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El tiempo litúrgico

Índice

1 El tiempo en la experienca humana

1.1 La dimensión objetiva y la dimensión subjetiva del tiempo

1.2 La “humanización” del tiempo

2 El tiempo en la experiencia cristiana

2.1 El tiempo en la Sagrada Escritura

2.2 El culto como memorial

2.3 La comprensión litúrgica del tiempo

2.3.1 El objeto de la celebración cristiana

2.3.2. En la historia, hacia la plenitud del Reinado

2.3.3 Círculo, línea, espiral

2.3.4 Año, mes, día y hora

3 El año litúrgico cristiano

4 La reforma del vaticano ii

4.1 La actual estructura del año litúrgico

4.1.1 El Ciclo o Tiempo de Navidad

4.1.2. El Ciclo o Tiempo pascual

4.1.3 El Tiempo ordinario

4.1.4 Otras fiestas del año litúrgico

4.2 el tiempo litúrgico como mistagogia de la iglesia

1 El tiempo en la experienca humana

El tiempo es, ante todo, una experiencia fundamental y determinante del ser humano. Junto con el espacio, son las dos coordenadas fundantes de su experiencia: estamos y nos movemos en un lugar y en un devenir. Todo ser humano se gesta, nace y vive, hasta su muerte, inmerso en estas dos dimensiones. Desde el espacio protegido, cálido y nutriente del útero materno, drásticamente abandonado en el nacimiento, para entrar en el gran espacio del mundo, mucho menos amable que el seno de la madre, el ser humano transita, habita y domestica el espacio natural o el que él mismo edifica para vivir.

Análogamente sucede con el tiempo, que el hombre experimenta como un continuo devenir sin marcha atrás, perceptible en el cambio, renovación y envejecimiento de las cosas y las personas, imposible de frenar. “Cambia, todo cambia”, dice una conocida canción popular latinoamericana, que expresa no sólo la experiencia del cambio inevitable sino también la de la persistencia de la memoria y los valores humanos.

El tiempo es la experiencia de que todo puede ser medido en cuanto a su duración. Dota al ser pensante de un pasado, un presente y un futuro, que es a la vez individual y social. El tiempo y el espacio determinan al hombre como individuo y como ser social, posibilitando y limitando a la vez, su existencia, que es radicalmente espacio-temporal. El hombre no puede escapar a la realidad de estar situado en ambas dimensiones, y las puede experimentar como ámbitos de libertad o, también, de limitación.

La experiencia del tiempo radica en la mente y las emociones, más que en los sentidos. Es más difícil de aprehender, definir, medir y controlar que el espacio. Es una experiencia que despierta la sensación de fragilidad, de indefensión, de dependencia de fuerzas incontrolables. Por eso, el ser humano ha buscado siempre controlarlo, dominarlo y superarlo, chocando con la imposibilidad objetiva de hacerlo, porque es como un río caudaloso que no se puede parar. Esta experiencia conduce hacia el sentimiento religioso. La religión tiene la capacidad de inclinar a favor del hombre un devenir que atemoriza, dándole sentido; o bien de construir, por medio de su ritualidad, la ilusión de controlarlo y dominarlo.

La primera y más generalizada acción de control del tiempo por el hombre, es su medición, ya para ello cuenta con la ayuda de la propia naturaleza.

1.1 La dimensión objetiva y la dimensión subjetiva del tiempo

Hay ritmos que ayudan al ser humano a medir el tiempo. Entre los que pertenecen a la propia naturaleza humana, están los biológicos: los latidos del corazón y la respiración son propios de su corporalidad. Entre los que el hombre observa en la naturaleza están los cósmicos, como el camino diario del sol de oriente a poniente, el sucederse del día y de la noche, los meses determinados por las fases de la luna, y el movimiento de los astros que, ligado a las estaciones de la naturaleza, determina la duración de un año.

Sobre estos ritmos naturales, el hombre ha creado ritmos sociales como la hora, la semana y el mes, que, en su duración objetiva, han variado mucho de época en época y de cultura a cultura. El ser humano no sólo necesita medir el tiempo. Es capaz, también, de generar un horizonte temporal y distinguir en su conciencia entre el momento presente, el pasado y el futuro. Ese horizonte depende de la edad y del desarrollo intelectual, y está determinado por la situación social de cada persona. Asimismo, el horizonte temporal de un grupo humano depende, entre otros factores, de su desarrollo económico, social y cultural.

Hay que distinguir, por lo tanto, entre el tiempo experimentado subjetivamente y el tiempo medido objetivamente. En ambos casos se trata del tiempo para el ser humano, dado que su percepción y medición están estrechamente ligados a la conciencia e inteligencia del hombre.

El tiempo medido objetivamente puede estar determinado tanto por los ritmos biológicos y cósmicos, como por sistemas de medición ideados por el ser humano. El tiempo experimentado subjetivamente, en cambio, está determinado por los acontecimientos que devienen en la vida humana personal o social. Un lapso cualquiera de la vida de una persona es experimentado como “corto” o “largo” según sea entretenido o aburrido, importante o banal, alegre o doloroso. ¿Quién no encuentra interminables los diez minutos que espera en una fila del banco, y cortísimos esos mismos diez minutos que compartimos con una persona amada? Por eso, no es el tiempo en sí mismo, sino aquello que en él sucede, lo que determina la vivencia temporal.

1.2 La “humanización” del tiempo

El ser humano intenta dominar el flujo imparable del tiempo por medio de su medición y de su organización. Sin embargo, todas las formas de medición del tiempo se basan en una concepción previa del mismo; esas concepciones son básicamente dos: la cíclica y la lineal.

La cíclica, expresada gráficamente con el círculo, es propia de las culturas más arcaicas, ya que su punto de partida está en los ritmos de la naturaleza. Eso explica que en todo el mundo existan las categorías del año, del mes y del día: son fácilmente aprehensibles en la experiencia cotidiana.

La forma lineal percibe el tiempo como un devenir permanente, sin posibilidad de retroceder, y se grafica con una línea que avanza siempre. Su medición consiste en la segmentación de la línea en períodos. En ella adquiere una importancia fundamental la meta, el “hacia dónde” va la línea, o bien, dónde finaliza. La tradición judeo-cristiana adhiere básicamente a esta concepción del tiempo.

La alternancia del día y la noche es el ritmo más inmediato para medir el tiempo. Pero la duración de la luz y la oscuridad a las que van unidos, varía mucho de una región a otra y de una estación a otra. De allí que el ingenio humano haya inventado instrumentos que miden las horas del día independientemente del factor luz-oscuridad: relojes de sol, de agua y, finalmente, recién en el siglo XIV, el reloj mecánico. Éste se masificó en el siglo XIX por la producción masiva de relojes de bolsillo y de pulsera. A inicios del siglo XX se universalizó el sistema temporal al establecer como estándar de tiempo el Greenwich Mean Time (GMT), lo que favoreció la organización del tiempo para un mundo cada vez más globalizado en la producción, el transporte y la movilidad humana.

El mes, por su parte, es una unidad compleja. A pesar de tener un claro soporte natural en las fases de la luna, es experimentado como parte de un segmento más amplio, que es el año. Sin embargo, la duración del ciclo solar, que llamamos año, no calza con la división en meses basada en el ciclo lunar. Esto llevó a soluciones diversas: o bien, como hizo el calendario islámico, se uniformó el ciclo solar y se hizo constar el año de doce meses lunares, con lo cual ese año era diez días más corto que el año solar, o bien, como hizo el calendario juliano, se tomó como base el ciclo solar y se uniformaron los doce ciclos lunares.

La semana es distinta al día, mes y año, porque no está en relación con los ciclos naturales, excepto en las culturas en las que se impuso la semana de siete días, que es casi un cuarto del tiempo del ciclo lunar, que tiene 29,5 días.

La semana es de origen cultural. Por eso, en la antigüedad era distinta en las diversas sociedades. En Mesopotamia e Israel la semana tenía siete días. Los antiguos romanos tenían una semana de ocho días, los chinos una de diez, y en diversas culturas del oeste africano, del sudeste asiático y centroamericanas, había semanas de entre tres y seis días. Lo que había de común en todas ellas era el ritmo siempre recurrente de ciertos días, probablemente para regular ciertas actividades repetitivas, como los días de mercado. Muchas sociedades conocían dentro del sistema semanal un día de relieve particular, generalmente con un acento religioso: el sabbat del judaísmo, el domingo del cristianismo y el viernes del islamismo.

2 El tiempo en la experiencia cristiana

La experiencia humana del tiempo y su organización social están en estrecha relación con la conciencia religiosa del hombre. En todas las religiones el tiempo juega un rol importante, pero la concepción del tiempo y el modo de comportamiento religioso y cultual frente a él, que derivan de esa concepción, son muy variados. La concepción bíblica y litúrgica cristiana es sólo una de ellas.

2.1 El tiempo en la Sagrada Escritura

La experiencia bíblica del tiempo está en la base del sentido que le adjudica la liturgia cristiana. El Dios cristiano es el Dios-Hombre, el Dios-con-nosotros, el Dios que se encarna y asume no sólo la belleza de su creación y de sus creaturas, sino también sus limitaciones y condicionamientos. Es el Dios que se hizo carne, frágil, limitada y corruptible, situada en las coordenadas fundamentales del tiempo y del espacio. Esto determina radicalmente la liturgia, tanto como el misterio pascual de Cristo, que representa la superación de todo condicionamiento, también del tiempo: el Resucitado introduce a la humanidad en el nuevo eón, en un tiempo nuevo, que aguarda su segunda venida, la definitiva.

En la Biblia predomina una idea del tiempo que lo considera el ámbito de la acción de Dios y de la revelación del designio divino en la historia. Se trata fundamentalmente de una concepción lineal del tiempo, con excepción del libro Qohélet, que introduce una concepción cíclica y fatalista, característica del mundo helénico, cuya cultura dominaba a Palestina desde las conquistas de Alejandro Magno en el siglo IV a.C.

Ante todo, el tiempo es, en la Biblia, historia de la salvación. El tiempo es la historia en la que Dios revela su proyecto salvífico, manifiesta su voluntad llamando a personas concretas, convoca y reúne a un pueblo de su propiedad, al que permanentemente libera de la esclavitud y de su pecado, y lo conduce hacia el cumplimiento de sus promesas.

Esta promesa se cumple plenamente en Jesucristo, irrupción de Dios en la historia humana en la encarnación y en su vida histórica. Esa irrupción, el día favorable de la salvación, no concluye con la vida humana de Jesús de Nazaret, sino que inaugura el eón definitivo, el tiempo de la plenitud que sólo espera su consumación en la parusía, la venida definitiva de Cristo glorioso. El concepto de “reino” de Dios, inaugurado por Jesucristo, es un concepto temporal antes que geográfico. Equivale a “reinado” de Dios, es decir a la instauración de su soberanía. Jesús afirmó que ese reinado ya estaba en medio de su pueblo por sus intervenciones salvíficas (Lc 11,20). Su propia irrupción en la historia fue ya el inicio del reinado, y la resurrección de entre los muertos abrió la puerta del tiempo definitivo, lanzando así la línea hacia la consumación de su venida escatológica.

2.2 El culto como memorial

En esta idea del tiempo, el culto adquiere un sentido particular. Las grandes fiestas anuales del Antiguo Testamento, que en su origen eran fiestas de la naturaleza, cíclicas, fueron historizadas. Su contenido original fue sustituido por acciones salvíficas de Dios en la historia. Las fiestas se hicieron fiestas memoriales, que recordaban hechos salvíficos del pasado. Por medio de palabras y acciones rituales, estos hechos actualizaban (hacían actual) la salvación de Dios y, al mismo tiempo, prometían la salvación definitiva para el futuro.

El rito se transformó en un signo memorial de lo que había sucedido alguna vez, una expresión de fidelidad a los preceptos divinos y un signo de esperanza en el cumplimiento futuro de la promesa de Dios. Es su fidelidad la que actualiza en el presente la salvación que ha obrado antes y que promete para el futuro.

Esta comprensión del tiempo y de la acción cultual en el tiempo se prolongan tanto en la liturgia de la sinagoga como en la liturgia de nuestra Iglesia cristiana.

2.3 La comprensión litúrgica del tiempo

El tiempo es obra de Dios y le pertenece, como todo lo creado por él. Dios existe desde siempre y para siempre, es decir, fuera del tiempo y no sujeto a su dominio. Al “tiempo” de Dios se lo llama eternidad. Él es autor, creador y Señor del tiempo.

En el tiempo se desenvuelve la vida humana, que toma conciencia del devenir y lo hace historia. El cristianismo es una religión histórica. También su liturgia es histórica, en un doble sentido: celebra la historia y se celebra en la historia.

2.3.1 El objeto de la celebración cristiana

¿Qué, precisamente, de la historia celebra nuestra liturgia? El foco principal de la liturgia cristiana es el misterio pascual de Cristo, es decir, los acontecimientos históricos de su muerte y resurrección. Ellos constituyen el ápice y la bisagra del tiempo cristiano. En la liturgia se celebra a un Dios que de acuerdo a la revelación no sólo es el creador de todo cuanto existe, sino que, además, se manifiesta liberando y salvando al hombre en la historia porque, él mismo, se hizo historia de salvación.

Las intervenciones liberadoras de Dios en la historia de la salvación, pasadas, presentes y futuras, se concentran en el acontecimiento Cristo, en su misterio pascual. Y es precisamente ese misterio pascual lo que la Iglesia celebra siempre, en toda liturgia. Como el misterio pascual es la síntesis de la historia de la salvación, la liturgia es su “momento” privilegiado, su actualización. Ella celebra esa historia en cuanto está llena de las intervenciones liberadoras de Dios, antes y después de la encarnación. Celebra no sólo la muerte y resurrección de Cristo, sino toda su vida, la terrena, la preexistente y la gloriosa, su mensaje y sus propios hechos salvíficos.

2.3.2. En la historia, hacia la plenitud del Reinado

La liturgia se celebra en la historia. No es una acción atemporal, no pretende una “superación” del tiempo. No se celebra de espaldas, sino inmersa en la historia real, porque actualiza las irrupciones salvíficas pasadas de Dios en la historia presente, que es, también ella, continuación de la historia de la salvación.

La liturgia cristiana no pretende, por lo tanto, ni superar, ni dominar el tiempo, sino por el contrario, en el tiempo que es escenario de la historia de la salvación, “pascualiza” la historia real de los seres humanos, sumergiéndola en el misterio de Cristo para que los creyentes celebren las intervenciones liberadoras de Dios como un permanente hodie de salvación: el hoy del misterio pascual que se hace presente en la vida concreta de la Iglesia.

2.3.3 Círculo, línea, espiral

En la liturgia confluyen los tres tiempos que distingue nuestra conciencia: el pasado, con toda su riqueza de intervenciones de Dios, el presente, con sus circunstancias concretas y determinantes de la asamblea que celebra, y el futuro, como meta escatológica que moviliza la esperanza y el compromiso de los cristianos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”, decimos en la aclamación después del relato de la institución en la eucaristía. La liturgia es celebrada en la tensión de una línea que avanza hacia el encuentro definitivo con el Señor de la historia.

En el tiempo litúrgico cristiano hay una síntesis de los dos grandes sistemas de organización temporal, el cíclico y el lineal. Se organiza en torno a los ciclos naturales del día, el mes y el año, y sobre todo, como ha destacado el concilio Vaticano II, en torno al ciclo cultural-religioso de la semana de siete días, con el día domingo, como día clave. El mundo occidental, por influjo del cristianismo, determinó el inicio de su calendario, el año cero, de acuerdo al nacimiento de Jesucristo. Hoy, gracias a estudios que han corregido cálculos del pasado, sabemos que el nacimiento de Jesús fue, en realidad, entre los años 4 y 7 antes del año 0.

Según la concepción cíclica, la liturgia cristiana se ordena en las horas del día, en el ritmo semanal marcado por el domingo, y en el año, que recibe varios nombres: “año litúrgico”, “año eclesial”, “año del Señor”. Para distribuir la riqueza de la Biblia en las lecturas de las diversas celebraciones, el tiempo litúrgico se organiza, desde la reforma del Concilio Vaticano II, en un ciclo de tres años: A, B y C. La liturgia de las horas, organiza los textos bíblicos del oficio de lecturas en un ciclo de dos años, Par e Impar. La Iglesia universal ha fijado un año jubilar cada 50 años. Todos estos ritmos se repiten circularmente, una unidad tras otra, sin cambio. Representan la vigencia de la concepción cíclica en el tiempo litúrgico.

Al mismo tiempo, la tensión de fondo del tiempo litúrgico está claramente constituida por una comprensión lineal: la Iglesia, pueblo de Dios que nace de la pascua de Cristo, peregrina hacia el “fin de los tiempos”, hacia la plenitud del Reinado de Dios que será instaurado definitivamente en la segunda venida de Cristo: la parusía.

De la síntesis del círculo y la línea emerge así la imagen más adecuada del tiempo de la Iglesia, que es el tiempo litúrgico: la espiral ascendente. Ella contiene tanto el movimiento circular, de ciclos que se repiten sin cambio, como el movimiento lineal, de la historia que avanza sin jamás volver atrás. Cada evolución de la espiral al mismo tiempo repite y renueva, vuelve sobre sí misma y se encamina hacia lo nunca antes recorrido. Lo que se repite en el año litúrgico, en efecto, nunca se repite igual al ciclo anterior, sino siempre en un nivel superior, en un contexto nuevo y distinto, porque el mundo y la humanidad, los cristianos y los que celebran ya no son los mismos de un año antes, y ni siquiera de un mes, de una semana o de un día antes. Aunque todo en la liturgia se repita, también es siempre nuevo, porque el mundo y la humanidad “cambia, todo cambia”.

2.3.4 Año, mes, día y hora

Tal como en la sociedad civil, la unidad mayor del tiempo litúrgico es el “año”, aunque se trata de un “año” particular, cuyo inicio y fin no coinciden temporalmente con el año civil. Su valor es teológico, antes que organizativo. No se define como una mera magnitud temporal, sino como un símbolo de una realidad sobrenatural. Para el cristianismo es la analogía de una realidad espiritual mucho más profunda que el dato cosmológico de un giro de la tierra en torno al sol. Tiene hondas raíces bíblicas, cristalizadas en las expresiones “año de gracia de Yahvé” (Is 61,2), “año de gracia del Señor” (Lc 4,19), “plenitud de los tiempos” (Gál 4,4; Ef 1,10), “Reino de los Cielos” (Mt 3,2).

El fundamento cristiano del año es el propio Señor Jesucristo. El año de gracia del Señor es el tiempo de la presencia de Cristo que dura para siempre. El año litúrgico es el símbolo del eón definitivo y eterno inaugurado por Jesucristo con su resurrección, y por eso se transforma en un símbolo de la vida plena del Resucitado.

La liturgia, celebrando el misterio pascual de Cristo en el curso de los años, meses, semanas, días y horas, pascualiza el tiempo, colocándolo explícitamente en la línea de la historia de la salvación. En otras palabras, lo santifica.

En el curso del día la Iglesia celebra la eucaristía y la liturgia de las horas. Con la liturgia de las horas, la Iglesia santifica los momentos del inicio y del fin del día -la salida del sol y su ocaso- con las oraciones de Laudes y Vísperas, que considera “el doble quicio sobre el que gira el Oficio cotidiano” y las horas principales, y también el mediodía o tiempo intermedio con las horas menores de Tercia, Sexta y Nona. Agrega el oficio de lecturas y una oración breve -Completas- antes del descanso nocturno.

La semana es ritmada fundamentalmente por el día domingo, que es la fiesta primordial de los cristianos, como ha enfatizado el Vaticano II. El ritmo semanal representa de la manera más clara la santificación del tiempo litúrgico. La pascua semanal es el ritmo fundamental del tiempo litúrgico cristiano.

El año está claramente organizado en el calendario romano, que fue enteramente reformado por el concilio Vaticano II. El concepto bíblico y litúrgico de “año santo” ha sido plasmado en la Iglesia en la costumbre de instituir regularmente, cada 25 años, y también con motivo de algún acontecimiento extraordinario, un año festivo con ese nombre.

3 El año litúrgico cristiano

El tiempo litúrgico cristiano tomó forma concreta, como parte de la liturgia y como organización concreta de las diversas celebraciones, como “año litúrgico”. Éste no nació ni se desarrolló desde la teoría, sino que se fue formando a partir de la práctica celebrativa y de la profundización en las verdades teológicas de los cristianos de diversos lugares. Ello llevó desde el inicio a usos distintos y a diferencias, que en parte se unificaron más tarde para afirmar la comunión de la Iglesia y en parte se mantuvieron, algunas hasta nuestros días, como prácticas distintas dentro de la comunión eclesial. Por ejemplo, las Iglesias orientales, incluso las que están en comunión con Roma, celebran la Pascua, fiesta principal de los cristianos, en una fecha distinta de la Católica Romana. Y lo mismo pasa con otras fechas y tiempos litúrgicos.

¿Qué había en los inicios? A partir de la eucaristía semanal que los primeros cristianos celebraban cada “octavo día”, que hoy llamamos domingo (de dominica dies, “día del Señor”) y de la pascua anual (celebración de la Pascua de Resurrección una vez al año), con el tiempo se fue desarrollando un rico ciclo de celebraciones a lo largo del año.

Las iglesias cristianas de los primeros siglos, sometidas por largos períodos a las persecuciones del Imperio romano, comenzaron a venerar a sus mártires, que entregaban su vida y derramaban su sangre por amor al Evangelio, participando así del misterio pascual del Señor. La recurrencia anual de la fecha de esas muertes fue dando origen a lo que seguimos llamando “martirologio”, es decir el elenco de todos los santos que veneramos en la liturgia. El martirologio se enriquece permanentemente por medio de la beatificación y canonización de nuevos hombres y mujeres, como muy recientemente aconteció con Monseñor Óscar Romero, de El Salvador (canonizado el 14 de octubre de 2018 en Roma).

En el siglo IV apareció la fiesta del nacimiento de Jesús, como desarrollo lógico de una atención prestada a toda su vida y obra, desde el momento de su concepción y nacimiento, y en los siglos posteriores otros acontecimientos de la vida de Jesús fueron adquiriendo el estatuto de fiestas litúrgicas. En el mismo siglo IV entró con gran fuerza la figura de María en la liturgia, en la medida en que la teología y la espiritualidad habían ido definiendo y profundizando su rol esencial en la historia de la salvación.

Desde el concilio de Trento, en el siglo XVI, el año litúrgico, como toda la liturgia, ya formados en todas sus estructuras fundamentales, permanecieron sin cambios de gran relevancia hasta el Concilio Vaticano II en 1965. Éste fue precedido por más de un siglo de estudios litúrgicos científicos que poco a poco fueron cuestionando una serie de aspectos de la liturgia que serían profundamente reformados a partir de la segunda mitad del siglo XX.

4 La reforma del Vaticano II

Desde el concilio Vaticano II tenemos un año litúrgico muy renovado respecto al pasado. La enorme cantidad de fiestas obligatorias de santos que se habían ido acumulando a lo largo de la historia, llevó paulatinamente a una pérdida de la centralidad del misterio pascual de Cristo y de la importancia del domingo. La toma de conciencia en nuestra Iglesia de la importancia fundamental de la Sagrada Escritura para la fe y la catequesis, hacía necesario replantearse su presencia en la liturgia. Lo mismo puede decirse del uso de las lenguas de cada país o grupo humano, clave para una comprensión y sobre todo participación más activa del pueblo en la celebración. La participación de la asamblea fue uno de los grandes temas de la reforma, que concibió la liturgia no como una función sacra a la que los fieles asisten pasivos, escuchando y repitiendo gestos preestablecidos, sino más bien como una fiesta del pueblo de Dios, presidida por el propio Cristo en sus ministros, pero caracterizada por la activa participación de toda la asamblea litúrgica, cada cual según su condición y función, y con mayor espontaneidad y presencia de la vida concreta de los fieles.

Conforme a estos y otros aspectos que necesitaban urgentemente una reforma, el concilio renovó la liturgia y el año litúrgico de modo profundo. Así, revalorizó la centralidad del domingo, celebración de la “pascua semanal” y ritmo fundamental del año litúrgico. Otra de las grandes riquezas de la reforma es la renovada presencia de la Biblia en las celebraciones. Se elaboró, para la eucaristía de los domingos, un ciclo de tres años, en el curso de los cuales se distribuyeron lecturas de toda la Biblia que permiten a las comunidades conocer lo fundamental de la Sagrada Escritura en ese lapso.

4.1 La actual estructura del año litúrgico

La organización actual del año litúrgico tiene los siguientes “tiempos” y celebraciones para la Iglesia universal.

Comienza, en la Iglesia Católica, con las Primeras Vísperas del Primer Domingo del Adviento (es decir el sábado después de la fiesta de Cristo Rey del Universo en la tarde). La fecha de este día no es fija, sino que cambia levemente cada año. Como los domingos de preparación a la Navidad son cuatro, se retrocede desde el último domingo antes del 25 de diciembre para determinar la fecha del primer domingo de Adviento. Siempre es entre los últimos días de noviembre y los primeros de diciembre. Con el Adviento se da inicio al Ciclo de Navidad (también se llama Ciclo de la Manifestación del Señor) que se prolonga hasta la fiesta del Bautismo del Señor, el primer domingo después del 6 de enero.

El segundo tiempo es el Tiempo Ordinario, que comienza después de la fiesta del Bautismo de Jesús y se prolonga hasta el inicio de la Cuaresma, tiempo de preparación a la Pascua de Resurrección. Tampoco esta fecha es fija, pues queda determinada por la fecha de la Pascua, establecida en base al calendario lunar, no solar: la Pascua es siempre el primer domingo que sigue a la luna llena, después del equinoccio de primavera. Oscila entre el 22 de marzo y el 25 de abril.

Después comienza el Ciclo Pascual, que está constituido por la Cuaresma, la Semana Santa y el Tiempo Pascual, y culmina con la solemnidad de Pentecostés.

El lunes después de Pentecostés se reanuda el Tiempo Ordinario, que dura hasta el sábado posterior a la solemnidad de Cristo, Rey del Universo. El Tiempo ordinario tiene 33 ó 34 semanas, y es el más largo del año litúrgico. Con las primeras vísperas del domingo posterior a esa fiesta comienza un nuevo año litúrgico.

4.1.1 El Ciclo o Tiempo de Navidad

Este ciclo o tiempo, el segundo en importancia del año litúrgico, se llama también “ciclo de la manifestación del Señor”, porque celebramos a Cristo que se nos revela en sus manifestaciones en la historia humana. Se organiza en torno a la segunda gran fiesta del Señor, la Navidad, que celebra su nacimiento en Belén.

La “encarnación” de Dios, el hacerse “carne” o persona humana, es la condición necesaria para que históricamente pudiera vivir y morir. El misterio pascual fue posible porque Dios se hizo humano. Este ciclo da inicio al año litúrgico de la Iglesia, el primer domingo de Adviento. Sus momentos principales son:

– Los cuatro domingos de adviento, que constituyen la preparación a la Navidad y nos sensibilizan también a la esperanza de la venida definitiva del Señor;

– la Navidad, fiesta del nacimiento de Jesucristo en Belén;

– la octava de Navidad, similar a la de Pascua, que continúa la fiesta por una semana entera; ella inaugura el “tiempo de Navidad”, que se prolonga hasta el inicio del tiempo ordinario;

– la fiesta de la Sagrada Familia, el domingo siguiente a la Navidad;

– el día de la octava, 1 de enero e inicio del año civil en gran parte del mundo, se celebra la solemnidad de Santa María Madre de Dios;

– la Epifanía, el 6 de enero o el segundo domingo después de Navidad, que recuerda la manifestación del recién nacido a todas las naciones representadas en los magos de oriente;

– el Bautismo del Señor, el domingo posterior a la Epifanía, memoria del inicio de su ministerio mesiánico, manifestándose así a su pueblo, Israel. Con esta fiesta termina el “tiempo de Navidad” y comienza la primera semana del “tiempo ordinario”.

4.1.2. El Ciclo o Tiempo pascual

El ciclo o tiempo pascual es el más importante del año litúrgico, porque en su centro está la principal fiesta cristiana, la Pascua de Resurrección. El ciclo comienza el “Miércoles de cenizas” con la Cuaresma, tiempo de conversión e interioridad que dura 40 días y está orientado a la preparación de la Pascua. Al final de la cuaresma está la Semana santa, la más intensa del año litúrgico, cuyos días más importantes son:

– el Domingo de ramos, con que se inicia, y conmemora la entrada de Jesús a Jerusalén antes de morir y resucitar;

– el Jueves santo, en que se celebra la “misa crismal” del obispo con todos sus colaboradores en el ministerio (sacerdotes y diáconos) y se bendicen los óleos para los bautizos, confirmaciones, unciones de los enfermos y ordenaciones del año,  aunque hay diócesis en las que esta misa se traslada a otro día de la Semana santa; y, por la tarde del Jueves santo, la cena del Señor en la que celebramos la institución de la eucaristía y del sacerdocio ordenado;

– el Viernes santo, día en que recordamos la muerte del Señor; es el único día del año en que no se celebra la eucaristía (por eso comulgamos con las hostias consagradas el Jueves santo);

– el Sábado santo que culmina, en la noche, con la Vigilia pascual y la celebración dominical de la resurrección.

La fiesta de la resurrección se prolonga en la octava de Pascua, hasta el domingo siguiente, como “un sólo día de fiesta”. Se prolonga, más allá aún, a toda la cincuentena pascual o tiempo pascual, que son los cincuenta días que culminan con la fiesta del Espíritu Santo, Pentecostés. En el día 40 se celebra la fiesta de la Ascensión del Señor, que en muchos países es trasladada al domingo siguiente, que es el anterior a Pentecostés.

4.1.3 El Tiempo ordinario

En todo el tiempo que queda fuera de los dos grandes ciclos anteriores, cuya duración es de 33 ó 34 semanas, no se celebra ningún aspecto particular del misterio pascual, sino el misterio de Cristo y de su Iglesia en su globalidad. Los domingos son sus días principales; cada siete días es fiesta de la resurrección para los cristianos. Una parte menor de estos domingos, entre 5 y 9, se hallan después del ciclo de la manifestación, a partir de la fiesta del Bautismo del Señor, y los restantes después del domingo de Pentecostés, hasta el sábado antes del primer domingo de Adviento.

En cuanto a la lectura del Evangelio, se asignó al año “A” el evangelista Lucas, al año “B” los evangelistas Marcos y Juan, y al año “C” el evangelista Mateo. Cada tercer año vuelve a comenzar el ciclo, dándonos la posibilidad de una nueva pasada por los libros y textos más importantes para nuestra fe. En el tiempo ordinario los domingos y los días de semana toman el motivo de celebración sobre todo del leccionario. Es éste, con sus lecturas de los años A, B y C, el que le da su unidad, la que no se corta por estar dividido en dos partes.

4.1.4 Otras fiestas del año litúrgico

En el tiempo ordinario la Iglesia sitúa una serie de otras fiestas importantes, entre las que destacan muchas fiestas de la Virgen y de los santos, aunque éstas también se reparten a lo largo de todo el año, pudiendo estar también en los ciclos de la manifestación y pascual. Las más importantes son las siguientes.

De Jesucristo. Presentación del Señor (2 de febrero, en realidad entra en el complejo de las fiestas de la manifestación); Exaltación de la Cruz (14 de septiembre ó 3 de mayo); Santísima Trinidad (domingo posterior a Pentecostés; celebra al Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo); Cuerpo y Sangre de Cristo, (segundo jueves después de Pentecostés); Sagrado Corazón de Jesús, (tercer viernes después de Pentecostés); Transfiguración del Señor (6 de agosto); Jesucristo Rey del Universo, (último domingo del año litúrgico, es decir antes del primero de Adviento).

De la Virgen María. Anunciación del Señor (25 de marzo: nueve meses antes del nacimiento); Asunción de María (15 de agosto); Inmaculada Concepción (8 de diciembre, con la que culmina el Mes de María); Inmaculado Corazón de María (tercer sábado después de Pentecostés); y muchas advocaciones particulares, como Nuestra Señora de Lourdes (11 de febrero), Nuestra Señora de Fátima (13 mayo), y especialmente en América Latina, continente mariano por excelencia cuyos países veneran como patrona a la Virgen María en variadas advocaciones: Nuestra Señora de Guadalupe (patrona de América Latina, 12 de diciembre), Nossa Senhora Aparecida (12 de octubre), Virgen de Luján (8 de mayo), Nuestra Señora del Carmen (16 de julio), y muchas otras.

De los Santos. Todos los santos (1 de noviembre), San José (19 de marzo) y san José obrero (1 de mayo), san Juan Bautista (24 de junio), san Pedro y san Pablo (29 de junio), y otras particulares de cada país. La gran cantidad de hombres y mujeres que han sido canonizados desde el pontificado de san Juan Pablo II obedece al deseo de enriquecer los calendarios particulares con santos y santas locales, que se sumen a los del calendario universal.

Las fiestas de la Virgen María y de los santos son muchas más. A menudo están más ligadas a la devoción personal o de algunas regiones. Por su importancia para muchos católicos hay que recordar también la conmemoración de Todos los difuntos (2 de noviembre), día de masiva afluencia a los cementerios.

La comunión no es uniformidad, sino unidad en la riqueza de la diversidad. Por eso, el año litúrgico se hace local en cada Iglesia particular, a través de celebraciones y fiestas propias.

Las celebraciones tienen colores propios, que se usan en la vestimenta litúrgica y en otros signos del espacio de la celebración: verde para el Tiempo ordinario, tanto los domingos como las ferias o días de semana; rojo para el Domingo de Ramos, el Viernes Santo y las fiestas de los apóstoles y mártires; morado para el Adviento, la Cuaresma y las celebraciones de difuntos; y blanco para la Pascua, la Navidad, y las demás solemnidades y fiestas de Cristo y la Virgen María. En varios lugares se ha ido popularizando el color azul para las fiestas de la Virgen. El significado de los colores es convencional, puede cambiar de cultura a cultura: Rojo para la Pasión, los mártires y apóstoles que dieron su sangre, como Jesucristo, por causa del Evangelio. Blanco, el color por excelencia de la santidad y pureza, para las grandes solemnidades del año y las fiestas de la Virgen. Morado, color originalmente penitencial, de recogimiento y conversión, para los tiempos de preparación y para las celebraciones de la muerte de los cristianos. Verde, el color más común, para el tiempo ordinario.

4.2 el tiempo litúrgico como mistagogia de la iglesia

El año litúrgico no es una mera organización de las celebraciones litúrgicas de la Iglesia en el tiempo. Mucho más que una simple estructura, es en realidad una mistagogía de la Iglesia, es decir, un itinerario formativo que introduce al misterio de Cristo y conduce a una profundización cada vez mayor del Evangelio y de toda la doctrina cristiana, y por ende a un crecimiento en el compromiso de los fieles con su fe.

Celebrar toda la riqueza del misterio de Cristo: su nacimiento, su vida, su pasión, muerte y resurrección, sus palabras y obras, su Madre María, los efectos de su mensaje en tantos testigos y mártires, a partir de las lecturas bíblicas, de la riqueza y hermosura de los textos litúrgicos elaborados por la Iglesia, de la experiencia de celebrar en comunidad y participar activamente de las celebraciones, de cantar y dialogar en ambientes fraternos, de experimentar los desafíos a los que el Señor nos llama a partir de la celebración de la fe, todo eso es un camino único de crecimiento y profundización de la vida cristiana para todos los fieles.

Vivir conscientemente el desarrollo del año litúrgico, no sólo a lo largo de un año, sino de los tres años del ciclo dominical, no sólo permite pasar por lo fundamental de la revelación cristiana por medio de las lecturas bíblicas, sino que ayuda a generar en la Iglesia la auténtica comunión en la diversidad y en cada cristiano la conciencia de una fe y un compromiso que no son estáticos, sino que son auténtica “historia de la salvación” que se vive en el devenir del tiempo, siempre desafiada a una mayor fidelidad al Evangelio y siempre atraída por la esperanza del Reino, ápice del tiempo y del año litúrgico.

Guillermo Rosas, SS.CC. Pontifícia Universidad Católica de Chile. Texto original, castellano.

Referencia

CALENDARIO ROMANO GENERAL, 1969. También, la edición que contiene el Misal Romano, 3ª edición típica, 2002.

CALENDARIA PARTICULARIA, Instrucción de la Sagrada Congregación para el Culto divino, 24 junio 1970.

MSTERII PASCHALIS, Motu proprio de Paulo VI, 1969.

BERGAMINI Augusto, la voz: Año litúrgico en el Nuevo diccionario de liturgia, Madrid: Ed. Paulinas, 1987, p. 136-144.

CASTELLANO Jesús, El año litúrgico. Memorial de Cristo y mistagogía de la Iglesia, Barcelona: Biblioteca litúrgica 1, Centre de Pastoral litúrgica, 1ª ed. 1994.

DALMAIS I.H., El tiempo en la liturgia. En la parte IV de A.G. MARTIMORT, La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia. Nueva edición actualizada y aumentada, Barcelona: Herder, 1987, p.889-895.

GOÑI José Antonio, Historia del año litúrgico y del calendario romano, Biblioteca litúrgica 40, Barcelona: Centre de Pastoral litúrgica, 2010.

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_____, El hoy de la salvación en la liturgia, en Revista Medellín, vol. XXIX, n.116, diciembre 2003, CELAM-ITEPAL, p.699-718.

______, El tiempo en la liturgia, en CELAM, Manual de Liturgia, volumen III: La celebración del misterio pascual. Fundamentos teológicos y elementos constitutivos, CELAM, Bogotá 2003, p.545-579

TRIACCA A.M., La voz: Tiempo y liturgia, en el Nuevo diccionario de liturgia, Madrid: Ed. Paulinas, 1987.

La cristología en los siglos II y III

Índice

Introducción

1 Panorama general de la cristología en los siglos II y III

2 Los principales ejes de la reflexión cristológica

3 La cristologia de Ireneo

4 La cristologia de Orígenes

Conclusión

5 Referencias

La fe en Jesucristo, transmitida por la predicación de los apóstoles y, más ampliamente, por los diversos escritos del NT, suscitó en los siglos siguientes intensa reflexión en el seno de las comunidades cristianas. Si esta reflexión fue particularmente profundizada en la segunda mitad de la época patrística (gracias a las controversias que condujeron a los concilios de Éfeso, en 431, y Calcedonia, en 451), provocó, sin embargo, notables progresos ya en los siglos II y III. Esto se explica por el hecho de que los cristianos de esa época eran conducidos, como por una especie de necesidad interna, a entrar en una comprensión más profunda de su fe en Cristo; pero eso tiene que ver también con las discusiones o controversias que los opusieron a los judíos, a los paganos y a los que, a pesar de valerse del Evangelio, deformaron gravemente su significado (a saber, los adeptos de la corriente llamada “gnosticismo”).

Ofreceremos aquí, primero, un panorama general de la cristología en los siglos II y III y una presentación de sus principales orientaciones, para, a continuación, detenernos, de modo particular, en los Santos Padres que, por ese tiempo, contribuyeron de modo muy especial a la reflexión sobre el Cristo: Ireneo y Orígenes[i].

1 Panorama general de la cristología en los siglos II y III

Es importante recordar la importancia que los textos litúrgicos atribuyen al Cristo, ya sea por medio de breves fórmulas, como se ve en el «Símbolo de los Apóstoles» (cuyos principales enunciados son muy antiguos), bien por la formulación que se utilizaba en la liturgia bautismal. Durante esta liturgia el celebrante dirigía al catecúmeno la siguiente pregunta:

“¿Crees en Jesucristo, Hijo de Dios, que nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, fue crucificado bajo Poncio Pilato, fue muerto, resucitó en el tercer día vivo de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre; que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos? “(HIPPOLYTE DE ROME. La Tradition apostolique – 21, p. 85-87).

Además de estos textos litúrgicos, entre los cuales está también la Didaché o Doctrina de los Doce Apóstoles (La Doctrine des douze apôtres – coll. Sources Chrétiennes, n.248), los inicios de la literatura patrística revelan una gran diversidad de escritos que, cada cual, a su modo, dan testimonio de Jesucristo afirmando su humanidad y su divinidad, así como el alcance único de su ofrenda en favor de la humanidad. Uno de los más antiguos, Clemente Romano, en su carta a los fieles de Corinto (de 96 a 98 dC), presenta al Cristo como mediador de la salvación en el seno de la humanidad. Poco después, Ignacio de Antioquía, mientras se prepara para sufrir el martirio (por la segunda mitad del siglo II), escribe varias cartas a comunidades cristianas y ataca exactamente a los “docetas”, es decir, aquellos que dicen que el Hijo de Dios habría asumido sólo una apariencia humana; le opone la plena realidad de la encarnación:

«Sed entonces sordos cuando os hablen de otra cosa diferente a Jesucristo, de la raza de David, [hijo] de María, que verdaderamente nació, comió y bebió, que fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato, que fue verdaderamente crucificado y murió, a los ojos del cielo, de la tierra y de los infiernos, que verdaderamente resucitó de entre los muertos» (IGNACE D’ANTIOCHE, Aux Tralliens – IX, 1-2, p.119).

Otros géneros de escritos podrían ser mencionados, incluso en forma poética (como los pasajes cristianos de la colección conocida bajo el nombre de Oráculos Sibilinos, o también, las Odas de Salomón), así como los relatos de martirio que son característicos de aquella época en que los mismos cristianos eran sometidos a violentas persecuciones y, precisamente en esta situación, algunos de ellos testificaban hasta el fin su fidelidad a Cristo.

Se agrega a ello la literatura llamada “apócrifa”, que son textos cuyo origen se desconocía o textos que circulaban bajo nombre falso (por ejemplo, la Carta de Bernabé), o también, textos considerados como no aptos para figurar en el “canon” de las Escrituras (“canon” éste que se constituyó progresivamente, al menos en lo esencial, a lo largo del siglo II). Cierto número de estos textos contenía afirmaciones heterodoxas, particularmente, afirmaciones “docetas”, lo que contribuye a explicar, por fuerza del contraste, el vigor de los desarrollos de Ignacio de Antioquía y otros Padres respecto a la verdadera humanidad de Cristo.

Además de todos estos escritos, que, como se puede ver, son de naturaleza diversificada, la literatura patrística de los siglos II y III nos legó obras que aportaron una contribución cristológica de primera magnitud: además de Ignacio de Antioquía, ya mencionado, cabe citar al apologeta Justino en la mitad del siglo II; Ireneo de Lyon y Clemente de Alejandría al final de ese mismo siglo; y después, el gran exegeta Orígenes, que vivió sucesivamente en Alejandría y en Cesárea de Palestina, o también Tertuliano, en África del Norte. Volveremos más detalladamente a dos de esos autores: Ireneo y Orígenes. Pero antes de eso conviene precisar los ejes mayores en torno a los cuales se desdobla, en medio de la diversidad de sus escritos, la literatura cristológica del período aquí considerado.

2 Los principales ejes de la reflexión cristológica

La cristología de esta época se desarrolla en una situación histórica en la que los cristianos, bien minoritarios y a veces amenazados, deben defender su fe frente a las objeciones formuladas contra ellos. Esto se manifiesta, sobre todo, en los escritos de los “Padres apologetas” en el siglo II. La obra de Justino, “filósofo y mártir”, es significativa a este respecto (ver: JUSTIN, 1994). Por una parte, contiene un escrito de controversia con un judío: el Diálogo con Trifón: en este escrito, Justino refuta las afirmaciones de su interlocutor, que niega que Jesús crucificado pueda ser el Mesías. Por medio de una exégesis denominada “tipológica” (algunos personajes o episodios de la Biblia son entendidos como “figuras” de Cristo) y una exégesis “profética” (algunos oráculos o salmos son leídos como anuncios velados de lo que sucedería con Jesús), Justino muestra que las Escrituras antiguas habían predicho la Pasión. Él subraya también que el Mesías crucificado y resucitado ha de volver en la gloria y que, así, habrá una segunda “parusía” de Cristo al final de los tiempos. Por otra parte, la obra de Justino contiene también una Apología, que pretende refutar las objeciones que vienen del mundo pagano. El apologeta escribe, entre otras cosas, que la fe en el Logos de Dios no debería ser despreciada como una creencia inverosímil, ya que las tradiciones de la antigüedad griega exhiben, ellas mismas, creencias inauditas:

Cuando decimos que el Logos, el primogénito de Dios, Jesucristo nuestro Maestro, fue generado sin unión carnal, que después de haber sido crucificado, muerto y resucitado, subió al cielo, nosotros no anunciamos nada más que lo inaudito con respecto a los que vosotros llamáis hijos de Zeus (JUSTIN, Apologie pour les chrétiens – 21, 1, p.187).

Pero Justino subraya sobre todo la superioridad e incluso la unicidad del Hijo de Dios en relación con las figuras mitológicas – siendo que la creencia en tales figuras debe ser explicada como obra de los “demonios” que intentaron alejar a los hombres de la verdad. Por lo demás, no se satisface con tal refutación de las acusaciones paganas. Más exactamente, como esas acusaciones atraían la atención sobre la fecha tardía de la Encarnación invocada por los cristianos y en eso encontraban motivos de objeción contra la doctrina cristiana, él explica que el Logos de Dios, aunque sólo recientemente manifestado en la historia, se comunicaba ya de alguna manera en los siglos anteriores a su venida; y así llega a escribir:

Los que vivieron según el Logos son cristianos, incluso si son tenidos por ateos, como por ejemplo, entre los griegos, Sócrates, Heráclito y otros parecidos a ellos y, entre los bárbaros, Abraham, Ananías, Misael, Elías y algunos otros, de los cuales renunciamos por ahora a enumerar las obras y los nombres sabiendo que sería muy largo hacer eso (JUSTIN, Apologie pour les chrétiens – 46, 3, p.251).

Esta perspectiva, ciertamente, no impidió a Justino subrayar la superioridad de Jesús en relación con Sócrates; es evidente que, en favor de su controversia con los paganos, él llama la atención sobre la universalidad del don de Dios, del cual los propios paganos se beneficiaron en los siglos antiguos. Retomando y transfiriendo la expresión estoica del “Logos Spermatikos” explica que el Logos de Dios es “diseminado” en el mundo de las naciones: así él introduce el conocido tema de las “semillas del Verbo”, que será reencontrado por la teología del siglo XX, de modo que el Concilio Vaticano II le hará referencia expresa. A través de tal tema, que, después de Justino, es ampliamente desarrollado por Clemente de Alejandría, a finales del siglo II, se percibe que los Padres apologetas no se quedaron sólo a la defensiva, sino que, en el marco de sus respuestas a las objeciones paganas, contribuyeron a la profundización de la reflexión cristológica.

De hecho, el aporte de la literatura patrística a esta reflexión es, desde los siglos II y III, un aporte doctrinal. Diversos temas merecen especial destaque. Así, en primer lugar, la insistencia de los sacerdotes sobre el alcance salvífico de la encarnación y del misterio pascual. Mientras que a veces se percibe la tentación en la historia ulterior de la teología de desarrollar sobre todo una reflexión ontológica sobre la identidad humano-divina de Cristo (corriendo el riesgo de dejar en el segundo plano la consideración de la salvación ofrecida por Cristo), los Padres de los primeros siglos acentúan que el Verbo de Dios vino para curar a la humanidad herida y para ofrecerle la comunión con su propia vida. Pero esta orientación no les impide reflexionar también, a su modo, sobre la identidad del Logos. Ellos subrayan, como hemos visto, la plena realidad de la encarnación, de la pasión y de la Resurrección (que es el fundamento de la esperanza cristiana en la “resurrección de la carne”, como subraya Tertuliano, entre otros). Al mismo tiempo, afirman la divinidad del Verbo hecho carne, manteniendo que el Logos no es una simple criatura, sino que es desde siempre generado por el Padre. Ciertamente, esta reflexión no avanza sin buscar a tientas, como se ve, por ejemplo, en Teófilo de Antioquía que, al final del siglo II, distingue dos “estados” del Logos, el Logos “interior” (inmanente en Dios) y el Logos “proferido” (en el momento en que Dios quiso crear el mundo) – distinción discutible, pues arriesga a hacer pensar en un desarrollo progresivo en la generación del Logos. El propio Teófilo, sin embargo, no deja de afirmar la presencia del Logos junto a Dios. En todo caso, aunque alguna fórmula esté sujeta a discusión, cabe subrayar el esfuerzo de los primeros Santos Padres por tratar de expresar la identidad misteriosa del Verbo divino que, mientras se manifiesta entre los hombres, es verdaderamente el Hijo de Dios – lo que será desarrollado de modo notable por Ireneo de Lyon. Esta profundización cristológica viene acompañada de una reflexión de gran importancia para la teología trinitaria: los primeros Padres se esfuerzan para mantener al mismo tiempo la herencia monoteísta (hay un solo Dios) y la distinción real del Padre, del Hijo y del Espíritu (eso, contra las formas de “modalismo” que ven en las tres Personas simples modalidades de Dios, o contra el “patripasionismo”, según el cual el Padre habría sufrido la Pasión en el lugar del Hijo). Tertuliano es ciertamente, con Ireneo, el autor que más contribuyó a esta reflexión en el período de los siglos II y III, siendo, además, aquel que introdujo en la lengua latina el término “Trinidad” y el uso teológico del concepto de “Persona”.

Una última orientación debe ser mencionada: los Padres de los siglos II y III subrayan que la adhesión a Cristo debe tomar cuerpo a través de toda la vida humana, en un modo de ser y de actuar que pueda testimoniar su autenticidad. El escrito A Diogneto (que se remonta sin duda al final del siglo II o al inicio del siglo III) describe de modo magnífico la condición de los cristianos, los cuales “residen cada uno en su propia patria, pero como extranjeros residentes” y ” pasan su vida sobre la tierra, pero siendo ciudadanos del cielo” (À DIOGNÈTE, V, p.63-65): tal debe ser la condición de los que acogieron la revelación del Verbo de Dios, que “renace siempre nuevo en el corazón de los santos” (À DIOGNÈTE, XI, p.81).

En la misma época, Clemente de Alejandría, después de haber escrito su Protréptico para exhortar a los paganos a la conversión, compone una obra titulada El Pedagogo, en la que incita a los recién bautizados a dejarse educar y guiar por Cristo. Así dice: “Es necesario que sean nuevos los que recibieron su parte del Logos nuevo” (CLÉMENT D’ALEXANDRIE, Le Pédagogue – I, 5, 20, 3, p.147). Clemente precisa que se trata de dejarse conducir por el Cristo hasta en las dimensiones más concretas de la existencia – la manera de comer, de vestirse, de darse a las diversas ocupaciones de la vida cotidiana. Se podría decir, para usar un lenguaje contemporáneo, que para los Padres de los primeros siglos no hay “cristología” sin “cristopraxis”: el comportamiento efectivo de los cristianos es que lo que debe testimoniar la realidad de su fe. Evidentemente, los Padres no ignoran que esta exigencia es a menudo negada en los hechos, pero ante eso insisten en la necesidad del arrepentimiento, pues el comportamiento de los pecadores alcanza la identidad de aquellos que, bautizados en Cristo, siempre deberían vivir con él y en él.

La fidelidad al Verbo encarnado pretende, por tanto, reflejarse en la calidad de la existencia como un todo. Esta convicción se expresa, entre otras cosas, mediante la instrucción catecumenal (como se ve en la Tradición Apostólica); que marca, más ampliamente, toda la catequesis sacramental, pues, aunque la celebración de los misterios, y en particular de la eucaristía del “día del Señor”, es un momento capital de la vida cristiana, los frutos de esta celebración deben manifestarse en el conjunto de esa vida, desde las situaciones más comunes hasta las más excepcionales, como, por ejemplo, de la persecución. Mencionemos también que el movimiento monástico, que nace en el transcurso del siglo III, ilustra a su modo esta misma convicción: convertirse en “amigo del Cristo”, para los que se retiran en la soledad de los desiertos de Egipto o de Palestina, es comprometerse en un modo de existencia capaz de expresar, por su radicalidad, la profundidad de la adhesión al Señor.

Estas son las principales orientaciones de la cristología en los siglos II y III. Con ese telón de fondo cabe ahora concentrarse sobre dos autores especialmente importantes de esta época: Ireneo y Orígenes.

3 La cristologia de Ireneo

El primero de esos autores, originario de Asia Menor y obispo de Lyon después de la persecución que alcanzó a los cristianos en el año 177, escribió una obra que llegó hasta nosotros titulada Contra las herejías. Esta obra apunta, por un lado, a la doctrina de Marción, que oponía el Dios de Jesucristo (reconocido como Dios justo y bueno) al Dios revelado en el Antiguo Testamento (presentado como juez vengador y guerrero). Además, Marción era “doceta” y consideraba que el Salvador adoptó sólo una apariencia carnal. La obra de Ireneo se dirige también, de modo más amplio, contra todas las corrientes “gnósticas”, para las cuales el mundo material, obra de un dios inferior (el “demiurgo”) debía ser visto como intrínsecamente malo. Estas corrientes establecían una oposición radical entre la materia y el espíritu y afirmaban que sólo algunos elegidos podían ser salvados por medio de su conocimiento de la verdad – la verdad que era enseñada por gente como Valentino, Basílides y otros “gnósticos”.

Ireneo tenía conciencia de que esas “herejías” falsificaban radicalmente la predicación del evangelio como había sido transmitido por los Apóstoles y después por los obispos que les sucedieron. Por eso, se empeña en refutarlas y en contrarrestarlas con una recta comprensión de las Escrituras y una doctrina fiel de la “regla de la fe” acogida entre las Iglesias. Él insiste, por eso, en la unidad de Dios y en la unidad de la historia de la salvación; es uno solo y el mismo Dios el que se ha revelado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, aunque esta revelación haya pasado por cierto número de fases, alcanzando su punto central en la venida del Hijo de Dios en medio de los hombres. Así, en el marco de su oposición a Marción y a las corrientes gnósticas, Ireneo es empujado a desarrollar una importante reflexión sobre el Cristo. Él subraya, primero, que Cristo había sido prefigurado o profetizado en los siglos que precedieron a su venida: desde estos siglos, escribe Ireneo, Dios actuaba por sus “manos” (que son el Verbo y el Espíritu), y “desde el principio [ …] el Verbo de Dios se había acostumbrado a subir y bajar para la salvación de los que eran molestados” (LYON – V, 5, 1 e IV, 12, 4, 1982, p. 580 e 440-441). Pero Ireneo evidencia también, sobre este telón de fondo, la novedad de la Encarnación:

Lean con atención el Evangelio que nos han dado los apóstoles, lean también con atención a los profetas, y constatarán que toda la obra, toda la doctrina y toda la Pasión de nuestro Señor allí están predichas. – Pero entonces, pensareis tal vez, ¿qué es lo que el Señor ha aportado de nuevo por su venida? Y bien, sepan que él aportó toda novedad, por lo tanto, su propia persona anunciada de antemano: pues lo que fue anunciado por anticipación era precisamente que la Novedad vendría a renovar y revivir al hombre (LYON – IV, 34, 1, 1982, p. 526).

Ireneo explica lo que constituye el carácter incomparable y único del Verbo hecho carne: es inseparablemente hombre y Dios. Por un lado, contra las corrientes docetistas, defiende que el Salvador, nacido de María, fue un hombre verdadero; por otro lado, contra aquellos para quienes Jesús habría sido sólo “adoptado” como Hijo de Dios, subraya que el salvador es verdaderamente Dios. Exactamente por ser hombre y Dios él ofreció a la humanidad, desviada por el pecado, la posibilidad de reencontrar el camino de la comunión en la vida divina:

Él entonces mezcló y unió, como ya dijimos, el hombre con Dios […] Era necesario que el “Mediador de Dios y de los hombres”, por su parentesco con cada una de las dos partes, las recondujera a la amistad y, a la concordia, de modo que al mismo tiempo Dios acogiera al hombre y que el hombre se ofreciera a Dios. ¿Cómo habríamos podido, en efecto, tener parte en la filiación adoptiva hacia Dios, si no hubiéramos recibido por el Hijo la comunión con Dios? ¿Y cómo habríamos recibido esta comunión con Dios, si su Verbo no estuviera entrado en comunión con nosotros haciéndose carne? Por cierto, es por eso que el pasó por todas las edades de la vida, concediendo a todos los hombres la comunión con Dios” (LYON – III, 18, 7, 1982, p. 365-366).

Así, Ireneo expone, contra el dualismo de Marción y de los gnósticos, la identidad del Verbo hecho carne que, en su unidad, es verdadero hombre y verdadero Dios. Y subraya que la Encarnación está totalmente ordenada a la vida del hombre y su comunión con la divinidad:

¡La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si la revelación de Dios por la creación ya concede la vida a todos los seres que viven sobre la tierra, cuanto más la manifestación del Padre por el Verbo concede la vida a los que ven a Dios ! » (LYON – IV, 20, 7, 1982, p. 474).

Ireneo escribe, en el mismo sentido, que Jesucristo “a causa de su amor superabundante se hizo lo que nosotros somos a fin de hacer de nosotros lo que él es” (LYON, Préface du livre V, 1982, p. 568). Y para expresar este lugar central del Verbo hecho carne en la historia de la salvación, él retoma una palabra del NT para darle una amplitud totalmente nueva: el verbo “recapitular”. Este término, ya presente en Rm 13,9 y Ef 1,10, es empleado de diversas maneras en Contra los Herejes: el Cristo es el nuevo Adán, que “recapituló” al primer Adán; él “recapituló” la desobediencia de éste en su propia “obediencia”; y él lo “recapituló” en el árbol de la Cruz (mientras Adán y Eva comieron del fruto del árbol y, en ese sentido, desobedecieron en el árbol)” (LYON – III, 22, 3 ; IV, 40, 3 ; V, 19, 1, 1982, p. 385; 559; 626). La novedad de Cristo se muestra en el propio hecho de que él ha “recapitulado todas las cosas” – es decir: él resumió en su persona, al mismo tiempo, el primer Adán y toda la humanidad, asume el género humano en su totalidad, él “recrea” a la humanidad liberándola del pecado y renovándola, y la condujo a su plena realización, a saber, a la perfecta comunión de los humanos con la propia vida de Dios  (SESBOÜÉ, 2000, p. 160-163).

La teología de Ireneo desarrolla otros temas, incluso acerca de Cristo y de su obra en favor de la humanidad, y lo que acabamos de decir indica al menos algunas orientaciones esenciales de ello. Como se ve, es la confrontación con las doctrinas de Marción y de los gnósticos que lo condujo a desarrollar una reflexión profunda y original acerca del Verbo hecho carne, por medio de la mediación de las Escrituras y del respeto a la tradición que viene de los Apóstoles y de sus sucesores – esta tradición de que viven las Iglesias esparcidas por diversos lugares y que, precisamente a través de esta diversidad, testimonia una sola y misma fe.

4 La cristologia de Orígenes

Orígenes nació alrededor de 185 en Alejandría, donde pasó la primera parte de su vida. Él adquirió sólida formación filosófica y, sobre todo, se dedicó a un estudio muy profundo de la Biblia. Gracias a dejar Alejandría a causa del desentendimiento con el obispo de esa ciudad, fue a Cesárea de Palestina, donde continuó su inmenso trabajo sobre las Escrituras. Su obra es considerable (aunque habíamos perdido la mayor parte de ella, como consecuencia de las acusaciones de heterodoxia, generalmente injustas, que fueron levantadas contra el alejandrino después de su muerte). Su obra comprende el Tratado de los Principios, que es el primer intento de síntesis doctrinal en la historia de la teología; además, una gran apología, el Contra Celso, en la que Orígenes responde a las objeciones de un filósofo griego contra el cristianismo; y sobre todo los comentarios de libros bíblicos y un gran número de homilías sobre pasajes escriturísticos.

La reflexión de Orígenes sobre el Verbo de Dios debe ante todo ser vista en el contexto de su incesante meditación sobre la Sagrada Escritura. El alejandrino explica que el lector de las Escrituras no debe simplemente explicar el sentido literal de tal o tal texto, sino elevarse al descubrimiento de su sentido espiritual, que es, ante todo, el sentido que el texto recibe a la luz de Cristo, que “llevó a la plenitud” las Escrituras. Por lo demás, incumbe al lector buscar el sentido del texto para su propia vida, es decir, reconocer cómo los misterios así revelados deben tomar cuerpo en el conjunto de su existir. Ahora bien, esta comprensión de los sentidos de la Escritura (de los cuales Orígenes es el primero en ofrecer una exposición teórica) se une inmediatamente a la convicción de que el Logos de Dios, aunque se manifieste de manera visible en los días de la Encarnación, ya estaba presente en el transcurso de la historia anterior y, de modo semejante, sigue presente después de su venida en nuestra humanidad. Y esa presencia se comunicaba, desde los siglos que precedieron al nacimiento de Jesús, por la propia Escritura, que no se reduce, por tanto, a la mera letra, sino que, bajo su velo, dio acceso al Logos divino. Orígenes veía el símbolo de ello en la imagen del “pozo”, muchas veces utilizada en la Biblia, desde el Génesis hasta el episodio de la samaritana en el Evangelio de Juan:

Leemos que los patriarcas también tuvieron pozos: Abraham tuvo uno, Isaac también, Jacob, pienso, también. Parta de ese pozo, recorra toda la Escritura en ella buscando los pozos y llegue a los Evangelios […] es necesario tomar el Verbo de Dios como un pozo, si él esconde un profundo misterio, o como una fuente, si ella desborda y se derrama en favor de los pueblos” (ORIGÈNE, Homélie sur les Nombres – XII, 1, p. 75-77).

Orígenes se dedica, pues, a escrutar los textos del AT para descubrir cómo el Logos de Dios se revela ya en ellos. Esta revelación se vuelve hacia el futuro en la medida en que numerosos textos pueden ser leídos como prefiguraciones o como profecías del Cristo que viene a la carne (así, Isaac ofrecido en sacrificio es entendido como figura de Jesús ofreciéndose a sí mismo hasta la muerte y las palabras de Siervo sufriente en el libro de Isaías se entienden como anunciando de antemano la Pasión de Cristo). El NT atestigua ciertamente una novedad esencial, ya que, a partir de él, el Logos se hizo visible en medio de los hombres; pero Orígenes subraya que no era suficiente ver a Jesús para reconocerlo como el Hijo de Dios y que, incluso para los que lo reconocen así, es preciso seguir escrutando la letra de los evangelios para llegar a la comprensión espiritual del Salvador y para convertirse, personalmente en “otro Cristo”. Él formula esta última exigencia en un lenguaje que posteriormente será retomado por los autores espirituales:

¿Para qué sirve que Jesús haya venido solamente en la carne que él tomó de María si yo no muestro igualmente que él viene en nuestra propia carne? (ORIGÈNE, Homélies sur la Genèse – III, 7, p. 141)

¿Para que el Cristo vino otrora en la carne, si él no viene también en vuestra alma? Oremos para que cada día su advenimiento se cumpla en nosotros y que podamos decir: “Yo vivo, pero no soy más quien vivo, sino el Cristo que vive en mí (ORIGÈNE, Homélies sur Luc – XXII, 3, p. 303; cf. Gal 2, 20).

Él no se contenta, sin embargo, en subrayar cómo Cristo se revela a través de los santos libros; sino que, de modo más preciso, por la propia vía de esa revelación, llega a una reflexión profunda sobre la identidad el Verbo de Dios. Si él reconoce, por un lado, la humanidad del Logos hecho carne, él también explica que el alma del Salvador está radicalmente unida a Dios. Sobre todo, él profesa la eterna generación del Logos divino. Este último punto fue a menudo cuestionado, y esto, desde la época patrística, bajo el pretexto de que Orígenes presenta muchas veces al Hijo como estando debajo del Padre y subordinado a él. Así, él fue acusado de haber abierto el camino a la doctrina errónea de Ario, a principios del siglo IV, y que él rechazaría la generación eterna del Hijo y lo consideraba como una criatura. A pesar de ello, es fácil convencerse, sobre la base de algunos de sus textos, de que Orígenes realmente mantuvo la generación eterna del Logos, que él identifica con la “Sabiduría” de Dios, siempre presente ante el Padre: “Dios Padre siempre ha sido, él siempre ha tenido un Hijo único que, al mismo tiempo, es llamado de Sabiduría” (ORIGÈNE, Traité des príncipes – I, 4, 4, p. 171).

Conclusión

Con certeza, las cuestiones relativas a la identidad del Hijo de Dios se profundizarán en los siglos posteriores, particularmente en el marco de las controversias suscitadas por el arrianismo en el siglo IV y después por Nestorio y Eutiques en el siglo V. Los avances anteriores, sin embargo, bastan para mostrar que la época patrística vio emerger, desde los primeros siglos, contribuciones mayores para la reflexión cristológica. No debe causar admiración que estas contribuciones también fueran caracterizadas en ciertos casos por ensayos o vacilaciones: se necesitó tiempo para llegar a una comprensión más profunda de lo que dicen el NT y la “regla de la fe” acerca de Jesucristo. Pero los siglos II y III representan justamente un momento capital en esta génesis de la reflexión cristológica, y no se podría subrayar lo bastante cuanto ésta se alimentó, ante todo, de los primeros Santos Padres, por una intensa meditación de las Escrituras, esos “pozos” que siempre se debe retornar porque permiten, no sólo conocer mejor al Salvador, sino alimentarse y vivir de él.

Michel Fédou, SJ, Centre Sèvres, Paris. Texto original en francés.

Referenciuas

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SESBOÜÉ, B. Tout récapituler dans le Christ. Christologie et sotériologie d’Irénée de Lyon. Paris: Desclée, 2000.

[i] Las referencias bibliográficas de esta entrada estarán em francês, lengua original del texto. Pero, cuando es el caso de traducciones en castellano, las mismas estarán  en las referencias finales.

Teología y posmodernidad en América Latina y el Caribe

Índice

1 Sobrevivientes de un naufragio

2 Un poco de historia

3 La subjetividad vulnerada

4  Las resistencias múltiples como resiliencia

5 La gratuidad del gesto mesiánico disruptivo

1 Sobrevivientes de un naufragio

El naufragio del ego moderno está conduciendo a la civilización humana al peligro de extinción debido a la crisis ecológica y social que han desatado el capitalismo y la revolución industrial. Se hizo más patente tal encrucijada de aniquilación desde el reverso de la historia, es decir, desde el clamor de los pueblos sometidos y de la naturaleza convertida en mercancía con el modelo extractivista de estado. El metarrelato de la emancipación del sujeto occidental inició su expansión en 1492, con la colonización de América y se impuso como una racionalidad dominante, presentada como proyecto único de civilización, uniendo el pensamiento eurocéntrico con el cristianismo grecorromano como el principal legitimador de un modelo occidental de sociedad.

Cinco siglos pasaron para que surgiera el pensamiento de la decolonialidad, como expresión de la autonomía epistémica, territorial y simbólica entre los pueblos indígenas de la América grande. De manera sorprendente, el río subterráneo de los saberes ancestrales se encontró con el caudal del pensamiento crítico moderno que se había percatado ya del agotamiento de la razón instrumental desde la segunda mitad del siglo XX.

Ciertamente la posmodernidad, o modernidad tardía, es de algún modo la crisis de la modernidad como metarrelato de emancipación y de la epopeya del yo. Pero dicha crisis no deja de ser occidental. Por eso en algunas comunidades indígenas han surgido proyectos de autonomía que incluyen una rebelión epistémica (LEYVA en MENDOZA-ÁLVAREZ 2016, 168) como expresiones de las múltiples epistemologías del Sur (SANTOS 2011 y SANTOS & MENESES, 2014).

Aquí analizaremos tres ejes transversales del pensamiento posmoderno que encuentran resonancia crítica en el pensamiento antisistémico latinoamericano, a saber: 1) la subjetividad vulnerada; 2) las resistencias múltiples como resiliencia; y 3) la gratuidad como gesto mesiánico disruptivo de contracción de la temporalidad violenta. A través de estos conceptos clave proponemos una hermenéutica de la posmodernidad teológica latinoamericana (MENDOZA-ÁLVAREZ, 2015).

2 Un poco de historia

La teología de la liberación, que nace como recepción creativa del Concilio Vaticano II en América Latina y el Caribe hace medio siglo, se articuló como pensamiento moderno, postulando dos mediaciones teóricas constitutivas, las cuales privilegian la experiencia de amor de Dios por los pobres y excluidos. La primera mediación se denominó – según una obra paradigmática de esa primera generación – ‘mediación socio-analítica’ (BOFF, 1980) porque incluía a las ciencias sociales como herramienta crítica indispensable para el análisis de la realidad histórica en la que el pueblo creyente vivía la edificación del Reinado de Dios. La praxis de liberación se reconocía inspirada por la fuerza profética y mística que surge del seguimiento de Jesús de Nazaret quien, por la Ruah, reveló a Dios como su Abba y padre de misericordia de los pequeños y los pobres. La segunda mediación del discurso teológico liberador fue de orden hermenéutico, pues se planteó como una interpretación creyente de la praxis histórica de liberación, resultado del seguimiento de Cristo, y como el cumplimiento escatológico de la gracia en medio de la historia de desgracia y opresión. Por eso, aquella primera generación de teólogos de la liberación – la inmensa mayoría varones formados en el pensamiento teológico europeo moderno, pero con una aguda mirada sobre la realidad de exclusión y pobreza del pueblo oprimido – privilegió la vivencia sociopolítica del compromiso cristiano, aunque sin desconocer la dimensión pneumatológica y mística de dicho seguimiento. La tesis de Javier Vitoria, retomada por Jon Sobrino (SOBRINO, 2007, 100), postulando el principio “extra pauperes nulla salus” es el mejor ejemplo de tal reclamo.

Pero la utopía del cambio social como mediación histórica de la redención –expresada como cambio de estructuras sociales, económicas y políticas – dejó de tener referentes sociopolíticos con las crisis del socialismo histórico, en particular luego de la caída del muro de Berlín y su efecto dominó en otras latitudes del planeta. La orfandad se ahondó con el endurecimiento de los regímenes socialistas latinoamericanos, algunos de ellos atacados por el capitalismo estadunidense – como el caso de Chile – y otros convertidos en dictaduras de partido único como en Cuba y México.

La última década del siglo XX estuvo así marcada por una reflexión crítica del primado de la mediación socio-analítica y por una apertura a las subjetividades que habían sido invisibilizadas incluso por este mismo pensamiento teológico liberador. Nació así lo que denominamos una segunda generación de teologías de la liberación, representada por Ivone Gebara (GEBARA, 1995, 2000 y 2002), Elsa Tamez (TAMEZ, 1979, 1987 y 1989), Diego Irarrázaval (IRARRÁZAVAL, 1999); Eleazar López Hernández (HERNÁNDEZ, 1996 y 2004) y Pablo Suess (SUESS, 1983), entre muchos otros. Nos referimos en primer lugar a las mujeres que llevaron a cabo una deconstrucción del metarrelato patriarcal y kyriarcal que las mantuvo sometidas durante milenios en la sociedad y en las iglesias, incluidos los movimientos de liberación (ver Teología Feminista). Pero no podemos olvidar a los pueblos indios de América que iniciaron una reapropiación de sus tradiciones ancestrales en diálogo con el Evangelio (ver Teologías Amerindias). Y en años más recientes, la teología queer con Marcela Althaus-Reid (ALTHAUS-REID, 2005) y André Musskopf (MUSSKOPF, 2002 y 2005) por ejemplo, ha sido construida por las comunidades cristianas de la diversidad sexual, la cual anuncia la “rareza” del Dios encarnado en Jesús de Galilea como metáfora de la extrañeza de la condición humana, con la diversidad sexual que la caracteriza, subrayando el inaplazable reconocimiento del otro que inspira la Sabiduría divina en medio de sociedades de exclusión de género (ver Teología y Género, Pastoral LGBT). Desde tal subjetividad vulnerada y vulnerable asumida como proyecto contracultural, con un fondo ético-místico, esta teología está proponiendo nuevos derroteros para la teología de la liberación de tercera generación.

Detengámonos ahora en tres categorías fundamentales de la teología posmoderna en clave latinoamericana que nos permitan comprender las contribuciones creativas de personas y comunidades que asumen el colapso del metarrelato moderno como kairós. Es decir, la irrupción del tiempo de gracia que subvierte los procesos de opresión, discriminación, invisibilización y sometimiento de la humanidad y de la casa común a la mentira de Satán (GIRARD, 2002). Se podrá vislumbrar ahí precisamente, en esas heridas del cuerpo social de la humanidad, el paso de la redención, reinterpretando aquel oxímoron (o contracción de significados aparentemente contrarios pero que abren un nuevo campo semántico) magistral del pensamiento hebreo cristalizado por el segundo Isaías en medio del exilio en Babilonia: “en sus llagas seremos curados” (Isaías 53, 5).

3 La subjetividad vulnerada

Un rasgo que comparte el pensamiento posmoderno occidental con los saberes de los pueblos originarios de América es lo que podemos denominar una comprensión relacional (ANDRADE, 1999) de las personas y las comunidades, la cual supera el cogito cartesiano y su expresión como metarrelato egotista. La apertura constitutiva al otro – en tanto “semejante igual” pero en la “persistencia de la diferencia” pues no se trata de una asimilación o colonización del otro sino de su reconocimiento como otro – es un rasgo típico de la vivencia posmoderna de la subjetividad.

Sin embargo, es preciso subrayar de manera inmediata que el primer estadio de constitución de esta relación no es neutro, como lo analizó en su momento la fenomenología trascendental europea, sino que está marcado por la ambivalencia del deseo y, por lo tanto, por la presencia del otro como alter ego en tanto modelo de deseo, diferencia que es enigma y clamor a la vez. De ahí que la subjetividad se descubra, tarde o temprano, vulnerada por la presencia de los otros, sea por su inasible lejanía, su imposición con sueños de omnipotencia, o bien por su clamor y sufrimiento que es como una herida abierta de humanidad. Una apertura constitutiva se dibuja entonces como momento originario de la persona en relación. Aquella otredad que desarrollara Levinas en la segunda mitad del siglo XX en Europa tuvo fuertes resonancias en la filosofía de la liberación latinoamericana.

Por otra parte, a esta experiencia de fisura del ego moderno que vive el deseo como confrontación, las sabidurías ancestrales de los pueblos originarios latinoamericanos la describieron desde antes de la colonización con mitos y relatos de gemelos en mimetismo y rivalidad, tal es el caso de la mitología mexica que narra la leyenda de los hermanos Coyolxauhqui y Huiztilopochtli como una cosmogonía que explica el nacimiento del dios de la guerra.

Podemos encontrar varios ejemplos de la confluencia de planteamientos desde el Sur y el Norte en estas narrativas de la violencia original: unos escritos como narrativa mitológica y otros como análisis conceptuales. En este último sentido, la teoría mimética puso sobre la mesa, desde hace medio siglo, el mecanismo del deseo triangular que genera extrañamiento, deseo y sacrificio de la otredad que nunca llega a alcanzarse. Al respecto vale la pena señalar las reflexiones que se han generado desde América Latina y el Caribe (ROCHA, 2014; SOLARTE, 2001, 2010; MENDOZA-ÁLVAREZ, 2016) para hacer una recepción creativa de la teoría mimética desde las culturas latinoamericanas y caribeñas. Por otra parte, la teología india en Mesoamérica ha ido expresando con los símbolos propios de otros saberes este mismo proceso de muerte, subrayando a la vez el anhelo de vivir como parte de un todo con la comunidad, la madre Tierra y la Sabiduría divina que se expresa de manera multiforme como hogar, alimento y misterio.

4  Las resistencias múltiples como resiliencia

Las subjetividades posmodernas reconocen que la red de relaciones originarias de todo proceso de subjetivación está vinculada a lo que Foucault (FOUCAULT, 1976) llamó en Occidente el biopoder y que el pensamiento anti-sistémico latinoamericano llama hoy la hidra capitalista (SANDOVAL, 2012; COMISIÓN SEXTA DEL EZLN, 2015). Dos conceptos complementarios para designar el fenómeno creciente de “estado de excepción” (AGAMBEN, 2003) en la aldea global, que somete a pueblos enteros a la marginalidad, la manipulación mediática, la política extractivista de gobiernos al servicio del mercado. Tales fenómenos adquieren un significado de justificación trascendente con el auge de las religiones sacrificiales que mantienen anestesiados a sus adeptos por medio de los ritos y las creencias en una divinidad que pide el sufrimiento y la sangre de los inocentes para otorgar la purificación del mal y la violencia que tanto anhela la humanidad.

Ante esta situación de sometimiento estructural, los movimientos sociales, los pueblos indígenas, las culturas juveniles y las comunidades de creyentes de diversas tradiciones han emprendido prácticas de resistencia que buscan caminos de superación de esta escalada violenta sacrificial. De ahí que la teología posmoderna latinoamericana y caribeña – vivida y narrada por personas y comunidades en resistencias múltiples – adquiera matices contraculturales de prácticas sexuales, políticas, culturales y religiosas de deconstrucción de la religión sacrificial y balbuceo de experiencias de gratuidad como indicio del cambio de mundo. Una transformación integral que los pueblos originarios mayenses llaman “el amanecer”.

Se trata, en tanto que resistencias múltiples, de un tipo de resiliencia radical – es decir, una capacidad de soportar el dolor y el sufrimiento más allá de lo que es imaginable – como potencia de subjetivación que enfrenta la lógica del pensamiento abismal con lo que Boaventura de Souza Santos llamó la “ecología de saberes” (SANTOS, 2010) y que Silvia Rivera Cusicanqui denomina “prácticas descolonizadoras” (CUSICANQUI, 2010).

La teología cristiana posmoderna, por su parte, va tejiéndose como diálogo de saberes por colectivos en resistencia con sus respectivas teologías contextuales india, queer, migrante y feminista (AQUINO, 1992, ROJAS, 2010, entre muchas otras más). Dichas teologías asumen los procesos de subjetivación que surgen de la marginalidad como signos de los tiempos en los que irrumpe la vida divina anunciada hace dos milenios por la radical encarnación del Logos en las márgenes del imperio romano y de la religión sacrificial de Israel con Jesús de Nazaret.

5 La gratuidad del gesto mesiánico disruptivo

Por eso el tercer rasgo de la teología posmoderna latinoamericana se perfila como vivencia de la temporalidad mesiánica en clave kairológica. Es decir, un tiempo intensivo de redención. En esta perspectiva, esta reflexión asume la contradicción de la historia violenta de la humanidad como el lugar teológico más hondo para desentrañar el Misterio amoroso de lo real que las religiones denominan Dios.

La teología europea posterior a la Shoah – elaborada por pensadores migrantes (PANNENBERG, 1993 y SÖLLE, 1978) – atisbó ya la urgencia de interpretar el tiempo mesiánico como “astillas del tiempo”, según la famosa tesis de Walter Benjamin, aquel tiempo que duele por el clamor de los inocentes. Fue precedida por quienes no lograron sobrevivir a los campos de concentración (BONHOEFFER, 1971) y desarrollada más tarde por teólogos sobrevivientes (METZ, 1996). En ese tenor de pensamiento, medio siglo después, Girard y Agamben – en Estados Unidos y Europa, respectivamente – radicalizaron el pensamiento apocalíptico en clave de “contracción mesiánica” (MENDOZA, 2015).

Desde el reverso de la medalla, la teología posmoderna latinoamericana ha ido recogiendo esta herencia para pensarla desde el sufrimiento de los inocentes como alteridades invisibilizadas. Pero lo hace, para sorpresa de muchos, subrayando su potencia como pobres de la tierra que engendran mundos nuevos desde su indigencia y sus resistencias autonómicas. Así, el pensamiento anti-sistémico latinoamericano que surgió en las primeras décadas del siglo XXI anunció “una tormenta que se avecina” porque la lógica de la globalización del capital es implacable, pero indicó también los caminos de la redención y de esperanza en clave de resistencias múltiples.

En su sentido holístico como promesa de un mañana para todos, la teología posmoderna latinoamericana y caribeña parte de la lógica de la sobreabundancia divina que procede de la gratuidad y explora los indicios de nutrimento humano-divino como una comunidad que está en proceso de construcción (MÉNDEZ, 2013). Dicha teología se hace a partir de los escombros de la modernidad, pero con el alimento de la esperanza que siembran los justos de la historia por medio de sus actos de donación.

De esta manera, el tiempo mesiánico no es otro metarrelato de cambio social como utopía intrahistórica, sino una fisura en medio de los sistemas de totalidad por donde se asoma un fulgor de esperanza. Esa grieta queda abierta por las personas justas, compasivas con sus actos disruptivos de amor incondicional en el corazón de la lógica de la dominación. Sin triunfalismos, esta teología posmoderna se inspira en los gestos de gratuidad mesiánica que rompen la lógica del pensamiento único a través de prácticas y narrativas disruptivas que anuncian un mundo más allá de la exclusión.

En síntesis, la potencia de los pobres y excluidos es designada por la teología posmoderna latinoamericana y caribeña – en clara continuidad con la experiencia de Israel al ser liberado de la esclavitud de Faraón por el Dios de las estepas – como horizonte de tiempo contraído, a partir de experiencias históricas de resistencias múltiples vividas como gratuidad que procede de la superación del mimetismo violento y como transformación del conflicto por medio de la justicia y la misericordia unidas, para aprender a “vivir como sobrevivientes” en medio del colapso que nos acecha.

Solamente así cobra sentido el anuncio de la esperanza cristiana en el Reinado de Dios. Aquella que no aparta la mirada de las heridas de los crucificados de siempre. La que experimenta la consolación que procede del Misterio amoroso de lo real a través de los gestos mesiánicos que interrumpen la temporalidad violenta. La esperanza de quienes instauran signos patentes de compasión en medio del desamor.

Carlos Mendoza-Álvarez, OP. Universidad Iberoamericana, México (México). Texto original en español

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Cismas

Índice

1 Definición conceptual

2 Acto cismático en la historia de la Iglesia

3 El cisma como lucha por el poder en la Iglesia

3.1 Primer ejemplo: el cisma de Novato en Roma (251)

3.2 Segundo ejemplo: el cisma de las iglesias norteafricanas en el siglo IV

4 Cisma, herejía y violencia: los límites de la ortodoxia

5 Conclusión

6 Referencias bibliográficas

 1 Definición conceptual

De un punto de vista etimológico, el término cisma, oriundo del griego, significa el acto de separación, división o ruptura que acomete una colectividad, particularmente en el interior del cristianismo, por el cual un grupo de miembros de una determinada comunidad decide vivir los aspectos de la fe o del culto de un modo diferente de su comunidad inicial. Para ello, este grupo se aparta de la práctica común para buscar una experiencia más específica o particular de la fe, ya sea afirmando aspectos doctrinales diferentes (como en el caso del arrianismo o del pelagianismo), ya sea defendiendo una postura disciplinaria o moral diversa (como en el caso del novacianismo o del donatismo) (STARK, 2007, 54).

Sin embargo, desde un punto de vista histórico, es muy difícil sostener una comprensión fija y universal de cisma, pues se percibe que las comunidades religiosas elaboran a su modo el concepto de cisma guiándose por sus tradiciones e intereses particulares, lo que puede ampliar, endurecer o flexibilizar el significado real de ruptura o separación. Así, no es fácil para el estudioso contemporáneo identificar el acto cismático en su sentido empírico, en el pasado, pues la comprensión de cisma, muchas veces, se guiaba por juegos de poder en el interior de las comunidades y se convertía en un instrumento de deslegitimación de sujetos eclesiales específicos que se pretendía retirar del escenario oficial. Esta constatación nos forzará, en este texto, a indagar por la construcción histórica del concepto de cisma, desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, tomándolo como parte del desarrollo institucional de las comunidades cristianas. Por eso, haremos una discusión histórica amplia y general del concepto, teniendo en cuenta las manifestaciones concretas de actos cismáticos sin, no obstante, particularizarlos o aislarlos como acontecimientos atípicos o circunstanciales.

2 Acto cismático en la historia de la Iglesia

Siendo un acto de ruptura derivado de una situación de rebeldía, el cisma es particularmente sentido cuando la comunidad religiosa afirma la unidad como naturaleza fundamental, visible en un cuerpo doctrinal, disciplinario, sacramental y litúrgico compartido por los miembros de la comunidad; en este caso, el cisma es interpretado como secesión de una parte de esta comunidad que, a partir de un momento dado, toma un camino particular, distanciándose de la tradición común. Esta ruptura es, entonces, experimentada como un trauma, un acontecimiento de enorme magnitud que, no raras veces, viene acompañado de conflictos violentos, a veces mortales, practicados por la comunidad mayoritaria que, con el fin de salvaguardar la unidad, invierte todas sus fuerzas persuasivas para mantener al grupo considerado disidente dentro de la unidad original (GADDIS, 2005).

En el caso cristiano, la experiencia comunitaria del cisma se presenta especialmente traumática como consecuencia de una particular consideración de la unidad que, en el caso del Evangelio de Juan, es proclamada por Jesús durante el discurso de despedida, sobre todo en la oración sacerdotal: ” “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17,11); en la Primera Carta a los Corintios (12,12-14), Pablo identifica a la Iglesia al cuerpo místico de Cristo que, por analogía, debe ser una, como él, a pesar de la diversidad de sus miembros. Así pues, el acto cismático se convierte en un atentado no sólo contra la comunidad, sino sobre todo contra el misterio del Cuerpo de Cristo que la Iglesia-una representa.

Como se puede observar, las primitivas comunidades cristianas no veían los cismas como acontecimientos probables y comprensibles según las lógicas sociales que rigen los grupos humanos, cuyo desarrollo favorece a menudo las separaciones y desmembramientos para permitir la supervivencia de heteronomías que, a lo largo del tiempo, fueron asumidas como parte de la identidad de comunidades precisas dentro de una gran federación de comunidades. Por el contrario, las comunidades, a pesar de la diversidad de ciudades, lenguas y procedencias étnicas a partir de las cuales se encuadraban, profesaban una unidad, confundida con una pretendida homogeneidad, que, en la práctica, ocultaba sus naturales divergencias de prácticas y de creencias (BROWN, 1999, 22).

En un período en que no era todavía necesario un elaborado símbolo de la fe y no había todavía un canon exclusivo de los textos bíblicos válido para todas las comunidades, es casi imposible delimitar hasta dónde iba la diversidad tolerada (que todavía expresaba la unidad) y donde empezaba diversidad intolerable (esta sí definida como cisma). Un ejemplo de esta complicada comprensión se encuentra en Hechos de los Apóstoles, capítulo 15, cuando su autor, al retratar la divergencia entre la comunidad madre de Jerusalén, dirigida por Santiago, y la comunidad-hija de Antioquía, dirigida por Pablo y Bernabé, prefirió silenciar las profundas discordancias entre dos iglesias (y entre Santiago y Pablo), dando al episodio una resolución fácil que afirmaba una unidad muy frágil y amenazada, como reveló el propio apóstol Pablo, en su Carta a los Gálatas, capítulo 2. Se puede argumentar que Lucas, en su calidad de historiador del cristianismo naciente, se guiaba más por la teología y la visión providencialista de la historia que por los cánones de la historiografía helénica, que debía conocer (MARGUERAT, 2003, 31); sin embargo, su posición teológica de los hechos, centrada en la conducción pneumática, llevó al predominio de una visión conciliadora de las diversidades eclesiales. Una vez que los Hechos de los Apóstoles se convirtieron en una especie de prototipo de lo que vino a llamarse Historia Eclesiástica, expresión acuñada por el obispo Eusebio de Cesarea (263-339), se puede decir que esta visión conciliadora lucana se afirmó como paradigma originario para los autores cristianos antiguos y continuó fuerte incluso después, cuando se dio la sistematización general de la fe con el Concilio de Nicea (325).

El obispo Ireneo de Lyon (130-202), en su tratado contra las herejías (Liv. I, 10,2), reforzaba la unidad de la Iglesia que, según él, ya estaba esparcida por Oriente y Occidente, atribuyéndole la uniformidad de la fe, de la tradición y de la enseñanza a pesar de la variación lingüística que caracterizaba las regiones del mundo romano donde las iglesias se implantaron. Aunque su propia obra denunciara la existencia y la fuerza persuasiva de comunidades cristianas que seguían otra teología, por él llamadas heréticas o gnósticas, Ireneo creía que la unidad del creer era el sello de autenticidad de la Iglesia de la que formaba parte. En el mismo sentido, el teólogo Orígenes (185-254), en las Homilías sobre Ezequiel (9,1), consideraba que la unidad y la comunión derivaban de la virtud, mientras que la diversidad o multiplicidad se originaba en los pecados, donde los cismas, las herejías y las disensiones son necesariamente leídas como expresión de aquella rebeldía original que causó la desgracia del orden de la creación.

A la luz de ambos testimonios antiguos, se ve que la histórica diversidad y disputas entre las iglesias, evidentes desde el llamado Acuerdo de Jerusalén (Hch 15, Gál 2), fueron encubiertas por una lectura espiritualizante, es decir, que minimizó el dato histórico y social, con miras a la defensa de una ortodoxia que, sabemos, no se formó sin luchas y disensiones. Para la corriente eclesial representada por Ireneo y Orígenes, los cismas no se entendían apenas como algo mucho más grave que la separación o la individualización de las comunidades, sino sobre todo como una tremenda continuación del pecado en el mundo. Al asociar la diversidad al pecado y la uniformidad a la gracia, los discursos eclesiásticos contorsionaron las manifestaciones de heteronomías e identidades locales haciéndolas un obstáculo para la uniformización que debería autenticar a la comunidad; así, la diversidad pasó a ser vista como algo arriesgado y, probablemente, un atentado contra la supuesta uniformidad original. El caso del Contra las herejías, de Ireneo, nos permite ver cómo la salvaguardia de una cristología encarnada e histórica echó mano de una cierta plastificación de la uniformidad que, en el futuro, la convirtió en motivo para la acusación de cisma de todo aquello que no pasaba de respuesta local a la fe apostólica.

Esta comprensión ireniana de la unidad de la Iglesia, de cierta forma, condicionó la llamada Historia de los Dogmas. Se suele interpretar las etapas de la formación de la doctrina cristiana con base en fases generativas específicas, generalmente escritas con el nombre de controversias: controversia trinitaria, controversia cristológica, controversia pneumatológica, controversia iconoclasta, entre otras. Los historiadores y teólogos habitualmente creen que estas controversias constituyen etapas cronológicas, por lo tanto, históricas y reales (se diría hasta naturales) de una bimilenaria marcha del cristianismo por la historia. Lo curioso es que esta marcación es, en realidad, una abstracción explicativa creada a posteriori, sin el debido fundamento de realidad, desde que se mire a las fuentes históricas sin las lentes de una evolutiva interpretación controvertida de la Historia de la Iglesia. Esta observación nos enseña que, al hacer la historia de la teología, hay que evitar la seducción de la Teología de la Historia.

De esta forma, si el cisma nace de una controversia, debemos entonces redefinir el papel del cisma en la historia de la Iglesia, pues la controversia (en sus diversas manifestaciones) constituye el propio ethos de esta historia: suponer un “cristianismo normativo” desde los orígenes es más un acto de fe que de investigación historiográfica que, por el contrario, evidencia las extremas heteronomías de las comunidades, sean jurídicas, doctrinales o litúrgicas (JOHNSON, 2001, 58). Sin embargo, se necesita atención: no todo entendimiento diferente sobre materia teológica resulta en un conflicto eclesial, lo que nos lleva a proponer la pregunta: ¿por qué ciertas diferencias de entendimientos generan conflictos y rupturas y otras no generan? ¿Por qué algunos conflictos redundan en acuerdos (asimilación de la diferencia) y otros en cismas (eliminación de los desviadores)? Una lectura no generativa de la historia de la Iglesia (que no supone fases ineludibles y naturalizadas de crecimiento) nos lleva a percibir que, en una disputa teológica, al menos en la Antigüedad y en la Edad Media, generalmente lo que estaba en juego era la defensa del poder de quien establecía la doctrina y no propiamente la doctrina en sí misma, o la desviación de la doctrina.

En otros términos, las controversias dogmáticas eran parte de las expresiones de los choques entre comunidades o líderes de estas comunidades para afirmar la superioridad de una determinada cultura eclesial sobre la cultura de otra iglesia, como se percibe tantas veces en los enfrentamientos de las iglesias de Antioquía, Alejandría y Roma entre los siglos III y V. En la visión, por ejemplo, de Eusebio de Cesárea, la garantía de la unidad de la Iglesia no residía en la fijación de ideas, sino en la sucesión apostólica, es decir, en la continuidad de personas: esta elección nos indica que las comunidades negociaban el liderazgo y el poder echando mano de las controversias como motivo para la oposición de los “verdaderos” a los “falsos” ministros (CAMERON, 2005, 133).

3 El cisma como lucha por el poder en la Iglesia

3.1 El cisma de Novato em Roma (251)

Eusebio de Cesárea, en el Libro VI de su Historia Eclesiástica, narra los acontecimientos derivados de la llamada persecución del emperador Decio, en el 249; el decreto imperial obligaba a todos los cristianos a ofrecer sacrificios a los dioses imperiales, bajo riesgo de condenación a la muerte. El sacrificio tenía que ocurrir ante una autoridad romana en calidad de testigo del acto. Después del sacrificio, que podría consistir simplemente en la quema de una piedrita de incienso, sin ninguna necesidad de creer en los dioses, el cristiano recibía un certificado legal, llamado, en latín, de libellus, motivo por el cual aquellos que ofrecían el sacrificio fueron apodados (peyorativamente) de libellatici (FREND, 1982, 98). Para evitar la muerte y, al mismo tiempo, el ofrecimiento de sacrificio, muchos cristianos ricos sobornaron a las autoridades para que sus nombres fueran inscritos en el libellus sin que ellos hicieran el sacrificio. Para muchos cristianos, ese procedimiento era un escándalo, pues significaba que tales personas eran muy cobardes y, peor aún, habían apostatado y, por eso, ya no podían participar en la vida de la Iglesia. Para empeorar la situación, se sospechaba que los libellatici colaboraban con el imperio, ofreciendo informaciones sobre miembros de la comunidad que no estaban dispuestos al compromiso imperial. En este caso, el acto cismático estaría explícito tanto en el ofrecimiento del sacrificio como en la cobardía frente al martirio y su condenación se justificaba ante la traición de algunos miembros de la comunidad.

En este tiempo, corrientes rigurosas empezaron a predicar que todo cristiano que se convertía en libellaticus perdía la gracia del bautismo y, si quisiera volver a la comunidad, después de la persecución, necesitaba ser rebautizado. Otros ni siquiera aceptaban la reinserción, aunque hubiera nuevo bautismo. Este drama comunitario, que alcanzó las iglesias de Roma, Alejandría y hasta Cartago, en el norte de África, testimonia la existencia de un cuadro de exclusión interna a la iglesia que podía ser tan o más violento que la persecución imperial; la exclusión de los libellatici o lapsi (es decir, aquellos que cayeron por miedo al martirio) se convirtió en la otra cara de una verdadera persecución intraeclesial en la que los rigoristas buscaban expulsar de las iglesias a los miembros no deseados. La actitud de los sectores rigurosos, en esas iglesias, podría ser descrita como una especie de “caza de brujas”, lo que evidentemente causaba gran turbulencia entre los fieles y el clero.

Fue lo que sucedió en Roma cuando el martirio del obispo/papa Fabiano († 250), primera víctima del decreto de Decio. La contienda por la sucesión de Fabiano atestigua como la comunidad eclesial de Roma estaba dividida entre dos tendencias: los rigoristas, que consideraban a los lapsi cismáticos y designaron a Novato († 258) como su candidato; los demás, que podemos denominar “moderados”, es decir, que estaban dispuestos a admitir los lapsi, e indicaron a Cornelio († 253) que acabó venciendo la elección. En respuesta a la confianza de sus partidarios, Cornelio se esforzó para reconciliar a los lapsi sin exigir nuevo bautismo, aunque obligándolos a una penitencia pública. Los rigoristas aliados a Novato no aceptaron la derrota y desde entonces comenzó la rivalidad entre el nuevo obispo y su presbítero.

Novato comandó una revuelta interna en la iglesia romana, lo que le llevó, incluso, a ser ordenado obispo fuera de los procedimientos canónicos y a exigir la deposición de Cornelio – no en vano, muchos historiadores consideran a Novato el primer antipapa. Al narrar este acontecimiento, Eusebio de Cesárea no esconde su indignación por Novato. Se percibe, sin embargo, que esta indignación se derivaba, en primer lugar, del hecho de que, para él, era verdaderamente inconcebible que un presbítero pensara diferente de su obispo y, peor aún, que se insubordinase a él. Rebelarse contra su obispo fue el crimen imperdonable de Novato, su verdadero cisma, no su posición doctrinal rigurosa. Cornelio, por su parte, al defender una visión más inclusiva o misericordiosa en relación a los lapsi, procuraba asegurar la autoridad superlativa del obispo de Roma.

Los adeptos de Novato, conocidos como novacianos, no fueron reintegrados a la iglesia romana, después del conflicto, sino que formaron una iglesia autónoma, desvinculada de una ciudad precisa, y sus miembros se extendieron por diversas regiones del mundo romano; cuando en el Concilio de Nicea (325), los novacianos suscribieron el credo niceno, pasaron a ser vistos como ortodoxos, en la fe, pero disidentes en cuanto a la disciplina. En suma, la controversia en torno a los libellatici y el cisma de Novato no señala inmediatamente un problema doctrinal, sino a una disputa de poder entre grupos rivales, dentro de una misma comunidad, y una confrontación entre autoridades jerárquicas, como el obispo y su presbítero, frente a una derrota electoral no asimilada. La disputa de Novato contra Cornelio dio ocasión para que este último mostrase cuál es el lugar de un presbítero y cuál es el tamaño de la fuerza del episcopado romano.

Eusebio de Cesárea, ardoroso defensor de la autoridad episcopal frente a tendencias, digamos, más presbiterales o colegiales, nos lleva a detestar a Novato y a considerarlo un pérfido cismático. La expulsión de la memoria de Novato, tras su actitud de proclamarse obispo sin elección canónica, nos obliga a quedarnos sin respuesta a muchas cuestiones sobre la posición de Cornelio en la defensa de los lapsi. A pesar del pésimo retrato trazado por Eusebio, Novato y su movimiento no pueden, impunemente, ser vistos como víctimas minoritarias e indefensas de una comunidad mayoritaria y más fuerte, pues tanto una como la otra manifiestan comportamientos excluyentes y buscan, con los recursos que poseen, elevar su teología a la categoría de Teología, amenazando y persiguiendo a los diferentes.

3.2 El cisma de las iglesias norteafricanas en el siglo IV

El norte de África experimentó todas las consecuencias de la persecución de Decio, incluyendo el problema de los lapsi y las dificultades para su reinserción eclesial. A pesar de saber que gran parte de las iglesias africanas estaban compuestas por lapsi (FREND, 1982, 100), se difundió, durante y después de la represión, una arraigada devoción por los mártires que habían dado testimonio de constancia y fortaleza. La inmensa cantidad de relatos martiriales vinculados a cristianos africanos nos da una buena proporción de cuanto las iglesias de aquella región estaban íntimamente unidas a sus héroes y de cuánto el martirio era importante en la constitución de una identidad cristiana en África. No es difícil imaginar que esta identidad martirial pronto se volvería contra la aceptación de laicos y clérigos que, por diversas razones, prefirieron resistir a la muerte.

La situación se agravó cuando, en 303, la autoridad imperial lanzó una nueva ofensiva contra los cristianos. Esta vez, se pretendía destruir todas las copias de las Sagradas Escrituras, los objetos litúrgicos y quemar todas las iglesias a fin de que los fieles no tuvieran donde celebrar sus misterios (FREND, 1982, 116). Estas olas persecutorias movidas por el Estado romano pueden ser explicadas como reacción político-social frente a la incapacidad del Imperio de resolver sus problemas fiscales y militares, lo que ocasionaba continuas luchas entre el ejército romano y los ejércitos no romanos, llamados bárbaros, que se rebelaban contra la autoridad imperial. Para las élites romanas, esta crisis provenía del abandono del culto ancestral a los dioses y de la adhesión popular al cristianismo, de donde se entiende que las persecuciones de la época de Diocleciano (244-311) contaron con la participación de las élites municipales y provinciales, esta vez, en connivencia con el castigo de los cristianos.

Esta nueva represión imperial, en África, agravó la división entre los cristianos adeptos de una identidad martirial y aquellos, más moderados, que aceptaban negociar frente al peligro. Estos últimos fueron tachados de traditores (traidores), porque supuestamente entregaron a las autoridades los ejemplares de las Escrituras y denunciaron a sus hermanos de fe. Con el ascenso imperial de Constantino, en 311, las persecuciones cesaron, pero en el área africana, el resultado siguió siendo negativo, pues se inició una lucha interna en las iglesias con el fin de impedir que los traditores siguieran participando en la vida de fe, principalmente si fueran clérigos, ya que, en este caso, se consideraba que los sacramentos celebrados por ellos eran inválidos.

En la ciudad de Cartago, este grupo, que podemos llamar radical, fue capitaneado por el presbítero, después obispo, Donato de Casae Nigrae († c. 355). Su postura de total exclusión de los traditores, considerados colaboradores del Estado romano, originó una concepción de que la verdadera Iglesia de Cristo, por ser santa e inmaculada, debía ser formada tan sólo por los que resistieron al Imperio y no temieron la muerte: una Iglesia de puros y de santos que no pactaron con el enemigo. Por eso, las asambleas litúrgicas no podían admitir la comunión de los traidores de Cristo y ni el ministerio de clérigos que apostataron. Todos éstos, si deseaban volver a la comunidad, deberían recibir un nuevo bautismo y los clérigos nueva ordenación. Es importante destacar que, al negar la validez de las ordenaciones, los donatistas encontraron un modo de desmontar la organización jerárquica de las iglesias norteafricanas, sustituyéndola por su propia jerarquía.

En el otro lado, estaba el grupo más moderado, dirigido por el arcediano (el primero entre los diáconos), después obispo, Ceciliano († c.345), que negaba el rebautismo y las reordenaciones y consideraba que la Iglesia, mientras peregrina en este mundo, incluía tanto a los santos como a los pecadores y que sería imposible excluir a los últimos para que sólo quedaran los primeros. Este sector de la iglesia cartaginesa defendía que la validez de los sacramentos no dependía de la santidad personal del ministro, sino del ministerio recibido de la Iglesia, ella sí, santa por causa de Cristo.

El caso del donatismo, en el norte de África, nos coloca frente al problema: ¿cuál era la comunidad cismática? ¿la donatista, constituida por la mayor parte del episcopado africano, o la católica, representada por los pocos obispos seguidores de la propuesta moderada de Ceciliano y, después de Agustín de Hipona? ¿Quién se separó de quién? Desde el punto de vista donatista, es la comunidad católica la que había perdido la fidelidad a la propuesta de Cristo y, en este sentido, había dejado de ser una verdadera iglesia. El acto cismático, por lo tanto, habría partido de los católicos. Para los donatistas, el clero católico, corrompido, no era capaz de ministrar sacramentos válidos, pues la acción del Espíritu Santo no beneficiaba el gesto de los pecadores, aunque sea celebrado en el nombre de Cristo.

Con el fin de las persecuciones imperiales, en 311, resultado de la llamada paz constantiniana, los ánimos de los obispos norteafricanos no se debilitaron, pues Constantino, a fin de intentar pacificar la región, tomó el partido de Ceciliano y sus seguidores, dándoles no sólo el apoyo del Imperio, pero también incentivo económico y destacado puesto político. Los donatistas vieron en ello la confirmación de que la comunidad católica, pro-romana, era mancomunada con el Imperio y no podía, en modo alguno, ser una auténtica iglesia. Conviene observar que, en la acusación donatista a la comunidad católica, se esconde un cierto desprecio donatista por las referencias culturales romanas que caracterizaban una parte de los norteafricanos residentes en las ciudades altamente romanizadas del litoral.

La postura católica profesada por el grupo de Ceciliano se alía, de hecho, a la apertura cultural del mundo romano mediterráneo que postulaba el universalismo lo que, en este caso, casaba bien con la idea de catolicidad de la Iglesia. Es por eso que Constantino apoyó a los católicos, pues su proyecto de gobierno pretendía, justamente, afirmar la universalidad del Imperio contra los regionalismos fragmentadores. Los donatistas, por otro lado, formados por individuos y comunidades que defendían una cultura norteafricana local, menos romanizada y más exclusivista, no toleraban el vínculo entre la Iglesia y el Imperio, aunque fuera sólo en términos culturales. Lo que se puede aprehender de este cisma norteafricano es que los argumentos de carácter eclesiológico y sacramental escondían, más de fondo, un problema sociopolítico que afligía a la sociedad como un todo y que, incluso, incluía una aguda discrepancia y rivalidad entre comunidades campesinas, generalmente próximas a los donatistas, y comunidades urbanas, más próximas a los católicos. Si no se tiene en cuenta esta complicada red de relaciones, no se puede comprender la historia del cisma africano y, por consiguiente, ni siquiera la Historia de la Iglesia (BROWN, 2005, 251; FIGUINHA, 2009, 16; FREND, 1982, 126).

4 Cisma, herejía y violencia: los límites de la ortodoxia

En lo que se refiere a la relación entre las iglesias, el siglo V no fue menos turbulento; quizás haya sido aún peor, como se lee, por ejemplo, en la Historia Eclesiástica, de Sócrates de Constantinopla (380-440), principal testimonio del llamado cisma nestoriano de 431. Nestorio (386-451) fuera un monje antioqueno elegido obispo de Constantinopla en 428. Famoso por su piedad y elocuencia, él inició su mandato exhortando al emperador Teodosio II (401-450) a que sacase de la tierra todos los heréticos, si quisiera que Dios le diera la victoria sobre el Imperio persa enemigo. El texto de Sócrates (7.29.5 o 7.29.10) deja ver cómo, ya en la generación del 430, había en la Iglesia un sector de clérigos convencidos que el Estado romano era un buen instrumento de Dios para arrancar, con la fuerza de las armas, la mala hierba de la herejía y del cisma. Al Estado corresponde usar la fuerza en la Iglesia para librarla del error de algunos y, a la Iglesia, corresponde ayudar al Estado en sus necesidades políticas.

Esta opinión, por lo demás, no era, en sí, una novedad, pues Eusebio de Cesárea (Historia Eclesiástica VII, 27.29) sostenía la misma opinión, cuando relató el destino del obispo Pablo de Samosata (200-275), en la Sede de Antioquía que, alrededor de 260, resolvió expresarse, como obispo, de un modo que incomodaba a los demás obispos de Siria. Estos, entonces, recurrieron a la autoridad imperial a fin de sacar a Pablo a la fuerza del obispado – no olvidemos que, en 260, el Imperio todavía perseguía a la Iglesia; por lo tanto, este recurso al Imperio pagano demuestra que cuando se trataba de defender sus intereses, los obispos no veían ningún problema en acercarse al perseguidor. Los antiguos historiadores eclesiásticos, como Eusebio y Sócrates, mencionan actos de violencia practicados tanto por obispos considerados malvados y perdidos, como Nestorio, así como por obispos venerados hoy como santos, como Cirilo de Alejandría. En la Historia Eclesiástica (7.13), Sócrates narra la violencia con que el obispo San Cirilo extirpó a todos los judíos de la ciudad y mandó incendiar sus sinagogas, así como el episodio del asesinato de la filósofa alejandrina Hipatia (7.15.7). A pesar de que Sócrates no alimentaba simpatías por Cirilo, su relato no era fantasioso, pues tomó cuidado de no mezclar la furia del obispo y de sus correligionarios con el celo justo y admisible demostrado por aquellos que el historiador llama “hombres santos” de la Iglesia (” GADDIS, 2005, 222). A pesar de ello, la destrucción del templo de Serapis y la persecución a la Hipatia se sustentan en la legislación anti-pagana promulgada por el emperador Teodosio I, entre 391-392 (CAMERON, 1998, 60).

            En estas narraciones antiguas, es difícil separar el concepto de herejía de aquel de cisma; ambos son comportamientos flagrantemente contrarios a la unidad de la Iglesia y a la autoridad de sus pastores. Por eso, vemos que los obispos recurren casi siempre a la acción del Estado para que éste erradique de la Iglesia toda forma de expresión eclesial diferente: desde un punto de vista estrictamente histórico, el mantenimiento de la unidad y la erradicación del error derivan del uso de la violencia, tanto la del Estado como la de la propia Iglesia. Es importante tener en cuenta que la radicalización de ciertos sectores clericales (que no eran pocos) ocurrió durante y,  principalmente, después del fin de las persecuciones contra la fe: ¿qué explicaría eso? ¿Las iglesias no habían sufrido lo suficiente a lo largo de tres siglos? ¿No predicaban la paz? ¿No eran ellas esposas de Cristo, el príncipe de la paz? Es curioso observar que esta radicalización, al principio referida a judíos, paganos y herejes, se dirigió también contra los propios obispos y clérigos (al principio, no heréticos) y, por medio de una disputa duradera por el poder dentro de la ecúmene cristiana, la violencia contra judíos, paganos y herejes disminuyó un poco para concentrar sus fuerzas en la violencia de los obispos entre sí.

            Se creía que el uso de la violencia era justo porque mucho peor era el efecto del error presente en los cismas, herejías e idolatrías. El monje egipcio Shenoute (o Shenouda) de Atripe (385-466), abad del Monasterio Blanco de Sohag, una vez, invadió la casa de un aristocrático no cristiano y destruyó todos los ídolos que encontró. Acusado de haber cometido violencia y crimen de invasión y bandidaje, él respondió: “no hay crimen para aquellos que poseen a Cristo” (GADDIS, 2007, 1). La solución de Shenoute, además de ilegal, revela que también los cristianos podían forjar su propia comprensión de lo que era el crimen, la violencia, el error, el cisma y la herejía. Estas últimas no eran cosas objetivas, sino el resultado de una interpretación particular que podía variar al ritmo de las posiciones más radicales o más moderadas. Así, en vez de sorprendernos al ver que las comunidades eclesiales antiguas podían ser extremadamente violentas (GADDIS, 2007, JENKINS, 2013), necesitamos repensar el significado sociológico del conflicto y entenderlo a la luz del horizonte histórico de los personajes involucrados.

El conflicto o la gestión del conflicto, en los siglos IV-V, era un mecanismo importante en la definición de la autoridad episcopal (recordemos el caso de la querella entre Novato y Cornelio en Roma, o de Donato y Ceciliano en Cartago): luchar contra Novato, considerado por los católicos un cismático y herético, hizo de Cornelio un obispo aún más fuerte, por ser defensor de la fe, y le ayudó a definir mucho más nítidamente su papel de jefe de la iglesia romana y, aún más, lo colocó al frente de las iglesias italianas, pues el episodio justificó la deposición de los obispos que ordenaron a Novato ilícitamente. En Cartago, la posición de Donato se articulaba con la opinión mayoritaria de los obispos de Numidia que, descontentos con la situación de sus colegas tenidos por colaboracionistas, invalidaban su ordenación, lo que muestra que combatir a los considerados traidores formaba parte del oficio de obispo de la verdadera Iglesia, la de los puros e inmaculados donatistas. En otras palabras, los conflictos episcopales, cuando se gestionaban eficazmente, conferían a sus gestores una enorme consolidación de su autoridad, por un lado, y de su carisma personal, de otro. La declaración condenatoria de herejía o de cisma formaba parte del repertorio retórico y político movilizado por los obispos en el afán de sostener su poder a través de la contestación del poder de sus competidores.

5 Conclusión

Ante el marco expuesto, se concluye que, históricamente hablando, el cisma hasta puede ser un acto sectario, pero es más propiamente un modo de gestionar las diferencias – sociales, culturales, doctrinales y litúrgicas – dentro de una determinada comunidad eclesial o entre dos o más iglesias locales. Además, el cisma alude a las múltiples diferencias regionales, políticas y sociales que marcaban el Imperio romano y que, por extensión, marcaron también las comunidades cristianas que se desarrollaron en su suelo. Es engañoso suponer que las iglesias, de ayer y de hoy, responden sólo a sus demandas propias y que sus historias corren paralelas a la historia social de su entorno. En este caso, el cisma necesita ser reinterpretado en una clave que entiende que la diversidad, no la uniformidad, es consustancial a la propia identidad del cristianismo.

Esto no significa, como se dijo anteriormente, que la experiencia de ruptura en el interior de las iglesias no fuera vivida como algo doloroso y escandaloso, sin embargo, no podemos olvidar que las propias comunidades eclesiales, al definir y condenar los cismas, buscaban afirmar sus idiosincrasias y, en este sentido, defendían su perspectiva de vencedores, como encontramos, por ejemplo, en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea. Este obispo, cuando escribió su obra, sabía que era miembro de un imperio dirigido por un emperador cristiano y que los obispos, sucesores de los apóstoles, eran también verdaderos magistrados romanos que ocupaban las sedes de las ciudades de un imperio universal y por lo tanto eran hombres de poder. Su Historia refleja esta situación altamente privilegiada del episcopado monárquico, un tipo de gobierno eclesial que lentamente se impuso sobre otros modos de gobierno más colegiales. Al escribir la Historia Eclesiástica, Eusebio tejía alabanzas a la tradición episcopal y la elevaba a la condición de paradigma de la propia apostolicidad de la Iglesia que él percibía como la verdadera Iglesia, y quitó lo bueno de todas las sectas y cismas del período anterior. No es que él ingeniosamente manipulara la historia a favor de su partido, pero se puede observar que, como obispo y aliado del Imperio, su visión de los hechos concuerda con su posición en el mundo.

A partir de la constatación que las fuentes históricas de que disponemos son productos de corrientes cristianas que salieron victoriosas de sus embates y, por eso, son discursos despectivos de las diferencias, es muy difícil comprender el verdadero significado de los cismas, principalmente para los grupos que optaron por ellos como condición de supervivencia de la propia fe. Así, la historiografía y la teología son invitadas a superar la visión teleológica que marcó la historia de la Iglesia, de ayer y de hoy, para encontrar, por debajo de los escombros de la damnatio memoria (la condena de aspectos del pasado) los elementos más convenientes para elaborar su propia lectura de la historia de la Iglesia.

André Miatello. UFMG/FAJE, Belo Horizonte ( Brasil). Texto original português.

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STARK, Rodney. Ascesa e affermazione del Cristianesimo. Come un movimento oscuro e marginale è diventato in pochi secoli la religione dominante dell’Occidente. Turim: Lindau s.r.l., 2007.

María en la Biblia

Índice

1 María en la Biblia

1.1 Antiguo Testamento

1.2 Nuevo testamento

1.2.1 Identidad de María de Nazaret

1.2.2 Carta de Pablo

1.2.3 Evangelio de Marcos

1.2.4 Evangelio de Mateo

1.2.5 Evangelio de Lucas

1.2.6 Evangelio de Juan

1.2.7 Apocalipsis

2 Referencia

1 María en la Biblia

Los datos bíblicos sobre María se insertan en la historia de la salvación, dentro del anuncio del misterio de Cristo y en la perspectiva de cada escrito. Si bien no existe una “biografía” sobre la vida de María, su presencia en las Escrituras tiene un significado teológico por el lugar que ocupa en el núcleo del acontecimiento de Cristo que la trasciende. La exégesis moderna destaca que el misterio de María significa la síntesis de toda la revelación precedente sobre el pueblo de Dios, de todo el pueblo de la alianza, que tiene su culminación en Cristo. “Ella es el ícono de todo el misterio cristiano” (FORTE, 1993, 112).

1.1 Antiguo Testamento

¿Qué nos dice el AT sobre la Virgen María? La exégesis y la teología, unida al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia se refieren al papel de la Virgen María en la historia de salvación. La sitúan en su prefiguración veterotestametaria y luego en su misión de madre de la Iglesia y de Cristo. Hay diversas opiniones de exégetas sobre la presencia de María en el AT (POZO, 1974, 126). Algunos hablan de su ausencia o de apariciones muy fugaces bajo formas de revelaciones o profecías y otros afirman que está presente en toda la Biblia (CAROL, 1964, 55). Según San Agustín: “el NT está oculto en el Antiguo y el AT se pone de manifiesto en el Nuevo” (San Agustín: “In Vetere Testamento Novum Latet, et in Novo Vetus patet”. Quatest. In Hept, II 73: ML 34,623). La Constitución Lumen Gentium, nº55 del Concilio Vaticano II afirma:

“Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Tradición venerable manifiestan de un modo cada vez más claro la función de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y vienen como a ponerla delante de los ojos. En efecto, los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la salvación, en la que paso a paso se prepara la venida de Cristo al mundo […]. Bajo esta luz aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la serpiente, hecha a los primeros padres caídos en pecado (Gen 3, 15). Asimismo, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (Is 7,14; comp. Con Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23)”.

El teólogo C. Pozo, (POZO.C., 1974, 127) clasifica los escritos en tres tipos:

a) Textos con sentido mariológico cierto: Génesis, 3,15; Isaías 7,14 y Miqueas 5,2-3. Génesis 3,15: tiene un sentido mesiánico en el que triunfa el linaje de una Mujer que aplastará la cabeza de la serpiente que simboliza el mal. El verbo ‘ipsa’ que utiliza la Vulgata lo confirma: “Ella te aplastara la cabeza”. Los teólogos afirman que en los versículos Gn 3,15, se trata de Eva en sentido literal, pero es María en sentido literal profundo y pleno. El texto de Isaías 7,14 es mesiánico y mariológico “una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel”. Isaías utiliza la expresión ‘Almah‘ para referirse a la madre del Emmanuel; la traducción literal: doncella, joven adolescente, virgen. Mateo lo ratifica en Mt 1,22-23, indicando que esa profecía se cumple en la concepción virginal de Jesús. Lucas también cita a Is 7,14 y a Is 9,5 en la anunciación (Lc 1,31-32). El texto de Miqueas 5,1 ss está muy relacionado con Is 7,14; se nota un paralelismo entre la almah y el Emmanuel. Esta profecía completa el vaticinio de Isaías, afirmándose que la “almah” dará a luz al Emmanuel en Belén de Efratá.

b) Textos con sentido mariológico discutido: Jer 31,22; Sal 45, Cantar de los Cantares 5,2b. 6. Aunque los textos tienen una tradición mariológica, contienen infidelidades, y otras situaciones irregulares.

c) Textos marianos por acomodación: el texto de Judit 15,9 donde en la figura de Judit se ve un tipo de María en el sentido técnico de la palabra. En Prov 8 y Eclo 24,11 sugiere la presencia de María en el plan divino de salvación formado desde la eternidad.

Autores como Laurentin y Bertetto hablan de un triple pre anuncio a María en la literatura veterotestamentaria y que se refleja en el NT. El triple anuncio equivale a una triple preparación: moral, tipológica y profética. (PONCE CUELLAR, 2001, 52).

1. 2 Nuevo Testamento

¿Cuándo aparece María dentro de los veintisiete escritos que forman el canon del NT? El primer texto que la menciona es el de san Pablo en la carta a los Gálatas en el año 53-57 DC, luego el evangelio de Marcos alrededor del año 64 DC, el de Mateo entre los años 70-80 DC, el de Lucas autor también de los Hechos de los Apóstoles, hacia el año 70 DC. El evangelio de Juan y el libro del Apocalipsis en el capítulo 12, entre el 90-100 DC.

1.2.1 Identidad de María de Nazaret

María, Miryam[1], es una mujer judía de un pueblo pobre llamado Nazaret al que pertenece y forma parte de su historia. Fue instruida por Dios en la “escuela de la vida,” donde aprendió la humildad, la sabiduría y el amor que a su vez le transmitió a Jesús. Ella fue su mejor maestra y a su vez su discípula. Su pobreza se puede describir como “confianza y abandono en el Dios de Jesús” en quien puso todo su amor, fe y le dio esperanza en su vida cotidiana tejida entre alegría y dolores (BOFF, 2009, 102). El primer escrito sobre la mujer que intervino en el misterio de la encarnación fue de Pablo en Gál 4,4. En los Evangelios de Mateo, Marcos Lucas y en el libro de los Hechos de los Apóstoles, María es llamada por su nombre. En el Evangelio según San Juan, se habla de la madre de Jesús, o su madre, sin decir su nombre. Los demás libros la mencionan indirectamente al señalar que Jesús es el Hijo de David, que somos Hijos de la Promesa, de la Jerusalén de arriba, que el Padre nos envió a su Hijo, nacido de mujer y se la reconoce en la Mujer coronada de estrellas del Apocalipsis (Ap 12). Los Evangelios sinópticos presentan la figura de María en referencia a Jesús en diferentes momentos. En la genealogía (Mt 1,16; Lc 3,23), en su concepción virginal (Lc 1,26-38); en la visita de María a Isabel y en el Magnificat (Lc 2, 39-56). En su nacimiento (Mt 1, 25; Lc 2,1-20), en la presentación en el templo (Lc 2,21-38); en la huída y regreso de Egipto (Mt 2,1-23). En la relación con los familiares y discípulos (Mc 3,3-35; 6,1-3; Mt 12,46-50; 13,53-58; Lc 8,19-21; 4,16. 22-30).

1.2.2 Carta de Pablo

La carta de Pablo a los Gálatas se ubica alrededor del año 49 o entre el 53-57 dC y es el primer testimonio mariano en el NT sobre la Virgen, la mujer mediadora de la encarnación (Gál 4, 4). Es el germen de la doctrina mariana. Destaca el don singular que Dios hizo a María como la Madre del Señor y en ella el respeto y la estima por la mujer al darle un lugar destacado en la historia de la humanidad. Confirma la manera que tiene Dios para ser parte de la historia, desde dentro, sumergiéndose en los hechos y acontecimientos de la vida. El mismo Dios que formó parte de un pueblo (Rom 1,3), que habló por medio de los profetas “muchas veces y de muchas formas,” (Heb 1,1) dentro del espacio tiempo. Cuando el Padre envía a su Hijo para ser parte de nuestra historia, los tiempos del designio divino alcanzan su plenitud. Cristo es el punto omega y en esta cima se encuentra una mujer, María, en ella y de ella se formó el cuerpo de su Hijo varón (Heb 2,14 Rom 9,5). A través de la maternidad que significa nacer como cualquier ser humano, el Hijo del Padre preexistente al mundo echa raíces en el tronco de la humanidad haciéndonos hijos en el Hijo.

1.2.3 Evangelio de Marcos

Este Evangelio presenta la imagen más antigua sobre María. Recoge las catequesis y predicaciones de San Pedro. Comienza hablando de Juan el Bautista y de Jesús adulto que es bautizado en el Jordán. Es la imagen de la tradición pre-evangélica que se remonta a Jesús mismo y está apenas esbozada, presentando con claridad sus rasgos esenciales. Es la madre ignorada, de un Mesías ignorado o un “judío marginal,” según Meier y una madre vituperada del que es vituperado (MEIER, 1993). Pero, para Jesús, el Hijo de Dios, es bienaventurada por haber creído en él y por eso es Madre por la fe más que por su sangre, de sus discípulos, es decir, de su Iglesia. Este evangelista presenta a Jesús el Hijo de Dios, que es la Buena Noticia y esta proclamación de fe provoca aceptación o rechazo. Con la pregunta: ¿quién es mi madre y mis hermanos? (Mc 4,33) anuncia la formación de una nueva familia, (GARCIA PAREDES, 2005, 16-27) ya no relacionada con lo sanguíneo sino con lo espiritual, “porque el que haga la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35).

1.2.4 Evangelio de Mateo

El profeta Miqueas, citado por el evangelista Mateo (Mt 2,6) anunciaba que de Belén, “saldrá un jefe, el pastor de mi pueblo, Israel” (Miq 5,1). Jesús será el “nuevo Moisés” que liberará de la esclavitud a través de un nuevo éxodo, asumiendo el exilio, la persecución para conducir al pueblo hacia una nueva y definitiva liberación (Mt 2,13 ss.; Ex 2,1-9; 4,19-23). Una Virgen que está encinta será la Madre del Salvador, del Mesías, (Hijo de Dios e hijo de David). María Virgen es la esposa de José, hijo de David. Ella forma parte de un pueblo que espera el Mesías y tendrá el apoyo de José, pues necesita de él para que su Hijo pueda tener un hogar. Este vive el conflicto de aceptarla como esposa o repudiarla en secreto y lo resuelve luego de escuchar en sueños al ángel. Es preciso que al fiat de Dios (Is 7,14), le corresponda el fiat del ser humano. Cuando José da su fiat, “despertando José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado” (Mt 1,24), el cumplimiento de la Palabra llega a su plenitud, el conflicto se soluciona (GARCÍA PAREDES, 2005, 56). Y José asume legalmente y humanamente la condición paterna de Jesús al recibir a María como esposa, por lo cual Jesús es “hijo de David.” José acepta a María y al “hijo de María” engendrado por el Espíritu Santo, el Emmanuel (Mt 1,20). Testifica que Jesús es el Hijo de Dios y el sí de María se completa con su sí, constituyéndose la familia de Jesús, donde tendrá su primera experiencia de vida comunitaria, communio y aprenderá a relacionarse con ambos. La virginidad de María es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del Espíritu Santo, según afirma Mateo.

1.2.5 Evangelio de Lucas

El evangelista Lucas narra el origen de Jesús y el origen de la Iglesia destacando la presencia de María en los misterios de la Encarnación y de Pentecostés. La concepción virginal de María se describe aquí mediante la Epifanía de Dios en el Arca de la Alianza (Éxodo 40,35). La Nube de Dios aparece sobre ambas y sus consecuencias son análogas. El Arca es colmada de la Gloria, María es colmada de la presencia de un ser que merece el nombre de Santo y de Hijo de Dios.

La figura de María se presenta como testigo privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también del significado teológico de esa vida. Es testigo de lo que sucede pues “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (2,19); “su Madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (2,51). Una Madre que cuida con amor y está pendiente de su Hijo. Sale y visita a Isabel expresando con regocijo la acción de Dios en su vida en el Magnificat. En el momento del nacimiento, da a luz al Pastor, en un contexto pastoril y los primeros que lo reconocen son los pastores que van a ver al Niño y a su Madre. (2,6-20). Son ellos, junto a “una nube de testigos,” los que testifican la historicidad del acontecimiento. Y es el Espíritu Santo quien, a través de María (la Hija de Sión, el Arca de la Nueva Alianza), da testimonio de Jesús y realiza la tarea de enseñar a las personas creyentes en Jesucristo “todas las cosas.” María luego desaparecerá discretamente para cederle la palabra a su Hijo cuando éste – a los doce años en su Bar-Mitzvá, en el Templo de Jerusalén – se convierte en un adulto maestro de la sabiduría de su pueblo y se hace capaz de dar testimonio válido de sí mismo y del Padre. Lo mismo hará en los Hechos de los Apóstoles, cuando sus discípulos y discípulas, con la presencia del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, se conviertan en maestros de la Nueva Ley del Espíritu y servidores de la Palabra (TEPEDINO, 1994). Con la fuerza y el poder de lo alto darán testimonio de la Pasión y Resurrección es decir, de la identidad mesiánica y divina de Jesús.

1.2.6. Evangelio de Juan

Juan presenta a María como la “madre de Jesús” en el contexto de las bodas de Caná, (Jn 2,1-2) y al pie de la cruz (Jn 19,25-27). Su propio Hijo le llama “mujer,” gu/nai, revelándole su identidad más profunda, su ser “mujer,” antes que su maternidad[2]. Los estudiosos de la obra joánica han visto una continuidad entre el cuarto Evangelio y el Apocalipsis identificando con la misma función a la mujer, gunh/, en parto, de Apocalipsis 12 con María, la madre de Jesús, aunque no se la nombre como tal. La manera en la que es presentada revela esa continuidad, porque tanto en Juan 2,4; 19,26 y Apocalipsis 12, esta mujer, gu/nai gunh/ está en referencia a Cristo y a su maternidad biológica y espiritual, que es fecunda al abrazar a los “nuevos hijos” que le regala su Hijo. En este sentido es figura de la Iglesia y es presentada en Juan 2,4; 19,26 junto a los discípulos que representan la comunidad de los seguidores de Jesús. El hecho de que no aparece sola con Jesús significa que su misión es en referencia a Jesús y a la comunidad, allí se entenderá su maternidad por ser mujer. Entonces se puede decir que el cuarto Evangelio y el Apocalipsis tienen un profundo contenido eclesial y mariano, al presentar a María y a los personajes, hombres y mujeres, que representan la comunidad. Ambas interpretaciones, eclesiológica y mariana, han sido analizadas desde los grandes períodos de la tradición cristiana que son la época patrística y la tradición medieval.

María, en las bodas de Caná, se compadece de las necesidades de los novios, (Jn 2,3) e inicia el diálogo haciendo de mediadora entre Jesús y los sirvientes. Su función es la de facilitar el contacto de los hombres y mujeres con Cristo, colaborando en la toma de conciencia de su auténtica identidad. Sus palabras y gestos: “hagan todo lo que él les diga,” (Jn 2,5) ayudarán a revelar la divinidad de Jesús: su ser Hijo unigénito del Padre a través de un signo. La boda, evoca las imágenes de la era mesiánica (o sea la nueva creación) al igual que el vino y los alimentos exquisitos (cf. Os 2,19-20; Is 25,6-8; Jer 2,2; Cantar de los Cantares). Por su mediación cautelosa se realiza el signo, donde Jesús manifiesta su gloria (v. 11), destacándose la dimensión cristológica del relato.

Las últimas palabras de María en Caná (Jn 2,5) tienen continuidad en Jn 19,26-27, al escuchar que Jesús le dice: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.” Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre.” Y desde aquella hora, “el discípulo la recibió en su casa.” La expresión “mujer,” gu/nai y no “madre,” se la considera como evocación simbólica de Eva en Génesis 3, la mujer del protoevangelio, según los trabajos de Braum, y Feuillet.

Las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (v. 26), recuerdan a las fórmulas de adopción, aunque Brown dice que es más apropiado hablar de una “fórmula de revelación” (cfr. Jn 1,21; 1,36; 1,47), es decir que revela el contenido que deberá tener la nueva relación, la nueva maternidad de María que recibe como el “testamento de su Hijo desde la cruz”

Según Brown, la expresión “Ahí tienes a tu madre,” (v. 27) muestra que, de ahora en adelante, la madre y el discípulo estarán en una nueva relación querida por Jesús en el contexto del acontecimiento mesiánico y eclesiológico de la cruz (BROWN, 2002). Ella representa de modo especial al resto de Israel que espera y recibe la salvación mesiánica, expresada en Jn 1,31.41.45.49. Está abierta a la salvación, al igual que el discípulo amado que confía y se abre a recibir en su “casa” a quienes buscan la salvación y a permanecer allí. También se la asocia con la imagen de Iglesia, “Hija de Sión,” la Virgen de Israel (Is 60,4-5; 31,3-14; Bar 4,36-37; 5,5) que llama a sus hijos/hijas desde el exilio para formar entorno a ella un nuevo pueblo. El evangelista lo aplica a María y al discípulo al pie de la cruz: “alza los ojos y mira, todos se reúnen y vienen a ti, llegan de lejos tus hijos y tus hijas…” (Is 60,4), maternidad mesiánica y escatológica. También se la asocia con Eva, al igual que en Caná, (Gén 2,20), madre por excelencia.

Su maternidad corporal se prolonga en la maternidad espiritual hacia los creyentes y hacia la Iglesia, de tal manera que “para venir a ser hijos de Dios, debemos hacernos hijos de María e hijos de la Iglesia. Su único Hijo es Jesús, pero, nos hacemos conformes a él si nos convertimos en hijos de Dios e hijos de María” (DE LA POTTERIE, 1993, 262ss).

Más allá de las interpretaciones de que el discípulo amado (Jn 13,23) sea el hijo de Zebedeo, o que sea un discípulo con una relación especial, de preferencia, con Jesús, su función es la de mediador del mensaje de salvación. Es el amigo (15,13-15) a quien Jesús confía y expresa su amor hasta el extremo (13,1) en su hora, regalando lo más grande que tiene en este mundo, la mujer que lo ha dado a luz. Es capaz de confiarle a su madre, porque es un hombre de fe, que no tiene necesidad de pruebas.

“Y desde aquella hora,” (v. 27), tiene dos significados, el de recibirla en ese momento, en la “hora” de Jesús, que ha llegado, su muerte en la cruz (Jn 12,23; 13,1; 17,1). El resultado del “levantamiento de Jesús en la Cruz,” es que la madre y el discípulo se hacen uno (Jn 12,32), se fundamentan unas relaciones sólidas de amor entre María, Jesús y el discípulo, que serán la base de la unidad de la Iglesia. En la hora de Jesús y de la mujer (Jn 16,21), su propio Hijo le anuncia una tarea mayor, como regalo por su gran amor: su vientre vacío se llenará de nuevos hijos, al aceptar ser “madre” del discípulo. Éste la recibe “en su propia casa,” (v. 27), es decir que acoge por la fe en su intimidad a la madre de Jesús, ahora su madre, y la hace suya en ese momento con total disponibilidad. La única misión que recibe el discípulo es tener a María como madre. Su primera tarea es ser hijo de María. Es más importante ser creyente que apóstol, ya que esa misión será encomendada más tarde, luego de la resurrección (Jn 20,21; 21,20-23). Al hacerse hijo de María, se hace hijo de la Iglesia, un verdadero creyente en la Iglesia.

Y María es madre en cuanto Jesús vive en el discípulo que ha creído y ha recibido la vida eterna. Según Brown, Jesús pone en relación de madre e hijo a María y al discípulo amado y constituye así una comunidad de discípulos que son madre y hermano para él, la comunidad que conserva el Evangelio. Por eso sus últimas palabras son: “todo está cumplido” (v. 30) para entregar su Espíritu a la comunidad de los creyentes que ha formado. “Una mujer y un hombre estaban al pie de la cruz, como modelos de la humanidad redimida, su verdadera familia de discípulos” (BROWN, 2002, 473).

1.2.7 Apocalipsis

El correlativo de María-mujer-madre-iglesia también se observa en la imagen “mujer celeste” (Ap 12,1-6). La maternidad de María hace que sea mujer, gu/nai y que se identifique con la comunidad escatológica, fecunda. Entonces, la denominación de mujer, gu/nai y madre mh/thr aparece en toda su dimensión, en Apocalipsis 12. La Iglesia espejándose en María, descubrirá su identidad y su función portadora y generadora de Cristo en la historia, por eso la Iglesia se podrá denominar “mujer,” gu/nai. La mujer-pueblo de Dios, que se presenta, es revestida por Dios, con un cuidado amoroso, particular, con todo lo mejor que él tiene. Está revestida de sol, con la luna bajo sus pies, está puesta por encima de las vicisitudes del tiempo en las que se realiza la alianza, porque le compete esa realización que Dios llevará a cabo al final de la evolución del tiempo. A nivel escatológico, significa la Jerusalén celestial, donde la mujer-pueblo de Dios, Sión escatológica, es ubicada con una triple acentuación eficaz: tiene la corona, signo del premio escatológico; de estrellas, signo de trascendencia divina referida a la Iglesia; y son doce, indicando el nivel escatológico de la Jerusalén celestial. Brilla con una luz que le es dada, no es propia, sino gracias a la gloria de Dios que la reviste. Si bien el mal, (Diablo, Satanás – cfr. Jn 16,11; Ap 12) que ha sido vencido en la cruz, sigue acechando a los hombres y mujeres que forman el nuevo pueblo de Dios, la iglesia-mujer con “dolores mesiánicos,” de parto (Ap 12,1-6) va engendrando nuevos hijos e hijas en Cristo, que quieren ser devorados/devoradas por el “dragón.” Pero la Providencia Divina no abandona a la mujer-iglesia, en el desierto, (2Re 17,1-7; Os 2,16-18) lugar donde permanece fiel a la alianza, porque Dios la cuida y alimenta y protege a sus hijos e hijas en el camino hacia la tierra prometida. Podemos decir que a causa de la cruz y desde el momento de la cruz, ha sido creada una nueva familia de Jesús. Su madre, modelo de fe y el discípulo que Jesús amaba, se hacen uno, al aceptar su maternidad de manera incondicional. Ella será madre de la vida de su Hijo en cada miembro de la Iglesia. De ese modo es símbolo ideal en el cual se reconoce la maternidad de la Iglesia portadora y generadora de vida, en la historia, hasta su cumplimiento escatológico.

María del Pilar Silveira, Facultad de Teología de la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, Venezuela. Texto original Español.

2 Referencias

BOFF, C., O cotidiano de Maria de Nazaré 2da. Ed. Säo Paulo: editora salesiana, 2009.

BROWN, R. Introducción al Nuevo Testamento. Madrid: Trotta, 2002.

DE LA POTTERIE, I. María en el misterio de la alianza, Madrid: BAC, 1993.

FORTE B. María, la mujer icono del misterio. Ensayo de mariología simbólico-narrativa. Salamanca: Sígueme, 1993.

GARCÍA PAREDES, J.C.R. Mariología. Madrid: BAC, 2005.

POZO, C. María en la historia de la salvación. Madrid: BAC, 1974.

PONCE CUELLAR, M. Maria Madre del Redentor y Madre de la Iglesia. Barcelona: Herder, 2001.

Para saber más

BALZ, H. – SCHNEIDER, G. Diccionario exegético del Nuevo Testamento, Vol. I. Salamanca: Sígueme, 1996.

BARRET, C. K. El Evangelio según san Juan. Madrid: Cristiandad, 2003.

BASTERO DE ELIZALDE, J. L., María Madre del Redentor. Navarra: EUNSA, 2004.

BROWN, R. – FITZMYER, J. – MURPHY, R. Comentario Bíblico “San Jerónimo”, tomo IV,  Nuevo Testamento II. Madrid: Cristiandad, 1972.

BROWN, R. La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología joánica. Salamanca: Sígueme, 1991.

JEREMIAS, J. Jérusalem au Temps de Jésus. Paris: Du Cerf, 1967.

FEUILLET, A. “L’Heure de Jésus et le Signe de Cana”, en: Ephemerides Theol. Lovanienses 36 (1960) 5-22.

MEIER, J. P. Um judeu marginal. Repensando o Jesús histórico. Rio de Janeiro: Imago, 1993.

SCHNACKENBURG, R. El Evangelio según San Juan IV exégesis y excursus. Herder: Barcelona, 1987.

SCHÖKEL, L. A. La Biblia de Nuestro Pueblo. Bilbao: Ed. Mensajero, 2006.

TEPEDINO, A.M. Las discípulas de Jesús. Madrid: Narcea S.A, 1994.

TROADEC, H. Comentario a los Evangelios Sinópticos. Madrid: Ed. Fax 1972.

[1] Es la forma hebraica, la de raíz egipcia era Mir-yam, “Amada de Yahweh” (Mri = amada + Yam= Yahweh). Mariam en el arameo corriente, significaba simplemente “Señora.”

[2] Cabe agregar que nunca aparece en este Evangelio el nombre propio de la madre de Jesús: María, María/m. Es una omisión que no se explica, ya que el autor nombra en 15 oportunidades a otras “Marías” como la hermana de Marta, la Magdalena, la esposa de Cleofás.

Justificación

Índice

1 La llamada a la santidad y la justicia original

2 La justicia de Dios

3 La justificación en la teología de san Pablo

3.1 Ley y pecado, justificación y fe

3.2 Los efectos de la justificación

4 Elementos del desarrollo de la justificación en la historia de la teología

5 La justificación en la teología de Lutero

6 La contestación del Concilio de Trento

7 Avances ecuménicos

8 Actualización desde América Latina

9 Referencias bibliográficas

1 La llamada a la santidad y la justicia original

“Dios nos ha elegido en él [Jesucristo] antes de la fundación del mundo, para que vivamos ante él santamente y sin defecto alguno, en el amor. Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo […]” (Ef 1,4-5). Desde toda la eternidad el plan amoroso de Dios es compartir su vida con la humanidad. Nos ha creado en Cristo y como seres libres, en la esperanza de que orientemos nuestras vidas hacia la recepción de los dones de la filiación y la fraternidad que nos ofrece, pero con el riesgo de nuestro rechazo. Para estar en su presencia plenamente, se requiere la cualidad de la santidad y se supone el estado de la pureza.

En su gran benevolencia y misericordia, Dios asume la condición humana en su Hijo para apropiarse “del fracaso del pecado, de la ruptura entre la realidad creada de la historia humana y el cumplimiento a la que está destinada, realizando de este modo su verdadera posibilidad de salvación” (COLZANI, 2001, 575). El cumplimiento del proyecto divino pasa por medio de la sangre de Jesucristo (Ef 1,7) que trae la victoria sobre el pecado, y culmina en la recapitulación de todas las cosas en él (Ef 1,10). Somos llamados a crecer en la imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27; Rm 8,29) y a tornarnos santos como Dios es santo (Is 6,3; Mt 5,48). Estamos en proceso de capacitación para entrar en comunión con Dios en la nueva creación (Rm 5,1-5; 8,20-23).

El relato yahvista de Gen 2-3 comunica la idea de que los primeros seres humanos vivían en un “estado original” de justicia, en el sentido de un estado de armonía y de paz entre sí mismos, con la tierra y con Dios. Se perdió esta justicia por su decisión de desacatar un mandamiento divino, por querer ponerse en el lugar de Dios. San Anselmo y santo Tomás de Aquino comentan esta situación de la pérdida de la justicia original, denominada “pecado original” en la línea de san Agustín. A partir de Adán y Eva se desataron todos los demás pecados personales y sociales de la historia. Superando lecturas historicistas, la reflexión teológica contemporánea interpreta el “paraíso original” no como el estado de las cosas al inicio de la historia humana, sino más bien como la meta hacia la cual caminamos, la plenitud escatológica de la comunión con Dios (Fl 3,7-11). El horizonte del futuro atrae la marcha de la historia. Es expresión de la permanencia del amor fiel de Dios en cada momento, pues la verdad más original es la gracia y no el pecado (GONZÁLEZ FAUS, 1987, 114-117).

2 La justicia de Dios

La justicia divina es “un don a través del cual Dios intenta hacer que crezca la vida humana en sintonía con su santidad. […] se presentará como la capacidad de obrar por la santificación del pecador” (COLZANI, 2001, 577).

En el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como justo en sus acciones (Sl 145,17), y quiere que su pueblo practique la justicia al velar por los derechos de las personas más vulnerables: los pobres, las viudas y los huérfanos, los extranjeros y otros (Sl 82,3; Dt 10,18; 24,17; Is 1,17; Jr 22,3; Am 5,10.24; Zc 7,10). También Dios es justo como juez del pecado (Sal 51,5-6). Su fidelidad a la Alianza prevalece sobre el castigo, porque invita a la conversión y ofrece el don de la salvación. Dios es justo y misericordioso a la vez, tardo a la ira y lleno de amor y fidelidad (Éx 34,6; Sl 103,8; 145,8).

Jesús revela e instaura la justicia de Dios en la tierra, así inaugurando el tiempo escatológico (Sl 72; Is 42,1-4; Ml 3,20). La justicia del Reino trasciende los legalismos de los escribas y fariseos (Mt 5,20) y todas las demás formas de justicia humana. Jesús da plenitud a los mandatos de la antigua Alianza, estableciendo así la nueva Alianza en el horizonte de un nuevo orden de relaciones humanas según el plan de Dios (Mt 5,6; 6,33). Va más allá de los mandatos positivos al recurrir al espíritu que hay en su base y al proponer que sean vividos radicalmente, llevados a cabo hasta las últimas consecuencias.

Dios manifiesta su justicia condescendiente al perdonar a su pueblo todos sus pecados. Su justicia es victoria sobre las fuerzas del mal, salva, y se desarrolla en la dinámica de la gratuidad. Su justicia nos reconstituye en nuestra humanidad, nos recrea, e invita a “un abandonarse confiado en la voluntad de Dios” (MV 20). De ahí se deriva que “[l]a justificación es aquella acción que manifiesta y proclama la justicia de Dios, es decir, su voluntad de benevolencia y de misericordia tal como aparece en la persona y en la pascua de Cristo” (COLZANI, 2001, 120).

3 La justificación en la teología de san Pablo

3.1 Ley y pecado, justificación y fe

El tema de la justificación (dikaiosyné) por la fe es clave en la teología de San Pablo, y se desarrolla de modo particular en la carta a los romanos. Pablo se dirige a una comunidad cristiana establecida, cuyos integrantes tienen orígenes tanto judíos como griegos. Proclama la Buena Noticia como “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”, pues “revela la justicia de Dios” (Rm 1,16-17).

Pablo constata la realidad de la universalidad del pecado (Rm 3,9-18) ya que “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23). La creación también está esclavizada a la corrupción (Rm 8,21). La fuerza de atracción del pecado lucha contra nuestro deseo de cumplir la voluntad de Dios (Rm 7,14-23), y el pecado trae como consecuencia la muerte (Rm 5,21), o sea nos separa de Dios.

La ley es buena en sí misma ya que revela lo que es la voluntad de Dios y tiene la finalidad de proporcionar vida (Lv 18,5). Pero los seres humanos son débiles y fracasan en sus intentos de cumplir con la ley cabalmente. La ley no tiene capacidad de suscitar la fuerza interior para que obedezcan y tengan vida. “[…] nadie será justificado ante él porque haya cumplido la ley, pues la ley sólo proporciona el conocimiento del pecado” (Rm 3,20). Al generar consciencia del bien y del mal, la ley expone la persona a la tentación y a su propia impotencia para guardarla de forma constante. Por el pecado la ley se torna instrumento que esclaviza más a las personas al mismo pecado, y trae la muerte (Rm 7,7-20).

Con pasión Pablo declara que “independientemente de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios de la que hablaron la ley y los profetas” (Rm 3,21). Por la sangre que Jesús derramó en la cruz se realiza la justificación o absolución ante Dios: “Éstos son justificados por Él gratuitamente, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,24; 5,9). Pablo contrapone la justicia de Dios en Cristo y la justicia que los judíos pensaban que podrían conseguir por sus propios esfuerzos al cumplir con la ley. No se trata de una declaración meramente jurídica de parte de Dios de nuestra inocencia, lo cual quedaría en el plano externo, puesto que somos constituidos como justos (Rm 5,19), transformados en una nueva creación (2Cor 5,17-21). Y eso es el poder del Evangelio.

Para que la oferta de Dios sea acogida libremente se requiere el acatamiento de la fe: el reconocimiento de que la iniciativa proviene de Dios y de la necesidad que se tiene de su ayuda, así como el compromiso integral de la persona ante Dios y el mundo entero. La fe es un don de la gracia de Dios, y no una obra nuestra. “Se trata de la justicia que Dios, mediante la fe en Jesucristo, otorga a todos los que creen” (Rm 3,22). Somos justificados por la fe, con efecto ya en el tiempo presente (Rm 3,25-26). La fe en Cristo alcanza lo que la ley no podía realizar (Rm 8,3), y así la fe sustituye el cumplimiento de la ley.

Para Pablo, Abrahán es el prototipo de la persona cuya fe “le fue reputada como justicia” (Rm 4,3.9.22). Recibe esta justicia porque confiaba en la promesa divina, y no en virtud de su circuncisión ni de la ley. Por esto es padre de todos los que creen y creerán (Rm 4,10-16).

3.2 Los efectos de la justificación

De la enemistad pasamos a experimentar una paz estable y una esperanza confiada en la plenitud de la salvación: “una vez que hemos recibido la justificación mediante la fe, estamos en paz con Dios […] y nos gloriamos en la esperanza de participar de la gloria de Dios” (Rm 5,1-2). La justificación nos libera de la ley, del pecado y de la muerte para que tengamos parte de la resurrección de Jesús, de la vida eterna, siendo incorporados al cuerpo de Cristo (Rm 5,21; 6,5; 7,4). Por medio del amor de Dios derramado en nuestros corazones somos empoderados para vivir según el Espíritu Santo, vivir hondamente como hijos e hijas de Dios (Rm 5,5; 8,9.14-17).

Nosotros y toda la creación gemimos anhelando nuestra plena liberación, y el propio Espíritu gime en dolores de parto hasta que surja la nueva creación (Rm 8,19-27). Hemos de encarnar el don de la justificación en nosotros mismos y en toda la creación mediante un proceso lento de santificación, para que todo sea conducido a la plenitud de la salvación. La justificación posibilita las obras del amor que den “frutos de santidad” (Rm 6,22; 12,9-13). La fe “actúa por la caridad” (Gl 5,6), y la caridad es “la ley en su plenitud” (Rm 13,9).

4 Elementos del desarrollo de la justificación en la historia de la teología

San Agustín reconoce nuestra necesidad absoluta de la gracia de Dios para la remisión de los pecados así como para actuar bien y resistir al mal. La gracia de la justificación se da mediante el don de la caridad que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5,5), que a su vez nos permite amar. La gracia de Dios es esencial en nuestra posibilidad, voluntad y acción para cumplir con los mandamientos (Fl 2,13), y las acciones de Dios se tornan nuestras. La gracia trabaja en nuestra voluntad atada para hacerla buena. Nuestro libre albedrío es liberado internamente para volverse libertad y empoderamiento para reconocer y elegir el bien y regocijar en ello. Se entiende la justificación no como algo que se realiza de una vez para siempre, sino un proceso en crecimiento.

Santo Tomás de Aquino indica “los cuatro elementos de la justificación […] en la infusión de la gracia, en el don de la fe, en el movimiento hacia Dios y en el alejamiento del pecado” (COLZANI, 2001, 591). Respectos a estos dos últimos elementos, admite la posibilidad de que la libertad humana participe en el don de la justificación, mediante “la penitencia, la contrición y la conversión” (COLZANI, 2001, 605). Varios detalles de la visión de san Agustín y de santo Tomás serán retomados en el Concilio de Trento.

5 La justificación en la teología de Lutero

Lutero elaboró su teología de la justificación a partir de sus propias experiencias existenciales-espirituales y en el contexto de su denuncia de ciertas prácticas en la Iglesia de su tiempo. Percibía las indulgencias y los estipendios vinculados a las misas para los difuntos como una manera pelagiana de intentar comprar el cielo, un intento de “justificación por las obras”.

Para Lutero, Dios revela su poder al inclinarse hacia sus creaturas para salvarlas de la miseria de su pecado mediante su Hijo crucificado. Sus promesas son dignas de confianza, y por esto los fieles pueden tener una certeza inquebrantable de que son salvados. Al dejarnos alcanzar por él recibimos su justicia, su salvación. No podemos justificarnos por nuestros propios afanes. Lutero afirma la índole forense de la justificación: por causa de Cristo, Dios declara justo al pecador arrepentido. Es en virtud de nuestra unión con Cristo que Dios nos imputa su justicia, considerando que la justicia de su Hijo sea la nuestra. Esta justicia permanece exterior al creyente ya que depende de la voluntad de Dios, sin obrar en él una transformación interior. No es algo que podría poseer o desarrollar. La persona cristiana es simultáneamente justa y pecadora (simil iustus et peccator), puesto que el pecado original es pecado realmente y permanece en la persona tras el bautismo.

Los seguidores de Lutero, en cambio, ponen en primer plano el carácter jurídico y sustitutivo de la justificación, considerándola en términos de un rescate pagado por Cristo, y no por nosotros los endeudados. En este esquema nuestra unión con Cristo pasa a segundo plano (WILLIAMS, 2004, 977).

Enfatizando la absoluta primacía de Dios, Lutero comprende la gracia como el favor gratuito de Dios, inmerecido. Considera además que somos esclavizados al pecado a tal punto que hemos perdido por completo la libertad respecto a las cosas que conducen a la salvación, y por esto opone el concepto de libre arbitrio con su servo arbitrio. Por estos motivos excluye las buenas obras de la justificación. Somos incapaces de cumplir con la ley por nuestros propios esfuerzos, pero por la obediencia de Cristo la ley ha sido cumplida en beneficio nuestro. El reformador rechaza cualquier noción de gracia infusa según las categorías escolásticas, la cual impulse las buenas obras que nos merezcan la salvación y las incorporen en lo que se entiende por la justificación. Para él “las obras de la ley” no traen méritos ni nos justifican (Gl 2,16; Rm 1,17).

Más bien somos justificados por la fe (Rm 3,28; Ef 2,8-9). Tener fe es tener confianza en Cristo y en su obra de reconciliación y dejarle hacer, vaciándonos de nosotros mismos. Más aun, solo la fe (sola fide) nos trae la salvación. Por medio de la fe nos apropiamos de la justicia que Dios nos otorga. Las obras serían una pretensión de auto-justificación, suplantando a Dios. La iniciativa para la justificación viene de la decisión de Dios, y no depende de nuestra fe como tal. Captamos esta decisión de Dios en la fe, pues la fe procede de la justificación, y nos hace actuar consecuentemente. Se distinguen los momentos de la justificación y la santificación (WILLIAMS, 2004, 977). Con el término sola fide “Lutero pretendía tanto poner el acento en la fe más que en las obras, como entender la fe de manera personal, excluyendo toda función de la Iglesia” (COLZANI, 2001, 597).

Temiendo la presunción o autosuficiencia que las obras podrían generar en una persona, en un escrito temprano Lutero distingue las “obras de la ley” (Rom 3,20) de las “obras de la fe” (Gl 5,6). Si bien aquellas son suscitadas por la ley mediante el miedo o la promesa de bienes temporales, estas son hechas por personas ya justificadas por la fe, desde la libertad y motivadas únicamente por el amor de Dios, pues “la fe sin obras está muerta” (St 2,26; LUTERO, s/f, 138).

6 La contestación del Concilio de Trento

El Concilio de Trento trató de varias cuestiones doctrinales para rebatir los errores de los protestantes. El tema del pecado original fue abordado en un decreto propio antes del tema de la justificación, por ser visto como condicionante de la misma. Para Bárbara Andrade se podría haber tenido un solo decreto, incorporando las afirmaciones acerca del pecado original en el decreto sobre la justificación, y así mejor evidenciar la prioridad de la gracia sobre el pecado (ANDRADE, 2004,151-153).

El Decreto sobre el Pecado Original, del año 1546, es un texto sucinto. Entre otros puntos, aclara que se remite el pecado original por la pasión y muerte de Cristo, cuyos méritos se aplican a las personas en el bautismo (DH 1513). El pecado original se perdona realmente, pues no se trata de apenas no tenerlo en cuenta (DH 1515).

El Decreto sobre la Justificación, concluido en 1547 (DH 1520-1583), es fruto de un trabajo profundo a lo largo de siete meses que procuraba exponer “la verdadera y sana doctrina” (DH 1520) acerca de este tema, nuevamente para contestar los errores de los reformadores, y también para refutar cualquier rastro de pelagianismo y semipelagianismo. Al prólogo siguen dieciséis capítulos expositivos, que son complementados por treinta y tres cánones.

Entendiendo la gracia en términos de una relación vital entre Dios y la persona, y con dinamismo salvífico, se afirma la necesidad de la gracia en cada paso del proceso de justificación. Los capítulos 1-9 tratan de la primera justificación en la persona adulta, la cual se realiza tras la evangelización y la recepción del bautismo, con el don de la adopción filial. El ser humano es radicalmente incapaz de liberarse de su servidumbre al pecado. Por el pecado el libre albedrío ha sido “atenuado en sus fuerzas” (DH 1521), pero no ha sido anulado. El don de la justificación nos traspasa del legado de Adán al legado de la gracia de Cristo. Ésta es totalmente gratuita, y nos invita a la conversión.

Es a partir de la gracia de Cristo que nuestro libre albedrío coopera para disponernos a recibir su justicia, así como para no volver a pecar. Somos justificados por la fe en el sentido de que el acto de la fe es el inicio de la salvación, el primer paso en la preparación para recibir la justificación. Siguen los actos de esperanza y de un inicio del amor a Dios, en una secuencia que también abarca el temor de la justicia divina que conduce a una consideración de la misericordia divina, odio al pecado y acciones de penitencia. Pero la gracia a la cual estos actos corresponde es aun exterior al ser de la persona pecadora (GROSSI; SESBOÜÉ, 2003b, 290). Todo culmina en la recepción del sacramento de bautismo y el inicio de la vida nueva.

Se precisa el momento de la justificación cuando el Espíritu Santo derrama el amor divino en nuestros corazones (Rm 5,5). La gracia no es apenas el favor de Dios o imputación de justicia, sino es inherente a la persona y la hace justa realmente. Esta justicia inherente “establece entre Cristo y los creyentes una unidad de tipo óntico, en virtud de la cual somos perdonados y salvados” (COLZANI, 2001, 268). La triada de los actos de fe, esperanza y amor del tiempo de la preparación para la justificación ahora se tornan inherentes, o sea dones infusos, frutos de la justificación. De la exterioridad de la gracia previa a la justificación, las inseparables virtudes teologales se vuelven principio inmanente de nuestro ser, y nos unen a Cristo al hacernos miembros de su cuerpo. Por el impulso de la caridad no es posible que alguien sea justificado meramente por la fe, o sea por una fe que sería muerta si no fuera animada por las obras del amor.

Es desde la justicia de Cristo que podemos ejercer nuestra libertad acogiendo y colaborando con la gracia de la justificación, por la cual se remiten los pecados y se santifica y renueve a la persona interiormente. No se puede disociar estos dos aspectos de la justificación. Por la gracia de Cristo la persona se torna una nueva criatura, verdaderamente cambiada: de injusta a justa, de enemiga a amiga.

Desde una “metafísica de las causas” (GROSSI; SESBOÜÉ, 2003b, 291), se exponen todas las dimensiones bajo las cuales se puede aclarar que solo Dios es el autor de nuestra justificación. La causa final de ésta es “la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna”, y la causa eficiente “Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica (1Cor 6,11), sellando y ungiendo (2Cor 1,21s) ‘con el Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia’ (Ef 1,13s)” (DH 1528). La causa meritoria es el Hijo en su pasión en la cruz. La causa instrumental se refiere al sacramento de nuestra fe, o sea el bautismo, acto eclesial que hace visible la realización del don de la justificación. Finalmente, la causa formal es la justicia de Dios, es decir la misma justicia con que nos hace justos, la cual se vuelve la “forma” de nuestra justicia, personalizada en su medida para cada individuo.

Para mantener las debidas proporciones del temor de Dios y de la virtud de la esperanza, nadie debe jactarse de la certeza de la remisión de sus pecados de parte de Dios, ni hacer de esta certeza de la fe condición para la justificación en sí. Por lo mismo hay que evitar una presunción temeraria respecto a la predestinación divina y nuestra perseverancia final. Más bien esperamos y confiamos humildemente en la misericordia de Dios.

Los capítulos 10-13 tratan de la vida de la persona justificada. Profundamente renovada, ella crece en la justicia y en la santificación mediante una cooperación de la fe con las buenas obras. Nadie puede poner la excusa de ser justificado por la sola fe para obviar la práctica de la justicia en espíritu generoso para con el prójimo, ni el desempeño de los demás mandamientos.

Los capítulos 14-16 abordan el tema de la recuperación de la justificación y los frutos de la misma. Si por el pecado se pierda la justificación, por el sacramento de la penitencia se puede recuperarla. Nuestras buenas obras son retribuidas por Dios en el cielo. Nos “merecen” la vida eterna, pues como lo captó san Agustín, los dones divinos se tornan nuestros méritos. El mérito es fruto no de las obras humanas como tal sino de la justificación, “de la influencia de Cristo en nuestra libertad” (COLZANI 2001, 272).

El Decreto sobre la Justificación del Concilio de Trento ofrece una enseñanza iluminada y equilibrada sobre el tema al cosechar principios claves de ciertos textos bíblicos y de la tradición teológica, y quedarse por encima de puntos controvertidos de escuela. En vez de oponer la primacía absoluta de Dios y la realidad de la libertad humana, logra unirlas en orden al proceso de la justificación, elemento vital de nuestra salvación.

7 Avances ecuménicos

En la época de la Reforma y Contrarreforma faltó un verdadero diálogo entre ambas partes acerca de sus respectivas posturas doctrinales. Para los Reformadores, la doctrina sobre la justificación fue cimiento para toda la teología y por tanto raíz de todo los demás conflictos. Prevaleció un entorno de reacciones reflejas ante las interpretaciones muchas veces inadecuadas respecto a lo que decía uno u otro, las cuales desembocaron en condenas mutuas. Por ejemplo, el Concilio de Trento arremetió contra la “confianza vana” (DH 1533) de quienes tengan certeza absoluta de su justificación. Al querer oponerse al orgullo y a la sobrevaloración de las capacidades morales del ser humano, sin percibirlo el Concilio coincidió con Lutero. No había comprendido que para él “la fe comprende la absoluta certeza de que Dios nos justifica, pero no la convicción personal de que nosotros responderemos positivamente a su gracia” (COLZANI, 2001, 272). En este “diálogo de los sordos” se estancó la reflexión teológica durante siglos.

Tras el Concilio Vaticano II, se inició un arduo trabajo ecuménico para reexaminar las diferencias confesionales a la luz de los estudios contemporáneos de la Biblia y de la historia de la Iglesia, dejando de lado los prejuicios. Algunos documentos regionales marcaron hitos en el camino. Se buscaban nuevas expresiones de la fe común, para ir superando las controversias y las formulaciones tradicionales tan cargadas de lecturas parciales. La Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación (DJ), firmada por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana Mundial en Augsburgo el 31 de octubre (Día de la Reforma) 1999, es fruto de este trabajo. “Fue una experiencia peculiar del diálogo, en la que cada uno estaba dispuesto a repensar las cosas a partir de la riqueza del otro, y así se preparaba para redescubrir aspectos de su propia verdad que las circunstancias históricas habían opacado” (FERNÁNDEZ, 2010, 187-188).

A partir de un desarrollo del mensaje bíblico, el documento articula “una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo”, aun reconociendo que “no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no dan lugar a condenas doctrinales” (DJ 5).

Una afirmación central sintetiza los temas principales de la teología de la justificación: “Juntos confesamos: ‘Solo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras’” (DJ 15). A lo largo del documento hay mucho cuidado para recoger debidamente preocupaciones esenciales propias de cada confesión. Por ejemplo, se afirma que la justificación es un don que no está condicionado a ciertas acciones previas de parte del ser humano (un énfasis luterano), y que a la vez esta justificación se apropia realmente al pecador para instituir en él una nueva vida (un énfasis católico).

Se afirma la legitimidad de una pluralidad de lenguaje y de acentos en la interpretación de algunos aspectos de la doctrina de la justificación. Por ejemplo, la cooperación humana o la pasividad en la justificación; la inclusión o no de la santificación en la comprensión de la justificación; “justificación por la fe” o “justificación por la gracia”; si la concupiscencia es pecado o no; los papeles del cumplimiento de los mandamientos y del mérito. En algunos casos se puede “traducir el lenguaje de una confesión al lenguaje de la otra”, por ejemplo: “la ‘fe’ protestante tiene la misma densidad teológica que la trilogía católica ‘fe, esperanza y caridad’” (VALLS, 1999, 570).

“Nuestro consenso respecto a los postulados fundamentales de la doctrina de la justificación debe llegar a influir en la vida y el magisterio de nuestras iglesias. Allí se comprobará” (DJ 43). Las tareas de seguir profundizando en las diferencias que perduran y de acoger las consecuencias de la Declaración en la vida real de cada confesión, son vitales en toda la empresa ecuménica de caminar más allá de la división de la iglesia “hacia esa unidad visible que es voluntad de Cristo” (DJ 44).

8 Actualización desde América Latina

Ante el acento individualista que ha caracterizado la teología de la justificación tanto de la reforma protestante como de la católica, la teología latinoamericana ayuda a recuperar la perspectiva comunitaria insoslayable en la relación de Dios con sus creaturas. El contexto de un continente tan herido por estructuras sociales injustas exige un replanteamiento del tema de la justificación, para que no se quede limitado a la piedad personal, intimista, sin incidencia colectiva.

La elección divina no es de individuos aislados ni tampoco es algo abstracto. Dios elige a un pueblo (Dt 14,2; 1Pd 2,9) para su justificación y glorificación (Rm 8,28-30). Tanto Israel como el nuevo pueblo de Dios que es la comunidad cristiana toman consciencia de su elección a través de la experiencia de la acción salvífica de Dios en su historia, motivada únicamente por su amor gratuito. La iglesia está invitada a acoger su elección con alegría y a centrar su vida en Cristo, lo cual supone asumir la responsabilidad de bregar por la realización de los valores del Reino de Dios, en una transformación que humanice la sociedad y en el horizonte de la esperanza escatológica.

La teología latinoamericana contemporánea recoge la intuición agustiniana que comprende la justificación en términos de la liberación de nuestra libertad sujeta al egoísmo y sus consecuentes actitudes y opciones pecaminosas, y que percibe cómo la acción amorosa de la gracia de Dios en nuestra libertad la desata y la estimula para entregar la vida por amor (Gl 5,1.13-14). El Espíritu que nos trae la libertad (Rm 8,2; 2Cor 3,17) nos impele con su fuerza dinámica a salir de nosotros mismos hacia los demás, quienes a su vez desvelan el rostro de Cristo. El estado ontológico de libertad posibilita la libertad en sentido ético (MIRANDA, 1991, 98). Nuestra libertad siempre está “situada”, afectada por el entorno vital del momento histórico. En un contexto marcado por fuertes desigualdades sociales que generan pobreza y violencia, el amor al prójimo exige la denuncia profética y un compromiso para luchar por la justicia, así como promover acciones solidarias con las personas y grupos marginados (MIRANDA, 1991, 104-105).

Con renovada elocuencia, diversos autores latinoamericanos tematizan directa o indirectamente las interpelaciones perennes para realizar las obras del amor que son fruto de la justificación por la fe, priorizando precisamente la práctica de la justicia del Reino de acuerdo con el discernimiento de los signos de los tiempos. Por ejemplo:

Movidos por el Espíritu que actúa desde los márgenes de la Iglesia y el reverso de la historia, creemos que las periferias son lugares teológicos […]. […] ratificamos nuestro compromiso ineludible con las hermanas y los hermanos en las periferias de la sociedad, azotados por la pobreza y diversas formas de exclusión social, económica, política y eclesial, que llama, con urgencia, a luchar por su mayor inclusión e integración (I ENCUENTRO IBEROAMERICANO DE TEOLOGÍA, 2017)[1].

Eileen FitzGerald. Universidad Católica Boliviana “San Pablo” de Cochabamba (Bolivia). Original en español.

9 Referencias bibliográficas

ANDRADE, B. Pecado original ¿o gracia del perdón? Salamanca: Secretariado Trinitario, 2004.

COLZANI, G. Antropología teológica: el hombre, paradoja y misterio. Salamanca: Secretariado Trinitario, 2001.

CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS; FEDERACIÓN LUTERANA MUNDIAL. Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación (31 oct.1999). Disponible en: <http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/chrstuni/documents/rc_pc_chrstuni_doc_31101999_cath-luth-joint-declaration_sp.html>. Acceso en: 17 abril 2017.

MIRANDA, M. F. Libertados para a práxis da justiça: a teologia da graça no atual contexto latino-americano. São Paulo: Loyola, 1991.

DENZINGER, H.; HUNERMANN, P. El Magisterio de la Iglesia. Barcelona: Herder, 1999.

FITZMYER, J. A. Carta a los Romanos. In: BROWN, R. E.; FITZMYER, J. A.; MURPHY, R. E. Nuevo comentario bíblico San Jerónimo: Nuevo Testamento y artículos temáticos. Estella (Navarra): Verbo Divino, 2004, p. 361-418.

FERNÁNDEZ, V. M. Gracia: nociones básicas para pensar la vida nueva. Buenos Aires: Ágape, 2010.

FRANCISCO, Misericordiae vultus: bula de convocación del jubileo extraordinario de la misericordia (11 abril 2015). Disponible en: https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html. Acceso en: 15 abril 2016.

GONZÁLEZ FAUS, J. I. Proyecto de hermano: visión creyente del hombre. Santander: Sal Terrae, 1987.

GROSSI, V.; SESBOÜÉ, B. Graça e justificação: do testemunho da Escritura ao fim da Idade Média. In: SESBOÜÉ, B. ET AL. (DIR.). O homem e sua salvação (séculos V-XVII). São Paulo: Loyola, 2003, 229-274.

______. Graça e justificação: do concílio de Trento à época contemporânea. In: ______, ______, 275-311.

I ENCUENTRO IBEROAMERICANO DE TEOLOGÍA. Declaración de Boston. Boston College, 6-10 feb. 2017. Disponible en: https://www.bc.edu/schools/stm/formacion-continua/encuentro-ibero-americano/declaracionBoston.html. Acceso en: 30 abril 2017.

LUTERO, M. Comentarios de Martín Lutero vol. 1: carta del apóstol Pablo a los romanos. Sevilla: CLIE, s/f.

VALL, H. Comentario al documento “Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación”. In: Diálogo Ecuménico t. XXXIV, n. 109-110, p. 565-572, 1999.

WILLIAMS, R. Justificação. In: LACOSTE, J-Y. (DIR.). Dicionário crítico de teologia. São Paulo: Loyola/Paulinas, 2004, p. 974-980.

[1] La Declaración de Boston fue firmado por 36 teólogos y teólogas, incluyendo a Virginia Azcuy, Víctor    Codina, José Ignacio González Faus, Gustavo Gutiérrez, Maria Clara Lucchetti Bingemer, Juan Carlos Scannone, Pedro Trigo, Jon Sobrino, Roberto Tomichá y Olga Consuelo Vélez.

La opción por los pobres

Índice

1 Introducción

2 Aclaración del término pobres como categoría básica

3 Inscripción del tema en esta época y en esta situación

4 Pertenece al núcleo del mensaje cristiano

4.1 Opción por los pobres del Dios de Jesús

4.2 Opción de Jesús por los pobres

4.3 Correlación entre los pobres y el Reino de Dios

4.4 Respuesta de muchos pobres: pobres con espíritu

4.5 El empeño por la salvación de los pobres trae la salvación al mundo

4.6 Iglesia de los pobres

5 Nudos problemáticos y opciones indispensables

5.1 Asumir que la opción por los pobres es también opción contra la pobreza

5.2 Repudiar el totalitarismo fetichista de mercado y luchar para que sea superado

5.3 Entablar una vida alternativa ya

5.4 Llegar a reconocer al pueblo la condición de sujetos humanos, superando la relación ilustrada y alianza con él en el seno del pueblo

5.5 La opción por los pobres debe ser propuesta ante todo a los mismos pobres

6 Referencias

1 Introducción

La Opción por los Pobres es una expresión básica del ser cristiano y por tanto un eje trasversal de la vida cristiana y de la reflexión sobre ella. En este sentido fue central en los fundadores de la Iglesia latinoamericana y fue retomada por Medellín y Puebla como recepción creativa del Vaticano II y, antes que eso, como expresión del cristianismo más genuino que se vivía por esos años en América Latina.

Trataremos de la opción cristiana por los pobres a través de cuatro pasos: explicitar las nociones con las que operamos, inscripción del tema en esta época y en esta situación, horizonte cristiano que fundamenta nuestra opción, tematización de esas opciones específicas que implica hoy y aquí la opción por los pobres.

2 Aclaración del término pobres como categoría básica

El que escucha la palabra pobres se siente tan concernido, que, para no verse obligado a implicarse en lo que se va a tratar, pregunta de qué pobres se trata, porque da por descontado que hay muchas clases de pobres y así los pobres pasan a ser sólo una clase de ellos, diluida entre los pobres hombres, los pobres enfermos, los pobres pecadores y hasta los pobres ricos. Por eso es indispensable aclararse.

Noción absoluta: el antónimo de pobre es rico y ambos pertenecen a la órbita económica, aunque tengan implicaciones sociales y antropológicas, políticas y religiosas. Pobre designa la carencia continuada y estable de elementos básicos o mínimos para vivir. Ésta última es la pobreza extrema: la miseria.

Noción dialéctica: se da cuando quienes controlan la propiedad y las relaciones de producción y sociales se apropian de la mayor parte del producto social y de los bienes de la tierra, destinados a todos, y niegan a la mayoría el derecho a capacitarse. En este sentido hay pobres porque hay ricos.

Si nos preguntamos el porqué de esa carencia estable, tendríamos que responder que pobre no es simplemente el que no tiene sino el que no tiene cómo tener. Puede suceder bien por falta de desarrollo humano, bien porque la estructura productiva y sociopolítica impide que los pobres como conjunto social salgan de la pobreza, a pesar de que trabajen mucho y bien. Hoy, con el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, la existencia de un número apreciable de pobres siempre tiene un componente de privación injusta.

Autopercepción y heteropercepción: es conveniente precisar que no pocas veces la situación objetiva no coincide ni con la percepción que el pobre tiene de sí ni con la percepción que tienen otros de él. En unos países latinoamericanos mucha gente tiende a considerarse más pobre de lo que es y por esa razón tiene un bajo concepto de sí que llega a la autocomiseración y por eso está ante su sociedad en actitud implorante o de exigir. En otros, la mayoría de los pobres objetivos no se consideran pobres porque se sienten capaces de lidiar por sí mismos con su vida y de salir adelante.

También muchas veces la heteropercepción no acierta con la realidad objetiva. Mucha gente que vive en urbanizaciones de clase media media o media alta iguala a todos los del barrio considerándolos pobres, sin percatarse de las profundas diferencias que hay entre ellos. En determinadas culturas la pobreza es muy estridente y se evidencia hasta en el modo de caminar y vestir, de tal manera que muchos que los ven desde fuera piensan que son más pobres de lo que son. En otras, el problema es el contrario: la mayoría de la gente que camina por el centro de la ciudad son gente de barrio y, sin embargo, no es fácil distinguirlos de los populares o de clase media baja.

La pobreza de la que hemos hablado hasta ahora es pobreza en sentido propio. Hay también una noción metafórica y una noción analógica.

Noción metafórica: hablamos de pobres ricos por las preocupaciones que tienen para conservar e incrementar su riqueza y por la deshumanización que engendra poner el corazón en las riquezas. Por esta última razón, también hablamos de pobres pecadores porque el pecado quita vida a otros y deshumaniza a quien lo comete. Así decimos de alguien que es un pobre hombre para significar que le falta peso humano. También metafóricamente nos referimos a pobres enfermos, por lo disminuidos que están. Por esta misma causa, decimos pobre a alguien que sufrió una desgracia.

Noción analógica: incluimos a realidades que, aunque de suyo no expresan el concepto propio de pobreza, sin embargo, de hecho, en la realidad histórica concreta, participan de él.

La etnia es la realidad que más claramente expresa lo que queremos decir porque, aunque no haya etnias superiores ni inferiores, se constata que en nuestra región la mayoría de los pobres son de etnias no occidentales. La causa histórica de esta realidad es que la sociedad latinoamericana nace como sociedad señorial, subyugando a las personas de esas etnias. Para hacerlo con buena conciencia, sostuvieron que su estatuto subordinado provenía de su condición de bárbaros. La contraposición civilización-barbarie cobró nueva vigencia en los siglos XIX y XX y dista mucho de estar superada.

Otro caso, muy característico, es el de la mujer, considerada en la sociedad patriarcal como un ser débil, física y moralmente, y, por eso, dependiente del varón y confinada al hogar. Esta discriminación la impedía desarrollar sus capacidades y, cuando se manifestaban, impedía ejercerlas fuera de su ámbito privado. Aunque hoy el machismo actual deriva, más bien, del resentimiento de esos varones por no estar a la altura de las mujeres.

Un concepto analógico de pobreza, especialmente relevante para nosotros, es el de pobres con espíritu. Estos pobres carecen de bienes indispensables, pero tienen a Dios como el bien de los bienes. Por eso antropológicamente no pueden decir que no tienen valedor: el impulso del Espíritu hace posible que cuando no hay condiciones para vivir vivan con dignidad y den de su pobreza de manera que, si no logran salir de la pobreza, es únicamente por las reglas de juego.

Otro concepto analógico de pobreza es el de los pobres evangélicos, que son los que, teniendo cómo tener y no siendo por eso pobres, se hacen en alguna medida pobres como un componente de su opción por los pobres. Decimos en alguna medida porque, aunque ingresen a su mundo, lo hacen voluntariamente, que es una diferencia esencial con los que no pueden salir de ese mundo. Se insertan en su mundo por solidaridad: para ayudar a los empobrecidos a superar la pobreza.

Otro concepto analógico de pobreza es el de pobre de espíritu. El pobre, como no tiene cómo tener, y sabiéndose sin ningún derecho se dirige  con confianza, a quien puede darle; pues bien, el que se sabe sin ningún derecho ante Dios, pero que espera confiadamente en su misericordia, puede ser llamado analógicamente pobre porque su espíritu está ante Dios como un pobre ante quien puede darle cómo vivir. Si en lo más hondo de su ser una persona está ante Dios sabiéndose sin méritos, pero aceptada por su misericordia, no puede estar de otro modo ante sí misma ni ante los demás. Tender seriamente a serlo implica un grado muy notable de humanización.

3 Inscripción del tema en esta época y en esta situación (EG, 52-60; 67; 202-205)

La opción por los pobres está fuera del horizonte epocal. La dirección dominante de esta figura histórica es el totalitarismo de mercado, con marcados rasgos fetichistas, y en ella los pobres son las víctimas por excelencia, aunque no las únicas.

El mercado es presentado como absoluto al que hay que sacrificar lo que sea: el trabajo, la seguridad y los beneficios adquiridos de toda una colectividad. Si las ganancias de los grandes inversionistas son lo absoluto, la democracia, el Estado, la vida real de los ciudadanos y los derechos humanos valen tanto cuanto son buenos conductores de esas ganancias. Es obvio que, cuando reinan los grandes inversionistas, los que más pierden son los pobres.

El modo más ordinario de vivir esta figura histórica tan endurecida es resignarse a la situación, dándola por inevitable. Muchos de los inconformes con su resignación se dedican a algún tipo de voluntariado. Hay modos de ejercerlo que son alternativos por las capacidades que trasfieren al medio popular y el tipo de relación que se entabla: horizontal, mutua, gratuita y humanizadora para ambas partes. Pero la mayoría de los voluntariados son meramente compensatorios, ya que no rebasan el horizonte establecido y, al paliar los efectos más perversos, lo refuerzan. Este juicio no entraña desaprobación; muchos son positivos y, además, esa experiencia puede provocar un proceso que con el tiempo entrañe una verdadera exterioridad respecto del sistema.

Tampoco lo es la llamada solidaridad pasiva, que consiste en dar dinero a los pobres, sin implicarse personalmente en acciones solidarias que contengan algún tipo de protesta contra injusticias institucionales o estructurales o contacto directo sistemático con los pobres. No desdeñamos este tipo de solidaridad, que puede ser un signo de la apertura hacia ese mundo, que puede decantarse en una verdadera opción.

La opción por los pobres que propone el evangelio como participación de la de Dios y la de Jesús entraña un compromiso vital, un horizonte en el que caminar, una alianza que tiende a ser totalizadora. La opción por los pobres sólo puede concebirse y vivirse como alternativa de lo dado: como lo contradictorio, que incluye, en otro horizonte, sus potencialidades y a sus fautores, al menos en nuestra intención, pero que tiene a las mayorías populares, a los pobres, como núcleo alrededor del que se nuclean los demás sectores.

Así pues, para nosotros la opción por los pobres no puede ser una opción meramente ideológica o política. Tiene que implicar a la persona: no puede llevarse a cabo sino anclándose en lo más trascendente y profundizándolo; pero tampoco puede acontecer sin superar mucho de lo que se es y ciertamente lo que haya de pertenencia al establecimiento. Lo mismo podemos decir respecto de los bienes civilizatorios: se precisa poseerlos en una medida excelente, porque son una palanca poderosa, pero no se los puede vivir como los practica el establecimiento, pues están profundamente deformados.

En esta transformación radica en gran medida la dificultad de optar hoy por los pobres y, por otra parte, su sentido dinamizador y humanizador.

4 Pertenece al núcleo del mensaje cristiano

No es uno de los temas de la ética social, una parte de la ética. Así se trataba en Europa cuando la teología latinoamericana la colocó en el centro del mensaje cristiano, y por eso los teólogos que no captaron esa ruptura epistemológica consideraron que los latinoamericanos extrapolaban una cuestión de ética social, colocándola en un lugar que no le correspondía. A ese nivel epistemológico el cambio consistió en pasar de una teología doctrinaria a una teología narrativa porque la revelación es histórica. Desde esta perspectiva, los pobres se sitúan en primera línea como los destinatarios privilegiados de la acción de Dios. Ese rango es el que ha sido reconocido, tanto por las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano (GUTIERREZ; 1979; TRIGO, 1979, 108-11), como por los Sumos Pontífices y la academia. La opción por los pobres es un eje trasversal de toda la teología porque pertenece al núcleo del mensaje evangélico.

4.1 Opción por los pobres del Dios de Jesús

Nos referimos al Dios judeocristiano revelado escatológicamente por su Hijo Jesús. Dios se revela por su nombre en el proceso de liberación de grupos oprimidos por el imperio egipcio, proceso que comprende la salida de su zona de influencia y la constitución de un pueblo liberado, es decir, creyente y fraterno, en el esfuerzo de crear vida y de crearse como pueblo en el desierto donde no había condiciones para vivir (TRIGO, 1978; ELLACURÍA, 2000b, 545-560; SIVATTE, 1999a, 31-57, 1999b, 151-172). En ese proceso de liberación Dios se revela a los oprimidos como el que va con ellos, dándoles consistencia cuando se derrumbaban, entereza y solidez cuando sentían que no podían más, fundamento cuando estaban desfondados, que eso significa el nombre de Yahveh.

Cuando el pueblo se sedentariza, Yahveh se revela como el Dios del extranjero, el huérfano y la viuda, que son los que no tienen piso para asentarse: Dios les da la consistencia que la sociedad les niega, rompiendo la fraternidad que debe caracterizar al pueblo de Dios. En ese trance Dios se revela, a través de la palabra de los profetas, como un Dios incompatible con la opresión, que exige que se haga justicia a los oprimidos y que no se explote a los débiles.

Al no cumplir los reyes este papel de campeones de los pobres respecto de los ricos y poderosos, Yahveh se manifestó en esa parte del pueblo pobre que no podía vivir de su justicia, pero que vivió de la fe en ese Dios que lo acompañaba como su roca firme. Ese pueblo pobre y esperanzado fue llamado por los profetas los pobres de Yahveh y por eso, paradójicamente, en él estribaba la esperanza de renovación, porque en él reinaba Yahveh, dándole vida y humanidad, dándole paz cuando todo parecía perdido.

Esta predilección de Dios por sus pobres llegó hasta el punto de confiar tanto en ellos que los eligió como hábitat de su Hijo: así aparecen caracterizados María y José, los pastores, Simeón y Ana, en el evangelio de la infancia de Lucas.

Esta revelación de Dios como el que llama a la existencia a lo que carece de vida y resucita a los muertos, que comienza al dar a Abraham y Sara la fuerza para engendrar, culmina en el crucificado Jesús, a quien resucitó de entre los muertos (Rom 4,17-25).

Así pues, el Dios judeocristiano no es el dios de los dioses y el señor de los señores, el que culmina y trasciende las jerarquías sociales, un dios que no existe sino que es proyección de la fuerza de los poderosos y de los anhelos de los débiles, sino el que está con los de abajo, dándoles consistencia, su misma consistencia, como se reveló en su Hijo Jesús, una consistencia que no pudieron quebrar los poderes de este mundo y de la que vivimos y viviremos siempre.

4.2 Opción de Jesús por los pobres (SOBRINO, 1991, 33-46; GUTIÉRREZ, 1992,203-220; FRANCISCO, 2014; TRIGO, 2008, 67-71)

El presupuesto de la opción de Jesús por los pobres es que “nació y vivió pobre en medio de su pueblo” (Puebla 190). Por eso sus padres, al rescatarlo, sólo pudieron pagar la ofrenda de los pobres. La opción de Jesús consistió en que no vivió como un pobre más, tratando de conservar su vida, ni se promovió dándoles la espalda, sino que asumió solidariamente su condición, y cuando Dios lo llamó a la misión, dejó su casa, su oficio y su familia y se hizo tan pobre que no tenía dónde reclinar la cabeza. Por eso, si se entregó completamente a los demás, también tuvo que pedir diariamente la comida y el techo. Pero además les dio a los pobres derecho sobre su persona, los respetó, se entregó a ellos. No fue un bienhechor que da desde arriba. Jesús, como no tuvo nada que dar, dio de sí hasta darse a sí mismo. Dio en relaciones horizontales y mutuas, porque dependía de otros para el alimento y el alojamiento. Como dice Pablo, “nos enriqueció con su pobreza” (2Cor 8,9).

Pero tan relevante o más que su condición de pobre y su misión entre los pobres y desde ellos, es que ha querido quedarse realmente en los pobres[1], independiente de que se sepa que el servicio a los pobres o su falta de servicio es servicio o no servicio al propio Jesús (Mt 25,31-46). El servicio al pobre es la puerta a los demás sacramentos, por eso Pablo dice a los corintios que no celebran la Cena del Señor porque los discriminan (1Cor 11,20).

4.3 Correlación entre los pobres y el Reino de Dios (SOBRINO, 1991b, 110-121; MUÑOZ, 1987, 198-209; PIERIS, 2006)

Eso que vivió Jesús, también fue el núcleo de su proclamación. El evangelio del Reino es para ellos (Lc 4,18, 7,22): Dios se les entrega incondicionalmente, reinando en sus corazones, y les otorga el Reino; por eso los pobres son dichosos ya (Lc 6,20) (CASTILLO, 1998a, 111-138; 1998b, 279-324; 1999, 35-53; 191-243). Siguen siendo pobres, pero ya no están desvalidos, porque Dios está con ellos. Esto lo formaliza Pieris con estas ecuaciones: “Allí donde se ama y sirve a Dios, son los pobres, y no la pobreza, quienes reinan. Allí donde se ama y sirve a los pobres, es Dios, y no Mammón, quien reina” (PIERIS, 2006,52).

Esto no es un hecho meramente objetivo sino una relación interpersonal que incluye la revelación de los misterios del Reino; una revelación negada a los sabios y entendidos (Lc 10,21) (TRIGO, 2011, 145-183). Es obvio que casi nadie cree esto. Y de esta incredulidad derivan muchos problemas en nuestra Iglesia.

Los pobres percibieron que era verdad lo que decía Jesús porque lo sacramentalizaba con su vida. Para los pobres Jesús no era un altruista, sino un hombre de Dios, y sabían que su obrar revelaba a Dios y a su designio.

4.4 Respuesta de muchos pobres: pobres con espíritu

La denominación es de Ellacuría que los caracteriza por la obediencia primordial al Espíritu, para lo que se ayudan de la fe en Dios y la religión popular (ELLACURÍA, 1984, 70-75). Sólo explicitaríamos que la obediencia primordial al Espíritu se realiza, ante todo, en la cotidianidad: para mantenerse en vida y para que esa vida sea cualitativamente humana; incluso en la lucha política, debe mantenerse la primacía de la cotidianidad, que incluye el vivir abiertos a Dios, a los demás y concretamente a los distintos, sobre la organización y la lucha (MESTERS, 1985, 199). Si los pobres con espíritu son los pobres de las bienaventuranzas, son pobres que aman la paz y la construyen.

4.5 El empeño por la salvación de los pobres trae la salvación al mundo (ELLACURÍA, 1993, 1051-1054)

La razón es que así lo ha dispuesto Dios. Porque los pobres son el único lugar de universalidad concreta. Sólo cuando les vaya bien a los pobres, nos irá bien a todos. La encarnación cristiana es encarnación kenótica: por abajo. Así fue la de Jesús y constituye el único camino que conduce a la vida. El único camino de humanización pasa por reconocer en los necesitados a hermanos y en responsabilizarse de ellos, percibiendo la interpelación del rostro del necesitado y saliendo de sí para atenderlo, o, desde la parábola del Buen Samaritano, aproximándonos  al que ha caído en manos de los ladrones para servirlo. La paradoja cristiana consiste en que el salvador es el salvado al contribuir a salvar.

4.6 Iglesia de los pobres (ELLACURÍA, 1984, 84-125; 170-174; 1990, 144-153; GUTIÉREZ, 1971, 125-175; 1980, 117-127; BOFF, 1986,19-184; CODINA, 2010, 19-115; MUÑOZ, 1974, 269-376; 1983, 147-245; ESTRADA, 2008, 71-102; RAMOS, 1984, 392-449; RICHARD, 1987,17-95; TRIGO, 2003, 115-175; AQUINO JUNIOR, 2012, 277-298).

No consiste en que esté dedicada a los pobres y ni siquiera en que sea pobre. Es aquella en la que los pobres, y más específicamente, los pobres con espíritu han llegado a ser su corazón, lo que la pone en  movimiento y es, por eso, su jerarquía espiritual, que no sustituye a la institucional. Los demás nos abrimos a la gracia que se concedió a los pobres y nos ponemos en el discipulado de los pobres con espíritu. Esto no se hace con proclamas sino con el trato habitual con ellos, no como bienhechores sino como hermanos en Cristo, que han dado fe a su palabra de que Dios les ha revelado a ellos los misterios del Reino. El modo más integral de encontrarse cristianamente con los pobres es a través de las CEBs.

El problema para nuestra Iglesia no es que no vayamos en esa dirección sino que no nos lo planteamos realmente. Sin embargo, siempre se da un pequeño núcleo que está empeñado en esa dirección y la vive alegre y agradecidamente. Hoy empieza a cambiar esta imagen de la Iglesia, gracias a los gestos, inconfundiblemente evangélicos, del papa Francisco, el primer papa latinoamericano, que ya en su primera declaración a la prensa expresó su ferviente deseo de que la Iglesia fuera pobre y para los pobres y que viene ratificando esta doble dimensión de un modo sistemático.

5 Nudos problemáticos y opciones indispensables

5.1 Asumir que la opción por los pobres es también opción contra la pobreza (KOLVENBACH, 2007, 545-555; GONZÁLEZ-CARVAJAL, 1987, 105-152)

Como punto previo hay que establecer que se puede combatir la pobreza sin tener opción por los pobres, mientras que no se puede optar congruentemente por los pobres sin combatir, de un modo u otro, la pobreza.

Lo primero es claro: se puede combatir la pobreza para tener más consumidores y aumentar la producción y las ganancias de los productores[2]; un gobierno populista puede combatirla para adquirir una clientela fiel y una base segura de sustentación; una persona religiosa la puede combatir por ser un precepto de Dios que él cumple para merecer ante él; una persona moral lo puede hacer por un imperativo categórico; y puede darse el caso de hacerlo porque ésa es su idiosincrasia.

La lucha contra la pobreza es un aspecto que se sigue de la opción por los pobres porque el amor busca el bien de la persona que ama y el que opta por el pobre, sea pobre o no pobre, no quiere que las personas que ha elegido como suyas vean drásticamente disminuida su existencia a causa de la pobreza. La pobreza, sobre todo la extrema, dificulta enormemente vivir humanamente porque la tensión constante para seguir viviendo tiende a romper el equilibro y es propicia a que la persona desista de su integridad y se deje dominar por sus pasiones más imperiosas. Como la pobreza no es buena ni querida por Dios, y, menos aún, hoy que hay posibilidad de recursos para todos, el amor a ellas es una palanca poderosísima para luchar para que para ellas vivir no sea una perpetua agonía[3]. Este poder del amor es muy claro de ver en las mamás pobres que luchan por sus hijos con unas energías y una creatividad que no tendrían, si lucharan sólo por ellas.

La opción es directamente por las personas; pero esa entrega a esas personas concretas impide resignarse a su pobreza y mueve a luchar porque mejoren sus condiciones de vida. Como tiene como fin la humanización de los pobres, la lucha no se hace de cualquier modo sino de modo que, aunque el proceso sea más largo, ellos sean sujetos de su superación, y así la lucha contribuya a su personalización.

Hay gran resistencia a unir la opción por los pobres con la lucha por superar la pobreza porque la pobreza no es una magnitud residual sino un efecto (indeseado, dicen sus fautores, aunque reconocen que necesario) de las políticas económicas y sociales. Por tanto, luchar contra la pobreza supone plantear una alternativa a la situación actual, y eso se ve tan por encima de las posibilidades y tan riesgoso para la seguridad vital, que llega a experimentarse como una amenaza ya que, aunque se haga del modo más inteligente, discreto y procesual, lleva a que uno se salga de su estatuto de ciudadano normal e incluso excelente, según la estimativa vigente, para convertirse en alguien controvertido, sospechoso y, a la larga, en una amenaza para el sistema. Por eso, la resistencia a unir opción por los pobres con lucha contra la pobreza.

Y, sin embargo, lo que ha cambiado es la figura histórica, no las exigencias de la opción por los pobres. Podríamos decir, por el contrario, que hoy es más necesario. Por tanto, quien opte por ellos no puede no esforzarse por luchar contra la pobreza, aunque resulte una dirección extra-sistémica. Porque hay que reconocer que la unión entre la opción por los pobres y la lucha por la eliminación de la pobreza o, por lo menos, por su progresiva disminución, ha sido una constante en el cristianismo.

Quienes optamos por los pobres, siguiendo a Jesús, tenemos la misión de rehacer las relaciones de producción, las relaciones sociales y políticas y, antes que eso, los corazones humanos, para que, con la participación de todos y el protagonismo de los pobres, luchemos decididamente por superar la pobreza, lo que no será posible universalizando el estado de bienestar, sino creando una alternativa en la que la mayor sobriedad de los acostumbrados al regalo sea compensada por la alegría de unas relaciones fraternas, cada vez más creativas y fecundas. Como se ve, es una tarea inacabable, pero irrenunciable, si queremos seguir a Jesús.

Ahora bien, luchar cristianamente contra la pobreza no equivale a luchar contra las personas ricas ya que distinguimos entre su papel social y su ser personal. Otra cosa es que ellos se hayan identificado con esos papeles y nos vean como enemigos suyos. Para un cristiano es indispensable no dar por perdido a nadie porque considera a cada uno como su hermano. Las direcciones históricas son irreconciliables; pero en la nuestra caben ellos como personas y como especialistas, aunque con relaciones de producción y sociales no opresoras ni excluyentes sino simbióticas y fraternas.

5.2 Repudiar el totalitarismo fetichista de mercado y luchar para que sea superado

Caminar en el reconocimiento de la opción de Dios por los pobres exige sembrar la opinión de que vivimos en una sociedad fetichista que exige víctimas (HINKELAMMERT, 1989; 1991; MO SUNG, 1994, 119-166; RICHARD, 1987, 124-133; SOBRINO, 2008, 61-75; TRIGO, 2006, 152-162; 2008, 55-58; 2010, 120-128 ): los pobres, que, además de explotados, son excluidos del poder de deliberación y decisión. La opción por los pobres exige hacerse cargo y repudiar y públicamente este totalitarismo y fetichismo[4], exige, más aún, liberarse de él, viviendo alternativamente, y luchar para que sea superado.

Hoy este aspecto tiende a ser dejado de lado, dictaminando que no tiene sentido denunciar ya que no va a tener ningún efecto; ni oponerse porque la oposición no pasa de ser retórica porque los opresores son inalcanzables. Además, las consecuencias son ser privado de recursos e influencia para poder ayudar a los pobres en lo que se pueda.

Hay dos tipos de incidencia en los centros de poder: uno es desde dentro y el otro desde la sociedad organizada (redes sociales) y desde la profundización de la democracia (política). Desde dentro es perteneciendo de algún modo a ellos. El precio a pagar es la pertenencia a ese orden de cosas. Si es cierto que estamos viviendo un totalitarismo de mercado ¿es lícito pagarlo? ¿El Dios de Jesús quiere que pertenezcamos a ese mundo?

Pero, si queremos vivir en una macro-institución ¿es posible no participar de él? Sí se puede, los precios son altos. Por ejemplo, cuando al padre Arrupe impulsó en la Compañía de Jesús la opción fe-justicia, vaticinó que muchos bienhechores iban a convertirse en enemigos. Así pasó. ¿Fue un precio demasiado alto? ¿No había que pagarlo por fidelidad? ¿No fue cierto que recarismatizó a la orden y dotó de trascendencia a los que se dejaron moldear por ese horizonte y alegró a los pobres, que fueron evangelizados con esa cercanía?

Tenemos tanto derecho a participar cuanto más pública sea nuestra condena de la dirección dominante de esta figura histórica. Nuestra lucha es para otro mundo sea posible y para que, cuando se vean posibilidades ciertas de éxito, no sea mayor la hipoteca que el fruto. Si la condición para participar es el silencio, es preferible no conseguir esas pequeñas victorias a costa de la complicidad.

Así pues, la mayoría de los esfuerzos tendrían que ir en el sentido de la presión pública y de la lucha por la profundización de la democracia. Este segundo método de incidencia pide, más bien, poner en claro lo más concretamente posible el carácter fetichista del orden establecido.

Aceptar el horizonte establecido, aunque sea por resignación, es considerar la acción a favor de los pobres como un paliativo y así contribuir a la estabilidad del sistema. Además esa inhibición acaba implicando la pertenencia al sistema: habríamos perdido la sensibilidad para percibir la presencia del pecado-del-mundo porque nos habríamos convertido en mundo: partícipes biempensantes de esta situación de pecado.

Ahora bien, si no hacemos un deslinde entre los bienes civilizatorios de esta revolución tecnológica y los bienes culturales, que tenemos que adquirir, y la dirección dominante de esta figura histórica nuestra oposición será ineficaz y no lograremos una alternativa superadora.

Creemos que lo que el papa Francisco dice y hace constantemente pone en claro que sí es posible esta denuncia sistemática y, sobre todo, la alegría que ella trae a los tenidos como sobrantes y a todas las personas de buena voluntad.

5.3 Entablar una vida alternativa ya

Sólo desde una vida alternativa, cabe la opción por los pobres (ELLACURÍA, 1989, 165-181; SOBRINO, 2007, 17-38; MAIER, 2014, 41-52; TRIGO, 2012, 10-139). La razón más elemental tiene que ver con lo que Freud llamó la económica de las emociones: si no se vive alternativamente, ya están todas las energías ocupadas. La fascinación, la adquisición y el disfrute de lo publicitado y el trabajo para allegar los recursos para adquirirlo, se lo come todo. Los pobres serán algo residual: la obra buena que nos redime ante nuestra conciencia (no así ante Dios).

Sólo desde una vida que no necesita de muchas cosas consideradas como necesarias, será posible tener tiempo y energías para mirar más allá del horizonte del consumo y el empleo, y sólo desde ese modo liberado de vivir se puede dar lugar a un encuentro denso con el pobre, porque ya no se está dividido entre la adicción al bienestar y la entrega solidaria.

Ése es el costo de la opción por los pobres. Un costo que no se puede minimizar porque entraña sacrificios que tornan la vida más estrecha y menos segura y que sólo se puede llevar a cabo como un camino que contiene vida cualitativa y la va dando, en el que se aporta y ayuda a fondo; pero en el que también se es ayudado y resulta más enriquecido que lo que da.

Pero los bienes que reporta esta opción por una vida alternativa solidaria sólo pueden captarse desde dentro. Por eso es imprescindible un acto de fe en los hermanos pobres y en que la solidaridad con ellos nos traerá fecundidad. Fe en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que es capaz de colmar el corazón para que pueda prescindir de muchas cosas.

Al referirnos a la vida alternativa denotamos un modo integral de vivir y no meramente un sacrificio de tiempo y dinero, dentro de la vida propuesta por el sistema. La llamamos alternativa porque es una superación dialéctica de la establecida porque retiene sus elementos más potenciadores y niega lo que tiene de autocentramiento competitivo y consumista, con su corolario de injusticia y exclusión.

Retiene los bienes civilizatorios de la última revolución: quien opta realmente por los pobres se cualifica incesantemente, porque si no sirve para nada ¿de qué le valdrá su deseo de servir? También retiene los bienes culturales, que se afirman retóricamente, pero no se realizan: la cultura de los derechos humanos, la de la democracia y la de la vida. Sólo respetando los derechos de los pobres, se respeta, en verdad, los derechos humanos.

El sistema aprecia la democracia política formal, pero la división de poderes dista mucho de ser efectiva, como el gobierno bajo el imperio de la ley y la seguridad para todos, la veracidad de los medios o la igualdad de oportunidades o el control al gran capital y las grandes corporaciones. En todo eso hay gran campo para la vida alternativa.

Pero la democracia política nunca se llenará de contenido hasta que no florezca la cultura de la democracia, que se da fundamentalmente en la cotidianidad, pero que tiene que impregnar paulatinamente la vida de las instituciones e incluso de la política y la economía (TRIGO, 2012, 29-58). La cultura de la vida[5] es novedad respecto de la sociedad industrial. Se ha tomado conciencia, de los límites del crecimiento (MEADOWS, D.H.; MEADOWS, D.L.; RANDERS, J; BEHRENS, W., 1982), del respeto a la naturaleza y la aspiración positiva a habitar la tierra como casa compartida, incluso, como madre nutricia. Pero hasta hoy el sistema se ha mostrado incapaz de caminar en esa dirección porque las grandes corporaciones no quieren hacer los sacrificios indispensables. En este punto lo alternativo es cortar con la compulsión a comprar y consumir, que está a la base de todo el sistema.

El desarrollo propiamente humano tiene que ver con la capacidad de vivir en profundidad, de hacer silencio y de estar en paz con uno mismo, con los demás y con la naturaleza; de vivir con simpatía y compasión, con responsabilidad, cultivando la convivialidad, lo simbólico, lo festivo, lo lúdico y, para nosotros los cristianos, las dos relaciones de hijo de Dios y de hermano de todos.

Sólo desde esa perspectiva y sensibilidad tendrán cabida los pobres en la tierra. Y tendencialmente dejarán de ser pobres. Tenemos que dedicar grandes energías en imaginar otro estado de cosas que no produzca estructuralmente pobres y en el que los pobres sean capacitados, no sólo para integrarse en lo dado sino para ser sujetos de lo que se quiere construir.

5.4 Llegar a reconocer al pueblo la condición de sujetos humanos, superando la relación ilustrada y alianza con él en el seno del pueblo

La opción por los pobres parte del reconocimiento de la condición de sujetos humanos que tienen los pobres (TRIGO, 2008, 185-213; 2011). Esto entraña que no cabe opción evangélica por los pobres, si el concepto de pobre los totaliza. La opción es por esos seres humanos, que se encuentran injustamente privados, situación que no los determina.

Esta distinción no suele hacerse ni en el asistencialismo ni en la promoción ni en la concientización. Por eso la relación con ellos es unidireccional y vertical porque se estima que los pobres nada tienen que dar.

La dificultad de que un ilustrado supere su modo de relación con el pueblo proviene de que las carencias observadas copan la atención y sus haberes quedan en la penumbra. Y, sin embargo, ellos son decisivos. Sólo la experiencia de verse ayudado por los pobres puede llevar a hacerse cargo de la condición de sujetos que ellos tienen. Puede darse una apertura en principio, pero sólo mediante experiencias concretas puede llenarse de contenido, sean experiencias puntuales densas o procesos sostenidos. Un modo de llegar a esa apertura es la conciencia de que Dios ha revelado a los pobres los misterios del Reino, ya que eso implica que ellos son capaces de recibir esa revelación.

Esta conciencia es el presupuesto de la interlocución continua de Jesús con el pueblo. Que este supuesto fue certero se evidencia porque fue el éxito que tuvo con el pueblo el que fue percibido por las autoridades como una amenaza para la estabilidad del sistema y provocó su condena (Jn 11,47-53; 12-18-19).

Ahora bien, en este nuevo esquema de relación recíproca hay que integrar muchos de los contenidos de la relación ilustrada porque el pueblo necesita crecer en muchos aspectos, y para ello necesita ser ayudado.

La opción por los pobres se decanta como alianza entre gente popular y no popular en el seno del pueblo. En esta alianza todos salen ganando. El que más, el no popular, que recibe lo más cualitativo (la densidad de la realidad, el conato agónico por la vida, la fe y el dar de su pobreza), que nadie más que los pobres con espíritu pueden dar; pero también sale ganando el pueblo, que recibe, además de los bienes civilizatorios y culturales, el don de los que se entregan a él.

5.5 La opción por los pobres debe ser propuesta ante todo a los mismos pobres

Si los pobres son antes que pobres sujetos humanos, son los primeros a quienes hay que proponer esta opción. Creer que no tienen que hacerla porque bastante tienen con no sucumbir a la pobreza es negarles su condición de sujetos. Éste es el veneno oculto de los populismos y de muchos planes de asistencia y promoción.

Así pues, los pobres, aun con su pobreza a cuestas, son capaces de esta opción por ellos y sus vecinos y por los que son más pobres que ellos, como algo a lo que Dios los llama. La opción de los pobres por los pobres forma parte de su respuesta al evangelio de la opción de Dios por ellos. Y la opción por sus hermanos pobres se convierte en la palanca más poderosa para personalizarse. Además, los libra de la tentación de salir individualmente de su mundo, alineándose con el sistema que hace pobres. Además, es imprescindible proponérsela porque la acción de los pobres es indispensable. No se podrá avanzar en calidad humana, si los pobres no optan por ellos.

Como juicio de hecho habría que reconocer que los pobres son los que más hacen esta opción, a veces, de modo heroico, aunque, obviamente, son bastantes los que no la hacen.

Enumeremos algunas cuestiones que habría que tratar en más extensión: el destinatario concreto de la opción de pobres y no pobres por los pobres no son los individuos pobres ni los pobres como categoría sociológica o política, ni se puede restringir a los más pobres sino que es por el colectivo personalizado de los pobres, haciéndonos cargo de las relaciones que los constituyen como personas.

Hablando situadamente, la opción por los pobres tiende hoy en Nuestra América hacia el reconocimiento de su carácter multiétnico y pluricultural en un estado de justicia entre las culturas y etnias y de interacción simbiótica entre ellas.

Esta opción implica para la institución eclesiástica la inculturación del evangelio a cada cultura popular y, como coronación de ella, el que haya presbíteros y obispos de cada una de esas culturas.

Para los que somos cristianos, optar por los pobres implica ponerse en el discipulado de los pobres con espíritu[6], que son los pobres que se han abierto a la revelación de los misterios del Reino a los insignificantes y viven desde ella, lo que  entraña unas relaciones con ellos constantes, horizontales y mutuas, en la cotidianidad (DUSSEL, 1974, 181-197; GUTIERREZ, 1980, 156-181; CASTILLO, 1997; TRIGO, 2011, 145-183; FAUS, 1997, 223-242; LUCHETTI, 1992, 189199; GARCIA ROCA, 2008, 5-21; RAMOS, 1984, 144-149; RICHARD, 1987, 133-141; CODINA, 2010, 181-210).

Finalmente insistimos en que hay que aspirar a que todos los pobres se capaciten y sean productivos; el Estado y el mercado deben complementarse como mecanismos de retribución. Para que esto acontezca el problema no son las fuerzas productivas sino las relaciones de producción y las relaciones sociales y políticas. Tenemos que resolver el doble problema de cómo encontrar vida para todos y cómo todos puedan participar dando su contribución a la sociedad de la que quieren formar parte productiva. El problema del trabajo para los pobres es la expresión más aguda de este problema generalizado.

Sólo si se acepta que otro mundo es posible y que es impostergable dirigirnos decididamente a caminar en esa dirección, transformando lo que haya que transformar de la dirección dominante de esta figura histórica, será posible la vida de las grandes mayorías en proceso de proletarización e, incluso, la de los pobres, y la condición de vida cualitativamente humana de los demás[7].

Pedro Trigo, SJ. Universidad Andres Bello/ITER. Caracas (Venezuela). Texto original en español.

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[1] El papa Francisco lo dice muy gráficamente: “No olvidéis la carne de Cristo que está en la carne de los refugiados: su carne es la carne de Cristo” (A los participantes de la plenaria del Consejo Pontificio de los Emigrantes e Itinerantes: 24/05/2013) O a las Superioras Generales: “La pobreza se aprende tocando la carne de Cristo pobre, en los humildes, en los pobres, en los enfermos, en los niños” (8/05/2013). “No se puede hablar de pobreza, de pobreza abstracta, ¡ésta no existe! La pobreza es la carne de Jesús pobre, en ese niño que tiene hambre, en quien está enfermo, en esas estructuras sociales que son injustas. Ir, mirar allí la carne de Jesús (Encuentro con estudiantes de escuelas de jesuitas de Italia y Albania: 7/6/2013). “En cada hermano y hermana en dificultad abrazamos la carne de Cristo que sufre. Hoy, en este lugar de lucha contra la dependencia química, quisiera abrazar a cada uno y cada una de ustedes que son la carne de Cristo” (Visita al hospital san Francisco de Asís. Río 24/7/2013). “Los conventos vacíos no son vuestros, son para la carne de Cristo que son los refugiados” (Al Centro Astalli de Roma para la asistencia a los refugiados.10/09/2013). “Cuánto sufrimiento, cuánta pobreza, cuánto dolor de Jesús que sufre, que es pobre, que es arrojado de su Patria. ¡Es Jesús! Esto es un misterio, pero es nuestro misterio cristiano. Veamos a Jesús que sufre en los habitantes de la querida Siria” (A los organismos de caridad católicos que trabajen en la crisis siria: 5/05/2013).

[2] Es la lógica del fordismo que, al segmentar el proceso de producción y hacerlo en cadena, logró elevar exponencialmente la productividad. Los salarios más altos a los trabajadores, y los precios más bajos, crearían consumidores en potencia, que expandirían el sistema.

[3] Así lo insiste el papa Francisco: “La caridad que deja a los pobres así como están, no es suficiente. La misericordia verdadera, aquella que Dios nos da y nos enseña, pide justicia, pide que el pobre encuentre su camino para dejar de serlo. Pide – y nos lo pide a nosotros como Iglesia, a nosotros ciudad de Roma, a las instituciones -, pide que ninguno tenga ya la necesidad de un comedor público, de un alojamiento temporal, de un servicio de asistencia legal para ver reconocido su propio derecho a vivir y a trabajar, a ser plenamente persona” (Discurso a los refugiados en Astalli: 10/9/2013).

[4] Así lo dice el papa Francisco que, después de pintar con rasgos muy dramáticos la situación mundial expresa: “Una de las causas de esta situación, en mi opinión, se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, aceptando su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. De manera que la crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica. ¡La negación de la primacía del hombre! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32, 15-34) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y un objetivo verdaderamente humano” (Discurso en la presentación de sus cartas credenciales de cuatro embajadores: 16/5/2013; y A los participantes en la plenaria del Consejo Pontificio de los Emigrantes e Itinerantes. 24/05/2013; y la Conversación con alumnos de escuelas jesuitas de Italia y Albania: 7/06/2013).

[5] El documento más autorizado y documentado y más integral, que une, como nosotros proponemos, la cultura de la vida y el cuidado de los pobres es la encíclica Laudato Si del papa Francisco (2015), verdadero paradigma de la toma de posición cristiana ante un problema crucial.

[6] Este tema es un tema recurrente en los discursos del papa Francisco. Por ejemplo “Los pobres son también maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios; su fragilidad y sencillez ponen al descubierto nuestros egoísmos, nuestras falsas certezas, nuestras pretensiones de autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios, para recibir en nuestra vida su amor, la misericordia del Padre que, con discreción y paciente confianza, cuida de nosotros, de todos nosotros” (10/9/2013).

[7] Esta es la tesis de Laudato Si, que, como ha aclarado el papa Francisco, no es una encíclica verde sino una encíclica social en la que la salvación es integral, pero en la que se muestra que la tierra no se salvará si no se está dispuesta a salvarse la humanidad en conjunto.

Teología y Cultura

Índice

1 Introducción

2 De “cultura” a “culturas”

3 El impacto de Vaticano II

4 Teología de la inculturación y teología intercultural

5 Teología del Pueblo o de la Cultura

6 Evangelii Gaudium y la Teología del Pueblo

7 Referencias

1 Introducción

En febrero del 2017 un importante núcleo de teólogos y teólogas católicos de ibero-américa se reunió en Boston College (Massachusetts, USA) para hacer un discernimiento de los signos de los tiempos en una época de globalización, interculturalidad y exclusión. Las migraciones, la presencia de la diversidad de culturas y la vida en los márgenes de la sociedad de los más pobres, permitieron discernir que la relación entre teología y cultura, tan vieja como la historia de la Revelación, debía volver al escenario del quehacer teológico con una renovada vitalidad.

 La Declaración de Boston insistió en el tránsito de la pluriculturalidad a la interculturalidad en el campo socio-cultural con la correspondiente elaboración de teologías proféticas inculturadas y la construcción de procesos interculturales de reconocimiento de la alteridad y pluralidad para la reflexión teológica. La Declaración es explícita en su deseo de colaboración con el programa del Papa Francisco de promover una “cultura del encuentro” desde las periferias, auténticos lugares teológicos, y de una Iglesia pobre para los pobres. El texto aquí propuesto bajo el título Teología y Cultura se inscribe dentro de esta preocupación de la Declaración de Boston abordando el tránsito del monoculturalismo al pluralismo cultural en el imaginario eclesial, el impacto de Vaticano II para el giro cultural de la pastoral y la teología de la iglesia, inculturación e interculturalidad como los lenguajes teológicos para la relación entre teología-cultura en América Latina y el significado de la Teología del Pueblo, llamada también de Teología de la Cultura, en la reflexión latinoamericana y en el magisterio del Papa Francisco.

2 Da “cultura” a las “culturas”

La relación entre teología y cultura es tan antigua como la Historia de la Revelación (MIRANDA, 2001, 15-19). La fe no se da en forma pura, toda fe es expresada en un lenguaje cultural-religioso. No extraña que la pluralidad de lecturas de la Biblia incorpore en nuestros días a investigadores y teólogos de la cultura como incorpora, por ejemplo, lecturas estructuralistas, psicoanalíticas, feministas o ecológicas (SHORTER, 1988, 104-134). La lectura crítica-cultural de la Biblia interesa para descubrir cómo el plan de Dios se cumple a través de la interacción con las culturas. La opinión común de considerar la Biblia como un texto culturalmente etnocéntrico no tiene mucho fundamento, pues el pueblo judío y sus tradiciones fueron el producto de una notable interacción intercultural (SHORTER, 1988, 106). La “catolicidad” de la expansión del cristianismo primitivo se origina en el impulso del Espíritu para traducir la narrativa cristiana para distintas lenguas y culturas viviendo la identidad en la diversidad (VON SINNER, 2012, 58). Sin Pablo y su misión a los paganos, la “secta mesiánica de los nazarenos” hubiese permanecido como una secta de renovación dentro del judaísmo destinada a desaparecer o a ser reabsorbida por el judaísmo rabínico algunas generaciones más tarde (DUNN, 2017, 139).

La referencia a Pablo no es gratuita. Rahner, en su notable Interpretación Teológica Fundamental del Vaticano II, escribió que el paso del cristianismo judío al cristianismo de los gentiles supuso el tránsito hacia una situación histórico-cultural y teológica esencialmente nueva (RAHNER, 1979, 720-724). En el mencionado artículo, Rahner sustenta que la historia de la Iglesia puede ser leída desde tres grandes períodos. El primero de ellos, muy breve, fue el judío-cristiano; el segundo, el de la Iglesia existente en un área determinada del helenismo y de la civilización europea; el tercer período, el de la Iglesia Mundo (World Church). Vaticano II supuso una ruptura  en la Iglesia solo comparable con la que significó el paso de Iglesia judío-cristiana, que predicó el evento salvífico cristiano de la muerte y resurrección de Jesucristo en Israel y para Israel, a la Iglesia que creció en el terreno del paganismo. El nuevo tiempo, inaugurado por el Vaticano II, es el del giro de una iglesia occidental para una Iglesia Mundo. En nuestros días el Papa Francisco, citando a San Juan Pablo II, se refirió a la belleza de una Iglesia de “rostro pluriforme” y a la atracción de su “multiforme armonía” (FRANCISCO, EG, 2013,  n. 116-117).

Un concepto de cultura, que Bernard Lonergan definió como “clasicista”, explica esta miopía etnocéntrica que duró dieciséis siglos. Vaticano II pasó de una noción clasicista de cultura  a una noción pluralista y este paso determinó la apertura a la diversidad y pluralidad, de “cultura” en singular a “culturas” en plural. En efecto, la noción “clasicista” de cultura fue normativa, única, universal, plausible de ser implantada en cualquier lugar en una única y perfecta forma cultural. Todo lo que estaba fuera de ese molde era barbarie (LONERGAN, 1988, 293). Las demandas de otras historias, de otras culturas, de otras experiencias religiosas, fueron anatemizadas (SHORTER, 1988, 167). “La fe es Europa y Europa es la fe” (Hilaire Belloc). El Syllabus de errores en contra del liberalismo moderno (1864), el Vaticano I y su rechazo frontal al racionalismo y la defensa de la infalibilidad del Papa (1869), la condenación del modernismo por Pio X (1907) son buenas expresiones de una teología clasicista que se amuralló en contra de la conciencia histórica emergente, pero no pudo resistir a su embate pluralista. Frente al espíritu “clasicista” monocultural, el espíritu pluralista abrió la brecha para el reconocimiento y legitimidad de la multiplicidad de tradiciones culturales. La evangelización debía encontrar los caminos y medios para hacer de las culturas el vehículo de la comunicación del mensaje cristiano y ese camino fue el Concilio Vaticano II (LONERGAN, 1988, 348).

3 El impacto de Vaticano II

El reconocimiento del pluralismo cultural tiene, sin embargo, una breve historia anterior a Vaticano II. Según Aylward Shorter, en el discurso del Papa Pio XII a la Pontificia Sociedad de Ayuda Misionera, en 1944, se encuentra la primera afirmación oficial de la Iglesia reconociendo la pluralidad de culturas. Pero fue una afirmación ambigua. Pio XII seguía manteniendo que el objetivo de las misiones era de producir un catolicismo monolítico. Un pequeño avance se dio en la Encíclica Evangelii Praecones (Sobre el modo de promover la obra misional), de 1951, donde solicita respeto a las otras culturas. Hacia el final de su pontificado, en 1958, su idea de cultura había evolucionado hacia un concepto moderno y empírico que será heredado por Juan XXIII (SHORTER, 1988, 183-186).

El Papa Juan XXIII tiene dos intervenciones significativas. La primera de ellas fue en la Encíclica Princeps Pastorum, sobre el apostolado misionero, de 1959. Escribe que la “Iglesia no se identifica con ninguna cultura, ni siquiera con la cultura occidental, aun hallándose tan ligada a ésta su historia. Porque su misión propia es de otro orden: el de la salvación religiosa del hombre” (n.10). La segunda intervención significativa, aunque no nueva en la teología de la  Iglesia, subraya  la distinción entre la “substancia de la fe” y el “modo en el que se expresa”.

 En el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, formuló que “una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades contenidas en la doctrina revelada, y otra cosa el modo de expresar estas verdades conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado”. Aquí late la fórmula tomista de que el acto de fe del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad enunciada (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2). Pero ya esta distinción marcó la diferencia con la teología tridentina que no distinguía la verdad eterna y la formulación histórica contingente (MIRANDA, 2001, 24). Con esta distinción, polémica en su tiempo, Juan XXIII abrió la posibilidad de explorar la influencia de condicionamientos culturales, de historia y lenguaje, en las expresiones de fe.

Las contribuciones innovadoras del Concilio tienen mucho que ver con la ruptura de la hegemonía de la comprensión clasicista de cultura, en términos de Lonergan, y el inicio difuso de la comprensión de la pluralidad de culturas y de religiones. Las Constituciones sobre la Sagrada Liturgia y sobre la Iglesia en el Mundo; los Decretos sobre el Ecumenismo y la actividad misionera de la Iglesia; y la Declaración sobre las relaciones con las religiones no cristianas dan testimonio de este tránsito tenue. Pero una “teología de la cultura”, en opinión de Andrés Tornos, no llegó a “resolverse del todo” porque el aporte de Vaticano II sobre la relación entre fe y culturas, más que una definición, fue el descubrimiento de un campo de “tareas nunca formuladas, de necesidades que se habían hecho poco presentes hasta entonces en la conciencia eclesial” (TORNOS, 2001, 91-104). Habría que esperar el Sínodo de los obispos sobre la Evangelización de 1974 para que el lenguaje teológico sobre las culturas adquiriera consistencia. Tornos reconoce que Gaudium et Spes (GS) fue el documento que roturó ese “campo de tareas apenas formuladas”.

GS dedica expresamente el segundo capítulo de la  segunda parte al tema de la cultura. Elabora un concepto de cultura, se pronuncia sobre el compromiso de la Iglesia con el progreso cultural de la modernidad y deja abiertas las cuestiones sobre la pluralidad y relatividad de las culturas provocadas por los procesos de descolonización y los aportes de la antropología (TORNOS, 2001, 93-104). El número 53 es el principio hermenéutico. En 53 (a) se desarrolla un concepto humanista de cultura ya que por ella la persona “alcanza un nivel verdadero y plenamente humano” “cultivando los bienes y valores de la naturaleza”. En 53 (b) se gira a un concepto histórico-social y se comprende a la cultura en “un sentido sociológico y etnológico”, esto es, como “estilos de vida diversos y diversas formas de organizar los bienes de la vida”. En este sentido es que se habla de “pluralidad de culturas”. Lo determinante en este concepto histórico social es que se reconoce que las personas sin su cultura no serían quiénes son y que esa cultura está enraizada en una historia.

“Ninguna cultura es por tanto solamente un conjunto supra-histórico de saberes neutrales, sobre los que uno podría juzgar desde fuera de la historia de experiencias en que ellos fueron tomando forma, desde fuera de los estilos de convivencia social a los que esa historia de experiencias ha podido conducir” (TORNOS, 97).

Las implicancias teológicas de esta comprensión de cultura pueden verse en GS 58: La Revelación de Dios, desde las edades más remotas hasta su plena manifestación en Cristo Encarnado, ha hablado según la cultura de cada pueblo, la iglesia es una comunidad multiforme de fieles, no está ligada de una manera exclusiva e indisoluble a ninguna cultura, raza o género de vida particular y puede entrar en comunión con las diversas civilizaciones, con lo cual hay un mutuo enriquecimiento. La Buena Nueva de Cristo renueva la vida y la cultura del hombre caído, purifica y eleva continuamente la moralidad de los pueblos, fecunda por dentro las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo.

Para una lectura latinoamericana de la influencia de GS es recomendable la lectura del artículo de Juan Carlos Scannone, Influjo de Gaudium et Spes en la problemática de la Evangelización de la Cultura en América Latina- Evangelización, Liberación y Cultura Popular, de 1983. Para el teólogo argentino, el principal aporte de GS fue el giro decisivo hacia el hombre, la sociedad y las culturas de América Latina que motivó un nuevo modo de reflexión teológica. La teología de la liberación y la evangelización de las culturas, expresiones mayores de la recepción del Vaticano II en América Latina traducidas en las Conferencias Episcopales de Medellín (1969) y de Puebla (1979) nacieron bajo el influjo directo o indirecto de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes y concretamente de la nueva comprensión de “cultura” que la Constitución elaboró en una perspectiva antropocéntrica, histórica e integral.

Ya fue advertido que habría que esperar al IV Sínodo de Obispos de 1974 y a la Exhortación Evangelii Nuntiandi (EN) de 1975 para que la teología de la cultura adquiriese densidad. En EN por primera vez un documento de la Iglesia adoptó decidida y unitariamente el enfoque sociológico-antropológico para referirse a las relaciones entre Evangelio y culturas y desenterró lo ocultado a lo largos de dieciséis siglos: que es un drama la ruptura entre evangelio y cultura (EN 20). La evangelización debe alcanzar las raíces de la civilización y de las culturas, el Evangelio no se identifica con una cultura, que los “obreros de la evangelización” son las iglesias locales que hablan un determinado lenguaje, son tributarias de una herencia cultural, de una visión de mundo, de un pasado histórico y de un substrato humano específico (EN 62) y rescata la importancia de la religiosidad popular que expresa, bien orientada, cierta “sed de Dios que solamente los pobres y los simples pueden experimentar” y un camino de encuentro verdadero con Dios en Jesucristo (EN 48).

El legado de la Evangelii Nuntiandi  permanece vigente para América Latina y para la Iglesia Mundial. En marzo del 2017, el Papa Francisco habló de ella como “el mayor documento pastoral del postconcilio” en un coloquio con el clero italiano sobre la cultura de la diversidad frente a la tentación de la uniformidad (FRANCISCO, 2017).

4 Teología de la inculturación y teología intercultural

Si GS significó un giro decisivo hacia el hombre, la sociedad y la cultura por proponer un concepto de cultura histórico-social, el concepto de inculturación puede entenderse como un “giro dentro del giro” pues supuso la formulación de un paradigma teológico para la comprensión de las relaciones de la fe con las culturas. En  nuestros días este paradigma está en revisión por la fuerza crítica del policentrismo cultural y de las teologías interculturales y descolonizadoras (TAMAYO-ACOSTA, 2003, 31-49).

El origen del concepto está en el neologismo acuñado por el P. Joseph Masson, jesuita de la Universidad Gregoriana, que en 1962 escribió sobre la urgente necesidad de que el catolicismo sea inculturado en una variedad de formas (SHORTER, 1988, 10). Masson se apoyó en el concepto antropológico de “enculturation” elaborado por Melville Herskovits, en 1952, para referirse al proceso de socialización del individuo en una cultura. Este concepto desplazó a los términos de “adaptación”, “asimilación”, “acomodación”, “indigenización” utilizados oficialmente por la Iglesia desde 1950 hasta el Magisterio de Juan Pablo II para describir la relación entre fe y la cultura(s). No encontramos el término “inculturación” en ningún documento de Vaticano II ni en la Evangelii Nuntiandi. Los obispos de África y de Madagascar en el IV Sínodo de 1974 pidieron superar la “teología de adaptación” por una “teología de la encarnación” pero no utilizaron el neologismo (TEIXEIRA, 2001, 84).

Un aporte significativo para la incorporación y expansión del concepto en el lenguaje eclesiástico y en la elaboración de un paradigma teológico, fue la Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús (1974-1975), su órgano máximo de gobierno, que emitió un Decreto sobre la Inculturación de la Fe. El 15 de abril de 1978 el P. Pedro Arrupe, Superior General de los jesuitas, dirigió una carta a toda la Compañía de Jesús en su afán de impulsar la más amplia promoción de la inculturación en el trabajo evangelizador de la orden. Arrupe define la inculturación como

La encarnación de la vida cristiana y el mensaje cristiano en un contexto particular, de tal manera que esa experiencia no solamente encuentre expresión a través de los elementos propios de la cultura en cuestión (que podría ser no más que una adaptación superficial) sino que se convierta en el principio inspirador, normativo y unificador que transforme y re-cree esa cultura originando así una nueva creación” (ARRUPE, 1978).

Juan Pablo II acoge el término por primera vez en su alocución a los miembros de la Comisión Bíblica (1979), y luego en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae (1979). Cabe decir que todavía en estas dos referencias de Juan Pablo II, los términos “aculturación” e “inculturación” aparecen indistintamente mostrando que el concepto estaba “en construcción”. En la relación final del Sínodo de 1985 ya aparece el concepto más elaborado, como distinto de la simple adaptación exterior de la fe, “significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y el enraizamiento del cristianismo en las varias culturas humanas” (MIRANDA, 2001, 31). La Comisión Teológica Internacional elabora el documento La fe y la Inculturación, en 1988 y, por fin, en la Redemptoris Missio, de Juan Pablo II (diciembre de 1990) se puede encontrar una síntesis teológica bastante completa. Se comprende, entonces, que la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe reunido en Santo Domingo (1992) pueda hablar explícitamente de la “teología de la inculturación” y que las Directrices Generales de la Acción Evangelizadora de la Iglesia en Brasil de 1999-2002 esclarezca brevemente lo que significa la evangelización inculturada (MIRANDA, 2001, 34).

Después del “amanecer eclesial” que significó la teología de la inculturación por dos décadas, el paradigma está en cuestión. La filosofía intercultural, la emergencia de teologías locales críticas y la epistemología decolonizadora surgida desde el sur, han levantado serios interrogantes. El filósofo cubano Raúl Fornet-Betancourt colocó en agenda la necesidad del tránsito de la inculturación a la interculturalidad (FORNET-BETANCOURT, 2005). Seguimos aquí sus razones.

El autor reconoce que el término “inculturación” resume todo un programa de renovación teológica, pastoral, litúrgica y catequética y que la teología de la inculturación reorientó la presencia del cristianismo en la sociedad y dio inicio a una nueva forma de entender la relación entre evangelio y culturas así como la relación entre cristianismo y otras religiones. Objeta, sin embargo, que el programa de la inculturación, en los nuevos tiempos, refleja un proyecto interventor en las culturas de tal manera que éstas pierden sus derechos a la interacción por prevalecer la conciencia de la superioridad del cristianismo, la carencia de un auténtico respeto a la alteridad y una deficiencia en la reciprocidad. Otra observación añadida es que la inculturación instrumentaliza la pluralidad cultural. No es una apertura franca a la alteridad porque el encuentro con ella ya está planificado, sabe de antemano qué debe ocurrir y cuál debe ser la meta a la que se debe llegar. Instrumentaliza la diversidad porque la pone a su servicio. Es una forma de neo-colonización.

La interculturalidad, de otro lado, es dimisión, renuncia. Es una actitud que no se proyecta como “misión” de transmitir al otro de lo propio sino como permanente “dimisión” de lo propio para que pueda emerger en nosotros mismos el contexto de acogida en el que el encuentro con el otro es experiencia de convivencia y de búsqueda de la verdad. Las consecuencias para una teología de la cultura intercultural implican una serie de “renuncias”: renuncia  a la sacralización del origen de la propia tradición, es decir, saber dialogar críticamente con la historia de su tradición de fe y de reconocer la relacionalidad de la misma, que el origen no es absoluto sino parte de una cadena de sucesos; la renuncia a convertir la propia tradición en un itinerario seguro y exclusivo; la renuncia a ensanchar las “zonas de influencia” para estar presente en la sociedad como parte de un proyecto de convivencia en un flujo relacional simétrico sin disolver las identidades en mezclas sincréticas ni relativistas.

La razón fundamental de este conjunto de renuncias es el respeto al misterio de la gracia que está presente en las culturas y en la pluralidad de religiones; respeto que anula la pretensión de conquistar o influir y se expresa como escucha que se abandona al gozo de la experiencia de la riqueza de la pluralidad.

Portavoces de la teología de la inculturación en América Latina, como Paulo Suess y Diego Irarrázaval, hoy tienen como preocupación central la “cuestión intercultural” debido a su potencial emancipador de rezagos etnocéntricos y colonizadores (SUESS, 2007; IRARRÁZAVAL, 2002). Aloysius Pires, teólogo jesuita de Sri Lanka, es un crítico de la primera hora de la inculturación. Afirma que el concepto de inculturación está basado en la distinción latina entre religión y cultura, algo impensable en el sur asiático porque es pensar como una religión cristiana sin cultura se inserta en una cultura asiática sin religión no cristiana (PIERIS, 1991). Michael Amaladoss, jesuita de la India, opina que hay que ir “más allá de la inculturación”, un “bello principio teológico” que no ofrece un retrato verdadero de lo que ocurre cuando el evangelio se encuentra con una cultura porque el modelo es de adaptación de un evangelio preexistente y que, de alguna manera, para hacerse cristiano uno tiene que tornarse semita (AMALADOSS, 2005, 146-147).

¿Realmente son excluyentes estos paradigmas? La crítica intercultural ofrece correctivos a una inculturación que viola ese misterio de gracia al que hacía referencia Fornet-Betancourt. El desafío es de interculturalizar la inculturación, despojarla de sus distorsiones etnocéntricas y hacer de ese encuentro dialógico el espacio apropiado para la inter-fecundación en perspectiva de esa “nueva creación” a la que aludía el P. Arrupe. La palabra más adecuada puede ser “inter-culturar” o “inter-culturación”, palabra ya acuñada por el P. Joseph Blomjous, en 1980, obispo de Mwanza, Tanzania, y quien fuera padre conciliar (SHORTER, 1988, 13-16).

5 Teología del Pueblo o de la Cultura

Las raíces teológicas del Papa Francisco se encuentran en la Teología del Pueblo argentina, considerada una corriente de la Teología de la Liberación con acentos propios. Otros prefieren denominarla “teología de la cultura”, pues concibe al pueblo como sujeto creador de cultura (SCANNONE,  2015, 247). Sus máximos exponentes fueron Lucio Gera (1924–2012), Rafael Tello (1917–2002), Justino O´Farrell (1924-1981) y continúan siendo Juan Carlos Scannone (1931-) y Carlos Maria Galli (1957-).

La Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL), órgano de la Conferencia Episcopal Argentina fundada inmediatamente después del Vaticano II para la elaboración de un plan nacional de pastoral a la luz del Concilio, fue el espacio de reflexión que nutrió el surgimiento de la Teología del Pueblo bajo el liderazgo de Gera y Tello. El “Documento de San Miguel”, de 1969, documento conclusivo de la II Asamblea Extraordinaria del Episcopado Argentino, puede ser considerado como el documento fundante de la Teología del Pueblo, especialmente la parte de Pastoral Popular que aplicaba la Conferencia de Medellín a Argentina. Para la COEPAL interesaba la emergencia del laicado y la inserción de la Iglesia en la historia de los pueblos en cuanto sujetos de historia y cultura, receptores, pero también agentes de evangelización gracias a su fe inculturada (SCANNONE, 2014, 33-34).

Como una de las corrientes de la Teología de la Liberación, denominada por Scannone como “teología desde la praxis de los pueblos latinoamericanos”, se distingue en cuanto al método como en los énfasis temáticos, de la “teología de la praxis pastoral” (Eduardo Pironio), la “teología desde la praxis de grupos revolucionarios” (Hugo Assman) y la “teología de la praxis histórica” (Gustavo Gutiérrez) (SCANNONE, 1982, 3-40). En cuanto al método, la Teología del pueblo privilegia el análisis histórico-cultural y la mediación hermenéutica de la historia, la cultura y la religión enraizadas en el discernimiento sapiencial distanciándose del análisis marxista o histórico-estructural y de sus respectivas estrategias de acción. El enfoque temático destaca el concepto de cultura, valora teológica y pastoralmente la religión del pueblo o piedad popular, y la opción preferencial por los pobres.

Scannone no duda en el influjo de la Teología del Pueblo en el Sínodo de Obispos 1974 por las intervenciones de los obispos latinoamericano y en especial por las aportaciones del obispo Eduardo Pironio, formado también en la cantera de la COEPAL. De igual modo, el influjo de esta teología es evidente en el Documento de Puebla, en lo que concierne a la Evangelización de la Cultura (DP 385-443), gracias a la participación de Lucio Gera quien ya había sido perito en Vaticano II y en Medellín. El concepto de “cultura” trabajado en Puebla es obra de este teólogo, quien reinterpreta el concepto de la GS 53 en sentido de la teología de la cultura al añadir la expresión “determinado pueblo” al texto conciliar. “Con la palabra cultura se indica la manera particular como en determinado pueblo cultivan los hombres su relación con la naturaleza, sus relaciones entre sí y con Dios (GS 53a)”. Con esta inclusión se desplaza el sentido más humanista de cultura desarrollado en GS 53a hacia el sentido sociológico y etnológico que GS 53 (b) aborda en su tercer párrafo (SCANNONE, 2014, 35).

Precisemos la categoría pueblo y la religión del pueblo en esta teología de la cultura de raigambre argentina por representar dos categorías claves del pensamiento de Francisco.

El trazo diferencial propio de esta teología de la Cultura se encuentra en la comprensión de la categoría de “pueblo”. Las corrientes teológicas de la praxis histórica y de la praxis de grupos revolucionarios entendían “pueblo” como clase. Distanciándose de la sociología marxista y explorando en la historia y la cultura latinoamericana categorías de investigación, Lucio Gera concibió esta categoría como pueblo-nación, es decir, como la unidad plural determinada por una misma cultura o estilo de vida común que se concreta en una voluntad y decisión política de auto-determinación y auto-organización para la realización del bien común. La voluntad  de la solidaridad política y del querer actuar juntos es mayor que la diversidad y la pluralidad de opiniones o concepciones sobre el bien común. La cultura, entendida como diseño de vida, estructura la escala de valores, la memoria histórica y la proyección del futuro deseado de esa unidad plural que es el pueblo-nación. Entre “cultura” y “pobre” se da una estrecha interacción, pues la cultura del pueblo es conservada y transmitida precisamente por los pobres.  (SCANNONE, 2015, 240).

La relación entre religión y cultura elaborada por Paul Tillich tuvo un influjo importante  en la teología de Lucio Gera y en la irradiación de la Teología del Pueblo en el Magisterio Latinoamericano. Tillich escribió que la religión, como preocupación última, es la substancia que da sentido a la cultura y la cultura es la totalidad de formas que expresan las preocupaciones básicas de la religión. Su fórmula es clásica: “la religión es la substancia de la cultura y la cultura es la forma de la religión” (TILLICH, 1964, 42). La Evangelii Nuntiandi advierte la falta de sensibilidad frente a la religiosidad popular considerada por largo tiempo una forma religiosa “menos pura y a veces despreciada” y llama a reconocer los valores de ella que “reflejan una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” (EN 48). El Documento de Puebla insiste en que la religión del pueblo (religiosidad o piedad popular) es un acervo de las respuestas a las grandes incógnitas de la existencia (DP 444- 469) y que la cultura impregnada de fe es conservada de un modo vivo en los sectores pobres y se hace vida en la piedad y en los espacios de convivencia solidaria (DP 414). Pero es en el Documento de Aparecida (DA), del 2007, donde la piedad popular adquiere una solvencia teológica inequívoca. El Cardenal Bergoglio fue el presidente de la comisión de redacción del documento final.

Benedicto XVI, en su discurso inaugural, se refirió a la piedad popular como el “precioso tesoro de la Iglesia Católica en América Latina” y el Documento Final supo discernir en ella un lugar de encuentro con Jesucristo (DA 258–265) porque contiene y expresa un “intenso sentido de trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal” (DA, 263). También el documento identifica esa piedad como una forma de espiritualidad y una mística popular, ideas que encontramos en Evangelii Gaudium de Francisco. Se trata de una espiritualidad y de una mística popular encarnada en la cultura de los pobres que integra lo corpóreo, lo simbólico y las necesidades más concretas de las personas en esas fiestas patronales, en las novenas, en las peregrinaciones, en el rezo del rosario, en el tocar las imágenes. Esa piedad popular es mística que abre a las posibilidades de justicia y de santidad (DA, 264).

6 Evangelii Gaudium y la Teología del Pueblo

“Para comprender al Papa y sus reformas hay que conocer sus raíces teológicas y yo creo que la Teología del Pueblo está en la base de lo que él está haciendo y diciendo, como se ve muy claramente en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium” (SCANNONE, 2015 b). No pretendemos seguir el rastro de la Teología del Pueblo en la EG de manera exhaustiva, solamente destacar algunos temas relacionados con los rasgos desarrollados en este escrito, las categorías de “pueblo”, de “religión del pueblo” y los pobres.

El “Pueblo fiel”: el gesto del Papa Francisco de hacerse bendecir por el pueblo inmediatamente después de su elección habla por sí del aprecio teológico por el “pueblo fiel de Dios”. El Evangelio debe tener una real inserción en el “Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia” (EG 95). Dios nos ha convocado “como pueblo y no como seres aislados” (EG 113). “Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo” (EG 115). “En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra la belleza de este rostro pluriforme” (EG 116). “Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe – el sensus fidei – que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión” (EG 119).

La piedad popular y la opción preferencial por los pobres: Evangelii Gaudium  dedica varios números  a la fuerza evangelizadora de la piedad popular (EG 122-126), a la relación de la piedad popular con la inculturación (EG 68-70), el reconocimiento de la sabiduría peculiar de una cultura popular evangelizada (EG 68), la agencia de los pueblos en la evangelización “podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su historia” (EG 122). La Exhortación acepta, como la TdP, que las expresiones de la piedad popular son lugares teológicos para pensar la nueva evangelización por el testimonio vivido de los pobres y sencillos y su mística popular (EG 126). De otro lado, Evangelii Gaudium destaca el lugar del pobre en el Pueblo de Dios (EG 197-201), reafirma que para la Iglesia la opción por el pobre es una categoría teológica antes que cultural, social o filosófica y expresa su deseo de una Iglesia pobre para los pobres (EG 198).

Luís Augusto Herrera Rodríguez, SJ. FAJE, Belo Horizonte (Brasil). Texto original en español.

7 Referencias

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Epistemología teológica

Índice

1 Introducción

2 Teología, revelación y fe

3 El conocimiento teológico

3.1 Historicidad

3.2 Eclesialidad

3.3 Contextualidad

3.4 Interdisciplinariedad

3.5 Primado epistemológico de la praxis.

4 Balance

5 Referencias

1 Introducción

La indagación epistemológica sobre la teología, como cuestión teológica específica, es un asunto moderno. Ciertamente el tema había estado presente en épocas anteriores; baste recordar, por ejemplo, las clásicas posturas de Tomás de Aquino o Duns Scoto. Sin embargo, fue en la modernidad de Occidente, por causa de la configuración secular de la filosofía, la ciencia y la sociedad, cuando se legitimaron los cuestionamientos respecto de la solidez de los fundamentos, la rigurosidad de los procedimientos y la utilidad de los planteamientos de la disciplina teológica. En este panorama resultó imperioso para el teólogo ocuparse no solo de comprender los objetos de su disciplina, sino también de determinar la especificidad del conocimiento teológico en sí mismo. Este campo de reflexión, justamente, se conoce como epistemología teológica.

Así comprendida, desde el punto de vista de su efectuación, la epistemología teológica es una tarea de segundo orden, pues supone la realización concreta del teologizar, vivencia que procura comprender. Desde el punto de vista de su impacto, sin embargo, es una cuestión de primer nivel, por cuanto afecta la perspectiva y el modo en que han de ser abordados los asuntos propios de la disciplina. En este sentido, la consideración epistemológica es de gran importancia en teología, porque un verdadero avance en este campo del saber supone más una revisión de los fundamentos que una ampliación de los objetos.

Con este trasfondo, nos ocuparemos a continuación de la noción de teología desde la cual se perfila la consideración propiamente teológica del conocimiento (2) y de las características del conocimiento teológico, según se concretan y enriquecen en las teologías de América Latina (3).

2 Teología, revelación y fe

Concebimos la teología como la reflexión sistemática, crítica y propositiva de la vivencia de revelación y fe. Al ser esta vivencia el suelo nutricio del conocimiento teológico, su asunto y su perspectiva, corresponde al teólogo – sin importar el objeto inmediato de estudio (Biblia, doctrinas, acción) – desentrañar el acontecer de la autodonación amorosa y salvífica de Dios (revelación) y construir los senderos para configurar la vida desde seguimiento de Jesús (fe).

Las notas con que hemos calificado la reflexión indican, por su parte, la honestidad intelectual que se demanda a la teología como disciplina académica que, desde un horizonte creyente irreductible, pretende legitimidad y fecundidad en la diversidad de los saberes, en la facticidad de la existencia y en la concreción de las praxis. Así, es sistemática porque supera y cualifica el estadio de la opinión y del sentido común, gracias a la implementación de procedimientos y categorías académicas; es crítica porque examina constantemente la solidez de sus fundamentos, procedimientos y teorías, y porque interroga las prácticas eclesiales y sociales a la luz del carácter liberador del amor evangélico; y es propositiva porque, además de la recuperación lúcida del pasado, procura descubrirle a la situación presente una dirección por la que se pueda caminar responsablemente, viviendo de cara al futuro.

Según lo dicho, en teología no se procede desde una noción genérica de Dios sino desde la experiencia y el testimonio de los acontecimientos en que Dios se ha dado a conocer. Tampoco se exige la neutralidad del pensador, sino su compromiso por orientar la vida en los senderos abiertos por tales acontecimientos. Justamente por eso, para la epistemología teológica, es de suma importancia especificar la comprensión de la revelación (ver Revelación) y la fe que está en la base del conocimiento teológico.

En la tradición judeo-cristiana, la revelación es comprendida como la autodonación de Dios en la historia (DV, 2). Se destaca, así, que Dios no comunica nada distinto de sí mismo y que no lo hace de forma mítica, atemporal o intimista, sino en las coordenadas y limitaciones históricas en que acontece la vida y se marcan las posibilidades del ser humano. Contrario a lo que puede pensarse, esto no somete el carácter de absoluto del creador a la finitud de la creatura; sino que pone de manifiesto el modo de ser de Dios quien, como donación radical, atiende a las limitaciones de la condición humana y, asumiéndola, la abre a sus inusitadas posibilidades originarias. Afirmamos, entonces, que la revelación tiene lugar en la experiencia histórica, es decir, en los acontecimientos (hechos) interpretados a la luz de un proyecto de sentido (palabras). Sin la palabra, el hecho quedaría sumido en la oscuridad de sentido; sin el hecho, la palabra sucumbiría en la vacuidad de referente.

La fe, por su parte, no consiste solo ni principalmente en la aceptación y proclamación de verdades y mandatos, sino en un acto de confianza que configura la existencia y el compromiso histórico con el prójimo, el mundo y Dios. Tener fe, en este sentido, es apropiar una postura global ante la vida que brinda una orientación básica a la praxis y se concreta en ella (GUTIÉRREZ, 2006).

La revelación – como autodonación histórica de Dios – y la fe – como autodonación histórica del ser humano desde Dios – son dimensiones correlativas irreductibles del misterio de amor salvífico que tematiza la reflexión teológica. Dado que dicha correlación no puede reducirse a un esquema consecutivo en el que la fe sigue a la revelación, preferimos escribirla en una sola palabra: revelación-fe.

El relato fundante de la teología, según lo dicho, está en el misterio de revelación-fe que, más allá de la simple etimología, puede ser propuesto como su objeto y, en cuanto tal, señala el modo de proceder en este campo del saber.

3 El conocimiento teológico

Explicitaremos a continuación algunas características del conocimiento teológico que se deducen de la centralidad de la revelación-fe y que han sido especialmente enfatizadas en las teologías latinoamericanas.

3 .1 Historicidad

En primer lugar, si el asunto fontal de la teología acontece en la historia, es claro que el conocimiento teológico ha de ser fundamentalmente histórico. Con esto indicamos:

  • Que todos los enunciados teológicos están referidos no a principios metafísicos, inmutables y evidentes, sino a eventos de la historia de salvación que soportan su significado y señalan su sentido.
  • Que en teología los juicios contrafácticos sobre la praxis tienen también fuerza fáctica, es decir, que además de pronunciarse sobre hechos del pasado, procuran un impacto en los hechos presentes y futuros. Al lado del referente histórico, entonces, hay una responsabilidad histórica.
  • Que la teología tiene historia y que sus elaboraciones no pueden ser comprendidas al margen de las posibilidades y exigencias de cada época en que se ha intentado apropiar reflexivamente la experiencia creyente.
  • Que toda realización histórica – teórica o práctica, eclesial o secular – es provisional frente a la plenitud escatológica del Reino. De esta forma se evitan ideologizaciones, fetichismos e idolatrarías (GUTIÉRREZ, 2006).

Por otra parte, el carácter histórico implica que el conocimiento teológico es dinámico. En efecto, si la fe es realmente compromiso vital y, en cuanto tal, asume formas diferentes a lo largo de la historia, la inteligencia que lo acompaña ha de renovarse continuamente (GUTIÉRREZ, 2006), so pena de ocultar o desvirtuar aquello que pretende comprender.

Ahora bien, desde diversos campos de conocimiento se ha mostrado que el progreso epistemológico no se da bajo la dinámica verdadero-falso-verdadero; sino que el movimiento responde mejor al esquema suficiente-insuficiente-suficiente. En otras palabras, un modelo interpretativo que parece dar cuenta de una esfera de la realidad, se descubre insuficiente ante dimensiones inexploradas de los fenómenos o cuestionamientos no resueltos de modelos alternos. Dicha insuficiencia mueve, no sin resistencias, al surgimiento de nuevos modelos que terminan por imponerse al ir ganando en suficiencia explicativa. Los modelos se desplazan y critican unos a otros, pero difícilmente se cancelan entre sí. Por el contrario, regularmente conviven e incluso cooperan en la comprensión y afectación de la realidad. La historia de la teología es, por demás, testigo elocuente de esta dinámica.

3.2 Eclesialidad  

La segunda característica del conocimiento teológico, al que ya hemos descrito como histórico, es la eclesialidad. Con ello no proponemos la dependencia de la institución eclesial sino su carácter eminentemente comunitario. En efecto, dado que la teología está inevitablemente ligada a la revelación-fe y que esta tiene un carácter comunitario irreductible, resulta comprensible que el conocimiento teológico acuda a lugares constitutivos, enunciativos y regulativos (PARRA, 2003) que le permiten nutrirse de la experiencia comunitaria y estar a su servicio.

El lugar constitutivo es la Sagrada Escritura que, en tanto sedimentación escrita del acontecer histórico de la revelación, funge como testimonio primigenio de este acontecer, permite el acceso a la vivencia de las primeras comunidades y opera como esperanza normativa y criterio correctivo para todas las comunidades en su praxis de seguimiento.

El lugar enunciativo es la Tradición que, como dinámica vital de la comunidad eclesial que ha configurado su identidad – celebrativa, doctrinal, normativa, organizacional –, es reconocida por dicha comunidad como testimonio de la revelación en su proceso de comprensión histórica.

El lugar regulativo es el Magisterio, ministerio pastoral al servicio de la comunidad que, en medio de la irreductible pluralidad de vivencias e interpretaciones, ha de trabajar por la unidad de los creyentes, la fidelidad a las fuentes originarias y la relevancia en las situaciones históricas.

Dichos referentes epistémicos, tradicionalmente conocidos como lugares teológicos, han de ser comprendidos en constante interacción recíproca, en apertura dialogante con otros lugares fontales para el pensar humano y siempre en función de la vida de las comunidades reales que leen la Biblia, enriquecen la Tradición y soportan el Magisterio.

3.3 Contextualidad

La tercera nota del conocimiento teológico es la contextualidad. Que la teología sea contextual no es novedad radical en nuestro tiempo y en nuestro continente, sino una condición irreductible de las teologías de todos los tiempos y todos los lugares (BEVANS, 2005). También, por supuesto, de las teologías de la Biblia, la Tradición y el Magisterio.  Lo que sí es novedad, innegablemente aportada por la teología latinoamericana, es la aceptación cada vez más pacífica de esta contextualidad en la elaboración y la consideración de toda interpretación teológica. En efecto, ninguna construcción teológica está al margen del contexto desde el cual fue elaborada; aunque también es verdad que la mente del teólogo puede estar en un contexto diferente de aquel en el que transcurre su vida fáctica y la de sus contemporáneos.

Asumir la contextualidad como imperativo para la teología implica reconocer que su elaboración se encuentra determinada por factores externos e internos. Los primeros corresponden a la experiencia humana presente (BEVANS, 2005), es decir, un conjunto de realidades objetivas atravesadas, necesariamente, por la vivencia que hacen de ellos los sujetos. Tales factores son, en primer lugar, la situación sociocultural, esto es, tanto las estructuras organizativas de las sociedades como el conjunto de sentidos y valores que determinan su forma de vivir; y, en segundo lugar, los esquemas interpretativos de la realidad, el entramado de preguntas y respuestas que se consideran legítimos para acceder a la comprensión de la naturaleza, de las sociedades y las culturas.

Los factores internos, por su parte, corresponden a elementos fundamentales de la confesión de fe, cuya inteligibilidad es posible desde el interior de la comunidad creyente de la cual se reciben y a partir de la cual se enuncian. En este sentido, son más principios teologales que teorías teológicas. Entre ellos podemos destacar, por ejemplo, la naturaleza encarnada del cristianismo, el carácter sacramental de la creación y el acontecer histórico de la revelación (BEVANS, 2005).

Con base en estos principios, podemos sostener que el carácter contextual del saber teológico no es un esnobismo de los teólogos o una concesión ante presiones externas a la comunidad creyente o a la disciplina. Se trata, mejor, de un imperativo para todo pensamiento que se pretenda realmente fundado en la fe que proclama a Jesucristo como Dios encarnado, a la realidad como sacramento y a la historia como escenario de revelación-fe.

En consecuencia, la teología puede ocuparse de problemáticas asociadas a los factores externos desde la perspectiva de los internos, pues los criterios últimos de la lectura teológica vienen de los principios teologales y no del contexto mismo. También puede, por supuesto, profundizar en la comprensión de dichos principios y en su fecundidad desde las oportunidades y recursos que ofrecen los factores externos. Por demás, la correlación de ambos factores permite al teólogo hacer frente al falso dilema entre fidelidad al Evangelio y pertenencia en la situación.

3.4 Interdisciplinariedad

La cuarta nota del conocimiento teológico es la interdisciplinariedad, entendida como la apuesta epistemológica en favor de la interacción integradora de las disciplinas, que se impone cuando el conocimiento sobre un problema socialmente relevante es incierto, cuando se disputa la naturaleza concreta de los problemas, y cuando hay mucho en juego para aquellos afectados por los problemas y aquellos involucrados en enfrentarlos (TD-Net). Ante tal complejidad de los problemas, se evidencia el riesgo de las simplificaciones y la insuficiencia de una disciplina aislada para dar cuenta de la realidad en sus diferentes esferas.

Tal interacción implica preguntar por el valor real de la estructuración disciplinar del conocimiento y la enseñanza, tanto en el ámbito teórico o técnico como en el suelo común y previo a las disciplinas, allí donde se ponen en juego cotidianamente los intereses, los fines y las acciones de los sujetos que producen, enseñan, aprenden y aplican conocimientos. Dicha interacción supone, además, que procuremos un enfrentamiento complejo, no simplificado, de los problemas que son, de suyo, complejos en su génesis histórica, en su articulación estructural y en su impacto vital.

La mayor dificultad para la interdisciplinariedad en y desde la teología está en el cómo de su implementación, pues es preciso encontrar modalidades creativas que permitan al teólogo trabajar con las ciencias sin renunciar a lo propio de su saber. Desde el interior de nuestra tradición teológica podemos encontrar recursos para afrontar esta situación. Nos referimos a los principios teologales de la encarnación del Verbo y la entraña comunitaria de la divinidad. En efecto, tanto la teoría de las dos naturalezas como la perijóresis (compenetración intratrinitaria de las personas divinas) nos pueden ayudar para emprender la búsqueda de un “intercambio orgánico” como dinámica de interacción entre las disciplinas científicas y el saber teológico (PARRA, 2003).

Por intercambio orgánico entendemos una interacción que parte del presupuesto de la unidad y no de la separación originaria, tanto en la realidad como en el pensamiento. Esto tendría, en principio, dos implicaciones:

  • La primera, acoger las esferas de lo real como “totalidades concretas” que se nos dan de forma sintética y no analítica. Así, el pensamiento analítico no pierde de vista que el punto de partida es sintético y, por tanto, ha de serlo también el punto de llegada.
  • La segunda, que la teología no busca irrumpir como extraña en las ciencias, sus métodos y categorías, o viceversa; sino explicitar que los principios teologales están intrínsecamente presentes en la naturaleza, en la sociedad y en la cultura, y que la consistencia y la autonomía de las praxis seculares y de los saberes científicos no son obstáculo para la comprensión teologal de la realidad.

3.5 Primado epistemológico de la praxis.

Como quinta característica, encontramos la correlación intrínseca entre teoría y praxis. En la tradición teológica latinoamericana, se supera la relación extrínseca que propone dos realidades autosuficientes que se encuentran ocasionalmente cuando la teoría se ocupa de alguna praxis o la praxis busca iluminación en alguna teoría. Se afirma, mejor, una correlación intrínseca según la cual la teoría es una nota fundamental de la praxis y la praxis es un momento constitutivo de la teoría (DE AQUINO, 2010). En otras palabras, no hay praxis sin intelección y no hay intelección sin praxis.

Esta correlación, tan descuidada en la historia de la teología, parece clara en la cosmovisión bíblica. Es claro que en la Escritura no encontramos una teoría epistemológica; sin embargo, en los relatos sí se describe el modo como es posible conocer a Dios o saber que se le conoce. Los dos procesos tienen un marcado acento afectivo y práxico que se efectúa y dinamiza en la historia. A partir del componente afectivo, se comprende el conocimiento de Dios bajo la dinámica del “reconocimiento” de aquel con quien ya se tiene una relación en la propia historia (Lc 24,35; Jn 20,16). A partir de lo práxico, se sostiene que a Dios lo conocemos gracias a sus acciones: “En esto conocerás que yo soy el Señor” (Ex 6,7). La verificación del conocimiento que el hombre tiene de Dios, por su parte, no depende de la claridad y distinción de sus ideas sobre él, sino de la correspondencia entre su praxis vital y su confesión de fe: “El que no ama es que no ha conocido a Dios” (1Jn 4,8).

De acuerdo con esto, en teología afirmamos un primado epistemológico de la praxis (DE AQUINO, 2010). Con ello se acoge lo específico de la realidad a ser inteligida, la experiencia de revelación-fe, que no es de naturaleza teórica sino vital; se indica el modo según el cual se ha de inteligir dicha realidad, bajo la premisa de que el camino para comprender un asunto depende del modo en que este se manifieste; y se establece el principio de construcción y verificación de las teorías teológicas cuyo valor radica en la capacidad para dejarse interrogar por las prácticas y en la capacidad para orientarlas, pues son estas las que revelan las auténticas convicciones de los agentes. Este es el sentido profundo del primado de la praxis en la teología latinoamericana: no se desprecia el valor de los textos y las doctrinas, sino que se asume la vida concreta como suelo nutricio y destino de éstas y aquellos.

Es preciso aclarar, sin embargo, que con la categoría praxis hacemos referencia a toda actividad humana y no solo a aquella directamente encaminada a las transformaciones socioeconómicas. Esto no obsta para afirmar que la teología tiene siempre un propósito emancipador, un pretexto de liberación evangélica, eficaz e integral (GUTIÉRREZ, 2006). Y esto por cuenta no de sucumbir a las presiones externas de la sociología del conocimiento, sino de asumir con autenticidad las dinámicas constitutivas de nuestro relato fundante de revelación-fe. En efecto, en nuestra tradición, la revelación de Dios es movida por el deseo de salvación y no por la necesidad de adoración; y la fe se define más por lo que decimos con lo que hacemos que por lo que decimos sobre lo que creemos. En otras palabras, la certeza del carácter salvífico de la autodonación de Dios en la historia reclama un talante liberador de las comprensiones históricas de dicha autodonación. Por tanto, conocer en teología no es solo interpretar las experiencias de liberación que se narran en la Biblia y se sistematizan en las doctrinas, sino generar las condiciones para vivenciarlas, siempre de nuevo, en la cotidianidad de los creyentes.

5 Balance

Hemos procurado introducir en la epistemología teológica y su crítica a la solidez de los fundamentos, la rigurosidad de los procedimientos y la fecundidad de los hallazgos propios de la teología. Para ello, luego de proponer una noción heurística de dicha disciplina, hemos enunciado algunas características del conocimiento teológico que pretenda edificarse sobre el suelo nutricio de la revelación-fe. De acuerdo con lo dicho, corresponde al teólogo integrar creativamente los elementos constitutivos de su confesión creyente y los recursos proporcionados por la razón secular, en su inagotable tarea de reconstruir críticamente los significados del pasado y construir responsablemente los sentidos para el presente y el futuro de la comunidad humana y cristiana.

Olvani F. Sánchez Hernández. Pontificia Universidad Javeriana (Colombia). Texto original en español.

5 Referencias

BOFF, Clodovis. “Epistemología y método de la teología de la liberación.” En: Misterium Liberationis I. Madrid: Trotta, 79-99.

DE AQUINO, Francisco. “El carácter práxico de la teología: Un enfoque epistemológico.” En: Teología y vida Vol. 51, No. 4 (2010), 477-499.

BEVANS, Stephen. Modelos de teología contextual. Quito: Verbo Divino, 2005.

GUTIÉRREZ, Gustavo. Teología de la liberación. Salamanca: Sígueme, 2006.

PARRA, Alberto, Textos, contextos y pretextos. Teología fundamental. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2003.

RAHNER. K. “Teología.” En: Sacramentum mundi Vol. 6. Barcelona: Herder, 350-364.

SANCHEZ, Olvani. ¿Qué significa afirmar que Dios habla? Del acontecer de la revelación a la elaboración de la teología. Bogotá: Editorial Bonaventuriana, 2007.

____. “Hechos y palabras: hermenéutica de la revelación a la luz del Vaticano II.” En Franciscanum. No. 143 (2006), 47-58.

SCHILLEBEECK, E. Interpretación de la fe. Aportaciones a una teología hermenéutica y crítica. Salamanca: Sígueme, 1973.

VIDAL, José. “Teoría del conocimiento teológico.” En: IZQUIERDO, Cesar (ed.). Teología fundamental: temas y propuestas para el nuevo milenio. Bilbao: DDB, 1999.

Teologías amerindias: una introducción

Índice

1 Introducción

2 Antecedentes de la teología amerindia: la experiencia eclesial y teológica en América Latina

2.1 La primera cristianización americana: “Aprendemos la teología que de todo punto ignoró S. Agustín”

2.2 La segunda cristianización americana: “acompañar su reflexión teológica, respetando sus formulaciones culturales”

2.3 El surgimiento de la teología india: experiencias de Iglesias locales autóctonas

2.4 La elaboración de la teología india: encuentros y simposios continentales

3 Actualidad de la teología amerindia: algunos rasgos comunes

3.1 La vida cotidiana como memoria ancestral y fuente teologal: “encontrarnos con nuestras raíces religiosas para encontrarnos con Cristo”

3.2 La comunidad eclesial (ayllu) como sujeto teológico: “nido vital de humanidad, naturaleza y espíritus”

3.3 El nomadismo crístico-trinitario como estilo del quehacer teológico: vivir “como extranjeros y forasteros” (1Pe 2,11)

3.4 La Madre Tierra-Creación: “ser vital cósmico que anuncia el misterio de la vida”

3.5 La comunicación mítico-narrativa: “imágenes y símbolos son verdaderas teologías”

4 Perspectivas de la teología amerindia: tareas y desafíos urgentes

4.1 De la práctica intracultural a la convivencia transcultural: “el mensaje revelado tiene un contenido transcultural”

4.2 De la familia local a la comunidad global desde los sujetos emergentes: urge “una teología profunda de la mujer”

4.3 Del nomadismo crístico-trinitario al nomadismo cosmoteocéntrico digital: “salió sin saber a dónde iba” (Heb 11,8)

4.4 De la creación divina al cosmos en expansión: ¿se requiere todavía la intervención de Dios?

4.5 De la comunicación narrativa a la pluralidad de lenguajes transdisciplinarios: “todo está conectado” (LS 16, passim)

5 Referencias

1 Introducción

Las teologías indias o amerindias buscan ofrecer a las iglesias cristianas y sociedad en general la experiencia y sabiduría milenarias de los pueblos autóctonos americanos, por siglos considerados “menores de edad”, pero que a partir de finales del siglo XX comienzan a adquirir mayor relevancia sociocultural, política, eclesial y teológica (TOMICHÁ, 2013, 127). En efecto, así como existen muchos pueblos indígenas que se constituyen en sujetos teológico-eclesiales, de igual modo existen diversas teologías amerindias. En rigor, se trata de teologías indias-cristianas, es decir, reflexiones teológicas elaboradas por creyentes, o fieles pertenecientes a determinadas comunidades cristianas, que releen la propia experiencia de fe cristiana a partir de fuentes y categorías indígenas ancestrales. No obstante, es posible hablar en singular, si se consideran aquellos aspectos comunes que caracterizan las propuestas teológicas amerindias. En palabras del “partero”, portavoz y principal impulsor de esta propuesta teológica, el zapoteco Eleazar López, si bien existen “múltiples teologías indias, cada una caminando por senderos propios” en sus circunstancias históricas e inspiraciones del Espíritu, es posible considerar “características comunes a todas las teologías indias y sacar conclusiones de contenido y método que puedan ser aplicables a todas, sin menoscabo del particular proceso de desarrollo de cada una” (LÓPEZ, 2000, 31).

Por otra parte, las teologías amerindias cristianas buscan “reconciliar los dos amores” que forman parte de la memoria indígena: el amor al pueblo autóctono y a la Iglesia. En efecto, “los planteamientos fundamentales” de Cristo y su Iglesia coinciden en lo fundamental con las visiones, mentalidades y espiritualidades teológicas de los pueblos indígenas: “los anhelos más profundos de nuestra gente son también los anhelos más profundos de Cristo” (LÓPEZ, 1991: 13.14). Esta “reconciliación” supone una visión crítica y decolonial de la historia indígena desde una relectura evangélica y sapiencial, para dar paso al proceso de sanación creativa personal-comunitaria de la propia memoria. De este modo será posible una propuesta teológica desde los símbolos ancestrales capaz de conectar con otras teologías. En tal sentido, la teología amerindia recupera los rasgos propios del sujeto colectivo indígena (sentido comunitario-cósmico, estilo narrativo-vivencial, expresión mítico-simbólica…), un determinado modo de estar en la realidad (práctico-concreto, contemplativo-espiritual) y una epistemología integradora (reciprocidad, interrelación, conexión) que le permite presentarse al público como una entre las variadas teologías reconocidas por la comunidad eclesial.

Este reconocimiento de los pueblos indígenas en el ámbito socio-eclesial y teológico es producto de un largo proceso de trabajo, organización, luchas, insistencias, por parte de los/as mismos/as autóctonos/as y con la ayuda de organizaciones civiles y religiosas, entre ellas la Iglesia católica. En efecto, así como en el ámbito sociocultural y político, gran parte de América Latina vivió a finales del siglo XX la denominada insurgencia o “emergencia indígena” (BENGOA, 2016, 27-31), de igual modo, algunos miembros de las iglesias cristianas comenzaron a responder con una “emergencia teológica”, dispuesta a asumir en serio las diferencias y pluralidad entre los pueblos. Así se volvía a la frescura del evangelio y a sus profundas raíces cristianas de igual dignidad bautismal entre sus miembros (cf. LG 32): “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer” (Gal 3,28); las iglesias reúnen en su seno a pueblos “de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9; 13,7).

Ofrecemos a continuación una breve introducción a las teologías indias-cristianas, teniendo en cuenta aquellos aspectos comunes propios, dejando de lado sus características específicas y regionales (mayense, aymara, quechua, guaraní, entre otras). Se trata de una “mirada teológica de frontera”, es decir, desde una perspectiva dialógica, que intenta abordar la teología indígena a partir de las preocupaciones de los/as mismos/as indígenas y el aporte que puede ofrecer la sabiduría de estos pueblos al mundo. Por motivos metodológicos, no se tendrá en cuenta las teologías indias-indias, que reflexionan la experiencia religiosa indígena prescindiendo de fuentes cristianas.

2 Antecedentes de la teología amerindia: la experiencia eclesial y teológica en América Latina

2.1 La primera cristianización americana: “Aprendemos la teología que de todo punto ignoró S. Agustín”

La percepción y aprecio de la riqueza teológica amerindia estuvo de alguna manera presente en los primeros evangelizadores americanos, quienes – a pesar del contexto colonial dominante – habrían percibido una “teología” presente entre los indígenas. A propósito, el franciscano Gerónimo de Mendieta expresaba a finales del siglo XVI:

[…] cuando llegaron los doce apostólicos varones, que fue el de mil y quinientos y veinte y cuatro, viendo que los templos de los ídolos aun se estaban en pie, y los indios usaban sus idolatrías y sacrificios, preguntaron a este padre Fr. Juan de Tecto y a sus compañeros, qué eran lo que hacían y en qué entendían. A lo cual Fr. Juan de Tecto respondió: ‘Aprendemos la teología que de todo punto ignoró S. Agustín’, llamando teología a la lengua de los indios, y dándoles a entender el provecho grande que de saber la lengua de los naturales se había de sacar.  (MENDIETA, 2002, 308)

Como se sabe, los primeros misioneros en México denominados “doce apóstoles” intentaron, entre múltiples contradicciones, acoger y rescatar no sólo la lengua de los originarios, sino la riqueza social, cultural y simbólica de aquellos pueblos con milenarias culturas. En otras palabras, se trataba de promover una “evangelización integral”, que respondiese a las exigencias de diversos grupos reformados de la época, cuyo propósito era volver al cristianismo de los orígenes. En el caso de los franciscanos, tales movimientos contaban con el aval del mismo general Francisco de los Ángeles Quiñones, elegido en 1523, según el cual los primeros frailes enviados a México debían vivir y observar la Regla “pura y sencillamente, sin glosa ni dispensa […] así como la observó […] san Francisco con sus compañeros” (TOMICHÁ, 2016, 106). En tal sentido, según Francisco de Asís, la teología debía estar unida al “espíritu de oración y devoción”, la reflexión a la santidad de vida, la predicación a los gestos de penitencia, misericordia y fraternidad.

Sabemos por la historia cómo los múltiples condicionamientos sociales, culturales, políticos, económicos y eclesiásticos impidieron la gestación de una verdadera Iglesia “india”, tal como soñaban los franciscanos. No obstante, quedan para la posteridad al menos dos enseñanzas: a) toda vida cristiana (y toda teología que de ella se desprende), inclusive la misma santidad, al ser evangélica, es necesariamente situada, contextual, es decir, encarnada, y por consiguiente limitada e insuficiente; b) toda vida y reflexión parte de ciertos presupuestos o condicionamientos propios de la misma encarnación histórica, que, en el caso latinoamericano, adquiere raíces profundas de colonialidad.

En efecto, después de los primeros 50 años de cristianización, con la conclusión de la etapa misionera en México y la posterior organización de la Iglesia, las poblaciones autóctonas fueron reducidas a su mínima expresión, especialmente debido a las epidemias, guerras y encomiendas. En ese contexto de cristiandad los indígenas – generalmente a la fuerza – debieron “integrarse” al modelo cristiano europeo-ibérico bastante uniforme y, así, asumir e internalizar esquemas de comportamientos, mentalidades y visiones teológicas foráneas. Salvo excepciones muy particulares, aquella propuesta de aprendizaje teológico integral descrito por Mendieta quedará en sólo proyecto. A lo sumo los misioneros aprenderán los idiomas indígenas, pero no siempre su significado cultural, religioso y simbólico. Tanto menos pondrán en cuestión sus propias teologías. En el mejor de los casos, promoverán la defensa de la justicia de los pueblos originarios y afrodescendientes ante los abusos de españoles o portugueses, criollos y mestizos, que se acentuarán en algunos países después de la independencia americana.

Por tanto, esta visión mono-teológica occidental continuará por varios siglos de cristianización hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), que abrirá un segundo momento de experiencia eclesial con el nacimiento de la teología latinoamericana de la liberación. En efecto, hacer teología desde realidades indígenas supondrá revisitar críticamente la Escritura y la Tradición, es decir, conocer y explicitar tales presupuestos contextuales y coloniales. En tal sentido, las teologías amerindias – en sintonía con la tradición teológica latinoamericana posconciliar –, además de conocer en profundidad sus propias fuentes, buscan escuchar, aprender, discernir, dialogar con otras disciplinas académicas que incorporan metodologías dialógicas, integradoras, complejas, transdisciplinarias… De este modo, intentarán superar auto-críticamente una cierta colonialidad epistémica y uniformidad hermenéutica, internalizadas en el mismo quehacer teológico (TOMICHÁ, 2016, 107).

2.2 La segunda cristianización americana: “acompañar su reflexión teológica, respetando sus formulaciones culturales”

El Concilio Vaticano II significó para la Iglesia en América Latina y el Caribe el comienzo de un proceso de compromiso evangélico a favor de la justicia y de los pobres, que llevará a la toma de conciencia, promoción y paulatino reconocimiento de la diversidad sociocultural, religiosa y teológica de los pueblos. Al respecto, el Departamento de Misiones del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), creado en 1966, jugó un rol muy significativo, especialmente con la organización de los encuentros de pastoral indígena. Así, por ejemplo, en el primero (Ambato, Ecuador, 24-28 de abril, 1967) se aprecia la diversidad de lenguas, culturas, religión y costumbres entre los indígenas; mientras en el segundo (Melgar, Colombia 20-27 de abril, 1968), se reconocen “una gran pluralidad de culturas y un mestizaje cultural de indios, negros, mestizos y otros”, culturas que “no son suficientemente conocidas ni reconocidas en sus lenguajes, costumbres, instituciones, valores y aspiraciones” (Melgar 3)  (DEMIS, 1989, 9).

El encuentro de Melgar introduce la categoría teológica semina Verbi citada en el decreto Ad gentes del Concilio Vaticano II (GORSKI-TOMICHÁ, 2006, 43-45), planteando así la necesidad de asumir la historia de los pueblos como parte de la historia universal de salvación. En efecto, aunque no lo dice explícitamente, introduce el principio patrístico de la encarnación, tan bien formulado por Gregorio Nazianceno, según el cual “lo que no ha sido asumido no ha sido salvado; lo que está unido a Dios, es redimido” (Ep. 101: PG 37,181) o, en palabras del citado decreto, “lo que no ha sido asumido por Cristo no ha sido sanado” (AG 3). Esta visión teológica, sin embargo, no será tenida en cuenta por la II Conferencia del Episcopado latinoamericano, realizada en Medellín, Colombia, 4 meses después.

Efectivamente, Medellín (1968) aunque reconoce la presencia histórica de la Iglesia entre los indígenas, considerados marginados y analfabetos, cuya ignorancia es realmente “una servidumbre inhumana”, acentúa lo negativo de sus culturas (DM, Educación, 1), no siendo reconocidos ni valorados en cuanto tales (TOMICHÁ, 2011, 1369-1374). Años después, la III Conferencia de Puebla (1979) recién reconocerá la originalidad “de las culturas indígenas y sus comunidades”, particularmente el amor a la tierra, como “valores indudables” (DP 19.234.1164). De igual modo, ante el avasallamiento e imponencia de la visión científico-técnica occidental, propone un “fino y laborioso discernimiento”, para evitar aceptar “aquella instrumentación de la universalidad que equivale a la unificación de la humanidad por vía de una injusta e hiriente supremacía y dominación de unos pueblos o sectores sociales sobre otros pueblos y sectores” (DP 427).

Por su parte, la IV Conferencia de Santo Domingo (1992) constata un continente “multiétnico y pluricultural” (DSD 244), donde la Iglesia descubre y valora las “semillas del Verbo” latentes en la “apertura a la acción de Dios por los frutos de la tierra, el carácter sagrado de la vida humana, la valoración de la familia, el sentido de solidaridad y la corresponsabilidad en el trabajo común, la importancia de lo cultual, la creencia en una vida ultra terrena” (DSD 17). Se trata de la milenaria sabiduría indígena cultivada en “la preservación de la naturaleza como ambiente de vida para todos” (DSD 169) y en el reconocimiento de la presencia del Creador en todas sus criaturas: el sol, la luna, la madre tierra (cf. DSD 245). Ante esta realidad, la Iglesia, propone una “evangelización inculturada” (DSD 243.247.248) que habría de expresarse en una liturgia que acoge los símbolos, ritos y expresiones religiosas indígenas mediante el testimonio humilde, comprensivo, profético, respetuoso, franco, fraterno y dialógico. En lo específicamente teológico, afirma: “acompañar su reflexión teológica, respetando sus formulaciones culturales que les ayudan a dar razón de su fe y esperanza” (DSD 248).

Finalmente, la V Conferencia de Aparecida (2007) valora en los indígenas “su respeto a la naturaleza y el amor a la madre tierra como fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano” (DA 472). Al mismo tiempo, los alienta a superar la “mentalidad colonial” (DA 96, cuarta redacción) aun existente en ámbitos eclesiásticos. De allí la urgencia sociocultural y teológico-pastoral de “descolonizar las mentes, el conocimiento, recuperar la memoria histórica, fortalecer espacios y relaciones interculturales” (DA 96). En el ámbito teológico, reafirma las “semillas del Verbo” presentes en las tradiciones y pueblos indígenas (DA 529; cf. DP 401, DSD 245): “Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente” (DA 4) ya vivido en el “profundo aprecio comunitario por la vida, presente en toda la creación, en la existencia cotidiana y en la milenaria experiencia religiosa” (DA 529).

Respecto a la teología indígena, la segunda redacción del Documento distribuida a los participantes decía textualmente:

Es improrrogable impulsar con más dinamismo la inculturación de la Iglesia, de los ministerios, de la liturgia y de la reflexión teológica indígena. Hay que continuar los esfuerzos del CELAM, con el aval de la Congregación para la Doctrina de la Fe, para el discernimiento de la Teología India (DA, segunda redacción, n. 116).

Este texto fue retirado de la tercera redacción y no logró conseguir los dos tercios de votos necesarios para volver a ser incluido en la cuarta y última redacción, aprobada el 31 de mayo de 2007. Por tal motivo las expresiones “teología indígena” y/o “teología india” no aparecen en el Documento conclusivo de Aparecida. No obstante, el hecho de haber sido considerada esta teología en uno de los eventos eclesiales más importantes del continente muestra, al menos, un cierto “posicionamiento” logrado en las esferas oficiales de la Iglesia católica.

2.3 El surgimiento de la teología india: experiencias de Iglesias locales autóctonas

La teología amerindia-cristiana surge, se recrea y adquiere fundamento en la experiencia de fe vivida por los pueblos indígenas a partir de la “primera cristianización” y que comienza a consolidarse en la gestación de “iglesias autóctonas” (AG 6) durante la “segunda cristianización” iniciada con el Concilio Vaticano II que dio origen a la teología latinoamericana. Al respecto, las experiencias pastorales en dos diócesis resultan ser significativas: Leonidas Proaño (1910-1988), en Riobamba (Ecuador), y Samuel Ruíz (1924-2011), en San Cristóbal de Las Casas (Chiapas, México). Ambos pastores muestran la imagen de un Dios cercano, comprometido con la vida y liberación de los más pequeños, marginados y excluidos, ofreciendo herramientas concretas para una efectiva organización socio-eclesial, ministerial y teológica, donde los indígenas puedan ser verdaderos sujetos y protagonistas de su propia liberación integral.

Leonidas Proaño, considerado por los indígenas “obispo de los indios”, siendo pastor en la diócesis de Riobamba (1954-1985), persiguió un objetivo claro: promover una pastoral indígena con participación efectiva de los mismos indígenas: agentes de pastoral, catequistas, animadores, misioneros/as, dirigentes, religiosos/as y obispos. En sus palabras, el pueblo indígena debía caminar con sus dos pies inseparables, la Iglesia y la organización: “[los] trabajo[s] de concientización y evangelización van siempre unidos y, como resultado de esto mismo, la gente tiene y siente la necesidad de organizarse” (SICNIE, 1988: 14). En 1986, inspirado en el discurso a los indígenas pronunciado por Juan Pablo II en el Ecuador, presenta a la Conferencia Episcopal Ecuatoriana su “Plan Nacional de Pastoral Indígena” con dos objetivos: “la transformación de los indígenas en Pueblo que aporte a la transformación de la sociedad ecuatoriana, y la construcción de la Iglesia indígena que aporte sus propios valores para un enriquecimiento de las Iglesias locales y la Iglesia Universal” siempre al servicio del Reino de Dios (PROAÑO, 1989, 15). El Plan buscaba recuperar las identidades indígenas: nombre propio, origen, historia, modos peculiares de concebir la vida, personas, familia, organización, trabajo, así como la tierra, la naturaleza y las relaciones con Dios, con los demás y con la otra vida. En definitiva, aspiraba a ayudar a “la conformación de un Pueblo Indígena, con identidad propia, manteniendo la apertura necesaria para lograr una auténtica y justa integración con el pueblo ecuatoriano” (PROAÑO, 1989, 17). Con este propósito, y a nivel concreto, funda en 1988 la organización “Servidores de la Iglesia Católica de las Nacionalidades Indígenas del Ecuador” (SICNIE) encargada de continuar el proceso de gestación de la Iglesia indígena en el Ecuador (cf. ROMERO, 2010).

Por su parte, Samuel Ruiz, también conocido como “obispo de los indios y los pobres” o simplemente “Tatic o “J’tatik”, que significa “padre” en idioma tzotzil, ejerce su trabajo pastoral en la diócesis de San Cristóbal de las Casas durante 40 años (1960-2000). Allí, en Chiapas, recluta y capacita catequistas indígenas, reconociendo la aportación cultural a su propia evangelización en lenguas, tradiciones, culturas y cosmovisiones simbólicas autóctonas. En 1974 promueve el I Congreso Indígena en Chiapas para recuperar la memoria del obispo Bartolomé de Las Casas, cuyos 4 temas tratados (tierra, comercio, educación, salud) fueron tenidos muy en cuenta en el Plan Pastoral de la diócesis, como expresa el mismo Samuel: “formar un plan de pastoral a partir de las necesidades de los indígenas y no tanto de los contenidos evangélicos que tenían que anunciarse” (SANTIAGO, 1999, 5). De este modo el indígena se convertía en sujeto de su propio destino. Así se crean las escuelas diocesanas de catequistas, de donde surgirán los diáconos permanentes indígenas, verdaderos “pioneros” en el proceso visible de activa participación socio-eclesial de los propios originarios (SANTIAGO, 2016, 51-52). De este modo, Ruiz apuesta por un nuevo modelo de ser Iglesia, una Iglesia autóctona, que busca vivir el evangelio de Jesucristo desde las dimensiones sociales, culturales, económicas, políticas y religiosas de los pueblos indígenas. Con este propósito, funda en 1988 el Centro de Derechos Humanos “Fray Bartolomé de Las Casas”, que acoge las denuncias de violaciones a los derechos humanos de los diversos sectores sociales. En esta estrecha relación entre evangelización y promoción de la justicia y la paz, don Samuel llega incluso a mediar en los diálogos entre el gobierno federal de México y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que irrumpió en la selva chiapaneca mexicana en enero de 1994.

2.4 La elaboración de la teología india: encuentros y simposios continentales

Las teologías amerindias, como se ha señalado, nacen, se nutren y se resignifican en la vida cotidiana de las comunidades cristianas indígenas, cuyos periódicos encuentros, reuniones, talleres o simposios constituyen momentos importantes en la profundización, consenso y autocrítica del propio caminar teológico-eclesial. Dados los límites del presente trabajo, consideraremos solamente los encuentros continentales de teología amerindia durante el período posconciliar. Al respecto, se mencionan, por una parte, los simposios organizados por el CELAM a partir del 1997 y los encuentros-talleres convocados por la Articulación Ecuménica de Pastoral Indígena (AELAPI) desde 1990. Los primeros, más católicos intraeclesiales, de carácter cerrado, formal y oficial, con mayoritaria participación del clero (obispos y sacerdotes), algunas religiosas y pocos laicos, que elaboran una teología de corte más clásico y académico. Los segundos, más ecuménicos, populares, informales y abiertos, con mayoritaria presencia de laicos, quienes junto al clero hacen una teología más narrativa y simbólica, en un ambiente fraterno, festivo y creativo. Sin duda, ambos espacios, experiencias y metodologías son muy válidos en la elaboración y puesta en común de las teologías amerindias.

En el primer caso, el CELAM ha organizado 5 encuentros o simposios continentales: 1) Hacia una teología india inculturada (Bogotá, 21-25 abril 1997); 2) Simposio-Diálogo entre obispos y expertos en teología india (Riobamba, 21-25 octubre 2002), evento precedido por un encuentro de obispos: Teología India. Emergencia indígena: desafío para la pastoral de la Iglesia (Oaxaca, 21-26 abril 2002); 3) III Simposio Latinoamericano de Teología India. Cristo en los pueblos indígenas (Guatemala, 23-28 octubre 2006); 4) IV Simposio Latinoamericano de Teología india. La teología de la creación en la fe católica y en los mitos, ritos y símbolos de los pueblos originarios de América Latina. El sueño de Dios en la creación humana y en el cosmos (Lima, 28 marzo-2 abril 2011); 5) V Simposio de Teología India. Revelación de Dios y Pueblos Originarios (San Cristóbal de Las Casas, 13-18 octubre 2014). Estos simposios, salvo el primero, fueron publicados por el mismo CELAM.

En el segundo caso, la AELAPI, años antes que el CELAM, comienza a organizar diversos encuentros-talleres sobre Teología India, con la participación de aproximadamente un centenar de personas, entre pastores, teólogos y laicos/as. Así, desde 1990 hasta 2016 se han realizado 8 encuentros-talleres, cuyas memorias en su mayoría están publicadas por diversas editoriales: 1) Teología India. Primer encuentro taller latinoamericano (México, 16-23 septiembre 1990); 2) Teología India. Segundo encuentro-taller latinoamericano (Panamá, 29 noviembre-3 diciembre 1993); 3) Teología India. III Encuentro-taller latinoamericano. Sabiduría indígena, fuente de esperanza (Cochabamba, 24-30 agosto 1997); 4) IV Encuentro-Taller Ecuménico Latinoamericano de Teología India. En busca de la tierra sin mal. Mitos de origen y sueños de futuro de los pueblos indios (Ikua Sati-Asunción, 6- 10 mayo 2002); 5) V Encuentro de Teología India. La fuerza de los pequeños, vida para el mundo (Manaus, 21-26 abril 2006); 6) VI Encuentro Latinoamericano de Teología Indígena. Movilidad humana, desafío y esperanza para los pueblos indígenas (Berlín-Usulután, El Salvador, 30 noviembre-4 diciembre 2009); 7) VII Encuentro continental de Teología India. “Sumak Kawsay” y Vida Plena (Pujilí-Cotopaxi, 14-18 octubre 2013); 8) VIII Encuentro continental de Teología India. La Palabra de Dios en la Palabra de los Pueblos ante la coyuntura del Nuevo Amanecer de la Vida (Casa Bahía Azul-Panajachel Sololá, Guatemala, 26-30 septiembre 2016).

3 Actualidad de la teología amerindia: algunos rasgos comunes

Hablar de teología amerindia-cristiana supone abordar el misterio cristiano en perspectiva indígena, es decir, releer las temáticas teológicas (Dios Uno y Trino, Cristo, Espíritu Santo, Iglesia, creación, salvación, sacramentos…) desde la experiencia cristiana indígena. Por otra parte, es preciso abordar sus fuentes, metodología, estilo, preocupaciones, proyecto último. De algún modo, estas interrogantes fueron señaladas por Eleazar López en 1991:

la Teología India no es otra cosa que saber «dar razón de nuestra esperanza» milenaria. Es la comprensión que tenemos de nuestra vida entera guiada siempre por la mano de Dios. Es el discurso reflexivo que acompaña, explica y guía el caminar de nuestros pueblos indios a través de toda su historia. Por eso existe desde que nosotros existimos como pueblos (LÓPEZ, 1991, 7).

A partir de esta aproximación conceptual, muy en sintonía con los procesos vitales cotidianos que viven los pueblos originarios, se mencionan algunos principios básicos de las teologías amerindias, presupuestos no sólo teóricos, sino que impregnan cada momento de la vida cotidiana indígena y, por tanto, representan verdaderos aportes a la vida socio-eclesial.

3.1 La vida cotidiana como memoria ancestral y fuente teologal: “encontrarnos con nuestras raíces religiosas para encontrarnos con Cristo”

La teología amerindia es muy concreta: surge del gusto por la vida, una vida llena de sabiduría milenaria, que es contemplada en su profundidad por medio del silencio interior, comunitario y cósmico. En efecto, en cuanto compañera de la teología de la liberación, busca estar en sintonía con la vida misma en todas sus facetas y espacios: personal-interior, familiar-comunitario, relacional-ancestral, socio-cultural, político-económica, religioso-espiritual… La vivencia humano-cósmica de los pueblos, expresada en mitos, ritos, celebraciones, tradiciones, leyendas, actitudes, contradicciones, sueños…, constituye una fuente de esperanza y sabiduría, de “buen vivir” (en quechua: sumaj kawsay; en aymara: suma qamaña). A partir de esta vivencia interactiva e interrelacionada surge la reflexión teológica, que se expresa en variedad de símbolos y lenguajes indígenas, que revelan no sólo las “Semillas del Verbo”, sino el mismo Espíritu Santo y Misterio Trinitario (TOMICHÁ, 2013). En este sentido, la teología amerindia recuerda a las demás teologías cristianas su estrecha y directa relación con la vida cotidiana y concreta de cada uno de los pueblos, una vida llena de memorias y sabidurías ancestrales, verdaderas riquezas que son fuentes primarias del quehacer teológico. Precisamente, a propósito de memorias y sabidurías, la teología amerindia ha puesto en primer plano, desde sus inicios, la urgencia de afirmar la identidad de los pueblos autóctonos, la etno-estima indígena, como condición y garantía sine qua non para el encuentro con Cristo y el consiguiente reconocimiento teológico indígena en la Iglesia:

para encontrarnos con Cristo es condición indispensable encontrarnos previamente con nosotros mismos, con nuestras raíces, con nuestra historia y nuestra cultura y, por qué no decirlo, con nuestra religión de origen. Quien no tiene identidad difícilmente podrá tener un encuentro a profundidad con Cristo […] Esto implica, antes que nada, reconstruir al sujeto de ella que son los pueblos indios […] devolver a nuestros pueblos la confianza en sí mismos, el orgullo de su identidad india, la valentía de ser y mostrarse diferentes (LÓPEZ, 1991, 15).

3.2 La comunidad eclesial (ayllu) como sujeto teológico: “nido vital de humanidad, naturaleza y espíritus”

En el mundo indígena la vida comunitaria es el eje, centro o espacio en torno a la cual giran todas las demás actividades: vida interior, relaciones a todo nivel (que incluyen también a los difuntos), trabajo, actividades económicas, fiestas, celebraciones rituales, culto a los abuelos o ancestros. Esta vida adquiere su punto básico de referencia en la familia que, para el indígena, “no es sólo el hogar (la familia nuclear) sino también la comunidad a la que considera como su gran familia” (CEE, 1991: 43). En efecto, la pequeña comunidad familiar, que es ya familia extensa cohesionada por parentesco, se agrupa para conformar una comunidad más numerosa o “gran familia”, donde se vive, festeja y celebra la comunión directa con todo lo relacionado con la vida y con su fuente primaria, la tierra: siembra, cosecha; construcción de casas, caminos vecinales, escuelas y otros trabajos indispensables.

Así, por ejemplo, en el mundo andino, desde tiempos inmemoriales el ayllu constituyó el pilar fundante de aquella sociedad, en cuanto organización familiar que tenía funciones económicas, sociales y religiosas; se sustentaba en un sistema de reciprocidad (ayni) y de ayuda mutua (minga), que garantizaba la división de la tierra, las costumbres matrimoniales, las celebraciones religiosas, entre otras. Según este sistema, la tierra era de posesión común y se distribuía de acuerdo a las exigencias concretas de sus miembros. En palabras del aymara-cristiano Calixto Quispe, el ayllu es “el nido vital de las diferentes culturas […], y en las comunidades existen las casas que también son nidos […]. La comunidad instituye la casa como nido vital para acoger a la humanidad, la naturaleza y sus espíritus […] La casa sabe enojarse cuando el ser humano se cree todo poderoso […]” (QUISPE, 2012, 32.33). Por tanto, el ayllu o comunidad creyente acoge, comparte y celebra el paso del Misterio por su pueblo: escucha y comunica, recibe y dona, vive y reflexiona… En este espacio creativo de encuentro y convivencia se fortalece y recrea la teología amerindia.

Precisamente, a partir del acento indígena comunitario, la teología amerindia está llamada a ofrecer “un servicio muy desinteresado a la comunidad de los creyentes” (DVe 11), a la “Familia de Dios” (GS 40.43; DM 15,9.10), más concretamente a la Iglesia local o – como señalan los indígenas en Ecuador (TOMICHÁ, 2013: 139) – servicio al Gran Ayllu, buscando siempre expresar y articular dicha teología en la escucha y acogida crítica de otras expresiones teológicas. Por tanto, es una teología que se elabora y construye en forma colectiva, con la participación activa y creativa de todos los miembros de la comunidad eclesial en sus múltiples ministerios, donde quien hace teología es simplemente el/la vocero/a de la comunidad local a la cual representa. Es una teología que recupera y asume en sus contenidos las ricas tradiciones ancestrales para llegar a constituir realmente una Iglesia-Familia de Dios, donde los sujetos del quehacer teológico sean “las Iglesias autóctonas particulares […] suficientemente organizadas y dotadas de energías propias y de madurez” (AG 6).

Según Nicanor Sarmiento, siguiendo a otros teólogos, existe un diálogo tripolar interactivo entre cultura local, tradición apostólica e Iglesia universal en torno a 3 polos de fidelidad: a) a las experiencias propias (culturales, religiosas…) de los pueblos de aquel “Dios vivo y verdadero” expresado en mitos, cosmovivencias, relaciones básicas y fundamentales con el cosmos y con otros seres humanos; b) a la tradición apostólica escrita y no escrita comunicada y desarrollada en la historia como ritos, símbolos y diversos modelos (de comportamiento, comunidad, ministerios…), que “coincidiría” con la manera popular-indígena de hacer teología; c) a la comunión eclesial universal, que incluye las enseñanzas del magisterio vivo y de teólogas/os, vidas de santas/os; formas de oración, piedad y espiritualidades auténticas… (SARMIENTO, 2016). Tal experiencia teológica ha sido iniciada, puesta en práctica y poco a poco profundizada especialmente en las 2 diócesis latinoamericanas anteriormente mencionadas.

3.3 El nomadismo crístico-trinitario como estilo del quehacer teológico: vivir “como extranjeros y forasteros” (1Pe 2,11)

“El nomadismo es el punto de partida y la referencia obligada de todos los pueblos indígenas de América” (LÓPEZ, 2000, 32), en cuanto representa una dimensión fundamental guardada en la memoria indígena. Esta estructura nomádica, itinerante, presente en la experiencia profunda de los pueblos autóctonos, que han buscado siempre – como los guaraníes – aquella “tierra sin mal”, adquiere fundamento último en la concepción religiosa de la vida, donde lo sagrado representa el eje articulador de la existencia cotidiana. En efecto, “en el esquema religioso y teológico del nomadismo Dios lo es todo y todo tiene que ver con Dios” (LÓPEZ, 2000, 33), pero se trata de un Ser dinámico, “en movimiento”, un Dios “integral”, inclusivo y plural, que escucha, camina, toma iniciativas; un Dios que se acerca a las realidades interiores, sociales, culturales, políticas, religiosas y espirituales de toda persona humana. En este acercamiento le ofrece su Vida, Ternura, Amor y Misericordia, que comporta también duras exigencias, luchas interiores, conversión religiosa…, todo al servicio del Reino de Dios o “Buen Vivir/Vivir bien”. Se trata entonces de un nomadismo profundamente espiritual, celebrativo y contemplativo, que sabe leer los pasos de dicho caminar cotidiano en clave místico-religiosa.

Por lo expuesto, se entiende que, por naturaleza y vocación específica, la característica nomádica de la teología amerindia, es siempre dinámica en lo geográfico-social, interior-mental y simbólico-cósmico. Este nomadismo se expresa visiblemente en el deseo permanente de conversión integral (personal, comunitaria, cósmica), asumiendo en serio la autocrítica, para continuar en aquella búsqueda constante de fidelidad al proyecto del Creador o Hacedor, presente en la vida de los pueblos. Esta postura se encuentra en la raíz misma de la vocación al discipulado misionero y, por tanto, en la vocación teológica amerindia, a ejemplo del mismo Jesús, que no tenía “donde reclinar la cabeza” (Lc 9,58), que envío a sus discípulos sin llevar consigo “ni pan, ni alforja” (Mc 6,8), “ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mt 10,10; Lc 10,4), sino que simplemente debían vivir “como extranjeros y forasteros” (1Pe 2,11) en medio de los pueblos. En última instancia, desde la teología amerindia, es un nomadismo crístico que adquiere sólido fundamento en el Misterio Trinitario, presente en todo el cosmos creado y sostenido por el mismo Dios Uni-Trino.

3.4 La Madre Tierra-Creación: “ser vital cósmico que anuncia el misterio de la vida”

La humanidad, los demás seres vivos, el mundo entero, el cosmos, la creación, la tierra buscan con ansia una vida plena, sustentada en el respeto y el equilibrio recíproco. La tierra no es solamente el suelo donde se cultiva o el piso donde se construye la casa: es todo el territorio con sus animales, selvas, montañas, lluvia, en constante interrelación vital. En palabras de un indígena: “De ella he nacido. Ella [la tierra] me da de comer, de beber, de vestir. En su seno descanso cuando estoy fatigado. A su seno he de volver cuando muera. La tierra es nuestra vida. Nosotros estamos dispuestos a morir por la tierra” (PROAÑO, 1989, 4). Esta concepción de la tierra, como vida y territorio interconectado con todo, es recogida en algunos documentos eclesiales: “Para el Indígena, la tierra es el centro y el fundamento de su economía, porque la entiende no sólo como el suelo que cultiva sino en su conjunto con los animales, el pajonal, el viento, la lluvia y el sol, que la hacen fecunda” (CEE, 1991, 41); “la tierra: es sagrada porque siempre ha garantizado la vida, que es sagrada. Por eso le manifiestan cariño, respeto y veneración” (CEB, [1992], n. 136, 50).

Se trata entonces de una vida de relaciones no basadas tanto en el tener, poder o saber, sino en la gratuidad, y armonía del “buen vivir”. Así, por ejemplo, en el mundo andino el vocablo quechua-aymara Pacha representa el sentido profundo, horizonte de comprensión, filosofía de vida y la razón última de la cosmovisión religiosa indígena (ESTERMANN, 2011, 285-298). O en palabras de Calixto Quispe: “es el eterno misterio, el nido donde creemos existir dentro del universo vital cósmico […] la casa grande, el nido de la vida donde el espíritu nos hace vivir en armonía […] el nido de los espíritus protectores […] lo ilimitado […] infinito más allá del espacio y del tiempo […] el ser vital cósmico que anuncia el misterio de la vida” (QUISPE, 2007, 2-11.19).

La Pacha es la vida integral, relacional, cargada de profundo misterio y espiritualidad; es la razón última de toda existencia. De allí la centralidad de la Pachamama en la experiencia indígena. Así los pueblos indígenas intuyeron, creyeron y vivieron en todas sus dimensiones la Presencia del Misterio como sentido de vida plena, un Misterio de Dios Criador y Hacedor de todo lo que existe:

DIOS que sigue muy cerca su obra, sigue criando vida y nos encarga criar vida. Encarga criar (cuidar) a los espíritus cuidadores (de los cerros, de la papa, de la casa, de las lagunas…) por supuesto, a Pachamama, la gran hermana-madre o providencia de Dios. El aymara insiste: somos co-criadores; tenemos encargo de seguir criando con mucho cariño lo que Dios nos da (JORDÁ, 2013, 93).

Según la teología cristiana clásica, “la creación es obra de la Palabra del Señor y la presencia del Espíritu, que desde el comienzo aleteaba sobre todo lo que fue creado (cf. Gn 1-2) […] fue la primera alianza de Dios con nosotros” (DSD 169); “es manifestación del amor providente de Dios”, que “creó el universo como espacio para la vida y la convivencia de todos sus hijos e hijas y nos los dejó como signo de su bondad y de su belleza […] para que la cuidemos y la transformemos en fuente de vida digna” (DA 125). Sin embargo, hoy constatamos que “la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rom 8,22), esperando “ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,21). Vemos las consecuencias desastrosas de una visión y mentalidad centradas en la fría razón, la ciencia y la técnica, que están causando desequilibrio y destrucción del planeta tierra, cuyas consecuencias son imprevisibles. Es lo que ha denunciado el mismo Papa Francisco (cf. LS).

En este contexto, la teología amerindia lucha por la armonía de la vida en todas sus expresiones, coloca al centro la relación de la persona humana con su entorno comunitario-cósmico, para alcanzar el ansiado equilibrio. Esta concepción humano-cósmica de la vida es un aporte importante a la sociedad actual, a la Iglesia y a la teología cristiana, pues quiere asumir en serio, y con todas sus consecuencias, el principio de reciprocidad de la realidad, que es interactiva e interrelacional, rebasando una concepción lineal de la historia, centrada solamente en el ser humano.

3.5 La comunicación mítico-narrativa: “imágenes y símbolos son verdaderas teologías”

La teología india se expresa en modo más vivencial, narrativo, simbólico, pues “los símbolos y los mitos expresan más total y radicalmente el sentido profundo que le damos a la vida” (LÓPEZ, 1991, 9). De modo que la teología se nutre de las diversas manifestaciones de los pueblos indígenas, entre otras, de mitos, ceremonias, celebraciones, encuentros comunitarios, fiestas, luchas, martirios, diálogos espontáneos, sueños, expresiones artísticas…, que han de ser abordadas desde diversas ciencias y con los propios métodos de éstas. A propósito, es importante recordar que “los mitos son expresiones históricas primordiales de cada pueblo, que reproducen culturalmente su experiencia de Dios”, de modo que las “imágenes y lenguajes simbólicos pueden ser considerados como verdaderas teologías” (SUESS, 2008, 116). Respecto a los sueños, “son el espacio de conciencia no sólo explicita sino implícita de lo que sucede a nuestro alrededor […] Los sueños compartidos y analizados colectivamente son un factor excelente de análisis de la realidad, y de crítica teológica […] motor que pone en marcha compromisos comunitarios de acción” (LÓPEZ, 2000, 103).

En síntesis, la teología amerindia recoge e incorpora en su quehacer las diversas expresiones narrativas y simbólicas (orales, rituales, artísticas) de la revelación del Misterio de Dios presente en la vida de cada uno/a de los/as indígenas. Tales expresiones coinciden en gran medida con las narraciones bíblicas, de alto contenido simbólico, poético e incluso onírico. Por tanto, es una teología que busca recuperar para leer con/desde criterios indígenas la revelación bíblica en cada uno de sus símbolos y lenguajes, muchas veces olvidados o parcialmente comprendidos.

4 Perspectivas de la teología amerindia: tareas y desafíos urgentes

La teología amerindia, en cuanto reflexión de la fe cristiana a partir de la experiencia milenaria y categorías simbólicas de los pueblos indígenas, comenzó su proceso de articulación en torno a los 500 años de la conquista de América. Por tanto, quedan todavía las sensibilidades, preocupaciones, proyectos, luchas y sueños socio-eclesiales de los pueblos indígenas de entonces, cuya situación persiste en la mayoría de los casos. De allí el compromiso de la Iglesia, a través de sus pastores, de “denunciar las situaciones de pecado, las estructuras de muerte, la violencia y las injusticias internas y externas” (DA 95) que padecen los/as indígenas. Al mismo tiempo, se añaden a lo anterior, sin negarlos necesariamente, nuevos escenarios o situaciones globales que emergen en el actual “cambio de época” (DA 44).

Esta situación mundial afecta también a los pueblos indígenas e interpela al quehacer teológico en su búsqueda de articular la fe cristiana en categorías y lenguajes comprensibles, que respondan a la vida y preocupaciones de los varones y las mujeres. En efecto, “la teología contribuye, pues, a que la fe sea comunicable y a que la inteligencia de los que no conocen todavía a Cristo la pueda buscar y encontrar” (DV 7). Ante el cambio de paradigmas, o esquemas en el modo de vivir, comprender y pensar la realidad en continua transformación, la teología amerindia está llamada a darse a conocer para comunicar al mundo con sus propias categorías y lenguajes, aquel Misterio último que trasciende fronteras, espacios y territorios determinados.

4.1 De la práctica intracultural a la convivencia transcultural: “el mensaje revelado tiene un contenido transcultural”

Los/as indígenas durante muchos años vivieron más apegados/as al propio terruño con una fuerte cohesión social, vivencia familiar, celebraciones comunitarias y transmisión de sus valores y tradiciones dentro de sus propias culturas. En la actualidad, el fenómeno migratorio que caracteriza la sociedad global está produciendo un fuerte impacto en la vida, mentalidad, costumbres y sentido religioso de los pueblos autóctonos, llamados a confrontarse por doquier con otros pueblos, especialmente en las ciudades. De este modo la vivencia intracultural se convierte cada vez más en convivencia intercultural o transcultural, es decir, se adopta una postura que “toma en cuenta  los procesos históricos de cambio y transformación culturales”, las “múltiples superposiciones, interferencias, modificaciones, negociaciones, selecciones y reestructuraciones de elementos culturales diversos” (ESTERMANN, 2010, 40); esto exige una constante re-lectura o re-afirmación creativa de la propia identidad cultural (memoria, lengua, mentalidad, costumbres, visión religiosa) en diálogo creativo  con otros “patrones culturales indígenas”, fortaleciendo así las denominadas “identidades múltiples”.

En el ámbito eclesial, una determinada comunidad de fieles ha de vivir un proceso constante y permanente de resignificación, movimiento y apertura para pasar de la monoculturalidad e intraculturalidad a la interculturalidad y transculturalidad, y así responder con más eficacia y cercanía a quienes viven en medio de fuertes condicionamientos del actual mundo digital y globalizado. El Papa Francisco sostiene a propósito:

no haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural (EG 117).

En tal sentido, este proceso de constante resignificación de las propias identidades culturales y religiosas, de discernimiento intra-comunitario, para acoger con creatividad los “signos de los tiempos” (GS 4) que el mismo Espíritu Santo esparce en el mundo actual, puede servir de laboratorio, y tal vez de modelo, para otras comunidades cristianas y para las diversas teologías. Las experiencias realizadas, y aún en curso, en algunas iglesias locales del continente muestran que otra iglesia es posible.

Ante esta situación, la teología amerindia busca convivir en aquellos espacios interculturales, aprender de las sabidurías de otros pueblos (sean o no indígenas), recuperar y profundizar la memoria histórica, para elaborar nuevos lenguajes teológicos, lenguajes transculturales, con el aporte de lo mejor de las tradiciones autóctonas y las riquezas de otras tradiciones. En este sentido habría que entender el compromiso de los pastores de la Iglesia en relación con los/as indígenas de “fomentar el diálogo intercultural, interreligioso y ecuménico” (DA 95). En definitiva, es el desafío de la universalidad concreta, empírica, convivencial, de la teología amerindia.

4.2 De la familia local a la comunidad global desde los sujetos emergentes: urge “una teología profunda de la mujer”

El contacto con otras vivencias culturales en espacios y territorios no siempre vinculados a la milenaria tradición indígena, así como el impacto del gran escenario cibernético digital con sus múltiples y eficaces redes de comunicación global, están afectando la misma percepción de lo que significa una comunidad indígena. Si los habitantes del mundo en general se perciben cada día más como miembros de una gran “aldea global”, también los/as indígenas sienten que sus comunidades son cada vez más pequeñas “aldeas globales” que reflejan las transformaciones mundiales. En esta interacción con otros pueblos y con la sociedad mundial, los/as indígenas se redefinen a sí mismos/as en cuanto miembros de un determinado grupo étnico-social, incorporando en su organización comunitaria modalidades nuevas de participación efectiva. Tal es el caso, por ejemplo, del protagonismo activo de las mujeres en los ámbitos no sólo familiares o locales, sino también de liderazgo social y político, de gestión pública y conducción de los propios movimientos, aspecto no siempre debidamente valorado en la mayoría de las comunidades indígenas tradicionales, donde los varones todavía tienen la última palabra. Es preciso recuperar la presencia activa de la mujer indígena en su comunidad como portadora de espiritualidad autóctona que supera esquemas patriarcales (ROMERO, 2010, 76).

Ante esta situación, la teología amerindia incorpora y asume también el desafío de dar mayor participación y espacio a los denominados “sujetos emergentes” sociales (jóvenes, migrantes, mujeres…) como protagonistas teológicos y creadores de un modo de hacer teología que responda a las propias exigencias comunitarias, en sintonía con la “gran comunidad” eclesial, presente en las demás iglesias locales. Resulta urgente el encuentro y diálogo con otras teologías emergentes, en particular con las propuestas teológicas en perspectiva femenina, cuyas acentuaciones temáticas y metodologías empleadas enriquecerán en gran medida las intuiciones fundantes de la teología amerindia.

Al respecto, resulta urgente acoger el llamado del Papa Francisco de “ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia” (EG 103), en modo tal que el “genio femenino” se exprese incluso “allí donde se toman decisiones importantes” (EG 104), tal como ya sucede a nivel social. En efecto, “la grandeza de la mujer implica todos los derechos que emanan de su inalienable dignidad humana, pero también de su genio femenino, indispensable para la sociedad” (AL 173). Por tanto, en sus palabras, urge elaborar “una teología profunda de la mujer”: “Temo la solución del ‘machismo con faldas’, porque la mujer tiene una estructura diferente del varón […]. Las mujeres están formulando cuestiones profundas que debemos afrontar” (SPADARO, 2013, 17).

En tal sentido, la teología amerindia ha de continuar su proceso de dar mayor protagonismo teológico a las mujeres indígenas y a los/as jóvenes en sus espacios reflexivos, fiel a su tradición cultural de reciprocidad varón-mujer (chacha-warmi, en aymara), no sólo concebida como reivindicación social, sino como recuperación del profundo sentido mítico-religioso de armonía e integración de las oposiciones socioculturales y simbólicas. En síntesis, es el desafío de encuentro, intercomunicación y diálogo más profundo entre las diversas teologías emergentes.

4.3 Del nomadismo crístico-trinitario al nomadismo cosmoteocéntrico digital: “salió sin saber a dónde iba” (Heb 11,8)

Los varones y mujeres de hoy viven momentos de profundas transformaciones culturales que están cambiando inclusive una determinada manera de percibir, concebir, interpretar y vivir no solamente las relaciones en cierto modo más “externas”, como el trabajo, o de comunicación con los demás, dentro y fuera de la propia familia o comunidad, sino también las vivencias y percepciones “interiores” o subjetivas que tocan el corazón de la persona. Por cierto, estos cambios son debidos en gran medida a la “revolución” cibernética y digital que afecta y sigue afectando al mundo en estas últimas décadas, y que se suman a otras “revoluciones”, como la microelectrónica, feminista, ecológica, política y paradigmática, anunciadas años antes (MIRES, 1996).

Teniendo presente la característica abierta, acogedora, es decir, nomádica, ya mencionada de los pueblos indígenas, se podría decir que el mundo, de algún modo, retoma una cierta itinerancia de vida, que se expresa por una serie de transformaciones no solamente exteriores o superficiales, sino más bien interiores y estructurales. Precisamente este último aspecto nos invita a preguntarnos por el sentido bíblico-teológico del tiempo que vivimos y de la presencia de los/as creyentes. En otras palabras, ¿en qué medida la reflexión bíblico-teológica en general – y la teología amerindia en particular – abordan con fundamento las cuestiones relacionadas con el momento presente para acompañar las interrogantes profundas de varones y mujeres de hoy?

Un presupuesto importante de aproximación a esta problemática es asumir el nomadismo con todas sus consecuencias, es decir, como filosofía o perspectiva de vida, en su valencia profunda y horizonte de sentido. En el campo teológico amerindio se trata de reflexionar a partir del movimiento, de la tienda de campaña, de lo aparentemente inestable, de lo transitorio, como ya se está intentando en el campo de la misionología (cf. Equipo ILAMIS, 2010 y 2011). Esta metodología, que es al mismo tiempo actitud de vida, conlleva la recuperación del sentido bíblico-teológico de la confianza y abandono en YHWH, en Dios Padre-Madre, en el Misterio, como el único capaz de “garantizar” la permanencia, la estabilidad, lo definitivo. Supone confianza y abandono en el Misterio, dejarse arrastrar por la Ruah Divina, por la parresía del Espíritu Santo; vivir en el Amor Uni-Trino, que integra los fragmentos humano-cósmicos y las redes digitales de los seres vivos. ¿En qué medida “articular” un lenguaje teológico trinitario-digital en clave indígena? Es la tarea de la teología amerindia en diálogo con otras expresiones teológicas.

Desde la tradición bíblica judeo-cristiana, un paradigma simbólico-nomádico puede servir de orientación en tiempos de grandes transformaciones axiales o epocales. Se trata de la figura de Abraham, quien supo obedecer a YHWH, “salió sin saber a dónde iba”, vivió “como extranjero, habitando en tiendas” (Heb 11,8.9), pero siempre creyendo en el Dios de la Vida y de la Promesa. Es la certeza de la teología amerindia, que se funda en la sabiduría milenaria de los pueblos indígenas.

4.4 De la creación divina al cosmos en expansión: ¿se requiere todavía la intervención de Dios?

Los pueblos indígenas siempre concibieron y vivieron según la noción de un Hacedor, no siempre Creador, en el cual adquiere sentido y fundamento todo lo que existe, sean o no seres vivos. A partir de esta vivencia práctica, celebrativa y simbólica, los misioneros de la primera hora y también los posteriores asociaron e interpretaron la experiencia indígena según las categorías teológicas del momento, identificando generalmente el Dios Hacedor con el Dios Creador. En el momento actual, sin embargo, los avances científicos y estudios cosmológicos parecen interpelar a la teología – no sólo indígena – a pensar en plantear la posibilidad de un Dios ni Hacedor ni tanto menos Creador. En este sentido, la teología, llamada a indagar la inteligencia o “razón de la fe” para ofrecer respuestas sólidas a quienes la buscan, está abierta “a la razón y a los resultados de la investigación científica”, a través de un diálogo maduro, profundo y creativo en el contexto presente. En efecto:

El diálogo entre la ciencia y la fe es un campo vital en la Nueva Evangelización. Por un lado, este diálogo requiere la apertura de la razón al misterio que lo trasciende y la conciencia de los límites fundamentales del conocimiento científico. Por otra parte, también se requiere una fe que está abierta a la razón y a los resultados de la investigación científica (Sínodo Nueva Evangelización, 2012, propuesta 54).

El diálogo comienza por el encuentro y la escucha, en este caso, de las proposiciones científicas. Al respecto, algunos especialistas desde hace algún tiempo han comenzado a abordar la cuestión del principio y orígenes del universo, pues, si el universo está en expansión, pueden existir razones físicas para considerar un principio. En este contexto, se podría preguntar: ¿hay lugar para Dios creador en un universo en expansión? En caso afirmativo, ¿qué “atributos” tendría? Sobre el particular, el físico teórico Stephen Hawking señalaba hace unos años:

uno aún se podría imaginar que Dios creó el universo en el instante del big bang, pero no tendría sentido suponer que el universo hubiese sido creado antes del big bang. ¡Un universo en expansión no excluye la existencia de un creador, pero sí establece límites sobre cuándo éste pudo haber llevado a cabo su misión! (HAWKING, 1988, 49)

Años después el mismo autor señalará: “si el universo es en realidad completamente autocontenido, si no tiene frontera o borde, no sería ni creado ni destruido. Simplemente sería. ¿Qué lugar habría, entonces, para un Creador?” (HAWKING, 2007, 108). Más tarde, el mismo autor, desde lo filosófico-teológico, se pregunta no sólo el cómo sino también el por qué de un tal comportamiento del universo. Responde postulando un modelo de universo que se crea a sí mismo, es decir, la denominada teoría M, según la cual, “nuestro universo no es el único, sino que muchísimos otros universos fueron creados de la nada. Su creación, sin embargo, no requiere la intervención de ningún Dios o Ser Sobrenatural, sino que dicha multitud de universos surge naturalmente de la ley física” (HAWKING-MLODINOW, 2010, 15-16).

Aunque la posición de Hawking se basa en un modelo cosmológico teórico, sin suficiente apoyo empírico, no deja de cuestionar temas fundamentales para la filosofía y la teología (SOLER, 2008). En realidad, se podría pensar que se trata de un tema de preocupación para otras teologías, no precisamente indígenas; sin embargo, puesto que la teología amerindia está llamada a abordar interpelaciones científicas, de algún modo debe afrontar y responder según sus fuentes y lenguajes específicos. En todo caso, la teología india-cristiana no deja de ser cosmocéntrica trinitaria.

4.5 De la comunicación narrativa a la pluralidad de lenguajes transdisciplinarios: “todo está conectado” (LS 16, passim)

Los/as indígenas son capaces de aprender e incorporar otras lógicas mentales, otros paradigmas de corazón y de vida, debido al contacto con otros pueblos, sean o no indígenas, sin que ello signifique necesariamente perder la propia identidad. Todo lo contrario, los intercambios bien vividos comportan aprendizajes y riquezas, capacidad para convivir con otros pueblos teniendo presente sus propios lenguajes. Ante esta situación la teología amerindia, eminentemente narrativa, es capaz de abrirse a otros lenguajes teológicos, con el propósito de seguir aprendiendo de sus principios, estilos, lenguajes y epistemologías. En efecto, la teología amerindia, en escucha e intercambio con otras disciplinas humanas, sociales o duras, se perfila como teología transdisciplinaria, que dialoga con otros acercamientos y enfoques teológicos. En definitiva, se trata de asumir en todos los espacios el principio de vida indígena de la reciprocidad, relacionalidad o conectividad, recuperado por las ciencias y también por el magisterio del Papa Francisco, según el cual “todo está conectado” (LS 16.91.117.138.240), “todo está relacionado” (LS 70.120.142) o incluso “íntimamente relacionado” (LS 137.213).

Desde la teología, el fundamento de la pluralidad teológica en perspectivas transdisciplinarias es el Símbolo o Misterio Trinitario-Crístico, que adquiere énfasis y matices propios desde las categorías indígenas: un cristocentrismo trinitario y, al mismo tiempo, un teocentrismo crístico en una lógica de permanente interacción e interrelación desde las concepciones indígenas de equilibrio cósmico-comunitario-familiar-personal del buen vivir. De igual modo, temáticas teológicas relacionadas con el cosmos o la creación, la revelación, el problema del mal, la noción del tiempo, los sacramentos, como la eucaristía, resultan enriquecidas desde las sensibilidades indígenas integradoras y simbólicas.

Roberto Tomichá Charupá. Instituto de Misionología, Cochabamba (Bolivia). Original en español.

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