Mediaciones

Índice

1 Religiones

2 Símbolo y lenguaje

3 Escrituras

4 Iglesias

5 Magisterio

6 Referencias bibliográficas

Es inconcebible para el pensamiento humano racional descifrar totalmente la relación entre Dios y el mundo. ¿Cómo hacer para soportar el supuesto contacto directo con Dios? A partir de allí es inevitable intuir intermediarios y/o caminos (methodos) que viabilicen el puente entre, por un lado, el Todo, el Ein-Sof, Brahman, el Supremo, el Tetragrama y, por otro lado, todo lo que analógicamente puede ser llamado de “otro lado”. Otra manera de concebir la osadía de esta reflexión es suponer que el Mundo sea el puente que intermedia la comunicación deseada entre Yo y Dios.

Todas las religiones siempre supieron que tenían que tener en cuenta este puente inter-realidad (o entre realidades). Las jerarquías celestiales previstas por la angeología son un ejemplo de ésto y conocido por las teologías monoteístas. El cristianismo moderno lidia mal con estos temas, aun cuando sean clásicos de la historia de las religiones y de la teología cristiana.

Pero si no hay conexión inmediata, ni mucho menos identificación plena entre el Todo (o totalidad) y el todo, entre el Creador y “toda carne” (Is 40ss), la categoría “mediación” tal vez sea el principal vector, o aun la “condición de posibilidad”, para que haya teología sobre cualquier temática.

Entonces, si pienso la relación entre el yo y el Otro en el medio están los otros. Según la tradición bíblica, en el trayecto del ser humano para Dios el puente/o atajo es acoger al pobre. El pobre hace la conexión entre lo que todavía no es amor y el Amor. En igual medida, la mente hace el enlace entre mi cuerpo y Dios, o sea, entre la conciencia y lo que aun no es conciente. La Palabra está en el medio, entre el sonido y lo que aun guarda silencio. La imagen, cuando madura, se convierte en Arte y relaciona las cosas visibles a las invisibles. La ley (torah) define lo establecido, las reglas del juego, y así posibilita que la creatividad invente/improvise dentro de los límites dados. El dogma no es otra cosa que la “puntuación” (SEGUNDO, 2000) que marca lo que ya sabemos y apunta hacia la dirección en la que se puede saber más. Por detrás de él, al construirlo y protegerlo, está la comunidad, el ámbito de la comunión que sucede en el medio del camino. Que no alcanza nada sin la mediación de amigos espirituales, siendo el mayor de todos aquel que los cristianos llaman Jesús, viendo en él el punto de conexión entre el Dios intangible y la creación en evolución.

La noción de revelación ratificada en el Concilio Vaticano II (Dei Verbum) asume un presupuesto apreciado por los teólogos católicos como Karl Rahner, entre otros: la revelación como auto-comunicación divina, o sea, una comunicación interpersonal y no una colección o lista de afirmaciones doctrinales. No como un mero depósito de informaciones correctas, y sí como el camino (pedagogía divina: DV 15) en dirección a la verdad final.

Entendida como educación, la concepción cristiana de la revelación parece decir que, más importante que el contenido o el resultado final de la acción, interesan los caminos que efectivamente cada ser humano toma en su búsqueda del sentido de la existencia. Veremos a continuación algunas categorías derivadas de allí e implicadas en la convicción cristiana de que el Dios misterio trino se reveló a los que creó por amor.

1 Religiones

El concepto usual de religión trae consigo su dosis de polémica (PASSOS; USARSKI, 2013). Algunos, como de M. Eliade, quieren ver en el fenómeno religioso algo sui generis, definido de una vez y bastando apenas al estudioso seguir comprobando en la realidad social cuándo y bajo qué condiciones y circunstancias (variables) el fenómeno puede reencontrarse. Por otra parte están los que, como Russel McCutcheon, defienden la definición de lo que venga a (y pueda) ser religión solamente después de una inmersión necesaria en la realidad sociocultural investigada. Existen también los que prefieren una tercera posición, y entienda como religión aquello que determina autoridad institucional y establezca en una configuración social dada lo que allí será considerado como lo religioso – ésta es la dimensión política del concepto.

Aun sin precisar tomar partido por ninguna de estas tres posiciones, es útil constatar – para el objetivo de esta reflexión – que las tres reconocen que la religión es una compañía de rutina de nuestras invenciones sociales. Toda religión se mueve en el mortero de una construcción social (comunitaria y/o colectiva) que va siendo modelada a lo largo de los vastos espacios de tiempo. Como hecho social, la religión subsiste porque consigue mantenerse presente gracias a sus ritos, mitos, doctrinas y comportamientos adquiridos por sus miembros.

Es más: como toma de conciencia de la presencia del mundo espiritual en el mundo visible, el conjunto de experiencias que resultan en lo que se acostumbra llamar de religión es siempre algo sentido como receptor de lo que nos trasciende y que, por eso mismo, nos explicaría quiénes somos y de dónde vinimos. Quien entra en contacto con estas supuestas respuestas no consigue guardarlas para sí y siente la necesidad intrínseca de protegerlas y divulgarlas a los demás, generando grupos comunitarios alrededor de este nuevo descubrimiento significativo. Éste es el origen común de las religiones.

Ningún ser humano viene al mundo partiendo de un punto cero de la cultura. Él nace ya inserto en un contexto, en una historia y durante muchos años no hará mucho más que absorber como una esponja el lenguaje, las estructuras del pensamiento, los valores, los condicionamientos, la sensibilidad, en fin, la tradición cultural-religiosa en la que fue inserto socialmente. De allí brotarán, aunque parcialmente, sus premisas epistemológicas y ontológicas (BATESON, 1997), es decir, los mecanismos por los cuales conseguirá comprender, juzgar e interferir en la realidad. En suma: sin mediación no hay autocomprensión.

No tenemos aquí perfecta sinonimia con la noción de “revelación”, concepto, a su vez, vital en las tradiciones como el cristianismo, cualquiera sea el marco y el énfasis que reciba a lo largo de los siglos y de las sucesivas teologías. Sin embargo, de alguna manera, cualquier religión presupone lo que llamamos de revelación en la medida en que se considera a sí misma como una obra divina y no una mera creación humana (TORRES QUEIRUGA, 2010). Si toda religión es la toma de conciencia de la presencia de lo divino en el mundo – o por lo menos el deseo infinito de que exista tal presencia – esa experiencia (religiosa) será siempre sentida como receptora de lo Trascendente, o sea, el descubrimiento de lo divino que se manifiesta en la vida humana por medio de la mediación de la historia.

El concepto correlato se encuentra en el término “tradición”, que traduce todo lo que ha sido religiosamente vivido y guardado a lo largo de los milenios por determinados grupos sociales en lo referente a la manera cómo se entendía su relación con las divinidades y con el mundo espiritual en general.

Refiriéndose especialmente a los antecedentes de la religión cristiana, J.L. Segundo afirmaba que “las más profundas tradiciones espirituales de la humanidad son justamente esta serie de intentos que, poco a poco, ofrecen a la existencia un sentido que no pueda ser desmentido por la realidad total”, a saber, son datos trascendentes que consisten “en estas nuevas redes diseminadas sobre los acontecimientos para volverlos compatibles con la victoria final de ciertos valores” (SEGUNDO, 1984, p.290-1). Semejante comprensión de las religiones implica, para la teología cristiana, una revisión de la noción tradicional de revelación, en beneficio de otra que contemple la auto-comunicación divina a los humanos como proceso histórico, con la consecuente atención al nacimiento y definición de otra mediación decisiva: el canon bíblico, pieza clave en la configuración de las llamadas religiones de Libro.

Como religión revelada que se auto-comprende como histórica, el cristianismo reenvía sus fieles a eventos que se presuponen ocurridos en el pasado y, específicamente, a la enseñanza, a las acciones, a la vida, a la muerte y resurrección de Jesús. Estos datos solo pueden ser recibidos por fieles de todas las épocas y lugares porque fueron transmitidos por testimonios autorizados, o sea, que creyeron ser suficientemente calificadas para servir de referencia a las generaciones posteriores. En el caso cristiano, la mediación decisiva fue la comunidad de los primeros apóstoles.

2 Símbolo y lenguaje

No es extraña la noción de mediación simbólica cuando se trata de religión y/o revelación. Sin embargo, la capacidad humana de simbolizar es mucho más vasta y trasborda los límites de lo estrictamente religioso. El símbolo se confunde con la invención del lenguaje y con nuestra atávica necesidad de sobrevivencia. Tenía razón P. Valéry al sugerir que nada somos sin el auxilio de aquello que no existe. Ninguna vida social se sustenta en el largo plazo si las personas no presuponen que existe luz al final del túnel y el orden detrás del caos. Cualquier institución social básica depende de este postulado, “pese a la renovada intrusión en la experiencia individual y colectiva de los fenómenos anónimos (o, si se prefiere, denomizante) del sufrimiento, del mal y, sobretodo, de la muerte” (BERGER, 1985, p.65). Sin embargo, aunque superadas, estas “anomalías” precisan ser explicadas de tal forma para que sean acomodadas en el orden presumido. Cualquier esfuerzo en esta dirección puede llamarse teodicea (Ibidem). Una religión que quiera realmente ser convincente deberá llegar a las personas en un conductor flexible y lo suficientemente eficiente para cautivar, motivar y direccionar. Éste es el lenguaje simbólico o icónico (BATESON, 1976).

El lenguaje simbólico no substituye la observación científica ni la especulación filosófica, pero de cierta manera las incluye y ultrapasa, en la medida que nombra sus postulados indemostrables. De allí viene la fuerza como ducto de teodiceas, pues si hay un área de nuestras preocupaciones en las que la explicación del problema cuenta más que su eventual resolución o eliminación, es exactamente ésta. Y ya que no llegamos a la realidad existencial e histórica con la simple especulación, precisamos tener contacto con la experiencia misma, que se expresa en los símbolos y mitos (y los ritos y credos …). La reflexión precisa beber de estas palabras primordiales si quiere encontrar la experiencia y pensarla filosóficamente.

Afirmar la relevancia de lo simbólico frente a lo científico presupone examinar lo primero con criterios de verificabilidad distintos del segundo. G. Bateson establece los tres tipos o niveles de verificabilidad del lenguaje connotativo al explicar que éste último está primariamente compuesto de connotaciones afectivas. Éste es el valor, y no otro, el que provoca en mí señalizaciones positivas (alegría, seguridad, esperanza …). Así, puedo ser tocado como en un cuento, una música, un refugio o una persona recién conocida. Algo en esa persona o en esos objetos/lugares me afecta. Luego, esta primera experiencia me llevará a discernir y a comprometerme para que tales señalizaciones se repitan. Esta segunda consecuencia, ético-existencial, desemboca en una tercera: la repetición comunitaria; es decir, pretendo que también los demás se den cuenta de la razonabilidad de mi elección. La dificultad en este nivel es que no se trata de un fenómeno físico cuya hipótesis, tarde o temprano, será científicamente confirmada o no. En esta sede no hay un teoría sometida a la realidad; antes, es la premisa la que vigoriza de forma soberana, exigiendo mi fe. Este tercer grado de verificabilidad apela, de una u otra manera, a una experiencia escatológica. Y pide, de parte de mi interlocutor, el ejercicio muy humano de la fe. Él precisa apostar a que, en el futuro, será evidente que tenía razón.

En primer lugar, la explicación de Bateson aclara que el lenguaje simbólico se relaciona con la problemática existencial del ser humano. Alude de forma inequívoca, en la misma expresión de la respuesta, a aquello que incomoda al lector/oyente/espectador y autoriza/recupera la emoción que generó tales cuestionamientos. En segundo lugar, la narración (el arte en general) hace creíbles los postulados que dan sentido a la comunidad religiosa involucrada en las tramas y hace que se vea la racionalidad subyacente a ésta o aquella realidad. Esta comunión de sentimientos alrededor de los valores que nos afectaron en los relatos genera, en última instancia, la cultura – y habrá tantas culturas cuantas variaciones en esas creaciones simbólicas existan.

3 Escrituras

La teología fundamental sabe que la afirmación dogmática de la fe cristiana es poco incidente, si no se tiene en cuenta los caminos realmente humanos de la recepción del mensaje cristiano. Y una pregunta que tarde o temprano tendrá que ser respondida es aquella realizada por Kierkegaard (2007): ¿existen, en la comunidad cristiana, discípulos de segunda clase? En otros términos, ¿no habría un privilegio invencible de los Discípulos que conocieron personalmente a Jesús, en prejuicio de aquellos que tuvieron y tienen que contentarse con material de segunda clase – o sea, los textos escritos y las antiguas costumbres que son ofrecidas como auténtica continuación de la presencia del Maestro a través de los siglos?

Ésta es una de las maneras de colocar lo que hay de inevitable y, simultáneamente, lo que hay de controvertido en el apelo a las Escrituras oficiales – es decir, reconocidas como auténticas por el magisterio eclesial – como “prueba” y camino de acceso a la experiencia fundadora de las llamadas iglesias de los orígenes. Un desafío semejante se encuentra en las comunidades del antiguo Israel, donde parece existir claridad, la mayor parte del tiempo, sobre la necesidad de combinar textos escritos con la construcción de una tradición complementaria de los rituales y comentarios escriturísticos. La composición lenta de la Torá (Pentateuco) nunca excluye su relectura en diferentes circunstancias, promoviendo la colección de libros atribuída a videntes que deambulaban conocidos como nebiim (profetas) y, más tarde a nuevos contextos y problemáticas, enriqueciendo la colección con obras sapienciales innovadoras para el pensamiento hebraico antiguo (ketuvim). De esta forma, el judío bíblico puede continuar sintiéndose como perteneciente a la tradición del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, aunque ya no viva ni repita al pie de la letra el estilo de vida de sus ilustres antepasados.

Aun es común entre los cristianos atribuir la noción de “revelación” al conjunto del material consignado en las Escrituras. Pero si nos imaginamos viviendo aquellos tiempos con nuestros antepasados semitas, lo que las personas de entonces experimentaban era la conciencia de que todos los instantes de su vida eran tocados o atravesados por el mundo espiritual. Ética, culto y religiosidad eran un solo bloque, aunque se admitiese por momentos y/o circunstancias que el portal con el mundo invisible se mostraba menos opaco. Esta conciencia es tan cierta y tan evidente que la Biblia ni se preocupa en establecer la palabra paradigmática para designar nuestro concepto moderno de revelación. El hecho/acontecimiento habla por sí mismo, sea un episodio ya contado, en el cual se vio la mano de lo divino, sean técnicas mágicas, tales como sueños, adivinaciones, necromancias, oráculos, salidos del cuerpo (comunes entre los nebiim/profetas antiguos) y así en adelante.

Evidentemente, hay matices importantes entre los diferentes libros bíblicos escritos en distintas épocas, a partir de las comprensiones renovadas sobre la realidad y sobre la divinidad que da sustentación a esa realidad (LATOURELLE, 1990, p.1015-21). Es diferente concebir un ser divino que se manifiesta visitándolo en su tienda y comiendo de su comida (Abraham) y otro que, de lo alto de una montaña, apenas se deja ver y prescribe, en el medio de los rayos y huracanes, leyes que serán obedecidas sin discusión. No es lo mismo imaginar la divinidad entrando en contacto con el profeta a través de oráculos (es decir, sacando el espíritu del sujeto hacia afuera del cuerpo y, en este plano de realidad, comunicándole enseñanzas) y, siglos después, recibir el libro de la Sabiduría o el Eclesiástico (claramente sapiencial, producidos por la meditación atenta y casi filosófica en el sentido helénico) como Palabra de Dios.

Sin embargo, lo más notorio en los ejemplos bíblicos es la experiencia central de la divinidad del Éxodo que domina, como un conducto, todos los relatos, apuntando hacia la relación personal y su consecuencia ética (WIEDENHOFER, 1993, p.795-6). Varios autores notaron el pasaje progresivo de una percepción inmanente de las fuerzas y los mensajeros divinos hacia una especie de trascendentalización del encuentro divino-humano, aun en los textos veterotestamentarios. Así, estos encuentros se van volviendo más raros. Este proceso ha sido llamado “verbalización de la revelación” (TORRES QUEIRUGA, 2010). Nosotros lo veremos, por ejemplo, en el pasaje de las concepciones claramente antropomórficas (el ángel de Iahweh, los rostros de Iahweh, el nombre de Iahweh) hacia formas más refinadas (el Espíritu de Dios, la Sabiduría de Dios, la Palabra de Dios). Otra característica de este cambio es que cada vez menos se estimula la experiencia directa (las profecías o los viajes celestiales, por ejemplo) – claramente entendidas como ambiguas y peligrosas – privilegiándose, en su lugar (principalmente después del llamado exilio babilónico), la lectura (sinagogal) de los mensajes que Dios ya había enviado en el pasado.

Si fuéramos a usar el término “revelación” en estos casos, diríamos que la revelación fue dejando de ser algo que acostumbraba suceder y pasó a ser algo que un día sucedió. En suma, se llegó a una especie de reducción de la comprensión del diálogo entre Dios y la humanidad a un puente fijo, a saber, el texto escrito de las Sagradas Escrituras. El mismo fenómeno habría sucedido en el cristianismo con el pasar de los siglos. Sin embargo, otros especialistas nos alertan sobre los numerosos episodios que evidencia una manera mucho más realista y prudente de retocar puntualmente la mediación escriturística, cuando surgían problemas aun sin solución establecida. Siempre que una situación muy real y crítica no encontraba respuestas adecuadas en sus escritos o en sus relatos orales paradigmáticos, los sabios israelitas no dudaban en releerlos añadiendo, confrontando, omitiendo e interpolando.

C. Mesters insiste en la necesidad de recuperar la relevancia del texto bíblico “no como un texto caído del cielo, sino como algo nacido desde dentro de la fe del Pueblo de Dios, mientras éste tomaba pose en medio de los conflictos del camino”. Por lo tanto, “este proceso de lectura y relectura está en el origen de la Biblia” y continúa a lo largo de la historia de la Iglesia (MESTERS, 1989, p.461). Siendo así, para la noción cristiana de revelación, la mediación de la Biblia es evidentemente fundamental. A lo largo de la historia este papel fue muchas veces exagerado – como en la perspectiva protestante (Lutero) del sola Scriptura – o aun subestimado – como en las técnicas escolásticas pre-modernas del argumentum Scripturae (que reducía la consulta bíblica a un mero levantamiento de las citaciones ilustrativas de las tesis/cánones doctrinales/dogmáticos preconcebidos/predefinidos). Sin embargo, esta experiencia central de toda religión está plenamente presente en la Biblia, con puntos en común y también diferencias significativas en relación a la lectura oriental antigua en la que se baña.

 4 Iglesias

 No hay texto a ser leído si no existe quien lo escriba. Y de nada sirve escribirlo si no hay quien, habiéndolo leído, recomiende su lectura, lo proyecte o lo divulgue. Estamos hablando del papel insustituible de la comunidad de la fe – o la comunidad reunida alrededor de los mismos símbolos y textos fundamentales. En la tradición cristiana nos acostumbramos a denominarlo(s) de Iglesia(s).

En el panorama católico más reciente, la principal formulación de la noción cristiana de Iglesia ocurrió en el concilio Ecuménico Vaticano II. Los 45 párrafos iniciales de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS) sintetizan lo que los padres conciliares entendieron que era la función mediadora necesaria de la Iglesia. Tal función está condicionada por la siguiente exigencia: “que en el plano de la salvación de la humanidad, aquellos que conocen el misterio del amor estén entre los hombres, y todos juntos, dialogando con quien, en este caminar rumbo al Evangelio, tropieza con los interrogantes exigentes del amor” (SEGUNDO, 1978, p.78). J. L. Segundo ofrece un sucinto guión de la GS que iremos comentando a medida que lo transcribimos (SEGUNDO, 1984, p.33, n.15):

 a) Lo que vale para los cristianos, en el orden de la salvación, vale igualmente para todos los hombres y mujeres de buena voluntad (GS n.22e). O sea, todos los hombres y mujeres están sujetos a los mismos criterios de juicio en función de su plenitud espiritual y humana, no importando si es o no cristiano.

b) La única diferencia está en conocer por la fe el destino global que Dios confiere al ser humano (GS22f). Entonces, cristiano es aquel que ‘sabe’ en el fondo que todos se salvan (si así lo quieren).

c) Esta fe se destina a ayudar a la humanidad a encontrar soluciones más humanas a sus problemas históricos (GS11). Si es así, ¿qué diferencia hay en ser o no ser cristiano? La fe está dada para que éste se coloque al servicio del bienestar general. No es un privilegio ni le da ningún tipo de garantía salvífica por encima y/o más allá de los demás.

d) Tienen razón las personas que, de buena fe, aceptan o no a Dios y a su evangelio, en la medida en que los vean traducidos en soluciones humanizadoras. Por lo tanto, la Iglesia se compromete a averiguar con seriedad hasta dónde las realizaciones debidas a los cristianos pueden llevar a una negación de la fe (GS19c, 21b.f). Por lo tanto, el camino de la revelación cristiana no es inmediatamente comprensible ni aceptable, aunque pasa por la mediación del testimonio de los ya iniciados. De allí que ‘los hombres deban comunicar recíprocamente, de un modo amplio, lento y profundo, sus respectivos mundos de valores e iniciar un discurso sobre la división o no de una misma fe religiosa’ (SEGUNDO,1984, p.16).

e) El cristiano debe, por lo tanto, unirse a los demás hombres y mujeres en la búsqueda de la verdad, ya que la verdad revelada sólo puede ser cumplida al transformarse en una verdad humanizadora (GS16). El cristiano no posee ningún tipo de verdad estática, definitiva, que lo haga prescindir de construir, conjuntamente con los otros semejantes, una verdad de hecho humanizadora. La verdad de la revelación cristiana es histórica y solo puede ser comprensible en la medida en la que sea continuamente reinserta en la (ambivalencia de la) historia.

Este ejemplo ayuda a comprender cómo el pensamiento católico entiende la función de la comunidad eclesial, condicionada por la siguiente exigencia: ‘que en el plano de la salvación de la humanidad, aquellos que conocen el misterio del amor estén entre los hombres, y junto a todos, dialogando con quien, en este caminar rumbo al Evangelio, tropieza con las interrogaciones exigentes del amor’ (SEGUNDO, 1978, p.78).

f) Los laicos protagonizan esta función eclesial sin buscar soluciones prontas en las autoridades de la Iglesia, ni aun en los asuntos graves, una vez que ésta no es su misión (GS43b). Al laicado le cabe el protagonismo de mediar la presencia del mensaje cristiano en la sociedad. Las autoridades eclesiásticas no tienen ninguna prerrogativa especial que las vuelva infalibles cuando se trata de encontrar soluciones para problemas históricos.

g) La Iglesia, en esta función de ofrecer elementos humanizadores procedentes de su fe, reconocer la deuda que tiene con el desarrollo de la humanidad y también con sus oponentes y perseguidores históricos (GS44a.c)”. Lo sorprendente aquí es que uno de los puentes entre el Evangelio cristiano y la sociedad está relacionado, justamente, con los oponentes y perseguidores históricos de la Iglesia visible. Un cambio evidente de actitud que no dejó de surtir efecto en los años siguientes al Vaticano II.

5 Magisterio

Tarde o temprano, cualquier grupo religioso organizado dependerá de un sistema de preservación y transmisión de su mensaje y de los desdoblamientos de rutina derivados. Un ejemplo de esto es detectado de forma bien didáctica en la tradición judaica antigua por J. L. Segundo (2000), al explicar que la comunidad sinagogal que lee los textos sagrados es tan inspirada como lo son sus autores humanos. No es diferente cuando se considera la función mediadora de la comunidad eclesial, pues ella tiene indiscutiblemente la misión de enseñar, con su testimonio ortopráxico y la doctrina ortodoxa, el camino auténticamente evangélico a ser recorrido por los cristianos.

En este campo, el Concilio Vaticano II trajo contribuciones importantes para la discusión del tema en el catolicismo actual – de un modo particular en la Constitución dogmática Dei Verbum. Al hablar del origen divino, de la “Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura”, la DV n.9 dice que ellas “están estrechamente unidas y comunicadas (compenetradas) entre sí”. Pero añade, al final del n.10, la tríade que denomina, aparentemente en pie de igualdad, el magisterio eclesiástico, la “Sagrada Tradición” y la “Sagrada Escritura”. Sin embargo, el contexto mayor de la DV no nos permite equiparar estas tres dimensiones. Ningún Concilio osaría dar el mismo status al magisterio eclesiástico y a la Biblia. Lo nuevo es la insistencia en decirles que ellas “se entrelazan y se asocian entre sí de tal forma que una no subsiste sin las otras”, pues disuelve cualquier pretensión de la Tradición de sustentarse como material de fe independiente de la Escritura. Si no es independiente, no se ve cómo pueden ser dogmas aquellos que no fueron incluidos en las Escrituras.

La mención del Magisterio, en ese trecho decisivo de la Dei Verbum, parece sugerir que los padres conciliares prestaron mucha atención al orden histórico en el que surgen y funcionan estas tres dimensiones. En efecto, esta escritura del Nuevo Testamento fue realizada a partir de la colecta y selección del mensaje transmitido por los apóstoles. Y luego precisó ser sometida a la apreciación del cuerpo presbiteral para que pudiese seguir siendo leída/celebrada en la liturgia y, con el tiempo, admitida en el canon. Es esta tradición apostólica la que ofrece las lentes con las que será posible ver, admirar y optar por el mensaje y los valores de Jesús en los próximos siglos. Ciertamente, otros desdoblamientos suscitarán revisiones en la teología de la revelación y en la eclesiología cristiana. Tal vez uno de los principales sea la inclusión positiva, en el servicio del magisterio, de la experiencia oriunda del sensus fidei fidelium. Para evaluar sus frutos tendremos, sin embargo, que esperar algunas décadas.

+ Afonso Maria Ligorio Soares. PUC São Paulo. Original portugués.

 6 Referencias bibliográficas

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 Para saber más

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