El tiempo litúrgico

Índice

1 El tiempo en la experienca humana

1.1 La dimensión objetiva y la dimensión subjetiva del tiempo

1.2 La “humanización” del tiempo

2 El tiempo en la experiencia cristiana

2.1 El tiempo en la Sagrada Escritura

2.2 El culto como memorial

2.3 La comprensión litúrgica del tiempo

2.3.1 El objeto de la celebración cristiana

2.3.2. En la historia, hacia la plenitud del Reinado

2.3.3 Círculo, línea, espiral

2.3.4 Año, mes, día y hora

3 El año litúrgico cristiano

4 La reforma del vaticano ii

4.1 La actual estructura del año litúrgico

4.1.1 El Ciclo o Tiempo de Navidad

4.1.2. El Ciclo o Tiempo pascual

4.1.3 El Tiempo ordinario

4.1.4 Otras fiestas del año litúrgico

4.2 el tiempo litúrgico como mistagogia de la iglesia

1 El tiempo en la experienca humana

El tiempo es, ante todo, una experiencia fundamental y determinante del ser humano. Junto con el espacio, son las dos coordenadas fundantes de su experiencia: estamos y nos movemos en un lugar y en un devenir. Todo ser humano se gesta, nace y vive, hasta su muerte, inmerso en estas dos dimensiones. Desde el espacio protegido, cálido y nutriente del útero materno, drásticamente abandonado en el nacimiento, para entrar en el gran espacio del mundo, mucho menos amable que el seno de la madre, el ser humano transita, habita y domestica el espacio natural o el que él mismo edifica para vivir.

Análogamente sucede con el tiempo, que el hombre experimenta como un continuo devenir sin marcha atrás, perceptible en el cambio, renovación y envejecimiento de las cosas y las personas, imposible de frenar. “Cambia, todo cambia”, dice una conocida canción popular latinoamericana, que expresa no sólo la experiencia del cambio inevitable sino también la de la persistencia de la memoria y los valores humanos.

El tiempo es la experiencia de que todo puede ser medido en cuanto a su duración. Dota al ser pensante de un pasado, un presente y un futuro, que es a la vez individual y social. El tiempo y el espacio determinan al hombre como individuo y como ser social, posibilitando y limitando a la vez, su existencia, que es radicalmente espacio-temporal. El hombre no puede escapar a la realidad de estar situado en ambas dimensiones, y las puede experimentar como ámbitos de libertad o, también, de limitación.

La experiencia del tiempo radica en la mente y las emociones, más que en los sentidos. Es más difícil de aprehender, definir, medir y controlar que el espacio. Es una experiencia que despierta la sensación de fragilidad, de indefensión, de dependencia de fuerzas incontrolables. Por eso, el ser humano ha buscado siempre controlarlo, dominarlo y superarlo, chocando con la imposibilidad objetiva de hacerlo, porque es como un río caudaloso que no se puede parar. Esta experiencia conduce hacia el sentimiento religioso. La religión tiene la capacidad de inclinar a favor del hombre un devenir que atemoriza, dándole sentido; o bien de construir, por medio de su ritualidad, la ilusión de controlarlo y dominarlo.

La primera y más generalizada acción de control del tiempo por el hombre, es su medición, ya para ello cuenta con la ayuda de la propia naturaleza.

1.1 La dimensión objetiva y la dimensión subjetiva del tiempo

Hay ritmos que ayudan al ser humano a medir el tiempo. Entre los que pertenecen a la propia naturaleza humana, están los biológicos: los latidos del corazón y la respiración son propios de su corporalidad. Entre los que el hombre observa en la naturaleza están los cósmicos, como el camino diario del sol de oriente a poniente, el sucederse del día y de la noche, los meses determinados por las fases de la luna, y el movimiento de los astros que, ligado a las estaciones de la naturaleza, determina la duración de un año.

Sobre estos ritmos naturales, el hombre ha creado ritmos sociales como la hora, la semana y el mes, que, en su duración objetiva, han variado mucho de época en época y de cultura a cultura. El ser humano no sólo necesita medir el tiempo. Es capaz, también, de generar un horizonte temporal y distinguir en su conciencia entre el momento presente, el pasado y el futuro. Ese horizonte depende de la edad y del desarrollo intelectual, y está determinado por la situación social de cada persona. Asimismo, el horizonte temporal de un grupo humano depende, entre otros factores, de su desarrollo económico, social y cultural.

Hay que distinguir, por lo tanto, entre el tiempo experimentado subjetivamente y el tiempo medido objetivamente. En ambos casos se trata del tiempo para el ser humano, dado que su percepción y medición están estrechamente ligados a la conciencia e inteligencia del hombre.

El tiempo medido objetivamente puede estar determinado tanto por los ritmos biológicos y cósmicos, como por sistemas de medición ideados por el ser humano. El tiempo experimentado subjetivamente, en cambio, está determinado por los acontecimientos que devienen en la vida humana personal o social. Un lapso cualquiera de la vida de una persona es experimentado como “corto” o “largo” según sea entretenido o aburrido, importante o banal, alegre o doloroso. ¿Quién no encuentra interminables los diez minutos que espera en una fila del banco, y cortísimos esos mismos diez minutos que compartimos con una persona amada? Por eso, no es el tiempo en sí mismo, sino aquello que en él sucede, lo que determina la vivencia temporal.

1.2 La “humanización” del tiempo

El ser humano intenta dominar el flujo imparable del tiempo por medio de su medición y de su organización. Sin embargo, todas las formas de medición del tiempo se basan en una concepción previa del mismo; esas concepciones son básicamente dos: la cíclica y la lineal.

La cíclica, expresada gráficamente con el círculo, es propia de las culturas más arcaicas, ya que su punto de partida está en los ritmos de la naturaleza. Eso explica que en todo el mundo existan las categorías del año, del mes y del día: son fácilmente aprehensibles en la experiencia cotidiana.

La forma lineal percibe el tiempo como un devenir permanente, sin posibilidad de retroceder, y se grafica con una línea que avanza siempre. Su medición consiste en la segmentación de la línea en períodos. En ella adquiere una importancia fundamental la meta, el “hacia dónde” va la línea, o bien, dónde finaliza. La tradición judeo-cristiana adhiere básicamente a esta concepción del tiempo.

La alternancia del día y la noche es el ritmo más inmediato para medir el tiempo. Pero la duración de la luz y la oscuridad a las que van unidos, varía mucho de una región a otra y de una estación a otra. De allí que el ingenio humano haya inventado instrumentos que miden las horas del día independientemente del factor luz-oscuridad: relojes de sol, de agua y, finalmente, recién en el siglo XIV, el reloj mecánico. Éste se masificó en el siglo XIX por la producción masiva de relojes de bolsillo y de pulsera. A inicios del siglo XX se universalizó el sistema temporal al establecer como estándar de tiempo el Greenwich Mean Time (GMT), lo que favoreció la organización del tiempo para un mundo cada vez más globalizado en la producción, el transporte y la movilidad humana.

El mes, por su parte, es una unidad compleja. A pesar de tener un claro soporte natural en las fases de la luna, es experimentado como parte de un segmento más amplio, que es el año. Sin embargo, la duración del ciclo solar, que llamamos año, no calza con la división en meses basada en el ciclo lunar. Esto llevó a soluciones diversas: o bien, como hizo el calendario islámico, se uniformó el ciclo solar y se hizo constar el año de doce meses lunares, con lo cual ese año era diez días más corto que el año solar, o bien, como hizo el calendario juliano, se tomó como base el ciclo solar y se uniformaron los doce ciclos lunares.

La semana es distinta al día, mes y año, porque no está en relación con los ciclos naturales, excepto en las culturas en las que se impuso la semana de siete días, que es casi un cuarto del tiempo del ciclo lunar, que tiene 29,5 días.

La semana es de origen cultural. Por eso, en la antigüedad era distinta en las diversas sociedades. En Mesopotamia e Israel la semana tenía siete días. Los antiguos romanos tenían una semana de ocho días, los chinos una de diez, y en diversas culturas del oeste africano, del sudeste asiático y centroamericanas, había semanas de entre tres y seis días. Lo que había de común en todas ellas era el ritmo siempre recurrente de ciertos días, probablemente para regular ciertas actividades repetitivas, como los días de mercado. Muchas sociedades conocían dentro del sistema semanal un día de relieve particular, generalmente con un acento religioso: el sabbat del judaísmo, el domingo del cristianismo y el viernes del islamismo.

2 El tiempo en la experiencia cristiana

La experiencia humana del tiempo y su organización social están en estrecha relación con la conciencia religiosa del hombre. En todas las religiones el tiempo juega un rol importante, pero la concepción del tiempo y el modo de comportamiento religioso y cultual frente a él, que derivan de esa concepción, son muy variados. La concepción bíblica y litúrgica cristiana es sólo una de ellas.

2.1 El tiempo en la Sagrada Escritura

La experiencia bíblica del tiempo está en la base del sentido que le adjudica la liturgia cristiana. El Dios cristiano es el Dios-Hombre, el Dios-con-nosotros, el Dios que se encarna y asume no sólo la belleza de su creación y de sus creaturas, sino también sus limitaciones y condicionamientos. Es el Dios que se hizo carne, frágil, limitada y corruptible, situada en las coordenadas fundamentales del tiempo y del espacio. Esto determina radicalmente la liturgia, tanto como el misterio pascual de Cristo, que representa la superación de todo condicionamiento, también del tiempo: el Resucitado introduce a la humanidad en el nuevo eón, en un tiempo nuevo, que aguarda su segunda venida, la definitiva.

En la Biblia predomina una idea del tiempo que lo considera el ámbito de la acción de Dios y de la revelación del designio divino en la historia. Se trata fundamentalmente de una concepción lineal del tiempo, con excepción del libro Qohélet, que introduce una concepción cíclica y fatalista, característica del mundo helénico, cuya cultura dominaba a Palestina desde las conquistas de Alejandro Magno en el siglo IV a.C.

Ante todo, el tiempo es, en la Biblia, historia de la salvación. El tiempo es la historia en la que Dios revela su proyecto salvífico, manifiesta su voluntad llamando a personas concretas, convoca y reúne a un pueblo de su propiedad, al que permanentemente libera de la esclavitud y de su pecado, y lo conduce hacia el cumplimiento de sus promesas.

Esta promesa se cumple plenamente en Jesucristo, irrupción de Dios en la historia humana en la encarnación y en su vida histórica. Esa irrupción, el día favorable de la salvación, no concluye con la vida humana de Jesús de Nazaret, sino que inaugura el eón definitivo, el tiempo de la plenitud que sólo espera su consumación en la parusía, la venida definitiva de Cristo glorioso. El concepto de “reino” de Dios, inaugurado por Jesucristo, es un concepto temporal antes que geográfico. Equivale a “reinado” de Dios, es decir a la instauración de su soberanía. Jesús afirmó que ese reinado ya estaba en medio de su pueblo por sus intervenciones salvíficas (Lc 11,20). Su propia irrupción en la historia fue ya el inicio del reinado, y la resurrección de entre los muertos abrió la puerta del tiempo definitivo, lanzando así la línea hacia la consumación de su venida escatológica.

2.2 El culto como memorial

En esta idea del tiempo, el culto adquiere un sentido particular. Las grandes fiestas anuales del Antiguo Testamento, que en su origen eran fiestas de la naturaleza, cíclicas, fueron historizadas. Su contenido original fue sustituido por acciones salvíficas de Dios en la historia. Las fiestas se hicieron fiestas memoriales, que recordaban hechos salvíficos del pasado. Por medio de palabras y acciones rituales, estos hechos actualizaban (hacían actual) la salvación de Dios y, al mismo tiempo, prometían la salvación definitiva para el futuro.

El rito se transformó en un signo memorial de lo que había sucedido alguna vez, una expresión de fidelidad a los preceptos divinos y un signo de esperanza en el cumplimiento futuro de la promesa de Dios. Es su fidelidad la que actualiza en el presente la salvación que ha obrado antes y que promete para el futuro.

Esta comprensión del tiempo y de la acción cultual en el tiempo se prolongan tanto en la liturgia de la sinagoga como en la liturgia de nuestra Iglesia cristiana.

2.3 La comprensión litúrgica del tiempo

El tiempo es obra de Dios y le pertenece, como todo lo creado por él. Dios existe desde siempre y para siempre, es decir, fuera del tiempo y no sujeto a su dominio. Al “tiempo” de Dios se lo llama eternidad. Él es autor, creador y Señor del tiempo.

En el tiempo se desenvuelve la vida humana, que toma conciencia del devenir y lo hace historia. El cristianismo es una religión histórica. También su liturgia es histórica, en un doble sentido: celebra la historia y se celebra en la historia.

2.3.1 El objeto de la celebración cristiana

¿Qué, precisamente, de la historia celebra nuestra liturgia? El foco principal de la liturgia cristiana es el misterio pascual de Cristo, es decir, los acontecimientos históricos de su muerte y resurrección. Ellos constituyen el ápice y la bisagra del tiempo cristiano. En la liturgia se celebra a un Dios que de acuerdo a la revelación no sólo es el creador de todo cuanto existe, sino que, además, se manifiesta liberando y salvando al hombre en la historia porque, él mismo, se hizo historia de salvación.

Las intervenciones liberadoras de Dios en la historia de la salvación, pasadas, presentes y futuras, se concentran en el acontecimiento Cristo, en su misterio pascual. Y es precisamente ese misterio pascual lo que la Iglesia celebra siempre, en toda liturgia. Como el misterio pascual es la síntesis de la historia de la salvación, la liturgia es su “momento” privilegiado, su actualización. Ella celebra esa historia en cuanto está llena de las intervenciones liberadoras de Dios, antes y después de la encarnación. Celebra no sólo la muerte y resurrección de Cristo, sino toda su vida, la terrena, la preexistente y la gloriosa, su mensaje y sus propios hechos salvíficos.

2.3.2. En la historia, hacia la plenitud del Reinado

La liturgia se celebra en la historia. No es una acción atemporal, no pretende una “superación” del tiempo. No se celebra de espaldas, sino inmersa en la historia real, porque actualiza las irrupciones salvíficas pasadas de Dios en la historia presente, que es, también ella, continuación de la historia de la salvación.

La liturgia cristiana no pretende, por lo tanto, ni superar, ni dominar el tiempo, sino por el contrario, en el tiempo que es escenario de la historia de la salvación, “pascualiza” la historia real de los seres humanos, sumergiéndola en el misterio de Cristo para que los creyentes celebren las intervenciones liberadoras de Dios como un permanente hodie de salvación: el hoy del misterio pascual que se hace presente en la vida concreta de la Iglesia.

2.3.3 Círculo, línea, espiral

En la liturgia confluyen los tres tiempos que distingue nuestra conciencia: el pasado, con toda su riqueza de intervenciones de Dios, el presente, con sus circunstancias concretas y determinantes de la asamblea que celebra, y el futuro, como meta escatológica que moviliza la esperanza y el compromiso de los cristianos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”, decimos en la aclamación después del relato de la institución en la eucaristía. La liturgia es celebrada en la tensión de una línea que avanza hacia el encuentro definitivo con el Señor de la historia.

En el tiempo litúrgico cristiano hay una síntesis de los dos grandes sistemas de organización temporal, el cíclico y el lineal. Se organiza en torno a los ciclos naturales del día, el mes y el año, y sobre todo, como ha destacado el concilio Vaticano II, en torno al ciclo cultural-religioso de la semana de siete días, con el día domingo, como día clave. El mundo occidental, por influjo del cristianismo, determinó el inicio de su calendario, el año cero, de acuerdo al nacimiento de Jesucristo. Hoy, gracias a estudios que han corregido cálculos del pasado, sabemos que el nacimiento de Jesús fue, en realidad, entre los años 4 y 7 antes del año 0.

Según la concepción cíclica, la liturgia cristiana se ordena en las horas del día, en el ritmo semanal marcado por el domingo, y en el año, que recibe varios nombres: “año litúrgico”, “año eclesial”, “año del Señor”. Para distribuir la riqueza de la Biblia en las lecturas de las diversas celebraciones, el tiempo litúrgico se organiza, desde la reforma del Concilio Vaticano II, en un ciclo de tres años: A, B y C. La liturgia de las horas, organiza los textos bíblicos del oficio de lecturas en un ciclo de dos años, Par e Impar. La Iglesia universal ha fijado un año jubilar cada 50 años. Todos estos ritmos se repiten circularmente, una unidad tras otra, sin cambio. Representan la vigencia de la concepción cíclica en el tiempo litúrgico.

Al mismo tiempo, la tensión de fondo del tiempo litúrgico está claramente constituida por una comprensión lineal: la Iglesia, pueblo de Dios que nace de la pascua de Cristo, peregrina hacia el “fin de los tiempos”, hacia la plenitud del Reinado de Dios que será instaurado definitivamente en la segunda venida de Cristo: la parusía.

De la síntesis del círculo y la línea emerge así la imagen más adecuada del tiempo de la Iglesia, que es el tiempo litúrgico: la espiral ascendente. Ella contiene tanto el movimiento circular, de ciclos que se repiten sin cambio, como el movimiento lineal, de la historia que avanza sin jamás volver atrás. Cada evolución de la espiral al mismo tiempo repite y renueva, vuelve sobre sí misma y se encamina hacia lo nunca antes recorrido. Lo que se repite en el año litúrgico, en efecto, nunca se repite igual al ciclo anterior, sino siempre en un nivel superior, en un contexto nuevo y distinto, porque el mundo y la humanidad, los cristianos y los que celebran ya no son los mismos de un año antes, y ni siquiera de un mes, de una semana o de un día antes. Aunque todo en la liturgia se repita, también es siempre nuevo, porque el mundo y la humanidad “cambia, todo cambia”.

2.3.4 Año, mes, día y hora

Tal como en la sociedad civil, la unidad mayor del tiempo litúrgico es el “año”, aunque se trata de un “año” particular, cuyo inicio y fin no coinciden temporalmente con el año civil. Su valor es teológico, antes que organizativo. No se define como una mera magnitud temporal, sino como un símbolo de una realidad sobrenatural. Para el cristianismo es la analogía de una realidad espiritual mucho más profunda que el dato cosmológico de un giro de la tierra en torno al sol. Tiene hondas raíces bíblicas, cristalizadas en las expresiones “año de gracia de Yahvé” (Is 61,2), “año de gracia del Señor” (Lc 4,19), “plenitud de los tiempos” (Gál 4,4; Ef 1,10), “Reino de los Cielos” (Mt 3,2).

El fundamento cristiano del año es el propio Señor Jesucristo. El año de gracia del Señor es el tiempo de la presencia de Cristo que dura para siempre. El año litúrgico es el símbolo del eón definitivo y eterno inaugurado por Jesucristo con su resurrección, y por eso se transforma en un símbolo de la vida plena del Resucitado.

La liturgia, celebrando el misterio pascual de Cristo en el curso de los años, meses, semanas, días y horas, pascualiza el tiempo, colocándolo explícitamente en la línea de la historia de la salvación. En otras palabras, lo santifica.

En el curso del día la Iglesia celebra la eucaristía y la liturgia de las horas. Con la liturgia de las horas, la Iglesia santifica los momentos del inicio y del fin del día -la salida del sol y su ocaso- con las oraciones de Laudes y Vísperas, que considera “el doble quicio sobre el que gira el Oficio cotidiano” y las horas principales, y también el mediodía o tiempo intermedio con las horas menores de Tercia, Sexta y Nona. Agrega el oficio de lecturas y una oración breve -Completas- antes del descanso nocturno.

La semana es ritmada fundamentalmente por el día domingo, que es la fiesta primordial de los cristianos, como ha enfatizado el Vaticano II. El ritmo semanal representa de la manera más clara la santificación del tiempo litúrgico. La pascua semanal es el ritmo fundamental del tiempo litúrgico cristiano.

El año está claramente organizado en el calendario romano, que fue enteramente reformado por el concilio Vaticano II. El concepto bíblico y litúrgico de “año santo” ha sido plasmado en la Iglesia en la costumbre de instituir regularmente, cada 25 años, y también con motivo de algún acontecimiento extraordinario, un año festivo con ese nombre.

3 El año litúrgico cristiano

El tiempo litúrgico cristiano tomó forma concreta, como parte de la liturgia y como organización concreta de las diversas celebraciones, como “año litúrgico”. Éste no nació ni se desarrolló desde la teoría, sino que se fue formando a partir de la práctica celebrativa y de la profundización en las verdades teológicas de los cristianos de diversos lugares. Ello llevó desde el inicio a usos distintos y a diferencias, que en parte se unificaron más tarde para afirmar la comunión de la Iglesia y en parte se mantuvieron, algunas hasta nuestros días, como prácticas distintas dentro de la comunión eclesial. Por ejemplo, las Iglesias orientales, incluso las que están en comunión con Roma, celebran la Pascua, fiesta principal de los cristianos, en una fecha distinta de la Católica Romana. Y lo mismo pasa con otras fechas y tiempos litúrgicos.

¿Qué había en los inicios? A partir de la eucaristía semanal que los primeros cristianos celebraban cada “octavo día”, que hoy llamamos domingo (de dominica dies, “día del Señor”) y de la pascua anual (celebración de la Pascua de Resurrección una vez al año), con el tiempo se fue desarrollando un rico ciclo de celebraciones a lo largo del año.

Las iglesias cristianas de los primeros siglos, sometidas por largos períodos a las persecuciones del Imperio romano, comenzaron a venerar a sus mártires, que entregaban su vida y derramaban su sangre por amor al Evangelio, participando así del misterio pascual del Señor. La recurrencia anual de la fecha de esas muertes fue dando origen a lo que seguimos llamando “martirologio”, es decir el elenco de todos los santos que veneramos en la liturgia. El martirologio se enriquece permanentemente por medio de la beatificación y canonización de nuevos hombres y mujeres, como muy recientemente aconteció con Monseñor Óscar Romero, de El Salvador (canonizado el 14 de octubre de 2018 en Roma).

En el siglo IV apareció la fiesta del nacimiento de Jesús, como desarrollo lógico de una atención prestada a toda su vida y obra, desde el momento de su concepción y nacimiento, y en los siglos posteriores otros acontecimientos de la vida de Jesús fueron adquiriendo el estatuto de fiestas litúrgicas. En el mismo siglo IV entró con gran fuerza la figura de María en la liturgia, en la medida en que la teología y la espiritualidad habían ido definiendo y profundizando su rol esencial en la historia de la salvación.

Desde el concilio de Trento, en el siglo XVI, el año litúrgico, como toda la liturgia, ya formados en todas sus estructuras fundamentales, permanecieron sin cambios de gran relevancia hasta el Concilio Vaticano II en 1965. Éste fue precedido por más de un siglo de estudios litúrgicos científicos que poco a poco fueron cuestionando una serie de aspectos de la liturgia que serían profundamente reformados a partir de la segunda mitad del siglo XX.

4 La reforma del Vaticano II

Desde el concilio Vaticano II tenemos un año litúrgico muy renovado respecto al pasado. La enorme cantidad de fiestas obligatorias de santos que se habían ido acumulando a lo largo de la historia, llevó paulatinamente a una pérdida de la centralidad del misterio pascual de Cristo y de la importancia del domingo. La toma de conciencia en nuestra Iglesia de la importancia fundamental de la Sagrada Escritura para la fe y la catequesis, hacía necesario replantearse su presencia en la liturgia. Lo mismo puede decirse del uso de las lenguas de cada país o grupo humano, clave para una comprensión y sobre todo participación más activa del pueblo en la celebración. La participación de la asamblea fue uno de los grandes temas de la reforma, que concibió la liturgia no como una función sacra a la que los fieles asisten pasivos, escuchando y repitiendo gestos preestablecidos, sino más bien como una fiesta del pueblo de Dios, presidida por el propio Cristo en sus ministros, pero caracterizada por la activa participación de toda la asamblea litúrgica, cada cual según su condición y función, y con mayor espontaneidad y presencia de la vida concreta de los fieles.

Conforme a estos y otros aspectos que necesitaban urgentemente una reforma, el concilio renovó la liturgia y el año litúrgico de modo profundo. Así, revalorizó la centralidad del domingo, celebración de la “pascua semanal” y ritmo fundamental del año litúrgico. Otra de las grandes riquezas de la reforma es la renovada presencia de la Biblia en las celebraciones. Se elaboró, para la eucaristía de los domingos, un ciclo de tres años, en el curso de los cuales se distribuyeron lecturas de toda la Biblia que permiten a las comunidades conocer lo fundamental de la Sagrada Escritura en ese lapso.

4.1 La actual estructura del año litúrgico

La organización actual del año litúrgico tiene los siguientes “tiempos” y celebraciones para la Iglesia universal.

Comienza, en la Iglesia Católica, con las Primeras Vísperas del Primer Domingo del Adviento (es decir el sábado después de la fiesta de Cristo Rey del Universo en la tarde). La fecha de este día no es fija, sino que cambia levemente cada año. Como los domingos de preparación a la Navidad son cuatro, se retrocede desde el último domingo antes del 25 de diciembre para determinar la fecha del primer domingo de Adviento. Siempre es entre los últimos días de noviembre y los primeros de diciembre. Con el Adviento se da inicio al Ciclo de Navidad (también se llama Ciclo de la Manifestación del Señor) que se prolonga hasta la fiesta del Bautismo del Señor, el primer domingo después del 6 de enero.

El segundo tiempo es el Tiempo Ordinario, que comienza después de la fiesta del Bautismo de Jesús y se prolonga hasta el inicio de la Cuaresma, tiempo de preparación a la Pascua de Resurrección. Tampoco esta fecha es fija, pues queda determinada por la fecha de la Pascua, establecida en base al calendario lunar, no solar: la Pascua es siempre el primer domingo que sigue a la luna llena, después del equinoccio de primavera. Oscila entre el 22 de marzo y el 25 de abril.

Después comienza el Ciclo Pascual, que está constituido por la Cuaresma, la Semana Santa y el Tiempo Pascual, y culmina con la solemnidad de Pentecostés.

El lunes después de Pentecostés se reanuda el Tiempo Ordinario, que dura hasta el sábado posterior a la solemnidad de Cristo, Rey del Universo. El Tiempo ordinario tiene 33 ó 34 semanas, y es el más largo del año litúrgico. Con las primeras vísperas del domingo posterior a esa fiesta comienza un nuevo año litúrgico.

4.1.1 El Ciclo o Tiempo de Navidad

Este ciclo o tiempo, el segundo en importancia del año litúrgico, se llama también “ciclo de la manifestación del Señor”, porque celebramos a Cristo que se nos revela en sus manifestaciones en la historia humana. Se organiza en torno a la segunda gran fiesta del Señor, la Navidad, que celebra su nacimiento en Belén.

La “encarnación” de Dios, el hacerse “carne” o persona humana, es la condición necesaria para que históricamente pudiera vivir y morir. El misterio pascual fue posible porque Dios se hizo humano. Este ciclo da inicio al año litúrgico de la Iglesia, el primer domingo de Adviento. Sus momentos principales son:

– Los cuatro domingos de adviento, que constituyen la preparación a la Navidad y nos sensibilizan también a la esperanza de la venida definitiva del Señor;

– la Navidad, fiesta del nacimiento de Jesucristo en Belén;

– la octava de Navidad, similar a la de Pascua, que continúa la fiesta por una semana entera; ella inaugura el “tiempo de Navidad”, que se prolonga hasta el inicio del tiempo ordinario;

– la fiesta de la Sagrada Familia, el domingo siguiente a la Navidad;

– el día de la octava, 1 de enero e inicio del año civil en gran parte del mundo, se celebra la solemnidad de Santa María Madre de Dios;

– la Epifanía, el 6 de enero o el segundo domingo después de Navidad, que recuerda la manifestación del recién nacido a todas las naciones representadas en los magos de oriente;

– el Bautismo del Señor, el domingo posterior a la Epifanía, memoria del inicio de su ministerio mesiánico, manifestándose así a su pueblo, Israel. Con esta fiesta termina el “tiempo de Navidad” y comienza la primera semana del “tiempo ordinario”.

4.1.2. El Ciclo o Tiempo pascual

El ciclo o tiempo pascual es el más importante del año litúrgico, porque en su centro está la principal fiesta cristiana, la Pascua de Resurrección. El ciclo comienza el “Miércoles de cenizas” con la Cuaresma, tiempo de conversión e interioridad que dura 40 días y está orientado a la preparación de la Pascua. Al final de la cuaresma está la Semana santa, la más intensa del año litúrgico, cuyos días más importantes son:

– el Domingo de ramos, con que se inicia, y conmemora la entrada de Jesús a Jerusalén antes de morir y resucitar;

– el Jueves santo, en que se celebra la “misa crismal” del obispo con todos sus colaboradores en el ministerio (sacerdotes y diáconos) y se bendicen los óleos para los bautizos, confirmaciones, unciones de los enfermos y ordenaciones del año,  aunque hay diócesis en las que esta misa se traslada a otro día de la Semana santa; y, por la tarde del Jueves santo, la cena del Señor en la que celebramos la institución de la eucaristía y del sacerdocio ordenado;

– el Viernes santo, día en que recordamos la muerte del Señor; es el único día del año en que no se celebra la eucaristía (por eso comulgamos con las hostias consagradas el Jueves santo);

– el Sábado santo que culmina, en la noche, con la Vigilia pascual y la celebración dominical de la resurrección.

La fiesta de la resurrección se prolonga en la octava de Pascua, hasta el domingo siguiente, como “un sólo día de fiesta”. Se prolonga, más allá aún, a toda la cincuentena pascual o tiempo pascual, que son los cincuenta días que culminan con la fiesta del Espíritu Santo, Pentecostés. En el día 40 se celebra la fiesta de la Ascensión del Señor, que en muchos países es trasladada al domingo siguiente, que es el anterior a Pentecostés.

4.1.3 El Tiempo ordinario

En todo el tiempo que queda fuera de los dos grandes ciclos anteriores, cuya duración es de 33 ó 34 semanas, no se celebra ningún aspecto particular del misterio pascual, sino el misterio de Cristo y de su Iglesia en su globalidad. Los domingos son sus días principales; cada siete días es fiesta de la resurrección para los cristianos. Una parte menor de estos domingos, entre 5 y 9, se hallan después del ciclo de la manifestación, a partir de la fiesta del Bautismo del Señor, y los restantes después del domingo de Pentecostés, hasta el sábado antes del primer domingo de Adviento.

En cuanto a la lectura del Evangelio, se asignó al año “A” el evangelista Lucas, al año “B” los evangelistas Marcos y Juan, y al año “C” el evangelista Mateo. Cada tercer año vuelve a comenzar el ciclo, dándonos la posibilidad de una nueva pasada por los libros y textos más importantes para nuestra fe. En el tiempo ordinario los domingos y los días de semana toman el motivo de celebración sobre todo del leccionario. Es éste, con sus lecturas de los años A, B y C, el que le da su unidad, la que no se corta por estar dividido en dos partes.

4.1.4 Otras fiestas del año litúrgico

En el tiempo ordinario la Iglesia sitúa una serie de otras fiestas importantes, entre las que destacan muchas fiestas de la Virgen y de los santos, aunque éstas también se reparten a lo largo de todo el año, pudiendo estar también en los ciclos de la manifestación y pascual. Las más importantes son las siguientes.

De Jesucristo. Presentación del Señor (2 de febrero, en realidad entra en el complejo de las fiestas de la manifestación); Exaltación de la Cruz (14 de septiembre ó 3 de mayo); Santísima Trinidad (domingo posterior a Pentecostés; celebra al Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo); Cuerpo y Sangre de Cristo, (segundo jueves después de Pentecostés); Sagrado Corazón de Jesús, (tercer viernes después de Pentecostés); Transfiguración del Señor (6 de agosto); Jesucristo Rey del Universo, (último domingo del año litúrgico, es decir antes del primero de Adviento).

De la Virgen María. Anunciación del Señor (25 de marzo: nueve meses antes del nacimiento); Asunción de María (15 de agosto); Inmaculada Concepción (8 de diciembre, con la que culmina el Mes de María); Inmaculado Corazón de María (tercer sábado después de Pentecostés); y muchas advocaciones particulares, como Nuestra Señora de Lourdes (11 de febrero), Nuestra Señora de Fátima (13 mayo), y especialmente en América Latina, continente mariano por excelencia cuyos países veneran como patrona a la Virgen María en variadas advocaciones: Nuestra Señora de Guadalupe (patrona de América Latina, 12 de diciembre), Nossa Senhora Aparecida (12 de octubre), Virgen de Luján (8 de mayo), Nuestra Señora del Carmen (16 de julio), y muchas otras.

De los Santos. Todos los santos (1 de noviembre), San José (19 de marzo) y san José obrero (1 de mayo), san Juan Bautista (24 de junio), san Pedro y san Pablo (29 de junio), y otras particulares de cada país. La gran cantidad de hombres y mujeres que han sido canonizados desde el pontificado de san Juan Pablo II obedece al deseo de enriquecer los calendarios particulares con santos y santas locales, que se sumen a los del calendario universal.

Las fiestas de la Virgen María y de los santos son muchas más. A menudo están más ligadas a la devoción personal o de algunas regiones. Por su importancia para muchos católicos hay que recordar también la conmemoración de Todos los difuntos (2 de noviembre), día de masiva afluencia a los cementerios.

La comunión no es uniformidad, sino unidad en la riqueza de la diversidad. Por eso, el año litúrgico se hace local en cada Iglesia particular, a través de celebraciones y fiestas propias.

Las celebraciones tienen colores propios, que se usan en la vestimenta litúrgica y en otros signos del espacio de la celebración: verde para el Tiempo ordinario, tanto los domingos como las ferias o días de semana; rojo para el Domingo de Ramos, el Viernes Santo y las fiestas de los apóstoles y mártires; morado para el Adviento, la Cuaresma y las celebraciones de difuntos; y blanco para la Pascua, la Navidad, y las demás solemnidades y fiestas de Cristo y la Virgen María. En varios lugares se ha ido popularizando el color azul para las fiestas de la Virgen. El significado de los colores es convencional, puede cambiar de cultura a cultura: Rojo para la Pasión, los mártires y apóstoles que dieron su sangre, como Jesucristo, por causa del Evangelio. Blanco, el color por excelencia de la santidad y pureza, para las grandes solemnidades del año y las fiestas de la Virgen. Morado, color originalmente penitencial, de recogimiento y conversión, para los tiempos de preparación y para las celebraciones de la muerte de los cristianos. Verde, el color más común, para el tiempo ordinario.

4.2 el tiempo litúrgico como mistagogia de la iglesia

El año litúrgico no es una mera organización de las celebraciones litúrgicas de la Iglesia en el tiempo. Mucho más que una simple estructura, es en realidad una mistagogía de la Iglesia, es decir, un itinerario formativo que introduce al misterio de Cristo y conduce a una profundización cada vez mayor del Evangelio y de toda la doctrina cristiana, y por ende a un crecimiento en el compromiso de los fieles con su fe.

Celebrar toda la riqueza del misterio de Cristo: su nacimiento, su vida, su pasión, muerte y resurrección, sus palabras y obras, su Madre María, los efectos de su mensaje en tantos testigos y mártires, a partir de las lecturas bíblicas, de la riqueza y hermosura de los textos litúrgicos elaborados por la Iglesia, de la experiencia de celebrar en comunidad y participar activamente de las celebraciones, de cantar y dialogar en ambientes fraternos, de experimentar los desafíos a los que el Señor nos llama a partir de la celebración de la fe, todo eso es un camino único de crecimiento y profundización de la vida cristiana para todos los fieles.

Vivir conscientemente el desarrollo del año litúrgico, no sólo a lo largo de un año, sino de los tres años del ciclo dominical, no sólo permite pasar por lo fundamental de la revelación cristiana por medio de las lecturas bíblicas, sino que ayuda a generar en la Iglesia la auténtica comunión en la diversidad y en cada cristiano la conciencia de una fe y un compromiso que no son estáticos, sino que son auténtica “historia de la salvación” que se vive en el devenir del tiempo, siempre desafiada a una mayor fidelidad al Evangelio y siempre atraída por la esperanza del Reino, ápice del tiempo y del año litúrgico.

Guillermo Rosas, SS.CC. Pontifícia Universidad Católica de Chile. Texto original, castellano.

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