La cristología en los siglos II y III

Índice

Introducción

1 Panorama general de la cristología en los siglos II y III

2 Los principales ejes de la reflexión cristológica

3 La cristologia de Ireneo

4 La cristologia de Orígenes

Conclusión

5 Referencias

La fe en Jesucristo, transmitida por la predicación de los apóstoles y, más ampliamente, por los diversos escritos del NT, suscitó en los siglos siguientes intensa reflexión en el seno de las comunidades cristianas. Si esta reflexión fue particularmente profundizada en la segunda mitad de la época patrística (gracias a las controversias que condujeron a los concilios de Éfeso, en 431, y Calcedonia, en 451), provocó, sin embargo, notables progresos ya en los siglos II y III. Esto se explica por el hecho de que los cristianos de esa época eran conducidos, como por una especie de necesidad interna, a entrar en una comprensión más profunda de su fe en Cristo; pero eso tiene que ver también con las discusiones o controversias que los opusieron a los judíos, a los paganos y a los que, a pesar de valerse del Evangelio, deformaron gravemente su significado (a saber, los adeptos de la corriente llamada “gnosticismo”).

Ofreceremos aquí, primero, un panorama general de la cristología en los siglos II y III y una presentación de sus principales orientaciones, para, a continuación, detenernos, de modo particular, en los Santos Padres que, por ese tiempo, contribuyeron de modo muy especial a la reflexión sobre el Cristo: Ireneo y Orígenes[i].

1 Panorama general de la cristología en los siglos II y III

Es importante recordar la importancia que los textos litúrgicos atribuyen al Cristo, ya sea por medio de breves fórmulas, como se ve en el «Símbolo de los Apóstoles» (cuyos principales enunciados son muy antiguos), bien por la formulación que se utilizaba en la liturgia bautismal. Durante esta liturgia el celebrante dirigía al catecúmeno la siguiente pregunta:

“¿Crees en Jesucristo, Hijo de Dios, que nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, fue crucificado bajo Poncio Pilato, fue muerto, resucitó en el tercer día vivo de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre; que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos? “(HIPPOLYTE DE ROME. La Tradition apostolique – 21, p. 85-87).

Además de estos textos litúrgicos, entre los cuales está también la Didaché o Doctrina de los Doce Apóstoles (La Doctrine des douze apôtres – coll. Sources Chrétiennes, n.248), los inicios de la literatura patrística revelan una gran diversidad de escritos que, cada cual, a su modo, dan testimonio de Jesucristo afirmando su humanidad y su divinidad, así como el alcance único de su ofrenda en favor de la humanidad. Uno de los más antiguos, Clemente Romano, en su carta a los fieles de Corinto (de 96 a 98 dC), presenta al Cristo como mediador de la salvación en el seno de la humanidad. Poco después, Ignacio de Antioquía, mientras se prepara para sufrir el martirio (por la segunda mitad del siglo II), escribe varias cartas a comunidades cristianas y ataca exactamente a los “docetas”, es decir, aquellos que dicen que el Hijo de Dios habría asumido sólo una apariencia humana; le opone la plena realidad de la encarnación:

«Sed entonces sordos cuando os hablen de otra cosa diferente a Jesucristo, de la raza de David, [hijo] de María, que verdaderamente nació, comió y bebió, que fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato, que fue verdaderamente crucificado y murió, a los ojos del cielo, de la tierra y de los infiernos, que verdaderamente resucitó de entre los muertos» (IGNACE D’ANTIOCHE, Aux Tralliens – IX, 1-2, p.119).

Otros géneros de escritos podrían ser mencionados, incluso en forma poética (como los pasajes cristianos de la colección conocida bajo el nombre de Oráculos Sibilinos, o también, las Odas de Salomón), así como los relatos de martirio que son característicos de aquella época en que los mismos cristianos eran sometidos a violentas persecuciones y, precisamente en esta situación, algunos de ellos testificaban hasta el fin su fidelidad a Cristo.

Se agrega a ello la literatura llamada “apócrifa”, que son textos cuyo origen se desconocía o textos que circulaban bajo nombre falso (por ejemplo, la Carta de Bernabé), o también, textos considerados como no aptos para figurar en el “canon” de las Escrituras (“canon” éste que se constituyó progresivamente, al menos en lo esencial, a lo largo del siglo II). Cierto número de estos textos contenía afirmaciones heterodoxas, particularmente, afirmaciones “docetas”, lo que contribuye a explicar, por fuerza del contraste, el vigor de los desarrollos de Ignacio de Antioquía y otros Padres respecto a la verdadera humanidad de Cristo.

Además de todos estos escritos, que, como se puede ver, son de naturaleza diversificada, la literatura patrística de los siglos II y III nos legó obras que aportaron una contribución cristológica de primera magnitud: además de Ignacio de Antioquía, ya mencionado, cabe citar al apologeta Justino en la mitad del siglo II; Ireneo de Lyon y Clemente de Alejandría al final de ese mismo siglo; y después, el gran exegeta Orígenes, que vivió sucesivamente en Alejandría y en Cesárea de Palestina, o también Tertuliano, en África del Norte. Volveremos más detalladamente a dos de esos autores: Ireneo y Orígenes. Pero antes de eso conviene precisar los ejes mayores en torno a los cuales se desdobla, en medio de la diversidad de sus escritos, la literatura cristológica del período aquí considerado.

2 Los principales ejes de la reflexión cristológica

La cristología de esta época se desarrolla en una situación histórica en la que los cristianos, bien minoritarios y a veces amenazados, deben defender su fe frente a las objeciones formuladas contra ellos. Esto se manifiesta, sobre todo, en los escritos de los “Padres apologetas” en el siglo II. La obra de Justino, “filósofo y mártir”, es significativa a este respecto (ver: JUSTIN, 1994). Por una parte, contiene un escrito de controversia con un judío: el Diálogo con Trifón: en este escrito, Justino refuta las afirmaciones de su interlocutor, que niega que Jesús crucificado pueda ser el Mesías. Por medio de una exégesis denominada “tipológica” (algunos personajes o episodios de la Biblia son entendidos como “figuras” de Cristo) y una exégesis “profética” (algunos oráculos o salmos son leídos como anuncios velados de lo que sucedería con Jesús), Justino muestra que las Escrituras antiguas habían predicho la Pasión. Él subraya también que el Mesías crucificado y resucitado ha de volver en la gloria y que, así, habrá una segunda “parusía” de Cristo al final de los tiempos. Por otra parte, la obra de Justino contiene también una Apología, que pretende refutar las objeciones que vienen del mundo pagano. El apologeta escribe, entre otras cosas, que la fe en el Logos de Dios no debería ser despreciada como una creencia inverosímil, ya que las tradiciones de la antigüedad griega exhiben, ellas mismas, creencias inauditas:

Cuando decimos que el Logos, el primogénito de Dios, Jesucristo nuestro Maestro, fue generado sin unión carnal, que después de haber sido crucificado, muerto y resucitado, subió al cielo, nosotros no anunciamos nada más que lo inaudito con respecto a los que vosotros llamáis hijos de Zeus (JUSTIN, Apologie pour les chrétiens – 21, 1, p.187).

Pero Justino subraya sobre todo la superioridad e incluso la unicidad del Hijo de Dios en relación con las figuras mitológicas – siendo que la creencia en tales figuras debe ser explicada como obra de los “demonios” que intentaron alejar a los hombres de la verdad. Por lo demás, no se satisface con tal refutación de las acusaciones paganas. Más exactamente, como esas acusaciones atraían la atención sobre la fecha tardía de la Encarnación invocada por los cristianos y en eso encontraban motivos de objeción contra la doctrina cristiana, él explica que el Logos de Dios, aunque sólo recientemente manifestado en la historia, se comunicaba ya de alguna manera en los siglos anteriores a su venida; y así llega a escribir:

Los que vivieron según el Logos son cristianos, incluso si son tenidos por ateos, como por ejemplo, entre los griegos, Sócrates, Heráclito y otros parecidos a ellos y, entre los bárbaros, Abraham, Ananías, Misael, Elías y algunos otros, de los cuales renunciamos por ahora a enumerar las obras y los nombres sabiendo que sería muy largo hacer eso (JUSTIN, Apologie pour les chrétiens – 46, 3, p.251).

Esta perspectiva, ciertamente, no impidió a Justino subrayar la superioridad de Jesús en relación con Sócrates; es evidente que, en favor de su controversia con los paganos, él llama la atención sobre la universalidad del don de Dios, del cual los propios paganos se beneficiaron en los siglos antiguos. Retomando y transfiriendo la expresión estoica del “Logos Spermatikos” explica que el Logos de Dios es “diseminado” en el mundo de las naciones: así él introduce el conocido tema de las “semillas del Verbo”, que será reencontrado por la teología del siglo XX, de modo que el Concilio Vaticano II le hará referencia expresa. A través de tal tema, que, después de Justino, es ampliamente desarrollado por Clemente de Alejandría, a finales del siglo II, se percibe que los Padres apologetas no se quedaron sólo a la defensiva, sino que, en el marco de sus respuestas a las objeciones paganas, contribuyeron a la profundización de la reflexión cristológica.

De hecho, el aporte de la literatura patrística a esta reflexión es, desde los siglos II y III, un aporte doctrinal. Diversos temas merecen especial destaque. Así, en primer lugar, la insistencia de los sacerdotes sobre el alcance salvífico de la encarnación y del misterio pascual. Mientras que a veces se percibe la tentación en la historia ulterior de la teología de desarrollar sobre todo una reflexión ontológica sobre la identidad humano-divina de Cristo (corriendo el riesgo de dejar en el segundo plano la consideración de la salvación ofrecida por Cristo), los Padres de los primeros siglos acentúan que el Verbo de Dios vino para curar a la humanidad herida y para ofrecerle la comunión con su propia vida. Pero esta orientación no les impide reflexionar también, a su modo, sobre la identidad del Logos. Ellos subrayan, como hemos visto, la plena realidad de la encarnación, de la pasión y de la Resurrección (que es el fundamento de la esperanza cristiana en la “resurrección de la carne”, como subraya Tertuliano, entre otros). Al mismo tiempo, afirman la divinidad del Verbo hecho carne, manteniendo que el Logos no es una simple criatura, sino que es desde siempre generado por el Padre. Ciertamente, esta reflexión no avanza sin buscar a tientas, como se ve, por ejemplo, en Teófilo de Antioquía que, al final del siglo II, distingue dos “estados” del Logos, el Logos “interior” (inmanente en Dios) y el Logos “proferido” (en el momento en que Dios quiso crear el mundo) – distinción discutible, pues arriesga a hacer pensar en un desarrollo progresivo en la generación del Logos. El propio Teófilo, sin embargo, no deja de afirmar la presencia del Logos junto a Dios. En todo caso, aunque alguna fórmula esté sujeta a discusión, cabe subrayar el esfuerzo de los primeros Santos Padres por tratar de expresar la identidad misteriosa del Verbo divino que, mientras se manifiesta entre los hombres, es verdaderamente el Hijo de Dios – lo que será desarrollado de modo notable por Ireneo de Lyon. Esta profundización cristológica viene acompañada de una reflexión de gran importancia para la teología trinitaria: los primeros Padres se esfuerzan para mantener al mismo tiempo la herencia monoteísta (hay un solo Dios) y la distinción real del Padre, del Hijo y del Espíritu (eso, contra las formas de “modalismo” que ven en las tres Personas simples modalidades de Dios, o contra el “patripasionismo”, según el cual el Padre habría sufrido la Pasión en el lugar del Hijo). Tertuliano es ciertamente, con Ireneo, el autor que más contribuyó a esta reflexión en el período de los siglos II y III, siendo, además, aquel que introdujo en la lengua latina el término “Trinidad” y el uso teológico del concepto de “Persona”.

Una última orientación debe ser mencionada: los Padres de los siglos II y III subrayan que la adhesión a Cristo debe tomar cuerpo a través de toda la vida humana, en un modo de ser y de actuar que pueda testimoniar su autenticidad. El escrito A Diogneto (que se remonta sin duda al final del siglo II o al inicio del siglo III) describe de modo magnífico la condición de los cristianos, los cuales “residen cada uno en su propia patria, pero como extranjeros residentes” y ” pasan su vida sobre la tierra, pero siendo ciudadanos del cielo” (À DIOGNÈTE, V, p.63-65): tal debe ser la condición de los que acogieron la revelación del Verbo de Dios, que “renace siempre nuevo en el corazón de los santos” (À DIOGNÈTE, XI, p.81).

En la misma época, Clemente de Alejandría, después de haber escrito su Protréptico para exhortar a los paganos a la conversión, compone una obra titulada El Pedagogo, en la que incita a los recién bautizados a dejarse educar y guiar por Cristo. Así dice: “Es necesario que sean nuevos los que recibieron su parte del Logos nuevo” (CLÉMENT D’ALEXANDRIE, Le Pédagogue – I, 5, 20, 3, p.147). Clemente precisa que se trata de dejarse conducir por el Cristo hasta en las dimensiones más concretas de la existencia – la manera de comer, de vestirse, de darse a las diversas ocupaciones de la vida cotidiana. Se podría decir, para usar un lenguaje contemporáneo, que para los Padres de los primeros siglos no hay “cristología” sin “cristopraxis”: el comportamiento efectivo de los cristianos es que lo que debe testimoniar la realidad de su fe. Evidentemente, los Padres no ignoran que esta exigencia es a menudo negada en los hechos, pero ante eso insisten en la necesidad del arrepentimiento, pues el comportamiento de los pecadores alcanza la identidad de aquellos que, bautizados en Cristo, siempre deberían vivir con él y en él.

La fidelidad al Verbo encarnado pretende, por tanto, reflejarse en la calidad de la existencia como un todo. Esta convicción se expresa, entre otras cosas, mediante la instrucción catecumenal (como se ve en la Tradición Apostólica); que marca, más ampliamente, toda la catequesis sacramental, pues, aunque la celebración de los misterios, y en particular de la eucaristía del “día del Señor”, es un momento capital de la vida cristiana, los frutos de esta celebración deben manifestarse en el conjunto de esa vida, desde las situaciones más comunes hasta las más excepcionales, como, por ejemplo, de la persecución. Mencionemos también que el movimiento monástico, que nace en el transcurso del siglo III, ilustra a su modo esta misma convicción: convertirse en “amigo del Cristo”, para los que se retiran en la soledad de los desiertos de Egipto o de Palestina, es comprometerse en un modo de existencia capaz de expresar, por su radicalidad, la profundidad de la adhesión al Señor.

Estas son las principales orientaciones de la cristología en los siglos II y III. Con ese telón de fondo cabe ahora concentrarse sobre dos autores especialmente importantes de esta época: Ireneo y Orígenes.

3 La cristologia de Ireneo

El primero de esos autores, originario de Asia Menor y obispo de Lyon después de la persecución que alcanzó a los cristianos en el año 177, escribió una obra que llegó hasta nosotros titulada Contra las herejías. Esta obra apunta, por un lado, a la doctrina de Marción, que oponía el Dios de Jesucristo (reconocido como Dios justo y bueno) al Dios revelado en el Antiguo Testamento (presentado como juez vengador y guerrero). Además, Marción era “doceta” y consideraba que el Salvador adoptó sólo una apariencia carnal. La obra de Ireneo se dirige también, de modo más amplio, contra todas las corrientes “gnósticas”, para las cuales el mundo material, obra de un dios inferior (el “demiurgo”) debía ser visto como intrínsecamente malo. Estas corrientes establecían una oposición radical entre la materia y el espíritu y afirmaban que sólo algunos elegidos podían ser salvados por medio de su conocimiento de la verdad – la verdad que era enseñada por gente como Valentino, Basílides y otros “gnósticos”.

Ireneo tenía conciencia de que esas “herejías” falsificaban radicalmente la predicación del evangelio como había sido transmitido por los Apóstoles y después por los obispos que les sucedieron. Por eso, se empeña en refutarlas y en contrarrestarlas con una recta comprensión de las Escrituras y una doctrina fiel de la “regla de la fe” acogida entre las Iglesias. Él insiste, por eso, en la unidad de Dios y en la unidad de la historia de la salvación; es uno solo y el mismo Dios el que se ha revelado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, aunque esta revelación haya pasado por cierto número de fases, alcanzando su punto central en la venida del Hijo de Dios en medio de los hombres. Así, en el marco de su oposición a Marción y a las corrientes gnósticas, Ireneo es empujado a desarrollar una importante reflexión sobre el Cristo. Él subraya, primero, que Cristo había sido prefigurado o profetizado en los siglos que precedieron a su venida: desde estos siglos, escribe Ireneo, Dios actuaba por sus “manos” (que son el Verbo y el Espíritu), y “desde el principio [ …] el Verbo de Dios se había acostumbrado a subir y bajar para la salvación de los que eran molestados” (LYON – V, 5, 1 e IV, 12, 4, 1982, p. 580 e 440-441). Pero Ireneo evidencia también, sobre este telón de fondo, la novedad de la Encarnación:

Lean con atención el Evangelio que nos han dado los apóstoles, lean también con atención a los profetas, y constatarán que toda la obra, toda la doctrina y toda la Pasión de nuestro Señor allí están predichas. – Pero entonces, pensareis tal vez, ¿qué es lo que el Señor ha aportado de nuevo por su venida? Y bien, sepan que él aportó toda novedad, por lo tanto, su propia persona anunciada de antemano: pues lo que fue anunciado por anticipación era precisamente que la Novedad vendría a renovar y revivir al hombre (LYON – IV, 34, 1, 1982, p. 526).

Ireneo explica lo que constituye el carácter incomparable y único del Verbo hecho carne: es inseparablemente hombre y Dios. Por un lado, contra las corrientes docetistas, defiende que el Salvador, nacido de María, fue un hombre verdadero; por otro lado, contra aquellos para quienes Jesús habría sido sólo “adoptado” como Hijo de Dios, subraya que el salvador es verdaderamente Dios. Exactamente por ser hombre y Dios él ofreció a la humanidad, desviada por el pecado, la posibilidad de reencontrar el camino de la comunión en la vida divina:

Él entonces mezcló y unió, como ya dijimos, el hombre con Dios […] Era necesario que el “Mediador de Dios y de los hombres”, por su parentesco con cada una de las dos partes, las recondujera a la amistad y, a la concordia, de modo que al mismo tiempo Dios acogiera al hombre y que el hombre se ofreciera a Dios. ¿Cómo habríamos podido, en efecto, tener parte en la filiación adoptiva hacia Dios, si no hubiéramos recibido por el Hijo la comunión con Dios? ¿Y cómo habríamos recibido esta comunión con Dios, si su Verbo no estuviera entrado en comunión con nosotros haciéndose carne? Por cierto, es por eso que el pasó por todas las edades de la vida, concediendo a todos los hombres la comunión con Dios” (LYON – III, 18, 7, 1982, p. 365-366).

Así, Ireneo expone, contra el dualismo de Marción y de los gnósticos, la identidad del Verbo hecho carne que, en su unidad, es verdadero hombre y verdadero Dios. Y subraya que la Encarnación está totalmente ordenada a la vida del hombre y su comunión con la divinidad:

¡La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si la revelación de Dios por la creación ya concede la vida a todos los seres que viven sobre la tierra, cuanto más la manifestación del Padre por el Verbo concede la vida a los que ven a Dios ! » (LYON – IV, 20, 7, 1982, p. 474).

Ireneo escribe, en el mismo sentido, que Jesucristo “a causa de su amor superabundante se hizo lo que nosotros somos a fin de hacer de nosotros lo que él es” (LYON, Préface du livre V, 1982, p. 568). Y para expresar este lugar central del Verbo hecho carne en la historia de la salvación, él retoma una palabra del NT para darle una amplitud totalmente nueva: el verbo “recapitular”. Este término, ya presente en Rm 13,9 y Ef 1,10, es empleado de diversas maneras en Contra los Herejes: el Cristo es el nuevo Adán, que “recapituló” al primer Adán; él “recapituló” la desobediencia de éste en su propia “obediencia”; y él lo “recapituló” en el árbol de la Cruz (mientras Adán y Eva comieron del fruto del árbol y, en ese sentido, desobedecieron en el árbol)” (LYON – III, 22, 3 ; IV, 40, 3 ; V, 19, 1, 1982, p. 385; 559; 626). La novedad de Cristo se muestra en el propio hecho de que él ha “recapitulado todas las cosas” – es decir: él resumió en su persona, al mismo tiempo, el primer Adán y toda la humanidad, asume el género humano en su totalidad, él “recrea” a la humanidad liberándola del pecado y renovándola, y la condujo a su plena realización, a saber, a la perfecta comunión de los humanos con la propia vida de Dios  (SESBOÜÉ, 2000, p. 160-163).

La teología de Ireneo desarrolla otros temas, incluso acerca de Cristo y de su obra en favor de la humanidad, y lo que acabamos de decir indica al menos algunas orientaciones esenciales de ello. Como se ve, es la confrontación con las doctrinas de Marción y de los gnósticos que lo condujo a desarrollar una reflexión profunda y original acerca del Verbo hecho carne, por medio de la mediación de las Escrituras y del respeto a la tradición que viene de los Apóstoles y de sus sucesores – esta tradición de que viven las Iglesias esparcidas por diversos lugares y que, precisamente a través de esta diversidad, testimonia una sola y misma fe.

4 La cristologia de Orígenes

Orígenes nació alrededor de 185 en Alejandría, donde pasó la primera parte de su vida. Él adquirió sólida formación filosófica y, sobre todo, se dedicó a un estudio muy profundo de la Biblia. Gracias a dejar Alejandría a causa del desentendimiento con el obispo de esa ciudad, fue a Cesárea de Palestina, donde continuó su inmenso trabajo sobre las Escrituras. Su obra es considerable (aunque habíamos perdido la mayor parte de ella, como consecuencia de las acusaciones de heterodoxia, generalmente injustas, que fueron levantadas contra el alejandrino después de su muerte). Su obra comprende el Tratado de los Principios, que es el primer intento de síntesis doctrinal en la historia de la teología; además, una gran apología, el Contra Celso, en la que Orígenes responde a las objeciones de un filósofo griego contra el cristianismo; y sobre todo los comentarios de libros bíblicos y un gran número de homilías sobre pasajes escriturísticos.

La reflexión de Orígenes sobre el Verbo de Dios debe ante todo ser vista en el contexto de su incesante meditación sobre la Sagrada Escritura. El alejandrino explica que el lector de las Escrituras no debe simplemente explicar el sentido literal de tal o tal texto, sino elevarse al descubrimiento de su sentido espiritual, que es, ante todo, el sentido que el texto recibe a la luz de Cristo, que “llevó a la plenitud” las Escrituras. Por lo demás, incumbe al lector buscar el sentido del texto para su propia vida, es decir, reconocer cómo los misterios así revelados deben tomar cuerpo en el conjunto de su existir. Ahora bien, esta comprensión de los sentidos de la Escritura (de los cuales Orígenes es el primero en ofrecer una exposición teórica) se une inmediatamente a la convicción de que el Logos de Dios, aunque se manifieste de manera visible en los días de la Encarnación, ya estaba presente en el transcurso de la historia anterior y, de modo semejante, sigue presente después de su venida en nuestra humanidad. Y esa presencia se comunicaba, desde los siglos que precedieron al nacimiento de Jesús, por la propia Escritura, que no se reduce, por tanto, a la mera letra, sino que, bajo su velo, dio acceso al Logos divino. Orígenes veía el símbolo de ello en la imagen del “pozo”, muchas veces utilizada en la Biblia, desde el Génesis hasta el episodio de la samaritana en el Evangelio de Juan:

Leemos que los patriarcas también tuvieron pozos: Abraham tuvo uno, Isaac también, Jacob, pienso, también. Parta de ese pozo, recorra toda la Escritura en ella buscando los pozos y llegue a los Evangelios […] es necesario tomar el Verbo de Dios como un pozo, si él esconde un profundo misterio, o como una fuente, si ella desborda y se derrama en favor de los pueblos” (ORIGÈNE, Homélie sur les Nombres – XII, 1, p. 75-77).

Orígenes se dedica, pues, a escrutar los textos del AT para descubrir cómo el Logos de Dios se revela ya en ellos. Esta revelación se vuelve hacia el futuro en la medida en que numerosos textos pueden ser leídos como prefiguraciones o como profecías del Cristo que viene a la carne (así, Isaac ofrecido en sacrificio es entendido como figura de Jesús ofreciéndose a sí mismo hasta la muerte y las palabras de Siervo sufriente en el libro de Isaías se entienden como anunciando de antemano la Pasión de Cristo). El NT atestigua ciertamente una novedad esencial, ya que, a partir de él, el Logos se hizo visible en medio de los hombres; pero Orígenes subraya que no era suficiente ver a Jesús para reconocerlo como el Hijo de Dios y que, incluso para los que lo reconocen así, es preciso seguir escrutando la letra de los evangelios para llegar a la comprensión espiritual del Salvador y para convertirse, personalmente en “otro Cristo”. Él formula esta última exigencia en un lenguaje que posteriormente será retomado por los autores espirituales:

¿Para qué sirve que Jesús haya venido solamente en la carne que él tomó de María si yo no muestro igualmente que él viene en nuestra propia carne? (ORIGÈNE, Homélies sur la Genèse – III, 7, p. 141)

¿Para que el Cristo vino otrora en la carne, si él no viene también en vuestra alma? Oremos para que cada día su advenimiento se cumpla en nosotros y que podamos decir: “Yo vivo, pero no soy más quien vivo, sino el Cristo que vive en mí (ORIGÈNE, Homélies sur Luc – XXII, 3, p. 303; cf. Gal 2, 20).

Él no se contenta, sin embargo, en subrayar cómo Cristo se revela a través de los santos libros; sino que, de modo más preciso, por la propia vía de esa revelación, llega a una reflexión profunda sobre la identidad el Verbo de Dios. Si él reconoce, por un lado, la humanidad del Logos hecho carne, él también explica que el alma del Salvador está radicalmente unida a Dios. Sobre todo, él profesa la eterna generación del Logos divino. Este último punto fue a menudo cuestionado, y esto, desde la época patrística, bajo el pretexto de que Orígenes presenta muchas veces al Hijo como estando debajo del Padre y subordinado a él. Así, él fue acusado de haber abierto el camino a la doctrina errónea de Ario, a principios del siglo IV, y que él rechazaría la generación eterna del Hijo y lo consideraba como una criatura. A pesar de ello, es fácil convencerse, sobre la base de algunos de sus textos, de que Orígenes realmente mantuvo la generación eterna del Logos, que él identifica con la “Sabiduría” de Dios, siempre presente ante el Padre: “Dios Padre siempre ha sido, él siempre ha tenido un Hijo único que, al mismo tiempo, es llamado de Sabiduría” (ORIGÈNE, Traité des príncipes – I, 4, 4, p. 171).

Conclusión

Con certeza, las cuestiones relativas a la identidad del Hijo de Dios se profundizarán en los siglos posteriores, particularmente en el marco de las controversias suscitadas por el arrianismo en el siglo IV y después por Nestorio y Eutiques en el siglo V. Los avances anteriores, sin embargo, bastan para mostrar que la época patrística vio emerger, desde los primeros siglos, contribuciones mayores para la reflexión cristológica. No debe causar admiración que estas contribuciones también fueran caracterizadas en ciertos casos por ensayos o vacilaciones: se necesitó tiempo para llegar a una comprensión más profunda de lo que dicen el NT y la “regla de la fe” acerca de Jesucristo. Pero los siglos II y III representan justamente un momento capital en esta génesis de la reflexión cristológica, y no se podría subrayar lo bastante cuanto ésta se alimentó, ante todo, de los primeros Santos Padres, por una intensa meditación de las Escrituras, esos “pozos” que siempre se debe retornar porque permiten, no sólo conocer mejor al Salvador, sino alimentarse y vivir de él.

Michel Fédou, SJ, Centre Sèvres, Paris. Texto original en francés.

Referenciuas

À DIOGNÈTE. In Coll. Sources Chrétiennes, n.33 bis. Paris: Cerf, 1951 (Traducción al castellano: Padres apostólicos. Sevilha: Apostolado Mariano, 1991).

CLÉMENT D’ALEXANDRIE. Le Pédagogue. In. Coll. Sources Chrétiennes n.70, Paris: Cerf, 1970.

HIPPOLYTE DE ROME. La Tradition apostolique. In Coll. Sources Chrétiennes n.11 bis, Paris: Cerf, 1968.

IGNACE D’ANTIOCHE. Aux Tralliens. In Sources Chrétiennes n.10 bis. Paris: Cerf, 1969 (Traducción castellana: Las cartas de San Ignacio de Antioquía  y de San Policarpo de Esmirna. Buenos Ayres: Dedebe, 1945).

IRÉNÉE DE LYON, Contre les hérésies. Livres V et IV. Paris: Cerf, 1965, 1969 (Traducción castellana: Contra los hereges. México: Conferencia del Episcopado Mexicano, 2000).

JUSTIN martyr.  Œuvres completes. Paris: Migne, 1994.

JUSTIN martyr. Apologie pour les chrétiens. In coll. Sources Chrétiennes n.507, Paris: Cerf, 2006.

LA DOCTRINE DES DOUZE APÔTRES (Didaché). In coll. Sources Chrétiennes n.248. Paris: Cerf, 1978 (Tradução castellana: Padres apostólicos: la doctrina de los doce apóstoles y Cartas de San Clemente Romano, Madrid: Aspas, 1946).

ORIGÈNE. Homélie sur les Nombres, XI-XIX. In Coll. Sources Chrétiennes n. 442, Paris: Cerf, 1999.

 ______. Homélies sur la Genèse, III. In Coll. Sources Chrétiennes n.7 bis, Paris: Cerf, 1944.

______. Homélies sur Luc, XXII, In Coll. Sources Chrétiennes n.87, Paris: Cerf,  1962.

______. Traité des principes, I-III, In Coll. Sources Chrétiennes, Paris: Cerf, 1978 (Tradução portuguesa:  Orígenes. Tratado sobre os princípios. São Paulo: Paulus, 2012).

SESBOÜÉ, B. Tout récapituler dans le Christ. Christologie et sotériologie d’Irénée de Lyon. Paris: Desclée, 2000.

[i] Las referencias bibliográficas de esta entrada estarán em francês, lengua original del texto. Pero, cuando es el caso de traducciones en castellano, las mismas estarán  en las referencias finales.