Todas las entradas de: Geraldo Mori

Fe y Cultura

Índice

1 Cuestines fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

1.2 Un giro hacia la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural

2 Fe y cultura

2.1 Evangelización de la cultura e inculturación de la fe

2.2 La Palabra encarnada: la dialéctica entre la verdad inmutable y su expresión cultural

2.3 Toda cultura es ad-evangelio y todo Evangelio es transcultural

3 Referencias bibliográficas

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

La relación de la fe cristiana con la razón, la política y la cultura se comprende mejor si consideramos tanto la metafísica de la substancia de los antiguos como la metafísica del sujeto de los modernos. La filosofía clásica nos ha enseñado con los trascendentales del ser, que además de ser uno, es simultáneamente verdadero, bueno y bello. La filosofía moderna con el pensamiento trascendental de Kant pregunta por las facultades que tiene el sujeto para conocer lo verdadero, actuar según el bien y gustar-juzgar de lo bello. Por las virtudes teologales sabemos que el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera. Podemos entonces vincular la fe que cree con la verdad y el conocer, la fe que ama con el bien y el actuar ético, y la fe que espera con la belleza y el gusto poético. La consideración del paso desde la metafísica clásica a la reducción moderna –que contrasta la fe sólo con la ciencia, con el deber moral y la teleología– nos invita a dar un nuevo paso que supere tanto el desierto de la crítica como las tentaciones de volver hacia atrás, al refugio premoderno: “No nos anima la nostalgia de las Atlántidas sumergidas, sino la esperanza de una recreación del lenguaje; más allá del desierto de la crítica, queremos ser nuevamente interpelados” (RICOEUR 1960). La fe cristiana es nuevamente interpelada por el giro hermenéutico de la razón contemporánea (GREISCH 1993), por el gran acontecimiento de gracia que ha significado la renovación del Concilio Vaticano II (HÜNERMANN 2014) y por la plenitud del lenguaje que se manifiesta en una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural. Como introducción a las relaciones entre fe y cultura desarrollaremos brevemente la tercera interpelación,  que manifiesta una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestro tiempo de pluralidad cultural que la tenida por antiguos y por modernos.

1.2 Un giro hacia la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural

Rawls comienza su Teoría de la justicia afirmando que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales como la verdad lo es de las teorías”. Las ideas de verdad y justicia presiden respectivamente la filosofía teórica y la filosofía práctica. Pero a este esquema que distingue en la razón lo teórico de lo práctico, que bebe de la moderna crítica kantiana y sigue la estela de los clásicos  trascendentales, le falta todavía la idea de lo bello.

La crítica del juicio de los modernos y la idea de belleza de los antiguos, parecen completar el panteón de las posibilidades de la condición humana. La fe cristiana, que aquí relacionaremos con el saber racional, con el actuar político y con el valor cultural, tiene una especial conexión con la belleza, además de las que tiene con la verdad y la bondad. “Es preciso partir de la escucha de las personas y dar razón de la belleza y de la verdad, de una apertura incondicional a la vida” (Relatio Synodi 2014). Conviene esbozar un mapa para orientarnos en el vasto territorio donde estas relaciones se sitúan hoy.   

Verdad, bondad y belleza, los trascendentales del ser, son reformulados con las tres preguntas –¿qué podemos conocer?, ¿qué debemos hacer? y ¿qué es posible esperar?– que Kant responde con las tres críticas. Verdad y justicia claramente tienen que ver con las dos primeras. La belleza merece una breve explicación. En la crítica del juicio, la facultad de juzgar, ya no determinante, sino reflexiva,  ve en el principio teleológico la posibilidad del orden, de la totalidad y del sentido en la experiencia estética y en la organización de la vida. El mismo Kant vincula la facultad de juzgar reflexiva con la filosofía de la cultura y Cassirer ha hecho desarrollos notables al respecto. Colocamos entonces bajo el patronazgo de estos tres principios (la razón teórica, la razón práctica y la facultad de juzgar), de estas tres dimensiones (del saber, la ética y la poética), de los tres trascendentales, las cuestiones que refieren a la razón, a la política y a la cultura, que queremos vincular a la fe cristiana.

Estimamos además que dichas relaciones se enriquecen si las vinculamos al conjunto de las virtudes teologales. Dado que, como  acabamos de mencionar, el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera, se puede sostener la hipótesis que cada virtud teologal tiene un vínculo más estrecho con alguno de los tres trascendentales del ser: así la fe con la verdad, el amor con el bien y la esperanza con la belleza. Pero además de percibir las relaciones de la fe con estos tres tópicos –razón, política y cultura– nos interesa particularmente resaltar la dimensión que el pensamiento moderno había dejado en la penumbra. No es casual que este redescubrimiento de la belleza y de la poética ocurra en el momento en que las reducciones modernas, que han privilegiado la unidad abstracta y una razón sin atributos, ceden terreno al aprecio por la diferencia y a la valoración del pluralismo cultural. Felizmente en la teología contemporánea también podemos encontrar este mayor aprecio por la estética. Así la trilogía de Hans Urs von Balthasar, ha sido capaz de privilegiar como punto de partida una estética teológica que luego es continuada con una teopragmática y una teológica. Su notable empresa nos ha enseñado que el don de Dios se  manifiesta como bello, se da como bien y se dice como verdadero. Así también John Sobrino, por su parte, comprende la teología como “intellectus amoris”, que implica un intellectus justitiae y un intellectus gratiae, que debe relacionarse con un “intellectus spei”, para poder ser realmente intellectus fidei (SOBRINO 1992). Esfuerzos teológicos que están en sintonía con el transito que el Concilio Vaticano II intenta al pasar de una Iglesia europea occidental a una iglesia que por primera vez se autocomprende como mundial y en diálogo con todas las culturas. 

2. Fe y cultura

2.1 Evangelización de la cultura e inculturación de la fe

La fe no puede buscar la inteligencia y la justicia sino se encarna en las diferentes culturas. A las expresiones  la fe en la inteligencia y el evangelio en el tiempo habría que agregar la raíz de ambos que el propio Chenu recuerda: “la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn1, 14). La Palabra encarnada puede ser una expresión propicia para señalar las relaciones de la fe con la cultura, que busca una cultura evangelizada y una fe inculturada.     

La preocupación por la evangelización de la cultura y la inculturación de la fe ha tenido una serie de hitos doctrinales importantes desde el Vaticano II a nuestros días. En el mismo Concilio hay vestigios del giro que significa comprender la cultura, ya no sólo en su definición tradicional clásica (creación elevada del espíritu humano que se manifiesta en el saber filosófico humanista, en el derecho, en las artes y es muy propia de las elites más refinadas), sino, gracias a los aportes de las ciencias sociales y humanidades, como el modo de vivir, habitar y cultivar que tienen los distintos pueblos o sociedades. La valoración positiva de las diversidad cultural, rompe con él eurocentrismo, que considerando al resto como barbaros y no cultos, impone las aspiraciones y los cánones normativos de una cultura hegemónica que se considera universal. Por el contrario hoy podemos definir la cultura por todo aquello que el hombre y la mujer han venido “cultivando”, de lo que van sembrando, cosechando, produciendo. Según la Unesco, la cultura se entiende como la manera de vivir juntos.

Pese a las ambigüedades que se encuentran todavía en Gaudium et Spes, en el largo capítulo titulado “El sano fomento del Progreso Cultural”, donde se habla de cultura de un modo equivalente a como se habla de “mundo”, ambos designaran “el objeto elemental al cual queda referida la Iglesia. Cultura, como mundo, es el polo en referencia al cual se define al mismo ser ad extra de la Iglesia” (NOEMI 1990, 12). Esta eclesiología, que para decir su relación al mundo contemporáneo hace uso de la noción de cultura, si bien se encuentra también en LG o AG, sólo se desarrollará decididamente en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, fruto posterior del sínodo de 1974 dedicado a la Evangelización. Dado que la asamblea no fue capaz de producir un documento de consenso, se encomendó la tarea a Pablo VI. El giro esbozado en el Concilio reconociendo el pluralismo cultural alcanza aquí una orientación decisiva: “La ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas” (EN 20). Los destinatarios de la evangelización siguen siendo las personas, pero también ahora las culturas, pues hay que “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad“, pues importa evangelizar no de manera superficial, “sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre” (EN 18-20). En este proceso cada iglesia particular tiene una triple función: “asimilar lo esencial del mensaje evangélico”,…“trasvasarlo sin la menor traición… al lenguaje que esos hombres comprenden, y… anunciarlo en ese mismo lenguaje” (EN 63). Para algunos, esta teología de una iglesia multicultural no ha sido superada por ningún otro documento oficial, y sería lo mejor que tenemos sobre el tema. Juan Pablo II, que como cardenal participó decididamente en su redacción,  ha considerado desde el comienzo de su pontificado “que el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es el terreno vital en que se juega el destino del mundo al final de este siglo XX”. Dos aportes son dignos de considerar. El primero es la utilización del término “inculturación” ya en la temprana Catechesi Tradendae de 1979, retomada en la Encíclica Slavorum Apostoli en 1985:”La inculturación es la encarnación del Evangelio en las culturas autóctonas y, la introducción de esas culturas en la vida de la Iglesia” (No 21) . Francisco recientemente en Evangelli Gaudium ha confirmado el tópico precisando que “es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio” (69). El segundo es su constante llamado pastoral a una “Nueva Evangelización”. Esta reiterada consigna papal fue proclamada por primera vez en Haití en 1983, desarrollada en Redemptoris Missio en 1990 y recepcionada en Santo Domingo en 1992. “En nombre de nuestras Iglesias Particulares de AL y el Caribe nos comprometemos a: 1. Una Nueva Evangelización de nuestros pueblos. 2. Una promoción integral de los pueblos latinoamericanos y caribeños. 3. Una evangelización inculturada” (Conclusiones SANTO DOMINGO).  Más allá del debate sobre los aciertos y límites de la primera evangelización (BOFF 1991), algunos sostienen que esta “nueva evangelización” se ha estado realizando en AL, con anterioridad al llamamiento que el Papa dirigió a la Iglesia universal. “No es sólo un proyecto de cara al futuro. Constituye una realidad en curso a partir de los años 60. Su símbolo mayor es Medellín, ampliado y profundizado por Puebla, pero el proceso arranca del Vaticano II, pasando por… Evangelii Nuntiandi” (ROLFES 1992, 16). Un proceso en el que “han ido surgiendo nuevas formas de vivir el Evangelio en la Iglesia (CEBs), nuevos métodos de evangelización (desde la opción referencial por los pobres), nuevas expresiones litúrgicas y reflexivas de la fe (la teología de la liberación)” (VERDUGO 2003, 28).  

En AL esta preocupación de EN por la evangelización de la cultura fue clave en el documento de Puebla. Las relaciones entre fe y cultura en Puebla y en general en el magisterio latinoamericano merecen un desarrollo particular con una entrada propia en esta Enciclopedia. Lo mismo sería necesario respecto a los desarrollos específicos y los problemas que se han dado en torno a la expresión “Inculturación de la fe”, como al movimiento teológico que se autodenomina “teología contextual” (BEVANS 1992), “teología local” (SCHREITER 1993), o “teología de la inculturación” (SHORTER)), Teologías que insisten en que la teología debe ser siempre contextual, local o inculturada.

2.2 La Palabra encarnada: la dialéctica entre la verdad inmutable y su expresión cultural

Pero el giro mayor que propicia el magisterio y la teología posconciliar no está en una nueva comprensión de lo que son las culturas. El giro mayor es teológico y tiene que ver con la cuestión decisiva que orienta  nuestra indagación: la historicidad de la fe y del Evangelio. Vale la pena volver a escuchar las conocidas palabras de Juan XXIII al inaugurar el Concilio: “Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (GME, 1962)

La distinción papal entre “la verdad inmutable” y “el modo como se enuncian estas verdades”, nos recuerda el clásico adagio sobre las afirmaciones dogmáticas que “no terminan en el enunciado sino en la cosa” y la distinción también clásica del filósofo Gottlob Frege entre sentido y referencia (Sinn und Bedeutung) que influyo tanto la fenomenología de Husserl como la filosofía del lenguaje de Wittgenstein: una cosa es aquello a lo que refiero y otra el modo de decirlo. El referente de la Escritura, la cosa del dogma, la verdad inmutable, es Dios mismo que se autocomunica por el Espíritu en su único Hijo, Jesucristo, el Señor: “El único sujeto que se nos ha dado” –nos dice Benedicto XVI, justamente comentando estas palabras inaugurales del Concilio. Propone distinguir entre “las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios” y “los principios (que) expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro” (BENEDICTO XVI 2005). La distinción le permite explicar los cambios que ha propiciado el Concilio, que parecen estar en discontinuidad con una parte de la tradición. “Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar… El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad” (BENEDICTO XVI 2005).

La distinción entre la verdad que permanece y su expresión contingente, o entre “los principios” duraderos y de fondo y “las formas concretas”, es clave para comprender –para distinguir y vincular– el Evangelio y el modo como lo viven y expresan las distintas culturas. Pero esta distinción entre, por un lado, lo inmutable y permanente (de la verdad y los principios) y, por otro, lo contingente y cambiante (de la expresión y las formas concretas) puede dejar de ser una simple oposición y articularse dialécticamente gracias al nuevo horizonte de la historicidad tanto de la fe como de la cultura. Para ello ayuda filosóficamente, situar en un mismo nivel la verdad y la belleza, como momentos segundos en referencia a un momento primero, que Ricoeur ha denominado la función meta (1995). Del mismo modo, en teología podemos situar en un mismo nivel la verdad y su expresión, distinguiéndola de la experiencia primera de la comunicación de Dios en el don de la fe. Es lo que haremos al vincular el Evangelio primeramente a Dios y las culturas con sus verdades y expresiones al hombre. Son estas distinciones y vinculaciones las que se aclaran en este nuevo horizonte del pensamiento contemporáneo y en la renovación teológica que implica pensar en la historicidad del evangelio y de la fe.

2.3 Toda cultura es ad-evangelio y todo Evangelio es transcultural

Se impone entonces primero reconocer la distinción fundamental entre Evangelio y cultura, para luego ver sus vínculos y mediaciones. Juan Noemi (1990, 11-24) nos señala que “la raíz de la diversidad se establece a nivel de los diversos sujetos”: mientras la cultura es el cultivo del mundo “operado por el hombre”, el Evangelio es el anuncio bueno “operado radicalmente por Dios” (13). Esta referencia radical del Evangelio a Dios –de “Dios, sujeto del Evangelio”– es una verdad que se reduce a un implícito cuando se insiste “en el papel que compete a los sujetos instrumentales y secundarios en el anuncio evangélico” (13). Una insistencia que puede hacer palidecer el que sea también Dios, “el objeto propio del Evangelio”. Pero esta radical diversidad entre Evangelio y cultura debida a la diversidad de sujetos que operan, es básica pero no ab-soluta. Si Dios “nos ha hablado en el Hijo” (Heb 1,2-3), Jesús es el medio por el cual Dios nos habla. Es el punto de partida de EN: “Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y el más grande evangelizador” (EN 7). Un momento ulterior lo constituye lo eclesial. “La realidad de Dios como sujeto del Evangelio se encuentra mediada por Jesús y la Iglesia” (NOEMI 1990,15).

Un proceso inverso se da en el otro polo, donde es el hombre el sujeto propio de la cultura. La verdad es que el cultivo mundano del hombre no se da separado de Dios. La cultura es del hombre y el hombre es de Dios. No se da una antinomia, pues el mandato de cultivar el jardín se realiza a través de la capacidad autónoma que el mismo Dios le dado al hombre en la creación. “Ni Dios es sujeto absoluto del Evangelio, ni el hombre de la cultura. El evangelio acaece a través del hombre Jesús y de los hombres que constituyen la Iglesia. La cultura del hombre acaece como fuerza de Dios inscrita en el ser creatural del hombre” (15). Descartado que la diferencia sea oposición (que el Evangelio sea a-cultura y que la cultura sea a-evangelio), Noemi puede concluir que el “Evangelio se diferencia de cultura como trans-cultura y la cultura del Evangelio como ad-evangelio, es decir, como algo que tiende al Evangelio” (17).

Evangelio como trans-cultura “significa que la locución de Dios al darse por medio de Jesús y de su Iglesia asume elementos culturales, pero no se disuelve en los mismos, sino que los supera” (16).

Así Jesús de Nazareth asumió y operó en la cultura judía de su tiempo. También la Iglesia a lo largo de su historia ha ido asumiendo y operando las diversas culturas donde se ha encarnado. Ninguna de ellas es indisoluble del Evangelio sino encarnaciones sucesivas y, en el actual panorama de pluralismo cultural, encarnaciones simultáneas. Tanto la crítica a la llamada helenización del cristianismo, que considera una depravación del Evangelio su paso del judaísmo al helenismo, como las nostalgias por la cultura occidental cristiana, sea la cristiandad medieval u otra, además de románticas son idolátricas en cuanto absolutizan una cultura determinada.

Una absolutización que implica la no aceptación de “los círculos hermenéuticos inherentes a la constitución escriturística de la fe judía y cristiana” (RICOEUR 1994 268). Conviene que nos detengamos en estos círculos constitutivos, pues muestran con nítida claridad el carácter histórico del Evangelio: 1) el círculo entre Palabra y Escritura (por un lado el propio Jesús interpreta la escritura de Israel y se la aplica; por otro lado la comunidad apostólica reconociéndolo como la Palabra de Dios definitiva da origen a una segunda escritura); 2) el círculo entre Palabra y Escritura juntas y la comunidad eclesial (la Biblia es el espejo en el que la iglesia se reconoce y al interpretarla va generando una tradición teológica y magisterial que le permite comprenderse a sí misma); 3) el círculo existencial por el que cada creyente es confrontado con la predicación eclesial que lo interpela a comprender su vida a partir de la revelación de una Palabra que le llega a través de la Escritura y la tradición y a apropiársela en la fe. En cada uno de estos tres círculos la Palabra de Dios se encuentra frente a otro que ella (la huella escriturística, la comunidad confesante, cada creyente) que la encarna, la media y la amplia Un ampliación que incluye tanto la cultura con la que se escribe la Escritura como la cultura de la que participa la comunidad confesante y cada creyente que la interpreta. Tenemos aquí la tensión clásica entre Escritura y tradición. Por un lado debemos “proclamar el primado de la Escritura sobre la tradición”, y acoger la posición de los Reformadores de la Sola scriptura! (que supone la capacidad que ella tiene de interpretarse a sí misma). Por otro lado “es necesario confesar que una Escritura virgen de toda interpretación es propiamente hablando inencontrable” (269). Evitando “la oposición entre la fidelidad al texto originario y la creatividad propia de la historia de la interpretación” (269), la tradición no será la simple transmisión de un depósito inmutable, sino la continua novedad de una interpretación sin la cual la letra permanecería muerta. Por ello Gregorio el Grande ha podido decir que “la Escritura crece con aquellos que la leen”. Se trata de una enseñanza mayor de la hermenéutica contemporánea: el texto esa allí disponible para que en cada momento de la historia la comunidad creyente se lo apropie y al interpretarlo lo actualice y lo amplíe con la cultura de su tiempo.

En el proceso de conformación de la tradición es muy considerable el segmento que se debe a préstamos de las culturas adyacentes. Las mismas Escrituras judías nacen con la incorporación de conjuntos milenarios que vienen de Egipto, Mesopotamia, Persia y del encuentro con el helenismo, que inicia “el largo diálogo entre Jerusalén y Atenas, del que somos los herederos, sea que lo aceptemos o lo rechacemos” (269). La helenización del judaísmo o la cristianización del helenismo no es una lamentable contaminación, sino un destino histórico que proseguirá con la incorporación de Aristóteles en el medioevo, y después “de Descartes y de otros cartesianos, de Kant y todo el idealismo alemán, sin olvidar los poshegelianos judíos de comienzos del siglo XX, de Hermann Cohen a Mendelsohn y Rosenzweig” (270).

La trascendencia del evangelio respecto de la cultura no significa un docetismo cultural: “que la cultura constituya una apariencia irrelevante, una cáscara insignificante en la cual se da el Evangelio” (NOEMI 1990 16). Lo trans-cultural implica un momento in-cultural. El momento in-cultural del Evangelio no deriva de la sola imposibilidad de que el Evangelio se dé sin intermediación cultural. Positivamente se fundamenta en que es anuncio de Dios que se dirige al hombre y no a un más allá de éste. “De la transformación que produce la aceptación del Evangelio no queda exenta ninguna actividad humana; tampoco la que es cultivo del mundo” (17). El Evangelio establece una transformación radical del sujeto de la cultura; del hombre devenido “nueva creatura”. La novedad evangélica no lo desarraiga de este mundo, no lo exime de su mundanidad. Ofrece un nuevo horizonte al quehacer mundano, sin suprimir la tarea temporal que compete a todo ser humano.

Cultura como ad-evangelio no implica negar la autonomía de la misma. Por ello, el desarrollo de la cultura que depende de la capacidad que alcanza el hombre en su cultivo de mundo, no comporta en sí mismo una mayor proximidad al Evangelio. Se sigue una consecuencia negativa y otra positiva.

Negativamente: “Cultivo mundano operado por el hombre no es equivalente a la realización del hombre… La inadecuación entre hombre y cultura reside en la incapacidad permanente, crónica del hombre de auto-objetivarse unívocamente, reside en la realidad del pecado que pone toda operación del hombre bajo el signo de la ambigüedad. Es por esto que la cultura en tanto objetivación autónoma del hombre comporta siempre alienación. El hombre que identifica su realización con la objetivación de la cual es capaz autónomamente termina alienado de sí mismo, porque pretende acabarse en la obra que nunca lo acaba a sí mismo” (18-19). Pretende vivir del fruto de sus manos, del resultado de sus acciones, pretende justificarse por sus obras.

Positivamente: “El hombre no se define como pecador sino como criatura y para Dios” (19). La aversión a Dios tiene una situación antecedente que es de conversión a Dios. “El ser para Dios del hombre ha quedado trastrocado, desordenado, pero no ha sido aniquilado por el pecado… El desorden no suprime la orientación radical del hombre a Dios, ni plantea como alternativa una conversión al mismo, al margen del orden creacional…. La gracia de la Redención hace posible que esta orientación a Dios no sea una “pasión inútil” del hombre; ella, sin embargo, no exime ni libera de la inserción en el orden creacional” (19).

La cultura se sitúa por tanto como un camino insoslayable en la actualización del ser para Dios del hombre. El motivo vuelve a ser el mismo que explicaba las relaciones de la fe con la razón y con la política: “el designio salvador de Dios expresado en el Evangelio no reduce ni suprime el designio inscrito en toda la creación” (20). Esta vinculación entre creación y salvación, entre encarnación y cruz, hace que la fe al mismo tiempo que no se identifica con ninguna cultura no se da nunca desnuda y siempre se viva encarnada en una determinada cultura. La encarnación y la cruz señalan también la necesidad de por un lado asumir y apropiar aspectos de la cultura y por el otro de enfrentar y padecer las contradicciones de su propia cultura. Por lo tanto la fe siempre se dará en una forma de ser, que alienta determinados  valores, que se expresa en algunas imágenes, que propicia ciertos comportamientos, que se sabe depositaria de una historia. Algunos de estas determinaciones son parte irrenunciable de la Tradición y otras pertenecen a ciertas tradiciones. En cada momento histórico y cultural será necesario discernir si esas vestimentas y lenguajes aptos para otras épocas, lo siguen siendo  para la cultura actual. Como ya lo dijimos en el apartado dedicado a la fe y la razón, es clave distinguir entre el “verdadero escándalo” (el de Jesús, el de la cruz) y el “falso escándalo” (maneras y usos propios de otras épocas, aptos para el pasado pero que en el presente pueden estar ahogando el Evangelio)

De lo dicho podemos sacar algunas conclusiones respecto del momento positivo y negativo de esta compleja relación, en la que siempre hay un momento de crítica y un momento de asunción de la cultura por parte del Evangelio. Si la fe y el evangelio niegan y afirman la cultura será siempre necesario un discernimiento que sea capaz de diferencias entre distintas culturas y distinguir los aspectos que de ellas deben ser asumidos y los que deben ser criticados. Un discernimiento que no hacemos aquí pero que una teología de los signos de los tiempos, como nueva teología de la historia, tiene que realizar. Tarea pendiente y que debe ser materia de otra entrada de esta Enciclopedia. Por ahora terminemos con algunas conclusiones respecto del momento positivo y negativo de esta compleja relación, que si bien tiene obvias semejanzas con lo dicho sobre la relación entre fe y razón, avanzan con más decisión respecto de los aportes que el Evangelio está llamado a dar a toda cultura.

 En primer lugar la diferencia entre ambas no es una simple oposición ni una mera contradicción La diferencia del Evangelio implica un y un no dialéctico sobre la cultura que implica una superación de la cultura. Por una parte, “Evangelio es negación de la cultura en cuanto niega la posibilidad de una cultura como realización total del hombre” (21). No es una negación indistinta de la cultura sino que una crítica de la misma, como determinación de los límites de lo que cultura puede ser para el hombre. Por otra parte, “Evangelio es afirmación de la cultura en tanto niega la posibilidad de una realización del hombre disociada y ajena al orden creacional” (21). Ni la negación ni la afirmación se hacen en referencia a algún patrón o modelo de cultura evangélica definible, ni respecto a un ideal abstracto que fuera posible deducir del anuncio evangélico.

 Por ello, en segundo lugar, la “Evangelización de la cultura no es un intento por imponer un ideal cultural determinado” (21). La cultura será negada o afirmada en la medida que permita la realización del ser humano como ser para Dios (establecido en la creación, desordenado por el pecado y posibilitado en su actualización por la gracia). El Evangelio es negación o afirmación de la cultura, si ésta se cierra (imposibilitando) o se abre (no impidiendo) a un horizonte concreto de libertad. Afirmación condicionada, porque permite la realización humana que trasciende toda cultura y permanece abierta al don de Dios. Negación determinada de la cultura, pues es “negación de aquello que en una cultura cierra y coarta un horizonte y ejercicio concreto de libertad” (22).

 En tercer lugar, dado que la actualización del ser para Dios, no acaece al margen sino que a través del cultivo del mundo, el Evangelio, que posibilita ese ser para Dios, tiene una función libertaria en la vida cultural. “Que el Evangelio sea garantía de la libertad del hombre… no es una concesión a la conciencia moderna post-ilustrada. La libertad no se funda en un a priori abstracto de autonomía, sino en la orientación positiva y concreta del hombre a Dios” (23). Ser para Dios es lo que define radicalmente al hombre según el Evangelio. La libertad que el Evangelio garantiza no es la proclamación abstracta de un valor, ni un campo de elecciones posibles, sino que el resguardo de un horizonte definitivo de libertad. Es garantía absoluta (se funda en Dios como destino y fin irremplazable) y concreta (denuncia todo lo que se opone a la prosecución de ese fin). .

 Por último y en cuarto lugar, “la cultura en cuanto operación del hombre está sujeta a una ambigüedad radical” (23). Toda cultura tiende a encubrir su ambigüedad (todas apelan a un ideal de humanidad) y esto constituye la falacia de la cultura. “La falacia de la cultura tiene su condición de posibilidad y no es sino una manifestación de lo demoniaco, es decir del mal que se objetiva como una eficiencia hipócrita y potente” (24). Bajo el pretexto de ser vehículo de la libertad, comporta un mecanismo de destrucción de la libertad. Cuando la cultura se absolutiza y se convierte en un “objeto objetivizante” y alienante del hombre se da un “demonismo cultural” (NOEMI 1975, 167-212). Por ello la crítica evangélica de la cultura no se reduce a un discurso moralizante ni a meras exhortaciones parenéticas. La denuncia profética de lo que hay de pecado en una cultura, de dominaciones políticas en un Estado, o de patologías de la razón en nuestro mundo, si es evangélica viene siempre acompañado de un anuncio esperanzado que se obliga a discernir las posibilidades de teonomía cultural que allí de manifiestan. La teonomía lejos de ser una heteronomía es verdadera autonomía, garantía de liberación, en tanto impide que la libertad se cierre. El Evangelio de Jesucristo que nos abre mediante la fe, la esperanza y el amor al Reinado de Dios, nos libera de toda cerrazón y de toda esclavitud, sea cultural, política o racional.

Eduardo Silva S.J., Universidad Católica de Chile y Universidad Alberto Hurtado, Chile.

Referencias Bibliográficas

Textos magisteriales

JUAN XXIII, Gaudet Mater Ecclesia (GME), 11 de octubre de 1962.

PAULO VI, Evangelii Nuntiandi, 1975.

JUAN PABLO II, Catechesi Tradendae de 1979; Encíclica Slavorum Apostoli en 1985; Redemptoris Missio en 1990; Fides et ratio, 1998.

BENEDICTO XVI, Mensaje de navidad, 22 de diciembre, 2005; «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones», discurso en la Universidad de Ratisbona (Regensburg), 12 de septiembre 2006; Caritas in veritate, 2009.

FRANCISCO, Lumen Fidei, 2013; Evangelii Gaudium, 2013.

Documentos de MEDELLIN 1968; PUEBLA 1980; SANTO DOMINGO 1992; APARECIDA 2005.

Relatio Synodi sobre la familia, 7 noviembre, 2014.

Otros textos

ANSELMO, S., Prosologio.

BOFF, L., Nueva Evangelización, Paulinas, 1991.

CHENU, M.-D., La Parole de Dieu, I. La foi dans l’Inteligence; II. L’Evangile dans les Temps., 1964.

DE LA GARZA, M. T., Política de la memoria. Una mirada sobre Occidente dese el margen, Anthropos,  2002.

ELLACURIA, I., “Historicidad de la salvación cristiana”, en Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la liberación, I. Ellacuria y J. Sobrino, Trotta, 1994, 323-372.

ESTRADA, J. A., Dios en las tradiciones filosóficas. 2. De la muerte de Dios a la crisis del sujeto, Trotta, 1996.

GEFFRE, C., Un nouvel age de la théologie, Cerf, 1972; Le christianisme au risque de l’interprétation, Cerf, 1987; “L’entrée de l’hermenéutique en theologie”, In: Les cens ans de la faculté de theologie (dir. J. Dore), Beauchesne, 1992.

GONZÁLEZ, A., “El significado filosófico de la teología de la liberación”, In: J. Comblin et alia, Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina, Trotta, 1993, 145-160; El evangelio de la paz y el reinado de Dios, Kairos, 2008. 

GREISCH, J., L’age herméneutique de la raison, Cerf, 1985; Comprendre et interpréter. Le paradigme herméneutique de la raison, Beauchesne, 1993. 

GUTIÉRREZ. G., Teología de la liberación. Perspectivas., Sígueme, 1972 (1990).

HÜNERMANN, P., El Vaticano II como software de la iglesia actual, UAH, 2014. 

KANT, E. Critica de la facultad de juzgar, Monte Ávila, 1991.

KNAUER, P., Para comprender nuestra fe, U. Iberoamericana, 1989.

METZ, J. B., “El problema de una “teología política””, Concilium, 36 (1968) 385-403; Teología del mundo, Sígueme, 1971; Dios y tiempo. Nueva teología política, Madrid 2002.

NOEMI J., Interpretación teológica del presente. Introducción al pensamiento de Paul Tillich, Anales de la Facultad de Teología UC (26), 1975; “Evangelio y libertad”, en J. Noemi ¿Es la esperanza cristiana liberadora?, Paulinas,  1990, 11-24 (también en J. Noemi, “Evangelización de la cultura. Presupuestos”, Teología y Vida 19 (1978) 73-83).

RATZINGER, J., “Lo que cohesiona al mundo. Los fundamentos morales y prepolíticos del estado liberal”, en J. Habermas, J. Ratzinger, Entre razón y religión. Dialéctica de la secularización, FCE, 2008, 35-54.

RAWLS, J. Teoría de la justicia, 1977.

RICOEUR, P. Philosophie de la volonté I. Finitude et Culpabilité 2.  La Symbolique du mal,  Aubier, 1960: Temps et récit III. Le temps raconté, Seuil, 1985; Soi-même comme un autre, Seuil, 1990a; Amour et Justice, Seuil, 1990b; “Vérité et mensonge”, Esprit 1951, 165-192 (en Historia  verdad, Encuentro, Madrid, 1990c, 155-164); “Ética y política”, en Lectures2. La Contrée des philosophies, Seuil,  1992; Lectures 3. Aux frontières de la philosophie, Seuil, 1994; Réflexion faite. Autobiographie intellectuelle, Esprit, 1995; Le juste 2, Esprit 2001.

ROLFES H., “Nueva Evangelización”, en Hanni Rolfes y otros, La Nueva Evangelización. Reflexiones, experiencias y testimonios desde el Perú, CEP, 1992.

SCANNONE J.C., Teología de la liberación y praxis popular, Sígueme, 1976; Discernimiento filosófico de la acción y pasión históricas. Planteo para el mundo global desde América Latina, Anthropos, 2009.

SOBRINO, J., “Teología en un mudo sufriente. La Teología de la liberación como ‘intellectus amoris’”, en J. Sobrino, El principio misericordia, Sal Terrae, 1992, 47-80.

TAYLOR, Ch., A Secular Age, Harvard University Press, 2007.  

TRIGO, P., “Fenomenología de las formas ambientales de religión en América Latina”, en V. Duran, J. C. Scannone, E. Silva, (comp.), Problemas de filosofía de la religión desde América Latina, Siglo del Hombre, 2004, p.37-121.

VERDUGO, F., Relectura de la salvación cristiana en Juan Luis Segundo, Anales Teología UC, 2003.

María, Madre de Jesús (Mariología)

Índice

1 Mariología

1.1 Mariología en la actualidad

1.2 Ecumenismo

1.3 Dogmas marianos

1.4 Mariología popular

1.5 María en las Conferencias Episcopales Latinoamericanas

1.6 María y la mujer

2 Referencia Bibliográfica

1 Mariología

 Se le llama Mariología a los estudios sistemáticos sobre la madre de Jesús, la Virgen María basados en la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia, los santos Padres, el Magisterio, la teología y la fe de los fieles. A lo largo de la historia se ha ido preguntando sobre el lugar de la mariología dentro de la teología, si tenía su espacio propio o si se la vinculaba con la eclesiología como lo ha hecho el Concilio Vaticano II, quien la ha incorporado en un capítulo de la Constitución Dogmática Lumen Gentium.

 1.1 Mariología en la actualidad

 El término Mariología surgió para indicar un tratado distinto y separado según el método escolástico y su uso ha variado con el correr de la historia. En el siglo XX, se observa una fase de ascensión de la mariología representada por la elaboración del tratado mariológico y su introducción en las escuelas de teología. Así como también, otra fase de contestación que la pone en crisis y otra de recuperación mariológica sobre nuevas bases y un nuevo enfoque. En la Mariología actual ha surgido un interés creciente por investigar la vida concreta de María y su significado salvífico. También se está recuperando su imagen histórica, existencial, por lo cual se han publicado desde principios del siglo XX varias “Vidas de María.” A través de las fuentes bíblicas se ha incursionado en su vida histórica que hace referencia a Jesús y que ayuda a conocer su lugar en la vida de la Iglesia. Se han elaborado “retratos espirituales,” “íconos aislados de su figura” que no son biografías pero que se acercan a su figura.

1.2 Ecumenismo

A lo largo de los siglos, la mariología y el culto mariano junto con otras temáticas referidas al papado y a los ministerios de la Iglesia, se han presentado como dificultades encontradas en el camino de la unificación de la cristiandad. Tanto es así que las divergencias entre la postura protestante y la católica frente a la madre del Señor, se pueden considerar insuperables a pesar de los esfuerzos del ecumenismo. Una de las dificultades citadas por K. Barth y W. von Lowenich es la mediación de María. Para J. Daniêlou, éste es el corazón mismo del problema de divergencia entre ambos (NAPIÓRKOWSKI, S., 2001, p. 644).

Dentro de las raíces del problema, se encuentran metodologías teológicas incompatibles como la que afirma que, solo por medio de la Escritura (sola Scriptura), se interpreta la Divina Revelación sin la Sagrada Tradición. También la visión antropológica que considera al ser humano cooperador de Dios (cooperatio), es decir, que con la ayuda de la gracia, puede merecer y hacer de intermediario llevando la salvación de Jesús a los demás. Así como la doctrina sobre la comunión de los santos, (communio sanctorum) que une en amistad a los que viven junto a Dios y a los que peregrinan en la tierra. Ambas visiones son contrarias a los principios protestantes de que solo a través de Cristo (solus Christus), solo por su gracia, (sola gratia) y solo por la fe (sola fides), Dios salva. El principio que afirma a Cristo como único Mediador (Chistus o unus Mediator), se considera -en particular- como una interpretación exclusivista y antimariológica. Acentúa que María no ejerce ninguna función mediadora y excluye la posibilidad de que los creyentes podamos dirigirnos a ella o a los santos a través de la oración y la intercesión.

En cuanto a las dificultades relacionadas a los conceptos mariológicos y las prácticas devocionales hay diversas causas, algunas son fruto de abusos del catolicismo que ha promovido maximizar la piedad mariana. Un ejemplo es la máxima de san Bernardo de Claraval al afirmar que sobre María nunca se dice lo suficiente, (De María numquam satism).

En la base de esas divergencias se encuentra la falta de conocimiento y comprensión recíproca entre católicos y no católicos que imposibilita lograr acuerdos. Se han cometido errores en ambas partes y, con el correr de los años, se han realizado encuentros y diálogos ecuménicos que dejaron espacios abiertos para continuar la discusión mariológica.

El decreto del Concilio Vaticano II sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio 11, recuerda que “hay un orden o “jerarquía” de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamente de la fe.” Esta frase hace referencia a situaciones de desconocimiento por parte de los fieles de las verdades de la fe que se podrían interpretar en sus acciones, tales como orar frente a los altares laterales de la Virgen y de los santos y no frente al Santísimo Sacramento en su tabernáculo.

Las actitudes polémicas continúan en ambas partes. El retorno a las fuentes bíblicas para la interpretación de la mariología ha ayudado en el diálogo ecuménico. Se detecta, aquí, el grupo ecuménico de Dombes (1936), pionero en la búsqueda de la unidad eclesial entre protestantes y católicos. El documento sobre “María en el plan de Dios y la comunión de los santos,” (1998) de su autoría, fue una contribución positiva en uno de los temas más controvertidos, allanando el camino para el diálogo ecuménico.

Los avances en la reinterpretación de los dogmas son espacios que se abren en la búsqueda de la unidad, como lo expresan las conclusiones de los congresos mariológicos internacionales con participación de protestantes y ortodoxos: “La declaración ecuménica sobre la función de María en la obra de la redención,” Roma 16 de mayo de 1975 y “declaración ecuménica sobre la veneración de María, Zaragosa, 9 de octubre de 1979. En EEUU, el diálogo ecuménico se inició en 1965 con el patrocinio del comité nacional de la federación mundial luterana y la conferencia episcopal católica de EEUU.

Para resolver la situación de la mariología y buscar la unidad anhelada en el ecumenismo, los problemas a resolver según el mariólogo Napíorkowski, (cfr. (NAPIÓRKOWSKI, S., 2001, pp. 652-653), serían:

-Admitir la existencia del pluralismo teológico en las iglesias y así también a través de las diversas estructuras de pensamiento, es difícil, sino imposible un acuerdo pleno. Se pueden lograr acercamientos pero no se logra una identificación plena como, por ejemplo, con los dogmas de la inmaculada o de la asunción.

-Es necesario una corrección del modelo de mediación de María, ya que el modelo por María a Cristo tiene dificultades teológicas, pastorales y ecuménicas.

-Es necesario evitar cualquier falsa exageración como lo expresa LG 67: “en las expresiones o en las palabras, que se evite cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos separados o a otras personas acerca de la verdadera doctrina de la iglesia”.

-La necesitad de realizar estudios profundos sobre la religiosidad popular, porque en ella se encuentran las mayores reservas de fe mariana.

 1.3 Dogmas marianos

 Toda la vida de María está referenciada a Jesús y a la Iglesia a través de los dogmas de la Inmaculada Concepción, Maternidad divina (Theotókos), Virginidad perpetua y Asunción al cielo siguen afirmando el misterio de Dios obrado en María. Pablo VI afirma que “la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino” (MC 25). Según San Juan Damasceno, María es el compendio de todos los dogmas: “El solo nombre de Theotókos, Madre de Dios, contiene todo el misterio de la “economía,” (DAMASCENO, Juan, La fe ortodoxa III, 12: PG 94, 1029c9). Esta definición dogmática tuvo lugar en el Concilio de Éfeso en el año 431. Cirilo de Alejandría debatió con Nestorio, el patriarca de Constantinopla, quien sostenía la tesis de llamarla Christotokos, que significa “Madre de Cristo,” para restringir su papel como madre sólo de la naturaleza humana de Cristo y no de su naturaleza divina. El término Theotókos (Deipara, Mater Dei), que significa “portadora de Dios”, fue el que mejor describió la unión inseparable y perfecta de la naturaleza humana y divina de Jesús. Podemos decir que “Dios queda al descubierto no como una idea desencarnada, un ideal de santidad extra-mundana, una eternidad separada de la historia, sino como la Vida originaria que es encarnada por María en la carne concreta de la historia. Por eso, buscar a Dios es descubrir su presencia en la misma historia y realidad humana, en los acontecimientos que se van realizando dentro de la historia. Esto es lo que manifiesta el concilio de Éfeso con el dogma cristiano de la Theotókos, dogma que nos lleva más allá de todo intento espiritualista” (TEMPORELLI, M.C., 2008, p.57).

El dogma de la Virginidad perpetua, antes del parto, en el parto y después del parto, “virginitas ante partum, in partu et post partum” (Cfr. DS 251) pertenece a la fe cristiana desde los orígenes de la Iglesia. La definición “virginidad antes del parto”, virginitas ante partum se comprende desde la fe basada en la Escritura especialmente de los evangelios de Mateo (1,18-25) y de Lucas (1,26-38). Esta referencia trata sobre el aspecto físico, es decir, que Jesús no fue el fruto de una relación marital con José, sino fruto del Espíritu Santo en su seno virginal.

Para comprender la definición “virginidad en el parto,” virginitas in partu, es preciso distinguir entre las representaciones sensibles que se han dado del mismo y la afirmación de fe. Es una verdad de fe la afirmación de que María siguió siendo virgen física y moralmente en el parto, la cual fue definida en el año 649 por el concilio Lateranense (DS 503).

La Definición virginidad después del parto, virginitas post partum, perdura desde tiempos inmemoriales reconociendo que María después del parto de Jesús no tuvo más hijos ni consumó su matrimonio con José. La Palabra de Dios no expresa específicamente esta situación sino que se convirtió en una verdad de fe, como evidencia teológica de que la vida de María estaba orientada hacia la maternidad de Jesús. Incluso cuando en el evangelio se nombra a los hermanos de Jesús (cfr. Mt. 12, 46-50; Lc.8, 19-20, Mc.3, 31-35), se sabe por la exégesis que son sus primos en diversos grados.

En síntesis, la virginidad de María nos habla de una manera de ser, de existir, de realizarse, de hacer. Es la asimilación de la forma de vivir que tuvo Jesús. Es la forma radical de pensar, sentir y actuar desde criterios evangélicos que llegan a impregnar toda la persona, (cfr. TEMPORELLI, M.C., 2008, p.105).

El dogma de la Inmaculada concepción proclamado por Pío XI el 8 de diciembre de 1854:

La bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue preservada   incólume de toda mancha de pecado original, debido a un especialísimo privilegio de la gracia de Dios omnipotente, con vistas a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto ha de ser sólida y constantemente creída por todos los fieles (DS 2803).

 La interpretación de esta definición dogmática tiene en cuenta que María, por los méritos de Cristo, fue preservada del pecado original por decisión divina al ser elegida como la madre de su Hijo, sin ser mencionadas las consecuencias de ese pecado original. “El misterio de la “llena de gracia” que comienza en el instante de su concepción, se despliega a lo largo de toda su historia, y se palpa en el ámbito de la alianza que supone la escucha y la respuesta como persona que se realiza libremente en la historia. (…) La Inmaculada trae aparejada una visión positiva sobre el surgimiento humano y nuestros orígenes, superando la vinculación generación-pecado, y permitiéndonos recuperar el sentido positivo de la corporalidad y sexualidad. Afirma nuestra confianza en el valor de la vida en general y de las personas.” (cfr. TEMPORELLI, M.C., 2008, p.145).

El dogma de la Asunción de María, proclamado por Pío XII en 1950: “Es un dogma divinamente revelado que María, la madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, tras el término del curso terreno de su vida, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial” (DS 2803). Esta fórmula no afronta el problema de la muerte de María, no dice explícitamente si murió. Esta cuestión queda a la libre interpretación de la discusión teológica. La palabra asunción, es un concepto teológico que no expresa la idea de cambio de lugar, sino de estado. Podemos decir que la Asunción significa una integración de las condiciones mortales del ser humano en sus aspiraciones a la felicidad y, a la vez, el esfuerzo de la liberación de toda la vitalidad humana, de modo que sin negar la verdad del dolor, el sufrimiento y la muerte, el ser humano puede interpretar su propio final sin conceder a esa muerte la última palabra,” (TEMPORELLI, M.C., 2008, p. 194).

1.4 Mariología popular

La mariología popular se refiere a la manera cómo el pueblo vive su fe y amor a la Virgen María, haciendo vívido lo que ha recibido a través de la formación católica y el lugar que tiene María en el conjunto de la religión del pueblo. Se expresa en las manifestaciones de fe a la Virgen María, mediante la cual el pueblo formula su comprensión popular de María, identidad que naturalmente el pueblo le da a partir de la imagen que tiene de ella.

La religión popular es un tema de investigación multidisciplinar, por lo tanto, necesita incorporar en el estudio el aporte de otras ciencias y disciplinas que tengan relación con el ser humano como la historia, la antropología, la sociología, la teología, la filosofía, la psicología, entre otras. Es un tema complejo, que requiere una metodología adecuada para ser comprendido adecuadamente y no ser objeto de análisis que desvirtúe su riqueza original. (cfr. SILVEIRA, M. P. 2013).

1.5 María en las Conferencias Episcopales Latinoamericanas

 En los documentos de las Conferencia Episcopales Latinoamericanas, desde la primera conferencia de Río de Janeiro hasta Aparecida (1955-2007), se encuentran referencias a la Virgen María (Cfr. DE FIORES, S. 2008, p. 65-76). La Iglesia latinoamericana al difundirlas, colaboró en la formación de la imagen de la Virgen y que el pueblo latinoamericano asumió como propia.

El documento de Río de Janeiro (1955) cita a María en forma esporádica y sin relevancia teológica. Se habla de ella por primera vez en un inciso que dice: “confiado en el Santísimo Corazón de Jesús y en la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, Reina de América.” La segunda cita es criticada porque se orienta a la difusión de la “Obra del Apostolado del Mar, bajo la advocación de la Virgen María, Stella Maris” (CELAM, 1955).

El documento de Medellín (1968) solo alude a su protección en la presentación del documento y luego hay un “silencio inexplicable” sobre su figura  (CELAM, 1968).

En el documento de Puebla (1979) es presentada como “madre y modelo de la Iglesia;” destacando su figura de “mujer y madre,” que despierta el “corazón filial que duerme en todo hombre” (DP 295). Es la “pedagoga del Evangelio en América Latina” (DP 290). El documento reconoce a la “Iglesia familia que tiene por madre a la Madre de Dios” (DP 285). Se esboza su figura de “creyente y discípula perfecta que se abre a la palabra dejándose penetrar por su dinamismo” (DP 296). También se dice que es modelo de comunión, “entretejiendo una historia de amor con Cristo, íntima y santa verdaderamente única, que culmina en la gloria” (DP 292). Afirma que en María y en Cristo todos obtienen “los grandes rasgos de la verdadera imagen del hombre y la mujer” (DP 330).Y en la “hora de la nueva evangelización” y del nuevo Pentecostés, citando a Pablo VI, pide “que María sea en este camino “Estrella de la Evangelización siempre renovada”” (EN 81)” (DP 303).

El documento de Santo Domingo (1992) presenta a María como modelo de evangelización de la cultura. Afirma que ella “pertenece a la identidad cristiana de nuestros pueblos latinoamericanos,” siendo “modelo de vida para los consagrados y apoyos seguro de su fidelidad” (SD 283 y 85). La ubica en el papel de “protagonista de la historia por su libre cooperación, elevada a la máxima participación con Cristo.” Es la “primera redimida y creyente,” está presente en la piedad popular (SD 15 y 53). Al final del documento, hay una profesión de fe pidiendo “la protección de Nuestra Sra. de Guadalupe” (SD 104 y 289).

En el documento de Aparecida (2007), su figura es de “discípula misionera, formadora de discípulos misioneros.” Ante los problemas de América Latina y el Caribe se invita, a partir de Cristo y para identificarse con él, según el plan de salvación, emerge la figura de María (DA 41). Su rol es unificar y reconciliar a los pueblos por su “presencia materna indispensable y decisiva en la gestación de un pueblo de hijos y hermanos, discípulos y misioneros de su Hijo” (574 DA). Su figura se destaca siendo “la más perfecta discípula y el primer miembro de la comunidad de los creyentes en Cristo.” “Mujer libre y fuerte, conscientemente orientada al seguimiento de Cristo” (DA 266 y 269). “Espléndida imagen de configuración según el proyecto trinitario que se realiza en Cristo” (DA 141). “Seguidora más radical de Cristo y su magisterio,” por lo cual Benedicto XVI invita a “permanecer en la escuela de María” (DA 270). Siendo discípula entre los discípulos, colabora en la recuperación de la “dignidad de la mujer y su valor en la Iglesia.” Se compromete con “su realidad con voz profética” (DA 451) como el en Magnificat. Cuando se afronta el problema de la dignidad y participación de las mujeres en la vida de la comunidad, se toma a María como una referencia para “escuchar el clamor silenciado de las mujeres sometidas a la exclusión y a la violencia” (DA 454). Al final del documento, los obispos piden su “compañía siempre cercana, llena de compasión y de ternura” para que ella “nos enseñe a salir de nosotros mismos en camino de sacrificio, amor y servicio” (DA 453).

 1.6 María y la mujer

 “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva”(Gál 4, 4). Al contemplar el don singular que Dios hizo a María como la Madre del Señor, se evidencia en el testimonio de su vida, el respeto que tiene Dios por la mujer y su gran estima, al darle un lugar tan importante en la historia de la humanidad. “El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida” (LG 56).

Se interpreta aquí, que tanto la mujer como el hombre desobedecieron experimentando la lejanía del Creador, y

en María, Dios suscitó una personalidad femenina que supera en gran medida la condición ordinaria de la mujer, tal como se observa en la creación de Eva. La excelencia única de María en el mundo de la gracia y su perfección son fruto de la particular benevolencia que quiere elevar a todos, varones y mujeres, a la perfección moral y a la santidad propias de los hijos adoptivos de Dios. María es “bendita entre todas las mujeres,” sin embargo, en cierta medida, toda mujer participa de su sublime dignidad en el plan divino. (JUAN PABLO II, 1998, p. 44).

 Al elegir a María como la Madre del Redentor se está recreando y enriqueciendo la dignidad humana frágil y limitada, ya que ella es el punto de encuentro “entre la riqueza de la comunidad divina y la pobreza de su condición humana”. Así lo afirma la teóloga Lina Boff, basándose en la carta de san Pablo a los Corintios: “la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza.” (cfr. 2Cor 8,9). Los Padres de la Iglesia (Gregorio Nacianceno y los padres capadocios), a partir de esa frase, elaboraron la llamada “teología del intercambio” aplicándola de manera especial al misterio de la encarnación, donde María es el lugar donde se produce el intercambio admirable. En su cuerpo el Hijo de Dios tomó cuerpo humano con su carne y su sangre, y Jesús recibió la experiencia de su amor cotidiano al compartir la vida con sus limitaciones y fatigas durante muchos años (cfr. BOFF, Li., 2001, p.23).

El misterio de la encarnación enriquece la dignidad humana porque posibilita la elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo, que determina la finalidad tan profunda de la existencia de cada persona, tanto sobre la tierra como en la eternidad. Siguiendo este pensamiento, la mujer es la representante y arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidad que es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres (MD 4). Si se pierde de vista este hecho, surgen visiones erróneas que desprecian el papel de la mujer comparándola al varón, desvalorizando sus capacidades, poniéndola en una escala inferior. Es decir que el dualismo en el pensamiento, fruto de una concepción patriarcal, puede influir en la comprensión de la mujer idealizándola o desvalorizando su condición real. El desafío es describirla desde una antropología centrada en lo humano, realista, unificadora, pluridimensional, igualitaria y de compañerismo (Cfr. Johnson, E., 2005, p. 94).

La obra de Leonardo Boff, El Rostro materno de Dios: ensayo interdisciplinar sobre lo femenino y sus formas religiosas, (BOFF, L., 1979) aporta elementos para un análisis y discusión sobre la figura de María-mujer, persona histórica y objeto de fe. Es un primer ensayo de tratado mariológico adaptado a nuestro tiempo en el que se recuperan los datos de la tradición eclesial y rescata la importancia de la figura de María para los cristianos de hoy. Fue muy discutida su hipótesis sobre una relación hipostática entre María y el Espíritu Santo. Esta discusión lleva a que se sigan las interpretaciones que empujan a la mariología a una transformación radical, tanto en su estructura como en el contenido, el método, el lenguaje.

La figura de María manifiesta una estima tan grande de Dios por la mujer, que cualquier forma de discriminación queda sin fundamento teórico (…) Contemplando a la Madre del Señor, las mujeres podrán comprender mejor su dignidad y la grandeza de su misión. Pero también los hombres, a la luz de Virgen Madre, podrán tener una visión más completa y equilibrada de su identidad, de la familia, de la sociedad. (JUAN PABLO II, 1998, p. 45).

 El acontecimiento de la encarnación, en el cual el “Hijo, consubstancial al Padre,” hombre “nacido de mujer,” constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad (…) que tiene un carácter salvífico.” (MD 3). La mujer, entonces, se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico, ya que de una mujer, María, el Hijo de Dios se hace hombre, necesitando de su cuerpo, de su vida para nacer. Ella, como toda mujer, tiene la capacidad de engendrar, acogiendo en su cuerpo al nuevo ser. Constitutivamente su cuerpo está acondicionado para recibir la vida y acogerla en la interioridad. Colabora con su gestación, alimentándola con su sangre y distinguiendo su alteridad, es un ser distinto, aunque esté “dentro” de su cuerpo. Así, el cuerpo de la mujer es un “espacio abierto” que puede ser habitable y donde ella guarda, protege y alimenta a la criatura. En la formación de la nueva vida no es pasiva ni autosuficiente, necesita de un varón para su concepción. Vale decir que “el seno de la mujer es la primera morada de todo ser humano, sea varón o mujer” (PORCILE, T., 1995, p.188).

En María, la maternidad del Hijo de Dios es un don, fruto del Espíritu Santo y su vida se entiende desde ese misterio. El “espacio interior” donde se gesta la vida contiene características tales como: calidez, ternura, amor, paciencia, tiempos de fecundidad, donación de sí misma con riesgo de vida, capacidad de dar a luz y de sufrir. En su vientre vive el Dios vivo, el autor de la Vida en aquella mujer, criatura creada con la capacidad de engendrar y ser madre. “Desde el comienzo de la revelación la mujer está ligada a la generación de la vida, es considerada la madre de los vivientes, la madre de la vida, por eso conoce las condiciones que ésta exige en su lento germinar” (TEMPORELLI, M.C., 2008, p.45).

En Puebla se dice que “María es mujer (…) En ella Dios dignificó a la mujer en dimensiones insospechadas. En María el Evangelio penetró la feminidad, la redimió y exaltó (…). María es garantía de la grandeza femenina, muestra la forma específica de ser mujer, con esa vocación de ser alma, entrega que espiritualiza la carne y encarne el espíritu” (DP 299).

En el vientre de María se inaugura una nueva alianza con la humanidad, porque gracias a su fiat, el Hijo puede hacerse hombre y decir al Padre: “Me has formado un cuerpo. He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad” (cfr. Heb 10, 5-7). La virginidad y la maternidad coexisten en ella, al igual que su ser esposa e hija, por eso su figura es cercana a todo ser humano. María “es de nuestra estirpe”, “una verdadera hija de Eva,” y “verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición” (Cfr. MC 56).

María del Pilar Silveira, Facultad de Teología de la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, Venezuela. Texto original Español.

 2. Referencia Bibliográfica

BOFF, Lina. María na vida do povo. Ensaios de mariologia na ótica latino-americana e caribenha. Säo Paulo: Paulus, 2001, p. 23.

DE FIORES, S., MEO ELISEO TOURÓN, S. Nuevo Diccionario de Mariología. Madrid: Ediciones San Pablo, 2001, p. 1272-1304.

DE FIORES, S. “María discípula y misionera en el camino pastoral de América Latina.” En Luces para América Latina, compilado por la Pontificia Comisión para América Latina, 65-76. Roma: librería Editrice Vaticana 2008.

GONZÁLEZ DORADO, A. De María conquistadora a María liberadora. Madrid: ediciones Sal Térrea, 1988.

SILVEIRA, M. P. Mariología popular Latinoamericana. Fisonomía de la Mariología popular venezolana, Caracas: UCAB-Arquidiócesis de Mérida, 2013.

TEMPORELLI, M. C. María, mujer de Dios y de los pobres. Relectura de los dogmas marianos. Buenos Aires: Editorial San Pablo, 2008.

Para saber másBOFF, Leonardo. El Rostro materno de Dios: ensayo interdisciplinar sobre lo femenino y sus formas religiosas. San Pablo: Ediciones Paulinas, 1979.

CELAM. María, Madre de discípulos. Encuentro continental de pastoral mariana y congreso teológico pastoral-mariano. Bogotá: colección Quinta Conferencia, 2007.

CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO. Río de Janeiro Documento Conclusivo,  1955, http://www.celam.org/nueva/Celam/conferencia_rio.php (consultado el 7 de junio de 2014).

_________, Medellín. Documento Conclusivo. Montevideo: ed. Paulinas,  1968

_________, Conclusiones de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina. Montevideo: Ed. Paulinas, 1979, 285, 290, 292, 295, 296, 299, 303, 330.

__________, Santo Domingo. Documento Conclusivo. Montevideo: ed. Paulinas, 1992, 15, 85, 53,104, 283, 289.

_________, Aparecida. Documento Conclusivo. Bogotá: Centro de Publicaciones del CELAM, 2007, 41,141, 266, 269, 270, 451, 454, 524

DENZINGER, H. y HUNERMANN, P. El Magisterio de la Iglesia: Enchiridion Symbolorum Definitionume et Declarationum de rebus fidei et morum (ed. multilingüe). Barcelona: Herder, 2006, 251, 503, 2803.

JUAN PABLO II. La Virgen María. Madrid: ed. Palabra, 1998, p. 44-45.

________, Mulieris Dignitatem. Carta apostólica, Montevideo: Ed. Paulinas, 1988, 3-4.

JOHNSON, E.A. Verdadera hermana nuestra. Teología de María en la comunión de los santos. Barcelona: editorial Herder, 2005, p. 94.

NAPIÓRKOWSKI, S. “Ecumenismo.” En NDM. Madrid: Ediciones San Pablo, 2001, p. 644, 652, 654.

 PABLO VI. Marialis Cultus, Exhortación Apostólica. Montevideo: Ed. Paulinas, 1974, 56.

 PORCILE SANTISO, María Teresa. La mujer, espacio de salvación. Misión de la mujer en la Iglesia, una perspectiva antropológica. Madrid: Publicaciones Claretianas, 1995, p. 188.

 RAHNER, K. “Sobre el problema de la evolución del dogma.” En Escritos de teología, Vol. I.

 SCHÖKEL, L. A. La Biblia de Nuestro Pueblo. Bilbao: Ed. Mensajero, 2006.

VATICANO II. Documentos Conciliares. Constitución Dogmática Lumen Gentium, 56;  Decreto Unitatis redintegratio 11.  Buenos Aires: Ediciones Paulinas, 1988.

La historia de los vencidos, de los indígenas y afrodescendientes

Índice

1 Una Historia “vista desde abajo”

2 Por una historiografía en defensa de los “excluidos de la historia”

3 “Historia” indígena: memoria y etno-historia

4 Los afrodescendientes y sus territorios

5 Referencias bibliográficas

1 Una Historia “vista desde abajo”

En octubre de 2014, el Papa Francisco realizó un discurso histórico para los participantes del Encuentro mundial de los Movimiento Populares. Allí, se expresó sobre el “protagonismo histórico de los pobres” o de los “excluidos de la historia”:

“(…) ¡Los pobres no solo padecen la injusticia, sino también luchan contra ella! (…) Ustedes sienten que los pobres ya no esperan y quieren ser protagonistas, se organizan, estudian, trabajan, reclaman y, sobre todo, practican esa solidaridad tan especial que existe entre los que sufren, entre los pobres, y que nuestra civilización parece haber olvidado o, por lo menos, tiene muchas ganas de olvidar”.

De hecho, hace muy poco que la historiografía ha abordado estos “protagonistas anónimos de la historia” (VAINFAS, 2002). En 1988, la historiadora francesa Michelle Perrot reunió una serie de artículos escritos entre las décadas de 1970 y 1980 y produjo una obra bajo el título de Los excluidos de la historia. Mujeres, prisioneros y operarios eran considerados objetos fundamentales del análisis. De la misma forma, en 1985 fue publicado History from bellow: studies in popular protest and popular ideology (KRANTZ, 1988) que homenajeaba a George Rudé, uno de los historiadores pioneros en la investigación exhaustiva de las formas de protesta de trabajadores rurales y urbanos. Los autores buscaban afirmar la importancia de los individuos que permanecieron por décadas olvidados y levantaban los sistemas de valores y de costumbres identitarios, las solidaridades, conflictos existentes y sus diferencias, que así fueron cada vez más investigados. Se reinvindicaba un espacio que estaba inexplorado en la producción académica. Según Jim Sharpe, esta perspectiva atrajo de inmediato aquellos historiadores ansiosos por ampliar los límites de su disciplina, abrir nuevas áreas de investigación y, sobre todo, explorar las experiencias históricas de aquellos hombres y mujeres cuya experiencia es tan frecuentemente ignorada, tácitamente aceptada o mencionada apenas de pasada en la “corriente” de la historia (SHARPE, 1992, p.41)

Entre los historiadores de la Iglesia, especialmente en América Latina y el Caribe, este “objeto” de investigación – los “excluidos de la historia” – también ganó fuerza en los años 1970 con el proyecto de escribir una Historia de la Iglesia en América Latina “a partir del pueblo”, emprendimiento dirigido por Enrique Dussel y el equipo de CEHILA (Comisión de los Estudios en Historia de la Iglesia en América Latina). El criterio fundamental, el lugar hermenéutico por excelencia de la historia de la Iglesia, adoptado por este equipo era el “pobre”. Todo el juicio interpretativo de los hechos que manifiestan la realidad sobre la Iglesia se efectuaría desde su relación con su misión esencial: evangelizar a los pobres.

 2 Por una historiografía en defensa de los “excluidos de la historia”

El misionólogo Paulo Suess (1994), quien durante años fue miembro del equipo CEHILA-Brasil, presentó en un célebre artículo algunas exigencias para una “Historia de los Otros escrita por nosotros” y para una “Historia de los Otros contada por ellos”. Teniendo la categoría “alteridad” como punto central.

¿Quién es el otro? El otro aquí son, de hecho, los llamados “excluidos” no solo de la historia, sino muchas veces del propio sistema social. La categoría alteridad (el otro), separadamente, no es suficiente para caracterizar la cuestión. Para los pueblos indígenas, el colonizador también era otro. En este contexto, según Suess, no interesa el otro en sí, independientemente de su condición social, sino el otro en cuanto “excluidos de la historia”. Interesa la cuestión social en el interior de la cuestión cultural. La categoría de la alteridad acrescenta al “excluido” genérico algo esencial, su condición cultural que le confiere identidad y lo sitúa en el espacio geográfico y en el tiempo histórico. En la historia de la humanidad, alteridad es anterior a la exclusión social, aunque en la historia del individuo y de los grupos sociales ambos puedan coincidir.

Para Paulo Suess, al asumir el pasado de un pueblo o grupo social a partir de su perspectiva propia, la historiografía puede ser “buena noticia”, y así colabora con la viabilidad del proyecto de vida del respectivo grupo. Pero ella también puede transformarse en una “mala noticia” al reducir el pasado de este pueblo a una pre-historia, una etnografía o arqueología. El prejuicio de este procedimiento está en la reducción de esta perspectiva utópica o en el bloqueo total de lo inédito-viable del respectivo grupo. El pasado “nanico” se proyecta sobre el futuro. El pasado estrangulado ahoga el futuro.

Alteridad y exclusión de los colonizados no garantiza necesariamente el acceso correcto a la propia historia. La historia de un pueblo o grupo social, de una cierta forma, es siempre contada por otros, no solamente en la secuencia de las generaciones, diacrónicamente, sino también sincrónicamente. La historia del genocidio de los Nambikwara y Yanomani es contada por los sobrevivientes, por los otros, vecinos, testimonios que se hacen pasar por “voz de los sin voz”

Pero también el otro, al contar la historia de su propio pueblo, no escapa de la ambigüedad representativa, defensora e interesada del porta-voz. El otro puede ser dominador interno de su “tribu” o instrumento de dominación de las fuerzas externas. El otro puede ser representante apenas de sí mismo y no de su pueblo. La alteridad en sí no legitima el discurso historiográfico, como tampoco lo legitima la solidaridad en sí. También frente al otro/excluido es preciso preguntar en nombre de quién habla y cuáles son los intereses que representa. Lo referencial de la alteridad étnico-cultural (negro, indio, mestizo) no garante la “historia verdadera”. Tampoco el hecho de que alguien escriba sobre su propia clase social o la participación en el propio evento relatado garantiza la “verdadera historia”. Un guaraní no escribe la historia del pueblo guaraní necesariamente mejor que un no guaraní. De allí surge la cuestión: ¿qué es lo que un guaraní excluido precisa para ser un historiador confiable de la historia de su pueblo, si ni su etnicidad, ni su pobreza, ni su testimonio ocular proveen una garantía suficiente para tal emprendimiento? Él precisa, más allá de las herramientas heurísticas del historiador, responder con lealtad, perspicacia y astucia a la confianza y delegación de su pueblo. Lealtad significa devolución de aquella historia al pueblo que fortalece su proyecto histórico. La “verdadera” historia, en la perspectiva de una hermenéutica a partir del otro/excluido, es siempre aquella que, a partir del pasado, fortalece el proyecto histórico del respectivo pueblo y grupo social. El “proyecto de vida” provee la clave de lectura y articulación de las fuentes históricas. En estas condiciones, el guaraní excluido tiene muchas ventajas sobre el “intelectual orgánico”, comprometido con el lugar y la perspectiva del otro/excluido, sin participar realmente de sus condiciones de etnia. El compartir la vida concreta sobrepasa la inteligencia solidaria.

Como es sabido, la práctica del historiador no es una práctica neutra o meramente técnica. El historiador es un inventor y un agente de cambio. Como un escultor, el historiador tiene la posibilidad de esculpir estatuas de “piedra bruta” muy diferentes que surgen de las fuentes históricas. La Historiografía de defensa, al limpiar la historia “oficial” a contrapelo, es intencionalmente una historia antisemítica. Como un abogado que defiende a un “marginal” con los instrumentos del sistema central/dominante, también una historiografía de defensa puede defender los “excluidos” de la historia oficial en el interior de las estructuras y con los instrumentos del sistema historiográfico dominante.

Para que la historiografía solidaria pueda permanecer fiel a su propósito, sin doble lealtad, ella debe evaluar permanentemente – y no apenas presuponer – la simetría de su práctica y perspectiva profesional con el proyecto de vida de los otros y excluidos.

 3 “Historia” indígena: memoria y etno-historia

La historiografía solidaria precisa encontrarse con la etno-historia; el futuro historiográfico de estos “temas emergentes” está en la capacidad de levantar, acompañar y articular la multiplicidad de hechos contradictorios y proyectos de vida de nuestro continente pluriétnico. Una historiografía latinoamericana y caribeña defensora no puede imitar los patrones evolucionistas – de lo inferior a lo superior, del atraso al progreso, del nomadismo a las altas culturas -, ni reproducir dicotomías calcificadas (pre-historia X historia; mito X racionalidad; tiempo circular X tiempo linear) de la ilustración europea.

De esta manera, quien vaya a trabajar la etno-historia precisa estar atento a algunas condiciones fundamentales. Según Patrick Menget (1999), en Brasil, por ejemplo, en las tres últimas décadas la mayoría de las reivindicaciones indígenas estuvo orientada al principio a salvaguardar o recuperar los territorios de ocupación antigua o reciente. Para establecer el fundamento de estas reivindicaciones, el Estado ordena el levantamiento necesario sobre la duración de la posesión de tierras por los indios, pero los peritos se enfrentan con una dificultad inesperada, en la medida en que sus interlocutores no disponen de referencias cronológicas inmediatamente transponibles a nuestras historia. Para los indios, la entrada en nuestra historia representa, más allá de los choques tantas veces descriptos, la violencia de un despojamiento de su pasado frente a las versiones canónicas de la historia de los conquistadores. No existe ninguna posibilidad documental de escribir una “historia oficial” de los indígenas debido, en primer lugar, a la ausencia de los testimonios antiguos, y aun más porque las sociedades de la selva no fundan su razón de ser en una acumulación orientada de acontecimientos que parte de un punto de origen y llega hasta el presente, no estatifican su pasado de acuerdo con la orden de las sucesiones genealógicas y, en términos generales, no ordenan sus relatos de las cosas pasadas según una cronología, ni aun relativa. En estas sociedades, la relación con el pasado, es tradicionalmente muy distante de lo que llamamos “conciencia histórica”, aunque el desarrollo y la intensificación de las relaciones con la sociedad brasilera tengan suscitado una toma de conciencia creciente en relación a la historia que los rodea y a la categorización “étnica” que los particulariza. Lo que Terence Turner sostiene a propósito de los Kayapó, recientes protagonistas de los conflictos por las tierras, vale, en diversos grados, para el conjunto de los demás pueblos de la selva: “Si, originalmente, se veía su sociedad como una creación de tiempo mitológico, los Kayapó están aprendiendo a pensarse como agentes de su propia historia. Esta nueva visión no sustituye la antigua, pero coexiste con ella (…) (CUNHA & CASTRO, 1993, p.59).

De cualquier manera, según Menget, las características fundamentales de las sociedades indígenas, por oposición a la mayoría de los discursos vinculados a la luchas actuales por el reconocimiento del derecho a la existencia en el Estado-Nación moderno, apuntan hacia una historicidad distinta.

Si es verdad que el ejercicio de la reconstrucción de la historia indígena de acuerdo con los cánones de la historia documental y monumental es una necesidad política actual, y muchas veces la única respuesta honesta del investigador a una demanda de las comunidades indígenas, en lo esencial ella continúa siendo, mientras tanto, una reorganización de un máximo de elementos de la memoria de una sociedad de acuerdo con referencias externas y con una lógica que le es extraña, en la que el marco cronológico define, en y por la duración, el núcleo central de la identidad. Llamar de “historia indígena” tales productos es perfectamente legítimo y puede hasta reflejar fielmente la posición de ciertos líderes y de las comunidades excluidas, pero sirve apenas para cubrir la miseria en el caso que se trate de comprender el modo propio de organización de saber sobre el pasado en las culturas indígenas.

Podría ser tentador, a costas sin embargo de una violenta simplificación, reducir la memoria “cosmológica” o cosmogónica que el ritual actualiza y que los mitos no se cansan de repetir a los asuntos internos del grupo, y/o a las memorias “históricas”, o en vía de historización, las relaciones con la sociedad moderna que lo rodean: sería congelar la mitología en un corpus inalterable, una “biblia” indígena piamente escrita por el etno-historiador. De la misma manera como no existe, en realidad, dos sectores sin comunicación en economía mundial, también la economía narrativa no puede separar las historias de los primeros tiempos del relato de los acontecimientos recientemente vividos.

Los mitos están lejos de ser inmutables, sino que se transforman a medida que los indígenas extienden el círculo de sus relaciones y aumentan la intensidad y la violencia del contacto con los blancos, redefiniendo el lugar y el papel de ellos.

De esta forma, concluye Menget, es incontestablemente necesario para el ejercicio de los derechos legítimos de los indígenas, que los etno-historiadores les provean las armas para resistir. Pero hoy se pide también a los indígenas que se afirmen reescribiendo su pasado, como si su sobrevivencia, después de lo que para ellos fueron siglos de hierro y fuego, no fuese la prueba notable de su consolidación, de su resistencia y de su voluntad de vivir.

4 Los afrodescendientes y sus territorios

Para José Oscar Beozzo (1987), la presencia de las poblaciones negras en América Latina y el Caribe no configura apenas un hecho histórico a ser alineado al lado de otros, como la presencia indígena y la presencia europea. La transferencia forzada de millones de africanos para América bajo el régimen de trabajo esclavo, impuso un nuevo carácter a la formación social latinoamericana en diversas áreas, no apenas colonial, sino también esclavista. Los indios también conocieron el trabajo forzado y la esclavitud, pero no de la misma manera como sociedades enteras del Caribe, el sur de los Estados Unidos y Brasil, las cuales estuvieron organizadas a partir de la esclavitud africana, de su mantenimiento y reproducción como sociedades esclavistas.

Desde el punto de vista de una Historia del Cristianismo, no es lo mismo estudiar el anuncio evangélico a poblaciones indígenas, en la que misioneros luchaban por su libertad, y la forzada integración del negro esclavo en sociedades que se decían cristianas, donde las autoridades eclesiásticas y las propias órdenes religiosas, poseían y exploraban esclavos africanos. Para una Historia del Cristianismo en América Latina y el Caribe es, pues crucial abrir el debate teórico, metodológico, pero también práctico y pastoral sobre el pasado y el presente de las poblaciones de origen africana y de su experiencia religiosa en el interior de las comunidades cristianas, en la resistencia y el renacimiento de sus cultos, en el lento tejido de las mutuas influencias entre cristianismo y religiones africanas.

La incorporación del horizonte indígena y, en menor escala, del horizonte negro en la investigación de la Historia de la Iglesia, la aceptación de que aquí se forjó una religión fuertemente mestiza, simbolizada en la Virgen indígena de Guadalupe, en la Virgen morena de Luján, en Argentina, o en la Virgen negra de Aparecida, en Brasil, no resuelve cuestiones cruciales como el papel de la Iglesia en la integración de la mano de obra indígena y africana en el proceso productivo, o la coexistencia, en el proceso evangelizador, de la lucha por la libertad del indio y de la aceptación de la esclavización del africano, o aun la relación entre la dominación cultural blanca y cristiana y la sobrevivencia de los cultos indígenas y afro-americanos.

De este modo, a la par del renacimiento de los movimientos negros en la sociedad, del ímpetu de las religiones afro-brasileras, de multiplicar los estudios históricos y sociales sobre la esclavitud y sobre el negro en la sociedad, también renació en el seno de la Iglesia Católica la preocupación pastoral con este segmento numeroso, en conjunto, y mayoritario en lo sectores populares de la población. Ella brota tanto de las comunidades Eclesiásticas de Base (CEBs), en cuyo interior se pasó a debatir la situación religiosa y social del negro, como en los grupos de APNs (Agentes Pastorales Negros) organizados en parroquias y diócesis. A nivel regional y nacional, la CNBB (Conferencia Nacional de Obispos de Brasil) ha convocado encuentros y reuniones que han revelado lo necesario, aun así es un difícil camino de reconversión de la Iglesia de Brasil. Reconversión en dirección a estas mayorías silenciosas e históricamente oprimidas en una Iglesia racial y culturalmente europea en sus cuadros dirigentes y en su mentalidad. A pesar de esto, en los últimos años ha crecido mucho el número de obispos afrodescendientes que, anualmente, durante la Asamblea General de la CNBB, presiden y co-celebran una misa en memoria del pueblo negro

Más allá de esto, no podemos olvidar que también los afrodescendientes, como los indígenas, viene esforzándose para salvaguardar sus territorios tradicionales: los quilombos. En los estudios de las comunidades quilombolas por toda América, en sus tres continentes, se evidenció, apenas pusieron los pies en el Nuevo Mundo, africanos que conseguían huir hacia el interior, para los “sertões”, donde pasaron a convivir con las sociedades indígenas que habitaban las áreas en las que se establecían. Así como es discutido por Richard Price (1996), los que se recusaron a la esclavitud y a la pérdida de su condición de ser humano, al pasar a ser tratados como propiedades de alguien, buscaron y encontraron lugares que estuvieran en áreas que no fuesen disputadas ni por los indígenas y ni por los colonizadores. Así, buscaron construir barreras estructurales que impidieran el contacto de la sociedad esclavista con los agrupamientos que se formaron, pero no obstaculizaban sus contactos con los de las poblaciones urbanas o rurales. Las barreras estructurales eran naturales, tales como lugares inundados o con infección de malaria, sierras inclinadas, interiores de selvas cerradas, vanos y grutas, entre otros ambientes similares. Las barreras sociales eran lugares con ningún valor económico, y, por eso, abandonadas, por algún motivo, y que se convirtieron, de esta manera, en “tierra de nadie”. Cabe destacar que este proceso inicial de “alejamiento” fue transformando en proceso de “invisibilidad” durante el sistema esclavista y los quilombos pasaron a estar establecidos en las proximidades de las haciendas, villas y ciudades, según lo presenta Almeida (2002). Pero la barrera estructural permaneció como una estrategia recurrentemente actualizada.

Con el fin del sistema esclavista, muchos quilombos (mocambos o calhambos) recibieron un número considerable de libertos, propiciando la constitución de otros pequeños agrupamientos en área de su entorno por la existencia de tierra pública no ocupada (devoluta). De esta forma, los afrodescendientes constituyeron las comunidades que actualmente reinvindican el derecho constitucional de ser dependientes de los quilombos y tener sus territorios regularizados de forma estable.

Toda esta población afrodescendiente, que se invisibilizó y quedó invisible, permaneció y permanece luchando para mantener su libertad y dignidad humana, aun después de cien años de haber finalizado la esclavitud.

Sérgio Ricardo Coutinho. IESB. Texto original portugués.

 5 Referencias bibliográficas

 ALMEIDA, A. W. B. Os quilombos e as novas etnias. In: O’DWYER, E. C. (org). Quilombos: identidade étnica e territorialidade. Rio de Janeiro: Ed. FGV/ABA, 2002.

BEOZZO, J. O. As Américas Negras e a História da Igreja: questões metodológicas. In:

CEHILA (org). Escravidão Negra e História da Igreja na América Latina e no Caribe. Petrópolis: Vozes, 1987.

CUNHA, M. C. da; CASTRO, E. V. (org). Amazônia: etnologia e história indígena. São Paulo: NHI/USP, 1993.

Krantz, F. (org). A outra história: ideologia e protesto popular nos séculos XVII a XIX. Rio de Janeiro: Jorge Zahar, 1988.

MENGET, P. Entre memória e história. In: NOVAES, A. (org). A Outra Margem do Ocidente. São Paulo: Cia. das Letras, 1999.

PERROT, M. Os excluídos da história: operários, mulheres e prisioneiros. Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1988.

PRICE, R. Palmares como poderia ter sido. In: REIS, J. J.; GOMES, F. S. (orgs). Liberdade por um fio. História dos quilombos no Brasil. São Paulo: Cia. das Letras, 1996.

SHARPE, J. A História vista de baixo. In: BURKE, P. (org). A Escrita da História: novas perspectivas. São Paulo: UNESP, 1992.

SUESS, P. A história dos Outros escrita por nós: apontamentos para uma autocrítica da historiografia do cristianismo na América Latina. In: CEHILA (org). Vinte anos de produção historiográfica da CEHILA. Balanço crítico. In: Boletim CEHILA, São Paulo, n.47-48, mar/1994.

VAINFAS, R. Os Protagonistas Anônimos da História: Micro-história. Rio de Janeiro: Campus, 2002.

 Para saber más

 LEÓN-PORTILLA, Miguel. Visión de los vencidos, México: Ed. Universidad Nacional Autónoma de México, 2008.

RIVERA CUSICANQUI, Silvia. Oprimidos pero no vencidos: Luchas del campesinado aymara y qhechwa de Bolivia, 1900-1980. Genebra: UNRISD, 1986.

WACHTEL, Nathan. Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española 1530-1570. Madrid: Alianza editorial, 1971.

Religión cristiana del pueblo

Índice

1 Pluriformidad y transformación

2 Lo cristiano en la población

3 Discernimiento bíblico y teológico

4 Fe y energía teológica del pueblo

 En las Américas se constatan creencias plurales, festivales, éticas y procesos simbólicos. Al discernir cada realidad hay que apartarse de dicotomías (verdad/error, bueno/malo, etc.). Cada terminología tiene marcos teóricos e implicancias en la acción: cristianismo, catolicidad, fe y religión, espiritualidad, creencia de élite, devoción multitudinaria. El concepto de religión se refiere más a instituciones. La espiritualidad es atribuída más a movimientos eclesiales y también a vivencias más o menos autónomas.

Se trata pues de realidades heterogéneas y complejas, en las que se desenvuelven identidades, conflictos y aspiraciones. Son vivencias portadoras del sensus fidelium y de carismas del pueblo de Dios (LG 12). Con cordial admiración, y también de modo crítico e interdisciplinario, vale desentrañar procesos creyentes en la población latinoamericana. Cada ciencia tiene sus modos de entender lo religioso. Las teologías suelen distinguir la religión humana de la fe que responde a la Revelación. En 1979, los Obispos en Puebla indicaron que la religiosidad no sólo es “objeto de evangelización, sino que en cuanto contiene encarnada la Palabra de Dios” (n. 450) el pueblo se evangeliza a sí mismo; en el 2007, en Aparecida, nuestros Obispos advierten que si ella es devaluada “sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios” (n. 263).

Las vivencias de la población latinoamericana y caribeña manifiestan protagonismos del laicado, de la mujer, de gente sencilla. También muestran inculturaciones de la fe, de su interculturalidad, de autogestión teológica, de acentuación carismática. Los actuales comportamientos e imaginarios socio-espirituales provienen de varias matrices (del ámbito mestizo, urbano y rural, indígena, afro, migrante, y demás) y de procesos de transformación. Cuando la labor teológica dialoga con lo aportado por las ciencias, ella reconoce rasgos (de carácter regional y étnico, etáreo, femenino/masculino, socio/político, emocional, estético, confesional, y demás) que condicionan lo que es denominado religión.

Sin embargo, a menudo estas realidades son tratadas de modo instrumental (por grupos pudientes, por el clero, por personas fanáticas, por asociaciones laicas); ya sea para idealizarlas o para denigrarlas, o para sostener planes económico-culturales, clericales, políticos, nacionalistas. En medio de estas tensiones puede transparentarse (o puede ocultarse) lo genuinamente cristiano que está enraizado en el Evangelio.

El escenario es polifacético y transcendente:

“la religión, además de manifestarse en una multiplicidad de voces que la narran desde la experiencia y otras muchas que la estudian desde momentos y culturas distintas… se plasma en una diversidad de lenguajes que intentan en ocasiones comunicar la incomunicabilidad de la experiencia recurriendo al símbolo, al mito, al rito, a la doctrina…” (DIEZ DE VELASCO, GARCIA BAZAN, 2012, p. 11).

En las regiones cristianizadas, la gama de creencias y ritos (y sus transformaciones) interpelan la labor teológica y eclesial. Caben lecturas interdisciplinarias, y un rol específico de la teología. No se descartan paradojas ni preguntas abiertas. Lo simbólico, así como su entorno material y social tienen un sello polisémico que sobrepasa la explicación unidimensional. La fidelidad al Evangelio conlleva ver cuándo lo religioso es menos o más humanizador, y a fin de cuentas ver en qué medida hay continuidad o discontinuidad con la revelación divina. Cabe pues un discernimiento comunitario de mediaciones religiosas y de formas de fe, un discernir a la luz del amor primordial a Dios y al prójimo.

Por ejemplo, cabe examinar testimonios durante fiestas católicas: “pedimos una bendición que nos da la Virgen, entonces estamos viviendo tranquilos, sin problemas… Podría perder cualquier cosa menos mi fe… si queremos ir a un desarrollo, que haya espíritu colectivo de un pueblo” (IRARRAZAVAL, 1998, p. 165-6). Al superar problemas y aspirar al desarrollo, la fe del pueblo tiene pautas culturales y religiosas, que merecen confrontarse con el Evangelio solidario y escatológico. El criterio bíblico primordial es el desenvolvimiento del amor (y no la superioridad de tal o cual religión o forma de creer).

1 Pluriformidad y transformación

Se cuenta con estadísticas sobre mayorías católicas (aunque están disminuyendo), el auge evangélico/pentecostal en el siglo 20, un 10 a 20% de personas sin religión -que creen en Dios y no están afiliados a una religión o iglesia-, actitudes post-secularistas y consolidación de espiritualidades (1). Hay significativas diferencias dentro del catolicismo y entre las denominaciones cristianas. También es pluriforme la adhesión a Dios, la representación de Cristo, devoción a santos y creencia en milagros, la oración personal (mayormente fuera de servicios oficiales), y las inculturaciones en torno a la Virgen María (Guadalupe, y millares de cultos locales).

Todo esto suscita diversas interpretaciones: reconfiguración de lo sagrado; consumo de bienes religiosos de modo privado: “no interior das Igrejas a religião se invidualiza, vale cada vez mais a experiência e não a crença instituída” (BENEDETTI, 1998, p. 31); la cultura plural latinoamericana tiene como núcleo “el humanismo católico popular” (GALLI, 2014, p. 62); diversificación de opciones creyentes y espectro de fundamentalismos (característicos de la modernidad); re-encantamiento con Jesús y su iglesia. La interpretación esencialista (“síntesis mestiza” o “matriz católica”) no percibe numerosas fases y corrientes de inculturación de la fe.

La dinámica religiosa (de cada sector del pueblo y de las élites) es cambiante y ambivalente. La gama de formas de ética, mito, rito, asociación creyente, son relativamente autónomas de la cristiandad de origen nor-atlántico. Además, a nivel mundial se desenvuelve el marketing y el espectáculo neo-sagrado (oleadas de evangelismo, culto a ídolos en la música y el deporte, etc.). Aunque el “capitalismo tem funcionado como uma religião potente, mas não é capaz de verdadeira transcendência” (SILVA MOREIRA, 2012, p. 44). En términos generales hoy predomina la absolutización del individuo y el marketing de lo religioso. En las Américas interactúan las religiosidades; hay oleadas de sincretismo; y aumentan las corrientes de carácter carismático.

Pues bien, en estos terrenos complejos, la responsabilidad eclesial es asumida de varias maneras. Es reconocida la ambivalencia y hasta la violencia dentro de lo sagrado. Algunos intentan restaurar y renovar tradiciones. Muchos contribuyen para modernizar el cristianismo. Otros sectores hoy impulsan un discipulado misionero, con opción por gente postergada. Es palpable y agradecida la obra de Dios en la comunidad eclesial, y ésta abandona actitudes intolerantes. La fe cristiana “reconhece que a acão do Espírito é captada e deixa vestigios nas outras religiões, que de modo algum se reduzem ao alcance restrito de uma análise fenomenológica” (FRANCA MIRANDA, 1998, p. 98). Ya que nadie es propietario de la transcendencia, en diversas rutas humanas se encuentran huellas de Dios.

2 Lo cristiano en la población

En la conversación informal se ve como cristiano a quien trata bien a los demás (y en segundo plano se ubican parámetros sagrados). Con respecto a la religión popular, el Episcopado Latinoamericano (2) difunde elogios y mesuradas críticas. Medellín ha subrayado virtudes y carencias; Puebla indica la necesidad de re-evangelizarla y purificarla; Santo Domingo trata bien las culturas indígenas, afros, y mestizas; Aparecida recalca lugares de encuentro con Jesucristo entre los que señala la piedad del pueblo, y el “ser amigos de los pobres y solidarios con su destino” (DA 257). De varias maneras es apreciada la fe en Dios, Cristo y su Madre, y las expresiones católicas. Sin embargo, en muchos lugares el potencial evangelizador del pueblo es subordinado a la intervención pastoral (y a acatar enseñanzas oficiales).

Luego del acontecimiento de Aparecida, sobresale el discipulado misionero de todo el pueblo de Dios (y de nuevo se abren puertas a la piedad corriente). “La mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna en expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha, de fiesta” (FRANCISCO, EG 237); se trata de la alegría del Evangelio.

Aunque muchos suponen que lo religioso es una institución del pasado, de hecho las creencias y prácticas cambian incesantemente. Hay alteraciones en el cristianismo moderno, de ciudadanos racionales y pluralistas que, por ejemplo, no son sumisos a la moral y culto católico. La fe es vivida de acuerdo con el bienestar postmoderno (en devociones con soluciones inmediatas, y con ritos de caracter terapéutico). Por otra parte, persisten y se transforman las simbologías (en navidad y semana santa, en fiestas religiosas, en vínculos con los difuntos y con numerosos seres sagrados). Se reconfiguran identidades y asociaciones con rasgos cristianos.

¿Cómo es comprendido lo cristiano? Se solían privilegiar doctrinas y normas (lo cual es resistido por gran parte de las nuevas generaciones). Una mirada histórica saca a la luz dimensiones socio-políticas y el pluralismo cristiano. De un modo filosófico, se ha subrayado la identidad y el sentido de ser cristiano. Los aportes de diversas ciencias (con sus marcos teóricos, metodologías, hermenéuticas) son empleados por la teología y la acción eclesial. Esto permite superar posturas mono-culturales e impugnar el proselitismo fundamentalista.

En América Latina y el Caribe varias corrientes teológicas han estado atentas a la religión del pueblo, ya sea mediante la lectura culturalista, o bien la liberacionista o la pastoralista (cfr RIBEIRO, 1984, p. 224-5). A los esfuerzos científicos se ha sumado la comprensión teológica de los signos de los tiempos y el escudriñar el sensus fidelium a fin de entender espiritualidades concretas de la población.

Una clave de interpretación es observar que la fe cristiana se hace religión mediante lo católico en sentido amplio. “O ´catolicismo´… mais que outras estruturas no interior do cristianismo, pretende articular uma ´religião´ vivenciada pela ´fé´, uma ´fé´ que existe em forma de ´religião´” (SANCHIS, 209, p. 189). En las Américas la fe pluralmente religiosa también es hondamente comunitaria (en contraste con la globalizada privatización y el marketing de símbolos). Por una parte sobresale la catolicidad in-culturada, in-religionada, plural; y por otra parte es incipiente el ecumenismo, y el diálogo entre religiones y con la indiferencia. Los esfuerzos a favor de la justicia y la vida (y no sólo mediante textos y buenas intenciones) podrían transformar el ser latinomericano de acuerdo con el Espírtu presente en todo el universo.

3 Discernimiento bíblico y teológico

¿Qué elementos tiene un buen discernimiento de lo religioso? Hay que entenderlo a la luz de la palabra de Dios y la actual acción del Espíritu, y hay que retomar lineamientos eclesiales (en especial del Vaticano II, pautas dadas por el episcopado latinoamericano, iniciativas locales). También es necesario sintonizar con el sensus fidelium y la sabiduría de pueblos empobrecidos y sabios, y permitir que la labor científica interdisciplinaria vaya de la mano con el pensar con fe-esperanza-amor. No es una labor unidimensional, ni es funcional a una institución. Se trata de una labor complicada y siempre dispuesta a nuevas preguntas y búsquedas.

Lo religioso es confrontado con la práctica de Jesús y el movimiento del Espíritu. Jesús ha compartido la espiritualidad del pobre de su época (incluyendo oraciones en familia y peregrinaciones festivas); ha impugnado la violencia de la ley, el sábado, el templo, los funcionarios de la religión; ha desenmascarado la piadosa soberbia de quienes “no son como los demás” (Lc 18:11) y a maestros de la ley que “para disimular (robos) hacen largas oraciones” (Mc 12:38); y se ha alegrado de cómo los pequeños y no los sabios reciben la Revelación (Lc 10, Mt 11). En otras palabras, la salvación proviene de la misericordia de Dios y la solidaridad humana.

Cualquier religión es ambivalente y llena de trampas. Por eso hay que confrontarla con la primacía del amar (cfr Mt 12, Lc 10, 1 Cor 13) y en especial con la incondicional alianza de Dios con el pueblo pobre, con quien sufre y anhela vivir. Ante cada creencia y rito cabe preguntar ¿son mediaciones concretas en las que hoy se manifiesta el reinado amoroso de Dios y las bienaventuranzas del pobre (Mt 5, Lc 6)? ¿Existe una relación filial con el Abba de Jesús y su comunidad (Lc 11, Mt 6), y es solidario y eficaz el encuentro con Cristo presente en los postergados (Mt 25)?

Con respecto a la reflexión latinoamericana, ella ofrece criterios relevantes. La teología de pueblos originarios no separa lo sagrado de lo profano, sino más bien invoca y celebra poderes (como Pachamama, antepasados/as) que resuelven carencias y son biocéntricos. Las teologías afros resisten cualquier humillación, recalcan el omnipresente axé o fuerza vital, y cultivan la simbiosis con seres protectores. Las teologías feministas cuestionan ídolos androcéntricos, y reconocen a Dios en lo cotidiano. También las eco-espiritualidades ofrecen una comprensión holística de la salvación en el universo. Por otro lado, la teología mestiza e intercultural conjuga diversas tradiciones religiosas y -como otras corrientes creyentes- reconoce en María fuentes de vida sin barreras. Es decir, de varios modos la reflexión (generada en estas tierras del Sur) está en sintonía con iniciativas culturales-religiosas del pueblo.

La llamada teología del pueblo (desenvuelta en Colombia, Centroamérica, Argentina) exalta la fe popular. Por ejemplo, Lucio Gera anota que “nuestros pueblos han conservado en su religiosidad popular nada menos que la fe” (AZCUY, GALLI, GONZALEZ, 2006, 790). Desde su inicio la teología de liberación la ve con cariño y ojo crítico. Por ejemplo, Gustavo Gutierrez lamenta que ella siendo:

“incomprensible y despreciada por la mentalidad ilustrada y burguesa, sus representantes no se niegan sin embargo a manipularla para defender sus privilegios… Las experiencias religiosas del pueblo están también cargadas de valores de protesta, resistencia y liberación” y en otro lugar explica la “espiritualidad colectiva, eclesial, marcada por la religiosidad de un pueblo explotado y creyente… que se dirige al Señor con la confianza y espontaneidad del hijo que le habla al Padre y le cuenta su dolor y su esperanza” (GUTIERREZ, 1979, p. 353, GUTIERREZ, 1983, p. 46, 152).

Por otra parte crecen los desafíos tecno-científicos, comunicacionales, cibernéticos, con sus implicancias espirituales. El discernimiento se extiende a creencias y ritos seculares, ya que las nuevas generaciones encuentran a Dios (o le dan la espalda) a través de redes virtuales y sus místicas relacionales. En cualquier caso “internet contribuye cada vez más a construir la identidad religiosa de las personas” (SPADARO, 2014, p. 29). Se puede prever que surgirán desafíos inéditos, que obligan a repensar el factor religioso.

4 Fe y energía teológica del pueblo

En algunos ambientes la religión popular es considerada “mediación” de la salvación y hasta de la revelación cristiana. Esto carece de sustento bíblico y tampoco es verificado en la experiencia corriente. Por otro lado, la población está avasallada por religiones del individuo y del marketing de cosas y símbolos que aseguran felicidad. En estos contextos surgen preguntas sobre las señales de Dios en comportamientos y espiritualidades de una humanidad crucificada y resucitada.

Lo fundamental es cómo Jesús y la gran tradición eclesial abordan la existencia humana en el marco del amor a Dios y al prójimo. En este sentido es evaluada la religión popular. También es relevante la pneumatología, ya que la acción del Espíritu abre a la comunidad los contenidos de la Revelación (LG 12; GS 11). La actividad del Espíritu afecta “a la historia, pueblos, culturas, religiones” y se refiere a “Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu ” (JUAN PABLO II, RM 28-29). En otras palabras, la religión en-sí no sería la mediación. Más bien la atención va dirigida hacia la fidelidad al Evangelio y hacia señales del Espíritu en cada trayectoria humana (incluyendo la religión cristiana).

En el conjunto del pueblo de Dios el Espíritu mueve y sostiene el sentido de fe (sensus fidei), que es alimentado por la enseñanza de la Iglesia (cfr LG 12, 25, DV 8). A la reflexión sistemática le corresponde interactuar con la capacidad teológica del pueblo. Puede considerarse como espacio teológico la inteligencia de fe del pueblo (sensus fidelium). De este modo, la comunidad creyente, conducida por los pastores, ingresa a la verdad de Dios y la pone en práctica para el bien de todos. Esto no sacraliza a la religión popular, ni la convierte en mediación omnipotente. Más bien en ella hay indicadores claro/oscuros que son discernidos por la comunidad eclesial.

El Evangelio no es neutral: pequeños/as son preferidos/as del Reino y receptores/as de la Revelación. Esto reubica la koinonia eclesial en el pueblo, y también contribuye al intellectus fidei (que en sectores de teología latinoamericana es concebido como intellectus amoris). La Iglesia se va reubicando en el acontecer del pobre y es dinamizada por la cordial espiritualidad y teología de los postergados. Dado que persisten estructuras discriminatorias y clericales, sorprende la tenaz y honda inteligencia en todo el pueblo de Dios.

Ahora bien, en lo que suele llamarse religión popular hay mucho tejido eclesial y también de otras procedencias. Ello se desenvuelve, en América Latina, en espacios católicos, evangélicos, pentecostales, formas catalogadas como sincréticas, una gama de espiritualidades, y sectores sin afiliación religiosa. Por otra parte, lo católico tiende a ser plural y no-excluyente. Por ejemplo, se constata en regiones metropolitanas:

“a capacidade da Igreja Católica conviver com modalidades distintas de catolicismo. Essas modalidades de representacão asseguram que a Igreja pode abarcar um grande número de fiéis, pois contêm ofertas de sentido variadas e permitem diversas interpretacões simbólicas do ser católico” (GOMEZ DE SOUZA, 2002, p. 71).

¿Qué puede hacer cada lector/a de esta sección de la Theologica Latinoamericana? Al interior de la pluralidad del ser cristiano, y en los amplios terrenos de la religión popular, vale cultivar la disciplinada sintonía con conocimientos, espiritualidades, comportamientos del pueblo de Dios. Ello conlleva un análisis crítico de la forma en que la población encara cada día sufrimientos y esperanzas. Se trata de una interacción sapiencial y cordial, científica e interdisciplinaria y, sobretodo, cualitativamente creyente.

Diego Irarrazaval, Universidad Católica Silva Henriquez, Santiago do Chile. Original español.

5 Referencias Bibliográficas

AZCUY, V; GALLI, C; GONZALEZ, M. Presente y futuro de la teología en Argentina: homenaje a Lucio Gera. Buenos Aires: Agape, 2006.

DIEZ DE VELASCO, F; GARCIA BAZAN, F. El estudio de la religión. 2. ed. Madrid: Trotta, 2012.

BENEDETTI, L.R. A experiëncia no lugar da crenca. IN: DOS ANJOS, Marcio F. Experiëncia religiosa. Risco ou Aventura? Sao Paulo: Paulinas/SOTER, 1998, 13-32.

FRANCA MIRANDA, M. de. O cristianismo em face das religiöes. Sao Paulo: Loyola, 1998.

GALLI, C.M. Dios vive en la ciudad. Buenos Aires: Agape, 2014.

GOMEZ DE SOUZA, L.A. ET AL. (org.). Desafios do catolicismo na cidade. Sao Paulo: Paulus, 2002.

GUTIERREZ, G. La fuerza histórica de los pobres. Lima: CEP, 1979.

GUTIERREZ, G. Beber en su propio pozo. Lima: CEP, 1983.

IRARRAZAVAL, D. La fiesta: símbolo de libertad. Lima: CEP, 1998.

RIBEIRO, H. Religiosidade popular na teología latinoamericana. Sao Paulo: Paulinas, 1985.

SANCHIS, P. Perspectivas sociologicas sobre o catolicismo. IN: TEIXEIRA, F. MENEZES, R. (orgs.). Catolicismo Plural. Petropolis: Vozes, 2009, 181-206.

SILVA MOREIRA, A. da (org.). O capitalismo como religiäo Goiania: PUC, Goias, 2012.

SPADARO, A. La fe y el ambiente digital: nudos críticos y prospectivas. IN: Sociedad Argentina de Teologia, La transmisión de la fe en el mundo de las nuevas tecnologías. Buenos Aires: Agape, 2014, 21-44.

1 Véase R. de la Torre, C. Gutierrez, Atlas de la diversidad religiosa en Mexico. Mexico: CIESAS, 2007. F. Mallimaci (dir.), Encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina, Buenos Aires: FONCYT, 2008, y PUC/ADIMARK. Encuesta nacional bicentenario, Santiago: PUC, 2013, Disponibles en: www.sft.org.ar/2009/ARG, y www.encuestabicentenario.uc.cl/resultados2013/religionycreencias. Acceso julio 2014.

2 Véase II Conferencia General del Episcopado Latinomericano (Medellín, 1968), documento Pastoral Popular; III Conferencia (Pueblo, 1979), # 444-469; IV Conferencia (Santo Domingo, 1992), # 36-39, 243-251; V Conferencia (Aparecida, 2007), # 88-97, 258-265. En Evangelii Gaudium el Papa Francisco considera la religiosidad-mística-piedad del pueblo (# 68-70, 90, 122-126, 198, 237).

Concilios ecuménicos

Índice

1 ¿Qué son?

2 Historia

3 Ecumenicidad, las iglesias y la participación de los laicos

4 La Doctrina actual

5 Referencias bibliográficas

1 ¿Qué son?

La realización de las grandes asambleas de obispos es una práctica que atraviesa la historia milenaria de la Iglesia, animándola constantemente. Los concilios nacieron espontáneamente, influenciados por los modelos del sanedrín hebraico y del senado romano. Todo indica que los encuentros de los obispos de una misma región, sancionando la designación de un nuevo obispo realizada por la comunidad local a través de la consagración, están en el núcleo de esta praxis que ya germinaba desde el siglo II.

La periodicidad de los concilios no es regular, pudiendo dar la impresión de algo aleatorio. La razón de su convocación es la resolución de problemas doctrinarios, como el enfrentamiento de las herejías, la necesidad urgente de reformas, los desafíos a la autoridad de la iglesia o la reflexión y deliberación sobre otros temas significativos en determinados períodos históricos. Es en los concilios que la Iglesia reflexiona sobre sí misma, al volverse a las cuestiones que afectan su vida. En general, ellos marcan sus momentos más significativos de la vida eclesial. También se debe llevar en consideración su largo período de preparación y, principalmente, el de su aplicación y recepción (ALBERIGO, 1997, p.5). En todo concilio, la Iglesia estudia cómo resolver sus problemas, establece principios o normas, y organiza su implementación.

Con base en esta historia de la praxis conciliar, el papa Paulo VI, se dirigió a los participantes del Concilio Vaticano II diciendo:

A vosotros, Venerables Hermanos, pertenecerá indicarnos las medidas para purificar y rejuvenecer la faz de la santa Iglesia. Pero nuevamente os manifestamos nuestro propósito de favorecer tal reforma: ¡cuántas veces en los siglos pasados este intento aparece asociado a la historia de los Concilios! Pues que lo sea una vez más, y de esta vez no para extirpar en la Iglesia determinadas herejías y desórdenes generales que, gracias a Dios, ahora no existen, sino para infundir nuevo vigor espiritual al Cuerpo Místico de Cristo, como organización visible, purificándolo de los defectos de muchos de sus miembros y estimulándolo a nuevas virtudes (PAULO VI, 1964, n.22).

2 Historia

En los registros históricos, sínodo y concilio frecuentemente se refieren al mismo tipo de encuentro. La Iglesia Católica tiene una lista de 21 concilios considerados generales o ecuménicos. El concilio que con frecuencia aparece como modelo no forma parte de esta lista. Es el “Concilio de Jerusalén”, que reunió Pedro, Tiago, Paulo, Bernabé y otros en el año 49 o 50. Menos de dos décadas después de la resurrección de Jesús, los cristianos se depararon con la pregunta: ¿alguien debe ser judío para que pueda transformarse en cristiano? Algunos defendían con vehemencia que sí, otros que no. Para resolver la controversia, “decidieron que Paulo, Bernabé y algunos otros fueran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los apóstoles y los ancianos. Provistos y encaminados por la comunidad (…)” (At 15,2-3). Este procedimiento constantemente se repite. Líderes de diversos lugares se dirigen a un mismo lugar, como representantes de sus comunidades, para discutir un problema que afecta a todos en busca de soluciones.

Siglos más tarde, la controversia ariana, diseminada en Oriente, provocó el primer sínodo ecuménico de Nicea (325), que fue reconocido como el primer concilio ecuménico. Ése y los otros concilios ecuménicos, hasta el octavo en 869, fueron convocados por el emperador y tuvieron sus sesiones bajo la protección y vigilancia del Imperio Romano que se había transformado en cristiano. Sus decisiones se convirtieron en leyes imperiales. Durante el primer milenio emperadores y una emperatriz convocaron, y algunas veces presidieron, algunos concilios. La mayoría de las veces lo hicieron con el conocimiento y la bendición del papa. Generalmente, los obispos presidían las sesiones. El obispo de Roma no participó personalmente de ninguno de los primeros concilios, pero sus representantes gozaban de una posición de privilegio y subscribían en primer lugar las actas. En los cuatro primeros concilios ecuménicos fue formulada la doctrina trinitaria y cristológica. Ellos consolidaron y fortalecieron la fe de la Iglesia naciente en una relación dialéctica con la cultura clásica. Fueron comparados por San Gregorio Magno (†604) a los cuatro Evangelios, pero no fueron equiparados a ellos en autoridad (JEDIN, 1970, p.242).

De un modo general, los primeros concilios fueron convocados para establecer reglas doctrinarias orientadas a combatir herejías. Después del cisma de Oriente, en el siglo XI, los concilios generales se volvieron occidentales y papales. Eran convocados por el obispo de Roma, presididos personalmente por él o por sus representantes, y por él confirmados. Estos concilios generales se empeñaron en la reglamentación de la societas christiana de Occidente. Trento y Vaticano I optaron por defender el catolicismo romano de las tesis de los reformadores y de las amenazas de la cultura secularizada, generando sobre todo una teología anti, es decir, de oposición. Los dos concilios del Vaticano tienen énfasis bien distintos: el primero define la infalibilidad papal; el segundo se caracteriza por un destacado empeño pastoral, entendido como superación del largo período en el que la Iglesia se opuso a la sociedad y multiplicó condenas. El concilio Vaticano II se abstuvo no solo de las anatemas, sino también de la definiciones. Él prescindió del binomio doctrina-disciplina y buscó una actualización global de la Iglesia (aggiornamento) en respuesta a las señales de los tiempos y las grandes transformaciones de la sociedad contemporánea (ALBERIGO, 1997, p.7-8).

Algunos concilios retomaron temas o problemas abordados por el concilio anterior, buscando resolverlos enteramente. Los ocho primeros concilios, el de Nicea I (325) hasta Constantinopla IV (869-870), fueron convocados en una secuencia relativamente rápida, porque el credo y las afirmaciones fundamentales de la fe enunciados por un concilio frecuentemente levantaban nuevas cuestiones que no podían dejar de ser enfrentadas. Algunos concilios vinieron inmediatamente, uno después del otro, para abordar un mismo problema persistente. Cuatro concilios lateranenses fueron convocados en los años 1123, 1139, 1179 y 1215 para reformar la Iglesia (BELLITTO, 2010, p.15-6). En otras ocasiones, un concilio concluía los trabajos iniciados por el anterior, que por dificultades de las circunstancias no pudieron proseguir. Esta relativa continuidad existe entre los concilios Lateranense V y Trento, y entre Vaticano I y Vaticano II.

A primera vista, el hecho de que hayan existido 21 concilios nos da la impresión equivocada de que los concilios generales acostumbraban reunirse una vez cada    siglo, a lo largo de los dos mil años de historia del cristianismo. De hecho, la frecuencia con la que los concilios generales se reunieron fue esporádica o en bloque, con largos períodos de tiempo en el que ninguno de ellos se reunió. Los concilios generales podían durar apenas una semana, como el de Latrán II (1139), o hasta tres años y medio ininterrumpidos, como el de Constanza (1414-1418). Sin embargo, una duración mayor no significa necesariamente una mayor importancia o más realizaciones. El Concilio de Latrán IV duró apenas veinte días, y fue el más notable de los concilios medievales reformadores. El Concilio Vaticano II se reunió en total 281 días, divididos en cuatro temporadas de otoño. Sin embargo, como en todos los concilios, buena parte de los trabajos se dio en los bastidores, en las comisiones preparatorias antes o después de las sesiones plenarias. El Concilio de Latrán V se reunió por casi cinco años completos (1512-1517), aunque realizó muy poco (BELLITTO, 2010, p.25-6).

3 Ecumenicidad, las iglesias y la participación de los laicos

Técnicamente, un concilio ecuménico es aquel que reúne representantes de la Iglesia del mundo entero. Basados en esta definición, los siete primeros concilios principales son considerados ecuménicos, según se autodenominó el Concilio de Calcedonia en 451. A los siete primeros concilios, desde el de Nicea en 325 hasta Nicea II en 787, casi siempre comparecieron obispos de las partes orientales y occidental del Imperio Romano, en la época considerado el mundo entero, de donde viene el nombre “ecuménico”. Pero pocos obispos occidentales participaron. El concilio de Nicea I, por ejemplo, contó con la participación de 220 obispos, apenas algunos de ellos eran de Occidente. El Concilio de Constantinopla I (381) tuvo solamente obispos orientales. Estos fueron mayoritarios en los Concilios de Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553) y Constantinopla III (680-681).

Las iglesias ortodoxas consideran solo los primeros siete concilios como ecuménicos, al contrario de los 21 reconocidos por la Iglesia Católica como generales o ecuménicos. El Concilio de Latrán (1123), el primero después del cisma de Oriente, se autonombró general, pues ningún obispo oriental participó de él. Ya el concilio de Basilea-Florencia-Roma (1431-1445) se autonombró ecuménico, pues en esa ocasión los obispos occidentales y orientales trataron sobre la reunificación de la Iglesia (BELLITTO, 2010, p.22-3).

Los laicos participaron en los actos oficiales de numerosos concilios ecuménicos. El emperador Constantino abrió el Concilio de Nicea con un discurso en latín. Los comisarios imperiales vigilaron sobre la orden externa, de tutela del orden. Esta fue la función del emperador romano en los antiguos concilios. En la Edad Media y en el concilio de Trento, estuvieron presentes príncipes seculares o fueron representados por sus embajadores. Los laicos fueron los representantes de las potencias seculares, cuya colaboración aparece como necesaria para los trabajos que se refieren al orden público y a las materias mixtas. En el Vaticano I, no fueron realizadas invitaciones a los gobiernos.

Algunas cuestiones que vale la pena destacar: ¿los laicos, con base en el sacerdocio universal y en su colaboración con el apostolado, podrían o deberían ser al menos oídos sobre temas que les atañen, como apostolado de los laicos o el matrimonio? ¿Los laicos, una vez invitados, deberían ser admitidos como período o como miembros con derecho a voto? No existe un fundamento para que los laicos no puedan ser oídos en los temas que les interesan, como son oídos sacerdotes especialistas en teología o derecho canónico, mismo no siendo miembros del concilio con derecho a voto. Un paso para la solución fue dado por Paulo VI, al admitir laicos calificados como auditores en las Congregaciones Generales a partir de la II Sesión del Concilio Vaticano II.

Los concilios siempre celan por la unidad de la Iglesia, pero no siempre lo pudieron realizar. Al primer y cuarto concilio ecuménico le siguieron largas discusiones. Tanto el cisma de Oriente como la división de la Iglesia en el siglo XVI ocurrieron sin que los concilios lo pudieran impedir. En el Concilio de Lyon II y en el de Ferrara-Florencia, la unión con los orientales fue oficialmente restaurada, pero no se hizo efectivo porque en ambos casos se basaba en motivos políticos, sin que fueran vencidas las resistencias internas en la Iglesia griega. El Concilio de Trento no pudo ser un concilio de unión, pues cuando se reunió la ruptura eclesial ya era una realidad. Las negociaciones con los protestantes alemanes (1551-1552) mostraron que las concepciones sobre autoridad y estructura de los concilios ecuménicos eran muy divergentes. En la víspera del Concilio Vaticano I, el apelo de Pío IX a los protestantes para retornar a la Iglesia Católica fue rechazado. Al preparar el concilio Vaticano II, fue fundado un secretariado para la unión de los cristianos, con resultados positivos en el propio Concilio y en los pasos de reaproximación de las iglesias (JEDIN, 1970, p.249-50).

 4 La Doctrina actual

 Las principales tradiciones del cristianismo tienen concepciones diferentes sobre la autoridad conciliar, la organización interna del concilio y el efecto de sus decisiones. Como fue dicho, los cristianos ortodoxos solo reconocen los primeros siete concilios y tienen dificultades en admitir un nuevo sínodo pan-ortodoxo. La tradición occidental tiene posiciones oscilantes, tanto sobre los concilios pasados, como sobre un futuro concilio ecuménico. La tradición católico-romana acentuó la referencia al papa, sobre todo a partir de la alta Edad Media, a quien le cabe la dirección del concilio, incluyendo convocación, determinación del reglamento, funcionamiento diario, transferencia y finalización. El decorrer de la historia parece mostrar una progresiva reducción de la ecumenicidad de los concilios: de universales a occidentales, del primer para el segundo milenio; de los occidentales a los romanos, de la primera para la segunda mitad del segundo milenio (ALBERIGO, 1997, p.9). La reaproximación y el diálogo ecuménico a partir del Vaticano II puede resultar, en el futuro, en una reversión de esta tendencia.

En la Iglesia Católica, el papel de los concilios ecuménicos está relacionado al colegio de los obispos y su cabeza, es decir, al grupo estable y permanente formado por los obispos y su jefe, el obispo de Roma. Según el Concilio Vaticano II:

La naturaleza colegial de la orden episcopal, claramente comprobada por los concilios Ecuménicos celebrados en el transcurso de los siglos, se manifiesta ya en la disciplina primitiva, según el cual los obispos de todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la unidad, la caridad y la paz; y también en reunión de concilios, en los que se decidieron en común cosas importantes, después de ponderada la decisión por el parecer de muchos; el mismo es claramente demostrado por los Concilios Ecuménicos, celebrados en el transcurso de los siglos […] El supremo poder sobre la Iglesia universal que este colegio tiene, se ejerce solamente en el Concilio Ecuménico. Nunca se da un Concilio Ecuménico sin que sea como tal confirmado o por lo menos aceptado por el sucesor de Pedro; y es prerrogativa del Pontífice romano convocar estos Concilios, presidirlos y confirmarlos (LG n.22).

Los concilios ecuménicos guardan y desarrollan el depositum fidei. Este “precioso depósito” de la doctrina de la fe que fue confiado (1 Tm 6,20; 2 Tm 1,14), no es un simple catálogo de artículos o un inventario de cosas yuxtapuestas. Sino que, dada la naturaleza del mensaje de revelación y del acontecimiento salvífico de Cristo, se trata de la totalidad de las riquezas y de los bienes de la salvación entregados a la Iglesia. Ella comunica a los creyentes, actualizando sus contenidos con notable prudencia, con el fin de volver inteligible, creíbles y fecundo el patrimonio inmutable de esta verdad, al mismo tiempo en el que van al encuentro de las exigencias y de los interrogantes de los hombres y de los tiempos (POZZO, acceso en 21 dic 2014). Los concilios ecuménicos también adaptan el ejercicio del oficio sacerdotal y pastoral, bien como la legislación de la Iglesia a las diversas exigencias de los tiempos. Cuanto mayor sea esta adaptación tanto mayor será su eficacia e importancia histórica.

Con relación a su interpretación, la pérdida de los protocolos de los trabajos conciliares, en el caso de Nicea, la precariedad de los mismos en los concilios medievales, y mismo su larga indisponibilidad, en el caso del Concilio de Trento, fortalecieron una hermenéutica que prescindió del contexto histórico de las decisiones y también de la naturaleza del evento conciliar que las expresó. Hubo un encastillamiento en una interpretación jurídico-formal, por mucho tiempo patrocinada por la congregación romana responsable por los concilios (ALBERIGO, 1997, p.10). La asistencia del Espíritu Santo, sobre el cual se apoya la inerrancia del concilio ecuménico en cuestión de fe y de costumbres, no debe ser confundida con la inspiración de la Sagrada Escritura. Entre los teólogos se discute si esa asistencia debe ser entendida solo de modo negativo, como preservación del error, o como positiva cooperación. Esta última posición corresponde mejor al pensamiento de los antiguos concilios (JEDIN, 1970, p.248-50).

 Luís Corrêa Lima, SJ. PUC Rio. Texto original portugués.

 5 Referencias bibliográficas

 ALBERIGO, G. (org.). História dos concílios ecumênicos. São Paulo: Paulus, 1997.

BELLITTO, C. M. História dos 21 Concílios da Igreja: de Niceia ao Vaticano II. São Paulo: Loyola, 2010.

CONCÍLIO VATICANO II. Constituição dogmática lumen gentium sobre a igreja (LG). Roma, 1964. Disponível em: www.vatican.va. Acesso em: 21 dez 2014.

JUDIN, H. Concílio. In: FRIES, H. (org.). Dicionário de teologia: conceitos fundamentais da teologia atual. v. I. São Paulo: Loyola, 1970. p.242-51.

PAULO VI. Carta encíclica ecclesiam suam. Roma, 1964. Disponível em: www.vatican.va. Acesso em: 20 dez 2014.

POZZO, G. Depositum fidei. Disponível em: www.mercaba.org/VocTEO/D/depositum_fidei.htm. Acesso em: 21 dez 2014.

Cristianismo medieval

Índice

1 Significado histórico de “Cristianismo Medieval”

2 Circunscribiendo la cristiandad latina (siglos V-X)

2.1 La Ecclesia y la nueva situación de Occidente

2.2 El papel del monasticismo

2.3 La cristiandad carolingia

3 Circunscribiendo la cristiandad papal (siglos XI-XV)

3.1 El significado histórico de la afirmación del papado

3.2 El avance del poder papal

3.3 Las universidades y la escolástica medieval

3.4 El cristianismo y el disciplinamiento de la sociedad

3.4.1 Las cruzadas

3.4.2 El tribunal de la inquisición

4 Referencias bibliográficas

 1 Significado histórico de Cristianismo Medieval

 Ningún acontecimiento o característica particular nos autoriza a tomar como medieval, es decir, “como oposición o superación” de la antigüedad, el cristianismo que se desarrolló en Occidente después de la deposición del emperador romano Rómulo Augusto en 476. Desde el punto de vista político, las Iglesias de Occidente mantuvieron a partir de allí la misma tradición oriental de ser protegidas y, de cierto modo, gobernadas por la autoridad imperial romana y, a falta de ella, por los monarcas romanos-germánicos, haciendo repercutir históricamente el modelo social de la cristiandad (christianitas) definido después del llamado “giro constantiniano” del 313. Desde el punto de vista teológico, los debates alrededor de la naturaleza de Cristo y de su voluntad, el lugar y la acción del Espíritu Santo en la Trinidad y en la historia continuaron poblando la mente de los obispos orientales y occidentales, e inquietando a los gobernadores del Imperio que prosiguieron con la costumbre de convocar concilios ecuménicos y regionales, para buscar la paz y el consenso entre las muchas teologías de la Iglesia. Eso no impidió que los cambios profundos hayan marcado el futuro de esa historia como, por ejemplo, el gradual alejamiento cultural, teológico y disciplinario entre las iglesias orientales y las iglesias occidentales (entre los siglos V-XI), el surgimiento de las iglesias nacionales, con la formación de los reinos bárbaros (siglos V-VI), la ascensión del papado como centro del gobierno eclesial dispuesto a ocupar el punto más alto de autoridad en la Ecclesia (siglos V-XI), la intensificación de los sistemas de persecución de los desvíos dogmáticos y morales que de a poco fueron asumiendo características siempre más sociales y políticas (siglos VIII-XIV), y atrayendo para sí un significado histórico de primera grandeza en el Occidente latino.

 2 Circunscribiendo la cristiandad latina (siglos V-X)

 2.1 La Ecclesia y la nueva situación de Occidente

 En el siglo V, el mundo romano vivenció un giro importante en su historia con consecuencias considerables para la historia del cristianismo: poblaciones extranjeras, que los romanos llamaban de bárbaras (godos, burgundies, suevos y vándalos), se instalaron definitivamente en las regiones occidentales del imperio (GEARY, 2005). Probablemente estas poblaciones no eran cristianas antes de su entrada en el territorio romano y el proceso de cristianización de esos pueblos es bastante amplio y complejo, marcado, a grosso modo, por una adopción colectiva del cristianismo, ocurrida como parte de la instauración de los llamados reinos federados (o romano-germánicos), es decir, substitutos de la autoridad romana en las provincias occidentales (DUMÉZIL, 2005, p.143-64). Por lo tanto, se trataba de un acto político realizado a partir de la decisión de los gobernantes bárbaros y extensible a las poblaciones que reconocían su autoridad (WICKHAM, 2013, p.118-9). Mientras los ciudadanos del imperio en Occidente profesaban la fe defendida por los concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Caledonia (451), las poblaciones bárbaras adoptaron otro tipo de cristianismo, definido en los concilios regionales de Seleucia y Rimini en 359, cuya doctrina fue llamada de forma peyorativa de “ariana” porque, según sus críticos, se trataba todavía de defender la subtalternidad de Cristo en relación al Padre, premisa defendida por Ário de Alejandría y rechazada por el Concilio de Nicea. No obstante, para los bárbaros la cuestión no era el dogma, sino la construcción de una identidad colectiva para grupos multiétnicos, como los godos y los vándalos, que encontraron en el cristianismo una forma de afirmarse como comunidad diferente de los romanos.

Así, mientras el episcopado latino (niceno) veía a los bárbaros como “arianos”, es decir, herejes, los bárbaros veían a los cristianos nicenos (latinos) como romanos: dos posturas, dos tipos de iglesia (FRIGHETTO, 2010, p.114-30). Los reinos romano-germánicos instalados en Occidente poseían una jerarquía eclesiástica particular formando iglesias propias, nacionales, que se identificaban con las poblaciones bárbaras y era defendida por ellas como marca de su identidad comunitaria. Con excepción de los vándalos en el Norte de África, los cristianos que se llamaban de arianos no acostumbraban entrar en conflicto o intimidar a los cristianos nicenos, con quienes convivían en las mismas ciudades, no destituían a los obispos nicenos, no confiscaban sus bienes y mucho menos pretendían convertir a los latinos, actitud muy practicada por éstos. El episcopado latino (niceno) principalmente buscó influenciar los mecanismos de gobiernos de estos reyes que, a pesar de no ser nicenos, pretendían adoptar la tradición política romana y, por ello, vieron en el episcopado latino un vector importante de romanización. Tal demanda suscitó una alianza entre el gobierno y la fe, aunque con características diferentes de la alianza de los tiempos de Teodosio I (380). En Oriente, el jefe visible de la Iglesia era el emperador pero en Occidente, sin autoridad imperial desde 476, este cargo quedó vacío, pues los reyes al no tener fe nicena, eran legalmente heréticos y, en este sentido, no podían ser vistos por los obispos en la misma condición de los emperadores. Así, el episcopado católico latino tomó para sí la misión de evangelizar a los reyes y enseñarles a gobernar. Entre todos los obispos, el de Roma asumió un puesto destacado.

El hecho de existir en Occidente apenas una Sede apostólica, la de Roma, elevó la autoridad de su obispo a una posición única entre los obispos de las diversas iglesias que, a pesar de ser latinas, todavía no se reconocían como dependientes de una tradición romano-papal, como es el caso de la iglesia ibérica o de la iglesia norte-africana. La situación era un poco diversa en las Galias donde, debido a la política, el emperador Valentiniano III en 444 vinculó la iglesia galicana a la iglesia de Roma, haciendo que sus obispos obedezcan a todas las leyes canónicas sancionadas por el papa, a aceptar las advertencias que él fuera a realizar, pudiendo inclusive ser castigados políticamente si el papa los denunciase al gobernador de la provincia.

En 595, cuando el papa Gregorio Magno envió cuarenta monjes romanos al reino de Kent (sur de la actual Inglaterra), aún pagano, con la misión de convertir al rey Etelberto y fundar la iglesia en el reino (597), vinculó jurídicamente aquella iglesia, comandada por Agustín de Cantuaria, su antiguo colaborador en Roma, a la autoridad papal. La marca de esta dependencia, inédita en la historia de la Iglesia, quedó evidente en el rito de concesión papal del palio pastoral al obispo primaz de Cantuaria. Este gesto sería repetido con otro monje-obispo misionario, Bonifacio (673-754) que, bajo las órdenes de otro papa llamado Gregorio (Gregorio II, papa desde 715 hasta 731), tomó a pecho la evangelización de las áreas germánicas de Sajonia, Hesse y Bavaria: una evangelización difícil, violenta e impuesta que llevó al paroxismo la tendencia de los reinos bárbaros de ser convertidos junto con sus reyes (BROWN, 1999, p.273). La entrega del palio, que marcaba la extensión de la autoridad papal sobre las iglesias de misión, fue después obligatoria para todos los obispos metropolitanos.

2.2 El papel del monasticismo

Los monjes y sus monasterios se transformaron en los principales vectores de la evangelización de Occidente porque supieron adaptar el cristianismo a las regiones no romanizadas. En primer lugar, es necesario tener presente que la implantación primitiva de las comunidades cristianas siempre dependió del sistema administrativo romano de las civitates (ciudades): este presupuesto era muy difícil que existiera en áreas no romanizadas o en regiones del norte de Europa, donde no había ciudades o donde ellas eran muy raras. Además de ser necesario que existiera una ciudad para que hubiese un obispo, los monasterios podían ser construidos en regiones yermas, con o sin población previa, con o sin sistema político definido, propiedades y jerarquías eclesiásticas. En este sentido, los monasterios siempre fueron más plásticos más adaptables a los más diversos ambientes, dado que el monasticismo en sí mismo, no es considerado una institución, sino un modo de vida, más aun en una región de fuerte predominancia de comunidades rurales de pequeñas proporciones o frente a la existencia de un sistema de clanes o tribal, como era el caso de Irlanda en el siglo V (DUMÉZIL, 2006, p.58). Los monasterios se adaptaban a toda suerte de ambientes y, en todos ellos, establecían iglesias y ofrecían los sacramentos y la predicación, reproduciendo así aquello que antes apenas la ecclesia mater del obispo presente en una ciudad era capaz de ofrecerlos.

Recordemos también que el monasticismo de Occidente, inspirado en el modelo oriental, concebía su forma de vida a partir de una profunda ascesis que se traducía, muchas veces, en el enfrentamiento concreto de los peligros y desafíos que las regiones más inhóspitas y las poblaciones aun no cristianizadas tenían para ofrecer. No podemos interpretar la fuga mundi, uno de los grandes temas de la vida monástica, como un desinterés por el mundo en cuanto campo de acción de la vida espiritual. Los monasterios jamás fueron cerrados a la sociedad que lo circundaba y, a partir de la experiencia cenobítica propuesta por la Regla de San Benito de Nursia (480-543), siempre se presentaban como escuelas de servicio del Señor, tanto para aquel que con vocación llegaba al monasterio, como para los habitantes de las proximidades.

Mientras la iglesia episcopal, implantada solamente en las ciudades, constituía un espacio público de culto, los monasterios podían ser construidos por particulares en propiedades privadas, lo que, por un lado, abría la posibilidad de que existan tantos monasterios como benefactores existieran y, de otro lado, asociaba el monasterio al patrimonio de una familia que buscaba, por medio de su construcción, vincularse a un capital espiritual inagotable, proporcionar la existencia de un lugar de memoria para los parientes allí sepultados, así como encontrar un futuro para los hijos e hijas que no hubieran conseguido buenos casamientos: el monasterio reproducía el status aristocrático de la familia (LE JAN, 2006, p.56-82). La Regla de Benito, por ejemplo, valorizaba la práctica de donación de hijos pequeños al monasterio (los oblatos), junto con la donación monetaria o patrimonial que aseguraba su educación, lo cual transformó a las abadías en verdaderas casas aristocráticas. De este modo, el cenobitismo de observación benedictina correspondía adecuadamente a las características nobiliarias de las sociedades romano-bárbaras que se desarrollaron en Occidente entre los siglos V-VIII. Esto constituye una explicación importante del éxito de la vida de monasterio en Occidente en el proceso de cristianización, en la medida en que el avance del evangelio fue interpretado como el avance de las estructuras socio-políticas de los reinos romanos-germánicos simultáneamente.

En las regiones germánicas que no habían conocido la romanización y urbanización, las comunidades cristianas fundadas allí a partir del siglo VII, dependían exclusivamente de la acción de los monjes como San Bonifacio, quienes al construir monasterios como base primaria del inicio de la evangelización, dieron origen a verdaderas ciudades construidas exclusivamente sobre la tradición cristiana y según un presupuesto cristiano. Esto fue así porque los monasterios de matriz benedictina se organizaron como núcleos autónomos de producción de bienes, miniaturizando y adaptando el sistema urbano en los límites del claustro y desde allí hacia las proximidades, siendo importantes en la reproducción de los sistemas socio-políticos del Occidente cristiano.

Como vimos, Bonifacio estaba investido de autoridad misionaria conferida por el papa de Roma y era militarmente protegido por las armas del reino franco. No obstante, la comunión de intereses entre los monjes misionarios de San Bonifacio, la Sede papal y el poder carolingio fueron las que dieron vigor al modelo de la cristiandad latina, teniendo su centro espiritual en Roma y su centro político en Galia. A pesar de que la acción de los carolingios, que instauraron un imperio cristiano en Occidente bajo las bendiciones de los sucesores de San Pedro, haya abarcado una reforma social mediante una reforma completa del clero, ellos contaban con el apoyo irrestricto de los monjes, como una falange heróica de misioneros contemplativos que, en el caso de la evangelización de Frisia (actual Holanda), hizo revivir el antiguo espíritu martirial de los orígenes. De hecho, entre los siglos VII-IX los monasterios fueron, de hecho, los centros intelectuales de la cristiandad latina, pues los carolingios, incluyendo allí a sus ideólogos, entendían que el imperio cristiano no era apenas un imperio de armas, sino de palabra y, sobre todo, de la Palabra en el sentido evangélico.

Los monasterios se transformaron en talleres de manuscritos, de gramática, de arte, de pensamiento. Allí estudiaban los funcionarios de la burocracia imperial que, después, fundarían las escuelas catedrales (siglo IX) y, posteriormente, las facultades que dieron origen al sistema universitario occidental (siglo XII). Esto no significó que los monjes se hubieran apropiado de la cultura escrita, patrimonio universal, e impedido que los laicos se aproximaran a ella; al contrario, la cultura romano-bárbara, propia del período carolingio, segmentaba la sociedad en categorías casi profesionales, reservando para los contemplativos el oficio de las letras, para los aristócratas laicos, el oficio de las armas y para los no aristócratas, los restantes trabajos manuales. Así, debemos a los monasterios gran parte de toda la cultura cristiana de Occidente, incluyendo el arte, la filosofía y el pensamiento político.

2.3 La cristiandad carolingia

La dinastía carolingia debe su nombre a Carlos Martel (686-741), abuelo de Carlomagno (747?-814) y padre de Pepino III (715-768): Carlos dio origen a la familia aristocrática que promovió un golpe de Estado (WICKHAM, 2013, p.472) en el reino franco en 751, deponiendo al rey merovingio Childerico III. Este golpe contó con el aval y la connivencia del obispo de Roma, el papa Zacarías (741-752), y con sus sucesores inmediatos que, uno a uno, fueron aprobando y otorgando privilegios a la nueva familia reinante: los papas concedieron a los carolingios el título de reyes, los ungieron, los coronaron, los hicieron emperadores de todo Occidente, implementaron con ellos un proyecto que debía transformar todo el territorio occidental en una sola cristiandad, capaz de rivalizar y suplantar la cristiandad de Oriente, que en aquella época era gobernada por los emperadores iconoclastas. La unión del papado con los carolingios tuvo una terrible importancia en el futuro de la historia de la Iglesia: por un lado, ratificó el golpe de Estado, transformándolo en voluntad de Dios; por el otro lado, protegió al papado de las embestidas de los reyes lombardos que insistían en no reconocer la superioridad política de los papas de la península italiana. Esta época marcó el inicio decisivo de un camino institucional que elevó a los obispos de Roma a la calidad de soberanos pontífices, proceso que demoró siglos y que exigió un gran esfuerzo. Pero, en el siglo VIII, la autoridad apostólica de la Sede de Roma, reconocida por todas las iglesias del Occidente, aún no poseía la supremacía de los papas sobre los obispos o sobre los reyes.

Así, la cristiandad que vemos en este período debe llamarse de forma más apropiada de carolingia o franca porque sus fronteras aún coincidían con las del reino franco-carolingio. De hecho, los ideólogos del poder real, incluyendo allí a los clérigos de la cepa de Alcuino de York (735-804) y Teodulfo de Orleans (750-821), bien como los diversos concilios y sínodos episcopales, como el de Frankfurt de 794, insistían en tomar como sinónimos los términos ecclesia (iglesia) e imperium (imperio) (DE JONG, 2003, p.1255). No obstante, este hecho cuadraba bien con la propuesta de dominación política de Carlomagno, quien promovió una aproximación entre su reino y el del antiguo Israel, gobernado por David, Salomón y Josías, tres figuras que aparecen siempre citadas en los documentos emanados de la corte real y representados en las iglesias de sus palacios. En el fondo, se esperaba que el reino de los francos superara al de los israelitas del Antiguo Testamento porque constituía el reino de Cristo y, por lo tanto, era universal y escatológico. Dentro de esta perspectiva, las acciones políticas y militares de Carlomagno, y después de Luis el Piadoso (778-840), fueron emprendidas e interpretadas con el mote veterotestamentario del exterminio de los enemigos de Dios, ahora identificados como los musulmanes, los paganos y todo tipo de herejes.

Por tratarse de un imperio-iglesia, las celebraciones litúrgicas, bien como las definiciones doctrinales, asumían un puesto de primera importancia y preocupaban mucho a los emperadores carolingios, al final eran las oraciones las que mantenían la invencibilidad del reino y la expansión de la fe. En el siglo IX, se encontraban en el territorio franco los más brillantes liturgistas, los teólogos de renombre con sus escuelas monásticas o episcopales. La corte de Carlomagno en Aix-la-chapelle, justamente llamada de sacrum palatium, era vista por los obispos de Occidente como el centro de la perfecta liturgia, modelo para las otras iglesias particulares. Fue uno de los monasterios de Carlos del que tal vez haya salido la mayor reforma de la misa latina, pues se mezclaban, adaptándolas, las liturgias galicana y romana, en una síntesis que pasó a definir el misal romano, desde entonces transformado en universal en el imperio, y que puso fin al misal galicano que rápidamente cayó en desuso.

A pesar de reconocer que, sin los papas, los carolingios no hubieran llegado tan lejos, ellos sabían bien que la cristiandad que formaban era completa en ella misma, por cuenta de la fraternidad entre los obispos y reyes. En esta época, tanto los obispos como los reyes sabían bien que el poder de las llaves dado a Pedro por Jesús, conforme el evangelio de Mateo, capítulo 16, era extensible al poder episcopal como untado y que los papas de Roma aún no tenían la exclusividad en ese campo (DE JONG, 2003). Así es como el concilio de Frankfurt de 794 invalidó para Occidente los efectos del segundo concilio de Nicea (787) que, presidido por una mujer, la emperatriz Irene, puso fin al cisma iconoclasta; tal era la autoridad del episcopado carolingio que, aún cuando el papa de Roma hubiera sido considerado legítimo y ecuménico, fue obligado a tergiversar y encontrar un punto de equilibrio entre las dos eclesiologías. No obstante, la iglesia carolingia al negar la posibilidad de conferir a los íconos una reverencia desmezurada, como pretendía el II Concilio de Nicea, buscaba asegurar que tanto el sacramento eucarístico cuanto el propio ministerio episcopal no perdiera el papel exclusivo de los mediadores entre Dios y los hombres. En este momento, fue el episcopado comandado por Carlomagno quien mantuvo a la Iglesia latina en la tradición de Gregorio Magno, para quien las imágenes e íconos eran vehículos de enseñanza doctrinal y moral y no objetos de veneración por sí mismo. La fuerte idea de que el imperio cristiano mantenía la integridad de la fe dio a los clérigos y fieles la impresión de que vivían, de hecho, en el reino de Cristo y que ese reino ahora se aproximaba.

Por más cristiano que el imperio Carolingio fuera, permanecía el hecho de que, teológicamente, la ecclesia poseía una naturaleza diferente de la del reino terrenal, nacido, según el Génesis, después del pecado de Adán; la ecclesia, a juzgar por la literatura patrística, como el Pastor de Hermas, antecedía a la creación del mundo. No obstante, la conciencia de los obispos del período carolingio y post-carolingio fue gradualmente aumentando la reflexión sobre los límites del poder regio sobre la noción misma de la iglesia y, con eso, tenemos el surgimiento de las inflexiones eclesiológicas en nuevas bases. No es que el episcopado y, con él, el papado fueran ya suficientemente fuertes al punto de negar a los reyes y príncipes el lugar fundamental en el concepto de ecclesia, sino que ya no querían permitir que el papel desempeñado por ellos sirviera para disminuir el poder de los obispos, bien como el tamaño de sus bienes, frecuentemente utilizados para las necesidades de los propios reyes.

3 Circunscribiendo la cristiandad papal (siglos XI-XV)

3.1 El significado histórico de la afirmación del papado

 Entre los más frecuentes estereotipos de la llamada Edad Media se encuentra aquel relativo al poder temporal de los papas. Se piensa que hayan sido hombres todo poderosos capaces de someter reyes y emperadores e instaurar el orden social en los momentos de crisis, cuando reyes y emperadores, por motivos torpes, no eran capaces de cumplir su papel. Tales estereotipos encontraban el aval de importantes historiadores, en la medida en que, en el siglo XX, muchos de ellos vieron en el papado medieval el inicio del orden político-estatal que marcó, inclusive, el fin de la Edad Media y comienzo de la modernidad (RUST, 2014). La época de los papas estadistas, monarcas sacerdotales indiscutibles, parece hoy más el producto de un mito historiográfico moderno que un hecho social instaurado en la época que estamos tratando. No es que los papas no hayan ejercido una amplia y estable autoridad más allá de los límites de la diócesis de Roma y de sus iglesias suburbicarias, sino que debemos distinguir los diferentes niveles y significados del primado romano a lo largo de la historia.

 3.2 El avance del poder papal

 Diversos documentos históricos nos llevan a ver que, a partir del siglo XI, los papas comenzaron a reivindicar mayor reconocimiento de su poder temporal. Esta actitud formó parte de un movimiento clerical, intelectual y monástico que, de a poco, comenzó a querer revertir las reglas del juego, buscando que el papado surgiese como único poder capaz de gobernar legítima y eficazmente la cristiandad. El desenlace de esta historia fue conocido, desde por lo menos la obra de Augustin Fliche (1924), como “Reforma Gregoriana”. Se dice que la reforma promovida por los papas del siglo XI fue responsable por la liberación de la Iglesia de la influencia de los señores laicos que, por la fuerza de su propia condición, no podían interferir en los asuntos eclesiásticos sin desvirtuarlos y degenerarlos. Se dice también que la reforma moralizó al clero, afirmó el celibato, excluyó los clérigos casados e instituyó la vida en comunidad como estado ideal para los padres. Se dice que la reforma volvió a los papas independientes de las presiones imperiales e impidió a los emperadores imponer su candidato durante el cónclave.

De hecho, sabemos que hubo una tendencia disciplinar y espiritual, de carácter reformador, que cuestionaba la moral de los clérigos y la situación de la iglesia. Pero esta tendencia nunca fue controlada únicamente por los papas ni por los clérigos aliados a ellos. Entre los que fueron elegidos papas por la influencia de los emperadores y después depuestos por papas opositores como Clemente III (1029-1100) y Gregorio VIII (✝1137), existían muchos clérigos que defendían las mismas ideas morales de León IX (1002-1054) y Gregorio VII (1020-1085) como el fin de las investiduras, el celibato obligatorio y el combate a la simonía. Los monjes y eclesiásticos que profesaban la reforma de la Iglesia convivían también con grandes sectores del laicado que defendían los mismos valores y exigían una purificación de la cristiandad. Con eso, decimos que la renovación espiritual no opuso clérigos sedientos de santidad y laicos corruptos por el mundo. Éstos nunca fueron obstáculos para la reforma, sino más bien, grandes entusiastas: en otras palabras, no fueron víctimas de la reforma, sino sus agentes. En este sentido, es bueno que evitemos pensar que la reforma del siglo XI fue gregoriana o clerical, pues, en verdad, era una anhelo instaurado en la base de la sociedad cristiana y contó con el apoyo de los laicos, como la condesa Matilde de Canossa (1046-1115), brazo derecho del papa Gregorio VII. De todas maneras, teológicamente, el papado salió del siglo XI muy fortificado: como escribía Congar (1997, p.104), a los ojos de la curia romana, no era más la Ecclesia quien constituía la realidad fundamental de la fe, sino el papa: sin papa, no había iglesia. Este discurso eclesiológico contó con el apoyo irrestricto de hombres tales como Gregorio VII, Pedro Damián (1007-1072), Bernardo de Claraval (1090-1153) y tantos otros oriundos de monasterios justamente alzados a la inmunidad por veneplácito papal. No obstante, aceptar la premisa de que es el papa quien instaura la Ecclesia es admitir que las iglesias patriarcales y autocéfalas de Oriente no eran propiamente iglesias y, con esto, tenemos un verdadero cisma. Pero, aun en Occidente, aquellos obispos y teólogos que, motivados por la autoridad de la tradición, defendían la antigua eclesiología, fueron llamados heréticos simoníacos porque dudaban de que solo los papas podían generar la iglesia, defensores de una iglesia imperial (constantiniana) que usurpaba los poderes papales: el principal campo de observaciones de estos embates está, desde mi punto de vista, en el proceso de elección de los nuevos obispos, los cuales, según la antigua costumbre, eran elegidos por el clero y por el pueblo de la iglesia local, pero que durante los siglos IX-X, pasó a ser atributo del sistema imperial. No obstante, el papado de los siglos XI y XII buscó retirar tanto del clero/pueblo cuanto del imperio esta prerrogativa, centralizando la elección de los obispos en las manos de la Curia romana. Se puede entender esta ascensión del papado, por un lado, como parte del proceso de la propia ascensión de Occidente y del avance de una eclesiología romano-céntrica que tenía, en aquella época, mucha aversión a las eclesiologías orientales. Pero este gran cambio de perspectiva no habría alcanzado los niveles que conquistó sin los arreglos estratégicos entre el papado y las poderosas órdenes monásticas, como Cluny y Cister, órdenes que pretendían controlar la sociedad señorial (o feudal) más que hacer desaparecer una supuesta iglesia mundanizada (IOGNA-PRAT, 1998).

 3.3 Las universidades y la escolástica medieval

 El surgimiento de las universidades, entre los siglos XII y XIII, dio todavía mayor sustentación al sistema sociopolítico de la cristiandad latina, pues le proveyó no solo el vehículo difusor, sino también las ideas a ser difundidas y que sostendrían la universalidad de la sociedad cristiana. Así, al lado de la autoridad de los papas y del poder de los emperadores y reyes, la universidad nació como una tercera fuerza (el studium, o en otros términos, la ciencia) que, como en un trípode, ayudaba a mantener erguidos los otros dos poderes: en las palabras de Lima Vaz (2002, p.21), la universidad era un “órgano institucional de cuerpo religioso-político de la cristiandad” que desplegaba su carácter docente. Las universidades fueron fundadas en ciudades como Paris (1200), Boloña (1158), Montpellier (1220) y Oxford (1208) y se organizaban como una corporación de oficio, es decir, una asociación de maestros y/o de alumnos preocupados por proteger el status quo de la profesión intelectual. En este sentido es que se puede decir que las universidades ultrapasaron los límites jurídicos, científicos y didácticos de las escuelas catedrales y monásticas que habían marcado la historia de la Iglesia latina en los siglos anteriores. No estaban más vinculadas a la autoridad de un obispo (como la escuela catedral) o de un abad (como la escuela monástica). Las universidades nacieron del deseo de garantizar la libertad y autonomía institucional para lo cual se las llamó de facultades, divididas en dos tipos: el primero, la facultad preparatoria de artes, que enseñaba las disciplinas liberales (lógica, gramática, retórica, aritmética, música, geometría y astronomía) y se transformó a mediados del siglo XIII, propiamente en una facultad de filosofía especializada en los estudios aristotélicos y judeo-musulmanes; el segundo tipo eran las facultades superiores, básicamente divididas en tres: la facultad de teología, considerada el arte de las artes, la facultad de derecho (canónico y civil) y la facultad de medicina. Como enfatiza Verger (1999, p.82), la autonomía pretendida por las universidades buscaba la capacidad de la institución de producir su propia organización interna, estableciendo sus estatutos, currículos, metodologías, títulos, cursos, etc.; tenía también la intención de impedir la instrumentalización de estos centros de saber por parte de los poderes exógenos a ellos, laicos o eclesiásticos, reservando a los maestros y también en algunos casos a los alumnos el poder de decisión sobre los mecanismos de reproducción del saber y la gestión de recursos allí invertidos.

Desde mi punto de vista, resulta curioso ver el hecho de que las universidades, expresión concreta de una cristiandad que se piensa y se proyecta, utilizaron la herencia filosófica greco-romana que solo era accesible a través de las comunidades que la cristiandad excluía de sí, como los musulmanes, los cristianos ortodoxos (“cismáticos” para los latinos) y los judíos: éstos eran los que tenían acceso a los más antiguos manuscritos, las traducciones siríacas y árabes por medio de las cuales los textos griegos llegaron al medioevo occidental. Esto nos lleva a ver que, en el universo de las bellas letras, no había fronteras étnicas y religiosas: la sabiduría antigua recorría el Mediterráneo de este a oeste en diversas copias que se multiplicaban en escuelas habitadas por maestros musulmanes, cristianos (orientales y latinos) y judíos, en una relación amigable que la mentalidad euro-céntrica de hoy tiene dificultades para aceptar.

Desde el punto de vista académico, las universidades de la cristiandad fueron marcadas por un método de investigación que, en latín, se llamaba disputatio (debate) y que consistía en la proposición de una cuestión (quaestio) por un maestro que exponía a sus alumnos, dispuestos a su alrededor, a los embates de tesis en conflicto, a silogismos y contra-argumentaciones, hasta llegar a la conclusión considerada más adecuada al juego de la filosofía. En las palabras de Alain de Libera (1999, p.148), el pensamiento universitario medieval es profundamente agoníastico, “la ley de la discusión se impone a todos”. Al lado de las disputas, el comentario a los textos de las grandes autoridades (auctoritates) de la cultura cristiana (Biblia, Padres de la Iglesia y filósofos greco-romanos y árabes) constituía otra vertiente importante de investigación escolar: en el caso de la teología, comentar el Libro de Sentencias de Pedro Lombardo constituía la etapa fundamental para la obtención del título de baccalarius theologiae. Parafraseando a Tomás de Aquino (Liber de coelo et mundo, I, lect. 28, n.8), se puede decir que el comentario no era apenas un intento de entender lo que las autoridades habían dicho, sino una manera de buscar la verdad en las cosas. Es así, por medio de debates y comentarios, de sumas y tratados, que pensadores como Tomás de Aquino, Alberto Magno, Alexandre de Hales e Boaventura de Bagnorégio, solamente para citar a los más conocidos, se destacaron por profundizar el diálogo entre el cristianismo y helenismo, entre revelación y filosofía: dejaron como legado para Occidente una reflexión filosófica original y suficientemente madura que, en muchos aspectos, contribuyó para el desarrollo de la filosofía moderna.

Sin embargo, es bueno decir que permanece como paradoja el hecho de que hombres como Tomás de Aquino y Boaventura de Bagnorégio se hayan transformado en los nombres más famosos entre los teólogos medievales. Oriundos de dos importantes órdenes mendicantes, ambos maestros no hicieron teología como una primera vocación, pues compartían el ideal fundacional de sus congregaciones por la cual la erudición académica estaba al servicio del anuncio del Evangelio contra los enemigos de la Iglesia. Dominicanos y franciscanos, antes de ser teólogos, debían ser predicadores y este oficio, renovado desde el Concilio de Latrán IV (1215), se dirigía más propiamente a la conversión de los herejes e infieles que al anuncio kerigmático ad gentes. El significado histórico de esta opción para la consolidación de los estudios teológicos no puede ser minimizado. Por cerca de veinte años (desde 1254 hasta 1274), los maestros universitarios de Paris, miembros del clero secular, levantaron sus armas intelectuales contra los mendicantes y su enseñanza: combatían la “hipocresía de su pobreza” y criticaban la manera poco corporativa de lidiar con la enseñanza (CONGAR, 1961). Así, el papado precisó intervenir para garantizar a los frailes la permanencia en sus cátedras y, con esto, al mismo tiempo, reforzar la propia autoridad sobre las universidades. La alianza mendicantes-papados hizo que las universidades, sobre todo la facultad de teología, fueran un instrumento para agrandar y fortalecer el tono conquistador de la cristiandad principalmente en un período de gran cuestionamiento de las bases religiosas y morales del programa católico. Los frailes mendicantes, nacidos bajo la égida de la defensa de la fe contra los enemigos de la Iglesia, buscaron las universidades para tener aún más condiciones de luchar por la causa de la cristiandad. Los papas, desde Inocencio III, si no antes, cuidaron especialmente las universidades porque de allí salían los discursos apologéticos de las sociedad cristiana presidida por la Sede apostólica: la facultad de teología, a pesar de toda la contribución para el desarrollo filosófico, estaba al servicio de la reforma de la Iglesia, lo que incluía ciertamente el enfrentamiento con los disidentes, los infieles, los paganos. La producción del saber era la consecuencia de una lucha reñida entre las fuerzas de Cristo, en su Iglesia, y las del anticristo, entendido como lo opuesto de la sociedad cristiana latina (la imagen inversa de sí misma, visible en las tierras islámicas)

 3.4 El cristianismo y el disciplinamiento de la sociedad

 Es común oír o leer afirmaciones categóricas sobre los métodos violentos, grotescos y nada razonables con los que la Iglesia o el imperio cristiano se valieron para coaccionar, cercenar o hasta ejecutar la vida de hombres y mujeres que, por algún motivo, enfrentaron su autoridad. Nombres como inquisición, cruzadas, herejía suscitan un sin fin de sentimientos que, mezclados a la impericia en el campo de la historia, resultan dañinos para la comprensión del período. Antes que más nada, debemos señalar que el cristianismo, en cuanto sistema religioso antiguo, se distingue de las religiones mediterráneas justamente por incluir en su sistema de creencias una moral estrictamente definida en términos de reacción a la cultura mediterránea generalizada por el Imperio romano; en este sentido, no bastaba la rectitud del culto o de la fe (ortodoxia); era necesario que el creyente presentase también la rectitud de la conducta, en el ámbito privado y público (ortopraxia), traducida en una vida disciplinada y ascética. Esta característica cristiana es tan marcada que, en las más antiguas elaboraciones teológicas sobre la legitimidad de los poderes políticos, pensadores cristianos, como el Apóstol Pablo, admitían que, en nombre de la corrección de los vicios, Dios se valía del uso de la fuerza física, ejercida por los gobernantes, o de la fuerza espiritual, desempeñada por los legítimos pastores y ministros eclesiales y, en la medida en que la coacción proporcionaba la práctica del bien, ella era buena y meritoria (SENELLART, 2006, p.72). Sin embargo, el ministerio episcopal siempre fue concebido a partir de esta matriz disciplinatoria y moralizante que colocaba a los obispos en posición de fiscales de las conductas de su rebaño, siempre listos para exhortar, corregir y castigar. La historia del sacramento de la reconciliación y de los mecanismos de readmisión a la comunión eclesial de aquellos que de ella salieron muestra cuán grande era el carácter disciplinante de la comunidad cristiana. En los tiempos medievales, esta característica se acentúa en la medida en que los ideales de edificación del nuevo pueblo de Dios, confundido con el reino franco carolingio y, en el límite, con la propia cristiandad latina, exigían que hubiese una concreta adecuación moral compatible con la unidad doctrinal. Esto solamente era posible y se justificaba delante de una cultura que, al contrario de la nuestra, priorizaba la sincronía en la que pasado, presente y futuro estuvieran siempre implicados en el ahora y el comunitarismo, es decir, la creencia de que la vida comunitaria es la expresión más elevada de la caridad, transformaba a la sociedad en un solo cuerpo, teniendo a los individuos como miembros. De allí que la enfermedad moral de una persona implicaba necesariamente la salud espiritual de todo el organismo social y por eso todo pecado, vicio o error precisaba ser corregido para mantener el orden social (MIATELLO, 2010).

3.4.1 Las cruzadas

Las cruzadas fueron parte de un movimiento prioritario, pero no exclusivamente militar, de inspiración escatológica, milenarista y penitencial, oriundo de una idea de cristiandad expansionista, propia de la experiencia carolingia, y vinculado a los diversos problemas y crisis político-sociales que marcaron la historia del Occidente latino; su objetivo inmediato era la liberación de Jerusalén y de los otros lugares Santos de la vida terrena de Cristo que, desde el siglo VII, estaban bajo el orden político del imperio musulmán. Este compromiso contemplaba todos los demás objetivos de instaurar el orden cristiano romano-germánico, por medios militares, en los espacios dominados por la ortodoxia bizantina (o cualquier otro tipo de ortodoxia), por el islamismo y por cualquier otra eclesiología que no se adecuase a los presupuestos occidentales de inspiración carolingia-papal. Cronológicamente, el movimiento cruzadista puede ser situado entre finales del siglo XI (1095) extendiéndose hasta 1272, por lo menos. En términos generales, las cruzadas sumaban dos situaciones bastante importantes de la cristiandad latina: la dimensión guerrera, constitutiva de los aristócratas y reyes cristianos, y la peregrinación que, de larga data, era uno de los mecanismos más relevantes de penitencia y, por lo tanto, de reinserción social de aquellos que pecaron y quebraron la unidad del cuerpo que era la sociedad cristiana. Aunque la aristocracia guerrera haya encontrado siempre un lugar y función eclesial, la invención de la caballería, alrededor del siglo XI, trajo a la luz, más de una vez, el debate sobre la legitimidad de la violencia y el uso de las armas en el seno de la sociedad cristiana (FLORI, 2013): una vez pacificada, se cree que la cristiandad no podría verse escindida en grupos rivales, en una lucha fraticida, exactamente lo que nunca dejó de suceder, una vez que la cristiandad, a pesar de ser fuerte, jamás consiguió borrar por completo el peso de la tradición regionalista de las grandes familias que daban origen a los señoríos, principados y hasta reinos. De esta manera, los líderes de la cristiandad precisaban encontrar un mecanismo que, pese a las divergencias internas, congregase a los guerreros en una causa superior y pertinente a su vocación, la defensa del reino de Cristo y la victoria sobre sus enemigos.

Al mismo tiempo, la peregrinación, en cuanto penitencia, también posibilitaba para los guerreros la ocasión adecuada de vincular su función social al proyecto de una societas christiana que buscaba reformarse para conquistar. En la medida en que Jerusalén era excesivamente distante y estaba fuera de los límites de la cristiandad, ofrecía aquella carga de peligros y sacrificios que convertía a la ciudad en el lugar perfecto para una penitencia completa y, quien sabe, definitiva. A pesar de existir quien interprete las cruzadas a partir de sus presupuestos políticos y económicos, suponiendo que fue una empresa ventajosa, su funcionamiento muchas veces precario y deficitario contó con la fuerza simbólica que Jerusalén evocaba para la cultura religiosa de aquella época: al final, el reino de Dios que los cristianos latinos esperaban hacer triunfar mezclaba aquella teocracia del Antiguo Israel, cuyo centro era Jerusalén, con el significado místico y alegórico que esta ciudad adquirió en la cultura cristiana primitiva. Profecías, expectativas militaristas, predicación popular, redespertar evangélico, ímpetu penitencial, las cruzadas fueron mucho más motivadas por fuerzas espirituales que por intereses materiales y su significado social reside en el triunfo de la idea de cristiandad entendida como un Estado místico que elabora sus proyectos políticos a la luz de la teodicea cristiana y católica.

Los valores que una sociedad proclama no disimulan la hipocresía de sus acciones; las cruzadas, inspiradas en la penitencia y en la escatología, fueron, muchas veces, camino de violencia pura y gratuita, sobre todo cuando sus agentes, impregnados de sentimientos que podemos clasificar de xenófobos y fanáticos, usaban la fuerza para arrasar y destruir no solo soldados opositores, sino también personas indefensas. Parece sintomático el hecho de que, a los ojos musulmanes, principales blancos de los ataques, los cruzados no eran identificados como “cristianos”, sino como “francos”, título que designaba a los súbditos del antiguo imperio carolingio, o sea, Francia. Así, aquello que los hijos de la cristiandad llamaban de empresa espiritual, los islámicos la veían como acto guerrero, de naturaleza conquistadora, militar y material. Es cierto que tanto el Islam como la cristiandad no distinguían política de religión; pero, en el pormenor de la cruzada, los islámicos identificaron bien que toda aquella guerra no tenía solo el propósito de rever Jerusalén, sino de destruir los Estados musulmanes y, quien sabe, la propia religión del profeta.

 3.4.2 El tribunal de la inquisición

El papel de la inquisición no difiere mucho de las finalidades y procedimientos de la cruzada. Pero, para entender mejor el fenómeno de la inquisición, debemos recordar que, en una sociedad que se cree mística, los desvíos doctrinales significan la conmoción de los lazos sociales, de naturaleza espiritual, que mantiene de pie esta sociedad. En este sentido, la persecución a las herejías debe ser interpretada más como un intento de superación de las crisis sociopolíticas que un problema dogmático: esto puede ser verificado, por ejemplo, en varios documentos papales que, al lanzar la acusación de herejía, identificaban como herejes grupos enteros de ciertas ciudades, sobre todo, italianas, que profesaban, en verdad, una política pro-imperial y antipapal, lo que fatalmente hacía del adversario político un hereje potencial: a los ojos de los agentes pontificios, todo gibelino, es decir, el partidario del emperador, podía ser considerado un hereje si no respetaba los límites concedidos a la oposición. Con esto decimos que la herejía es una invención de los que gobiernan (ZERNER, 2009): no es, por lo tanto, una oposición a una iglesia, sino oposición al mundo que se deja gobernar por una iglesia en particular. Si dejamos este aspecto de lado y no distinguimos la herejía de la Baja Edad Media de lo que era la herejía en la Antigüedad, dejaremos de entender por qué los mecanismos de identificación y supresión de la herejía estuvieron siempre vinculados a los derechos políticos, a las autoridades políticas y a sus instituciones (tanto en las ciudades comunales como en los reinos y principados) y por qué la tortura, en este caso, fue adoptada.

Los orígenes de la inquisición deben ser buscados en el IV Concilio de Letrán celebrado en Roma en 1215. Este concilio representó el momento de una inmensa y general revisión de la cristiandad: fue el momento de buscar un reordenamiento interno que fuese capaz de dotar a los cristianos de la fuerza moral para vencer al Islam; por eso, el horizonte del concilio fue la cruzada, una nueva cruzada, realizada por cristianos auténticos, ya que las otras cruzadas habían fracasado, según la comprensión de la época, por la falencia moral de los cruzados y por los pecados de los cristianos, siendo que el principal de ellos era la herejía. El canon II del Concilio de Latrán establecía los procedimientos de exclusión y represión: los heréticos debían ser identificados por los poderes clericales, castigados por los poderes seculares, siendo sus bienes confiscados; los sospechosos también debían ser colocados en el ostracismo social hasta que probasen su inocencia, mientras tanto, incurrían en la penalidad de los culpados, siendo que el plazo para la defensa sería de un año. Si el problema fuera solamente eclesiástico, deberíamos preguntarnos por qué el Canon III insiste en definir los castigos en términos políticos: los servidores públicos que no trabajasen en la extirpación de la pravitas haeretica serían destituidos de los cargos y todos sus súbditos podrían desobedecerlo: se trataba de la verdadera anulación política tanto del hereje como de quien lo perseguía; se perdían los derechos de votar/de ser votado, prestar juramento y ocupar cargos públicos (pérdida de los derechos políticos); no se podía hacer un testamento o recibir una herencia; si fuera juez o abogado, sus actos jurídicos perdían la validez (pérdida de los derechos civiles); no podían recibir los sacramentos o tener sepultura cristiana (pérdida de los derechos religiosos). La identificación de estos desvíos sería realizada mediante la vigilancia mutua, en primer lugar, de los pastores (padres y obispos), en los espacios parroquiales y diocesanos; en segundo lugar, por los vecinos, unos sobre otros y, mediante la denuncia, el error debía ser señalado; por eso es que en esa época, las parroquias recibían fuerte estímulo para ser reformadas e incrementar los mecanismos de control sobre las actitudes particulares de sus fieles; los obispos fueron nuevamente advertidos para visitar las parroquias con frecuencia y para redactar informes y, una vez identificados los errores, debían ser llevados a juicio.

A pesar de que todavía no había sido fundado, el tribunal de la inquisición ya se anticipaba en estos procedimientos. Faltaba apenas que la decisión fuera tomada, lo que de hecho sucedió, bajo el papa Gregorio IX en 1239. Es interesante pensar que este papa, mucho antes de su elección (cuando se llamaba Hugolino de Segni), fue un agente eficiente de las determinaciones del Concilio de Latrán IV; como legado apostólico, recorría el norte de Italia para recaudar dinero para la V Cruzada y, simultáneamente, implementar la política anti-hereje del concilio. Cuando se transformó en papa en 1227, elevó a la máxima potencia su deseo de ordenar la cristiandad según la eclesiología pontificia. Para ello, contó con el apoyo de dos importantes movimientos, que hacía poco fueron elevados a la categoría de órdenes religiosas, los Frailes Predicadores, o dominicos, y los Frailes Menores, o franciscanos, cuyos fundadores convivieron con el cardenal Ugolino y, después de su muerte, fueron canonizados por Gregorio IX. Este papa, muy sensible a los nuevos movimientos de la reforma religiosa, usó los frailes para agilizar tanto la pacificación de las ciudades como la represión herética. Les concedió poderes de acción política en las ciudades, inclusive poderes superiores a los obispos, para que actuasen en nombre del papa. Basados en los procedimientos jurídicos, teniendo la reconciliación por finalidad y la defensa de la verdad como horizonte teórico, los frailes inquisidores buscaban identificar el error y corregirlo mediante la exhortación y, en caso de que no fuese suficiente, con los castigos ya previstos por el concilio. La investigación precisa (inquisitio) de los posibles errores de fe era también llamada de negotium fidei, el mismo nombre dado al tribunal que investigaba los candidatos a santos, procedimiento que conocemos como proceso de canonización, novedad instaurada por Inocencio III en 1198. Así, de la misma manera que se debía probar la santidad de un cristiano fallecido, se debía probar la ortodoxia de un cristiano vivo acusado de herejía. Los mismos procedimientos: instauración de una mesa de árbitros (juez, promotor, relator, abogado), consulta de testimonios, interrogatorio de los acusados, etc.; hasta por lo menos 1252, no podemos decir que este tribunal usase cualquier medio truculento de arrancar la verdad; sin embargo, con el asesinato del gran inquisidor, Pedro de Verona (1205-1252), de la orden de los dominicos, en este mismo año en Milán, el papa Inocencio IV, enfrentado en su autoridad, lanzó una contraofensiva: canonizó a Pedro desde ese momento llamado San Pedro Mártir y endureció todavía más los procedimientos de investigación y castigo: es en este momento que entran en escena las torturas. Sin embargo, jamás podemos confundir la inquisición fundada por el papa en el siglo XIII (justamente llamada de inquisición pontificia) con aquella que los reyes ibéricos (portugueses y españoles), mediante el derecho del patronato, utilizaron para perseguir a sus opositores políticos, desde el siglo XV en adelante (llamada de inquisición ibérica, española o moderna). Son instituciones, procedimientos, finalidades y resultados a menudo distintos. A pesar de esto no servir como justificación, la inquisición pontificia, según los documentos históricos, no alcanzó nunca los índices persecutorios que imaginamos. En verdad, había una verdadera política de retardar la instauración del tribunal o los castigos, una vez que no siempre tales procedimientos correspondían a la voluntad de los liderazgos locales, muchas veces implicados con los acusados sentenciados. De esta manera, los casos drásticos de intervención y violencia deben ser vistos dentro de la radicalización de cuestiones políticas regionales y momentáneas y no la lógica efectiva que controlaba la institución. Así, la inquisición pontificia, o medieval, se articulaba dentro de una perspectiva sociopolítica de cristiandad en que, a pesar de la sincronía entre el poder secular y el religioso, la simple distinción entre los representantes de ambos poderes (reyes y papas, respectivamente) impedía que la inquisición fuera enteramente instrumentalizada por la razón de Estado que marcó la inquisición ibérica.

André Miatello. UFMG e FAJE (Brasil). Texto original portugués.

 4 Referencias bibliográficas

 BROWN, Peter. A ascensão do cristianismo no Ocidente. Trad.: Eduardo Nogueira. Lisboa: Editorial Presença, 1999.

CONGAR, Yves. Aspects ecclésiologiques de la querelle entre mendiants et séculiers dans la seconde moitié du XIIIe siècle et le début du XIVe. In : Archives dHistoire doctrinale et littéraire du Moyen Âge, p. 35-151. 1961.

______. Igreja e papado. Perspectivas históricas. Trad.: Marcelo Rouanet. São Paulo: Loyola, 1997.

DE JONG, Mayke. Sacrum palatium et ecclesia: L’autorité religieuse royale sous le Carolingien (790-840). In: Annales. Histoire, Sciences Sociales. Ano 58, n.6, p.1243-69. 2003.

DUMÉZIL, Bruno. Les racines chrétiennes de lEurope. Conversion et liberté dans le royaumes barbares, Ve.-VIIIe. siècle. Paris: Fayard, 2005.

FLICHE, Augustin. La Réforme Grégorienne: la formation des idées grégoriennes. Louvain: Spicilegium Sacrum Lovaniense, 1924.

FLORI, Jean. Guerra Santa. Formação da ideia de cruzada no Ocidente cristão. Trad.: Ivone Benedetti. Campinas: Editora da Unicamp, 2013.

FRIGHETTO, Renan. Religião e política na Antiguidade Tardia: os godos entre o arianismo e o paganismo no século IV. In: Dimensões (Revista de História da UFES). V.25, p. 114-30. 2010.

GEARY, Patrick. O mito das nações. A invenção do nacionalismo. Trad.: Fábio Pinto. São Paulo: Conrad, 2005.

IOGNA-PRAT, Dominique. Ordonner et exclure. Cluny et la société chrétienne face à l’hérésie au judaïsme et à l’Islam (1000-1150). Paris: Aubier, 1998.

JENKINS, Philip. Guerras Santas. Como 4 patriarcas, 3 rainhas e 2 imperadores decidiram em que os cristãos acreditariam pelos próximos 1500 anos. Trad.: Carlos Szlak. Rio de Janeiro: Leya, 2013.

LE JAN, Régine. La Société du Haut Moyen Âge (VIe-IXe siècle). Paris: Armand Colin, 2006. p.56-82.

LIBERA, Alain de. Pensar na Idade Média. Trad.: Paulo Neves. São Paulo: Editora 34, 1999.

LIMA VAZ, Henrique C. Escritos de Filosofia. Problemas de fronteira. V.1. 3.ed. São Paulo: Ed. Loyola, 2002.

MIATELLO, André Luis Pereira. Governar os corpos e reger as almas: a relação entre “igreja” e “cidade” na correspondência de S. Gregório Magno. In: Revista Opsis (UFG-Catalão). V.10, p. 11-26. 2010.

RUST, Leandro Duarte. A reforma papal (1050-1150). Cuiabá: Edufmt, 2014.

SENELLART, Michel. As artes de governar. Do regimen medieval ao conceito de governo. Trad.: Paulo Neves. São Paulo: Editora 34, 2006.

WICKHAM, Chris. El legado de Roma. Una historia de Europa de 400 a 1000. Trad.: Cecilia Belza e Gonzalo García. Barcelona: Passado & Presente, 2013.

ZERNER, Monique (org.). Inventar a heresia? Discursos polêmicos e poderes antes da Inquisição. Campinas: Editora da Unicamp, 2009.

Comunidades eclesiales de base (CEBs) y opción por los pobres

Índice

1 Un poco de historia de las CEBs en Brasil

1.1 Génesis de las CEBs

2 La gran novedad de la Iglesia en América Latina y el Caribe: la entrada (inserción) de los cristianos y cristianas en la lucha política de la liberación de los pobres y excluidos

2.1 Entrada en las pastorales sociales, en los movimientos populares, sindicales, partidos políticos, movimiento ecológico

2.2 Vínculo Fe y Vida

2.2.1 Un nuevo modo de vivir la fe

2.2.2 Un nuevo modo de transmitir la fe

2.2.3 Un nuevo modo de celebrar la fe

3 Desafíos para las CEBs en el inicio del Siglo XXI

4 Concluyendo

5 Referencias bibliográficas

Las Comunidades Eclesiales de Base nacen en Brasil y en el resto de América Latina y el Caribe al final de la década de 1950 e inicio de la década de 1960, por el impulso del Espíritu, y se presentan como un proceso significativo para la Iglesia Católica, para sus otras Iglesias Cristianas [Verbete: ecumenismo na vivência das CEBs: Cláudio de Oliveira Ribeiro ou Marcelo Barros] y también para toda la sociedad. Esta conciencia de una nueva experiencia eclesial propia de América Latina y el Caribe se expresa en el tema del 1º Encuentro Inter-eclesial de CEBs: Una Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu Santo de Dios (Vitória-ES – 6-8 enero 1975). Este proceso puede ser considerado histórico y vino para quedarse. Teológicamente, fue cuñado como eclesiogénesis [Verbete Eclesiogênese: Leonardo Boff ou Francisco Aquino Júnior]: una nueva experiencia eclesial, un renacer de la propia Iglesia y, por sí mismo, una acción del Espíritu en el horizonte de las señales de los tiempos preconizado por el Vaticano II. Tratándose de un proceso de larga duración, se vuelve necesario retomar la historia de este camino.

1 Un poco de historia de las CEBs en Brasil

Las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) surgen en la coyuntura de la sociedad contemporánea que produce una atomización de la existencia, un anonimato general de las personas y una fragmentación en prácticamente todos los niveles de la convivencia humana, debido a los desafíos procedentes de una sociedad globalizada y urbanizada donde la vivencia comunitaria parecía no tener más espacio para existir. Como reacción a este fenómeno, hay una tendencia a volver a las relaciones primarias entre las personas y buscar relaciones de reciprocidad. Las CEBS representan esta reacción en el interior de la/s Iglesia/s.

1.1 Génesis de las CEBs

a) Gestación

Hubo un largo período de preparación del terreno para el aparecimiento de las CEBS. Entre otros elementos destacamos la experiencia de la catequesis popular (movimiento catequético), la contribución a la Acción Católica Brasilera que asume el modelo belga, francés y canadiense de la Acción Católica especializada (JAC – Juventud Agraria Católica; JEC – Juventud Estudiantil Católica; JIC – Juventud Independiente Católica; JOC – Juventud Operaria Católica; JUC – Juventud Universitaria Católica), el Movimiento de Educación de Base (MEB), el movimiento por un Mundo Mejor (MMM), los diferentes Planos de Pastoral de la CNBB (Plan de Emergencia – 1962, Plan de Pastoral de Conjunto – 1966), contando aun con el Movimiento Bíblico que busca nuevas formas de interpretación de la Palabra de Dios, y el Movimiento Litúrgico en Europa y también en Brasil. Este proceso posibilitó que el terreno fuera amainado para el surgimiento de las Comunidades de Base.

b) Nacimiento

Podemos localizar el nacimiento de las CEBs en el final de la década de 1950 e inicio de la década de 1960. Ellas surgieron en varios lugares de Brasil y en muchos países de América Latina y el Caribe, en el campo y en la ciudad.

c) Bautismo

El Bautismo de las CEBs se dio con Medellín (1968). Inicialmente eran llamadas Comunidades Cristianas de Base:

 Así, la comunidad cristiana de base es el primer y fundamental núcleo eclesial que debe, en su propio nivel, responsabilizarse por la riqueza y expansión de la fe, como también por el culto que es su expresión. Es ella, por lo tanto, la célula inicial de estructuración eclesial y foco de evangelización y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo (Medellín, 15.11).

 d) Confirmación

La confirmación se dio en Puebla (1979), pero antes las CEBS ya habían encontrado su legitimidad en la palabra del magisterio universal en Evangelii Nuntiandi, n.58: “(…) Son solidarias con la vida de la misma Iglesia y alimentadas por su doctrina y se conservan unidas a sus pastores”. El Documento de Puebla así se expresa: “Las comunidades eclesiales de base que en 1968 eran apenas una experiencia incipiente maduraron y se multiplicaron sobre todo en algunos países. En comunión con sus obispos y como lo pedía Medellín, se convirtieron en centros de evangelización y en motores de liberación y de desarrollo” (Puebla, n.97; cf. también n.641-642).

e) Madurez

La madurez de las CEBS puede ser comprendida en tres momentos:

El primero se da con el Documento de la CNBB (1982): “Fenómeno estrictamente eclesial, las CEBs en nuestro país nacieron en el seno de la Iglesia-institución y se convirtieron en ‘un nuevo modo de ser Iglesia’. Se puede afirmar que es alrededor de ellas que se desarrolla, y se desarrollará cada vez más en el futuro, la acción pastoral y evangelizadora de la Iglesia” (CNBB, Doc.25, n.3).

El segundo momento sucede con el VI Encuentro Inter-eclesial de las CEBs, en Trinidade-GO (1986), donde se acuñó la expresión “CEBs: Un nuevo modo de ser de toda la Iglesia”. Con tal expresión, se quería mostrar que el espíritu de las CEBs debería fermentar toda la institución eclesial a partir de la opción por los pobres. Las CEBs se constituyen en un elemento-clave para la vida eclesial en Brasil y apuntan hacia un nuevo modelo eclesial. Nos encontramos aquí con el papel protagónico de las CEBs en función de un nuevo paradigma de organización eclesial.

El tercer momento puede ser comprendido a partir de la feliz expresión de D. Pedro Casaldáliga – “CEBs: El modo normal de ser de toda la Iglesia”. Esta expresión quiere enunciar que las cuestiones fundamentales defendidas por la CEBs debe ser asimilada por toda la Iglesia-institución, pues forman parte de la defensa de la vida. Por detrás de esta vivencia está presente la institución del Vaticano II, sobre todo Gaudium et Spes (GS, n.1 e 11). En esta misma dirección, las CEBs son consideradas la primer instancia de la Iglesia, son su expresión originante (At 2,42-47; 4,32-35). Dirigiéndose a los participantes del XIII Encuentro Inter-eclesial, el Papa Francisco afirma que:

Como recordaba el Documento de Aparecida, las CEBs son un instrumento que permite al pueblo “llegar a un mayor conocimiento de la Palabra de Dios, al compromiso social en nombre del Evangelio, al surgimiento de nuevos servicios laicos y a la educación de la fe de los adultos” (n.178). Y recientemente, dirigiéndome a toda la Iglesia, escribía que las Comunidades de Base “traen un nuevo ardor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan la Iglesia (Exort. Ap. Evangelii Gaudium, n.29).

 2 La gran novedad de la Iglesia en América Latina y el Caribe: la entrada (inserción) de los cristianos y cristianas en la lucha política de liberación de los pobres y excluidos

 Para comprender este nuevo modo de ser Iglesia, es preciso recordar que asumir la opción por los pobres y excluidos, es una de las marcas de la Iglesia en América Latina y el Caribe (cf. Aparecida, n.391). La opción por los pobres está también en la base de la Teología de la Liberación. Ella aparece de modo latente durante el Vaticano II, especialmente en el Pacto de las Catacumbas (Verbete Pacto das Catacumbas – José Oscar Beozzo) y, también de modo especial, a partir de Medellín (1968), Puebla (1979) y, más recientemente, en Aparecida (2007), generando una intensa discusión con muchas tensiones, incomprensiones e intentos de amortiguar sus implicaciones prácticas. Esta opción por los pobres, expresada en la década de 1960, tiene sus raíces en la Biblia. En el camino de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), esta comprensión está explicitada en el canto: “Javé, el Dios de los pobres, del pueblo sufridor, aquí nos reunimos para cantar su alabanza. Para darnos esperanza y contar con su mano, en la construcción del Reino, Reino nuevo, pueblo hermano”. En el libro del Éxodo, Dios se muestra como liberador, actuando en la historia: “Yo vi, yo vi la miseria de mi pueblo que está en Egipto. Oí su grito ocasionado por sus opresores; pues yo conozco sus angustias. Por eso descendí con el fin de liberarlo de la mano de los egipcios, y para hacerlo subir de esta tierra para una tierra buena y vasta, tierra que mana leche y miel” (Êx 3,7-8b). Esta tradición del dios liberador se expresa en la profesión de fe del pueblo liberado: “Yo soy Iahweh tu Dios que te hizo salir de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud” (Êx 20,2). Gustavo Gutiérrez afirma que la opción por los pobres es teocéntrica, es decir, sale del corazón amoroso de Dios: “Es una opción teocéntrica y profética que echa raíces en la gratitud del amor de Dios y es exigida por ella” (GUTIÉRREZ, 2000, p.25).

La opción por lo pobres ha estado en el escenario de la Iglesia de América Latina y el Caribe durante las últimas décadas. En la Conferencia de Aparecida ella vuelve con mayor intensidad, nueva profundización y nuevas exigencias frente al nuevo contexto socio-histórico. Benedicto XVI afirma que la opción por los pobres está implícita en la fe cristiana y es parte integrante del discipulado en el seguimiento de Jesucristo: “Nuestra fe proclama que “Jesucristo es el rostro humano de Dios y el rostro divino del ser humano”” (Aparecida, n.392). Por eso, “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica, en aquel Dios que se hizo pobre por nosotros, enriqueciéndonos con su pobreza. Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho humano, que se hizo nuestro hermano (cf. Hb 2,11-12)” (Aparecida, n.392). Benedicto XVI afirma que el Dios revelado en Jesús de Nazaret es “el Dios de rostro humano, es el Dios-con nosotros, el Dios de amor hasta la cruz” (Benedicto XVI, Sesión Inaugural de los Trabajos de la V Conferencia en Aparecida, 2007). Resulta interesante observar que esta afirmación del Papa se aproxima al canto de las CEBs: “Tú eres el Dios de los pequeños, el Dios humano y sufrido, el Dios de manos callosas, el Dios de rostro curtido. Por eso te hablo, como te habla mi pueblo, porque eres el Dios campesino, el Dios trabajador” (Misa Campesina Nicaraguense). Se aproxima también a la afirmación de Puebla n.31-39, retomada por la Conferencia de Aparecida, n.392-393 y asumida también por el papa Francisco: “Para la Iglesia, la opción por los pobres es más una categoría teológica que cultural, sociológica, política o filosófica (…) La Iglesia hizo una opción por los pobres, entendida como una ‘forma especial de primado en la práctica de la caridad cristiana, testimoniada por toda la Tradición de la Iglesia’” (EG, n.198). Al asumir el dinamismo misionero de la Iglesia, el papa Francisco afirma que “hoy y siempre los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio, y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es señal del Reino que Jesús vino a hacer. Hay que afirmar sin rodeos que existe un vínculo indisoluble entre nuestra fe y los pobres. ¡No los dejemos solos jamás!” (EG, n.48).

Siguiendo la reflexión de Gustavo Gutiérrez quien afirma que es teocéntrica la opción por los pobres, podemos pensarla como opción trinitaria. La opción por los pobres es una opción del Dios Padre (cf. Êx 3,7-10; 20,2; Mt 11,25-26), del Hijo, Jesús de Nazaret (Lc 4,16-21) y del Espíritu Santo que envía a Jesús entre los pobres (Lc 4,18-19). Es interesante notar que en la secuencia de la misa de Pentecostés, el Espíritu Santo es proclamado como padre de los Pobres (Pater Pauperum). Esta opción es también mariológica y es asumida por María, la Madre de Jesús (Lc 1,46-56). Esta opción es bíblica y evangélica y fue bellamente descripta por Dona Luzia de Itumbiara-Go, al decir: “La Biblia es el libro de los pobres, escrito para los pobres, hablando para los pobres: ¡basta de pobreza!

La opción por lo pobres continua siendo la piedra de toque de la Iglesia: “La opción por los pobres es una de las características que marca el rostro de la Iglesia latinoamericana y caribeña” (Aparecida, n.391). Es a partir de ella que se definen los modelos de la Iglesia. Ciertamente, ésta es la razón de los numerosos conflictos en el interior de la propia institución eclesial, pues ella exige un nuevo paradigma de organización eclesial diferente a los modelos existentes anteriormente, así como también apunta hacia un nuevo modelo de sociedad. En este sentido, los pobres se transforman en los nuevos sujetos eclesiales y también en los nuevos sujetos sociales. En la medida en que creemos en los pobres como sujetos y protagonistas de su propia liberación, comprendemos también la importancia del diálogo ecuménico que abre posibilidades del testimonio común y del diálogo inter-religioso [Verbete Diálogo inter-religioso = Faustino Teixeira] en la construcción de la nueva humanidad. Frente a la realidad de pobreza que vive la gran mayoría de los jóvenes latinoamericanos y caribeños, se entiende también el valor de la opción por los pobres asumida por los propios jóvenes (cf. Aparecida, n.446,e). Frente a la dura realidad de la miseria, la pobreza generada por la injusticia social, también se asume la opción por los pobres en la defensa de la ecología, pues quien más sufre con la devastación de “nuestra hermana madre tierra” son los pobres, especialmente las mujeres, los campesinos y los indígenas. A la luz de la opción por los pobres, también podemos verificar todo el ansia por cambios que estamos percibiendo en América Latina y el Caribe. Los pobres permanecían invisibles, pero hoy se están haciendo presentes en varios países latinoamericanos y caribeños e indican la necesidad de cambios estructurales, como también la posibilidad de otro mundo posible, para que haya vida y vida abundante para todos los seres humanos y también vida para toda la naturaleza.

 2.1 Entrada en las pastorales sociales, en los movimientos populares, sindicales, partidos políticos, movimiento ecológico

 Las pastorales sociales, fruto del compromiso de los cristianos y cristianas en la concretización de la opción por los pobres, colabora en la comprensión del compromiso político, en la importancia de una Iglesia comprometida con las luchas populares y comienzan el proceso de ciudadanía en las comunidades. Este proceso se da por el vínculo de las pastorales sociales con los movimientos sociales populares. A partir de la pastoral de la salud se abre la posibilidad de participación de los consejos de la salud local, municipal, estadual. Asumiendo la pastoral de la tierra (CPT), los cristianos y cristianas tienen la posibilidad de participar del Movimiento de los Sin Tierra (MST). Participando de la Pastoral Operaria (PO), hay un apertura para la participación en los sindicatos. Estando en la pastoral carcelaria, se abre la posibilidad de participar en el Movimiento Nacional de los Derechos Humanos, Amnistía Internacional, de relacionarse con el Ministerio Público. A partir de la pastoral de la Mujer Marginalizada (PMM) se entra en el movimiento de la mujer, se tiene apertura para la Marcha Mundial de las Mujeres. Al participar de la Pastoral de los Niños, se vislumbra la participación en los consejos del niño y del adolescente, como también en el consejo tutelar. De la pastoral de la fe y la política, se abre el horizonte para la participación en los partidos políticos. De esta misma forma, podemos ver la participación de los cristianos y cristianas de las CEBs en la Semana Social brasilera, en el Grito de los Excluidos, en las romerías de la Tierra y de las Aguas, en las romerías de los trabajadores/as.

En nombre de la fe, los cristianos salidos de las CEBs asumen y apoyan las luchas de los movimiento populares, de los pueblos indígenas, de los negros, de las mujeres. Participan de los movimiento ecológicos. A la luz de la Enseñanza Social de la Iglesia, participan del movimiento sindical, de los partidos políticos vinculados a los intereses de la clase trabajadora y, en algunos casos específicos, frente a la violencia institucionalizada (Medellín, n.16) y al pecado social (Puebla, n.28) existe la recurrencia a la lucha armada en algunos países de América Latina y el Caribe.

 2.2 Vínculo entre Fe y Vida

 Las CEBs utilizan el método Ver, Juzgar y Actuar que viene de la acción Católica y que fue aprobada por Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra (MM, n.235-236). Este método está presente en las Conferencias del Episcopado Latinoamericano y Caribeño desde Medellín (1968) hasta Aparecida (2007) y siempre presente en los Documentos de las Conferencias Nacionales de los Obispos de Brasil (CNBB). Es a partir de este vínculo que hubo una nueva experiencia de vivencia de la fe que generó un nuevo modelo eclesial y una nueva forma de hacer teología. Gustavo Gutiérrez relata de forma magistral esta articulación entre la inserción de los cristianos y cristianas en la lucha de la liberación de los pobres y excluidos y esta nueva forma de vivir, transmitir y celebrar la fe.

 La inserción en las luchas populares por la liberación ha sido – y es – el inicio de una nueva manera de vivir, transmitir y celebrar la fe para muchos cristianos de América Latina. Provengan de las propias camadas populares o de otros sectores sociales, en ambos casos se observa – aun con rupturas y por caminos diferentes – una conciente y clara identificación con los intereses y combates de los oprimidos del continente. Éste es el mayor acontecimiento de la comunidad cristiana de América Latina en los últimos años. Este hecho ha sido y continua siendo la matriz del esfuerzo del esclarecimiento teológico de la liberación (GUTIÉRREZ, 1981, p.245).

 El vínculo entre fe y vida, incluyendo la relación de la fe con la economía, la política, la cultura, la ecología, apunta a que el horizonte de liberación se amplíe enormemente, exigiendo una liberación económica, política, cultural, pedagógica, erótico-sexual, ecológica (DUSSEL, 2011) y revela también el vínculo entre evangelización y liberación presente en el Vaticano II. “Trabajen cristianos y cristianas y colaboren con todos los otros para estructurar con justicia la vida económica y social” (Ad Gentes, n.12; cf. Ad Gentes, n.21) y confirmada por Evangelii Nuntiandi de Pablo VI: “La evangelización no sería completa si ella no tomase en consideración la interpelación recíproca que hacen constantemente el Evangelio y la vida real” (cf. EN, n.29). La Evangelii Nuntiandi indica que el compromiso con la liberación en todas las dimensiones de la vida humana (economíaa, política, social, cultural-religiosa) no es ajena a la evangelización (cf. Evangelii Nuntiandi, n.30). Aun confirma que entre la evangelización y la liberación hay lazos de orden antropológica (el ser humano al ser evangelizado no es un ser abstracto, sino condicionado por el conjunto de los problemas sociales y económicos), lazos de orden teológica (no se puede separar el plano de la creación del plano de la Salvación del Ser humano), y también lazos de orden eminentemente evangélica (¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover la justicia, la paz?) (cf. Evangelii Nuntiandi, n.31). Las CEBs, por la conexión de la fe con la vida, se esfuerzan para que la liberación pueda abarcar todas las dimensiones de la vida del ser humano, buscando realizar el deseo expreso por Jesús que todos y todas puedan tener vida y vida en abundancia y también buscan seguir a San Pablo, preocupándose hoy con toda la creación (cf. Rm, 8,22-25). La participación en las luchas acarrea muchas persecuciones entre los pobres y entre aquellos y aquellas que, por libre opción, aun siendo de otras clases sociales, asumen el lado de los pobres y excluidos. Por eso, en toda América Latina y el Caribe encontramos mártires que, como Jesús de Nazaret, enfrentan la persecución y llegan hasta el extremo del derramamiento de la sangre. Son trabajadores y trabajadoras del campo y de la ciudad, indígenas, negros y negras, abogados y abogadas, religiosas y religiosos, padres, obispos. Muchos de éstos/as mártires salieron de las CEBs y expresan la dimensión profética de la/s Iglesia/as. La entrada de los cristianos y cristianas en la lucha de la liberación de los pobres y excluidos posibilita una nueva forma de vivir la fe, un nuevo modo de transmitir la fe y una nueva manera de celebrar la fe.

 2.2.1 Un nuevo modo de vivir la fe

A la luz del Concilio Vaticano II, los cristianos y cristianas de las CEBs movidos por el Espíritu del Resucitado, se preocupan con los problemas de la vida en sociedad y también con los problemas relacionados con la naturaleza, descubriendo que “las alegrías y las esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres y mujeres de hoy, sobre todo, de los pobres y de todos los que sufren, son también las alegrías y las esperanzas, las tristezas y angustias de los Discípulos de Cristo. No se encuentra nada verdaderamente humano que no les resuene en el corazón” (GS, n.1). Con esta espiritualidad, la vivencia de la fe exige dar respuesta a las necesidades en todas las dimensiones de la vida humana.

 2.2.2 Un nuevo modo de transmitir la fe

Con la fe vinculada a todas las necesidades humanas, la Palabra de Dios (Biblia) comienza a ser leída con una mayor complejidad, buscando dar respuestas a las cuestiones de la vida y a partir de la lectura realizada por los pobres (relación de clase), por las mujeres (relación de género), por las diferentes culturas (relación étnica), a partir de los niños, adolescentes, jóvenes, ancianos (relación de generación) y también iluminados por la teología de la creación, también se hace una lectura de la Biblia a partir de la defensa de la vida de la naturaleza (relación ecológica). Es en el seno de todas estas lecturas que también surge un nuevo modo de teologizar (Teología de la Liberación), así como una nueva catequesis con una dimensión martirial.

2.2.3 Un nuevo modo de celebrar la fe

El vínculo entre fe y vida hace que la liturgia sea vivida y se exprese a partir de las diferentes culturas y celebre las luchas en defensa de la vida, asumiendo las expresiones culturales del pueblo. Como afirma el papa Francisco, “naturaleza y cultura se encuentran íntimamente vinculadas. La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe” (EG, n.115).

 3 Desafíos para las CEBs en el inicio del siglo XXI

 A lo largo de este proceso histórico, el camino de las CEBs ha sido marcado por enfrentamientos y conflictos tanto en el interior de la Iglesia como en el seno de la sociedad. En el interior de la Iglesia se nota el enfrentamiento entre modelos de la Iglesia. La base de este conflicto está en la interpretación dada a los documentos del Concilio Vaticano II. Las CEBs tienen un papel protagónico en la perspectiva de un nuevo modelo eclesial que asume la eclesiología del Pueblo de Dios presente en el Concilio. En esta búsqueda de un nuevo modelo eclesial, surgen conflictos y persecuciones. En el seno de la sociedad, las CEBs se articulan, en prácticamente todos los países de América Latina y el Caribe, con las fuerzas populares que apuntan hacia un nuevo modelo de sociedad en la búsqueda de otro mundo posible y urgente, como ha proclamado el forum Social Mundial. [Verbete Fórum Social Mundial = Francisco Witacker]. Esta búsqueda por otro modo de organización de la vida en sociedad entra en conflicto con el neoliberalismo aun muy presente en los países latinoamericano y caribeños, acarreando conflictos y persecuciones que pueden llevar al martirio. De este modo, las CEBs son convocadas a fortalecer su camino en este nuevo momento eclesial en el que el Papa Francisco, en su Mensaje a las CEBs en oportunidad del 13º. Inter-eclesial, afirma que “las CEBs son un instrumento que permite al pueblo ‘llegar a un conocimiento mayor de la Palabra de Dios, al compromiso social en nombre del evangelio, al surgimiento mayor de la Palabra de Dios, al compromiso social en nombre del Evangelio, al surgimiento de los nuevos servicios laicos y a la educación de la fe de los adultos’ (Aparecida, n.178). Y recientemente, dirigiéndome a toda la Iglesia, escribía que las Comunidades de Base ‘traen un nuevo ardor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan la Iglesia’ (Exort. Ap. Evangelii Gaudium, n.29)”. Las CEBs buscan mantener los puntos esenciales para la construcción de un nuevo modelo eclesial y de un nuevo modelo de sociedad que tengan las marcas del reino de Dios anunciado por Jesús de Nazaret.

a) Mantenimiento de la opción por los pobres

Frente a la vulnerabilidad presente en nuestra sociedad y frente al neoliberalismo, la opción por los pobres es fundamental para la resistencia de los pueblos y defensa de la vida.

b) Teología de la Liberación

La Teología de la Liberación es también fruto de la opción por los pobres y necesita de nuevas profundizaciones frente a las nuevas exigencias del momento histórico actual, buscando dar respuestas para las cuestiones relacionadas con las culturas, la bioética, la sexualidad, la ecología.

c) Ministerios y la presencia de la mujer en la Iglesia y en las CEBs

 Hay una presencia mayoritaria de mujeres en los servicios y coordinaciones de las CEBs. Sin embargo, hay una contradicción entre la proclamación de la igualdad y la realidad de la desigualdad en las relaciones entre hombres y mujeres en el seno de las Iglesias cristianas pero, especialmente, en el seno de la Iglesia católica donde la mujer, por ser mujer, no puede asumir determinadas tareas y puestos de decisión, contrariando el principio de sacerdocio común a los fieles.

d) El diálogo inter-religioso y la lucha por la defensa de la vida y la naturaleza

Este desafío es el de todas las Iglesias y de todas las religiones, pues no habrá paz en el mundo si no existe la paz entre las religiones (Hans Küng, 2004).

 4 Concluyendo…

 Las CEBs son una invención del Espíritu Santo: “Una Iglesia que nace del pueblo por el espíritu de Dios” (I Intereclesial – Vitória, 1975). Ellas traducen una nueva experiencia eclesial a partir de los países latinoamericanos y caribeños, fundada en la sangre de muchos mártires que siguieron a Jesús en el compromiso con la justicia y con la vida para todos y todas.

Las CEBs han contribuido en varios países de América Latina y el Caribe con la transformación de la sociedad, gestando liderazgos en los más diferentes espacios de participación política. Son semilleros de agentes de transformación

Las CEBs con un papel protagónico, han colaborado en el cambio de rostro de las Iglesias locales e influenciado a las Conferencias Episcopales Latinoamericana y Caribeñas en la perspectiva de la construcción de una Iglesia Pueblo de Dios de acuerdo con los documentos del Vaticano II.

Las CEBs, siguiendo a Jesús de Nazaret, se empeñan en la construcción de otro mundo posible y urgente que anticipe el Reino de Dios en la historia.

Benedito Ferraro. PUC-Campinas. Original portugués.

 5 Referencias bibliográficas

 ANDRADE,WILLIAM C.. O Código genético das CEBs. São Leopoldo: Oikos, 2005.

AZEVEDO, Marcelo. Comunidades Eclesiais de Base e enculturação da fé: A realidade das CEBs e sua tematização teórica, na perspectiva de uma evangelização inculturada. São Paulo: Loyola, 1986.

Bento XVI. Palavras do Papa Bento XVI no Brasil. São Paulo: Paulinas, 2007.

BOFF, Clodovis et al. As Comunidades de Base em questão. São Paulo: Paulinas, 1997.

BOFF, Leonardo. Eclesiogênese: As comunidades eclesiais de base reiventam a Igreja. Petrópolis: Vozes, 1977.

DORNELAS, Nelito N. (org.). Ecumenismo e evangelização inculturada: Comunidades Eclesiais de Base. São Leopoldo: CEBI, 2005.

DUSSEL, E. Filosofia da libertação: Crítica à ideologia da exclusão. São Paulo: Paulus, 2011.

GUTIÉRREZ, Gustavo. A Força histórica dos pobres. Petrópolis: Vozes, 1981.

______. Teologia da Libertação: Perspectivas. São Paulo: Loyola, 2000.

KÜNG,H., Religiões no mundo: em busca dos pontos comuns. Campinas-SP: Verus, 2004.

OROFINO, Francisco; COUTINHO, Sérgio R.; RODRIGUES, Solange S. (Orgs.). CEBs e os desafios do mundo contemporâneo. São Paulo: Iser Assessoria e Paulus, 2012.

TEIXEIRA, Faustino L.C. A Gênese das CEBs no Brasil: Elementos explicativos. São Paulo: Paulinas, 1988.

______. Os Encontros Intereclesiais de CEBs no Brasil. São Paulo: Paulinas, 1996.

Revelación

Índice

1 El significado de la Revelación y la Revelación divina

1.1 A partir de la historia de las culturas, de las filosofías y de las religiones

1.2 El camino salvífico de la Revelación de Dios

2 La Teología y la Revelación

2.1 La interpretación teológica de la Revelación

2.2 La enseñanza de los Concilios Ecuménicos Vaticano I y II

3 La actualidad de la Revelación como núcleo de la existencia cristiana

3.1 La tradición cristiana hoy, desde la Revelación hasta el dogma

3.2 La misión comunicadora de la Iglesia

4 Referencias Bibliográficas

1 Significado de la Revelación y la Revelación divina

 “Revelación” es la denominación que se le da al acto de revelar, de volver claro y comprensible alguna cosa por medio de una comunicación. La palabra proviene del término latino revelatio que, etimológicamente, se refiere a la acción de “retirar el velo” a algo o a alguien y, así, revelar lo que anteriormente estaba escondido.

 La revelación de una persona a otra persona coincide con el acto de darse a conocer. De un modo general, la Revelación divina es la experiencia de la adquisición de un conocimiento transmitido por Dios al hombre. Esta transmisión al hombre se da en una comunicación en la que Dios no comunica cosas, sino que comunica a sí mismo, y de allí la Teología utiliza la bella expresión: “auto-comunicación” de Dios, con la que perseguimos el misterioso contenido de la Revelación, que es el propio Dios.

 En este sentido, el cristianismo entiende que Dios, revelándose a través de la Palabra y de los acontecimientos de la historia, se da a conocer, se manifiesta. Por otro lado, la cuestión filosófica del significado de la revelación pasa por la experiencia radical de cómo el hombre puede percibir el infinito en su finitud.

 Para comprender el misterio de la Revelación divina es preciso percibir que, además de ser históricamente humana, la auto-comunicación de Dios se transforma en intercomunicación entre los hombres, porque solamente en ella y a través de ella el hombre puede ejercer su libertad de acatar o no esa comunicación que es realizada bajo la forma de una oferta (RAHNER, 1989, p.233).

 Los siglos vividos por el cristianismo nos muestran que la experiencia de la fe no es solamente histórica, como exige del creyente la percepción de su condición de “criatura”, o que solamente tiene sentido si la consideramos en la relación originaria con Dios como Padre y, por lo tanto, Creador. Con esto, se hace la salvedad de que en la teología cristiana, entre los términos criatura y Creador, se coloca otro: el término “relación”, relación que se da en un encuentro entre personas, encuentro que llamamos espiritual (RAHNER, 1989, p.96).

El encuentro no es espiritual cuando se habla de Dios, sino cuando se intenta oír el Dios que habla en el relato, que cuenta la manera cómo elige o la manera cómo alguien actúa, en relación a Él. Dios no entra, pues, en la relación del encuentro espiritual objetivado como un tema sobre el cual dos personas hablan, intercambiando ideas. El encuentro es espiritual cuando Dios sucede, como aquel en el que dos personas se encuentran, se escuchan precisamente a través de las palabras que una le dice a la otra (MORO, 2006, p. 23-40).

 Si estamos afirmando que la Revelación cristiana se da en la historia y en un encuentro humano, los cristianos deben admitir que ese encuentro es permitido a todo y a cualquier hombre, sea cual fuera el caldo de cultura en el que él esté sumergido y, además de esto, sea cual fuera el fundamento de su propia fe.

 1.1  A partir de la historia de las culturas, de las filosofías y de las religiones

 La Ciencia de la Religión no comprueba la existencia de una revelación primitiva, lo que no permite encajar todas las nociones de revelación como mera filosofía. Inclusive, porque la fenomenología de las religiones confirma la revelación como parte de la auto-comprensión de todas las religiones que se toman como creaciones divinas, y no se aceptan como meras construcciones humanas. En este sentido, la Metafísica, que ya es una Filosofía de la Religión debe reconocer a Dios como aquel que es libre y desconocido y “debe comprender a la persona humana como el ser que vive en la historia y en ella oye una eventual revelación de este libre desconocido” (RAHNER, 1941, p.8).

En el islamismo, el contenido de la Revelación es el inescrutable designio de Dios, que gobierna todas las realidades del mundo, y que se revela como mandamientos. Así, no existe la promesa de una participación en la vida divina, lo que da a los cristianos las bases de una historia de la salvación.

Si observamos el mundo Oriental asiático, representado por los adeptos de los sistemas filosóficos y religiosos de la India, veremos que el Todo no es otra cosa que el Yo plenamente realizado. Al hablar del Absoluto, que algunos llaman Dios, otros el Sí Mismo, o el Todo, o el Ser, Ramakrishna decía: “No hay ninguna diferencia si llamáis de Tú o si pensáis Yo o Él”. Ya en Occidente, representado por la Teología católica y protestante europea, concebimos a Dios como el Tú del hombre (ROUGEMONT, 1957, p.17).

Resulta curioso observar que en la religión africana el mundo visible y el invisible (de los antepasados muertos) se presentan en una unidad en la que el elemento central es la vida en toda su amplitud, a partir de allí y teniendo en cuenta que la ética valoriza lo que trae más vida, como la fertilidad, la solidaridad del clan, el respeto a la naturaleza, se destaca el papel desempeñado por los ritos, por medio de los cuales se da y se recibe la vida (MIRANDA, 1998, p.89).

En la medida en que el conocimiento racional predomina, la revelación está menos enfatizada en las demás religiones. No obstante, desde los más arcaicos estadios de conciencia religiosa, existe en el hombre un deseo de experimentar el fundamento primordial del mundo. Este deseo surge en olas que parten del primer principio y se presenta como algo comprensible, y más raramente como un ser personal. Este principio es también la meta de toda la inducción, de donde se extraen los hechos conocidos y es lo que da sentido a todo. De estas concepciones de Dios resultan opciones radicalmente diferentes, y aquí “entra en cuestión el juego del mito: nosotros y el otro” (LIBÂNIO, 2014, p.25). También aquí despunta la gran cuestión filosófica de nuestro tiempo, o sea, la crisis de identidad o del tiempo en que reina lo que Bruno Forte llama de “la provocación de la diferencia, la inquietud de la alteridad, donde lo que nos inquieta es el otro, que nos hace indagar dónde y cómo el otro se presenta”. Y en esta cuestión del otro está embutido el tema de la Revelación, como “el tema del otro y de la responsabilidad para con los otros, expresada en la conjugación suprema entre ‘resistencia y revelación’” (FORTE, 2010, p.11).

Es importante observar que muchas insatisfacciones y sufrimientos llevan al ser humano hacia las religiones. Aunque las experiencias salvíficas o significativas, experimentadas en las diversas religiones sean distintas, las religiones pueden ofrecer sentido a lo que muchas veces se presenta al hombre como ‘sin sentido’. Al relatar sus experiencias, “el hombre ‘siente’ esta sintonía con el otro, volviendo posible ‘ponerse de algún modo en el lugar del otro’” (MIRANDA, 1998, p.88-90).

1.2 El camino salvífico de la Revelación de Dios

Los cristianos siempre intentaron decir por medio de fórmulas breves, hasta en una única palabra, lo esencial de aquello que los anima. En este sentido encontramos las palabras camino, misterio, doctrina, tradición, siendo que el término Evangelio, palabra preferida de Jesús de Nazaret y de los primeros cristianos, es el más marcante, puesto que anuncia la buena nueva. Desde el siglo II, el término Evangelio designa los cuatro relatos canónicos que marcan el itinerario de aquel que anunció en primer lugar (THEOBALD, 2002, p.15).

Ya la idea de revelación es usada para explicar la relación entre Dios y el hombre, considerando que Dios no revela nada de lo que podemos o podremos un día saber por nosotros mismos: hay una única cosa para decirnos, un único misterio para revelarnos: es Él mismo y Él mismo como destino de la humanidad. En este sentido, el término revelación se transformó en una palabra clave para decir lo esencial de la tradición cristiana al vincular revelación y fe, algo que se da al oír a Dios.

Este oír implica la postura cristiana del oyente de la Revelación y nos remite a las Escrituras, al Antiguo y al Nuevo Testamento, en la medida en que ellos nos señalan el Dios que revela su bondad y misericordia y, en este sentido, las Escrituras pueden ser vistas como Revelación divina. Es la Revelación de Dios, en auto-comunicación, a través de las palabras (Dei Verbum, n.2, 8, 9, 25).

El AT afirma que el hombre solamente puede conocer a Dios cuando Él se da a conocer, o cuando Él decide revelarse (Dt 4, 32-34). Se debe destacar que en el AT revelación no es un sustantivo sino un verbo, representado como “divulgar”, “anunciar” y “presentar”. No se restringe a la Revelación divina, sino que indica también la acción de divulgar y conocer en las relaciones humanas.

Así, en la tradición bíblica, el velo puesto sobre el rostro (Ex 34, 32-35) y sobre los pueblos (Is 25, 7) indica que la experiencia de revelación se sitúa primeramente en el interior de la relación humana y en la historia, de tal modo que la propia historia se vuelve el espacio de la decisión humana, en la que el hombre debe responder, aceptar la propuesta del camino ofrecido por Dios, agradecer la ayuda de Dios y servir, en la historia de la salvación, como fue afirmado anteriormente.

La historia humana solamente pasa a ser entendida como historia de la salvación cuando la experiencia de la palabra de Dios entra en escena como palabra en acción, como Palabra que da vida, en una historia que es interpretada de la parte de Dios por los profetas y por la ley (Gn 1; Salmos 147,15-18; Dt 8,3, Salmos 106, 9; 107, 20; Is 50, 2; Jr 18,18; Dt 1,1-18). De acuerdo con el AT, Dios se revela en la historia como una promesa para los hombres de todas las naciones, revelando la meta del hombre y la de su historia, al mostrarlo a sí mismo como pieza activa en la historia.

En NT, el concepto de revelación difiere en Pablo y en Juan. San Pablo describe “revelación” como los verbos “revelar” y “manifestar”, que también se usan en el AT. Además, él usa el sustantivo “misterio” que viene de la literatura sapiencial y apocalíptica del judaísmo. Ya la teología de San Juan, aunque permeada por la noción de revelación, no utiliza el sustantivo “revelación” y el verbo “revelar” apenas aparece una vez, cuando él cita el AT (Jo 12, 38), lo que sumado a la ausencia del término “misterio” y al uso de “manifestar”, indica una opción por el vocabulario helenista. El punto de partida es todavía judaico – la invisibilidad total de Dios -, pero el propósito es enfatizar que Dios es apenas visible y alcanzable en la encarnación, en las palabras y en la vida de Jesús, volviendo clara la distinción entre la revelación en el Nuevo y el Antiguo Testamento.

Se observa que el cumplimiento de todas las promesas de la Revelación en Cristo no hace de Jesús el medio de un ciclo de comprensión linear del tiempo en la historia de la Revelación, ni absorbe escatológicamente la historia de la humanidad en la historicidad de una decisión definitiva de fe. Tales nociones corresponden más a una pre-comprensión filosófica, no haciendo justicia a la comprensión bíblica de la historia de la Revelación.

La doctrina del NT es que Jesús, la Revelación de Dios a la luz de las promesas del AT, es la anticipación de todas las promesas en la historia de la salvación. En los eventos de esta historia, el acto salvífico definitivo de la resurrección de Jesús, en anticipación a la realización de la futura resurrección de los fieles, no disminuye el valor del tiempo presente. En verdad, propicia una apertura al futuro que brota a partir del cumplimiento de un pasado de promesas.

La resurrección de Jesús es la autorrevelación del deseo de Dios vivo de que el hombre debe tener vida. Dios se revela en la historia que se desarrolla entre las palabras de la promesa y que une pasado y presente en la apertura al futuro definitivo, en una celebración de la participación del hombre en la vida de Dios. Es en este sentido que Lucas mapea el tiempo como una “historia de salvación” con:

1) el tiempo de la promesa (Antiguo Testamento);

2) el tempo del cumplimiento de la promesa (la actuación de Jesús); y

3) el tiempo de la vida de los cristianos en el mundo, reunidos en la Iglesia y animados por el Espíritu Santo.

2 La Teología y la Revelación

El tema de la Revelación es tratado en la Teología que llamamos “Fundamental”, vocablo en que la etimología habla del fundamento y, como sabemos, “la metáfora del fundamento indica precisamente la naturaleza estable, inmutable de la realidad. Fundamento que no cambia. Si eso sucede, el edificio caería” (LIBANIO, 2014, p.17).

  Por eso, la teología busca hablar de verdades reveladas por Dios y enseñadas por la Iglesia como eternas, definitivas, inalterables, a partir del desafío que nos viene del mundo en constante cambio, y donde se construirá la Teología que pueda dar respuestas al hombre, a partir de la propia Revelación.

  En la historia y en la tradición recientes, el concilio Ecuménico Vaticano II nos recuerda que la postura de la Iglesia y de los fieles es la de los oyentes de la Revelación y, por consiguiente, debemos actuar con la humildad de quien admite que su conocimiento es parcial, acatando la presencia de las nociones no cristianas de revelación donde quiera que ellas indiquen y promuevan la paz entre todos los hombres (Lumen Gentium, n.13-17; Nostra Aetate, passim).

2.1 La interpretación teológica de la Revelación

La teología debe ser pensada como reflexión sobre la fe, donde la Revelación de Dios tiene fuerza desmitificadora, o sea, presenta a Dios como fuente de verdad, de justicia, de solidaridad y de amor. Debemos estar alertas en cuanto a los contextos culturales de mitos y anti-mitos que esconden y camuflan las realidades básicas de la fe y, no raramente, mueven intereses opuestos al proyecto salvador de Dios, mientras que, al lado de los mitos surgen también los ídolos que se baten fuertemente contra la fe cristiana (LIBANIO, 2014, p.41).

La teología parte de la premisa de que la Palabra es insustituible a la revelación personal e histórica de Dios y que alcanza en primer lugar la singularidad espiritual del hombre. Esto significa que, por su trascendencia, Dios nos concede la posibilidad de oírlo y de acogerlo en la fe, esperanza y caridad. Y es por medio de este actuar que Dios no rebaja al hombre a la condición de mera criatura finita. Al contrario, nos está dirigiendo la Palabra que toca al hombre como manifestación de sí mismo, en una relación – entre el Dios que se acerca y el hombre que en él se resguarda – que se transforma en Revelación de Dios, en la medida en que es a sí mismo que Dios se manifiesta en la Revelación (se auto-comunica).

La proximidad y la constancia de esta manifestación divina llevan al hombre a admitir que Dios no se aleja de nosotros, ni cuando alcanzamos nuestro camino ni cuando lo erramos. Es esta proximidad absoluta de Dios lo que genera la indulgencia de un Dios que está siempre listo para perdonar. Por eso, podemos decir que Dios es quien, en su indulgente proximidad, se entrega al hombre como la plenitud de la absoluta ilimitación trascendental, como quien quiere mostrar la imagen de Dios invisible, que San Pablo nos enseñó (Col 1,15).

Ese Dios que quiere revelarse, y se revela a su criatura en palabras, permite decirse al hombre de manera absoluta. Absoluto, que “parece relativizarse a sí mismo, pues solo lo relativo se relaciona; parece salir de sí, despojarse, vaciarse de sí, desapropiarse y deformarse en esta relación en la que lo inmutable y eterno, el Logos, se hace carne”     (MORO, 2003, p.370).

Hay, pues, dos relaciones: la del hombre en su mundo y con sus pares y la del hombre con Dios, lo que puede ser dicho como una relación que consiste en la acogida de la auto-comunicación que Dios le da al hombre, y a la desafiante comunicación de esta relación a los hombres de todos los tiempos. La práctica cristiana de dos milenios, de llevar al cristianismo a los “confines del mundo”, implica comprender que solamente fue posible ejercer este ardor misionero “comunicador” porque hay un Dios personal que desde siempre se comunica y renueva su auto-comunicación, como dice San Ignacio, en una eterna relación con “todos y con cada uno de nosotros en particular”.

2.2 La enseñanza sobre la Revelación en los concilios Ecuménicos Vaticano I y II

La Iglesia, que pretende estar siempre activa en el mundo, solamente permanecerá si retoma su propio camino y percibe los puntos desde dónde deben partir las nuevas discusiones que buscan superar los antiguos desafíos. Veamos un ejemplo que pone en cuestión la auto-comunicación de Dios y admite la Revelación como punto de partida para el Ecumenismo, el diálogo inter-religioso y con la cultura.

En la teología escolástica surgió la cuestión de la doctrina del Concilio Vaticano I ((Dei Filius, Cap. II), según el cual se puede conocer a Dios por la llamada “luz natural de la razón humana”. La cuestión es si hay oposición entre el Dios de la razón y el Dios de la revelación, o sea: si este conocimiento también se refiere a Dios – no solo como fundamento original del mundo – como creador del mundo en un sentido estricto o de nuestra condición de criatura que también es parte de los datos que se pueden conocer a través de la luz de la razón natural.

Al acompañar la historia de la Iglesia, vemos que el concilio Vaticano I no responde a esta cuestión, en verdad enseña que Dios es el creador de todas las cosas, que él las creó y continúa creando desde la nada, pero nada se dice sobre si esta afirmación es meramente filosófica o si solamente puede ser realizada en el interior de la Revelación y, por lo tanto, de la auto-comunicación personal de Dios (RAHNER, 1989, p.97). Esta cuestión vino a ser superada en el concilio Vaticano II, con la Dei verbum, que así lo aclaró en su Cap. I,6: “Por la Revelación divina quiso Dios manifestar y comunicar a sí mismo y a los decretos eternos su voluntad sobre la salvación de los hombres, ‘para hacerlos participar de los bienes divinos, que superan enteramente la capacidad de la mente humana’”

Es importante reiterar que la cuestión se coloca dogmáticamente frente a lo que es fundamental para una teología abierta al diálogo ecuménico, a la unión entre los cristianos. Según testimonios, antes de la apertura del Concilio, la Revelación ya era considerada tema central, tanto en la doctrina católica como en el movimiento ecuménico, puesto que la relación entre Escritura y Tradición constituía el objeto principal del mal entendido (del conflicto) entre católicos y protestantes. El “esquema” preparado antes del Concilio dividió la asamblea y los relatos nos muestran que éste fue el momento de mayor crisis en el Concilio. “Una verdadera guerra donde comenzaron a circular contra-proyectos firmados por teólogos de proa, como K. Rahner y Y. Congar, hasta que en abril de 1964, el esquema ganó nueva redacción con una tonalidad más bíblicas” (SESBOÜE, 2002, p.419-22).

Obsérvese en el ejemplo dado que la solución traída por la Dei Verbum, en lo referente a la Revelación, aunque como un acto de comunicación de Dios por él mismo, mediante, sobre todo, Jesús Cristo, de que un conjunto de “verdades” transmitidas, cumple exactamente la previsión en la que Rahner dice que el Vaticano II tuvo este papel de “comienzo del comienzo”, en donde por primera vez la Iglesia católica se coloca como una iglesia para el mundo, asumiendo la multiplicidad de culturas y, consecuentemente de las teologías, de todas las teologías cristianas.

Debe resaltarse también que el concepto de auto-comunicación de Dios no es apenas una de las cuestiones que el Concilio Ecuménico Vaticano II superó, sino que en él está la condición de posibilidad necesaria para que todas las iglesias cristianas puedan, con este fundamento teológico, partir para la gran aventura que nos aguarda en “Teología del Futuro”, que hoy se vislumbra en el diálogo creciente no apenas entre las iglesias cristianas, sino también entre las iglesias no cristianas, por entender una necesidad decurrente del estrechamiento de las relaciones humanas.

3 La actualidad de la Revelación como núcleo de la existencia cristiana

El deseo salvífico universal de Dios es la base del cristianismo que caracteriza a Dios como saliendo de sí mismo para entregarse a otro, con el fin de hacerlo participar de su felicidad. La expresión máxima de esta auto-comunicación divina se da en la encarnación del Hijo de Dios.

Naturalmente sabemos esto por la Revelación de Dios en Jesús Cristo, quien nos manifestó el Misterio como Padre y a la fuerza interior que actúa en nosotros como el Espíritu, pues la acción salvífica divina alcanza el núcleo de nuestra persona, donde las facultades están aún en una unidad. Inteligencia, libertad, afecto, fantasía, memoria, así integradas en lo más profundo de la persona, reciben el impacto de la acción salvífica (MIRANDA, 2006, p.268).

El impacto de la acción salvífica, con la que Dios deja transparentar algo de sí, es experimentada por el hombre que la exhibe como una marca en su vida. Por esto, Rahner no se cansó de afirmar que la existencia cristiana, marcada por el impacto de esta acción salvífica, abarca toda nuestra existencia construyendo, así, nuestra propia identidad (RAHNER, 1989, p.12).

Nuestra identidad es traducida actualmente a través del concepto de dignidad humana, que para los cristianos es inmanente al hombre, así universalizando la igualdad entre los hombres sobre la faz de la tierra, todos nosotros, los hijos de Dios. Debe resaltarse que este concepto nos fue ofrecido por Jesús de Nazaret, Palabra de Dios, aceptada y vivida en la comunidad que llamamos Iglesia, según el testimonio de fe que recibimos y trasmitimos desde los apóstoles de Cristo.

En este sentido, la Revelación es trabajada como “proyecto salvífico de Dios en el medio de los hombres, reafirmándoles la dignidad humana. En este contexto, ninguna realidad humana le suena ajena o extraña y los valores éticos y cristianos se relacionan mutuamente” (LIBANIO, 2014, p.51).

Inmersos en la cultura plural de nuestros días, sabemos que pertenece a la naturaleza humana inquirir y cuestionar las realidades fundamentales de la vida. Las ciencias surgen para responder a las angustiantes interrogaciones del corazón humano. Los filósofos resumen estas indagaciones en algunas formulaciones: ¿por qué existen cosas y no la nada? (Leibniz, Heidegger). En el AT, Moisés preguntó a Dios: “¿Cuál es su nombre? (Ex. 3,13). ¿En la Iglesia, la apologética tradicional preguntaba cómo hablar de Dios en un mundo racionalista? ¿Deísta? ¿Ateo? Esta forma de cuestionar continúa presente, por eso las tareas de la Teología que piensa la Revelación no cesaron. Cambiaron. Siguen reales y urgentes (LIBANIO, 2014, p.67).

 3.1 La tradición cristiana hoy, desde la Revelación hasta el dogma

 En este contexto cristiano, debemos observar la relación entre Revelación y la actuación efectiva del Espíritu Santo a lo largo de la historia de la Iglesia, o sea, entre la tradición de la “Verdad eterna” y la posibilidad de una mejor expresión de esta misma Verdad, lo que algunos autores llaman de “evolución del dogma”. Esta es una de las tareas más arduas a la que la Iglesia católica tuvo que enfrentarse en los últimos milenios, en la lucha por el uso de las palabras que siempre intentan expresar mejor el contenido del dogma, o sea, el contenido revelado, que es Dios.

 En este sentido, contamos con la acción del Espíritu Santo, acción que tiene como ámbito privilegiado la propia Iglesia, como afirma santo Irineo, alrededor del año 180 de nuestra era: “ Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia. Y el Espíritu es Verdad” (IRINEU, 1995, p.359).

 La tarea de expresar la Verdad eterna implica la noción de “tradición” para todos los tiempos, considerando que el cristianismo es una religión de revelación, basada en un evento histórico salvífico: la vida, el actuar y la muerte de Jesús de Nazaret que afirmamos, en la fe, haber sido resucitado por Dios. El Concilio Ecuménico Vaticano II enseña que la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que es y todo en lo que se cree, siendo en ella que se desarrolla la tradición de los apóstoles, gracias al Espíritu Santo (Dei Verbum, n.8).

 La pregunta que se hace es sobre el contenido de la tradición, porque la fe Cristiana debe ser capaz de expresar el evento histórico (y salvífico) Jesús Cristo de forma tal de hacer accesible la Revelación de Dios a todos los hombres, en todos los tiempos. El pasar de los siglos presentó nuevas dificultades frente a la experiencia cultural de cada tiempo. Por eso la historia en la que se revela la “evolución del dogma” es la historia de la progresiva manifestación del misterio que llega al hombre por el poder del Espíritu Santo.

En conocimiento de esta naturaleza, debemos seguir un principio, una vez que la Verdad revelada es siempre la misma y expresa algo que la Iglesia se apodera como parte de la Revelación a ella confiada, como objeto de su fe incondicional. Este principio limita el contenido del dogma porque excluye objetivaciones de sentimientos, actitudes y mentalidades mutables y que se prenden a una determinada época histórica y no a otra. El riesgo que existe en el hombre al adoptar estas proposiciones, que son frutos de su época, es el de incidir en un error que lo desvíe de la verdad.

Por otro lado, el hombre al hablar, jamás alcanza las consecuencias reales que se deducen de sus palabras, porque todo lo que decimos jamás corresponde a la expresión plena de lo que realmente queremos decir. Pero cuando Dios habla no sucede lo mismo. Por eso, Dios mismo dice lo que solo en la historia viva de lo que fue dicho se revela como dicho, o sea, no es lo que Dios pronunció en su sentido proposicional inmediato, sino lo que comunicó y, por eso, podemos creerlo como un saber suyo.

Allí está el núcleo central del cristianismo, cuando afirma la Revelación como evento salvífico, implica una “comunicación de Verdades” que, en la historia de la salvación, alcanzó en Cristo su punto máximo, incapaz de ser superado. Por eso, el cristianismo no es una fase de la historia sustituible por otra; el cristianismo es el evento que apunta hacia la eternidad auténtica, que pertenece a lo que está más allá de toda Revelación de Dios.

3.2 La misión comunicadora de la fe de la Iglesia

Después de la Segunda Guerra Mundial, surge en Francia la “Nueva Teología” propugnando la “vuelta a las fuentes”, la aplicación de los métodos históricos-críticos, colocando a la Teología más cerca de la vida de las personas, en una revolución de valores que defiende la evolución del dogma. La Nueva Teología busca contacto con la vida, intenta participar de ella y explicarla. Integra teología y espiritualidad (LIBANIO, 2014, p.74).

Este contexto refleja el nuevo clima de pensar la Revelación, ya no a partir del concepto abstracto de revelación ni del dios de la filosofía, sino de recurrir al hecho de la Revelación a lo largo de la historia, caracterizando la religión del AT por la afirmación de una intervención de Dios en la historia, debido únicamente a su libre decisión. Concebimos esta intervención divina como el encuentro de alguien con alguien: de alguien que habla con alguien que oye y responde. Dios se dirige al hombre como un señor a su siervo, lo interpela, y el hombre que oye a Dios responde por la fe y por la obediencia. El hecho y el contenido de esta comunicación nosotros lo llamamos de Revelación (LAUTOURRELLE, 1992, p.13).

En síntesis, la teología necesita lidiar con la Revelación (auto-comunicación de Dios) de un modo reflexivo para ser entendida por la mente humana, lo que exige una comprensión del ser y del hombre, esto es filosofía. Por eso, la mediación teológica de la Revelación ocurre por medio de la filosofía, y la filosofía y la teología constituyen un todo en la apropiación receptiva-reflexiva de la palabra de la Revelación (METZ apud DONCEEL, 1969, p.6).

En este sentido, la Revelación marca el entrelazamiento de temas y la complejidad de la realidad del cristianismo, acompañando la trama que envuelve a Dios, al hombre y a la realidad creada. A pesar de las dificultades, es éste el camino que ilumina tanto nuestra experiencia de Dios como nuestra vivencia cristiana. Penetrar en esta trama de reflexiones significa entender nuestra relación con Dios, el significado que podemos atribuir al mundo, la historia y el tiempo.

Esto refuerza el entendimiento de que la auto-comunicación de Dios es un proceso que acompaña la historia humana, en lo que llamamos historia de la salvación; y Revelación es donde se da, histórica y progresivamente, la experiencia de esta auto-comunicación. La prioridad que debemos dar a la comunicación de los datos de la fe estará para siempre relacionada al hecho de que la “Buena Nueva” debe ser oída y entendida, de manera de propiciar que su oyente haga de las experiencias allí relatadas con el Señor una experiencia real de este mismo oyente, experiencia que lo transformará de mero oyente en alguien que se relacione con nuestro Señor Jesús Cristo de modo único, personal e irrepetible.

Si alejamos la comprensión de los Evangelios de este modo existencial de vida, ellos jamás propiciarán el evento que culmina en la apropiación de esta experiencia a la existencia del hombre como un todo. El cristianismo es dinámico y así se ha mantenido ya por casi dos milenios, acompañando la visión de mundo del hombre, que siempre surge con nuevas cuestiones particulares que la universalidad del cristianismo no puede ni quiere despreciar.

Sabemos que si la existencia cristiana no puede ser vivida en la interioridad de cada hombre, ella se da en la acogida amorosa de una invitación (auto-comunicación) de Dios, invitación que, cuando acogida, sobrepasa todas las instancias de nuestra realidad en una oblación que transforma la totalidad de la vida del hombre en lo que llamamos de existencia cristiana, y que ya no puede ser renegada por un acto de libertad plena del propio hombre. Aunque doloroso, es pertinente recordar que esa postura, en el extremo, es lo que llamamos de martirio, señalado por el papa Francisco como algo más frecuente hoy que en los inicios del Cristianismo.

Jussara Filgueiras Dias Santos Linhares. FAJE. Texto original portugués.

 4 Referencias bibliográficas

 FORTE, B. À escuta do Outro. 2.ed. São Paulo: Paulinas, 2010.

IRINEU DE LIÃO. Contra as heresias: denúncia e refutação da falsa gnose. 2.ed. São Paulo: Paulus, 1995.

KRAUSS, M. Karl Rahner: I Remember. New York: Crossroad, 1985.

LAUTURRELLE, R. Teologia da Revelação. São Paulo: Paulinas, 1992.

LIBANIO, J. B. Introdução à Teologia Fundamental. São Paulo: Paulus, 2014.

METZ, J. B. apud DONCEEL, J. Philosophy of Karl Rahner. Enumclaw: Magi Books, 1969.

MIRANDA, M. O cristianismo em face das religiões. São Paulo: Loyola, 1998.

––––––. A Igreja numa sociedade fragmentada. São Paulo: Loyola, 2006.

RAHNER, Karl. Curso Fundamental da Fé: introdução ao conceito de cristianismo. São Paulo: Paulinas, 1989.

______. Hearer of the Word: laying the foundation for a Philosophy of Religion. New York: Continuum, 1994.

______. Teologia e bíblia. São Paulo: Paulinas, 1972.

ROUGEMONT, D. de. L´aventure occidentale de l´homme. Paris: Albin Michel, 1957.

SESBOÜE, B. (dir.) O Deus da Salvação. São Paulo: Loyola, 2002.

THEOBALD, Christoph. A Revelação. São Paulo: Loyola, 2002.

Moro, Ulpiano Vázquez. A configuração do cristianismo numa cultura plural. Perspectiva Teológica, Belo Horizonte, n.70, set-dez. 2003.

______. A nova imagem do orientador espiritual e sua função. Revista de Itaici, n.65, ano 16, set. 2006.

 Para saber más

 RAHNER, K. Sobre o problema da evolução do dogma. In: O dogma repensado. São Paulo: Paulinas, 1970.

______ ; VORGRIMLER, Herbert. Theological Dictionary. New York: Crossroad, 1985.

SCHILLEBEECKX, E. História humana: revelação de Deus. 2.ed. São Paulo: Paulus, 2003.

Mediaciones

Índice

1 Religiones

2 Símbolo y lenguaje

3 Escrituras

4 Iglesias

5 Magisterio

6 Referencias bibliográficas

Es inconcebible para el pensamiento humano racional descifrar totalmente la relación entre Dios y el mundo. ¿Cómo hacer para soportar el supuesto contacto directo con Dios? A partir de allí es inevitable intuir intermediarios y/o caminos (methodos) que viabilicen el puente entre, por un lado, el Todo, el Ein-Sof, Brahman, el Supremo, el Tetragrama y, por otro lado, todo lo que analógicamente puede ser llamado de “otro lado”. Otra manera de concebir la osadía de esta reflexión es suponer que el Mundo sea el puente que intermedia la comunicación deseada entre Yo y Dios.

Todas las religiones siempre supieron que tenían que tener en cuenta este puente inter-realidad (o entre realidades). Las jerarquías celestiales previstas por la angeología son un ejemplo de ésto y conocido por las teologías monoteístas. El cristianismo moderno lidia mal con estos temas, aun cuando sean clásicos de la historia de las religiones y de la teología cristiana.

Pero si no hay conexión inmediata, ni mucho menos identificación plena entre el Todo (o totalidad) y el todo, entre el Creador y “toda carne” (Is 40ss), la categoría “mediación” tal vez sea el principal vector, o aun la “condición de posibilidad”, para que haya teología sobre cualquier temática.

Entonces, si pienso la relación entre el yo y el Otro en el medio están los otros. Según la tradición bíblica, en el trayecto del ser humano para Dios el puente/o atajo es acoger al pobre. El pobre hace la conexión entre lo que todavía no es amor y el Amor. En igual medida, la mente hace el enlace entre mi cuerpo y Dios, o sea, entre la conciencia y lo que aun no es conciente. La Palabra está en el medio, entre el sonido y lo que aun guarda silencio. La imagen, cuando madura, se convierte en Arte y relaciona las cosas visibles a las invisibles. La ley (torah) define lo establecido, las reglas del juego, y así posibilita que la creatividad invente/improvise dentro de los límites dados. El dogma no es otra cosa que la “puntuación” (SEGUNDO, 2000) que marca lo que ya sabemos y apunta hacia la dirección en la que se puede saber más. Por detrás de él, al construirlo y protegerlo, está la comunidad, el ámbito de la comunión que sucede en el medio del camino. Que no alcanza nada sin la mediación de amigos espirituales, siendo el mayor de todos aquel que los cristianos llaman Jesús, viendo en él el punto de conexión entre el Dios intangible y la creación en evolución.

La noción de revelación ratificada en el Concilio Vaticano II (Dei Verbum) asume un presupuesto apreciado por los teólogos católicos como Karl Rahner, entre otros: la revelación como auto-comunicación divina, o sea, una comunicación interpersonal y no una colección o lista de afirmaciones doctrinales. No como un mero depósito de informaciones correctas, y sí como el camino (pedagogía divina: DV 15) en dirección a la verdad final.

Entendida como educación, la concepción cristiana de la revelación parece decir que, más importante que el contenido o el resultado final de la acción, interesan los caminos que efectivamente cada ser humano toma en su búsqueda del sentido de la existencia. Veremos a continuación algunas categorías derivadas de allí e implicadas en la convicción cristiana de que el Dios misterio trino se reveló a los que creó por amor.

1 Religiones

El concepto usual de religión trae consigo su dosis de polémica (PASSOS; USARSKI, 2013). Algunos, como de M. Eliade, quieren ver en el fenómeno religioso algo sui generis, definido de una vez y bastando apenas al estudioso seguir comprobando en la realidad social cuándo y bajo qué condiciones y circunstancias (variables) el fenómeno puede reencontrarse. Por otra parte están los que, como Russel McCutcheon, defienden la definición de lo que venga a (y pueda) ser religión solamente después de una inmersión necesaria en la realidad sociocultural investigada. Existen también los que prefieren una tercera posición, y entienda como religión aquello que determina autoridad institucional y establezca en una configuración social dada lo que allí será considerado como lo religioso – ésta es la dimensión política del concepto.

Aun sin precisar tomar partido por ninguna de estas tres posiciones, es útil constatar – para el objetivo de esta reflexión – que las tres reconocen que la religión es una compañía de rutina de nuestras invenciones sociales. Toda religión se mueve en el mortero de una construcción social (comunitaria y/o colectiva) que va siendo modelada a lo largo de los vastos espacios de tiempo. Como hecho social, la religión subsiste porque consigue mantenerse presente gracias a sus ritos, mitos, doctrinas y comportamientos adquiridos por sus miembros.

Es más: como toma de conciencia de la presencia del mundo espiritual en el mundo visible, el conjunto de experiencias que resultan en lo que se acostumbra llamar de religión es siempre algo sentido como receptor de lo que nos trasciende y que, por eso mismo, nos explicaría quiénes somos y de dónde vinimos. Quien entra en contacto con estas supuestas respuestas no consigue guardarlas para sí y siente la necesidad intrínseca de protegerlas y divulgarlas a los demás, generando grupos comunitarios alrededor de este nuevo descubrimiento significativo. Éste es el origen común de las religiones.

Ningún ser humano viene al mundo partiendo de un punto cero de la cultura. Él nace ya inserto en un contexto, en una historia y durante muchos años no hará mucho más que absorber como una esponja el lenguaje, las estructuras del pensamiento, los valores, los condicionamientos, la sensibilidad, en fin, la tradición cultural-religiosa en la que fue inserto socialmente. De allí brotarán, aunque parcialmente, sus premisas epistemológicas y ontológicas (BATESON, 1997), es decir, los mecanismos por los cuales conseguirá comprender, juzgar e interferir en la realidad. En suma: sin mediación no hay autocomprensión.

No tenemos aquí perfecta sinonimia con la noción de “revelación”, concepto, a su vez, vital en las tradiciones como el cristianismo, cualquiera sea el marco y el énfasis que reciba a lo largo de los siglos y de las sucesivas teologías. Sin embargo, de alguna manera, cualquier religión presupone lo que llamamos de revelación en la medida en que se considera a sí misma como una obra divina y no una mera creación humana (TORRES QUEIRUGA, 2010). Si toda religión es la toma de conciencia de la presencia de lo divino en el mundo – o por lo menos el deseo infinito de que exista tal presencia – esa experiencia (religiosa) será siempre sentida como receptora de lo Trascendente, o sea, el descubrimiento de lo divino que se manifiesta en la vida humana por medio de la mediación de la historia.

El concepto correlato se encuentra en el término “tradición”, que traduce todo lo que ha sido religiosamente vivido y guardado a lo largo de los milenios por determinados grupos sociales en lo referente a la manera cómo se entendía su relación con las divinidades y con el mundo espiritual en general.

Refiriéndose especialmente a los antecedentes de la religión cristiana, J.L. Segundo afirmaba que “las más profundas tradiciones espirituales de la humanidad son justamente esta serie de intentos que, poco a poco, ofrecen a la existencia un sentido que no pueda ser desmentido por la realidad total”, a saber, son datos trascendentes que consisten “en estas nuevas redes diseminadas sobre los acontecimientos para volverlos compatibles con la victoria final de ciertos valores” (SEGUNDO, 1984, p.290-1). Semejante comprensión de las religiones implica, para la teología cristiana, una revisión de la noción tradicional de revelación, en beneficio de otra que contemple la auto-comunicación divina a los humanos como proceso histórico, con la consecuente atención al nacimiento y definición de otra mediación decisiva: el canon bíblico, pieza clave en la configuración de las llamadas religiones de Libro.

Como religión revelada que se auto-comprende como histórica, el cristianismo reenvía sus fieles a eventos que se presuponen ocurridos en el pasado y, específicamente, a la enseñanza, a las acciones, a la vida, a la muerte y resurrección de Jesús. Estos datos solo pueden ser recibidos por fieles de todas las épocas y lugares porque fueron transmitidos por testimonios autorizados, o sea, que creyeron ser suficientemente calificadas para servir de referencia a las generaciones posteriores. En el caso cristiano, la mediación decisiva fue la comunidad de los primeros apóstoles.

2 Símbolo y lenguaje

No es extraña la noción de mediación simbólica cuando se trata de religión y/o revelación. Sin embargo, la capacidad humana de simbolizar es mucho más vasta y trasborda los límites de lo estrictamente religioso. El símbolo se confunde con la invención del lenguaje y con nuestra atávica necesidad de sobrevivencia. Tenía razón P. Valéry al sugerir que nada somos sin el auxilio de aquello que no existe. Ninguna vida social se sustenta en el largo plazo si las personas no presuponen que existe luz al final del túnel y el orden detrás del caos. Cualquier institución social básica depende de este postulado, “pese a la renovada intrusión en la experiencia individual y colectiva de los fenómenos anónimos (o, si se prefiere, denomizante) del sufrimiento, del mal y, sobretodo, de la muerte” (BERGER, 1985, p.65). Sin embargo, aunque superadas, estas “anomalías” precisan ser explicadas de tal forma para que sean acomodadas en el orden presumido. Cualquier esfuerzo en esta dirección puede llamarse teodicea (Ibidem). Una religión que quiera realmente ser convincente deberá llegar a las personas en un conductor flexible y lo suficientemente eficiente para cautivar, motivar y direccionar. Éste es el lenguaje simbólico o icónico (BATESON, 1976).

El lenguaje simbólico no substituye la observación científica ni la especulación filosófica, pero de cierta manera las incluye y ultrapasa, en la medida que nombra sus postulados indemostrables. De allí viene la fuerza como ducto de teodiceas, pues si hay un área de nuestras preocupaciones en las que la explicación del problema cuenta más que su eventual resolución o eliminación, es exactamente ésta. Y ya que no llegamos a la realidad existencial e histórica con la simple especulación, precisamos tener contacto con la experiencia misma, que se expresa en los símbolos y mitos (y los ritos y credos …). La reflexión precisa beber de estas palabras primordiales si quiere encontrar la experiencia y pensarla filosóficamente.

Afirmar la relevancia de lo simbólico frente a lo científico presupone examinar lo primero con criterios de verificabilidad distintos del segundo. G. Bateson establece los tres tipos o niveles de verificabilidad del lenguaje connotativo al explicar que éste último está primariamente compuesto de connotaciones afectivas. Éste es el valor, y no otro, el que provoca en mí señalizaciones positivas (alegría, seguridad, esperanza …). Así, puedo ser tocado como en un cuento, una música, un refugio o una persona recién conocida. Algo en esa persona o en esos objetos/lugares me afecta. Luego, esta primera experiencia me llevará a discernir y a comprometerme para que tales señalizaciones se repitan. Esta segunda consecuencia, ético-existencial, desemboca en una tercera: la repetición comunitaria; es decir, pretendo que también los demás se den cuenta de la razonabilidad de mi elección. La dificultad en este nivel es que no se trata de un fenómeno físico cuya hipótesis, tarde o temprano, será científicamente confirmada o no. En esta sede no hay un teoría sometida a la realidad; antes, es la premisa la que vigoriza de forma soberana, exigiendo mi fe. Este tercer grado de verificabilidad apela, de una u otra manera, a una experiencia escatológica. Y pide, de parte de mi interlocutor, el ejercicio muy humano de la fe. Él precisa apostar a que, en el futuro, será evidente que tenía razón.

En primer lugar, la explicación de Bateson aclara que el lenguaje simbólico se relaciona con la problemática existencial del ser humano. Alude de forma inequívoca, en la misma expresión de la respuesta, a aquello que incomoda al lector/oyente/espectador y autoriza/recupera la emoción que generó tales cuestionamientos. En segundo lugar, la narración (el arte en general) hace creíbles los postulados que dan sentido a la comunidad religiosa involucrada en las tramas y hace que se vea la racionalidad subyacente a ésta o aquella realidad. Esta comunión de sentimientos alrededor de los valores que nos afectaron en los relatos genera, en última instancia, la cultura – y habrá tantas culturas cuantas variaciones en esas creaciones simbólicas existan.

3 Escrituras

La teología fundamental sabe que la afirmación dogmática de la fe cristiana es poco incidente, si no se tiene en cuenta los caminos realmente humanos de la recepción del mensaje cristiano. Y una pregunta que tarde o temprano tendrá que ser respondida es aquella realizada por Kierkegaard (2007): ¿existen, en la comunidad cristiana, discípulos de segunda clase? En otros términos, ¿no habría un privilegio invencible de los Discípulos que conocieron personalmente a Jesús, en prejuicio de aquellos que tuvieron y tienen que contentarse con material de segunda clase – o sea, los textos escritos y las antiguas costumbres que son ofrecidas como auténtica continuación de la presencia del Maestro a través de los siglos?

Ésta es una de las maneras de colocar lo que hay de inevitable y, simultáneamente, lo que hay de controvertido en el apelo a las Escrituras oficiales – es decir, reconocidas como auténticas por el magisterio eclesial – como “prueba” y camino de acceso a la experiencia fundadora de las llamadas iglesias de los orígenes. Un desafío semejante se encuentra en las comunidades del antiguo Israel, donde parece existir claridad, la mayor parte del tiempo, sobre la necesidad de combinar textos escritos con la construcción de una tradición complementaria de los rituales y comentarios escriturísticos. La composición lenta de la Torá (Pentateuco) nunca excluye su relectura en diferentes circunstancias, promoviendo la colección de libros atribuída a videntes que deambulaban conocidos como nebiim (profetas) y, más tarde a nuevos contextos y problemáticas, enriqueciendo la colección con obras sapienciales innovadoras para el pensamiento hebraico antiguo (ketuvim). De esta forma, el judío bíblico puede continuar sintiéndose como perteneciente a la tradición del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, aunque ya no viva ni repita al pie de la letra el estilo de vida de sus ilustres antepasados.

Aun es común entre los cristianos atribuir la noción de “revelación” al conjunto del material consignado en las Escrituras. Pero si nos imaginamos viviendo aquellos tiempos con nuestros antepasados semitas, lo que las personas de entonces experimentaban era la conciencia de que todos los instantes de su vida eran tocados o atravesados por el mundo espiritual. Ética, culto y religiosidad eran un solo bloque, aunque se admitiese por momentos y/o circunstancias que el portal con el mundo invisible se mostraba menos opaco. Esta conciencia es tan cierta y tan evidente que la Biblia ni se preocupa en establecer la palabra paradigmática para designar nuestro concepto moderno de revelación. El hecho/acontecimiento habla por sí mismo, sea un episodio ya contado, en el cual se vio la mano de lo divino, sean técnicas mágicas, tales como sueños, adivinaciones, necromancias, oráculos, salidos del cuerpo (comunes entre los nebiim/profetas antiguos) y así en adelante.

Evidentemente, hay matices importantes entre los diferentes libros bíblicos escritos en distintas épocas, a partir de las comprensiones renovadas sobre la realidad y sobre la divinidad que da sustentación a esa realidad (LATOURELLE, 1990, p.1015-21). Es diferente concebir un ser divino que se manifiesta visitándolo en su tienda y comiendo de su comida (Abraham) y otro que, de lo alto de una montaña, apenas se deja ver y prescribe, en el medio de los rayos y huracanes, leyes que serán obedecidas sin discusión. No es lo mismo imaginar la divinidad entrando en contacto con el profeta a través de oráculos (es decir, sacando el espíritu del sujeto hacia afuera del cuerpo y, en este plano de realidad, comunicándole enseñanzas) y, siglos después, recibir el libro de la Sabiduría o el Eclesiástico (claramente sapiencial, producidos por la meditación atenta y casi filosófica en el sentido helénico) como Palabra de Dios.

Sin embargo, lo más notorio en los ejemplos bíblicos es la experiencia central de la divinidad del Éxodo que domina, como un conducto, todos los relatos, apuntando hacia la relación personal y su consecuencia ética (WIEDENHOFER, 1993, p.795-6). Varios autores notaron el pasaje progresivo de una percepción inmanente de las fuerzas y los mensajeros divinos hacia una especie de trascendentalización del encuentro divino-humano, aun en los textos veterotestamentarios. Así, estos encuentros se van volviendo más raros. Este proceso ha sido llamado “verbalización de la revelación” (TORRES QUEIRUGA, 2010). Nosotros lo veremos, por ejemplo, en el pasaje de las concepciones claramente antropomórficas (el ángel de Iahweh, los rostros de Iahweh, el nombre de Iahweh) hacia formas más refinadas (el Espíritu de Dios, la Sabiduría de Dios, la Palabra de Dios). Otra característica de este cambio es que cada vez menos se estimula la experiencia directa (las profecías o los viajes celestiales, por ejemplo) – claramente entendidas como ambiguas y peligrosas – privilegiándose, en su lugar (principalmente después del llamado exilio babilónico), la lectura (sinagogal) de los mensajes que Dios ya había enviado en el pasado.

Si fuéramos a usar el término “revelación” en estos casos, diríamos que la revelación fue dejando de ser algo que acostumbraba suceder y pasó a ser algo que un día sucedió. En suma, se llegó a una especie de reducción de la comprensión del diálogo entre Dios y la humanidad a un puente fijo, a saber, el texto escrito de las Sagradas Escrituras. El mismo fenómeno habría sucedido en el cristianismo con el pasar de los siglos. Sin embargo, otros especialistas nos alertan sobre los numerosos episodios que evidencia una manera mucho más realista y prudente de retocar puntualmente la mediación escriturística, cuando surgían problemas aun sin solución establecida. Siempre que una situación muy real y crítica no encontraba respuestas adecuadas en sus escritos o en sus relatos orales paradigmáticos, los sabios israelitas no dudaban en releerlos añadiendo, confrontando, omitiendo e interpolando.

C. Mesters insiste en la necesidad de recuperar la relevancia del texto bíblico “no como un texto caído del cielo, sino como algo nacido desde dentro de la fe del Pueblo de Dios, mientras éste tomaba pose en medio de los conflictos del camino”. Por lo tanto, “este proceso de lectura y relectura está en el origen de la Biblia” y continúa a lo largo de la historia de la Iglesia (MESTERS, 1989, p.461). Siendo así, para la noción cristiana de revelación, la mediación de la Biblia es evidentemente fundamental. A lo largo de la historia este papel fue muchas veces exagerado – como en la perspectiva protestante (Lutero) del sola Scriptura – o aun subestimado – como en las técnicas escolásticas pre-modernas del argumentum Scripturae (que reducía la consulta bíblica a un mero levantamiento de las citaciones ilustrativas de las tesis/cánones doctrinales/dogmáticos preconcebidos/predefinidos). Sin embargo, esta experiencia central de toda religión está plenamente presente en la Biblia, con puntos en común y también diferencias significativas en relación a la lectura oriental antigua en la que se baña.

 4 Iglesias

 No hay texto a ser leído si no existe quien lo escriba. Y de nada sirve escribirlo si no hay quien, habiéndolo leído, recomiende su lectura, lo proyecte o lo divulgue. Estamos hablando del papel insustituible de la comunidad de la fe – o la comunidad reunida alrededor de los mismos símbolos y textos fundamentales. En la tradición cristiana nos acostumbramos a denominarlo(s) de Iglesia(s).

En el panorama católico más reciente, la principal formulación de la noción cristiana de Iglesia ocurrió en el concilio Ecuménico Vaticano II. Los 45 párrafos iniciales de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS) sintetizan lo que los padres conciliares entendieron que era la función mediadora necesaria de la Iglesia. Tal función está condicionada por la siguiente exigencia: “que en el plano de la salvación de la humanidad, aquellos que conocen el misterio del amor estén entre los hombres, y todos juntos, dialogando con quien, en este caminar rumbo al Evangelio, tropieza con los interrogantes exigentes del amor” (SEGUNDO, 1978, p.78). J. L. Segundo ofrece un sucinto guión de la GS que iremos comentando a medida que lo transcribimos (SEGUNDO, 1984, p.33, n.15):

 a) Lo que vale para los cristianos, en el orden de la salvación, vale igualmente para todos los hombres y mujeres de buena voluntad (GS n.22e). O sea, todos los hombres y mujeres están sujetos a los mismos criterios de juicio en función de su plenitud espiritual y humana, no importando si es o no cristiano.

b) La única diferencia está en conocer por la fe el destino global que Dios confiere al ser humano (GS22f). Entonces, cristiano es aquel que ‘sabe’ en el fondo que todos se salvan (si así lo quieren).

c) Esta fe se destina a ayudar a la humanidad a encontrar soluciones más humanas a sus problemas históricos (GS11). Si es así, ¿qué diferencia hay en ser o no ser cristiano? La fe está dada para que éste se coloque al servicio del bienestar general. No es un privilegio ni le da ningún tipo de garantía salvífica por encima y/o más allá de los demás.

d) Tienen razón las personas que, de buena fe, aceptan o no a Dios y a su evangelio, en la medida en que los vean traducidos en soluciones humanizadoras. Por lo tanto, la Iglesia se compromete a averiguar con seriedad hasta dónde las realizaciones debidas a los cristianos pueden llevar a una negación de la fe (GS19c, 21b.f). Por lo tanto, el camino de la revelación cristiana no es inmediatamente comprensible ni aceptable, aunque pasa por la mediación del testimonio de los ya iniciados. De allí que ‘los hombres deban comunicar recíprocamente, de un modo amplio, lento y profundo, sus respectivos mundos de valores e iniciar un discurso sobre la división o no de una misma fe religiosa’ (SEGUNDO,1984, p.16).

e) El cristiano debe, por lo tanto, unirse a los demás hombres y mujeres en la búsqueda de la verdad, ya que la verdad revelada sólo puede ser cumplida al transformarse en una verdad humanizadora (GS16). El cristiano no posee ningún tipo de verdad estática, definitiva, que lo haga prescindir de construir, conjuntamente con los otros semejantes, una verdad de hecho humanizadora. La verdad de la revelación cristiana es histórica y solo puede ser comprensible en la medida en la que sea continuamente reinserta en la (ambivalencia de la) historia.

Este ejemplo ayuda a comprender cómo el pensamiento católico entiende la función de la comunidad eclesial, condicionada por la siguiente exigencia: ‘que en el plano de la salvación de la humanidad, aquellos que conocen el misterio del amor estén entre los hombres, y junto a todos, dialogando con quien, en este caminar rumbo al Evangelio, tropieza con las interrogaciones exigentes del amor’ (SEGUNDO, 1978, p.78).

f) Los laicos protagonizan esta función eclesial sin buscar soluciones prontas en las autoridades de la Iglesia, ni aun en los asuntos graves, una vez que ésta no es su misión (GS43b). Al laicado le cabe el protagonismo de mediar la presencia del mensaje cristiano en la sociedad. Las autoridades eclesiásticas no tienen ninguna prerrogativa especial que las vuelva infalibles cuando se trata de encontrar soluciones para problemas históricos.

g) La Iglesia, en esta función de ofrecer elementos humanizadores procedentes de su fe, reconocer la deuda que tiene con el desarrollo de la humanidad y también con sus oponentes y perseguidores históricos (GS44a.c)”. Lo sorprendente aquí es que uno de los puentes entre el Evangelio cristiano y la sociedad está relacionado, justamente, con los oponentes y perseguidores históricos de la Iglesia visible. Un cambio evidente de actitud que no dejó de surtir efecto en los años siguientes al Vaticano II.

5 Magisterio

Tarde o temprano, cualquier grupo religioso organizado dependerá de un sistema de preservación y transmisión de su mensaje y de los desdoblamientos de rutina derivados. Un ejemplo de esto es detectado de forma bien didáctica en la tradición judaica antigua por J. L. Segundo (2000), al explicar que la comunidad sinagogal que lee los textos sagrados es tan inspirada como lo son sus autores humanos. No es diferente cuando se considera la función mediadora de la comunidad eclesial, pues ella tiene indiscutiblemente la misión de enseñar, con su testimonio ortopráxico y la doctrina ortodoxa, el camino auténticamente evangélico a ser recorrido por los cristianos.

En este campo, el Concilio Vaticano II trajo contribuciones importantes para la discusión del tema en el catolicismo actual – de un modo particular en la Constitución dogmática Dei Verbum. Al hablar del origen divino, de la “Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura”, la DV n.9 dice que ellas “están estrechamente unidas y comunicadas (compenetradas) entre sí”. Pero añade, al final del n.10, la tríade que denomina, aparentemente en pie de igualdad, el magisterio eclesiástico, la “Sagrada Tradición” y la “Sagrada Escritura”. Sin embargo, el contexto mayor de la DV no nos permite equiparar estas tres dimensiones. Ningún Concilio osaría dar el mismo status al magisterio eclesiástico y a la Biblia. Lo nuevo es la insistencia en decirles que ellas “se entrelazan y se asocian entre sí de tal forma que una no subsiste sin las otras”, pues disuelve cualquier pretensión de la Tradición de sustentarse como material de fe independiente de la Escritura. Si no es independiente, no se ve cómo pueden ser dogmas aquellos que no fueron incluidos en las Escrituras.

La mención del Magisterio, en ese trecho decisivo de la Dei Verbum, parece sugerir que los padres conciliares prestaron mucha atención al orden histórico en el que surgen y funcionan estas tres dimensiones. En efecto, esta escritura del Nuevo Testamento fue realizada a partir de la colecta y selección del mensaje transmitido por los apóstoles. Y luego precisó ser sometida a la apreciación del cuerpo presbiteral para que pudiese seguir siendo leída/celebrada en la liturgia y, con el tiempo, admitida en el canon. Es esta tradición apostólica la que ofrece las lentes con las que será posible ver, admirar y optar por el mensaje y los valores de Jesús en los próximos siglos. Ciertamente, otros desdoblamientos suscitarán revisiones en la teología de la revelación y en la eclesiología cristiana. Tal vez uno de los principales sea la inclusión positiva, en el servicio del magisterio, de la experiencia oriunda del sensus fidei fidelium. Para evaluar sus frutos tendremos, sin embargo, que esperar algunas décadas.

+ Afonso Maria Ligorio Soares. PUC São Paulo. Original portugués.

 6 Referencias bibliográficas

 Bateson, G. Pasos hacia una ecología de la mente: una aproximación revolucionaria a la autocomprensión del hombre. B. Aires-Mexico: Carlos Lohlé, 1976.

Berger, P. L. O dossel sagrado: elementos para uma teoria sociológica da religião. São Paulo: Paulus, 1985.

KIERKEGAARD, Søren. Migajas filosóficas o un poco de filosofia. 5.ed. Madri: Trotta, 2007.

LATOURELLE, R. Rivelazione. In: ______; FISICHELLA, R. Dizionario di Teologia Fondamentale. Assisi: Cittadella, 1990. p.1013-66.

MESTERS, C. O Projeto Palavra-Vida: a leitura fiel da Bíblia de acordo com a Tradição e o Magistério da Igreja. Convergência, n.226, p. 451-67. 1989.

PASSOS, J. D.; USARSKI, F. Compêndio de ciência da religião. São Paulo: Paulinas, 2013.

SEGUNDO, J. L. Teologia aberta para o leigo adulto. São Paulo: Loyola, 1978. v.1. Essa comunidade chamada Igreja.

______. O homem de hoje diante de Jesus de Nazaré. São Paulo: Paulinas, 1985. v.1. Fé e Ideologia.

______. O dogma que liberta: fé, revelação e magistério dogmático. 2.ed. São Paulo: Paulinas, 2000.

TORRES QUEIRUGA, A. Repensar a revelação: a revelação divina na realização humana. São Paulo: Paulinas, 2010.

WIEDENHOFER, S. Revelação. In: EICHER, P. Dicionário de Conceitos Fundamentais de Teologia. São Paulo: Paulus, 1993. p.792-800.

 Para saber más

CROATTO, J. S. As Linguagens da Experiência Religiosa: uma introdução à fenomenologia da religião. São Paulo: Paulinas, 2001.

DENZINGER, H; HÜNERMANN, P. Compêndio dos símbolos, definições e declarações de fé e moral da Igreja católica. São Paulo: Paulinas-Loyola, 2007.

ESPÍN, O. A fé do povo: reflexões teológicas sobre o catolicismo popular. São Paulo: Paulinas, 2000.

ESTRADA, J. A. Imagens de Deus. A filosofia ante a linguagem religiosa. São Paulo: Paulinas, 2007.

LAFONT, G. História teológica da Igreja católica: itinerário e formas da teologia. São Paulo: Paulinas, 2000.

LURKER, M. Dicionário de figuras e símbolos bíblicos. São Paulo: Paulus, 1993.

SEGUNDO, J. L. Diálogo e teologia fundamental. Concilium, n.6, p.91-101. 1969.

SOARES, A. M. L. Interfaces da revelação: pressupostos para uma teologia do sincretismo religioso no Brasil. São Paulo: Paulinas, 2003.

______. No espírito do Abbá: fé, revelação e vivências plurais. São Paulo: Paulinas, 2008.

______. Ecumenismo e Diálogo Inter-religioso no Vaticano II: sugestão hermenêutica para a releitura dos documentos conciliares. In: BORGES, R.; MIOTELLO, V. (org.). O Concílio Vaticano II como evento dialógico. São Carlos: Pedro & João Ed., 2013. p.25-37.

Fe y justicia

Índice

1 Cuestiones Introductorias

1.1 La importancia del tema

1.2 La dimensión social de la fe

1.3 Relación fe y justicia

1.4 Justicia en la perspectiva bíblica

2 El Reino de Dios y la práctica de la justicia

3 Justicia: señal e instrumento del Reino en las estructuras de la sociedad

4 La Iglesia y la lucha por la justicia

4.1 La opción de la Iglesia Latinoamericana y su repercusión social y eclesial

4.2 Desafíos y perspectivas actuales

1 Cuestiones introductorias

1.1 La importancia del tema

La temática “fe y justicia” funciona como un hilo de oro que atraviesa, articula y costura muchas páginas de la Biblia. Por más importante que sea, no es apenas un tema entre otros. Mucho menos algo secundario o descartable. Constituye el núcleo fundamental de la experiencia judeo-cristiana de Dios: caracteriza y/o describe tanto al Dios de Israel y de Jesús, cuanto al Pueblo de Dios en su mutua relación e interacción.

En verdad, “la preocupación con la justicia fue una constante entre los pueblos del Antiguo Cercano Oriente. Desde hacía mucho tiempo dentro de Israel, la sabiduría tribal, el culto y las leyes, buscaban inculcar […] el interés y el afecto por las personas más débiles” (SICRE, 2008, 357). A tal punto esto fue así que se puede afirmar que “el mensaje de la Biblia estaba centrado fundamentalmente alrededor de la justicia interhumana, es decir, de las justas relaciones con los demás en todos los ámbitos” (ALONSO DÍAZ, 1976, 98).

La justicia constituye el “corazón de la religión de Israel y de Jesús” (AGUIRRE, 1994, 541) y la “idea central unificadora de la teología bíblica de Israel” (CODINA, 2008, 133). Es “uno de esos conceptos-matriz alrededor del cual puede estructurarse todo el cristianismo” (GONZÁLEZ FAUS, 1999, 394). La fe cristiana “encuentra en la categoría bíblica de justicia una de sus expresiones más adecuadas” (VITORIA, 1994, 562). De modo que, sin caer en ningún tipo de reduccionismo, podemos afirmar con seguridad que al referirnos a la problemática de la relación “fe y justicia”, nos situamos en el corazón mismo de la fe y de la teología judeo-cristiana, tocando en “uno de los temas más graves de la moral cristiana, la praxis cristiana” (ELLACURIA, 2002, 307) y en uno de los problemas “más urgentes, importantes y decisivos para la correcta orientación de la misión de la Iglesia”. (ELLACURIA, 2002, 308).

 1.2 La dimensión social de la fe

La fe es el acto por el cual se adhiere con confianza y fielmente a Dios y a su proyecto de salvación. Es la respuesta humana a la propuesta de Dios. La iniciativa es de Dios (propuesta). Pero, para volverse real y efectiva, necesita ser asumida por una persona y/o un pueblo (respuesta). La fe es un “don” (Ef 2,8), pero un don que, una vez acogido, nos re-crea, introduciéndonos activamente en su propio dinamismo: “Creados por medio de Cristo Jesús para realizar las buenas acciones que Dios nos confió como tarea” (Ef 2, 10). Es, por tanto, don – tarea: algo que recibimos para realizar.

La fe tiene que ver con la vida humana en su totalidad. Debe configurar todas las dimensiones de la vida según la voluntad y los designios de Dios: tanto la dimensión personal, como la dimensión socio-estructural. Exige tanto la “conversión del corazón”, como la “transformación de la sociedad”; personas nuevas y una sociedad nueva. La fe jamás puede ser reducida al ámbito de la individualidad, como si ella no tuviera nada que ver con el modo como nos vinculamos e interactuamos unos con los otros. Tiene una dimensión social constitutiva (cf. AQUINO JÚNIOR, 2011, 15-28) y, en un doble sentido: nos dice algo respecto del modo como nos relacionamos unos con los otros, esto es, de las relaciones interpersonales (familia, vecinos, amigos, colegas, parejas, personas desconocidas, etc.); también nos dice algo respecto del modo como organizamos y estructuramos nuestra vida colectiva, esto es, las estructuras de la sociedad (sistemas económicos, políticos, jurídicos, culturales, etc.).

 1.3 Relación fe y justicia

En cuanto a la confianza, adhesión y fidelidad al Dios que se revela en Israel y con la llegada de Jesús Cristo en la “plenitud de los tiempos”, la fe cristiana está constitutivamente referida, determinada y configurada por el modo de ser/actuar de ese Dios en la historia de Israel y en la praxis de Jesús de Nazareth. No se puede comprender la fe cristiana sino a partir y en función del Dios de Israel y de Jesús de Nazareth.

Ese Dios se revela actuando como Go´el que rescata a su familia de la esclavitud, como Rey que hace justicia al pobre, al huérfano, a la viuda y al extranjero, como Pastor que hace pastar a sus ovejas y las protege de los lobos, como Padre que cuida a sus hijos y los socorre en sus necesidades, para usar algunas de las imágenes/metáforas que la Escritura usa para hablar de Dios, todas ellas revelan la centralidad de los pobres y de los oprimidos en la nación de Dios. Y la relación con él, la fe, pasa necesariamente por el cuidado y por la práctica de la justicia con los pobres: el Dios que escucha el clamor del pueblo y lo libera de la esclavitud “desea que Israel se constituya una sociedad alternativa a la de Egipto, un pueblo donde reine la justicia y la solidaridad” (CODINA, 2008, 133); “el Dios de la biblia aparece necesariamente mediado por una exigencia de amor incondicional que se expresa en categorías como el reino, el ágape o la justicia” (GONZALEZ FAUS, 1999, 289); “la justicia es un atributo central de Dios, es un elemento constitutivo de la salvación; la justicia interhumana es la exigencia central que Yahvé inculca y que debe caracterizar esencialmente a su pueblo” (AGUIRRE, 1994, 541).

No basta reconocer que la fe tiene una dimensión social constitutiva. Es necesario tomar en serio la exigencia bíblica de estructuración de la dimensión social de la vida según el derecho y la justicia, cuyo criterio y cuya medida son siempre el pobre, el huérfano, la viuda y el extranjero – símbolos de los marginalizados de todos los tiempos. De modo que “el compromiso con la justicia no es un elemento adicional, importado quizás por modas recientes, sino que surge desde las entrañas mismas de la fe en Dios”; “la pregunta por la justicia nos lleva directamente al misterio de Dios y a su proyecto para la humanidad” (AGUIRRE, 1994, 541). “Puede decirse con absoluta verdad que sin la opción por la justicia no hay conversión a Dios (Jon Sobrino) o, por lo menos, que tal opción actúa como un test negativo de toda conversión” (GONZALEZ FAUS, 1999, 390. Así como Dios se revela y es conocido en la práctica de la justicia, el pueblo se constituye y es reconocido como pueblo de Dios en la práctica de la justicia; así como la justicia caracteriza y describe al Dios de Israel y de Jesús, debe caracterizar y definir también al pueblo de Dios. En síntesis, la fe en el Dios de Israel y de Jesús tiene una dimensión social constitutiva y esa dimensión social de la fe debe ser vivida y dinamizada según la lógica de la justicia.

 1.4 Justicia en la perspectiva bíblica

Es preciso comprender bien lo que significa justicia en la Biblia. Estamos acostumbrados a una idea de justicia que atraviesa toda la tradición occidental, pero que es diferente de la concepción bíblica (cf. COMBLIN, 2008, 33). Según esta concepción, la justicia es ciega, sorda e imparcial. Ella está cristalizada en la imagen/símbolo de la diosa Temis: una imponente figura femenina con los ojos vendados (imparcialidad), cargando en una de las manos una balanza (equilibrio) y en la otra una espada (poder/fuerza).

En la Biblia, el justo por excelencia es Yahvé. Y, al contrario de la diosa Temis, no es ciego/sordo ni imparcial. Al contrario, es un Dios que “ve” la opresión de su pueblo, “escucha” sus clamores contra los opresores y “desciende” para liberarlos de la opresión de los egipcios y conducirlos a una tierra de la que “emana leche y miel” (cf. Ex 3, 7-9). Toma el partido de las víctimas. Es parcial. Por eso mismo, es conocido como el Dios de los pobres y de los oprimidos. En la boca de Judith: “Dios de los humildes, socorro de los pequeños, protector de los frágiles, defensor de los desanimados, salvador de los desesperados” (Jd 9,11). En la boca de María: el Dios que “derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes; que llena de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías” (Lc 1, 52ss).

En la perspectiva bíblica, la justicia no se refiere a la aplicación ciega e imparcial de las reglas y leyes establecidas. Ella se vincula fundamentalmente con el derecho de los pobres y los oprimidos. “Para los semitas, la justicia no es tanto una actitud pasiva de imparcialidad, como un empeño del juez en favor del que tiene derecho” (GUILLET, 2009, 501) que, según los profetas, casi siempre son “un pobre y una víctima de la violencia” (GUILLET, 2009, 500). De modo que la justicia está intrínsecamente vinculada a la problemática del derecho y, más concretamente, a la problemática del derecho del pobre, del huérfano, de la viuda y del extranjero. Hacer justicia es respetar y hacer valer el derecho de los pobres, oprimidos y frágiles (cf. COMBLIN, 2008, 33). En las palabras del profeta Jeremías: “Así dice el Señor: practiquen el derecho y la justicia. Libren al explotado de la mano del opresor; no opriman al extranjero, al huérfano o a la viuda; no los violenten, ni derramen sangre inocente en este lugar” (Jr 22,3).

Esto, más allá de una exigencia o práctica moral, es una cuestión estrictamente religiosa: justo (piadoso, siervo) es el que se adecúa o se ajusta al Justo que es Dios, es decir, al que hace la voluntad de Dios. La voluntad de Dios que es la práctica de la justicia, como lo recuerda el Evangelio de Mateo (tenido muchas veces por espiritualista…), tiene que ver fundamentalmente con las necesidades y los derechos de los pobres, oprimidos y frágiles (cf. Mt 25, 31-46). Es Dios quien nos justifica y nos vuelve justos por medio de la “fe activada por el amor” (Rm 13,8): “El amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rm 13,10). De modo que el sentido religioso de la justicia tan enfatizado después del exilio (ajustarse a Dios, hacer su voluntad), no solo no prescinde ni relativiza el sentido social de la justicia enfatizado por los profetas (observar y defender el derecho del pobre, del huérfano, de la viuda y del extranjero), sino que lo implica/supone y encuentra en él su medida permanente. Para Jesús, actuar con misericordia, practicar la justicia, es una condición para heredar la vida eterna (cf. Lc 10, 25-37), para ser parte del banquete escatológico (cf. Mt 15, 31-46).

 2 El Reino de Dios y la práctica de la justicia

La biblia no habla de Dios en términos abstractos y “universales” (omnipotente, omnipresente, omnisciente, absoluto, inmutable, etc.); sino en términos históricos y concretos (redentor, liberador, pastor, rey, padre, etc.). De muchos modos y con muchas imágenes ella describe la actuación de Dios y su relación con el pueblo. Una de esas imágenes, central en la vida de Jesús (particularmente en los evangelios sinópticos), es el reino o reinado de Dios – una imagen proveniente del mundo político – . Dios aparece como rey, cuyo reinado consiste en hacer justicia a los pobres y oprimidos (cf. Ex 15, 18; Sl 72; Mt 6, 33).

De hecho, “el tema central de la proclamación pública de Jesús fue el reinado de Dios” (JEREMIAS, 2008, 160) y “su marca principal es que Dios está realizando el ideal de la justicia real, siempre afirmado, pero nunca cumplido en la tierra” (JEREMIAS, 2008, 162).

Esa Buena Noticia del reinado de Dios solo puede ser comprendida al relacionarla con el “ideal regio” del Antiguo Oriente Próximo, en el cual “el rey, por su propia misión, es el defensor de aquellos que son incapaces de defenderse por sí mismos”; “es el protector del pobre, de la viuda, del huérfano y del oprimido” (DUPONT, 1976, 37). En la perspectiva de Israel, “la justicia real no consistía prioritariamente en una aplicación imparcial del derecho, sino en la protección que el rey extiende a los desamparados, frágiles, pobres, a las viudas y a los pobres” (JEREMIAS, 2008, 162). Por eso, no deberíamos sorprendernos y/o escandalizarnos con la afirmación de que “el anuncio de la venida del Reino de Dios constituye una Buena Noticia para los pobres y para los desgraciados. Ellos deben ser los beneficiarios del Reino” (DUPONT, 1976, 54). Ni siquiera con la afirmación más radical de que el reinado de Dios “pertenece únicamente a los pobres” (JEREMIAS, 2008, 187). No por casualidad, al hablar de la proximidad del reinado de Dios, los evangelios se refieren precisamente a la acción de Jesús en favor de los pobres, enfermos, impuros, pecadores, etc.

Si no es posible hablar de Jesús sin hablar del reino de Dios, tampoco es posible hablar del reinado de Dios sin hablar de la justicia a los pobres y los oprimidos. Jesús, el Reino y la justicia a los pobres son inseparables. El “trazo decisivo” del reinado de Dios consiste precisamente en la “oferta de salvación hecha por Jesús a los pobres” (JEREMIAS, 2008, 176). De modo que el reino de Dios, centro de la vida y misión de Jesús, tiene que ver fundamentalmente con la justicia, esto es, con la garantía de los derechos del pobre, del huérfano, de la viuda y del extranjero; es el reino de la justicia y, por esto mismo, es una buena noticia para los pobres, oprimidos y frágiles.

 3 Justicia: señal e instrumento del Reino en las estructuras de la sociedad

Podría pensarse que la justicia es una característica y una exigencia de la fe judía y no de la fe cristiana; que es central en el Antiguo Testamento, no siendo así en el Nuevo Testamento; mientras los profetas exigían la práctica del derecho y la justicia (enfoque sociopolítico), Jesús exige la práctica de la caridad (enfoque individual y asistencial); consecuentemente, que la lucha por la justicia no sea una tarea propia de los cristianos en cuanto tales, ni mucho menos de la Iglesia. La caridad, sí; la justicia, no.

Pero es necesario recordar que Jesús es judío; que el Dios de Jesús es el Dios de Israel; que el Antiguo Testamento es parte de las escrituras cristianas; que la acción de Dios y la relación con él son dichas/narradas en la Biblia de muchas formas, con muchas imágenes y muchos conceptos (justicia, derecho, paz, misericordia, amor, etc.); que esas formas, imágenes y conceptos no se contraponen, por lo menos en la perspectiva bíblica; y que, aunque la justicia no sea la única forma de referir la acción de Dios y la fe cristiana, es una forma privilegiada: sea porque constituye el corazón del evangelio del reinado de Dios (concepto central en la Biblia), sea por ser la menos pasible de interpretaciones y/o manipulaciones subjetivistas (concepto adecuado a nuestro tiempo).

La conciencia de la dimensión estructural de la vida humana proporcionada por el desarrollo de las ciencias sociales y la tentación (bien o mal intencionada) de tomar las expresiones “amor” y “misericordia” en un sentido meramente interpersonal y/o asistencial (obras de misericordia, solidaridad, etc.), convierte la expresión “justicia” en algo todavía más importante y necesaria en nuestro tempo para designar la exigencia y el criterio fundamental de la acción cristiana (los derechos, la nueva sociedad, el nuevo mundo, etc) .

 En este contexto, varios autores se han esforzado en encontrar una forma adecuada de expresar y articular en nuestro mundo el sentido bíblico de justicia en su relación con el amor. Por un lado, tratan la justicia como expresión del amor o como la dimensión estructural del amor: “no se puede olvidar la dimensión estructural del amor cristiano” (AGUIRRE, 1994, 561); “amar en un mundo injusto no es posible sino construyendo justicia” (GONZÁLEZ FAUS, 1999, 392); “la justicia es aquella forma que el amor adopta en un mundo de opresión y pecado” (ELLACURIA, 2002, 316). Por otro lado, hablan de lo específicamente cristiano de la justicia, refiriéndose a la lógica amorosa de la gratuidad y del perdón: no se puede confundir “el hambre de justicia con la sed de venganza”, “la práctica cristiana de la justicia debe aproximarse más al perdón que a la venganza” (GONZÁLEZ FAUS, 1999, 394); la “experiencia de la fe familiariza la justicia con el perdón” (VITORIA, 1994, 576). En otras palabras, la justicia es tomada aquí como práctica socio-estructural del amor cristiano o como señal e instrumento del Reino en las estructuras de la sociedad. En cuanto tal, ella tiene que ser realizada y dinamizada según la lógica del amor y no según la lógica del odio o de la venganza.

En todo caso, no hay ni puede haber contradicción entre amor y justicia en la fe: ambas aparecen en la Escritura como características y expresiones fundamentales de Dios y de su pueblo; ambas hablan fundamentalmente de la humanidad sufriente y de la exigencia de auxiliarla en sus necesidades; y ambas se refieren al hombre en su totalidad, en todas sus dimensiones, incluyendo lo que llamamos dimensión socio-estructural.

 4 La Iglesia y la lucha por la justicia

4.1 La opción de la Iglesia latinoamericana y su repercusión social y eclesial

Como bien reconoce el Documento de Aparecida, “la preferencia por los pobres es una de las peculiaridades que marca la fisionomía de la Iglesia latinoamericana y caribeña” (Aparecida 391). Básicamente, la preocupación con los pobres no es algo nuevo en la vida de la Iglesia. Ni es una invención de la Iglesia de América Latina. Sin embargo, fue retomada de modo muy fecundo y creativo por el Concilio Vaticano II, con Juan XXIII y con el grupo “Iglesia de los pobres” y, particularmente, por la Iglesia latinoamericana, con las Conferencias de Medellín y Puebla y con la teología de la liberación, en los términos “Iglesia de los pobres” y/o “opción por los pobres” (cf. AQUINO JÚNIOR, 2014, 119-150).

Probablemente lo que más caracteriza y distingue a la Iglesia de América Latina es el modo como ha comprendido y vivido el compromiso con los pobres: no apenas en la asistencia inmediata y en la solidaridad cotidiana, como siempre se dio a lo largo de la historia de la Iglesia, sino también por el modo muy particular con que lo hizo en la lucha por la justicia. Ya en la Conferencia de Medellín, los obispos se dieron cuenta del carácter institucional/estructural de la injusticia y la violencia, así como de la necesidad de cambios en las estructuras de la sociedad. Por eso mismo no hablaron apenas de “caridad”, sino también de “justicia”. Justamente, el primer Documento de Medellín trata precisamente de “justicia”. Y la problemática reaparece con mucha fuerza en el Documento de Puebla (cf. Puebla, 63-70, 87-109, 1134-1165, 1254-1293) y en las demás conferencias.

Todo esto ha repercutido mucho en el conjunto de la sociedad latinoamericana y en el conjunto de la Iglesia. Negativamente, como puede constatarse en la repercusión que tuvo a través de los conflictos y persecuciones vividos en la sociedad y al interior mismo de la Iglesia. El martirologio latinoamericano es la mayor prueba que tenemos sobre la inserción y participación de amplios sectores de la Iglesia en las luchas populares en todo el continente y el reconocimiento, cada vez más explícito, por el conjunto de la Iglesia de que la lucha por la justicia es constitutiva de la misión de la Iglesia. A título de ejemplo, basta recordar el Sínodo de Obispos sobre La justicia en el mundo (1979) y la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (1975). Es en esta tradición que se comprende la insistencia del Papa Francisco en la necesidad de articular bien la práctica cotidiana de la solidaridad con la transformación de las estructuras de la sociedad (cf. E.G, 188s) y la afirmación clara y precisa de que “aunque ‘el orden justo de la sociedad y del Estado sea un deber central de la política’, la Iglesia ‘no puede ni debe quedar al margen de la lucha por la justicia’” (EG, 183).

 4.2 Desafíos y perspectivas actuales

Si “la promoción de la justicia es parte integrante de la evangelización” (Puebla, 1254) y, en cuanto tal, algo constitutivo y no opcional en la vida de la Iglesia, el modo concreto en cómo se da esa promoción de la justicia depende de las formas reales de la injusticia y de las posibilidades reales de enfrentamiento de la injusticia y de hacer efectiva la justicia. A partir de esto se entiende por qué la problemática de la justicia no pueda ser reducida a meros principios abstractos y universales, sin mucha o ninguna incidencia real y efectiva. Tanto las injusticias como la promoción de la justicia son reales, concretas, con rostros, nombres, direcciones, luchas, etc. En este sentido, es necesario confrontarse con las situaciones reales de injusticia y asumir las luchas concretas por la realización de la justicia, no obstante los riesgos (hasta de muerte) y las ambigüedades (presentes no solo en la lucha por la justicia, sino en la vida humana en general y, concretamente, en la vida eclesial: relaciones de poder, expresiones litúrgicas, dinero, etc.).

Antes de todo, es necesario confrontarse con situaciones reales de injusticia. Tanto las víctimas de la injustica, como los que la promueven y/o se benefician con ella tienen nombre y dirección. Puebla ya hablaba de los “rostros muy concretos” de la pobreza y ofrecía una lista de aquellos en los que “deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo” (cf. Puebla, 31-39). Aparecida, en el mismo sentido, amplía esta lista, agregando algunos de los “nuevos rostros” de la pobreza (cf. Aparecida, 402). Nosotros también tenemos que continuar identificando en cada lugar o contexto las personas y los grupos que tienen sus derechos negados, así como también las personas y los grupos que producen esa situación o se benefician de ella, sea por las causas y los mecanismos económicos, sociales, políticos, jurídicos, culturales o religiosos, etc., que producen y sustentan estas situaciones.

Es necesario también asumir las luchas concretas en favor de la justicia, esto es, de la garantía de los derechos de los pobres, oprimidos, pequeños y débiles. No basta tener compasión por los pobres y marginados, ni siquiera ser solidario con ellos, por más importante y necesario que esto sea. Es necesario enfrentar los mecanismos que producen esta situación y, de alguna forma, a los que se benefician con ella. Como afirma el Papa Francisco, más allá de los “gestos más simples y diarios de solidaridad”, es necesario cooperar para “resolver las causas estructurales de la pobreza y promover el desarrollo integral de los pobres” (EG, 188). “La desigualdad es la raíz de los males sociales” (EG, 202), su superación pasa tanto por la conversión del corazón, como por la transformación de las estructuras sociales. Esto es solo posible a través de organizaciones sociales y de la constitución de una fuerza social capaz de enfrentar y alterar la estructuración de la vida colectiva.

Por fin, conviene advertir que la lucha contra las injusticias y a favor de la garantía de los derechos de los pobres, oprimidos y débiles no es tarea solo de la Iglesia, ni algo que ella pueda realizar por sí misma. Por un lado, la Iglesia no dispone de los medios económicos, políticos, jurídicos, culturales, etc., necesarios para tal emprendimiento. Por otro lado, hay una cantidad enorme de organizaciones, instituciones y fuerzas envueltas en las diversas luchas por la justicia. La Iglesia debe insertarse en ese proceso más amplio y contribuir, a partir de su misión (realización del reinado de Dios) y de los medios que dispone (comunidad, pastorales y movimientos, palabra y gesto, principios y valores, concientización, denuncia, movilización popular, presión social, articulación con otras fuerzas sociales, etc.), para que la justicia se vuelva realidad y los pobres, oprimidos y débiles puedan vivir con dignidad. La realización de la justicia, esto es, la garantía de los derechos de los oprimidos y débiles es, simultáneamente, señal y medida de la realización del reinado de Dios en nuestro mundo y, en cuanto tal, señal y medida de la fe cristiana (adhesión fiel y creativa al reinado de Dios y su justicia) y de la misión de la Iglesia (servicio humilde y fiel al reinado de Dios y su justicia).

Francisco Aquino Junior. FACAFA/UNICAP, Brasil. Texto original portugués.

5 Referencias bibliográficas

 AGUIRRE, R.; VITORIA, J. “Justicia”. In. ELLACURIA, I.; SOBRINO, J. Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la Liberación. San Salvador: UCA, 1994, 539-577.

 ALONSO DÍAZ, J. A. “Términos bíblicos de ‘Justicia Social’ y traducción de ‘equivalencia dinâmica’”. Estúdios Eclesiásticos 51 (1976), 95-128.

 AQUINO JÚNIOR, Francisco de. A dimensão socioestrutural do reinado de Deus. Escritos de teologia social. São Paulo: Paulinas, 2011.

 _____. Viver segundo o espírito de Jesus Cristo. Espiritualidade como seguimento. São Paulo: Paulinas, 2014.

 CODINA, V. “Fe en Dios y práxis de la justicia”. In: SOTER (org.). Deus e vida. Desafios, alternativas e o futuro da América Latina e do Caribe. São Paulo: Paulinas, 2008, 129-149.

 COMBLIN, J. A profecia na Igreja. São Paulo: Paulus, 2008.

 DUPONT, J. “Os pobres e a pobreza segundo os ensinamentos do Evangelho e dos Atos dos Apóstolos”. In: DUPONT, J.; GEORGE, A. et al. A pobreza evangélica. São Paulo: Paulinas, 1976, 37-66.

 ELLACURÍA, I. “Fe y Justicia”. In: Escritos Teológicos III. San Salvador: UCA, 2002, 307-373.

 GONZÁLEZ FAUS, J. I. “Justiça”. In: SAMANES, C. F.; TAMAYO-ACOSTA, J. J. Dicionário de Conceitos Fundamentais do Cristianismo. São Paulo: Paulus, 1999, 389-394.

 GUILLET, J. “Justiça”. In: LÉON-DUFOUR, X. Vocabulário de Teologia Bíblica. Petrópolis: Vozes, 2009, 499-510.

 JEREMIAS, Joachim. Teologia do Novo Testamento: Nova edição revisada e atualizada. São Paulo: Hagnos, 2008.

 SICRE, J. L. Profetismo em Israel. O profeta, os profetas, a mensagem. Petrópolis: Vozes, 2008.