las escrituras fueron compilados en épocas  y contextos muy diferentes, la búsqueda de una comprensión del significado de la enfermedad y la curación en la Biblia es una tarea compleja. Por razones de espacio y la brevedad de este estudio, nos limitaremos a presentar sólo algunos elementos que podrían servir de base para comprender el significado teológico y litúrgico del sacramento de la unción de los enfermos.

2.1 En el Antiguo Testamento

El binomio enfermedad-curación en el Antiguo Testamento debe entenderse desde el contexto cultural del Antiguo Oriente. Aquí, la enfermedad aparece relacionada con las fuerzas del mal y del pecado. Una forma común de obtener la curación era la práctica de exorcismos y rituales mágicos de curación. En la Biblia, la cuestión de la enfermedad no se trata de forma aislada ni siquiera del estricto punto de vista de la ciencia, sino desde la perspectiva religiosa de la relación del enfermo con Dios y viceversa. La enfermedad es vista como algo que afecta al ser humano en su totalidad.

Más que preguntar acerca de la causa natural de la enfermedad, la Sagrada Escritura se ocupa de su significado o su porqué. De esto provienen  diferentes interpretaciones, siendo  común la vinculación de la enfermedad al pecado, al castigo de Dios y a la posesión demoníaca. Todavía no hay respuestas satisfactorias a las cuestiones relacionadas con el sufrimiento, sobre todo de los justos, tal como aparecen retratadas en el libro de Job.

Para la cura de enfermedades, se recurre a los métodos terapéuticos de la naturaleza, sobre todo de las plantas. Entre estos productos, destaca el óleo, que además de ser utilizado en la curación y purificación de la enfermedad también se utilizó en la consagración de objetos (altares y monumentos) o personas (sacerdotes, profetas y reyes). El comportamiento con los pacientes es de una doble actitud: por un lado, se aconseja la práctica de visitar y darles la debida atención (cf. Sal 40,4; Job 2,11); por el otro, la ley prescribe la exclusión de la comunidad de todas las personas víctimas de enfermedades contagiosas tales como la lepra (cf. Lv 13-14; Nm 12,10.15). Es en este contexto que hay que entender ciertas actitudes de Jesús hacia los enfermos.

2.2 En el Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento, hay numerosas referencias sobre diferentes tipos de la enfermedad (fiebre, hemorragias, hidropesía …), así como sobre personas con discapacidad (cojos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos …). Los medios utilizados para la curación son: oleo (Mc 6,13; Lc 3,18; St 5,14), vino (Lc 10:34), colirio para los ojos (Ap. 3,18), aguas termales (Juan 5,2ss),  saliva (Mc 7,33; Jn 9,6), barro (Jn 9,6ss) … Jesús utilizó estos medios terapéuticos para dar un nuevo sentido al misterio del sufrimiento humano. Lejos del curanderismo, las curaciones realizada por Jesús en realidad son signos mesiánicos de la salvación que suceden aquí y ahora y apuntan a la escatología plena del Reino del Padre, donde no habrá sufrimiento ni llanto ni dolor. Tales curaciones son signos simbólico-sacramentales de la fuerza liberadora de Jesús en favor del ser humano integral, a saber, la curación de la enfermedad del cuerpo y la liberación de la persona del pecado y la muerte.

Jesús, por un lado, desvincula la concepción de que la enfermedad es consecuencia del pecado o castigo de Dios. Por otro lado, se busca inculcar en las mentes de sus contemporáneos que la enfermedad puede ser enfrentada en el contexto de la fe como algo relacionado con el plan de Dios: “Ni él pecó ni sus padres, sino para que en él  se manifiesten las obras de Dios” ( Jn 9,3). De hecho, Jesús dio un nuevo significado al sufrimiento y la muerte, gracias a su entrega incondicional en las manos del Padre, asumiendo y redimiendo el dolor de la humanidad. Desde entonces,

el dolor, la enfermedad y la muerte no son un obstáculo para el plan salvífico de Dios manifestado en Jesucristo. El camino liberador de Cristo, y ahora de la Iglesia, pasa por el acontecimiento de la Pascua, en su doble vertiente de la muerte y resurrección. Y como Cristo, también la Iglesia lucha y vence el mal, la enfermedad y la muerte (ALDAZÁBAL, 1999, p.865).

 Los discípulos de Jesús siguieron el ejemplo del Maestro. Sanar a los enfermos era tarea primordial de la misión evangelizadora de la comunidad apostólica: “Ellos salieron a proclamar que el pueblo se  convirtiese. Expulsaban a muchos demonios, ungían con oleo a muchos enfermos y los sanaban “(Mc 6,12- 13). Los Hechos de los Apóstoles, especialmente en los capítulos 2 y 3,  describen cómo la comunidad de creyentes creció mediante la predicación, la conversión, el bautismo, la eucaristía y otras acciones extraordinarias llevadas a cabo en el nombre de Cristo, por ejemplo, ” curación del paralítico “(Hch 3,1-26). Estas acciones son como una repetición de las que Jesús hizo y tienen las mismas secuencias de lo que se narra en los Evangelios.

3 La enfermedad y la curación en la práctica de la Iglesia

Las comunidades cristianas desde el principio trataron de poner en práctica los gestos (rituales) de  curación realizados por Jesús. El texto de la carta de Santiago es un importante testimonio de esto. Este texto fue la base para una  reflexión teológica posterior sobre lo que hoy llamamos el “Sacramento de la unción de los enfermos.” Aquí está:

Si alguien está afligido, que ore. Si está alegre, que cante salmos. Si está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados, le serán perdonados. (St 5,13-16).

El apóstol Santiago, además de  presentar una práctica en vías de institucionalización, utiliza términos que expresan la complejidad existencial de la situación del paciente y la acción pastoral de la comunidad: oración,  unción,  conforto y alivio,  curación,  perdón de los pecados. A diferencia de otras referencias neotestamentarias acerca de la enfermedad y la curación, el texto de Santiago presenta de manera más explícita, la intención sacramental del gesto, unido a la palabra de oración que la comunidad eleva a Dios en favor de los enfermos. Cuando se habla del sufrimiento y la alegría, el Apóstol sugiere que, independientemente de las  circunstancias de la vida, todo debe ser visto desde Dios y para Dios (oración y canto). Luego,  habla de la enfermedad como tal, y es  cuando llama los presbíteros  de la comunidad. Estos actúan con un gesto simbólico, la unción con óleo y una oración hecha con  fe. El efecto de esta doble acción es la salvación, el restablecimiento y el perdón de los pecados.

Finalmente, Santiago habla de ritos destinados a los que están enfermos, no necesariamente moribundos. Se trata de una acción de carácter eclesial y comunitario, una vez que es ministrada por los presbíteros de la iglesia. La eficacia se relaciona con la oración de fe en el Señor. Los efectos se refieren al ser humano, en su totalidad, aunque no excluyan  la curación del cuerpo y no se limiten a ella. Sin embargo, el texto en cuestión para ser entendido en el sentido del sacramento de la unción de los enfermos, debe leerse a la luz de la Tradición de la Iglesia y no aisladamente de ella, como veremos a continuación.

La historia de la práctica y de la teología de este sacramento se puede dividir en tres períodos, a saber: a) De los siglos III al VIII, b) Del siglo VIII al Concilio de Trento, c) Trento al Vaticano II (cf. SCICOLONE, 1989 p.235-64).

3.1 De los siglos III al VIII

En los tres primeros siglos de la era cristiana, tomados como un tiempo de “improvisación” de las fórmulas litúrgicas-sacramental, encontramos pocos registros de textos  eucológicos para la celebración de la unción. El texto más elocuente de este período es la “bendición del óleo”, contenida en la Tradición Apostólica y atribuido a Hipólito de Roma (año 215):

Así, santificando este óleo , con el que ungiste reyes, sacerdotes y profetas, concedednos , oh Dios, la santidad a los que con él son ungidos y los que lo reciben, así también que él dé alivio a los que vienen a experimentarlo y  salud a los que de él se sirvan (ANTOLOGIA LITÚRGICA, 2003, p.231).

Esta bendición aparece insertada en la oración eucarística, con la cláusula: “Si alguien ofrece óleo”. En ella, el obispo da gracias a Dios y le pide  santidad, alivio y  salud para quien se sirviese de ese óleo. Cuando se hace referencia a la unción de los reyes, sacerdotes y profetas, es posible que este óleo bendecido también fuese utilizado para otros fines, no limitándose a los enfermos. El texto no dice nada sobre el ministro de la unción.

Un importante documento pontificio que ha gozado de notable influencia en autores posteriores es la carta de Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio (año 416). A la pregunta de Decencio – si el obispo puede dar la unción de los enfermos, pues Santiago sólo habla de presbíteros – Inocencio responde:

Tu caridad mencionó lo que está escrito en la carta del bienaventurado apóstol Santiago: “Si hay un enfermo entre vosotros, llamen a los presbíteros, y oren por él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la oración de fe  salvará a aquel que sufre, y que el Señor  levantará; y si ha cometido algún pecado, le perdonarás”. No hay duda de que esto ha de ser recibido y entendido sobre los fieles enfermos, los cuales pueden ser ungidos con el  santo óleo del crisma, que consagrado por el obispo, se puede utilizar para la unción no sólo por parte de sacerdotes, sino también por todos los cristianos para necesidad propia o de los  parientes.

Por otra parte, consideramos superfluo el añadido  que pregunta si le es lícito al obispo lo que ciertamente lo es para los presbíteros. Para este asunto se mencionan los presbíteros, porque los obispos dedican a otras tareas, no pueden visitar a cada enfermo. Pero si un obispo puede o estima digno visitar a alguien, también puede, ya que le compete la consagración del crisma, sin duda, tanto  bendecir como ungir con el crisma. No puede ser derramado sobre quién es penitente, pues es del género del sacramento. ¿Cómo pensar que aquellos a los cuales les son negados otros sacramentos,  puedan recibir  un género “de Sacramento”? (DENZINGER-HÜNERMANN, 2007, n.216).

Como se ve, no sólo el obispo, sino también presbíteros y todos los cristianos (con la excepción de los penitentes) pueden administrar el sacramento. Sin embargo, la “producción” del óleo destinado a este sacramento (a semejanza de la Eucaristía) compete al obispo.

En el siglo VI, vale la pena mencionar los sermones de Cesáreo de Arles (503-543). En ellos, Cesario habla de la unción en la lucha contra los ritos mágicos paganos de curación. Además de presentar la unción como remedio más seguro contra las fuerzas del mal, el obispo de Arles destaca el perdón de los pecados, especialmente aquellos cometidos en las prácticas paganas.

Las principales conclusiones  que componen el arco entre los siglos III y VIII de la historia del sacramento de la unción de los enfermos son:

a) La continuidad de la práctica de las primeras comunidades, especialmente en relación con la visita y la atención a los enfermos. Consciente de que debe prolongar el ministerio de Cristo y de los apóstoles, la Iglesia se sirve del testimonio y del signo: la unción con óleo.

b) La documentación de fórmulas eucológicas (bendiciones del óleo) para los enfermos, a partir del siglo III. En estas fórmulas se suplica la efusión del Espíritu Santo para sanar a los enfermos de su enfermedad y les restituya la salud de cuerpo, alma y espíritu.

c) El ministro de la bendición del óleo es el obispo, que la hace durante la oración eucarística (en la Eucaristía del Jueves Santo).

d) Los destinatarios de la unción de los enfermos son todos los cristianos enfermos, a excepción de los penitentes, puesto que el óleo pertenece al género de los sacramentos.

e) El efecto esperado de la unción es, sobre todo, el restablecimiento de la salud corporal. Sólo a partir del siglo VIII, es cuando comienza a acentuarse el efecto espiritual, es decir, el perdón de los pecados.

3.2 Del siglo VIII al Concilio de Trento

Del siglo VIII al siglo XI, encontramos diversos rituales de unción de los enfermos. En estos rituales aparecen, además de formularios para la oración de bendición sobre el óleo, otros ritos con especificaciones muy precisas. Durante este periodo, además de la proliferación de rituales ocurren cambios significativos en la teología y la práctica pastoral del sacramento de la unción de los enfermos, como: a) clericalización y el consiguiente monopolio del clero en la administración del sacramento; b) espiritualización de los efectos del Sacramento, quedando al margen la curación del cuerpo; c) penitencialización del sacramento, es decir, para recibirlo es necesario  el perdón de los pecados por la penitencia; d) extremización de los sujetos: la unción pasó a ser considerada como una el sacramento de preparación para la muerte. El sujeto pasa de ser un simple enfermo a ser un enfermo en peligro de muerte. Por eso el  nombre que se mantuvo hasta el siglo XX: “Extrema Unción”.

En general, estos ritos de la extrema unción obedecen al siguiente orden: entrada en la casa, la bendición y aspersión del agua, la confesión y ritos penitenciales (salmos y oraciones), unciones (en general, de los cinco sentidos), la comunión como viático. De hecho, desde el siglo. XIII, influenciada por la creciente “escatologización” cambia la secuencia: penitencia – unción – viático a  penitencia – eucaristía – unción (ésta debe ser el último sacramento, pues prepara para la gloria del cielo, borrando los últimos vestigios del pecado). Esta secuencia se mantendrá en los rituales para la reforma litúrgica del Vaticano II, cuando se volverá a la tradición más antigua.

Del siglo. XI al Concilio de Trento (s. XVI), la celebración y la práctica de la extrema unción no sufre cambios significativos. Sin embargo, en este período se da la “sistematización escolástica” de este sacramento. Los teólogos escolásticos (Pedro Lombardo, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Buenaventura, Juan Duns Escoto, etc.) desarrollan una teología de la unción que, en cierto modo, está lejos de la tradición primitiva. Insisten en el efecto espiritual del sacramento, en el sujeto en peligro de muerte y en el carácter secundario de la curación.

El Concilio de Trento, preocupado en contrarrestar los desafíos de los reformadores, toma como base de argumentación de la legitimidad y la eficacia del sacramento de la unción a la teología escolástica, en especial la de Tomás de Aquino. Basándose en los textos del Nuevo Testamento de Mc 6.13 y de Santiago 5,14-16, Trento enseña, entre otras cosas, que la unción es el sacramento que se remonta en última instancia a la voluntad de Cristo, como se ve en la misión de doce, y en su comportamiento con los enfermos. El contenido del sacramento es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción (efecto) borra los delitos y las consecuencias del pecado,  consuela y confirma el alma del enfermo, despertando en él una gran confianza en la misericordia divina y eventualmente  obtiene la salud del cuerpo cuando sea conveniente para la salvación del alma. El ministro de la sagrada unción es el presbítero, y el tiempo de administración del Sacramento es, preferentemente, cuando el paciente esté corriendo riesgo inminente  de muerte (cf. DENZINGER-HÜNERMANN, 2007, n.1695-1697).

3.3 De Trento al Concilio Vaticano II

Durante los cuatro siglos que separan el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano II, no se puede decir que haya habido  grandes progresos en la teología y en la práctica de la unción. De hecho, el estudio de este sacramento fue prácticamente vinculado al tratado sobre la penitencia. Con el movimiento litúrgico, sobre todo a partir de la década de 1940, se provocó una renovación teológica. Esto gracias al estudio de las fuentes de la tradición genuina y el deseo de superar la concepción mágica de los sacramentos. Dos líneas de renovación se deben destacar: la escuela alemana y la escuela francesa.

Los teólogos alemanes hacen hincapié en la dimensión escatológica del sacramento, relacionando la última unción con la unción bautismal. La unción es considerada “la consagración para la última batalla” como “sacramento de la resurrección”, como un lugar de auto-realización de la esperanza escatológica de la Iglesia en el momento definitivo. Los franceses, por su parte, tienen una teología de carácter más existencial. Siguen de cerca la teología subyacente de la Iglesia primitiva, hacen hincapié en la finalidad de la unción de los enfermos (no necesariamente en peligro de muerte) en su carácter curativo y terapéutico para  el ser humano integral. En este entendimiento, sólo el Viático debe ser “sacramento en la perspectiva de la muerte” (cf. BOROBIO, 1993 p.557-8).

El Concilio Vaticano II no tenía la intención de ofrecer una doctrina completa sobre  la unción y mucho menos aún resolver cuestiones discutibles. Sin embargo,  centró la atención en el ámbito litúrgico-pastoral. Entre los documentos conciliares que aluden al sacramento de la unción de los enfermos, además de la  Sacrosanctum Concilium, merece destacarse la Constitución Lumen Gentium (n.11). En ella se han puesto de relieve las dimensiones eclesiológica, cristológica y antropológica del sacramento.

En los tres números dedicados a este sacramento, la Sacrosanctum Concilium afirma: a) Que su mejor nombre es  “unción de los enfermos” y que no es un sacramento sólo para aquellos que están en peligro de muerte, sino para otros enfermos y personas de edad avanzada ( cf. SC n.73); b) Que, además de los ritos separados de la unción de los enfermos y del viático, se haga  un rito conjunto por el cual se administre la unción al enfermo después de la confesión y antes de la recepción del Viático (cf. SC n.74). Esta ordenación penitencia-unción-viático reproduce, de alguna manera, aquella de los sacramentos de iniciación: bautismo- confirmación–eucaristía; c) Que el número de unciones se acomode a las circunstancias de los enfermos y que los ritos sean revisados para que correspondan mejor a las condiciones de los destinatarios del sacramento (cf. SC n.75). Otras directrices teológicas y litúrgico-pastorales se encuentran en la “Constitución Apostólica sobre el Sacramento de la Unción de los Enfermos” de Pablo VI y en la “Introducción” del nuevo ritual de la unción de los enfermos, publicado en enero de 1973.

La “Constitución Apostólica” fue oportuna por el hecho de haber realizado cambios en los elementos esenciales del rito, como la materia, la forma y las disposiciones sobre reiterabilidad del sacramento. Para la materia, se estableció que se puede usar otro tipo de óleo vegetal, no sólo el de oliva. La fórmula del sacramento  fue alterada para  expresar mayor claridad acerca de su naturaleza y sus efectos. El texto final, en la traducción oficial brasileña, era el siguiente: “Por esta santa unción y por su infinita misericordia, el Señor vendrá en tu auxilio con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, él te salve y, en su bondad, alivie tus sufrimientos “. El número de unciones se reduce a dos (en la frente y las manos) y puede ser restringida a una sola en la frente o en otras partes del cuerpo. El sacramento se puede administrar más veces, dependiendo de la duración de la enfermedad o su agravación.

La “Introducción” del nuevo ritual contiene cinco secciones tituladas: 1) “La enfermedad humana y su significado en el misterio de la salvación.” Aquí se presenta una síntesis del pensamiento cristiano sobre el estado de la enfermedad y su importancia en la historia de la salvación. 2) “Los sacramentos que se conceden a los enfermos.” En esta sección, se ven claramente expresados los dos sacramentos: la unción y el viático. 3) “funciones y ministerios en relación con los enfermos”. Aquí son contemplados los diversos oficios y servicios en favor de los enfermos. Es evaluado como positivo y loable esfuerzos loables el esfuerzo de toda la humanidad (especialmente los profesionales de la salud y científicos) en la tarea de aliviar el sufrimiento causado por la enfermedad y la consiguiente prolongación de la vida. También miembros de la familia están contemplados por la participación especial en ese “ministerio de consolación.” Por último, a los ministros (ministros) se les recuerda su obligación de visitar personalmente a los enfermos, de administrarles los sacramentos, de cuidar la catequesis tanto para los enfermos como  para los fieles en general, habida cuenta de su participación activa y fructífera en celebración de los sacramentos. 4) “Las adaptaciones que competen a las conferencias episcopales” En esta sección se presentan diversas posibilidades de adaptaciones del nuevo ritual, de acuerdo con las tradiciones y culturas de cada pueblo. 5) “Las adaptaciones que competen al ministro.” Corresponde al ministro, en su cuidado pastoral, tener en cuenta las circunstancias en que se encuentran los enfermos y la mejor manera de celebrar el sacramento.

El rito como tal (Ordo) se compone de siete capítulos, a saber: 1) Visita y la comunión de los enfermos; 2) Rito Ordinario de la unción (rito ordinario, rito durante la misa, rito en gran concentración de fieles); 3) Viático (dentro y fuera de la misa); 4) La administración de los sacramentos a los enfermos en peligro de muerte (rito continuo penitencia-unción-viático,  unción sin viático y la unción en la duda de si el paciente está todavía vivo); 5) la confirmación en peligro de muerte; 6) Rito para  encomendar a Dios  los moribundos; 7) Textos bíblicos y otras fórmulas eucológicas para ser utilizados en los ritos de atención a los enfermos.

Desde el punto de vista de la teología litúrgica, el  “Ritual de la unción de los enfermos y su atención pastoral” (1973) aporta mejoras significativas en comparación con el anterior (1614). Entre las innovaciones que vale la pena mencionar:

a) La centralidad del misterio pascual de Cristo, que vino a salvar al ser humano integral. El sacramento de los enfermos es memorial de este misterio, pues continúa y actualiza la acción salvífica de Cristo en favor de los enfermos, completando de este modo en ellos, lo que falta a su pasión (cf. Col 1,24).

b) El redescubrimiento del valor pneumático del sacramento, sobre todo en la fórmula de la bendición del óleo.

c) La dimensión eclesial y comunitaria que atraviesa todo el ritual. La Iglesia se hace presente junto al enfermo con atención pastoral permanente, ya que es consciente de que el paciente es un miembro (sufridor del cuerpo vivo de Cristo y que espera participar de su glorificación. El enfermo, a su vez, inmerso en el misterio de su sufrimiento, también edifica a la Iglesia. Las diversas posibilidades y formas de celebración del sacramento – en especial con varios enfermos al mismo tiempo y con numerosa asamblea – demuestran su carácter comunitario.

Desde un punto de vista antropológico, el nuevo ritual avanza en la comprensión holística del ser humano y el consiguiente efecto (holístico) del sacramento para quien lo recibe.

4 Desafíos pastorales

Como se señaló anteriormente, el nuevo ritual de la unción de los enfermos tiene un fuerte atractivo pastoral, comenzando con el propio nombre: “Ritual de la unción de los enfermos y de su cuidado pastoral.” Las celebraciones allí previstas deben ser “cumbre y fuente” de una acción pastoral de la Iglesia que se toma en serio el drama vivido por quien enfrenta  la carga de la enfermedad, la edad avanzada y todo tipo de sufrimiento. De ello se desprende la necesidad de una formación teológica y litúrgica para toda la comunidad, con los siguientes objetivos, entre otros:

a) Romper la vieja mentalidad de que el sacramento de la unción es sólo para aquellos que están al borde de la muerte.

b) Obtener una visión general de los efectos del sacramento. Esta visión también librará a los fieles del riesgo de fijarse en la idea de curación de la enfermedad o del sentido del sacramento como algo mágico.

c) Aumentar la comprensión de lo que constituye la pastoral de la salud. En última instancia, esta pastoral debe cubrir todas las etapas y momentos de la vida humana, sin limitarse exclusivamente a los que están gravemente enfermos. En fin, una pastoral que tenga implicaciones en el contexto familiar, comunitario, social. Más que una pastoral de conservación y remedio contra la enfermedad que se impone, es una acción que promueve la salud y el bienestar de todas las personas, a la luz del Evangelio.

d) Recuperar la Tradición de la Iglesia Primitiva, tratando de desvincular la unción de los enfermos del sacramento de la penitencia. En este caso, sería deseable que hubiese laicos instituido ministros extraordinarios de la unción.

e) e) Aumentar e la práctica de celebraciones comunitarias del sacramento de la unción, reafirmando su carácter eclesial. Contando con la advertencia de que esta práctica no dé lugar a la banalización del sacramento, es decir, ministrándolo a cualquier persona de forma indiscriminada.

Joaquim Fonseca, OFM (Instituto Santo Tomás de Aquino; Faculdade Jesuíta de Filosofia e Teologia)

 5 Referencias bibliográficas

 ALDAZÁBAL, J. Unção dos enfermos. In: SAMANES, C. F.; TAMOYO-ACOSTA, J-J. (Ed.). Dicionário de conceitos fundamentais do cristianismo. São Paulo: Paulus, 1999, p.864-9.

ANTOLOGIA LITÚRGICA. Textos litúrgicos, patrísticos e canônicos do primeiro milênio. Fátima: Secretariado Nacional de Liturgia, 2003.

BOROBIO, D. Unção dos enfermos. In: ____. (Ed.). A celebração da Igreja II – Sacramentos. São Paulo: Loyola, 1993, p.539-614.

____. Antropología y pastoral de la salud. Phase, Barcelona, n. 325, p. 25-38, ene./feb. 2015.

COLOMBO, G. Unção dos enfermos. In: SARTORE, D.; TRIACCA, A. (Ed.). Dicionário de liturgia. São Paulo: Paulus, 1992, p.1203-13.

DENZINGER – HÜNERMANN. Compêndio dos símbolos, definições e declarações de fé e moral. São Paulo: Paulinas / Loyola, 2007.

ORTEMANN, C. A força dos que sofrem; história e significação do sacramento dos enfermos. São Paulo: Paulinas, 1978.

SCICOLONE, H. Unção dos enfermos. In: NOCENT, A. et al. Os sacramentos: teologia e história da celebração. São Paulo: Paulus, 1989, p.223-64.

Pentateuco

Índice

1 Introducción

2 El  Libro del Génesis

3 El Libro del Éxodo

4 El Libro del Levítico

5 El Libro de los Números

6 El Libro del Deuteronomio

7 Consideraciones finales

8 Referencias bibliográficas

 1 Introducción

El Pentateuco, que contiene los primeros cinco libros de la Biblia (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), funciona como una “locomotora” que en vez de tirar, empuja y hace avanzar todo el Antiguo Testamento. En estos libros se encuentran los fundamentos normativos y pedagógicos de la trayectoria histórica del antiguo Israel, bajo la dirección de un gran líder y protagonista humano junto a Dios: Moisés. Los cristianos, además de heredar el Pentateuco, también heredaron la idea de locomotora que está presente en la dinámica normativa y dinámica de los primeros cinco libros (Mateo, Marcos, Lucas, Juan y Hechos), que empujan y hacen avanzar  el Nuevo Testamento bajo la guía del verdadero Dios y verdadero Hombre protagonista de toda la Historia de la Salvación: Jesucristo.

Los libros del Pentateuco constituyen  un conjunto que reunió a diversas tradiciones y que son considerados por judíos y  cristianos, como la herencia que Moisés dejó a todo el pueblo elegido. En la tradición judía, los primeros cinco libros son llamados  Torá (Ley-instrucción-enseñanza). Las versiones latinas, en particular, la Vetus Latina y la Vulgata, adoptaron la nomenclatura griega (= Pentáteuchos cinco rollos o cinco envoltorios/estuches) que pasó a las versiones modernas de las Biblias en  lenguas vernáculas. Por eso, estos libros reciben la denominación de   Pentateuco en la tradición cristiana.

La actual división en cinco libros, en las palabras de los judíos, “cinco quintas partes de la Torá” (hamišā humšê hatōrâ), de la que se deriva la traducción griega  Pentateuco, es una división muy práctica. Los judíos, en lugar de un solo rollo de pergamino, eligieron cinco rollos más pequeños, más fáciles de ser manoseados, transportados, conservados y reescritos cuando era necesario.

En hebreo, cada una de las cinco partes, o rollos, del primer corpus literario de la Biblia, es designada por la primera palabra importante de su texto: berēshît (en el principio); shemôt (nombres); wayyiqrā’ (y llamó); bemidbar (en el desierto); haddebārîm (las palabras). Ya los judíos residentes en Alejandría y responsables de la traducción griega de las Escrituras designaron estos libros con los nombres que de alguna manera fuesen capaces de ayudarles a recordar el contenido de cada libro: Génesis (Génesis), porque trata de los orígenes del mundo, de las criaturas , de los seres humanos y de los antepasados ​​del antiguo Israel; Éxodos (Éxodo), porque se trata de la salida de Egipto; Leuitikón (Levítico), ya que trata de la legislación relativa a todo lo relacionado con el culto; Arithmoi (Números), porque trata del censo de los israelitas en el desierto; Deuteronomion (Deuteronomio), porque trata de la “segunda ley” o “copia de la ley” (cf. Dt 17,18), que  Moisés dio a los hijos de Israel en los campos de Moab, antes de entrar en la tierra prometida, y que completarían las prescripciones  recibidas en el Sinaí.

La división en cinco quintos no fue casual,  se llevó a cabo mediante la creación de puntos de ruptura y sutura entre el final y el comienzo de cada libro. La siguiente tabla proporciona una visión más clara de esta afirmación. Principio y final de cada libro se corresponden. La doble promesa de una prole numerosa y de la tierra buena y fértil, es un hilo conductor importante. Las citas no son exhaustivas, sino sólo ejemplos ..

Génesis Éxodo Levítico Números Deuteronomio

Tierra prometida

Gn 1,1Gn 3,15 señal de esperanza Ex 1,8Inicia con José Lv 1,1Inicia con la Tienda Nm 1,1Inicia con la Tienda Dt 1,1-5Inicia con Moab Tierra que mana leche y miel
Promesa de descendencia numerosaGn 1,26-28Gn 9,1.6-7Gn 15,5

Gn 16,10

Gn 17,2.20

Gn 22,17

Gn 47,27

Gn 48,4

Promesa de descendencia numerosaEx 1,7.10.12.20Ex 32,13 Promesa de descendencia numerosaLv 26,9 Promesa de descendencia numerosaNm 26,54Nm 33,54Nm 35,8 Promesa de descendencia numerosaDt 1,10Dt 6,3Dt 7,13

Dt 8,1.13

Dt 11,21

Dt 13,18

Dt 28,63

Dt 30,5.16

Promesa de descendencia numerosaJs 24,3
Tierra prometidaGn 12,7Gn 15,7.18Gn 24,7

Gn 26,3

Gn 48,4

Gn 50,24

Tierra prometidaEx 3,8.17Ex 6,4Ex 13,5.11

Ex 32,13

Ex 33,1.3

Tierra prometidaLv 14,34Lv 18,3Lv 20,24

Lv 25,24.38

Tierra prometidaNm 13,2.17.32Nm 14,8.23Nm 15,2

Nm 16,14

Nm 32,11

Nm 34,2

Tierra prometidaDt 1,35Dt 3,18Dt 9,4

Dt 10,11

Dt 26,9

Dt 34,4

Tierra prometidaJs 1,4.6Js 5,6
Temas centrales:Orígenes (creación, caída, restauración)Patriarcas:(Abraham, Isaac y Jacob) Temas centrales:Esclavitud,Liberación,Éxodo

Marcha

Sinaí

Temas centrales:SacrificiosRitualesFunciones sacerdotales Temas centrales:CensoMarcha por el desierto: de Cades Barnea a las estepas de Moab Temas centrales:En el día de la muerte de Moisés: discursos e instrucciones;Bendiciones y Maldiciones Temas centrales:De Josué a 2Reyes sigue la narrativa sobre la entrada, permanencia y pérdida de la tierra
Gn 50,26termina con José Ex 40,34-35 termina con la Tienda Lv 27,34termina con la Tienda Nm 36,13termina con Moab Dt 34,1-12termina con Moab 2Rs 25,27-30termina con una esperanza cf. Gn 3,15

La principal cuestión en disputa y que implica a muchos estudiosos del Pentateuco se centra en la comprensión de su difícil proceso de formación. Para una visión más amplia y más profunda de la problemática ver RÖMER; MACCHI; NIHAN: 2010, p.85-143. Es útil una comparación del tema “Composición literaria” en la introducción al  Pentateuco de la antigua (1973) y de la nueva (1998) edición de la Biblia de Jerusalén

Sigue a continuación  un breve resumen del problema sobre el proceso de formación:

Punto de partida: 1) Hipótesis de los Documentos: en la base del Pentateuco se perciben dos, tres o más tramas narrativas continuas ( “fuentes” o “documentos”) que fueron redactadas en diferentes momentos y con diferentes ideologías. Al final, han sido yuxtapuestas o mezcladas unas con otras por redactores sucesivos. 2) hipótesis de los Fragmentos: es una reacción a la hipótesis anterior; supone que haya existido originalmente  un número indeterminado de relatos diseminados y de textos aislados sin ninguna continuidad narrativa. Posteriormente, éstos se reunieron por uno o varios redactores-compositores. 3) la hipótesis de los Complementos: intento de reconciliar las dos anteriores, suponiendo que inicialmente hubo una trama narrativa básica y continua que, a lo largo de los siglos, recibió añadidos y complementos.

Durante casi un siglo, se impuso el modelo de los Documentos-Fuentes (J. Wellhausen, G. von Rad, M. Noth, H. Gunkel). Este explicaba el origen del Pentateuco por la fusión de cuatro documentos que tuvieron un origen independiente: Yahvista (“J”) del siglo X aC, originario del reino del sur; Elohista (“E”) del siglo VIII antes de Cristo, originario del reino del norte; Deuteronomista (“D”) del siglo VII aC, originario del reino del sur; Sacerdotal (“P”) de los siglos VI-V aC, iniciado con exiliados en Babilonia y concluido en Jerusalén.

Desde el principio, este modelo interpretativo ha recibido muchas críticas, y desde 1970 se vio fuertemente debilitado, siendo recuperado  en gran medida el modelo de los Fragmentos con una nueva configuración (R. Rendtorff, E. Blum). De acuerdo con este modelo, lo primero que se debe hacer es dejar, perentoriamente, el modelo de los Documentos-Fuentes, y reanudar los estudios basándose en las grandes unidades literarias (Gn 1-11; 12-50; Ex 1-15; 19-24; 16 -18 + Nm 11-20; 21-36 Nm). El Pentateuco, entonces, sería el resultado de un trabajo de redacción, pero principalmente de dos composiciones: una sacerdotal (KP) y una deuteronomista (KD), ambas postexílicas.

 Delante del conturbado momento y de las dificultades de las investigaciones, otros estudiosos (P. Weimar, E. Zenger) se dedicaron a lo  que quedaba del modelo de los Documentos-Fuentes y de lo que resultó de las  nuevas investigaciones resultantes del modelo de los Fragmentos. En cierto modo, se trata de una recuperación del modelo de los Complementos, mediante el cual se intenta formular una comprensión del proceso de formación del Pentateuco teniendo en cuenta que es posible aceptar una historiografía preexílica al comienzo del siglo VII antes de Cristo ( “Obra Jerosolimitana de Historia”), que fue ampliada por manos laicas durante el exilio en Babilonia (“Obra Exílica de Historia”) y reinterpretada por manos sacerdotales ( “Obra Sacerdotal de Historia”), inmediatamente después del exilio por los que regresaron en el año 520 antes de Cristo para restaurar el templo de Jerusalén . Por último, estas dos obras (ampliadas y reinterpretadas) se fusionaron en la segunda mitad del siglo V aC ( “Gran Obra postexílica de Historia), lo que resulta en una obra muy amplia y completa: desde el Génesis hasta Reyes (Eneateuco). En esa obra, el escriba y sacerdote Esdras separó a los primeros cinco libros y promulgó como Tora, marcando el surgimiento de la nueva forma religiosa, Judaísmo, en el momento en que se creó la provincia persa de Judá. Con la separación, surgió un nuevo bloque de libros: Josué – Reyes, que más tarde recibieron el nombre de “Profetas anteriores”.

Por el momento, no hay consenso entre los estudiosos y no surgió un nuevo modelo capaz de imponerse, como ocurrió con el modelo de los Documentos-Fuentes. El Yahvista y el Elohista, por ejemplo, que eran considerados fuentes se denominan tradiciones. Últimamente, se prefiere trabajar sólo con lectura sincrónica y explicar los textos desde su forma final y canónica. Es una operación válida, pero hay muchos problemas diacrónicos que no pueden ser ignorados y que requieren la combinación de ambos procedimientos metodológicos.

2 El libro del Génesis

Este libro trata de temas universales: se ocupa de los orígenes del mundo, de la aparición del ser humano, de su pecado y desventuras. Este marco sirvió para presentar la historia de los antepasados de Israel, de acuerdo con una dinámica familiar, hablando de la historia que se desarrolla con Abraham, Isaac, Jacob y José. Este es el enlace entre el final del Génesis y el comienzo del Éxodo. Las “historias” de los antepasados son ciclos narrativos que inicialmente tenían origen independiente y sólo más tarde se unificaron sirviendo de fundamento,  para hablar de los orígenes del antiguo Israel.

El libro puede ser dividido en dos grandes bloques: Gn 1–11 e Gn 12–50.

Gn 1-11 es comúnmente llamado “historia de los orígenes”, ya que su contenido es universal y retrata los comienzos de la humanidad. Estos once capítulos son narraciones amalgamadas, inspiradas en las mitologías mesopotámicas, en la que se pretende hacer una reflexión y para ello, dar una explicación teológica de los orígenes de la humanidad, basada en dos pilares: a) quién es Dios y su obrar: justo y fiel a su creación, en particular, al ser humano; b) que es el ser humano y su obrar: infiel en su relación con Dios y con sus semejantes. Junto a esto, se incluyen las principales instituciones humanas (el matrimonio, las lenguas, las divisiones étnicas, las culturas de subsistencia, la elaboración de los metales, el enfrentamiento entre el campo y lo urbano), y su camino hacia la realización de su destino.

La perspectiva universalista presente en toda la narrativa sirve de base para la historia del antiguo Israel, que, desde la vocación de Abraham, se inserta en el contexto de la historia humana universal. Esta, a su vez, se inserta en el relato de la creación del mundo, como ambiente favorable para la aparición y el desarrollo de la raza humana. El tema principal y dominante de Gn 1-11 es el del origen de todas las cosas en las manos de un solo Dios que hizo, dispuso y mantiene su creación como previsora y providente. Al lado del tema principal, la narrativa quiere mostrar cómo el ser humano, por el pecado de sus progenitores (Gen 3.1 a 24), se aleja cada vez más de Dios  Creador y de su designio de amor.

El relato del diluvio (cf. Gn 6,5-9,17), por ejemplo, sirve para hinchar la condición humana del pecado, pero de acuerdo a las dimensiones cósmicas que desde el principio, muestran que sólo Dios puede crear y destruir el mundo. Es una manera para denotar el dominio divino y para decir que el ser humano no tiene la última palabra sobre la realidad. La destrucción de la humanidad en el caos de un diluvio de proporciones universales tiene que ver con las proporciones universales que fueron provocadas por la desobediencia de los progenitores de la humanidad. De alguna manera, el diluvio hizo que la creación regresase a la anterior situación de los orígenes, pero permitiendo que todo tuviese un nuevo comienzo con Noé, su familia y los animales salvados en el arca. Esto nos lleva a la intención principal: la vocación y la misión de Abraham, por el cual el antiguo Israel surge y se convierte en un pueblo.

Gn 11,27-50,26 describe los orígenes del antiguo Israel, mostrando cómo Dios creó y eligió este pueblo a través de la realización de su favor a los antepasados, dándoles un nuevo destino humano con la promesa de una descendencia numerosa y de la tierra buena y fértil. Abraham, Isaac, Jacob y José representan cuatro generaciones que vienen de una nueva y justa raíz humana, ya que son los descendientes de Set (Gn 4,.25-26), el hijo que Eva dio a luz, no sólo para tomar el lugar Abel, sino para denotar que el mal no tendrá la última palabra sobre el bien.

En la segunda parte del libro del Génesis, son tres ciclos de tradiciones familiares, Abraham y Sara (cf. Gn 11,27 a 25,18); Jacob y sus hijos (cf. Gen 25,19 a 36,43); José y sus hermanos (cf. Gn 37,1 a 50,26). El relato sobre Isaac no es un ciclo en sí mismo, sino que es el fuerte vínculo entre Abraham y Jacob, respectivamente, el vínculo entre las tradiciones patriarcales de Judá (Abraham) e Israel (Jacob). Isaac es este enlace por el que se garantizó la tenencia de la tierra, ya que el segundo patriarca nunca salió de la tierra de Canaán para vivir en un país extranjero.

La reconstrucción de los pasos que originaron los textos autográficos, es algo imposible de ser alcanzado debido a la ausencia de fuentes extra-bíblicas que se ajusten a los relatos bíblicos. Es cierto que el libro de Génesis ha pasado por un largo proceso de redacción y que gran parte de su contenido se sitúa mejor en el exilio vivido en Babilonia, o incluso en el post-exilio durante la dominación persa, cuando muchas tradiciones del antiguo Israel alcanzaron su redacción final.

Las tradiciones Yahvista y Elohista, objeto de grandes cuestionamientos en los últimos treinta años pueden ser admitidas como reelaboraciones de poemas épicos, originalmente orales, en una forma de prosa escrita. El redactor final, probablemente Sacerdotal, organizó el material en grandes bloques, utilizando una fórmula: “Estas son las generaciones de …” (tôledôt). Esta fórmula introduce el material tradicional y ocurre cinco veces en la historia de los orígenes (cf. Gn 2.4, 5.1, 6.9, 10.1, 11.10) y cinco veces en la historia de los antepasados del antiguo Israel (cf. Gn 11,27; 25,12; 25,19; 36,1.11; 37,2), sirviendo como puntos de conexión y guía general de los relatos que conforman los dos bloques que componen el libro del Génesis.

3 El libro del Éxodo

Este libro se centra en la salida de los israelitas de la tierra de Egipto y en su marcha por el desierto hasta llegar al Monte Sinaí, donde Dios selló una alianza con el pueblo liberado, convirtiéndolo en su  propiedad particular.

Estos tres momentos centrales del libro de Éxodo son la base alrededor de la cual los otros libros del Pentateuco se relacionan. Por lo tanto, las historias, primitiva (Gn 1-11) y patriarcal (Gn 12-50) sirven de premisas para justificar: la entrada y salida de Egipto de los hijos de Israel (Ex 1,1-15,21), la marcha de ellos por el desierto (Ex 15,22-18,27), la llegada y su permanencia en el Sinaí (Ex 19,1 – Nm 10:10); también sirven para mostrar que los hombres libertados, recibiendo las leyes y los preceptos divinos, se convirtieron en la propiedad particular de Dios (Levítico). Libres y con una legislación justa, los hijos de Israel reanudan la marcha por el desierto llegando  a los campos de Moab, y, después de conquistar los territorios de Transjordania, se prepararon para entrar y conquistar la tierra de Canaán (Núm 10,11 Dt 34). Con esto se muestra la continuidad entre los temas de la promesa y de la realización de la descendencia numerosa con el del don de la tierra.

El libro de Éxodo, como el libro de Génesis, también puede ser dividido en dos bloques, que, sin embargo, giran en torno a dos ejes: narrativo y legislativo. 1) Ex 1,1- 15,21: opresión de los hijos de Israel,  vocación,  misión de Moisés y la liberación de Egipto; 2) Ex 15,22-40,38: marcha por el desierto, llegada y permanencia en el Monte Sinaí, y varias prescripciones sobre  la tienda-santuario y los ministros del culto.

La salida de Egipto es el marco inicial y constitutivo del antiguo Israel como el pueblo de la alianza. La liberación de Egipto es el fundamento de la fe de este pueblo, porque por ella experimentó y llegó a conocer a Dios como liberador y su fuerte aliado contra todas las formas de opresión. La liberación fue narrada como maravillosa, mostrando que el Dios que libera es el mismo que domina toda la creación.

La experiencia de liberación sentó las bases de la religión de Israel. Es el resultado de la acción de Dios y nace del hecho relatado como éxodo de Egipto. Así, la alianza que sucede al pie del Sinaí adquiere forma institucional. En ella se basa  la ética de los hombres liberados, tanto en el ámbito social como en el culto. Israel, experimentando y reconociéndose como un pueblo rescatado, pasó a tener las condiciones necesarias para poner en práctica una promesa (Gn 12.1-3).

El libro de Éxodo, por el ejemplo y el testimonio salvífico que contiene, se convierte en un criterio capaz de entender la salvación no como concepto, sino como una propuesta de  vida del ser humano con Dios. La alianza del Sinaí, en cuanto  rescata, expresa un nuevo sentido a las relaciones de comunión que deben existir entre Dios y la comunidad de los hombres liberados.

La experiencia de fe que sucedió con los antepasados (Adán, Noé, Abraham, Isaac, Jacob y José) dio lugar a una nueva experiencia liberadora y sentó las bases de las siguientes experiencias narradas con Josué, Samuel, David, Ezequías, Josué y el nuevo Israel que renació del exilio en Babilonia y asumió una nueva configuración religiosa con el judaísmo.

El segundo libro del Pentateuco es el resultado tanto del trabajo de redacción y composición a partir de varias tradiciones acerca de la salida de Egipto y el tiempo del desierto de las veces, pero en particular sobre  la experiencia que se vive en el exilio en Babilonia. Por lo tanto, la redacción final puede ser colocada entre los siglos VI-V aC.

4 El libro del Levítico

Este libro se refiere al culto a realizar por la tribu de Levi, elegida para el servicio de la tienda-santuario que fue establecida por orden de Dios y que de ella tomó pose (cf. Ex 40,34-38), pasando a habitar en medio de su pueblo. La posición literaria en el corpus del Pentateuco puede ser considerada estratégica, ya que está exactamente en el centro, lo que, a su vez, tiene su epicentro en la Ley de Santidad. Esta posición se inserta en la dinámica del pueblo que, de Ex 19,1 a Nm 10,10, permaneció en el Sinaí, recibiendo las condiciones necesarias para una vida con Dios antes de reanudar la marcha por el desierto para entrar y conquistar la tierra Prometida.

El libro contiene básicamente material de índole legislativa, con algunas piezas narrativas (cf. Lev 8-9; 10,1-5; 24,10-14.23). La vida cotidiana es la cuna de las leyes que regulan la vida social, política, religiosa y cultural del antiguo Israel en formación para tomar posesión de la tierra de Canaán. En este sentido, para entrar y tomar posesión de la tierra, el antiguo Israel ya se encontraría orientado por normas, estatutos, decretos y leyes que harían de él un pueblo particular entre los otros pueblos (cf. Dt 4,35-40). Una formación normativa que surgió en el desierto sirvió para garantizar la permanencia del pueblo en la tierra después de su conquista e instalación.

El libro se puede dividir en cinco partes, teniendo en cuenta la naturaleza de los textos: 1) prescripciones sobre los sacrificios (Lv 1-7): lista de varios tipos de sacrificios que agradan a Dios y son ejecutados por los ministros autorizados; 2) investidura de los sacerdotes (Lv 8-10): normas sobre el oficio de los que descienden de Levi a partir de Aarón y de sus hijos. Estos son los que hacen posible el acceso de todo el pueblo a Dios por medio del culto; 3) prescripciones sobre lo puro y lo impuro (Lv 11-16): elenco de animales, personas y situaciones que pueden poner en peligro la pureza de la comunidad de fe. Si ésta se ve comprometida, la solución es un ritual de expiación que ocurre una vez al año y da a todo el pueblo el perdón y la reconciliación con Dios; 4) “Código” de  Santidad (Lv 17-26): enfatiza el aspecto positivo de las cosas y personas relacionadas con el culto. Todo debe ser santo como Dios es santo; 5) El apéndice al “Código” de Santidad (Lv 27): todo lo que se puede ofrecer, personas y bienes, pueden ser consagradas por un voto, pero sólo puede reanudarse cuando sea posible, por el valor estipulado. Sólo lo que estaba condenado al anatema no podía ser rescatado. La dinámica que anima estas cinco partes es clara: el Dios Santo  sólo puede ser adecuadamente adorado por un pueblo que le corresponda en santidad (cf. Lv 19,2).

Desde el punto de vista de la formación del libro, se observa que en él se contienen muchas leyes antiguas y recientes. Las leyes más antiguas se pueden derivar de un período en el que el antiguo Israel todavía no tenía un culto y templo único. Estas se fueron  consolidando y recibiendo actualizaciones en los santuarios locales, hasta que las más recientes fueron incluidas en el grupo de la diáspora que regresó a Canaán durante el período persa con el fin de reconstruir la ciudad de Jerusalén y en ella reanudar el  culto sacrificial.

Por lo tanto, el material que  en el libro aparece como derivado de la acción mediadora de Moisés forma parte, esencialmente, de la tradición Sacerdotal que se remonta a su fundador. La gran pretensión de este  libro es predisponer al pueblo para recibir la presencia de su Dios en un ambiente, de cierta manera, caracterizado por su ausencia (Jerusalén destruida por los babilonios). Como un manual, el libro de Levítico autentifica la existencia y regula la práctica de la función sacerdotal. Responsable de la santidad del culto al  Dios único y  santo, los sacerdotes protagonizan los actos que realizan la santidad del pueblo.

5 El libro de los Números

Este libro completa algunas leyes que no entraron en los dos libros anteriores y describe algunos hechos que se produjeron en la segunda etapa de la peregrinación del pueblo a través del desierto. Por lo tanto, el período del Sinaí y el periodo del desierto se convirtieron en los momentos singulares para la recepción de la legislación antiguo Israel. Sin embargo, no se encuentra en el libro de Números una lógica  coherente y clara como en los libros de Génesis y Éxodo.

Moisés, que ya había mediado la alianza y levantó la tienda-santuario, recibió la orden de contar los hombres aptos para la guerra y así, entonces, hacer al pueblo dejar el monte Sinaí , continuar la marcha y proseguir hacia la tierra prometida . Así se hizo, pero por la falta de confianza en Dios, la generación que salió de Egipto no entró en la tierra y a lo largo de más de cuarenta años, el pueblo tuvo que vagar y  enfrentarse a diversos tipos de dificultades antes de lanzarte a la conquista de los territorios de la Transjordania, tomando posesión de la tierra de Sehón rey de los amorreos, y de Og, rey de Basán (cf. Nm 21.33-35; 32).

Téngase en cuenta que el libro de Números también contiene elementos narrativos y legislativos. El contenido puede ser presentado en dos partes: 1) Israel se  prepara para dejar el Sinaí y avanzar hacia la tierra prometida (cf. Nm 1,1-10,10); 2) la marcha desde el Sinaí hasta el Jordán (cf. Nm 10,11-36,13). Esta segunda parte se puede subdividir en dos etapas: en la primera, Israel llega delante de la tierra prometida, explora el territorio, pero no toma posesión. Por eso  debe vagar por el desierto (cf. Nm 10,11-21,20). En la segunda, Israel comienza la conquista de los territorios de Transjordania en la tierra de Moab (cf. Nm 22,21- 36,13)

En el conjunto de este  libro hay muchos disturbios mencionados, lo que dio ocasión para calificar a Moisés aún más. Él aparece en el importante papel de mediador y se presenta como el más humilde de los hombres (cf. Nm 12,3). Debido a la gran resistencia que sufrió, fue reconocido como profeta y hombre de Dios (cf. Nm 12,6-8); un siervo justo en su fe en Dios (cf. Nm 10,29-32) y su amor por el pueblo (cf. Nm 11,2.10-15; 21,7). Sobresale, entonces, su papel como intercesor en favor del pueblo a pesar de sus pecados (cf. Nm 11,27-29 ; 12). Sin embargo, el libro no esconde las debilidades de Moisés : se niega a interceder ante una rebelión de un grupo de levitas (cf. Num 16,15); titubea al ejecutar una orden de Dios (cf. Nm 20,10-12), y se derrumba por el peso de la misión (cf. Nm 11,11-15).

Un elemento central en el libro de Números es el factor de transición: la antigua generación, que salió de Egipto, murió en el desierto (Nm 1,1- 21,9) para que diese lugar a la nueva generación que tomó posesión de la tierra prometida (Nm 26,1-36.13). Sólo Josué y Caleb, con sus familias, fueron preservados por la fidelidad a la orden de conquistar la tierra (cf. Nm 14.6-9). Entre estas dos generaciones se encuentra el curioso ciclo de Balaán, que sirvió para mostrar la total y libre disposición de Dios al elegir y bendecir a Israel (cf. Nm 22,2-24,25). Otra importante transición es la geográfica: del Sinaí, por el desierto, a los campos de Moab. Las primeras conquistas fueron la base de lo que sucedería cuando el pueblo atravesase el Jordán.

El libro de Números no es homogéneo en cuanto al material utilizado en su preparación. Las fuentes históricas, que fueron la base para la formación de este libro, tienen sin duda un desarrollo largo y complejo. Es plausible que el libro haya adquirido su forma definitiva entre los siglos VI-V aC, respectivamente, durante o después del exilio en Babilonia. Es posible pensar que la mano final del libro se dio cuenta de que la vida del pueblo durante la diáspora-exilio en Babilonia tuvo una estrecha analogía con el periodo en el que el pueblo elegido vagó por el desierto. Por lo tanto, las antiguas tradiciones sobre la época en la que el pueblo vivió en el desierto fueron reinterpretadas según una nueva perspectiva y un nuevo contexto literario. Parte del material es de la tradición sacerdotal, fácilmente identificable por el estilo, el vocabulario y los intereses (legislativos). Parte del material no es de los círculos sacerdotales, especialmente las partes narrativas (Números 11-25; 33). Esto da lugar a tensiones presentes en el libro. Con mucha probabilidad, sin embargo, la versión final estuvo en manos de los círculos sacerdotales y habría sido el último libro del Pentateuco que  llegó a su forma final y canónica, durante el período persa, a finales del siglo V aC.

6 El libro del Deuteronomio

El último libro del Pentateuco comienza con la voz del narrador que, a su vez, ya está en el otro lado del Jordán, es decir, el lado de la tierra prometida (Cisjordania). Por lo tanto, lo que narra mira al otro lado del Jordán (Transjordania), donde estuvo el pueblo y su líder en los campos de Moab, frente a Jericó (Dt 1,1.5; Dt 34,1). El libro entero, sin embargo, parece ser un largo discurso de Moisés que da, incluso, en el mismo día de su muerte en la tierra de Moab, después de haber contemplado  toda la tierra que Dios estaba dispuesto a dar a su pueblo (cf. Dt 34,1-12). Así, el libro fue concebido como el testamento que Moisés, antes de morir, dejó su pueblo, que estaba a punto de entrar y tomar posesión de la tierra prometida. En este testamento  está la exigencia de fidelidad, sin la cual el pueblo no permanecerá en la tierra. Todo lo que Moisés hizo y enseñó debe ser puesto en práctica, con el fin de prolongar su vida en la tierra prometida.

El libro puede dividirse en introducción, tres discursos de Moisés, su bendición sobre el pueblo y la conclusión, en el que relata la muerte de Moisés, en la que anuncia a Josué como sucesor en la dirección del pueblo. La introducción, que se une al final del libro de los Números porque los hijos de Israel acamparon en los campos de Moab, orienta todo el contenido al decir, “estas son las palabras que dirigió Moisés a todo Israel” (Dt 1,1 -5). Los tres discursos se inician por una fórmula similar a la utilizada en la introducción, “estas son las palabras,” abriendo el primer discurso (Dt 1.6-4,40); “Esta es la Torá”, abriendo el segundo discurso (Dt 4.41-49; 5,1-28,68); “Estas son las palabras de la alianza”, abriendo el tercer discurso (Dt 28,69- 32,52).  Sigue la bendición introducida por la frase “esta es la bendición” (Dt 33) y el libro termina con la historia de la muerte de Moisés (Dt 34). El libro, abierto con las  palabras de Moisés a todo Israel, termina con todo el pueblo llorando  por la muerte de su incomparable líder.

En el libro de Deuteronomio, se destacan importantes temas teológicos: la salida de Egipto, la alianza de Dios con el pueblo y la libre elección de éste; el don de la tierra; el don de la ley; la centralidad del único lugar de culto. Trasparece que el libro en su conjunto, es una síntesis teológica de los principales hechos que se narran desde Génesis hasta Números. Las diversas referencias a los patriarcas y a la salida de Egipto permiten que el tejido de la narrativa prosiga hacia el gran objetivo final: entrar y tomar posesión de la tierra prometida. El contenido de los discursos de Moisés pretende alertar a los hijos de Israel sobre las seducciones que encontrarán después de entrar y tomar posesión de la tierra. Por eso  el tono de los discursos es exhortativo. Se dice lo que debe hacer y lo que definitivamente debe ser evitado. La ley – instrucción de Moisés es el parámetro.

Un marco formal característico en el libro es la alternancia entre los destinatarios de las exhortaciones de Moisés, ora presentados por la segunda persona del singular, tú, y ora en la segunda persona del plural, vosotros. Aunque Moisés protagoniza el discurso en primera persona, también hay interrupciones que hablan de Moisés en tercera persona (cf. Dt 4,41-5,1a; 27,1a; 28,69; 29,1).El fuerte fondo mosaico está presente tanto en los discursos como en el “Código Deuteronómico” (cf. Dt 12-26 *). Sin embargo, el origen del libro no se remonta a la época de Moisés y su forma final debe ser colocada en un período posterior, el siglo V aC. Se supone que el libro ha pasado, probablemente por tres etapas: preexílica, exílica y postexílica. En estos tres pasos, contribuyeron diferentes manos: profética, sacerdotal y sabios cortesanos.

7 Consideraciones finales

El Pentateuco es considerado la constitución del antiguo Israel en forma de historia de la salvación. Lo que ocurrió en relación con el antiguo Israel, desde el punto de vista de la narrativa, es  obra de Dios. La creación del mundo es su punto de partida y la conquista de la tierra prometida es su punto de llegada. Este itinerario es un camino modélico de la fe que va de la expulsión del paraíso a la entrada en el fértil Egipto (Génesis), de la salida de éste, guiados por Moisés a través del desierto para entrar en tierra buena y fértil, una tierra que mana leche y miel (Éxodo- Deuteronomio). En medio de la trama narrativa, una legislación amplia y diversa aparece distribuida en largos párrafos de los libros de Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

Los libros que componen el Pentateuco evidencian y trazan  para el oyente-lector, una historia continuada que va desde los orígenes del mundo y de los antepasados ​​de Israel – Abraham, Isaac, Jacob y José – hasta la muerte de Moisés delante de la tierra prometida. Esta trayectoria puede ser memorizada a través de las principales etapas: la historia de los orígenes del mundo, del hombre, del pecado; historia de los Patriarcas (Génesis);  esclavitud y éxodo de Egipto; marcha por el desierto hasta el Sinaí; alianza en el Sinaí; pecado de idolatría en la elaboración del becerro de oro; renovación de la alianza; determinación y normas para erigir la tienda-santuario; legislación sobre la conducta del pueblo y reglas sobre lo puro y lo impuro; censo del pueblo; reanudación de la marcha por el desierto; bendición al pueblo en la boca de Balaán; conquista de los territorios de la Transjordania (Éxodo-Números); recapitulación de la historia para establecer al pueblo en la libertad que recibió como un don  de Dios; delante de él, el pueblo tiene la posibilidad de recibir las bendiciones por la obediencia y las maldiciones por la desobediencia (Deuteronomio).

Estas etapas se encuentran en forma de síntesis en Js 24,1-10 y bien completa en Ne 9,5-23. También en diversos Salmos de  naturaleza histórica, estas etapas son recordadas. Todo esto para que el pueblo siempre se acuerde de cantar las maravillas que Dios ha obrado en su favor (Sal 78 [77], 105 [104], 106 [105], 135 [134], 136 [135]).

Por lo tanto, el Pentateuco atestigua el don gratuito  de Dios, por la forma como conduce los acontecimientos salvíficos en favor de su pueblo, sobre todo por su acción liberadora en Egipto, por la celebración de la alianza del Sinaí, por la manifestación de la misericordia de perdonar la grave falta del pueblo que eligió a un becerro de oro como su Dios (cf. Ex 34,1- 9) y, finalmente, por introducir a la gente en la tierra prometida. En esta dinámica histórica, el Pentateuco muestra que Dios, después de la elección de Abraham y de haber permitido que Jacob se transfiriese a Egipto, no olvidó, y mucho menos abandonó  a los descendientes de los patriarcas en un país extranjero. La razón aparece en alusiones a las promesas hechas. La liberación fue forzada porque hubo opresión desproporcionada y cruel, al lado de la resistencia del faraón intransigente, lo que condujo a su pueblo y su país al caos. Por lo tanto, es evidente la gran característica de Dios: es fiel a su palabra. Este es el fundamento de la fe y el criterio de la verdad salvadora que el Pentateuco quiere transmitir. El ser humano no sólo puede, sino que debe confiar en su vida en las manos de Dios que crea, libera  y mantiene la vida en el desierto, donde ella no podría existir, y mucho menos prosperar. Es lo que el Pentateuco testimonia y transmite en forma de  ley e instrucción.

Leonardo Agostini, PUC Rio. Texto original português

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Orden (Sacramento del)

Índice

1 El nombre del sacramento

2 De la lex orandi a la lex credendi

2.1 Una ordenación episcopal en el siglo. III

2.2 La comunidad y el ministerio ordenado

3 La tríada obispo-presbítero-diácono

4 La espiritualidad ministerial

4.1 Cristo, el Siervo del Señor

4.2 Cristo, el Pastor ejemplar

4.3 Cristo, el único sacerdote

5 Referencias bibliográficas

1 El nombre del sacramento (TABORDA, 2012, 21-26)

El nombre de este sacramento no consta en el Nuevo Testamento. Puede traer consigo un malentendido, ya que la palabra “orden” generalmente significa “todo en su lugar.” Pero éste no es el sentido de la palabra. Se refiere a un grupo de personas de una categoría determinada, como la “Orden de Abogados de Brasil” (OAB), que reúne a los licenciados en Derecho que están autorizados para ejercer en el país.

No debe parecer extraño que el nombre de este sacramento no tenga ninguna connotación sacra ni haya sido tomado del lenguaje religioso, ya que para designar las funciones de la iglesia, el Nuevo Testamento nunca usa términos tomados de las religiones. “Sacerdote”, por ejemplo, no designa a ningún ministro de la Iglesia, sino sólo a los sacerdotes judíos (cf. Lc 10,31) y paganos (Hechos 14,13), los cristianos en su conjunto (Rev 1.6 ; 5:10) y el propio Cristo (uso exclusivo de la Carta a los Hebreos).

El término orden tiene la ventaja de sacar a la luz el carácter colegial o  corporativo del ministerio eclesial (cf. los Doce Mc 3,14 ; los Siete Hch 6,3; el presbiterio Hch 15,6). A la ordenación no le compete transmitir un poder poseído como individuo, sino incorporar a un grupo del mismo  nivel, cuya tarea consiste en contribuir al bien de la comunidad en  un colectivo al servicio de la unidad de la Iglesia. No se puede, por tanto, concebir el ministro de la Iglesia pensando y actuando  por sí mismos en el aislamiento de su individualidad, sino vinculado a la comunidad y a los demás ministros del mismo y de los otros grados.

Sin embargo, el término también presenta una desventaja. Aunque  su adopción sea anterior a la era constantiniana, tuvo consecuencias desastrosas cuando el cristianismo fue reconocido oficialmente en el Imperio. Al designarse de esta manera el ministerio eclesial, se transpuso  a los obispos, presbíteros  y diáconos la mentalidad estrictamente jerárquica de la burocracia imperial romana. Como resultado, se llegó a concebir el ministerio en términos de “carrera de los honores”  (en lenguaje moderno: plan de carrera).

La Iglesia bizantina conserva para este sacramento el nombre de “imposición de manos” (quirotonia). Tiene la ventaja de ser un término bíblico, pero trae consigo el peligro de olvidar la dimensión colegial propia del ministerio eclesial, lo que lleva a una concepción privatizadora, como honor poseído personalmente.

2 De la lex orandi a la lex credendi

La mejor manera de presentar un sacramento es a partir de la práctica litúrgica de la Iglesia, tal como fue “en todas partes, siempre y por todos” celebrada (Vicente de Lerins, † 450). Comprobando la forma como la Iglesia ora (lex orandi), llegamos a la conclusión acerca de lo que debemos creer (lex credendi).

2.1 Una ordenación episcopal en el siglo III (BRADSHAW; JOHNSON y PHILLIPS, 2002)

La denominada “Tradición Apostólica”, en otros tiempos  atribuida a Hipólito de Roma, es el testimonio más antiguo detallado de una ordenación episcopal. He aquí el texto:

“Que se ordene obispo a aquel que [siendo] irreprensible haya sido elegido por todo el pueblo. Una vez que haya sido pronunciado su nombre y hubiera agradado, el pueblo se reunirá con el presbiterio y los obispos presentes, en el día del Señor. Con el consentimiento de todos, [los obispos] le imponen las manos y el presbiterio permanece quieto. Todos guarden silencio, orando en sus corazones por el descenso del Espíritu. Y uno de los obispos presentes, a instancias de todos, imponiendo la mano al que es ordenado  obispo, ora diciendo (Tradición Apostólica, nº 2).

[Sigue la plegaria de  ordenación].

Después de haber sido ordenado obispo, todos le ofrecerán el beso de paz, saludándolo por ser ya digno de que le saluden como tal. Los diáconos le presentarán la oblación y él, imponiendo las manos sobre ella, junto con todo el presbiterio. Dirá, dando gracias: “El Señor esté con vosotros”. Y todos dirán: “ y con tu espíritu.”. “Elevad vuestros corazones”.” Los tenemos en el Señor”. “Demos gracias al Señor”.” Es digno y justo”.

Y continuará de la manera siguiente: (Tradición Apostólica, nº 4)

[Sigue la plegaria eucarística]

 Este texto presenta la celebración como un movimiento continuo en tres etapas: 1) la elección por el pueblo (incluyendo clérigos); 2) la imposición de las manos por los obispos con la plegaria de ordenación dicha  por uno de ellos; 3) el reconocimiento de la comunidad, expresado en el beso de la paz y la posterior presidencia de la Eucaristía.

En cada uno de estos momentos actúan cuatro actores: 1) Los cristianos de la Iglesia local; 2) los obispos de las iglesias vecinas; 3) el ordenando; 4) el Espíritu Santo, actor principal (LEGRAND 1988, 194-201; TABORDA, 2012, 230-40).

 2.2 La comunidad y el ministerio ordenado (TABORDA, 2012, 157-70)

 La estructura de la liturgia de  ordenación  muestra la estrecha relación entre el ministerio eclesial y la Iglesia presente en la comunidad local. No es el ministro ordenado que crea la comunidad, sino  que es la comunidad de fe la que recibe de Dios al ministro  para mantener la unidad y establecer el vínculo entre ella y la Iglesia diseminada en todo el mundo. Discerniendo en el  Espíritu Santo, el actor principal de toda la liturgia de la ordenación, la comunidad elige a la persona que parece indicada en su situación concreta. Pero el elegido no se convierte en obispo por esta elección. Es imprescindible el aval  de los obispos vecinos que juzgarán  la ortodoxia del elegido y, por  la imposición de manos y la oración, lo constituirán  obispo por la gracia de Dios. También en este momento la comunidad está activa, orando en sus corazones por el descenso del Espíritu. Una vez constituido obispo, nuevamente la comunidad lo reconoce al acogerlo por el abrazo de la paz y participando en la Eucaristía por él  presidida.

La estructura de la ordenación episcopal muestra la relación entre ministerio ordenado y comunidad: el ministro viene de la comunidad y en ella permanece, pero, al mismo tiempo, preside la comunidad. El obispo Agustín de Hipona († 430) lo expresó de modo ejemplar: “Con vosotros soy cristiano, para ustedes soy obispo; aquél  es el título de mi dignidad, éste es el título de mi responsabilidad; aquél es  título de honor, éste título de peligro”. Más fundamental que ser obispo es ser cristiano; esta es la verdadera dignidad. Como obispo, el cristiano adquiere una responsabilidad que se convierte en un peligro si no se ejerce como un servicio a la comunidad.

Estando delante de  la comunidad eclesial, el ministro representa  para ella a Cristo por la fuerza del Espíritu Santo recibido en la ordenación. Esta relación se expresa generalmente en la fórmula latina: el ministro actúa in persona Christi (en la persona de Cristo, como su representante), pero sólo representa a Cristo representando también a la Iglesia, insertado en su fe y comunión (in persona Ecclesiae). Ambos aspectos deben ser articulados entre sí. Cristo tiene una doble relación con la Iglesia: por un lado, es su cuerpo (cf. 1 Cor 12,12; Hch 9,4); por el otro, Cristo es la cabeza y, como tal, anima el cuerpo (cf. 1 Cor 11,3). Por lo tanto, el ministro, en cuanto representa a Cristo, está  cara a cara con la comunidad; en cuanto representa a la Iglesia es un miembro entre otros, solamente con una función específica de presidencia en nombre de Cristo-Cabeza.

 La relación entre el director y la orquesta puede ilustrar esta relación. El director, delante de la orquesta, tiene la función de conducirla en la  unidad. Como director, no toca ningún instrumento, pero su actuación permite que todos los instrumentos toquen armónicamente, a su debido tiempo, con la intensidad apropiada. Él no es la orquesta, pero la orquesta se reconoce en él. Sin la orquesta él no es nada; precisa de la orquesta para ser director. No es él quien  manda en la orquesta, pero tampoco  la orquesta manda en él. Ambos obedecen a la partitura. La ejecución de la partitura depende de la interpretación del director, sino también de la capacidad de los músicos para adherirse a esta interpretación. De este modo, el director representa a la orquesta delante de la orquesta, pero representa también al  compositor. Tal es, análogamente, la relación entre el ministro ordenado y  la comunidad eclesial.

3 La tríada obispo-presbítero-diácono (TABORDA, 2012, 190-209; BORRAS y POTTIER, 2010)

 El ministerio en la Iglesia es uno: la función de dirigir la Iglesia en la unidad de la fe, del amor, de la celebración. Este ministerio uno de la iglesia se ejerce en diferentes grados por los que “ya desde antiguamente  son llamados obispos, sacerdotes y diáconos” (LG n.28; DH 4153).

Todos ellos son ministros de la unidad de la Iglesia, pero se distinguen por el ámbito que les es propio. El ministerio fundamental es el episcopado. Su función es la de animar a la comunidad en la fidelidad al testimonio apostólico. En el ámbito interno le corresponde presidir la comunidad en la adhesión a la fe apostólica (kerygma), la práctica de la fraternidad (diaconía) y la celebración de la fe (liturgia). En cuanto a las otras Iglesias locales, es su responsabilidad de representar a la Iglesia por él  presidida en la comunión de la Iglesia universal (responsabilidad colegial  por todas las Iglesias) y en comunión con la Iglesia de Roma “, que preside la caridad” (Ignacio de Antioquía).

El obispo no está solo en la presidencia de una iglesia local; está asistido por su presbiterio y los diáconos. El obispo es obispo por presidir una iglesia en un ámbito mayor, ligada por lazos históricos, geográficos, culturales. Por eso le corresponde ordenar presbíteros que constituyen con él  una personalidad corporativa en el gobierno de la iglesia local y,  así,  presiden en nombre del obispo, pequeñas parcelas de esta Iglesia local (parroquias).

Los presbíteros son, en primer lugar,  miembros del “Senado” del obispo para el gobierno de la iglesia local, es decir, para su unidad. A partir de ahí, puede corresponderles presidir partes de esta Iglesia local (comunidades eucarísticas) como representantes del obispo. La plegaria de ordenación de la liturgia romana define el presbítero como “cooperador del orden episcopal”.

La diferencia básica entre el obispo y el presbítero radica en el grado de responsabilidad que cada uno tiene para una iglesia local y en la relación mutua. El obispo ejerce su ministerio de unidad sobre el conjunto de la Iglesia local y, a partir de ella, es, con los otros obispos, responsable por la Iglesia universal, ante la que testimonia la forma específica en que cada Iglesia local incultura la fe .

El diácono es el ministro encargado  de los pobres, marginados y enfermos, servicio vital para que la Iglesia encuentre su identidad al modo del Siervo del Señor,  descrito en los cuatro cantos del Deuteroisaías (cf. Is el 42,1-4;  49,1 -6; 50,4- 11, 52,13-53,12). Su papel fundamental es animar, reavivar, organizar a la comunidad en vista del servicio a los pobres. A partir de ese servicio a los pobres, compete al diacono el ministerio de la Palabra y la actuación en  la liturgia; la Palabra da dimensión cristiana al servicio a los pobres, que es un deber moral de toda la humanidad, crea o no en Cristo. Corresponde a él  llevar la Palabra a lo concreto de la práctica solidaria, testimoniar la caridad cristiana, animar a los cristianos a tomar en serio el Evangelio.

El diácono tiene su propia manera de ser ministro de la unidad. No preside, pero contribuye a la unidad de la Iglesia a partir de los menos afortunados. Es un ministerio “partidario”. Expresa la parcialidad de la Iglesia en favor de los pobres. Indica que la unidad de la Iglesia no se construye a partir de los poderosos. Procura imprimir en la Iglesia  la marca evangélica de una unidad desde los pobres. Por eso mismo vale, en la Iglesia primitiva, como la mano derecha del obispo. Él, por lo tanto, está  relacionado con el obispo y no con el presbítero.

El diácono no es un sustituto del presbítero en lugares donde no hay presbíteros en número suficiente. Su ministerio no es congregar a la Iglesia (Presidencia), sino llevarla hacia afuera, a las periferias del mundo, de forma que ella pueda celebrar de verdad  la Eucaristía,  ya que “no hay Eucaristía sin lavatorio de los pies” (E. van Waelderen ).

Hacer presente el amor de Cristo a los pobres y los que sufren, los que son perseguidos, los excluidos, es el deber del obispo, no menor que el de presidir la vida y la celebración de la comunidad. En esta tarea es asistido por el presbiterio, en aquélla por los diáconos. El orden diaconal existe al servicio de la Iglesia local, junto con el obispo y su presbiterio, para abrir la comunidad al mundo.

El presbítero no es un diácono con algún “poder” más, como el  obispo no es un presbítero con algún “poder” más. No son grados de una escala. La relación entre la tríada no debe verse en una línea vertical (de arriba a abajo, de mayor a menor),sino en una bifurcación. El episcopado es el ministerio fundamental con dos tipos de auxiliares diferentes y complementarios como son diferentes y complementarios hombre y mujer, la mano derecha y la mano izquierda. El hombre no es superior a la mujer, ni viceversa; la mano derecha no es mejor que la izquierda, ni viceversa.

 4 La espiritualidad ministerial

 La pregunta que subyace a esta temática de la espiritualidad es la pregunta sobre qué figuras inspiran la vida y misión del ministro ordenado.

 4.1 Cristo, el Siervo del Señor (TABORDA, 2012, 46-52; SANTANER, 1986; MESTERS, 1981)

 La figura clave está dada por el mismo Jesús en Mc 10,42- 45: ” Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. En estas palabras Jesús alude a los poemas del Siervo del Señor (Deuteroisaías) y plantea, así, la cuestión del poder en la Iglesia.

Los cuatro cánticos inspiran cuatro aspectos del ejercicio del poder en la comunidad cristiana. El primer aspecto es vaciarse, no hacer valer su poder para dominar a los demás, sino despertar el poder que hay en ellos (cf. Is 42,1-4: el Siervo no grita, no alza la voz, no apaga la mecha mortecina). El poder del ministro ordenado no es suyo, sino de la Iglesia, cuyo poder se concentra en él. Por eso, no le corresponde ni acaparar el poder ni  dividirlo, como si el poder fuese suyo. Debe, sí, suscitar el poder que está en cada uno, incentivar el ejercicio del poder  de cada uno y cuidar de que sea ejercido en el respeto a los demás y el cuidado por la unidad de todo.

El segundo aspecto muestra que el vaciamiento debe ir hasta el extremo de dar su vida por muchos (cf. Is 52,13-53.12). La identidad del ministro con la comunidad ya es, por sí mismo, un “morir” todos los días para que la comunidad se desarrolle con autonomía. En ciertas circunstancias, el hecho de dar la vida tendrá que ser llevado a las últimas consecuencias, el martirio.

El tercer aspecto es escuchar al Señor y confiar en él (cf. Is 50,4- 11). Basar su vida en la escucha de la Palabra de Dios asimilada en la oración, celebrada en la Eucaristía, vivida a cada momento. Elemento constitutivo de servicio ministerial es la intercesión “en favor del pueblo a él confiado y en favor de todo el mundo” (plegaria de ordenación presbiteral de la liturgia romana).

El cuarto aspecto es tomar en serio que su misión no viene de sí mismo, sino que le fue confiada por el Señor (cf Is 49,1-6) a través de la comunidad que lo reconoció apto. Su ministerio no le viene  por ser un privilegiado, sino por esperarse de él que viva los aspectos antes especificados.

En resumen: el poder del ministro es el poder generado en la debilidad, que, confiando en Dios, deja espacio a los demás y suscita el poder de los demás.

 4.2 Cristo, el Pastor ejemplar (TABORDA, 2012, 70-74)

 En el capítulo 10 del Evangelio de Juan, Cristo es presentado como “el pastor ejemplar” (KONINGS, 2005, 204). La figura del pastor es arquetípica y tiene cuatro características (BOSETTI, 1986a, 21-51): el pastor, guía, conduce, camina delante de las ovejas; provee que el rebaño crezca y se multiplique ( busca  agua, pastos, conduce al redil o a otro lugar seguro); está atento a las ovejas: de día guía, de noche guarda, especialmente si las ovejas tienen que pasar la noche a la intemperie; es solidario, tiene con el rebaño una conexión afectiva,  conocimiento,  solidaridad. Es “el pastor con olor a ovejas” (papa Francisco).

Pero la designación de pastor tiene su ambigüedad, porque el pastor es superior a las ovejas; es un ser racional, las ovejas animales irracionales. Así que hay que recordar que “el pastor ejemplar” (el buen Pastor) se convirtió en el “Cordero inmolado” para la vida del rebaño. Y, sobre todo, es necesario iluminar la figura del  pastor con la del Siervo que da la vida por la multitud, como lo hizo Jesús: “El pastor ejemplar da su vida por las ovejas” (Juan 10,11).

El ministro ordenado, como pastor, debería  caracterizarse por un amor entrañable a Cristo, no sólo un amor superficial. Teniendo en cuenta, sin embargo, la debilidad del hombre pecador, para iniciar el camino basta el  amor de simpatía (Jn 21,15-17). En cuanto no se alcance aquel grado de profundo amor a Cristo, vale la  sinceridad de  una respuesta a la llamada, con cuidado de no caer en las tentaciones que le rodean: no ser un pastor por coacción, sino con gusto, de forma espontánea, libremente; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón generoso; no como dominadores, sino como modelos del rebaño (cf. 1Pd 5,2-3) (BOSETTI, 1986b, 101-12).

 4.3 Cristo, el único sacerdote (TABORDA, 2012, 32-46)

 La designación más común para el ministro ordenado es  sacerdote, y sin embargo es la menos adecuada. Proviene de una relectura veterotestamentaria del Nuevo Testamento, que no utiliza para los ministros de la Iglesia términos tomados de las religiones. Epískopos (término del cual  deriva la palabra obispo) significa supervisor; presbítero quiere decir anciano; diácono es el servidor de la mesa. Tampoco Jesús era un sacerdote, porque no pertenecía a la tribu de Levi, una condición indispensable para el sacerdocio en el judaísmo.

 El único escrito del Nuevo Testamento que describe a Jesús como sacerdote es la Carta a los Hebreos. Y lo hace para negar que Jesús sea un sacerdote en el sentido del sacerdocio  ritual aarónico. El autor de la Carta a los Hebreos quiere mostrar cómo, después de Cristo, no hay más necesidad de sacerdotes. Lo hace en el estilo  propio  de la reflexión teológica judía, comparando la vida de Cristo con la acción del Sumo Sacerdote judío en el Día de la Expiación (Yom Kipur), el único día del año en que atravesaba el velo del templo y entraba en el Santo de los Santos. Jesús, por su muerte, atravesó el velo y entró en el verdadero Santuario del cielo, donde vive eternamente para interceder por nosotros (Heb 7,25). Jesús ejerce su sacerdocio a través de su vida, muerte y resurrección (cf. Heb 9-10). Su sacerdocio no es ritual, sino existencial (Hb 10,4-10); su sacrificio no se realiza en un lugar sagrado, sino  en lo profano, fuera de los muros de la Ciudad Santa de Jerusalén (cf. Heb 13,11-13); no precisa ser repetido, pues adquirió una redención eterna (Heb 9,12).

Así, hay que decir que Cristo es el fin del sacerdocio (cf. las palabras de Pablo: Cristo es el “fin de la ley”, Rm 10,4). Fin significa al mismo tiempo término, desaparición del fenómeno en cuestión, y  culminación, meta, aquello a lo que  algo tiende. Cristo es el fin y cumplimiento de todo sacerdocio. El propósito de los sacerdotes en las religiones era mediar entre  Dios y la humanidad. Pero la distancia entre Dios y la humanidad fue abolida en Cristo. En primer lugar, porque, como hombre y Dios (cf. DH 301-302), une definitivamente y escatológicamente los dos polos entre los cuales los sacerdotes debían mediar. Él es, en su persona, el mediador único y perenne (cf. 1 Tim 2,5). Pero más allá de eso, habiéndonos dado el  Espíritu Santo, por el cual el ser humano puede vivir en la inmediatez con Dios, dispensa ulteriores sacerdotes. Por el Espíritu constituimos un pueblo sacerdotal (cf. 1 Pd 2,5, Ap. 1,6; 5,10), tenemos constantemente acceso al Padre (cf. Hb 4,16), clamamos Abba (cf. Gal 4,6; Romanos 8, 15), somos enseñados por Dios (Jn 6,45). Nuestra inmediatez a Dios en el Espíritu hace al sacerdocio prescindible (fin del sacerdocio) y Cristo es así  el único sacerdote (realización del sacerdocio), porque nos posibilitó, una vez y para siempre, el acceso constante y permanente a Dios. Este acceso sólo existe en el Espíritu de Cristo (y no por la naturaleza humana). Por eso  la Iglesia es el pueblo sacerdotal por su actividad misionera que continúa la misión de Cristo (cf. Jn 20,21; 1 Pd 2,9).

Francisco Taborda, SJ. Faje, Belo Horizonte (Brasil). Texto original en português.

 5 Referencias bibliográficas

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SANTANER, M.-A. Homem e poder: Igreja e ministérios. São Paulo: Loyola, 1986.

TABORDA, F. A Igreja e seus ministros: uma teologia do ministério ordenado. 1ª reimpressão. São Paulo: Paulus, 2012.

Seguimiento de Cristo

Índice

1 Participación en Cristo

2 Imitación de Cristo

2.1 Advenimiento del Reino

2.2 Fraternidad universal

2.3 Crecimiento en humanidad

2.4 Abandono en la providencia

2.5 Luchas, conflictos, persecuciones y martirio

2.6 Necesidad de una decisión personal

3 Seguimiento de Cristo

3.1 Participación en el sacrificio de la cruz

3.2 Triunfo sobre el mal y éxito de la creación

3.3 Vida en la libertad de los hijos e hijas de Dios

4 Conclusión

5 Referencias bibliográficas

El “seguimiento de Cristo” es un modo de participar en Cristo, participación que es posible para todos los seres humanos y toda la creación. Dios quiere y obra la salvación de la humanidad por caminos que la Iglesia puede ignorar (GS 22). Los cristianos que siguen a Cristo, en particular, lo hacen de una manera semejante a otros seres humanos que sin saberlo también son llamados por el Hijo a compartir a su Padre y a vivir como hermanos. Los cristianos se realizan en Cristo en virtud de un llamado suyo a imitarlo y a seguirlo como una persona consagrada por completo al advenimiento del reino de Dios.

1 Participación en Cristo

“Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Col 1,15-17).

La humanidad lleva la impronta del amor de Dios con que ha sido creada y redimida. El amor libre y creador de Dios exige de ella una respuesta en los mismos términos. La humanidad alcanza la plenitud a la cual Dios la llama en la medida que se ama gratuitamente a sí misma y a la entera creación.

Todos los seres humanos son llamados por Dios a amar con el amor con que Él los ama. El Concilio Vaticano II enseña que la caridad es el criterio decisivo de la salvación. Una persona que no sabe nada de Cristo o que no cree en él, si ama, se salva; por el contrario, de nada sirve haber sido bautizado si no se ama (LG 14). El Concilio asegura también que Dios quiere la salvación de toda la humanidad y la procura por medios que la Iglesia puede desconocer (GS 22). Quienes no son cristianos alcanzan el fin para el cual han sido creados en la medida que aman a sus prójimos y cuidan el mundo del que forman parte.

El modo como Dios llama al varón y a la mujer a sí mismo es trinitario: Dios Padre ha enviado a su Hijo al mundo para que la creación responda agradecida al Creador, reconociendo a la vez su finitud y su pecado. Por esta vía, la humanidad llega a la perfección del Hijo resucitado que Dios tuvo en mente al crear el mundo. La encarnación tiene por objeto que la creación llegue a su máxima expresión, lo cual demanda su liberación del mal. El discipulado del más humano de los hombres, Jesús, hace más humanos; no responder a su llamado, por el contrario, deshumaniza.

En el discipulado cristiano es posible distinguir una imitación y un seguimiento de Cristo. Jesús convocó discípulos para estar con él y enviarlos a predicar el reino. Ellos, a imitación suya, colaboraron con él. Jesús compartió con ellos a su Padre, constituyéndolos en hijos e hijas de Dios y hermanos entre sí. La imitación de Cristo hoy se nutre de las fuentes evangélicas que, gracias a la exégesis histórica crítica, pero nunca sin la compresión creyente de los evangelistas, nos transmiten una imagen verosímil del Jesús de la historia.

El seguimiento de Cristo propiamente tal, implica su imitación, pero es obra fundamental del Espíritu que guio a Jesús en su vida terrena y que en la actualidad perfecciona esta imitación en virtud del misterio pascual. Los discípulos acceden a Cristo en virtud de su Espíritu, y gracias a él disciernen su contribución creativa a la edificación del reino.

Imitación y seguimiento de Cristo se requieren y compenetran. Sin imitación de Cristo los cristianos podrían seguir a un Jesús que no es el de los evangelios. Sin seguimiento los discípulos podrían imitar a Cristo sin creatividad, de un modo fundamentalista y pelagiano.

2 Imitación de Cristo

2.1 Advenimiento del Reino

“Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: ‘El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva’” (Mc 1, 14-15).

Esta descripción de los comienzos del ministerio de Jesús del evangelista Marcos vale para los discípulos de todos los tiempos.

Jesús, a diferencia de Juan Bautista que anunciaba un castigo con la posibilidad de salvación (Mt 3, 7-12), proclama la salvación con la posibilidad de una condena (Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26). Para ambos hay un juicio final, pero el planteamiento es diametralmente opuesto. La relación con Dios y con el mundo de los discípulos de uno y de otro habría de tener una tonalidad contraria. Por una razón equivalente, los cristianos no debieran vivir en el miedo a equivocarse, sino en la confianza de la misericordia de Dios.

Si, por otra parte, en la predicación del Bautista la historia tiene un fin que él anuncia en términos negativos, para otros la historia puede simplemente no tener sentido alguno. En este caso, los seres humanos asignan valor a sus propias realizaciones o idolatran seres que ofrecen una salvación precaria o falsa. El mercado que tiende a colonizar todas las áreas de la vida con su lógica de intercambio y competencia, y que ofrece a las personas un reconocimiento social mediante el consumo es, como sucedáneo de la salvación, el ídolo de nuestra época como lo fue el dinero en tiempos de Jesús. El reconocimiento que Jesús ofreció en su época y ofrece en la nuestra a sus discípulos, es gratuito. El reino es un regalo que no tiene precio. La salvación, que consiste en un perdón incondicional y una aceptación radical de Dios, es la mejor de las noticias. Los discípulos saben que su vida y la historia tienen un fin trascendente: el eventual caos del mundo, la culpa, la pobreza y la muerte serán derrotados definitivamente.

Los discípulos han de experimentar el amor inaudito e incomparable de Dios para llegar a creer en él (cf.,1 Jn, 4, 16). Ellos han de saber que la fe en Dios puede lo imposible y, en consecuencia, han de convertirse a su amor. La conversión es un acto divino y humano a la vez, consistente en amar con la misma gratuidad con que Dios ama a los que creen en Él. Entrar en la lógica de la conversión al amor de Dios es por sí mismo causa de inmensa alegría (Lc, 15, 11-31). La alegría es una virtud típicamente cristiana. La alegría del reino debiera cualificar la misión cristiana. También otros pueden reconocer que Dios ya ahora vence el miedo y la tristeza, y sumarse a los discípulos.

Los cristianos disciernen los signos de los tiempos a efecto de descubrir dónde acontece el reino en el presente y, con su generosidad desinteresada por su prójimo, apuran su llegada. Lo hacen con urgencia apocalíptica, pues se saben protagonistas de una historia que tiene un sentido trascendente y feliz, pero que sin ellos, sin un esfuerzo personal y colectivo, puede terminar mal.

2.2 Fraternidad universal

“Todavía estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con él. Alguien le dijo: ‘¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte’. Pero él respondió al que se lo decía: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre’” (Mt 12, 46-50).

Los vínculos familiares son normalmente los más fuertes. No obstante los enormes cambios de la vida en sociedad, las personas continúan valorizando extraordinariamente a su familia o la posibilidad de tenerla. Ella es la principal causa de felicidad o, al menos, un refugio en tiempos de individualismo y desamparo. Pero a los discípulos se les pide trascender sus vínculos de parentesco para vivir una familiaridad y hermandad universal. Jesús no despreció a su familia de origen. Al pie de la cruz pidió a San Juan que cuidara de su madre (Jn 19, 6). Pero a ella misma exigió trascender su vínculo sanguíneo con él.

La fraternidad a la que Jesús llama se constituye liberando y dignificando a su prójimo. Los discípulos de Jesús han de anunciar que Dios es Padre de todos, denunciando las formas de asociatividad marginadoras y realizando acciones integradoras de los excluidos y desechados. Asimismo, han de liberar a los oprimidos de toda suerte de injusticia y ayudarlos a constituirse en personas autónomas capaces de tomar sus propias decisiones y participar libremente en la vida en sociedad (Mc 1, 40-45).

La fraternidad del reino se juega en la relación con el prójimo a quien se considera hermano, hijo de un Padre que cuida maternalmente de todos los seres humanos. Él es también el Padre de nuestros enemigos. De aquí que sea necesario perdonarlos, rezar por ellos e incluso, amarlos (Lc 6, 27).

La fraternidad, sin embargo, también demanda a los discípulos de Cristo actitudes y decisiones colectivas. Ella debiera articularse a nivel social, económico, político, cultural y religioso. A todos estos niveles se instalan prácticas y se configuran privilegios o estructuras de exclusión e incluso fratricidas. Esto mismo exige de los cristianos cultivar el pluralismo: tolerar a los demás y, sobre todo, abrirse a quienes son diferentes. Los discípulos han de ser factores de justicia, de reconciliación y de paz (Mt 5, 9).

2.3 Crecimiento en humanidad

“Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, (María, José y Jesús) volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lc 2, 39-40). El reconocimiento de Jesús de Dios como su “Padre” le hizo crecer humanamente hasta convertirse en “el hombre” (Lc, 2, 49) que terminó dando la vida por sus amigos (Jn 15,13). La obediencia de Jesús a la voluntad de su Padre constituyó el principio integrador de su humanidad. Jesús fue auténticamente hombre y el hombre íntegro por excelencia. Dar la vida a los otros fue el secreto de su humanidad.

De un modo semejante, la plena unión de los discípulos con Cristo, su fe en él y su amor a los demás les hace más humanos. Contra lo que algunos pudieran pensar, la oración, la religiosidad y la entrega generosa a los demás no menoscaban la humanidad de las personas, sino que la realizan. Lo que por el contrario es inhumano y deshumaniza es el pecado: la independencia de Dios y el egoísmo con los demás.

La imitación de Cristo de los discípulos despierta en ellos la posibilidad de desplegar todas las potencialidades de su humanidad creada. La entrega al advenimiento del reino constituye el factor de la mejor integración intelectual y afectiva posible (Mt 19, 27-29). Así como el amor extremo hizo posible el celibato de Jesús, la concentración de los discípulos en la misión del reino hace de ellos personas integradas e íntegras. Así como la unión de Jesús con su Padre fue creciendo con el tiempo, lo cual no le ahorró los sufrimientos, la ignorancia y el tener que discernir su voluntad, también los discípulos deben crecer en su cristianismo. Esto implica a veces detenciones, pérdidas, retrocesos y nuevos comienzos.

Los discípulos de Cristo acometen eclesialmente la tarea de la evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio, convencidos de que el Creador conduce sigilosamente a su creación a la máxima plenitud posible. El anuncio del Evangelio a todas las culturas debiera tener lugar sin menoscabo de sus originalidades, sino en función de su desarrollo. La inculturación del Evangelio, por otra parte, requiere de los mismos discípulos un empeño por dejarse convertir a un Evangelio que no puede ser monopolizado por ninguna cultura en particular.

La misión de los discípulos exige una madurez psicológica, y una preparación intelectual, educacional y cultural tan amplia como podría llegar a serlo todo el saber humano alcanzable. Pero este solo sirve a la construcción del reino cuando los hombres comparten el mundo de acuerdo a la opción de Dios por los pobres y por todos.

2.4 Abandono en la providencia

“Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6, 28-32).

Jesús vive en la confianza de su Padre y anima a sus discípulos que hagan lo mismo. La creación transparenta la acción providencial de Dios. En la creación Jesús descubre que la acción humana ha de radicar en la responsabilidad que su Padre tiene sobre todas sus creaturas. Él hace la voluntad de su Padre de modo análogo a como las demás creaturas le obedecen por el mero hecho de ser bellas.

La situación de los discípulos de entonces no es la de los de hoy. Los cristianos nacen en un mundo contaminado y en deterioro ambiental progresivo. La humanidad y la naturaleza están en grave peligro. La modernidad capitalista ha explotado sin piedad a los pobres y a las demás creaturas.

Ya que la crisis es integral, los discípulos debieran convertirse para corregir el rumbo de los acontecimientos. No se puede volver atrás. No se trata renunciar del todo a la modernidad. La ciencia y la técnica son necesarias para hacer los cambios que se requieren. Tampoco lo será, por otra parte, volver a la sintonía animista o fatalista de algunas culturas originarias. Los discípulos han de reestablecer las relaciones entre Dios y el planeta, adoptando nuevos estilos de vida y generando una cultura de cuidado de los pobres y de la naturaleza. Ellos han de recomponer y crear modos de relación cuidadosos con un planeta Tierra cuya belleza espeja la armonía de las relaciones intratrinitarias.

Los discípulos encaran una situación apocalíptica. Si ellos y otros no interrumpen con acciones personales y políticas la tendencia de deterioro ecológico, la catástrofe es segura. Aun así, han de considerar que estas acciones serán eficaces si verifican que el Padre es el primer responsable de su creación. Jesús les recuerda: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal” (Mt 6, 31-34).

2.5 Luchas, conflictos, persecuciones y martirio

“Y sucedió que, cuando acabó Jesús todos estos discursos, dijo a sus discípulos: ‘Ya sabéis que dentro de dos días es la Pascua; y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado’” (Mt 26, 1-2).

A Jesús lo matan exactamente por lo que trató de hacer. Sus asesinos han podido dar razones diferentes, pero una sola las resume a todas: lo mataron por anunciar el reino con palabras y acciones inquietantes para la paz inestable de la Palestina de la época. Su enfrentamiento con las autoridades judías con motivo de su modo de cumplir la Ley y su actitud ante el Templo, tuvieron consecuencias políticas. La crucifixión le fue impuesta por los romanos.

Los discípulos de Cristo desde entonces han debido entrar en conflictos de diverso tipo en la medida que han oído el llamado a compartir la misión de Jesús. Estos conflictos se replican al interior de la misma Iglesia. A siglos de distancia se repiten en cierto sentido las causas de lucha y enfrentamiento de Jesús con las autoridades religiosas en el modo que los cristianos tienen de entender el cristianismo. Ya que el reino no se identifica sin más con el cristianismo, los discípulos de Cristo suelen verse tensionados por su pertenencia eclesial y la libertad de los hijos de Dios que les ha sido concedida con el bautismo.

El conflicto fundamental tiene lugar en el plano que ellos comparten con los demás seres humanos. Los discípulos de Cristo pertenecen al mundo bajo un respecto y no pertenecen a él según otras consideraciones. De aquí que sea normal e incluso necesario que ellos se vean involucrados en enfrentamientos económicos, sociales, políticos y culturales. A todos estos niveles se dan injusticias e iniquidades. “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10, 34), les recuerda Jesús.

Si el mundo está mal pensado, mal estructurado y mal compartido, si estas deficiencias son además cohonestadas en la Iglesia, los discípulos debieran sentirse incómodos con ellas y procurar subsanarlas aunque ello les cueste malos ratos o persecuciones. Oír el llamado de Cristo a colaborar en su misión significará para los cristianos soportar desagrados e incomprensiones, romper directamente con lo establecido, tolerar situaciones indignas o sufrir el martirio.

2.6 Necesidad de una decisión personal

“En esto se le acercó uno y le dijo: ‘Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?’. Él le dijo: ‘¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. ‘¿Cuáles?’, le dice él. Y Jesús dijo: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Le dice el joven: ‘Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?’. Jesús le dijo: ‘Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme’. Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 16-22).

El joven rico que sale al encuentro de Jesús no está a gusto con la religión que ha heredado de sus padres. Jesús lo insta a dar un paso estrictamente personal. Así el joven podrá acceder a una auténtica experiencia de Dios. Pero este paso es oneroso. Exige en cierto modo comenzar todo de nuevo.

El Occidente cristiano experimenta en su globalidad una situación análoga a la de este episodio. La Iglesia enfrenta una crisis en la transmisión de la fe. El cristianismo no pasa de una generación a otra por tradición. La situación religiosa en general es compleja. La configuran al menos cuatro factores: un desprestigio del cristianismo eclesiástico acusado de alienante o colonizador; enormes mutaciones de la religiosidad debidas a la confluencia de distintas creencias y a la mercantilización de espiritualidades y credos; y una secularización de la cultura a causa de la modernidad predominante. En estas circunstancias solo son esperables discípulos que tengan una experiencia personal honda de Cristo y que opten por el reino convencidos íntimamente de su valor trascendente.

Los discípulos han de contar con que es cristianismo ya no pasará fácilmente de una generación a otra. La fe en Cristo a futuro dependerá del testimonio de una experiencia de Dios que en su caso tendrá que ser radical. En la actual situación, ellos han de transmitir una fe onerosa: un seguimiento de Cristo que exige a las personas una entrega completa y gratuita de sí mismas.

3 Seguimiento de Cristo

Seguimiento de Cristo es “imitar” el ejemplo de Jesús y es, además, experiencia de Cristo; es una “imitación espiritual” de Cristo. El Espíritu de Cristo resucitado hace posible conocer interiormente al Jesús de la historia, experimentar la salvación y liberación del crucificado y resucitado, y reinar con él anticipadamente en la Iglesia. El seguimiento de Cristo es fundamentalmente experiencia del misterio pascual de Jesús de Nazaret muerto por predicar el reino de Dios y resucitado como Cristo, Señor de la Iglesia y del universo.

Esta participación en el misterio pascual tiene tres dimensiones soteriológicas: a) es expresión del sacrificio de Cristo concebido como amor hasta el extremo, b) es vida vivida como triunfo sobre el pecado y la muerte, y experiencia del éxito de la creación, y c) es anticipación del reino como libertad de los hijos e hijas de Dios.

3.1 Participación en el sacrificio de la cruz

“Yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No anulo la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justicia, habría muerto en vano Cristo” (Gál 2, 20-21).

El cristiano descubre en la cruz la máxima expresión del amor de Dios y participa de este amor amando a su prójimo como Cristo lo ha amado a él. En la muerte en cruz Dios asume al ser humano en su finitud y en su culpa. El Hijo encarnado padece ambas hasta la muerte, la consecuencia última de una y otra. Cristo Jesús en la cruz las hace suyas como condición de su superación.

El sacrificio de la cruz no es un acto de castigo de Dios por los pecados de la humanidad ejercido en su Hijo en virtud de una sustitución vicaria. Tampoco es un acto sádico de parte del Padre ni masoquista de parte del Hijo. Dios no necesita ni dolor ni sangre para salvar. La salvación es completamente gratuita (Rom 5, 1-21). Es Dios que se sacrifica por el hombre y en esta donación incondicional arraiga la posibilidad del sacrificio del hombre Jesús y el de sus seguidores como amor desinteresado. Los discípulos de Cristo se sacrifican a sí mismos por su prójimo con el mismo amor gratuito con que han sido amados. Lo que satisface al Padre es la vida entera de los cristianos en favor de los demás y la gratitud de ellos por su condición de creaturas y por la salvación.

Los cristianos participan en la pasión de Cristo consagrándose apasionadamente al advenimiento del reino y padeciendo las consecuencias. Cada uno puede decir que vive en y de Cristo crucificado, ya que Cristo vive en él. El dolor cumple una función expiatoria cuando es expresión de un amor que carga con el pecado del mundo. El dolor inexplicable o injusto de personas individuales y de pueblos crucificados por la miseria y la injusticia, tiene un valor salvífico simplemente por ser sacramento del inocente Jesús, el Siervo sufriente. La mera pregunta de los pobres por la bondad de Dios, de modo semejante al grito de Jesús abandonado en la cruz, tiene sentido y nadie puede acallarla (Mc 15, 33-34). Por otra parte, el dolor y la sangre de los mártires que como Jesús, el primer mártir, dan la vida por la fe y la justicia del reino, caracterizan el seguimiento radical de Cristo.

El seguidor de Jesús ha debido llegar a saber que Cristo murió “por él”. Delante de la cruz se revela al cristiano su pecado y, a la vez, el perdón de Dios. El beso del crucifijo en Semana Santa es expresión de reconocimiento de la misericordia de Cristo por una persona que se sabe amada y conocida de un modo exclusivo e insuperable. En la experiencia de este amor el cristiano concluye que quien justifica es Dios y no sus obras. La praxis mesiánica (constructiva) y profética (crítica) de los cristianos es purificada en la entrega sacrificada del Hijo encarnado.

3.2 Triunfo sobre el mal y éxito de la creación

 “Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 18-20).

En virtud de la resurrección de Cristo los cristianos son gratuitamente liberados del pecado y de la muerte. Los seguidores de Cristo, convertidos en nuevas criaturas, no debieran volver a pecar. En ellos se anticipa la victoria escatológica sobre el mal, además del triunfo de la vida eterna sobre la muerte. Ya ahora es posible para ellos vivir sub specie aeternitatis.

Los seguidores de Jesús han de optar por los pobres para que en ellos se anticipe de un modo preferencial el efecto liberador del juicio final y el banquete del reino (Mt 25, 31-46). Ellos, los privados de la vida y las víctimas del pecado, han de ser los primeros en experimentar a Cristo resucitado porque son los primeros en compartir su cruz. En virtud de la resurrección, ellos debieran ser rehabilitados en su inocencia y dignidad, y reconocérseles como protagonistas de la lucha cotidiana por la vida y la edificación de una sociedad más humana. Ellos, que muchas veces no son considerados personas, debieran tener un lugar activo en la articulación de nuevas relaciones sociales.

Los seguidores de Cristo viven de una fe en Dios que es posible comprobar en obras concretas. Entre ellos reina la caridad, la paz y comparten lo que tienen. Prosiguen la praxis de Jesús de Nazaret en favor del reino, luchan contra la injusticia y acuden misericordiosamente a la sanación de los enfermos del cuerpo y del alma (Hch 2, 42-47).

Cristo resucitado, además de triunfar él mismo sobre la muerte y el pecado, lleva la creación a la plenitud que Dios tuvo en mente al crear el mundo. Es esta una plenitud aun mayor que la que tuvo la creación antes del pecado.

De la resurrección de Cristo deriva la alegría con que los cristianos pueden vivir aun en las peores circunstancias, y la capacidad de reconocer la belleza y vivir de ella aun cuando la fealdad predomine por doquier. Los cristianos sintonizan y se saben parte y responsables de los demás seres de la creación. Y esperan su gloria para el día del retorno del Señor del universo (Jn 14, 3).

De la resurrección de Cristo, los cristianos extraen la energía espiritual y la creatividad para usar al máximo la razón de que los dotó el Creador, y generar las ciencias y las culturas necesarias para edificar una sociedad y un mundo compartido y fraterno. Así mismo, deben distinguirse como trabajadores de la reconciliación y constructores de la paz.

3.3 Vida en la libertad de los hijos e hijas de Dios

“La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4, 6-7).

En la Iglesia los cristianos viven anticipadamente el reino escatológico. En ella, es posible reconocer relaciones humanas libres y personales, respetuosas de la igualdad dignidad de hijos e hijas de Dios y responsables con los pequeños o más débiles. Entre los cristianos las relaciones de predominio de unos sobre otros o las relaciones alienadas en virtud de los ídolos del mercado y el consumo, son superadas por el amor y la solidaridad. Esta misma experiencia de fraternidad les hace misioneros del Evangelio y del reino.

En la Iglesia y gracias a ella, los seguidores de Cristo hacen un camino histórico de seguimiento de Cristo. Deben escrutar en los signos de los tiempos la voz de Dios (Mt 16, 1-3), para lo cual cuentan con la Escritura, la Tradición y el Magisterio, además de otros lugares teológicos, como criterios de discernimiento. Dios habla en la historia actual de un modo semejante a como habló en el pasado. La Palabra de Dios cobra prioridad en sus vidas. De un modo análogo, los cristianos viven su vida en constante discernimiento espiritual, pues voces distintas de la del Espíritu los tientan por caminos que no son los suyos. Cada cual ha de descubrir su propia vocación y seguirla fielmente.

Los cristianos encuentran con certeza al Señor en los sacramentos de la Iglesia que hacen eficaz la gracia del amor de Dios por sus hijos. Las normas de la Iglesia orientan las vidas de los seguidores de Dios. Ellas son una guía, muchas veces pedagógica, que ha de llegar a ser interpretada por personas adultas en la fe. Ni las buenas obras ni el mero cumplimiento de las leyes de la Iglesia justifican ante Dios, sino la fe en la bondad y la acción de Dios (Rom 3, 27-28; St 2, 18). Es Dios que transforma a estas en acciones auténticamente libres, haciendo que los seguidores de Cristo amen a todos de un modo verdaderamente creativo y único.

4 Conclusión

Todo el cosmos y todos los seres humanos llevan la marca de Cristo. La creación entera está cristificada, lo cual hace posible que cualquier persona pueda participar en el modo ser de Cristo con Dios, con el mundo y con el próximo, aunque no tenga conciencia de ello. Toda la creación refleja el amor de Dios que se manifestó en Cristo y, en el caso del ser humano, este puede corresponder rectamente a este amor simplemente amando.

Los cristianos, a diferencia de los que no lo son, participan conscientemente de Cristo. Lo hacen a modo de seguimiento suyo, el cual es posible porque el Espíritu Santo dota a los cristianos del don de la fe con la cual la imitación de Jesús es transformada y mejorada radicalmente. La fe hace creer que Jesús es el Cristo. Quienes no son cristianos pueden hacerse una idea de Jesús, cuyo perfil humano pueden conocer a través de los evangelios y la enseñanza de la Iglesia, e incluso pueden admirar o imitar algunos de sus rasgos. Se puede imitar a Jesús sin creer que, tras su crucifixión, haya resucitado. Los cristianos, en cambio, no solo imitan a Jesús sino que viven de Cristo muerto  y resucitado. El seguimiento de Cristo comienza con una imitación de Jesús, pero es superior a ella. La imitación es insuficiente. Nadie conoce más a Cristo que el que sigue a Cristo.

Jorge Costadoat, SJ. Centro Teológico Manuel Larraín/Facultad de Teología, P. Universidad Católica de Chile. Texto original Español.

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Sexualidad conyugal y extraconyugal

Índice

1 Significado de la sexualidad

1.1 Definición

1.2 Desafíos

2 Significado de la sexualidad conyugal

2.1 El matrimonio y la sexualidad

2.2 Desafíos

3 Significado de la sexualidad extraconyugal

3.1 Sexo entre los no casados

3.2 Desafíos

4 Para una nueva comprensión de la sexualidad

4.1 Ética y sexualidad

4.2 Perspectivas

5 Referencias bibliográficas

1 Significado de la sexualidad

1.1 Definición

La sexualidad es un “componente fundamental” de la personalidad humana, “parte integrante del desarrollo de la personalidad y de su proceso educativo” (CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, 1983 n.4); es “una de las energías estructurantes del ser humano” (MOSER, 2001 p.35-6) que se presenta en una complejidad de dimensiones (bio-psicológica, sociocultural, político-económica, antropológico-religiosa, sanitario-educativa, ético-moral). Siendo una dimensión constitutiva de lo humano, la sexualidad lo abarca en su totalidad, “presupone, expresa y realiza el misterio de toda la persona” (VIDAL, 2002, p.23). Ella es también una “realidad dinámica”, en continua evolución, “orientada a la integración personal” (VIDAL, 2002, p.22) y por lo tanto capaz de promover u obstaculizar la realización de la persona durante toda su vida.

La sexualidad, a diferencia de la genitalidad expresa quién es la persona y su manera de ponerse delante de los demás. Ella caracteriza “una forma de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano” (CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, 1983, n.4). Al ser una realidad que impulsa al ser humano a salir de sí mismo y entrar en relación con los demás, la sexualidad “tiene como fin intrínseco el amor, más específicamente el amor como donación y acogida, cómo dar y recibir” (PONTIFICIO CONSEJO PARA FAMILIA 2002, n.11) y por lo tanto se convierte en el “lugar” por excelencia de apertura, de diálogo, de la comunicación, de comunión, “la más genuina reciprocidad de la experiencia y el amor” (ZACHARIAS, 2006, p 0.7).

1.2 Desafíos

Para que sea  una realidad personalizada y personalizante, la sexualidad debe ser aceptada como un regalo e integrada en un proyecto de vida que le dé sentido. Disociado de un proyecto de vida, corre el riesgo de convertirse en una realidad inhumana y deshumanizadora, ya que, igual que puede ser el lugar de las más bellas experiencias de la vida puede ser también el lugar de las consecuencias de la  fragilidad y la vulnerabilidad humana, “fuente de frustración y sufrimiento”(GUIMARÃES, 2014, p.61).

Integrada en un  proyecto de vida, es decir, formando parte del significado más profundo dado a la existencia, la sexualidad humana está llamada a ser lenguaje de este significado. Por diversas que sean las razones por las que las personas viven, todas quieren amar y ser amadas. En este sentido, el amor como “la afectiva, afirmativa  participación en la bondad de un ser” (VACEK, 1994, p.34),  no  puede ser asumido solo como el sentido último de todo proyecto de vida, sino que  puede ser “el” proyecto de la vida por excelencia. El amor es la única realidad que, de hecho, humaniza la sexualidad (CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, 1983 n.6); es lo que nos permite discernir las llamadas que provienen de las relaciones que establecemos con aquellos que son parte de nuestra vida. Cuando el amor auténtico nos lleva fuera de nosotros mismos y nos abre al otro. Y al reconocernos en el otro como alguien a ser amado, reconocemos todos sus derechos para realizarse como  persona.

2 Significado de la sexualidad conyugal

2.1 Matrimonio y sexualidad

La experiencia del amor, como significado más profundo de la existencia misma, se puede realizar en el matrimonio, entendido como la plena comunión de vida y amor para toda la vida (JUAN PABLO II, 1981, n.11). Es por el amor conyugal como  el hombre y la mujer se entregan plenamente entre sí  en un contexto de compromiso definitivo, y se abren al don por el cual se convierten en cooperadores de Dios al dar vida a un nuevo ser humano. Para el Magisterio de la Iglesia Católica, es sólo considerándola una parte integral de ese amor como la donación sexual se realiza efectivamente y, por tanto, “a este amor conyugal, y sólo a éste, pertenece la donación sexual” (CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA de 1995 , n.14).

Orientada hacia el diálogo interpersonal, la sexualidad conyugal contribuye a la plena madurez de la persona, abriéndola a la entrega de sí misma en el amor. Y “vinculada, en el orden de  la creación, a la fecundidad y la transmisión de la vida, está llamado a ser fiel también a su finalidad interna. El amor y la fecundidad son, también, los significados y los valores de la sexualidad que se incluyen y se exigen mutuamente y, por tanto, no pueden ser considerados ni alternativos ni opuestos ” (CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, 1983, n.32).

2.2 Desafíos

De acuerdo con la Humanae Vitae – que sintetiza la doctrina católica hasta nuestros días – hay una

conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. (PABLO VI, 1968, n.12).

Fuera del contexto matrimonial, por consiguiente,  toda relación de intimidad  sexual es un “desorden grave”, porque expresa una realidad que todavía no existe, la de la comunidad de vida definitiva con el necesario reconocimiento y  garantía de la sociedad civil y, para los cónyuges católicos, también religiosa (CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, 1983, n.95). Al asumir el matrimonio como el “único” lugar que hace posible la totalidad de la donación (JUAN PABLO II, 1981 n.11) y, por tanto, como “único” contexto lícito para las relaciones sexuales responsables,  son excluidos “otros contextos” y “otras narrativas” realizados por tantas personas no casadas, pues todas ellas, sin excepción, deberían practicar la abstinencia sexual (HARTWIG, 2000, p. 90).

3 Significado de la sexualidad extraconyugal

3.1 Sexo entre los no casados

Abrazar el matrimonio como una opción concreta de la vida para realizarse en  el amor no significa reducir el consentimiento a un “un acto aislado”, sino a asumirlo como “la expresión del don recíproco de los cónyuges durante toda la vida conyugal” (VIDAL, 2007 p.104). Esto implica, en particular, el compromiso de realizarse sexualmente, exclusivamente  uno por medio del otro (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, 1987 II A1.); el esfuerzo continuo  para estar completamente presente en la relación; la sincera decisión de no mentir al otro y el compromiso de vivir de acuerdo con el valor que desea conservar, es decir, el amor como un proyecto común de vida. La unidad y la fidelidad no sólo son exigencias que surgen de un contrato, sino dos dimensiones del amor conyugal que, cuando no son asumidas, impiden que el amor se haga historia, que las personas se realicen y realicen la a vocación a la que han sido llamados y sean, por tanto, felices. Estos valores no son solo propositivos, sino imperativos para aquellos que abrazan el matrimonio. Es a través de la unidad y la fidelidad de la pareja que la comunión de vida y amor se realiza y se convierte en una fuente de satisfacción mutua.

La relación sexual dentro o fuera del matrimonio contribuye a la satisfacción del deseo sexual. Por más placentera que sea  la satisfacción de ese deseo, ella siempre testimonia  que el sexo promete lo  que no puede dar, porque el placer en sí mismo es incapaz de satisfacer la infinita capacidad que la persona tiene de ser amado. El yo que no puedo pretender bastarse para el y viceversa (VALSECCHI 1989, p.74-87). En este sentido, aunque el placer sexual exprese el deseo y la apertura a la reciprocidad, es sólo un medio para ello. Siendo la esencia de la sexualidad el amor,  entendido como donación y acogida, entonces la intimidad sexual debería ser expresión de esta esencia fundamental. Es en este sentido que el amor se convierte en la condición sine qua non para expresar adecuadamente la propia  sexualidad. El problema es que la capacidad de amar de la persona puede ser destruida cuando se hace del  placer  el propósito de la sexualidad,  reduciendo a las otras personas a  objetos de la propia gratificación. Sin lugar a dudas, el placer no puede ser el objetivo último de la sexualidad, al igual que una persona no puede ser utilizada como un medio.

3.2 Desafíos

Es necesario entender la verdadera esencia del amor: el don de sí mismo y de acogida al otro que suscitan el deseo de responder con amor. De aquí deriva la responsabilidad ético-moral para colocarnos delante del placer para acogerlo, y  convertirlo en  fuente de crecimiento y de  vida (no en posesión o consumo), descubrir la realidad de la cual es imagen, es decir, de la apertura a los demás (y no un fin en sí mismo) y reconocer que incluso satisfaciendo todos nuestros deseos, nunca nos sentiremos  plenamente realizados  (la experiencia del placer implica mucho más que la satisfacción de los deseos). Pero el mayor desafío es hacer una lectura interpretativa de nuestros deseos. Algunos pueden ser integrados en nuestro proyecto de vida. Otros, no si somos responsables (GUDORF, 1994, p.84). Si son asumidos e integrados en un proyecto de vida, nuestros deseos y, consiguientemente la experiencia que ellos proporcionan, nos pueden ayudar a lograr la reciprocidad a la que tanto aspiramos (ZACHARIAS, 2014, p.161-3).

El matrimonio, entendido como la comunión definitiva de la vida y el amor conyugal, como “elemento básico y fundamental de la realidad viva de la pareja” (VIDAL, 2007, p.123) constituyen la clave de lectura para entender porque se consideran ilícitas todas las demás relaciones íntimas fuera de él, sea entre  personas solteras,  participantes en nuevas configuraciones familiares o viudas, sea entre  personas heterosexuales u homosexuales. Hay, sin duda, una unidad compleja entre matrimonio y  familia; pero es sólo a partir de su núcleo integral – el amor conyugal – como podemos captar más profundamente la evaluación ética que el Magisterio católico hace de estas relaciones. Abordar la cuestión de las nuevas configuraciones familiares e incluso la intimidad sexual entre  personas fuera del matrimonio implica  reconocer que la familia, el matrimonio y el sexo no están necesariamente conectadas entre sí y, por tanto, los principios a priori y el status jurídico no pueden ser criterios exclusivos utilizados para evaluar la experiencia sexual de las personas; que la sexualidad debe ser considerada más en referencia a las personas y sus relaciones que  a los actos; tomar el matrimonio heterosexual como el ideal para las sociedades  no es negar el reconocimiento ético de otros contextos basados ​​en el respeto, la donación, la responsabilidad, el cuidado, el afecto.

4 Perspectivas para una nueva comprensión de la sexualidad

4.1 Ética y sexualidad

Tanto el ejercicio de la sexualidad conyugal como el de la extramatrimonial plantean cuestiones éticas y morales. En ambos contextos, se pueden manifestar tanto  la riqueza como la fragilidad de la sexualidad. El hecho de que las personas sean casadas no garantiza que sus relaciones serán automáticamente la expresión del amor, fidelidad,  apertura, comunión,  donación. Y el hecho de no estar casadas no significa que sus relaciones sean de forma automática expresión de desamor, infidelidad,  egoísmo,  violencia,  abuso. Si no está bien integrada, bien manejada, bien armonizada con la totalidad de la existencia, la experiencia de la sexualidad, cualquiera que sea su contexto, puede destruir a las personas, deshumanizándolas (COELHO, 2010, p.49-50). Y hay que reconocer que el estado civil y la orientación afectivo-sexual se convierten en asuntos secundarios.

Si la ética es la ciencia de los valores que guían a la persona en su proceso de humanización (LÓPEZ AZPITARTE 1983, p.251), hay que ir más allá de los simples datos sociológicos (que nos llevaría únicamente a reconocer la existencia de contextos diferentes del ideal para la vivencia de la sexualidad) y de la licitud jurídica (que nos haría contentarnos con saber si el contexto garantiza la licitud o ilicitud de tal o cual práctica). En el proceso de humanización de la persona, siempre tiene primacía la conciencia moral, la escala persona de valores y la realización del bien común como  expresión de la justicia. Y hay que reconocer que la experiencia del amor se puede expresar de muchas maneras. Todos ellas, sin embargo, sujetas a la vulnerabilidad y debilidad de quien ama. En la práctica, esto significa que por más que el amor sea el significado más profundo de nuestra existencia y la única realidad que humaniza la experiencia de nuestra sexualidad, aprendemos a amar y este aprendizaje,  también él, depende de nuestra mayor o menor madurez e integración afectivo-sexual.

4.2 Por una renovada ética de la sexualidad

El amor, cuando es verdadero, genera expresa y fortalece la reciprocidad (SALZMAN – LAWLER, 2012, p.223). Esto significa que “el amor es verdadero y justo, correcto y bueno, siempre y cuando sea una respuesta verdadera  a la realidad de la persona amada, una genuina unión entre aquel que ama y la persona amada, y una precisa y adecuada afectiva afirmación de la persona amada” ( FARLEY, 2006, p.198). Para que una relación de intimidad sea expresión de amor verdadero, debe favorecer la reciprocidad, es decir, la entrega mutua, debe superar los intereses meramente personales, pasar del eros al ágape (BENEDICTO XVI, 2005 n.2-11) .

Si el amor se caracteriza por ser una efectiva y / o afectiva afirmación del otro, es necesario que mi amor sea reconocido como  amor. Si no, no habrá reciprocidad. Pero para que esto ocurra, debe existir un grado de compromiso entre las partes. Las relaciones extramaritales se caracterizan por ser anónimas, promiscuas, adúlteras, mentirosas carecen de un contexto que promueve la reciprocidad y, por tanto, no pueden contar con legitimidad ética, pues nunca serán promotoras de lo humano. Sólo un compromiso que se prolongue en el tiempo podrá dar a la relación el contexto adecuado para la maduración. Puede ser que este compromiso dure para siempre; puede que no. Esto no es lo más importante, desde el punto de vista ético, pues se trata de una realidad totalmente dependiente de la capacidad de amar y de la intensidad del amor entre las personas involucradas. Lo más importante es que este compromiso, mientras dure, se exprese como amor,  responsabilidad, cuidado. Todo esto forma parte de la experiencia amorosa, y a medida que las personas van creciendo y madurando en su capacidad de amar y, por lo tanto, en la mutualidad o reciprocidad,  el compromiso también va madurando y solidificándose. Aunque el compromiso no sea necesario como punto de partida para las relaciones de intimidad sexual, debe ser el punto de llegada de aquellas que, de hecho, son expresión de amor.

Éticamente, está en juego  la calidad de las relaciones que establecemos, porque no todas colaboran para nuestra humanización y para la calidad del modo de situarnos ante los demás, pues no todas generan relaciones recíprocas, ya sean conyugales o fuera del matrimonio. Es urgente  una ética sexual que reconozca la bondad moral de las relaciones que expresan los valores propios de la unión, incluso si las personas no están casadas; que no requiera el carácter definitivo del compromiso para justificar las relaciones íntimas; que reconozca que el amor no precisa ser necesariamente conyugal y heterosexual  para que él humanice la sexualidad; que considere más la calidad de las relaciones que lo que puede o no ser hecho en ese  contexto.

Ronaldo Zacharias, sdb. Centro Universitário Salesiano, SP. Texto original Portugués.

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Reformas y movimientos reformistas en la Iglesia en la Edad Media

Índice

1 Introducción

2 El Renacimiento Carolingio: antecedentes

2.1 Coronación de Carlomagno y la  Renovatio Imperii

2.2 La Reforma Carolingia

3 Antecedentes a la Reforma Gregoriana

3.1 La Reforma Gregoriana

4 Contestadores, herejes y ortodoxos en los siglos XI-XIII: Contexto

4.1 Ortodoxos

4.2 Herejes

4.2.1 Valdenses

4.2.2 Cátaros

5 Mendicantes

5.1 Franciscanos

5.2 Dominicanos

5.3 Originalidad de Francisco y Domingos

6 Referencias Bibliográficas

1 Introducción

Desde su origen, la Iglesia estuvo marcada por momentos de crisis que exigieron esfuerzos de reforma. El conocido epíteto Ecclesia semper est refomanda resume esta afirmación. En el siglo VIII, con la ascensión de los francos, y debido a la estrecha unión entre los poderes, el gobernante toma la iniciativa de reforma. Carlomagno es el protagonista de lo que se conoce como el renacimiento carolingio. La decadencia del imperio, desde mediados del siglo IX, también afecta a la Iglesia. Desde el siglo X, un anhelo de renovación, procedente de diversos sectores, especialmente de la vida monástica, culminará en lo que se conocerá como la reforma gregoriana. Entre los siglos XI y XIII, laicos, sacerdotes, ortodoxos y herejes, impulsados por complejas transformaciones que marcaron la sociedad medieval, harán resonar sus gritos en favor de la reforma en la Iglesia y en la sociedad. Los mendicantes serán una respuesta eficaz a este clamor.

2 El Renacimiento Carolingio: antecedentes

En las transformaciones causadas por las invasiones en Occidente desde el siglo VI, muchos obispos se convirtieron  en jefes polivalentes, que combinan las funciones políticas y sociales con la función religiosa, además de  hacer alianzas con los nuevos “dueños del poder”. Fueron los primeros ensayos de lo que sería el “cristianismo medieval” (LE GOFF, 1983, p.60). El bautismo de Clovis (496), marca el inicio de la subida de los francos en Occidente. La Iglesia vio en esta alianza, la posibilidad de la creación del Reino de Dios en la tierra, inspirado en la Civitas Dei de Agustín. La actuación de Carlomagno (747-814), rey de los francos desde el año 768, estuvo marcada por una serie de reformas políticas, culturales y religiosas, llamada Renacimiento Carolingio. Tales reformas han de entenderse a la luz de esta estrecha relación entre la Iglesia de Roma y los gobernantes francos que, bajo el cetro de Carlos, llega a su ápice.

El rey franco Carlomagno y el obispo Bonifacio, de acuerdo con el Obispo de Roma, Zacarías (741-752), habían llevado a cabo una reforma de la Iglesia en el reino, combatiendo abusos y garantizando la recta observancia de los preceptos cristianos. En una sociedad todavía muy ligada a ritos paganos, se esperaba del rey, como si fuese un sacerdote, que cuidase de la salvación del pueblo a él confiado. Desde Pipino el Breve, obispos y abades, con los nobles laicos, ocupaban un lugar prominente en la administración real. Un “Concilio Germánico” se llevó a cabo en el año 742 o 743, con “el objetivo de la salvación del pueblo de Dios.” La eficacia de esa salvación dependía de la sintonía de los gobernantes con la Sede de Pedro.

2.1 Coronación de Carlomagno y la Renovatio Imperii

La llegada de Carlomagno consolidó el largo proceso de “sustitución” de la dinastía merovingia por la carolingia, pero su horizonte de acción fue la restauración del Imperio en Occidente. Para ello, era fundamental la alianza del trono con el altar. Su coronación en Roma como “rey de los romanos” por el Papa León III en el año 800 la noche de Navidad, simboliza el renacimiento del antiguo Imperio. La coronación tuvo la forma de una consagración episcopal. Ungido con el mismo “oleo sagrado”, que, según la tradición, había ungido a Clovis, Carlos se consideraba a sí mismo un nuevo Constantino y el suyo sería el nuevo Imperio Romano. Delante de las protestas de los orientales, cuyo trono en el año 800 fue ocupado por una mujer, los sucesores de Carlos reclamaron para el Imperio Carolingio “la plena legitimidad para proclamarse  Imperio Romano, basado en el concepto de translatio del poder imperial de los romanos a los francos “(GASPARRI, SALVO y SIMONI, 1992, p.378). En la concepción carolingia del poder, la iglesia y el estado no eran realidades separadas. Actuando como jefe del reino y de la Iglesia, Carlos se sentía, de hecho, rey y sacerdote, Vicario de Cristo como el Papa. En las asambleas del reino, las autoridades civiles y religiosas discutían asuntos políticos y eclesiásticos. Las resoluciones sobre la liturgia, la moral, la educación y la disciplina del clero, el nombramiento de obispos y abades se transformaron en leyes del imperio.

2.2 La Reforma Carolingia

Carlos continuó el proyecto de Pipino, pero fue más allá, al idear un plan que iría  a remodelar la cultura, la religión y el conocimiento. Por eso, tuvo los mayores exponentes de la cultura occidental. El palacio de Aquisgrán se convirtió en la sede del saber carolingio y de los “sabios palatinos”, poetas, escritores, científicos, historiadores, hombres célebres por su conocimiento e inteligencia en diversas áreas: Paulo Diácono, el laico Eginardo Teodolfo de Orleans, Pedro de Pisa, fueron algunos de estos hombres. El inglés Alcuino, monje de York, uno de los hombres más sabios de su tiempo, colocado al frente de la escuela palatina, se convirtió en el principal mentor de la reforma (GARCÍA-VILLOSLADA, 1986 p.262-8).

En el año 789, con la Admonitio Generalis, un conjunto de normas elaboradas por Alcuino en vista de la reforma, Carlos ordenó la apertura de escuelas en todo el reino, en los monasterios, obispados, y en las zonas rurales. El objetivo de las reformas fue, al principio, preparar pastores para que pudiesen instruir bien al pueblo, pero también para el beneficio de la nobleza carolingia, formada en estas escuelas. Los clérigos deberían aprender latín, para celebrar debidamente la liturgia; deberían conocer de memoria al menos el Credo y el Padre Nuestro, deberían entender las oraciones de la misa y los salmos, saber “leer” las homilías y algunas partes de la Escritura. Los que no se mostrasen lo suficientemente instruidos serían depuestos. El clero debería ser instruido, pero también virtuoso: que fuesen célibes, no participasen de caza o de la guerra ( GATTO, 1995 p.153-6). En una carta dirigida al abad de Fulda, Carlos afirmaba que recibía de los monjes cartas llenas de devoción pero en  “estilo grosero y lleno de errores, a causa de su negligencia para educarse”. También afirmaba que necesitaba hombres que tuviesen al mismo tiempo, “la voluntad y el poder para instruirse y disposición para enseñar a otros. Nosotros deseamos que sean como conviene a los soldados de la Iglesia,  primeros devotos y luego sabios “(PEDRERO-SÁNCHEZ, 1999 p.170-1).

Alcuino elaboró un plan de estudios para las escuelas de los monasterios y catedrales, proponiendo el estudio de las artes liberales como propedéutico al estudio de la Biblia. La ilegible escritura merovingia fue sustituida por la minúscula carolingia. Los monasterios se convirtieron en importantes centros de cultura. Además de la enseñanza, en los scriptoria se copiaron códices antiguos con miniaturas e iluminuras. Carlos también incentivó la aprobación de la Regla de San Benito para los monjes, y la vida canónica para los sacerdotes seculares. La liturgia romana se convirtió en referencia para las celebraciones en el reino. Carlos consiguió del Papa Adriano (772-795) un Sacramentario Gregoriano como modelo para la liturgia. Sus mejores cantores fueron enviados a la capilla papal en Roma para aprender canto gregoriano, y difundirlo en el reino.

En cuanto a los fieles, se les exigía pagar diezmos, la asistencia a la misa dominical, el descanso dominical, la frecuencia de los sacramentos, especialmente la Eucaristía en ciertas épocas del año. Esto requería una mejor organización de las parroquias y diócesis. Peregrinaciones, culto de las reliquias y de los santos, poco a poco fueron incrementados. El espíritu de la reforma también influirá en la pintura, la arquitectura, las artes decorativas. La catedral de Aquisgrán es un testimonio del alto espíritu artístico que marcó este período.

El renacimiento carolingio marca la culminación en el acercamiento entre la Iglesia de Roma y los soberanos francos. Carlomagno sintetizará el modelo de sacerdote-rey. Las reformas serán continuadas por su sucesor, Luis el Piadoso, extendiendo a lo largo de occidente la renovación cultural basada en la mentalidad cristiana. El surgimiento de las universidades, la mejoría en el nivel intelectual y moral del clero y religiosos, la preservación de la rica herencia literaria del mundo grecorromano, son algunos de los frutos de este renacimiento. Desde el siglo XI una nueva conciencia acerca de la naturaleza y la identidad de la Iglesia, diferente de los poderes temporales, comienza a surgir y ganar terreno, especialmente en los monasterios, dando lugar a lo que se conoce como la reforma gregoriana.

3 Antecedentes de la Reforma Gregoriana

La expresión  “reforma gregoriana”, que debe su nombre al Papa Gregorio VII (1073-1085), se convirtió, desde mediados del siglo XX, en el objeto de una verdadera “revisión historiográfica”, tal es la riqueza de matices que este período histórico ofrece al estudioso (Rust, Silva & FRAZÃO, 2009, p.135-52; RUST, 2014). Turbulencias políticas, invasiones y las nuevas demandas sociales marcaron el Occidente desde mediados del siglo IX. En el 962, la coronación del emperador  Otón I  por el Papa trae un nuevo impulso a las instituciones políticas y eclesiásticas, a las actividades intelectuales y culturales, hasta el punto de llamar a este período  “nuevo renacimiento” (VERGER, 1997, p.13-26; LE GOFF, 1983, p.53).

Con la llegada de Otón, la alianza entre el poder político y el clero se fortalece. El soberano tenía el derecho a investir los clérigos y concederles beneficios. No era una ordenación sacerdotal, pero el emperador, a través de la “investidura”, daba al escogido el cargo civil y religioso, simbolizado por la entrega del anillo y el báculo. A finales del siglo X, los obispos-condes y abades disfrutaron de un poder inmenso, verdaderos señores feudales, cuyo cargo no era dado por las dotes morales, sino sólo por lealtad al soberano. Esto dio lugar a abusos. Los problemas más graves eran el nicolaísmo (clero casado o en concubinato, con hijos), y la simonía cuando se concedían obispados, monasterios y abadías (los beneficios eclesiásticos) mediante pago. En Roma, la situación no era muy diferente, con los nobles romanos disputando con violencia la Sede de Pedro.

En el siglo XI, muestras de la protesta a este modelo político eclesiástico comienzan a emerger. Los monasterios, por sufrir menos los ataques del poder temporal, son el medio privilegiado en el que reflexionar sobre la necesidad de una reforma. Cluny (910) Brogne (929) Gorze (933), son sólo algunos de estos monasterios, que se destacaron por una severa disciplina y seriedad siguiendo la Regla de San Benito y que con excelentes abades, tuvo efectos beneficiosos sobre toda la Iglesia. Gregorio VII (1073-1085), el nombre principal de la reforma gregoriana, era cercano a los cluniacenses. Urbano II (1088-1099), uno de los más grandes papas medievales, abandonó las filas de Cluny. Pedro el Venerable, y el monje y cardenal Humberto, asesores de papas, eran monjes de Cluny.

Poco a poco fue cada vez mayor la percepción de que la simonía, nicolaísmo y las investiduras laicas eran cuestiones intrínsecamente relacionadas, afectando y limitando el papel de la Iglesia, desfigurando así su verdadero rostro. Antes de la irrupción de Gregorio VII, varios obispos y papas actuaron en la lucha contra estos males. Se rodeaban de colaboradores entusiastas, convocaban sínodos, visitaban las diócesis donde defendían la autonomía y la libertad de la Iglesia.

3.1 El Cisma de 1054

El período de la reforma gregoriana también está marcado por la división entre la Iglesia de Oriente y Occidente, conocido como el Cisma de 1054. Con la llegada de Miguel Celurario como Patriarca de Constantinopla (1043-1054), y las reformas en Occidente, especialmente en relación con el celibato, las diferencias entre latinos y  griegos, latentes  desde el siglo VIII, se hicieron más pronunciadas. Después de las medidas represivas contra los cristianos latinos por parte de Miguel, incluyendo el cierre de iglesias, el cardenal Humberto da Silva Cándida elaboró el opúsculo Adversus graecorum calumnias firmado por el Papa León IX (1049-1054). En tono polémico, el escrito defendía el Primado Papal, argumentando con la Donatio Constantini, desconocida para los griegos. A petición del emperador bizantino, una delegación romana fue a Constantinopla para establecer un diálogo. El cardenal Humberto, sin embargo, jefe de la delegación, actuó más como un juez que como un portador de paz. Su tono duro y amenazador hizo que Miguel Celurario se negase a participar en las discusiones. Al cabo de unos meses, Humberto y los demás, habiendo recibido la noticia de la muerte de León IX, antes de salir. El 16 de julio, 1054, depositaron en el altar de la iglesia de Santa Sofía, una bula de excomunión contra el patriarca y sus seguidores . Este, a su vez, convocó a un sínodo en la misma iglesia, y el 24 de julio, también excomulgó al cardenal Humberto y a los otros delegados, quemando la bula. A pesar de las serias diferencias dogmáticas y disciplinarias, el resultado trágico fue también el resultado de un largo proceso de distanciamiento cultural, más allá del espíritu intransigente de los dos protagonistas principales.

3.2 La Reforma Gregoriana

En 1049, un sínodo en la ciudad de Reims, promovido por el Papa León IX (1049-1054) condenó duramente la investidura laica. En 1059, Humberto da Silva Cándida en la obra Adversus Simoniacos, también negó los reyes el derecho de investidura. Poco a poco se impuso un nuevo concepto en la relación entre la Iglesia y el Imperio, lo que indicaba una nueva definición del concepto de Iglesia, de separación entre la santidad del clero y  la secularidad de los laicos. Estos últimos deberían ser excluidos de cualquier intervención directa en la esfera eclesiástica. De hecho, este concepto se basa en la idea de que el Papa debe estar en la parte superior de la sociedad, no el emperador.

Una vez que asumió el papado, Gregorio VII confirmó las medidas de reforma. Su Dictatus Papae, verdadero libelo reformador, dejó claro su punto de vista sobre la naturaleza de la Iglesia: el Papa como autoridad suprema, podría deponer al emperador con la excomunión. También podría desvincular sus súbditos de su juramento de fidelidad a un soberano injusto (PEDRERO-SÁNCHEZ, 1999 p.128-9).

En 1075, Enrique IV (1050-1106), antes de ser coronado emperador, nombró obispo para la sede de Milán, aunque ésta no estaba vacante. Bajo la amenaza de excomunión, Enrique reaccionó nombrando otros tres obispos, y declaró que Gregorio “falso monje”, estaba depuesto. Gregorio lo excomulgó. Se sucedieron duros libelos de ambas partes. Los vasallos de Enrique, aprovechándose de la situación, lo abandonaron. Aislado, el rey fue a Canossa, donde el Papa se encontraba, en viaje a Alemania. Allí, en 1077, después de hacer penitencia, pidió y recibió el perdón papal. De vuelta a Alemania, calmado los ánimos, Enrique convocó un concilio en el año 1080, donde se reafirmaron las prerrogativas imperiales en relación a las investiduras laicas, y nombró el Anti-Papa, Guilberto, arzobispo de Rávena (Clemente III – 1080-1100). Entonces invadió Roma. Gregorio VII se refugió en Salerno, donde murió en 1085.

La polémica ocupó a los canonistas que buscaban soluciones al estancamiento. Los sucesores de Gregorio continuaron en el camino de la reforma, pero fueron más realistas y abiertos al diálogo. El Papa Pascual II buscó un acuerdo con Enrique V, con motivo de su coronación en 1111, pero el futuro emperador encarceló al Papa y a algunos cardenales, y arrancó de ellos el derecho de investidura con  anillo y  báculo, además de la coronación. Enrique V fue excomulgado, pero el camino hacia la solución estaba abierta.

El Concordato de Worms (1122) va a proponer una solución a la controversia. Con la entrega del anillo y el báculo, la Iglesia investía al elegido en los cargos eclesiásticos. El nombramiento, no obstante, debería hacerse en presencia del emperador o de su representante. Éste, a su vez, atribuía al elegido el poder temporal, con la entrega del cetro (PEDRERO-SÁNCHEZ, 1999, p.132). En el 1er Concilio de Letrán en 1123, el Concordato de Worms fue reconfirmado. El Concordato no terminó el conflicto entre la Iglesia y el imperio, pero se colocaron las bases jurídicas para la delimitación de los poderes temporales y espirituales. Por otro lado, comenzó a identificarse cada vez más la Iglesia con el clero y el Papa, mientras que los poderes seculares asumieron, poco a poco la conciencia de su autonomía.

4 Contestadores, herejes y ortodoxos en los siglos XI-XIII: Contexto

A partir de finales del siglo XI hasta mediados del siglo XIII aparecieron en todo el Occidente, monjes, laicos, clérigos, que, con un celo y vigor renovado, propusieron la vuelta al Evangelio y la Iglesia primitiva. El esfuerzo de “seguir desnudos al Cristo desnudo” se expresaba a través de la vida comunitaria, la predicación y la pobreza voluntaria. “La renuncia al mundo, seguida por el aislamiento en una vida de oración, dejó de ser el único camino de salvación” (BOLTON, 1986, p.14). Algunos de estos grupos, en principio sospechosos de herejía, se las arreglaron para insertarse en la Iglesia, renovándola desde dentro. Otros, más radicales, ponían en tela de juicio la doctrina, y, finalmente, acabaron siendo perseguidos y eliminados. La predicación prohibida a los laicos, fue el principal punto de conflicto. Un tercer grupo defendía tesis inicialmente heréticas, y desde el principio fueron combatidos por la Iglesia. La bula Ad Abolendam,, 1184, prescribía la excomunión de “condes, barones, rectores y cónsules, de las  ciudades y otros lugares,” que no se empeñasen  en la represión de la herejía. Sus tierras se colocarían bajo interdicción (MERLO, 1989, p.86)

La aparición de estos movimientos se debe a una serie de factores, incluyendo el celo reformador de la reforma gregoriana, la urbanización incipiente, la aparición de la burguesía y el comercio, con una mayor circulación de la riqueza, y la acentuación de los problemas sociales, que colocaba en tela de juicio el antiguo sistema feudal. En el ámbito cultural también hay nuevo florecimiento, con el surgimiento de las universidades y la circulación de ideas nuevas, además de la ampliación de horizontes, con las peregrinaciones y cruzadas. Jacques Verger afirma que “no se puede negar que el siglo XII fue, con mayor o menor precocidad e intensidad (…), en casi todo el Occidente, un tiempo de mutación e impulso en el plano cultural” (VERGER, 2001, p. 17). Estos son sólo algunos elementos de contexto que formaban el terreno fértil para el surgimiento de estos grupos contestatarios. Sumado a esto el hecho de que, en contraposición a un grupo de personas que deseaban una vida evangélica y cristiana ejemplar, había una poderosa Iglesia, rica y mundana, incapaz de corresponder a los anhelos de estos sectores (FALBEL, 1976, p. 14-5).

4.1 Ortodoxos

Entre los protagonistas de la reforma se encontraban varios miembros del clero. Vital de Savigny (1123), Bernard de Tiron (1046-1117), Esteban de Muret (1045 ± -1124), Roberto de Arbrissel (1047-1117), Norbert de Xanten (1080 ±1134), entre otros, tenían en común el hecho de que, renunciando a una vida cómoda y exitosa, dejaron todo y pasaron a vivir una vida austera de  pobreza, oración y  penitencia. Por otra parte, eran grandes predicadores, y atraían a seguidores. A pesar de los conflictos con las autoridades eclesiásticas, continuaron en la Iglesia y promovieron la reforma, fundando monasterios que se  convirtieron en importantes centros irradiadores de  espiritualidad.

Algunos movimientos de reforma de origen laical también consiguieron inserirse en la Iglesia. Entre ellos se destacaron los humillados de Lombardía, del norte de Italia, divididos en tres grupos: comunidad de hombres, otra de mujeres, y otras personas viviendo con sus familias. Vivían del trabajo de sus propias manos y se proponían observar estrictamente los preceptos evangélicos y la pobreza voluntaria. Los que viven en comunidad también debían observar la castidad. Cuidaban de los enfermos y los pobres, y también ejercían la predicación. Condenados en 1184, recurrieron a Inocencio III y, después de redactar una breve regla, éste los aprobó en 1201.

4.2 herejes

En la Edad Media, la línea que separaba la contestación dentro de los límites de la ortodoxia y la herejía es muy tenue. Algunos predicadores, en el anhelo de la reforma, avanzaban nuevas y radicales doctrinas, no necesariamente heréticas, pero que terminaban chocando con las autoridades. A principios del siglo XII, se destacó el ermitaño Enrique de Lousanne. Invitado a predicar por el obispo de Mans, en 1116, incitó de tal modo a esos oyentes que atacaron al clero. Expulsado por el obispo continuó la predicación itinerante. Detenido en 1135, enviado a Cluny, huyó, pero fue acabó preso y murió en prisión después de 1145.

Pedro de Bruys era otro predicador itinerante que, con radicalismo y  violencia, negaba toda la materialidad de la religión en favor de una iglesia espiritual. Instaba a sus oyentes a atacar a los sacerdotes, profanar iglesias, quitar crucifijos y quemarlos. En 1132, una reacción popular quemó en una hoguera que él mismo había encendido.  Otros clérigos que dirigían los movimientos de contestación podrían ser citados como Tanquelmo, muerto en 1115 por otro sacerdote, Eon de Stella, que murió en prisión en 1150; o el canónigo Arnaldo de Brescia, que predicaba una Iglesia pobre y peregrina, y acabó ahorcado y quemado en Roma en 1155.

4.2.1 Valdenses

Alrededor de 1175, después de una crisis religiosa, el próspero comerciante de Lyon, Pedro Waldo (± 1140-1217), también conocido como Valdo de Lyon, obtuvo una traducción de los Evangelios y otros escritos del Nuevo Testamento, abandonó a la familia, donó los bienes a los pobres y se convirtió en un predicador itinerante. Sus seguidores, conocidos como los valdenses o los Pobres de Lyon, vivieron la pobreza, la vida en común y la castidad. Pedro predicó el retorno al Evangelio, pero también criticó a los clérigos indignos y algunas prácticas de la iglesia. También declaró que su vocación no venía de la Iglesia, sino de Dios mismo. Un contemporáneo los describe: “No tienen casa, caminando en parejas, descalzos, sin provisiones; Ellos tienen todo en común, como los apóstoles, y siguen desnudos al Cristo desnudo “(FALBEL 1977, p.106). Impedidos de predicar por el obispo de Lyon, recurrieron a Roma en 1179, donde se realizaba el 3er Concilio de Letrán. El movimiento fue aprobado con la condición de que pidiesen permiso a los obispos para predicar. Como los obispos se negaban, y sin embargo, continuaban predicando, acabaron excomulgados en 1184. Desde entonces, el movimiento tomó contornos cada vez más heterodoxos, con respecto a la doctrina, con los ataques más duros contra las autoridades religiosas, y la creación de una jerarquía propia, con obispos, sacerdotes y diáconos. Una escisión del movimiento se produjo en 1210, agravada después de la muerte de Pedro en 1217. Dos grupos se reconciliaron con la Iglesia: los Pobres Católicos, dirigidos por Durand de Huesca y el grupo dirigido por Bernardo Prim (BOLTON, 1986, p. 66-70). De los movimientos heréticos medievales, los valdenses eran el único que sobrevivió hasta los tiempos modernos, adhiriéndose después a la reforma protestante.

4.2.2 Cátaros

Los cátaros (del griego, katarói perfectos) fueron, desde su aparición en el siglo XI, identificados con la herejía (FALBEL, 1976, p. 36-7). También eran conocidos como albigenses, por su fuerte presencia en la ciudad de Albi en Francia y en el Languedoc (THOUZELLIER, 1969). Además de los elementos comunes a otros movimientos heréticos se distinguían por un marcado dualismo, que se oponía radicalmente a la doctrina católica: aceptaban sólo  el Nuevo Testamento,  negaban  la humanidad de Cristo, negaban la Eucaristía. Ellos mismos bendecían el pan en la cena. Rechazaban la evolución histórica de la Iglesia, considerando la Iglesia primitiva como la verdadera Iglesia. Los cátaros tenían partidarios entre las élites señoriales y poco a poco ocuparon un importante espacio en la sociedad. Fueron combatidos, en un primer momento, a través de debates públicos. San Bernardo y Santo Domingo fueron los principales nombres de la parte de la Iglesia, obteniendo poco éxito. Fueron condenados en 1184, por la bula Ad Abolendam, y en 1199, con la Vergentis in Senium. En 1209, una cruzada fue proclamada en su contra.

5 Los mendicantes

En el contexto de estos movimientos de reforma, había algunos grupos que, por vivir de limosnas, fueron llamados “mendicantes”. Dos de ellos se destacan como catalizadores para la renovación de todo el anhelo de renovación expresado hasta entonces, convirtiéndose en los más importantes aliados papales en la contención de la herejía y en la difusión de los ideales reformadores: “En aquel tiempo (…) en el mundo que ya envejecía, nacieron en la Iglesia cuya juventud se renueva como el águila, dos religiones (…) la de los Frailes Menores y la de los Predicadores “(TEIXEIRA, 2004, p. 1431).

5.1 Franciscanos

Hijo de un rico comerciante de Asís, Francisco (1181 / 2-1226) buscó el éxito en las armas, pero se convirtió, se fue a vivir la pobreza evangélica como predicador itinerante y penitente, y pronto consiguió seguidores. Francisco amaba, especialmente la pobreza evangélica, pero la fraternidad se convirtió también en un diferencial de su movimiento: “Y después que el Señor me dio hermanos, (…) el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio “(TEIXEIRA, 2004, p.189). Su modelo no era la Iglesia de los Apóstoles, sino el propio Cristo. Por otro lado, no atacaba al clero y mostraba un respeto reverencial por la Iglesia y la jerarquía (BARROS, 2012, p.177). La coherencia entre predicación y vida atrajo seguidores. A principios de 1209, Francisco presentó al Papa Inocencio III, un programa de vida, el cual fue aprobado oralmente, permitiéndoles ejercer la predicación exhortativa: estaba fundada la Orden de los Frailes Menores. En 1212, la joven Clara de Asís, fue admitida en el grupo. Las clarisas, viviendo en clausura, se convirtieron en la rama femenina de los franciscanos. Hombres y mujeres, célibes y casados ​​también se unieron a la “fraternidad”, siguiendo una regla propia. La regla definitiva de los franciscanos se aprobó en 1223. Francisco envió a sus discípulos en misión por todo el Occidente, y surgieron los inevitables problemas institucionales y disciplinarios. Cuando murió en 1226, la Orden estaba en franca expansión, pero los frailes se encontraban en una encrucijada entre permanecer fiel a los ideales del fundador y sus primeros compañeros, o llevar a cabo las misiones que la Iglesia gradualmente confiaba a ellos. Asumiendo los “menores” posiciones de poder y control, la “santa pobreza”, inevitablemente, sería puesta en cuestión. A lo largo de los siglos XIII y XIV, la orden pasará a través de una importante evolución, convirtiéndose en uno de los soportes principales misión de la Iglesia.

5.2 Dominicanos

Domingo de Guzmán (1175-1221), noble clérigo español, después de un viaje a Alemania con su obispo, Diego Azebès, quedó impresionado con el avance de la herejía. A su regreso a España en 1206, admirados con la ostentación y el lujo exagerado de los legados papales, en contraste con la pobreza y la frugalidad de la vida de los herejes que trataron en vano de convertir, comentaron con el legado: “No es esto, hermanos, en mi opinión, no es este el camino … con un espectáculo contrario edificareis poco, destruiréis mucho y no obtendréis nada”(GELABERT y MILAGRO 1947 p.172-3). Los dos decidieron predicar en pobreza e itinerancia en la región el Languedoc, sur de Francia, famoso por ser un bastión de los herejes. En 1207, un grupo se convirtió en Montreal. En el mismo año fundaron una comunidad en Prouille para dar la bienvenida a las mujeres cátaras convertidas. Diego, a su vez, conseguía una importante victoria en Palmiers, con la conversión de los Pobres Católicos valdenses guiados por Durand de Huesca. Después de la muerte de Diego, Domingo creó una pequeña comunidad de predicadores que fue aprobada en el IV Concilio de Letrán con el nombre de Orden de Predicadores, siguiendo la Regla de San Agustín. Domingo concluyó las Constituciones en 1221, haciendo hincapié en la pobreza individual y común. Los Predicadores se dedicaron al estudio en los grandes centros universitarios, en vista de la predicación. La austeridad de vida y celo apostólico atrajo a nuevos miembros. Algunas comunidades femeninas se unieron a la Orden. Cuando Domingo murió en 1221, la Orden estaba en proceso de franca expansión.

5.3 Originalidad de Francisco y Domingo

Domingo y Francisco fueron capaces de dar una respuesta “católica” a los deseos de  reformar que en todas partes surgieron. A diferencia de las órdenes religiosas tradicionales, ambos mostraron una apertura al mundo que querían evangelizar (LAWERENCE 1998, p.9; Little, 1978, 168-9). La movilidad fue una de sus principales características. Aunque Francisco elaboró una regla original y Domingo fue obligado a asumir la regla agustiniana, ambas fundaciones tienen como base el deseo de dedicarse en cuerpo y alma a la salvación de los cristianos, a través de la predicación apostólica, pobre, itinerante. Así, aunque viven en comunidades, “el mundo era su claustro.” A diferencia de Francisco, que demuestra reserva en cuanto a los estudios académicos, Domingos exige de sus frailes una formación académica ideal en vista de la predicación. Sin embargo, estando aún vivo Francisco, sus frailes van a comenzar a inserirse en el mundo académico y, poco a poco, los miembros de las dos órdenes estarán juntos en las universidades, ya sea defendiendo los mismos ideales, ya sea  en campos opuestos, pero siempre buscando satisfacer las necesidades urgentes de la Iglesia.

Frei Sandro Roberto da Costa, OFM. Instituto Teológico de Petrópolis, RJ. Texto original Português

6 Referencias Bibliográficas

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Bolton, B. A reforma na Idade Média. Lisboa: Edições 70, 1986.

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LAWERENCE, C.H. I mendicanti: I nuovi ordini religiosi nella società medievale. Torino: San Paolo, 1998.

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PEDRERO-SÁNCHEZ, M. G. História da Idade Média: textos e testemunhas. São Paulo: Unesp, 1999.

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Verger, J. Il Rinascimento del XII secolo. Milão: ISTM/Jaca Book, 1997.

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THOUZELLIER, C. Catharisme et valdéisme en Languedoc à la fin du XIIe et au début du XIIIe siècle. 10.ed. Louvain/Paris: Nawelaerts, 1969.

Función social de la propiedad en la enseñanza social de la Iglesia

Índice

1 Introducción

2 Principios y valores de la doctrina social de la Iglesia

2.1 Principios

2.2 Valores

3 El principio del destino universal de los bienes

3.1 Significado de este principio

3.2 Destino universal de los bienes y la propiedad privada

3.3 Destino universal  y opción preferencial por los pobres

4 Función social de la propiedad

4.1 Función social o hipoteca social

4.2 Distribución de la propiedad de la tierra

5 Otras formas de propiedad

6 Origen de las distorsiones en la visión y la experiencia de la propiedad

7 Referencias bibliográficas

1 Introducción

La enseñanza social de la Iglesia sobre la propiedad tiene como referencia básica el principio del destino universal de los bienes. En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (en adelante: CDSI), la doctrina sobre la propiedad y su función social aparecen como consecuencia de este principio básico. Por esta razón, empezamos esta entrada con un análisis del significado de este principio para la doctrina sobre la propiedad. La enseñanza de la Iglesia sobre la propiedad y su función social tiene fuertes raíces bíblicas y es parte de la doctrina social constante de la Iglesia en sus encíclicas sociales desde la Rerum Novarum (en adelante: RN), del Papa León XIII (1891), a la Laudato Si ‘(en adelante, LS), del Papa Francisco (2015).

2 Principios y valores de la doctrina social de la Iglesia

Inicialmente, conviene introducir brevemente los seis principios y los cuatro valores que son la base de la doctrina social de la Iglesia (en adelante, DSI). Dado que esta doctrina tiene unidad y coherencia interna, la comprensión de cada principio está enriquecida con la visión  del conjunto de  los principios y valores de la doctrina social.

2.1 Principios

Éstos son los seis principios de la doctrina social de la Iglesia (CDSI p.99-122):

1. La dignidad de la persona humana: el ser humano es la imagen viva de Dios mismo; la persona es titular de derechos y obligaciones que son inherentes a todo ser humano.

2. El bien común: es el bien de todos y es indivisible (como la salud, la seguridad y la paz); Es responsabilidad de todos, bajo la coordinación del poder público.

3. El destino universal de los bienes: o principio del uso común de los bienes, que precede a las diversas formas concretas de la propiedad (Sollicitudo rei socialis, en adelante SRS, n.42); la distribución de la propiedad debe ser tal que todos tengan al menos lo suficiente para vivir con dignidad.

4. Subsidiariedad: lo mayor no debe sustituir a lo menor, ni impedir su libre iniciativa; Implica el respeto a las competencias de cada nivel de responsabilidad y el derecho a emprender.

5. Participación: el derecho y el deber de contribuir a la vida en la sociedad; Implica los derechos y deberes de la ciudadanía activa.

6. Solidaridad: determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; se opone a la “globalización de la indiferencia.”

2.2 Valores

A continuación, presentamos los cuatro valores de la doctrina social de la Iglesia: (CDSI n.198-203):

Primero: La verdad: es la búsqueda de ajustar nuestras acciones con las exigencias objetivas de la moralidad. Apártanos del arbitrio y aproxímanos de la rectitud, la transparencia y la honestidad.

Segundo: La libertad: la autodeterminación en el horizonte de la verdad; Se pueden distinguir dos dimensiones de la libertad: la libertad de (coacción) y la libertad para (hacer el bien).

Tercero: La justicia: es dar a cada uno lo que le es debido; la justicia puede ser: conmutativa; distributiva; legal; social y reparadora.

Cuarto: El amor: es la forma de todas las virtudes que anima por dentro  todo compromiso social. Se expresa como benevolencia y misericordia.

3 El principio del destino universal de los bienes

3.1 Significado de este principio

El Concilio Vaticano II resume el significado de este principio de la siguiente manera: “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y todos los pueblos, de modo que los bienes creados deben ser suficientes para todos, con equidad, de acuerdo con la regla de justicia, inseparable de la caridad” (Gaudium et spes, en adelante GS, n.69).

El principio del destino universal de los bienes de la tierra es la base del derecho universal al uso de los bienes. Cada persona debe tener la posibilidad de disfrutar el bienestar necesario para su pleno desarrollo. El principio del uso común de los bienes es el “primer principio de toda ética social y el principio característico de la doctrina cristiana” (SRS n.42). Este principio establece la igualdad básica de todos en relación con el sustento de las propias vidas: “Dios dio la tierra a toda la humanidad, para  sustento de todos sus miembros, sin excluir ni privilegiar a nadie” (Centesimus Annus, en adelante  CA , n.31). Ya Pío XII en su mensaje de radio de Navidad de 1941, afirmó el derecho de toda persona a satisfacer sus necesidades básicas, como base para la paz en el mundo: “No se puede prescindir de los bienes materiales que satisfagan sus necesidades primarias y constituyen las necesidades básicas de su existencia”.

Es un derecho natural, original y prioritario. Asegura el Papa Pablo VI:

Todos los demás derechos, sean  los que sean, incluidos los de propiedad y el libre comercio, le están subordinados; no deben, por tanto, impedir, por el contrario facilitar su realización; y es un deber social grave y urgente reconducirlo  a su propósito original “(Populorum Progressio, en adelante PP, n.22).

Este principio implica también la afirmación de que la economía se hizo para el hombre y no el hombre para la economía. “Debemos educar para un humanismo del trabajo, donde el hombre y no el lucro está en el centro; donde la economía sirva al hombre, y no se aproveche del hombre “, afirmó el Papa Francisco el 16 de octubre de 2016, en una audiencia a los miembros del Movimiento Cristiano de los Trabajadores de Italia.

La aplicación concreta del principio del destino universal de los bienes, de acuerdo con los diferentes contextos sociales y culturales, implica una definición precisa de los modos, los límites y objetos. Esto no quiere decir que todo esté a disposición de todos y cada uno. Por lo tanto, es necesario regular este derecho en el orden jurídico. Este orden jurídico debe ser tal que proporcione a todos el acceso a los bienes necesarios para una vida digna y a un desarrollo integral, en  una sociedad “donde el progreso de algunos  no sea más un obstáculo para el desarrollo de los demás, ni un pretexto para su sujeción” (Instrucción Libertatis conscientia, en adelante LC, n.90). El sistema jurídico debe respetar otro principio enunciado por Santo Tomás de Aquino: “in necessitate sunt omnia communia”, es decir, “en caso de necesidad, todas las cosas son comunes” (Suma Teológica, 2, 2, q 66, ad. 7). De acuerdo con este principio, a DSI considera lícito que una persona que pasa hambre haga lo necesario para la alimentarse, (situación enmarcada en la figura jurídica de “robo famélico”). Por lo tanto, un ingreso mínimo (como “Bolsa Familia” o beneficio de prestación continuada) para personas comprobadamente  pobres, que no tienen otra fuente de ingresos, no es un favor, sino un derecho.

El principio del destino universal de los bienes es una invitación a cultivar una visión de la economía inspirada en  valores morales que permitan que nunca se pierda de vista ni el origen ni el propósito de tales bienes, a fin de lograr un mundo más justo y solidario. Este principio también se corresponde con la llamada del Evangelio a superar la tentación de la codicia de la posesión.

3.2 Destino universal de los bienes y la propiedad privada

A través del trabajo, la persona humana, usando su inteligencia, puede dominar la tierra y que sea una digna morada. “De este modo, se apropia de una parte de la tierra, adquirida precisamente con trabajo. Aquí está el origen de la propiedad individual “(CA n.31). La propiedad privada, asociada a otras formas de dominio privado de bienes, le da a cada persona una extensión absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y “debe ser considerada como una prolongación de la libertad humana” (GS n.71). El derecho de propiedad no debe obstaculizar el derecho a la propiedad. Es decir,  el derecho de algunos (ricos) no debe ser un obstáculo para muchos otros (pobres) puedan acceder a la propiedad. En las palabras de Pablo VI, “no es lícito aumentar la riqueza de los ricos y el poder de los fuertes,  confirmando  la miseria de los pobres y haciendo mayor la servidumbre de los oprimidos” (PP n.33).

Esta comprensión de la propiedad difiere tanto de la visión del colectivismo como de la visión del capitalismo, tal como fue aplicado  por el liberalismo. Juan Pablo II escribió: ” La tradición cristiana no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la entera creación”( Laborem Exercens, en adelante LE, n.14). Y termina resumiendo: ” el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes ” (LE n.14).

El origen primero de la propiedad se encuentra en el trabajo. El trabajo acumulado en forma de capital tiene la función básica de servir al trabajo. De ello se sigue el “principio de la prioridad del ‘trabajo’ sobre el ‘capital’” (LE n.12). Por lo tanto Juan Pablo II fundamenta así  este principio:

Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el «capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre. (LE n.12)

La propiedad privada estimula al trabajo y a la responsabilidad. Es importante que sea accesible a todo el mundo. Por lo tanto la propiedad privada constituye “un instrumento para el cumplimiento del principio del destino universal de los bienes”. Es un medio, no un fin (PP n.22-23).

La propiedad pública (estatal o comunal) es una forma importante de  propiedad por la cual se realiza el destino universal de los bienes. Una obligación que incumbe a los responsables de los bienes públicos es su administración competente, dentro de su finalidad, y el cuidado para que dichos bienes sean bien utilizados y conservados.

3.3 Destino universal  y opción preferencial por los pobres

El principio del destino universal de los bienes requiere que se cuide con especial atención a los pobres, los que están en posiciones de marginalidad y, en cualquier caso, a las personas cuyas condiciones de vida impiden un crecimiento adecuado. “En este sentido se ha de reafirmar con toda su fuerza, la opción preferencial por los pobres” (Juan Pablo II, Puebla, 1979). Esta es una forma especial de primacía en la práctica de la caridad cristiana y de la práctica de nuestras responsabilidades sociales.

La atención de Jesús a los pobres era constante y prioritaria, como  muestran los Evangelios. El cuidado de los cristianos por los pobres se inspira en el Evangelio y se refiere tanto a la pobreza material como a numerosas formas de pobreza cultural, espiritual, psico-social y religiosa.

Son loables todos los esfuerzos para superar la pobreza y es preciso ponerse en guardia contra  posiciones ideológicas y mesianismos. Los pobres siguen confiados a nosotros y bajo esta responsabilidad seremos juzgados por Dios (Mt 25, 31-46).

El destino universal de los bienes requiere que la propiedad privada sirva para satisfacer las necesidades de las personas, especialmente de los pobres. También implica que se promuevan políticas para su inclusión social. En la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco considera la inclusión social de los pobres uno de los “grandes problemas que (…) parecen cruciales en este momento de la historia” (Evangelii Gaudium, en adelante EG, n.185), junto con la cuestión de  la paz y del diálogo social. En su intervención en el encuentro mundial de movimientos populares, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, el 9 de julio de 2015, Francisco dijo:

El destino universal de los bienes no es un adorno retórico de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad  previa a la propiedad privada. La propiedad, particularmente cuando afecta a los recursos naturales, deben estar siempre en función de las necesidades de las personas. Y estas necesidades no se limitan a consumo. (…) Los planes de ayuda que socorren  a ciertas situaciones de emergencia deben ser considerados sólo como respuestas transitorias. nunca puede sustituir a la verdadera inclusión: inclusión que da trabajo digno libre, creativo, participativo y solidario.

Es necesario prestar atención a la dimensión social y política de la pobreza. “No se dé como caridad lo que ya es debido a título de justicia” (Apostolicam actuositatem, en adelante AA, 8).

4 Función social de la propiedad

4.1 Función social o hipoteca social

La DSI  enseña a reconocer la función social de cualquier forma de propiedad privada, haciendo referencia frecuente a las exigencias imprescindibles del  bien común (cf. Quadragesimo Anno, en adelante QA, 23). Estas exigencias se pueden resumir de la siguiente manera: nadie debe tener los bienes como siendo exclusivamente propios, solo de él,  sino  comunes en cuanto al  uso, para  que también pueden ser útiles a los demás; no se puede prescindir de los efectos en el uso de los propios bienes y recursos (lo que implica, por ejemplo, evitar el desperdicio); no es justo para mantener ociosos los bienes poseídos, especialmente los bienes de producción, sino que es preciso confiarlos a quien tiene el deseo y la capacidad de hacerlos producir. La función social también abarca los frutos de los recientes avances en los campos científico y tecnológico.

Cabe una responsabilidad especial a los emprendedores, en el sentido de usar  su capacidad empresarial para crear nuevos emprendimientos  o modernizar  empresas tradicionales para asegurar su sustentabilidad económica, política y socio-ambiental y  promoviendo el desarrollo con justicia social. Cristianos y personas de buena voluntad están llamados a “preocuparse de construir un mundo mejor” y a cuidar la tierra, “nuestra casa común” (EG n.183). Para el compromiso de organizar la economía y promover el bien común, dice Francisco, “tenemos un instrumento muy apropiado en el Compendio de la  Doctrina Social de la Iglesia, cuyo uso y estudio vivamente recomiendo” (EG n.184).

En la encíclica Laudato Si ‘, el papa Francisco asocia el uso social de los bienes a una “ecología humana”, que a su vez “es inseparable de la noción del bien común, un principio que desempeña un papel central y unificador en la ética social” ( LS n.156). El bien común “presupone el respeto de la persona humana como tal, con derechos fundamentales e inalienables, orientados a su desarrollo integral” (LS n.156), que requiere la creación de dispositivos de bienestar y de seguridad social y el desarrollo de grupos intermedios. También se requiere la aplicación del principio de subsidiariedad, especialmente para la familia. También requiere la paz social, la seguridad y la justicia distributiva (cf. LS n.156).

Además, se exigen acciones a nivel internacional, “para romper las barreras y los monopolios” que impiden o dificultan el ejercicio de la función social de la propiedad (cf. CA n.35).Al criticar la falta de ética en la gestión de las finanzas en la crisis de 2008-2009, Benedicto XVI escribe: “Que las finanzas después de su mala utilización, que perjudicó a la economía real, vuelvan a ser un instrumento que tenga el propósito del desarrollo”. Y añade: “Los agentes financieros han de redescubrir el fundamento ético propio de su actividad” (Caritas in veritate, en adelante CV, n.62-64).

El documento de Puebla asumió las enseñanzas de Juan Pablo II sobre la hipoteca social que pesa sobre toda propiedad privada:

Como  enseña  Juan Pablo II, sobre toda propiedad privada pesa  una hipoteca social. La propiedad compatible con el destino universal de los bienes es, sobre todo, un poder de gestión y administración, que, sin excluir el dominio, no lo hace absoluto ni ilimitado. “(Documento de Puebla, en adelante DP, n.492).

La expresión “hipoteca social” resalta, así, el papel de gestores como inherente a los detentores de la propiedad de bienes y conocimientos. La propiedad privada no es nunca un derecho absoluto, sino condicionado a las normas y límites que la ley establezca. La Constitución de Brasil de 1988, en dos momentos diferentes (en los artículos 5, parágrafo XXIII, y 170, parágrafo III), después de asegurar el derecho a la propiedad, estableció la necesidad de atender a su función social. Sobre la base de esta disposición constitucional, un municipio puede establecer un impuesto a la propiedad progresivo en terrenos o  edificios ociosos y, en última instancia, la expropiación de estos bienes.

Una forma de lograr en la práctica la función social de la propiedad es promover formas de participación de los trabajadores en la propiedad de las empresas. Juan Pablo II propone las siguientes formas: copropiedad,  accionariado del trabajo y participación en los beneficios. Asimismo, propone asociar el trabajo a la propiedad del capital a través de “cuerpos intermedios con fines económicos”, que a menudo son llamados “empresas de autogestión” (LE n.14). En estas empresas, poseídas por los trabajadores, por lo general en forma de cooperativas, la iniciativa pasa a las manos de los trabajadores, de donde e nunca debió haber salido. El sistema de empresas  autogestionadas muestra que es posible producir de manera eficiente y sin patrones capitalistas. En ellas se realiza la prioridad del trabajo sobre el capital, siendo que el  capital no es más que trabajo acumulado. Los bienes de la naturaleza, la tecnología y el capital, son factores instrumentales puestos al servicio del trabajo humano,  única causa eficiente de  producción.

Una conclusión lógica de la doctrina de la función social inherente a toda propiedad es que una parte de las fortunas acumuladas por los dueños de las grandes empresas pertenecen, por derecho propio, a los trabajadores cuyo trabajo fue esencial para  la acumulación de estos bienes.

La propiedad intelectual está garantizada por las leyes en muchos países y es una manera de recompensar las inversiones realizadas en investigaciones que generaron una invención o la creación de un fármaco. Sin embargo, es importante comprobar si estas leyes tienen en cuenta el principio de la función social de la propiedad, permitiendo el acceso a estos conocimientos a un coste adecuado, y satisfaciendo las necesidades sociales de poblaciones enteras (por ejemplo, medicación de control de epidemias). Otra discusión que se impone es la relacionada con la privatización de los servicios públicos como el agua y el saneamiento. El riesgo de la privatización de estos servicios es que, al convertirse en mercancías, se vuelven inaccesibles para los pobres, debido a los altos precios que cobran los concesionarios de dichos servicios.

4.2 Distribución de la propiedad de la tierra

Cuestión crucial en todos los pueblos, es la distribución equitativa de la tierra, ya sea en forma de suelo urbano, ya sea como suelo rústico. También en relación con este tema vale  el principio del destino universal de los bienes y de la función social de la propiedad. Hay que recordar la advertencia de los Santos  Padres: “Se dio la tierra a todos, no sólo a los ricos” (San Ambrosio, De Nabuthe, c. 12, n. 53; PL 14, 747. apud PP n.23). La posibilidad de posesión de la tierra en las zonas rurales es condición para el acceso a otros bienes y servicios, tales como el crédito (cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz, “Para una mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria“, 1997 n.27-31).

De la propiedad derivan una serie de ventajas objetivas, pero de ella también pueden venir promesas ilusorias y tentadoras. Quién absolutiza la propiedad y solo piensa en acumular bienes, acaba por experimentar la esclavitud más radical.

Entre los desafíos del mundo de hoy, la Evangelii Gaudium coloca una economía de exclusión, una nueva idolatría del dinero, el dinero que gobierna en lugar de servir y la desigualdad que genera la violencia (cf. EG n.55-58). La EG pide también que se practique el diálogo en la construcción de nuevas políticas nacionales y locales, así como el “diálogo y  transparencia en la toma de decisiones” (LS n.182) en el campo de la economía, del desarrollo sostenible y la lucha contra la corrupción.

5 Otras formas de propiedad

Dado el predominio de la apropiación privada de los bienes en las sociedades capitalistas, es importante no olvidar las formas tradicionales, como la propiedad comunitaria, que se reviste de particular importancia y caracteriza a la estructura social de muchos pueblos indígenas y quilombolas. La supervivencia física y cultural de los pueblos originarios depende en gran medida de la garantía de la posesión y uso de territorios, en que han vivido sus antepasados. La garantía de la preservación de la posesión de estas tierras, bosques y  subsuelo es un factor clave para su supervivencia,  seguridad y bienestar. La garantía de la preservación de la posesión de esta forma de propiedad no debería excluir la conciencia de que también este tipo de propiedad puede evolucionar.

Otra forma de propiedad es la propiedad colectiva bajo la forma cooperativa o asociativa. En Mater et Magistra (en adelante MM), el Papa Juan XXIII expresó su apoyo al cooperativismo (MM n.82-87), especialmente en el sector agrícola (MM n.143) que, según él, ha sido descuidado por muchos gobiernos. Hay un reconocimiento implícito de las formas de propiedad sobre los que se basa el cooperativismo y de los principios que este sistema practica en la gestión de sus negocios. Un principio es el de la gestión democrática (una voz, un voto); otro, la distribución de los excedentes al final de cada año en proporción a las operaciones de cada asociado con la cooperativa y no en función  del volumen de capital aportado por el asociado (en forma de acciones), lo que subraya el principio de prioridad del trabajo sobre el capital.

6 Origen de las distorsiones en la visión y la experiencia de la propiedad

Nos podemos preguntar sobre el origen de las distorsiones graves y frecuentes que se producen hoy en día en la distribución de bienes y en la gestión de negocios. La tendencia que los analistas observan en nuestra economía globalizada es que la propiedad pasó a ser un derecho (casi) absoluto. Constatan  el creciente predominio del capital financiero sobre el capital productivo. Estas tendencias han dado como resultado el aumento de la concentración de la riqueza en pocas manos, con el crecimiento excesivo de las grandes fortunas. Los estudios del economista Thomas Piketty sobre la desigualdad, la concentración del capital y la financiarización de la economía moderna ofrecen evidencia sólida en este sentido.

Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in veritate, destaca la función social de la empresa, que se lleva a cabo tanto en la producción de bienes y servicios como en  la generación de puestos de trabajo. En cumplimiento de sus funciones, la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de los propietarios o accionistas:

la empresa no puede tener en cuenta únicamente los intereses de los propietarios de la misma, sino que también debe estar preocupada con  las demás categorías de sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: los trabajadores, los clientes, los proveedores de los diversos factores de la producción, la comunidad de referencia.. (CV n.40).

El Papa advirtió contra el uso especulativo de los recursos de la empresa en el mercado financiero, poniendo en peligro la sostenibilidad de la empresa:

Hay que evitar que el motivo para el uso de los recursos financieros sea especulativo, cediendo a la tentación de buscar únicamente un beneficio a corto plazo, sin cuidar   también  de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, de su servicio concreto a la economía real y adecuado, y de la oportuna promoción de iniciativas económicas en los países necesitados de desarrollo. (CV n.40).

 El papa Francisco, a su vez, diagnostica una profunda crisis antropológica sobre la base del sistema de economía de mercado. Él escribe en la Exhortación Apostólica Alegría del Evangelio:

La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo” (EG n.55).

La crisis antropológica resultante está en línea con la ideología de la libertad completa del mercado y la afirmación de un Estado mínimo: “Este desequilibrio proviene de las ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. Por lo tanto, niegan el derecho de control de los Estados, encargados de velar por la protección del bien común “(EG n.56). Después de hablar de las deudas, los intereses, la corrupción y la evasión fiscal egoísta, que asumen dimensiones globales, el Papa dice:

El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta. (EG n56).

El resultado de esta crisis antropológica y de las ideologías del individualismo y del materialismo son la enorme falta de respeto a los derechos humanos básicos de las personas y de los pueblos, el cambio climático y la degradación del medio ambiente, de dimensiones globales, como nos advirtió la Encíclica Laudato Si ‘.

El gran desafío es cómo fortalecer las prácticas económicas y sociales que adecuen a los principios de la doctrina social de la Iglesia sobre  la propiedad y el uso común de los bienes, con el fin de invertir las tendencias actuales perjudiciales para el bien común y autodestructivas de la humanidad.

Matias Martinho Lenz, SJ.Universidade Católica de Pelotas, RS, Brasil. Texto original Portugués

7 Referencias bibliográficas

Lista de las grandes encíclicas sociales de los papas, en orden cronológico, con sigla y año de publicación:

LEÓN XIII. Rerum Novarum (RN). Sobre la situación de los obreros, 1891.

PIO XI. Quadragesimo Anno (QA). Sobre la restauración del orden social, en perfecta conformidad con la ley evangélica 1931.

JUAN XXIII. Mater et Magistra (MM). Sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana, 1961.

______. Pacem in Terris (PT). Sobre la paz cristiana, 1963.

PABLO VI. Populorum Progressio (PP). Sobre el desarrollo de los pueblos, 1967.

JUAN PABLO II. Laborem Exercens (LE). Sobre el trabajo humano. En el  90º aniversario de la Rerum Novarum, 1981.

______. Sollicitudo Rei Socialis (SRS). Solicitud social de la Iglesia. Al cumplirse

el vigésimo aniversario de la Populorum Progressio, 1987.

______. Centesimus Annus (CA). En el centenario de la Rerum Novarum, 1991.

BENEDICTO XVI. Caritas in Veritate (CV). Sobre el desarrollo humano  integral en la caridad y en la verdad, 2009.

FRANCISCO. Evangelii Gaudium (EG). La alegría del Evangelio. Sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 2013.

______. Laudato Si’ (LS) – Alabado Seas. Sobre el cuidado de la casa común, 2015.

Otros documentos sociales oficiales de la Iglesia Católica.

CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II. Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS). Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, 1965.

______. Decreto Apostolicam Actuositatem (AA). Sobre el Apostolado de los Laicos, 1965.

CONGREGACIÓN  PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Instrucción Libertatis Conscientia (LC), 1987.

CONSEJO EPISCOPAL LATINO-AMERICANO. Conclusiones de la II Conferencia General del Episcopado Latino-americano. Documento de Puebla (DP), 1979.

______. Conclusiones de la II Conferencia General del Episcopado Latino-americano. Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina. Documento de Aparecida (DA), 1979.

Textos y libros de referencia

ANTONCICH, R.; SANS, J. M. Ensino Social da Igreja. Petrópolis: Vozes, 1986.

CALLEJA, J. I. Moral Social Samaritana I. Fundamentos e noções de ética econômica cristã. São Paulo: Paulinas, 2006.

CNBB. Igreja e Questão Agrária no início do Século XXI. Estudos da CNBB n. 99. Brasília: CNBB, 2010.

LENZ, M. M. A propriedade e sua função social. In: CNBB. Temas da Doutrina Social da Igreja.  Projeto Nacional de Evangelização Queremos Ver Jesus, Caminho, Verdade e Vida.  São Paulo: Paulinas e Paulus, 2006, p.77-90.

______ (e equipe do projeto ensino social da Igreja, desafio às comunidades). Riqueza e Pobreza e o Ensino Social da Igreja. Coleção Ensino Social da Igreja, V. Petrópolis: Vozes, 1993.

MARTINS, José de Souza. Reforma agrária: o diálogo impossível. São Paulo: Edusp, 2000.

PIKETTY, T. O Capital no Século XXI. Rio de Janeiro: Intrínseca, 2014.

______. A Economia da Desigualdade. Rio de Janeiro: Intrínseca, 2015.

PONTIFÍCIO CONSELHO “JUSTIÇA E PAZ”. Compêndio da Doutrina Social da Igreja (CDSI). São Paulo: Paulinas, 2005.

Los laicos en la misión de la Iglesia

Índice

1 Cuestiones introductorias

2 Los laicos: su identidad eclesial

3 Los laicos: su vocación y misión

4 Conclusión

5 Referencias bibliográficas

1 Cuestiones introductorias

 El Concilio Vaticano II definió toda la Iglesia como misionera. En esta dimensión de  totalidad, se manifiestan con más fuerza, y ​​con un tono totalmente nuevo,  aquellos y aquellas  que se denominan laicos, y que ahora de forma más expresiva y razonada, desempeñan un papel preponderante en la misión de toda la Iglesia. Es preciso destacar que esta es una visión que se renueva porque la tradición eclesial que llega hasta el Concilio conlleva para el término laico una connotación ampliamente negativa, construida social y culturalmente, pero también eclesiológicamente, ya que la visión que se tenía antes era marcadamente pasiva y sumisa, sin autonomía y sin ningún tipo de independencia en su manera de ser y hacer iglesia. Culturalmente, el laico fue visto como uno que no sabe, no entiende, que no está preparado para el ejercicio de una función en la Iglesia. Eclesiológicamente, el laico fue visto de forma pasiva y sumisa a la jerarquía eclesiástica, siendo tratado frecuentemente como inferior  (KUZMA 2015 p.528-31). Esta definición se basa en la nueva comprensión eclesiológica de que se afirma con el Concilio Vaticano II, que presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, en la que todos los bautizados son parte importante y constitutiva de su misión, sustentados  por algo que es común a todos y que proviene de una experiencia fundamental: el bautismo – que une cada fiel a Cristo y lo convierte en miembro activo del cuerpo eclesial. Por el bautismo, todos son Iglesia, lo que garantiza a los laicos una nueva identidad y una nueva conciencia de su vocación y misión.

La Iglesia del Vaticano II se entiende como communio, reproduciendo en su estado visible e histórico un reflejo de la comunión trinitaria (KASPER, 2012, p. 256-7). Nadie y / o ninguna vocación ocupan el centro de la Iglesia, porque sólo Cristo es el centro. Él es el fundamento del que nace y vive en la fuerza de su Espíritu, y así camina, peregrina hacia la consumación del plano del Padre (LG 48). Alrededor de Cristo y del misterio que lo rodea, circulan los diversos ministerios, enriquecidos con dones y carismas, dejándose tocar y definir por  el mismo misterio, y que colaboran y cooperan para la edificación del cuerpo y al servicio de esta Iglesia en mundo: el anuncio y la vivencia del Reino de Dios.

De este modo, y en esta nueva concepción, los laicos son comprendidos (e inseridos) en la misión de toda la Iglesia, con una especificidad que le es propia y que les permite  actuar en los asuntos internos de la Iglesia (ad intra) y / o en problemas externos (ad extra) en el mundo y en las realidades en que se encuentran, sin exclusivismos. Sobre esto, dice Bruno Forte: “Todos comparten la responsabilidad, tanto en el centro de la vida eclesial, cuanto en la relación con el mundo; comprometidos en poner sus dones al servicio, donde quiera que el espíritu suscite la acción de cada uno, en una articulada y dinámica relación entre los diversos ministerios y carismas “(FORTE, 2005, p.43). Corresponde a toda la Iglesia, por tanto, en la responsabilidad que le es conferida, despertar la vocación y misión de los laicos, alimentándola y fortaleciéndola en todas sus acciones, respetando su autonomía y especificidad, siempre promoviendo la comunión.

 2 Los laicos: su identidad eclesial

 La identidad eclesial de los laicos está garantizada por el bautismo. He aquí el punto principal que une los laicos a todos los fieles, asegurándoles a todos la misma dignidad, lo que también les habilita en la misión y los distingue en  vocación, en aquello que es específico de su forma de ser y de manifestar/vivenciar su fe. El bautismo ofrece a todos una nueva manera de existir, “el existir cristiano” (BINGEMER 1998, p.32). Este sacramento – fundante y único para la vida cristiana – confiere a ellos y a todo el pueblo de Dios la marca del ser cristiano e incorpora todos los fieles a Cristo, despertando en gracia, la vocación y la misión de cada uno. Afirmamos: 1) por el bautismo, todos están unidos a Cristo; 2) por el bautismo, todos están llamados a la misión; 3) por el bautismo todos son Iglesia; y, por esta razón ofrecen al mundo un testimonio auténtico de que y en quién y por aquello y por aquel en quien creen están dispuestos a servir al mundo con el fin de transformarlo desde el punto de vista del Reino de Dios, haciendo de la vida concreta un verdadero camino de santidad y de encuentro con Dios. Aquí tenemos la base de toda la eclesiología que quiere tratar sobre los laicos, su vocación y su misión.

El bautizado – cualquiera que sea el carisma recibido y el ministerio ejercido – es, ante todo, homo christianus, aquel que por el bautismo se ha incorporado a Cristo (cristiano, de Cristo), ungido por el Espíritu (Cristo de chris = ungido), por eso constituido pueblo de Dios. Esto significa que todos los bautizados son Iglesia, partícipes de las riquezas y de las  responsabilidades que la consagración bautismal implica. Todos están inequívocamente llamados a ofrecerse como “un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En todas partes den testimonio de Cristo. Y a los que lo pidan, den razones de su esperanza de vida eterna (cf. 1 Pe 3,15) “(LG 10). (FORTE, 2005, p.31).

 Podemos decir que con el bautismo no falta nada en la vida cristiana, porque a través de él inserta en el misterio de Cristo, siendo con él, y a partir de él, una nueva criatura (cf. 2 Cor 5,17). Se coloca en el camino y en la práctica de su reino, viviendo en la esperanza y la anticipación del Reino que está llamado a construir como Iglesia, pues también a él, por su condición y posición en la Iglesia y en el mundo, está destinada la invitación del Señor: “Id también vosotros a mi viña” (Mt 20,4). Esta llamada se fortaleció con el Vaticano II, que valoró la esencia de esta vocación y abrió nuevas perspectivas, más acordes con el Evangelio mismo inaugurado por Cristo, estableciendo que esta llamada y esta presentación fueron y son llevadas a cabo por el mismo Cristo (AA 33) . Esto fue confirmado por el Papa Juan Pablo II, en la Exhortación Christifideles laici, diciendo que estos laicos –fieles laicos – están llamados a trabajar en la viña del Señor, que es todo el mundo, y allí ofrecen su vida y su testimonio, lo que obliga  a toda la Iglesia y sus estructuras a la valorización y la toma de consciencia de esta importante vocación (JUAN PABLO II, 1989 n.1-2). Por lo tanto, dado el bautismo es la experiencia fundante, ocurrirá que, a continuación, en la vida cristiana, surgirán la vivencia eclesial y la comunidad, la práctica cotidiana, el servicio al mundo, el ejercicio de la solidaridad y los demás sacramentos, que junto con otras realidades servirán de alimento y de búsqueda de aquello  que  se fortalece en la fe y la esperanza.

Por el bautismo, los laicos están incluidos en la misión de toda la Iglesia (interna y externamente), pues ellos pasan a ser y a formar parte con ella; e incluso en un espíritu de comunión con todos los demás bautizados, viven la fe de manera autónoma y libre, con una forma única y propia de ser y hacer como Iglesia (KUZMA de 2009, p.85). Los laicos son aquellos hombres y mujeres que están en mayor número en el cuerpo eclesial y, por tanto, deben ser valorados en lo que compete y compromete a su vocación y misión, sin perjuicio de nadie, pero en vista de la comunión de toda la Iglesia que camina en misión en el horizonte del Reino de Dios; misión a la que todos los cristianos están llamados – como ekklesia (iglesia) – para trabajar, cada uno a su manera y en aquello que le es específico. Estos cristianos tradicionalmente llamados laicos, tienen una dignidad conferida por Cristo y no pueden ser tratados como un pueblo conquistado, como objetos de evangelización, o como alguien que siempre recibe y que sólo escucha, que acepta todo de forma pasiva, sin entender y que no cuestiona críticamente, su situación y su fe. Estos laicos que son parte constitutiva e importante del cuerpo eclesial, quieren contribuir a su manera y en comunión para construir el Reino de Dios, una misión que es su derecho, pues es parte de la vocación a la que fueron llamados.

¿Pero quiénes son estos los laicos? ¿Tenemos claridad de la respuesta? ¿Vemos en su vocación y misión, su identidad? Veamos. Os documentos de la Iglesia proporcionan definiciones importantes de lo que son en la Iglesia, así como su función específica adquirida por el bautismo, que hemos mencionado antes. Sin embargo, como ya se ha señalado, no se puede negar que la palabra laico en sí tiene una carga negativa, históricamente adquirida, también en el seno de eclesial (CONGAR, 1966, p.14-41), lo que hace pasar a estos fieles parte de esta intención negativa, dejando pequeña y sin valor su posición. Durante mucho tiempo, se definió al laico por su negatividad, por lo que no era: no clérigo o alguien sin votos religiosos. Esta intención era tanto más grave cuanto que quitaba de los fieles la práctica activa del ejercicio de la fe, limitándolos a solo escuchar y recibir. Cuando había una acción, ésta era a partir de un ordenado, dejando al laico un servicio de colaboración, sin autonomía. La historia de la Iglesia nos muestra los avances y retrocesos de esta vocación, así como las percepciones, interpretaciones y nuevos y / o viejos entendimientos (ALMEIDA, 2006).

El Concilio Vaticano II, por la Constitución dogmática Lumen Gentium (LG), sobre  la Iglesia, no anuló esta condición de no clérigo y de no religioso, pues es un  hecho, pero se ofreció a todos los fieles un carácter fundante, inicial, teniendo en cuenta que todos bautizados integran y son la iglesia de Cristo y forman el nuevo Pueblo de Dios, en la que hay diversidad de funciones y servicios, pero igual dignidad e importancia (LG 32). Ninguna vocación está por encima o en el centro, todos en comunión, cada uno con su propio don y carisma, asumidos y puestos al servicio de todos (cf. 1 Cor 12,7). Cristo – la fuente y el destino de toda la fe – está en el centro, lo que garantiza a la Iglesia su sentido del misterio, de dónde ella nace (LG 3) y el destino escatológico (LG 48) al cual está destinada (FORTE, 2005, p. 63-4). El Vaticano II rescata el sentido primero de la palabra laico, que es laikós (griego y un término ausente de la tradición bíblica), es decir, aquel (aquella) que pertenece al Pueblo de Dios, Laos (en griego y un término presente en la tradición bíblica).

Así, del Vaticano II extraemos esta nueva e importante definición que señala la identidad de los laicos en la misión de toda la Iglesia:

Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde. (LG 31a).

 A partir de esta definición, los laicos comenzaron a tener importancia y su condición pasa a tener  un nuevo enfoque. Ahora se justifica una eclesiología sobre ellos, como trataron de argumentar en el pre-concilio  teólogos como Y. Congar, E. Schillebeeckx, G. Philips, Karl Rahner y otros (ALMEIDA, 2012, p.13-33), cuya influencia y urgencia del tema se hizo valer  recurre en el Consejo. Esta definición y sus consecuencias – que aunque todavía insuficiente, ¡merecen hoy nueva audacia! – fueron un gran logro (SCHILLEBEECKX 1965, p.981-90). Sin embargo, lo que se discute hoy en día es si el término laico es suficiente para designar la vocación y la misión establecida, ya que la carga negativa sobre el término fue grande y se prolongó durante siglos. Por el contrario, sólo cambiar el término por otro, o especificando su actividad pastoral, no siempre puede garantizar una valorización de su condición y posición eclesial. Lo correcto sería avanzar en la comprensión de ser cristiano a partir de lo que el bautismo nos ofrece y del camino de seguimiento que decidimos recorrer en busca de la madurez de la fe (BINGEMER, 2013). Pero esto aún es algo que debe ser buscado, precisando ahora una reinterpretación del contenido de ser un cristiano laico y un reconocimiento y valorización de su identidad eclesial.

 3 Los laicos: su vocación y misión

Habiendo definido la identidad del laico, no por su aspecto negativo, como antes, sino por aquello que los garantiza la eclesiásticamente – el bautismo – y por su misión con toda la Iglesia, el Vaticano II trató de definir el ejercicio de esta vocación y misión, pidiendo para ellos – preferencialmente  – la responsabilidad en el mundo secular, el lugar en el que ellos ya se encuentran y dónde son llamados para el  ejercicio de su fe y  búsqueda de su santidad como los laicos. De este modo, hacemos uso aquí de lo que fue señalado  por el Concilio al describir el carácter secular como característica particular (pero no exclusiva) de su condición, texto que sigue al ya utilizado anteriormente. Aquí, para discernir mejor quiénes son esos laicos, el documento conciliar los define por su acción, por aquello que están llamados a ejercer y cooperar, de modo propio y autónomo:

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor. (LG 31b).

 En este texto se establece que es específico de los laicos iluminar y organizar las cosas temporales, es decir, la realidad del mundo donde se encuentran y viven y donde deben vivir como levadura en la masa, desde dentro, convirtiéndose en  luz para las personas, una luz que viene de Cristo y que brilla en sus acciones (LG 1). Así, los laicos – hombres y mujeres insertados en la sociedad – se presentan como auténticos testigos del Evangelio y se comprometen con la causa del Reino, iluminando y organizando todo a su alrededor, “ejerciendo funciones temporales y ordenándolas según Dios” (LG 31b). Sin embargo, para entender la amplitud de esta definición en su matriz teológico fundamental, es necesario asimilar el proyecto de Dios, que es lo que hace el Vaticano II en sus definiciones (LG 1-5, 1-6 DV AG 1- 5), y con él, el principio mayor de nuestra fe, que está basado en un Dios que se hizo hombre y que como humano asumió toda nuestra condición (GS 22), involucrándose en la trama de nuestra existencia, haciendo que nuestras esperanzas humanas se convirtiesen en una gran esperanza anunciada por él, que era el Reino de Dios, una buena noticia para todo el mundo. Miremos, entonces, a Jesús de Nazaret.

Jesús de Nazaret, ocupándose de las cosas de su tiempo, nos ha abierto una nueva perspectiva de la vida y por eso nos presentó un nuevo rostro de Dios, más próximo y más libre, más presente en nuestra propia realidad, que resultó importante para él, ya que la asumió plenamente dando su vida por amor a nosotros. Por lo tanto, la atención del texto conciliar que aquí reproducimos para señalar la vocación y misión de los laicos es para  afirmar la presencia de la Iglesia en el mundo, de manera concreta, dispuesta a presentar al mundo la propuesta que la garantiza y que la fundamenta, que es Cristo y su Reino. Basado en el texto conciliar de LG 31b percibimos que la Iglesia pretende hacer esto de una manera concreta por los fieles, por todos, pero aquí destaca este papel especialmente a los laicos, que están   integrados en la sociedad directamente y allí ofrecen un testimonio firme y verdadero.

Esto no quiere decir que la experiencia de fe en el mundo será invasiva, sino en la práctica del servicio, en el  hacer el bien, en  la autenticidad y la coherencia con lo que dice creer y profesar, como se destaca en el documento de Aparecida en 2007 ( DAp n.210). Asimismo, el Decreto Apostolicam actuositatem (AA), que trata sobre el apostolado de los laicos, dice: ” Prueba de esta múltiple y urgente necesidad, y respuesta feliz al mismo tiempo, es la acción del Espíritu Santo, que impele hoy a los laicos más y más conscientes de su responsabilidad, y los inclina en todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia. “(AA n.1c). En una relectura y frente al contexto actual, también en su Exhortación Apostólica Christifideles Laici, el Papa Juan Pablo II dice, ” por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor ” (Juan Pablo II, 1989 n.7). Y añade: “A nadie le es lícito permanecer ocioso ” (Juan Pablo II en 1989, n ° 3). Si miramos al tiempo presente, las acusaciones y apuntes  pastorales que Francisco Papa coloca en su Exhortación Apostólica  Evangelii Gaudium son aún más firmes, en la reivindicación del papel de una Iglesia – sobre todo aquí los laicos – en salida y rompiendo con todo lo que pueda obstaculizar  su misión y verdadera vocación:¡la de anunciar el Evangelio de hoy! (FRANCISCO, 2013 n.110-121). Y siempre de modo dialógico, en la coherencia entre fe y vida, un verdadero y auténtico testimonio. También en esta línea, es digno de mención que, en la actualidad, el Papa Francisco ha pedido mucho la presencia de los laicos, su valorización y una mayor presencia de los jóvenes y las mujeres en la Iglesia. Por cierto, también acusa la pasividad, adquirida históricamente – a veces sin culpa – pero también llama la atención sobre una nueva audacia, para avanzar a nuevos rumbos y nuevos descubrimientos eclesiales. Hacemos hincapié en que aquí la creación del nuevo Dicasterio sobre los Laicos la Familia y la Vida, anunciado durante el Sínodo de los Obispos en octubre de 2015.

Otro punto importante es que los laicos están llamados a la vocación y misión como laicos. ¡No necesitan ser otra cosa! ¡Ellos son laicos! Forman parte del Laos (pueblo) de Dios donde viven, ofrecen su testimonio y las razones de su esperanza. Esto es fundamental, sobre todo cuando se ve hoy en día como avanzan clericalismos (FRANCISCO, 2013, n.102), ya mencionados en varias ocasiones y que no permitan que la Iglesia pueda dar responder eficazmente a los problemas actuales (cf. Conferencia de Santo Domingo n. 96), pues intentan restaurar una imagen de iglesia que se sustenta por sí sola y que se cierra en sí misma, casi como una fuga (KUZMA, 2009, p. 43-7) o alienación de la realidad. “Dios no cambia su condición, sino que lleva a plenitud su estado, los hace llenos de vida y de gracia en el Espíritu. Así, ellos son verdaderos adoradores y santifican el mundo con la propia vida “(KUZMA y SANTINON, 2014, p.137). Y más: “Los laicos no están llamados a ser lo que no son y vivir donde no están, pero están llamados a vivir plenamente lo que son y a estar  efectivamente  donde ya están, y dentro de su vida, encontrar a Dios y anunciarlo a los demás “(KUZMA y SANTINON, 2014, p.137). En el curso de sus vidas, “preparan el campo del mundo para mejor recibir la semiente de la palabra divina y abren las puertas a la iglesia, para que actúe como anunciadora de la paz” (LG 36c).

Con toda la Iglesia, los laicos están llamados a servir, y sirven con la propia vida, donde la experiencia con Cristo produce un auténtico testimonio. ¡Aquí está su vocación y su misión!

 4 Conclusión

 De aquello que el Vaticano II definió sobre los laicos en la misión de la Iglesia, podemos sacar puntos importantes aquí: 1) el bautismo los incorpora a Cristo y los constituye como miembros del Pueblo de Dios, lo que acentúa un punto importante en la definición de Iglesia del Vaticano II (en la Lumen Gentium); 2) ellos se  convierten en partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, de donde reciben el mandato – de Cristo – par el testimonio en el mundo y en la Iglesia de aquello que es la razón de su esperanza. Al modo de Cristo, un sujeto común – laicos – de su tiempo, ellos pasan a ofrecer sus vidas a Dios y a los hermanos  a través de la práctica del Reino; ellos son en el mundo y en la Iglesia anunciadores de la verdad  y tratan de gobernar, gestionar y transformar todo, desde la perspectiva del Reino de Dios; 3) asumen su  parte en la misión: es cuando los laicos, hombres y mujeres de fe, pasan a servir en el lugar donde se encuentran, y la base que sustenta su servicio es la experiencia concreta y vivificante con Jesús de Nazaret. Y donde se  encuentra el trabajo es en el mundo secular, vivido especialmente, pero no exclusivamente, pues la Iglesia es misionera en su conjunto y no en parte.

El Concilio dio pasos importantes. Es importante hoy en día  abrirse al Espíritu que lo concibió y se dispone a los nuevos desafíos que el mismo Espíritu que nos hace ver, siempre abierto, sensible y de diálogo, en la acogida y la construcción de un Reino que necesita de todos nosotros ¡porque todos estamos llamados a la viña del Señor!

 Cesar Kuzma. PUC Rio. Texto original Portugués.

 5 Referencias bibliográficas

 ALMEIDA, A. J. Leigos em quê? Uma abordagem histórica. São Paulo: Paulinas, 2006.

__________. Apostolicam actuositatem: texto e comentário. São Paulo: Paulinas, 2012.

BINGEMER, M. C. L. Identidade crística: sobre a identidade, a vocação e a missão dos leigos. São Paulo: Loyola, 1998.

__________. Ser cristão hoje. São Paulo: Ave Maria, 2013.

CONGAR, Y. Os leigos na Igreja: escalões para uma teologia do laicato. São Paulo: Herder, 1966.

FORTE, B. A Igreja: ícone da Trindade. 2.ed. São Paulo: Loyola, 2005.

FRANCISCO. Evangelii Gaudium. São Paulo: Loyola, 2013.

JOÃO PAULO II. Christifideles Laici. São Paulo: Paulinas, 1989.

KASPER, W. A Igreja Católica: essência, realidade, missão. São Leopoldo: Unisinos, 2012.

KUZMA, C. Leigos e leigas: força e esperança da Igreja no mundo. São Paulo: Paulus, 2009.

__________. Leigos. In: PASSOS, J. D.; SANCHEZ, W. L. (orgs). Dicionário do Concílio Vaticano II. São Paulo: Paulinas, 2015, p.527-33.

______; SANTINON, I. T. G. A teologia do laicato no Concílio Vaticano II. In: PASSOS, J. D. (org.). Sujeitos no mundo e na Igreja. São Paulo: Paulus, 2014, p.123-44.

SCHILLEBEECKX, E. A definição tipológica do leigo cristão conforme o Vaticano II. In: BARAÚNA, G. (dir.). A Igreja do Vaticano II. Petrópolis, RJ: Vozes, 1965.

Libros proféticos

Índice

1 El profeta

1.1 Concepto de “profeta”

1.2 Verdadera y falsa profecía

2 La profecía escrita en la Biblia Hebrea

2.1 De la palabra oral a la palabra escrita

2.2 Los libros proféticos

2.2.1 Los profetas “mayores”

2.2.2 Los profetas “menores”

2.3 La doctrina dos libros proféticos

2.4 Significado de los libros proféticos

3 Libros asociados  a la profecía

3.1 Daniel

3.2 Lamentaciones

3.2 Baruc

4 Referencias bibliográficas

1 El profeta

1.1 Concepto de “profeta”

El término “profeta” proviene del griego (prophétes) y deriva del verbo phemí, que significa “decir, anunciar, proclamar”. Según el sentido del prefijo pró-, el término puede significar: aquel que transmite un mensaje a él confiado (pró– en sentido substitutivo: en lugar de, en nombre de); aquel que habla delante de alguien (pró– en sentido espacial); aquel que predice acontecimientos futuros (pró– en sentido temporal: antes de). La acepción más conveniente al “profeta” es la primera: él es, por encima de todo, mensajero, que transmite la palabra a él confiada por Dios o por los Dioses (en el caso de pueblos politeístas), una palabra que no tiene en él mismo su origen. El profeta puede también hablar del futuro, pero sus palabras se dirigen primeramente al presente e, incluso cuando se refieren a acontecimientos aún por venir, están destinadas a sus oyentes inmediatos.

Una persona es caracterizada como profeta, por tanto, cuando se presenta como portador de una palabra divina (“oráculo”), recibida por revelación. En esto, el profeta se distingue de otras formas de obtener respuestas divinas para cuestiones humanas (adivinación por la observación de astros, animales, por interpretación de objetos, la necromancia, éxtasis, entre otras), pues su mensaje no deriva de técnicas para obtener el conocimiento, sino únicamente de la comunicación de Dios.

La Biblia hebrea usó una nomenclatura variada para referirse a figuras proféticas, siendo más comunes términos vinculados a las raíces Hzh (tener visiones, recibir una revelación) y r’h (ver, tener visiones) así como la expresión ’îš [hä]’élöhîmi (“hombre de Dios”). La terminología más utilizada está vinculada a la raíz nB´, de la cual proviene el término näbî´, traducido en la versión de los Setenta preferencialmente por prophétes.

1.2 Verdadera y falsa profecía

Controlar si la palabra que el profeta transmite proviene realmente de Dios o es imaginación o invención suya, no es una cuestión de fácil solución. Como muchos personajes bíblicos que aparecen como “profetas” reivindican hablar en nombre del Señor, hubo la necesidad de establecer criterios para discernir las características de aquellos que realmente transmiten el mensaje divino:

  • Juzgan la realidad a partir de la voluntad divina (cf. Mq 2,11);
  • son obedientes a la palabra recibida (cf. Jr 23,28-29; 28,1-17);
  • no usan la profecía como medio de vida (cf. Mq 3,5; Am 7,12-14);
  • su vida está de acuerdo con lo que anuncian (cf. Jr 23,14; Os 3,1-4);
  • son enviados por Dios para esta misión, muchas veces contra su propia voluntad (cf. Jr 1,4-10; 20,7-18).

El profeta enviado por Dios, en el AT, es, así, su portavoz fiel. La palabra que Dios le comunica lo envuelve personalmente. No es solamente una información que recibe, sino que  toca su propia vida; él la asimila  y se identifica con ella antes de transmitirla. Esto aparece en diversas narrativas simbólicas que ocurren en los libros proféticos. Ezequiel come el rollo de la Palabra (Ez 3,1-4); Isaías tiene sus labios purificados para poder anunciar (Is 6,6-7); Jeremías recibe en su boca la palabra de Dios (Jr 1,9-10); Oseas pasa por una experiencia matrimonial para expresar el amor del Señor (Os 1,2; 3,1).

2 La profecía escrita en la Biblia hebrea

2.1 De la palabra oral a la palabra escrita

El profeta es sobre todo aquel que “habla”. Por eso, normalmente hay una diferencia temporal entre el profeta como personaje que anuncia la Palabra de Dios y el escrito que lleva su nombre. Aunque haya algunos testimonios de palabras escritas en la misma época del profeta (Jr 36; Is 8,16-17; 30,8), vía de regla el profeta no escribe su mensaje. El texto del libro profético permite percibir que la colocación por escrito fue hecha posteriormente, por aquellos que recibieron esta palabra como palabra de Dios y percibieron su valor. Estas palabras escritas son conservadas y transmitidas pelos cultores de las tradiciones religiosas israelitas. Al ser percibidas como permanentemente válidas, son reinterpretadas y aplicadas para otras épocas y situaciones, sufriendo transformaciones y añadidos. En este proceso de “relectura”, hecho a la luz de las tradiciones religiosas israelitas y guiado por Dios, no hay una desnaturalización de la palabra inicial, pero sí un desdoblamiento de sus posibilidades de significado.

De este modo, el libro profético es formado poco a poco, a partir de la selección y agrupamiento de textos que pasan por un proceso de reelaboración y reorganización, hasta llegar a una forma considerada concluida. Siendo así, los profetas, en cuanto personajes, están vinculados a un determinado período; el libro a ellos referido, sin embargo, no proviene necesariamente de su época, puede haber sido concluido en un tiempo muy posterior.

2.2 Los libros proféticos

En la Biblia Hebrea, los profetas son la segunda parte de la Escritura y comprenden:

  • Los profetas anteriores: Josué, Jueces, Samuel y Reyes;
  • Los profetas posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce Profetas (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías).

La Biblia Griega (Setenta) denomina libros proféticos solamente a los “profetas posteriores” de la Biblia Hebrea e incluye, también, otros textos: el libro de Baruc, el libro de las Lamentaciones, la Carta de Jeremías, Daniel, con los pasajes deuterocanónicos (Dn 13–14; 3,24-90). En el uso actual, en general por “libro profético” se entiende el conjunto que comprende Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce profetas.

2.31 Los profetas “mayores”

Tres libros proféticos son conocidos como “mayores”, debido a su dimensión: Isaías, Jeremías e Ezequiel.

a. Isaías

El libro de Isaías se remonta al profeta que, en el siglo VIII aC, en Judá, ejerció su ministerio. Recoge oráculos y narraciones que provienen de esta época, además de otros que, bajo la influencia de su enseñanza, fueron redactados siglos después. Desde el final del siglo XIX dC es mayoritariamente aceptada la distinción del  libro en tres partes: el Primer (Proto) Isaías (que comprende los capítulos 1 a 39); el Segundo (Deutero) Isaías (c. 40 a 55); y el Tercer (Trito) Isaías (c. 56 a 66). La distinción es percibida por diferencias de época histórica y de cuño literario y teológico. Aunque existan muchos pasajes añadidos en las épocas posteriores, en el Primer Isaías buena parte de los textos proviene del siglo VIII aC. El Segundo Isaías es de la época del exilio babilónico adelantado (alrededor del 550 aC) y anuncia en un tiempo próximo el fin del cautiverio. El Tercer Isaías está, en conjunto, situado en el período post-exílico, aunque contenga textos que puedan provenir de épocas anteriores. El Tercer Isaías es responsable no sólo por la tercera parte del escrito sino también por la forma final del libro como un todo y, por ese trabajo, el libro, a pesar de las diferentes partes, presenta unidad.

b. Jeremías

El libro de Jeremías recoge oráculos y acciones del profeta homónimo, que ejerció su ministerio en las últimas décadas antes de la  caída de Jerusalén, hasta el inicio del exilio babilónico (Jr 1,1-3). Anunciando en una de las épocas más conturbadas de la historia de Israel, Jeremías entra en grave enfrentamiento con los reyes y regentes. Anuncia que los pecados de Judá llevarán inevitablemente  a la deportación y al exilio en Babilonia, la gran dominadora de entonces. Por este motivo, muchas veces es expuesto a graves sufrimientos. De su libro, puede inferir con nitidez lo que es el profeta según Dios y  como él experimenta en su vida el rechazo a la palabra del Señor.

Aunque numerosos textos del libro pueden provenir de la época del profeta, el escrito fue reelaborado en épocas posteriores y tiene particular relación con la teología deuteronomista.

3. Ezequiel

El profeta Ezequiel ejerció su ministerio en Babilonia entre los años 593 y 571 aC (Ez 1.1-3; 29.17). Sacerdote,  fue llevado a Babilonia en la primera Deportación (598) y anunció el inminente final del reino de Judá. Después de la caída de Jerusalén en manos del ejército de Babilonia (587/6), el profeta procuró garantizar la vida religiosa del pueblo, para mantener la fidelidad al Señor. El origen sacerdotal del profeta se evidencia por su preocupación con el templo y el culto y su concepción de Dios sobre todo bajo la idea de “gloria” (Ezequiel 1).

Aunque hay adiciones a los textos del libro, actualmente se acepta que, en su núcleo, puede ser atribuido al Ezequiel de los siglos VII-VI sin tener que recurrir a una ficción.

2.3.2 Los profetas “menores”

Son llamados así por ser de menor extensión, en comparación con los otros tres libros proféticos. Actualmente, se discute si los profetas menores son independientes o están unidos en un solo libro, el “Libro de los Doce”. Si, por un lado hay elementos que unen a algunos de estos escritos, por otro hay características propias de cada uno. No está claro, por tanto, si ellos forman una unidad y, caso de que esto ocurra, en qué sentido y en qué medida estarían unidos.

a. Oseas

Oseas es el único profeta de los Doce procedente del Reino del Norte. Su ministerio se realiza desde mediados del siglo VIII hasta los últimos años antes de la caída de Samaria (alrededor de 722/721 aC). Con la imagen del matrimonio y los niños, Oseas señala la grave infidelidad de Israel a Dios. A través del castigo, Dios purifica su pueblo y luego le ofrece la salvación (Os 2,16-25; 3,1-5; 14,2-9).

b. Joel

El libro contiene muchas referencias a Jerusalén. Jerusalén tiene muros (Jl 2,7-9) y el culto parece estar organizado en el templo (Jl 2.12- 17). A partir de ahí, se supone que el libro fue compuesto después de Esdras y Nehemías (entre los siglos V y IV antes de Cristo). Pero existe una gran controversia en cuanto a su datación. Su temática se centra en la venida del Día del Señor que, al final del libro, se convertirá en juicio a los  paganos y  salvación para Judá (Jl 4,15-17.18-21).

c. Amós

Amos es el más antiguo profeta que tiene sus oráculos recogidos en un libro. Natural del Reino de Judá (Am 7,10-17), anunció la Palabra de Dios en el Reino de Israel en el siglo VIII aC, probablemente poco antes de 750 (Am 1,1). El punto central de su mensaje es la fuerte crítica al pueblo y a sus dirigentes, por su  desprecio de la ley y la justicia (Am 2,6; 6,1-7; 5,7-27; 8,4-8).

d. Abdías

El profeta es desconocido. El libro, de sólo un capítulo, proporciona pocos indicios para una datación exacta. Cómo trae el juicio contra Edom, parece que debe ser fechado después de la caída de Jerusalén (587/6 aC). Edom se aprovechó de la ruina de Judá para ocupar algunos territorios y saquear la región (Ab 10-14), lo que habría dado lugar al libro.

e. Jonás

El libro de Jonás no es un libro profético. Se añadió a los “pequeños profetas” probablemente para completar el número doce, considerado perfecto. Es una historia de ficción, de autor desconocido, entre los siglos IV y III antes de Cristo. Su tema central es la reflexión sobre el sentido del profetismo y el designio salvífico de Dios, que sobrepasa las fronteras de Israel. El profeta Jonás que se menciona en 2 Reyes 14, 25 no es el mismo Jonás del libro.

f. Miqueas

Miqueas ejerce su ministerio bajo los reyes Jotam (740-736 aC), Acaz (736-716 aC) y Ezequías (716-686 aC) (Mi 1,1). A pesar de que profetiza en Judá, también se refiere al Reino del Norte (Miqueas 1,5-6). Condena enérgicamente los abusos sociales y políticos de su tiempo (Miq 1,5-6). Los pecados del pueblo promoverán el juicio de Dios, concretado en la invasión y dominio asirio. Pero Dios prepara un futuro de salvación (Miq 4,1–5,8; 7,8-20).

g. Nahúm

El libro trata de la ruina de Nínive, capital de Asiria (Na 2,4–3,19). Dios es justo y castigará a los opresores (Na 1,11-13; 2,1). Con este tema, el libro se sitúa probablemente  entre la toma de Tebas por los asirios (entre 668 y 663 aC, la ciudad se menciona en Na 3.8) y la caída de Nínive (612).

h. Habacuc

Cómo Hab 1,5-11 habla de la  amenaza de los babilonios, la época de su anuncio es quizás antes de la deportación a Babilonia (598/7 y 587/6 aC). El problema central del libro es la cuestión del mal : ¿por qué Dios permite que un pueblo extranjero, pecador, avance y  amenace a Judá? La respuesta es que Dios gobierna la historia y, a través de lo que ocurre, prepara la Salvación final para pueblo elegido. Para ello se requiere la fidelidad a Dios (Hab 2,4).

i. Sofonías

De acuerdo con el título de Libro (Sf 1.1), el profeta ejerció su actividad en el Reino del Sur, los días de Josías (640-609 aC), en el tiempo de los asirios (Sf 2,13-15). Sofonías señaló las desviaciones del pueblo: la injusticia y la idolatría (Sf 1,4-6.8-13; 3,1-8). Pero hace hincapié en que, en medio de Jerusalén / Judá está la presencia de Dios (Sf 3,5), que, en última instancia, vencerá: Dios eliminará todo pecado (Sf 3,14-18). El profeta anuncia el Día del Señor, cuando tanto Jerusalén como los paganos serán castigados (Sf 1,14-18).

j. Ageo

Profetizó en el post-exilio inmediato, en la época de Darío I, alrededor del año 520 antes de Cristo (Ag 1,1; 2,1.10.20). Alienta al pueblo a reconstruir el templo. De esta empresa se derivará la prosperidad en el país (Ag 1,6-10) y la bendición (Ag 2,19). Ageo anuncia la esperanza, en la persona de Zorobabel, de la restauración de la dinastía de David (Ag 2,23).

k. Zacarías

El libro tiene dos partes bien diferenciadas. El proto-Zacarías (c. 1-8) contiene visiones y oráculos; el Deutero-Zacarías (c. 9-14), oráculos escatológicos ( escatología).

El proto-Zacarías se remonta a finales del siglo VI, a partir del 520 aC (Zac 1,7), aunque algunas partes pueden ser posteriores (Zc 3,1-10, entre otros). El profeta anuncia la proximidad de la era salvífica para  Jerusalén (Zc 1,14-17; 8,1-8).

Deutero-Zacarías anuncia la realización de la salvación, con la venida de un rey mesiánico (Zac 9.1 a 17), y los grandes acontecimientos que tendrán lugar  a continuación (Zac 12.1 a 14). El pueblo será purificado de la idolatría y de los falsos profetas que se anuncian falsamente (Zac 13.1 a 6). La datación de esta parte es muy discutida; puede ser de finales del siglo III antes de Cristo.

l. Malaquías

La época del anuncio es probablemente posterior a la dedicación del templo (515 aC), antes de la reforma de Esdras y Nehemías: mediados del  siglo V. Critica sobre todo el culto y los sacerdotes, llamando la atención para la alabanza que debe darse a Dios (Mal 1.6 a 14) y la fiel observancia de las normas rituales (Mal 2,6; 3,9). Los pecadores pueden progresar en la vida cotidiana, pero Dios va a hacer justicia al fiel (Mal 2,17; 3,14.18).Después de la purificación, el pueblo será reunido y participará de la Salvación (Mal 3,3-4.17.20). El profeta anuncia el Día del Señor, antes del cual  enviará a su mensajero (Mal 3,1).

2.3.3 La doctrina de los libros proféticos

Los profetas juegan un papel muy importante en la fe del Antiguo Testamento. Son intérpretes de la Torá, que se enfrentan a las acciones de individuos y  comunidades, disipando falsas esperanzas, señalando las desviaciones, instando a la conducta apropiada a las exigencias divinas y anunciando el juicio debido a la cerrazón del pueblo ante  las interpelaciones divinas. Parte esencial de su mensaje, sin embargo, se refiere a la expectativa de una futura salvación, tematizada de diversas maneras de acuerdo a los tiempos y las perspectivas de cada escrito. En el centro del mensaje profético está siempre la persona de Dios. A partir de la imagen de Dios son tematizados otros puntos de su anuncio

a. Dios

Los libros proféticos presentan una imagen viva de Dios. Es el Dios santo (Is), que demuestra su gloria (Ez), el Dios de amor y misericordia (Os, Jr), dispuesto a perdonar (Am, J). Pero también es un Dios que exige fidelidad y no acepta los desmanes, sea del pueblo elegido o de otros pueblos (Na, Hab, los oráculos contra las naciones extranjeras en varios libros), desmanes que son tanto la infidelidad a Dios  (culto) como las transgresiones en la convivencia social.

Durante el exilio de Babilonia, se profundizó la concepción de Dios como creador de todas las cosas, de la que derivó el monoteísmo absoluto y la universalidad de Salvación: Si Dios creó todo, entonces sólo puede ser único y por lo tanto todos están llamados a participar su salvación (Segundo y Tercer Isaías).

b. El pecado

Delante de este Dios, que se mostró  como Santo que acompaña, lleno de amor, la vida de Israel, se destaca, por contraste el pecado del pueblo. El pecado es tematizado de diferentes maneras: es lo contrario de la santidad de Dios, es la desobediencia y la falta de fe (Is) traición del Amor (Os), oposición al Dios justo (Am); es abominación a los ojos de Dios (Ez) y mentira (Jr). Israel no sólo es pecado, sino cerrado a la conversión y es esta actitud la que lo deja expuesto al juicio de Dios. En la vida real, el pecado se manifiesta en tres áreas: política, social y de culto.

c. La política

Los profetas hablan contra la conducción de una política desvinculada de la voluntad de  Dios. Critican las clases dominantes, que conducen a la nación sin respetar las exigencias divinas o que, al procurar alianzas extranjeras, lo hacen en detrimento de la confianza en Dios. En el Reino del Norte, Oseas acusa a la sucesión monárquica realizada a través de la intriga y el asesinato. En Judá, la cuestión se refiere sobre todo a la confianza en los medios bélicos y en articulaciones políticas, sin fe en Dios, el único que realmente puede salvar (Is).

d. Justicia social

La justicia en las relaciones sociales ocupa una parte significativa del mensaje de  numerosos libros (Am, Is, Miq, Sof, entre otros).). A la honra de Dios deben corresponder las relaciones correctas en la comunidad. Se señala, sobre todo, la injusticia a los más vulnerables. Se recrimina la riqueza que coexiste con la penuria de los más pobres así como la corrupción de los magistrados y gobernantes, la falta de compasión de los acreedores, los fraudes en el comercio y falso testimonio en el tribunal, todo esto resultado de la violación de la Ley.

e. Crítica al culto

En el aspecto cultual, el mensaje profético sigue dos líneas principales: (a) la crítica a la idolatría o al sincretismo; (b) la crítica al culto israelita. En este último punto de vista, se recrimina el culto del Señor realizado para el beneficio de los mismos sacerdotes y las clases dominantes en general (Os) o como un medio para “apaciguar” a Dios en lugar de realizar una conversión real (Os; Am). También es criticada en particular la práctica cultual desvinculada de la observación de los mandamientos, especialmente en relación a la justicia (Is; Am; Miq). Malaquías se levanta contra la falta de respeto y la falta de temor de Dios, manifestada en la presentación de animales defectuosos y en ofrendas impuras (Mal 1).

f. Esperanza escatológica (ð escatología)

Relevante en el mensaje profético es también la esperanza de un futuro prometedor. Esto se basa en el hecho de que Dios domina la historia y quiere llevarla a su plena realización. Dios restaurará a su pueblo, hará que habite en paz en su propia tierra. Jerusalén será purificada (Is, Ez, Zc), de nuevo habitado por Dios y por lo tanto se convertirá en el centro del mundo (Is 2, Miq 4). Los que dominaban al pueblo elegido serán eliminados (Na, Hab, Ab, Jl) y con eso Israel vivirá para siempre con seguridad en completa felicidad (Sf, Miq).

g. El rey ungido (Mesías)

Sobre la promesa hecha a David de que su dinastía permanecería para siempre (2 Sam 7), se desarrolló en algunos libros proféticos, la expectativa de un rey justo y sabio, que inauguraría una época de completo bienestar para Israel (Is, Jr, Miq 5). Dirigida principalmente a un futuro inminente, esta expectativa siempre se moverá a un futuro más lejano (ð escatología), preparando así la venida definitiva de un rey Mesías de parte del Señor.

2.3. Significado de los libros proféticos

Los profetas gozaron de gran prestigio en las sociedades antiguas. Eran respetados y, cuando estaban vinculados al palacio, formaban parte de las clases dominantes, acompañando las decisiones de los gobernantes mediante la consulta a Dios. La Palabra de la cual el profeta es portador juzga al pueblo y a las clases dominantes. Esto le confiere una gran autoridad, es crítico de la sociedad y del individuo.

En Israel, el profetismo era particularmente importante. En el contexto del Antiguo Oriente Próximo, sólo en este pueblo se conservaron libros proféticos. Esto significa que la palabra profética, aunque proferida en un momento dado, a la vista de las circunstancias precisas, se consideró válida también para otras situaciones. El mensaje profético es perenne porque la palabra de Dios de Israel no tiene vuelta atrás; tiene valor permanente (Is 40,8; 55,10-11).

3 Libros asociados a la profecía

La Septuaginta y las Biblias cristianas asociaron a la profecía los libros de Daniel, Lamentaciones y Baruc.

a. Daniel

Colocado en los Setenta y en la Vulgata entre los libros proféticos, Daniel se encuentra en la Biblia hebrea, entre los “escritos”. Por su contenido, de hecho, el libro no se encuadra como profecía. En la primera parte (c. 1-6), se cuentan historias edificantes. La segunda parte (c. 7-12) está compuesta por visiones apocalípticas (ð apocalíptica). De los Setenta constan también dos capítulos que traen narraciones didácticas (c. 13-14).

Daniel aparece en el Libro como un tiempo personaje del tiempo del exilio de Babilonia (siglo VI  aC). El contenido del libro, sin embargo, indica que fue compuesto en el período helenístico. La alusión a la muerte de Antíoco IV (175-164 aC), en 11.45, nos lleva a situar la finalización del libro en torno al año 164 aC.

El libro se encuentra escrito en tres idiomas: el arameo (2,4–7,28),  hebreo (1,1-2,3; 8,1–12,13) y griego (2,36-45; 3,33; 4,31; 7,14).  Esta diversidad es de difícil explicación. Se supone que fue compuesto, en parte, con materiales venidos de la tradición.

El propósito del libro es sostener la fe y la esperanza en medio de la persecución y la adversidad (2.36 a 45; 3,33; 4,31; 7,14). Es posible para el judío vivir su fe con fidelidad. Dios interviene en favor de los justos e incluso los extranjeros reconocerán al Dios de Israel (c. 1-6). Dios es el Señor de la historia y conoce su significado (2,28). Toda la historia camina hacia su consumación en la cual los reinos de la tierra darán lugar al reino de Dios (2,18.19.37.44; 4,34; 5,23; 7,9-14). Los c. 7-12, siguiendo la mentalidad apocalíptica, enseñan que el enemigo será destruido al final de los tiempos (8,17-19; 11,36-45). En el reino de Dios, el poder será del “Hijo del Hombre” (7,13-14).

La resurrección de los muertos es testimoniada en 12,1-3.13. Se trata de la  resurrección de justos y malvados, con suertes  diferentes.

En la parte final del escrito, la historia de Susana (c. 13) muestra que Dios juzga y hace justicia a los injusticiados; la narración de Bel y la Serpiente (c. 14) critica las imágenes idólatras y defiende el monoteísmo.

b. Lamentaciones

El título hebreo ( “¡Cómo …!”: 1.1) caracteriza un cántico fúnebre. El Talmud da al libro el título de “Lamentación”, así como la Septuaginta y la Vulgata. El “cómo” inicial resume el tono de todo el texto, el sentimiento que impregna toda la obra. El libro consta de cinco cánticos sobre la caída de Jerusalén, ocupando cada uno un capítulo: los cuatro primeros son acrósticos; el quinto tiene 22 versos (número de letras del alfabeto hebreo). Presentan la destruición de la ciudad, la situación de sus habitantes y muestran la infidelidad del pueblo, especialmente de los profetas y sacerdotes, como la causa de la catástrofe (1,8.14-15; 2,14; 3,42; 4,5.13; 5,7.16). El Señor es justo, pero la medida de los pecados se desbordó y puso en tela de juicio la protección divina (1,18; 4,12). Pero hay esperanza, por la misericordia de Dios. Importante es la fe y la conversión para que Dios intervenga y salve (3,24-26.31-33.40-42; 5,19-22).

El libro, obra compuesta, es de la época de exilio o poco después. Aunque atribuido a Jeremías, a partir de la noticia de 2Cr 35.25, no se remonta al profeta.

d. Baruc

Se compone de una colección de textos de naturaleza variada, siendo una parte en prosa (1,1-3.8) y otra en poesía (3.9 – 5.9). En la traducción de los Setenta está colocado entre Jeremías y Lamentaciones; en la Vulgata, después de Lamentaciones. Br 1,1-14 trae una introducción y sitúa el texto penitencial que sigue a continuación. En este texto (1.15 – 3.8), se explica el exilio como consecuencia del pecado del pueblo (1,21-22; 3,5). El texto siguiente (3.9 – 4.4) es un canto de alabanza a la sabiduría. Por último, hay una predicación profética (4,5- 5.9) que retoma temas del Segundo Isaías y de Jeremías.

El libro utiliza el seudónimo de Baruch, secretario de Jeremías (Jr 36,4). Es conocido sólo en griego, aunque el original puede haber sido hebreo. Los numerosos contactos de 1,15–3,8 con Dn 9,4-19 y de 4,5–5,9 con los Salmos de Salomón (apócrifo del siglo II aC) indican que la redacción final del libro fue el siglo II aC . La situación histórica presupuesta es la crisis helenística que tuvo lugar en este siglo.

El libro enseña que el camino para que el pueblo supere las dificultades es confesar la culpa (1,15-20) y suplicar el perdón de Dios (2,11-18; 3,1-8). Br 3.9 – 4.4 trata de la excelencia de la sabiduría que reside en  Israel (3.22 – 28) y se identifica con la Revelación divina (3.37 – 4.1; cf. Sir 24,23). La última parte del escrito (4,5 – 5.9) abre la perspectiva de la futura restauración (4,30 – 5,9). Dios es fiel, incluso ante la  infidelidad de Israel. Jerusalén tendrá de vuelta la alegría, la paz, la gloria (5,1 – 4).

La Vulgata añadió al libro un sexto capítulo, que contiene la denominada “Carta de Jeremías”, que en los Setenta figura como un libro aparte. Basa su seudónimo probablemente en Jr 29. Es un tratado que condena la idolatría (6,3 – 5) e ironiza los ídolos (6,7-14.15-72). Su datación debe ser del período helenístico (final del siglo IV o siglo III aC).

Maria de Lourdes Corrêa Lima, PUC Rio. Texto original: Português.

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