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Autocomunicación de Dios

Índice

1 Presentación del concepto

2 Antecedentes bíblicos

3 Historia de la teología

4 La formulación de Karl Rahner

5 Objeciones al concepto

Conclusión

Referencias

1 Presentación del concepto

“Autocomunicación de Dios” (a. D.) condensa una idea fundamental del mensaje cristiano: Dios todopoderoso y eterno ha querido darse él mismo libremente, por su Hijo y por su Espíritu, a su creación y, en ella, a la humanidad. Si bien a. D. como tal es un concepto teológico relativamente reciente (s. XX), sus fundamentos pueden encontrarse ya en la experiencia religiosa del pueblo de Israel plasmada en la Sagrada Escritura. En la teología actual, es un concepto ampliamente utilizado principalmente en dos campos: en la teología fundamental para referir a la àrevelación y en la antropología teológica para referir a la àgracia (BEINERT, 1988; KRAUS, 1988).

Por una parte, al comprender la revelación como a. D., se indica que Dios no revela primeramente informaciones acerca de sí mismo o de su voluntad (concepción informativa de la revelación), sino que es él mismo quien se dona al receptor de su revelación (concepción comunicativa) y, al hacerlo, lo transforma (concepción performativa). Es autocomunicación, porque lo comunicado se identifica con quien comunica: “se da Dios mismo, […] el dador y el don son la misma cosa” (RAHNER; VORGRIMLER, 1966, p. 58). El cristianismo confiesa que esa a. D. ha acontecido a lo largo de toda la historia, que se vuelve así historia del don de Dios, y ha alcanzado su punto culminante en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret (imagen visible del Dios invisible, Col 1, 15; ofrecido al mundo por amor, Jn 3, 16) y en el don del Espíritu Santo (Hch 2). Tras este punto irreversible ya acontecido, la historia consiste en que toda la creación alcance o, más bien, sea alcanzada por la plenitud de Cristo, hasta que Dios sea todo en todos (1Co 15, 8; àla esperanza cristiana).

Por otra parte, comprender la gracia como a. D. se opone a una concepción cosificada de la gracia, que la asimila a una sustancia que Dios reparte a su antojo, para poner de relieve que es Dios mismo quien se comunica como Espíritu Santo al interior de la persona (gracia increada). Esta inhabitación del Espíritu Santo en el ser humano es la que produce en él frutos de conversión y de amor (gracia creada). En la antropología teológica, el concepto a. D. hace evidente también que el ser humano debe ser constitutivamente un receptor capaz de ese don de Dios (capax Dei), pues en otro caso la Palabra de Dios, que es Dios mismo, caería en terreno infértil. La a. D. implica, pues, que en la estructura del ser humano deben estar dadas (por Dios) las condiciones de posibilidad para “oír” verdaderamente esa palabra divina (potentia oboedientialis).

El concepto a. D. se muestra capaz de articular así áreas medulares de la teología, que corrían el riesgo de comprenderse separadamente. La revelación de Dios es salvífica, no porque transmita ciertas afirmaciones acerca de Dios al estilo gnóstico, sino porque es Dios mismo quien se comunica como gracia. La experiencia personal y comunitaria de Dios como amor (gracia) revela verdaderamente quién es Dios: aquel Dios generoso, cuya acción más propia es darse a sí mismo libremente, no impelido por necesidad alguna, sino por el amor más desinteresado, y mover así a sus criaturas a participar de esa misma dinámica de generosidad.

2 Antecedentes bíblicos

El término “autocomunicación” no pertenece al vocabulario bíblico y, evidentemente, es muy posterior a él. No obstante, es posible encontrar elementos que pueden mostrar el arraigo escriturístico del concepto.

El Antiguo Testamento muestra cómo Dios busca entrar en comunicación con los seres humanos (Gen 3,9) y, en particular, con el pueblo de Israel (Ex 3,4). No permanece oculto, sino que da a conocer su nombre como el Dios fiel que quiere acompañar a su pueblo (Ex 3,14): es un “Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Esa voluntad de darse generosamente es la actitud fundamental del Dios bíblico (GANOCZY, 1991, p. 277). Su generosidad queda tanto más exaltada cuanto que elige y ama a los pequeños (Deut 7,7-8), a quienes no tienen méritos e, incluso, al pecador. El don que Dios hace de sí mismo parece reconocer una progresión en el Antiguo Testamento: desde la creación del ser humano a imagen de Dios por medio de la palabra (Gen 1,26) y vivificado con su aliento de vida (Gen 2,7), pasando por la promesa de darle un corazón nuevo al ser humano caído (Jer 24,7; Ez 36,26-27), hasta la promesa de derramar su Espíritu sobre toda carne (Jl 2,28).

El Nuevo Testamento presenta a Jesucristo como el revelador definitivo de Dios: al Dios que nadie ha visto nunca, el Hijo unigénito lo ha dado a conocer (Jn 1,18). Dios, que había hablado a los padres de muchas maneras, en el tiempo definitivo ha hablado por medio de su Hijo (Heb 1,1-2). Ese Hijo es la imagen visible del Dios invisible (Col 1,15). Así, sin ocupar el término, se muestra a Jesucristo, que es uno con su Padre (Jn 10,30), como la autocomunicación plena de Dios: por su gran amor, Dios lo ha dado para la vida del mundo (Jn 3,16). Asimismo, el Espíritu Santo es presentado eminentemente como don sin medida (Hch 8,20; Jn 3,34) que da el Padre por medio del Hijo (Lc 11,13; Jn 14,16.26). El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios (1Cor 2,10), es dado a los seres humanos para que venga en nuestra ayuda (Rom 8,26), de forma que Cristo y el Espíritu habiten en el interior de la persona (Rom 8,9-10). El don del Espíritu nos hace “partícipes de la vida divina” (2Pe 1,4). Al mismo tiempo, Pablo ya reconoce que el don de Dios en su Espíritu atañe no sólo al ser humano, sino a la creación entera (GANOCZY, 1991, p. 93-94).

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento presentan en distintos pasajes la relación del ser humano con Dios como amistad, categoría que será significativa para formular el sentido de la a. D. El Señor habla con Moisés como con un amigo (Éx 33,11). Abraham es tenido por amigo de Dios (Is 41,8; Sant 2,23). Jesús llama amigos a sus discípulos (Jn 15,14-15). El paradigma de la amistad muestra la distancia entre la idea bíblica de la relación con Dios y una idea de participación de la sustancia divina al modo neoplatónico. Esta distinción debe tenerse en cuenta para comprender adecuadamente el término a. D.

3 Historia de la teología

Los Padres de la Iglesia comprenden el don de Dios como intercambio admirable: en su Palabra, Dios ha asumido la naturaleza humana para que el ser humano llegue participar de la naturaleza divina (p. e. Ireneo, Adv. Haer. III 19,1; Atanasio, Incarn., 54, 3). El don de la gracia significa así la divinización (theiosis) del ser humano (MÜLLER, 2009, p. 798). Tal divinización no debe comprenderse, no obstante, como enajenación del ser humano respecto a su propia condición: en la mentalidad de los Padres, divinización significa “lo que entonces se entendía por la realización de una humanidad (= ser humano) verdadera y completa” (GANOCZY, 1991, p. 127). O, dicho desde el punto de vista del ser humano, “sólo siendo más que hombre es el hombre verdaderamente tal, es decir, sólo siendo “Dio”» permanece hombre el ser humano” (BOFF, 2001, p. 240). El Espíritu Santo derramado en los corazones es identificado con el don de Dios que provoca la inhabitación de la Trinidad toda en el ser humano y su consecuente divinización (Agustín, De Trin. XV, 18, 32). Así, la a. D. en el interior del ser humano se dice principalmente del Espíritu Santo, pero en último término implica a toda la Trinidad (GANOCZY, 1991, pp. 155-156; HÜNERMANN, 2006, p. 150).

La Escolástica conserva la idea de la a. D. como inhabitación de Dios en el ser humano. Pedro Lombardo destaca el don del Espíritu Santo para que el ser humano permanezca en Dios y Dios en él (Pedro Lombardo, Sent. d. 17, c.4, 1). Tomás de Aquino refiere a la comunicación libre que el Padre hace del Hijo y del Espíritu Santo a la creatura (Tomás de Aquino, S.th. I, q. 43, a. 4). Tal inhabitación de Dios habilita al ser humano para responder al amor de Dios (Tomás de Aquino, S.th. I, q. 43, a. 6). En palabras de G.-L. Müller:

Los grandes teólogos de la Edad Media fijaban como principio de su reflexión la autocomunicación de Dios. Al llegar Dios hasta nosotros en su amor, su gracia abarca, como uno de sus elementos constitutivos propios, también el aspecto de que crea en nosotros los presupuestos para que podamos aceptar, en cuanto criaturas, la gracia en nuestra realidad y podamos responder al amor de Dios con el amor de nuestra voluntad ornada con la gracia (MÜLLER, 2009, p. 811).

También la mística medieval mantuvo la imagen del Dios que se dona a sí mismo al ser humano y a toda la creación, como recogen, por ejemplo, los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola: “el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación divina” (IGNACIO DE LOYOLA, 1997, n. 234).

Progresivamente, no obstante, movida también por la controversia con la Reforma, la teología católica comienza a acentuar el carácter informativo de la Revelación y el aspecto creado de la gracia. Por una parte, aunque sin perder completamente el carácter personal de la comunicación de Dios, se enfatiza que la Revelación consiste fundamentalmente en el contenido objetivo de la fe que se preserva en la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia. Así, en la constitución dogmática Dei Filius (1870), el Concilio Vaticano I señala que Dios quiso revelar sobrenaturalmente al género humano “a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad” y, siguiendo a Trento, que tal revelación está contenida en los libros sagrados y las tradiciones no escritas (CONCILIO VATICANO I, 1870, cap. 2). Por otra parte, la gracia consiste fundamentalmente en la habilitación del ser humano por parte de Dios para que este obre bien. La inhabitación del Espíritu Santo (gracia increada) es contemplada entonces como uno más de los efectos de la gracia santificante (gracia creada) y no como su origen (OTT, 1997, p. 396).

La intensificación de los estudios bíblicos y patrísticos en la primera mitad del siglo XX refrescaron algunas ideas fundamentales de la antigua tradición cristiana al respecto. Es así que los Padres reunidos en el Concilio Vaticano II rechazaron el esquema previo De fontibus revelationis, que desde su título declaraba varias fuentes de la Revelación en un modelo informativo y elaboraron desde cero la constitución Dei verbum que, en un modelo comunicativo, declarará el Evangelio de Jesucristo como la única “fuente de toda la verdad salvadora” (DV n. 7), de la que surgen tanto la Escritura como la Tradición (DV, n. 9). La revelación no consiste primeramente en informar acerca de determinadas verdades, sino ante todo en darse Dios mismo al mundo y a los seres humanos y entablar con ellos una relación de amistad, de modo que estos participen de su vida divina:

Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía (DV, n. 2; cf. n. 6).

4 La formulación de Karl Rahner

Quizás el autor más significativo para la instalación del concepto de a. D. en la teología cristiana fue Karl Rahner (1904-1984). Según el teólogo jesuita alemán, a. D. (Selbstmitteilung Gottes) “es un concepto que resume breve y simplemente buena parte de la doctrina salvífica cristiana” (RAHNER, 2002, p. 409) y una “idea clave de la teología” (RAHNER, 1976a, p. 345). Más aún:

…el verdadero y único centro del cristianismo y su mensaje es la verdadera autocomunicación de Dios a la creatura en su realidad y gloria más íntimas, es la confesión de la verdad más improbable, a saber, que Dios mismo, en su infinita realidad y gloria, santidad, libertad y amor, puede realmente penetrar en la creaturidad de nuestra existencia sin ninguna restricción (RAHNER, 2002, p. 3).

Ya en 1939, Rahner había reivindicado que la gracia increada – el don del Espíritu Santo, por el cual toda la Trinidad viene a habitar en el ser humano – es realmente la esencia de la gracia y el fundamento de la transformación interior del ser humano que lo hace justo (gracia creada). Fundándose en el testimonio bíblico y patrístico, y en la relación que establece la teología escolástica entre la gracia en vida y la gloria en la visión beatífica, Rahner postula que la Trinidad se autocomunica al ser humano, de modo que el ser de Dios opera como “causalidad cuasi-formal” de la visión beatífica de los bienaventurados (RAHNER, 1967, p. 361). Pero esto debe poder decirse también de la gracia si ella es “el comienzo formal y el supuesto ontológico” de la gloria eterna (RAHNER, 1964b, p. 92-93).

Karl Rahner desarrolla la idea de a. D. en su teología de la Santísima Trinidad (àla comunión Trinitaria) mediante su “axioma fundamental”: “La Trinidad “económica” es la Trinidad “inmanente”, y a la inversa” (RAHNER, 1977, p. 278). Esto significa que Dios, tal como lo hemos conocido por su acción salvífica en la historia, se ha donado y revelado en esa historia tal como es en sí mismo. Es un axioma, porque es un principio fundamental no susceptible de comprobación (tal comprobación tendría que recurrir al mismo principio). Al mismo tiempo, cuestionarlo implicaría restringir toda posibilidad de conocimiento de Dios, incluido lo ya declarado dogmáticamente por la Iglesia. A juicio de Yves Congar, “la de K. Rahner es la aportación contemporánea más original a la teología trinitaria” (CONGAR, 1983, p. 454).

Dios se ha comunicado a la creatura en proximidad radical. Es cierto que permanece misterio, (para Rahner incluso en la gloria de la visión beatífica), pues su carácter misterioso no reside sólo en la limitación del entendimiento creado, sino en el ser mismo de Dios, que en su infinitud no se deja aprehender (RAHNER, 1964b). Y, sin embargo, el Dios misterioso se comunica verdaderamente al ser humano en una triple forma: como fuente primigenia sin origen, indeducible y amorosa (Padre); como principio libre activo en la historia que se expresa plenamente a sí mismo (Palabra/Hijo); y como capacidad en la creatura de aceptar amorosamente esa comunicación, de forma que la aceptación no rebaje el don al nivel creatural (Espíritu Santo) (RAHNER, 1964b, p. 97-98, 1977, p. 286-287). Así, la a. D. es constitutivamente trinitaria: sin negar el principio tradicional de que la operación de Dios ad extra es conjunta, cada Persona trinitaria participa de tal operación en un modo propio. Por eso, la experiencia que hacemos de la Trinidad (“trinidad económica”) es fiel reflejo de la Trinidad en su mismo ser (“trinidad inmanente”).

El aporte de Rahner es tan significativo que algunos consideran que, por ejemplo en la teología de la gracia, la reflexión posterior puede comprenderse en buena medida como recepción o diálogo con su pensamiento (ROTH, 2014).

5 Objeciones al concepto

Es conveniente tener presente algunas miradas críticas, objeciones o precisiones que la idea de a. C. ha recibido. Entre ellas, podemos señalar aquí brevemente:

1. La imagen de que Dios se dé a la creatura no puede comprenderse de modo sustancial, como si Dios diera parte de su esencia para crear lo distinto de sí. Estas imágenes, en parte relacionadas con el emanatismo neoplatónico (cf. WILDBERG, 2021), no hacen justicia a la diferencia radical entre Dios y el mundo creado, suponen una degradación del don que Dios hace de sí mismo y atentan contra la libertad de Dios en su amor (RAHNER, 1976a, p. 345). Más adecuadas para comprender el don personal de la a. D. son las imágenes de la amistad y el amor.

2. Para Karl Rahner, la idea de a. D. supone una condición de posibilidad (trascendental) en el ser humano, de modo que Dios pueda darse verdaderamente a la creatura: tal creatura debe ser – por gracia – estructuralmente capaz de recibir a Dios (potentia oboedientialis). Esto se convierte para Rahner precisamente en la definición del ser humano: aquel ser finito que Dios ha creado tal, que pueda recibir plenamente su don (RAHNER, 1964a). Pero para algunos planteamientos críticos (por ejemplo: METZ, 1979, p. 169-174; SHEA, 2021, p. 656-661), si la a. D. ya está dada trascendentalmente a la creatura, la historia – es decir, la revelación de Dios acontecida en Jesucristo y en su Espíritu en un momento concreto de la historia universal (la a. D. categorial) – se vuelve irrelevante. Pareciera que la a. D. es equidistante a cualquier punto de la historia y a Dios puede deducírsele de la estructura del ser humano. Ante esto, Rahner arguye, por una parte, que tales condiciones de posibilidad en el ser humano (a. D. trascendental) solo existen en virtud de la economía de la salvación del Hijo, que atraviesa toda la historia universal (“toda gracia es gracia de Cristo”), y, por otra, que el reconocimiento más pleno de tales condiciones solo se da a la luz de la historia concreta (categorial) de la revelación y la salvación (RAHNER, 1976b).

3. Dos objeciones han apuntado a la concepción que se tiene del destinatario de la a. D. Algunos autores, sobre todo latinoamericanos, han criticado que se piense a este destinatario sobre todo como el ser humano individual, mientras la dimensión social-comunitaria del don de Dios se oscurece (BOFF, 2001, p. 31; 39; SEGUNDO, 1969, p. 57-61). El cristianismo concibe la comunicación íntima de Dios a cada persona (IGNACIO DE LOYOLA, 1997, n. 15), pero al mismo tiempo las fuentes bíblicas y patrísticas reconocen al pueblo de Dios o al género humano en su totalidad como interlocutores de Dios en su don de sí mismo, sea que se entienda como revelación o como gracia. Se requiere, pues, antropología que integre mejor los aspectos individuales y colectivos al considerar la a. D.

4. La segunda objeción respecto al destinatario se desarrolla desde la crisis ecológica y el cuestionamiento de un excesivo antropocentrismo en la teología cristiana. Rahner concibe al “sujeto humano-personal” como el “ser al que se dirige la autocomunicación divina” (RAHNER, 1977, p. 318), pues es el ser espiritual libre que – en cierto modo, en nombre de toda la realidad creada – es capaz de recibir el don pleno de Dios en la Encarnación. Algunos autores (GREGERSEN, 2013; JOHNSON, 2015), no obstante, reclaman una mayor conciencia de que el amor autodonativo de Dios es su actitud fundamental hacia todo el mundo biológico y natural. A través de la sarx humana de Cristo, Dios se ha unido a toda carne (“encarnación profunda”). Así, es toda la creación la destinataria de la a. D. Se trata de resaltar esta unidad fundamental de la realidad creada amada por Dios, sin anular las diferencias entre las diversas creaturas: habrá que pensar que el don que es Dios mismo se da y es recibido, según el principio clásico, ad modum recipientes, pero sin acotarla a la especie humana.

5. Si bien Yves Congar comparte el axioma fundamental de Rahner, ha solicitado incorporarle dos “glosas”, particularmente en lo que refiere al “y a la inversa” (CONGAR, 1983, p. 456-461). Estas aprehensiones pueden aplicarse también a la a. D. Por una parte, es necesario ser cauteloso con una identificación estricta del don de Dios (Trinidad “económica”) y su ser (Trinidad “inmanente”): si bien su don en la historia revela que tal darse a sí mismo es el carácter más profundo del ser de Dios, hay que afirmar que Dios se da libremente (requisito para ser amor) y no impelido por una necesidad de su propio ser. En segundo lugar, la a. D. “sólo será plena autocomunicación escatológicamente” (CONGAR, 1983, p. 459). La “Trinidad económica” la conocemos bajo la forma de la kénosis: el Padre omnipotente queda oculto ante el escándalo del mal; en el resplandor de su gloria, el Hijo, reluce la sabiduría de la cruz; el Espíritu Santo permanece carente de rostro.

Conclusión

Al explorar la a. D. el lenguaje enfrenta a sus límites: los conceptos se revelan pálidos y muertos, las analogías son siempre parciales y requieren calibrarse unas a otras, el lenguaje negativo expresa nuestra distancia ante el Misterio. Sin embargo, la a. D. alude a la profunda convicción cristiana de haber hecho una experiencia de Dios como personas, como género humano y como realidad creada. Dios se ha acercado en proximidad radical, se nos ha dado. En lenguaje negativo: no es participación sustancial, no es mera entrega de sus dones, no es mera información acerca de sí. En lenguaje analógico: Dios se nos da como en una relación tripersonal de amistad y amor; Dios participa de las alegrías y las esperanzas, de las angustias y las tristezas de su creación, especialmente de los miembros que más sufren; Dios nos irriga y nutre con su propia vida; Dios en su gracia se ha hecho el “corazón del mundo” (SIEBENROCK, 1994). Darse a sí mismo es lo más propio de Dios y, por ello, es la vocación última del ser humano y la cualidad de toda la creación. Lo que Gabriela Mistral dice del servir es plenamente aplicable al don de sí mismo: “Toda la naturaleza es un anhelo de servicio. […] Dios, que da los frutos y la luz, sirve. Por eso puede llamársele: el que sirve” (MISTRAL, 2021). La historia del universo puede leerse como la historia del don de Dios. Esa historia llegará a su plenitud cuando Dios Padre reciba en su seno amoroso a toda su creación, el Espíritu derramado sobre toda carne sea la vida plena que la habite y el Primogénito sea hecho cabeza de la creación como su cuerpo transfigurado.

Hernán Rojas Edwards, SJ. Universidad Católica del Norte, Chile. Texto enviado el 30/11/2023, aprobado 26//12/2023; publicado el 31/12/2023. Original espagnol.

Referencias

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Imagen masculina de Dios: la interpelación feminista

Índice

1 El hablar sobre Dios

1.1 La humanización de Dios

1.2 Un Dios humano, pero en masculino

2 La teología feminista

2.1 Crítica feminista a la masculinización de Dios

2.2 Consecuencias del lenguaje masculino sobre Dios para las mujeres

3 Hacia una nueva manera de nombrar a Dios

3.1 Un Dios que tiene atributos o rasgos femeninos

3.2 El Espíritu Santo como ícono de la feminidad de Dios

3.3 Un Dios que sustenta la igualdad fundamental entre varones y mujeres

4 La masculinidad de Jesús ¿un problema?

5 Referencias

1 El hablar sobre Dios

Referirnos a Dios sobrepasa cualquier intento humano de darle nombre. La teología apofática, o sea aquella que calla ante el ‘misterio’ mantiene su vigencia en el mundo actual porque todo lo que digamos de Dios es infinitamente más pequeño de lo que realmente Dios es. Pero nuestra condición humana nos empuja a darle nombre y por eso recurrimos a diferentes vías para referirnos a lo trascendente. Lo hacemos, de manera conceptual, por la vía de la afirmación – Dios es bondad -, por la vía de la negación – Dios no es maldad – y por la vía de la eminencia – Dios es la suma bondad -, por citar algunos ejemplos. Más aún, también contamos con otra manera para referirnos a Dios que puede ser más significativa a la hora de expresarnos sobre el misterio. Es la vía del símbolo o de la imagen. De esa manera parece que nos aproximamos más al misterio divino porque esa forma de expresarnos nos acerca más a la totalidad del ser infinito de Dios. Sin embargo, se ha de cuidar que los símbolos no se tomen por realidad o que solo se use un único símbolo. Este no debe perder su carácter de una de las formas de remitir al misterio, pero no la única, librándose así, de las deformaciones propias de cualquier mediación humana cuando se absolutiza.

1.1 La humanización de Dios

El lenguaje bíblico, como lenguaje semita, asume la línea de la humanización de Dios, presentándonos un Dios que habla con su pueblo, lo conduce a la liberación, lo cuida, lo recrimina, lo castiga, lo perdona, lo defiende de sus enemigos. El Dios bíblico ama con las entrañas, piensa con el corazón, actúa con las manos. Ese Dios que camina con ellos y ha realizado grandes hazañas para liberarlos es al que recuerdan en cada celebración de la Pascua:

Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahveh Dios, de nuestros padres y Yahveh escuchó nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de los productos del suelo que Tú, Yahveh, me has dado (Dt 26, 5-10).

Un Dios que entra en relación con su pueblo y lo acompaña en su historia. Un Dios humano como ellos para realizar la historia de la salvación, no allá lejos en el cielo, sino aquí cerca, en la tierra, en la historia humana.

1.2 Un Dios humano, pero en masculino

Esta humanización de Dios que ha permitido acercar la experiencia de lo absoluto a la historia del ser humano y le ha permitido hablar sobre Dios y relacionarse con Él, ha tenido una orientación muy definida. Este Dios humano se ha modelado en masculino. Por supuesto la tradición eclesial ha afirmado que Dios no tiene sexo y transciende toda sexualidad. Sin embargo, tanto en el imaginario popular como en la tradición eclesial y teológica, al privilegiar lo masculino, se ha llegado a configurar un Dios varón, con los atributos que la sociedad patriarcal ha dado a los varones, tales como el poder, la autoridad, el control, la severidad, la protección, el benefactor, entre otros.

Cabe aclarar que la sociedad patriarcal o el patriarcado significa ‘gobierno del padre’. Es una forma de organización social en la que el poder está siempre en manos de los varones (en algunos casos, puede estar en manos de mujeres pero que actúan en el mismo modelo masculino), con una serie de grados inferiores de gente subordinada que es cada vez mayor en la medida que se llega a la base. Este mismo modelo se ha instalado en la Iglesia, permitiendo que el patriarcado se haya consolidado de tal manera que parece que es la forma natural de organización social. Así lo expresa la teóloga Elizabeth Johnson:

La patriarquía religiosa es una de las más consistentes formas de esa estructura, pues se entiende a sí misma como divinamente establecida. En consecuencia, los hombres de gobierno dicen que su poder les ha sido delegado por Dios (invariablemente mencionado en términos masculinos) y que lo ejercen por mandato divino (JOHNSON, 2002, p. 43).

2 La teología feminista

La teología feminista es una búsqueda radical de la dignidad y el lugar de la mujer, así como del papel que ha de desempeñar y los derechos que ha de ejercer en la sociedad y en la Iglesia. Reacciona contra una teología que califica de patriarcal, androcéntrica y unilateral. No se refiere, por tanto, a las mujeres en general, como tema, sino a sus experiencias negativas de vida, derivadas de su condición de mujer. Ahora bien, no hay una única teología feminista sino diferentes perspectivas dentro de esta amplia matriz, con sus énfasis y prioridades. La teología feminista latinoamericana ha respondido más a la opresión que sufren las mujeres por su doble condición de pobres y mujeres, mientras que las teologías feministas de Europa o Norteamérica responden más a los derechos de las mujeres, con categorías de análisis tales como patriarcado o género. Sin embargo, en las últimas décadas, gracias a la globalización, las teologías feministas se han ido relacionando mucho más, uniendo sus búsquedas – aunque manteniendo sus particularidades -, y siguen enriqueciéndose con nuevas categorías como decolonialidad, interseccionalidad, entre otras.

Las teologías feministas han pasado por diversas etapas. En un primer momento, han buscado reivindicar lo femenino. Es decir, posicionar los atributos que la sociedad patriarcal atribuye a las mujeres en un plano de igualdad con los atributos que se atribuyen a los varones. Se habló de una teología femenina o en clave de mujer, con algunas características que la hacían definirse como una teología más intuitiva, festiva, simbólica, etc.

En un segundo momento, las teologías feministas han acudido al uso de la categoría de análisis ‘género’. Esta categoría se refiere

a la construcción diferencial de los seres humanos en tipos femeninos y masculinos. El género es una categoría relacional que busca explicar una construcción de un tipo de diferencia entre los seres humanos. Las teorías feministas […] coinciden en el supuesto de que la constitución de diferencias de género es un proceso histórico y social y en que el género no es un hecho natural […]. La diferencia sexual no es meramente un hecho anatómico, pues la construcción e interpretación de la diferencia anatómica es ella misma un proceso histórico y social (BENHABIB, 1992, p. 52).

Desde esta categoría se ha denunciado el sistema patriarcal que ha reforzado los estereotipos culturales masculinos y femeninos, manteniendo así las estructuras sociales y eclesiales desde la configuración masculina y patriarcal.

2.1 Crítica feminista a la masculinización de Dios

Desde los presupuestos anteriores podemos aproximarnos a la crítica que la teología feminista hace a la masculinización de Dios. El problema consiste en que, al utilizar un lenguaje masculino para referirse a Dios en la sociedad patriarcal, la consecuencia ha sido, la de atribuirle a Dios las características de los varones de dicha sociedad. De ahí que, a Dios se le identifica como alguien

poderoso, varón y blanco, un Dios que es protector, benefactor, juez, padre severo, aunque amoroso y fiel y que exige una obediencia incondicionada. Es la imagen de un Dios autoritario, de un juez que parece estar contra el “yo”, contra la humanidad y contra el mundo, la imagen de un Dios como poder controlador, con un dominio cercano e incluso a la coerción (BAUTISTA, 1993, p. 111).

De esta manera esa imagen masculina de Dios refuerza el poder patriarcal y a los varones en la sociedad patriarcal. En contraposición, la situación de las mujeres en esta sociedad – de subordinación, sumisión, obediencia etc.- , se ve reforzada por esta imagen de Dios que las ha llevado a pensar que no pueden cambiar su lugar en la sociedad y en la Iglesia porque esto es querido y sustentado por la divinidad. La imagen de Dios como varón en la sociedad patriarcal, mantiene a las mujeres en un papel secundario, infantilizado, impotente y les hace desconfiar de que puedan llegar a la autonomía propia de cualquier ser libre y con derechos, como Dios lo quiere.

Por supuesto que el lenguaje masculino puede representar a Dios, pero el problema es su uso exclusivo. Las imágenes femeninas son muy poco utilizadas lo mismo que las imágenes tomadas del mundo de la naturaleza en la expresión de la experiencia cristiana. De hecho, al invocar el misterio trinitario nos dirigimos al Padre, a través del Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Este último también ha sido masculinizado con el uso del pronombre masculino, sin recordar siquiera que el término ‘espíritu’, en arameo es femenino “la ruah”.

Otro problema es que este lenguaje se toma literalmente y por eso cuando las personas escuchan hablar de Dios como padre, rey, señor, novio, esposo, concuerdan con esa manera de nombrar, pero si se usan pronombres o sustantivos en femenino, las personas creen que se está transgrediendo lo aceptado para hablar sobre Dios y rechazan tales denominaciones. Llegan a pensar que incluso se ofende a Dios al atreverse a invocarlo por palabras tales como madre, esposa, reina o diosa.

Las imágenes que invocan a Dios son profundamente patriarcales. A Dios Padre se le representa como a un anciano de barba blanca, a Jesús como un joven con barba de color castaño, ambos con rasgos occidentales y al Espíritu Santo con una paloma. Aunque esta última no aparece como varón, el artículo masculino que acompaña la palabra Espíritu la identifica rápidamente con este sexo.

2.2 Consecuencias del lenguaje masculino sobre Dios para las mujeres

Varias consecuencias se desprenden de hablar de Dios exclusivamente en masculino, principalmente, por lo que lo masculino representa en el mundo patriarcal. Lo masculino es la razón mientras que lo femenino es la materia; lo masculino es la autonomía y lo femenino la dependencia, lo masculino es la fuerza y lo femenino es la debilidad, lo masculino es la plenitud y lo femenino la vacuidad, lo masculino es el dinamismo y lo femenino la pasividad y, en ese orden de ideas, lo masculino es la esencia y lo femenino es el complemento. Pero señalemos con más precisión algunas de las consecuencias de este nombrar a Dios en masculino:

Consecuencias sociológicas: los sociólogos han mostrado cómo existe una relación de dependencia entre el sistema simbólico de una religión y la organización social. Por eso el Dios patriarca funciona para legitimar y reforzar las estructuras sociales patriarcales en la familia, la sociedad y la Iglesia.

El lenguaje sobre el padre del cielo que vigila el mundo justifica e incluso hace necesario un orden en el que el líder varón religioso gobierne sobre su rebaño, el gobernante civil tenga dominio sobre sus súbditos, el marido sea la cabeza de la esposa. Si existe un patriarca absoluto celestial, entonces las disposiciones en la tierra deben girar en torno a guías jerárquicos que necesariamente deben ser masculinos para que puedan representarle y gobernar en su nombre (JOHNSON, 2002, p. 60).

Esta configuración religiosa deja a las mujeres por fuera de este esquema y en un papel secundario, sin posibilidad de ocupar puestos de representación ni mucho menos participar de los niveles de decisión.

Consecuencias psicológicas: El simbolismo de un Dios varón refuerza las sociedades androcéntricas donde el varón sustenta la superioridad y la mujer la inferioridad. Cuando Dios es concebido a imagen de un sexo, en lugar de los dos – como debería ser por la voluntad creadora de Dios de la igualdad fundamental entre varón y mujer -, se acaba pensando que los varones poseen la imagen de Dios de una manera especial. Mary Daly ha resumido contundentemente las consecuencias sociológicas y psicológicas de erigir lo masculino como representación válida y adecuada de Dios: “Si Dios es masculino, entonces lo masculino es Dios” (JOHNSON, 2002, p. 61). Cuando esta identificación sucede, las mujeres comienzan a percibirse indignas e inadecuadas para representar a Dios. De ahí que comiencen a vivir, en cierto sentido, su relación con Dios al margen de su corporalidad, más aún, considerando esta última como inadecuada, objeto de culpa y repercutiendo seriamente en la dignidad, poder y autoestima.

Consecuencias teológicas: Cuando se pierde el carácter evocativo y simbólico de las imágenes y los lenguajes para hablar de Dios y las identificamos con Dios mismo, caemos en el ámbito de la idolatría. Esta no se refiere solo a los objetos materiales que señala el Antiguo Testamento cuando habla de los ídolos. Idolatría es también cuando esas mediaciones logran distorsionar la realidad, encerrándola en una única mediación haciéndole perder su carácter de misterio que sobrepasa cualquier representación. La crítica teológica feminista denuncia esta idolatría e invita a la conversión porque, además de ser idolatría, “el ideal del gobernante masculino que subyace a la idea de Dios, ideal reproducido en el lenguaje teológico y esculpido en la oración pública y privada, parece más sólido que la piedra, más resistente a la iconoclastia que el bronce” (JOHNSON, 2002, p. 64). Esta misma idea la señala Ruether: “es idólatra hacer a los hombres más iguales a Dios que a las mujeres. Resulta blasfemo usar la imagen y el nombre de lo Santo para justificar el dominio patriarcal […] La imagen de Dios como varón con predominio es fundamentalmente idolátrica” (RUETHER, 1983, p. 23)

Por tanto, el lenguaje exclusivamente masculino sobre Dios refuerza la sociedad patriarcal y las estructuras que ella conlleva de dominación y subordinación. Pero también refuerza la estructura jerárquica y clerical de la Iglesia, excluyendo a las mujeres de los niveles de participación y decisión. Con esto no se pretende eliminar los símbolos masculinos para hablar sobre Dios, pero si caer en cuenta de las consecuencias que han generado por no estar compartidos con símbolos femeninos que equilibren la necesaria igualdad entre varones y mujeres que ha de vivirse en las estructuras sociales y eclesiales. Podría señalarse, además, que otros símbolos tomados de la naturaleza (agua, roca, águila, etc.), enriquecerían el lenguaje sobre Dios, añadiendo al aspecto antropológico, lo biocéntrico y ecológico que hoy es necesario asumir. Sin un esfuerzo serio por enriquecer las imágenes y los lenguajes sobre Dios, incluyendo lo femenino, el lenguaje actual que tenemos sobre Dios no contribuye a la urgente e inaplazable emancipación de las mujeres, no solo para que vivan los derechos fundamentales que garanticen su dignidad en la sociedad sino también para que vivan la plenitud de su ser hijas de Dios en relaciones libres de subordinaciones e inequidades, como bien lo señalaba el apóstol Pablo: “ya no hay judío, ni griego; esclavo ni libre; varón ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

3 Hacia una nueva manera de nombrar a Dios

En el esfuerzo de nombrar a Dios de otra manera para liberarlo de esa nominación exclusivamente masculina, se han hecho diversos intentos, no siempre fáciles de asumir y aceptar. Algunos teólogos han propuesto nombrar a Dios con términos no personales o suprapersonales. Por ejemplo, Paul Tillich propone llamarlo Fundamento del ser; Rosemary Ruether, la matriz que abraza y sustenta toda la vida; Wolhart Pannengerg, la fuerza del futuro; Karl Rahner, el misterio sagrado. Aunque estas expresiones liberan a Dios de sexualizarlo, pierden también la concepción cristiana del Dios personal con todas las características que ello implica: su relación con el mundo en términos de fidelidad, de compasión, de amor liberador. Por eso, aunque haya dificultades, es importante seguir buscando la manera de nombrar a Dios con términos personales sin que eso signifique sexualizarlo.

Las teologías feministas, en un primer momento, intentaron rescatar los atributos femeninos que la Sagrada Escritura atribuye a Dios para mostrar que tanto lo masculino como lo femenino están presentes en Dios. En un segundo momento se han hecho esfuerzos por mostrar la posibilidad de nombrar a Dios en femenino (no solo en los atributos), centrándose en la persona del Espíritu Santo, reconociendo así lo femenino en el mismo ser de Dios. Finalmente, se están buscando modos de que tanto lo masculino como lo femenino nombren a Dios, haciendo justicia con las mujeres para que ambos géneros puedan representar plenamente a Dios, sin priorizar uno de ellos sino mostrando la capacidad que tienen ambos de hablar sobre Dios. Explicitar estos tres esfuerzos es el objetivo de los siguientes numerales, señalando los logros, pero también los límites que conllevan.

3.1 Un Dios que tiene atributos o rasgos femeninos

La primera opción es introducir en Dios los rasgos amables, nutricionales, cuidadores, tradicionalmente asociados al rol maternal de las mujeres. En esta opción no se cuestiona la imagen de Dios Padre, tradicionalmente afirmada como el Dios de Jesús, pero se enriquece con los rasgos femeninos: “Así los aspectos de dulzura y compasión, amor incondicional, respeto y cuidado de los débiles y deseo de no dominar, sino de ser un compañero/a y amigo/a íntimo/a, pueden predicarse de Dios y hacerle más atractivo” (JOHNSON, 2002, p. 74-75). Esto se fundamenta en que la Biblia presenta rasgos maternales de Dios de manera contundente, como lo expresa el profeta Isaías: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (49, 15). Esta opción es muy aceptada por muchos teólogos porque afirman que la paternidad de Dios debe seguir siendo el signo cristiano por excelencia, pero de esa manera se libera del sexismo y enriquece la antropología cristiana.

Sin embargo, los problemas que tiene esta solución son que Dios sigue siendo concebido a imagen de un varón, con las características propias del sexo masculino, siendo matizado por los atributos femeninos que siempre quedan en un lugar subordinado. Incluso, queda fortalecida la figura masculina, al considerarse ahora más completa, por la introducción de los rasgos femeninos en ella. Esta imagen masculina de Dios con rasgos femeninos fortalece a los varones porque ellos conquistan su lado femenino, pero no produce ningún efecto en las mujeres que siguen siendo el complemento del varón y no la plenitud de su ser personal. Ellas quedan capacitadas solamente para representar los rasgos femeninos de Dios, pero no a Dios mismo. “La desigualdad no es reparada, sino sutilmente promovida para que la imagen androcéntrica de Dios siga en su lugar, realzada en su atractivo mediante la inclusión subordinada de rasgos femeninos” (JOHNSON, 2002, p. 76). Además, ¿con que derecho puede decirse que los rasgos femeninos son exclusivos de las mujeres y no de todo el género humano? Y podría preguntarse a la inversa ¿por qué los rasgos atribuidos al género masculino no pueden ser también de las mujeres, cuando la historia nos muestra que ellas los poseen, aunque hayan sido invisibilizados y perseguidos a lo largo de la historia? En conclusión, aunque esta primera solución ha servido para comenzar a valorar los rasgos femeninos, de esta manera no se logra contrarrestar el símbolo patriarcal de Dios y mucho menos devolver a las mujeres la inclusión y el reconocimiento de su dignidad que nunca debería haber sido invisibilizada.

3.2 El Espíritu Santo como ícono de la feminidad de Dios

Otro camino para darle su lugar y valor a lo femenino ha sido fijarse en la tercera persona de la Trinidad. En arameo, la palabra “ruah” (Espíritu) es femenina y, aunque el género gramatical de una palabra no es suficiente para rescatar lo femenino, ayuda a comenzar la reflexión añadiendo además otros aspectos más importantes. La sagrada escritura hace uso de la imagen del ave hembra que se cierne sobre el nido y empolla los huevos para producir vida y que remite al espíritu que aletea sobre las aguas en el momento de la creación (Gén 1,2) y al espíritu en forma de ave que desciende sobre Jesús en el momento del bautismo (Lc 3,22).

En la Iglesia primitiva se interpretaba al espíritu divino en términos femeninos, atribuyéndole el carácter materno presente en los orígenes de la encarnación de Cristo, que engendra nuevos hijos por el bautismo o que hace presente el cuerpo de Cristo en el misterio eucarístico. El teólogo brasileño, Leonardo Boff, propuso al Espíritu Santo como la presencia femenina de Dios. Más aún, Boff llega a proponer la divinización de lo femenino en la persona de María, a semejanza del logos que se encarna en Jesús. Sin embargo, estos esfuerzos carecen de consistencia firme, más aún cuando Boff mantiene el esquema dual de masculino y femenino con sus diferencias, siguiendo el esquema de Jung, donde lo masculino es la luz, la transcendencia, la apertura al exterior y la razón; mientras que lo femenino es la oscuridad, la muerte, la profundidad y la receptividad.

En Europa, teólogos como Yves Congar también proponen al Espíritu como la persona femenina de Dios o incluso la feminidad de Dios. Aunque él intenta liberar esa imagen femenina de los atributos pasivos que se identifican más con las mujeres, propone que se entienda desde el punto de vista de la maternidad, viendo esta como actitud activa de criar, amar y educar a los hijos. Sin embargo, de esta manera mantiene lo femenino o, lo que es lo mismo, a las mujeres en su papel de madres que, siendo un rol importante no es el único ni el que determina todo el ser de las mujeres, ya que muchas no son madres y no por eso dejan de ser mujeres. Todos estos esfuerzos, sin dejar de ser valiosos, presentan inconsistencias y mantienen la posición subordinada de lo femenino frente a lo masculino.

Además, la tercera persona de la Trinidad ha carecido en la tradición cristiana de un rostro personal. Si a Dios se le ha designado como Padre y a su Hijo como la encarnación en Jesús, el Espíritu ha permanecido como el más misterioso de los tres, sin un rostro definido. Es decir, tendríamos un Dios que se representa mayoritariamente como masculino y solo de una manera algo amorfa como femenino.

Por otra parte, en el misterio trinitario, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y, aunque la doctrina tradicional no pretende mostrar ninguna subordinación del Espíritu, para un público sin dicha formación teológica podría interpretarse como subordinación, favoreciendo una interpretación donde lo masculino representado por el Padre y el Hijo aparece como superior a lo femenino representado por el Espíritu. De hecho, sigue vigente en la representación del logos, lo masculino, el orden, la novedad, la exigencia, la actividad y la transformación; mientras que, en la representación del espíritu, lo femenino, se da la receptividad, la empatía, el sufrimiento y la conservación (Cfr. JOHNSON, 2002, p. 77-82)

Un problema más complejo es que al hablar de dimensiones en Dios, se hace desde la dualidad masculino y femenino y a lo que se llega es a ontologizar la sexualidad humana en Dios, identificando el lenguaje simbólico con el ser mismo de Dios. Es necesario dejar claro que todo lenguaje – masculino o femenino – ha de evocar a Dios mismo y no a una parte suya. Con eso lo que se consigue es fortalecer el sistema patriarcal y divinizarlo manteniendo esa estructura divina en la sociedad y en la Iglesia.

3.3 Un Dios que sustenta la igualdad fundamental entre varones y mujeres

Como hemos visto hasta ahora, los esfuerzos por hablar en femenino de Dios resultan insuficientes y, sobre todo no liberan a la imagen de Dios de rasgos patriarcales en los que las mujeres mantienen su papel subordinado. Por eso una vía más adecuada es acudir a la creación del ser humano por Dios, en el que se afirma que tanto varón como mujer son imagen y semejanza suya (Gén 1,27). Si nos apoyamos en esta afirmación bíblica y sacamos todas las consecuencias que de allí se desprenden, podremos afirmar que tanto las imágenes masculinas como las femeninas pueden representar a Dios, pero no en algunos aspectos, dimensiones o rasgos, sino a todo el ser divino. Esto no es posible sin liberarnos de los imaginarios patriarcales que encasillan a varones y mujeres a unos roles determinados y sin darnos cuenta de que, las resistencias para hablar de Dios en femenino vienen de la sociedad patriarcal que nos ha introyectado la primacía de lo masculino y lo secundario de lo femenino.

Es necesario apelar a la tradición eclesial y mística en las que el uso del lenguaje femenino se hacía con más naturalidad. Uno de estos ejemplos lo tenemos en Juliana de Norwich que se refería así a Jesús: “La madre puede dar de mamar su leche a sus hijos, pero nuestra querida Madre Jesús puede alimentarnos con él mismo y lo hace, con el mayor detalle y ternura, en el santísimo sacramento, que es el precioso alimento para la verdadera vida” (citado por RUETHER, 1983, p. 67).

Pero también los textos bíblicos utilizan las dos imágenes para hablar sobre Dios. Por ejemplo, las parábolas de la misericordia del evangelio de Lucas usan la imagen de un pastor que pierde las ovejas (15,4-7) pero también la de una mujer que pierde la moneda (15,8-10). Ambas imágenes son igual de legítimas para representar a Dios. Sin embargo, en la liturgia y en la iconografía se ha dado lugar a la primera y, prácticamente, se ha ignorado a la segunda.

El misterio de Dios trasciende todas las imágenes posibles, pero puede ser formulado igual de bien y con las mismas limitaciones en conceptos tomados de la realidad femenina y de la masculina. La perspectiva diseñada aquí parte de la idea de que sólo cuando Dios es nombrado así, sólo cuando la plena realidad de las mujeres (lo mismo que la de los varones) entra a formar parte de la simbolización de Dios junto con los símbolos del mundo natural, sólo entonces podrá ser destruida la fijación idolátrica de una sola imagen y será liberada para nuestro tiempo la verdad del misterio de Dios, junto con la liberación de todos los seres humanos y de toda la tierra (JOHNSON, 2002, p. 85).

4 La masculinidad de Jesús ¿un problema?

Después de la reflexión hecha sobre el lenguaje y el símbolo para referirnos a Dios buscando hablar de él con términos masculinos y femeninos, nos preguntamos si la masculinidad de Jesús no es un problema insuperable para dejar de pensar a Dios en masculino. Así lo afronta Elisabeth Johnson:

El que Jesús de Nazaret fuese un ser humano masculino no se cuestiona. Su sexo era un elemento constitutivo de su persona histórica junto con otras particularidades tales como su identidad racial judía, su ubicación en el mundo de la Galilea del S. I, y así sucesivamente, y como tales hay que respetarlas. La dificultad surge, más bien, del modo en que la masculinidad de Jesús se elabora en la teología y la practica eclesial androcéntricas oficiales (JOHNSON, 2003, p. 120-125).

La masculinidad de Jesús ha sido utilizada para reforzar la imagen masculina de Dios, distorsionando así el verdadero ser de Dios y reforzando la sociedad patriarcal. Una primera distorsión ha sido la de considerar la masculinidad de Jesús como una característica esencial del ser divino y reforzándolo con el uso exclusivo de imágenes masculinas para hablar de Dios.

Otra segunda distorsión es creer que por el hecho de Jesús haberse encarnado en un varón, estos gozan de más posibilidad de identificarse con él. Por eso, solo los varones son capaces de representar a Cristo plenamente. Se llega entonces a pensar que las mujeres son incapaces de identidad crística, e incluso a algunos les causa horror de hacerse una pregunta legítima: ¿Podría el hijo de Dios haberse encarnado en una mujer? Por eso es necesario recordar que la doctrina de la creación y la teología del bautismo no señalan en ningún momento una exclusividad masculina.

La tercera distorsión es la posibilidad de que las mujeres no sean salvadas por Cristo. Si se es coherente la afirmación de San Ireneo de que “lo que no es asumido no es redimido”, al Cristo no haber asumido la corporeidad de las mujeres, puede que a ellas no llegue la salvación. Estas distorsiones quedan corregidas con los datos bíblicos: “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) y no el Verbo se hizo varón.

Además, al fijarnos en el actuar de Jesús es importante su relación con las mujeres, mostrando que superó las expectativas de la sociedad de su tiempo donde haberlas dejado en un segundo lugar, hubiera correspondido con el lugar asignado para las mujeres. Pero Jesús, coherente con el anuncio del reino, incluye a las mujeres en el grupo de sus discípulas, las constituye en las primeras anunciadoras de su resurrección y destinatarias de su salvación. En definitiva, es necesario recordar que

[…] entre las múltiples diferencias, la masculinidad de Jesús se aprecia como intrínsecamente importante para su propia identidad histórica personal y el reto histórico de su ministerio, pero no teológicamente determinante de su identidad como el Cristo ni normativa para la identidad de la comunidad cristiana (JOHNSON, 1991, p. 499).

En otras palabras, es anacrónico invocar la masculinidad de Jesús para restringir algún espacio de acción de las mujeres. Como hemos dicho, la masculinidad de Jesús es una realidad histórica pero no constituye una necesidad ontológica en la que se juega la salvación de la humanidad.

Es necesario seguir teologizando sobre esta realidad para transformar las mentalidades y los imaginarios y poder invocar al Dios que excede cualquier identificación genérica pero que, al mismo tiempo, se encarna en nuestras condiciones históricas de una manera más integral que diga y simbolice la creación divina de varones y mujeres a imagen suya de manera plena y total. En este sentido, trabajar sobre el lenguaje es un recurso indispensable.

Un lenguaje no sexista, inclusivo, liberador para las mujeres sobre Dios pasa por todas las formas de significación y ha de encarnarse en ellas para mostrar la inabarcabilidad del misterio divino, pero también para transformar mentes y corazones, algo tan necesario para un cambio real del contexto patriarcal que nos hizo hablar de Dios con símbolos exclusivamente masculinos, y que hoy necesita recuperar otro lenguaje que incluya lo femenino, no como dos partes complementarias sino como la riqueza del ser humano sexuado que desarrolla todas sus potencialidades y hace de cada uno un ser humano único e irrepetible en relación con todos los demás, sean varones o mujeres (VÉLEZ, 2018, p.139).

Olga Consuelo Vélez Caro. Doctora en Teología. Fundación Universitaria San Alfonso. Texto enviado en 20/04/2023, aprobado en 20/10/2023, publicado en 31/12/2023. Original español

Referencias

BAUTISTA, E. Dios. In: NAVARRO, M. (Dir.). 10 mujeres escriben teología. Estella (Navarra), 1993, p. 105-130.

BENHABIB, S. “Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría moral”. Isegoría 6 (1992): 37-64

HERLINDE, P.  Deus/Deusa. IN: GÖSSMANN, E., MOLTMANN-WENDEL, E., HERLINDE, P., PRAETORIUS, I., SCHOTTROFF, L., SCHÜNGEL-STRAUMANN, H. Dicionário de Teologia Feminista. Vozes: Petrópolis, 1997, p. 92-98.

JOHNSON E. La cristología hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús. Madrid: Sal Terrae, 2003.

JOHNSON, E. La masculinidad de Cristo. Revista Concilium 238 (1991), p. 489-499

JOHNSON, E. La que es. El misterio de Dios en el discurso teológico feminista. Barcelona: Herder, 2002.

RUETHER, R. Sexism and God-Talk. Toward a Feminist Theology. Boston: Beacon Press, 1983.

VÉLEZ, C. Cristología y mujer. Una reflexión necesaria para una fe incluyente. Bogotá: Editorial Javeriana, 2018.

Mística Interreligiosa

Sumário

Introdução

1 A revelação de Deus

2 O diálogo inter-religioso

3 A mística inter-religiosa

Conclusão

Referências

Introdução

Em um contexto fragmentado e diverso, que marca as sociedades contemporâneas, percebe-se um forte pluralismo religioso que desafia as diferentes tradições religiosas. Entretanto, essa realidade cria a oportunidade para que essas tradições possam chegar a uma maior profundidade, assumindo sua real vocação: a de ser caminho para que o ser humano, no mais íntimo de si, entre em contato com a Realidade Última, Deus.

Nesse sentido, os estudos de religião evidenciam que o cultivo da verdadeira experiência religiosa amplia as possibilidades da razão humana, além de permitir e favorecer em seu exercício, dentro do marco insubstituível da finitude que lhe é consubstancial, a felicidade da pessoa religiosa.

Logo, torna-se favorável pensar em uma mística inter-religiosa que seja capaz de impulsionar o diálogo entre as religiões para além de uma simples troca de ideias, conhecimento conceitual ou formulações de verdades.

Em vista disso, abordaremos, em seguida, alguns temas que podem contribuir na construção de uma mística inter-religiosa: a revelação de Deus, a partir da perspectiva da maiêutica histórica, como a propõe Andrés Torres Queiruga, e o diálogo inter-religioso, impulsionado pela experiência religiosa. Finalizaremos apontando a sua importância para a própria experiência religiosa, para a relação entre os religiosos e religiosas das mais diversas experiências de fé e para a convivência harmoniosa na sociedade.

1 A revelação de Deus

A partir do entendimento de que é comum para muitas religiões a convicção de terem sua origem numa revelação divina, é possível pensar que “a revelação é um dado constitutivo da estrutura mesma da religião” (QUEIRUGA, 1995a, p. 20).  Desse modo, caminhos para a comunicação entre as diferentes tradições religiosas podem ser abertos por causa de uma maior tematização da autocomunicação divina, pois é Deus que insiste em querer revelar-se a todos e de modos sempre novos: “Deus é livre para revelar-se quando e como quer” (QUEIRUGA, 1995b.  p. 102).

Ampliar a concepção de Deus presente nas tradições religiosas permite contemplar com mais profundidade seu mistério, é o que propõe o teólogo Andrés Torres Queiruga quando alarga a compreensão sobre a revelação de Deus. Ele utiliza a intuição de Sócrates sobre o termo ‘maiêutica’, ‘dar-à-luz’, e resguarda a importância do mediador (maieuta = parteiro), para com a sua comunidade. Assim sendo, “o mediador, com sua palavra e seu gesto, faz os demais descobrirem a realidade em que já estão colocados, diante da presença que já os estava acompanhando, a verdade que, vinda de Deus, já era ou está sendo” (QUEIRUGA, 1995a, p. 113).

A pessoa religiosa, quando se deixar interpelar por esta Presença, apreende a profundidade de sua realidade, abre-se a uma experiência singular da revelação e se descobre no próprio ser a partir de Deus, no mundo. Essa ação parte sempre de Deus, em direção à pessoa. Quando este acolhe a presença reveladora de Deus permite, por meio desse seu ato, uma abertura ao seu próprio crescimento, à sua realização humana.

Ou seja, na revelação “não se manifesta o que o homem é por si mesmo, e sim o que começa a ser por livre iniciativa divina. Não se trata de um desdobrar imanente de sua essência, mas de uma determinação realizada por Deus na história” (QUEIRUGA, 1995a, p.115). Nesse sentido, para Queiruga, a revelação se dá maieuticamente na história.

Como maiêutica histórica, a revelação “não consiste num estático sempre aí, senão em um ‘sempre aí’ dinâmico, que se atualiza constantemente no novo de sua realização mediante a liberdade do homem e de sua história” (QUEIRUGA, 1995a, p.195).  Ela tem seu aspecto maiêutico na função da palavra, pois possibilita o novo, ‘traz à luz’; não leva para fora de si, nem fala de coisas estranhas, mas devolve ao ser humano à sua mais radical autenticidade. A revelação de Deus ao ser humano implica um intenso encontro consigo mesmo, que se desdobra numa maior percepção sobre a vida e numa melhor contribuição na construção da história.

Desse modo, como um dado constitutivo de toda religião – por ter em sua estrutura o ser humano como seu lugar privilegiado – nenhuma delas pode exaurir a riqueza do Mistério divino. O cristianismo, por exemplo, diante dessa constatação, não deve renunciar à experiência da revelação cristã como manifestação plena e universal de Deus em Jesus Cristo.

A revelação, que aconteceu de maneira insuperável em Jesus, possibilitou o rompimento de toda particularidade. Foi em Jesus que Deus encontrou a oportunidade de entregar-se totalmente à humanidade. Logo, a universalidade do cristianismo se concretiza no estilo de vida e na práxis do cristão, na sua experiência de fé e de religiosidade, porque em Jesus Cristo a universalidade se dá no próprio dinamismo de sua revelação para toda a humanidade.

Nesse sentido, esta Presença consegue ser mais bem percebida por meio de uma experiência religiosa, em que o sujeito religioso vive, nas diferentes tradições religiosas, nas mais variadas formas.  Experiência esta que conduz o ser humano ao encontro com Deus e, ao mesmo tempo, a voltar-se aos demais e auxiliar os que estão em busca de tal caminho. Afirma ainda Queiruga que esse “não faz mais que iluminar, na consciência, a experiência transcendental da própria realidade já agraciada pelo Espírito” (QUEIRUGA, 1995a, p. 1224).

Essa revelação ao ser humano implica para este em um intenso encontro consigo mesmo, em uma maior percepção sobre a vida e uma melhor contribuição na construção da história rica em significado para si e para a sociedade. Nessa perspectiva, a partir da revelação acontecendo maieuticamente na história, dá-se a realização do ser humano, pois, “na resposta à revelação, o homem está se realizando a si mesmo: está construindo, desde a última radicalidade, a história de seu ser” (QUEIRUGA, 1994a, p. 200).

Deus que não cessa de querer revelar-se, nunca deixa de insinuar-se à humanidade por desejar a libertação e a felicidade do ser humano.  Esta é a maior expressão do seu amor: o fato de se dar a conhecer. O sujeito, quando acolhe essa Presença, passa a ser construído desde a sua profundidade, e realiza-se como pessoa. Apenas nesta relação é possível aos seres humanos compreender esse amor de Deus como possibilidade de ser a sua autêntica realização.

Diante do desejo de Deus em querer revelar-se e ser para o ser humano a possibilidade de sua realização é possível entender que, para um sadio pluralismo religioso, impõe-se às religiões superar suas tendências à exclusão recíproca; que isso seja a oportunidade para o exercício da compaixão, da misericórdia e da hospitalidade inter-religiosa.

2 O diálogo inter-religioso

Refletindo sobre o ser humano e Deus, percebemos que o problema não é a religião, mas a dificuldade de vivê-la à altura que exige. Isto é, que a experiência religiosa seja a expressão de quem acolheu a revelação da presença misteriosa que nela habita; quando, portanto, os religiosos e as religiosas puderem dizer ‘Deus’, não apenas por ouvir dizer, mas pela experiência realizada no mais íntimo de si, uma experiência pessoal de transcendência, de realização humana, de consentimento a sua presença amorosa.

Por consequência, o diálogo inter-religioso poderá ter melhor resultado se ele atingir um nível mais profundo, a comunhão para além das palavras e de todos os conceitos, na experiência mais profunda de todo ser religioso. Em um lugar que possa entrar em comunhão com o diferente, com o inefável, com o Absoluto.

O Concílio Vaticano II (1962-1965) deu um grande salto com relação às outras religiões. Seu ensino sobre as religiões se caracterizou por uma atitude positiva diante das demais, iniciando uma abertura sem precedentes nos posicionamentos oficiais da Igreja em sua relação com os não cristãos. Em seguida, grandes avanços foram feitos, no entanto, todos os paradigmas apresentados se mostraram insuficientes para resolver o desafio da relação do cristianismo com as outras religiões (DUPUIS,1999, p. 106-107).

Diante de tantos modelos que procuraram preservar a identidade cristã, sem se fechar à novidade proposta por outras tradições religiosas, reconhecendo-as em sua alteridade, talvez uma madura experiência cristã de Deus pode ser para os cristãos a possibilidade de encontro com religiosos de outras religiões. É certo que, mesmo que a pretensão de unicidade e universalidade da salvação cristã apresente dificuldades para o diálogo inter-religioso, não podem ser desprezadas as afirmações do Novo Testamento e de toda a tradição de experiências cristãs sobre a revelação divina decisiva e definitiva em Jesus Cristo.

As experiências de místicos como Thomas Merton e Raimon Panikkar são testemunhos que se caracterizam pelo esforço em aprofundar, no reconhecimento da especificidade e singularidade, sua própria experiência cristã de Deus, a partir de sua fé, no diálogo com outras tradições religiosas.

Assim, o pluralismo religioso sugere mergulhar nas raízes da profundidade do próprio Mistério divino pelo qual o religioso se torna capaz de encontrar em si mesmo, não somente quem ele é, mas a Deus. Lembremos que a experiência religiosa faz parte da experiência humana. Segundo Panikkar, a experiência de Deus “não só é possível, como também necessária para que todo ser humano chegue à consciência de sua própria identidade” (PANIKKAR, 1998a).

Cada religião é um canal especial em direção ao Absoluto. Não obstante, por detrás e mais além das características externas, como o credo, os ritos etc., pelas quais é reconhecida e por meio das quais é transmitida. Elas contêm em seu interior um chamado fundamental para que o religioso e a religiosa possam ir mais além de si mesmos, na medida em que têm por essência ser um sinal do Absoluto (MELLONI, 2008, p. 229). Essa realidade contribuirá para o diálogo inter-religioso não se deter “nas diferenças, às vezes profundas, mas confiar-se com humildade e confiança a Deus, que é maior do que o nosso coração” (Diálogo e Anúncio, 1996, n. 35).

Assim sendo, a mística é a possibilidade para que as religiões se descubram, por meio de seus místicos junto com outros crentes e não crentes, o sinal da presença e condição da permanência da fé. Ou seja, deve-se evitar no diálogo inter-religioso o dogmatismo e a indiferença. E, nenhum sujeito religioso está mais bem preparado contra esses perigos que o sujeito místico, por se encontrar na união com Deus; por viver uma experiência de fé na mais absoluta confiança.

São os místicos, nas religiões, os primeiros a reconhecerem que a revelação de Deus tem se dado por muitas mediações, pois eles conseguem “ver na história e em todas as articulações da existência humana este fio condutor divino que tudo une, tudo ordena e tudo eleva” (BOFF, 1983, p. 15).

Esses reafirmam que a autêntica fonte das religiões se encontra na experiência mística, pois todas fazem a mesma experiência de ser; porém a expressam segundo a época, cultura, educação e religião que vivenciam (MELLONI, 2008, p. 173). Sem desaparecerem as diferenças entre as tradições religiosas, diz Amaladoss, que “elas vivenciam o mesmo Deus. Mas não têm a mesma experiência” (AMALADOSS, 1996. p. 88).

Por conseguinte, os crentes de cada tradição, quando assumem sua verdadeira identidade religiosa, são capazes de reconhecer e acolher o outro em sua diferença sem negar a sua própria experiência. Logo, “a mística é a ou-topia, o ‘não-lugar’, das religiões e de todo diálogo, na medida em que aponta um campo de ação que está mais além de toda mediação e, ao mesmo tempo, é o lugar mais essencial e originário das diversas crenças e caminhos” (MELLONI, 2008, p. 09).

Desse modo, a autocompreensão do cristão de sua real vocação o abre às demais tradições religiosas (QUEIRUGA, 1999, p. 296). Uma vez que a experiência de Deus, que se dá por meio da experiência de fé, impulsiona o sujeito à acolhida, à aceitação e ao seu reconhecimento com consciência de que esse contato o coloca diante de uma Presença que já existe.

Mesmo que o diálogo inter-religioso tenha se chocado permanentemente com o dogmatismo e com o relativismo indiferente, o cultivo da dimensão mística pode eficazmente ajudar a evitar esses obstáculos, pois a experiência mística permite captar o íntimo parentesco de todas as religiões ao pôr em contato quem a vive com a raiz de onde todas elas procedem.

3 A mística inter-religiosa

Para o psicólogo William James, a raiz e o centro da religião pessoal encontram-se nos estados de consciência mística (JAMES, 1996, p. 285-287).  Sendo esta região o lugar do seu nascedouro é, também, o lugar em que podem se encontrar para aprender a escutar-se e a respeitar-se e, assim, colaborarem juntas na transformação do humano, da sociedade.

Nessa experiência, o ser humano é provocado a um aprofundamento de si e, nesse encontro consigo, descobre-se no desapego que o impulsiona para o exercício da alteridade (BINGEMER, 2013, p. 82-84). Ou seja, para a descoberta do outro, pois a experiência mística não se fecha no encontro amoroso do fiel com Deus. Ao contrário, “Deus vem a ele e ele quer perder-se em Deus. E Deus sempre o reenvia ao outro homem” (CATTIN, 1994, p. 30.) Esta é a razão de ser das religiões serem capazes de indicar caminhos para a Vida (MELLONI, 2008, p. 239). Por isso, todas incidem nas três dimensões que constituem o ser humano: sua afetividade, sua capacidade cognitiva e sua ação no mundo (PANIKKAR, 1999).

As tradições religiosas oferecem um modo de trabalhar sobre estas três dimensões, de um jeito que se vá dando forma à transformação que tem que fazer continuamente. Essa experiência acontece a partir da purificação dos afetos e a iluminação da inteligência para que a ação de cada pessoa sobre o mundo seja a mais transparente, pura e desinteressada possível.

Esta experiência provoca a transformação da vida, que, no lugar de estar centrada na angústia pela sobrevivência, torna-se gozo e oferenda, com a certeza de formar parte de uma totalidade infinita que é pura celebração. Isso acontece por permitir a quem vive perceber a presença do mistério em toda parte, pois “Deus conhece todas as línguas e compreende o suspiro silencioso exalado pelo coração de um amoroso” (TEIXEIRA, 2004. p. 28.)

Por conseguinte, todas as tradições entendem a Vida como via, como caminho, até essa progressiva abertura ao Absoluto. De diversos modos, contém uma progressão em três tempos que, no cristianismo, tomando-os do neoplatonismo, conhece-se como as vias purificativas, iluminativa e unitiva. A progressão no caminho é uma experiência humana universal (MELLONI, 2008, p. 241).

Melloni sugere a aplicação dessas três etapas ao encontro inter-religioso. Para ele, a etapa purificativa encontra-se na conversão que supõe reinterpretar as próprias crenças, ler os textos sagrados e praticar os próprios ritos de um modo que não seja exclusivista. A etapa iluminativa vai aparecendo quando vai-se passando do primeiro estranhamento e de uma informação superficial sobre o outro ao conhecimento e compreensão dessa alteridade, isto é, quando se começa a compreender os textos alheios a partir deles mesmos, ou seja, captá-los com o coração, entendendo por coração a sede mais profunda e receptiva do ser humano.

Por último, a via unitiva do diálogo inter-religioso é assintótica, pois se sustenta no paradoxo de uma união que celebra e venera a diferença. Esta união a-dual entre as religiões é a mesma que acontece no interior de cada caminho entre o Todo e a parte, entre Deus e a criatura, entre samsara e nirvana (MELLONI, 2008, p. 244). Esta união é o não-lugar comum das religiões na medida em que cada uma vai desprezando seu centro em favor do absoluto de Deus.

Alguns são os sinais para que uma religião possa chegar a ir além de si mesma, assimilando um Mistério sempre maior, provocando o “enriquecimento recíproco e a cooperação fecunda na promoção e preservação dos valores e dos ideais espirituais mais altos do homem” (Diálogo e Anúncio, 1996, n. 35), a que “chamamos nosso ser mais profundo, o divino em nós e em tudo o que existe” (MELLONI, 2008, p. 178). Pois é certo que apenas um coração transformado pela experiência de Deus, saberá dialogar e conviver com o diferente. Um coração assim não falará de ouvido, nem com sábias palavras, porém vazias; falará desde o vivido, desde a experiência, raiz e meta de todo autêntico diálogo, colocando em comum suas experiências do divino (MELLONI, 2008, p. 190).

A mística inter-religiosa, tendo como exemplo a experiência cristã de intimidade com Deus, provoca no interior do religioso o desvelamento da verdadeira imagem de Deus em que foi criado. De um Deus que é amor. Essa experiência torna-se para os demais religiosos de outras tradições uma manifestação desse amor.

Aqui está a importância para o melhor desenvolvimento do diálogo entre as religiões: aprofundar, por meio da fé, a experiência de encontro com Deus; descobrir-se e assumir no encontro com outros religiosos que está destinado a viver em harmonia com Deus.

Logo, partindo da presença de Deus no ‘eu’ interior, no exercício de sua capacidade de amar, o cristão torna-se capaz de encontrar Deus nos outros, encontrando a Cristo no lugar antes ocupado por sua individualidade. Para isso, faz-se necessário se desfazer de toda falsa imagem de Deus, a romper com um tipo de experiência de Deus que em muitos momentos comprova uma deficiência, como nos lembra o livro de Jó: “eu te conhecia só de ouvir. Agora, porém, os meus olhos te veem” (Jó 42,5).

Isso significa se livrar de todo tipo de formalismo mecânico e compulsivo para poder despertar o fervor interior e espontâneo do coração. E, desse modo, restaurar a orientação profundamente interior da atividade religiosa, almejar a renovação e a purificação da vida interior. Por conseguinte, deixar-se surpreender pela ação do Espírito, a partir de uma experiência de profundidade no ‘eu’ mais profundo que, quando desperta, encontra-se na presença de quem é imagem, Deus.

Portanto, a experiência do Mistério, como centro, pode valorizar a vida religiosa, seja qual for o lugar em que ela floresça, superando a tentação de absolutismo e exclusivismo, bem como o perigo do indiferentismo. Nesse sentido, o caminho para o diálogo inter-religioso deve ser perpassado pela experiência de profundidade desse Mistério.

Nesta experiência de mergulho, a pessoa religiosa se torna capaz de interiorizar e de contemplar, de entrar em si, orar e reconhecer em seu interior a presença silenciosa e amorosa de Deus; de deter-se diante da natureza e do cosmos e descobrir neles a presença do Deus vivo, de reconhecer na história, nos seres humanos a manifestação de Deus; de viver e experimentar que, quanto mais unido a Ele, mais seu semelhante pode ser.

Percebe-se que o contexto de pluralismo religioso indica onde são necessárias as transformações: nas formas de prática religiosa, na procura por viver em profundidade, na recuperação da dimensão da experiência íntima do mistério de Deus e da experiência da unidade com ela.

Entre os níveis de encontro com suas respectivas formas de diálogo que o cristianismo tem buscado concretizar, acredita-se que a experiência de Deus é o que alcança o nível mais profundo. Deve-se estar convicto de que a presença de Deus não é algo exterior à pessoa, que Ele não está fora, mas no próprio interior, na própria vida.

De acordo com o monge Thomas Merton, o auge da vida interior é a contemplação; a experiência de Deus em profundidade, a mística (MERTON, 2007, p. 76). Logo, torna-se importante para a experiência cristã não apenas a consciência do eu interior, mas também, pela fé, uma apreensão exterior de Deus, na medida em que ele se faz presente em seu eu interior.

Nesse mesmo sentido, para Raimon Panikkar a Realidade é totalmente relacional. (PANIKKAR, 1998b, p. 135). O ser humano não é um ser isolado, seu vínculo com o corporal e o divino lhe é constitutivo. A mística é uma experiência humana em sua plenitude, permitindo com que o ser humano faça a experiência do seu último fundamento, do que realmente é. Assim sendo, é uma experiência necessária para que todo ser humano chegue à consciência de sua própria identidade. O requisito indispensável para acolher a experiência de Deus é a integração do interior humano. Logo, o ser humano deve estar em harmonia consigo mesmo e com o universo. Harmonia entre ele e a sua “casa”, entre Deus e os seres humanos, entre contemplação e a ação, entre tudo o que vive e tudo o que morre, entre a renúncia e a conquista de si mesmo.

Por ser uma experiência de profundidade, o ser humano descobre em si mesmo e nos outros seres a dimensão de profundidade, de infinito que existe em tudo. Esta experiência concede humildade e, ao mesmo tempo, liberdade.

Diante disso, é imprescindível que os religiosos e as religiosas se conscientizem de que a mística não distrai o ser humano do cotidiano. Pelo contrário, o coloca em atenção diante dos desafios e necessidades de seu tempo. A experiência mística não separa o amor de Deus do amor ao próximo. O amor a Deus e ao próximo são um só amor. É o amor que se faz humano através de Deus que leva o ser humano à sua plenitude.

Torna-se necessária uma experiência de Deus inseparável de uma experiência de amor. O ser humano que alcança a integração do seu ser, não mais se encontra limitado pela cultura em que está inserido. Aceita a humanidade toda. Quem se abre a essa experiência transcende as divisões para alcançar uma unidade por cima de qualquer divisão.

Conclusão

O fenômeno místico e religioso adquire, nesse contexto plural, um privilegiado lugar de escuta e de resposta. De escuta, porque diante de todos os desafios enfrentados pelas religiões, compreendem a necessidade de retornarem à sua essência para atingir o coração e despertar a conversão. Isso significa conduzir seus fiéis à verdadeira experiência de Deus, visto que este é o desejo que move o coração do ser humano, que, indefeso, procura realizá-lo independentemente de qualquer tradição religiosa.

Sobre a resposta, esta se encontra na experiência de intimidade que o religioso e a religiosa vivem quando cada uma das religiões se move para o absoluto de Deus, voltados para um Mistério que sempre será para todos maior. Por consequência, “a mística é sempre religiosa e a religião é sempre mística” (VELASCO, 1999, p. 31).

Em toda experiência religiosa, encontram-se elementos místicos e em todas as pessoas existe uma predisposição ontológica e psicológica para algo que a experiência mística assegura desenvolver em plenitude. E é, então, nesta abertura ao infinito, base do elemento místico em que se conserva a origem na presença ontológica de Deus no sujeito, que se dá o encontro pela fé.

A mística é um baluarte frente aos reducionismos antropológicos de nossa sociedade e cultura, que solicita uma transformação da religião que passe da ênfase no exterior ao interior. Esse giro requer um salto na consciência religiosa, mais lúcida e desperta, pede hoje uma transformação profunda até o Mistério que a envolve e a sustenta.  Nesse sentindo, para todas as tradições religiosas se aproxima um larguíssimo e frutífero caminho quando conduz seus fiéis a uma experiência que os levem ao mais íntimo de si, ao encontro com a Realidade Última.

Por conseguinte, para o diálogo e encontro inter-religioso, torna-se necessária uma mística inter-religiosa e, nesse sentido, faz-se necessário manter e aprofundar o compromisso religioso único que é próprio para todos os crentes: recuperar a experiência de profundo encontro com o absoluto, com Deus. Como afirma Velasco, a “mística é sempre religiosa e a religião é sempre mística” (VELASCO, 1999, p. 31.)

Cada religião está em um ‘entre’: entre Aquele que o precede e Aquele para o que conduz. E cada tradição recorre a este ‘entre’ de um modo diverso, proporcionando um acesso irrepetível à Realidade primeira e última. Cada uma delas é portadora de uma aurora única, inegociável e irredutível que recorda o Mistério de uma forma insubstituível.

Referências

AMALADOSS, M.  Pela estrada da vida. São Paulo: Paulinas, 1996.

BINGEMER, Maria C. O mistério e o mundo. Paixão por Deus em tempos de descrença. Rio de Janeiro: Rocco, 2013.

BOFF, Leonardo. Mestre Eckhart: mística de ser e de não ter. Petrópolis: Vozes, 1983.

CATTIN, Yves. A regra cristã da experiência mística. In: Concilium 254, n. 4, 1994.

DUPUIS, Jacques. Rumo a uma teologia cristã do pluralismo religioso. São Paulo: Paulinas, 1999.

JAMES, William. Las variedades de la vida religiosa. Península: Barcelona, 1996.

MELLONI, Javier. (org.). El no-lugar del encontro religioso. Madri: Trotta, 2008.

MERTON, Thomas. A experiência interior: notas sobre a contemplação. São Paulo: Martins Fontes, 2007.

PANIKKAR, Raimon. Entre Dieu et le cosmos. Entrevista com Gwendoline Jarczyk, Albin Michel: Paris, 1998b.

PANIKKAR, Raimon. Iconos del mistério. La experiência de Dios. Barcelona: Península, 1998a.

PANIKKAR, Raimon. La Trindad. Una experiência humana primordial. Madri: Siruela, 1999.

PONTIFÍCIO CONSELHO PARA O DIÁLOGO INTER-RELIGIOSO. Diálogo e Anúncio. São Paulo: Paulinas, 1996.

QUEIRUGA, A. Torres. ¿Qué significa afirmar que Dios habla? In: Selecciones de Teologia 34, n. 134, 1995b.

QUEIRUGA, A. Torres. A revelação de Deus na realização humana. São Paulo: Paulus, 1995a.

RONSI, Francilaide de Q.; BINGEMER, Maria Clara L. A mística cristã e o diálogo inter-religioso em Thomas Merton e em Raimon Panikkar. Para uma maturidade cristã e uma mística inter-religiosa. Rio de Janeiro, 2014. Tese de Doutorado. Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro.

TEIXEIRA, Faustino (org.). No limiar do mistério. Mística e religião. São Paulo: Paulinas, 2004.

VELASCO, J. Martin. El fenómeno místico. Estudio comparado. Madri: Trotta, 1999.

VELASCO, J. Martin. El malestar religioso de nuestra cultura. 2ª Ed. Madrid: Paulinas, 1993.

    Paradigmas de la Ética Teológica

    Sumário

    Introdução

    1 Paradigmas da ética teológica e seus desdobramentos

    1.1 Paradigma ético do cristianismo nascente

    1.2 Paradigma da Tradição Cristã

    1.3 Paradigma apontado pelo Concílio Vaticano II

    1.4 Paradigma para uma nova mudança epocal

    Conclusão

    Referências

     

    Introdução

    Falar de paradigmas é referir-se a princípios que norteiam pensamentos e ações ou a modelos ou padrões que são estabelecidos para indicar um possível conjunto de respostas ou soluções concretas a perguntas ou problemas que surgem em determinado momento histórico.

    O conceito de paradigma está, na verdade, muito associado ao mundo da ciência e aos nomes de Thomas Kuhn e Karl Popper, e suas tentativas de compreensão do modo como funciona o conhecimento científico. Kuhn indicou que paradigmas são “as realizações científicas universalmente reconhecidas que, durante algum tempo, fornecem problemas e soluções modelares para uma comunidade de praticantes de uma ciência” (KUHN, 1991, p.13). Assim, os paradigmas surgem da concordância sobre determinados pontos de vista e se configuram como um marco conceitual que possibilita a formulação de uma determinada teoria que responda a perguntas que são feitas.

    A ética, reconhecida como ciência que investiga atos, atitudes, costumes e valores do ser humano, aqui pensada à luz da teologia, também se deixou guiar por paradigmas ou modelos de pensamento que se firmaram ao longo da história do Ocidente cristão.

    A proposta aqui assumida é apontar os paradigmas que nortearam e norteiam a construção teórica e prática da ética teológica no passado e no presente, e verificar a crise contemporânea desses paradigmas que, de alguma forma, apontam para caminhos ainda não desvendados. Por essa razão, uma breve passagem pela história da ética teológica se fará necessária, mesmo sabendo que contar essa história não é a motivação principal desse texto e que um outro verbete poderá fazê-lo mais adequadamente.

    1 Os paradigmas da ética teológica e seus desdobramentos

    Esta seção buscará apontar os paradigmas da ética teológica que marcaram alguns tempos específicos da história da humanidade no Ocidente cristão. É importante recordar que cada paradigma é um modelo de pensamento que, por sua vez, suscita diferentes modos, métodos e sistemas de se fazer teologia moral em cada contexto, gerando atitudes e perspectivas que marcaram a história da ética teológica e a vida dos cristãos.

    1.1 Paradigma ético do cristianismo nascente

    Os paradigmas da ética teológica serão aqui pensados a partir do cristianismo que nasce com a encarnação de Jesus de Nazaré, o Filho de Deus feito Homem. No entanto, é preciso lembrar que Jesus, sendo judeu, nasceu em um tempo e em uma cultura determinada, já constituída, com valores, normas e costumes consagrados. Temos, nas Sagradas Escrituras, o Antigo ou Primeiro Testamento, com textos que narram o início da História da Salvação que coincide com a história do povo judeu. O que nos interessa aqui é afirmar, a partir desse texto revelado, que o ethos judeu se ancorava em uma ética fundada no “Paradigma da Lei”: a lei do Sinai, recebida por Moisés, os assim chamados dez mandamentos, que foram ampliados para inúmeras outras leis, postas com a intenção de interpretar e detalhar o que precisava ser observado e cumprido pelo povo da Aliança. Jesus, como bom judeu, não nega a lei de Moisés, mas a atualiza e a amplia, paradoxalmente simplificando-a. Reduz os dez mandamentos e as 613 leis descritas no Pentateuco a duas, que no final se resumem em uma só: a lei do amor. Assim, do judaísmo para Jesus pode-se pensar em uma primeira mudança de paradigma ético. Essa mudança, do paradigma da Lei para o “Paradigma do Amor”, é muito importante para que se possa compreender o que se passou depois.

    Bem no início do cristianismo, quando ainda não existiam formulações teóricas consistentes e o agir humano era orientado pela tradição oral, que traduzia e interpretava os ensinamentos de Jesus, a ética que regia as primeiras comunidades cristãs contemplava as atitudes que mais se aproximavam das palavras e ações do Mestre Jesus. O paradigma do Amor fundamentava o ethos cristão.

    No entanto, já no século I, começaram a surgir escritos, que mais tarde foram denominados de Novo ou Segundo Testamento, na composição das Sagradas Escrituras. Esses escritos, que trazem os quatro Evangelhos, os Atos dos apóstolos e as Cartas, enviadas às comunidades cristãs por Paulo e outros apóstolos, são considerados como Revelação e, por essa razão, fontais e paradigmáticos para toda a ética que se diz cristã. Bernhard Häring fala de um “Paradigma da Fidelidade Criativa” na Igreja apostólica, exemplificando-o por fatos descritos sobretudo nos Atos dos Apóstolos, quando os discípulos de Jesus foram chamados a solucionar conflitos surgidos em razão das diferenças culturais entre aqueles que aderiram à fé cristã. Alguns rompimentos criativos que desafiavam a Igreja estabelecida, naquele momento, colocava os apóstolos na fidelidade a Jesus e à sua proposta evangélica (HÄERING, 1979, p. 36).

    1.2 Paradigma da tradição cristã

    Surgiram, no entanto, outros textos entre os séculos I e IV. Entre eles se destacam a Didaqué, os evangelhos chamados apócrifos e as homilias e escritos dos Padres da Igreja. Todos esses escritos continham ensinamentos práticos que indicavam como os cristãos deviam ser e agir. Pode-se dizer que o paradigma, o modelo ou fundamento, nesse contexto, era também o da fidelidade criativa a Jesus e aos valores do Reino por ele anunciado, embora já comece a aparecer aqui, uma certa influência do mundo helênico na elaboração dos textos dedicados à exortação dos cristãos.

    Filósofos como Platão e Aristóteles foram fundamentais para uma síntese entre cristianismo e filosofia grega e para a introdução de um novo paradigma que sustentou a ética teológica. Santo Agostinho, do século IV, considerado o maior pensador da antiguidade cristã latina, tem seus escritos fortemente marcados pela síntese feita a partir do encontro do cristianismo com o platonismo. Santo Tomás de Aquino, já no século XIII, utiliza as categorias aristotélicas na explicitação de sua teologia.

    O teólogo José Roque Junges apresenta no artigo “Transformações recentes e prospectivas de futuro para a ética teológica”, uma reflexão sobre os paradigmas do pensamento, reflexão esta que será muito útil para a compreensão do que aqui será exposto. Segundo ele, a história do pensamento ocidental pode ser vista e estudada a partir de três paradigmas: o “paradigma do ser”, o “paradigma da consciência” e o “paradigma da linguagem”. Cada um desses paradigmas se apresenta como um quadro referencial, uma lógica que rege a reflexão e a vida, correspondendo a um discurso ético.

    Seguindo sua reflexão, pode-se compreender que o “Paradigma do Ser”, também considerado como o “paradigma da natureza”, é aquele que se fez presente na Antiguidade e na Idade Média, e que tem como ciência de fundo a metafísica. Seu “objetivo básico é a explicitação do ser de todas as coisas” e, para isso, busca uma aproximação com a natureza das coisas. Esse paradigma tem a pretensão, na verdade, de “captar o que é permanente na aparência passageira da realidade e tornar claro qual o princípio explicativo ou a essência que serve de suporte à existência das coisas” (JUNGES, 2004, p. 11).

    A antiguidade cristã, como sabido, sofreu uma forte influência do paradigma platônico, que pode ser considerado idealista ou essencialista, pois aposta em um mundo onde as ideias existem em si e por si e são consideradas realidades universais, eternas e imutáveis. São essas ideias que sustentam, como modelo, a existência das coisas no mundo sensível, do qual o ser humano participa. A ética cristã, que se delineia sob esse paradigma, sobretudo a partir dos escritos de Santo Agostinho, sabidamente platônico, é uma ética idealista, que despreza o mundo real, é dualista, pois considera o ser humano fraturado sob a ótica da oposição/exclusão entre corpo e alma, e pessimista em relação a esse ser humano e sua história, pois na participação do mundo sensível ele é apenas uma cópia imperfeita do que deveria ser e por isso não consegue realizar o bem que almeja.

    No mundo medieval, sobretudo no contexto escolástico, a influência é de Aristóteles. O paradigma aristotélico é empirista e realista, pois tem como base a realidade do mundo habitado. Tomás de Aquino retoma o aristotelismo, que apresenta a lei natural como aquela que define o ser humano, o qual, em sua essência, é um ser racional. Assim, a reta razão se dedica a descobrir e a explicitar as inclinações da natureza humana que tende a buscar a felicidade. Essa felicidade só pode ser encontrada na prática do bem agir, que só acontece se o agir for virtuoso. Assim, “a moral, neste paradigma, é essencialmente uma moral de conteúdos que conduzem à felicidade e são descobertos pela reta razão, explicitados no ethos e interiorizados pela virtude” (JUNGES, 2004, p. 11).

    Marciano Vidal, em seu intento de reconstituir e classificar os modelos da ética teológica, fala de quatro épocas, pensadas a partir de alguns pontos nevrálgicos que, segundo ele, oferecem base para a construção dos modelos morais. São elas: a patrística, a medieval, configurada, sobretudo, pela práxis penitencial, a do renascimento tomista e a da casuística, etapa essa que já estava presente nos tempos modernos, começando no Concílio de Trento e terminando no Concílio Vaticano II (VIDAL, 1986, p. 99).

    Com Junges é possível afirmar que o paradigma tradicional, aqui apresentado como o “Paradigma do Ser”, não responde aos novos desafios trazidos pelo sujeito moderno, marcado pela perspectiva histórica, e que seus pressupostos obedeciam a um modo de pensar superado e incompreensível aos homens e mulheres da época atual.

    Na mesma direção, Marciano Vidal fala de “fundamentações insuficientes da ética cristã”, que geraram “formas incorretas de vivência moral” (VIDAL, 1986, p. 179). Ele apresenta em dois grupos os modelos que denomina incorretos ou insuficientes, com os quais se formulou e se viveu a ética cristã: os modelos baseados na heteronomia e os modelos baseados na natureza humana normativa.

    Vidal descreve da seguinte maneira os modelos éticos baseados na heteronomia: são modelos morais baseados na “proibição”, no tabu (fundamentação mágico-tabu); no mito (com uma fundamentação mítico-ritualista); na “obrigação extrínseca” (de caráter voluntarista, que destaca duas formas mediadoras da moral: o voluntarismo nominalista e o casuísmo); no “estabelecido” (fundamentação no positivismo sociológico) e na “utilidade” (fundamentação utilitarista).

    Ainda segundo Vidal, os modelos éticos baseados na “natureza humana normativa” são os de caráter ontológico-abstrato, baseados na ideia de “lei natural”, e os de inspiração físico-biológica, baseados na ideia de “ordem natural” (VIDAL, 1986, p. 180-197).

    Bernhard Häring também aponta a insuficiência desse paradigma “tradicional”. Segundo ele, uma teologia moral desse tipo (de tendência legalista e orientada para a solução de casos no confessionário), que acabou produzindo sistemas morais como o tuciorismo, o rigorismo, o probabiliorismo, o probabilismo e o laxismo, “não mais podia favorecer os exemplos de discipulado, daquela justiça que provém da ação justificadora de Deus e da resposta de amor ao seu chamado, para que a pessoa se torne cada vez mais a imagem e semelhança de sua própria misericórdia” (HÄERING, 1979, p. 50-51).

    Pode-se dizer então, que há um certo consenso entre os teólogos moralistas de que o paradigma metafísico não mais respondia às questões trazidas pela modernidade e que um novo paradigma que sustentasse a ética cristã precisaria ser encontrado.

    2.3 Paradigma apontado pelo Concílio Vaticano II

    Voltando a Junges, vamos verificar o segundo paradigma do pensamento moral proposto por sua leitura o “Consciência ou do sujeito”. Esse paradigma se firma em função da mudança epocal que acaba por separar o tempo anterior de um novo tempo, denominado pelos autores de Modernidade. Nesse tempo deu-se a virada antropocêntrica que trouxe o sujeito para o centro de todas as reflexões e da elaboração da compreensão do mundo e dos valores. Não mais Deus, nem o cosmos, mas o ser humano, é agora considerado o principal figurante de um mundo a ser ordenado, manipulado e construído.

    Assim, “a crítica do conhecimento ocupa o lugar da metafísica como ciência mestra. O único conhecimento verdadeiro aceitável pela crítica é o adquirido pelo método da ciência”, que, não por acaso, é feita pelo sujeito pensante (JUNGES, 2004, p. 12).

    A modernidade, portanto, significou a superação do paradigma da heteronomia e da determinação da natureza e trouxe a introdução do contrato social, baseado não mais numa lei universal, mas na “lei constituída pela vontade geral”. A lei, assim, não é mais resultante de uma imposição heterônoma, mas da aceitação autônoma das consciências que pensam e decidem por sua própria conta. A ação moral considerada boa é aquela que corresponde à avaliação positiva das consciências autônomas que assim a decidiram. Segundo Junges, estamos diante de uma “ética da consciência autônoma como base para a obrigatoriedade da lei” (JUNGES, 2004, p. 12).

    No âmbito católico, o Concílio Vaticano II foi o principal responsável pela introdução desse modo de ser e pensar na reflexão ética. Ele compreende a mudança epocal que desemboca na modernidade e coloca a escuta dos “sinais dos tempos” como método imprescindível para se fazer teologia e viver a fé. Desse modo, a partir da observação de novos tempos e costumes, a ética teológica precisou ser repensada, longe dos pressupostos metafísicos, do legalismo, do juridicismo, do rigorismo e da casuística.

    É importante lembrar que, mesmo antes do Concílio, as intuições que nele foram expressas já se faziam presentes e foram afirmadas por grandes teólogos. Como exemplo podemos citar os teólogos jesuítas que, segundo Häring, “percebiam, com grande perspicácia, que um número demasiado grande de leis e de sanções sufocava a liberdade e a criatividade do fiel”. Também Santo Afonso de Ligório, continua o grande teólogo moralista da época do Concílio, ao trazer o equiprobabilismo como alternativa aos sistemas morais anteriores, apontava para o seguinte: “quando uma consciência reta tem uma quantidade igual ou quase igual de boas razões para o uso criativo da liberdade, visando a necessidades presentes, ela não está obrigada pela lei que, em si mesma ou em sua aplicação concreta, é duvidosa (HÄERING, 1979, p. 53).

    Essas e outras intuições, apresentadas no século XIX e início do século XX, associadas às mudanças civilizatórias, deram ao Concílio a base para suas reflexões e propostas. Nesse sentido, a recomendação conciliar de “volta às fontes”, era um apelo a que a ética teológica tivesse como fundamento principal a Sagrada Escritura e não mais o Direito. Isso para que os cristãos pudessem revelar ao mundo e no mundo sua adesão a Jesus Cristo e à sua proposta de implantação do Reino de amor. No Decreto Optatam Totius, do Concílio, pode ser encontrada essa recomendação:

    Ponha-se especial cuidado em aperfeiçoar a teologia moral, cuja exposição científica, mais alimentada pela Sagrada Escritura, deve revelar a grandeza da vocação dos fiéis em Cristo e a sua obrigação de dar frutos na caridade para vida do mundo (OT 16, grifo nosso).

    A importância da ciência e a força da autonomia do sujeito pensante também foram reconhecidas, fazendo com que a ética cristã assumisse, como lugar teológico, a consciência individual e a reciprocidade das consciências. A Constituição pastoral Gaudium et Spes, também do Concílio, traz um parágrafo fundamental para a compreensão desse paradigma. Na retomada de um pequeno trecho pode-se perceber sua importância e alcance:

    […] A consciência é o centro mais secreto e o santuário do homem, no qual se encontra a sós com Deus, cuja voz se faz ouvir na intimidade do seu ser. Graças à consciência, revela-se de modo admirável aquela lei que se realiza no amor de Deus e do próximo. Pela fidelidade à voz da consciência, os cristãos estão unidos aos demais homens, no dever de buscar a verdade e de nela resolver tantos problemas morais que surgem na vida individual e social […] (GS 16).

    O Concílio provoca, então, um exame autocrítico dos princípios norteadores da ética teológica e faz alguns deslocamentos: da perspectiva “estática para a dinâmica, da teoria para a prática, da lei para a consciência” (ORDUÑA; ASPITARTE; BASTERRA, 1980, p. 91). Segundo esses autores, o que se verifica é uma “reconversão a Cristo, como princípio entitativo, à Sagrada Escritura, como princípio primordial de conhecimento, e à Caridade, como princípio operativo da conduta moral”.

    Bernhard Häring, padre conciliar, teve uma grande influência nas reflexões que aconteceram em torno do Vaticano II e propõe, nesse contexto, para a ética teológica, o “paradigma personalista Bíblico-Cristão”. Esse paradigma tem a característica de trazer para o centro da reflexão ética a pessoa de Jesus Cristo, Deus e homem. Como bem expressa Häring, retomando Bonhoeffer, “o ponto de partida para a ética cristã não é a realidade de nosso próprio ser, nem é a realidade dos padrões e dos valores. É a realidade de Deus, como ele se revelou em Jesus Cristo” (HÄERING, 1979, p.62). Jesus é o protótipo do que devemos ser, da resposta que devemos dar a Deus que nos chama à vida. Suas palavras e ações devem guiar o agir de cada pessoa no espaço que habita e no tempo em que vive. Assim, para esse paradigma, o antropocentrismo gira em torno de Jesus de Nazaré, o homem exemplar, a revelação da humanidade em plenitude.

    É importante também lembrar que o paradigma personalista do século XX teve sua inspiração em Tomás de Aquino, que tem uma importante reflexão sobre a noção de pessoa. Como ele concebe a natureza humana como racional e afirma que cada indivíduo é uma pessoa, seu pensamento permite considerar o ser humano como um ser criado à imagem e semelhança de Deus, ético e livre, que pode distinguir entre o bem e o mal e decidir o rumo de sua vida.

    Assim, o personalismo proposto por Häring traz à tona quatro palavras indispensáveis: liberdade, fidelidade, responsabilidade e criatividade.

    A partir dessas palavras, o autor propõe algumas passagens importantes que aconteceram nessa mudança de paradigma, como por exemplo: da eleição como prestígio ao chamado para ser sinal; da idolatria à fidelidade à verdade; da escravidão das normas à liberdade da Lei do amor; da obediência cega à responsabilidade criativa; do casuísmo legalista à moralidade da Aliança e das Bem-aventuranças (MILLEN, 2005, p. 135-188).

    Muitas teses de doutoramento foram feitas e muitas obras foram escritas a partir do pensamento de Häring, que trabalhou exaustivamente para que esse novo paradigma ético, atento às necessidades dos novos tempos e, ao mesmo tempo, atento às raízes cristãs mais originárias, pudesse ser implementado.

    Apesar de trazer uma mudança necessária e frutífera, o paradigma personalista, que deu ensejo à chamada Moral Renovada, foi considerado, por alguns teólogos, como insuficiente (VIDAL, 1986, p. 200). Roque Junges prefere falar em lacunas e não em insuficiências. Segundo ele, a Moral Renovada, fundada em uma ética personalista,

    apresenta uma visão ingênua e simplista da sociedade moderna, não dando atenção ao conflito e à injustiça, não levando em consideração a complexidade da realidade atual. Caracteriza-se, igualmente, por uma concepção otimista do mundo, olvidando a realidade do mal e do pecado e desconhecendo as dinâmicas culturais que movem os processos sociais e políticos […] não consegue captar a complexidade da ação humana contextualizada. […] Parte de um ser humano fora do seu contexto sociocultural. Não tem uma perspectiva social que pensa com base nas maiorias marginalizadas. Os ouvidos não estão abertos ao grito dos pobres que se torna sempre mais ensurdecedor. Por isso não consegue captar a complexidade da ação humana contextualizada (JUNGES, 2005, p. 21).

    Em razão dessas críticas e do apontamento das lacunas e insuficiências, surgiram, em alguns contextos, sobretudo onde as desigualdades e injustiças produziram pobrezas e sofrimentos eticamente inaceitáveis, outros modos de se fazer teologia, outras correntes teológicas, como por exemplo a Teologia do Povo e a Teologia da Libertação, geradas na América Latina, a Teologia Feminista e as questões de gênero, a Ecoteologia, entre outras. Esses modelos teológicos trazem uma metodologia baseada no ver, julgar e agir, que muito ajuda na compreensão do ethos dos povos e da dinâmica da vida que sustenta projetos sociais e políticos. Assim sendo, influenciaram na reflexão ética e na moral a ser vivida, mas, por razões a serem revisitadas, não foram bem compreendidos por alguns e em certos contextos até rejeitados. É possível dizer que eles também são frutos da reflexão conciliar, mais subliminar, menos publicizada e vivida, e que se inserem no terceiro paradigma da ética teológica no mundo católico, denominado por Roque Junges como o da Linguagem ou da Intersubjetividade.

    Esse paradigma introduz a perspectiva intersubjetiva e por isso rompe com a tendência antropocêntrica e individualista do paradigma anterior. A linguagem, como meio de expressão de nossas vivências, se torna um mecanismo básico para o estabelecimento de relações interpessoais. Assim, a comunicação pela linguagem, fundamentada entre sujeitos que refletem, passa a ser o eixo sobre o qual se constrói o pensamento. Jürgen Habermas é um dos autores que corroboram esse paradigma. Ele traz uma Ética do Discurso, cujo eixo é a Teoria da Ação Comunicativa. Essa teoria propõe que se escolha valores e se busque a verdade a partir de uma lógica racional intersubjetiva que trabalha com a suposição de que existem normas racionalmente validáveis (HABERMAS, 2012). “A verdade passa a ser, então, fruto de um consenso construído pela comunidade de comunicação onde todos têm a priori acesso à palavra” (JUNGES, 2005, p. 13). Nesse contexto, consensos, que podem ser mínimos ou até provisórios, são buscados e aceitos e se apresentam como necessários à vida.

    Não se pode esquecer aqui também a contribuição de Lévinas, que traz para a reflexão a questão da alteridade. Seu pensamento está organizado em torno de uma ética dialógica, que se contrapõe ao paradigma puramente personalista, que é monológico, autocentrado. Para Lévinas, quando o outro é percebido como Alteridade, se torna fonte das grandes experiências de vida e base genuína da ética. Assim, a ética, no horizonte da alteridade, já não é mais pensada em função do protagonismo do sujeito pensante, mas da sua relação com um outro, com um rosto que convoca, que pede uma resposta (LEVINAS, 2008).

    Apesar da importância e da atualidade desse paradigma, que traz para o centro a intersubjetividade, o que se pode perceber é que a contemporaneidade vive um momento ímpar, marcado por uma crise de sentido que está a suscitar uma outra mudança epocal.  Essa mudança se encontra em plena realização, ainda não concluída e provisoriamente nomeada por alguns de pós-modernidade ou modernidade tardia. Estamos em plena crise civilizatória. As transformações observadas nos últimos sessenta anos correspondem a uma verdadeira revolução do conhecimento e de sua aplicabilidade, com perspectivas inéditas ainda a serem implementadas.

    Vive-se hoje, entre outras, uma crise da razão que atinge a ciência, a concepção de conhecimento e de mundo. A constatação da complexidade de todas as coisas exigiu que se trabalhasse a partir de especializações que, pela redução, separaram para conhecer melhor e, por isso, trouxeram uma visão simplificadora da realidade e uma diluição do todo. A visão de conjunto ficou rarefeita e as relações que intercorrem entre os diferentes elementos que compõem a realidade ficaram obscurecidas. Assim, a fragilidade do pensamento fragmentado, a desconfiança com relação aos sistemas instituídos, o cansaço, a apatia, a desilusão e a sensação de não pertença e de impotência diante da vida são sentimentos generalizados que passam a moldar um novo ethos, que reclama uma nova ética.

    A contemporaneidade tem sido descrita por muitos autores através de metáforas e expressões que retratam o vivido. Entre outras temos a de “mundo líquido” (BAUMAN, 2001), “sociedade do cansaço” (HAN, 2017), “mundo da pós-verdade”, do “pós-humano”. Essas metáforas e expressões sugerem a necessidade de novos paradigmas para se pensar a vida e o agir. Talvez o que possa fazer jus a esse tempo ainda incompreendido, seja o “Paradigma da Complexidade”, trazido por Edgard Morin. Os desafios desse modelo de pensamento estão bem explicitados em seu livro Ciência com consciência (MORIN, 2005) e sintetizados por Roque Junges (JUNGES, 2005, p. 22-23).

    Esse paradigma coloca o ser humano diante de um mundo plural, não compreensível através de um único eixo de pensamento. Coloca-o diante do imprevisível, do caminho que deve ser feito ao caminhar e não daquele dado antecipadamente; coloca-o diante de si mesmo e de sua impotência e vulnerabilidade; coloca-o diante da constatação de um mundo interligado, interconectado e, por isso, talvez seja esse o paradigma que a Ética Teológica tenha que assumir.

    1.3 Paradigma para uma nova mudança epocal

    Propor um novo Paradigma ético em um tempo tão complexo, não é tarefa fácil, mas alguns aportes podem ser úteis para que aos poucos se possa sair dessa situação caótica para um tempo em que o complicado possa ser harmonizado e a vida se apresente mais venturosa.

    Seguindo Junges,

    A atual complexidade do contexto sociocultural e do agir dos indivíduos exige um novo paradigma de compreensão da própria ética teológica, se a mensagem cristã quiser continuar a ter alguma incidência no cotidiano das pessoas e na realidade social. O paradigma da complexidade organiza o conhecimento em novos moldes mais adequados para entender situações complexas, frutos de multivariadas inter/retrorelações. Ele ajuda a superar uma visão maniqueísta que não sabe levar em consideração essa variedade de elementos e dimensões, englobando a própria desordem na ordem, o desequilíbrio no equilíbrio. A ética teológica necessita de um choque epistemológico (JUNGES, 2005, p. 27).

    Esse choque epistemológico pode ajudar na revisitação da novidade do próprio cristianismo que, deturpado por interpretações equivocadas e por acréscimos indevidos, serviu e ainda serve para justificar modelos éticos que não conseguem mais responder às perguntas de hoje.

    Desse modo, propor um paradigma ético para esse tempo complexo e mutante se faz necessário e o “Paradigma do Cuidado” pode ser uma aposta plausível.

    Esse paradigma, explicitado por Leonardo Boff no livro Saber cuidar. Ética do humano – compaixão pela terra, permite a apreensão da complexidade do ser humano, como ser vivo em relação com todos os outros seres criados. Permite também o reconhecimento da complexidade do agir humano, levando em conta as circunstâncias existenciais e a conexão entre tudo o que existe, e permite ainda a construção de um caminho ético que contemple a volta à Lei do amor, proposta lá no início por Jesus de Nazaré. O paradigma do cuidado traz como eixo a corresponsabilidade terna e cuidadosa pela vida de todos e todas e por toda a vida que existe, na dinâmica da paraclese, que se funda no Espírito que cuida, consola, sustenta, inspira e nos leva a esperançar.

    Em um mundo desagregado e desorientado por inúmeras guerras e polarizações, pela indiferença que fere, pela competição que exclui o outro, pela depredação da casa que é comum a todos e que constitui a única possibilidade de sobrevivência para a espécie humana e para toda a criação, mais que nunca a corresponsabilidade solidária e a fraternidade universais são urgentes. Assim, a ética cristã não se configura mais como aquela que deve garantir determinadas condutas ditadas por regras fixadas desde sempre, mas como aquela capaz de buscar a experiência do amor, reinventado e recriando de novo, a cada vez. É o amor que possibilita o sentimento de irmandade universal, proposto por Francisco de Assis e por Francisco de Roma.

    O Papa Francisco diz assim:

    Fratelli tutti: escrevia São Francisco de Assis, dirigindo-se a seus irmãos e irmãs para lhes propor uma forma de vida com sabor a Evangelho. Destes conselhos, quero destacar o convite a um amor que ultrapassa as barreiras da geografia e do espaço; nele declara feliz quem ama o outro, “o seu irmão, tanto quando está longe, como quando está junto de si”. Com poucas e simples palavras, explicou o essencial duma fraternidade aberta, que permite reconhecer, valorizar e amar todas as pessoas independentemente da sua proximidade física, do ponto da terra onde cada uma nasceu ou habita (FT 1).

    O amor é cuidadoso, não aceita a violência e é caminho seguro para a cura e a paz. Esse é, portanto, um paradigma terapêutico, tão necessário a um mundo adoecido e fraco na esperança, a um mundo que passa por turbulências e gera pessoas enfermas e desoladas. Boff diz que a categoria cuidado é um modo de ser que mostra como funciona bem o ser humano enquanto tal, diferentemente das máquinas. E esse modo não vem da razão, das estruturas de compreensão, mas do sentimento, da capacidade de ternura, de compaixão, de empatia, de dedicação, de comunhão com o diferente (BOFF, 1999, 2010).

    Talvez não fosse importante pensar agora em paradigmas do pensamento, embora eles tenham seu lugar e tenham sido extremamente úteis para nortear o que se viveu até aqui, mas pensar e assumir os paradigmas do coração, paradigmas que tenham como eixo não o logos, mas o pathos, o sentimento cordial que nos constitui humanos.

    Conclusão

    Diante do exposto, não é possível elaborar uma conclusão. Tudo está em aberto. Tudo pode ser repensado. O convite que fica é que a reflexão continue e que a crise atual possa se constituir em momento para crescimento e busca de caminhos que apontem saídas promissoras e, talvez, outros paradigmas éticos. Que a esperança não esmoreça e que ela seja a mola mestra para que a ética cristã não permita que o amor definhe ou fique em segundo plano.

    Maria Inês de Castro Millen

    Referências

    BAUMAN, Zygmunt. Modernidade líquida. Rio de Janeiro, Zahar, 2001.

    BOFF, Leonardo. Saber cuidar. Ética do humano – compaixão pela terra. 2 ed. Petrópolis, Vozes, 1999.

    BOFF, Leonardo. Cuidar da terra, proteger a vida. Como evitar o fim do mundo. Rio de Janeiro: Record, 2010.

    FRANCISCO, Papa. Carta Encíclica Fratelli Tutti. Sobre a fraternidade
    e a amizade Social. Disponível em: https://www.vatican.va/content/francesco/pt/encyclicals/documents/papa-francesco_20201003_enciclica-fratelli-tutti.html. Acesso em jun. 2022.

    CONCÍLIO VATICANO II. Constituição pastoral Gaudium et Spes. Sobre a Igreja no mundo atual. Disponível em: https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_po.html . Acesso em mai. 2022.

    HABERMAS, Jürgen. Teoria do agir comunicativo: Racionalidade da ação e racionalização social. São Paulo: Martins Fontes, 2012.

    HAERING, Bernhard. Livres e fiéis em Cristo. Teologia moral para sacerdotes e leigos. Teologia moral geral. v. 1. São Paulo: EP, 1984.

    HAN, Byung-Chul. Sociedade do cansaço. Petrópolis: Vozes, 2017.

    JUNGES. J, R. Transformações recentes e prospectivas de futuro para a ética teológica. In: IHU Cadernos de Teologia pública n. 007. 2005. Disponível em: https://www.ihu.unisinos.br/images/stories/cadernos/teopublica/007cadernosteologiapublica.pdf Acesso em abr. 2022.

    KUHN, Thomas S. A estrutura das revoluções científicas. 5. ed. São Paulo: Perspectiva, 1998.

    LÉVINAS, Emmanuel. Totalidade e Infinito. Lisboa: Edições 70, 2008

    MILLEN, M. I. C. Os acordes de uma sinfonia. A moral do diálogo na teologia de Bernhard Häring. Juiz de Fora: Editar, 2005.

    MORIN, Edgar. Ciência com consciência. 8 ed. Rio de Janeiro: Bertrand Brasil, 2005.

    ORDUÑA, R. Ricon; BARTRES, G. Mora; AZPITARTE, E. Lopes. Práxis cristã 1. Moral fundamental. 2. ed, São Paulo: EP, 1983.

    CONCÍLIO VATICANO II. Decreto Optatam Totius. Sobre a formação sacerdotal. Disponível em: https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_optatam-totius_po.html. Acesso em mai. 2022

    VIDAL, Marciano. Moral de atitudes I. Moral fundamental. 2 ed. Aparecida- SP: Santuário, 1986.

      Mística y Gênero

      Imagen masculina de Dios: la interpelación feminista

      Índice

      1 El hablar sobre Dios

      1.1 La humanización de Dios

      1.2 Un Dios humano, pero en masculino

      2 La teología feminista

      2.1 Crítica feminista a la masculinización de Dios

      2.2 Consecuencias del lenguaje masculino sobre Dios para las mujeres

      3 Hacia una nueva manera de nombrar a Dios

      3.1 Un Dios que tiene atributos o rasgos femeninos

      3.2 El Espíritu Santo como ícono de la feminidad de Dios

      3.3 Un Dios que sustenta la igualdad fundamental entre varones y mujeres

      4 La masculinidad de Jesús ¿un problema?

      5 Referencias

      1 El hablar sobre Dios

      Referirnos a Dios sobrepasa cualquier intento humano de darle nombre. La teología apofática, o sea aquella que calla ante el ‘misterio’ mantiene su vigencia en el mundo actual porque todo lo que digamos de Dios es infinitamente más pequeño de lo que realmente Dios es. Pero nuestra condición humana nos empuja a darle nombre y por eso recurrimos a diferentes vías para referirnos a lo trascendente. Lo hacemos, de manera conceptual, por la vía de la afirmación – Dios es bondad -, por la vía de la negación – Dios no es maldad – y por la vía de la eminencia – Dios es la suma bondad -, por citar algunos ejemplos. Más aún, también contamos con otra manera para referirnos a Dios que puede ser más significativa a la hora de expresarnos sobre el misterio. Es la vía del símbolo o de la imagen. De esa manera parece que nos aproximamos más al misterio divino porque esa forma de expresarnos nos acerca más a la totalidad del ser infinito de Dios. Sin embargo, se ha de cuidar que los símbolos no se tomen por realidad o que solo se use un único símbolo. Este no debe perder su carácter de una de las formas de remitir al misterio, pero no la única, librándose así, de las deformaciones propias de cualquier mediación humana cuando se absolutiza.

      1.1 La humanización de Dios

      El lenguaje bíblico, como lenguaje semita, asume la línea de la humanización de Dios, presentándonos un Dios que habla con su pueblo, lo conduce a la liberación, lo cuida, lo recrimina, lo castiga, lo perdona, lo defiende de sus enemigos. El Dios bíblico ama con las entrañas, piensa con el corazón, actúa con las manos. Ese Dios que camina con ellos y ha realizado grandes hazañas para liberarlos es al que recuerdan en cada celebración de la Pascua:

      Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahveh Dios, de nuestros padres y Yahveh escuchó nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de los productos del suelo que Tú, Yahveh, me has dado (Dt 26, 5-10).

      Un Dios que entra en relación con su pueblo y lo acompaña en su historia. Un Dios humano como ellos para realizar la historia de la salvación, no allá lejos en el cielo, sino aquí cerca, en la tierra, en la historia humana.

      1.2 Un Dios humano, pero en masculino

      Esta humanización de Dios que ha permitido acercar la experiencia de lo absoluto a la historia del ser humano y le ha permitido hablar sobre Dios y relacionarse con Él, ha tenido una orientación muy definida. Este Dios humano se ha modelado en masculino. Por supuesto la tradición eclesial ha afirmado que Dios no tiene sexo y transciende toda sexualidad. Sin embargo, tanto en el imaginario popular como en la tradición eclesial y teológica, al privilegiar lo masculino, se ha llegado a configurar un Dios varón, con los atributos que la sociedad patriarcal ha dado a los varones, tales como el poder, la autoridad, el control, la severidad, la protección, el benefactor, entre otros.

      Cabe aclarar que la sociedad patriarcal o el patriarcado significa ‘gobierno del padre’. Es una forma de organización social en la que el poder está siempre en manos de los varones (en algunos casos, puede estar en manos de mujeres pero que actúan en el mismo modelo masculino), con una serie de grados inferiores de gente subordinada que es cada vez mayor en la medida que se llega a la base. Este mismo modelo se ha instalado en la Iglesia, permitiendo que el patriarcado se haya consolidado de tal manera que parece que es la forma natural de organización social. Así lo expresa la teóloga Elizabeth Johnson:

      La patriarquía religiosa es una de las más consistentes formas de esa estructura, pues se entiende a sí misma como divinamente establecida. En consecuencia, los hombres de gobierno dicen que su poder les ha sido delegado por Dios (invariablemente mencionado en términos masculinos) y que lo ejercen por mandato divino (JOHNSON, 2002, p. 43).

      2 La teología feminista

      La teología feminista es una búsqueda radical de la dignidad y el lugar de la mujer, así como del papel que ha de desempeñar y los derechos que ha de ejercer en la sociedad y en la Iglesia. Reacciona contra una teología que califica de patriarcal, androcéntrica y unilateral. No se refiere, por tanto, a las mujeres en general, como tema, sino a sus experiencias negativas de vida, derivadas de su condición de mujer. Ahora bien, no hay una única teología feminista sino diferentes perspectivas dentro de esta amplia matriz, con sus énfasis y prioridades. La teología feminista latinoamericana ha respondido más a la opresión que sufren las mujeres por su doble condición de pobres y mujeres, mientras que las teologías feministas de Europa o Norteamérica responden más a los derechos de las mujeres, con categorías de análisis tales como patriarcado o género. Sin embargo, en las últimas décadas, gracias a la globalización, las teologías feministas se han ido relacionando mucho más, uniendo sus búsquedas – aunque manteniendo sus particularidades -, y siguen enriqueciéndose con nuevas categorías como decolonialidad, interseccionalidad, entre otras.

      Las teologías feministas han pasado por diversas etapas. En un primer momento, han buscado reivindicar lo femenino. Es decir, posicionar los atributos que la sociedad patriarcal atribuye a las mujeres en un plano de igualdad con los atributos que se atribuyen a los varones. Se habló de una teología femenina o en clave de mujer, con algunas características que la hacían definirse como una teología más intuitiva, festiva, simbólica, etc.

      En un segundo momento, las teologías feministas han acudido al uso de la categoría de análisis ‘género’. Esta categoría se refiere

      a la construcción diferencial de los seres humanos en tipos femeninos y masculinos. El género es una categoría relacional que busca explicar una construcción de un tipo de diferencia entre los seres humanos. Las teorías feministas […] coinciden en el supuesto de que la constitución de diferencias de género es un proceso histórico y social y en que el género no es un hecho natural […]. La diferencia sexual no es meramente un hecho anatómico, pues la construcción e interpretación de la diferencia anatómica es ella misma un proceso histórico y social (BENHABIB, 1992, p. 52).

      Desde esta categoría se ha denunciado el sistema patriarcal que ha reforzado los estereotipos culturales masculinos y femeninos, manteniendo así las estructuras sociales y eclesiales desde la configuración masculina y patriarcal.

      2.1 Crítica feminista a la masculinización de Dios

      Desde los presupuestos anteriores podemos aproximarnos a la crítica que la teología feminista hace a la masculinización de Dios. El problema consiste en que, al utilizar un lenguaje masculino para referirse a Dios en la sociedad patriarcal, la consecuencia ha sido, la de atribuirle a Dios las características de los varones de dicha sociedad. De ahí que, a Dios se le identifica como alguien

      poderoso, varón y blanco, un Dios que es protector, benefactor, juez, padre severo, aunque amoroso y fiel y que exige una obediencia incondicionada. Es la imagen de un Dios autoritario, de un juez que parece estar contra el “yo”, contra la humanidad y contra el mundo, la imagen de un Dios como poder controlador, con un dominio cercano e incluso a la coerción (BAUTISTA, 1993, p. 111).

      De esta manera esa imagen masculina de Dios refuerza el poder patriarcal y a los varones en la sociedad patriarcal. En contraposición, la situación de las mujeres en esta sociedad – de subordinación, sumisión, obediencia etc.- , se ve reforzada por esta imagen de Dios que las ha llevado a pensar que no pueden cambiar su lugar en la sociedad y en la Iglesia porque esto es querido y sustentado por la divinidad. La imagen de Dios como varón en la sociedad patriarcal, mantiene a las mujeres en un papel secundario, infantilizado, impotente y les hace desconfiar de que puedan llegar a la autonomía propia de cualquier ser libre y con derechos, como Dios lo quiere.

      Por supuesto que el lenguaje masculino puede representar a Dios, pero el problema es su uso exclusivo. Las imágenes femeninas son muy poco utilizadas lo mismo que las imágenes tomadas del mundo de la naturaleza en la expresión de la experiencia cristiana. De hecho, al invocar el misterio trinitario nos dirigimos al Padre, a través del Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Este último también ha sido masculinizado con el uso del pronombre masculino, sin recordar siquiera que el término ‘espíritu’, en arameo es femenino “la ruah”.

      Otro problema es que este lenguaje se toma literalmente y por eso cuando las personas escuchan hablar de Dios como padre, rey, señor, novio, esposo, concuerdan con esa manera de nombrar, pero si se usan pronombres o sustantivos en femenino, las personas creen que se está transgrediendo lo aceptado para hablar sobre Dios y rechazan tales denominaciones. Llegan a pensar que incluso se ofende a Dios al atreverse a invocarlo por palabras tales como madre, esposa, reina o diosa.

      Las imágenes que invocan a Dios son profundamente patriarcales. A Dios Padre se le representa como a un anciano de barba blanca, a Jesús como un joven con barba de color castaño, ambos con rasgos occidentales y al Espíritu Santo con una paloma. Aunque esta última no aparece como varón, el artículo masculino que acompaña la palabra Espíritu la identifica rápidamente con este sexo.

      2.2  Consecuencias del lenguaje masculino sobre Dios para las mujeres

      Varias consecuencias se desprenden de hablar de Dios exclusivamente en masculino, principalmente, por lo que lo masculino representa en el mundo patriarcal. Lo masculino es la razón mientras que lo femenino es la materia; lo masculino es la autonomía y lo femenino la dependencia, lo masculino es la fuerza y lo femenino es la debilidad, lo masculino es la plenitud y lo femenino la vacuidad, lo masculino es el dinamismo y lo femenino la pasividad y, en ese orden de ideas, lo masculino es la esencia y lo femenino es el complemento. Pero señalemos con más precisión algunas de las consecuencias de este nombrar a Dios en masculino:

      Ø  Consecuencias sociológicas: los sociólogos han mostrado cómo existe una relación de dependencia entre el sistema simbólico de una religión y la organización social. Por eso el Dios patriarca funciona para legitimar y reforzar las estructuras sociales patriarcales en la familia, la sociedad y la Iglesia.

      El lenguaje sobre el padre del cielo que vigila el mundo justifica e incluso hace necesario un orden en el que el líder varón religioso gobierne sobre su rebaño, el gobernante civil tenga dominio sobre sus súbditos, el marido sea la cabeza de la esposa. Si existe un patriarca absoluto celestial, entonces las disposiciones en la tierra deben girar en torno a guías jerárquicos que necesariamente deben ser masculinos para que puedan representarle y gobernar en su nombre (JOHNSON, 2002, p. 60).

      Esta configuración religiosa deja a las mujeres por fuera de este esquema y en un papel secundario, sin posibilidad de ocupar puestos de representación ni mucho menos participar de los niveles de decisión.

      Ø  Consecuencias psicológicas: El simbolismo de un Dios varón refuerza las sociedades androcéntricas donde el varón sustenta la superioridad y la mujer la inferioridad. Cuando Dios es concebido a imagen de un sexo, en lugar de los dos – como debería ser por la voluntad creadora de Dios de la igualdad fundamental entre varón y mujer -, se acaba pensando que los varones poseen la imagen de Dios de una manera especial. Mary Daly ha resumido contundentemente las consecuencias sociológicas y psicológicas de erigir lo masculino como representación válida y adecuada de Dios: “Si Dios es masculino, entonces lo masculino es Dios” (JOHNSON, 2002, p. 61). Cuando esta identificación sucede, las mujeres comienzan a percibirse indignas e inadecuadas para representar a Dios. De ahí que comiencen a vivir, en cierto sentido, su relación con Dios al margen de su corporalidad, más aún, considerando esta última como inadecuada, objeto de culpa y repercutiendo seriamente en la dignidad, poder y autoestima.

      Ø  Consecuencias teológicas: Cuando se pierde el carácter evocativo y simbólico de las imágenes y los lenguajes para hablar de Dios y las identificamos con Dios mismo, caemos en el ámbito de la idolatría. Esta no se refiere solo a los objetos materiales que señala el Antiguo Testamento cuando habla de los ídolos. Idolatría es también cuando esas mediaciones logran distorsionar la realidad, encerrándola en una única mediación haciéndole perder su carácter de misterio que sobrepasa cualquier representación. La crítica teológica feminista denuncia esta idolatría e invita a la conversión porque, además de ser idolatría, “el ideal del gobernante masculino que subyace a la idea de Dios, ideal reproducido en el lenguaje teológico y esculpido en la oración pública y privada, parece más sólido que la piedra, más resistente a la iconoclastia que el bronce” (JOHNSON, 2002, p. 64). Esta misma idea la señala Ruether: “es idólatra hacer a los hombres más iguales a Dios que a las mujeres. Resulta blasfemo usar la imagen y el nombre de lo Santo para justificar el dominio patriarcal […] La imagen de Dios como varón con predominio es fundamentalmente idolátrica” (RUETHER, 1983, p. 23)

      Por tanto, el lenguaje exclusivamente masculino sobre Dios refuerza la sociedad patriarcal y las estructuras que ella conlleva de dominación y subordinación. Pero también refuerza la estructura jerárquica y clerical de la Iglesia, excluyendo a las mujeres de los niveles de participación y decisión. Con esto no se pretende eliminar los símbolos masculinos para hablar sobre Dios, pero si caer en cuenta de las consecuencias que han generado por no estar compartidos con símbolos femeninos que equilibren la necesaria igualdad entre varones y mujeres que ha de vivirse en las estructuras sociales y eclesiales. Podría señalarse, además, que otros símbolos tomados de la naturaleza (agua, roca, águila, etc.), enriquecerían el lenguaje sobre Dios, añadiendo al aspecto antropológico, lo biocéntrico y ecológico que hoy es necesario asumir. Sin un esfuerzo serio por enriquecer las imágenes y los lenguajes sobre Dios, incluyendo lo femenino, el lenguaje actual que tenemos sobre Dios no contribuye a la urgente e inaplazable emancipación de las mujeres, no solo para que vivan los derechos fundamentales que garanticen su dignidad en la sociedad sino también para que vivan la plenitud de su ser hijas de Dios en relaciones libres de subordinaciones e inequidades, como bien lo señalaba el apóstol Pablo: “ya no hay judío, ni griego; esclavo ni libre; varón ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

      3 Hacia una nueva manera de nombrar a Dios

      En el esfuerzo de nombrar a Dios de otra manera para liberarlo de esa nominación exclusivamente masculina, se han hecho diversos intentos, no siempre fáciles de asumir y aceptar. Algunos teólogos han propuesto nombrar a Dios con términos no personales o suprapersonales. Por ejemplo, Paul Tillich propone llamarlo Fundamento del ser; Rosemary Ruether, la matriz que abraza y sustenta toda la vida; Wolhart Pannengerg, la fuerza del futuro; Karl Rahner, el misterio sagrado. Aunque estas expresiones liberan a Dios de sexualizarlo, pierden también la concepción cristiana del Dios personal con todas las características que ello implica: su relación con el mundo en términos de fidelidad, de compasión, de amor liberador. Por eso, aunque haya dificultades, es importante seguir buscando la manera de nombrar a Dios con términos personales sin que eso signifique sexualizarlo.

      Las teologías feministas, en un primer momento, intentaron rescatar los atributos femeninos que la Sagrada Escritura atribuye a Dios para mostrar que tanto lo masculino como lo femenino están presentes en Dios. En un segundo momento se han hecho esfuerzos por mostrar la posibilidad de nombrar a Dios en femenino (no solo en los atributos), centrándose en la persona del Espíritu Santo, reconociendo así lo femenino en el mismo ser de Dios. Finalmente, se están buscando modos de que tanto lo masculino como lo femenino nombren a Dios, haciendo justicia con las mujeres para que ambos géneros puedan representar plenamente a Dios, sin priorizar uno de ellos sino mostrando la capacidad que tienen ambos de hablar sobre Dios. Explicitar estos tres esfuerzos es el objetivo de los siguientes numerales, señalando los logros, pero también los límites que conllevan.

      3.1 Un Dios que tiene atributos o rasgos femeninos

      La primera opción es introducir en Dios los rasgos amables, nutricionales, cuidadores, tradicionalmente asociados al rol maternal de las mujeres. En esta opción no se cuestiona la imagen de Dios Padre, tradicionalmente afirmada como el Dios de Jesús, pero se enriquece con los rasgos femeninos: “Así los aspectos de dulzura y compasión, amor incondicional, respeto y cuidado de los débiles y deseo de no dominar, sino de ser un compañero/a y amigo/a íntimo/a, pueden predicarse de Dios y hacerle más atractivo” (JOHNSON, 2002, p. 74-75). Esto se fundamenta en que la Biblia presenta rasgos maternales de Dios de manera contundente, como lo expresa el profeta Isaías: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (49, 15). Esta opción es muy aceptada por muchos teólogos porque afirman que la paternidad de Dios debe seguir siendo el signo cristiano por excelencia, pero de esa manera se libera del sexismo y enriquece la antropología cristiana.

      Sin embargo, los problemas que tiene esta solución son que Dios sigue siendo concebido a imagen de un varón, con las características propias del sexo masculino, siendo matizado por los atributos femeninos que siempre quedan en un lugar subordinado. Incluso, queda fortalecida la figura masculina, al considerarse ahora más completa, por la introducción de los rasgos femeninos en ella. Esta imagen masculina de Dios con rasgos femeninos fortalece a los varones porque ellos conquistan su lado femenino, pero no produce ningún efecto en las mujeres que siguen siendo el complemento del varón y no la plenitud de su ser personal. Ellas quedan capacitadas solamente para representar los rasgos femeninos de Dios, pero no a Dios mismo. “La desigualdad no es reparada, sino sutilmente promovida para que la imagen androcéntrica de Dios siga en su lugar, realzada en su atractivo mediante la inclusión subordinada de rasgos femeninos” (JOHNSON, 2002, p. 76). Además, ¿con que derecho puede decirse que los rasgos femeninos son exclusivos de las mujeres y no de todo el género humano? Y podría preguntarse a la inversa ¿por qué los rasgos atribuidos al género masculino no pueden ser también de las mujeres, cuando la historia nos muestra que ellas los poseen, aunque hayan sido invisibilizados y perseguidos a lo largo de la historia? En conclusión, aunque esta primera solución ha servido para comenzar a valorar los rasgos femeninos, de esta manera no se logra contrarrestar el símbolo patriarcal de Dios y mucho menos devolver a las mujeres la inclusión y el reconocimiento de su dignidad que nunca debería haber sido invisibilizada.

      3.2 El Espíritu Santo como ícono de la feminidad de Dios

      Otro camino para darle su lugar y valor a lo femenino ha sido fijarse en la tercera persona de la Trinidad. En arameo, la palabra “ruah” (Espíritu) es femenina y, aunque el género gramatical de una palabra no es suficiente para rescatar lo femenino, ayuda a comenzar la reflexión añadiendo además otros aspectos más importantes. La sagrada escritura hace uso de la imagen del ave hembra que se cierne sobre el nido y empolla los huevos para producir vida y que remite al espíritu que aletea sobre las aguas en el momento de la creación (Gén 1,2) y al espíritu en forma de ave que desciende sobre Jesús en el momento del bautismo (Lc 3,22).

      En la Iglesia primitiva se interpretaba al espíritu divino en términos femeninos, atribuyéndole el carácter materno presente en los orígenes de la encarnación de Cristo, que engendra nuevos hijos por el bautismo o que hace presente el cuerpo de Cristo en el misterio eucarístico. El teólogo brasileño, Leonardo Boff, propuso al Espíritu Santo como la presencia femenina de Dios. Más aún, Boff llega a proponer la divinización de lo femenino en la persona de María, a semejanza del logos que se encarna en Jesús. Sin embargo, estos esfuerzos carecen de consistencia firme, más aún cuando Boff mantiene el esquema dual de masculino y femenino con sus diferencias, siguiendo el esquema de Jung, donde lo masculino es la luz, la transcendencia, la apertura al exterior y la razón; mientras que lo femenino es la oscuridad, la muerte, la profundidad y la receptividad.

      En Europa, teólogos como Yves Congar también proponen al Espíritu como la persona femenina de Dios o incluso la feminidad de Dios. Aunque él intenta liberar esa imagen femenina de los atributos pasivos que se identifican más con las mujeres, propone que se entienda desde el punto de vista de la maternidad, viendo esta como actitud activa de criar, amar y educar a los hijos. Sin embargo, de esta manera mantiene lo femenino o, lo que es lo mismo, a las mujeres en su papel de madres que, siendo un rol importante no es el único ni el que determina todo el ser de las mujeres, ya que muchas no son madres y no por eso dejan de ser mujeres. Todos estos esfuerzos, sin dejar de ser valiosos, presentan inconsistencias y mantienen la posición subordinada de lo femenino frente a lo masculino.

      Además, la tercera persona de la Trinidad ha carecido en la tradición cristiana de un rostro personal. Si a Dios se le ha designado como Padre y a su Hijo como la encarnación en Jesús, el Espíritu ha permanecido como el más misterioso de los tres, sin un rostro definido. Es decir, tendríamos un Dios que se representa mayoritariamente como masculino y solo de una manera algo amorfa como femenino.

      Por otra parte, en el misterio trinitario, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y, aunque la doctrina tradicional no pretende mostrar ninguna subordinación del Espíritu, para un público sin dicha formación teológica podría interpretarse como subordinación, favoreciendo una interpretación donde lo masculino representado por el Padre y el Hijo aparece como superior a lo femenino representado por el Espíritu. De hecho, sigue vigente en la representación del logos, lo masculino, el orden, la novedad, la exigencia, la actividad y la transformación; mientras que, en la representación del espíritu, lo femenino, se da la receptividad, la empatía, el sufrimiento y la conservación (Cfr. JOHNSON, 2002, p. 77-82)

      Un problema más complejo es que al hablar de dimensiones en Dios, se hace desde la dualidad masculino y femenino y a lo que se llega es a ontologizar la sexualidad humana en Dios, identificando el lenguaje simbólico con el ser mismo de Dios. Es necesario dejar claro que todo lenguaje – masculino o femenino – ha de evocar a Dios mismo y no a una parte suya. Con eso lo que se consigue es fortalecer el sistema patriarcal y divinizarlo manteniendo esa estructura divina en la sociedad y en la Iglesia.

      3.3 Un Dios que sustenta la igualdad fundamental entre varones y mujeres

      Como hemos visto hasta ahora, los esfuerzos por hablar en femenino de Dios resultan insuficientes y, sobre todo no liberan a la imagen de Dios de rasgos patriarcales en los que las mujeres mantienen su papel subordinado. Por eso una vía más adecuada es acudir a la creación del ser humano por Dios, en el que se afirma que tanto varón como mujer son imagen y semejanza suya (Gén 1,27). Si nos apoyamos en esta afirmación bíblica y sacamos todas las consecuencias que de allí se desprenden, podremos afirmar que tanto las imágenes masculinas como las femeninas pueden representar a Dios, pero no en algunos aspectos, dimensiones o rasgos, sino a todo el ser divino. Esto no es posible sin liberarnos de los imaginarios patriarcales que encasillan a varones y mujeres a unos roles determinados y sin darnos cuenta de que, las resistencias para hablar de Dios en femenino vienen de la sociedad patriarcal que nos ha introyectado la primacía de lo masculino y lo secundario de lo femenino.

      Es necesario apelar a la tradición eclesial y mística en las que el uso del lenguaje femenino se hacía con más naturalidad. Uno de estos ejemplos lo tenemos en Juliana de Norwich que se refería así a Jesús: “La madre puede dar de mamar su leche a sus hijos, pero nuestra querida Madre Jesús puede alimentarnos con él mismo y lo hace, con el mayor detalle y ternura, en el santísimo sacramento, que es el precioso alimento para la verdadera vida” (citado por RUETHER, 1983, p. 67).

      Pero también los textos bíblicos utilizan las dos imágenes para hablar sobre Dios. Por ejemplo, las parábolas de la misericordia del evangelio de Lucas usan la imagen de un pastor que pierde las ovejas (15,4-7) pero también la de una mujer que pierde la moneda (15,8-10). Ambas imágenes son igual de legítimas para representar a Dios. Sin embargo, en la liturgia y en la iconografía se ha dado lugar a la primera y, prácticamente, se ha ignorado a la segunda.

      El misterio de Dios trasciende todas las imágenes posibles, pero puede ser formulado igual de bien y con las mismas limitaciones en conceptos tomados de la realidad femenina y de la masculina. La perspectiva diseñada aquí parte de la idea de que sólo cuando Dios es nombrado así, sólo cuando la plena realidad de las mujeres (lo mismo que la de los varones) entra a formar parte de la simbolización de Dios junto con los símbolos del mundo natural, sólo entonces podrá ser destruida la fijación idolátrica de una sola imagen y será liberada para nuestro tiempo la verdad del misterio de Dios, junto con la liberación de todos los seres humanos y de toda la tierra (JOHNSON, 2002, p. 85).

      4 La masculinidad de Jesús ¿un problema?

      Después de la reflexión hecha sobre el lenguaje y el símbolo para referirnos a Dios buscando hablar de él con términos masculinos y femeninos, nos preguntamos si la masculinidad de Jesús no es un problema insuperable para dejar de pensar a Dios en masculino. Así lo afronta Elisabeth Johnson:

      El que Jesús de Nazaret fuese un ser humano masculino no se cuestiona. Su sexo era un elemento constitutivo de su persona histórica junto con otras particularidades tales como su identidad racial judía, su ubicación en el mundo de la Galilea del S. I, y así sucesivamente, y como tales hay que respetarlas. La dificultad surge, más bien, del modo en que la masculinidad de Jesús se elabora en la teología y la practica eclesial androcéntricas oficiales (JOHNSON, 2003, p. 120-125).

      La masculinidad de Jesús ha sido utilizada para reforzar la imagen masculina de Dios, distorsionando así el verdadero ser de Dios y reforzando la sociedad patriarcal. Una primera distorsión ha sido la de considerar la masculinidad de Jesús como una característica esencial del ser divino y reforzándolo con el uso exclusivo de imágenes masculinas para hablar de Dios.

      Otra segunda distorsión es creer que por el hecho de Jesús haberse encarnado en un varón, estos gozan de más posibilidad de identificarse con él. Por eso, solo los varones son capaces de representar a Cristo plenamente. Se llega entonces a pensar que las mujeres son incapaces de identidad crística, e incluso a algunos les causa horror de hacerse una pregunta legítima: ¿Podría el hijo de Dios haberse encarnado en una mujer? Por eso es necesario recordar que la doctrina de la creación y la teología del bautismo no señalan en ningún momento una exclusividad masculina.

      La tercera distorsión es la posibilidad de que las mujeres no sean salvadas por Cristo. Si se es coherente la afirmación de San Ireneo de que “lo que no es asumido no es redimido”, al Cristo no haber asumido la corporeidad de las mujeres, puede que a ellas no llegue la salvación. Estas distorsiones quedan corregidas con los datos bíblicos: “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) y no el Verbo se hizo varón.

      Además, al fijarnos en el actuar de Jesús es importante su relación con las mujeres, mostrando que superó las expectativas de la sociedad de su tiempo donde haberlas dejado en un segundo lugar, hubiera correspondido con el lugar asignado para las mujeres. Pero Jesús, coherente con el anuncio del reino, incluye a las mujeres en el grupo de sus discípulas, las constituye en las primeras anunciadoras de su resurrección y destinatarias de su salvación. En definitiva, es necesario recordar que

      […] entre las múltiples diferencias, la masculinidad de Jesús se aprecia como intrínsecamente importante para su propia identidad histórica personal y el reto histórico de su ministerio, pero no teológicamente determinante de su identidad como el Cristo ni normativa para la identidad de la comunidad cristiana (JOHNSON, 1991, p. 499).

      En otras palabras, es anacrónico invocar la masculinidad de Jesús para restringir algún espacio de acción de las mujeres. Como hemos dicho, la masculinidad de Jesús es una realidad histórica pero no constituye una necesidad ontológica en la que se juega la salvación de la humanidad.

      Es necesario seguir teologizando sobre esta realidad para transformar las mentalidades y los imaginarios y poder invocar al Dios que excede cualquier identificación genérica pero que, al mismo tiempo, se encarna en nuestras condiciones históricas de una manera más integral que diga y simbolice la creación divina de varones y mujeres a imagen suya de manera plena y total. En este sentido, trabajar sobre el lenguaje es un recurso indispensable.

      Un lenguaje no sexista, inclusivo, liberador para las mujeres sobre Dios pasa por todas las formas de significación y ha de encarnarse en ellas para mostrar la inabarcabilidad del misterio divino, pero también para transformar mentes y corazones, algo tan necesario para un cambio real del contexto patriarcal que nos hizo hablar de Dios con símbolos exclusivamente masculinos, y que hoy necesita recuperar otro lenguaje que incluya lo femenino, no como dos partes complementarias sino como la riqueza del ser humano sexuado que desarrolla todas sus potencialidades y hace de cada uno un ser humano único e irrepetible en relación con todos los demás, sean varones o mujeres (VÉLEZ, 2018, p.139).

      Olga Consuelo Vélez Caro. Doctora en Teología. Fundación Universitaria San Alfonso. Texto enviado en 20/04/2023, aprobado en 20/10/2023, publicado en 31/12/2023. Original español

      Referencias

      BAUTISTA, E. Dios. In: NAVARRO, M. (Dir.). 10 mujeres escriben teología. Estella (Navarra), 1993, p. 105-130.

      BENHABIB, S. “Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría moral”. Isegoría 6 (1992): 37-64

      HERLINDE, P.  Deus/Deusa. IN: GÖSSMANN, E., MOLTMANN-WENDEL, E., HERLINDE, P., PRAETORIUS, I., SCHOTTROFF, L., SCHÜNGEL-STRAUMANN, H. Dicionário de Teologia Feminista. Vozes: Petrópolis, 1997, p. 92-98.

      JOHNSON E. La cristología hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús. Madrid: Sal Terrae, 2003.

      JOHNSON, E. La masculinidad de Cristo. Revista Concilium 238 (1991), p. 489-499

      JOHNSON, E. La que es. El misterio de Dios en el discurso teológico feminista. Barcelona: Herder, 2002.

      RUETHER, R. Sexism and God-Talk. Toward a Feminist Theology. Boston: Beacon Press, 1983.

      VÉLEZ, C. Cristología y mujer. Una reflexión necesaria para una fe incluyente. Bogotá: Editorial Javeriana, 2018.

      Mística y Género

      Consideraciones sobre el concepto de mística

      Es común encontrar en muchos autores un acuerdo en que el concepto de Mística ha sido sometido a usos variados y utilizado en distintos contextos que, “todos cuantos intentan aproximarse a su significado, con un mínimo de rigor, se sienten en la necesidad de llamar la atención sobre su polisemia y su ambigüedad” (Martín, 1999, p. 17). Sin embargo, cristianos y no cristianos consideran que la mística es un conocimiento de algo ‘misterioso’ y ‘divino’ que no es accesible con facilidad a los sentidos, sino que precisa de una ‘cierta’ disposición o ‘don’ otorgado; en este sentido, “la mística se concibe como una experiencia y creencia en un poder o poderes superiores al ser humano” (González-Bernal, 2017, p. 53).

      La mística, entendida como experiencia que evoca a un ser superior, es un asunto que se encuentra en la mayoría de las religiones y que precisa de un camino que conduce a la unión con la trascendencia. En el contexto cristiano, la novedad está en que, si bien en las demás religiones se comprende que la mística consiste en la búsqueda de la unión del ser humano con Dios, la teología cristiana afirma que Dios mismo es quien tiene la iniciativa de unirse al ser humano, no al contrario, y por ello se abaja al plano del ser humano y comparte su condición (Flp. 2, 6-11). Notemos cómo, mientras que en algunas comprensiones religiosas el ser humano se eleva para alcanzar al Dios que vive en lo alto, en el cristianismo Dios mismo es el que se abaja al terreno humano para enaltecer y elevar a la humanidad hacia su plena realización, por lo tanto, la mística es fruto de la revelación de Dios y de la respuesta del ser humano a Él, como lo afirma González de Cardedal “La revelación divina se dirige a la persona entera: a su libertad y a su corazón. Personalizando así al hombre, desencadena en él unos procesos que generan amor, deseo, conocimiento y experiencia de aquel cuya palabra el hombre acoge, pondera y responde” (González de Cardedal, 2015, p, 15).

      La etimología griega, sin duda, pone en evidencia de que la mística tiene que ver con lo ‘misterioso’, pues se trata de un concepto que hace parte de la familia de derivados del verbo myo (μύω) que significa ‘cerrar los ojos’ y/o ‘cerrar la boca’. Como recuerda Von Balthasar, ya desde el primer siglo del cristianismo, mystiks (μυστικός) se derivaba del mysterion (μυστήριον) objetivo y expresaba cierta pertenencia a este (Von Balthasar y Bierwaltes, 2008, 77). Místico, entonces, es todo lo que tiene que ver con lo divino y lo misterioso bajo las formas humanas y mundanas presentes en la Biblia y en la liturgia religiosa; mística puede entenderse como aquello de lo que se tiene conocimiento, por experiencia, pero de lo cual no puede enunciarse proposición alguna que logre abarcar, en su totalidad, lo que se ha padecido. La mística es padecimiento y perplejidad existencial, es un exceso de experiencia que enmudece.

      Desde la perspectiva de la teología católica, la mística refiere, en primera instancia, al significado velado y simbólico de los ritos. Denominamos mística, en sentido espiritual y teológico, a las verdades entrañables, inefables, ocultas y profundas, propias de un conocimiento íntimo del misterio de Dios (González-Bernal, 2017, p. 54). En efecto, esta palabra expresa el carácter experiencial del contacto con lo divino, pues como afirma Martín Velasco, mística significa “experienciar y padecer […], como un ser tomado por la realidad conocida” (1999, p. 38). Cuando las personas místicas hablan de conocimiento y deseo es porque, bien saben ellas, es Dios quien las ha tomado, raptado, extasiado, arrebatado, sacado de sí; sus experiencias personales, espirituales y corporales, son el mayor testimonio de aquello que conocemos como ‘fenómeno místico’. Rudolph Otto reconoce una asombrosa concordancia entre diversas expresiones de la mística y destaca una esencia unitaria presente en múltiples manifestaciones y experiencias: “se revela una extraña concordancia en los motivos primordiales de la experiencia psíquica de la humanidad en general, que resulta independiente de la raza, el clima y la época, apunta a una unidad y una afinidad interna, última y misteriosa, del espíritu humano y nos autoriza a hablar de una esencia unitaria de la mística (…) captar esta esencia unitaria en la multiplicidad de sus múltiples formas posibles, eliminando con ello el prejuicio según el cual existiría una única mística, siempre idéntica” (1980, p. 15).

      El ser humano capax Dei

       

      Asumida como experiencia, la mística deviene una dimensión humana. La mística “pertenece al mismo ser humano” (Panikkar, 2005, p. 21), dado que cualquier persona es potencialmente capaz de realizar a plenitud esta dimensión: el ser humano es capax Dei, capaz de acoger plenamente en su interior la autocomunicación divina, capaz de conocer a Dios y de acoger el don de sí mismo, y capaz de vivir una relación personal con Dios. Al situarse en el terreno humano, la mística abre al amplio panorama de las vivencias profundas en las que encontramos la experiencia del Misterio, la experiencia religiosa y la experiencia de la fe. Amengual, afirma que se trata de una “relación sentiente e inteligente con el ser” (2009, p. 59), que asume la integralidad humana, en sus desarrollos de habilidades y competencias para relacionarse con lo sagrado. La experiencia descentra al ser humano, lo exterioriza hacia una comunicación que, al mismo tiempo que expone, es novedad para el que la acoge y para el mismo que la experimenta, es aprendizaje nuevo. Se trata, entonces, de una vivencia integral y consciente del sujeto que la padece. En esta perspectiva, Boff afirma que la experiencia es la “ciencia o conocimiento que el ser humano adquiere cuando sale de sí mismo (ex) y trata de comprender un objeto por todos los lados (peri)” (2003, p. 42); es el conocimiento que resulta del encuentro con el mundo, con lo que lo rodea, y que le otorga un saber que es autoridad para quien comunica lo que ha vivido.

       

      En el ámbito de la experiencia humana, los varones y las mujeres necesitan experimentar el mundo, acogerlo, entenderlo y apropiarse de él como algo que le pertenece y le es necesario. Ese experimentar significa vivirlo y padecerlo a través de fracasos y triunfos, de sufrimientos y de alegrías, es la dinámica de la vida que se hace presente y que nos recuerda nuestra fragilidad y contingencia. Vivimos en comunidad, en familia, en la sociedad y en las instituciones y poco a poco, nos vamos reconociéndo como parte de la cultura de un pueblo. De esta manera podemos decir que la experiencia es conocimiento, encuentro y aprendizaje, lo que nos permite percibir la realidad e integrarla significativamente (Pikaza y Solanes, 1997, p. 22). En este sentido, la  particularidad de cada ser humano y su comprensión  hacen de la experiencia algo único, que implica una atención a las facultades humanas, a la práctica de la compasión y el servicio, dado que “la experiencia está condicionada por la posición que se toma ante las cosas, y por consiguiente por la concepción que se tiene de la realidad” (Pikaza y Solanes, 1997, p. 23).

       

      San Juan de la Cruz, nos lleva a imaginar y a contemplar en sus  poemas las huellas de un Dios escondido (Deus absconditus). Un Dios que deja ver, oír, oler, gustar y tocar; se trata, pues, de considerar la mística como una realidad fáctica en la que el ser humano que busca su plenitud es encontrado por Dios, su Creador y éste suscita en él un deseo permanente de nunca ser apartado de Él. Ya San Agustín, en las Confesiones, nos revela una experiencia mística que se manifiesta como un encuentro pleno de los sentidos del ser humano con lo divino: San Agustín indica que el encuentro con Dios es un proceso existencial integral, pues entran en interrelación todos los sentidos que comprometen a todo el ser humano hacia elevados estados (Conf., 8.4.9). Este descubrimiento del misterio ocurre en el interior, dado que si bien el hombre puede llegar a esclarecer los misterios más profundos, esto no se alcanza por medio de los sentidos, sino “adentrándose en sí mismo, pues en su espíritu residen ciertos vestigios de aquellas verdades inconmutables” (Flórez, 2004, p. 58). Hablamos, entonces, de una experiencia que abarca la existencia de la persona: cuerpo y alma, carne y espíritu, en un movimiento de apertura al Misterio de Dios.

       

      El corazón inquieto del que nos habla San Agustín, revela la condición de búsqueda constante del ser humano, que se reconoce carente de lo divino y necesitado de encuentros significativos con Dios: “porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, en latín “quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te” (Conf., 1.1.1). El ser humano descansará y encontrará plenitud sólo cuando “tengamos nuestros corazones arriba hacia ti (sursum cor habeamus ad te)” (Conf., 13. 7.8). Esta elevación del corazón, en consecuencia, alude a la experiencia existencial de la mística, puesto que el encuentro con la divinidad causa una impresión tal en el ser humano que, introduciéndolo en su interioridad, lo arrebata de sí mismo hasta elevarlo a los terrenos de lo sagrado y lo mistérico. La experiencia mística es, entonces, el camino, el puente tendido, entre la humanidad y su culminación en Dios.

       

      Ahora bien, cuando algunos teólogo/as han confesado su personal comprensión e implicación en lo que tiene que ver con el Misterio han hecho referencia precisamente a las experiencias que han vivido, a sus ‘experiencias experienciadas’, también llamadas ‘experiencias existenciales’. Hacia el siglo VI, Pseudo Dionisio, refiriéndose al aprendizaje de las cosas de Dios, afirmaba que “non tantum discens sed patients divini” (2.9), es decir, que no se trata de un aprendizaje que venga por lo teórico sino por la experiencia de haber sido tocado por lo divino, en un proceso cuya iniciativa no humana, sino de alguien superior que ha tenido a bien darse a conocer. La mística, entendida como conocimiento, nos ayuda a elucidar que se trata de una experiencia que es posible gracias a Dios “que toma la iniciativa de instaurar un diálogo ofreciéndose él mismo y creando un espacio de comunicación, que es la oración. La iniciativa divina introduce un nuevo tipo de relación” (Bernard, 2000, p. 109).

       

      La mística, tal y como se comprende en el cristianismo, no puede desligarse de la noción de ‘experiencia’, pues “ella no es otra cosa que cognitio Dei experimentalis, conocimiento experiencial de Dios, aunque dicha experiencia supera fundamentalmente toda posibilidad humana de hablar de ella” (Von Balthasar y Bierwaltes, 2008, p. 79). La mística es una experiencia trascendental intensa, “una percepción especial de la situación humana” (García, 2004, p. 56), en la que el ser humano puede vivenciar de manera especial lo que lo sostiene y lo determina. La mística es vivencia y experiencia de Dios, dado que el ser humano tiene la posibilidad de conocerlo y amarlo. Además, la vida del ser humano está marcada por el drama del amor, que expresa la condición humana de insatisfacción, inquietud, impulso indómito en la búsqueda de sentido y descanso: “la existencia de la mística responde a la condición del ser humano como un ser que está abierto, cuya característica es su apertura a la existencia” (González Faus y Schluter, 1998, p. 22).

       

      Llamamos ‘mística’ a una experiencia y no a un mero estado, pues se trata de una experiencia de Dios, que, en su calidad de misterio, a la vez que se oculta constituye una epifanía. Así es como podemos notar que la mística es visión y escucha, regocijo y éxtasis, vivencia de comunión e inmersión humana en la divinidad. La mística es, también, una percepción personal e inmediata del conocimiento del amor de Dios, a través de una relación íntima de diálogo, comunión y amistad (González-Bernal, 2017, p. 59). Este conocimiento del amor de Dios que tienen las personas místicas, como ya dijimos, es experiencial y se da en la vida cotidiana, pues, si bien hasta tiempos muy recientes la mística se consideraba un fenómeno muy especial, más o menos extraordinario, paranormal o sobrenatural, “hoy concebimos la mística como una dimensión antropológica, una experiencia divina que pertenece al ser humano porque ha sido dada por Dios” (Panikkar, 2005, 20).

       

      1. La categoría género: cuerpo que padece la experiencia del misterio

       

      El deseo de comprender la experiencia mística hace que San Agustín se pregunte por su propia constitución antropológica, por su alma y por su cuerpo, dado que, si Dios es el que conoce su ser, toda indagación sobre los fenómenos que padece debe orientarse hacia la totalidad del ser humano, lugar en donde habita Dios: “entonces me dirigí́ a mí mismo y me dije: ‘¿tú quién eres?’, y respondí́: ‘un hombre’. He aquí́, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior” (Conf., 10.6.9). El viaje hacia el interior permite que San Agustín se comprenda como un ser con alma y cuerpo, con vida interior y exterior, pues “yo interior conozco estas cosas; yo, yo el espíritu, por medio del sentido de mi cuerpo” (Conf., 10.6.9). Con esta comprensión el santo nos revela que el ‘yo interior’ es el espíritu y que este habita en el cuerpo y se relaciona con él. Esto es que, el cuerpo padece la experiencia del misterio en una unidad cuerpo-alma.

       

      Como fácilmente nos podemos percatar, el cuerpo sintiente, la carne viva que constituye al ser humano, es el medio a través del cual se perciben múltiples sensaciones: el cuerpo siente y padece todas las experiencias. Aunque con el pensamiento racionalista de la Modernidad el cuerpo se ponía  entre paréntesis y la persona se comprendía apenas como una ‘cosa pensante’ (res cogitans), cada vez más se hace oportuno afirmar con Zubiri que el ser humano es una sola unidad estructural cuya esencia es corporeidad anímica (Zubiri, 1963, pp. 5-29); o, dicho de otro modo, la corporeidad no es una mera forma sustancial del ser humano, sino que hace parte de su constitución estructural, dado que el ser humano no tiene cuerpo, sino que es cuerpo animado y/o alma corporeizada, pues el alma por estar volcada desde sí misma a un cuerpo es corpórea. Ya en la tradición judeo-cristiana, observamos una relación original entre las realidades de la carne y el espíritu, basár (בָּשָׂר) y ruaj (רוּח), que plantea un sentido de unidad de la existencia humana y que Dussel interpreta como una “carnalidad de la existencia espiritual del ser humano en su radical unidad viviente” (Dussel, 1969, p. 26); Michel Henry refiere al cuerpo como “la antorcha de la experiencia interior” (2007, p. 53) y  San Juan de la Cruz, poetiza como “amada en el Amado transformada”. Esto nos revela una comprensión de que la existencia humana se hace sentir de manera corporal, anímica y espiritual.

      Considerando la noción de  ‘mística’, como experiencia vital que se encarna en el ser humano, nos aproximamos a una articulación entre la experiencia mística y la categoría género. Trataremos de considerar, desde el género, la experiencia mística, centrándonos en las particularidades del cuerpo que padece el Misterio. Como lo afirmaba el papa Juan Pablo II “Por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo humano ha entrado por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad” (1980). La labor de algunos de los teólogos/as, entonces, no ha sido otra que la de preguntar por las experiencias místicas que acontecen en el cuerpo, por los implicaciones que se tienen a partir de las pasiones humanas, y los deseos de hablar a Dios con todo el ser.  Acercarnos al concepto de mística desde la perspectiva de género nos ayuda a considerar esta noción no sólo desde su polisemia, sino también desde la heterogeneidad y diversidad de quienes viven en sus cuerpos la experiencia del misterio.

      El ‘género’, es mucho más que una mera categoría clasificatoria, dado que denota el amplio horizonte de una perspectiva que comprende interpretaciones, hipótesis y conocimientos pertinentes al conjunto de fenómenos socioculturales históricos construidos en torno a la diferencia sexual. El género está presente en el mundo, en las sociedades, en los sujetos sociales, en sus relaciones, en la política, en la cultura y, por supuesto, en la religión. El género es una perspectiva categorial correspondiente al orden social y cultural conformado sobre la base de la diferencia sexual: sexualidad que está definida y significada a su vez por el orden genérico. “Por género entiendo la construcción diferencial de los seres humanos en tipos femeninos y masculinos. El género es una categoría relacional que busca explicar una construcción de un tipo de diferencia entre los seres humanos” (Lagarde, 1996, 37).

      La relación entre mística y género, nos permita evidenciar que la mística, como experiencia encarnada, debe examinarse desde todas las esferas de lo humano, pues cada persona que vivencia un encuentro con el Misterio, además de tener particularidades corporales y anímicas, se encuentra situada en un momento histórico específico, y por esto mismo, está inmersa en un orden sociocultural específico que añade una multiplicidad de matices a su experiencia espiritual. Toda mujer y todo varón sintetizan y concretan en la experiencia de sus propias vidas, en sus cuerpos y almas la influencia de sus tradiciones religiosas y dan cuenta de alguna manera su relación con lo trascendente, relación que toca sus cuerpos.

      Hablar con el cuerpo y desde el cuerpo sobre la experiencia mística

      El análisis en clave de género de la experiencia de un hombre místico o una mujer mística nos permite re-descubrir el carácter encarnatorio del Misterio. Dado que la perspectiva de género ha insistido en la necesidad de recuperar la figura y el rol de la mujer en la historia, en los estudios teológicos también se ha apostado por el ejercicio de visibilizar la experiencia vital y espiritual de las mujeres, de aquellas buscadoras del Misterio que se han encontrado, cara a cara, corazón a corazón, con Dios. Sin duda, las mujeres han aportado una reflexión importante en el ámbito de la espiritualidad y de la mística con diálogos y narrativas que brotan de la inteligibilidad y creatividad. La necesidad de expresión es un elemento inherente al homo culturalis: aquí se encuentran artistas, poetas, novelistas, pintores, músicos, místicos, filósofos y teólogos, entre otros, que buscan trascenderse; salir del mundo interno como una forma de perfeccionar el deseo, de terminar todo un proceso de “creación” personal en una obra que habla de alguien superior, o de una posesión divina, quizá de aquella de la que hablaba Paltón “Porque no es gracias a una técnica por lo que son capaces de hablar así, sino por un poder divino, puesto que si supiesen, en virtud de una técnica, hablar bien de algo, sabrían hablar de todas las cosas” (Platón, Diálogos. Volumen I, 257). En parte vivir es auto-expresarse y el resultado de su expresión es parte de sí mismo.

      En la historia de la mística podemos mencionar a muchas mujeres que han hecho una teología que habla del cuerpo. Por ejemplo, las místicas medievales, conocidas como beguinas, marcan un hito importante en el ámbito de la Iglesia. Las beguinas fueron mujeres que buscaron vivir una espiritualidad en servicio de los demás y movidas por una profunda convicción de seguimiento de Jesús, interpretaron la palabra, la enseñaron y escribieron. Fueron mujeres que integraron cuerpo, pasiones, sentimientos y experiencias como instrumentos indispensables para comunicarse con Dios. Articularon sus voces en sus cuerpos, convertidos en signos de Dios, haciendo visible su santidad (Cirlot y Garí, 1999, p. 11). Una de las herramientas que usaron fue la escritura trovadoresca propia del amor cortés, con la cual expresaron sus experiencias más profundas de la acción de Dios en sus vidas. Entre las mujeres más destacadas por sus escritos se encuentran Hildegarda de Bingen, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Margarita Porete, Hadewijch de Amberes, Margarita de Oingt, Ángela de Foligno y Juliana de Norwich.

      Estas maestras ponen en escena sus cuerpos  para hablar con Dios y para hablar de Dios,  advierten que el Dios del que hablan se hace carne en cada una de ellas, las toma como lugar y medio de comunicación. Cada una desde su encuentro personal con Dios, se descubre a sí misma como mujeres, hija, amada y esposa de Dios, que llevan en su ser la huella de un amor inabarcable y sublime, que excede todas las capacidades humanas y las eleva hasta las alturas. Confiesan y plasman en sus escritos una experiencia de enamoramiento tal que las lleva a conocer a Dios en su cuerpo; por este motivo, todo su lenguaje está cargado de imágenes y símbolos que expresan dolor, sufrimiento, fruición, belleza, ausencia y presencia. Se trata de un amor que se siente con todas las pasiones humanas, de un amor que crece en sus corazones humanos, de un amor místico que arrebata sus vidas al tiempo que las llena de plenitud. Asimismo, en la experiencia de estas maestras, Dios habla como enamorado: “Tengo tu deseo antes de que comenzara a existir el mundo: yo te deseo a ti y tú me deseas a mí. Cuando dos deseos se unen en un mismo ardor se realiza el amor perfecto” (De Magdeburgo, 2004, 375).

      Un acercamiento a la teología de estas mujeres, confirma la importancia de asumir el cuerpo, las pasiones, los deseos y todo lo que somos para entrar en contacto con el Misterio divino. Pero esta no es una cuestión que sólo se limita a un pasado medieval, sino que nos invita a realizar una indagación en todos los periodos históricos, pues siempre han existido y existirán  místicos que entran en contacto con la presencia de Dios y con sus misterios, y dan testimonio de ello.

      Hacia el siglo XVI, Santa Teresa de Jesús, da cuenta de que, como mujer, podía acceder a Dios plenamente, sin necesidad de intermediarios varones. Así, ella descubre que en el fondo de su alma habita su Creador, su Divino Maestro, su Amante, su Amigo, el Amado de su alma. En su corporalidad, frágil de mujer como lo decía, sintió cómo Dios mismo la tomaba totalmente para introducirla en el Castillo Interior para desposarse con ella. Las experiencias místicas, sin duda, detonan la emancipación de Santa Teresa, quien decide romper con muchos estereotipos femeninos enseñados por la jerarquía patriarcal y re-fundar la vida monástica desde una perspectiva integradora que liberaba a las mujeres de aquellas normativas socioculturales, misóginas y falocéntricas que parecían señalar que una mujer no podía acceder a Dios, ni mucho menos considerarlo esposo y amante, hermano y amigo. Quizás, por eso, la historia misma se ha encargado de describir a Teresa de Jesús como una mujer disidente y revolucionaria, inquieta y andariega. Unido a Teresa de Jesús encontramos a San Juan de la Cruz que compromete su cuerpo y su imaginación para hablar de Dios desde la cumbre más alta, su afecto y sus pasiones “oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada” (San Juan De la Cruz, Poesías).

      Heredera de la teología mística de Teresa de Jesús, Edith Stein en el siglo XX afirmaba que los seres humanos estamos llamados a entrar a nuestro ‘castillo interior’, realizando un ejercicio de conocimiento de sí y de gradual conocimiento de nuestra condición humana. Ella describió su experiencia mística como una experiencia de cruz y kénosis que conduce al Padre, en el que el ser humano siempre está sostenido y acompañado por la gracia de Dios. Alcanzó la más alta apropiación de sí, una apropiación en la que el alma ya no sólo se descubre dueña y señora de sí misma, sino que también de Dios, pues finalizando su vida confesó la experiencia de su matrimonio espiritual, culmen de su itinerario místico: la experiencia del ‘toque delicado’, la experiencia de las ‘llamaradas de amor divino’ y del sentir los ‘tiernos toques’ de Dios en su alma, la experiencia de la ‘penetración sutil’ de Dios en la sustancia de su ser, la experiencia de una ‘suavidad nunca antes sentida ni oída’ (Stein, 2003, 134-158).

      Ahora bien, las místicas contemporáneas, confiesan sus experiencias de amor de Dios, a partir de una conversión profunda, hacia un cambio de mentalidad y hacia una entrega sin límites hacia los demás. Podemos citar a: Simone Weil, Teresa de Calcuta, María Zambrano, Cristina Kaufmann, Chiara Lubich, entre otras. Todas han sido mujeres que –como ellas mismas dicen – han despertado al Dios que estaba dentro de sus cuerpos, sus pensamientos y sus pasiones, han descubierto una dimensión importante en sus vidas y la han cultivado al máximo a través de una generosa entrega y de un vaciamiento amoroso. Cada una de estas mujeres ha descubierto su propio camino hacia el interior y han encontrado sus propios recursos espirituales y corporales transitar un camino discipular para dar a conocer a un Dios actúa de manera diversa en cada ser humano, de tal manera que cada persona sepa dar razón de la experiencia acontecida en lo más profundo de su ser.

      El testimonio de las místicas y místicos se constituye en un referente de una teología biográfica que invita a narrar la experiencia de vida en clave de fe y de seguimiento. La teología mística no se avergüenza del cuerpo y del género, puesto que el lugar donde Dios se revela es el cuerpo, allí habita y desde allí se comunica. De ahí que las maestras místicas ofrecen una teología que rompe con las estructuras que ahogan la acción del Espíritu, que enmascaran el seguimiento de Jesús y que obstaculizan una comprensión del cuerpo en clave de seguimiento de Jesús.

       

      El ejercicio comprensivo-relacional entre la ‘mística’ y el ‘género’ nos permite hacer una aproximación a una teología abierta a una realidad humana, inclusiva y empática, atenta a la interpretación de Dios en la vida, se trata de una teología que invita por igual, a mujeres y varones, a que se preocupen por la justicia, la igualdad y la verdad (Johnson, 2002, p. 25). Una lectura de la mística en clave de género necesariamente tiene que adoptar una postura crítica y realista respecto de la complejidad de las relaciones humanas y de las relaciones hegemónicas presentes. Una mística en la perspectiva género supone, repensar y ensayar nuevas lecturas e interpretaciones de la acción de Dios en la historia, para reconciliarnos, reconocernos hermanos, frágiles, itinerantes y necesitados de todos. Para recomponer el camino hacia Dios, lo que implica  rehacer al ser humano, por dentro, en su interior, en su mente y su corazón y esto se logra al reconocernos en igualdad y con las mismas posibilidades de padecer en nuestros cuerpos la experiencia del misterio.

      Edith González Bernal. Profesora titular Pontificia Universidad Javeriana. Enviado en 30/05/2022. Aprobado en 30/08/2022. Publicado en 30/12/2022.

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        Mistica y Padres de la Iglesia

        Un breve status quaestionis

        L’ obiettivo di questa voce è fornire al lettore interessato al rapporto tra Mistica e Padri della Chiesa una sorta di mappa del territorio, perché possa avere una prima idea generale delle caratteristiche specifiche della questione e possa così orientarsi all’interno di un argomento non facile a essere ricondotto a una unità strutturata. Per i motivi che saranno chiari nel proseguimento della nostra esposizione, non è probabilmente possibile dare la risposta completa che forse un lettore si aspetterebbe. Ma, come altro lato della medaglia, è un campo dove ancora molte ricerche possono essere fatte, così da poter avvicinarci a una visione di insieme più completa, che allo stato attuale delle cose, ancora non può essere composta.

        Una delle evidenze di quanto stiamo dicendo è il fatto che non esiste a tutt’oggi un’opera che affronti direttamente la questione della mistica nei Padri. Per quanto sappiamo esistono due voci specifiche, la voce “Padri” nel Dizionario di Mistica (PASQUATO, 1998) e la voce “Mistica” nel Nuovo Dizionario di Patristica e Antichità cristiane (MORESCHINI, 2006).

        Quest’ultima accenna fondamentalmente alla linea alessandrina (Filone, Clemente, Origene, Evagrio e lo Ps. Dionigi) presentando brevemente alcuni aspetti generali. Quella scritta da Pasquato, sostanzialmente, articola le indicazioni del fondamentale articolo di L. Bouyer (BOUYER, 1949) sulla storia dell’uso antico del termine mistica/mistico, con in più la indispensabile menzione della questione del mistero, come del resto fa anche Moreschini. A nostro avviso, pur nella sua necessaria brevità, fornisce le coordinate essenziali per affrontare la questione, come mostreremo in questa sede.

        Altre informazioni le si trovano nella parte “storica” delle voci di dizionario o di opere che trattano di mistica. Ma sono sempre accenni generali, che riguardo ai Padri o accolgono le conclusioni dell’articolo di Bouyer, o vengono praticamente ignorati, come, per esempio, nella voce “Mysticism” della Encyclopedia Britannica. Emblematico è il caso dell’autorevole Dictionnaire de Spiritualité. Nella parte storica della voce “Mystique”, (SOLIGNAC, 1980) la parte riguardante il NT e i Padri non viene trattata, ma si rimanda alla voce “Mystère” del medesimo dizionario, e alla sezione storica della voce “Contemplation”; ma per la voce “Mystique” l’itinerario storico della mistica inizia dal medioevo. Alla mistica e ai Padri, poi, si dedica una breve sezione all’interno della sottovoce “Mystique. III. La vie mystique chrétienne”, (AGAESSE-SALES, 1980), quando affronta il periodo patristico. Gli autori che scrivono di mistica cristiana hanno in genere una parte storica, ma, a seconda della definizione, implicita o esplicita, che hanno di mistica considerano i Padri nella misura in cui abbiano o no quella idea di mistica. È il caso, per esempio, di VANNINI, 2018. Non esiste, dunque, un’opera che positivamente ricerchi la questione della mistica nei Padri.

        La prima opera che parrebbe aver affrontato la questione in modo diretto è il famoso Ascetica e mistica nella patristica. Un compendio della spiritualità cristiana antica (VILLER-RAHNER, 1991). L’originale è del 1939 e pur con l’apporto decisivo di K. Rahner, il testo risente ancora, forse, di una idea di mistica e ascetica “classica”. Permane, inoltre, una ambiguità tra spiritualità e mistica, che troviamo anche in altri autori (cfr. le osservazioni in MCGINN, 2008, specialmente p. 44-45). L’opera fa una presentazione di singoli autori, come medaglioni tutto sommato autonomi, nei quali far risaltare gli elementi “mistici”, ma non si affronta la questione del periodo patristico in sé.

        Una svolta notevole è stata data dalla storia della mistica occidentale di B. McGinn (MCGINN, 1991). Questo autore ha il pregio di dare una definizione di mistica, come vedremo tra poco, assai necessaria, senza la quale è difficile avanzare in questo campo. Il primo volume, oltre alla pregevole introduzione e una ricca appendice sulla questione dello sviluppo storico e fondativo degli studi sulla mistica, è dedicato alle radici e, diremmo, alle forme seminali di quello che poi si svilupperà in seguito. Tutto il primo volume, con l’eccezione dell’Appendice finale, è in pratica una trattazione dei Padri. L’unica limitazione, dichiarata, è che tratta solo di quei Padri orientali che abbiano avuto una influenza nella mistica occidentale, e nella misura in cui l’abbiano avuta.

        Dopo aver presentato la triplice radice che deve essere considerata come influenzatrice della mistica cristiana, ovvero l’apocalittica del giudaismo del Secondo Tempio, la mistica filosofica pagana, soprattutto delle varie forme di platonismo, e le origini cristiane del tempo neotestamentario e dell’epoca che si indica tradizionalmente come “apostolica” (dalla metà del I secolo alla metà del II secolo), anche McGinn porta avanti la sua trattazione attraverso la presentazione di singoli autori, ma ciò che fa di questa opera una tappa indispensabile per chiunque voglia oggi occuparsi di questo tema, è che gli autori non sono trattati come “medaglioni” a se stanti, ma il loro studio è condotto sulla scia della sua definizione, ampia ed euristica, di mistica (che vedremo adesso). In questo momento, l’opera di McGinn è, a nostro avviso, lo strumento più utile che abbiamo per affrontare la questione della mistica nei Padri. Dovrebbe essere completata con la tradizione mistica orientale, soprattutto con i Padri di lingua siriaca (su tutti, i mistici siro-orientali del VII-VIII secolo), che sono restati programmaticamente fuori dal piano di lavoro di McGinn.

        2 Di quale mistica parliamo?

        La breve rassegna precedente rende, quindi, evidente che per poter affrontare la questione della relazione tra mistica e Padri, è naturale, come prima cosa, chiarire cosa si intenda per mistica. Ciò si rivela necessario in quanto è un termine su cui non si ha un consenso generale né una definizione chiara accettata da tutti. Questa precisazione, che ormai è in pratica un topos quando si parla di mistica, è ancora più necessaria quando si parla di mistica cristiana. Cosa si deve considerare circa la mistica quando si affronta il periodo patristico?

        La prima cosa fondamentale che deve essere tenuta in considerazione è il nucleo della religione cristiana: il Verbo di Dio, che si è fatto uomo in Cristo è il cammino per giungere, nello Spirito Santo, a Dio Padre. Senza questa premessa è impossibile comprendere realmente la dimensione mistica nei Padri. Lo iato ontologico nelle tradizioni religiose che vedono una assoluta e invalicabile trascendenza tra Dio e il mondo, nel cristianesimo è superato in Cristo. La dimensione panteista di altre tradizioni religiose, nel cristianesimo non è presente, perché resta sempre la ontologica distinzione tra Dio e la creatura. Le conseguenze sono ovvie: una idea di mistica che “salti” la mediazione di Cristo o che consideri una qualsiasi fusione indifferenziata con il divino non può essere accolta nel cristianesimo e, ancora più importante per il nostro argomento, è assolutamente aliena dal periodo patristico. Ricercando nei Padri, perciò, si dovrà parlare senza ombra di dubbio di mistica cristiana, rivendicandone una specificità irriducibile rispetto a ogni tentativo di collocarla dentro una categoria più generale, come, per esempio, un caso di genere e specie.

        Si deve, poi, considerare anche che pure all’interno del cristianesimo la comprensione del termine è mutata nei secoli. Anzi, sappiamo che mistica in origine era aggettivo e come sostantivo, e – quindi – lo sviluppo di una scienza relativa a questo quid, è una creazione relativamente recente. Come è noto, uno degli enzimi principali della ripresa dell’interesse verso la mistica da parte del mondo accademico fu un lavoro su Giovanni della Croce (BARUZI, 1924), oltre ad altre situazioni contingenti relative al clima culturale degli inizi del sec. XX, non ultima la guerra del ’14-18. A partire dagli anni ’50 appaiono una serie di pubblicazioni di testi di mistici e di studi storici sul fenomeno, che «hanno messo in rilievo la personalità degli autori mistici, la diversità delle loro esperienze e dei loro itinerari, al punto che la storia della mistica ha preso il sopravvento su una teoria generale della mistica» (SOLIGNAC, 1980, col.1891). Ma il modello dei mistici del XVI-XVII secolo, divenuto una sorta di princeps analogatum, è inapplicabile, ovviamente, ai Padri. La questione è che molte delle definizioni che vengono date portano dentro alcune premesse che restano più o meno occulte, delle quali una delle più comuni è l’idea niente affatto univoca di esperienza, sulla quale rimandiamo alle osservazioni dell’articolo di B. McGinn (MCGINN, 2008, 45-47).

        A nostro avviso, e non solo nostro (cfr. ZARRABIZADEH, 2008, 86) la proposta che più è utile per affrontare la questione è quella di McGinn. La differenza fondamentale tra McGinn e le altre definizioni è che quella di McGinn prima di tutto è euristica, ovvero, una ipotesi di lavoro che serve a dare una direzione alla ricerca, ma che viene precisata via via dai risultati raggiunti. Inoltre, la sua “ampiezza” (“l’incontro tra di Dio e la persona, ogni cosa che porta a questo incontro e che lo prepara e ogni cosa che da esse scaturisce”, ZARRABIZADEH, 2008, 86) permette di includere tutte le dimensioni e gli aspetti che di solito resistono a definizioni più strette. Essa, infatti, permette di tagliare il nodo gordiano dell’enorme numero di aspetti che la questione mistica porta con sé, come i fenomeni “straordinari” (estasi, visioni, locuzioni, etc.) oppure l’inestricabile groviglio delle relazioni tra contemplazione, esperienza mistica, preghiera pura, notte e/o tenebre, luce/luce increata, divinizzazione e così via, tutte cose che si presentano come un mare magnum di questioni che lasciano interdetto il ricercatore che voglia entrare nell’argomento con un po’ di chiarezza.

        Per il periodo patristico questo è ancora più importante, perché cerchiamo qualcosa che viene delineato (e ancora con difficoltà, come abbiamo detto) dal punto di vista “teorico” solo un migliaio di anni dopo. Il cuore della definizione di McGinn è il suo considerare la mistica come un tentativo di esprimere una coscienza diretta della presenza di Dio (cfr. MCGINN, 1991, p. xv-xvi; ma anche MCGINN, 2008). Il punto chiave, che permette di superare tutte le ambiguità legate alla questione della esperienza è l’approccio alla coscienza mistica. Ispirandosi alla metacoscienza di cui parla T. Merton (MERTON, 1972, 99-101), egli rilegge la nozione di coscienza a partire da B. Lonergan. Sarà, quindi, questa la prospettiva secondo la quale leggeremo il periodo patristico e proporremo, come abbiamo detto, alcune indicazioni a mo’ di prolegomeni necessari per un futuro lavoro su questo argomento, in special modo per i padri orientali, soprattutto siriaci.

        4 Particolarità del periodo patristico

        Così come si devono considerare le particolarità che il termine mistica deve tenere in conto quando si tratta dei Padri, così anche deve essere chiaro cosa si intende qui con periodo patristico. Per il nostro argomento la definizione di Padre della Chiesa non può essere quella classica che si usa, o si usava, in patrologia, ovvero un autore ecclesiastico che soddisfi i quattro requisiti di antichità (VII sec. per l’Occidente, VIII sec. per l’Oriente), santità di vita, riconoscimento della Chiesa e ortodossia. Questa definizione oggi è limitante anche per la patrologia, in quanto, a rigore, soprattutto per la questione della ortodossia, resterebbero fuori autori come Tertulliano, Origene, Teodoro di Mopsuestia, solo per citare i più famosi. Ora, se per una questione di ortodossia in teologia, intesa in senso assai restrittivo, si potrebbe anche comprendere, sebbene non accettare, il perché della loro esclusione in alcuni ambiti della riflessione, per il nostro caso sarebbe assolutamente fuorviante. Perciò, quando indichiamo i Padri in questa voce intendiamo tutti gli autori cristiani dei primi sette-otto secoli che abbiano lasciato degli scritti in cui sia possibile riconoscere una ricerca del contatto con Dio. Per il periodo storico, invece, restiamo nella comprensione classica, in quanto essa ha un intrinseco valore e plausibilità. Come è già stato osservato, in Occidente il VII secolo e in Oriente il secolo VIII (si prendono come limite simbolico Isidoro di Siviglia, morto nel 636, e Giovanni Damasceno, morto intorno al 750, rispettivamente come ultimo padre latino e ultimo padre greco) sono due termini dopo i quali l’unità culturale, in senso ampio, dell’antichità viene interrotta: in Occidente dallo stabilirsi dei regni romano-barbarici e in Oriente con il consolidamento definitivo dell’islam nei territori una volta cristiani (cfr. RATZINGER, 1971).

        Il periodo patristico, poi, ha sempre avuto un’importanza speciale per la chiesa, soprattutto per il fatto che è il tempo in cui si sono formati il canone delle Scritture, le formule di fede, la liturgia, la scelta dell’uso della ragione nel pensare la fede (cfr. RATZINGER, 1971). Sono tutti elementi che costituiscono, come vedremo, la struttura di quella ricerca di Dio che, nella prospettiva di McGinn, è la vita mistica. Il periodo patristico, dunque, è anche il periodo dello sviluppo di quel cammino che sarà poi pensato come mistica. Ed è importante notare che, anche se non vi era il termine e non vi era ancora una chiara coscienza di cosa poi si sarebbe inteso come mistica, non si può certo pensare che non vi fosse la res, ovvero, la coscienza della presenza di Dio, ricercata, questo sì, in una maniera differente da come avverrà successivamente.

        4 La coscienza mistica

        Per comprendere a pieno la fecondità della definizione di McGinn applicata al periodo patristico si dovrebbe considerare il movimento di differenziazione della coscienza teologica dalle origini fino a Nicea, studiato da B. Lonergan (LONERGAN, 1982) e la sua continuazione fino al V secolo, con Calcedonia (PAMPALONI, 2015). In questa sede possiamo sintetizzare dicendo che per arrivare alla “svolta interiore” di Agostino, il “padre fondatore” della mistica occidentale secondo McGinn, la coscienza ecclesiale deve essere passata per un processo di differenziazione, come è avvenuto anche per lo sviluppo della coscienza teologica ecclesiale. La coscienza teologica ecclesiale indifferenziata dei primi secoli venne provocata alla sua prima differenziazione soprattutto da due grandi sfide, quella dello gnosticismo, soprattutto nel II secolo, e quella dell’arianesimo nel IV, che obbligarono la Chiesa a sviluppare un nuovo linguaggio e un pensiero che rispondesse a domanda di genere differente rispetto a quelle per le quali era sufficiente la Sacra Scrittura. Concomitante alla sfida ariana, e con un ruolo non trascurabile nella lotta contro di essa, si ebbe il fenomeno del monachesimo, che per lo sviluppo della mistica rappresentò la svolta secondo l’interiorità. Se in Occidente il “padre fondatore” fu Agostino, in Oriente, senza alcun dubbio, il padre che più ebbe questo ruolo, nella prospettiva più vicina a quella delineata da McGinn, fu Gregorio di Nissa.

        Per approfondire la questione della coscienza mistica, oltre a MCGINN, 1991, rimandiamo a MCGINN, 2008, 47-53.

        5 Nozioni fondamentali per una ricerca “mistica” di Dio nel periodo patristico

        Fatte le dovute premesse, passiamo adesso a presentare quelle nozioni che riteniamo fondamentali da tenere in considerazione nel momento in cui si voglia considerare la questione della mistica nel periodo patristico.

        Mistero

        La prima di queste nozioni è quella di mistero. Uno dei maggiori studiosi di mistica Ch. André Bernard, dopo aver rilevato, come tutti, la difficoltà nello stabilire un senso preciso ai termini in gioco parlando di mistica, fa una osservazione utilissima. Oggi “per noi la connotazione di queste espressioni rinvia a un’esperienza psicologica particolare; per gli Antichi a una realtà nascosta” (BERNARD, 1994, 187). Qui risiede il punto chiave per intendere la nostra questione. Per i Padri, soprattutto fino al IV secolo, questa “realtà nascosta” è la nozione di mistero, ed è fondamentale. La centralità della persona di Cristo nei Padri prende da subito le dimensioni del mistero, termine dal quale, quindi, non si può prescindere per parlare della mistica in questo periodo.

        Ma anche per parlare di mistero dobbiamo fare una osservazione previa. Quasi immancabilmente, viene fatto troppo rapidamente l’accostamento tra il termine mysterion (e quindi partendo dalla radice del termine greco si arriva alla mistica) e il mondo dei misteri ellenistici, con la deduzione di una serie di conseguenze fuorvianti. È vero che il termine originario del paganesimo entra nel vocabolario cristiano, ma esso, come in pratica sempre è avvenuto, subisce una torsione semantica per adattarsi al nuovo contesto. Soprattutto, «os “mistérios” são, em sentido próprio, “ritos sagrados” que só se revelam aos iniciados, [e] è depois do início do cristianismo, no hermetismo alexandrino (sécs II-III), que se começa a transferir a terminologia mistérica para indicar uma filosofia religiosa» (PASQUATO, 2003, p. 817). Fondamentalmente, il termine non ha mai avuto un senso religioso o sacro prima del suo uso nel cristianesimo. In questo senso è chiarissima e ancora non confutata l’analisi di BOUYER, 1949. È interessante notare che questo articolo viene sempre citato ma, nel momento di trarre le conclusioni, a giudicare da quanto viene sempre ripetuto, sorge il dubbio che venga realmente letto. Secondo Bouyer, è a) impossibile presentare la mistica cristiana come elemento importato dal neoplatonismo; b) i legami dello pseudo Dionigi, autore considerato “mistico” per eccellenza, con il neoplatonismo sono innegabili. Ma ciò che lo pseudo Dionigi stesso chiama mistica non è quell’esperienza che si vuole riconoscere in Plotino; c) al contrario, ci troviamo nella intersezione di tutta una tradizione spirituale specificamente cristiana di interpretazione scritturistica e di esperienza liturgica nella Chiesa (cfr. BOUYER, 1949, 23). Dunque, il peso della religione dei misteri nella formazione della mistica cristiana non può assolutamente essere sopravvalutato.

        Il luogo scritturistico (non l’unico, comunque) che da tutti gli autori che si sono occupati del nostro argomento, viene considerato come fondante per la comprensione di mysterion nel cristianesimo (qui sì, con ricaduta nella questione della mistica cristiana) è 1 Cor 2, 6-10 (cfr. per un quadro generale del termine in Paolo BORNKAMM, 1971, coll. 692-700). Secondo Solignac questa concezione del mistero, nascosto in Dio e poi rivelato in Gesù Cristo, alla conoscenza del quale tutti i membri della Chiesa sono chiamati (e qui conoscenza non è nozionale ma una esperienza interiore nello Spirito Santo, cfr. SOLIGNAC, 1980, col.1862), implica una mistica: «Il mistero produce nel credente una luce e una forza che lo investono, lo avvolgono, lo superano, ma anche lo introducono in un movimento di riconoscimento e d’amore affettivo sull’esempio di Cristo e in comunione con lui» (SOLIGNAC, 1980, col.1862). Cristo non è solo il rivelatore del mistero ma il luogo dove si realizza la salvezza nei credenti. Lo specifico della mistica cristiana sta tutto in questo movimento descritto da Paolo. «Inicialmente se trata de uma experiência ordinária, de uma ação do Espirito que transforma o homem interior, levando Cristo a habitar nos corações, enraizando-os no amor» (cf. Ef 3, 16-17)» (PASQUATO, 2003, p. 817).

        Una ricerca “oggettiva”

        La domanda è: come si trova questa realtà nascosta? O, detto in altre parole, come posso entrare in contatto con Cristo, mistero nascosto? Gli ambiti di significato del termine mysterion identificati dalla profonda analisi di Bouyer fanno emergere i “luoghi” dove i Padri cercavano questo contatto. Ecco, allora, la caratteristica fondamentale che rende il periodo patristico completamente speciale riguardo alla mistica, ovvero, che il contatto con Dio è cercato in qualche modo “fuori”: nella Sacra Scrittura, nella liturgia e nei sacramenti e nella vita spirituale.

        Luoghi patristici della ricerca

        La ricerca di Dio nella Scrittura, eredità giudaica e dalla cultura alessandrina, è il primo luogo dove si cerca il mistero. La prassi sacramentale e le catechesi prebattesimali e mistagogiche fanno emergere una ulteriore dimensione di una unione a cui partecipa anche il corpo, e qui ruolo fondamentale lo riveste la Eucaristia. Il monachesimo permette di fare una sintesi a livello sia di ascesi che di esperienze di preghiera verso il “luogo” dell’uomo dove tutto questo risuona. Con Evagrio, soprattutto, e la sua enorme influenza sul monachesimo, ciò che specifica l’uomo è il nous e, perciò, l’attività più alta sarà la theoria, la contemplazione. E un nous purificato per mezzo dell’ascesi, sarà in grado di raggiungere la theoria divina, ovvero la theologia. Con Agostino si avrà la prima maturazione per la svolta totalmente consapevole verso l’interiorità come luogo dove incontrare Dio, sebbene con Gregorio di Nissa, pur espresso con termini ancora “oggettivi” ma già caricati di dimensione interiore, questo passaggio, a nostro avviso, stava già avvenendo.

        Ora, però, c’è da considerare un aspetto ulteriore. Se e vero che la ricerca di questo contatto di Dio era “esterna”, la coscienza di questa presenza era ugualmente percepita. Non si esprimeva con un linguaggio dell’interiorità, ma possiamo riconoscere questa percezione negli autori.

        Prendiamo la questione della ricerca di Dio nella Scrittura. L’esegesi dei Padri non è certo quella del metodo critico con la Formgeschichte o la Wirkungsgeschichte etc. La Scrittura è un modo con cui Dio parla al suo popolo e alla persona che si applica al suo studio, ovvero, che vi contempla la Sua presenza. Non è una applicazione solo intellettuale, ma coinvolge tutto l’interprete. E quanto più egli cresce nella familiarità con la Scrittura, quanto più dentro cresce la unione con Dio, non di rado (come Origene stesso, per esempio, ogni tanto lascia trapelare) sperimentando talvolta una allegria e una, diremmo in termini ignaziani, consolazione che nasce proprio da questa ricerca e che chi la sperimenta sa che viene da “altrove”. La difficoltà è che raramente in questo periodo, per le ragioni di cui abbiamo già detto, gli autori sono “autobiografici” nel riportare le loro esperienze. Preferiscono farlo esprimendosi per mezzo di typoi scritturistici, come Mosè o la Sposa del Cantico. Quando Gregorio di Nissa parla del “sentimento della presenza” (aisthēsis tēs parousias) lo paragona, per esempio, al profumo: lo si sente, ma non si sa da dove provenga e non si può “prendere”, conservare, limitare, racchiudere (PAMPALONI, 2011, 254-259). Se invece di “esperienza spirituale”, espressione vaga e problematica, leggiamo in Gregorio di Nissa la coscienza di una presenza, siamo perfettamente dentro quanto McGinn intende con coscienza mistica, e possiamo riconoscere questo in Gregorio. Uno dei testi più belli delle Omelie sul Cantico dei Cantici di Gregorio mostra quanto stiamo dicendo: “Sebbene, infatti, i pozzi racchiudano l’acqua dentro il loro recinto, soltanto la sposa ha in se stessa un’acqua che fluisce in continuazione, di modo che essa possiede insieme la profondità del pozzo e il movimento continuo del fiume” (GREGORIO DI NISSA, 1996, 208, traduzione lievemente ritoccata). Questo è un esempio preclaro di un linguaggio “oggettivo” che però si riferisce alla coscienza di qualcosa interno al soggetto. In questo senso, personalmente riteniamo che Gregorio di Nissa sia stata una coscienza molto più differenziata di quanto si possa pensare e, sebbene, forse, non sia a livello di Agostino, il suo percorso è notevole, come abbiamo proposto in un altro lavoro (PAMPALONI, 2011, 248-250). Non troviamo, quindi, azzardato considerare Gregorio di Nissa come “padre fondatore” della mistica orientale. McGinn lo considera solo nella misura in cui ha influenzato la mistica occidentale, ma il suo ruolo nella mistica orientale non può essere sottovalutato (cfr., per esempio, PUGLIESE, 2020).

        Se poi ci soffermiamo al secondo ambito indicato da Bouyer, quello liturgico sacramentale, troviamo sia una conferma di quanto indicato per la Scrittura, sia un elemento in più, ovvero la partecipazione del corpo in questa ricerca. Nelle catechesi pre e post battesimali il vescovo doveva spiegare ai neofiti cosa era avvenuto nella notte di Pasqua e di come il gesto esterno ripercuotesse i suoi effetti all’interno. La comunione con Dio ricercata nella Scrittura acquista qui un senso concreto di comunione. Possono esserci accenti diversi: la tradizione alessandrina è più propensa a parlare di divinizzazione del fedele per la partecipazione alla divinità del Logos; la tradizione antiochena parla di unione all’umanità di Cristo risorto; Gregorio di Nissa ha la sua particolare “cristologia della trasformazione”, e così via. Ma si sottolinea questa unità che è reale ed effettiva grazie al Battesimo e, in modo ancora più speciale, con l’Eucaristia. Quindi, potremmo dire, l’unione mistica è in virtù del Battesimo-Eucaristia. È la coscienza di questa unione che si sviluppa nella misura in cui si sviluppa la riflessione su tale coscienza. Per questo si potrebbe avere l’impressione che la mistica non appartenga al periodo patristico, mentre invece semplicemente si esprime in maniera diversa ma che punta verso una direzione che porta a quello che possiamo considerare il fenomeno secondo quanto indicato da McGinn.

        Il terzo ambito, quello spirituale, possiamo considerarlo come l’unione dei primi due, il risultato a dove approda il processo di sviluppo che abbiamo delineato, l’ambito dove i Padri usano mistico per parlare di una conoscenza, dice Bouyer, quasi sperimentale. Ambito quello della Scrittura, come per Origene e Gregorio di Nissa, come abbiamo visto, e quello liturgico sacramentale, dove la ricerca dell’unione trova come medium la corporeità. La liturgia, specialmente orientale ma non solo, diventa il luogo dell’incontro, della trasformazione, della divinizzazione – se parliamo in termini alessandrini; dell’innesto nell’umanità resuscitata di Cristo, se siamo in ambito antiocheno. A questo rispetto, tutta l’opera dello Pseudo Dionigi è una manifestazione di questo intreccio fondamentale, sebbene la sua influenza sia stata soprattutto in Occidente piuttosto che in Oriente, dove è arrivato “tardi” (HAUSHERR, 1935, 124-126) per dare l’impronta che invece si deve riconoscere a Evagrio Pontico.

        Pasquato, nel suo articolo citato (PASQUATO, 2003) aggiunge una quarta dimensione, che in realtà è una sorta di sintesi come quella che noi abbiamo inserito nella dimensione spirituale: è quella mistico-divinizzante. Meditando il mistero nella Scrittura, contemplandolo e partecipandovi nella liturgia, il mistero stesso – ovvero Cristo – si compie nel credente, che viene così divinizzato.

        Infine, notiamo che per i Padri questa ricerca del mistero, che è Cristo, condotta nella esegesi e ricercata nella dimensione liturgico-sacramentale è compito ecclesiale, sono dimensioni che un autore dei primi sette-otto secoli non avrebbe mai concepito al di fuori del corpo di Cristo che è la Chiesa. La dimensione individuale di una esperienza mistica, indipendente dall’ambito della comunione ecclesiale, è estranea al pensiero patristico, anche quando emerge la coscienza di un incontro personale. Questa è il vero senso dell’esprimere la propria coscienza della presenza di Dio in termini di personaggi biblici esemplari: non siamo atomi nell’esperienza di Dio, siamo dentro il corpo di Cristo che è la Chiesa.

        Conclusione

        Alla fine del percorso possiamo così riassumere la nostra esposizione. Dopo aver chiarito alcuni elementi metodologici (la definizione di mistica che assumiamo per poter parlare del periodo patristico, ovvero quella di McGinn) e in conseguenza a tali criteri, alcune particolarità del periodo patristico che devono essere considerate per il nostro argomento, abbiamo individuato alcuni aspetti che devono essere presenti quando si voglia considerare la questione mistica nei Padri.

        Il primo elemento che a partire dalla definizione di McGinn noi possiamo considerare è che realmente il IV secolo sembra essere il momento in cui appare una coscienza della presenza di Dio in modo esplicito. In Occidente il padre fondatore è Agostino, per l’Oriente, personalmente, consideriamo che questo titolo spetti a Gregorio di Nissa. D’altro lato, tale definizione ci permette di non privare di “mistica” i Padri precedenti, perché la ricerca dell’unione e del contatto con Dio è da sempre presente in tutta la storia del cristianesimo. Questo “luogo” di ricerca di tale contatto e unione è il mistero, in senso paolino, ovvero Gesù Cristo Verbo del Padre incarnato, morto e resuscitato. Nei primi secoli, la ricerca di questo mistero è diretta verso un “esterno”. Nella Sacra Scrittura, con l’esegesi, specialmente allegorica, che ricerca questo contatto. Nella liturgia e nei sacramenti, dove questo contatto passa per la mediazione, in qualche modo, “fisica” e trova l’unione mistica per eccellenza nell’Eucaristia. Infine, nella dimensione spirituale, che è il ponto verso quella svolta agostiniano-nissena che aprirà il cammino alla mistica come la intendiamo con McGinn, provocata e accelerata dal fenomeno monastico, dove le due dimensioni precedenti si uniscono e permettono di prestare attenzione al cosa avviene “dentro”, quando si legge la Scrittura e quando si celebra la liturgia.

        A questo proposito, una ricerca sulla mistica nel tempo patristico potrebbe essere foriera di grandi e salutari insights per vivere a nostra volta queste dimensioni. Una ricerca di come i Padri cercavano questa unione con Dio, per mezzo della Scrittura e della liturgia, non può restare solo storia della mistica. A nostro avviso, con una coscienza differenziata secondo la mistica, come possiamo avere oggi dopo il progredire degli studi, ritornare a leggere la Scrittura e a vivere la liturgia e i sacramenti in prospettiva come quella patristica, non potrebbe che portare nuovo ossigeno alla nostra vita spirituale, spesso tentata di appiattirsi su dimensioni unicamente orizzontali.

        Grazie alla definizione di McGinn abbiamo delle linee che possiamo applicare allo studio della mistica nei Padri. Resta ancora tutto da fare un lavoro simile applicato ai Padri orientali.

         

        Massimo Pampaloni

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          ¿Sociedad de la información o sociedad del control?

          Indice

          Introducción

          1 Una nueva era

          2 Una interpretación inédita de la realidad

          3 Nuevas potencialidades

          4 ¿Información o control?

          5 Sostenibilidad digital

          6 El pontificado de Francisco

          Conclusión

          Introducción

          No es fácil revisar las novedades del mundo digital y los desafíos que representa para la conciencia y la libertad. La transformación, cuya omnipresencia y poder transformador todos percibimos hoy, especialmente después de la pandemia, aún no ha revelado completamente su alcance. Sin embargo, para esclarecer la magnitud de estos procesos, propondremos un itinerario dividido en varios momentos. Comenzaremos describiendo lo sucedido (Una nueva era) y luego intentaremos resaltar las principales características de la Era Digital (Una interpretación inédita de la realidad). Las perspectivas de nuestro análisis nos llevarán entonces a delinear las potencialidades (Nuevas potencialidades) y los límites (¿Información o control?) de estas transformaciones. A continuación indicaremos cuál podría ser un remedio para hacer más sostenible el sistema (Sostenibilidad Digital), además de señalar las pistas que da el magisterio de Francisco (El pontificado de Francisco).

          1 Una nueva era

          La evolución de la computadora influyó profundamente en todas las tecnologías de la comunicación al mismo tiempo que aprovechó todo su potencial. En un principio, la computadora parecía una herramienta reservada para las grandes organizaciones y administraciones, la investigación científica y los mandos militares. A partir de la década de 1970, la tecnología de microprocesadores, el constante desarrollo de software fácil de usar y, en la década de 1990, la rápida expansión de la red, la transformaron en una máquina accesible para todos, como cualquier otro electrodoméstico. Para entender este cambio, debemos centrarnos en la principal característica de esta nueva forma de comunicación: lo digital.

          En informática y electrónica, digital se refiere al hecho de que toda la información está representada por números o que es manipulada por números (el término se deriva del inglés digit, que significa cifrado). Un determinado conjunto de información se representa en formato digital, es decir, como una secuencia de números tomados de un conjunto de valores discretos, es decir, pertenecientes a un mismo conjunto bien definido y circunscrito. Actualmente, digital puede ser considerado como sinónimo de numérico y se opone a la forma de representación de la información denominada analógica. Lo digital se opone a lo analógico, es decir, no contable.

          Digital, por tanto, se refiere a la matemática de lo discreto, que trabaja con un conjunto finito de elementos, mientras que lo analógico se modela con la matemática del continuo, que trata con una infinidad (numerable o no numerable) de elementos. Un objeto es digitalizado, es decir, hecho digital, si su estado original (analógico) es traducido y representado por medio de un conjunto numérico de elementos. Por ejemplo, una foto, normalmente compuesta por un número infinito de puntos, cada uno de los cuales está compuesto por una gama infinita de colores, se digitaliza y, por lo tanto, se traduce en una foto digital, cuando su superficie se representa subdividida en un número discreto de puntos (generalmente pequeños cuadrados o rectángulos llamados píxeles), cada uno de los cuales está compuesto por un color representado, a su vez, por un número.

          Hoy, la comunicación electrónica, por un lado, contribuye a debilitar la institución del libro como fuente y herramienta de información y cultura; por otro lado, de nuevas formas, ella continúa y amplía su servicio (como, por ejemplo, sucede con el ebook). Además, si la impresora permitía un uso diferente de la memoria, la computadora hoy aumenta aún más este cambio, dotada como está de una gran capacidad de gestión de datos.

          Precisamente porque procesa el lenguaje de todos los demás medios en formato digital, la computadora se ha convertido en el medio por excelencia del siglo XXI. En particular, es una herramienta de escritura para todos: periodistas, escritores, científicos, ingenieros, poetas y artistas. Modificó en gran medida las técnicas tradicionales de escritura, como lo hizo para la edición, la fotocomposición y la propia impresión.

          A principios del siglo XX, la comunidad humana estaba unida por el telégrafo y luego por el teléfono. Hoy en día, las conexiones globales se realizan por computadora: el intercambio de dinero y bienes en la bolsa de valores, el tráfico aéreo y ferroviario, etc. son controlados por computadora. De igual forma permite que millones de personas intercambien mensajes sin límites de tiempo ni espacio.

          2 Una interpretación inédita de la realidad

          La revolución en la ciencia y la tecnología provocada por las computadoras y la tecnología de la información ha sido acertadamente descrita por Naief Yehya: “Con una computadora podemos convertir casi cualquier problema humano en estadísticas, gráficos, ecuaciones. Sin embargo, lo realmente perturbador es que, al hacerlo, creamos la ilusión de que estos problemas se pueden resolver con computadoras” (YEHYA, 2005, p. 15).

          Chris Anderson, editor en jefe de Wired[1], resume lo que la revolución digital[2] significa para el mundo científico:

          Los científicos siempre se han basado en hipótesis y experimentos. […] Ante la disponibilidad de enormes cantidades de datos, este enfoque -hipótesis, modelo teórico y prueba- se vuelve obsoleto. […] Ahora hay una mejor manera. Los petabytes nos permiten decir: “la correlación es suficiente”. Podemos dejar de buscar modelos teóricos. Podemos analizar los datos sin ninguna suposición sobre lo que los datos podrían mostrar. Podemos enviar los números al mayor conjunto de computadoras [clusters] que el mundo jamás haya visto y dejar que los algoritmos estadísticos encuentren modelos [estadísticos] donde la ciencia no puede. […] Aprender a usar una computadora de esta escala puede ser un desafío. Pero la oportunidad es grande: la nueva disponibilidad de cantidades masivas de datos, combinada con las herramientas estadísticas para procesarlos, ofrece una forma completamente nueva de entender el mundo. La correlación reemplaza a la causalidad y la ciencia puede avanzar incluso sin modelos teóricos coherentes, teorías unificadas o algún tipo de explicación mecanicista. (ANDERSON, 2008, p. 106-107)[3]

          El advenimiento de la investigación digital, donde todo se transforma en datos numéricos, conduce a la capacidad de estudiar el mundo según nuevos paradigmas gnoseológicos: lo que cuenta es solo la correlación entre dos cantidades de datos y ya no una teoría coherente que explique esta correlación[4]. Prácticamente hoy asistimos a desarrollos tecnológicos (capacidad de hacer) que no corresponden a ningún desarrollo científico (capacidad de conocer y explicar): hoy en día se utiliza la correlación para predecir con suficiente precisión, aunque no exista una teoría científica que la sustente, el riesgo de impacto de asteroides incluso desconocidos en varios lugares de la Tierra, los lugares institucionales sujetos a ataques terroristas, el voto de ciudadanos individuales en las elecciones presidenciales de EE. UU., la tendencia a corto plazo del mercado de valores.

          El uso de las computadoras y las tecnologías de la información en el desarrollo tecnológico ha puesto de relieve un desafío lingüístico que se produce en la frontera entre el hombre y la máquina: en el proceso de cuestionamiento mutuo entre el hombre y la máquina surgen proyecciones e intercambios hasta ahora inimaginables, y la máquina no se vuelve menos humana de lo que el hombre se convierte en máquina (BENANTI, 2012).

          3 Nuevas potencialidades

          El efecto de la digitalización exponencial de la comunicación y la sociedad está conduciendo, según Marc Prensky (PRENSKY, 2001a, p. 1-6; PRENSKY, 2001b, p. 1-6), a una verdadera transformación antropológica: el advenimiento de los nativos digitales. Nativo digital (en inglés digital native) es un término que se aplica a una persona que ha crecido con tecnologías digitales como computadoras, Internet, teléfonos celulares y reproductores de MP3. La expresión se utiliza para referirse a un grupo nuevo y sin precedentes de estudiantes que ingresan en el sistema educativo. Los nativos digitales surgieron en paralelo con la masificación de las computadoras con interfaz gráfica en 1985 y los sistemas operativos de ventana en 1996. El nativo digital crece en una sociedad multipantalla y considera las tecnologías como un elemento natural sin sentir ninguna incomodidad al manipularlas e interactuar. con ellas.

          En cambio, Prensky acuñó la expresión inmigrante digital (digital immigrant) para referirse a una persona que creció antes de las tecnologías digitales y las adoptó más tarde. Una de las diferencias entre estos individuos es el distinto enfoque mental que tienen hacia las nuevas tecnologías: por ejemplo, un nativo digital hablará de su nueva cámara (sin definir su tipo tecnológico) mientras que un inmigrante digital hablará de su nueva cámara digital,  a diferencia de la cámara de película química que usó antes. Un nativo digital, según Prensky, está moldeado por la dieta mediática a la que está sujeto: en cinco años, por ejemplo, él o ella pasa 10.000 horas jugando videojuegos, intercambia al menos 200.000 correos electrónicos, pasa 10.000 horas en un teléfono celular, pasa 20.000 horas frente al televisor viendo al menos 500.000 comerciales, pero dedica solo 5.000 horas a la lectura. Esta dieta mediática produce, según Prensky, un nuevo lenguaje, una nueva forma de organizar el pensamiento que cambiará la estructura cerebral de los nativos digitales.

          La multitarea, la hipertextualidad y la interactividad son, para Prensky, solo algunas de las características de lo que parece ser una etapa nueva y sin precedentes en la evolución humana. Además, según el autor, aunque de forma errática y a nuestra propia velocidad, todos vamos avanzando hacia una mejora digital que incluye actividades cognitivas. De hecho, dice, las herramientas digitales ya amplían y enriquecen nuestras capacidades cognitivas de muchas maneras. La tecnología digital mejora la memoria, por ejemplo, a través de herramientas de adquisición, almacenamiento y recuperación de datos. La recopilación de datos digitales y  las herramientas de apoyo a decisiones mejoran la elección, permitiéndonos recopilar más datos y verificar todas  las implicaciones completas de esa cuestión. La mejora cognitiva digital, posibilitada por computadoras portátiles, bases de datos en línea, simulaciones virtuales tridimensionales, herramientas de colaboración en línea, dispositivos portátiles y una serie de otras herramientas específicas del contexto, ahora es una realidad para muchas profesiones, incluso en campos que no son técnicos, como el derecho. y las humanidades. Por lo tanto, en lugar de “capacidad tecnológica”, Presky prefiere hablar de “capacidad digital”, por tres razones: 1. Porque hoy en día casi toda la tecnología es digital o se apoya en herramientas digitales; 2. La tecnología digital se diferencia de otras tecnologías en que es programable, es decir, es capaz de ser inducida a hacer, en niveles cada vez más precisos, exactamente lo que se quiere (esta capacidad de personalización está en el corazón de la revolución digital) ; 3. La tecnología digital invierte cada vez más energía en versiones cada vez más pequeñas de microprocesadores que, a su vez, forman el núcleo de gran parte de la tecnología capaz de mejorar la cognición. Esta miniaturización, junto con costos cada vez más bajos, es lo que hará que la tecnología digital esté disponible para todos, aunque a diferentes tarifas y en diferentes ubicaciones. (PRENSKY, 2009)[5].

          4 ¿Información o control?

          Vivimos en una sociedad y tiempo digital, la Era Digital, un período complejo por los profundos cambios que están produciendo estas tecnologías. La pandemia de la Covid-19 aceleró una serie de procesos que llevaban tiempo cambiando radicalmente la sociedad porque era posible disociar el contenido, el conocimiento, de su soporte[6]. El cambio en los tiempos que atravesamos lo produce la tecnología digital y su impacto en nuestra forma de entendernos a nosotros mismos y la realidad que nos rodea.

          Para entender este desafío, necesitamos volver al comienzo de esta transformación. En un documental granulado filmado en 1952 en los laboratorios Bell, el matemático e investigador de los Laboratorios Bell, Claude Shannon, se encuentra junto a una máquina que él construyó. Construido en 1950, fue uno de los primeros ejemplos de aprendizaje automático del mundo: un ratón robótico, que resuelve laberintos, conocido como Theseus. El Teseo de la mitología griega antigua navegó por el laberinto de un minotauro y escapó siguiendo un hilo que usaba para marcar su camino. Pero el juguete electromecánico de Shannon pudo “recordar” la ruta con la ayuda de los interruptores de relé del teléfono.

          En 1948, Shannon introdujo el concepto de teoría de la información en A Mathematical Theory of Communication (Teoría Matemática de la Comunicación), un artículo que proporciona la prueba matemática de que toda comunicación puede expresarse digitalmente. Claude Shannon demostró que los mensajes podían tratarse puramente como una cuestión de ingeniería. La teoría matemática y no semántica de la comunicación de Shannon abstrae el significado de un mensaje y la presencia de un remitente o destinatario humano; un mensaje, desde este punto de vista, es una serie de fenómenos transmisibles a los que se les puede aplicar una determinada métrica (POLT, 2015, p. 181).

          Estas intuiciones dieron lugar a una nueva visión transdisciplinar de la realidad: la cibernética de Norbert Wiener. Para Wiener, la teoría de la información es una forma poderosa de concebir la naturaleza misma. Mientras el universo gana entropía, según la segunda ley de la termodinámica –es decir, su distribución de energía se vuelve menos diferenciada y más uniforme– existen sistemas locales contraentrópicos. Estos sistemas son los organismos vivos y las máquinas de procesamiento de información que construimos. Estos sistemas se diferencian y organizan: generan información (POLT, 2015, p. 181). El privilegio de este enfoque es que permite a la cibernética ejercer un control seguro sobre el campo interdisciplinario que genera y trata: “la cibernética ahora puede estar segura de su ‘cosa’, es decir, de calcularlo todo en términos de un proceso controlado” (HEIDEGGER, FABRIS, 1988, p.34-35).

          Comenzando en la década anterior a la Segunda Guerra Mundial, y acelerando durante y después de la guerra, los científicos diseñaron sistemas mecánicos y eléctricos cada vez más sofisticados que permitieron que sus máquinas actuaran como si tuvieran un propósito. Este trabajo se cruzó con otros trabajos sobre cognición en animales y trabajos tempranos en computación. Lo que surgió fue una nueva forma de ver los sistemas, no solo mecánicos y eléctricos, sino también biológicos y sociales: una teoría unificadora de los sistemas y su relación con el medio ambiente. Este movimiento hacia “sistemas completos” y “pensamiento sistémico” se conoció como cibernética. La cibernética enmarca el mundo en términos de sistemas y sus objetivos.

          Según la cibernética, los sistemas logran sus objetivos a través de procesos iterativos o ciclos de retroalimentación. De repente, los principales científicos de la posguerra se tomaron en serio la causalidad circular (A causa B, B causa C y finalmente C causa A). Mirando más de cerca, los científicos vieron la dificultad de separar al observador del sistema. De hecho, el sistema parecía ser una construcción del observador. El papel del observador es proporcionar una descripción del sistema, que se le da a otro observador. La descripción requiere un idioma. Y el proceso de observar, crear lenguaje y compartir descripciones crea una sociedad. Desde finales de la década de 1940, la investigación más avanzada del mundo ha comenzado a analizar la subjetividad (del lenguaje, la conversación y la ética) y su relación con los sistemas y el diseño. Distintas disciplinas colaboraban para estudiar la “colaboración” como categoría de control.

          Hasta entonces, los físicos habían descrito el mundo en términos de materia y energía. La comunidad cibernética proponía una nueva visión del mundo a través del lente de la información, los canales de comunicación y la organización. De esta manera, la cibernética nació en los albores de la era de la información, en las comunicaciones predigitales y en los medios, uniendo la forma en que los humanos interactúan con las máquinas, los sistemas y entre sí. La cibernética se centra en utilizar la retroalimentación para corregir errores y lograr objetivos: la cibernética hace de la máquina y del ser humano una especie de ratón de Shannon.

          Es en este nivel que necesitamos mirar más de cerca los efectos que esto puede tener en la comprensión -de uno mismo y de los demás- del ser humano y en la libertad. A medida que maduraron las discusiones, se ampliaron los objetivos de la comunidad cibernética. En 1968, Margaret Mead contemplaba la aplicación de la cibernética a los problemas sociales.:

          A medida que se amplía el escenario mundial, existe la posibilidad continua de utilizar la cibernética como una forma de comunicación en un mundo de creciente especialización científica. […] deberíamos mirar muy seriamente el estado actual de la sociedad estadounidense, dentro de la cual esperamos desarrollar estas formas muy sofisticadas de tratar con sistemas que necesitan atención desesperadamente. Problemas de las áreas metropolitanas, […]. Las interrelaciones entre los diferentes niveles de gobierno, la redistribución de la renta, […] los vínculos necesarios entre partes de grandes complejos industriales… (MEAD, 1968, p. 45)[7]

          El enfoque cibernético, como subrayaría Martin Heidegger en su relectura de Wiener y de la obra de los cibernéticos, “reduce” la propia actividad humana, en la pluralidad de sus configuraciones, a algo funcional y controlable por la máquina: “el hombre mismo se convierte en ‘algo planificado’, es decir, controlable’ y, si tal reducción no es posible, se coloca entre paréntesis como ‘factor perturbador’ en el cálculo cibernético” (HEIDEGGER; FABRIS, 1988, p. 10). De hecho, Fabris observa que:

          En su análisis del fenómeno cibernético, Heidegger tiene presente constantemente la matriz griega de la palabra y privilegia este aspecto, en lugar de, por ejemplo, la noción central de retroalimentación, como hilo conductor para comprender y explicar las características de tal “disciplina no -disciplina”. En la lectura heideggeriana, la cibernética indica el advenimiento de un proceso de control e información dentro de las distintas esferas temáticas de las diversas ciencias. Desde el punto de vista hermenéutico, el mando y el control (la Steuerung) se entienden en primer lugar, desde el punto de vista hermenéutico, como la perspectiva dentro de la cual se regulan las relaciones del hombre con el mundo. (FABRIS, 1988, p. 11)

          Fabris observa que

          la cibernética es vista por Heidegger como el momento más avanzado, el resultado más evidente de ese dominio de la técnica en el que desemboca toda la metafísica occidental. La historia del ser –tal como surge de los cursos universitarios sobre Nietzsche en la década de 1930– tiene en efecto su punto de llegada en el acontecimiento de la técnica, en el que la voluntad de poder (voluntad de voluntad) que determina la acción humana y se extiende a todas las esferas de la realidad, encuentra plena manifestación. Dentro de este proceso de autorreferencia de la voluntad, el proyecto cibernético recibe su propia justificación y define sus relaciones con la filosofía, asumiendo algunas de sus tareas y asumiendo sus prerrogativas tradicionales. (FABRIS, 1988, p. 11)

          Sin embargo, en el seno de los cibernéticos, es decir, de aquellos estudiosos que son los padres de la sociedad de la información, de las inteligencias artificiales y de todos estos impresionantes desarrollos que lo digital está provocando en nuestras vidas, puede haber estado la promesa de un propósito aún mayor.

          Gregory Bateson, el primer marido de Margaret Mead, dijo en una famosa entrevista que lo que le entusiasmaba de las discusiones sobre cibernética era esto: “Fue una solución al problema del objetivo. A partir de Aristóteles, la causa final siempre ha sido el misterio. Fue entonces cuando salió a la luz. Entonces no nos dimos cuenta (al menos yo no, aunque McCulloch pueda haberlo percibido) de que toda la lógica tendría que ser reconstruida para la recursividad (BRAND, 1976, p. 32-34)[8].

          5 Sostenibilidad digital

          Si la sociedad de la información puede efectivamente, a través de acciones de retroalimentación digital, colocar al hombre en una condición de control por la máquina (ya sea electrónica o algorítmica), y si la relación cibernética en su forma más radical de realización de la simbiosis hombre-máquina puede, de hecho, negar la necesidad de colocar la hipótesis de causas finales para la acción, un horizonte distópico asoma en el horizonte donde la sociedad de la información colapsa inevitablemente en una sociedad de control. El análisis de la sociedad digital permite reflexionar sobre la conexión entre causas, necesidad y libertad, que lo digital realiza en su forma de implementación política: cuestiona la existencia misma de un destino humano que dependa de su libre albedrío.

          Esta forma de digitalización cibernética, que definiría aquí como “fuerte” para subrayar cómo esta es una forma de sociedad posible si no se crean formas de sostenibilidad digital (BENANTI; MAFFETTONE, 2021), corre el riesgo de eliminar la propia posibilidad de libertad positiva. En lenguaje político, este término, como dice Bobbio, significa

          la situación en que una persona tiene la posibilidad de dirigir su voluntad hacia un fin, de tomar decisiones, sin estar determinada por la voluntad de otros”. Esta forma de libertad también se denomina “autodeterminación” o, más apropiadamente, “autonomía”. […] La definición clásica de libertad positiva la da Rousseau, para quien la libertad en el estado civil consiste en el hecho de que allí el hombre, como parte del todo social, como miembro del “yo común”, no obedecer a nadie aparte de sí mismo, es decir, es autónomo en el sentido preciso de la palabra, en el sentido de que se da leyes a sí mismo y no obedece a otras leyes que las que se ha dado a sí mismo: “Obediencia a la ley que nos prescribamos es la libertad” (Contrato social, I, 8). Este concepto de libertad fue asumido, bajo la influencia directa de Rousseau, por Kant, […] en la Metafísica de las Costumbres, donde la libertad legal se define como “la facultad de no obedecer otra ley que aquella a la que los ciudadanos dieron su consentimiento” (II, 46). […] Las libertades civiles, prototipo de las libertades negativas, son libertades individuales, es decir, inherentes al individuo singular: históricamente, en efecto, son producto de luchas por la defensa del individuo considerado o como persona moral y, por lo tanto, teniendo un valor en sí mismo, o como sujeto de relaciones económicas, frente a la intrusión de entidades colectivas como la Iglesia y el Estado […]. La libertad como autodeterminación, en cambio, se refiere generalmente en la teoría política a una voluntad colectiva, ya sea del pueblo o de la comunidad o de la nación o del grupo étnico o de la patria. (BOBBIO, 1978)

          A la luz de estas breves reflexiones, podemos destacar que la matriz epistemológica de control inherente al desarrollo de lo digital como cultura de la información cibernética aún reside implícita e irreflexivamente dentro de las aplicaciones técnicas de la sociedad de la información. Corresponde a la sociedad civil crear un debate para que los procesos de innovación tecnológica digital sean cuestionados. Sin embargo, el mundo de la tecnología se describe hoy con la categoría de innovación.

          Si seguimos viendo la tecnología solo como una innovación, corremos el riesgo de no darnos cuenta de su alcance de transformación social y, por lo tanto, de ser incapaces de encauzar sus efectos para bien.

          Para poder hablar de la innovación como un bien, y poder orientarla hacia el bien común, necesitamos una cualificación capaz de describir cómo y qué características del progreso contribuyen al bien de los individuos y de la sociedad. Por eso, con Sebastiano Maffettone, decidimos adoptar la categoría de sostenibilidad digital.

          La idea de la sostenibilidad digital llama la atención sobre un concepto amplio, que incluye la ampliación duradera de las opciones de las personas y la mejora equitativa de sus perspectivas de bienestar. Hablar de sostenibilidad digital significa no poner la capacidad técnica en el centro de atención, sino mantener al ser humano en el centro del pensamiento y como fin que cualifica el progreso.

          Usar la tecnología digital de manera ética hoy, respetando la ecología humana, significa tratar de transformar la innovación en un mundo digital sostenible. Significa orientar la tecnología hacia y para el desarrollo humano, y no simplemente buscar el progreso como un fin en sí mismo. Si bien no es posible pensar e implementar la tecnología sin formas específicas de racionalidad (pensamiento técnico y científico), colocar la sustentabilidad digital en el centro de interés significa decir que el pensamiento técnico y científico no es suficiente[9].

          Para que exista la libertad, necesitamos la conciencia y las conciencias cuestionen la tecnología, orientando su desarrollo hacia el bien común.

          6 El pontificado de Francisco

          En esta última parte del texto, queremos presentar la gran sensibilidad que demuestra el pontífice en relación con el tema tecnológico y la presencia innovadora de lo digital como forma dominante de tecnología.

          Al leer la encíclica Laudato Si’ encontramos veinte referencias explícitas a la tecnología. La palabra tecnología aparece primero en la parte inicial del texto, donde nos enfocamos en el análisis del problema ecológico para entender lo que le está pasando en nuestra casa (n. 16, 20, 34 – 2 veces, 54 – 2 veces); luego, en el tercer capítulo, donde se busca la raíz humana del problema ecológico (n. 102 – 3 veces, 104 – 2 veces, 105, 106 – 2 veces, 109, 110, 113, 114 y 132); y sólo una vez en el capítulo que trata de ofrecer algunas líneas de orientación y acción (n. 165). Dos veces (n. 103 y 107) se prefiere el término tecnociencia en lugar de tecnología. Sin embargo, nuestra investigación no estaría completa si no mencionáramos cómo el pontífice, relacionando la acción humana, la tecnología y el problema ecológico, yuxtapone el adjetivo tecnocrático al sustantivo tecnología, lo que ocurre siete veces –todas en el tercer capítulo–, que describe una cierta actitud interior del ser humano y su intencionalidad al relacionarse con la tecnología en tonos oscuros y negativos.

          El análisis que ofrece Laudato Si‘ de la tecnología refleja la ambigüedad de la herramienta técnica que surgió en la intersección de la ecología y la tecnología. Debemos reconocer que

          La humanidad ha ingresado en una nueva era en la que el poderío tecnológico nos pone en una encrucijada. Somos los herederos de dos siglos de enormes olas de cambio […]. Es justo alegrarse ante estos avances, y entusiasmarse frente a las amplias posibilidades que nos abren estas constantes novedades, porque «la ciencia y la tecnología son un maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios». La modificación de la naturaleza con fines útiles es una característica de la humanidad desde sus inicios, y así la técnica «expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales». La tecnología ha remediado innumerables males que dañaban y limitaban al ser humano […]. (LS n. 102)

          Sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que las habilidades que adquirimos

          nos dan un tremendo poder. Mejor dicho, dan a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero. Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo como lo está haciendo.  (LS n. 104)

          El problema de la tecnología es un problema de los fines a elegir para orientar el uso de los medios técnicos. Solo si la tecnología se orienta hacia la realización de valores humanamente cualificados y humanizadores, su uso será respetuoso con el hombre y el medio ambiente. Los fines servidos por los medios tecnológicos son los únicos capaces de justificar éticamente los medios técnicos y su uso (LS n. 103). Sin embargo, no es raro presenciar una búsqueda del poder técnico que parece asimilarse al poder mismo: cuando el progreso técnico no está animado por la búsqueda del bien común y la realización de valores moralmente cualificados, difícilmente se convierte en desarrollo, exponiendo a la humanidad a la ciega arbitrariedad (LS n. 105).

          A este nivel, rastrear el desarrollo de Laudato Si’ revela la verdadera naturaleza del problema tecnológico:

          El problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional. En él se destaca un concepto del sujeto que progresivamente, en el proceso lógico-racional, abarca y así posee el objeto que se halla afuera. Ese sujeto se despliega en el establecimiento del método científico con su experimentación, que ya es explícitamente técnica de posesión, dominio y transformación. Es como si el sujeto se hallara frente a lo informe totalmente disponible para su manipulación. La intervención humana en la naturaleza siempre ha acontecido, pero durante mucho tiempo tuvo la característica de acompañar, de plegarse a las posibilidades que ofrecen las cosas mismas. Se trataba de recibir lo que la realidad natural de suyo permite, como tendiendo la mano. En cambio ahora lo que interesa es extraer todo lo posible de las cosas por la imposición de la mano humana, que tiende a ignorar u olvidar la realidad misma de lo que tiene delante. Por eso, el ser humano y las cosas han dejado de tenderse amigablemente la mano para pasar a estar enfrentados. De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos. Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a «estrujarlo» hasta el límite y más allá del límite. Es el presupuesto falso de que «existe una cantidad ilimitada de energía y de recursos utilizables, que su regeneración inmediata es posible y que los efectos negativos de las manipulaciones de la naturaleza pueden ser fácilmente absorbidos». (LS n. 106)

          El problema, prosigue el documento, es la mentalidad tecnocrática dominante, que concibe toda la realidad como un objeto manipulable sin límites. Este es un reduccionismo que involucra todas las dimensiones de la vida. La tecnología no es neutra: hace “opciones sobre el tipo de vida social a desarrollar” (LS n. 107). El paradigma tecnocrático también domina la economía y la política; en particular, “La economía asume todo el desarrollo tecnológico en función de la ganancia. […] Pero el mercado, por sí solo, no garantiza el desarrollo humano integral ni la inclusión social” (LS n. 109). Confiar únicamente en la tecnología para resolver cada problema significa “ocultar los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial” (LS n. 111), dado que “el progreso de la ciencia y la tecnología no es equivalente al progreso de la humanidad y de la historia” (LS n. 113).

          Así, parece existir la necesidad de una “revolución cultural valiente” (LS n. 114) para recuperar los valores y la percepción de lo importante en el proceso de transformación tecnológica. Cuando la tecnología se convierte en instrumento para la realización del pensamiento único, de lo que el pontífice define como pensamiento tecnocrático, entonces se pervierte su naturaleza y se convierte en instrumento de deshumanización y destrucción de la casa común, saqueándola, dañándola irreparablemente y convirtiéndola en una aplicación eficiente de los daños ecológicos.

          De esta lectura de Laudato Si’ surge cómo el texto magisterial hace suya la tensión interior del mundo de la tecnología. La respuesta que el pontífice ofrece a los cristianos y hombres de buena voluntad para hacerse cargo del manejo y uso de la tecnología se da en forma de discernimiento y diálogo. El magisterio de Francisco no pretende resolver estas tensiones dando líneas o pautas a seguir en virtud del papel o principio de autoridad, sino que asume la complejidad del problema, indicando la necesidad de una comunión de intenciones y un diálogo para encontrar soluciones compartidas. capaz de orientar la tecnología y su progreso hacia el bien común en formas de auténtico desarrollo humano.

          Además de estas líneas, cabe mencionar que fue la Pontificia Academia para la Vida la que llevó la frontera de la reflexión al mundo digital. En un escenario dominado por la palabra renAIssance (un juego de palabras entre renacimiento e inteligencia artificial -IA-), la Roma Call for na AI Ethics (Llamamiento de Roma a una Ética de la IA) fue firmada el 28 de febrero de 2020. Una iniciativa abierta que parte de la Pontificia Academia de la Vida y que, involucrando industrias, sociedad civil e instituciones políticas, tiene como objetivo apoyar un enfoque ético y humanista de la Inteligencia Artificial. La idea de este “llamamiento” a proteger la dignidad de la persona humana y la casa común surge de los diálogos que se dieron en los últimos dos años entre la Academia y algunos de sus miembros y parte del mundo tecnológico e industrial. La idea de no elaborar un texto unilateral o directamente normativo está ligada a la profunda voluntad de promover, entre organizaciones, gobiernos e instituciones, un sentido de responsabilidad compartida con el objetivo de garantizar un futuro en el que la innovación digital y el progreso tecnológico estén al servicio del genio y la creatividad humana en lugar de su reemplazo gradual.

          El documento fue firmado por las siguientes instituciones: la Academia Pontificia para la Vida y su presidente, Mons. Vincenzo Paglia, Microsoft y su Presidente Brad Smith, IBM y su Vicepresidente John E. Kelly III, FAO y su Director General, QU Dongyu, y el Gobierno de Italia y su Ministra de Innovación Tecnológica y Digitalización, Paola Pisano.

          El texto del Llamamiento se divide en tres partes: ética, educación y derechos, y está disponible en Internet en un sitio web específico.

          En cuanto a la ética, el Llamamiento parte de la consideración de que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia y deben comportarse unos con otros con espíritu de fraternidad”, como establece el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A partir de este pilar, que hoy puede ser considerado como una especie de gramática universal, un umbral, en una comunidad global y plural, las primeras condiciones fundamentales de las que debe gozar la persona, la libertad y la dignidad, deben ser protegidas y garantizadas en la producción y uso de sistemas de inteligencia artificial (en adelante IA).

          Por tanto, los sistemas de IA deben concebirse, diseñarse e implementarse para servir y proteger al ser humano y al entorno en el que vive. Es decir, para permitir que el progreso tecnológico sea una herramienta para el desarrollo de la familia humana, al tiempo que permite el respeto por el planeta, la casa común. Para que esto suceda, siguiendo el Llamamiento, se deben cumplir tres requisitos, la IA debe incluir a todo ser humano, sin discriminar a nadie; debe tener en su centro el bien de la humanidad y el bien de todo ser humano; debe desarrollarse en forma consciente de la compleja realidad de nuestro ecosistema y caracterizarse por la forma en que cuida y protege el planeta con un enfoque altamente sostenible, que también incluye el uso de inteligencia artificial para garantizar sistemas alimentarios sostenibles en el futuro.

          En cuanto a la experiencia del usuario al interactuar con la máquina, el Llamamiento enfatiza la primacía del ser humano: cada persona debe ser consciente de que está interactuando con una máquina y no puede ser engañada por interfaces que disfrazan la máquina, dándole apariencias humanas. La tecnología de inteligencia artificial nunca debe usarse para explotar a las personas de ninguna manera, especialmente a los más vulnerables (en particular, niños y ancianos). En cambio, debería usarse para ayudar a las personas a desarrollar sus capacidades y para sostener nuestro planeta.

          Los desafíos éticos se convierten entonces en desafíos educativos. Transformar el mundo a través de la innovación de la IA significa comprometerse a construir un futuro para y con la generación más joven. Este compromiso debe traducirse en una apuesta por la educación, desarrollando currículos específicos que ahonden en diferentes disciplinas, desde las humanidades hasta la ciencia y la tecnología, para formar a las generaciones más jóvenes.

          La educación de las generaciones más jóvenes, por tanto, necesita un compromiso renovado y una calidad cada vez mayor: debe ofrecerse con métodos que sean accesibles para todos, que no discriminen y que puedan ofrecer igualdad de oportunidades y de trato. También se debe garantizar el acceso al aprendizaje a las personas mayores, a quienes se les debe ofrecer la posibilidad de acceder a servicios innovadores, de forma compatible con la estación de sus vidas.

          Sobre la base de estas consideraciones, el Llamamiento señala que estas tecnologías pueden ser extremadamente útiles para ayudar a las personas con discapacidad a aprender y ser más independientes, ofreciendo asistencia y oportunidades para la participación social (por ejemplo, teletrabajo para personas con movilidad limitada, tecnología de apoyo para personas con deficiencias cognitivas, etc.).

          Para que las exigencias éticas y la urgencia educativa no se queden en una mera voz, el Llamamiento esboza algunos elementos que podrían generar una nueva era del derecho.

          El desarrollo de la IA al servicio de la humanidad y del planeta requiere normas y principios que protejan a las personas, especialmente a las más débiles y menos afortunadas, y al entorno natural. La protección de los derechos humanos en la era digital debe colocarse en el centro del debate público si se quiere que la IA actúe como una herramienta para el bien de la humanidad y el planeta.

          También será esencial considerar un método para hacer comprensibles no solo los criterios de decisión de los agentes algorítmicos basados ​​en IA, sino también su propósito y objetivos. Esto aumentará la transparencia, la trazabilidad y la rendición de cuentas, haciendo que la toma de decisiones asistida por computadora sea más válida.

          Diseñar y planificar sistemas de inteligencia artificial en los que se pueda confiar implica promover la implementación de métodos éticos que sepan llegar al corazón de los algoritmos, el motor de estos sistemas digitales. Por eso, el Llamamiento habla de “algorética”, es decir, de principios, una especie de barrera de protección ética, que, expresada por quienes desarrollan estos sistemas, se tornen operativos en la ejecución del software. El Llamamiento enumera así los primeros principios algorítmicos que se reconocen como fundamentales para el correcto desarrollo de la IA.

          Por lo tanto, el uso de la IA debe cumplir los siguientes principios:

          Transparencia: en principio, los sistemas de IA deben ser comprensibles;

          Inclusión: las necesidades de todos los seres humanos deben ser tenidas en cuenta para que todos puedan beneficiarse y todos los individuos puedan recibir las mejores condiciones posibles para expresarse y desarrollarse;

          Responsabilidad: quien diseñe e implemente soluciones de Inteligencia Artificial debe actuar con responsabilidad y transparencia;

          Imparcialidad: no crear ni actuar según prejuicios, salvaguardando así la justicia y la dignidad humana;

          Confiabilidad: los sistemas de Inteligencia Artificial deben poder funcionar de manera confiable;

          Seguridad y privacidad: Los sistemas de inteligencia artificial deben funcionar de forma segura y respetar la privacidad de los usuarios.

          Ludwig Wittgenstein, en el Tractatus Logico-Philosophicus, escribió: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Parafraseando al filósofo del siglo pasado, entonces, podemos decir que, para no ser excluidos del mundo de las máquinas, para no crear un mundo algorítmico desprovisto de significado humano, debemos expandir nuestro lenguaje ético para que contamine y determine el funcionamiento de estos sistemas llamados “inteligentes”. La innovación, hoy más que nunca, necesita una rica comprensión antropológica para convertirse en una auténtica fuente de desarrollo humano. En su discurso en la Asamblea Plenaria de la misma Academia, el Papa Francisco respondió a estas instancias cuando habló de las tecnologías digitales: “Pueden dar frutos para bien”, pero es necesaria “una acción educativa más amplia”. Y los peligros “no deben ocultarnos el gran potencial de estas herramientas” (FRANCISCO, 2020, p. 2).

          Al final de nuestro itinerario, nos gustaría centrarnos en los desafíos que enfrentaron las primeras generaciones de esta nueva era.

          En los próximos veinte años, la generación de niños nacidos en el tercer milenio se enfrentará a tres cuestiones fundamentales derivadas de la realidad digital y su ubicuidad. La resolución de estas preguntas describirá, para bien o para mal, un mundo tan profundamente diferente a cualquier cosa que haya experimentado la humanidad que en realidad podemos imaginar el final de una era y el nacimiento de un nuevo mundo, un universo digital.

          Ante esto, las etiquetas sociológicas tradicionales utilizadas para clasificar a los jóvenes, como Generación X, Y o Z, no son suficientes. Me parece que, por la calidad y características de la realidad sintética que estamos produciendo, deberíamos entender a esta generación como una Generación Omega. Si consideramos los desafíos filosóficos, éticos y prácticos que presenta la realidad sintética, creo que podemos estar de acuerdo en que esta generación podría ser la última generación humana tal como hemos entendido este término hasta ahora. Soy consciente de que la expresión es fuerte y provocadora, pero espero que en las siguientes páginas pueda hacer justicia a esta provocación. El tema central es si esta generación será capaz de colonizar y urbanizar este nuevo continente de realidad sintética, deseos míticos y potencial tecnológico casi ilimitado. El poder hacer de esta generación podría transformarla en algo muy diferente de lo que actualmente entendemos como humano.

          Lo que sí sabemos es que la figura del hombre que habitará nuestro futuro es la de un ser errante, que busca. Si es capaz de aceptar una llamada espiritual, volverá a ser un viator (viajero n.d.t), de lo contrario se condenará a sí mismo a ser vagabundo y sin rumbo.

          De hecho, la Generación Omega tiene que responder, de una manera que ya no puede demorarse, algunas preguntas fundamentales sobre nuestra naturaleza humana. Estas preguntas se refieren a: la relación de la humanidad con su medio ambiente; a la relación de la humanidad con la tecnología; y la relación de la humanidad consigo misma.

          La Iglesia, especialista en humanidad, como la definió Pablo VI, ha advertido estas transformaciones y se está haciendo compañera del hombre en esta novedad del mundo digital, no ofreciendo soluciones abstractas y teóricas, sino dejándose interpelar por lo que está pasando y convirtiéndose en compañera del hombre en el camino de la historia.

          Conclusiones

          Transformar la innovación en desarrollo

          La constatación que se desprende del camino aquí propuesto es que el gran poder de la tecnología puede ser una herramienta formidable para ayudar a la humanidad a hacer el bien cada vez con mayor eficacia o puede convertirse en el instrumento más eficaz de deshumanización. ¿Qué permite la distinción entre estos dos resultados?

          El cambio de época que estamos atravesando es producto de la tecnología y su impacto en la forma en que nos entendemos a nosotros mismos y a la realidad. Sin embargo, el mundo de la tecnología ahora se describe con la categoría de innovación. Sin embargo, si seguimos viendo la tecnología solo como innovación, corremos el riesgo de no darnos cuenta de su alcance de transformación social y de encaminar sus efectos hacia el bien.

          La innovación significa un avance o transformación gradual, marcado por un aumento cada vez mayor de la capacidad y el potencial.

          Una bomba atómica comparada con un garrote es un gran avance (en la capacidad de ofender). Pero ¿podemos llamar algo bueno a esta mayor capacidad?

          Aparte del ejemplo específico, la respuesta correcta suele ser “depende”. No todo progreso es para bien o implica solo el bien.

          Para poder hablar de la innovación como un bien y poder orientarla hacia el bien común, necesitamos una cualificación capaz de describir cómo y qué características del progreso contribuyen al bien de los individuos y de la sociedad. Para ello, utilizamos la categoría de desarrollo. La idea de desarrollo humano llama la atención sobre un concepto general que se centra en los procesos que amplían las opciones de los individuos y mejoran sus perspectivas de bienestar, y que permiten a los individuos y grupos avanzar lo más rápido posible hacia su empoderamiento.

          El desarrollo humano debe, por tanto, ser entendido como un fin y no como un medio que caracteriza el progreso a través de la definición de prioridades y criterios. Hablar de desarrollo significa, por tanto, no poner la capacidad técnica en el centro de atención, sino mantener al hombre en el centro de la reflexión y como fin que cualifica el progreso.

          Usar la tecnología de manera ética hoy significa tratar de transformar la innovación en desarrollo. Significa orientar la tecnología hacia y para el desarrollo y no simplemente buscar el progreso como un fin en sí mismo. Si bien no es posible pensar e implementar la tecnología sin formas específicas de racionalidad (pensamiento técnico y científico), colocar el desarrollo en el centro de interés significa decir que el pensamiento técnico-científico no es suficiente por sí solo. Se necesitan diferentes enfoques, incluido el enfoque humanista y la contribución de la fe.

          El desarrollo necesario para enfrentar los desafíos de la era del cambio tendrá que ser:

          Global, es decir, para todas las mujeres y hombres y no sólo para algunas personas o algunos grupos privilegiados (distinguidos por género, lengua o etnia).

          Integral, es decir, de toda mujer y de todo hombre.

          Plural, es decir, atento al contexto social en el que vivimos, respetuosa de la pluralidad humana y de las diferentes culturas.

          Fecundo, es decir, capaz de sentar las bases para las generaciones futuras, en lugar de ser miope y estar orientado para utilizar los recursos de hoy sin mirar nunca al futuro.

          Gentil, es decir, respetuoso de la tierra que nos acoge (la casa común), de los recursos y de todas las especies vivas.

          Para la tecnología y para nuestro futuro, necesitamos un desarrollo que describiría brevemente como gentil. Esto es ética, y las elecciones éticas son aquellas que van en la dirección de un desarrollo gentil.

          Paolo Benanti. Pontificia Universidad Gregoriana. Texto original, italiano. Enviado el 12/02/2022. Aprobado el 30/06/2022. Publicado el 30/12/2022. Traducción del italiano al portugués: Paolo Brivio.

          Referencias

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          BENANTI, P. The Cyborg. Corpo e corporeità nell’epoca del postumano. Assisi: Cittadella, 2012.

          BENANTI, P. Digital Age. Teoria del cambio d’epoca. Persona, famiglia e società. Cinisello Balsamo: San Paolo, 2020.

          BENANTI, P.; MAFFETTONE, S. Intelligenza artificiale e la frontiera dei principi. Corriere della Sera, ed. 7 mayo 2021. Disponible en: https://www.corriere.it/opinioni/21_maggio_17/intelligenza-artificiale-frontiera-principi-697e5326-b71d-11eb-ba17-f6e1f3fff06b.shtml. Acceso el: 12 sept 2022.

          BENANTI, P.; MAFFETTONE, S.  “Sostenibilità D”. Le conseguenze dela rivoluzione digitale nelle nostre vite. Il Mulino, n. 2, 2021.

          BOBBIO, N. Libertà. In: Enciclopedia del Novecento, Treccani, 1978. Disponible en: https://www.treccani.it/enciclopedia/liberta_%28Enciclopedia-del-Novecento%29/. Acceso el: 4 nov 2022.

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          FRANCISCO. Discurso do Papa Franscisco aos participantes na plenária da Pontifícia Academia para a vida em 28 fev 2020. Roma: Vatican, 2020. Disponible en: https://www.vatican.va/content/francesco/pt/speeches/2020/february/documents/papa-francesco_20200228_accademia-perlavita.html. Acceso el: 20 may 2022.

          FRANCISCO. Carta encíclica Laudato Si’: sobre o cuidado da casa comum. São Paulo: Paulinas, 2015.

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          PRENSKY, M.  H. Sapiens Digital: From Digital Immigrants and Digital Natives to Digital Wisdom. Inovvate Journal of Online Education, v. 5, n. 3, art. 1. Disponible en: http://www.innovateonline.info/index.php?view=article&id=705. Acceso el: 3 ene 2022.

          YEHYA, N. Homo cyborg. Il corpo postumano tra realtà e fantascienza. Milano: Eleuthera, 2005.

          [1] Wired es una revista mensual estadounidense fundada en 1993 y con sede en San Francisco. Conocida en la industria como La Biblia de Internet, fue fundada por el ítalo-estadounidense Louis Rossetto, uno de los principales expertos en tecnología y la llamada revolución digital, junto con Nicholas Negroponte, un científico informático estadounidense famoso por sus innovadores estudios en el campo de las interfaces hombre-computadora. Actualmente está dirigida por Chris Anderson, quien anteriormente trabajó para The Economist, Nature and Science. Wired (que literalmente significa conectado) trata temas tecnológicos y cómo influyen en la cultura, la economía y la política. Desde febrero de 2009, también se publica en Italia. En lo que a cyborgs se refiere, Wired es una de las fuentes más ricas en material y reflexiones.

          [2] Con revolución digital se hace referencia a la serie de enormes cambios en el mundo de la comunicación y en la sociedad contemporánea en su conjunto, provocados por la posibilidad de reducir todo tipo de información a cadenas de bits y bytes.

          [3] El original está en inglés, la traducción es nuestra. Los petabytes son una medida de la capacidad de memoria de una computadora. Un petabyte es igual a 250, es decir, 1.125.899.906.842.624 bytes – un byte es la unidad de medida para calcular el almacenamiento masivo. Volveremos sobre este tema en profundidad en los siguientes temas.

          [4] Para tener una idea de cuán grande es la cantidad de datos que somos capaces de procesar hoy en día, basta decir que las primeras computadoras de los años sesenta como la ENIAC eran capaces de almacenar unos diez bytes, mientras que hoy, en promedio, un usuario doméstico tiene una capacidad de 1 terabyte (una milésima parte de un petabyte) en su computadora, 460 terabytes son todos los datos climáticos digitales de la Tierra, 530 terabytes son todos los videos contenidos en el sistema de transmisión por Internet de YouTube y  1 petabyte de datos es procesado cada 72 minutos a través de los servidores de Google, el popular buscador de internet (ANDERSON , 2008, p. 106).

          [5] El tema es vasto y complejo para ser discutido en detalle en este texto. Para más detalles, ver BENANTI, 2020.

          [6] Piense en fenómenos como las fake news, el surgimiento del sharp power, los eventos en el Capitolio o el Brexit, en la esfera pública, o cómo lo digital está moldeando expectativas y modos de relaciones amorosas con plataformas y modalidades nunca antes vistas, por citar solo algunos ejemplos.

          [7] La traducción es mía.

          [8] La traducción es nuestra. Aristóteles introdujo la teoría de las causas en Física II 3-7, Metafísica Δ 2, Metafísica A 3-10 y Analítica Posterior II 111. Ha sido objeto de mucho debate desde el principio. La importancia de la teoría de Aristóteles sobre las causas se debe principalmente a que, a partir de ella, podemos hablar de conocimiento cuando podemos dar cuenta de los principios y causas que intervinieron en la aparición de un determinado evento.

          [9] Con Sebastiano Maffettone escribimos un artículo sobre sustentabilidad digital, publicado en Il Mulino, v. 2, 2021.

          Padres Capadocios

          Indice

          Introducción

          1 ¿Quiénes son los Padres Capadocios?

          2 ¿Por qué son tan importantes?

          3 Principales aportes teológicos

          3.1 El fin de la controversia arriana

          3.2 Aportes a la cristología

          3.3 La contribución a la mística

          3.4 Exégesis

          4 Hombres de la iglesia

          5 El monacato

          Conclusiones

          Referencias

          Introducción

          El presente texto propone una iniciación general a los Padres Capadocios. Comienza con una breve presentación biográfica de cada uno, luego señala por qué son importantes dentro de la Iglesia y la teología cristiana en su conjunto, tanto en Oriente como en Occidente. En un tercer momento, se presentan los aportes teológicos de cada uno, tanto en la controversia que siguió a la solución de Nicea al problema del arrianismo, como en la elucidación de cuestiones cristológicas, en la reflexión sobre la mística cristiana y en el desarrollo de la exégesis. En un cuarto momento se indica la contribución de los tres Capadocios a la organización de la Iglesia y, en el quinto, al monaquismo.

          1 ¿Quiénes son los Padres Capadocios?

          Con el término “Padres Capadocios” se indican tres obispos del siglo IV: Basilio de Cesarea (de Capadocia) (†379), también conocido como Basilio Magno; su amigo Gregorio de Nacianzo (†389), conocido en el Oriente cristiano con el sobrenombre de “el Teólogo”; y el hermano de Basilio, Gregorio de Nisa(† después de 394). El término “Capadocios” hace referencia a la región de donde eran originarios, Capadocia, región oriental de la península de Anatolia, actual Turquía. La costumbre de mencionarlos juntos testimonia la percepción que la Iglesia ha tenido siempre de su unión y unidad de acción, ya sea en el campo teológico o en el campo de la acción política eclesiástica de enfrentamiento a las etapas finales de la controversia arriana. Tras la reforma conciliar, la liturgia latina celebra a Basilio y a Gregorio Nacianceno en un solo día, el 2 de enero, mientras que el nombre de Gregorio de Nisa se encuentra en el Martirologio Romano el 10 de enero, donde, por cierto, se encontraba también en el Martirologio antes de la Reforma. Es la misma fecha del calendario bizantino. Cabe señalar que en el calendario bizantino (gregoriano), Basilio y Gregorio Nacianceno, además de su fiesta específica (1 de enero y 25 de enero respectivamente) también se celebran en la fiesta de los Tres Santos Doctores, el 30 de enero, junto con Juan Crisóstomo. El culto litúrgico del Niceno aparece más tarde que el de su hermano y el del Nacianceno: la mención más antigua que conocemos está en la versión georgiana del Leccionario de Jerusalén (siglo VII), en el día 23 de agosto. Probablemente no se pueden excluir como causa algunas posiciones teológicas de Gregorio de Nisa, que parecían demasiado origenianas (aunque se discuta sobre la verdadera idea nicena de apocatástasis). Además, la condena de Orígenes, en 553, probablemente influyó en el tardío surgimiento del culto litúrgico del Niceno.

          2 ¿Por qué son tan importantes?

          Difícilmente se puede subestimar la importancia de estas tres figuras para la historia y la teología de la iglesia. Así escribe M. Simonetti:

          Con Basilio, Gregorio de Nacianceno y Gregorio de Nisa, la fusión entre el profundo sentir cristiano y la paideia griega es total y se realiza al más alto nivel, ya sea de la espiritualidad cristiana o de la formación clásica. De alta extracción social, educados de la manera más tradicionalmente refinada y completa y, al mismo tiempo, criados en ambientes profundamente cristianos, realizaron el ideal de un cristianismo culto, que supo aceptar todo lo que era válido del helenismo, sin desfigurar las líneas maestras del mensaje cristiano, en una síntesis que quedaría como paradigmática para la cristiandad oriental. (SIMONETTI, 1990, p. 89)

          La familia de Basilio y de Gregorio Niceno es, efectivamente, uno de los primeros ejemplos de familias ya cristianas desde varias generaciones, con gran riqueza económica y cultural y que participaron de la historia de la evangelización en su propia región, incluso dando testimonio personal durante las persecuciones.  Su teología, por lo tanto, es de particular interés, entre otras razones, porque es uno de los primeros productos de personas educadas en la más clásica paideia griega, pero, al mismo tiempo, formadas en un ambiente que había sido cristiano durante mucho tiempo. Basilio y Gregorio de Nacianzo estudiaron juntos en Atenas, que todavía era la capital de la cultura en ese momento. Basilio luego se trasladó a Constantinopla, donde, según el testimonio del Niceno, fue discípulo del famoso rector Libanio. Basilio nos dejará una importante obra, conocida bajo varios nombres, siendo el más común el Discurso a los jóvenes, en el que muestra cómo el estudio de los clásicos, hecho cum grano salis ciertamente, no sólo no es peligroso para la fe, sino que llega incluso a ser propedéutico para el posterior estudio de la Sagrada Escritura y de la teología. Gregorio de Nacianzo es un literato muy fino y un rector muy capaz, y sus obras, tanto teológicas como literarias, muestran su cultura y su refinado gusto literario clásico.

          Además de estar ligada a la evangelización de Capadocia, la familia de Basilio y del Niceno es, también, una familia que ha dado a la Iglesia un número impresionante de santos. La abuela de Basilio, Macrina Senior, fue discípula de Gregorio Taumaturgo (mártir, celebrado el 2 de marzo) quien fue, a su vez, discípulo de Orígenes y es uno de los evangelizadores de Capadocia. En el martirologio romano anterior a la Reforma, se recuerda a Macrina Senior el 14 de enero (en la reforma litúrgica su nombre fue omitido). Los padres de Basilio también se mencionan en el Martirologio (tanto antiguo como reformado) el 30 de mayo. Además de la abuela y los padres de Basilio y Gregorio Niceno, esta familia también incluye dos santos: otro hermano de Basilio y Gregorio, Pedro, obispo de Sebaste (que se era celebrado el 9 de enero, pero actualmente se menciona el 26 de marzo) y la hermana Macrina Júnior (cuya memoria litúrgica, en ambos calendarios, permanece el 19 de julio). Macrina tuvo una influencia muy notable en Gregorio de Nisa, quien la recordaba con emotivos acentos en una carta (Ep. 19) y a la que dedicó una importante obra, De Anima et resurrectione, definida por algunos como el Fedón cristiano, en la que el diálogo sobre la muerte y la resurrección tiene lugar entre Gregorio y su hermana en su lecho de muerte, desempeñando su hermana el papel “socrático”. No se puede dejar de notar cuán importante fue la presencia femenina en la transmisión y en la experiencia personal de Basilio y del Niceno (PAMPALONI, 2003; SUNBERG, 2017). Las persecuciones a las que se enfrentaba la familia fueron sin duda una de las fuentes que dieron a Basilio esa peculiar energía con la que supo oponerse a todo lo que obstaculizaba la libertad de la Iglesia. La familia de origen de Gregorio de Nacianzo también se ubicaba más o menos en las mismas coordenadas. Era una familia aristocrática y acomodada, su padre (conocido como Gregorio el Viejo), tras convertirse del paganismo, fue nombrado obispo de Nacianzo y su madre, llamada Nona, también recordada en el Martirologio Romano (5 de agosto), ejerció un papel importante tanto en la conversión del marido y en la educación del hijo, que dedicó un emotivo recuerdo a la madre en uno de sus discursos (Orat. 18).

          Basilio y los dos Gregorios representan un caso prácticamente único en la historia de la teología. En primer lugar, por la amistad entre ellos, especialmente entre Basilio y el Nacianceno, aunque en los últimos años la amistad entre Gregorio y Basilio probablemente haya sido sometida a una dura prueba y quizás, de algún modo, haya experimentado un cierto enfriamiento. En segundo lugar, por la colaboración que pudieron mantener, aunque no sin dificultades, debido a los diferentes temperamentos de los tres y cierta “exuberancia” en el liderazgo de Basilio en relación con su hermano y con su amigo durante la lucha contra el emperador Valente. Pero, sobre todo, fue una peculiar unión en el esfuerzo común en el campo de la teología, en el que cada uno llevó a buen término sus propias capacidades de manera sinérgica. La profundidad teológica y la visión general de los problemas de la Iglesia de Basilio, la sensibilidad teológica y literaria del nacianceno, unida a su habilidad de rector, las dotes de especulación filosófica y la experiencia mística del Niceno dejaron una huella indeleble en la historia del desarrollo de la teología. Verificar la posibilidad de hacer explícito su método de hacer teología “juntos” sería un tema que merecería mayor estudio. Tras la muerte de Basilio, que, según la mayoría de los investigadores, se produjo en el año 379, el amigo y el hermano recogieron su herencia. Los tumultuosos acontecimientos que involucraron a Gregorio de Nacianceno en Constantinopla y, luego, en el concilio que Teodosio quiso celebrar en la capital en el año 381, no impidieron que ese concilio y el papel que jugaron en él los dos Gregorios representaran la victoria decisiva de la teología de los tres Capadocios sobre el peligro arriano.

          3 Principales aportes teológicos

          3.1 El fin de la controversia arriana

          La aportación teológica de los Capadocios se sitúa en la fase final de la controversia arriana y, sin duda, tuvo un impacto decisivo en su cese. El Concilio de Nicea, con la afirmación del término homoousios, ciertamente cortó de raíz toda posibilidad de  existencia de la posición de Arrio, pero, dado que el término ousía no se percibía como claramente distinto de hipóstasis, los obispos orientales, que siempre habían sostenido una teología trinitaria tripostática (es decir, que subrayaba la distinción de las tres hipóstasis divinas) vio en el término homoousios el peligro de negar una distinción real entre el Padre y el Hijo, ya que afirmar la misma sustancia podría entenderse también como afirmar la misma hipóstasis. El temor no era infundado, pues en Nicea, entre los partidarios de Atanasio y del homoousios, también estaba Marcelo de Ancira, cuya posición monárquica radical era conocida y por la que sería condenado poco después. Marcelo negó la distinción de las hipóstasis en la Trinidad, ya que, para él, esto significaría afirmar tres dioses distintos, y propuso una modalidad puramente económica de la distinción entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que en última instancia serían una sola “persona”. La aceptación de las conclusiones del concilio por parte de los obispos orientales se obtuvo bajo la innegable presión de Constantino, que deseaba cerrar rápidamente la cuestión por razones de carácter político y estratégico, tras la todavía reciente derrota de Licinio (324) y habiéndose convertido así en el único emperador. Pero no se logró realmente una convergencia teológica, y este hecho provocó la tensión interna que se desató inmediatamente después, dando lugar a una tumultuosa sucesión de veinte años de sínodos y propuestas de fórmulas de fe, ya a partir del importante sínodo de Antioquía en 341 (para esas fórmulas ver KELLY, 1989).

          La siguiente fase, que podemos iniciar con la muerte de Constantino y la división del imperio entre sus hijos, vio como imponía el emperador Constancio, para la paz religiosa del imperio – que, tras la muerte de su hermano Constante (350) y la derrota del usurpador Magnencio (353), se había convertido en el único emperador -, una fórmula de fe que podía satisfacer a todas las partes, pero que, en realidad, resultó inaceptable tanto para los obispos orientales como, naturalmente, para los más fieles a Atanasio, ya que incluía expresiones de claro sentido arriano. Los partidarios de la nueva fórmula fueron llamados homeusianos, del término homoiousios, “semejante” al Padre, propuesta para decir lo que Atanasio y los demás nicenos habrían pretendido, sin utilizar, sin embargo, el término discutido. Por esta razón, el término “semiarriano” para esta posición es inaceptable hoy. Constancio logró, sin embargo, obtener, por la fuerza y ​​la coerción, la firma de casi todos los obispos, tanto de Oriente como de Occidente. Esto se consiguió mediante la celebración simultánea de dos concilios distintos, uno en Seleucia de Isauria, el otro en Rímini, en los que el emperador había separado a los orientales, más divididos entre sí, de los occidentales, mucho más unidos en la fidelidad a Nicea. Pero la aclamación del emperador Flavio Claudio Juliano (conocido como El Apóstata), por las legiones estacionadas en la Galia, en el año 360, y la muerte de Constancio al año siguiente, frenaron la consolidación de la pax religiosa soñada por él. Tras la muerte de Julián en la lucha contra los sasánidas, en el año 363, le tocó a Valente ascender al trono de la parte oriental del imperio. Como simpatizaba con los arrianos, el proyecto se reanudó con vigor. Esta vez, sin embargo, se limitó únicamente a Oriente, ya que su hermano Valentiniano, emperador de Occidente que le había designado para gobernar la parte oriental del imperio, era niceno.

          Este es el momento más importante en el que entran en acción los Capadocios, especialmente Basilio. Él tuvo el mérito de haber comprendido que, contrariamente a lo que había pensado la corriente homeusiana, en la que se reconocía el emperador Constancio, una solución política a un problema teológico no puede funcionar (y lo mismo sucedería también un siglo después con la recepción del Concilio de Calcedonia y el fracaso del Henotikon). Así, además de la cuidadosa política eclesiástica de defensa de la Iglesia frente a la hostilidad de Valente, Basilio elaboró ​​una solución que sería definitiva al problema de la distinción entre ousía e hipóstasis, a partir de una distinción aristotélica entre “primera ousía” y “segunda ousía”, una que indica la sustancia en general y la otra la sustancia individual, o la hipóstasis (para ver el camino que llevó a Basilio a tal resultado, en SIMONETTI, 2006). Así, la fórmula trinitaria se consagró como una ousía y tres hipóstasis. La otra aportación decisiva, siempre fruto de la polémica con los arrianos, fue la relativa a la divinidad del Espíritu Santo, tema que pasó a ser central en las discusiones teológicas sobre todo a partir del 370, y sobre el que Basilio escribió una célebre obra (De Spiritu Sancto), de gran interés también porque Basilio allí apela a la lex orandi como fuente de la teología.

          Una de las evoluciones del pensamiento arriano, mucho más allá de las propias posiciones de Arrio, fue lo que se conoció como anomea, para lo cual la diferencia entre el Padre y el Verbo era absolutamente radical. Uno de los representantes teológicos más famosos de esta corriente fue sin duda Eunomio, quien estuvo muy activo en la segunda fase de la controversia arriana. Su radical racionalismo teológico fue refutado en dos obras, una de Basilio y otra de su hermano Gregorio, quizás la más famosa. Contra la teología anomea están también los famosos cinco discursos teológicos de Gregorio de Nacianzo, pronunciados en 380, en Constantinopla.

          3.2 Aportes a la cristología

          La subdivisión clásica de la manualística caracteriza el siglo IV como el siglo de las controversias trinitarias y el V como el de las controversias cristológicas. En realidad, a nuestro juicio, no es en realidad incorrecto considerar también la cuestión arriana como, en el fondo, cristológica, pues se interroga sobre la naturaleza divina del Verbo. Y la pregunta por su encarnación, aunque, en efecto, totalmente tematizada en el siglo V, no estuvo ausente en los siglos precedentes. Sin volver al siglo. III con lo que podría llamarse, en la jerga cinematográfica, un tráiler de las polémicas del siglo V, es decir, la famosa disputa que envolvió, en Antioquía, a Pablo de Samosata y al sacerdote Malquión (NAVASCUÉS 2004), sin duda, también, la segunda mitad del siglo IV reconoció  la plena actualidad del tema, gracias a la figura de Apolinar de Laodicea, contra quien se movieron las mentes teológicas más atentas de la época, incluidos los Capadocios (BELLINI, 1978). En un principio, Basilio tenía en buena estima a Apolinar, sin conocerlo personalmente, sólo por su reputación, entre otras cosas, por ser un ferviente partidario de Atanasio y del Concilio de Nicea (LIENHARD, 2006). Incluso le consultó sobre algunas cuestiones (el epistolario basiliano). Durante su magisterio en Antioquía, a finales de siglo IV, Apolinar tuvo entre sus alumnos también a Jerónimo. Pero cuando su cristología comenzó a ser más conocida, inmediatamente no sólo los Capadocios se distanciaron, sino que se formó otra primera línea de batalla teológica a favor de los dos Gregorios (en ese tiempo, Basilio ya había muerto). Según Apolinar, en la encarnación, el Verbo habría asumido el lugar (y, por tanto, ejercido las funciones) del nous humano (en el modelo tripartito clásico, nous, psychē y sōma) o del alma (en el modelo bipartito anima/ corpus), ambos modelos se encuentran en los escritos arrianos. Si así, en la intención de Apolinar, que así quería refutar arrianos y sabelianos (MCCARTHY SPOERL, 1993; MCCARTHY SPOERL, 1994), se afirmaba claramente la realidad de la encarnación, pero el resultado que se derivó de ella fue, sin embargo, inaceptable, ya que, si el nous, la parte que en el hombre especifica la humanidad en Cristo, no era humano sino el mismo Logos, resultaban al menos dos consecuencias absurdas : que Cristo no habría sido plenamente humano y que en la práctica  se negaba la trascendencia divina, reducida una de las “funciones” humanas. Gregorio de Nacianzo subrayó esto con fuerza, haciendo suyo el famoso adagio “lo que no fue asumido por el Verbo no se salvó“. También Gregorio de Nisa escribirá una obra entera contra Apolinar. Finalmente, en las polémicas, muy probablemente con los teólogos antioquenos (BEELEY, 2011), Gregorio de Nacianzo utilizará una famosa expresión que aclara su visión: en Cristo, las dos naturalezas no son allos/allos, sino allo/allo, utilizando una distinción permitida por lengua griega y que en la práctica significa que en Cristo no hay dos sujetos, sino dos naturalezas distintas. En la respuesta a Apolinar, aparece un aspecto peculiar de la cristología de Gregorio de Nisa (también llamada “cristología de la transformación” DALEY, 2002), que está profundamente relacionada con el concepto, peculiarmente niceno, de epektasis y con una concepción positiva del cambio (tropē) (DANIÉLOU, 1970).

          3.3 La contribución a la mística

          Entre los investigadores modernos, Jean Daniélou fue uno de los primeros en intuir la importancia de la dimensión mística de Gregorio de Nisa. En muchos aspectos, Gregorio fue considerado, de hecho, el “padre” de la mística cristiana, especialmente a partir de la Vida de Moisés y de sus Homilías sobre el Cantar de los Cantares, que retoman la herencia originaria con especificidades propias, como precisamente la idea del progreso infinito (PAMPALONI, 2010) y lo que se llamó la mística de las tinieblas (PONTE, 2013). El pensamiento de Gregorio influyó en los místicos tanto de Oriente como de Occidente. En Oriente, más allá del ámbito de la lengua griega, cabe mencionar la figura del místico siríaco Juan de Dalyatha (PUGLIESE, 2020), mientras que, en Occidente, se debe citar el nombre de Guillermo de Saint-Thierry y su influencia en la mística cisterciense del siglo XII.

          3.4 Exégesis

          No se puede dejar de mencionar la exégesis de estos Padres. De Basilio tenemos el primer Hexamerón que conocemos, y representa un género literario de enorme éxito, especialmente en la Edad Media. La exégesis del Nacianceno y del Niceno en general está fuertemente influenciada por Orígenes, pero sin prestarse a acusaciones de alegorismo radical. Un magnífico ejemplo de respuesta a las acusaciones de alegorismo lo da precisamente Gregorio de Nisa, quien, para responder a las críticas de que negaba un contenido cognoscitivo real a la exégesis alegórica, escribió su Vida de Moisés en dos partes. En la primera presenta la vida de Moisés a través de una exégesis literal y, en la segunda, lo hace a través de una exégesis espiritual, es decir, alegórica, mostrando así que la una no excluye a la otra.

          4 Hombres de Iglesia

          De lo dicho al describir el marco en el que se desarrolló la aportación teológica de los Capadocios, surge la dimensión de Basilio como hombre de acción capaz y decisiva en la lucha por la libertad de la Iglesia, frente a las maniobras del emperador Valente. En esta lucha, los dos Gregorios también actúan como protagonistas –podríamos decir– a pesar de sí mismos. Cuando Valente dividió Capadocia en dos provincias (Capadocia I, con capital en Cesarea, y Capadocia II, con capital en Tiana) –según algunos investigadores, para redimensionar el poder de Basilio, entonces obispo de Cesarea y metropolitano de Capadocia; según otros simplemente por motivos fiscales – Basilio reaccionó con prontitud y decisión. Para neutralizar tal plan y la ambición del obispo (arriano) Antimo de Tiana, que hubiera querido recuperar los derechos de metropolitano de la Capadocia II, Basilio defiende la tesis de que no debe haber coincidencia entre circunscripciones eclesiásticas y civiles. Un concilio celebrado en 372 decidió en este sentido (DI BERARDINO, 2006) y Basilio aprovechó para crear nuevas diócesis en la Capadocia II, nombrando obispos amigos, entre ellos su amigo Gregorio, en la pequeña ciudad de Sásima. Gregorio se negó a ir allí, provocando una reacción bastante dura de su amigo, lo que parece haber tensado la relación entre ellos. Mientras vivían sus padres, Gregorio permaneció en Nacianzo, para luego dedicarse, desde el 374 hasta la muerte de Basilio, a una vida retirada, como siempre había querido hacer. Basilio, por el mismo método, también nombró a su hermano Gregorio para la sede de Nisa, pero las habilidades administrativas del Niceno no eran iguales a las filosóficas, y pronto fue fácilmente impugnado y finalmente depuesto por un concilio arriano en el 376. Algunas de sus decisiones fueron fuertemente criticadas por Basilio, quien no ahorró críticas a su hermano en algunas de sus cartas a otros obispos. Una elección más acertada fue Anfiloquio, primo del Nacianceno, para la sede de Iconio, y la relación con él será siempre de gran amistad, cordialidad y respeto, a diferencia de la relación con su hermano y el amigo Gregorio, y a Anfiloquio le dedicará el ya citado tratado sobre el Espíritu Santo.

          Otro campo en el que Basilio se comprometió con pasión fue el apoyo a Melecio, en los hechos que siguieron al cisma de Antioquía. Intentó por todos los medios, como muestra su correspondencia con el Papa Dámaso, convencer a Occidente de la necesidad de unir esfuerzos para derrotar a Valente, y que, para este propósito, se necesitaba el apoyo de los “occidentales” (incluido Atanasio). Parte de este esfuerzo consistió en convencer a los nicenos radicales, a través de su intensa actividad epistolar y sus contactos, de que las posiciones homeusianas de Melecio, y las suyas propias, eran perfectamente ortodoxas con la fe de Nicea.

          Después de la muerte de Basilio en 379, los dos Gregorios adquirieron luz propia. Con la trágica derrota de Adrianópolis contra los godos y la muerte de Valente en batalla, el emperador Graciano nombra para Oriente a uno de sus generales, Teodosio, de probada fe nicena. El clima político y religioso sufre entonces un profundo cambio y Gregorio de Nacianzo, gracias a la eminente posición de la hermana de Anfiloquio de Iconio, Teodosia, es llamado en 379 a Constantinopla para revivir a la exigua minoría ortodoxa. Acepta dejar su amado retiro en Isauria y se lanza de nuevo a la misión. En Constantinopla no se concedió ninguna iglesia a los no arrianos, y Teodosia puso a disposición una parte de su palacio para una capilla, que llevaría el nombre de Anástasis, capilla de la Resurrección, sobre la que Gregorio escribiría unos conmovedores versos. Su misión no fue fácil y, en la noche de Pascua del año 379, se produjo incluso una incursión de arrianos en la capilla, empeñados en impedir que allí se celebraran bautismos y se pronunciara el símbolo no arriano. Los acontecimientos en Constantinopla se complicaron. Habiendo quedado vacante la sede, y considerando que Gregorio no había tomado posesión de Sásima y era un obispo “libre”, fue él elegido para la sucesión a la prestigiosa sede de la ciudad imperial. Un usurpador llamado Máximo, con el apoyo de Pedro, obispo de Alejandría, impugnó su elección, logrando cooptar a su lado incluso a Ambrosio de Milán y al papa Dámaso, provocando así una gran amargura en Gregorio. Una vez que Teodosio asumió el poder en Constantinopla, expulsó a los arrianos de la ciudad. Se abrió entonces el concilio en el 381. Con la muerte inesperada de Melecio de Antioquía, quien presidía el concilio, la presidencia fue ofrecida a Gregorio, quien, sin embargo, tuvo que sufrir los ataques de los obispos egipcios, de Máximo y los delegados romanos, quienes lo acusaron de no poder ser obispo de Constantinopla porque ya ostentaba Sásima. Gregorio, quien tenía un carácter muy sensible, no elige el camino de la resistencia, sino que lo deja todo y se va, y en su lugar se consagra Nectario. Este triste epílogo dejará huellas imborrables en Gregorio, como puede verse en muchos de sus escritos posteriores. Los últimos años lo verán, finalmente, como obispo de Nacianzo, aunque reacio, comprometido con los estudios, en la polémicas antiapolinarista, en la predicación. Muere en el 390.

          El Niceno, tras la muerte de Basilio, inició una fructífera actividad en la composición de obras, que sólo terminaría con su muerte, ocurrida después del 394. También participó en el Concilio de Constantinopla y, después de que su amigo se retirase de la escena,  se convirtió en el representante más autorizado de la ortodoxia nicena, siendo enviado a algunas misiones que demuestran la gran autoridad intelectual y eclesial que había alcanzado en ese momento, aunque no todas estas misiones fueron concluidas de manera positiva.

          5 El monacato

          Los tres Capadocios también dejaron una importante huella en el desarrollo del monacato, particularmente Basilio y su experiencia antes de la ordenación episcopal. Tal experiencia, aunque no encaja en los cánones del monacato tal como lo entendemos hoy, dejó huellas imborrables, especialmente en el monacato oriental. Basilio, al regresar de sus estudios en el extranjero en el 355, se encaminó hacia una vida cristiana más consciente, gracias a la influencia de su hermana Macrina, quien siempre había mostrado una gran inclinación hacia la vida ascética. La influencia de la hermana es relatada por el NIceno: algunos investigadores modernos sugieren la influencia de un famoso asceta en aquel momento, Eustacio de Sebaste, una figura importante para Basilio durante mucho tiempo, como detectamos en sus cartas. Realizó varios viajes a regiones conocidas por la presencia de figuras que vivieron una cierta vida que hoy llamaríamos monástica, aunque carente todavía de las estructuras que actualmente asociamos con el término. Hacia fines del 357 recibe el bautismo (también con una profunda formación cristiana, el bautismo en esa época todavía se recibía a menudo de adulto, como vemos en el caso más conocido de Agustín) y se retira a la soledad en una finca familiar en Anesi. Desde allí envió muchas cartas a Gregorio pidiéndole que lo acompañara en esa vida. Durante un tiempo, el amigo fue a su encuentro en Anesi. Esta experiencia de buscar la soledad para estar en paz, estudiar y meditar se vivió en el seno del círculo familiar, en sus propiedades (algunos han sugerido un paralelo con el retiro de Agustín en Cassiciacum antes de su bautismo). Más tarde, habiendo pasado también un tiempo con Eustacio de Sebaste, aunque su ascetismo fuese demasiado radical para Basilio, este último, con el tiempo, desarrollará una original forma de vida común en relación con el modelo anacorético, cuyo origen está relacionado con Antón del desierto, y con el cenobítico, según el modelo de Pacomio. Siendo todavía sacerdote, creó una verdadera y singular pequeña ciudad para acoger a peregrinos, extranjeros y enfermos, conocida como Basiliade. Sus enseñanzas ascéticas se manifiestan, sobre todo, en sus Reglas (ya sea la colección llamada “Pequeñas” o las “Grandes”). Aunque Basilio pensó en este modo de vida para todos los cristianos, sus Reglas y sus escritos constituyeron el fundamento, aún hoy sólido, del monacato oriental, que, con excepción del de origen estudita, puede llamarse con razón “basiliano”.

          Conclusión

          A partir de estos pequeños atisbos, es posible entender que el estudio de los Padres Capadocios nos transporta al corazón del siglo  IV, con sus dificultades y esplendores. No es casualidad que al siglo IV se le llame la “edad de oro” de la patrística. Es la época de la formación de la liturgia (la Iglesia oriental conoce varias anáforas atribuidas a Basilio), del desarrollo de la conciencia del lenguaje dogmático, de los primeros concilios ecuménicos. A lo largo de este período tan fructífero los Capadocios están presentes. Tratar de ellos, requiere, por un lado, un esfuerzo de gran envergadura porque hay que adentrarse en la filosofía, la historia, la teología, la retórica clásica y muchos otros ámbitos; por otro lado, representa una magnífica puerta para descubrir uno de los períodos más fascinantes de la Antigüedad tardía, cuando el olor del mundo clásico aún no se había desvanecido del todo, y la acción cultural de la Iglesia, en su esfuerzo simultáneo de inculturación y fecundación, vivía uno de sus momentos de mayor esplendor. Los estudios sobre Basilio y sobre el Nacianceno siguen vivos, pero no se puede dejar de reconocer que, de los tres, el que goza de más continuo interés por parte de los investigadores, y no sólo limitado al círculo de especialistas en la Antigüedad, es Gregorio de Nisa, gracias también a que es uno de los pocos Padres cuyas obras están disponibles en edición crítica, Gregorii Nysseni Opera (GNO), una empresa monumental iniciada por W. Jaeger. Otra señal de interés es que disponemos de un diccionario dedicado a Gregorio de Nisa, lo que facilita mucho la búsqueda de temas específicos en la obra del Niceno. Finalmente, contribuye mucho a este actual “éxito” de Gregorio, también por parte de autores no interesados ​​directamente en el aspecto teológico de sus escritos, el lado filosófico y místico, que parece responder bien a una investigación/interés que parece siempre vigente en la situación histórica actual.

          Massimo Pampaloni SJ. Texto original italiano. Traducción al portugués: Francisco Taborda SJ. Enviado: 30/09/2022; aprobado: 30/11/2022; publicado: 30/12/2022.

           Referencias

           En el volumen de Moreschini, que, en mi opinión, sigue siendo aún hoy la mejor introducción a los Padres Capadocios (donde también se trata a Evagrio), hay una excelente bibliografía para cada uno de ellos; por eso nos remitimos a ella. Aquí indicamos solo algunas obras que citamos en la entrada y algunos textos en portugués.

          Principales traducciones em portugués

          BASILIO DE CESARÉIA. Homilia sobre Lucas 12; Homilias sobre a origem do homem; Tratado sobre o Espírito Santo. 2.ed. São Paulo: Paulus, 2005.

          GREGORIO DE NISSA. A criação do homem; A alma e a ressurreição; A grande catequese. São Paulo: Paulus, 2011.

          GREGÓRIO DE NISSA. Vida de Moisés. Campinas (SP): CEDET, 2018. (Nota: esta edição usa uma tradução que há muito tempo existe na internet. Não tem indicação de quem traduziu e se a tradução foi feita do grego ou de uma tradução em outra língua).

          GREGÓRIO DE NAZIANZO. Discursos teológicos. Petrópolis: Vozes, 1984.

          Sugestões de leitura

          BEELEY, C. A. The Early Christological Controversy: Apollinarius, Diodore, and Gregory of Nazianzen. Vigiliae Christianae, v. 65, p. 376-407, 2011.

          BELLINI, E. (Ed.). Su Cristo. Il grande dibattito nel Quarto secolo. Milano: Jaca Book, 1978.

          CADERNOS PATRÍSTICOS, v. 5 n. 9 (2013). (Número monográfico sobre os Capadócios)

          DALEY, B. “Heavenly Man” and “Eternal Christ”: Apollinarius and Gregory of Nyssa on the Personal Identity of the Savior. The Journal of Early Christian Studies, v. 10, p. 469-488, 2002.

          DANIÉLOU, J. L’être et le temps chez Grégoire de Nysse. Lieden: Brill, 1970.

          DI BERARDINO, A. Cappadocia-II. Concilio. In: Nuovo Dizionario di Patristica e di Antichità cristiane. Roma: Marietti 1820, 2006.

          GREGORII NYSSENI OPERA (GNO). Edição on-line. Disponível em: https://scholarlyeditions.brill.com/gnoo/ Acesso em: 12 set 2022.

          KELLY, J. N. D. Early christian doctrines. 5.ed. London: A&C Black, 1989.

          LIENHARD, J. T. Two Friends of Athanasius: Marcellus of Ancyra and Apollinaris of Laodicea. Zeitschrift für antikes Christentum / Journal of Ancient Christianity, v. 10, n. 1, 2006.

          MATEO-SECO, L.-F.; MASPERO, G. Gregorio di Nissa, Dizionario. Roma: Città Nuova, 2007.

          MCCARTHY SPOERL, K. Apollinarius and the Response to Early Arian Christology. Studia Patristica, v. 26, p. 421-427, 1993.

          MCCARTHY SPOERL, K. Apollinarian Christology and the Anti-Marcellian Tradition. Journal of Theological Studies, v. 45, p. 545-568, 1994.

          MORESCHINI, C. Basílio Magno. São Paulo: Loyola, 2010.

          MORESCHINI, C. I Padri Cappadoci. Storia, letteratura, teologia. Roma: Città Nuova, [s.d.].

          MORESCHINI, C. Gregório Nazianzeno. São Paulo: Loyola, 2010.

          NAVASCUÉS BENLLOCH, P. Pablo de Samosata y sus adversarios: estudio histórico-teológico del cristianismo antioqueno en el s. III. Roma: Institutum patristicum Augustinianum, 2004.

          PAMPALONI, M. A palavra como médico da alma. Duas cartas do gênero “consolatio” de Basílio de Cesaréia. Perspectiva Teológica, v. 35, p. 301-323, 2003.

          PAMPALONI, M. A imersão infinita: para uma introdução a Gregório de Nissa. Cadernos Patrísticos, v. 5, n. 9, p. 69-88, 2010.

          PIERANTONI, C. Apolinar de Laodicea y sus adversarios: aspectos de la controversia cristologica en el siglo IV. Santiago: Pontificia Universidad Catolica de Chile, 2009.

          PONTE, M. N. Q. A mística das trevas de Gregório de Nissa na obra “Vida de Moisès”. Pensar-Revista Eletrônica da FAJE, v. 4, n. 1, p. 5-24, 2013.

          PUGLIESE, P. R. L’infinito giardino interiore. La mistica di Giovanni di Dalyatha e di Gregorio di Nissa. Roma: Pontificio Istituto Orientale – Valore italiano Lilamé, 2020.

          SIMONETTI, M. Genesi e sviluppo della dottrina trinitaria di Basilio di Cesarea. In: STUDI DI CRISTOLOGIA POST-NICENA. Studia Ephemeridis Augustinianum. Roma: Institutum Patristicum Augustinianum, 2006. p. 235-258.

          SUNBERG, C. D. The Cappadocian Mothers. Deification Exemplified in the Writings of Basil, Gregory, and Gregory. Eugene: Pickwick Publications, 2017.

          El método de la ciencia litúrgico-sacramental

          Sumario

          Introducción

          1 La inteligibilidad de la fe a partir de los “ritos y oraciones” (MEDEIROS, 2011, p. 15-42)

          2 Modelos paradigmáticos de la ciencia litúrgica y sacramental (MEDEIROS, 2014, p. 145-168)

          3 Perspectivas de una nueva relación (MEDEIROS, 2019, p. 598-603)

          Referencias

          Introducción

          La reflexión sobre el método de la ciencia litúrgica y sacramental (CLS), especialmente en los dos últimos siglos en el contexto cultural occidental, trae consigo, como cualquier otro campo del saber y de la condición de la razón científica, la acumulación de datos, la construcción de paradigmas, la provisionalidad, la especialización de áreas, la delimitación metodológica, los enfoques diferenciados y la posibilidad de absolutizar lo que no es más que un aspecto histórico, ritual, semántico, lingüístico, fenomenológico, especulativo-teológico y pastoral.

          El interés por la reflexión sobre la acción litúrgica sacramental coincide, se podría decir, con la exigencia evangélica de dar razón inteligentemente de las “mirabilia Dei” que acontecieron de una vez por todas en el misterio pascual de Jesucristo. De hecho, la comunidad cristiana, desde sus inicios, de diversas maneras, celebró, creyó y vivió esta realidad llena de fe. Luego, tal ritualidad fue explicitada a través de las categorías helenísticas por los Padres de la Iglesia, en la época patrística. En la Edad Media, hubo un distanciamiento entre teología-liturgia-sacramentos a través de categorías alegóricas y escolásticas, mientras que el período postridentino estuvo fuertemente caracterizado por el momento disciplinario de la contrarreforma, por la crisis de la teología escolástica, por el crecimiento del interés por los estudios históricos, el progresivo abandono de la interpretación alegórica de la liturgia y la necesidad de responder a las críticas de los reformadores protestantes.

          En los siglos XVII y XVIII se descubre la liturgia con excesiva atención al aspecto rubricístico-jurídico y, en este contexto, aparece el interés y el surgimiento de la ciencia litúrgica (CL), especialmente en la primera mitad del siglo XIX, en Alemania , motivado, por un lado, por la “Katholische Tübinger Schule” y la Neoescolástica de dirección tomista, y por otro lado, por la perspectiva eclesiológica y la renovación de la teología de los sacramentos a través de la acción ritual desde el acontecimiento cristológico. Esto desencadenará paulatinamente un nuevo proceso en la manera de pensar la realidad litúrgico-sacramental. De ahí surgirá la reflexión y maduración de unas constantes que se convertirán en un verdadero trabajo colectivo de ideas, especialmente en Europa, y que se denominará Movimiento Litúrgico. Para Ubbiali (1993), tal movimiento reaccionará a la falta de atención que el manual sacramental reservaba a la práctica litúrgica, y profundizará la relación teología-liturgia-sacramentos, proporcionando consistencia y calidad a las intuiciones y respuestas a la “Cuestión litúrgica” y que, con la profundización de conceptos fundamentales como la participación activa, el pensamiento total, el misterio del culto, el conocimiento simbólico, contribuirá fuertemente a la reflexión antes, durante y después del Concilio Vaticano II.

          1 La inteligibilidad de la fe a partir de los “ritos y oraciones” (MEDEIROS, 2011, p. 15-42)

          La Teología de los sacramentos, incluso antes del acontecimiento conciliar del Vaticano II, enucleó algunos ejes de la inteligencia de estos sacramentos, especialmente en los campos de la eclesiología y la antropología. En primer lugar, la eclesiología fue orientada a partir de la perspectiva de Rahner (1965). Desde tal enfoque, la Iglesia es vista como el símbolo permanente de la acción salvífica divina, la realidad histórica visible en la que Dios se da a sí mismo. En el campo antropológico, la atención a lo humano es ciertamente la primera intención para sacar al sacramento del distanciamiento en relación con la cultura moderna. En este sentido, tal reflexión produjo una clara decisión de ampliar la dimensión antropológica del sacramento y así añadió una posición propia para completar el discurso teológico ya estructurado y unificado en clave sacramental. Concretamente en la secuencia: a la cristología (Jesucristo, sacramento primordial), la eclesiología (la Iglesia, sacramento fundamental o radical), la sacramentología (los siete sacramentos), se añadió la antropología (la persona y el mundo, sacramento natural).

          El aspecto propiamente científico de la liturgia, a su vez, puede decirse que ha encontrado en Guardini (1921) uno de los principales exponentes en los primeros momentos del Movimiento Litúrgico. Fue el primero en abordar la cuestión epistemológica, concluyendo que la ciencia litúrgica requería dos niveles complementarios, calificados por él como investigación histórica e investigación sistemática. Según él, la investigación histórica se daría a nivel diacrónico-evolutivo y tendría por objeto el estudio del desarrollo del culto, sin el cual caeríamos en afirmaciones gratuitas. Y la investigación sistemática, a nivel sincrónico, tendría por objeto el estudio de la Iglesia, como sujeto de culto, y de sus elementos vinculantes y permanentes. Sin una reflexión sistemática, la historia se perdería en datos inconexos.

          Actualmente, podemos resumir básicamente tres grandes tendencias metodológicas para la profundización epistemológica de la liturgia, como ámbitos desde los que se puede extraer su especificum como ciencia estructurada, con métodos y leyes propias: la sistemática, la histórica y la pastoral.

          Por lo tanto, se puede decir que estas tres direcciones están simultáneamente presentes en la reflexión de la investigación de la liturgia, con sus legítimos representantes, en la búsqueda de una mayor consistencia epistemológica y que es testimoniada por una pluralidad de teologías litúrgicas y sacramentales contemporáneas. Sin embargo, el principio rector debe tener en cuenta que el intellectus fidei siempre ha estado, desde el principio, en relación con la acción litúrgica de la Iglesia. En consecuencia, la reflexión teológica nunca puede ignorar el orden sacramental instituido por Cristo mismo y, por otro lado, la acción litúrgica nunca puede ser considerada genéricamente, dejando de lado el misterio de la fe. (Sacramentum caritatis, n. 34).

          Es innegable que la teología sacramental y la teología litúrgica se han unido en las últimas décadas, teniendo como “locus” común la atención al rito, situando la cuestión del símbolo en su propio contexto: la acción ritual. Por tanto, la perspectiva lógica para reflexionar sobre la cuestión del símbolo en clave hermenéutica para comprender los sacramentos es la de la acción ritual. Ciertamente, la CLS considera que uno de los frutos más significativos del Movimiento Litúrgico fue la comprensión de que el rito es la forma en que se realiza el sacramento. Se da aquí el “locus” del encuentro con el Señor, de la profesión de fe, de la sinergia, de la visibilidad, de la invisibilidad y la fuente de la teología como momento de investigación racional de la fe a la luz de lo que hoy se llama la nueva frontera de la “cuestión litúrgica”, según la contribución de Grillo en su “Liturgia fundamental: introducción a la teología de la acción ritual” (2022a).

          En consecuencia, el concepto de forma entra en la teología contemporánea como una nueva categoría, inaugurando, en el sentido moderno de la palabra, la comprensión de la CL y del proceso de reforma litúrgica implementado a lo largo del siglo XX, como afirma J. Ratzinger (2019). Tal concepto es capaz de establecer conexiones con diversas áreas que forman el conjunto de la reflexión litúrgica y sacramental.

          De esta manera, la reflexión de la CLS contemporánea va superando paulatinamente categorías inadecuadas en la definición y comprensión de la acción litúrgico-sacramental de la Iglesia y, al mismo tiempo, poniendo a prueba las categorías (rito, forma, lenguajes, mistagogía) en vista de una reelaboración del saber unitario y con una sólida alianza entra en un sacramentario que descubre el género ritual y los nuevos ordines litúrgicos.

          2 Modelos paradigmáticos de la ciencia litúrgica y sacramental (MEDEIROS, 2014, p. 145-168)

          Podemos recoger, a partir de algunas propuestas de modelos o paradigmas contextualizados, el horizonte de los estudios sobre la CLS en las últimas décadas. Por eso mismo, nos proponemos recorrer la evolución del tema en estudio en los contextos alemán, francófono, español, anglófono y brasileño.

          2.1 Contexto alemán

          Fue muy significativa, para el estudio sobre la CLS, la contribución de Guardini (1921) sobre el método sistemático de la ciencia litúrgica. De hecho, él concibe la liturgia como consonante e integrada con la teología, ya que la primera está relacionada con la vida sobrenatural, se vuelve competente por la acción del Espíritu Santo y es guiada por el Magisterio. Además, el aspecto teológico de la liturgia debe estar siempre presente en cualquier tipo de estudio sistemático que se lleve a cabo. Para Guardini, la liturgia como teología tiene un método propio que la diferencia no sólo de otras ciencias, sino también dentro del ámbito teológico, y ni siquiera puede ser considerada como parte de la teología pastoral que se elabora y desarrolla desde la praxis y que entra en un estudio sistemático de la liturgia. Podemos decir que, para Guardini, la liturgia es teología y por eso esta perspectiva de ver y conocer recoge el contenido de la fe en la manifestación cultual de la vida de la Iglesia.

            Además, Casel (1941) afirma que la obra de salvación de Cristo Jesús, presente en la celebración litúrgica, no es sólo un dogma para ser creído, sino que es un “acto de fe” según una determinada forma simbólicamente sacramental, es decir, se hace teología en sentido propio cuando se busca profundizar en el conocimiento de esta obra de salvación a través del símbolo ritual. No es un conocimiento abstracto, sino la profundización de esa “realidad salvífica” presente en el momento litúrgico, es decir, como salvación en una perspectiva simbólico-ritual. Por tanto, para Casel hay teología litúrgica sólo cuando el dato de la fe asume la dimensión de concreta comunicación del misterio de Cristo a la Iglesia, cuando hay un diálogo sobre “Dios a partir de Dios”.

          La teología litúrgico-sacramental, en el contexto alemán, también buscó el contacto con las ciencias humanas, reforzando mejor su discurso, en busca de una categorización más científica. Evaluando la ciencia litúrgica, veinte años después del Concilio Vaticano II, Häussling (1982) analiza las vicisitudes por las que ella atravesó, principalmente en confrontación con las ciencias humanas, con el ateísmo, con la realidad ecuménica y con los desafíos de las liturgias juveniles. Además, Gärtner y Merz (1984) buscan emitir los principios para un método integrador de la CL, partiendo de los paradigmas tradicionales, pero dialogando con las ciencias humanas, valorando el aspecto de la experiencia, en vista de un método empírico-crítico de la CL. Stenzel, por su parte, profundiza el tema en referencia, discurriendo sobre la liturgia como lugar teológico.

          Por otro lado, Häussling (1982) constata que la liturgia necesita dialogar con otras disciplinas teológicas, como la dogmática, la exégesis y la teología moral. Para él, otra causa de la falta de consideración de la liturgia, en el campo teológico, es una idea falsa de lo que es la liturgia, ahora reformada y comprensible. Además, Lehmann (1980) escribe sobre la celebración como expresión de la fe y considera que los “loci theologici” son el resultado de una metodología escolástica, y que la ciencia teológica, con el paso de los años, ha perdido su conexión con la liturgia de la Iglesia. Lehmann se alinea con la posición de aquellos teólogos que ven dicha colaboración estrechamente ligada a la teología  práctica homilética,  teología pastoral, pedagogía religiosa y catequética, y en relación con la teología de los sacramentos, principalmente en relación con la perspectiva dogmática y la teología moral, con el  derecho de los Sacramentos y el ecumenismo. Por su parte, Vorgrimler (1992) defiende la liturgia como un argumento de la dogmática. Y se interroga sobre algunos temas relacionados con la liturgia con la intención de esforzarse por una mayor cooperación entre liturgia y dogmática.

          La teoría sobre los sacramentos, en Alemania, ganó terreno en los años setenta del siglo pasado, según Seils (1994), hasta el punto de ser forma de uso corriente. En este sentido, la teología sacramentaria encontró una nueva inspiración y experimentó un cambio profundo, y esto parecía justificado por la nueva y ampliada atención a la comprensión de la sacramentalidad. Tales transformaciones se remontan sustancialmente a la teología “Iglesia-sacramento” que marcó el declive de la metodología manualista, incapaz de mostrar la coexistencia de los signos eficaces de la gracia con el misterio de la redención. En la lectura de Bozzolo (1999), las corrientes que se hicieron más significativas en el enfoque de una profundización de la identidad simbólica fueron en tres direcciones: el sacramento como símbolo en la perspectiva antropológica de apertura al sentido de la existencia (Ratzinger (1966) y Kasper (1969); el sacramento como “praxis de esperanza”, es decir, como símbolo en las dinámicas sociales y culturales (Schupp (1974), Schaeffler (1991), Schneider (1979) y Vorgrimler (1992)); el sacramento como símbolo comunicativo en la vida de la Iglesia (Hünermann (1982) (Ganoczy (1984) y Mentiras (1990).

          Según Gerhards (2002), las investigaciones recientes postulan cada vez más la cuestión del método, teniendo en cuenta los desafíos a la ciencia litúrgica que surgen del propio contexto cultural y eclesial actual y que involucran a la comunidad eclesial en su comprensión y participación litúrgicas, la cuestión ecuménica, la cuestión histórica-genética-ritual de la liturgia, la cuestión de la ritualidad, de la propia liturgia teológica o de la teología de la liturgia, de la pastoral litúrgica y de las ciencias humanas. Por tanto, en el contexto alemán, no existe una sola ciencia litúrgica, sino varias tendencias con la investigación en el área de la filología histórica, de la teología sistemática o de la antropología y de la dimensión práctica.

          Una observación que se puede destacar, en este contexto, es el hecho de que no hay literatura sobre el rito. Esta ausencia se puede considerar quizás por la menor incidencia del debate litúrgico, quizás por el hecho de haberse dedicado al símbolo, que está relacionado con el rito. Ciertamente tal reflexión habría ofrecido elementos significativos y una reorientación de la sacramentalización que tuvo lugar en un ambiente alemán.

          2.2 Contexto francófono

          En Francia, la teología posconciliar estuvo marcada por un intenso diálogo con la teología alemana. Sin embargo, registra también su marca original, que es la profunda renovación patrística y litúrgica, un diálogo ecuménico muy fecundo, tanto con los fieles de la Reforma como con los ortodoxos. La preocupación teológica francesa, más precisamente, se volvió hacia las cuestiones cristológicas, la teología de la redención y del propio proyecto teológico destinado a abordar cuestiones emergentes con la cultura moderna y posmoderna.

          Según Winling (1989), la teología católica francesa tiene un perfil que la distingue de otras áreas. Francia se caracterizó por ser un centro de investigación y enseñanza de las congregaciones religiosas, el diálogo con pensadores representativos de diversas corrientes y el replanteamiento de una espiritualidad adulta para los laicos de Acción Católica. Vale la pena subrayar el diálogo con la filosofía, que, sin embargo, no debe entenderse como su servicio en relación a la elaboración de una teología sistemática, sino como fermentación de la teología a partir de numerosos temas y problemas propios de la filosofía francesa que produce “la theologie herméneutique, la théologie de l’alterité de Dieu, la théologie pratique”, en autores como Duquoc, Chauvet, Moingt que, influidos por el pensamiento de Lévinas (1961), hablan de Dios, no en términos ontológicos, sino en términos de “alteridad”, teniendo en cuenta la estrecha conexión que subsiste entre la teología trinitaria y la teología de la cruz.

          En el campo específicamente teológico-litúrgico, tenemos el surgimiento del Institut Supérieur de Liturgie, en octubre de 1956, con su primer Director, el Padre B. Botte y, encargado de los estudios, el Padre J.-M Gy. Podemos decir que el Institut vivió intensamente dos claras etapas: de 1956-1968 y luego desde 1968 hasta la actualidad. La primera, caracterizada por un método más histórico-positivo; la segunda, marcada por el coloquio organizado por el Centre National de Pastorale liturgique, celebrado en Lovaina en junio de 1967, sobre el tema Liturgie et sciences humaines, que fue el hito decisivo de este segundo momento de la existencia del Institut. A partir de entonces, nuevas ciencias como la sociología, la psicología y la semiología se hicieron indispensables para el estudio de la liturgia.

          Es en este clima de diálogo entre las ciencias humanas y la liturgia donde encontramos a Chauvet, desde 1972 enseñando en el Institut Supérieur de Liturgie, así como en otros centros de estudios parisinos. La pregunta más profunda ya no es: ¿cómo celebrar los sacramentos? sino, ¿para qué sirven los sacramentos? Podemos decir que tanto Chauvet como varios otros estudiosos, como Gy, Didier, Bouyer, Dye, Hameline, Vergote, Dalmais, Lukken, contribuyeron a la renovación de la liturgia y la teología sacramental en diálogo con las ciencias humanas.

          Desde el punto de vista de la teología sacramentaria, se pueden considerar tres etapas significativas: en la primera etapa, en la década de 1960, nacería la investigación entre la sacramentaria y la antropología en torno a la revista La Maison-Dieu, a través de una integración al debate litúrgico de los resultados de las ciencias humanas, principalmente la sociología de la asamblea, la antropología del símbolo y el rito, la semiótica, la historia y el psicoanálisis. En la segunda etapa, en la década de 1970, aparecieron varios intentos de síntesis, especialmente los trabajos de Vergote, Didier, este último tuvo el mérito de asumir un punto de vista decididamente antropológico, considerando el sacramento a partir de la ritualidad y el símbolo. Y finalmente, la aportación de Chauvet (1979), quien estudia la liturgia desde la dimensión antropológica del símbolo. Considerando que la teología clásica de la eficacia de los sacramentos ya no es relevante para el hombre de hoy, propone afrontar su realidad en una perspectiva simbólica, creando así las condiciones para una nueva comprensión de la teología sacramental.

          La propuesta de Chauvet acepta plenamente el aporte de las ciencias humanas: desde el uso de la filosofía del lenguaje hasta la inversión de la relación entre sujeto y objeto, lo que revoluciona por completo las concepciones antropológicas anteriores. Se refiere a toda la problemática de la relación hombre/mujer y la realidad: cualquiera que sea la manera de mirar el asunto, las cosas son significativas en la medida en que entran en comunicación con la propia condición existencial y la cuestionan directamente. Si la vida es un problema para el creyente, si nada es sencillo para él, esto sucede porque nada es inmediato: el ámbito del hombre/mujer es el de la mediación. La reflexión teológica, que tiene a los sacramentos como objeto de estudio, no debe considerarlos ya como objetos intermediarios, que actuarían como puente entre el sujeto creyente y el Dios trascendente, sino como un acto de lenguaje eclesial, en el que la condición se realiza , de la fe que ahí se expresa.

          La posición epistemológica de Chauvet, respecto a la configuración de lo sacramental, encuentra un terreno común en los nuevos escenarios epistémicos de varios países europeos, pero, al mismo tiempo, la novedad de su enfoque también suscitó críticas. En general, en la reflexión de Chauvet vemos sin duda un esfuerzo por ir más allá de la comprensión del extrinsicismo entre signum et res desde el punto de vista simbólico y superar lo que pudiera parecer cosificante o mágico en favor de una comprensión real de la relación sacramento-celebración. , donde el creyente tiene un lugar indispensable, como elemento constitutivo, con su participación, superando la separación que pueda existir entre experiencia y acción celebratoria.

          Recientemente, Belli, con el resultado de su investigación sobre el “Interés de la fenomenología francesa por la teología de los sacramentos” (2013), profundiza en la crisis ontológica y epistemológica de la teología sacramental en el siglo XX, presenta una reflexión hermenéutica analítica sobre la “ Cuestión Litúrgica”, la respuesta dada por el Movimiento Litúrgico y con el aporte de la teología sacramental. De modo que la “quaestio sacramentis” sea profundamente repensada y expuesta a nuevos interrogantes. El éxito de tal análisis abre la reciente contribución de la fenomenología francesa al estudio de los sacramentos desde la perspectiva de tres autores: J.-L. Marion, M. Henry y E. Falque. Sin duda, la investigación de Belli (2013) ofrece un aporte a la determinación metodológica interdisciplinar del trabajo de reflexión sobre el sacramento en la mediación entre teología y filosofía, litúrgico-sacramental.

          2.3 Contexto español

          Respecto a la relación entre liturgia y teología en este contexto cultural, el primer estudio que se reseña es de 1966, durante el II Congreso Litúrgico de Montserrat, en el que Vilanova (1966) dio una conferencia sobre los cincuenta años de la teología de la liturgia. Vilanova hizo una retrospectiva de la teología de la liturgia, teniendo en cuenta, principalmente, la orientación dada en este campo por los pioneros del Movimiento Litúrgico, como: Festugière, Beauduin, Cabrol, Gomà, Brinktrine, Oppenheim, Cappuyns, Dalmais, Pinto, Parscher.

          En la etapa posconciliar, López Martín (1982) reflexiona sobre la relación entre liturgia y fe, en particular la liturgia como transmisora ​​de fe, y establece campos en los que delimita una situación aún no muy clara respecto a esta relación. El primero es la comprensión teológica de la misma liturgia, el segundo es el lugar de la liturgia en la estructuración de la teología, y el tercero es la implicación mutua entre liturgia y catequesis en el orden de la pedagogía de la fe. Además, Fernández (1985) esboza, de forma didáctica, la distinción entre lo que es liturgia y lo que es teología litúrgica. El autor continúa afirmando que los sacramentos, antes de ser reflexión, son acciones litúrgicas. Con tal afirmación, Fernández abre su sección sobre sacramentología fundamental en la revista Phase e indica claramente cuál sería la orientación predominante de la investigación sacramental en España. En España, según Bozzolo (1999), más que en otras áreas culturales, el contacto entre disciplina sacramental sistemática y litúrgica se ha vuelto tan estrecho que ya no se puede distinguir lo específico de las competencias. Se puede agregar que, entre los años 1991-1995, aparecieron al menos cinco tratados de sacramentaria fundamental.

          El Instituto de Liturgia del Centro de Barcelona jugó un papel importante en el escenario de la liturgia posconciliar y, por tanto, en el ámbito de las CLS. Emblemática, en este contexto, es la colaboración de Borobio (1978), quien, aunque situado en un horizonte rahneriano, asume, de hecho, las tesis decisivas en perspectiva antropológica y ritual propuestas por los autores franceses. Su programa encuentra expresión no sólo en sus publicaciones personales, sino también en la obra La celebración en la Iglesia v. I (1985), coordinada por él, y que pretende superar la tradicional separación entre liturgia y sacramento. Lo que sorprende, en este trabajo, es el hecho de la coexistencia pacífica de modelos tan heterogéneos, es decir, el antropológico con referencia al símbolo y al rito, considerando los sacramentos como expresión simbólica de la salvación en las situaciones fundamentales de la vida y aquel modelo de los discípulos de Rahner, que atribuye la sacramentalidad a Cristo, a la Iglesia, al hombre/mujer y al mundo para pasar luego a una sacramentalidad concentrada en los siete sacramentos. Y lo que prevalece no es un proyecto sistemático entre la liturgia y los sacramentos, teniendo en cuenta el sacramento desde el punto de vista de la celebración, sino la teoría del sacramento con un trasfondo rahneriano.

          2.4 Contexto anglófono

          Se profundizó la relación entre teología y liturgia, ya sea en el ámbito católico como en el evangélico. Sin embargo, la reflexión ha seguido y ha  reaccionado a lo que sucede, principalmente en el continente europeo. Por lo tanto, no tenemos sustancialmente una propuesta que se aparte de los parámetros presentados hasta ahora.

          Taft (1982) presenta en un artículo el resumen de su conferencia en la Universidad de Notre-Dame – USA sobre Liturgy as Teology. El autor considera o bien la valoración inusual de la liturgia como ciencia teológica o bien que la liturgia es un objeto de investigación teológica. Del mismo modo, Lacugna retoma la cuestión de si la liturgia puede convertirse en fuente para la teología. Y Driscoll (1994), por otro lado, busca establecer una nueva relación entre liturgia y teología fundamental. Considera que en esta relación hay caminos de posibles trabajos, que en parte ya están establecidas, especialmente a partir de la teología litúrgica de Marsili (1974).

          Asimismo, Irwin (1994) elabora una propuesta de teología litúrgica y presenta algunas observaciones sobre el método utilizado en la teología litúrgica contemporánea. Para él, el método del acto litúrgico debe tener articulación con la Palabra, el símbolo, la eucología y el arte litúrgico. Discute la contribución con la que, la teología que deriva de la liturgia, puede hacer una discusión contemporánea sobre la naturaleza de la teología. La propuesta de Irwin constituye la profundización, de cara a la comprensión global de la liturgia, a partir de una  liturgia primera y una liturgia segunda , es decir, un componente, siempre teológico-litúrgico, que nace de la relación de las dos anteriores, y que llama teología tercera , es decir, una teología que se refiere a la vida, a la espiritualidad, a la moral, en relación con los misterios de Dios y del Evangelio, pero vivida y celebrada en la liturgia. Esta tercera liturgia está intrínsecamente relacionada con la “lex orandi, lex credendi” y aporta una perspectiva doxológica.

          En resumen, podemos aceptar el punto de vista de O’Connell (1965), quien considera que la investigación americana posconciliar se caracterizó, por un lado, por la discusión y recepción conciliar de la Sacrosanctum concilium, y por otro lado, por la traducción de las obras de Rahner y Schillebeeckx. En Norteamérica, especialmente, el punto de partida para repensar el nuevo sacramentario fue el abandono de la síntesis clásica de De sacramentis in genere y la introducción de una perspectiva personalista y existencialista, centrada en la noción de Cristo-sacramento e Iglesia-sacramento. Sin embargo, en los años 1980-1990 hubo un exceso de nuevos datos, según Levesque (1995), imposibilitando así una síntesis a tal punto que Hellwig (1978) afirmó que la teología sacramental, en sentido estricto, había desaparecido. En el análisis de Bozzolo (1999), incluso, se detecta una literatura difusa sobre el concepto de símbolo, asumido como concepto idóneo para la interpretación de la realidad sacramental. No obstante, en relación a la investigación teórica, parece prevalecer la intención práctico-pastoral y la elección de una “divulgación teológica” de los conceptos que se transmitían en Europa.

          2.5 Contexto brasileño

          La reflexión litúrgica posconciliar en Brasil está claramente marcada por las siguientes características: dependencia de la teología europea, en todas sus vertientes, pero principalmente la centroeuropea; profundamente marcada por la situación sociocultural en que vive el pueblo latinoamericano; guiada pastoralmente por las conferencias episcopales del continente, de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida; por un gran número de iglesias jóvenes; por los desafíos de las minorías étnicas, particularmente negros e indígenas; una teología enfocada en los desafíos pastorales, más que comprometida con la fundamentación teórica universitaria, a pesar de la constante y creciente investigación en el contexto latinoamericano, una teología que vive del momento, de la creatividad, deseosa de responder a los urgentes desafíos de las comunidades y de la inculturación litúrgico-sacramental.

          Desde el punto de vista teológico-litúrgico, mucho se debe a la creación del Centro de Liturgia de São Paulo en 1987 (Adão, 2008). A través de él, se constituyó más tarde, en 1987, la Asociación de Profesores de Liturgia de Brasil. De ahí partió, pero no sólo, una reflexión litúrgica marcadamente pastoral, con gran espíritu de animación y creatividad en todos los campos de la pastoral litúrgica.

          Sin duda, desde el punto de vista de la profundización de la CL, el trabajo de Ione Buyst es muy significativo. De hecho, la actividad litúrgico-pastoral de Buyst tenía como objetivo principal la participación del pueblo en la preparación y celebración de una liturgia popular, orante, que fuera expresión de una fe comprometida en la transformación del continente latinoamericano, así como en la la búsqueda ecuménica de la paz mundial, en la búsqueda de una pedagogía activa, que implicara la participación de los implicados y con una metodología científica que partiera de la realidad litúrgica y articulara teoría y práctica, teología y pastoral.

          Además, ella buscaba responder a dos motivos fundamentales: primero, la peculiaridad de las liturgias celebradas, que forman el objeto real de la CL y que son expresión de la peculiaridad de la Iglesia en este continente – el cambio en el objeto real exige nuevos métodos de aproximación y de análisis. De hecho, la liturgia como “cumbre y fuente” de toda vida eclesial (SC n.10) acompaña los cambios que se producen en el modo de ser o de concebir la Iglesia en este continente. Buyst (1989) escribe que la Iglesia latinoamericana es la que se expresó y trató de definirse a sí misma y a su misión a través de las asambleas de la conferencia episcopal latinoamericana, que marcaron profundamente la vida eclesial posconciliar en ese continente. Para la autora, el modelo eclesial latinoamericano se caracteriza por la perspectiva de que la Iglesia nace de bases populares, suscitada por el poder del Espíritu Santo. La irrupción de los pobres en la Iglesia, el crecimiento vertiginoso del número de comunidades eclesiales, su dinamismo y vitalidad se consideran obra del Espíritu Santo y no sólo esfuerzo evangelizador de la Iglesia-institución por orden de Cristo, es decir, la eclesiología de la liberación no se basa sólo en la cristología, sino principalmente en la pneumatología (Buyst, 1989).

          De esta nueva práctica litúrgica, surgida en la Iglesia de los pobres y transmitida en la evangelización, la catequesis y la predicación, surgió una nueva teología litúrgica, que debe ser retomada, evaluada y fundamentada o rechazada por una teología litúrgica científicamente elaborada a partir de esta primera teología vivida. en las comunidades. Ya empiezan a surgir algunos temas: el sujeto privilegiado, convocado por Dios a la asamblea litúrgica, es el pueblo pobre y oprimido, reunido en comunidades; el mismo pueblo es también el primer destinatario de la Buena Noticia, el evangelio anunciado en la liturgia; el clamor y lamento del pueblo, expresado en las oraciones de los fieles, tienen fuerza al lado de Dios, que escucha su clamor y desciende a hacer justicia y liberar; la liturgia es la acción comunitaria: toda la comunidad es pueblo sacerdotal, partícipe del sacerdocio de Jesucristo; el Cristo, que está presente en la asamblea litúrgica, es el Cristo que se identifica con los pobres; tiene compasión del pueblo, para ver y escuchar sus problemas, hoy como ayer.

          La publicación del Manual de Liturgia promovido por el CELAM, La celebración del misterio pascual (2004-2007), en cuatro tomos, manifiesta el grado de madurez teológico-litúrgico-sacramental en el continente y se elabora desde la dimensión celebrativa de la pascua. misterio de Cristo, enriquecido por el mosaico de culturas, etnias y tradiciones religiosas presentes en América Latina y el Caribe, además de considerar la expresión simbólica del cuerpo, la danza y la dramatización en la liturgia. Un trabajo tan pionero en este campo, postula una mayor profundidad de los temas abordados desde una perspectiva antropológica, en el sentido de una educación al rito y por el rito y desde los actos no sólo verbales, sino también no verbales, como una forma mistagógica para una contribución al intellectus ritus.

          En este sentido, Taborda enriquece el debate teológico-litúrgico brasileño con la reflexión sobre un “enfoque mistagógico de los sacramentos” (2004). Tal consideración está motivada por la necesidad también postulada por la cultura de la posmodernidad, de la atención al avance de la celebración a la teología, lo que lleva a reconocer la liturgia como lugar teológico. En sí mismo, el camino no es nuevo, ya que ha sido recorrido por muchos, comenzando por los Padres de la Iglesia. Sin embargo, lo que nos complace subrayar es el hecho de que el teólogo jesuita trabaja con la liturgia como un lugar de expresión de la fe, en el que la revelación se nos hace accesible. La fuente de la teología es la fe de la Iglesia, no sólo la expresada en dogmas y otras verbalizaciones, sino también la fe vivida concretamente en acciones, obras, símbolos, ritos. Estas expresiones de fe o lugares teológicos constituyen la teología primera, la teología en la frescura de su expresión más legítima y viva. En ella, teología y vida se funden y se unen intrínsecamente. Lo que hacen los teólogos y el magisterio es  teología segunda . Tales condiciones llevan al autor a trabajar la cuestión sacramental del bautismo y la eucaristía en un enfoque mistagógico, como respuesta a los desafíos de hoy. (Taborda, 2004).

          2.6 Contexto italiano

          Las significativas contribuciones en el ámbito italiano resumen la riqueza del Movimiento Litúrgico así como la renovación teológico-litúrgica desencadenada por el Concilio Vaticano II. Entre los nombres que podemos mencionar en las últimas cuatro décadas están: de Cipriano Vagaggini a Zeno Carra, de Salvador Marsili a Ubaldo Cortoni, de Pelagio Visentin a Pierpaolo Caspani, de Emanuel Caronti a Manuel Belli, de A. M. Triacca a Elena Massimi, de Aldo Terrin a Giorgio Bonaccorso, de Silvano Maggiani a Loris Della Pietra, de Roberto Tagliaferri a Andrea Grillo.

            El contexto italiano es sin duda privilegiado, en el sentido de que contó con muchos y buenos liturgistas pioneros del Movimiento Litúrgico. Encontró en el Centro di Azione Liturgica un instrumento importante para la difusión de la reforma litúrgica en el contexto de la pastoral litúrgica. Además, el mismo Pontificio Instituto de la Liturgia de San Anselmo, inaugurado en Roma en 1961 con el objetivo de formar personas en el compromiso de CL, fue un colaborador competente y audaz, que ofreció nuevos horizontes por recorrer. Otra referencia significativa fue la creación de la Associazione di Professori di Liturgia, que a través de sus temas de estudio ha buscado responder a los desafíos de la liturgia desde un punto de vista pastoral y teológico. Y más recientemente, la creación del Instituto de Pastoral Litúrgica de Santa Justina, en Padua, que se dedica al estudio de la pastoral, con una importante atención al aspecto antropológico, ha matizado cualitativamente el debate litúrgico-sacramental.

          La contribución de varios maestros marca la consistencia de la reflexión teológica en este contexto. Vagagini (41965) y Marsili (1971) profundizan el lugar de la liturgia en la estructuración de los estudios teológicos y como locus theologicus. Visentin (1971) afirma que no siempre la propia liturgia supo sacar provecho de su estatus de locus theologicus y reivindica que hoy no se puede hacer ciencia teológica como si fuese un compartimento cerrado, algo solo para especialistas en un ambiente exclusivamente intraeclesial. Él también habla de una dimensión litúrgica de la teología dogmática. Análogamente, lo que aporta Triacca (1986) se caracteriza por esa preocupación por captar la realidad integral salvífica: mysterium-actio-vita. De hecho, Triacca pasa por la comprensión de la dimensión diaconal de la teología, en una línea de redescubrimiento de la función del propio acto litúrgico.

          Tagliaferri (1996), por su parte, centra su investigación en la fenomenología del rito cristiano, el investigador relee Sacrosanctum Concilium y constata que el objeto de la ciencia litúrgica es el rito. Se dedica a la formulación de una propuesta que denominó “progetto di una scienza liturgica”, en la que busca fundamentar su obra, considerando que el objeto de la CL, cuestionado en su aspecto de mediación, parece ser, por tanto, el rito, que se inscribe en el dinamismo sacramental fundamental de Cristo y de la Iglesia, pero que mantiene su propia configuración antropológica y cultural. Podemos destacar, en la investigación de CLS en Tagliaferri, que la liturgia es un rito cristiano, manteniendo su propia originalidad. Este rito debe llevar las marcas de todos los demás ritos, es decir, debe ser simbólico y lúdico si quiere permanecer en el ámbito ritual, y tener la posibilidad de transgredir el primer sentido; el rito, como tal, no perturba en modo alguno el encuentro con Cristo; por el contrario, expresa su riqueza infinita, precisamente a través de su ineludible implicación antropológica; al final, revela la posibilidad más auténtica que se le ofrece al hombre para entrar en el misterio.

          Por su parte, Bonaccorso (1996) realiza su abordaje epistemológico litúrgico referido al tiempo, el lenguaje y la acción ritual, en el que se considera la liturgia en su estructura expresiva y comunicativa, según la dimensión sacramentalmente ligada al concepto de signo. Este autor está, por tanto, atento al universo del lenguaje semiótico.

          Sin embargo, es Grillo (1995) quien arroja luz sobre el hecho de que el ritus ha sido siempre necesario para la fides –mientras que el intellectus fidei se desarrolló desde el principio en la reflexión de la Iglesia, el intellectus ritus se manifiesta como un nuevo tipo de discurso, que la teología de hoy sigue viendo con desconfianza y temor, pues solo hizo surgir sus exigencias en el siglo pasado y se impuso a la atención y práctica eclesial en los últimos cincuenta años. En el ámbito eclesial, hubo una real marginación del rito, incluso con actitudes de presuposición, alejamiento y reinserción. La necesidad de reintegrar el rito en el fundamento de la fe apunta a reconstruir, al menos teóricamente, la experiencia global de la fe en todos sus presupuestos, que necesariamente, aunque nunca exclusivamente, incluyen también experiencias rituales específicas.

          Más recientemente, Della Pietra (2012) examinó el tema del rituum forma litúrgico como fuente de vida cristiana y destacó la posibilidad de reflexión para la implementación de una verdadera “reforma”. De hecho, en el curso histórico de la reflexión teológica y de la práctica celebrativa, el cambio en el concepto de forma ha innovado radicalmente la comprensión del sacramento y su eficacia ligada estructuralmente a su aspecto ritual: esta nueva percepción, que rehabilita significativamente el rituum forma , ya no puede ser descuidada ni olvidada por la teología de los sacramentos, por la experiencia espiritual, por la pastoral ordinaria y extraordinaria, y por la relación recíproca entre las disciplinas teológicas.

          Este marco conceptual también fue utilizado en la investigación de Paranhos (2017) y Buziani (2021), lo que resultó en el reconocimiento de la correlación intrínseca entre la teología sacramental, la liturgia y las ciencias humanas. Sin una valiente renovación de la CLS, la reforma litúrgica pierde sentido y se cierra sobre sí misma, dejando espacio a las nostalgias y las improvisaciones, como subraya inequívocamente en su reflexión sobre la forma celebrativa y la forma teológica.

          En su reciente publicación, Eucaristia, azione rituale, forme storiche e essenza sistematica, Grillo (2019) propone un Manual en el que pone la atención en la acción ritual originaria, a través de la interpretación sistemática del significado y el desarrollo histórico, paralelo y enraizado, entre las acciones y sus interpretaciones. Este cruce de niveles permite restaurar hoy, de manera coherente, una inteligencia de la fe implicada y alimentada por el fenómeno eucarístico. Ella reconoce la realidad de la inteligencia ritual de la fe de la que la Eucaristía es fuente, precisamente operando per ritus et preces. En este sentido, la propuesta de Manual de Grillo (2019) da un salto cualitativo, pasando de una rígida separación entre el significado teológico y ceremonial del rito, en el contexto eucarístico, a la construcción de una teología del rito y el descubrimiento de la acción ritual, restaurando así el valor de forma del sacramento.

          3 Perspectivas de una nueva relación (MEDEIROS, 2019, p. 598-603)

          Aproximaciones actuales y abiertas a una nueva relación entre liturgia y teología sacramental, entre acción ritual y sentido de la fe, entre liturgia y vida de Iglesia, entre fenomenología y liturgia marcan sin duda un escenario de cambio de paradigma, es decir, el paso epistemológico de una perspectiva teológico-litúrgico-sacramental en general signi et causae a un nuevo enfoque en general symboli et ritus, como convergencia iniciada por el Movimiento Litúrgico, profundizada por Sacrosanctum Concilium y que ha ido madurando en las dos últimas décadas en relación con la CLS.

          La reciente relectura de la relación entre liturgia y rito nos ha llevado a tomar conciencia de la cuestión del presupuesto del rito por parte de la teología clásica, un alejamiento del rito por parte de la teología moderna y una reintegración del rito por parte de la teología contemporánea para recuperar el presupuesto inmediato con respecto a la mediación teológica.

          En efecto, debe admitirse que entre el género del ritus y el género de los signi no existe una auténtica alternativa sustancial, sino sólo una diferencia conceptual: esta diferencia, sin embargo, constituye un paso obligado y nada facultativo o accesorio para la teología contemporánea. Por tanto, si uno de los aspectos nuevos de la comprensión de los sacramentos es la posibilidad de comprenderlos en el rito, es necesario aclarar mejor qué consecuencias puede tener para la teología esta difícil evolución.

          Ciertamente, la nueva práctica ritual inaugurada por la reforma litúrgica, fundada por una nueva teología sistemática sacramental, es al mismo tiempo el comienzo de una nueva elaboración sistemática, con el entrelazamiento de la teoría y la praxis, iluminada por la conciencia de la “revolución lingüística que nos permita profundizar en el valor último de la sistematización de la participación activa.

          El cambio de paradigma que esta transformación trajo a la sensibilidad teológica contemporánea, que aún no hemos integrado en nuestro pensamiento litúrgico-sacramental, condujo, sin embargo, al paso a una nueva consideración del sacramento en el ámbito del rito, como forma de reapropiación de la teología por parte de uno de los presupuestos de la experiencia cristiana del Dios de Jesucristo, y no más el enfoque de la CLS tradicional, que situaba el sacramento sólo en el ámbito del signo-significado. El límite de esta tradición era la comprensión del sacramento de que el “rito podía ser descodificado y transcrito a un lenguaje discursivo, lo que permite su comprensión con mayor facilidad” (GRILLO, 2022b). Por tanto, si uno de los aspectos nuevos de la comprensión de los sacramentos es la posibilidad de volver a comprenderlos en el ámbito del rito, es precisamente porque los sacramentos no son signos para ser leídos, sino acciones a ser realizadas, y le cabe precisamente a la teología hacer del momento ritual un juego decisivo de la relación entre Dios y la humanidad, entre la gracia y la historia, entre la misericordia y la práctica ética, entre la revelación y la fe.

          Conclusión

          Podemos decir que, entre los diferentes enfoques de la CLS considerados anteriormente, ciertamente para el contexto latinoamericano, son significativos las investigaciones y los enfoques entrevistos por las obras de: Maggiani (2002), en su propuesta de lectura de un Ordo litúrgico desde una lectura lineal, un análisis performativo y un análisis simbólico-funcional mediante el cual el texto litúrgico no existe sólo como “texto”, sino que es un texto caracterizado por “la acción”, es decir, el texto escrito debe traducirse “en acción”. O Manual de Liturgia, v. II: A celebração do Mistério Pascal, del CELAM (2007), con varios colaboradores, valora la forma ritual del sacramento y la propuesta de Buyst (1989) con su itinerario de Como estudar liturgia. Taborda (2004), a partir de la celebración de la teología de los sacramentos con un enfoque mistagógico, responde a los desafíos posmodernos sin someterse a ellos, pero trabaja con la gran narrativa de la historia de la salvación, la valoración de lo sagrado, la tradición eclesial y para el encuentro con el misterio en los signos sacramentales. Grillo, en su reciente propuesta de un Manual sobre Eucaristia, a partir da ação ritual (2019), inaugura un nuevo período apuntando a un escenario unitario entre la acción litúrgica y sacramental.

          El itinerario recorrido, de forma diacrónica y sincrónica, nos hizo tocar la provisionalidad del método. La liturgia y los sacramentos son medios. No fines. De esta forma, la CLS se orienta hacia una meta mientras los sacramentos viven de/en la fuente, como peces en el río, que es la propia celebración. Y la celebración será siempre el medio a través del cual los fieles celebran, viven y piensan esencialmente los misterios de la salvación de Cristo en actuosa participatio.

          Damásio Medeiros – Unisal-Pio XI, São Paulo, texto original en portugués. Enviado: 30/05/2022; aprobado: 30/11/2022; publicado: 30/12/2022.

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