Índice
1 La llamada a la santidad y la justicia original
2 La justicia de Dios
3 La justificación en la teología de san Pablo
3.1 Ley y pecado, justificación y fe
3.2 Los efectos de la justificación
4 Elementos del desarrollo de la justificación en la historia de la teología
5 La justificación en la teología de Lutero
6 La contestación del Concilio de Trento
7 Avances ecuménicos
8 Actualización desde América Latina
9 Referencias bibliográficas
1 La llamada a la santidad y la justicia original
“Dios nos ha elegido en él [Jesucristo] antes de la fundación del mundo, para que vivamos ante él santamente y sin defecto alguno, en el amor. Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo […]” (Ef 1,4-5). Desde toda la eternidad el plan amoroso de Dios es compartir su vida con la humanidad. Nos ha creado en Cristo y como seres libres, en la esperanza de que orientemos nuestras vidas hacia la recepción de los dones de la filiación y la fraternidad que nos ofrece, pero con el riesgo de nuestro rechazo. Para estar en su presencia plenamente, se requiere la cualidad de la santidad y se supone el estado de la pureza.
En su gran benevolencia y misericordia, Dios asume la condición humana en su Hijo para apropiarse “del fracaso del pecado, de la ruptura entre la realidad creada de la historia humana y el cumplimiento a la que está destinada, realizando de este modo su verdadera posibilidad de salvación” (COLZANI, 2001, 575). El cumplimiento del proyecto divino pasa por medio de la sangre de Jesucristo (Ef 1,7) que trae la victoria sobre el pecado, y culmina en la recapitulación de todas las cosas en él (Ef 1,10). Somos llamados a crecer en la imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27; Rm 8,29) y a tornarnos santos como Dios es santo (Is 6,3; Mt 5,48). Estamos en proceso de capacitación para entrar en comunión con Dios en la nueva creación (Rm 5,1-5; 8,20-23).
El relato yahvista de Gen 2-3 comunica la idea de que los primeros seres humanos vivían en un “estado original” de justicia, en el sentido de un estado de armonía y de paz entre sí mismos, con la tierra y con Dios. Se perdió esta justicia por su decisión de desacatar un mandamiento divino, por querer ponerse en el lugar de Dios. San Anselmo y santo Tomás de Aquino comentan esta situación de la pérdida de la justicia original, denominada “pecado original” en la línea de san Agustín. A partir de Adán y Eva se desataron todos los demás pecados personales y sociales de la historia. Superando lecturas historicistas, la reflexión teológica contemporánea interpreta el “paraíso original” no como el estado de las cosas al inicio de la historia humana, sino más bien como la meta hacia la cual caminamos, la plenitud escatológica de la comunión con Dios (Fl 3,7-11). El horizonte del futuro atrae la marcha de la historia. Es expresión de la permanencia del amor fiel de Dios en cada momento, pues la verdad más original es la gracia y no el pecado (GONZÁLEZ FAUS, 1987, 114-117).
2 La justicia de Dios
La justicia divina es “un don a través del cual Dios intenta hacer que crezca la vida humana en sintonía con su santidad. […] se presentará como la capacidad de obrar por la santificación del pecador” (COLZANI, 2001, 577).
En el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como justo en sus acciones (Sl 145,17), y quiere que su pueblo practique la justicia al velar por los derechos de las personas más vulnerables: los pobres, las viudas y los huérfanos, los extranjeros y otros (Sl 82,3; Dt 10,18; 24,17; Is 1,17; Jr 22,3; Am 5,10.24; Zc 7,10). También Dios es justo como juez del pecado (Sal 51,5-6). Su fidelidad a la Alianza prevalece sobre el castigo, porque invita a la conversión y ofrece el don de la salvación. Dios es justo y misericordioso a la vez, tardo a la ira y lleno de amor y fidelidad (Éx 34,6; Sl 103,8; 145,8).
Jesús revela e instaura la justicia de Dios en la tierra, así inaugurando el tiempo escatológico (Sl 72; Is 42,1-4; Ml 3,20). La justicia del Reino trasciende los legalismos de los escribas y fariseos (Mt 5,20) y todas las demás formas de justicia humana. Jesús da plenitud a los mandatos de la antigua Alianza, estableciendo así la nueva Alianza en el horizonte de un nuevo orden de relaciones humanas según el plan de Dios (Mt 5,6; 6,33). Va más allá de los mandatos positivos al recurrir al espíritu que hay en su base y al proponer que sean vividos radicalmente, llevados a cabo hasta las últimas consecuencias.
Dios manifiesta su justicia condescendiente al perdonar a su pueblo todos sus pecados. Su justicia es victoria sobre las fuerzas del mal, salva, y se desarrolla en la dinámica de la gratuidad. Su justicia nos reconstituye en nuestra humanidad, nos recrea, e invita a “un abandonarse confiado en la voluntad de Dios” (MV 20). De ahí se deriva que “[l]a justificación es aquella acción que manifiesta y proclama la justicia de Dios, es decir, su voluntad de benevolencia y de misericordia tal como aparece en la persona y en la pascua de Cristo” (COLZANI, 2001, 120).
3 La justificación en la teología de san Pablo
3.1 Ley y pecado, justificación y fe
El tema de la justificación (dikaiosyné) por la fe es clave en la teología de San Pablo, y se desarrolla de modo particular en la carta a los romanos. Pablo se dirige a una comunidad cristiana establecida, cuyos integrantes tienen orígenes tanto judíos como griegos. Proclama la Buena Noticia como “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”, pues “revela la justicia de Dios” (Rm 1,16-17).
Pablo constata la realidad de la universalidad del pecado (Rm 3,9-18) ya que “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23). La creación también está esclavizada a la corrupción (Rm 8,21). La fuerza de atracción del pecado lucha contra nuestro deseo de cumplir la voluntad de Dios (Rm 7,14-23), y el pecado trae como consecuencia la muerte (Rm 5,21), o sea nos separa de Dios.
La ley es buena en sí misma ya que revela lo que es la voluntad de Dios y tiene la finalidad de proporcionar vida (Lv 18,5). Pero los seres humanos son débiles y fracasan en sus intentos de cumplir con la ley cabalmente. La ley no tiene capacidad de suscitar la fuerza interior para que obedezcan y tengan vida. “[…] nadie será justificado ante él porque haya cumplido la ley, pues la ley sólo proporciona el conocimiento del pecado” (Rm 3,20). Al generar consciencia del bien y del mal, la ley expone la persona a la tentación y a su propia impotencia para guardarla de forma constante. Por el pecado la ley se torna instrumento que esclaviza más a las personas al mismo pecado, y trae la muerte (Rm 7,7-20).
Con pasión Pablo declara que “independientemente de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios de la que hablaron la ley y los profetas” (Rm 3,21). Por la sangre que Jesús derramó en la cruz se realiza la justificación o absolución ante Dios: “Éstos son justificados por Él gratuitamente, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,24; 5,9). Pablo contrapone la justicia de Dios en Cristo y la justicia que los judíos pensaban que podrían conseguir por sus propios esfuerzos al cumplir con la ley. No se trata de una declaración meramente jurídica de parte de Dios de nuestra inocencia, lo cual quedaría en el plano externo, puesto que somos constituidos como justos (Rm 5,19), transformados en una nueva creación (2Cor 5,17-21). Y eso es el poder del Evangelio.
Para que la oferta de Dios sea acogida libremente se requiere el acatamiento de la fe: el reconocimiento de que la iniciativa proviene de Dios y de la necesidad que se tiene de su ayuda, así como el compromiso integral de la persona ante Dios y el mundo entero. La fe es un don de la gracia de Dios, y no una obra nuestra. “Se trata de la justicia que Dios, mediante la fe en Jesucristo, otorga a todos los que creen” (Rm 3,22). Somos justificados por la fe, con efecto ya en el tiempo presente (Rm 3,25-26). La fe en Cristo alcanza lo que la ley no podía realizar (Rm 8,3), y así la fe sustituye el cumplimiento de la ley.
Para Pablo, Abrahán es el prototipo de la persona cuya fe “le fue reputada como justicia” (Rm 4,3.9.22). Recibe esta justicia porque confiaba en la promesa divina, y no en virtud de su circuncisión ni de la ley. Por esto es padre de todos los que creen y creerán (Rm 4,10-16).
3.2 Los efectos de la justificación
De la enemistad pasamos a experimentar una paz estable y una esperanza confiada en la plenitud de la salvación: “una vez que hemos recibido la justificación mediante la fe, estamos en paz con Dios […] y nos gloriamos en la esperanza de participar de la gloria de Dios” (Rm 5,1-2). La justificación nos libera de la ley, del pecado y de la muerte para que tengamos parte de la resurrección de Jesús, de la vida eterna, siendo incorporados al cuerpo de Cristo (Rm 5,21; 6,5; 7,4). Por medio del amor de Dios derramado en nuestros corazones somos empoderados para vivir según el Espíritu Santo, vivir hondamente como hijos e hijas de Dios (Rm 5,5; 8,9.14-17).
Nosotros y toda la creación gemimos anhelando nuestra plena liberación, y el propio Espíritu gime en dolores de parto hasta que surja la nueva creación (Rm 8,19-27). Hemos de encarnar el don de la justificación en nosotros mismos y en toda la creación mediante un proceso lento de santificación, para que todo sea conducido a la plenitud de la salvación. La justificación posibilita las obras del amor que den “frutos de santidad” (Rm 6,22; 12,9-13). La fe “actúa por la caridad” (Gl 5,6), y la caridad es “la ley en su plenitud” (Rm 13,9).
4 Elementos del desarrollo de la justificación en la historia de la teología
San Agustín reconoce nuestra necesidad absoluta de la gracia de Dios para la remisión de los pecados así como para actuar bien y resistir al mal. La gracia de la justificación se da mediante el don de la caridad que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5,5), que a su vez nos permite amar. La gracia de Dios es esencial en nuestra posibilidad, voluntad y acción para cumplir con los mandamientos (Fl 2,13), y las acciones de Dios se tornan nuestras. La gracia trabaja en nuestra voluntad atada para hacerla buena. Nuestro libre albedrío es liberado internamente para volverse libertad y empoderamiento para reconocer y elegir el bien y regocijar en ello. Se entiende la justificación no como algo que se realiza de una vez para siempre, sino un proceso en crecimiento.
Santo Tomás de Aquino indica “los cuatro elementos de la justificación […] en la infusión de la gracia, en el don de la fe, en el movimiento hacia Dios y en el alejamiento del pecado” (COLZANI, 2001, 591). Respectos a estos dos últimos elementos, admite la posibilidad de que la libertad humana participe en el don de la justificación, mediante “la penitencia, la contrición y la conversión” (COLZANI, 2001, 605). Varios detalles de la visión de san Agustín y de santo Tomás serán retomados en el Concilio de Trento.
5 La justificación en la teología de Lutero
Lutero elaboró su teología de la justificación a partir de sus propias experiencias existenciales-espirituales y en el contexto de su denuncia de ciertas prácticas en la Iglesia de su tiempo. Percibía las indulgencias y los estipendios vinculados a las misas para los difuntos como una manera pelagiana de intentar comprar el cielo, un intento de “justificación por las obras”.
Para Lutero, Dios revela su poder al inclinarse hacia sus creaturas para salvarlas de la miseria de su pecado mediante su Hijo crucificado. Sus promesas son dignas de confianza, y por esto los fieles pueden tener una certeza inquebrantable de que son salvados. Al dejarnos alcanzar por él recibimos su justicia, su salvación. No podemos justificarnos por nuestros propios afanes. Lutero afirma la índole forense de la justificación: por causa de Cristo, Dios declara justo al pecador arrepentido. Es en virtud de nuestra unión con Cristo que Dios nos imputa su justicia, considerando que la justicia de su Hijo sea la nuestra. Esta justicia permanece exterior al creyente ya que depende de la voluntad de Dios, sin obrar en él una transformación interior. No es algo que podría poseer o desarrollar. La persona cristiana es simultáneamente justa y pecadora (simil iustus et peccator), puesto que el pecado original es pecado realmente y permanece en la persona tras el bautismo.
Los seguidores de Lutero, en cambio, ponen en primer plano el carácter jurídico y sustitutivo de la justificación, considerándola en términos de un rescate pagado por Cristo, y no por nosotros los endeudados. En este esquema nuestra unión con Cristo pasa a segundo plano (WILLIAMS, 2004, 977).
Enfatizando la absoluta primacía de Dios, Lutero comprende la gracia como el favor gratuito de Dios, inmerecido. Considera además que somos esclavizados al pecado a tal punto que hemos perdido por completo la libertad respecto a las cosas que conducen a la salvación, y por esto opone el concepto de libre arbitrio con su servo arbitrio. Por estos motivos excluye las buenas obras de la justificación. Somos incapaces de cumplir con la ley por nuestros propios esfuerzos, pero por la obediencia de Cristo la ley ha sido cumplida en beneficio nuestro. El reformador rechaza cualquier noción de gracia infusa según las categorías escolásticas, la cual impulse las buenas obras que nos merezcan la salvación y las incorporen en lo que se entiende por la justificación. Para él “las obras de la ley” no traen méritos ni nos justifican (Gl 2,16; Rm 1,17).
Más bien somos justificados por la fe (Rm 3,28; Ef 2,8-9). Tener fe es tener confianza en Cristo y en su obra de reconciliación y dejarle hacer, vaciándonos de nosotros mismos. Más aun, solo la fe (sola fide) nos trae la salvación. Por medio de la fe nos apropiamos de la justicia que Dios nos otorga. Las obras serían una pretensión de auto-justificación, suplantando a Dios. La iniciativa para la justificación viene de la decisión de Dios, y no depende de nuestra fe como tal. Captamos esta decisión de Dios en la fe, pues la fe procede de la justificación, y nos hace actuar consecuentemente. Se distinguen los momentos de la justificación y la santificación (WILLIAMS, 2004, 977). Con el término sola fide “Lutero pretendía tanto poner el acento en la fe más que en las obras, como entender la fe de manera personal, excluyendo toda función de la Iglesia” (COLZANI, 2001, 597).
Temiendo la presunción o autosuficiencia que las obras podrían generar en una persona, en un escrito temprano Lutero distingue las “obras de la ley” (Rom 3,20) de las “obras de la fe” (Gl 5,6). Si bien aquellas son suscitadas por la ley mediante el miedo o la promesa de bienes temporales, estas son hechas por personas ya justificadas por la fe, desde la libertad y motivadas únicamente por el amor de Dios, pues “la fe sin obras está muerta” (St 2,26; LUTERO, s/f, 138).
6 La contestación del Concilio de Trento
El Concilio de Trento trató de varias cuestiones doctrinales para rebatir los errores de los protestantes. El tema del pecado original fue abordado en un decreto propio antes del tema de la justificación, por ser visto como condicionante de la misma. Para Bárbara Andrade se podría haber tenido un solo decreto, incorporando las afirmaciones acerca del pecado original en el decreto sobre la justificación, y así mejor evidenciar la prioridad de la gracia sobre el pecado (ANDRADE, 2004,151-153).
El Decreto sobre el Pecado Original, del año 1546, es un texto sucinto. Entre otros puntos, aclara que se remite el pecado original por la pasión y muerte de Cristo, cuyos méritos se aplican a las personas en el bautismo (DH 1513). El pecado original se perdona realmente, pues no se trata de apenas no tenerlo en cuenta (DH 1515).
El Decreto sobre la Justificación, concluido en 1547 (DH 1520-1583), es fruto de un trabajo profundo a lo largo de siete meses que procuraba exponer “la verdadera y sana doctrina” (DH 1520) acerca de este tema, nuevamente para contestar los errores de los reformadores, y también para refutar cualquier rastro de pelagianismo y semipelagianismo. Al prólogo siguen dieciséis capítulos expositivos, que son complementados por treinta y tres cánones.
Entendiendo la gracia en términos de una relación vital entre Dios y la persona, y con dinamismo salvífico, se afirma la necesidad de la gracia en cada paso del proceso de justificación. Los capítulos 1-9 tratan de la primera justificación en la persona adulta, la cual se realiza tras la evangelización y la recepción del bautismo, con el don de la adopción filial. El ser humano es radicalmente incapaz de liberarse de su servidumbre al pecado. Por el pecado el libre albedrío ha sido “atenuado en sus fuerzas” (DH 1521), pero no ha sido anulado. El don de la justificación nos traspasa del legado de Adán al legado de la gracia de Cristo. Ésta es totalmente gratuita, y nos invita a la conversión.
Es a partir de la gracia de Cristo que nuestro libre albedrío coopera para disponernos a recibir su justicia, así como para no volver a pecar. Somos justificados por la fe en el sentido de que el acto de la fe es el inicio de la salvación, el primer paso en la preparación para recibir la justificación. Siguen los actos de esperanza y de un inicio del amor a Dios, en una secuencia que también abarca el temor de la justicia divina que conduce a una consideración de la misericordia divina, odio al pecado y acciones de penitencia. Pero la gracia a la cual estos actos corresponde es aun exterior al ser de la persona pecadora (GROSSI; SESBOÜÉ, 2003b, 290). Todo culmina en la recepción del sacramento de bautismo y el inicio de la vida nueva.
Se precisa el momento de la justificación cuando el Espíritu Santo derrama el amor divino en nuestros corazones (Rm 5,5). La gracia no es apenas el favor de Dios o imputación de justicia, sino es inherente a la persona y la hace justa realmente. Esta justicia inherente “establece entre Cristo y los creyentes una unidad de tipo óntico, en virtud de la cual somos perdonados y salvados” (COLZANI, 2001, 268). La triada de los actos de fe, esperanza y amor del tiempo de la preparación para la justificación ahora se tornan inherentes, o sea dones infusos, frutos de la justificación. De la exterioridad de la gracia previa a la justificación, las inseparables virtudes teologales se vuelven principio inmanente de nuestro ser, y nos unen a Cristo al hacernos miembros de su cuerpo. Por el impulso de la caridad no es posible que alguien sea justificado meramente por la fe, o sea por una fe que sería muerta si no fuera animada por las obras del amor.
Es desde la justicia de Cristo que podemos ejercer nuestra libertad acogiendo y colaborando con la gracia de la justificación, por la cual se remiten los pecados y se santifica y renueve a la persona interiormente. No se puede disociar estos dos aspectos de la justificación. Por la gracia de Cristo la persona se torna una nueva criatura, verdaderamente cambiada: de injusta a justa, de enemiga a amiga.
Desde una “metafísica de las causas” (GROSSI; SESBOÜÉ, 2003b, 291), se exponen todas las dimensiones bajo las cuales se puede aclarar que solo Dios es el autor de nuestra justificación. La causa final de ésta es “la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna”, y la causa eficiente “Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica (1Cor 6,11), sellando y ungiendo (2Cor 1,21s) ‘con el Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia’ (Ef 1,13s)” (DH 1528). La causa meritoria es el Hijo en su pasión en la cruz. La causa instrumental se refiere al sacramento de nuestra fe, o sea el bautismo, acto eclesial que hace visible la realización del don de la justificación. Finalmente, la causa formal es la justicia de Dios, es decir la misma justicia con que nos hace justos, la cual se vuelve la “forma” de nuestra justicia, personalizada en su medida para cada individuo.
Para mantener las debidas proporciones del temor de Dios y de la virtud de la esperanza, nadie debe jactarse de la certeza de la remisión de sus pecados de parte de Dios, ni hacer de esta certeza de la fe condición para la justificación en sí. Por lo mismo hay que evitar una presunción temeraria respecto a la predestinación divina y nuestra perseverancia final. Más bien esperamos y confiamos humildemente en la misericordia de Dios.
Los capítulos 10-13 tratan de la vida de la persona justificada. Profundamente renovada, ella crece en la justicia y en la santificación mediante una cooperación de la fe con las buenas obras. Nadie puede poner la excusa de ser justificado por la sola fe para obviar la práctica de la justicia en espíritu generoso para con el prójimo, ni el desempeño de los demás mandamientos.
Los capítulos 14-16 abordan el tema de la recuperación de la justificación y los frutos de la misma. Si por el pecado se pierda la justificación, por el sacramento de la penitencia se puede recuperarla. Nuestras buenas obras son retribuidas por Dios en el cielo. Nos “merecen” la vida eterna, pues como lo captó san Agustín, los dones divinos se tornan nuestros méritos. El mérito es fruto no de las obras humanas como tal sino de la justificación, “de la influencia de Cristo en nuestra libertad” (COLZANI 2001, 272).
El Decreto sobre la Justificación del Concilio de Trento ofrece una enseñanza iluminada y equilibrada sobre el tema al cosechar principios claves de ciertos textos bíblicos y de la tradición teológica, y quedarse por encima de puntos controvertidos de escuela. En vez de oponer la primacía absoluta de Dios y la realidad de la libertad humana, logra unirlas en orden al proceso de la justificación, elemento vital de nuestra salvación.
7 Avances ecuménicos
En la época de la Reforma y Contrarreforma faltó un verdadero diálogo entre ambas partes acerca de sus respectivas posturas doctrinales. Para los Reformadores, la doctrina sobre la justificación fue cimiento para toda la teología y por tanto raíz de todo los demás conflictos. Prevaleció un entorno de reacciones reflejas ante las interpretaciones muchas veces inadecuadas respecto a lo que decía uno u otro, las cuales desembocaron en condenas mutuas. Por ejemplo, el Concilio de Trento arremetió contra la “confianza vana” (DH 1533) de quienes tengan certeza absoluta de su justificación. Al querer oponerse al orgullo y a la sobrevaloración de las capacidades morales del ser humano, sin percibirlo el Concilio coincidió con Lutero. No había comprendido que para él “la fe comprende la absoluta certeza de que Dios nos justifica, pero no la convicción personal de que nosotros responderemos positivamente a su gracia” (COLZANI, 2001, 272). En este “diálogo de los sordos” se estancó la reflexión teológica durante siglos.
Tras el Concilio Vaticano II, se inició un arduo trabajo ecuménico para reexaminar las diferencias confesionales a la luz de los estudios contemporáneos de la Biblia y de la historia de la Iglesia, dejando de lado los prejuicios. Algunos documentos regionales marcaron hitos en el camino. Se buscaban nuevas expresiones de la fe común, para ir superando las controversias y las formulaciones tradicionales tan cargadas de lecturas parciales. La Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación (DJ), firmada por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana Mundial en Augsburgo el 31 de octubre (Día de la Reforma) 1999, es fruto de este trabajo. “Fue una experiencia peculiar del diálogo, en la que cada uno estaba dispuesto a repensar las cosas a partir de la riqueza del otro, y así se preparaba para redescubrir aspectos de su propia verdad que las circunstancias históricas habían opacado” (FERNÁNDEZ, 2010, 187-188).
A partir de un desarrollo del mensaje bíblico, el documento articula “una interpretación común de nuestra justificación por la gracia de Dios mediante la fe en Cristo”, aun reconociendo que “no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina y demostrando que las diferencias subsistentes en cuanto a su explicación, ya no dan lugar a condenas doctrinales” (DJ 5).
Una afirmación central sintetiza los temas principales de la teología de la justificación: “Juntos confesamos: ‘Solo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras’” (DJ 15). A lo largo del documento hay mucho cuidado para recoger debidamente preocupaciones esenciales propias de cada confesión. Por ejemplo, se afirma que la justificación es un don que no está condicionado a ciertas acciones previas de parte del ser humano (un énfasis luterano), y que a la vez esta justificación se apropia realmente al pecador para instituir en él una nueva vida (un énfasis católico).
Se afirma la legitimidad de una pluralidad de lenguaje y de acentos en la interpretación de algunos aspectos de la doctrina de la justificación. Por ejemplo, la cooperación humana o la pasividad en la justificación; la inclusión o no de la santificación en la comprensión de la justificación; “justificación por la fe” o “justificación por la gracia”; si la concupiscencia es pecado o no; los papeles del cumplimiento de los mandamientos y del mérito. En algunos casos se puede “traducir el lenguaje de una confesión al lenguaje de la otra”, por ejemplo: “la ‘fe’ protestante tiene la misma densidad teológica que la trilogía católica ‘fe, esperanza y caridad’” (VALLS, 1999, 570).
“Nuestro consenso respecto a los postulados fundamentales de la doctrina de la justificación debe llegar a influir en la vida y el magisterio de nuestras iglesias. Allí se comprobará” (DJ 43). Las tareas de seguir profundizando en las diferencias que perduran y de acoger las consecuencias de la Declaración en la vida real de cada confesión, son vitales en toda la empresa ecuménica de caminar más allá de la división de la iglesia “hacia esa unidad visible que es voluntad de Cristo” (DJ 44).
8 Actualización desde América Latina
Ante el acento individualista que ha caracterizado la teología de la justificación tanto de la reforma protestante como de la católica, la teología latinoamericana ayuda a recuperar la perspectiva comunitaria insoslayable en la relación de Dios con sus creaturas. El contexto de un continente tan herido por estructuras sociales injustas exige un replanteamiento del tema de la justificación, para que no se quede limitado a la piedad personal, intimista, sin incidencia colectiva.
La elección divina no es de individuos aislados ni tampoco es algo abstracto. Dios elige a un pueblo (Dt 14,2; 1Pd 2,9) para su justificación y glorificación (Rm 8,28-30). Tanto Israel como el nuevo pueblo de Dios que es la comunidad cristiana toman consciencia de su elección a través de la experiencia de la acción salvífica de Dios en su historia, motivada únicamente por su amor gratuito. La iglesia está invitada a acoger su elección con alegría y a centrar su vida en Cristo, lo cual supone asumir la responsabilidad de bregar por la realización de los valores del Reino de Dios, en una transformación que humanice la sociedad y en el horizonte de la esperanza escatológica.
La teología latinoamericana contemporánea recoge la intuición agustiniana que comprende la justificación en términos de la liberación de nuestra libertad sujeta al egoísmo y sus consecuentes actitudes y opciones pecaminosas, y que percibe cómo la acción amorosa de la gracia de Dios en nuestra libertad la desata y la estimula para entregar la vida por amor (Gl 5,1.13-14). El Espíritu que nos trae la libertad (Rm 8,2; 2Cor 3,17) nos impele con su fuerza dinámica a salir de nosotros mismos hacia los demás, quienes a su vez desvelan el rostro de Cristo. El estado ontológico de libertad posibilita la libertad en sentido ético (MIRANDA, 1991, 98). Nuestra libertad siempre está “situada”, afectada por el entorno vital del momento histórico. En un contexto marcado por fuertes desigualdades sociales que generan pobreza y violencia, el amor al prójimo exige la denuncia profética y un compromiso para luchar por la justicia, así como promover acciones solidarias con las personas y grupos marginados (MIRANDA, 1991, 104-105).
Con renovada elocuencia, diversos autores latinoamericanos tematizan directa o indirectamente las interpelaciones perennes para realizar las obras del amor que son fruto de la justificación por la fe, priorizando precisamente la práctica de la justicia del Reino de acuerdo con el discernimiento de los signos de los tiempos. Por ejemplo:
Movidos por el Espíritu que actúa desde los márgenes de la Iglesia y el reverso de la historia, creemos que las periferias son lugares teológicos […]. […] ratificamos nuestro compromiso ineludible con las hermanas y los hermanos en las periferias de la sociedad, azotados por la pobreza y diversas formas de exclusión social, económica, política y eclesial, que llama, con urgencia, a luchar por su mayor inclusión e integración (I ENCUENTRO IBEROAMERICANO DE TEOLOGÍA, 2017)[1].
Eileen FitzGerald. Universidad Católica Boliviana “San Pablo” de Cochabamba (Bolivia). Original en español.
9 Referencias bibliográficas
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COLZANI, G. Antropología teológica: el hombre, paradoja y misterio. Salamanca: Secretariado Trinitario, 2001.
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[1] La Declaración de Boston fue firmado por 36 teólogos y teólogas, incluyendo a Virginia Azcuy, Víctor Codina, José Ignacio González Faus, Gustavo Gutiérrez, Maria Clara Lucchetti Bingemer, Juan Carlos Scannone, Pedro Trigo, Jon Sobrino, Roberto Tomichá y Olga Consuelo Vélez.