Orden (Sacramento del)

Índice

1 El nombre del sacramento

2 De la lex orandi a la lex credendi

2.1 Una ordenación episcopal en el siglo. III

2.2 La comunidad y el ministerio ordenado

3 La tríada obispo-presbítero-diácono

4 La espiritualidad ministerial

4.1 Cristo, el Siervo del Señor

4.2 Cristo, el Pastor ejemplar

4.3 Cristo, el único sacerdote

5 Referencias bibliográficas

1 El nombre del sacramento (TABORDA, 2012, 21-26)

El nombre de este sacramento no consta en el Nuevo Testamento. Puede traer consigo un malentendido, ya que la palabra “orden” generalmente significa “todo en su lugar.” Pero éste no es el sentido de la palabra. Se refiere a un grupo de personas de una categoría determinada, como la “Orden de Abogados de Brasil” (OAB), que reúne a los licenciados en Derecho que están autorizados para ejercer en el país.

No debe parecer extraño que el nombre de este sacramento no tenga ninguna connotación sacra ni haya sido tomado del lenguaje religioso, ya que para designar las funciones de la iglesia, el Nuevo Testamento nunca usa términos tomados de las religiones. “Sacerdote”, por ejemplo, no designa a ningún ministro de la Iglesia, sino sólo a los sacerdotes judíos (cf. Lc 10,31) y paganos (Hechos 14,13), los cristianos en su conjunto (Rev 1.6 ; 5:10) y el propio Cristo (uso exclusivo de la Carta a los Hebreos).

El término orden tiene la ventaja de sacar a la luz el carácter colegial o  corporativo del ministerio eclesial (cf. los Doce Mc 3,14 ; los Siete Hch 6,3; el presbiterio Hch 15,6). A la ordenación no le compete transmitir un poder poseído como individuo, sino incorporar a un grupo del mismo  nivel, cuya tarea consiste en contribuir al bien de la comunidad en  un colectivo al servicio de la unidad de la Iglesia. No se puede, por tanto, concebir el ministro de la Iglesia pensando y actuando  por sí mismos en el aislamiento de su individualidad, sino vinculado a la comunidad y a los demás ministros del mismo y de los otros grados.

Sin embargo, el término también presenta una desventaja. Aunque  su adopción sea anterior a la era constantiniana, tuvo consecuencias desastrosas cuando el cristianismo fue reconocido oficialmente en el Imperio. Al designarse de esta manera el ministerio eclesial, se transpuso  a los obispos, presbíteros  y diáconos la mentalidad estrictamente jerárquica de la burocracia imperial romana. Como resultado, se llegó a concebir el ministerio en términos de “carrera de los honores”  (en lenguaje moderno: plan de carrera).

La Iglesia bizantina conserva para este sacramento el nombre de “imposición de manos” (quirotonia). Tiene la ventaja de ser un término bíblico, pero trae consigo el peligro de olvidar la dimensión colegial propia del ministerio eclesial, lo que lleva a una concepción privatizadora, como honor poseído personalmente.

2 De la lex orandi a la lex credendi

La mejor manera de presentar un sacramento es a partir de la práctica litúrgica de la Iglesia, tal como fue “en todas partes, siempre y por todos” celebrada (Vicente de Lerins, † 450). Comprobando la forma como la Iglesia ora (lex orandi), llegamos a la conclusión acerca de lo que debemos creer (lex credendi).

2.1 Una ordenación episcopal en el siglo III (BRADSHAW; JOHNSON y PHILLIPS, 2002)

La denominada “Tradición Apostólica”, en otros tiempos  atribuida a Hipólito de Roma, es el testimonio más antiguo detallado de una ordenación episcopal. He aquí el texto:

“Que se ordene obispo a aquel que [siendo] irreprensible haya sido elegido por todo el pueblo. Una vez que haya sido pronunciado su nombre y hubiera agradado, el pueblo se reunirá con el presbiterio y los obispos presentes, en el día del Señor. Con el consentimiento de todos, [los obispos] le imponen las manos y el presbiterio permanece quieto. Todos guarden silencio, orando en sus corazones por el descenso del Espíritu. Y uno de los obispos presentes, a instancias de todos, imponiendo la mano al que es ordenado  obispo, ora diciendo (Tradición Apostólica, nº 2).

[Sigue la plegaria de  ordenación].

Después de haber sido ordenado obispo, todos le ofrecerán el beso de paz, saludándolo por ser ya digno de que le saluden como tal. Los diáconos le presentarán la oblación y él, imponiendo las manos sobre ella, junto con todo el presbiterio. Dirá, dando gracias: “El Señor esté con vosotros”. Y todos dirán: “ y con tu espíritu.”. “Elevad vuestros corazones”.” Los tenemos en el Señor”. “Demos gracias al Señor”.” Es digno y justo”.

Y continuará de la manera siguiente: (Tradición Apostólica, nº 4)

[Sigue la plegaria eucarística]

 Este texto presenta la celebración como un movimiento continuo en tres etapas: 1) la elección por el pueblo (incluyendo clérigos); 2) la imposición de las manos por los obispos con la plegaria de ordenación dicha  por uno de ellos; 3) el reconocimiento de la comunidad, expresado en el beso de la paz y la posterior presidencia de la Eucaristía.

En cada uno de estos momentos actúan cuatro actores: 1) Los cristianos de la Iglesia local; 2) los obispos de las iglesias vecinas; 3) el ordenando; 4) el Espíritu Santo, actor principal (LEGRAND 1988, 194-201; TABORDA, 2012, 230-40).

 2.2 La comunidad y el ministerio ordenado (TABORDA, 2012, 157-70)

 La estructura de la liturgia de  ordenación  muestra la estrecha relación entre el ministerio eclesial y la Iglesia presente en la comunidad local. No es el ministro ordenado que crea la comunidad, sino  que es la comunidad de fe la que recibe de Dios al ministro  para mantener la unidad y establecer el vínculo entre ella y la Iglesia diseminada en todo el mundo. Discerniendo en el  Espíritu Santo, el actor principal de toda la liturgia de la ordenación, la comunidad elige a la persona que parece indicada en su situación concreta. Pero el elegido no se convierte en obispo por esta elección. Es imprescindible el aval  de los obispos vecinos que juzgarán  la ortodoxia del elegido y, por  la imposición de manos y la oración, lo constituirán  obispo por la gracia de Dios. También en este momento la comunidad está activa, orando en sus corazones por el descenso del Espíritu. Una vez constituido obispo, nuevamente la comunidad lo reconoce al acogerlo por el abrazo de la paz y participando en la Eucaristía por él  presidida.

La estructura de la ordenación episcopal muestra la relación entre ministerio ordenado y comunidad: el ministro viene de la comunidad y en ella permanece, pero, al mismo tiempo, preside la comunidad. El obispo Agustín de Hipona († 430) lo expresó de modo ejemplar: “Con vosotros soy cristiano, para ustedes soy obispo; aquél  es el título de mi dignidad, éste es el título de mi responsabilidad; aquél es  título de honor, éste título de peligro”. Más fundamental que ser obispo es ser cristiano; esta es la verdadera dignidad. Como obispo, el cristiano adquiere una responsabilidad que se convierte en un peligro si no se ejerce como un servicio a la comunidad.

Estando delante de  la comunidad eclesial, el ministro representa  para ella a Cristo por la fuerza del Espíritu Santo recibido en la ordenación. Esta relación se expresa generalmente en la fórmula latina: el ministro actúa in persona Christi (en la persona de Cristo, como su representante), pero sólo representa a Cristo representando también a la Iglesia, insertado en su fe y comunión (in persona Ecclesiae). Ambos aspectos deben ser articulados entre sí. Cristo tiene una doble relación con la Iglesia: por un lado, es su cuerpo (cf. 1 Cor 12,12; Hch 9,4); por el otro, Cristo es la cabeza y, como tal, anima el cuerpo (cf. 1 Cor 11,3). Por lo tanto, el ministro, en cuanto representa a Cristo, está  cara a cara con la comunidad; en cuanto representa a la Iglesia es un miembro entre otros, solamente con una función específica de presidencia en nombre de Cristo-Cabeza.

 La relación entre el director y la orquesta puede ilustrar esta relación. El director, delante de la orquesta, tiene la función de conducirla en la  unidad. Como director, no toca ningún instrumento, pero su actuación permite que todos los instrumentos toquen armónicamente, a su debido tiempo, con la intensidad apropiada. Él no es la orquesta, pero la orquesta se reconoce en él. Sin la orquesta él no es nada; precisa de la orquesta para ser director. No es él quien  manda en la orquesta, pero tampoco  la orquesta manda en él. Ambos obedecen a la partitura. La ejecución de la partitura depende de la interpretación del director, sino también de la capacidad de los músicos para adherirse a esta interpretación. De este modo, el director representa a la orquesta delante de la orquesta, pero representa también al  compositor. Tal es, análogamente, la relación entre el ministro ordenado y  la comunidad eclesial.

3 La tríada obispo-presbítero-diácono (TABORDA, 2012, 190-209; BORRAS y POTTIER, 2010)

 El ministerio en la Iglesia es uno: la función de dirigir la Iglesia en la unidad de la fe, del amor, de la celebración. Este ministerio uno de la iglesia se ejerce en diferentes grados por los que “ya desde antiguamente  son llamados obispos, sacerdotes y diáconos” (LG n.28; DH 4153).

Todos ellos son ministros de la unidad de la Iglesia, pero se distinguen por el ámbito que les es propio. El ministerio fundamental es el episcopado. Su función es la de animar a la comunidad en la fidelidad al testimonio apostólico. En el ámbito interno le corresponde presidir la comunidad en la adhesión a la fe apostólica (kerygma), la práctica de la fraternidad (diaconía) y la celebración de la fe (liturgia). En cuanto a las otras Iglesias locales, es su responsabilidad de representar a la Iglesia por él  presidida en la comunión de la Iglesia universal (responsabilidad colegial  por todas las Iglesias) y en comunión con la Iglesia de Roma “, que preside la caridad” (Ignacio de Antioquía).

El obispo no está solo en la presidencia de una iglesia local; está asistido por su presbiterio y los diáconos. El obispo es obispo por presidir una iglesia en un ámbito mayor, ligada por lazos históricos, geográficos, culturales. Por eso le corresponde ordenar presbíteros que constituyen con él  una personalidad corporativa en el gobierno de la iglesia local y,  así,  presiden en nombre del obispo, pequeñas parcelas de esta Iglesia local (parroquias).

Los presbíteros son, en primer lugar,  miembros del “Senado” del obispo para el gobierno de la iglesia local, es decir, para su unidad. A partir de ahí, puede corresponderles presidir partes de esta Iglesia local (comunidades eucarísticas) como representantes del obispo. La plegaria de ordenación de la liturgia romana define el presbítero como “cooperador del orden episcopal”.

La diferencia básica entre el obispo y el presbítero radica en el grado de responsabilidad que cada uno tiene para una iglesia local y en la relación mutua. El obispo ejerce su ministerio de unidad sobre el conjunto de la Iglesia local y, a partir de ella, es, con los otros obispos, responsable por la Iglesia universal, ante la que testimonia la forma específica en que cada Iglesia local incultura la fe .

El diácono es el ministro encargado  de los pobres, marginados y enfermos, servicio vital para que la Iglesia encuentre su identidad al modo del Siervo del Señor,  descrito en los cuatro cantos del Deuteroisaías (cf. Is el 42,1-4;  49,1 -6; 50,4- 11, 52,13-53,12). Su papel fundamental es animar, reavivar, organizar a la comunidad en vista del servicio a los pobres. A partir de ese servicio a los pobres, compete al diacono el ministerio de la Palabra y la actuación en  la liturgia; la Palabra da dimensión cristiana al servicio a los pobres, que es un deber moral de toda la humanidad, crea o no en Cristo. Corresponde a él  llevar la Palabra a lo concreto de la práctica solidaria, testimoniar la caridad cristiana, animar a los cristianos a tomar en serio el Evangelio.

El diácono tiene su propia manera de ser ministro de la unidad. No preside, pero contribuye a la unidad de la Iglesia a partir de los menos afortunados. Es un ministerio “partidario”. Expresa la parcialidad de la Iglesia en favor de los pobres. Indica que la unidad de la Iglesia no se construye a partir de los poderosos. Procura imprimir en la Iglesia  la marca evangélica de una unidad desde los pobres. Por eso mismo vale, en la Iglesia primitiva, como la mano derecha del obispo. Él, por lo tanto, está  relacionado con el obispo y no con el presbítero.

El diácono no es un sustituto del presbítero en lugares donde no hay presbíteros en número suficiente. Su ministerio no es congregar a la Iglesia (Presidencia), sino llevarla hacia afuera, a las periferias del mundo, de forma que ella pueda celebrar de verdad  la Eucaristía,  ya que “no hay Eucaristía sin lavatorio de los pies” (E. van Waelderen ).

Hacer presente el amor de Cristo a los pobres y los que sufren, los que son perseguidos, los excluidos, es el deber del obispo, no menor que el de presidir la vida y la celebración de la comunidad. En esta tarea es asistido por el presbiterio, en aquélla por los diáconos. El orden diaconal existe al servicio de la Iglesia local, junto con el obispo y su presbiterio, para abrir la comunidad al mundo.

El presbítero no es un diácono con algún “poder” más, como el  obispo no es un presbítero con algún “poder” más. No son grados de una escala. La relación entre la tríada no debe verse en una línea vertical (de arriba a abajo, de mayor a menor),sino en una bifurcación. El episcopado es el ministerio fundamental con dos tipos de auxiliares diferentes y complementarios como son diferentes y complementarios hombre y mujer, la mano derecha y la mano izquierda. El hombre no es superior a la mujer, ni viceversa; la mano derecha no es mejor que la izquierda, ni viceversa.

 4 La espiritualidad ministerial

 La pregunta que subyace a esta temática de la espiritualidad es la pregunta sobre qué figuras inspiran la vida y misión del ministro ordenado.

 4.1 Cristo, el Siervo del Señor (TABORDA, 2012, 46-52; SANTANER, 1986; MESTERS, 1981)

 La figura clave está dada por el mismo Jesús en Mc 10,42- 45: ” Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. En estas palabras Jesús alude a los poemas del Siervo del Señor (Deuteroisaías) y plantea, así, la cuestión del poder en la Iglesia.

Los cuatro cánticos inspiran cuatro aspectos del ejercicio del poder en la comunidad cristiana. El primer aspecto es vaciarse, no hacer valer su poder para dominar a los demás, sino despertar el poder que hay en ellos (cf. Is 42,1-4: el Siervo no grita, no alza la voz, no apaga la mecha mortecina). El poder del ministro ordenado no es suyo, sino de la Iglesia, cuyo poder se concentra en él. Por eso, no le corresponde ni acaparar el poder ni  dividirlo, como si el poder fuese suyo. Debe, sí, suscitar el poder que está en cada uno, incentivar el ejercicio del poder  de cada uno y cuidar de que sea ejercido en el respeto a los demás y el cuidado por la unidad de todo.

El segundo aspecto muestra que el vaciamiento debe ir hasta el extremo de dar su vida por muchos (cf. Is 52,13-53.12). La identidad del ministro con la comunidad ya es, por sí mismo, un “morir” todos los días para que la comunidad se desarrolle con autonomía. En ciertas circunstancias, el hecho de dar la vida tendrá que ser llevado a las últimas consecuencias, el martirio.

El tercer aspecto es escuchar al Señor y confiar en él (cf. Is 50,4- 11). Basar su vida en la escucha de la Palabra de Dios asimilada en la oración, celebrada en la Eucaristía, vivida a cada momento. Elemento constitutivo de servicio ministerial es la intercesión “en favor del pueblo a él confiado y en favor de todo el mundo” (plegaria de ordenación presbiteral de la liturgia romana).

El cuarto aspecto es tomar en serio que su misión no viene de sí mismo, sino que le fue confiada por el Señor (cf Is 49,1-6) a través de la comunidad que lo reconoció apto. Su ministerio no le viene  por ser un privilegiado, sino por esperarse de él que viva los aspectos antes especificados.

En resumen: el poder del ministro es el poder generado en la debilidad, que, confiando en Dios, deja espacio a los demás y suscita el poder de los demás.

 4.2 Cristo, el Pastor ejemplar (TABORDA, 2012, 70-74)

 En el capítulo 10 del Evangelio de Juan, Cristo es presentado como “el pastor ejemplar” (KONINGS, 2005, 204). La figura del pastor es arquetípica y tiene cuatro características (BOSETTI, 1986a, 21-51): el pastor, guía, conduce, camina delante de las ovejas; provee que el rebaño crezca y se multiplique ( busca  agua, pastos, conduce al redil o a otro lugar seguro); está atento a las ovejas: de día guía, de noche guarda, especialmente si las ovejas tienen que pasar la noche a la intemperie; es solidario, tiene con el rebaño una conexión afectiva,  conocimiento,  solidaridad. Es “el pastor con olor a ovejas” (papa Francisco).

Pero la designación de pastor tiene su ambigüedad, porque el pastor es superior a las ovejas; es un ser racional, las ovejas animales irracionales. Así que hay que recordar que “el pastor ejemplar” (el buen Pastor) se convirtió en el “Cordero inmolado” para la vida del rebaño. Y, sobre todo, es necesario iluminar la figura del  pastor con la del Siervo que da la vida por la multitud, como lo hizo Jesús: “El pastor ejemplar da su vida por las ovejas” (Juan 10,11).

El ministro ordenado, como pastor, debería  caracterizarse por un amor entrañable a Cristo, no sólo un amor superficial. Teniendo en cuenta, sin embargo, la debilidad del hombre pecador, para iniciar el camino basta el  amor de simpatía (Jn 21,15-17). En cuanto no se alcance aquel grado de profundo amor a Cristo, vale la  sinceridad de  una respuesta a la llamada, con cuidado de no caer en las tentaciones que le rodean: no ser un pastor por coacción, sino con gusto, de forma espontánea, libremente; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón generoso; no como dominadores, sino como modelos del rebaño (cf. 1Pd 5,2-3) (BOSETTI, 1986b, 101-12).

 4.3 Cristo, el único sacerdote (TABORDA, 2012, 32-46)

 La designación más común para el ministro ordenado es  sacerdote, y sin embargo es la menos adecuada. Proviene de una relectura veterotestamentaria del Nuevo Testamento, que no utiliza para los ministros de la Iglesia términos tomados de las religiones. Epískopos (término del cual  deriva la palabra obispo) significa supervisor; presbítero quiere decir anciano; diácono es el servidor de la mesa. Tampoco Jesús era un sacerdote, porque no pertenecía a la tribu de Levi, una condición indispensable para el sacerdocio en el judaísmo.

 El único escrito del Nuevo Testamento que describe a Jesús como sacerdote es la Carta a los Hebreos. Y lo hace para negar que Jesús sea un sacerdote en el sentido del sacerdocio  ritual aarónico. El autor de la Carta a los Hebreos quiere mostrar cómo, después de Cristo, no hay más necesidad de sacerdotes. Lo hace en el estilo  propio  de la reflexión teológica judía, comparando la vida de Cristo con la acción del Sumo Sacerdote judío en el Día de la Expiación (Yom Kipur), el único día del año en que atravesaba el velo del templo y entraba en el Santo de los Santos. Jesús, por su muerte, atravesó el velo y entró en el verdadero Santuario del cielo, donde vive eternamente para interceder por nosotros (Heb 7,25). Jesús ejerce su sacerdocio a través de su vida, muerte y resurrección (cf. Heb 9-10). Su sacerdocio no es ritual, sino existencial (Hb 10,4-10); su sacrificio no se realiza en un lugar sagrado, sino  en lo profano, fuera de los muros de la Ciudad Santa de Jerusalén (cf. Heb 13,11-13); no precisa ser repetido, pues adquirió una redención eterna (Heb 9,12).

Así, hay que decir que Cristo es el fin del sacerdocio (cf. las palabras de Pablo: Cristo es el “fin de la ley”, Rm 10,4). Fin significa al mismo tiempo término, desaparición del fenómeno en cuestión, y  culminación, meta, aquello a lo que  algo tiende. Cristo es el fin y cumplimiento de todo sacerdocio. El propósito de los sacerdotes en las religiones era mediar entre  Dios y la humanidad. Pero la distancia entre Dios y la humanidad fue abolida en Cristo. En primer lugar, porque, como hombre y Dios (cf. DH 301-302), une definitivamente y escatológicamente los dos polos entre los cuales los sacerdotes debían mediar. Él es, en su persona, el mediador único y perenne (cf. 1 Tim 2,5). Pero más allá de eso, habiéndonos dado el  Espíritu Santo, por el cual el ser humano puede vivir en la inmediatez con Dios, dispensa ulteriores sacerdotes. Por el Espíritu constituimos un pueblo sacerdotal (cf. 1 Pd 2,5, Ap. 1,6; 5,10), tenemos constantemente acceso al Padre (cf. Hb 4,16), clamamos Abba (cf. Gal 4,6; Romanos 8, 15), somos enseñados por Dios (Jn 6,45). Nuestra inmediatez a Dios en el Espíritu hace al sacerdocio prescindible (fin del sacerdocio) y Cristo es así  el único sacerdote (realización del sacerdocio), porque nos posibilitó, una vez y para siempre, el acceso constante y permanente a Dios. Este acceso sólo existe en el Espíritu de Cristo (y no por la naturaleza humana). Por eso  la Iglesia es el pueblo sacerdotal por su actividad misionera que continúa la misión de Cristo (cf. Jn 20,21; 1 Pd 2,9).

Francisco Taborda, SJ. Faje, Belo Horizonte (Brasil). Texto original en português.

 5 Referencias bibliográficas

 BORRAS, A.; POTTIER, B. A graça do diaconato: questões atuais relativas ao diaconato latino. São Paulo: Loyola, 2010.

BOSETTI, E. A regra pastoral de 1Pd 5,1-5. In: BOSETTI, E.; PANIMOLLE, S. A. Deus-Pastor na Bíblia: solidariedade de Deus com seu povo. São Paulo: Paulinas, 1986. p.7-60.

______. O Deus-Pastor. In: ______. Deus-Pastor na Bíblia: solidariedade de Deus com seu povo. São Paulo: Paulinas, 1986. p.81-122.

BRADSHAW, P. F.; JOHNSON, M. E.; PHILLIPS, L. E. The Apostolic Tradition: a Commentary. Minneapolis: Fortress Press, 2002.

GRESHAKE, G. Ser sacerdote hoy: teología, práxis pastoral y espiritualidad. 2.ed. Salamanca: Sígueme, 2006.

KONINGS, J. Evangelho segundo João: amor e fidelidade. São Paulo: Loyola, 2005.

LEGRAND, H. La réalisation de l’Église en un lieu. In: LAURET, B.; REFOULÉ, F. (dir.). Initiation à la pratique de la théologie. Tome III: Dogmatique 2. Paris: Cerf, 1983p. 143-345.

MESTERS, C. A missão do povo que sofre: os cânticos do Servo de Deus no livro do profeta Isaías. Petrópolis e Angra dos Reis: Vozes e CEBI, 1981.

SANTANER, M.-A. Homem e poder: Igreja e ministérios. São Paulo: Loyola, 1986.

TABORDA, F. A Igreja e seus ministros: uma teologia do ministério ordenado. 1ª reimpressão. São Paulo: Paulus, 2012.