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Religión y religiones en la Biblia

Índice

Introducción

1 La religión de Israel en su contexto religioso y cultural

1.1 La religión de los patriarcas y matriarcas

1.2 Religión en la Monarquía

1.3 Religión en el exilio

1.4 Religión en el período persa

1.5 La religión en el período helenístico

2 La religión cristiana del Nuevo Testamento en su contexto religioso y cultural

2.1 Jesús de Nazaret, encarnado, crucificado y resucitado

2.2 El movimiento de Jesús y las primeras comunidades cristianas

2.3 Comunidades en Asia Menor, Grecia y Roma

2.4 Iglesias cristianas

Referencias

Introducción

El tema es amplio y complejo, ya que abarca el judaísmo y el cristianismo, con sus relaciones mutuas, en interacción con innumerables sistemas religiosos diferentes. Al mismo tiempo, la unidad de la religión bíblica está asegurada por un hilo conductor que atraviesa el canon establecido y aceptado conocido como Antiguo y Nuevo Testamento, que comprende la Biblia hebrea y las Escrituras cristianas. Para comprender la interacción con otras religiones son útiles las aportaciones de la arqueología y otros documentos, correspondientes a las épocas de la historiografía bíblica. El análisis está guiado por una lectura crítica y completa.

El tema también es amplio y complejo porque involucra Teología e Historia. Desde un punto de vista teológico, la religión bíblica parte del dato revelado, la fe en Dios que se manifiesta a la humanidad. Desde un punto de vista histórico, esta religión se encarna en un determinado contexto cultural, sufre adaptaciones y evoluciona, en un proceso de asimilación y purificación. El análisis propone establecer un puente entre Teología e Historia, sin perjuicio de una u otra.

El tema es amplio y complejo, más aún, porque el texto bíblico que tenemos a nuestra disposición, en su redacción final, es el resultado de un largo período de tradición vivida, narrada y escrita, que abarca más de un milenio. Como resultado, el Antiguo Testamento presenta una religión revelada, monoteísta, yahvista. Esta religión prepara la del Nuevo Testamento, la revelación plena en Jesucristo, el mesías encarnado como salvador de la humanidad, con la propuesta del Reino de Dios, realizada a través de su Iglesia. El análisis propone una lectura diacrónica que explica la elaboración de este proceso histórico.

1 La religión de Israel en su contexto religioso y cultural

La religión dominante, que podemos llamar la religión de Israel (judaísmo), es evolutiva e internamente plural, en confrontación con el mundo religioso interno (tradiciones cananeas e israelitas antiguas) y externo (desde las religiones egipcias y mesopotámicas hasta las persas – iraníes). – y helénico-romanas).

Esta dinámica de la religión de Israel pasa por varias etapas, según el proceso evolutivo del pueblo bíblico. Estas etapas están condicionadas por importantes acontecimientos históricos y contactos con distintas civilizaciones. Los estudios que presentan la “Historia de la Religión de Israel” establecen una periodización más o menos similar, como sigue en esta presentación: pre-estado, estado, exilio, período persa y período helenístico (ALBERTZ, 1999; FOHRER, 1982; GUNNEWEG, 2005; RENCKENS, 1969).

1.1 La religión de los patriarcas y matriarcas

Los orígenes de Israel y su religión deben remontarse a la tierra de Canaán, a partir del sistema tribal familiar. Fue dentro del territorio cananeo y en su contexto cultural donde se desarrolló la religión de los hebreos, con la participación de diversos grupos tribales del exterior, además de la influencia de las religiones de los pueblos vecinos (SCHWANTES, 2008, p. 31-33).

La prehistoria de Israel se caracteriza por el tribalismo, un sistema que continuó resistiendo incluso bajo regímenes posteriores. La tribu representa a la familia extensa, es decir, cada tribu está formada por clanes que, a su vez, agrupan a varias familias. La liga tribal se basa en la consanguinidad, aunque puede integrar diferentes clanes. Estos grupos han resistido durante milenios, como seminómadas o sedentarios, que viven en las estepas, en los márgenes de las ciudades. Su sustento básico es el pastoreo. También se les conoce como grupos abrahámicos, por tener al personaje Abraham como su principal representante (GERSTENBERGER, 2007, p. 32-33).

En este sistema, los eventos más valorados son los relacionados con la vida familiar, como el nacimiento, la circuncisión, el matrimonio y el entierro. El culto suele ser ejercido por un miembro de la familia, que puede ser el padre, como Abraham (Gn 17,23), o las mujeres o madres, como Séfora (Ex 4,24-26), ya que todavía no hay un sacerdocio organizado. El altar se construye como lugar de culto, sagrado, pero provisional, como típico de los pueblos migrantes, a ejemplo de Abraham, que construye altares conmemorativos (Gn 12,7.8). Si bien el altar es el lugar del rito, las columnas de piedra son memoriales de eventos importantes en la vida de la persona o tribu, como hizo Jacob (Gn 35,14). El culto está ligado a elementos de la naturaleza, como los robles de Mambré, en los relatos de Abraham (Gn 13,18) y los altares de piedra, como en la prescripción del código de la alianza (Ex 20,25). No faltó el culto a las divinidades domésticas, llamadas terafín, como las que Raquel tomó de su padre (Gn 31, 19.30). (SCHWANTES, 2008, p. 81-83).

Con el sedentarismo se establecieron lugares sagrados, santuarios alrededor de los cuales se confederaban las tribus, en una organización conocida como anfictionia, término griego que etimológicamente significa habitar alrededor. Así se conocen los santuarios de Siquem, Betel, Hebrón y Beerseba, entre otros. En Siquem, Abraham construyó un altar como memorial de su experiencia con Dios (Gn 12, 6-7). Betel recuerda especialmente a Jacob, porque allí se le apareció Dios, llamado El-de-Betel (Gn 31,13; 35, 7). Hebrón está asociado con Abraham, Isaac y Jacob (Gn 35,27). Beerseba era un antiguo lugar de culto cananeo y pasó a recordar a los patriarcas y matriarcas (Gn 21.1-34) (RENCKENS, 1969, p. 69-76).

¿A qué dios o dioses adoraban las familias y tribus en el período prehistórico de Israel? No hay evidencia de la invocación o presencia del Dios Yhwh[1] en estos orígenes. Los textos bíblicos que lo mencionan se redactan más tarde y reflejan el monoteísmo yahvista que prevaleció más tarde. Tampoco hay evidencia de monoteísmo o henoteísmo en tiempos patriarcales. Dos textos mencionan claramente que los antepasados ​​adoraban a otros dioses. A Moisés, Dios le dice que se apareció a Abraham, Isaac y Jacob como El Shaddai, y confirma: “Pero por mi nombre, Yhwh, no me conocían” (Ex 6, 3)[2]. En palabras de Josué: “Más allá del río habitaban en otra época vuestros padres, Tarah, padre de Abraham y de Nacor, y servían a otros dioses” (Jos 24, 2). Hay textos que hacen referencia a una ruptura con diferentes divinidades. Jacob propone a su familia: “Expulsad los dioses extranjeros que hay entre vosotros, purificaos y cambiad vuestra ropa” (Gn 35, 2). En la llamada asamblea de Siquem, Josué propone al pueblo: “Echad a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres al otro lado del río y en Egipto, y servid a Yhwh” (Jos 24,14). Hay testimonio de cultos privados, “sacrificios en los huertos, quemando incienso sobre ladrillos” (Is 65,3); con la mención de los dioses arameos, “preparáis una mesa para Gad, ofrecéis mezcla en copas llenas a Meni” (v. 11). Hay detalles de la adoración a Ishtar, la reina del cielo, probablemente diosa familiar, por parte de mujeres que declaran: “Porque continuaremos haciendo todo lo que prometemos; para ofrecer incienso a la reina del cielo y hacer sus libaciones, como solíamos hacer nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén “(Jr 44,17) (GERSTENBERGER, 2007, p. 66-80).

La presencia de deidades femeninas se encuentra en otros textos. Las palabras de Yhwh a Gedeón ordenan: “Toma el toro de tu padre, el toro de siete años destruye el altar de Baal que pertenece a tu padre, y rompe a Asherah junto a él” (Jc 6,25). La presencia de Asherah, que algunas Biblias traducen como “poste sagrado”, en realidad se refiere a una diosa también conocida como Astarté, en otros textos bíblicos (Jc 2,13), identificada como la diosa del amor y la fertilidad, consorte de Baal y, según hipótesis arqueológicas, del propio Yhwh (CORDEIRO, 2007, p. 1-22).

Cada una de las diferentes familias o clanes tenía sus propias divinidades, como atestiguan algunos textos. En el marco literario de la autopresentación divina, Yhwh aparece como: “el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3, 16). Esta referencia al Dios (elohim) de cuatro personas parece referirse a cuatro experiencias diferentes de Dios, o posiblemente a cuatro entidades religiosas diferentes. Estas experiencias se resumen en la expresión “Dios de los padres” (Ex 3,13). Además de estar asociados con diferentes personas, estas deidades tienen sus propios epítetos. Al Dios de Isaac se le conoce como el “Temor de Isaac” (Gn 31, 43.53); el Dios de Jacob es el “Fuerte / Fuerte de Jacob” (Gn 49,24; Is 49,26; 60,16; Sal 132,2.5). El Dios de Abraham estará asociado con el “Dios Todopoderoso” (Gn 17, 1). Así, tendríamos tres experiencias religiosas o tres teologías diferentes, cuya memoria se conservó en los textos bíblicos (SCHWANTES, 2008, p. 75-83).

Esta religión prehistórica, así como en otras etapas de la historia de Israel, está marcada por influencias de innumerables pueblos vecinos. Se menciona a los arameos, como en las historias de Jacob (Dt 26, 5; Gn 24-36); de madianitas, como en la familia del suegro de Moisés, Reuel o Jetro (Ex 2,16-22), también llamado Hobab el kenita (Jc 1,16; 4,11) y quizás con otras regiones como el norte de Arabia (SCHMIDT, 2004, p. 19).

El monoteísmo yahvista, que forma la redacción final del Antiguo Testamento, comienza con el evento del éxodo, asociado con la teofanía del Sinaí. Anteriormente, los padres y madres de Israel adoraban a El, que era el dios principal del panteón cananeo, y que más tarde se identificó con Yhwh. Muchos hebreos adoraban al dios cananeo Baal, posterior archirrival de Yhwh. La propia descripción de Yhwh representa a un dios de la tempestad, más acorde con el imaginario cananeo. El Dios Yhwh, por cierto, está asociado con el contexto del suegro de Moisés, Jetro, sacerdote de Madián (Ex 18, 1-12). El culto al Dios del Éxodo pudo haber llegado a Israel, por tanto, por el grupo de esclavos liberados de Egipto, o incluso por los mercaderes madianitas (RÖMER, 2016, p. 72-73).

Por lo tanto, se puede concluir que la adoración de Yhwh es anterior a Israel y proviene de fuera de Canaán. “Yhwh vino del Sinaí, amaneció para ellos desde Seir, brilló en el monte Pharan. De los grupos de Cades llegó a ellos, desde el sur hasta las faldas” (Dt 33, 2). Esta región del sur corresponde al territorio ocupado por los madianitas, kenitas, beduinos de Shasu. Alrededor de este Dios de la montaña, los hebreos habrían desarrollado el culto del Sinaí. Este culto está asociado con la ley divina, en el Código de la Alianza. Esta tradición del Sinaí se asoció más tarde con la tradición del Éxodo. El Dios de la montaña, manifestado en los fenómenos de la naturaleza, llegó a ser adorado como el Dios de la historia, liberador de la esclavitud en Egipto. (SILVA, 2004, p. 75-80).

1.2 Religión en la Monarquía

La confederación de tribus hacia una unidad ideal se consolidó en torno a un régimen específico, conocido como el período de los jueces, con una duración histórica de dos siglos, más o menos entre 1220 y 1040 a.C. y persistiendo durante los siglos venideros. Este movimiento de unificación tribal corresponde a un proceso de sedentarización y, en conjunto, de identificación cultural y religiosa. Los relatos bíblicos, principalmente de los libros de Josué y Jueces, presentan este proceso como una lucha por la conquista de la tierra, con la ayuda de la acción divina.

En todo caso, asentado en la tierra, este Israel siente la necesidad de un régimen monárquico, con un rey que ejerza la justicia, “como ocurre en todas las naciones” (1Sm 8, 5). La monarquía surgió, por tanto, como una imitación de los reinos circundantes, con varios intentos, que culminaron con la unción de Saúl, seguida de David y Salomón. Después de este tiempo de monarquía unida, que habría durado alrededor de un siglo, más o menos desde el 1040 al 930 a.C., el reino se divide entre el norte de Israel y el sur de Judá.

La monarquía introduce cambios en todos los sentidos en la vida de Israel. Desde un punto de vista político, el estado reemplaza al clan. El Estado, a su vez, se consolida como única instancia política y jurídica. En el aspecto económico, aparece la práctica de la tributación, con la concentración de bienes y productos y, especialmente, con la recaudación de impuestos. Se desarrolla el comercio centralizado por el estado.

La religión se ajusta al nuevo modelo político por un lado y la monarquía se ajusta a Dios Yhwh por el otro. El gobierno monárquico adquiere un carácter sagrado, como los reinos vecinos. El rey se presenta a sí mismo como el representante de la divinidad. Dios es el protector del rey y el pueblo se convierte en propiedad de Dios. El santuario y el templo pertenecen al rey. El sacerdocio se articula como poder y como instancia de apoyo al gobernante (SCARDELAI, 2008, p. 23-25).

La práctica religiosa de este período está marcada por el sincretismo. La población originaria de Canaán tenía una religión típicamente campesina, con variaciones de la pareja divina Baal y Astarté, que se adaptaba a las diferentes necesidades de la vida. Las manifestaciones religiosas estaban vinculadas a los fenómenos de la naturaleza y los ciclos de la vida humana y las actividades agrícolas. No faltaron prácticas degeneradas como la prostitución y el sacrificio de niños. En este entorno campesino, era difícil para el Dios de los nómadas competir con las divinidades sedentarias. (RENCKENS, 1969, p. 162-163).

La realeza de Israel, sin embargo, intenta adaptarse al yahvismo. Yhwh era Dios del desierto y la tormenta, al principio, habiendo asumido el papel de liberador de la esclavitud, en Egipto, luego un guerrero valiente, en la conquista, y ahora asume la función de campesino, en un estilo de vida sedentario. Mientras que la monarquía de Israel imita a la de las naciones vecinas, incluido el apoyo de sacerdotes y profetas de palacio, el culto a Yhwh le da una diferencia. Como Gedeón respondió a la gente, en un intento de establecer la realeza: “No seré yo quien reinará sobre vosotros, ni mi hijo, porque es Yhwh quien reinará sobre vosotros” (Jc 8,23). Esta convicción de que sólo el Señor es rey garantizará lo diferencial en la orientación de los distintos gobernantes de la nación. En vista de esto, el rey es el representante de Dios, pero está sujeto a la ley divina. Tiene el poder ejecutivo y judicial, pero no el legislativo, ya que la Ley fue dictada y le correspondía al rey ejecutarla (RENCKENS, 1969, p. 172).

La profecía asegura al yahvismo como la religión de Israel durante la secuencia de varios monarcas. También hubo profetas en otras monarquías de la época, pero con la función de brindar apoyo a la propia realeza. En Israel, los profetas asumen un papel crítico, para anunciar la propuesta divina y denunciar los excesos de los reyes[3].

La profecía de Israel hizo una contribución única a la historia, con su mensaje centrado en la justicia. Ante esto, los profetas se convirtieron en guardianes del yahvismo, la conciencia crítica de la monarquía, desde el principio. El profeta Samuel reprocha al rey Saúl su desobediencia (1Sm 15,24); tal como Natán denuncia a David (2Sam 12, 1-10); y Ahías de Silo apoya la revuelta contra Salomón (1 Rs 11,29-31). Esta tradición profética continúa a lo largo de la monarquía, con picos crecientes en tiempos de mayor crisis.

Elías representa un momento particular del choque entre el yahvismo y el baalismo, a mediados del siglo IX a. C. En ese momento, las deidades Baal y Asherah vieron aumentado su culto en Israel, gracias al matrimonio del rey Acab con la reina Jezabel, hija del rey de Tiro. El profeta Elías ataca al rey Acab y a la casa real: “Yo no soy el azote de Israel, sino tú y tu familia, porque has abandonado a Yhwh y has seguido a los Baales” (1 Rs 18,18). Desafía a los profetas de Baal en el monte Carmelo (1 Rs 18, 20-40). Condena a la reina por el soborno, asesinato y robo contra el dueño de la viña Nabot (1 Rs 21, 17-24). Las acciones de Elías, ante una reforma yahvista, continúan con Eliseo, a quien transfiere su manto profético, y con grupos conocidos como “hijos de profetas” o “hermanos profetas” (2 Rs 2, 7-18).

Este aumento del yahvismo se verá reforzado en el norte por las profecías de Amós y Oseas un siglo después, a mediados del siglo VIII a. C. Amós se precipita como león rugiente (Am 3,8), contra el santuario del rey en Betel, y contra su sacerdote Amasías (Am 7,10-17). Denuncia los crímenes de las naciones vecinas (Am 1-2) y del propio Israel, ya sea corrupción, soborno y explotación de los débiles. Anuncia el día de Yhwh como un día de tinieblas (Am 5, 18-20). Propone una ética diferente, basada en la justicia, que será una diferencia constante en la tradición religiosa de Israel, y se puede resumir en la formulación de Amós: “Corra la ley como agua y la justicia como río impetuoso” (Am 5, 24). Oseas alza la voz en el mismo tono y en el mismo contexto histórico, a través de la metáfora de la prostitución, “porque la tierra se ha prostituido constantemente, alejándose de Yhwh” (Os 1,2). De ahí la crítica a los cultos cananeos (Os 4,12-14); a las solicitudes de ayuda de Egipto y Asiria (Os 7,8-12); a la práctica religiosa exterior, sin coherencia con la vida (Os 8,11-14). Toda esta situación lleva al profeta a concluir, en el nombre del Señor: “Porque es amor lo que quiero y no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas 6, 6).

Mientras tanto, el profeta Isaías trabaja en el sur, durante un largo período, entre el 740 y el 700 a. C., y observa el ascenso de Asiria sobre Israel y Judá. Sus críticas inicialmente se centran en la corrupción generalizada de Judá (Is 3, 1- 15); luego, contra las alianzas con Israel y Siria (Is 7, 1-9); luego contra la sumisión de Judá a Asiria (Is 20,1-6); y, finalmente, sobre la fallida invasión de Jerusalén por Asiria (Is 14, 24-27). Con la caída de Samaria, el imperio asirio destruyó el reino del norte y con sucesivas incursiones militares redujo el sur al vasallaje. Con esto, los cultos extranjeros, especialmente los asirios, se introdujeron en los santuarios del norte, pero también en Jerusalén. El intento de Ezequías de reforma político-religiosa no impidió que las deidades cananeas, como Baal y Astarté, continuaran, ni la introducción de otras extranjeras como Ishtar, Shamash, Tamuz, con prácticas como la prostitución sagrada y el sacrificio de niños, llevando a la consecuente degradación moral.

Como concluyen las denuncias proféticas, durante la monarquía, el culto a Yhwh estuvo lejos de ser unánime. Lo que hace oficial el yahvismo es la reforma de Josías alrededor del 622 a. C. El rey aprovecha un período de auge del imperialismo asirio para emprender una reforma político-religiosa en el reino de Judá. Esta reforma se basa en el libro de la Ley o libro de la alianza (2 Rs 22-23), identificado con Deuteronomio, y se expresa en la teología deuteronomista, que se resume en tres pilares: un solo Dios, Yhwh; un templo central, Jerusalén; y un rey gobernante, de la dinastía de David. Esta teología reafirma las tradiciones yahvista, como las promesas a los patriarcas, la liberación de Egipto, la posesión de la tierra y la alianza con David, expresada en la profesión de fe (Dt 26, 5-10). El Templo de Jerusalén centraliza exclusivamente el culto a Yhwh (Dt 12,5). Esta estabilidad se refiere a la alianza del Señor con el rey David, un modelo ideal, según la tradición bíblica dominante (2Sm 7,1-17). Las consecuencias de la reforma de Josías para los cultos populares se describen en 2 Rs 23 y se resumen en la demolición de santuarios, destrucción de objetos de culto, remoción de sacerdotes, prohibición de los cultos de Baal y Asherah, las estrellas y otras deidades (NAKANOSE , 2000).

En un balance general de la vida religiosa de Israel, durante la monarquía, se pueden ver diferentes influencias. De Egipto, Israel heredó el modelo de monarquía, con todo su aparato institucional y con la ideología que lo sustentaba, y que se refleja en la historia de los reinos, en la literatura sapiencial y en innumerables tradiciones relacionadas con los reyes. De Mesopotamia heredó narrativas de orígenes, estructuras de algunos Salmos, poesías como Job y tradiciones legales. De Canaán, la representación de Dios como rey y las tradiciones de la lucha contra el caos (SCHMIDT, 2004, p. 20).

1.3 Religión em el exilio

El exilio babilónico marca el siglo VI a.C., con la deportación de oleadas de la población de Judá, principalmente ligadas a la élite. El drama histórico deja a la nación sin territorio, sin gobierno y sin Templo. Pero no sin fe. Es en el exilio donde se siente el efecto de la reforma de Josías. Si no hay territorio, se da la posibilidad de crear otros lazos de unión. Si no hay rey, es hora de reforzar el señorío de Yhwh. Si no hay templo, es una oportunidad para valorar el libro de la Ley. Si no hay sacerdocio, se valora la profecía. Babilonia es el entorno en el que se fortalece la religión de Israel, con prácticas renovadas de fe. “Es un hecho muy notable que la ruina de Israel no constituye al mismo tiempo el fin de su religión. No solo la historia de la religión de Israel aún no ha terminado, sino que es ahora que definitivamente comienza”(RENCKENS, 1969, p. 181).

La caída de Jerusalén se describe en 2 Rs 25,8-30, con el incendio del Templo, el palacio real y los edificios principales, con el saqueo de los objetos sagrados y con el arresto de sacerdotes y jefes. La descripción de la caída concluye con la declaración: “Entonces Judá fue desterrado lejos de su tierra” (2 Rs 25,21). Luego escribe una palabra sobre el remanente, los campesinos de Judá, llamados “la gente de la tierra” (2 Rs 25, 22-24), y otra sobre el grupo que fue deportado a Egipto. (2Rs 25,25-26).[4]

La situación del remanente en Judá se puede entender a partir del libro de Lamentaciones, una especie de recopilación de cantos fúnebres, lamentaciones individuales y colectivas. Reflejan el sufrimiento de la gente, ancianos abandonados, viudas indefensas, niños hambrientos. Se refieren a la destrucción de Jerusalén y tienen su entorno vital en los escombros del Templo. Constituyen “una especie de ‘cancionero’ de celebraciones litúrgicas junto a las ruinas del templo de Jerusalén” (SCHWANTES, 2009, p. 57).

La situación de los refugiados en Egipto se encuentra en Jr 42-45. El propio profeta acompañó al grupo y allí pronunció palabras de aliento y esperanza, además de denunciar las prácticas sacrificiales a la reina del cielo y otras abominaciones (Jr 44).

La situación de los deportados a Babilonia es la que revela más datos sobre la experiencia religiosa en ese momento. Se puede ver en las palabras del salmista: “A orillas de los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia por Sión” (Sal 137,1). La experiencia religiosa de los tiempos exílicos está registrada por las palabras y acciones de dos grandes profetas, Ezequiel y un discípulo de Isaías, conocido como Segundo Isaías o Deuteroisaías (Is 40-55).

Ezequiel era un sacerdote de la élite de Jerusalén y fue llamado a profecía en tierras de exilio, un hecho sin precedentes se convierte en el primer profeta en actuar fuera de la tierra de Israel (Ez 1, 3). El sacerdote se convierte en profeta, otro hecho extraordinario y, en esta condición, comienza a animar a las comunidades exiliadas (3,15; 8,1; 14,1 …). La gloria del Señor, que antes se manifestaba en el Templo de Jerusalén, ahora se traslada a ese valle (3,23), al río Cobar (Ez 1,3; 3,15,23). Con eso, la visión profética se expande y reconoce la presencia de Dios en medio de un grupo de esclavos. La salvación, en esta perspectiva, está en el exilio, no en Judá, que fue un pueblo rebelde (2,5; 12,2-3) y practicaba la abominación (6,9; 8,6). Ezequiel denuncia al rey (17), a los profetas (13), al Templo (8) y a la élite (22: 23-31). Su propuesta incluye un nuevo David, justo y dedicado a los pobres (34, 23-24; 37,24); un nuevo templo, controlado por sacerdotes, no políticos (40-48); un nuevo éxodo, con el regreso de los dispersos a la tierra de Israel (20,42; 36,24; 37,12). En esta visión de esperanza, los retornados serán purificados (36,25; 37,23). Los fracasos de antaño serán superados, de cara a una recreación radical, “a causa de mi santo nombre”, dice el Señor (36,22). La nación será reconstruida, con el efecto del Espíritu, capaz de avivar un valle de huesos secos (37). El profeta rompe la teología de la retribución, que justificaba los males y, específicamente, la destrucción de Judá, como castigo de Dios. En este sentido, desaprueba el proverbio que dice: “Los padres comieron uvas agrias pero los dientes de los hijos tienen la dentera” (18, 2); y agrega: “¡Sí, el que peca es el que muere! El hijo no sufre el castigo de la iniquidad del padre, como tampoco el padre sufre el castigo de la iniquidad del hijo: la justicia del justo le será imputada a él, como la iniquidad del impío le será imputada a él.” (18,20). (SCHWANTES, 2009, p. 75-92).

Deuteroisaías (Is 40-55) da un paso más. Representa a un profeta o una profecía comunitaria, portavoz de los grupos exiliados. Comienza proclamando: “Consuela, consuela a mi pueblo … di que su servicio está hecho, que su iniquidad está expiada” (Is 40, 1-2). El exilio fue un período de purificación, pero los pecados han sido borrados (43, 25-28). Lo que ahora está a la vista es una recreación (43,1), un nuevo éxodo (43,16), con el regreso a la tierra de Israel (48,20; 52,11-12). En esta liberación, la gloria de Yahvé se manifiesta (40,5), a través de la acción de Ciro, el ungido (45,1) (SCHWANTES, 2009, p. 92-108).

En el reino del exilio, Babilonia se convirtió en el punto de referencia para la renovación religiosa. En una carta enviada por Jeremías, desde Jerusalén, a los líderes del exilio, propone que reconstruyan la vida en esa nueva realidad, con la construcción de casas, la siembra de cultivos, realización de bodas y la vida social normal: “Buscad la paz de la ciudad adonde os he desterrado, y rogad al SEÑOR por ella; porque su paz será tu paz”(Jr 29,7). En este contexto, las personas deportadas pueden organizarse en colonias, conservar el derecho de ir y venir, trabajar en el campo. Pueden mantener su idioma, costumbres y, sobre todo, sus prácticas religiosas, que aseguran su identidad como pueblo.

En el contexto religioso del exilio, el yahvismo se afirma como el dominio de un solo Dios, por lo tanto como monoteísmo, para ser reafirmado en el período posterior al exilio, de manera absoluta y exclusiva, con el regreso de la élite sacerdotal. En boca de  Deuteroisaías  se coloca esta profesión de fe: “Yo soy Yhwh, y no hay nadie más, fuera de mí no hay Dios” (Is 45,5). El Dios de Israel gana fuerza, precisamente en el enfrentamiento con el dios babilónico Marduk, mientras asume atributos de esa deidad (REIMER, 2009, p. 48-50).

La ausencia de un lugar sagrado para la celebración de los servicios da lugar a encuentros en torno a la palabra, que adquieren mayor importancia en ese contexto. Independientemente de la ubicación geográfica, el yahvismo se puede practicar en cualquier contexto en el que las personas se reúnan. Ezequiel informa varias de estas reuniones (Ez 8,1; 14,1; 20,1). Posiblemente allí se pusieron las raíces de la sinagoga, institución que surgirá más tarde, con los edificios adecuados.

La observancia del sábado, una antigua tradición de los hebreos, se convierte en un rito destacado para los grupos exiliados. De hecho, el sábado se convierte en una insignia de la identidad de ese pueblo, ya que los babilonios no lo conocían. Con razón, Ezequiel recomienda: “Debes santificar mis sábados, para que sean una señal entre tú y yo, para que se sepa que yo soy Yhwh tu Dios” (Ez 20,20).

La circuncisión se convirtió en otra práctica fundamental para distinguir al pueblo del Señor. Habiendo sido una práctica común en Canaán, la circuncisión no se imponía en Mesopotamia, por lo que, para las personas en el exilio, se convirtió, junto con el sábado, en “una señal de la alianza” (RENCKENS, 1969, p. 231).

Sin embargo, la religión babilónica constituía una fuerte amenaza para el yahvismo. El dios Marduk era celebrado con pomposas procesiones y se presentaba victorioso, hasta el punto de que había derrotado al pueblo de Israel. No faltó quien, en sus hogares, erigiesen imágenes de los dioses babilónicos (Ez 14,1-11), o consultas con hechiceras de la magia de aquellas divinidades (Ez 13,18) (FOHRER, 1982, p. 285- 286).

A pesar de ello, el yahvismo resistió, se fortaleció y se recreó en el ambiente del exilio. Allí se cultivó y amplió el libro, que más tarde se denominaría Biblia. La palabra de Dios alimentó la vida espiritual, con la reinterpretación de las antiguas tradiciones, con la aplicación de leyes y mandamientos y con nuevos conceptos sobre Dios y sobre el pueblo. En el exilio se amplió el libro de la Ley, que básicamente constituye el Deuteronomio; se revisó la Obra Histórica Deuteronomista (Josué-Reyes); y se completó el Código de Santidad (Lv 17-26) (FOHRER, 1982, p. 388-390).

En el exilio babilónico, la religión de Israel fue completamente rehecha. Esta renovación constituyó una nueva creación: “Así dice Yhwh, tu redentor, el que te modeló desde el vientre de tu madre: Yo, Yhwh, hice todo” (Is 44, 24); nueva historia: “No te acuerdes de las cosas pasadas” (Is 43,18); nuevo éxodo: “He aquí que voy a hacer algo nuevo” (Is 43,19); nueva alianza: “Concluiré con ellos una alianza de paz, que será pacto eterno” (Ez 37,26). La esperanza para el futuro comienza a tomar contornos escatológicos, con visiones de una era futura de redención y liberación. La idea del pueblo de Dios sufre cambios radicales. La salvación es para un “resto”: “Entonces el resto de Sion y el resto de Jerusalén serán llamados santos” (Is 4,3; Sf 3,13); Dios rescata a la nación de las cenizas: “No temas, gusano de Jacob, y tú, gusano de Israel” (Is 41,14); el Mesías es un siervo sufriente, solidario con los esclavos de Babilonia: “Yhwh quiso herirlo, someterlo a la enfermedad. Pero si ofrece su vida como sacrificio por el pecado, ciertamente verá una descendencia, prolongará sus días y, a través de él, triunfará el designio de Dios ” (Is 53,10).

1.4 Religión en el período persa

La entrada del ejército de Ciro en Babilonia en 539 a. C. inaugura el imperio persa e introduce diferentes tácticas políticas y religiosas. Esta política de tolerancia permite la repatriación de los pueblos exiliados y la práctica de su religión. La administración política y legal persa está a cargo de las provincias, llamadas satrapías, con un sátrapa a la cabeza de cada una. Se mejora el sistema económico fiscal, incentivando la circulación de la moneda. Esto acentúa la explotación, la deuda y la esclavitud. La sociedad mixta, resultado de la política de repatriación, aumenta las diferencias sociales, legado de los babilonios. La religión oficial del imperio persa se basa en la tolerancia, lo que permite a cada pueblo practicar su fe y seguir sus costumbres. En el propio Imperio Persa, la práctica relig iosa persiste con un énfasis escatológico, con desdoblamientos de Zoroastro, mesianismo, dualismo, juicio y resurrección.

Este nuevo contexto permite el regreso de los exiliados y favorece la reconstrucción de Judá, por lo que el nuevo emperador será saludado como “pastor” (Is 44,28) y como “mesías” (Is 45,1). De hecho, el edicto de Ciro de 538, informado al final de 2 Crónicas y al comienzo de Esdras, corresponde a la ideología de la política persa. Habiéndose liberado la posibilidad de reconstrucción, se presentan varios proyectos, no exentos de conflictos y oposiciones.[5]

“En el primer año del rey Ciro, el rey Ciro ordenó: Templo de Dios en Jerusalén. El templo será reconstruido para ser un lugar donde se ofrezcan sacrificios y sus cimientos deberán ser restaurados” (Esd 6, 3). De hecho, el Templo de Jerusalén fue reconstruido en cinco años, desde el 520 al 515 a.C. Diversas fuerzas convergieron en la propuesta de la recuperación, la adoración y los sacrificios del sacerdocio. Con el apoyo del imperialismo persa, colaboran Zorobabel, descendiente del rey de Judá; Josué, descendiente del sumo sacerdote de Jerusalén; Esdras, escriba y representante del rey de Persia; Nehemías, gobernador de Judá, designado por el rey de Persia; los profetas Ageo y Zacarías. El proyecto de reconstrucción reunió claramente a las élites colaboracionistas, para unir trono y altar, política y religión, en una especie de sistema teocrático. En la competencia para identificar quién era el verdadero Israel, el grupo dominante obtuvo el apoyo de una gran parte de la gente para construir el llamado segundo Templo. Se recuperó la teología de la retribución, para justificar que el sufrimiento del pueblo era un castigo de Dios, por haber abandonado el Templo en ruinas (Ag 1,3-11); o que se debió a matrimonios con mujeres extranjeras (Esd 9, 1-2; 10, 2.10). La ideología que sustenta este proyecto exclusivista se expresa en la teología deuteronomista, ahora intensificada (VASCONCELLOS; SILVA, 2009, p. 161-170).

En resumen, la propuesta religiosa oficial propone el estricto cumplimiento de la Ley, explicada por Esdras y los levitas (Neh 8,1-8); la recuperación de la pureza de raza, con la consiguiente expulsión de mujeres y niños extranjeros nacidos de estas uniones (Ez 10,3.11); la construcción del Templo, como lugar exclusivo de culto al único Dios Yhwh; la restauración de la teología davídica, con la propuesta de un nuevo mesías.

Esta religión basada en la Ley, el Templo y la raza pura fue la que se impuso como oficial y constituyó los cimientos del judaísmo. Pero no sin oposición. En la construcción del Templo, se enfrentaron explícitamente a los samaritanos (Esd 4, 1-23), quienes comenzaron a formar una corriente religiosa diferente. Otros grupos o movimientos de oposición se pueden identificar entre las líneas de la literatura que siguió. Cinco rollos, debidamente nombrados Meguillot en hebreo, constituyen una especie de Pentateuco popular. Recogen historias como la de Rut, mujer, viuda, extranjera, pobre, que se une al pueblo y Dios de Israel: “Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rt 1,16); y da lugar al linaje de David, un mesías bastante diferente a ese rey ideal: “Le nació un hijo a Noemí, y lo llamaron Obed. Fue padre de Isaí, padre de David” (Rt 4, 17). El Cantar de los Cantares es otro libro del mismo contenido, protagonizado por el discurso de una mujer, campesina y pastora, decantando el amor y la pasión, la libertad de los cuerpos y la transgresión de las normas legales de pureza. La única mención del nombre divino en todo el libro sería una abreviatura de Yhwh, cuando declara: “¡Porque el amor es fuerte, es como la muerte! Cruel como un abismo es la pasión; sus llamas son llamas de fuego, una chispa de Yah” (Ct 8,6). Más adelante, en esta misma colección de cinco rollos, se encuentra Eclesiastés, cuestionando el significado mismo de la existencia bajo gobiernos opresores, y en el que ni siquiera se menciona el nombre de Dios. Los libros de Lamentaciones, sobre las ruinas de Jerusalén y Ester, sobre el heroísmo de una mujer completan la lista de cinco rollos. (MENA LÓPEZ, 2010, p. 9-158).

En esta línea de oposición al judaísmo oficial, se podría mencionar a Job, quien desafía la teología de la retribución; y Jonás, descontento con la conversión de Nínive. Y, sin embargo, las propuestas escatológicas de un cielo nuevo y una tierra nueva, incluidos los extranjeros, de Trito Isaías (Is 56-66); el derramamiento del Espíritu sobre los niños y los ancianos y sobre los esclavos y las esclavas, por el profeta Joel (Jl 3, 1-5); el pobre Mesías montado en un burro, según Déutero Zacarías (Zc 9,9-10); el Templo como centro de justicia, por el profeta Malaquías (Ml 3,1-5).

1.5 Religión en el período helenista

Alejandro, llamado el grande, al derrotar a los persas, fundó un nuevo imperio y comenzó el proyecto helenista, a partir del 333 a. C. Su breve y victoriosa trayectoria, resumida al comienzo del primer libro de los Macabeos, así como el reinado de sus sucesores y sus hijos, reciben un juicio lapidario: “Y los males se han multiplicado sobre la tierra” (1Mc 1,9). En la visión de Daniel, Alejandro se compara con un macho cabrío con cuernos, de cuyos cuernos nacen otros cuatro, que le sucedieron (Dn 8, 1-22). El cuerno más terrible será uno de sus descendientes, Antíoco Epífanes (Dn 7,8). La información del primer libro de los Macabeos es confirmada por la historia: “Alejandro … después de todo eso, se enfermó y se dio cuenta de que iba a morir … así que convocó a sus oficiales … y, estando aún vivo, repartió entre ellos el reino” (1 Mc 1,5,6). En efecto, el reino se dividió entre los cuatro generales de confianza de Alejandro, llamados diádocos. Quienes mantuvieron el control sobre Judea fueron los Ptolomeos de Egipto durante un siglo (301-198 a. C.), luego los seléucidas de Siria durante casi otro siglo. E impusieron, cada imperio a su manera, el pensamiento helenístico[6].

Después de Alejandro, de hecho, el mundo en ese momento comenzó a helenizarse, con consecuencias que perduran hasta nuestros días. La unidad política autónoma en el dominio helénico es la polis, la ciudad libre. La economía, basada en el libre mercado, aumenta la circulación de la riqueza y facilita la sociedad terrateniente y esclavista. La filosofía que sustenta el nuevo proyecto es racionalista, con implicaciones para el universalismo, el humanismo, el materialismo y el dualismo. La religión sigue los moldes filosóficos, con Zeus como el dios supremo de un panteón variado. La práctica religiosa incluía sacrificios a las deidades, prostitución sagrada y éxtasis místicos. La mitología explicó los grandes misterios del ser humano y del mundo. Las preocupaciones sobre la vida después de la muerte no fueron tan pronunciadas como en otras religiones (REINKE, 2019, p. 232-247).

El judaísmo oficial, al comienzo del período helenístico, debe estar bien constituido, teniendo en funcionamiento el Templo de Jerusalén, con todo su aparato litúrgico y con la jerarquía sacerdotal en ejercicio, como lo demuestran los libros de Levítico y Ezequiel. La Ley, llamada Torá, debe seguirse fielmente, como una forma de ser y de comportarse, según el Pentateuco, que ya tiene su forma definitiva. Para interpretar la Ley, aparece una nueva clase, junto a los sacerdotes, los escribas o doctores de la Ley. Mientras los sacerdotes se ocupan del Templo, ligados al culto, los escribas guían la sinagoga, centrados en el libro. Se les llama rabinos y mantendrán activo al judaísmo después de la destrucción del Templo. Históricamente, el Templo de Jerusalén, reconstruido tras el regreso del exilio, no llegó a ocupar la centralidad del culto, como había sucedido con el primer Templo, desde la época de la monarquía. La novedad del culto radica en la sinagoga, ya no centrada en los sacrificios sangrientos oficiados por sacerdotes, como los del Templo, sino en la participación de toda la comunidad, mujeres, niños y hombres judíos, como se atestigua desde la época persa, según la asamblea dirigida por el escriba Esdras, con lectura de las Escrituras y oración (Ne 8). En la sinagoga, “leer y aprender la Torá son las principales actividades, a las que se suman la oración y la meditación” (GERSTENBERGER, 2007, p. 306).

De la Biblia hebrea, se formaron dos colecciones, la Ley (Torá) y los Profetas (Nebiîm). La tercera colección, los Escritos (Ketubîm), es objeto de una fuerte actividad literaria en este período helenístico, con un acento en la sabiduría (RENCKENS, 1969, p. 241-243).

La literatura sapiencial, fuerte expresión del pensamiento judío, recibe su forma definitiva en este período cercano a la era cristiana, aunque sus raíces son muy antiguas. El libro de Proverbios expresa este aporte, a través de dichos populares, transmitidos de boca en boca, basados ​​en vivencias cotidianas. Precisamente por eso, los refranes reflejan las contradicciones de la vida, ya sea riqueza y pobreza, palacio y campo, reyes y esclavos, justicia e impiedad, mujeres y hombres, niños y ancianos, sabios y necios. La sabiduría en general, y los proverbios en particular, tuvieron influencias extranjeras, principalmente de Egipto (Pr 22, 17-24,22). En estos momentos de crisis, el libro de Eclesiastés elabora el pensamiento judío crítico en la diáspora egipcia, bajo el gobierno de Ptolomeo. El libro de Job, cuestionando el significado del sufrimiento de los inocentes, profundiza la crítica a la teología de la retribución (CRB, 1993, p. 13-33).

La literatura apocalíptica también ganó impulso en este período helenístico, con influencia persa y un acento en la escatología. A partir de la crisis del exilio, la profecía comienza a adquirir huellas apocalípticas, ya con Ezequiel (Ez 38-39) y con Isaías (Is 24 y 27; 34 y 35; 65 y 66). Sin embargo, gana más rasgos escatológicos con Joel, Malaquías, Déutero Zacarías (Zc 9-14) y, principalmente, con Daniel. Este género está ampliamente desarrollado en el período intertestamentario, en varios libros apócrifos. En el Nuevo Testamento, el Apocalipsis de Juan es la máxima expresión de esta teología. Se caracteriza por ser una expresión religiosa de resistencia por parte de quienes no tienen poder político; se traduce a un lenguaje fuertemente simbólico, para expresar las inquietudes religiosas; tiene, en general, una visión dualista del mundo y la historia; no pocas veces apela al seudónimo y a los nombres cifrados; busca, sobre todo, descifrar los misterios divinos en medio de la crisis (CRB, 1996, p. 32-59).

El jasidismo fue otro movimiento religioso de resistencia judía, contra el helenismo, en el período de dominación seléucida y, especialmente, contra la dominación de Antíoco IV Epífanes. Los jasídicos (piadosos) tenían raíces antiguas como grupo de observadores de la ley judía (1 Mc 2,29-42). Pero se manifestaron con vehemencia en el enfrentamiento con la helenización de los seléucidas, luchando junto a Judas Macabeo (2Mc 14,6). Posteriormente se unieron al sumo sacerdote Alcimo (fallecido en 159), pero éste los defraudó en sus esperanzas religiosas, ofendiéndolos con la destrucción de los muros exteriores del Templo, lo que facilitó el acceso de los paganos al lugar sagrado. Hay quienes atribuyen a los jasídicos los textos de Dan 7-12 y 2 Mc 6-7, textos sobre el martirio de Eleazar y la madre con sus siete hijos. El movimiento jasídico más tarde dio lugar a los fariseos y los esenios, estos vinculados a Cumrán. El nombre de fariseo fue dado por los griegos, con el significado de “separados” o “separatistas”. Los fariseos y saduceos nacieron en el período de Juan Hircano I (134-104 a. C.), el sacerdote comandante. Ambos preocupados por la ley, siendo los saduceos más liberales e inclinados a la política helenística (KONINGS, 2011, p. 102-103).

Las influencias del helenismo se sentirán, tanto en la religión de Israel como en el cristianismo, de diferentes formas. Mientras los judíos se identificaban con prácticas éticas y religiosas específicas, basadas en la Ley, los griegos proponían una religión universal, desconectada del contexto existencial. Si bien algunos judíos se adhirieron a estas ideas helenísticas, otros reaccionaron de manera radical. Entre las influencias helénicas sobre el judaísmo, destaca la traducción de la Biblia hebrea al griego, denominada Septuaginta o LXX. Esta Biblia será el vínculo con el cristianismo, principalmente a través del trabajo de los misioneros en las comunidades gentiles. La Septuaginta refleja el entorno de los judíos de la diáspora que viven en una comunidad helenizada en Egipto llamada Alejandría (SCARDELAI, 2008, p. 86-88).

La cultura helenística incidió tanto en los comienzos del cristianismo que hizo que Jesús y los apóstoles galileos hablaran griego; impuso la redacción de los Evangelios y todo el Nuevo Testamento en la misma lengua griega; y obligó a los hagiógrafos cristianos a citar la Biblia hebrea a partir de la traducción griega de la LXX. Otras influencias del helenismo se extienden sobre el cristianismo y la propia cultura occidental, e incluyen aspectos que involucran el concepto político de democracia, la filosofía racionalista, el movimiento renacentista, la visión dualista del ser humano como cuerpo y alma, y ​​la teología cristiana aristotélico-tomista.

2 La religión cristiana del Nuevo Testamento en su contexto religioso y cultural

La religión neotestamentaria está constituida por “una comunidad que nació del judaísmo antiguo, pero que, más allá de sus fronteras étnicas y culturales, se entendió a sí misma como la verdadera renovación de la Alianza y como un camino hacia la realización universal del ‘pueblo de Dios ‘: la comunidad cristiana” (KONINGS, 2011, p. 115).

La comunidad cristiana, de hecho, aparece como una renovación interna del mismo judaísmo, de cuya tradición heredó las Sagradas Escrituras, costumbres y prácticas que constituyen su matriz religiosa. También se afirmó en el diálogo, a veces amistoso, a veces conflictivo, con el helenismo, tanto en sus ideas filosóficas como en sus prácticas populares. Y se consolidó en el Imperio Romano, con un fuerte carácter de resistencia y superación.

Dada la amplitud y complejidad del tema, también hay una elaboración sintética, con intención didáctica, en el ámbito histórico del primer siglo de la era cristiana. Para la periodización de estos cien años se utilizan algunos hechos notables, con fechas redondeadas: nacimiento de Jesús (año 1), muerte de Jesús (año 30), inicio de las grandes misiones y redacción del Nuevo Testamento (año 50), caída de Jerusalén e incendio del Templo (año 70), finales del siglo I (año 100).[7]

2.1 Jesús de Nazaret, encarnado, crucificado y resucitado

Las primeras tres décadas del cristianismo, idealmente desde el año 1 hasta el año 30 de nuestra era, se ubican en los confines del Imperio Romano, entre el pueblo de Galilea de los Gentiles, llamado Nazaret, y la capital de la fe judía, la ciudad de Jerusalén. La trayectoria histórica de Jesús se desarrolla entre dos hechos extraordinarios para la fe, la Encarnación y la Resurrección. Lucas describe la encarnación con el anuncio de un ángel: “Hoy te ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor, en la ciudad de David” (Lc 2,11). Y la resurrección también la presenta Marcos con las palabras de un joven mensajero: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”(Mc 16,6). Los Evangelios reconocen en este hombre el cumplimiento de las esperanzas mesiánicas judías. Identifican al Mesías siervo sufriente con la persona del judío galileo de principios del siglo I. Jesús puede ser colocado “en el mundo judío en el que nació, se crio, se educó y por el cual fue crucificado salvajemente en la cruz romana” (SCARDELAI , 1998, pág.230).

Sus compatriotas lo reconocen como profeta, y más, como “el” profeta, el prometido en la antigüedad (Dt 18, 15.18), como declara la multitud después de la multiplicación de los panes: “Este es verdaderamente el profeta, el que es necesario que venga al mundo” (Jn 6, 14). A través de las palabras y acciones de Jesús, narradas en los Evangelios, emerge la figura de un profeta popular, con rasgos mesiánicos, atento principalmente al pan y la salud de los pobres y marginados. En la curación de enfermedades se revela la acción de Dios, y al compartir la mesa con los pobres se construye comunidad. Con un lenguaje sencillo y atractivo, a través de refranes y parábolas, llama la atención sobre un estilo de vida diferente. Esta propuesta desafiante requiere un radicalismo total, hasta el punto de renunciar a la propia vida. Y conduce a una relación diferente con Dios mismo, como un niño que va con su papá (Abba). Esta propuesta radical de Galilea se presenta como una buena noticia, preferentemente para los pobres, como se expresa en el llamado Sermón de la Montaña (Mt 5,1-12). Propone un Israel renovado, con condonación de deudas, recuperación de familias y comunidades, además de superar la enfermedad y el hambre. A este proyecto de vida radical el mismo Jesús lo llama Reino de Dios (PIXLEY, 1986, p. 85-96).

El proyecto de Jesús, como era de esperar, es atacado por las autoridades de la religión judía, por un lado, y, por otro, por las autoridades de la política romana. La combinación de estas fuerzas es lo que lo condenará a muerte. La frase sobre su cabeza lleva la acusación: “Rey de los judíos”.

Jesús vivió efectivamente la realidad de un campesino en Galilea, una región asfixiada por la presencia militar y la recaudación de impuestos por parte del Imperio Romano. Asimiló completamente las tradiciones religiosas de su pueblo, con las oraciones familiares y los servicios de la sinagoga. En Galilea, practicó la Torá y respetó la religión popular de su pueblo. Pero superó los límites legales, por la propuesta de justicia con piedad. En este sentido, rompió los grilletes del legalismo y la religión formal. (FREYNE, 1996).

2.2 El movimiento de Jesús y las primeras comunidades cristianas

Las próximas dos décadas, esquemáticamente, del año 30 al año 50, se sitúan en el contexto de la religión judía, con incursiones en el mundo helenístico, entre Jerusalén y Antioquía de Siria. Es el período de discipulado y misión, en el que muchas comunidades judías se adhieren a la forma de vida propuesta por Jesús. Tu memoria se convierte en una presencia constante e intensifica el cultivo de tus palabras y acciones. Se comienzan a recopilar sus dichos y parábolas, se elaboran relatos de pasión y se recopilan relatos de milagros.

Jesús llama discípulos, según Marcos (Mc 3,14-15), con tres propósitos específicos: quedarse con él, salir a predicar y echar fuera demonios. Este triple llamado se realiza plenamente después de la muerte y resurrección del Maestro. “Permanecer con Jesús” se lleva a cabo en la memoria viva, a través del cultivo de sus palabras y las celebraciones de su cena. “Salir a predicar” desencadena un movimiento misionero más allá de las fronteras geográficas y culturales. La “expulsión de demonios” tiene lugar en la lucha contra todas las formas de maldad que abundaban en diferentes contextos.

Lo que llamamos el movimiento de Jesús fue una propuesta de vida radical, que implicaba el desapego de la patria, la familia y las posesiones. El fundamento de esta propuesta es el llamado discurso misionero (Mt 10). Indica un estilo de vida itinerante, de dos en dos, de casa en casa, sin llevar nada consigo, para expulsar los males y traer la paz (HOORNAERT, 1994, p. 85-91).

Este movimiento misionero se afianza en sinagogas y hogares, constituyendo grupos locales, comunidades de fe con un nuevo formato. En torno a la persona de Jesús, su familia y vecinos, posiblemente se formen los primeros encuentros. Eran comunidades de habla aramea. Su experiencia marca los Evangelios, con características campesinas, vinculados a la pesca, víctimas de explotación, padeciendo muchas enfermedades, pero firmes en la fe y la esperanza. Los Evangelios ofrecen varias indicaciones de la importancia de Galilea para los inicios de la fe cristiana. Según Marcos, en cuanto se enteró del arresto del Bautista, Jesús comenzó a proclamar el Evangelio de Dios en Galilea (Mc 1,14). Según Lucas, en la sinagoga de Nazaret, pueblo natal de Jesús, proclamó su misión profética de evangelizar a los pobres (Lc 4,16-22). Los diversos relatos de las apariciones de Jesús se refieren al encuentro con el resucitado en Galilea (Mc 14,28; 16,7; Mt 28,7.110.16; Jn 21). Los Hechos de los Apóstoles también confirman la existencia de comunidades en Galilea (Hch 9,31). Y la presentación de lo que podría ser un primer plan misionero, en el poder del Espíritu Santo, la dice el Resucitado: “Y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8) (FREYNE, 1996, p. 229-231).

Pronto, en Jerusalén, se formaron comunidades en torno a la resurrección de Jesús y a la luz de Pentecostés. Al reunir a judíos y helenistas, estas comunidades enfrentan conflictos internos (Hch 6). La competencia se da entre la práctica de un judaísmo radical y legalista, representado por el grupo de Santiago (Hch 12,17; 15), y la propuesta de otro grupo más liberal y abierto a los gentiles, representado más tarde por el apóstol Pablo.

Entre Galilea y Judea, en Samaria, se forman comunidades cristianas que reúnen a judíos y samaritanos. Los Hechos de los Apóstoles registran la misión de Felipe, con el bautismo del eunuco (Hch 8). El Evangelio de Juan también da testimonio de esta presencia cristiana, a través de la evangelización de la mujer samaritana (Jn 4).

En Antioquía, capital de Siria, ya fuera de las fronteras de Israel, los seguidores de Jesús son llamados cristianos por primera vez (Hch 11,26). En esta comunidad, de tradición judía y con fuerte presencia de helenistas, se acentúa el conflicto entre dos formas de vivir la fe, según la Ley judía o abierta a la inclusión de los gentiles. La discusión entre Pedro y Pablo ilustra bien esta diferencia (Gal 2,11-14). Las diferencias se centraban en la necesidad o no de circuncidar a los no judíos, pero involucraban cuestiones de pureza, comer carne sacrificada a los ídolos y uniones ilegítimas, como se afirma en el llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15, 1-35).

2.3 Comunidades en Asia Menor, Grecia y Roma

En otras dos décadas, entre los años 50 y 70 d.C., el cristianismo se extiende desde la capital del judaísmo, Jerusalén, a Roma, la capital del Imperio. Es el período de apertura hacia el helenismo, pasando por Asia Menor, Grecia y Roma. Los conflictos con el judaísmo se acentúan a medida que se difunde la novedad cristiana. La revuelta del judaísmo contra el Imperio Romano terminó con la caída de Jerusalén en el año 70 y la consiguiente diáspora judía. Se impulsa el movimiento misionero cristiano, con énfasis en la obra del apóstol Pablo. La predicación de la Buena Nueva se concentra en las grandes ciudades del Imperio, pero también incluye a las comunidades rurales, como atestiguan las cartas a los Gálatas y la primera carta de Pedro. Durante este período, la tradición escrita ganó impulso, que formó las escrituras cristianas, el llamado Nuevo Testamento. Comienza con las cartas de Pablo y continúa con la redacción de los Evangelios, y con los demás escritos, hasta terminar con el Apocalipsis.

Pablo es el prototipo del judío helenístico que se adhiere al cristianismo. En su rica personalidad, logra conciliar características diferentes e incluso contradictorias: un judío radical de tradición farisaica, un griego helenístico de la diáspora, un romano de ciudadanía imperial, un apóstol cristiano y misionero. Su obra implica la colaboración de diferentes personas: la pareja Priscila y Aquila, el predicador egipcio Apolo (Hch 18,24), los líderes Cloé (1Cor 1,11) y Lidia (Hch 16,14), la diácono y patrona Febe (Rm 16,1,2), los misioneros Silvano y Timoteo, el médico y escritor Lucas, el escritor Tercio (Rom 16,22) y muchas otras personas (Rom 16). Este movimiento misionero se extiende por todo el Imperio y desata una innovación radical: el cristianismo supera a Asia y se extiende a Europa; amplía los conceptos de la religión judía con la inclusión del helenismo; extiende las prácticas campesinas al mundo urbano; supera a la familia patriarcal por la comunidad eclesial; reemplaza el imperio de la ley con el don de la gracia; y suplanta el sistema esclavista por la libertad en Cristo (MESTERS, 1991, p. 130-131).

En esta expansión misionera, el cristianismo recupera la importancia de la casa, un concepto judío que involucra el sentido de clan o familia extendida. La pareja Priscila y Aquila pusieron su hogar a disposición para fundar iglesias en Corinto, Éfeso y Roma (Rom 16, 3-5; 1Cor 16,19). Pablo escribe a Filemón saludando a “la iglesia de tu casa” (Flm 2). Otro ejemplo significativo es la “iglesia de la casa” de la mujer Ninfas (Col 4,15). Otra “iglesia en casa” dirigida por una mujer es la de Lidia, en Filipos, que acogió a Pablo (Hch 16,15.31.34) (COMBLIN, 1987, p. 320-355).

Además de la realidad de las casas, imprescindible para el sustento misionero, el cristianismo formaba parte de la práctica asociativa de la época. En el ámbito del Imperio Romano, diferentes categorías culturales o religiosas se reunieron en asociaciones, conocidas como collegia. Pueden ser de artesanos, deportistas, dramaturgos, creyentes de la misma fe y otros. La asociación de los orfebres en Éfeso se recuerda por la confrontación con Pablo (Hch 19, 23-24). La comunidad de Cumrán es un ejemplo radical de asociación religiosa. La más importante, para el cristianismo, fue la propia sinagoga judía, una asamblea religiosa que sirvió de matriz para las comunidades cristianas. Estas diversas asambleas crearon un ambiente favorable para la expansión religiosa. Las primeras misiones cristianas se insertaron en este ámbito religioso, en movimientos de aproximación y oposición, ante una propuesta original (COMBY; LÉMONON, 1988).

Estas primeras comunidades cristianas, generalmente de tradición paulina, cultivaban lazos de hermandad y de compartir, pero eran heterogéneas. Reunieron más gentiles (helenistas) que judíos. Los gentiles incluían “prosélitos”, paganos que se habían adherido plenamente al judaísmo, incluso con la práctica de la circuncisión, y paganos “temerosos de Dios” que se habían adherido a algunas prácticas del judaísmo. En su diversidad, las comunidades apostólicas incluían pobres y ricos, los más pobres de las afueras de las grandes ciudades, con gran número de esclavos. En la misma comunión con los esclavos participaron también libertos y libres. Las mujeres y los hombres participaban en pie de igualdad. Había personas rudas y otras cultas. Los líderes eran espontáneos, según los diferentes carismas, como apóstoles, profetas, maestros y muchos otros (MESTERS, 1991, p. 63-106).

La práctica de compartir incluía colectas solidarias, como las de las comunidades gentiles de Macedonia y Acaya para las comunidades judías de Jerusalén (Rom 15,26-28). Se recomienda el mismo ejemplo a la Iglesia de Corinto (1Cor 16,1-4), con motivación, alabanza y propuesta de organización de la colecta (2Cor 8,7-15). Pablo se refiere a compartir en el contexto de su propia defensa: “Después de muchos años vine a traer limosna a mi pueblo y también a presentar ofrendas” (H,ch, 24,17). Esta opción se formula expresamente, con absoluta prioridad, después de la asamblea de Jerusalén: “Solo debemos recordar a los pobres, que, por cierto, he tratado de hacer con solicitud” (Gal 2,10).

Dentro de las comunidades, las celebraciones avivaron la memoria de Jesucristo presente. Las principales menciones se refieren a la Palabra, la cena y el bautismo. La liturgia de la Palabra se llevaba a cabo con la lectura y el compartir de las personas en la asamblea. La celebración de la cena cobró una importancia central, al punto que se identificó con la religión de los misterios, en la que se comía la carne y se bebía la sangre de un Dios. El bautismo era el rito de adhesión de los nuevos creyentes a las comunidades cristianas. La expectativa de la inminente parusía, es decir, la próxima segunda venida de Jesús, animó la esperanza de las comunidades perseguidas, especialmente al comienzo de su vida cristiana.

2.4 Iglesias cristianas

El año 70 d.C. representa un trauma para las comunidades cristianas y judías. Después de cuatro años de resistencia, la revuelta judía es sofocada por Roma, con la caída de Jerusalén y el incendio del Templo. Las últimas tres décadas del siglo I están marcadas por la persecución de los romanos y por los conflictos entre judíos y cristianos, que evolucionan hacia la ruptura, con consecuencias históricas duraderas. Mientras algunos partidos político-religiosos como los saduceos, herodianos, zelotes y esenios iban perdiendo fuerza por la destrucción del Templo, los cristianos y los fariseos ganaban un nuevo impulso, pero tomaban caminos diferentes. El fariseísmo se concentra en Jamnia, donde se separa del cristianismo y evoluciona hacia el rabinismo judío (SCARDELAI, 2008, p.142-146).

Mientras tanto, en el período posterior a la destrucción de Jerusalén, los cristianos se afirman y se expanden en sus comunidades, con diferentes acentos teológicos.

Más conocidas son las comunidades pospaulinas, a partir de la información de los escritos atribuidos a Pablo, y conocidas como las cartas deuteropaulinas (2Ts; Cl; Ef; 1 y 2Tm; Tt; Hb). Estas cartas retratan el entorno de Asia Menor y reflejan una visión teológica diferente a las anteriores. Demuestran un cristianismo más centrado en la institucionalización jerárquica, organizativa y doctrinal. Mientras que las cartas anteriores estaban dirigidas a asambleas comunitarias, ahora tienden a estar dirigidas a líderes comunitarios como Timoteo y Tito. Timoteo está en Éfeso (1Tm 1,3) y Tito es responsable de organizar y constituir presbíteros en la Iglesia de Creta (Tt 1,5). Jesucristo era el maestro de las comunidades locales, ahora se presenta como cabeza de la Iglesia, centro del cosmos, por encima de tronos, dominaciones y potestades (Col 1,15-20). Las iglesias, antes que grupos de vivir y compartir, tienden ahora a ser comunidades organizadas en jerarquía, con obispos, presbíteros y diáconos (1Tm 3,1-13). Las relaciones interpersonales, que eran solidarias en igualdad, ahora son asimétricas, con poder de señores sobre esclavos y de hombres sobre mujeres (Col 3,18-4,1). La práctica eclesial, que solía centrarse en las orientaciones comunitarias, ahora se centra más en la ética y la piedad individual (Tt 2,2-10). La insistencia en la práctica del amor fraterno es suplantada por la recomendación con la sana doctrina (1Tm 1,10) y la prevención contra los falsos doctores (1Tm 4,1-11) (STRÖHER, 2006, p. 5-134).

Las comunidades joánicas se ubican a finales del siglo I, y pueden ser conocidas por su propia literatura, compuesta por un Evangelio (Jn), relacionado con tres Cartas (1, 2 y 3Jo) y un Apocalipsis (Ap). Retratan el ambiente de Asia Menor, alrededor de Éfeso, y se resienten de influencias filosóficas externas, de una ruptura con la sinagoga judía y de los conflictos doctrinales internos. Por eso, insisten en el testimonio, el amor y la fidelidad. Confirman la persecución y la perseverancia, con verdadero martirio de sangre y esperanza renovada de un cielo nuevo y una tierra nueva (KONINGS, 2011, p. 145-147).

Otras comunidades de fe cristiana, desde finales del siglo I, son retratadas en las denominadas Cartas católicas o universales (St; 1 y 2Pd; 1, 2, 3Jn; Jd), porque se dirigen a diferentes comunidades de una forma más amplia. Esa literatura ilustra la inserción del cristianismo en diferentes contextos, de manera fiel y creativa.

Sirva como conclusión de todo este transcurso histórico la afirmación de la carta de Santiago, que resume la dimensión ética de la religión de la Biblia: “La religión pura y sin mancha ante Dios nuestro Padre consiste en esto: visitar a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones y mantenerse libre de la corrupción del mundo”(St 1,27).

Valmor da Silva. PUC Goiás. Texto original en portugués.  Recibido: 05/01/2020. Aprobado: 09/11/2021. Publicado: 24/12/2021

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[1] Yhwh normalmente se usará como una transcripción del tetragrama del nombre divino, llamado Adonay, Yahweh, Jehová o Señor.

[2] Para la cita de textos bíblicos, normalmente se sigue la Biblia de Jerusalén. (2002).

[3] Sobre la importancia de la profecía en la religión de Israel hay numerosas obras. Las notas que siguen pueden profundizarse en Renckens (1969, p. 184-221); Fohrer (1982, p. 273 – 358); Gunneweg (2005, p. 235-283)..

[4] Sobre la religión en el exilio, se sigue aquí, fundamentalmente, Schwantes (2009), Renckens (1969, p. 222-233); Fohrer (1982, p. 381-407); Gunneweg (2005, p. 285-295).

[5] Sobre la religión en el período persa, se puede consultar Renckens (1969, p. 233-238); Fohrer (1982, p. 411-440); Gunneweg (2005, p. 297-306).

[6] Sobre la religión en el período helenista, veja Renckens (1969, p. 238-251); Fohrer (1982, p. 441-485); Gunneweg (2005, p. 307-341).

[7] Para obtener una vista panorámica de la historia y la literatura, consulte: Vasconcellos e Silva (2009, p. 223-370).

Gracia

Índice

Introducción

1 Experiencia antropológica de la gracia

2 El término gracia en perspectiva bíblica

2.1 En el Antiguo Testamento

2.2 En el Nuevo Testamento

3 Otros términos bíblicos para la realidad de la gracia

4 La gracia como acontecimiento: el Reino de Dios en Jesucristo

4.1 Un acontecimiento

4.2 El acontecer del Reino en la persona y ministerio de Jesús, inseparable de su Espíritu

4.3 Una nueva situación generada por nuevas relaciones

4.4 Gratuidad, libertad, perdón

4.5 Oración

4.6 Presente y futuro

4.7 Cruz

4.8 Atracción y cumplimiento del Reino por el Espíritu

5 Gracia como nueva vida

5.1 El testimonio paulino

5.2 La entrada en el dinamismo del Reino

5.3 Una narrativa paradigmática: “tu fe te ha salvado”

5.4 Justificación: don y respuesta en la nueva vida

5.5 Universalidad e integralidad de la nueva vida

5.6 Liberación y libertad en la nueva vida

5.7 La oración en la vida nueva

5.8 Regeneración de relaciones fundamentales: el contenido de una nueva vida

6 La gracia como secreto de salvación

6.1 Un secreto de salvación presente en el ser humano

6.2 Un secreto de salvación presente en la historia y las culturas

6.3 Un secreto de salvación presente en el cosmos

7 Dinamismos de la gracia: encarnatorio-kenótico, trinitario y sacramental

7.1 Dinamismo encarnatorio y kenótico

7.2 Dinamismo trinitario

7.3 Dinamismo sacramental

Conclusión

Referencias

Introducción

La palabra gracia, tal como se usa en el lenguaje cristiano, designa los múltiples aspectos –diferentes pero entrelazados– de la realidad nueva y salvadora, proveniente de Dios, por y en Jesucristo, en el Espíritu, que impregna la humanidad, la historia y toda la creación, actuando y transformándolos desde dentro y ofreciéndoles un futuro nuevo . Esta realidad de Dios, a la vez, hace posible que la humanidad la acoja, la experimente, la viva y la comparta; a toda la creación, permite que sea recibida y comunicada.

La realidad de la gracia aquí pretende ser tratada en un sentido bíblico, dinámico, liberador, integrado y relacional. El siguiente esquema, en siete puntos, guía el enfoque:

  1. Experiencia antropológica de la gracia
  2. El término gracia en la perspectiva bíblica
  3. Otros términos bíblicos para la realidad de la gracia
  4. La gracia como acontecimiento: el Reino de Dios en Jesucristo
  5. La gracia como vida nueva
  6. La gracia como secreto de salvación en lo humano, en la historia, en las culturas y en el cosmos
  7. Dinamismos de la gracia: encarnatorio, kenótico, trinitario y sacramental
1 Experiencia antropológica de la gracia

En la raíz de la reflexión teológica sobre la gracia hay una experiencia antropológica simple, corporal y poética de la gratuidad, la graciosidad y la gratitud que posibilita la formación de los sentidos del lenguaje de la gracia (SEGUNDO, 1977, p. 6-9). Esta experiencia se da a través de actitudes marcadas por la jovialidad, la flexibilidad, la apertura, el reconocimiento del don y don gratuito de sí mismo. Se percibe en contacto con lo excesivo, creativo, sorprendente y encantador. En las relaciones humanas y sociales, se siente cuando se supera el intercambio justo, predeterminado, necesario y deducible. En el evangelio de Lucas, Jesús enfatiza este significado cuando pregunta: “si amáis a los que os aman, ¿qué gratitud merecéis?” y “si hacéis el bien a los que os lo hacen, ¿qué gratitud merecéis?” (Lc 6,32-33).

La percepción antropológica y universal de la realidad gratuita, que sobrepasa todas las medidas, sorprende y encanta, permite comprender mejor por qué la palabra gracia se usa teológicamente, para expresar la benevolencia y misericordia de Dios y los bienes que de él brotan. Especialmente, designa el mayor bien: la nueva realidad traída gratuitamente por Cristo, la gracia en persona. Para la fe cristiana, el carácter de lo libre, lo misericordioso, lo abundante y encantador presente en la existencia profunda de lo humano y del mundo lo confiere Dios mismo (SEGUNDO, 1977, p. 13). Es él quien hace posible esta experiencia, posibilita la crítica de la vida negada, invita a la acogida concreta y práctica de la novedad de la vida, porque él, Dios, es su fuente.

2 El término gracia en perspectiva bíblica

La reflexión cristiana sobre la gracia de Dios en Jesucristo está preparada por un humus amplio, compuesto de términos que enfatizan el carácter libre, misericordioso y benevolente de Dios en su relación con la humanidad, su pueblo y el mundo creado.

2.1 En el Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento, los principales términos hebreos equivalentes a gracia son ḥen y ḥesed. El término ḥen indica la benevolencia y el favor de Dios que, en sentido literal, se inclina hacia los miserables (de la raíz ḥanan, que significa inclinar la mirada), generando expresiones como “encontrar ‘gracia’ a los ojos del Señor” (Gn 6,8; Ex 33,12-17); disfrutar del favor (Ex 3.21; 11,3). La palabra ḥesed designa la misericordia, el amor, la amistad, la bondad y la fidelidad generosa de Dios a su alianza. Este término está asociado con emet, que enfatiza la firmeza, fidelidad, veracidad y lealtad de Dios a la promesa hecha; y raḥamim, compasión y ternura divinas, adhesión cordial e incluso visceral a sus seres queridos. Son vocablos que se encuentran tanto en conjunto, como en Ex 34,6-7 (BAUMGARTNER, 1982, p. 36) y en el Salmo 77 (76), 9-10 (FLICK; ALSZEGHY, 1964, p. 19), así como en numerosas composiciones entre ellos como términos equivalentes. Esta constelación semántica expresa al mismo Dios en su fidelidad a sí mismo, a la alianza que estableció con su pueblo y a su proyecto de vida y liberación en relación con ese pueblo, a pesar del rechazo y ruptura humana en relación con Dios. Califica el amor divino, libre y misericordioso.

Asociada a estos términos está la expresión todah, o celebrar, agradecer y alabar al Señor por sus misericordias (SESBOÜÉ, 2010, p. 230). La alianza de Dios con su pueblo implica un encuentro de la misericordia de Dios con la aceptación agradecida y activa de esta misericordia, respuesta al amor divino (Dt 5,10; 7,9.12). En este sentido, la gracia implica “actitud de alianza” (KONINGS, 2000, p.91) entre Dios y el pueblo.

En la Septuaginta, las palabras principales que significan gracia como un don gratuito, benévolo y misericordioso de Dios fueron traducidas por los términos charis, traducción griega de ḥen, y eleos, traducción griega de ḥesed (SESBOÜÉ, 2010, p. 230).

La literatura sapiencial tardía añadió otros significados al término charis. De particular importancia para el significado cristiano es la asociación de la gracia con la sabiduría creadora de Dios (Sab 8, 21). Dios crea a través de la sabiduría y la justicia (Pr 3,19; 8,20-31) y estas se identifican con la Ley y la Torá (Sr 24,23) (SESBOÜÉ, 2010, p. 231). El término también se asocia con el encanto y la gracia de la virtud (Pr 1,9; 3,22), indica el beneficio divino otorgado a los justos (Sb 3,14) y la justicia misma, vista como una recompensa otorgada a los elegidos (Sb 3,9), también en la vida futura (Sb 4,14-15) (BAUMGARTNER, 1982, p. 36).

La constelación semántica, vista arriba, constituye el humus para el uso de la expresión en el Nuevo Testamento.

2.2 En el Nuevo Testamento

En el NT, la palabra charis trae el sentido más amplio del Antiguo Testamento visto arriba y encuentra su centro en la salvación en Jesucristo (SESBOÜÉ, 2010, p. 230). El término latino gratia (gracia) traduce el griego charis.

Cabe señalar que el término no aparece una sola vez en los Evangelios de Marcos y Mateo, raramente en Juan (tres veces en el Prólogo), siendo más frecuente en Lucas (ocho veces) y en los Hechos de los Apóstoles (diecisiete veces). En las epístolas de São Paulo, se convierte en expresión central y se menciona más de cien veces (BAUMGARTNER, 1982, p. 32).

En la teología paulina, la benevolencia y el amor de Dios están asociados con el don de Cristo y con la nueva vida que él creó (LADARIA, 1997, p. 145-147). La gracia significa:

– Jesucristo mismo; las fórmulas del saludo: “¡Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros!” (Rm 16,20 cf. 1Cor 16,23; 2Cor 13,13 y otros), puede significar “la gracia que es Jesucristo”, demostrando que “el amor y la gracia de Dios por los hombres adquieren, en Jesús, un rostro concreto” (LADARIA, 1997, pág. 146);

– el nuevo entorno en el que la persona encarnada en Cristo se encuentra y vive (estar en la gracia es estar en Cristo, cf. Rm 5,2), un entorno en el que se hace posible una nueva vida (Rm 6,1.4) , vivida en la gratuidad en el amor de Dios y en la verdadera libertad (“no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”, Rm 6,14; cf. Gal 1, 6; 5, 4), en el Espíritu (Gal 5 ,18; 2Cor 3, 17);

– el poder paradójico de Dios en Cristo, que invierte la visión común y fortalece al hombre en su debilidad (“Bástate mi gracia, porque es en la debilidad donde la fuerza manifiesta todo su poder”, 2Cor 12,9);

– el evento iniciador de redención y transformación; la gracia dada en Jesús es radical y más fuerte que el mal; en Cristo se obtiene la redención de los pecados (Ef 1,6ss); gracias a ella, el cristiano se incorpora a Cristo mismo, mediante la fe (Ef 2,5-8);

– la obra de Cristo en una perspectiva cósmica y universal (Ef 1,3ss);

– Cristo mismo como revelación y epifanía del amor de Dios por los hombres y las mujeres (en las cartas pastorales, en Tt 2, 11ss; 3,4-7);

– el don particular de misión y apostolado recibido por Pablo, del cual no es personalmente digno (Rm 1,5 – “por quien hemos recibido la gracia y la misión de predicar”; cf. Rm 12, 3; Gal 1, 15).

3 Otros términos bíblicos para la realidad de la gracia

Los Evangelios encuentran otras formas de expresar el don de Dios en Jesucristo, la transformación que produce en el ser humano y en el mundo, y los caminos concretos de su acogida, a juzgar por la escasez del término gracia en la redacción de estos. libros. En la teología joánica, por ejemplo, la noción de amor-ágape enfatiza la gratuidad y la misericordia de Dios y sus efectos sobre el amor entre hermanos (BAUMGARTNER, 1982, p. 32). La idea de vida y de luz traduce la novedad y la misión de Jesús y la participación en ellas: “Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10,10); “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) (LADARIA, 2007, p. 104; BAUMGARTEN, 1982, p. 57). En los evangelios sinópticos, el término que corresponde a la idea joánica de “vida eterna” es la realidad del Reino de Dios (KONINGS, 2000, p. 131).

La teología latinoamericana privilegia la noción del Reino de Dios como central para abordar el sentido de la gracia de Dios. El término no solo desarrolla importantes aspectos paulinos del tema de la gracia, como podrían ser el don del Espíritu o la transformación interior de la persona. La noción del Reino de Dios va más allá. Es un principio hermenéutico para comprender la realidad de la gracia divina que se comunica en Jesucristo, se hace historia concreta, manifiesta el sentido profundo de la vida común y en el mundo establece un juicio de las situaciones que matan la vida, marginan a los hermanos y manipulan la religión, convoca a una nueva vida basada en nuevas relaciones con Dios, con los demás, con uno mismo y con la naturaleza, forma la comunidad cristiana y conduce, por el Espíritu, a un nuevo futuro. A partir del acontecimiento del Reino de Dios establecido por Jesús, se sabe en qué consiste el acontecimiento salvífico de Cristo y la participación en él.

4 La gracia como acontecimiento: el Reino de Dios en Jesucristo

El Reino de Dios en Jesucristo es un evento de la gracia de Dios, narrado en los Evangelios Sinópticos. Algunos aspectos lo caracterizan y manifiestan la lógica de la acción salvífica de Dios, sus efectos sobre los seres humanos, las relaciones y la historia.

4.1 Un acontecimiento

La gracia de Dios se reveló con la irrupción del Reino de Dios en Jesucristo, un acontecimiento nuevo, sensible, liberador, desarrollado en la historia y abierto al futuro escatológico. El Reino de Dios rehace la noción misma de Dios, del mundo creado y de la vida humana, ya que refleja la implicación radical de Dios con estas realidades, a través de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,2). Al mismo tiempo, establece esperanzas escatológicas de plenitud, en continuidad con los acontecimientos “de aquellos días” (Mc 1,9; 16,7). Cuando sucede, la gracia de Dios en Jesucristo despierta y exige acogida y respuesta humanas, incluso históricas y marcadas por la concreción. Don de Dios y respuesta humana, que por la libertad puede ser de apertura, indiferencia o rechazo, no se separan. En la diversidad de respuestas encontramos nueva vida – aceptación de la gracia – o alejamiento de ella.

El Reino de Dios ocurre cuando Dios reina en Jesucristo; por eso es reinado de Dios, dominio de Dios. Evento marcado por el dinamismo. Dios, en Jesucristo, es quien actúa, presencia activa que modifica la historia, altera el orden de las cosas. No es un movimiento ascendente, de culto o confesional. Es un movimiento descendente que se hace historia. Tampoco es un concepto para ser aprehendido intelectualmente, sino una realidad histórica y concreta según la voluntad de Dios. (SOBRINO, 1982, p. 131-155).

4.2 El acontecer del Reino en la persona y ministerio de Jesús, inseparable de su Espíritu

La persona de Jesús, “el salvador” (Lc 2,11) y la totalidad de su ministerio, centrado en el Reino de Dios, narran el acontecer de la gracia. Desde el principio la gracia de Dios está con él (Lc 2,40,52); su testimonio es un “mensaje de gracia” (Lc 4,22). Y, también, la bondad y la benignidad de Dios se convierten en bondad y benignidad en Jesucristo, salvación presente de Dios, encarnada e hecha historia (BOFF, 1985, p. 21).

El “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” es el “Evangelio de Dios” (Mc 1,1.14.15), la buena noticia que viene de Dios, por medio de Cristo, que no se separa de su Espíritu. La persona de Jesús presupone la acción del Espíritu de Dios, desde la anunciación (Lc 1,35) hasta la promesa del Espíritu para el Resucitado (Lc 24,49), pasando por el inicio de su vida pública (Mt 3,16-17; 4,1; Lc 4,1.14) y actuación como Mesías servidor (Lc 4,18-19; 7,22; Mt 12,28; Lc 10,21). En la partida de Jesús se produce el derramamiento, transmisión y comunicación del Espíritu (Jn 19,30; 20,22), principio vital de Cristo resucitado (Hch 2,32-33) que hace posible la fe (Hch 2, 22; 5, 30-32) y amor concreto (1Cor 13), en el seguimiento de aquel que pasó la vida haciendo el bien (Hch 10,38).

4.3 Una nueva situación generada por nuevas relaciones

El Reino abre una nueva situación, en la que la relación con Dios y entre las personas es restaurada por el mensaje, la acción y por la persona misma de Jesús. Dios es llamado Padre-Abba, cercano y misericordioso, y Jesús lo presenta como Padre de todos, “nuestro”. La relación de Jesús con el Padre es de entrega y confianza, aceptación de su voluntad. El amor concreto, la justicia y la paz caracterizan las relaciones humanas en el Reino (Mt 5,3-12; Mt 6,9-15). El don del Reino se extiende a todos los que están llamados a regenerar sus relaciones y sus acciones de acuerdo con las relaciones y acciones de Jesús. La acción de Jesús suscita la respuesta de conversión y fe, invita a las personas a vivir según la voluntad del Padre (Mt 12,50), las anima a escuchar y poner en práctica su palabra (Lc 11,28). Todos están llamados a unirse a esta nueva familia escatológica que tiene a Dios como Padre de todos y a Jesús como hermano.

Las nuevas relaciones del Reino están llamadas a darse en todas las dimensiones de la vida, como la personal (Mt 6,21-23), familiar (Mt 19,13-15; 21,28-30), comunitaria (Mt 7, 5; 18,21), profesionales (Lc 19,8), sociopolítica (Mt 6,24; 25,35s; Mc 10,42-45), ecológica (Mt 6,26,28), religiosa (Mt 7,21) etc. Se llevan a cabo en todos los espacios físicos; así, Jesús trabajaba en las barcas, a orillas del lago, en las casas, ciudades, caminos y no solo en sinagogas. En todas las circunstancias, ya sea en el silencio de los lugares desiertos o en los eventos festivos, Jesús llama a una nueva forma de ser, relacionarse y actuar. Jesús interactuó con todo tipo de personas, se abrió a los que no lo seguían, pero hacían el bien (Mc 9,38-41), amó a los enemigos.

4.4 Gratuidad, libertad, perdón

El Reino es un don del amor del Padre (Lc 12,32; 22,29; Mt 25,34; Mc 4,26-29), un acontecimiento de la gracia de Dios y no del esfuerzo humano o de sus realizaciones históricas. Es un amor incondicional que llega a todos, comenzando por los que nada poseen, nada tienen a ofrecer, llenando su vida de amor y perspectivas, al mismo tiempo que interpela a quienes ponen el corazón en sus bienes o en el mero cumplimiento de las leyes religiosas. Los principales destinatarios evidencian la gratuidad del Reino (GARCÍA RUBIO, 2010, p. 39-45): pobres (Lc 6,20; 4,18; Mt 11,5); niños, grupo marginado (Mt 10, 14-16); los pequeños (Mt 11,25-26); enfermos, vistos como castigados por sus faltas (Jn 9,2); enemigos (Lc 7,36; 23,34); pecadores (Mt 9,13).

El Reino es un acontecimiento de libertad que implica opciones y decisiones (GARCIA RUBIO, 2010, p. 54-74). Jesús actúa de manera sorprendente frente a la Ley, el sábado y las normas religiosas (Mc 2,1-27; 7,1-23), e invita a los discípulos a la misma actitud libre (Mc 2,19). La libertad de Jesús se extiende al uso de la riqueza (Mt 6, 24) y al tratamiento sin prejuicios de los grupos marginados como las mujeres y los samaritanos. En el Reino de Dios, las realidades de la Ley, el sábado, las normas religiosas, la riqueza y otras estructuras humanas están al servicio de la vida y la comunión, de lo humano y de la humanización. La libertad en sí misma es un signo del Reino. La libertad para el amor y el servicio es, en Jesús, radical y va “hasta el extremo” (Jn 13, 1).

El perdón de los pecados es un evento de gracia que marca el ministerio de Jesús (TOLENTINO, 2018, p. 143-155). Las acciones de Jesús (Lc 15,1-2) representan la misma actitud que, en las parábolas de la misericordia, son propias del Padre (Lc 15,7.10.24.32). En una inflexión inesperada, Jesús supera la idea del pecador aplicada a ciertos grupos (publicanos y prostitutas). Para él, toda confianza en la autosuficiencia arrogante, incluso bajo el manto protector de la religión o la Ley, convierte a una persona en pecadora y carente de la gracia de Dios. En este sentido, reconocerse carente (Lc 18,9-14), abrirse a la acción transformadora de Dios a través del encuentro con Jesús y buscarlo se convierte en paradigma de la persona de fe (Lc 7,36-50).

4.5 Oración

La oración de Jesús es central en el acontecimiento del Reino y, para sus seguidores, es paradigmática (Mt 6,9-15) (GARCÍA RUBIO, 2010, p. 81-88). Es una relación dialógica con aquel que él llama Abbá-Padre, y manifiesta una actitud fundamental de confianza y entrega al Padre, que los discípulos también están llamados a cultivar. La oración constante de Jesús (Lc 5,16) se vive en relación con los acontecimientos de su vida, hecho que los Evangelios narran abundantemente, y revela el dinamismo de la relación entre Jesús y el Padre (Lc 3,21; 4,1; Mc 1,35; Lc 5,16; Mt 14,23; Lc 6,12; Lc 9,18; Lc 9,28-29; Lc 11,1; Mt 26,36-44 e incluso; Mc 15,34; Mt 27,46; Lc 23,34,46; Jn 11,41; Jn 17,1-26) .

4.6 Presente y futuro

El Reino de Dios se desarrolla en el dinamismo del tiempo presente con el futuro. En el “ya y todavía no”. Ya está sucediendo (Lc 17,21; Mt 12,28; Lc 4,18-21). Y es también un futuro escatológico (Mc 9,1; Lc 13,28). En este dinamismo, el presente, incluso en su ambigüedad e incompletitud, inaugura la plenitud futura; el futuro penetra y aclara el presente como tiempo de decisión para llegar al Reino (GARCIA RUBIO, 2010, p. 48-49).

4.7 Cruz

El acontecimiento de la gracia pasa por la cruz. La muerte de Jesús en la cruz es la culminación de una vida de entrega al Padre y a los hermanos, no exenta de conflictos de todo tipo, incluidos los políticos y religiosos. Está en conexión con la orientación de toda su vida de amor, caracterizada por el servicio, la no sujeción y no dominación de los hermanos y el respeto a las decisiones de la libertad humana. Es el resumen de una vida en el “amor extremo” (Jn 13, 1), indicando que el Reino de Dios no ocurre a pesar de la muerte de Jesús, sino precisamente por ella, como una radicalización de su amor fiel. La cruz de Jesús muestra el camino a la victoria sobre el pecado y el mal: el amor hasta el fin, que conduce a la plenitud de la resurrección.

4.8 Atracción y cumplimiento del Reino por el Espíritu

Mediante la acción del Espíritu de Jesucristo, el Reino alcanza una plenitud escatológica. La vocación humana, en sentido universal, puede ser calificada, por la reflexión cristiana, como una llamada a la felicidad del Reino de Dios; y llega a todos aquellos que se dejan atraer por su dinamismo relacional y concreto (MIRANDA, 2016, p. 49).

El Reino, acontecimiento divino que irrumpe con Jesucristo, es una historia favorable a hombres y mujeres concretos, una gracia liberadora. Es un don universal a través de la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo, una manifestación radical de la bondad y benevolencia divinas reveladas en la creación y en la primera Alianza. Establece un nuevo orden de relaciones con Dios y entre las personas, asociado a la forma en que Jesús vivió y se relacionó, las decisiones que tomó y las acciones que realizó históricamente. Los seguidores de Jesús son los principales responsables de presenciar este maravilloso evento. A través del Espíritu, el Resucitado atrae a la relación del Reino, en una familia de hermanos y hermanos (Pablo llama a Jesús el “primogénito” de una multitud de hermanos, Rm 8,29), en una nueva vida en el seguimiento de Jesucristo. (Mt 16,24).

5 La gracia como nueva vida

La gracia liberadora de Dios obra y es acogida en la integralidad de la vida humana y cristiana, trayendo como efecto la nueva vida.

5.1 El testimonio paulino

Las cartas paulinas nos dicen, de diversas formas, que la gracia es participación en la muerte y resurrección de Cristo, por la fe y por el sacramento de la fe, el bautismo (Gal 3, 26; Rm 6). Si alguien está en Cristo, es una nueva criatura. Lo viejo ha desaparecido y nace en él una nueva creación, un nuevo ser (2 Co 5, 17). En este sentido, estar en gracia es estar en el reino de Cristo, en su atmósfera, bajo su dinamismo. Al mismo tiempo, Pablo complementa con la afirmación contraria, la gracia de Cristo vive en el cristiano, está en él (Gal 2,19-21; cf.4,19; 2Cor 13,5; Ef 3,17; Rm 8,9-11). De esta unión con Cristo y en Cristo nace una nueva vida. No se trata de una simple conversión moral, sino de una nueva realidad, posibilitada por el amor de Dios, que alcanza la profundidad de la existencia, interior y exterior. Trabaja para configurar al cristiano a Cristo (2Cor 3,18), liberando la libertad de amar (Gal 5,1). Este amor de Dios es el don de Dios mismo, a través de Cristo, a través del Espíritu de Cristo.

5.2 La Entrada en el dinamismo del Reino

En otras categorías, la vida nueva consiste en entrar en el dinamismo del Reino de Dios. Los Evangelios nos hablan del dinamismo del don de Dios y de la respuesta humana a través de la fe, la conversión y el amor concreto. La fuente de la respuesta es la primera acción amorosa de Dios a través de Jesucristo. Hay una transformación de la vida, un nuevo movimiento, interior y exterior, cuyo punto de partida es la gratuidad de un amor experimentado, que permite abrirse a la novedad de Jesús, a través del Espíritu (Mt 12,31 y par.). En términos joánicos, la vida en abundancia que ofrece Jesús (Jn 10,10) sólo es posible en contacto con la fuente de agua viva (Jn 4,10.14), en el renacer del agua y el Espíritu (Jn 3, 5). Y esta vida se traduce en la vivencia del amor-caridad-ágape, camino abierto por Jesús (Jn 14,6; 15,10,17).

El encuentro con Jesucristo vivo requiere abandonar la seguridad en sí mismo o en las estructuras de la riqueza, la religión o los privilegios de grupo – “buscad primero el Reino de Dios” (Mt 6, 33). La seguridad en las propias acciones o estructuras impide la apertura al Reino, que es, sobre todo, un don. La actitud fundamental de entrega y confianza en el amor de Dios está, por tanto, en la base de la entrada en el dinamismo del Reino. Las parábolas del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14) y de la ofrenda de la viuda (Lc 21, 1-4) muestran la importancia de la entrega y la confianza en Dios, en contraste con la actitud de los fariseos, quienes, en su orgullosa autojustificación, entregan obras, pero no se entregan a sí mismos, y dejan a un lado la justicia y el amor de Dios (Lc 11,41) (GARCÍA RUBIO, 2019, p. 112-115).

La afirmación de la autosuficiencia para la salvación, con el consiguiente hecho de cerrarse al amor de Dios, es la gran tentación que vencer para que triunfe la gracia del Reino. En la historia de la teología, la comprensión de la interrelación entre el don divino y las respuestas humanas fue objeto de feroces disputas entre San Agustín y Pelagio. La gracia es necesaria para hacer el bien, dice Agustín, el propio Espíritu de Dios (Rm 8, 14) guía a los hijos de Dios. Pero sin reemplazar la respuesta humana. Por el contrario, el Espíritu da fuerza y ​​mueve la acción, para que cada uno sepa qué hacer y, de hecho, haga su parte (SANTO AGOSTINHO, 2010, II, 3.4, p. 86). A su vez, el pelagianismo, que ve en las acciones y estructuras humanas el principio de nueva vida, conduce a actitudes de omisión, de acción sin amor, de sujeción, dominación e injusticia. Es una tentación señalada en los Evangelios y siempre presente en la historia y en la Iglesia, en formas renovadas (neopelagianismos), que impiden a la persona entrar en el dinamismo del Reino de Cristo encarnado, crucificado y resucitado (EG n. 93-97).

5.3 Una narrativa paradigmática: “tu fe te ha salvado”

Una narrativa paradigmática de la entrada al dinamismo del Reino a través de la fe (adhesión y entrega) es la de la mujer “pecadora” de Lucas (Lc 7,36-50). Sin nombre y marginada por el grupo de fariseos, esta mujer no teme cambiar de lugar y entrar en una casa hostil para encontrarse con Jesús (TOLENTINO, 2018, p. 147). No es solo un arrepentimiento de algo realizado (como anunciaba Juan el Bautista), sino un nuevo movimiento, interior y exterior. Se entra en un nuevo dinamismo. La mujer reconoce su propia carencia ante Dios, da hospitalidad a Jesús (que lo representa), se mueve al encuentro de él y accede a una nueva situación espiritual y existencial, marcada por la libertad y el amor – la gracia le ha llegado. Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7,50). También en el Evangelio de Juan vemos la invitación a una nueva vida concebida como un “nuevo nacimiento” para ver el Reino de Dios, en el relato de Nicodemo (Jn 3, 3). En la revelación de la dependencia de la gracia nace una nueva relación con Dios, a través de Jesucristo, en quien Dios se revela en la gratuidad de su amor y misericordia.

5.4 Justificación: don y respuesta en la nueva vida

El tema paulino de la justificación ayuda a comprender el proceso de la nueva vida en su complejidad. La justicia de Dios proviene de él, Dios, de su fidelidad a sí mismo y a su proyecto de amor y salvación (cf. Rm 3, 21-26). Despierta en el hombre una nueva forma de ser y de actuar, permite al hombre ser guiado por el Espíritu (cf. Rm 8,2ss) y vivir la novedad de vida según la voluntad de Dios (cf. Rm 6,13- 23). Corresponde al ser humano reconocer y acoger el don, en actitud de fe activa, adhesión a la voluntad amorosa de Dios. Por tanto, siendo don y respuesta, gracia y acogida de la gracia no se pueden ver de manera exclusiva, sino en una interrelación que tiene su principio en la iniciativa del amor divino (GARCÍA RUBIO, 2004, p. 93-94).

La teología clásica sobre la justificación reafirma, con las categorías de la época, la complejidad de la acción de Dios, que es, a la vez, don, perdón, transformación interior y posibilidad de nueva vida. El Concilio de Trento afirma que el primer impulso proviene de la “gracia previsora ​​de Dios, por Jesucristo”, que estimula, ayuda e invita a una nueva vida sin ningún mérito, para que el pecador “esté dispuesto” a la conversión, “libremente consintiendo a la gracia” (porque puede rechazarla) y “cooperando con ella” (DENZINGER-HÜNERMANN, 2006, n. 1525). Hay una “renovación del hombre interior” y, a través del Espíritu, el amor de Dios se esparce en los corazones (Rm 5, 5) (DENZINGER-HÜNERMANN, 2006, n. 1528 y 1529). La acción de Dios y la respuesta humana se reafirman en su interrelación, ya que la acción divina, siempre en primer lugar, no opera desde afuera, es interna y transformadora, a través del Espíritu. Todo es gracia en una nueva vida.

Históricamente, la disputa entre la gracia y las obras en la época de la Reforma profundizó una comprensión dualista entre la acción de Dios y la respuesta en la fe, muy alejada de la acepción paulina. La afirmación de Lutero de que la justificación ocurre solo por gracia (sola gratia), que equivale a “solamente por Cristo” (solo Christo) y “solamente por la fe” (sola fide), fue entendida unilateralmente como una acción divina externa, una declaración extrínseca, separada de la renovación interior del cristiano y de las obras (MIRANDA, 2016, p. 113-122). A nivel teológico, le correspondió a la Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación (1997-1999), dentro del movimiento ecuménico, aclarar la intención de Lutero de no separar la renovación de la conducta de vida. de la realidad interna de la fe, sino más bien enfatizar la gratuidad divina (DECLARAÇÃO CONJUNTA, 1997-1999, n. 26). Asimismo, este Documento explica que el énfasis del Concilio de Trento en la renovación de la vida debe entenderse siempre como dependiente de la gracia de Dios y no como una contribución a la justificación (DECLARAÇÃO CONJUNTA, 1997-1999, n. 27). La Declaración afirma enérgicamente la unidad de la acción divina, dentro de la cual la libre iniciativa de Dios para justificar y salvar no puede separarse de la respuesta en la fe: “sólo por gracia, en la fe en la obra salvífica de Cristo, y no por nuestros méritos, somos aceptados por Dios y recibimos al Espíritu Santo, que renueva nuestro corazón y nos capacita y nos llama a las buenas obras” (DECLARAÇÃO CONJUNTA, 1997-1999, n. 15).

En nuestra contemporaneidad, marcada por la meritocracia, la mentalidad contractual y los prejuicios, donde la valoración de las personas se basa en su éxito, función o capacidad de devolver algo a cambio de lo recibido, la justificación gratuita de Dios será siempre una denuncia de ideologías esclavizantes y fuente de libertad para el amor, especialmente a los pobres y abandonados.

5.5 Universalidad e integralidad de la nueva vida

El dinamismo de la vida nueva es una llamada universal (1Tm 2,4) e integradora. Todos los seres humanos, en todas sus dimensiones y actividades, están bajo el dinamismo de la gracia, llamados a entrar en el dinamismo del Reino que, como hemos visto, es universal e integrador. Esta vocación precede a toda acción libre y es independiente de la cultura o religión, aunque las necesita para expresarse como lengua y como encarnación histórica. Esto significa que la nueva vida no es para “algunos”. Tampoco se limita a “algunas” áreas de la vida. Aquí cobran fuerza los temas de lo “existencial sobrenatural”, como don de orientar la vida humana hacia Dios (K. Rahner), y la noción unitaria del ser humano, con la necesaria superación de la teología de los dos planos (una yuxtaposición entre los órdenes “natural” y “sobrenatural”, H. de Lubac) (MIRANDA, 2016, p. 57). La irradiación de nueva vida a todos los ámbitos humanos, afectivo, familiar, profesional, cultural, político, etc. fue claramente asumido por el Concilio Vaticano II (GS n. 34). De hecho, el contexto vital “expande el horizonte de la gracia y el pecado” (SEGUNDO, 1977, p. 44) y exige pensarla en un sentido universal e integrado, ya que la respuesta personal a la gracia no puede ser reemplazada por los contextos cúltico y religioso.

5.6 Liberación y libertad en la nueva vida

La vida nueva es un dinamismo liberador y generador de libertad. Pablo habla de la acción liberadora de la gracia como libertad del pecado (Rm 6, 22), de la Ley (Rm 7, 6) y de la muerte (Rm 8, 2). En todo esto, está la afirmación de que, mediante la acción del Espíritu de Cristo, es posible una nueva existencia, en la fe, la libertad y la apertura a los demás. Es posible ser libre para amar (Gal 5, 1). La santificación mediante el bautismo no se parece en nada a la santificación ritual vacía, es una transformación existencial provocada por la fe, de la cual el bautismo es un sacramento (MIRANDA, 2016, p. 19-20).

La obra liberadora de la gracia requiere caminos para materializar esta novedad de vida en la práctica del amor-servicio concreto, superando actitudes de omisión y, requiere también, el rechazo al poder dominante. La conversión y la construcción de una orientación fundamental hacia el amor es un proceso de por vida, dinamizado por elecciones concretas y actos estructuradores del mundo que fortalecen la libertad profunda para el amor y la justicia. Así, la acción de la gracia requiere la articulación entre elecciones concretas y la formación de una profunda libertad para Dios (MIRANDA, 2016, p. 103). Bíblicamente, podemos hablar de una articulación entre la práctica (Lc 8,21) y la formación del corazón (Mt 6,21).

La orientación profunda hacia Dios, ejercida a nivel macrosocial, que involucra también la economía y la política, no se da sin conflictos, como lo demuestran los conflictos de Jesús en su manera de tratar la Ley, el judaísmo de su tiempo, la riqueza, el contexto sociopolítico. El conflicto demuestra las dimensiones de testimonio y martirio de la respuesta a la gracia, en un mundo marcado por el pecado, de las que no se puede eximir. Como Iglesia, la necesidad de escuchar el grito de justicia de los pobres “deriva de la obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo que no se trata de una misión reservada a unos pocos” (EG n. 188),sino para la comunidad cristiana en su conjunto y para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Hay toda una realidad social que exige y espera el “cambio” de la gracia a través de la mediación de las elecciones humanas.

5.7 La oración en la vida nueva

La oración es parte esencial del proceso de acoger y actuar en el nuevo dinamismo del Reino. Es un don del Espíritu (Rm 8,26; 1Cor 12,3), fuente que suscita, fortalece e integra la vida en la gracia. Tiene las características básicas de la oración de Jesús: apertura a la voluntad de Dios – el Reino; relación dialógica con Dios; interrelación de la oración con los acontecimientos de la vida (Mt 6,9-13).

5.8 Regeneración de relaciones fundamentales: el contenido de una nueva vida

Vivir es con-vivir. La vida nueva tiene un carácter relacional dinámico, procesual e integral. La salvación de Jesucristo inserta en un nuevo orden de relaciones con los demás, con el mundo creado y con Dios: “la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su encarnación, vida, muerte y resurrección, generó un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos introdujo en este orden gracias al don de su Espíritu” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, 2018, n. 4). Tiene también un carácter concreto: “la gracia que Cristo nos ofrece (…) nos introduce en las relaciones concretas que Él mismo vivió (…)” (n. 12).

En el mundo actual, con las crisis socioambientales que comprometen la vida en el planeta, la vida nueva se puede explicar en términos de “nuevas relaciones”, íntimamente ligadas: interior con uno mismo, con los demás, con Dios y con la tierra (LS n 66, 70, 237).

La teología latinoamericana, en diálogo con las ciencias, explica los caminos relacionales en la vida nueva. La relación con Dios, basada en los desafíos de la gratuidad; relaciones interhumanas que engloben la solidaridad y el amor-servicio en el ámbito sociopolítico local y global, con la opción preferencial por los pobres como pauta para el discernimiento del bien común; la experiencia del encuentro interhumano mediado por la sexualidad; los desafíos ecológicos; la relación con la comunidad de fe y con la religión; la verdadera relación con uno mismo (GARCIA RUBIO, 2014 y 2019). A tantos desafíos se suma la relación intercultural, ya que “desde nuestras raíces nos sentamos a la mesa común, un lugar de diálogo y esperanzas compartidas”. (QA n. 36).

6 La gracia como secreto de salvación

La gracia se presenta como profundidad, exceso, misterio o secreto de salvación presente en lo humano, en la historia y en el cosmos a través de la presencia del propio Dios, por su Espíritu, en estas realidades, sin confundirse con ellas, pero imprimiendo en ellas su sello libertador. Está ahí para ser discernida y acogida o rechazada.

  6.1 Un secreto de salvación presente en el ser humano

La teología de la inhabitación trinitaria apunta a la presencia salvífica de Dios en el interior del hombre, a través de Cristo, en el Espíritu. Él hace “morada” (Jn 14, 23), “permanece”, como la vid en los sarmientos (Jn 15, 4 y otros), está en los suyos (Jn 17, 23). San Pablo se refiere al Espíritu que habita en los cristianos (1Cor 3, 16; 6, 19; Rm 8, 9-11).

San Agustín encontró a Dios en la parte más íntima de sí mismo – interior intimo meo. Y se arrepiente de haberlo buscado afuera: “[…] ¡habitabas dentro de mí y yo te estaba buscando afuera!” (SANTO AGOSTINHO, 1984, pág. 277). Testigos privilegiados, los místicos dan fe de la experiencia de este misterio. Santa Teresa de Ávila (siglo XVI) experimentó la presencia del Dios trino y único en lo más profundo de sí misma; se dejó guiar por él y lo percibió como una presencia dinámica, transformadora, comunicadora e irradiadora (PEDROSA-PÁDUA, 2015, p. 127 et seq.). Relacionó la presencia trinitaria misma con la dignidad de la creación a imagen de Cristo, es decir, presencia universal. Intuyó cómo el dinamismo de la vida trinitaria se comunica a lo humano y a todas las cosas creadas y cómo hay intercomunicación entre ellas. Afirmó que la presencia de Dios, como un sol, permanece en los que están en pecado mortal, haciendo que la persona continúe disfrutando de ella sin, no obstante, hacer del amor la fuente de sus decisiones y acciones, que se vuelven estériles; es la persona (no Dios) quien se retira del ámbito del amor (SANTA TERESA, 1995, R 54; R 18; 1M2.1). Todo ello lleva a afirmar que la gracia de Dios en el interior del hombre es dinámica, transformadora, comunicadora y, a diferentes niveles, experimentable. Se trata de la presencia de Dios mismo, en su dinamismo trinitario, en la persona humana.

La gracia es abundante y desproporcionada con respecto a la opacidad de la mayoría de las experiencias y respuestas humanas. Es un secreto de salvación operado por el Espíritu. A través de ella se afirma que “un poco de amor pasa por nuestras vidas” (SEGUNDO, p. 157) a pesar de todo el peso del determinismo y el egoísmo que invade la mayoría de los proyectos humanos y compromete el contexto en el que la libertad actúa. Los escritos del Nuevo Testamento exhortan a una transformación del corazón y a un cambio de vida (Mt 5:20; Mt 19:17; cf. Rm 13: 8-10; 1Cor 6, 9-10; 1 Jn 2, 1; 1 Jn 3, 13-15); la teología clásica, aunque de manera fija, siempre ha defendido la libertad de amar y la transformación interior (DENZINGER-HÜNERMANN, 2006, n. 1525 y 1528). Concomitantemente, y esto lo confirman las ciencias modernas en la afirmación de los condicionamientos de las acciones humanas, las Escrituras y la teología afirman que existe una enorme desproporción entre el amor y los pecados (St 5,20; Pr 10,12; 1 Pd 4,8: “el amor cubre multitud de pecados”). La experiencia de la sobreabundancia de la gracia ante la pobreza de las respuestas llevó a santa Teresa a exclamar: “El Señor dora las culpas; hace que resplandezca una virtud, que el mesmo Señor pone en mí, casi haciéndome fuerza para que la tenga” (SANTA TERESA, 1995, Vida 4,10).

Si bien los actos de encerrarse en uno mismo y de egoísmo son más frecuentes, el amor y el egoísmo no tienen la misma eficacia, lo que significa que la victoria de la gracia sobreabundante no consiste en mejorar la relación numérica entre actos de amor y egoísmo -que también se puede dar- sino en un “principio de exceso” (GESCHÉ, 2005, p. 8) del amor de Dios, que actúa en situaciones marcadas por el pecado. La cizaña y el trigo permanecen juntos en la existencia humana, revelando, como dice la teología clásica, que incluso en el justificado permanece la concupiscencia (DENZINGER-HÜNERMANN, 2006, n. 1515) y que, incluso en el mayor pecador, el Espíritu permanece (como el sol, en la alegoría teresiana antes mencionada) para despertar y orientar la nueva vida, como una novedad inconmensurable e inmerecida. La gracia transforma y actúa, promete un futuro de plenitud (Ef 3,19). Al mismo tiempo, permanece la experiencia de que las cuentas de la vida no salen (RAHNER, 1977, p. 47-53) y que “no todas las obras de los justos son justas” (BOFF, 1985, p. 169), la fe cristiana vive de la promesa fiel  de que “Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20) y que nada le es imposible (Lc 1,37) porque él mismo obra en los hombres, por su Espíritu, inspirando y abriendo caminos de respuesta en libertad.

6.2 Un secreto de salvación presente en la historia y las culturas

La gracia impregna la historia, actúa en ella, mediada por relaciones, decisiones y estructuras macrosociales: sociopolíticas, económicas, ambientales y culturales. Es un secreto de salvación imparable y es más fuerte que la fuerza del pecado, que también está presente en ellas.

El magisterio latinoamericano aclaró cómo el pecado parte del corazón humano y deja una huella destructiva en las estructuras sociales, económicas y políticas (DPb n. 281). El Papa Francisco señaló “el mal cristalizado en estructuras sociales injustas” (EG n. 59). Pero, a su vez, la gracia despierta una fe crítica, capaz de discernir como la pobreza, la violencia, la humillación, la violación de los derechos humanos, las múltiples formas de explotación laboral, el descarte  de las personas y la destrucción del medio ambiente no coadyuvan con el proyecto de salvación revelada en el evento de gracia, Jesucristo.

Si, por un lado, la fe nos hace ver la permanencia del mal en la persona humana y en la sociedad, al mismo tiempo nos hace experimentar deseos de liberación y de creación de una sociedad más fraterna y justa, como una gracia que impulsa la acción transformadora. Y que hace brotar la actitud humana de combatir el mal, aunque vivida en el silencio y la resistencia, a lo largo de los siglos, en una reconversión continua del mal y de la situación de “desgracia” en bien y gracia. Del interior de situaciones de sufrimiento e injusticia surgen caminos de engrandecimiento, un nuevo momento histórico y una nueva humanidad. La sobreabundancia de la gracia sobre el pecado posibilita esta transformación, vivida desde las relaciones sociales, comunitarias y culturales, aunque no siempre se encuentran las mediaciones estructurales socioeconómicas que posibilitan la fraternidad y la justicia. La realidad latinoamericana, marcada por siglos de explotación y opresión, especialmente de las poblaciones originarias y de los africanos esclavizados, deja clara la simultaneidad de “gracia y des-gracia” (BOFF, 1985, p. 107), en una dinámica en la que liberación y opresión, salvación y perdición, cizaña y trigo se interpenetran. Sin embargo, el anhelo de libertad y el proceso de liberación mantienen el rumbo de la esperanza en la historia, la gracia para suscitar prácticas de solidaridad y comunión, reconciliación y justicia, nueva conciencia socioambiental y profetas de un mundo nuevo. En diferentes pueblos y culturas, “el Espíritu suscita […] diferentes formas de sabiduría práctica que ayudan a soportar las carencias de la vida y a vivir con más paz y armonía” (EG n. 254). La gracia impregna la historia de los pueblos, con sus culturas y religiones, en sus diferentes itinerarios. Así, a pesar de toda la ambigüedad presente en las expresiones culturales y religiones, necesitadas de una reforma constante, estas celebran y comunican la gracia divina.

6.3 Un secreto de salvación presente en el cosmos

La profundidad salvadora de la gracia también se encuentra en el cosmos. La fe cristiana afirma que Dios es creador y que todo es creado por, en y para Cristo, “todo fue creado por él y para él […] existe antes que todo; todo en él permanece” (Col 1,16-17), por él todo existe (1Cor 8,6) y en él todo se reconcilia (Col 1,20). Esta creación tiene características importantes: está abierta al desarrollo por sí misma, según su propia autonomía y autoinvención (Gn 1,12.18); está instaurada de acuerdo con un principio de sabiduría y bondad, no destruido ni corrompido por el pecado humano; supone la implicación del propio Dios en el acto creador, desde dentro, ya que la mediación trinitaria proviene del interior mismo de Dios – la mediación es del Hijo, Jesucristo, y ésta no está separada de la presencia y acción del Espíritu ( GARCÍA RUBIO, 2012, p. 38; 2014, p. 193, 269). En consecuencia, se afirma que el cosmos, sin ser Dios, no deja de estar en él – todo en él permanece (Col 1, 17) – y de ser la morada del Logos (Jn 1, 10) que lo marca con el sello trinitario de, la diversidad y del dinamismo creativo vivo. ‘Laudato Si ’(n. 88) nos dice que la naturaleza no solo manifiesta a Dios, sino que es el lugar de su presencia, el Espíritu Santo habita en cada criatura, que llama a una relación con él; al mismo tiempo, Dios se distancia infinitamente de la criatura, que no tiene la plenitud de Dios y no puede donar esa plenitud.

Esta profundidad y dinámica propia del cosmos hacen de él (y con él, la naturaleza, el planeta, la materia, la tierra, el cuerpo) el espacio de todas las criaturas, el hogar, el lugar teológicamente arraigado, expresando que todos tienen derecho a un lugar en el mundo. Constituye un don abierto a una “racionalidad de vida” (GESCHÉ, 2004a, p. 167), es decir, a la experiencia de recepción, pasividad, acogida, sensación, contemplación, ternura, sentimiento, compasión y perdón – que el propio Verbo encarnado experimentó – para demostrar cómo el estatuto del logos divino no es solo el de la ratio, es logos de vida, “en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4). El cosmos es también un lugar de potencialidades a defender y desarrollar, ya que es un cosmos destinado a la comunión divina y en espera de la resurrección (cf. Rm 8, 22). Así, la gracia divina se apoya en la naturaleza (en la teología clásica, “perfecciona la naturaleza”) para realizar su proyecto liberador. La naturaleza es capaz de la acción divina en sus estructuras fundamentales. La estructura corporal y material es susceptible de resurrección; la temporal (cronos), es capaz de recibir el tiempo de salvación (kairós) y desarrollarse en la eternidad (aion).

Es en un pedazo de materia como, sacramentalmente, Dios llega a los hombres y a las mujeres – en la Eucaristía. Para que lo podamos encontrar “en nuestro propio mundo” (LS n. 236). Es un acto de amor cósmico, que inspira y despierta el cuidado de toda la creación.

La respuesta humana en la relación con el cosmos, actualmente marcada por la crisis socioambiental y la destrucción de las condiciones de vida en la tierra, se apoya en la gracia, que por amor no se separa del cosmos, sino que lo impregna. Es el amor desproporcionado de Dios, que “se ha unido definitivamente a nuestra tierra” y que “siempre nos lleva a encontrar nuevos caminos” (LS n. 245), para ejercer la administración responsable de la tierra y, al mismo tiempo, , para recibirla y celebrarla como gracia.

7 Dinamismos de la gracia: encarnatorio-kenótico, trinitario y sacramental

A partir del enfoque adoptado, es posible nombrar algunos dinamismos de la gracia: encarnatorio, kenótico, trinitario y sacramental.

 7.1 Dinamismo encarnatorio y kenótico

El primero es el dinamismo encarnacional de la gracia, mediante el cual decimos que Dios actúa dentro del cosmos, de lo humano y de sus realidades históricas y culturales, y no desde fuera y desde lejos. Ya presente en la creación, alcanza su apogeo en la “plenitud de los tiempos” (Gal 4,4) con la encarnación del Verbo de Dios en Jesús, nacido de María, anunciador y realizador del Reino de Dios. Desde dentro de la realidad, en el corazón del mundo, el acontecimiento de la gracia que es Jesucristo, con su vida, muerte y resurrección, manifiesta su irreversible dinamismo de vida y amor. A través del Espíritu de Cristo, trabaja en realidades concretas, aunque estén marcadas por el pecado y la muerte. Es acción creadora, recreadora, redentora, reconciliadora, liberadora, reconstructora de relaciones e instauradora de un mundo nuevo. Revela a Dios en su amor dinámico y creativo, libre y transformador, comunicante e irradiador. Al mismo tiempo, esta acción desafía a los seguidores de Jesús al mismo dinamismo.

Con su dinamismo encarnatorio, la gracia llega a cada uno a través del mismo movimiento: desde la acogida en la fe que obra por el amor (Gal 5,6), desde una orientación profunda hacia Dios, hacia la dinámica del Reino, hacia el amor concreto, que incluye la práctica de la justicia. Como consecuencia, existe la necesaria mediación humana en la acción de la gracia de Dios que llega a cada uno, de tal manera que “la acción divina pasa necesariamente por el ser humano para llegar a nosotros como salvación” (MIRANDA, 2016, p. 138). Implica la orientación de la vida personal y comunitaria-eclesial así como imprimir una dirección de amor, justicia y paz en las mediaciones estructurales económicas, políticas y socioambientales. Pasa por las objetivaciones simbólicas y culturales. Y siempre remite a la historia, lo que implica también una conciencia de inserción en el cosmos creado por el amor de Dios y el compromiso con la “casa común” (Laudato Si’).

Relacionado con el dinamismo de encarnación, encontramos el movimiento kenótico manifestado en la vida, muerte y resurrección de Cristo (Flp 2,6-8), que matiza el sentido y la dirección de la encarnación: vaciamiento de la gloria personal, despojamiento, rebajamiento , amor efectivo y servidor. Generador de respuestas humanas que agracian el mundo por la misma respuesta kenótica de no dominación, identificación con los últimos, amor y justicia.

7.2 Dinamismo trinitario

¡El dinamismo trinitario nos muestra que la gracia de Dios no se separa de Dios mismo! En el orden de la creación, unido a la salvación, Dios, por el Espíritu de Cristo, no se confunde con la criatura ni se separa de ella, ya que la mediación de la creación proviene del interior de Dios, del propio Hijo (Col. 1,16- 17). Él mismo está presente en la creación y en la historia, ambos acontecimientos del amor de Dios. Ayer como hoy, la gracia significa aproximación, implicación interior, compromiso, comunión y comunicación divina con el hombre y con todo lo creado. La vida misma es gracia, trae la presencia del logos divino de la vida, luz de los hombres y mujeres (Jn 1,4), que lleva a la vida (Jn 10,10) y se hace carne en el acontecimiento de la encarnación.

Al mismo tiempo, la respuesta humana a la gracia es posible gracias a Dios mismo que, en Cristo y en el Espíritu, habita el corazón humano, suscita una apertura y una respuesta en la fe y en el amor concreto en la historia, en todas sus relaciones.

Esto significa que lo humano cuenta, en sus vidas tan exigentes y ambiguas, con el propio Dios, que desea y designa liberación y libertad, acompaña los procesos de respuesta – siempre desproporcional al don recibido – y consiste, él mismo, Dios, en la plenitud feliz simbolizada en la Jerusalén celestial, en la que “el templo es el Señor”, “no habrá más noche” y el sol ya no será necesario, porque Dios “infundirá su luz sobre ellos” (Ap 21,22.25; 22,5).

7.3 Dinamismo sacramental

El dinamismo trinitario y encarnatorio-kenótico de la gracia se une al dinamismo sacramental, que tiende a formar comunión y comunidad concreta. Tiende a hacerse carne en las culturas y las religiones, en una variedad de itinerarios y estructuras. Las religiones están llamadas, por su dinamismo interno, dado por el mismo Espíritu, a hacer sensible y concreto el don mayor del amor (Rm 5.5), en diferentes contextos culturales, en “diversidad de experiencias salvíficas” (MIRANDA, 2016, p. 211). En las religiones, el Espíritu de Dios es y actúa para guiar hacia la plenitud de la salvación, que la fe cristiana ve definitivamente realizada en Jesucristo (LG n. 16; GS n. 22).

A través del dinamismo sacramental, la gracia “tiende a producir signos, ritos, expresiones sagradas que, a su vez, involucran a otros en la experiencia comunitaria del camino hacia Dios” (EG n. 254). Convierte las religiones en espacios de superación de la existencia individualista y de ruptura del círculo asfixiante de la inmanencia, orientando a la esperanza.

 Por tanto, se puede decir que la religión es un lugar de celebración y comunicación de la gracia, no de forma automática o exterior, sino comunitaria e interior, en fidelidad a la presencia misma comunicativa e irradiadora de Dios, que convoca a la comunidad a abrirse a la novedad del Espíritu, a responder a sus llamados con fe, esperanza y amor y a celebrarlo con sensibilidad.

De manera explícita y temática, la Iglesia, comunidad de fe en Jesucristo, se ve enraizada en las fuentes trinitarias, habitada por el Espíritu, llamada a ser sacramento o signo e instrumento de la gracia (LG n. 1), semilla o principio del Reino de Dios en la tierra (LG n. 4). Está al servicio de la encarnación del amor de Dios en la humanidad y en el mundo. En la Eucaristía, el misterio de la Encarnación se radicaliza. Dios mismo, hecho hombre, “llega al punto de hacerse comer por su criatura” (LS n. 236). El Señor quiere llegar a lo íntimo del cristiano, sacramentalmente -porque él ya está allí-, conformarlo en sí mismo, para reenviarlo a sus realidades como mediador del amor de Dios en sus opciones, sensibilidad histórica y social, finalmente en su vida. para los demás.

Conclusión

La gracia expresa todos los aspectos de la salvación divina, revelada en la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Aquí, a partir de la experiencia antropológica (punto 1) y la reflexión bíblica (puntos 2 y 3), se privilegiaron los siguientes aspectos: el carácter del acontecimiento histórico de la gracia ofrecida (punto 4); el dinamismo integral y relacional de la acogida de la gracia en la vida nueva (punto 5); la presencia de la gracia en la estructuración central de todo lo que existe y sucede y en la esperanza de plenitud (punto 6); los dinamismos internos de la gracia: encarnatorio, kenótico, trinitario y sacramental (punto 7).

Lúcia Pedrosa-Pádua . PUC-Rio. Texto original portugués. Recibido: 29/08/2020. Aprovado:  24/05/2021. Publicado: 23/12/2021.

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Mística de lo Cotidiano

Índice

Introducción

1 Lo cotidiano

2 ¿Qué es (y qué no es) la mística? Algunos malentendidos

3 Características específicas de la experiencia mística

4 Hacia una definición de mística de lo cotidiano

5 Francisco: De la mística popular a los santos de la puerta de al lado

6 Una mística cotidiana desde América Latina

 Introducción

Solemos definir a nuestro tiempo, como una época sedienta de espiritualidad. Se afirma también, con algún consenso, que nuestro tiempo rechaza las religiones con su carga de dogmas y compromisos éticos, pero valora la espiritualidad.

La mística queda en un campo impreciso, indeterminado, pero siempre atrae, en especial la experiencia de las personas a las que llamamos “místicos”. Aunque no comprendamos del todo su experiencia, sabemos que han vivido algo especial, algo diferente y más profundo que los ha conectado con el misterio de Dios.

Para evitar malentendidos desde el comienzo, debemos decir que, según mi opinión, la mística es una dimensión humana universal, que puede darse o no en un contexto religioso, aunque aquí nos referiremos específicamente a la experiencia mística cristiana. Espero poder explicitar esta idea en el texto.

La universal vocación a la santidad, proclamada por el Concilio Vaticano II (LG 39), nos induce a pensar que, si todos los bautizados estamos llamados a la santidad, (entendida como plenitud de la caridad), es lógico pensar que también estamos universalmente llamados a experimentar esa caridad de algún modo, a tener alguna experiencia de esa comunión. Hay autores que hacen señalamientos aún más precisos y audaces: “Todo bautizado y bautizada es un místico o una mística, aunque sólo tenga una experiencia latente y no refleja del misterio” (OLIVERA, 2002, p. 297; RUÍZ SALVADOR, 1978, p. 514-536).

Así como proclamamos la universalidad de la vocación a la santidad, estamos ante una “democratización” de la mística, con una experiencia que podría ser tan amplia como el número de bautizados y bautizadas.

Por otra parte, se ha insistido, no sin razón, en que el fenómeno místico no consiste principalmente en acontecimientos extraordinarios, que podrían darse pero que no forzosamente definen una experiencia como mística, ni son lo más importante de dicha experiencia, según lo afirman los mismos protagonistas. (VELASCO, 2007, p. 46).

Si no son personas extraordinarias, ni hechos extraordinarios los que definen la mística, esta experiencia puede formar parte de la vida cotidiana de personas ordinarias.

Esta entrada la organizaremos así: en primer lugar, luego de una breve definición de lo cotidiano, describiremos el hecho místico, señalando sus características y desarrollando qué se entiende por mística de lo cotidiano, para terminar con el aporte del Papa Francisco a esta cuestión.

1 Lo cotidiano

Según la Real Academia Española, lo cotidiano no es más que lo diario, lo que se da todos los días[1]. Lo cotidiano es lo de todos los días, lo que se repite, lo previsible.

El concepto de lo cotidiano, en parte estaba expresado en los Padres del Desierto a través de su noción de “celda”. La celda es ese esquema de diaria repetición de lo mismo, a partir del cual aprendemos a ser fieles a nuestra vocación y que es clave en la autenticidad de nuestra relación con Dios (MAZZINI, 2001, p. 423-436).

En la cultura moderna y posmoderna, lo cotidiano tiene en general una connotación negativa, de repetición y desgaste. No obstante, hay autores y autoras que propician un rescate de lo cotidiano (GERA, 1968, p. 153-167), proponiendo ese espacio como el aquí y ahora de nuestro encuentro con nosotros/as mismos/as, con los hermanos y con el Señor. Postulan también que lo cotidiano, para cada ser humano, expresa el contexto vital desde el cual se pronuncia e interpreta la realidad, de allí la importancia de conocer el universo cotidiano de las personas, para entender su aproximación al mundo y su comprensión de las encrucijadas vitales (ISASI-DÍAZ, 2003, p. 365-384).

2 ¿Qué es (y qué no es) la mística? Algunos malentendidos

La experiencia de la Vida podría ser la definición más breve de la mística. Se trata de una experiencia y no de su interpretación, aunque nuestra consciencia de ella le sea concomitante. No las podemos separar, pero las podemos y debemos distinguir […] Se trata de una experiencia completa y no fragmentaria. Lo que a menudo ocurre es que no vivimos en plenitud porque nuestra experiencia no es completa y vivimos distraídos o solamente en la superficie.

De ahí que la mística no sea el privilegio de unos cuantos escogidos, sino la característica humana por excelencia (PANIKKAR, 2005. p. 19).

Esta definición de Panikkar de la mística, en su sencillez y contundencia es sumamente profunda y reveladora. Notemos que se trata de una experiencia plena de la Vida, completa, holística. Una experiencia de la Vida con mayúscula, como fenómeno integral, integrador. Tal experiencia denota otro nivel de percepción y la posibilidad de tener esa percepción. Al hablar de plenitud de Vida, se trata de una experiencia de Dios o de lo Sagrado, que es el núcleo de la experiencia mística.

Otra definición que puede ayudarnos en nuestra aproximación es ésta:

Así pues, con la palabra mística nos referimos, en términos muy generales e imprecisos a experiencias interiores, inmediatas, fruitivas que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la experiencia ordinaria y objetiva, de la unión – cualquiera sea la forma en que se la viva – del fondo del sujeto con el todo, el universo, lo absoluto, lo divino, Dios o el Espíritu (MARTÍN VELASCO, 2003, p. 23).

Vamos por partes:

El término “experiencia” (WAAIJMAN, 2011, p. 571-573) puede ser utilizado en distintos sentidos; lo que se denomina en general por experiencia es un conocimiento inmediato de cosas concretas, por oposición a un conocimiento más abstracto y discursivo. El tema de la experiencia comienza a desarrollarse en la modernidad, con el interés por las ciencias positivas (experimentales) por aquellos saberes que pueden corroborarse por el contacto concreto y directo, de lo singular y presente. Con el tiempo, especialmente en el siglo XX, la experiencia designará un saber más integral, no solamente opuesto a lo abstracto, sino involucrándolo.

La experiencia no designa solamente los estados psicológicos internos, sino también el mundo exterior; además no describe sólo lo inmanente, sino también lo trascendente. Se nombra una situación global, total, a la vez vivida y reflexionada de un ser humano inmerso en el tiempo, pero abierto a la eternidad. También designa modalidades específicas y orientadas cada una a un objeto propio, de tal manera que podemos hablar de experiencia estética, moral, religiosa, etc.

La experiencia no es entonces algo puramente subjetivo, afectivo o inmanente, sino una realidad que nos abre al mundo, a los otros y a Dios.

Cuando hablamos de lo espiritual, trascendente o sagrado, puede haber distintos tipos de experiencias, distinguiremos al menos tres niveles para enfocar mejor nuestro tema:

La experiencia espiritual es una realidad humana que tiene que ver con la percepción y búsqueda del sentido, la conexión y la trascendencia. “Es un universal humano que nos caracteriza a todas las personas y que puede estar vivida y/o expresada, o no, a través de la religión” (MELLONI RIBAS, 2015, p. 39-43).

La experiencia religiosa, en cambio, es entendida como mediadora de una presencia, es la conciencia de la relación con Dios a través de pensamientos, sentimientos y actitudes en los que se percibe la relación con la trascendencia. Si la religión se define como la relación con el ser sagrado como tal, es precisamente la conciencia de esta relación, en todos sus aspectos, lo que constituye la experiencia religiosa. Dicha experiencia involucra un cuerpo de verdades, unas normas éticas y una comunidad que vive y celebra esa experiencia (MELLONI RIBAS, 2018, p. 27-30).

El núcleo de la experiencia mística tiene una nota distintiva: la inmediatez y la percepción de la bondad divina como algo en lo cual la persona se siente inmersa, sin intervención de su voluntad, al menos en el inicio de dicha experiencia (MARTIN VELASCO, 1999, p. 289-293). Veamos ahora sus notas diferenciadoras.

3 Características específicas de la experiencia mística

Es importante señalar que la experiencia mística está presente en todas las tradiciones religiosas. Enumeremos algunas notas que parecen ser las más importantes (MARTIN VELASCO, 1999, p. 319-356):

  • Experiencia de gratuidad, en la que la bondad de Dios actúa y la persona tiene una experiencia de fusión con lo trascendente o con Dios, de forma pasiva;
  • Experiencia íntima de realidades profundas y sobrenaturales, de la realidad como un todo, con orden radical y definitivo. Carácter holístico, totalizador y englobante, en el que el sujeto y el mundo entero se perciben como parte de ese orden general, pleno de sentido;
  • La experiencia tiene connotaciones afectivas y fruitivas. Hay un impacto emocional, que es vivenciado muchas veces en simultáneo con un profundo sentimiento de paz, de alegría, de gozo inexplicables y que no son asimilables a otras experiencias. Es una experiencia de simplicidad y sencillez;
  • Certeza y oscuridad. Certeza de la experiencia con todo lo que la misma comporta para el místico. Oscuridad, que se da al sobrepasar los límites de la capacidad humana de comprensión;
  • Es una vivencia que en general introduce una novedad en el conocimiento de lo trascendente o divino. Muchas veces se refiere la necesidad de ordenar la experiencia mediante el relato autobiográfico y la simbología expresiva;
  • La experiencia mística es en su esencia indecible, incomunicable. Se trata de una experiencia no mediatizada por el razonamiento discursivo, por el pensamiento ordinario, no se puede tematizar o pensar y por lo tanto no se sabe decir.

Nos detendremos en esta última característica por su relevancia para la mística de lo cotidiano: la imposibilidad de describir o definir con palabras lo vivido. En el cristianismo la experiencia mística es dependiente de la fe y su común denominador es la inefabilidad, es “nube”, es “tiniebla” como le gusta decir al pseudo-Dionisio, seguido por la tradición posterior. Tomás de Aquino dirá que el alma entra entonces en esta “tiniebla de la ignorancia… en la que nos unimos lo más posible a Dios, como dice Dionisio, y que es una nube en la que decimos que Dios habita” (TOMÁS DE AQUINO, I Sent.d.8q1 a.1 ad4).

Evidentemente el apofatismo es un elemento central de la experiencia mística. Quienes tienen alguna experiencia al respecto, no saben decirlo, porque tampoco saben explicar-se cómo es esta comunicación divina. Al mismo tiempo, no pueden negar la vivencia, que se recuerda en términos muy reales.

Así es, cuando los místicos experimentales (llamamos místicos experimentales a quienes, teniendo ellos o ellas mismas/os una experiencia mística, la describen) tienen o quieren narrar su experiencia de Dios, tienen siempre un momento que podríamos llamar “apofatismo de base”: no podemos hablar de Dios, porque en realidad no sabemos quién es Él y mucho menos podemos describirlo. El místico siempre nos va a decir que, ante todo Dios no es lo que él percibió y entendió, aunque sí lo es de modo sumo. Admirablemente lo enuncia Tomás de Aquino, una vez más dejándonos percibir de algún modo su propia experiencia mística: “In finem nostrae cognitionis Deum tamquam ignotum cognoscimus” (TOMÁS DE AQUINO, In Boetium de Trinitate q1 a2 ad1). Nuestro máximo conocimiento de Dios es re-conocerlo como ignoto, como desconocido por ser infinitamente luminoso y cognoscible, desmesurado para nuestra aprehensión tanto sensible como inteligible y volitiva.

De manera hermosa y pedagógica lo expresa Juan de la Cruz en la introducción al Cantico Espiritual:

…Porque ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde él mora, hace entender? Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden. Porque ésta es la causa porque con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con razones lo declaran. Las cuales semejanzas, no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los divinos Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura divina, donde, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas. De donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir; y así, lo que de ello se declara, ordinariamente es lo menos que contiene en sí (DE LA CRUZ, 1992, p. 571-572 Cántico Espiritual B, Prol 1).

Evidentemente, las almas “amorosas” a las que aquí se refiere el santo, son las que han tenido alguna experiencia mística. Nadie, ni ellas mismas, pueden decir lo que Dios les ha hecho entender (se trata de una comprensión que excede la inteligencia), ni sentir (excede los sentidos), ni desear (excede la capacidad de la voluntad). Aquí Juan da un paso más: como no pueden decir y ni explicar “ésta es la causa porque con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios…”

Es decir, los místicos y las místicas recurren al lenguaje simbólico que hay que entender y leer en el contexto y en la línea de afinidad espiritual en la que fueron dichas, que el santo llama aquí “sencillez de espíritu de amor e inteligencia”. De lo contrario todo parecerá un “dislate”, un disparate. Por eso usan “extrañas figuras y semejanzas”, nosotros diríamos: símbolos y metáforas.

Con estas sencillas palabras nos introduce el santo en el tema crucial del lenguaje para hablar de Dios. ¿Cuál es el más adecuado? R. Ferrara nos recuerda que:

“Dios” se declina y conjuga en múltiples lenguajes: en el oráculo del profeta, en la doxología y plegaria del salmista y en la sentencia del sabio, la cual se expande en el lenguaje articulado del teólogo en su discurso “narrativo y argumentativo” que, en orden a esa articulación, apela tanto a las analogías, con sus afinidades y correspondencias, como a las paradojas y los contrastes” (FERRARA, 2005, p. 27).

En esta vida Dios es conocido y denominado por vía de analogía y paradoja, aunque es inefable. Algunos nombres lo designan con propiedad, aunque de modo deficiente (FERRARA, 2005, p. 28-31. 93-94. 252-265).

Nuestras palabras son ineficientes para hablar sobre Dios y sobre la experiencia de Dios, aún la más común y universal (MERTON, 2008, p. 81-96). Es por eso que el lenguaje sobre esta experiencia está cargado de metáforas y símbolos. Esto ciertamente puede resultar un límite, pero también es una posibilidad, porque el místico, muchas veces con sus metáforas, está abriendo su experiencia a la nuestra, de la misma manera que un símbolo abre el significado de una realidad a nuevas percepciones. Sus experiencias, llaman, invitan, evocan las del lector.

La imagen simbólica se revela en la literatura religiosa particularmente apta para expresar realidades espirituales. Jesús, por ejemplo, es presentado como Pan de Vida (Jn 6:34) o Luz del mundo (Jn 8:12). Como imagen, el símbolo se desarrolla a través del contacto del hombre con el ambiente. En este sentido, el símbolo puede referirse al mundo más primitivo de la naturaleza, o al mundo más social, de la familia o de la técnica. Es propio del lenguaje simbólico partir de la imagen para pasar a otro nivel significativo: la montaña, por ejemplo, se convierte en símbolo del esfuerzo moral o espiritual.

El símbolo verdadero parte de lo concreto sensible para alcanzar el nivel espiritual, es un signo capaz de evocar otra realidad perteneciente a un nivel ontológico superior: el agua como símbolo de vida, la luz como símbolo de sabiduría, el cielo como morada de Dios, etc. El símbolo pertenece al orden de la percepción sensible y no se puede separar de dicha actividad perceptiva.

Al contrario del concepto, el símbolo, por su “sugestiva” inadecuación y por su carga vital trasmitida por la imagen, contiene en sí su propia superación. Pensemos en la zarza ardiente, o la roca, para mostrar o sugerir características de la realidad divina.

El símbolo no es la “fotografía” de la realidad objetiva, sino que intenta revelar algo más profundo y fundamental. Sugiere, indica, señala. Pretende hacernos acceder a otros niveles de realidad que, de otra manera, permanecerían cerrados para nosotros. Es una expresión siempre abierta, que intenta decirnos siempre algo más.

Como conclusión y atentos/as a la mística de lo cotidiano, en la narración de las experiencias místicas, tenemos que reparar en la dificultad de narrar la experiencia y en los símbolos y las metáforas que usan las personas que transitan estas experiencias (MARTIN VELASCO, 1999, p. 49-58). Sólo entenderá el mensaje del místico quien comprenda tanto su silencio como los símbolos y las metáforas que utiliza. Quien los considere meros adornos de su discurso o mal comprenda esos símbolos y metáforas, no entenderá el núcleo de su experiencia, porque dichos símbolos son claves hermenéuticas para desentrañar lo que el místico o la mística nos quieren decir. Dichas expresiones pueden ser comunes a las narrativas místicas universales (por ej.: Dios es como la luz, el mar, etc.) o muy propias y personales, tales como nombres propios que sólo esa persona utiliza.

Estas claves son importantes tanto si se trata de un gran místico o mística canonizado/a, cuyas obras son universalmente conocidas o de una persona ignota que en algún lugar del mundo le cuenta a otro ser humano lo que ha vivido, en relación con una experiencia de Dios que le ha manifestado su bondad de modo sobrecogedor.

4 Hacia una definición de mística de lo cotidiano

Todo lo que estuvimos viendo y analizando sobre la experiencia mística nos sirve para llegar al tema que es el foco de este texto: la mística de lo cotidiano. La reflexión del Vaticano II que abre la posibilidad de ser santos a todos los bautizados (a la que ya hemos hecho alusión), nos hace salir del esquema de “perfección” para abrirnos a la esfera de “plenitud de la caridad” (LG 39). Esa misma perspectiva, saca a la experiencia mística, del contexto de algunas personas muy especiales que tienen experiencias de Dios de las que hemos llamado “extraordinarias”, para abrirnos a la posibilidad de la universalidad de dicha experiencia y a que los lugares de la mística no sólo pueden ser los templos o los sitios de retiro, sino también el trabajo, la calle, el hogar, la escuela. Se trata, en definitiva, de “encontrar a Dios en todas las cosas” (GARCÍA, 2013, p. 62).

La reflexión teológica y pastoral de los años postconciliares, siguió esta línea, pero sobre todo, estas ideas empezaron a plasmarse en experiencias concretas. La vida religiosa, por ejemplo, desarrolló modelos de inserción en los barrios, llevando adelante apostolado y oración allí, incluso con experiencias de vida contemplativa como la de los y las hermanitos y hermanitas de Carlos de Jesús. Los movimientos laicales ayudaron a crecer en conciencia de la importancia de encontrar a Dios en la vida de la familia, en el trabajo, en el compromiso social y político y maduraron la percepción de la contemplación y la vida mística de laicos y laicas (GOFFI, 1987, p. 158-163).

Bernardo Olivera, monje trapense y escritor de espiritualidad, define a los sujetos de la experiencia de esta manera: “[místicos y místicas] son, simplemente, todos aquellos y aquellas que entrando en el Misterio van siendo transformados por él” (OLIVERA, 2002, p. 80).

Si la mística es la “inmediatez mediada del contacto amoroso” con Dios, tal como sea concebido (MARTÍN VELASCO, 2007, p. 62) o la experiencia plena de la Vida, según la definición de Panikkar, con la que comienza este texto, esa experiencia está perfectamente accesible a todas las personas que se abran al misterio divino, en todas partes y en cualquier momento de la existencia.

En el tema de la mística de lo cotidiano hay dos cuestiones, las cuales, siendo temas clásicos de la espiritualidad cristiana, afloran en el posconcilio de una manera nueva: la posibilidad de amar a Dios más de lo que se lo conoce y el tema del conocimiento por connaturalidad. Veamos brevemente estos dos puntos:

Respecto del primer punto, ya a fines del siglo XIII, un cartujo llamado Hugo de Balma (DE BALMA, 1992, p. 117-118) dice que la unión más profunda del alma con Dios se puede dar por amor sin conocimiento intelectual previo, supuesta una advertencia general de la fe. Esta era una cuestión que se debatía bastante en el siglo de oro español. San Juan de la Cruz, teniendo en cuenta esa discusión, la va a esclarecer uniendo la tendencia de intelectuales que decían que no hay nada en la inteligencia que no pase por los sentidos (por lo cual no se podría amar a Dios sin conocerlo) y la corriente de los místicos afectivos quienes afirmaban que, respecto de Dios era posible amarlo más de lo que efectivamente podemos conocerlo. Lo dice en el Cántico Espiritual de este modo:

Donde es de saber, acerca de lo que algunos dicen que no puede amar la voluntad sino lo que primero entiende el entendimiento, hase de entender naturalmente, porque por vía natural es imposible amar si no se entiende primero lo que se ama; más por vía sobrenatural bien puede Dios infundir amor y aumentarle sin infundir ni aumentar distinta inteligencia […].

Y esto experimentado está en muchos espirituales, los cuales muchas veces se ven arder en amor de Dios sin tener más distinta inteligencia que antes; porque pueden entender poco y amar mucho, y pueden entender mucho y amar poco… (CB 26,8) (DE LA CRUZ, 1992, p. 694).

La explicación del santo de Fontiveros, continúa relacionando este fenómeno con la fe teologal, que ilustra a los creyentes que se abren a la acción de la gracia.

Respecto del segundo tema, sobre el tipo de conocimiento que aporta la mística en general y la de lo cotidiano en particular, podemos decir que es análoga al conocimiento por connaturalidad, del que también habla el Aquinate (JOHNSTON, 1997, p. 63-68), ya que en el conocimiento por connaturalidad se aprende por una cierta afinidad o inclinación hacia el objeto conocido. Esta inclinación proviene del amor y de la unión y reviste una importancia especial cuando hablamos de Dios y de su conocimiento, porque tal como nos lo recuerda la primera carta de Juan, “el que ama, conoce a Dios y el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4: 7-8).

El amor de Dios se derrama en nosotros, nos atrae y nos unimos a Él, propiciando en nosotros la sabiduría más alta, de la que habla también Tomás de Aquino al comienzo de la Summa, la que viene del Espíritu Santo y por la cual nos unimos a Dios (TOMÁS DE AQUINO, STh q1 a6 ad3).

En el contexto conciliar y postconciliar, se destaca el pensamiento de Karl Rahner, él fue uno de los que utilizó y difundió la expresión “mística de lo cotidiano”. Rahner sostiene que todos los que viven con autenticidad, poniendo amor y responsabilidad en lo que hacen, desde un sincero deseo de servicio a los demás, viven el “misticismo de la vida diaria” (RAHNER, 2010, p. 172-188). Resalta no solo la intrínseca unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo (RAHNER, 1966, p. 271-291) sino también la enseñanza de Jesús que dice que amar al más pequeño de sus hermanos significa amarlo a él. Según Rahner, la más profunda forma del misticismo de la vida diaria es el amor sin reserva al prójimo y la aceptación humilde de la propia existencia, con sus límites y posibilidades, pero en apertura a las profundidades de la vida misma y, por ende, al propio misterio, al misterio de los hermanos y de la existencia en general.

Esta mirada de la vida posee una profunda significación teológica y pastoral. Se trata de tener la certeza (con frecuencia oscura) que la vida diaria, aceptada con todos sus desafíos, es el verdadero seguimiento de Jesús.

La cotidianeidad de la vida de Jesús es lo que le sirve a Rahner como fundamento para poder apreciar la vida diaria como lugar de encuentro con el misterio: lo que realmente es sorprendente, e incluso desconcertante en la vida de Jesús, es que ésta permanece por completo dentro del marco de la existencia diaria, una existencia similar a la de tantas personas de su tiempo y de su pueblo. Lo primero que deberíamos aprender del Señor es su humanidad asumida, integrada, aceptada hasta el final.

En Cristo, Dios ha asumido la cotidianeidad. El misticismo de la vida diaria es el gozo oscuro y paradójico de existir en el mundo, una fe pascual que ama la existencia tal como es. La participación en la muerte de Cristo hace posible que la persona pueda entregarse al misterio que permea la vida diaria: este es el fundamento cristológico para un misticismo de lo cotidiano. Obviamente, no hablamos sólo de la muerte como paso final a la vida eterna, sino también las micro-muertes que todos los días nos atraviesan y que forman parte del entramado de lo diario. Aceptar la soledad cuando se presenta en nuestra existencia, ceder un criterio importante en la vida familiar, escuchar una crítica injusta, aceptar una tarea agobiante por amor a Dios, a la comunidad o para sostener la propia familia, perdonar sin condiciones, hacer bien y a fondo la tarea cotidiana sin esperar reconocimiento, entregarse generosamente a la oración, ser fiel a la propia conciencia aunque no seamos comprendidos/as, aceptar la desilusión entre el proyecto soñado y lo logrado… Lograr perseverar en esas actitudes son acontecimientos de gracia, presentes en la vida cotidiana. Son transparencias del misterio que asoma y se deja entrever, haciéndonos sospechar la presencia de Dios junto a nosotros, en nosotros, entre nosotros (EGAN, 2013, p. 45-49).

Lo que la tradición llama perseverancia final, la entrega total de la vida en el último momento, será muy difícil si no se ha verificado esta fidelidad cotidiana, oscura y gozosa al mismo tiempo.

  1. de Certeau, expresaba esta experiencia del siguiente modo:

es místico aquel o aquella que no puede dejar de caminar y que, con la certeza de lo que le falta, sabe de cada lugar y de cada objeto que no es eso; que no es posible fijar ahí la residencia, que no es posible contentarse con ello (DE CERTEAU, 1987, p. 14).

La mística de lo cotidiano es la sospecha fundada del Reino de Dios presente cada día.

5 Francisco: De la mística popular a los santos de la puerta de al lado

Desde el punto de vista del Magisterio de la Iglesia, quien más ha hablado, no directamente de la mística de lo cotidiano, pero sí de temas muy cercanos, es el Papa Francisco. Ya desde Evangelii Gaudium, su Exhortación apostólica programática, aborda la cuestión de la presencia de Dios en lo cotidiano (EG 73). Ese sentido profundo de trascendencia que descubrimos en el transcurrir de los días y las actividades en las que se va nuestra vida, de la que nos habla EG, esa hondura sin estridencias que se percibe como una presencia fiel que nos acompaña aun cuando no la sintamos, eso precisamente es la mística de lo cotidiano.

En el número 174 de EG, el Papa dice que en lectura de la Palabra de Dios y en la Eucaristía, se recibe el espíritu de profecía para dar testimonio en la vida cotidiana. Santidad y profecía aparecen asociadas en y a la vida cotidiana. Porque la comunión con la dimensión sagrada de la existencia es lo que nos va transformando en profetas y testigos en medio del mundo.

Hay un núcleo que temáticamente es importante en EG, propio de la teología y la pastoral de Francisco, en el que toca de algún modo el tema de la mística cotidiana, al hablar de la fuerza evangelizadora de la piedad popular (122-126). Particularmente en el número 124 cita al documento de Aparecida, el cual al tratar el tema de piedad/espiritualidad/mística popular, la aborda como una “verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos” (EG 124, citando DA 263). Dentro de esa piedad/espiritualidad/mística popular, una nota distintiva es la condición de encarnación, como capacidad de ver a Dios en la vida, de percibir su presencia en las realidades cotidianas, alegres, difíciles o intrascendentes. Es un fragmento de Aparecida, en el que vemos la indudable influencia del Cardenal Bergoglio:

En la piedad popular se contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal. Es también una expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la gracia. Por eso, la llamamos espiritualidad popular. Es decir, una espiritualidad cristiana que, siendo un encuentro personal con el Señor, integra mucho lo corpóreo, lo sensible, lo simbólico, y las necesidades más concretas de las personas. Es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que no por eso es menos espiritual, sino que lo es de otra manera (DAp 263).

Aunque el documento habla aquí de piedad/espiritualidad/mística popular, podemos ver algunas de las características que nos acercan a la mística o espiritualidad de lo cotidiano: encuentro personal y concreto con Dios, sentido de la trascendencia, espontánea capacidad de apoyarse en el Señor, experiencia de amor teologal, sabiduría del amor como ilustración de la gracia. Todo ello vivido en lo concreto, sensible y simbólico, de modo “encarnado”.

Tanto el texto de EG 124, como el de Aparecida 263, nos señalan que el núcleo de esta piedad/espiritualidad o mística popular, que tiene muchos elementos de la experiencia mística cotidiana, es una experiencia teologal/bautismal, un instinto de fe impregnada por la caridad que nos lleva a descubrir al Señor y a su obra en toda circunstancia, más aún en lugares donde parecería que Dios no se encuentra. Esta experiencia aporta un conocimiento, una “sabiduría de Dios amorosa” accesible a todas y todos los creyentes, que confiere una afinidad espiritual al Misterio de Dios y una capacidad de discernimiento, contraintuitiva respecto de la formación en temas religiosos que pudieran tener o no, dichas personas.

En la Exhortación apostólica Post Sinodal Amoris Laetitia, aparece el tema de la oración en familia, muy ligada a lo cotidiano (AL 29, 86, 216, 223, 227, 255, 287-288, 316-318). Particularmente en los números 316 a 318, se habla de la vida de oración en familia y de cada uno de los cónyuges, mostrando que la mística no es privativa de algunas personas en la Iglesia: “quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la unión mística.” (AL 316).

Otro documento clave para encontrar elementos sobre mística popular y cotidiana es la Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate. Abordando de lleno el tema de la santidad en el mundo actual, el Papa en los primeros párrafos nos habla de “los santos de la puerta de al lado”, una expresión o imagen que, posiblemente queriendo ilustrar una idea, se transformó en un punto central de su mensaje gracias a la fuerza de la imagen. Se trata de esas personas comunes con las que todos nos podemos identificar. En ese párrafo, el Papa asocia la santidad a la virtud de la paciencia: “me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente…es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (GE 7).

Dios se hace presente de un modo silencioso en la paciencia de lo cotidiano, y en quienes la ejercitan: trabajadores, padres y madres de familia, etc. Personas que van “cada uno por su camino” (GE 11, citando LG 11), es decir, en las condiciones habituales del día a día. En los números siguientes a la definición de santidad de la puerta de al lado (8 y 9), el Papa asocia la santidad cotidiana a la oscuridad y a la profecía, que podrían ser otros términos para hablar de paciencia y testimonio. La descripción de Francisco evoca el efecto de una especie de levadura, solo conocida por Dios, pero que podría ser el verdadero fermento y motor de la historia.

Se trata, según el Papa, de escuchar el propio llamado y dejar que fructifique la gracia del Bautismo en un camino de santidad (GE 15), preocupándose de aclarar que, si la santidad no es un patrimonio exclusivo de los consagrados, tampoco lo es la vida de oración y comunión con el Señor (GE 14), tal como lo había afirmado en AL 316.

En el capítulo 3 aborda dos “ejes” de la santidad cristiana: las bienaventuranzas planteadas como identidad del seguidor de Jesús y el gran protocolo sobre el que seremos juzgados (Mt 25). De ambos textos se destaca la misericordia, como ese “hilo conductor” que sostiene nuestra relación con Dios y con los hermanos y el entramado de la mística cotidiana (MAZZINI, 2015, p. 29-48).

Descubrir a Dios en nuestra vida tiene que ver con la vivencia de la misericordia, quien reconoce y sirve al Señor en lo concreto, descubre su presencia en todos los aspectos de la cotidianeidad y está en condiciones de unirse a Él por la fe y el amor, aunque la vivencia sea oscura.

Francisco ha retomado el tema en sus catequesis sobre la oración, en Febrero de 2021, así se manifestaba:

La oración está siempre viva en la vida, como una brasa de fuego, también cuando la boca no habla, pero el corazón habla. Todo pensamiento, incluso si es aparentemente “profano”, puede ser impregnado de oración. También en la inteligencia humana hay un aspecto orante; esta de hecho es una ventana asomada al misterio: ilumina los pocos pasos que están delante de nosotros y después se abre a la realidad toda entera, esta realidad que la precede y la supera. Este misterio no tiene un rostro inquietante o angustiante, no: el conocimiento de Cristo nos hace confiados que allí donde nuestros ojos y los ojos de nuestra mente no pueden ver, no está la nada, sino que hay alguien que nos espera, hay una gracia infinita.” (FRANCISCO, Catequesis del miércoles 10 de febrero de 2021)

“Una ventana al misterio”, dice el Papa, esa podría ser una buena definición de la mística cotidiana, vivir atentos a la presencia de Dios amorosa y misteriosa, siempre presente y concomitante a los límites de nuestras existencias pequeñas, precarias, limitadas pero habitadas.

6 Una mística cotidiana desde América Latina

El P. Jorge Seibold sj tiene varios textos sobre mística popular, son escritos en y desde América Latina. En uno de ellos (SEIBOLD, 2016, p. 157-162) habla de los signos de la experiencia mística en el catolicismo popular latinoamericano, entre los cuales está la mística de lo cotidiano, con un sentido profundo que tiene nuestra gente de la presencia de Dios en su vida, del hermano necesitado como lugar de encuentro con Jesús, del contacto corporal y del abrazo como epifanía de fraternidad, de la hospitalidad y la solidaridad a veces más allá de las propias posibilidades.

Hay una espiritualidad de lo cotidiano que viven las personas más sencillas y creyentes de nuestro pueblo en la práctica de un tipo de oración ininterrumpida, muy sencilla, muy simple, pero con un hondo sentido de unión con Dios. Algunos/as lo expresan encomendando al Señor o a María sus necesidades, agradecimientos y deseos en el transcurso del día. Otros/as intercediendo por las necesidades de personas concretas de la familia o de la comunidad o por quienes en el mundo sufren a causa de diversos males (la violencia, las enfermedades, el desempleo, etc.). Así no es poco frecuente ir a visitar a un vecino/a enfermo/a de un barrio humilde y que, espontáneamente, nos cuente que ofrece a Dios sus dolores o incomodidades por otras personas que percibe que sufren más que él o ella y que, cuando así lo hace, se siente particularmente unido o unida a Jesús en su Pasión. Es de notar que en general no se trata de personas con gran formación religiosa pero sí, con un profundo sentido de fe.

El altar doméstico, con alguna imagen de Jesús, de María, de algún santo patrono del pueblo de donde la familia es oriunda, es un espacio sagrado en el que suele haber también agua bendita y en ocasiones especiales o de necesidad, una vela prendida.

La solidaridad de los más pobres es una manifestación de la presencia de Dios en lo cotidiano. Podríamos decir que es una mística cotidiana de la acción, en la que las personas experimentan la presencia de Dios y la autenticidad de su fe, porque viven de acuerdo con lo que creen y eso es una epifanía, una certeza de la presencia de Dios. Esta mística de los pueblos latinoamericanos, en general, no se vive en forma aislada, ni como una minoría, sino más bien en la experiencia de creer en Dios, formando parte de un pueblo (GUTIÉRREZ, 1989, p. 20-26). De allí las apreciaciones del Documento de Aparecida, que comentamos antes y que nos muestran la experiencia espiritual, como experiencia popular.

Tenemos mucho que aprender de las personas más sencillas de nuestros pueblos latinoamericanos, ellas con su intuición de fe en contextos hostiles y a menudo violentos, pueden señalarnos el camino del encuentro cotidiano con el misterio. Nos manifiestan que la experiencia mística se revela como ciencia del amor: una sabiduría que busca, sufre y goza en medio de la vida (NAVARRO SÁNCHEZ, 2012, p. 28) y que, sobre todo, encuentra a Dios en toda circunstancia.

Marcela Mazzini. Universidad Católica de Argentina. Texto original castellano. Recibido: 30/03/2021. Aceptado: 30/05/2021. Publicado: 24/12/2021.

 Referencias

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FRANCISCO. Catequesis del miércoles 10 de febrero de 2021. Disponible en: http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210210_udienza-generale.html Acceso en: 12 febrero 2021.

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[1] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Diccionario de la lengua española, 23.ª ed. [versión 23.4 en línea]. <https://dle.rae.es> Consulta el 28 de marzo 2021.

Interculturalidad / Inculturación

Índice

Introducción

1 Aclaración mínima del término interculturalidad

2 Interculturalidad en interacción dialéctica con la inculturación

3 Observaciones finales

Referencias

Introducción

El trasfondo histórico y teórico de este artículo es la historia de luces y sombras que ha escri­to el cristianismo con la trayectoria real de un desarrollo que lo ha hecho presente en todos los continentes del mundo. Aquí no podemos de­tenernos en esta historia milenaria, pero su mención se hace necesaria al comienzo de este artículo. Pues esa compleja historia del cristianismo es justo la que dibuja el trasfondo de luces y sombras que su­po­ne­mos como marco general explicativo de la posición a favor de la cual queremos argumentar con las re­flexiones que siguen.

Y se nos permitirá adelantar que la propuesta de di­cha posición se puede resumir en estos términos:

Asumiendo que la “incul­turación” es uno de los momentos que perfilan la cara luminosa de la histo­ria del cristianismo, pensamos que con el planteamiento de la inter­cul­tu­ra­lidad, visto sobre todo – co­mo es el caso en este artículo – en su posible relación con ese proceso teoló­gico y reli­gioso constitutivo de la historia del cristianismo que es la “in­cul­­tu­­­ra­ción”, florece un den­so movimiento de cre­ci­­mien­to es­pi­ri­tual que puede contribuir a hacer más luminosa todavía la cara lumino­sa de la “inculturación” del cristianismo en los espa­cios y tiem­pos de la historia de la humanidad en el futuro.

1 Aclaración mínima del término interculturalidad

La interculturalidad representa un planteamiento crítico e innovador que anima hoy ámbitos de reflexión y acción tan diversos como, por ejem­plo, la antropología, la educación, el de­­recho, la filosofía, la pedagogía, la lin­güística, la política, la psicología, la psiquia­tría o la teología; con la consecuencia de que, con su desarrollo en dichos campos – y sin olvidar por otra parte que ese desarrollo multidisciplinar se lleva a cabo en contextos cul­turales diver­sos –, la perspectiva intercultural recibe evidentemente acen­tos específicos que ha­cen difícil una definición general, es más, que no acon­sejan la elaboración de “un” concepto definitorio de la intercultu­ra­lidad (FORNET-BETANCOURT, 2002; KIRLOSKAR-STEINBACH, DHARAMPAL-FRICK, FRIELE, 2012 ).

Por esta amplitud de referencias discipli­nares y contextuales en la que se mueve la interculturalidad, queremos empezar este punto indicando pre­ci­samente que se titula “acla­ra­ción mínima” no por razón de un recurso re­tórico sino para dar cuenta con ello de que en esta aproximación al término interculturalidad nos fijaremos solo en uno de los acentos que ha recibido, a saber, el filosófico; y esto además, lo cual “minimiza” aún más nuestra acla­ración, poniendo especial atención en aquellos “tonos” del acento filo­sófico que a nuestro juicio mejor se prestan para la interacción con el proceso teológico o religioso de la inculturación.

Así, sobre el trasfondo de esta delimitación, destacaremos que la filo­so­fía inter­cultural (FORNET-BETANCOURT, 1994; MALL, 1995; PANIKKAR, 1990; WIMMER, 2002) carga el planteamiento de la inter­cul­turalidad con un acento específico que tiene que ver, pri­mero, con la concepción de la cul­tu­ra y, de manera más concreta, con la relación del ser humano con su cultura de origen o la cultura en la que nace y es criado. Resumimos esta conce­pción diciendo que se trata de una concepción histórica, no esencialista, que subraya el valor de las diferentes culturas de la humanidad como las for­mas de vida y convivencia por las que el ser humano “entra” y es “enca­minado” en lo que llamamos “mundo humano”. De ahí que en esta concep­ción se argumente asimismo a favor del reconocimiento respetuoso del plu­ra­lis­mo cultural, ya que nos descubre los múltiples caminos que se pueden seguir para humanizar al hombre. Al mismo tiempo, sin embargo, esta concepción considera que las culturas en sí mismas no son “lo último”, sino que hay que verlas más bien como formas históricas en las que se abren ca­mi­nos, dentro siempre de la constitutiva ambivalencia que conlleva todo lo hu­ma­no, hacia “lo último”, entendiendo aquí por “lo último” el sentido de la plenitud de la vida humana.

En segundo lugar, y en conexión con el aspecto anterior, el acento filo­só­fico de la interculturalidad tiene que ver con una concepción del ser hu­ma­no. Una palabra sobre ella. Esta concepción supone, entre otros muchos momentos que no podemos nombrar ahora (FORNET-BETANCOURT, 2008) que, en razón de su condición de finitud y especialmente de su fragilidad afectiva, es un ser necesitado de identidad personal y de sentimiento de pertenencia familiar, cultural, reli­giosa, etc. O sea que es un ser que necesita un “ámbito” en el que puede sen­­tirse “en casa”, un espacio que reconozca como “propio” y lo viva como “fa­miliar”. Pero esta concepción hace valer por otra parte que en la con­di­ción finita del ser hu­mano anida también un anhelo de plenitud que des­bor­da lo “familiar” y que lo mueve, si se permite la metáfora, a habitar su ca­sa, su cultura e identidad, como una casa que mantiene las puertas y ven­­ta­nas abiertas; en otras palabras, como un espacio de acogida y hospita­li­dad.

Y, en tercer lugar, el acento que pone la filosofía intercultural subraya que la dinámica de interacción dialógica y de encuentro con la alteridad que distingue al plan­teamiento de la interculturalidad, justo en tanto que es­fuerzo por superar  la parcialidad o unila­teralidad de las visiones que sepa­ran a las culturas y sus miembros (sean éstas cosmo­lógicas, éticas, epis­te­mológicas, re­ligiosas, filosó­ficas, etc.), es una dinámica de cre­cimiento ha­cia la plenitud que requiere, como condición de su verdadero significado, la pos­tulación de la abertura de lo humano finito a un horizonte de infinitud. Pues solo lo infinito, que no es simplemente lo que no tiene límites sino más bien lo ilimitable, no es unilateral y permite de este modo el enca­mina­miento hacia la plenitud.

Como, por razones obvias de espacio, no podemos proseguir profun­di­zan­do en la explicación del acento filosófico, deben bastar aquí los tres mo­mentos destacados para hacer  ver un punto en nuestra argumentación que es im­portante para lo que luego sigue, a saber, que la filosofía intercultural entiende y desarrolla la interculturalidad en el sen­tido de una perspectiva crítica que debe cumplir en la comprensión y práctica del en­cuentro con las culturas una función reguladora, normativa y, por tanto, también, co­rrec­tora, tanto teórica como prácticamente.

Con lo cual se quiere afirmar ade­más que, al menos desde esta comprensión filosófica, la interculturali­dad se entiende mal cuando se la asocia con un relativismo cultural que no co­noce freno alguno y que lleva, por eso, a fin de cuentas, a una falsa “tole­ran­cia” o indiferencia. Todo lo contrario se sigue de la concepción que aquí presentamos, pues se trata de una interculturalidad que, justo por apuntar a la ultimidad de la plenitud humana, quiere ser camino para la experiencia de que ninguna cultura particular da la medida completa del sentido último que busca el ser humano; y que, por eso mismo, introduce en el diálogo de las culturas un criterio de juicio y discernimiento, esto es, un criterio para la mutua corrección. Mas pasemos ahora al tercer punto de este artículo para tratar de presentar algunos momentos de la interculturalidad en su relación ex­plí­cita con el proceso teológico y/o religioso de la inculturación.

2 Interculturalidad en interacción dialéctica con la inculturación

En este apartado se trata, pues, de presentar algu­nas pistas que ilustren que la relación entre interculturalidad e inculturación, en cuyo marco se ha­ce posible justamente la contribución de la que se hablaba en la nota intro­duc­toria, debe entenderse en el sentido de una articulación orgánica entre ambos planteamientos.

Para comprender esta propuesta de una relación de interacción mu­tuamente enriquecedora entre interculturalidad e inculturación, debe quedar claro sin embargo que aquí se asume que la inculturación no es una estra­te­gia más o menos sutil de ex­pansión o de ocupación de la casa del otro, sino un verdadero proceso de “encarnación” y, por tanto, de aprendizaje, de sin­ce­ro diálogo y franca comunicación (IRARRÁZAVAL, 1994, 1998; SUESS, 1996).

Y por eso se dejó dicho en la nota introductoria que, para noso­tros, la inculturación forma parte del perfil de la cara luminosa de la histo­ria del cristianismo. Con esto no negamos, evidentemente, que en la incul­tu­­ra­ción se hayan seguido a veces caminos errados, al confundir la encar­na­ción de la Buena Nueva de Jesús con la adaptación o el simple trasplante de una forma de inculturación o de un modelo de cristianismo ya in­culturado. Y por ello apuntaba, con claro sentido crítico y con toda razón, Ignacio Ellacuría que:

… la fe cris­tiana ha sido uniformada desde las exigencias y las facili­dades del mundo occidental y la presente civilización occidental cris­tiana – que así la llaman –. Eso, para nosotros, supone una reducción grave, en sí mismo y en su capaci­dad de inculturación. Es decir, la for­ma que el Cristia­nismo ha tomado en Europa, a través de todos estos siglos, los antiguos y los modernos, en el me­jor de los casos es una de las for­mas posibles de vivir el Cristianismo, una. En el mejor de los casos, si lo hubiera hecho bien. Pero de ninguna manera es la mejor forma po­sible de vivir el Cristia­nismo (ELLACURÍA, 1990).

Pero si, como asumimos en este artículo, se comparte la visión de que la incul­turación busca caminos de “comunión” en y con las alteridades culturales y religiosas de la humanidad, entonces parece legítimo y fundado proponer que la relación entre la interculturalidad y la inculturación no tiene que ser necesariamente una relación entre “paradigmas” que se opo­nen, sino todo lo contrario: una relación entre horizontes de comprensión y de vida que se poten­cian recíprocamente. A continuación, pues, trataremos de ilustrar esta relación orgánica enumerando sintéticamente algu­nos mo­men­­tos que, a nuestro modo de ver, hablan no solamente a favor de la po­si­bilidad sino incluso también de la necesidad de cultivar dicha relación co­mo un recurso meto­dológico para profundizar en el sentido y en la finali­dad de ambos “paradigmas”. Así:

Primero: En tanto que proceso integral de ca­pacitación para abrir desde dentro de la propia identidad (la casa con puertas y ventanas abiertas) espacios de encuentros en relaciones de mutua transformación y creci­miento, la interculturalidad puede, en efecto, apoyar la profundización de la exigencia de la inculturación de entrar en diálogo con la diversidad cultural y religiosa de la humanidad.

Segundo: La interculturalidad, y como consecuencia del momento an­terior, podría intensificar en los esfuerzos de inculturación la actitud del respecto hacia la santidad y, en general, hacia el misterio de gracia divina que se manifiesta en la riqueza del pluralismo cultural y religioso; actitud de respeto que sería más que tolerancia, porque es respeto que nace del amor y del agradecimiento al otro por ser también portador de lo que santifica y salva.

Tercero: La interculturalidad impulsaría así en la inculturación peda­gogías y catequesis orientadas por lo que Raimon Panikkar describió como la práctica de la “mística del diálogo” (PANIKKAR, 1993)

Cuarto: La interculturalidad en consecuencia sería también una fuerza que ayudaría a evitar en la tarea de inculturación todo intento o toda tenta­ción de instrumentalizar la alteridad del otro, O dicho positivamente, fo­men­taría en la inculturación la dinámica de crecimien­to espiritual integral desde la diversi­dad de las culturas y, muy especialmente, desde sus núcleos religiosos. Y como consecuencia de ello.

Quinto: La interculturalidad ayudaría a despejar el horizonte de la in­cul­tu­ración, al hacer su teoría y práctica más sensibles frente a posibles resi­duos eurocéntricos que, justo por el impacto de la inculturación hege­mó­­­nica de la que habla Ellacuría en el pasaje antes citado, sobreviven to­davía, dicho metafóricamente, en el sótano de ciertas prácticas y doctrinas. O sea que la interculturalidad podría contribuir a tomar conciencia de que una inculturación que no rompa decidida y radicalmente, esto es, con todas sus consecuencias y en todos los niveles, con el eurocentris­mo seguirá re­du­­ciendo la capacidad de diálogo y de comunión univer­sal del cristianismo.

Sexto: Potenciando la radical superación de las secuelas de la herencia eurocéntrica en el desarrollo del cristianismo la interculturalidad sería ade­más un punto de apoyo para que la inculturación sea verdaderamente un horizonte de caminos que apuntan a un cristianismo universal cultural­men­te policéntrico (METZ,1986) y que, de este modo, abren a una nueva con­ciencia de la universalidad del mensaje de Cristo.

Pero detengamos aquí esta enumeración.

Se habrá anotado que en los seis mo­mentos mencionados hemos habla­do desde el punto de vista del planteamiento de la interculturalidad, es de­cir, que hemos destacado más bien la aportación que la interculturalidad po­dría hacer a una profundización de la inculturación como proceso de diálogo y comunicación con el otro en la transmisión del mensaje cristiano. Y esto se podría entender como expresión de una cierta unilateralidad en una relación que hemos llamado orgánica y de interacción mutua. Para acla­­rar este posible malentendido nos permitimos hacer observar que la pre­ferencia del punto de vista intercultural se debe al acento de esta entrada de Theologica Latinoamericana. Enciclopedia digital, que entendemos que es precisamente la interculturalidad. Con todo, es conveniente insistir en que, como hemos dicho, se trata de una relación de mu­tua­lidad, como deja claro por lo demás el título de este apartado “Interculturalidad en interacción dialéctica con la inculturación”.

Mas, para que no quede duda de ello, mencionemos aquí en forma explícita, al menos, un momento re­pre­sentativo de la reciprocidad en dicha relación; o sea un mo­mento que ejemplifique la aportación que podría hacer el horizonte del plan­tea­miento de la incultura­ción de la fe cristiana a la interculturalidad.

Para ello escogemos un mo­mento que nos parece que es de fundamental significación tanto para la fundamentación teórica del sentido último de la interculturalidad como para la elaboración de propuestas prácticas de cara a la reorganización de la convivencia social, política y ética en un mundo plural.

Nos referimos al siguiente momento:

En tanto que proceso experiencial, histórico y contextual, de “encarnación” del Evangelio de Cristo (¡como palabra verdadera revelada por Dios!) en las muchas cultu­ras de la humanidad, la inculturación confronta a cada cultura particular con una expe­riencia de fe en un Dios encarnado pero trascendente, que a su vez, y acaso como ninguna otra experiencia de esta índole, muestra que el “factor religión” en las culturas no es un factor cultural más, un factor como cualquier otro, sino precisamente aquel ám­bito de las culturas en el cual se hacen oír los anhelos más secretos de sentido verdadero y plenitud del alma humana. Es por eso el ámbito en el que las culturas pueden tomar conciencia, desde dentro mismo de sus propias dinámicas de desarrollo, de que en sus ca­minos de humaniza­ción hay también señales –“huellas”, en el lenguaje de la filosofía de la religión de Emmanuel Levinas – (LEVINAS,1974, 1980), que dan testimonio de la activa e interpelante presencia de un or­den otro (metafísico y/o escatológico) de realidad y de verdad que descentra la in­ma­nencia propia de todo orden cultural humano. Dicho de una manera más concreta, y yendo directamente a lo que de es­ta experiencia de la incultura­ción se sigue para la interculturalidad:

Con la experiencia de que su tarea de “encarnación” de la fe cristiana en las di­fe­rentes culturas de la humanidad lleva consigo el dar cuenta de una permanente y pro­funda tensión entre Evangelio y culturas, y ello en todo tiempo y lugar, la inculturación representa para la interculturalidad, por decirlo de este modo, una suerte de espejo en el que ésta puede ver reflejados esfuerzos de articulación entre un mensaje transcultural y  órdenes contextuales que bien le pueden ayudar a profundizar su propia aproximación a cuestiones decisivas en el marco de un diálogo intercultural abierto y constructivo. Nos referimos a cuestiones tales como la cuestión de cómo alcanzar una relación equilibrada entre la búsqueda de lo universal y la afirmación de lo contextual o local, en otras pa­labras,  la cuestión de compaginar armoniosamente el anhelo de crecer en universalidad y el no menos humano deseo de sentirse un ser que tiene “raíces” en un suelo propio; o la cuestión acerca de los criterios para el discernimiento de lo verdadero y justo en me­dio de la diversidad cultural y su consiguiente pluralismo axiológico; o, por mencionar todavía otro caso, la cuestión de la fundamentación de la posibilidad, es más, de la ne­ce­sidad de un nuevo horizonte de universalidad a cuya luz se pueda comprender en el diá­logo entre culturas que la denuncia de modelos de universalidad opresora, sean ya re­li­giosos o políticos, no es renuncia a la universalidad como ideal humano de una lograda comunión entre los pueblos.

En el marco limitado de este artículo la aclaración anterior debe bastar como mues­tra representativa de que el planteamiento de la inculturación puede ayudar a la inter­culturalidad en el esclarecimiento y profundización de la dimensión normativa y crítica de la que hablábamos en el segundo punto.

Pero, para concluir este apartado, apuntemos todavía esta idea: Más allá de la im­por­tancia que, como se ha tratado de mostrar, tiene el interactuar dialéctico entre los plan­teamientos de la intercultu­ra­li­dad y la inculturación para su mejor desarrollo respec­tivo, debe observarse que en ese proceso de mutuo intercambio y apoyo se va perfilando la convergencia en una experiencia decisiva para la calidad de todo diálogo entre alte­ridades. La experiencia de que la apertura al otro no la motivan las deficiencias propias, es decir, el deseo egoísta de subsanar carencias en lo tenido por propio y ser así más “autosuficientes” en y para uno mismo, sino que el diálogo con el otro tiene su motivo y fundamento en el sentir la necesidad de la comunión, de compartir y entregarse recí­pro­camente como peregrinos de la plenitud.

3 Observaciones finales

Hemos titulado este apartado “observaciones finales” porque con él cerramos este estudio.

Sin embargo, las consideraciones que aquí compartimos no tienen la intención de “finalizar” el tema, presentando “conclusiones” o resumiendo la posición expuesta en un elenco de resultados acabados. Su propósito es todo lo contrario, pues lo que con ellas queremos proponer es más bien una hipótesis para continuar el trabajo.

La hipótesis o perspectiva de trabajo que proponemos es la siguiente:

El tema “interculturalidad/Inculturación” está hoy posiblemente ante el desafío de un nuevo comien­zo.

Queremos, pues, invitar a pensar que tanto el planteamiento de la interculturalidad como el de la inculturación – y, por supuesto, también la relación de interacción dialéctica entre ambos que se ha propuesto en estas páginas – necesitan hoy tomar conciencia de que, sobre todo a partir de las últimas cuatro décadas, las culturas de la hu­manidad y, con ellas, la memoria cultural de sus miembros han sufrido y sufren cambios de tan profundo ca­lado que parecen cuestionar radicalmente la certeza histórica, es decir, la base real, de algunas de las ideas fundamentales que servían de puntos de partida evi­dentes en la época de 1970, cuando ambos planteamientos desarrollaban de manera explícita y sistemática sus propuestas teóricas y prácticas.

Reconocemos que frente a esta afirmación se puede hacer valer que el mundo y la hu­manidad siem­pre han estado en cambio; y que las mismas experiencias de la inter­cul­tu­ralidad y de la inculturación, aún antes de que se las nombrase de esa manera, son prue­ba de que la historia de la humanidad es una historia de cambios y transfor­maciones. Pero nuestra afirmación no niega tal hecho; que nos parece evidente.

 Así, reconociendo esa historia de continuos cambios, lo que queremos dar a considerar con nuestra hipótesis de trabajo, entendida como tarea para una nueva recontextua­li­zación de los planteamientos de la interculturalidad y de la inculturación, es que los cam­bios de profundo calado a los que aquí nos referimos como signo específico de nues­tra época, son cambios que conllevan una diferencia sustancial en relación con los cambios de otras épocas.

¿En qué sentido? Pues en el sentido de que los cambios actuales interrumpen el fluir de la tradición, la dialéctica de pasaje entre lo nuevo y lo antiguo. De manera que si en los cambios de épocas anteriores fluía en ellos todavía parte del pasado y las novedades se vivían aún flanqueadas por lo tradicional, ahora pareciera que los cambios son cambios que conocen solo la dinámica de aceleración de la producción de novedades, o sea, que más que a un pasado nuestros cambios remitirían a sí mismos como a una “penúltima” no­vedad en espera de otra más nueva novedad.

Como ilustración, un ejemplo: Hacia mediados del pasado siglo XX, el  filó­so­fo alemán Hans-Georg Gadamer defendía en su famosa e influyente obra Wahrheit und Methode (Ver­dad y método) la tesis de que, a pesar de los radicales cambios que se vivían en su tiempo, se podía dar por segura la continuidad de la transmisión de la tradición; pues, tal era su diagnóstico,  incluso en tiempos de cambios impetuosos y revolucionarios se con­ser­va y trasmite más de lo antiguo que lo que a primera vista se piensa (GADAMER, 1960, p. 266). Y en esa época esta apreciación de Gadamer se consideraba plausible. Pe­ro hoy, a sesenta años de distancia ya no podemos estar seguros de su plau­si­bi­lidad. Es más, en el sentido de nuestra afirmación, los cambios de nuestros tiem­­po parecen desmentirla.

Nos encontramos, pues, frente a la necesidad de detenernos a pensar sobre el desafío que implican cambios que representan cortes interruptores en el flujo de la tradición y que de este modo separan, sobre todo a las nuevas generaciones, de la memoria histórica, especialmente de lo que Paul Ricœur llamó “mémoire de humanité” (RICŒUR, 1964, p. 84). Y nos referimos de forma explícita a esta memoria de hu­ma­nidad en el sentido en que la entiende Ricœur porque es una memoria con peso ético y religioso, dos momentos que son esenciales para los planteamientos de la interculturalidad y la inculturación.

Como ejemplos concretos de esos cambios actuales que pro­mueven el corte con la memoria de humanidad que necesitan tanto la intercul­tu­ra­lidad como la inculturación para llevar a cabo sus tareas, mencionaremos aquí so­la­mente los dos que, a nuestro modo de ver, son indicadores inequívocos de ese corte. Hablamos, por una parte, del cambio que im­pulsa el movimiento del llamado transhumanismo y/o posthumanismo y, por otra, del cambio que se con­cretiza en el nuevo “individualismo” que fomenta la “cultura global” del capitalismo tecnocultural. Unas breves pala­bras sobre ambos.

Como programa que promete cumplir el sueño del hombre de ser un “Dios con pró­tesis”, como lo definió no sin ironía Sigmund Freud (FREUD, 1968, p. 22), el trans­hu­manismo dibuja un horizonte de realización mecanicista para el hombre en el cual su corporalidad, su “carne”, no es ya más la “conditio” desde y en la que se vive, sino más bien un “dato” a mejorar mediante reparaciones técnicas que lo pongan a las puertas de la “in­mortalidad”. Es decir que se dibuja en el horizonte de este cambio la cons­trucción de un “hombre” que pue­da de­cir­le “adiós” a las “molestas” consecuencias de su condi­ción finita, fun­da­men­tal­mente a dos de ellas: el sufrimiento y la muer­te. A este respecto se ha notado con razón que el transhumanismo o post­­humanismo es:

…un término en el que se condensa una autoconciencia vi­tal e intelectual, dis­tinta respecto a otras concepciones del ser humano y por ello de la realidad en su con­junto. La expresión post indica una toma de dis­tancia respecto al humanismo, que designaría un estadio ya superado, ob­­soleto, de la historia de la especie humana. Comienza por tanto un perío­do nuevo y distinto en el proceso evolutivo que no se considera humanista, tal vez ni siquiera huma­no. Lo humano y lo humanista dejan de ser timbre de gloria y honor. Esta­mos empezando a experimentar la condición post-humana … y desde la nue­va sensibilidad se puede considerar el pasado hu­mano con la misma dis­plicencia con la que los seres humanos contempla­ban a los gusanos o a los reptiles (BUENO DE LA FUENTE, 2019, p. 27-28).

Mas, como no se trata de entrar en debate con el transhumanismo sino de apuntar el desafío que implica, lo que hay que retener aquí es que representa la construcción de un contexto de trato con el “material humano” en el que, de hecho, pierde su sentido la trans­­­mi­sión de la memoria de humanidad acumulada hasta ahora por el ser humano, como “espíritu encarnado”, en sus luchas mi­lenarias por el perfeccionamiento ético.

Y habría que considerar todavía – como nota agravante del desafío que con este cambio de paradigma en la concep­ción del ser humano se plantea a la inculturación de la fe cris­tiana y al humanismo de la interculturalidad – que palabras originarias fundantes como “encarnación”, “plenitud”, “gratuidad” apenas si encontrarían condiciones de resonan­cia en el “hom­bre nuevo” que proyecta el transhumanismo. Pues, preguntemos retóri­ca­mente, ¿cómo podría resonar el mensaje de esas palabras fundantes en un “humano” que se crea a sí mismo por el poder de sus propias bio­tecno­logías?

 En relación con el segundo ejemplo, el cambio que vemos en el nuevo “indivi­dua­lismo” que se expande con la cultura del capitalismo tecnocultural, destacamos, como en el caso anterior, únicamente el punto que nos luce nuclear para comprender el de­sa­fío actual de replanteamiento del tema de este artí­cu­lo:

En las redes de la actual cultura global marcada por el capitalismo tecnocultural se di­fun­den formas y estilos de vida que apelan con insistencia a la creación de individua­li­dades “únicas” y que invitan a rendir culto a la “singu­laridad” de la propia identidad individual (RECKWITZ, 2018). Pero si nos fijamos con atención nos podremos dar cuenta de que ese culto al individuo singular va acompañado al mismo tiempo, y no sin menos insistencia, por “ofertas” en el mercado que pretenden hacer suponer que el camino para lograr la singularidad no es la “vía de la interioridad” sino la “vía hacia el mer­cado”, es decir, el protagonismo como consumidor de “ofertas” que anticipan justamente los per­files individuales deseados. Se notará que la “astucia” de tal argumentación está en hacer creer que las “ofertas” no ofrecen cualquier producto sino productos que res­pon­den de antemano a deseos singulares. Así, en el contexto de esta cultura global, se pro­yecta un nuevo tipo de “individualismo”, en el sentido de que ahora la comunicación con el otro individuo, considerada por la tradición humanista como condición del cul­ti­vo de verdadera individualidad, pasa a un segundo plano, y su lugar lo ocupa el tra­to unilateral y mu­do con la diversificada oferta de medios que prome­ten sa­tis­facer los deseos de realización individual.

Esta cultura nos confrontaría, pues, con el desafío de un individualismo de “singularida­des” cuyo interés y preocupación central es la construcción de una imagen que haga visible su “unicidad”. Un individualismo, por ello, carente de experiencias de respaldo convi­ven­cial con el otro y para el cual, por tanto, la “comunicación” se entiende como un proceso de exhi­bi­ción de singularidades. Es, en suma, un individualismo que mueve a la construcción de vidas humanas que opacan que el fondo de la vida es convivencia y que, con ello, representa un grave obstáculo para la resonancia en las sociedades actua­les de otra de las palabras fundantes en los planteamientos de la interculturalidad y la inculturación: la palabra “comunidad”.

Sirva, pues, esta breve aproximación a dos cambios ejemplares en nuestro mundo actual como explicación de nuestra propuesta de que, hoy en día, los planteamientos de la inter­cul­tu­ralidad y la inculturación necesitan, como decíamos, arriesgar un nuevo comienzo; bus­cando métodos y prácticas que restablezcan la continuidad en el fluir de la “memoria de humanidad”  y que de esta manera hagan posible de nuevo la resonancia de las pala­bras fundantes de su mensaje liberador en el contexto adverso de la nueva cultura glo­bal.

Raúl Fornet-Betancourt. Universidad de Bremen (Alemania). Texto original Castellano. Enviado: 09/03/2021. Aprobado: 01/04/2021. Publicado: 24/12/2021.

Referencias

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Escritura, Tradición, Magisterio

Índice

Introducción

1 La polémica de las dos fuentes

2 El salto adelante en el Concilio Vaticano II

3 La relación entre Tradición y Escritura en Dei Verbum

4 El carácter histórico de la Tradición y la Escritura

5 La relación entre Escritura, Tradición y Magisterio

Conclusión

Referencias

Introducción

El estudio de la relación entre Escritura, Tradición y Magisterio, por mucho que haya sido ampliamente destacado durante y después del Concilio Vaticano II (1962-1965), es siempre relevante. Porque se trata de aclarar las mentes y los corazones sobre los medios por los que nos llegan los bienes de la salvación.

En respuesta a la polémica protestante, que puso en tela de juicio el fundamento teológico de la Tradición y el Magisterio, insistiendo en la sola Scriptura como camino de revelación divina y de salvación humana, la Iglesia católica se vio obligada a debatir con mayor profundidad la relación entre estas tres realidades. Durante el Concilio de Trento (1545-1563), evitando la expresión partimpartim a favor de et, los Padres conciliares sentaron las bases para una mejor comprensión de la relación entre Escritura y Tradición, dejando claro que la revelación no puede ser encontrada un poco en aquella y un poco en esta, sino conjuntamente en ambas, y que es necesario enfatizar la interdependencia entre ellas, viéndolas no como dos fuentes distintas de revelación, sino como dos caminos por los cuales Dios revela su ser y su plan salvador para la humanidad.

El Concilio Vaticano II dio un salto adelante. Estableció la conexión entre ellas con mayor claridad, demostrando el carácter histórico-salvífico de la revelación divina. Más que como promulgación de decretos y doctrinas, tal como se pensaba después de Trento y del Vaticano I, la revelación constituye una historia de gestos y palabras a través de las cuales Dios actúa en medio del pueblo. En esta historia, Dios se revela salvando y salva revelándose. Todo el conjunto histórico de acciones por las que Dios manifiesta su ser y actuar, animando, corrigiendo y educando al pueblo, forma un caudaloso río por donde pasa la Tradición. Dentro de esta Tradición, cuando algunos hagiógrafos ponen por escrito elementos de la vida del pueblo, nacen las Escrituras, que se convierten en un factor unificador del pensamiento y los ideales populares.

La Iglesia en su conjunto y el Magisterio como guía entran en esta poderosa corriente de revelación y son, al mismo tiempo, receptores y transmisores del Evangelio, convirtiéndose así en beneficiarios y servidores de la Palabra de vida. El Magisterio es responsable de la recepción, custodia e interpretación oficial de la revelación presente en las Escrituras y en la Tradición de la Iglesia.

1 La polémica de las dos fuentes

La Reforma Protestante cuestionó profundamente la Tradición (ARENAS, 1995, p. 170-172), asegurando que toda la verdad revelada está contenida en la Sagrada Escritura y que esta no necesita ningún intérprete autorizado, ya que, según Pablo, la justificación se da por la gracia del Evangelio mediante la fe. Todo creyente, en el libre examen de las Escrituras, ayudado por el Espíritu Santo, tiene acceso directo a la relación con Cristo. Y puede, solo por la fe, solo por la gracia de Dios, basado solo en las Escrituras, encontrar la justificación que le es garantizada solo por Cristo. Para Lutero, el Evangelio es practicado por el “espíritu” (por la fe del creyente) en oposición a la “letra” (las reglas morales). Por eso, dice, no contaban penitencias, peregrinaciones, indulgencias, devociones, rituales sacramentales, prácticas morales, como medios para garantizar la salvación. Contaba la confianza en el amor de Dios, como se registra en las Escrituras, en la síntesis de Pablo, que cita a Habacuc: “En él [en el Evangelio] la justicia de Dios se revela de la fe hacia la fe, como está escrito: ‘El justo vive por la fe” (Rm 1, 17). Se enfatizó el momento individual de la fe, la acogida de la justificación atribuida al pecador por Dios, y el libre examen de las Escrituras, con menos atención al aspecto objetivo. Basta confiar en esa justicia que viene por fe y conduce a la fe. De esta manera, se rechazaba la Tradición, ya sea como fuente de revelación y salvación, o como criterio para interpretar la Escritura. Lutero también cuestionó el Magisterio eclesiástico, que, según él, se atribuía plena autoridad en la interpretación y enseñanza de la Sagrada Escritura.

A raíz de este problema generado por Lutero, el Concilio de Trento (1545-1563) consideró oportuno defender la posición que consideraba Escritura y Tradición en interdependencia conjunta, con el fin de llegar a una comprensión completa de la revelación (ARENAS, 1995, p. 172-174). Pero, ante el desdén de Lutero por lo que no cabía en las Escrituras, el Concilio y, sobre todo, la teología y la práctica eclesial posterior, enfatizó de manera especial, aunque germinal, la Tradición y, con ella, el Magisterio. Esta opción ha llevado a muchos considerar, con alguna exageración, las Escrituras y la Tradición como dos fuentes de la misma revelación. Sin embargo, prevaleció el sentido común y la sobriedad y los Padres conciliares, en lugar de aprobar el texto previsto con doble partim (parte de la revelación estaría en la Escritura y parte en la Tradición), aprobaron un texto con un simple et (libros escritos y tradiciones no escritas), dejando claro que el Evangelio es la única fuente de revelación. El Decreto De canonicis scripturis sobre los libros sagrados y las tradiciones a ser acogidas, de 1546, así se expresa:

[El Concilio] teniendo siempre ante sus ojos su intención de que, extirpando los errores, se conserve en la Iglesia la pureza del Evangelio que,  prometido inicialmente por los profetas en las Sagradas Escrituras, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, promulgó por su propia boca, y luego envió a sus Apóstoles a predicarlo a toda criatura (Mc 16,15) como fuente de toda verdad sana y de todo orden moral, viendo claramente que esta verdad y este orden están contenidos en libros escritos y Tradiciones no escritas que, recibidas por los Apóstoles de boca del mismo Cristo o transmitidas de mano en mano por los Apóstoles, bajo el dictado del Espíritu Santo, nos han llegado, siguiendo el ejemplo de los Padres Ortodoxos, recibimos y veneramos. , con igual sentimiento de piedad e igual reverencia, todos los libros tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, ya que el mismo Dios es el autor de ambos; y recibe y venera igualmente las tradiciones relativas tanto a la fe como a las costumbres, como provenientes de la boca de Cristo o dictadas por el Espíritu Santo y conservadas en la Iglesia Católica por sucesión continua.(DH 1501)

El propósito del documento es mostrar que el Evangelio es la ” fuente de toda verdad sana y de toda regla moral”. Sin embargo, esta fuente única se nos transmite a través de dos vías, dos canales: “libros escritos y tradiciones no escritas”. Estas tradiciones no escritas, que juntas forman la Tradición, las recibieron los apóstoles del propio Cristo o les fueron dictadas por el Espíritu Santo, y fueron conservadas y transmitidas por la Iglesia a lo largo de los siglos hasta que llegó a nosotros.

Trento concluye la cuestión dando igual valor, reverencia y respeto a las dos formas de transmitir el único Evangelio, fuente de toda salvación y fundamento de toda conducta del hombre nuevo, en Cristo. La Escritura y la Tradición, constituidas por tradiciones recibidas del mismo Cristo o de la inspiración del Paráclito, son vistas como dos canales de transmisión de la Buena Nueva, única fuente de revelación.

Esta posición tridentina parece muy formal y de pura defensa de la posición y acción católica. Sin embargo, en el fondo de este tema, debemos identificar un tema que es mucho mayor que la mera defensa. Entre líneas, Trento dice que el Evangelio, en su testimonio original, fue confiado a una comunidad viva de fe. Y la separación entre expresión escrita y expresión oral y viva del Evangelio sería una aberración, ya que toda escritura debe ser interpretada dentro de la comunidad donde se genera y nace. Romper esta unidad sería traicionar la verdad fundamental intrínseca al mismo Evangelio.

Las posiciones después de Trento no fueron las mismas que las registradas en el decreto de 1546. En la mente de la mayoría de los Padres y, más tarde, en la reflexión teológica y en las enseñanzas catequéticas, el concepto que prevaleció fue el de las dos fuentes de la verdad evangélica y no el de las dos formas de su transmisión. Esto todavía era común en el siglo XX y se hizo muy explícito al comienzo de las discusiones del Concilio Vaticano II acerca del documento sobre la divina revelación .

2 El salto adelante en el Concilio Vaticano II

 

El Concilio Vaticano II (1962-1965) todavía sufrió el drástico conflicto de las dos fuentes. Pero, una vez más, también en este consejo prevalecieron el sentido común y el equilibrio. La Constitución Dogmática Dei Verbum, promulgada el 18 de noviembre de 1965, es el resultado de una larga discusión, que duró prácticamente todo el tiempo del Concilio (LATOURELLE, 1985, p. 366-368; ARENAS, 1995, p. 174-177). El esquema De fontibus revelationis, previamente elaborado por la Comisión Teológica, presentado y discutido en noviembre de 1962, fue rechazado por la mayoría conciliar. En una votación exploratoria con vistas a la continuación de los debates, la mayoría pidió que se retirara este esquema. Como no se alcanzó una mayoría de 2/3 para esto, el Papa Juan XXIII ordenó la remoción del texto y la formación de una comisión mixta para su reelaboración, que incluiría elementos que habían sido debatidos en el Secretariado de la Unión de Cristianos.  Los debates sostenidos en torno al tema de la revelación produjeron cambios profundos y sustanciales, que muestran un cambio en la dirección del propio Concilio y no solo de este documento. Uno de los motivos de discusión fue precisamente el controvertido tema de las dos fuentes. Estaba en juego una nueva visión del fenómeno de la tradición, que se había anunciado en el siglo anterior: más que la tradición material, importaba la idea de un proceso de tradición. Esta idea de una tradición como realidad viva, además de ir más allá de la teoría de dos fuentes, sirvió para colaborar con el diálogo ecuménico, tema que recorrió toda la asamblea conciliar.

Después de varias redacciones, la Dei Verbum pasa a la historia como uno de los documentos más significativos del Vaticano II, por demostrar la comprensión católica de la revelación como diálogo pedagógico entre Dios y la humanidad. El Concilio Vaticano II expresa en Dei Verbum el mismo pensamiento que el Concilio de Trento; en esto los Padres conciliares se muestran incrustados en la Tradición de la Iglesia, ya que defienden la misma línea de pensamiento a lo largo de la historia de la Iglesia, como la defendió firmemente hace cuatrocientos años.

En cuanto al controvertido tema de las dos fuentes, el texto final del Concilio Vaticano II, aunque no aborda explícitamente el tema, deja claro que solo hay una fuente de revelación: la Buena Nueva de la salvación en Cristo. Los Padres conciliares aprobaron el texto final de la Dei Verbum, en el que no solo no se hace referencia a las dos fuentes, sino que la conciencia de la Iglesia es clara de que tenemos una sola fuente de revelación: el deseo divino de venir a nosotros y la realización práctica. de este deseo con su movimiento interesado en la búsqueda del ser humano para relacionarse con él como con un amigo. Citando el Concilio Tridentino, la Dei Verbum reafirma que Cristo “comunicó los dones divinos a los apóstoles y los envió a predicar a todos el Evangelio prometido a los profetas, que él cumplió y promulgó por su propia boca, como fuente de toda verdad saludable y expresión de la forma correcta de vivir”. Dei Verbum continúa afirmando que los apóstoles proclamaron fielmente este Evangelio “con la predicación, el ejemplo y las instituciones que crearon”, transmitiendo lo aprendido directamente “a través de las palabras, la comunión y la acción de Cristo y la acción del Espíritu Santo”.  Finalmente, se afirma que la Tradición y la Escritura “son el espejo en el que la Iglesia peregrina contempla a Dios, de quien todo lo ha recibido, hasta que pueda llegar a verlo cara a cara” (DV 7). La insistencia de la Dei Verbum en que la Escritura y la Tradición constituyen una fuente única de revelación aparece en otra formulación: “La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un único depósito sagrado de la Palabra de Dios confiada a la Iglesia”. (DV 10).

Considerado en relación con el texto inicial, las modificaciones más importantes son las de los dos primeros capítulos El nuevo texto no comienza con un capítulo sobre la doble fuente de la revelación. La visión polémica y anti-ecuménica del primer esquema cambió profundamente. Ya no se trata de sustentar la tesis anti-protestante de que la revelación divina tiene una doble fuente, en el sentido de que está contenida en parte en la Escritura y en parte en la Tradición, sino en exponer el significado de la revelación en un marco histórico-salvífico. El Concilio deja claro que, antes de hablar de Escritura y Tradición, es necesario hablar de un tema más básico del que dependen teológicamente tanto el sentido de la Escritura como de la Tradición.

La preocupación del Vaticano I (1870) había sido afirmar la existencia de una revelación sobrenatural. El Vaticano II adquiere un tono diferente. No se ocupa sólo del hecho de la revelación y del carácter sobrenatural de la revelación, sino sobre todo del sentido de la revelación y de la perspectiva histórico-salvífica en la que debe entenderse la revelación. La Dei Verbum se convierte así en el primer documento del Magisterio de la Iglesia que se ocupa de la naturaleza y el sentido de la revelación.

Las palabras iniciales del documento, Dei Verbum, indican que el Concilio adopta un lenguaje concreto sobre la revelación; no se pretende hablar de la revelación como transmisión de verdades eternas de un Dios inmutable a una Iglesia institucional, sino de un diálogo en el que Dios con su Palabra viva se dirige a la Iglesia viva. No se niega que la revelación dada en esa Palabra comporta verdades sobre el Dios eterno e inmutable, que son reveladas a la Iglesia institucional. Sin embargo, el texto conciliar se propone hablar de realidades concretas en un lenguaje mucho más cercano a nuestra historia. Cuando se trata de la revelación divina, el Concilio no se refiere a una palabra distante, alcanzada sólo por abstracciones, sino a una palabra encarnada en nuestra historia, que el mismo Concilio, como toda la Iglesia, escucha y proclama.

En este sentido es bastante característica la cita en el Proemio de la Primera Epístola de San Juan (1 Jn 1,2-3). Cabe señalar que esta fórmula introductoria del proemio, en la que se pone un acento dominante en la Palabra de Dios como Verbo encarnado ante el cual la Iglesia se encuentra en actitud de escucha y anuncio, entró en el texto sólo en su última reformulación. El proemio es una magnífica introducción no sólo a la Constitución dogmática Dei Verbum sobre la revelación divina, que presenta el tema y el lenguaje de su desarrollo, sino que justifica lógicamente (si no cronológicamente) “como el primero de los grandes documentos del Vaticano II; realmente este prooemium es una introducción a todo el conjunto de la obra conciliar”. Y muestra que el Vaticano II al mismo tiempo “continúa y amplía el trabajo iniciado por los concilios Tridentino y Vaticano I” (LATOURELLE, 1985, p. 369. 370).

Esta orientación del texto conciliar hacia el carácter histórico de la revelación es consecuencia, entre otros factores, de su carácter profundamente bíblico. En este punto, a pesar de la intención explícita de llevar adelante las enseñanzas de los Concilios de Trento y Vaticano I, el Vaticano II se distingue profundamente de ambos. Basta hacer una ligera comparación entre los diferentes textos en cuanto a su uso de la Biblia.. El Decreto De canonicis scripturis del Concilio de Trento cita solo un pasaje bíblico (Mt 16,15) y la Constitución Dei Filius del Vaticano I cita algo más de veinte. Dei Verbum está llena de citas bíblicas, que muestran el origen profundo de los argumentos que se están desentrañando.

La cuestión de la revelación se plantea, sobre todo en el primer capítulo, en íntima conexión con la historia y con la salvación de los seres humanos. El Vaticano II, además de desarrollar y perfeccionar los pasos iniciados por Trento y el Vaticano I, promueve un salto cualitativo en el campo de la revelación y desvela, en forma germinal, la robusta densidad que marcará la reflexión teológica y la práctica pastoral en años posteriores. La revelación como tal se presenta como diálogo y amistad, convivencia e intimidad, que Dios propone a los seres humanos, esperando la respuesta de un corazón libre. Para la acogida de esta revelación, en la que Dios manifiesta su ser y su acción, hay todo un juego preparatorio que va desde la creación, pasando por la historia de Israel, hasta alcanzar a toda la humanidad, que, en Cristo, plenitud de la revelación, encuentra el camino de su plena realización en la participación de la naturaleza divina.

3 La relación entre Tradición y Escritura en Dei Verbum

Es interesante notar que en el capítulo II de Dei Verbum, sobre la transmisión de la revelación divina, el Concilio Vaticano II abre el camino para entender la relación entre Escritura y Tradición (LATOURELLE, 1985, p. 387-395; SESBOUÉ; THÉOBALD, 2005, p. 419-423; MÜLLER 2015, p. 60-80). Es un círculo hermenéutico que comienza con la Tradición. Antes de referirse más explícitamente a la Escritura (n. 11-25), el documento se detiene a explicar el lugar de la Tradición en la vida de la Iglesia (n. 7-8), y luego habla de la relación entre ambas (n. 9-10).

Por Tradición entendemos todo el contexto social, histórico y cultural en el que “la revelación destinada a todos los pueblos” permanece “en su integridad a lo largo del tiempo” y se “transmite a todas las generaciones” (DV 7). Aquí podemos ver un concepto que impregna toda la espiritualidad y teología del Concilio: la universalidad. Para todos los pueblos, en todo momento, toda la revelación es transmitida por los apóstoles y luego por sus sucesores. Dei Verbum expone así, en términos amplios, la integridad del contenido de la Tradición, haciendo un amplio repaso de sus significados: a) el encargo de los apóstoles, que aprendieron “directamente con las palabras, la convivencia y la acción de Cristo y por la acción del Espíritu Santo ”, transmitió el Evangelio“ por la predicación, por el ejemplo y por las instituciones que ellos crearon ”(DV 7); b) la misión de los autores sagrados, que “escribieron el mensaje de salvación” (DV 7); c) el camino histórico de los sucesores de los apóstoles, cuya misión es “mantener intacto y vivo el Evangelio en la Iglesia” (DV 7) y que perdurará hasta el fin de los tiempos (DV 8); d) el conjunto de tradiciones que los fieles reciben “oralmente o por escrito” y que deben guardar (DV 8); e) “todo lo que contribuya a que el pueblo de Dios lleve una vida santa y crezca en la fe” (DV 8); f) todo lo que “la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones”, todo lo que la Iglesia es y todo en lo que cree (DV 8); g) las enseñanzas de los Santos Padres (DV 8); h) la definición del canon de las Escrituras, para que se comprendan mejor y se pongan en práctica (DV 8).

Dei Verbum también muestra que, a diferencia de las Escrituras, que están fijas en su escritura literaria y en su definición canónica, la Tradición está viva (SESBOUÉ, 2006, p. 435-440). Se desarrolla en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo, con la expansión de la percepción de realidades y palabras, a través de la contemplación, el estudio, la comprensión espiritual, la predicación, hasta alcanzar la plenitud de la verdad divina (DV 8).

De esta manera, queda claro que sin Tradición no hay Escritura. La tradición es el terreno donde nacen los libros bíblicos, es el recorrido histórico y la experiencia vital de las personas y comunidades, en su relación a la vez amorosa y conflictiva con Dios, que se plasman por escrito en determinados libros; es el río caudaloso de la existencia, con sus avances y retrocesos, sus angustias y esperanzas, que deja por escrito en sus orillas, en los más diversos géneros literarios, registros de hechos y cargas de sus sentimientos y emociones; es “el caos de los acontecimientos históricos como escenario, en el que Dios se revela tal como es” (BLANK, 2005, p. 8). La Escritura registra la Tradición, que, en este sentido, es materialmente más rica que eso. Porque es imposible anotar por escrito todo lo que se vive. El evangelio de Juan, por ejemplo, termina diciendo que sería imposible dejar constancia de todo lo que Jesús fue, dijo e hizo (Jn 20,30; 21,25).

Tras esta amplia exposición sobre la importancia de la Tradición, el Concilio reflexiona brevemente sobre la relación entre ambas: “se articulan estrechamente y se comunican entre sí; ambas tienen el mismo origen divino, forman una unidad en cierto modo y tienden al mismo fin ”; “Ambas deben ser recibidas y veneradas con el mismo amor y el mismo respeto” (DV 9); “Constituyen un único depósito sagrado de la palabra de Dios” y ponen a pastores y fieles bajo la misma inspiración divina (DV 10).

De hecho, estos números de Dei Verbum parecen ser solo una extensión de lo que Trento ya había dicho. Aquí está claro el deseo de Dios de preservar toda la revelación hecha para la salvación: Cristo, en quien se completa la revelación, mandó a los apóstoles que el Evangelio, prometido a los profetas, cumplido y promulgado por él mismo, fuera predicado a todos los seres humanos de en todos los tiempos, como única fuente de toda salvación y del comportamiento ético del cristiano, su modus vivendi, cuyo modelo es la vida del propio Cristo. Ambas están profundamente entrelazadas, tienen el mismo origen, forman un todo y tienden al mismo propósito o tienen el mismo objetivo: la salvación de la humanidad. Ambas son la Palabra de Dios (Dei Verbum), la Escritura, en su expresión escrita, inspirada por el Espíritu Santo, y la Tradición, en su expresión oral recibida de Cristo y del Espíritu. La verdad revelada recibida por la Iglesia está presente en estos dos caminos, que deben recibir de los fieles igual respeto, veneración y adhesión a la fe a través de su inteligencia y voluntad.

Los padres conciliares fueron conscientes de que la transmisión de la revelación en la Tradición se produce en tres momentos: a) la tradición divina, que es la entrega del Hijo a la humanidad por el Padre, la entrega que Cristo, el primer objeto y sujeto de la revelación, hace de sí mismo y la entrega del Espíritu Santo para la vida de los fieles; b) la tradición divino-apostólica, que es la recepción y transmisión de la persona y obra de Cristo por los apóstoles, que siempre cuentan con la ayuda especial del Espíritu Santo; c) la tradición eclesiástica, que es la transmisión continua durante siglos más allá de la Tradición apostólica, originaria y fundacional de toda la tradición eclesial (ARENAS, 1995, p. 177-180).

Así, los sacerdotes del Vaticano II asumen toda la Tradición de la Iglesia y se insertan en ella manteniendo la misma posición de siempre, con la diferencia de que en este momento la Iglesia no condenaba a nadie, sino que buscaba un diálogo abierto y sincero con otros cristianos. confesiones y con la cultura moderna.

4 El carácter histórico de la Tradición y la Escritura

Otras tradiciones de las escrituras sagradas (como los Vedas y Upanishads del hinduismo, el Corán del Islam, el Avesta del zoroastrismo) concentran el contenido en reflexiones, enseñanzas, proverbios, meditaciones, oraciones, con poco espacio para la narración. Todas las religiones, con sus ritos y mitos, llevan consigo sus tradiciones, que, a su vez, son el fundamento de las culturas (ARENAS, 1995, p. 168). De una manera diferente y única, la Biblia judeocristiana transmite la Palabra de Dios como interpretación teológica de una historia. La historia profana de Israel, analizada a la luz de la fe, se convierte en historia de revelación y salvación. El profeta ejerce una mayéutica histórica y ve los acontecimientos como una acción de Dios que libera y salva (TORRES QUEIRUGA, 2010, p. 447-449). Cuanto más abierto está el pueblo a la revelación de Dios (ARENAS, 1995, p. 169-170), más liberación es promovida por el propio pueblo a su favor. Y viceversa, cuanto más se produce la liberación sociopolítico-cultural, más personas conocen al Dios que se les revela (FELLER, 1988, p. 52-72).

En la historia de la revelación hay una gran eje religioso y cultural que presenta a Dios junto a los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros, despertando en ellos la fe en la propia dignidad, el compromiso por mejores condiciones de vida y la esperanza de mejores días. Hay un hilo de oro que recorre toda la Escritura, que muestra a Dios (Yahvé, en el Antiguo Testamento, y Jesús, en el Nuevo) en su opción por los pobres. No hay manera de leer las Escrituras judeocristianas sin considerar el lugar prominente de los pobres y los agraviados, por quienes el corazón de Dios es apasionado. Lo que se lee en las Escrituras es solo un atisbo del viaje histórico del pueblo, en sus dificultades y sacrificios, en sus sueños y esperanzas. (FELLER, 1995).

En esta historia de salvación surge un denso cuerpo de tradiciones orales, que posteriormente y con el tiempo se van poniendo por escrito (LENGSFELD, 1971, p. 219-248; LIBANIO, 1992, p. 412-418). En el caso del Antiguo Testamento, tenemos sagas, leyendas, mitos, crónicas, poemas, oraciones, refranes, etc., que se transmitieron primero de forma oral, durante un tiempo más o menos largo, hasta que se recopilaron por escrito y se convirtieron en escrituras sagradas. En el caso del Nuevo Testamento, tenemos recuerdos de los hechos y palabras de Jesús y, más tarde, fórmulas de fe y desarrollos pastorales, que luego llegaron a codificarse en los Evangelios y en las Cartas de los apóstoles. Estas tradiciones convergen en Jesucristo, en quien tenemos la plena revelación de Dios y la liberación integral del ser humano (BLANK, 2005, p. 244-259). “Ni Mahoma, ni Zoroastro, ni Buda se presentaron como un objeto de fe para sus discípulos” (SESBOUÉ, 2006, p. 425). El cristianismo ve en Cristo la plenitud de toda revelación. Por eso la Tradición de la Iglesia debe, a lo largo de la historia, volver siempre a Jesús de Nazaret, para descubrir en él quién es Dios y quién es el ser humano.

Así, se puede ver que la Tradición es la madre de la Escritura, ya que antes de que se escribieran los libros, en su corriente histórica,  ya estaban sucediendo la revelación de Dios y la liberación del pueblo como obra de Dios (en el Antiguo Testamento) , y la plenitud de la revelación en Cristo y la voluntad salvífica universal de Dios. Era un río caudaloso, rico en manifestaciones reveladoras y salvadoras de Dios, el que tuvo lugar en las experiencias que se hacían  de la presencia y acción de Dios. Esta corriente viva formó y generó la Escritura. En este sentido, la Tradición es anterior a la Escritura, es su madre.

La tradición es hermana de la Escritura, ya que continuó su poderoso trascurso de viaje histórico y comunión vital mientras se escribía la Escritura (desde alrededor del 1000 a.C. al 50 a.C. en el caso del Antiguo Testamento, y desde el 30 d.C. al 100 d.C., en el caso del Nuevo Testamento). Una mirada al pasado, recordando los gestos liberadores de Yahvé y Jesús, una mirada al presente, tomando conciencia de la presencia viva de Dios entre los pueblos, un lanzarse hacia el futuro, con la esperanza segura de que todo se mueve hacia la plenitud de la revelación y la salvación. Así, la Tradición y la Escritura se unieron en el transcurso del proceso revelador que terminó con Jesucristo y los últimos apóstoles. En este sentido, la Tradición es hermana y contemporánea de la Escritura.

Pero la Tradición no se detuvo en el año 100 d.C., con la finalización de la composición de las Escrituras. La tradición es hija de las Escrituras, ya que continuó incluso después de que se terminaron las Escrituras, y continúa hoy. Una vez terminada, la Escritura comenzó a orientar al Pueblo de Dios, como parámetro de profundización de la Tradición, que continuó animando la historia en las sucesivas generaciones. Impulsada por la Escritura en la creación de rituales litúrgicos, orientaciones pastorales, movimientos teológicos, códigos legales, instituciones sociales, institutos religiosos, devociones populares, caminos hacia la santidad, etc., la Tradición continúa el proceso de interpretación y actualización de la revelación divina y la salvación humana” hasta que llegue a ver a Dios cara a cara”(DV 7). De esta manera, la Tradición también es hija de la Escritura.

Resulta así que no es solo a través de las Escrituras como la Iglesia obtiene su certeza sobre todo lo que ha sido revelado. También la tradición, como su nombre indica, transmite la revelación divina. Por tanto, ambos deben ser aceptadas y veneradas con igual sentimiento de piedad y reverencia (DV 9). En este sentido, existe una complementariedad cualitativa entre estos dos canales de transmisión, por lo que es normal que la Escritura no baste para generar certeza. Por tanto, esta insuficiencia material de la Escritura lleva a admitir que la Tradición tiene mayor extensión que la Escritura.

5 La relación entre Escritura, Tradición y Magisterio

En cuanto a la relación entre Tradición, Escritura y Magisterio, se debe tener cuidado de no caer en el error protestante de acusar a los católicos de haber subordinado la Escritura al Magisterio (LATOURELLE, 1985, p. 395-399; SESBOUÉ, 2006, p. 440 -443). La autoridad del Magisterio es, paradójicamente, de obediencia. El Magisterio no se cierne sobre la Palabra, sino que se somete a la Palabra y la sirve, mientras que “por disposición divina y la asistencia del Espíritu Santo sólo enseña lo que ha sido transmitido, que busca escuchar con piedad, santificar y exponer fielmente “(DV 10). El Concilio reitera la obediencia del Magisterio a la Palabra de Dios, en su forma escrita y transmitida. La autoridad del Magisterio sólo puede ejercerse escuchando obedientemente la Palabra, con el fin de mantener al pueblo fiel en la misma obediencia. “La Iglesia no es domina, sino ancilla de la Palabra de Dios. Una afirmación preciosa en el diálogo ecuménico de hoy: es la primera vez que se expresa así un texto conciliar” (LATOURELLE, 1981, p.397).

El único depósito de la revelación, formado por la Tradición y la Escritura, fue confiado a toda la Iglesia, para alimentar la fe de todos los fieles. Pero el Magisterio se encarga de custodiar, exponer fielmente e interpretar oficialmente, funciones que son responsabilidad exclusiva del Magisterio, con el objetivo de animar a toda la Iglesia a vivir del único Evangelio. De esta manera, junto con sus pastores, todo el pueblo cristiano podrá, incluso en nuestro tiempo, imitar a la Iglesia apostólica en su adhesión a la revelación, perseverando “en la doctrina de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en la oración ininterrumpida” (Hch 2,42), para que“ en la conservación de la fe, en su práctica y en su desarrollo, pastores y fieles estén siempre bajo la misma inspiración ”(DV 10).

El Magisterio de la Iglesia ejerce la autoridad en nombre de Cristo, ya que se le ha confiado la tarea de interpretar con autoridad la Palabra de Dios, escrita y transmitida. El Magisterio de la Iglesia se define modestamente como servidor de la Palabra de Dios, sin enseñar nada más que lo que le ha sido transmitido. Así, el Magisterio expone fielmente la Palabra de Dios, escucha piadosamente la voz viva del Evangelio que resuena continuamente en sus oídos, porque el Magisterio, como tal, también vive en la fe, siendo el primero en escuchar la Palabra de Dios.

Nótese que Escritura, Tradición y Magisterio son inseparables, interconectados y asociados e interdependientes, de modo que uno no puede tener consistencia sin los otros dos. Los tres juntos expresan la acción de un mismo Espíritu, cada uno a su manera contribuyendo a la salvación de los fieles.

Por su íntima relación y conexión con la Escritura y la Tradición, que son la norma normans de nuestra fe, la norma objetiva de lo que los fieles deben creer, y por su misión ante estos canales de revelación, el Magisterio es también norma de fe, norma próxima y segura, de la cual la Escritura y la Tradición, a su vez, son la norma. (ARENAS, 1995, p. 191)

 Conclusión

 En el amplio e interminable proceso de evangelización, la Iglesia debe renovarse siempre desde su fuente, el misterio de Dios revelado en Cristo. Evangelizar es más que garantizar el espacio de la Iglesia en los medios seculares, hacer presencia en el areópago moderno, impulsar las devociones religiosas populares, reunir a católicos alejados, garantizar resultados a las necesidades inmediatistas del pueblo, entre otras metas que hoy se proponen ampliamente. Evangelizar es proponer a todas las personas y a todos los pueblos, en sus diferentes situaciones, la revelación de Dios Padre que en Cristo y en el Espíritu se encuentra con el ser humano, manifestando su ser y su obrar. Dios se revela como el amor y la comunión de tres personas distintas que se aman tanto y tan bien que son un solo Dios. Esta marca esencial de Dios se refleja en su acción, en su propuesta de liberación integral, de salvación temporal y eterna a favor de todos los seres humanos, comenzando por los pobres, los más alejados de este don divino.

Un hilo de oro recorre la Tradición y la Escritura del pueblo judío y de los cristianos, que muestra cómo, desde Abraham hasta Jesús y hasta el último de los apóstoles, Dios se pone del lado de los últimos. Para llegar a todos, comienza en la base. Si su Reino comenzase con los de arriba de la pirámide, su propuesta salvadora no llegaría a todos. A partir de los últimos, por los que Dios Padre y Jesús de Nazaret manifiestan predilección, la voluntad salvífica universal se abre a todos los pueblos.

El camino de Israel, la historia de Jesús y la vida de las primeras comunidades cristianas estuvieron marcadas por la presencia y la acción de un Dios amoroso, un Dios de ternura, piedad y misericordia, Dios de los pobres, huérfanos, viudas y extranjeros, que al final de las Escrituras se presenta como Dios-Amor (1 Juan 4: 8). Así, la interpretación actual de las Escrituras, para ser fiel a la revelación bíblica del ser y obrar de Dios, debe ser realizada por la Iglesia, bajo la guía del Magisterio, siempre basada en la opción por los pobres.

Vitor Galdino Feller. ITESC/FACASC. Texto original portugués. Enviado: 10/06/2021. Aprovado: 31/06/2021. Publicado: 24/12/2021.

Referencias

ARENAS, O. R. Jesus, epifania do amor do Pai. Teologia da revelação. Trad. Orlando Soares Moreira. São Paulo: Loyola, 1995.

BLANK, R.J. Deus na história. Centros temáticos da revelação. São Paulo: Paulinas, 2005.

CONCÍLIO VATICANO II. Constituição Dogmática Dei Verbum sobre a revelação divina. In: Vaticano II. Mensagens, discursos, documentos. Trad. Francisco Catão. São Paulo: Paulinas, 2007, p. 345-358.

FELLER, V.G.O Deus da revelação. São Paulo: Loyola, 1988.

FELLER, V.G. A revelação de Deus a partir dos excluídos. São Paulo: Paulus, 1995.

LENGSFELD, P. Tradição e Sagrada Escritura – Sua relação mútua. In:  FEINER, J.; LOEHRER, M. MysteriumSalutis I/2: Teologia Fundamental. Trad. Belchior Cornélio da Silva. Petrópolis: Vozes, 1971.

LATOURELLE, R. Teologia da Revelação. Trad. Flávio Cavalca de Castro. 3.ed. São Paulo: Paulinas, 1981.

LIBANIO, J. B. Teologia da revelação a partir da modernidade. São Paulo: Loyola, 1992.

MÜLLER, G.L. Dogmática católica. Teoria e prática da teologia. Trad. Vilmar Schneider. Petrópolis: Vozes, 2015.

SESBOÜÉ, B. A comunicação da Palavra de Deus. In: SESBOÜÉ, B.; THEOBALD, Ch. A palavra de salvação (séculos XVIII-XX). História dos dogmas 4. Trad. Aldo Vanucchi. São Paulo: Loyola, 2006.

TORRES QUEIRUGA, A. Repensar a revelação. A revelação divina na realização humana. Trad. Afonso Maria Ligorio Soares. São Paulo: Paulinas, 2010.

Evangelio según Juan

Sumario

1 El texto

1.1 Documentos

1.2 Unidad y coherencia compositiva

1.3 Estructura estática y dinámica

1.4 Características literarias

1.5 Carácter semítico y “bilingüismo”

2 Intertextualidad

2.1 Antiguo Testamento y judaísmo

2.2 Nuevo Testamento

2.3 Escritos extracanónicos / extrabíblicos

3 “Autor” y lectores

3.1 Autor y lector dentro del texto

3.2 ¿Quién fue este autor?

3.3 La génesis del texto

4 El evangelio de Juan y su mundo

4.1 El Evangelio de Juan y la sociedad

4.2 Judaísmo y helenismo

4.3 La cosmovisión de Juan

5 Teología y misticismo

5.1 La presencia de Dios en el Cristo “exaltado”

5.2 Mística y contemplación

5.3 Evangelio “espiritual” y “teo-lógico”

5.4 La cruz y la gloria

5.5 Escatología, pneumatología, eclesiología

5.6 Coordenadas éticas

Referencias

1 El texto
1.1 Documentos

Los testigos textuales más antiguos del Evangelio de Juan (Jn o EvJn) son los papiros, algunos fragmentarios, otros bastante completos, del siglo II (P52, P90, P66) o del siglo III (P5, P28, P39, P45, P75, P80 , P95), que confirman el texto de los grandes códices de los siglos IV-V (BEUTLER, 2016, p. 33-34; BROWN, 2020, p. 155-157). En el texto que se convirtió en norma, hubo algunos añadidos de cierto peso: Jn 7,53-8,11 (perícopa de la adúltera), que aparece en los manuscritos solo a partir del siglo V en adelante, no siempre en el lugar que ocupa hoy, pero considerado “canónico” (OMANSON, 2010, p. 183-184; BEUTLER, 2016, p. 214-215; BROWN, 2020, p. 592-595), y Jn 5.3b-4 (el ángel en la piscina de Betesda), adición muy tardía, excluida de la Nueva Vulgata (OMANSON, 2010, p. 174-175).[1]

1.2 Unidad y coherencia compositiva

En el pasado, el Evangelio de Juan se ha comparado con la “túnica sin costuras” de Jesús (cf. Jn 19,23), pero desde hace algunos siglos se suelen señalar fallos en la secuencia e incoherencias en el pensamiento. Sin embargo, su espíritu y vocabulario son muy homogéneos y la narrativa es bastante coherente, a pesar de algunos indicios de reordenamiento (especialmente alrededor de los capítulos 5-7, 15-17 y 21) (cf. ZUMSTEIN, 2014, p. 27-28). Estos “defectos” no comprometen el desarrollo temático, que es circular y reflexivo. La escritura no pretende ser propiamente narrativa, sino que utiliza elementos narrativos como soporte de una visión teológica. El estilo muestra una sobriedad casi litúrgica, pero también una gran expresividad. Los temas se repiten, con ligeras pero significativas modificaciones, y numerosas referencias diagonales interconectan las diferentes partes. Hay una serie de autocomentarios (por ejemplo, 3,24; 4,2, etc.) que no rompen la unidad literaria sino que ayudan a la comprensión. La crítica literaria reciente, admitiendo que el texto “creció”, tiende a considerar irrelevante la distinción entre el autor original y los eventuales redactores, excepto en el cap. 21, añadido tras el final de Jn 20, 30-31 y que aparece como epílogo editorial (→ § 3.3).

1.3 Estructura estática y dinámica

La estructura estática del evangelio se presenta como un díptico con dos paneles, articulados entre sí, incluidos entre un prólogo (1.1-18) y un epílogo (cap.21) (BEUTLER, 2016, p. 16-17; BROWN, 2020, p. 158-159; ZUMSTEIN, 2014, págs.21-23). El primer panel, Jn 1, 19-12, 50, utiliza como apoyo narrativo unas pocas, pero ampliamente elaboradas, escenas de la obra de Jesús, principalmente los grandes milagros que Juan llama “signos” (cf. 2,11; 5,54; 6,14; 11,47; 12,37); de ahí que se le llame el “Libro de los Signos”. En esta parte, hay varias idas y venidas de Jesús entre Galilea y Judea (mientras que el esquema de los evangelios sinópticos, prescindiendo del evangelio de la infancia, conoce una sola subida de Galilea a Jerusalén; → § 2.2). Se describe la misión (obra y palabras) de Jesús al mundo, mientras que “aún no ha llegado su hora” (2,4; 7,30; 8,20). El segundo panel, 13, 1–20,31, llamado por los eruditos “el Libro de la Gloria”, presenta a Jesús en su “tiempo de pasar de este mundo al Padre” para recibir la “gloria” (13, 1; 17, 1.5). Los capítulos 13-17 representan la despedida en el cenáculo cuando Jesús revela su misterio a los suyos. En los capítulos 18-20, Juan trae el relato de la pasión y la resurrección, similar al de los evangelios sinópticos, pero con la inserción de algunas escenas muy significativas (los interrogatorios de Anás y Pilato, la elaborada escena de la muerte, la aparición de María Magdalena, la misión final de los discípulos).

La estructura dinámica muestra una dialéctica entre las dos partes principales, la primera prepara la segunda y la segunda revela el significado de la primera. Así, las señales y obras de Jesús (Jn 1–12) reciben su significado último de la cruz, que, con la resurrección, constituye el “enaltecimiento” (exaltación) de Jesús en “gloria” (Jn 13–20). Las conclusiones de las dos partes principales (resp. 12.37-50 y 20.30-31) se refieren, a modo de inclusio, al Prólogo.

Esta dinámica sugiere un proceso de fe, casi una catequesis con iniciación y profundización, una mistagogía. En la primera parte se aprecia la catequesis bautismal (Nicodemo, la samaritana, el paralítico, el ciego de nacimiento, Lázaro). La segunda parte anuncia la profundización y actualización de la memoria Christi por parte del Espíritu Paráclito (16,13). Al final, se anima al lector-oyente a permanecer firme en la fe, incluso sin haber visto (20,29.30), pero confiando en los testimonios autópticos (19,35; 21,24).

Podemos comparar esta estructura con un templo. El pórtico es el Prólogo (1.1-18). En el espacio general (1,19-12,50) vemos ocurrir, como las pinturas en la nave de las iglesias barrocas, los “signos” y obras de Jesús que representan el don de Dios como un llamado creciente a la decisión de fe. A continuación, en los “discursos de despedida” (caps. 13-17), entramos en el espacio donde se revela el sentido (presente y futuro) del gesto supremo de Jesús: es como el presbiterio, en cuyo fondo resplandece la cruz gloriosa (18-20). El cap. 21 es el apéndice “eclesiástico”.

1,1-18 1º panel: 1,19–12,50

preparación de la Hora de Jesús

2º panel: cap. 13–20

La Hora de Jesús

21
Prólogo obra y signos de Jesús ante el mundo: “aún no es la hora” “ha llegado el momento”: la “exaltación” en la cruz y en la gloria Epílogo
la Palabra del Padre al mundo 1,19–4,54: inicio de los signos; presentación del don 5–12: Conflicto en torno a la obra de Jesús y opción de fe. 13–17: despedida de los “suyos” 18–20: la obra consumada el Resucitado y la comunidad

En la primera parte, la línea cronológica está marcada por las festividades judías (1.19–2.12: los inicios, que culminan con una fiesta de boda de gran fuerza simbólica; 2.13–4.54: Jerusalén, Samaria, Galilea: alrededor de la primera Pascua; 5, 1 -47: una fiesta en Jerusalén; 6.1-71: la Pascua en Galilea; 7-12: Jerusalén: desde los Tabernáculos hasta la Pascua final, anunciada en 11, 55-12, 36. Transiciones (2,1; 2,12; 3,22-24; 4,1-3; 5,1-2; 6,1; 7,1; 10,40-42; 11,54) impiden la división en partes estancas.

La transición a la segunda parte, el Triduo Pascual, en 13,1 constituye el eje central del evangelio. Preparado por el tema de la “hora” en 12,23. 27 y por el reflejo-bisagra del 12,37-50, marca el paso de Jesús de este mundo al Padre y une la primera parte con la segunda.

1.4 Características literarias

Género narrativo-dramático. El EvJn está entre la narración y el drama: algunos episodios son como pequeñas escenificaciones (cap. 4, 9, 11, 13-14), y toda la narración produce un clímax dramático. Encontramos diálogos llenos de vida, indicaciones de tiempo y lugar, cambios de escena. Este carácter dramatúrgico prohíbe considerar al EvJn como un mero registro de hechos. Los detalles descriptivos, que muestran buena información (especialmente en relación con Jerusalén), son ricos en referencias simbólicas y comunitarias (por ejemplo, la “señal” inicial en Caná puede haber sido resaltada por la existencia de una comunidad joánica allí.

La coherencia de los diferentes personajes confirma la unidad dramática del evangelio: Pedro, el impulsivo; Andrés, el sencillo; Felipe el sobrio; Tomás el realista; Nicodemo el sabio; Caifás el cínico; Pilato el escéptico; Natanael, el “israelita”. Los personajes femeninos también están bien caracterizados: la mujer samaritana, María de Betania, María Magdalena. La “madre de Jesús” permanece en el anonimato y parece “enmarcar” la obra de Jesús (2, 1ss; 19, 25ss). El discípulo amado (en escena desde el 13,23) es a la vez el testigo y el fiel por excelencia (→ § 3.2) (cf. MARCHADOUR, 2005).

Diálogos y discursos de revelación. Los diálogos y monólogos del actor principal, Jesús, corresponden al estilo dramatúrgico. Incluso cuando se dirigen a los adversarios, las palabras de Jesús sirven para guiar a la audiencia en su proceso de fe. Sus discursos (especialmente los discursos parabólicos que comienzan con “Yo soy”: 6,35; 8,12; 9,5; 10,7.9.11.14; 11,25; 14,6; 15,1.5) son tan profundos que solo al final los discípulos confirman: “ahora hablas claramente” (16,29). Este procedimiento literario demuestra una analogía con el género de la revelación sapiencial[2]. El esquema de descenso y retorno de Jesús recuerda el tema de la palabra eficaz que sale de Dios y vuelve a él (cf. Is 55,8-11).

Los “discursos de revelación” van abriendo progresivamente el significado de la obra de Jesús. No enseñan doctrinas esotéricas, sino el significado profundo de su palabra y obra, como siendo lo que aprendió del Padre (12,50). La misión de Jesús como Palabra reveladora de Dios (1,18) se consuma en su obra principal: dar la propia vida por amor, revelándose como Hijo del Padre que es Amor (3,16).[3]

Autocomentarios. El Cuarto Evangelio está impregnado de los comentarios del autor junto con el texto, en off (VAN BELLE, 1985). Algunos son indicaciones de escenario para acompañar el movimiento dramático (por ejemplo, 5,9; 9,12). Otros son alusiones a la tradición evangélica general, lo que demuestra que este evangelio fue escrito para personas que ya conocen la predicación general acerca de Jesús (3,24). Algunos evocan el conocimiento peculiar de Jesús (2,24-25; 6,6), revelan el significado oculto de sus acciones o el mensaje oculto del texto (2,21; 12,16), explican expresiones simbólicas o de doble sentido inaccesibles para “los de fuera” (7,37- 39; 8,27; 10,6) etc. De esta forma, muestran cómo el texto contribuye a la mistagogía.

Simbolismo y metáfora. Juan usa frecuentemente metáforas, símbolos y figuras, hasta el punto de que, en el momento de la despedida, los discípulos observan que “ahora” Jesús se quita el velo extendido sobre su autorrevelación en lenguaje simbólico (16,25.29). Las propias narraciones se convierten en símbolos de lo que Jesús en persona viene a traer o es, porque Jesús es aquello que simbolizan sus signos y gestos: el vino nuevo, el agua de vida, el pan de vida, la luz del mundo, la resurrección … El don es el dador mismo.

Entiéndase bien el simbolismo dual (binario) del Cuarto Evangelio: arriba / abajo, carne / espíritu, luz / oscuridad, verdad / mentira, vida / muerte (ZUMSTEIN, 2104, p. 33). A través de símbolos arquetípicos, el autor insiste en la necesidad de elegir entre dos ámbitos o actitudes. Ya aparecía un lenguaje similar en los Profetas y en los Salmos. No es un dualismo cósmico (explicación del universo por dos principios, el bien y el mal, como en la mitología persa y en la Gnosis), sino una provocación profética para la opción a favor o en contra de Jesús (y el Padre en él), un dualismo ético, comparable a Dt 30,19.

Polisemia e ironía. La característica del texto joánico es la polisemia intencional (BROWN, 2020, p. 154; ZUMSTEIN, 2104, p. 33). Así, el doble sentido en Jn 3, 3-5 (donde el adverbio ánōthen en la boca de Jesús significa “de arriba”, pero en el oído de Nicodemo, “de nuevo”) introduce una catequesis sobre el nacimiento del Espíritu, es decir, por el agua del bautismo. Así también el doble significado del agua en Jn 4,10, del pan en 6,32-35, de la vista y la ceguera en 9,37,39-41, etc. Muy peculiar es la compleja polisemia de hypsoō / doxázō, en varios pasajes interconectados, que expresan la “exaltación” de Jesús (tema inspirado en Is 52,13), haciendo de la elevación / exaltación en la cruz la referencia simbólica y al mismo tiempo la presencia realizada por el amor de él y del Padre, su gloria (Jn 3, 14-21; 12,32-33; 13,31-32 etc.).

Causando malentendido, la polisemia revela la brecha entre la comprensión de los que son “del mundo” y la de los iniciados en el misterio de Cristo, entre el reino “de abajo” y el “de arriba” (3, 31-36; cf. 19,8- 11). Sin adhesión a Cristo en la fe y sin el don del Espíritu (7, 37-39), no se sale de la comprensión equivocada según la “carne” en oposición a “espíritu y vida”” (6,63).

La “ironía joánica” tiene un propósito similar, a veces leve, a veces incisivo: diálogo de sensibilización (Jn 3,10; 4,10-15 etc.), provocación irónica (9,25-27), crítica dura y directa (5,44; 8,28), la alusión oblicua (los “judíos” en 18.36). A veces la ironía está en los hechos narrados: la actitud del guardián de Caná (2,9-10), la mujer samaritana que abandona el balde que fue su motivo para ir al pozo (4,28), los “judíos” exigiendo una señal después del milagro de los panes (6,30), los visitantes malinterpretando por qué María se levanta (11,30). Juan subraya así la brecha entre el entendimiento mundano y el divino. (cf. Is 55,8-9).

El propio término “mundo” en sí mismo es polisémico: puede significar la humanidad como esfera de la obra creadora y salvífica de Dios (3,16), pero también, sobre todo, en la expresión “este mundo” (8,23; 18,36), la parte incrédula de la humanidad, manipulada por el poder de las tinieblas, el “príncipe de este mundo” (12,31; 14,30; 16,11). Al escribir que “Dios amó al mundo” (Jn 3,16), Juan evoca el amor divino que, en el don del Hijo Unigénito, libera al mundo de ese “príncipe” (→ § 5.3). Tanto Jesús como sus discípulos están en el mundo (en el sentido histórico) sin ser del mundo (no pertenecen a ese “príncipe”) (cf. 17,11.14.16).

El simbolismo y el lenguaje sobrio pero denso se oponen a la comprensión inmediata, ya sea ingenua u hostil. El significado que los de fuera no entienden se abre a los que están en la mistagogía. Estos, entonces, no necesitan buscar “conocimiento” fuera de la comunidad de fe (en el judaísmo o en las especulaciones helenísticas). Al mismo tiempo, los de fuera, aunque sean “maestros en Israel”, como Nicodemo (3,10), están invitados a venir y conocer (“Maestro, ¿dónde vives?” – “Ven y mira”, Jn 1,39).

1.5 Carácter semítico y “bilingüismo”

Si en el pasado la crítica literaria llegó a ver en Juan un evangelio helenístico, hoy se enfatiza su proximidad al lenguaje y al pensamiento semítico. Juan conserva algunos términos en el idioma arameo y los traduce al griego: rabbi (1.38), mesías (1.41), Kefas (1.42), rabbûni (20.16), amēn, etc. Esto corresponde al número de lectores compuesto por judeocristianos y helénico-cristianos. El “bilingüismo” de Juan es también mental: escribe en griego común (koiné), pero siente y piensa de manera semítico-bíblica, como se puede ver en su gramática (hína en el sentido de “que” o “de modo que”; anticipación del asunto principal de la frase como casus pendens, etc.) (SCHNACKENBURG, I, p.  133-140).

Detrás de las expresiones e imágenes está la tradición del Antiguo Testamento, recordada a veces según el texto hebreo, a veces según el texto griego de la Septuaginta, a veces según el targum (paráfrasis aramea). Así, el término logos (“palabra” o “verbo”) no se refiere tanto al Logos de la filosofía griega (la razón), como a la Palabra creadora y sapiencial de Dios. El esquema “de arriba /de abajo” se combina con la “exaltación” del “Hijo del Hombre” (Is 52,13; Dn 7,13-14; Jn 3,14; 8,28; 12,32.34). Por otro lado, ciertos términos de la tradición bíblica se han vuelto irrelevantes o ambiguos. Así, Juan evita el término “alianza”, pero expresa esta realidad a través de la terminología del amor y la unidad (OLIVEIRA, 1966; CANCIAN, 1978). No habla del “Reino de Dios” (fuera del diálogo con el judío Nicodemo, Jn 3,3.5), sino que utiliza la expresión “vida eterna”, que abre un registro mucho más universal.

2 Intertextualidad
2.1 Antiguo Testamento y judaísmo

La referencia al Antiguo Testamento está siempre presente en el Cuarto Evangelio, pero no necesariamente reproduce la letra del texto hebreo, ya que en la sinagoga de los “hebreos” el texto hebreo estaba acompañado por la glosa aramea (targum), y en la sinagoga helenística se leía el texto griego (Septuaginta).

La referencia a la “Escritura” (graphē, término preferido en Juan) sugiere el cumplimiento en el sentido de plenitud: la “Escritura” adquiere pleno significado como analogía, imagen o símbolo de lo que aparece en Cristo (tipología), etc. Las citas eventualmente se adaptan al nuevo significado (por ejemplo: Jn 2,17 cambia el verbo de Sal 68,10 LXX de pasado a futuro para significar la futura muerte de Jesús).

Juan también parece aludir a los libros deuterocanónicos (especialmente Sirácida y Sabiduría), rechazados por el judaísmo formativo y rabínico, pero conocidos entre los cristianos, muchos de los cuales eran judíos de habla griega. Es incluso irónico: en Jn 5,18; 10,33, los fariseos acusan a Jesús de hacerse igual a Dios al llamar a Dios Padre, pero esto es exactamente lo que se dice del justo perseguido en Sab 2,13.16.18. Si los fariseos quisieran leer los libros deuterocanónicos, ¡lo entenderían!

2.2 Nuevo Testamento

Los evangelios sinópticos. Aunque el EvJn sigue el esquema general de los evangelios sinópticos, resumido en Hechos 10, 37-43, extiende la actividad pública durante tres años en lugar de solo uno (→ § 1.3), pero reduce el número de episodios. Muchos de los textos de Juan no tienen paralelo en los sinópticos. Sin embargo, en las llamadas “perícopas sinópticas” de Juan (2,13-21; 4,45-54; 6,1-21.60-71; 12,1-19) y en el relato de la Pasión y Resurrección (Jn 18-20), Juan reinterpreta la narrativa sinóptica de acuerdo con su visión teológica.

Hch 10,37-43 Mt Mc Lc Jn
”después del bautismo de Juan” 3,1–4,11 1,2-13 3,1–4,13 1,19–2,12
”Dios lo ungió con el Espíritu Santo y poder … anduvo haciendo el bien y sanando a todos los endemoniados … todo lo que hizo en la región de los judíos” 4,12–20,34

 

 

1,14–10,52 4,14–19,27

 

2,13–6,71:

2,13 Pascua en Jerusalén;

4,1 paso por Samaria

5,1 fiesta en Jerusalén;

6,4 Pascua/Galilea

7,1–12,50:

actividad en Galilea y subida única a Jerusalén
“y en Jerusalén” 21, 1–25,50 11,1–13,37 19,28–21,38 3ª subida a Jerusalén

7,1 Tabernáculos;

10,22 Dedicación;

11,55 Pascua

Enseñanza en Jerusalén

 

Pascua final

“lo clavaron em la cruz” 26,1–27,56 14,1–15,47 22,1–23,56 13,1–19,42
“Dios lo resucitó al 3º día” 28,1-20 16,1-8 24,1-53 20,1-31

Las Cartas de Juan.[4]Prescindiendo de la cuestión de la autoría, conviene leer el EvJn y las Cartas como mutuamente clarificadoras (→ TLA, Cartas católicas). Las Cartas (1Jn, 2Jn, 3Jn) muestran mucha similitud temática con los discursos de Jesús en el EvJn. 1 Jn 1, 1-4 muestra parentesco con el prólogo del Evangelio. 1Jn 3,11-18 corresponde al tema del amor fraterno en Jn 13,34-35; 15,10-17. Sin embargo, las Cartas ya no se refieren a la discusión con la sinagoga judía, sino que reflejan la situación de fines del siglo I, cuando se impuso la correcta comprensión en contraste con el gnosticismo incipiente; los opositores ya no son “los judíos”, sino los disidentes de la propia comunidad. (1Jo 2,19).

El Apocalipsis. El EvJn probablemente fue escrito en el mismo ambiente que las siete iglesias de Ap 2-3 alrededor de Éfeso en Asia Menor (Turquía). Como el Apocalipsis es muy diferente en estilo, llaman más la atención algunas similitudes exclusivas con el EvJn, por ejemplo, la designación de Jesús como “Cordero” (Ap. 5,6, etc.) y “Palabra de Dios” (19, 13). También: el tema del martirio, el Espíritu que habla a las Iglesias, papel que el EvJn atribuye al Paráclito, etc. Las nupcias mesiánicas (Ap 21-22) recuerdan a Jn 2, 1-10, y la lucha contra el Dragón / Satanás (Ap 12), el desenmascaramiento del Diablo en Jn 8, 39-47 y las alusiones a él en otros. textos (Jo 12,31; 16,11 etc.).

La diferencia entre el EvJn y el Apocalipsis radica más en el lenguaje y el género literario que en el mundo mental. Ni siquiera la diferencia en cuanto a escatología es tan grande: el Apocalipsis utiliza imágenes futuristas para hablar del juicio y de la victoria de Dios, del Cordero y de los fieles, a los que asegura que no conocerán “la segunda muerte”, pero el efecto retórico concierne al presente, al igual que la escatología presente del EvJn, que significa que la opción por Jesús en la fe equivale al Juicio e introduce en la “vida eterna” (“pasaron de la muerte a la vida”, Jn 5, 24). Son dos formas de exhortar a los creyentes a permanecer firmes en la fe y a “seguir al Cordero por dondequiera que vaya” (Ap 14,4; cf. Jn 12,26; 13,36-37) (PRIGENT, 2020, p. 44-49).

Otros escritos neotestamentarios. La predicación de los apóstoles fue muy diversa. Pablo no se dejó imponer por otros en el camino de la predicación del Evangelio y la organización de iglesias (Gal 1,11-12). Esta relativa autonomía de los primeros predicadores y sus comunidades hace aún más significativas las similitudes entre los diversos escritos del NT: el mesianismo de Jesús, su señorío, su misión divina, su pastoreo, su acto de consagración, el valor salvífico de su muerte, la salvación. a través de la fe, la presencia de la vida nueva, la primacía del mandamiento del amor, la fraternidad, la comunión. Juan aborda el mismo misterio desde otro ángulo; no es solo un texto para leer en sí mismo, sino también una clave para otros escritos, incluidos los anteriores, que revelan el significado potencial que contienen. Por lo tanto, el hecho de que el EvJn enfatice la escatología actual nos enseña a comprender mejor la dimensión actual (y pragmática) de la escatología en otros escritos del NT, incluido el Apocalipsis.

2.3 Escritos extracanónicos/extrabíblicos

Existe, sin duda, una cierta proximidad ambiental del EvJn con los incipientes movimientos gnósticos (finales del siglo I), pero los textos gnósticos son posteriores y no pueden ser considerados como fuente; más bien, están influenciados por el EvJn (este es el caso de Heracleón, los valentinianos y el Evangelio de la Verdad, descubierto en Nag Hammadi). En cuanto a los textos de Qumrán, hay cierta analogía en cuanto al “dualismo” (luz / oscuridad, verdad / mentira) y en cuanto a la oposición al Templo de Jerusalén, pero no lo suficiente como para fundamentar un contacto orgánico con Qumrán y / o los esenios.

3 “Autor” y lectores
3.1 Autor y lector dentro del texto

El autor implícito del EvJn suele “sumergirse” en el texto, identificándose con la comunidad en la que hace su relato, como se muestra en el plural comunitario utilizado en el Prólogo (v.14.16) y en algunas palabras de Jesús (3,11; 4,22) y de los discípulos (1,41.45; 6,68-69). Habla desde el interior de la comunidad, como en una homilía, una de las bases del Cuarto Evangelio. El autor se presenta como articulador del testimonio y de la confesión de fe de la comunidad (20,30-31). El autor también transparece en los autocomentarios (→ § 1.4). En 19,35 aparece el testigo presencial: ¿el autor se identifica con esta figura o simplemente se convierte en su portavoz? (En el epílogo, en 21,24, el editor sugiere que este testigo proporcionó el escrito).

Se trata al lector como receptor de información, pero, sobre todo, como destinatario de la formación en la fe. En la medida en que el texto es narrativo, el lector llega a conocer la obra de Jesús. Mediante los autocomentarios, mediante el simbolismo, mediante la técnica del malentendido y la ironía, el lector-oyente es tratado como un discípulo en el proceso de la fe (→ § 1.4). La relación autor-destinatario es intensa y el estilo dramático atrae al lector. Podemos ver en el Jesús-rabí de varios pasajes una proyección de esta intención didáctica del texto; El tratamiento de “hijitos” (teknia) con el que Jesús se dirige a los discípulos (13,31) se usa a menudo en la 1ª Carta.

3.2 ¿Quién fue este autor?

En 21.24, el editor del texto parece identificar al que escribió (o mandó escribir) el EvJn como el Discípulo Amado (13,23; 18,15; 19,26-27; 20,2-4.8; 21,7.20 -24), el testigo anónimo al pie de la cruz en19,35.[5]Aceptando esta identificación, sugerida por el texto mismo, la pregunta es: ¿es el Discípulo Amado una persona real o una figura simbólica, que representa al discípulo perfecto y testigo fiel? Una cosa no excluye a la otra: el discípulo amado puede ser histórico y simbólico al mismo tiempo. En la figura simbólica se puede reconocer al fiel evangelizador que condujo a la (s) comunidad (es) por el camino de la fe. Sin embargo, no borremos la individualidad del autor: el EvJn presenta el testimonio de Jesús y su obra con una profundidad teológica que va más allá de la expresión colectiva.

Tradicionalmente, este Discípulo Amado, “autor” del EvJn, se identifica con el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, pero esta atribución puede ser causada por el deseo de mantener la canonicidad por la atribución a un apóstol, aunque el carácter apostólico no consista en haber sido escrito por uno de los Doce (o Pablo), sino en expresar y transmitir la fe de los apóstoles.[6]La atribución tradicional del EvJn al hijo de Zebedeo supone que este es el Discípulo Amado, y que la identidad (así como la de su hermano Santiago) se habría ocultado por el anonimato, incluso en 1,35, donde sería uno de los dos no nombrados (el segundo es Andrés, nombrado en 1,40). Los estudios críticos, sin embargo, no consiguen hacer que las teorías sean convincentes en este sentido[7]. Es mejor considerar el EvJn como un escritor anónimo. El Discípulo Amado es mencionado solo desde la “hora” de la pasión y muerte de Jesús (13,23), para ser el testigo fidedigno de la muerte y resurrección (19,35; 20,9; cf. 21,24). A nivel del lector, su anonimato nos permite ver en él al representante de todos los verdaderos discípulos delante de la cruz y resurrección de Jesús. (KONINGS, 2016, p. 59).

3.3 La génesis del texto

Podemos suponer un período de predicación del “maestro joánico”, que culmina con la recopilación de sus palabras (oral y escrita) en las comunidades que de él se originaron, primero en Judea, Samaria y Galilea, luego en Siria e incluso en la región de Éfeso. (BROWN, 2020, págs. 19-28; BEUTLER, pág. 33). Probablemente, entre los años 50 y 80 d.C. pudo haber habido una primera redacción sustancial, unificada en forma de evangelio consecutivo, con todas las características joánicas: las narraciones de signos, los discursos simbólicos o de revelación, el primer discurso de despedida (Jn 13-14 ), la Pasión y la Resurrección.

Hacia finales de siglo, después de la destrucción del Templo y la separación radical del judaísmo (con la expulsión de los cristianos de la sinagoga, aludida en 9,22 y 12,42), esta primera redacción fue continuada por el evangelista. o alguien muy en sintonía con él, en algunos pasajes (como Jn 3,31-36; 6,51-58; 12,44a-50, cap. 15-17). Ya en el cap. 21 tenemos claros signos de edición final por otra mano (21,24-25).

No es posible separar quirúrgicamente la primera redacción y las siguientes, aunque sean perceptibles. Es mejor considerar el actual EvJn como un evangelio “rumiado” (KONINGS, 2016, p. 17). Los mismos temas se retoman en distintos planos de reflexión y en distintos horizontes: el de la vida de Jesús, el de la primera predicación cristiana, el de las comunidades a finales del siglo I. Es un ejemplo de lo que la tradición y la cristiandad la predicación debe ser siempre: una continua relectura.

Para instruir a las comunidades, Juan utilizó, de manera ecléctica, los relatos y palabras de Jesús que circularon en diferentes círculos cristianos. Procediendo por muestras (como sugiere 20, 30-31), Juan refleja la vida de la comunidad. Es “el libro de la vida de la comunidad”: articula la vida de la comunidad con aquello que es anunciado, oralmente o por escrito, sobre Jesús, cuya palabra es fuente de vida (6,68). Sin embargo, el texto no retoma toda la tradición. El EvJn hace una relectura selectiva pero creativa de algunos elementos de la tradición anterior – oral, escrita o incluso postsinóptica (DAUER, 1992). Ahora bien, la mano de Juan es mágica: transforma todo lo que toca. Su procedimiento al escribir el texto modifica la letra y el tenor de las tradiciones que utiliza. Por tanto, el significado que Juan quiere dar a su texto no se encuentra en primer lugar comparándolo con sus fuentes, aunque sea útil, sino por la lectura atenta del texto en sí mismo.

4 El evangelio de Juan y su mundo
4.1 El evangelio de Juan y la sociedad

Ricos y pobres. El EvJn pone en escena más personas específicas en lugar del pueblo en general. La multitud popular rara vez aparece. Los líderes a menudo aparecen como adversarios de Jesús, hasta el punto de que la expresión “los judíos” a menudo (no siempre) aparece en un sentido hostil. En cuanto a la estratificación sociológica, en lugar de pobres y campesinos y explotados, encontramos a Juan el Bautista, reconocido entre los judíos (5,35); una familia que ofrece una gran fiesta de bodas en Caná (2, 1-10); Nicodemo, fariseo y jefe de los judíos (3: 1); un oficial real en Cafarnaúm, que se convierte con “toda su casa” (4, 46-54); la familia de Lázaro, siendo visitada por judíos influyentes de Jerusalén y ofreciendo un  banquete a Jesús (11,32; 12, 3); y el Discípulo Amado, familiarizado con la casa del sumo sacerdote (18,15). Al final, aparecen María de Magdala (19,25; 20,1), José de Arimatea y Nicodemo (19,38-39), aparentemente gente adinerada. El EvJn parece reflejar la sociedad urbana judía (parcialmente helenizada) de finales del siglo I d.C. (→ § 5.2) que la sinagoga trató de traer de vuelta a su entorno (cf. Jn 12,42-43).

La pobreza y el uso del dinero no parecen ser la principal preocupación de Juan. Los únicos textos que mencionan el dinero son tomados, por ejemplo, de la tradición sinóptica (6, 7 y 12, 5) o representan el estereotipo de Judas, un ladrón, dominado por el diablo (12,6; 13,2).

Por otro lado, EvJn es fuertemente comunitario. Al igual que la sinagoga, la comunidad joánica garantizaba protección y bienestar social a los pobres. El EvJn menciona a los pobres solo de pasada (12, 8), pero insiste en el servicio mutuo (13:14) y en el amor comunitario fraterno (13,34-35), que incluye el cuidado de los pobres (la limosna se presupone en Jn 12,5- 6; 13,29); y en la 1ª Carta es muy explícito el deber de compartir bienes con los necesitados (1Jn 3,17; 4,20). Sin embargo, el conflicto más definitorio no es la pobreza vs. riqueza, sino amor vs. odio (15,1-17 e 15,18-6,4).

En el momento de la redacción final, las comunidades joánicas (también en la diáspora) estaban sufriendo la exclusión por parte del judaísmo dominante. Si para los pobres la excomunión significaba mendicidad, para los ricos significaba pérdida de prestigio y de relaciones sociales (“honor”, ​​cf. Jn 12, 43). También significaba la pérdida del reconocimiento como una “religión lícita”, como lo fue el judaísmo en el Imperio Romano y, por lo tanto, la exposición a la arbitrariedad y la persecución. En este contexto, se puede comprender mejor la historia del ciego de nacimiento (Jn 9,22), la timidez de Nicodemo (3,2; cf.7,50) y la desistencia de los líderes que creyeron en Jesús (12, 42).

Juan no oculta su simpatía por los despreciados: así, en el cap. 7, menciona a los policías del templo, malditos como ‘am ha-áreṣ’ (gente ignorante) por haber testificado a favor de Jesús. El ciego de nacimiento es un paria que testifica que Jesús es profeta (cap. 9). La mujer samaritana es claramente ajena al patrón judío: mujer y samaritana (4,9), pero testigo de Jesús. En 12,19, los fariseos muestran desprecio por las multitudes que honran a Jesús. A todas estas personas se les ofrece el don de Dios en Jesús y se les da la acogida a su comunidad.

Política. El EvJn rechaza el mesianismo nacionalista (6,14-15; 18,36). La declaración: “mi reino no es de este mundo” vincula el “reino” con la verdad de Dios (18,36-37). El título “rey de los judíos” (19, 19-22) se trata con ironía joánica (→ § 1.4). Por supuesto, el EvJn pretende mostrar que Jesús es el Mesías (Jn 20,31), pero agrega a este término el título “el Hijo de Dios” en el sentido específico (20,31; cf. también 1,49, “rey de Israel”; 11,27; 18,36 + 19,7).

Juan no muestra ningún interés especial en el Imperio Romano, pero el juicio de Jesús ante Pilato (18, 28-19, 22) es tan irónico que debe concluirse, como mínimo, que Juan no busca la simpatía de los romanos. Ve a Pilato como un títere en manos de los “judíos” o como un cínico; su declaración de la inocencia de Jesús no significa nada (18,38).

La mujer. Mientras que en el sistema social y religioso del judaísmo ocupaban un lugar secundario, en el EvJn las mujeres juegan un papel destacado. Jesús realiza su primera señal después de una sugerencia de su madre (2, 4-5). La primera persona en recoger de la boca de Jesús su identificación como Mesías es la mujer samaritana (4,25-26), comunicándolo inmediatamente a sus coterráneos. En 11,27, la profesión de fe de Marta es notable y, conmovido por la intervención de María, Jesús resucita a Lázaro (11,32). La misma María de Betania ofrece a Jesús la unción que en los otros evangelios se atribuye a una mujer anónima (12, 1-8). La primera en visitar el sepulcro y ver al resucitado es María Magdalena, quien luego es enviada a anunciar a los “hermanos” la noticia de la resurrección (20,10-18).

Creado en las fronteras del judeo-helenismo y el mundo griego, el EvJn ofrece un amplio espacio para las mujeres, desde la madre de Jesús hasta María Magdalena. En este evangelio, la mujer se siente como en casa. Si bien es poco probable identificar al Discípulo Amado como una mujer, la lectura feminista ha señalado que es un “personaje abierto”, lo que permite a las lectoras “entrar” en esta figura.

4.2 Judaísmo y helenismo

El   judaísmo. El EvJn alterna la periferia (Galilea y Samaria: 20% del texto) con el centro del judaísmo, Jerusalén (80%). Pero el significado de Jerusalén es diferente de lo que se ve en Lucas, quien ve a Jerusalén como el punto de partida de la misión cristiana. En Juan, la anticipación de la purificación del Templo y la expulsión de los animales de sacrificio “neutraliza” el Lugar Santo desde el principio (2,13-21): ya no es el lugar de culto (4,21-23). Jesús no sube a Jerusalén para tener éxito allí (7, 1-10), y los maestros que están allí son “de este mundo” (8,23).

Después del exilio babilónico, en Judá e Israel habían surgido sinagogas en torno a la lectura de la Ley. En el interior del país y en Jerusalén había un gran número de sinagogas, que no ensombrecían el Templo sino que extendían su influencia. Jesús y los apóstoles crecieron en el ambiente de las sinagogas, dirigidos por maestros de línea farisaica. Las comunidades joánicas conservaron un legado de esto, de ahí el carácter homilético de muchos pasajes. Tanto más traumática debe haber sido, a fines del siglo I d.C., la exclusión de la sinagoga (12,42).

Otra característica del judaísmo es el discipulado (cf. Qumrán y los gremios farisaicos). El tratamiento de “maestro” para Jesús y de “hij(ito)s” para los discípulos (13,33; cf. 1Jn 2,1 etc.) proviene de la tradición sapiencial (cf. Sr 2,1 etc.), pero, en el EvJn, el concepto de discípulo recibe un carácter diferente: Jesús es maestro y servidor al mismo tiempo, y sus discípulos, amigos (13,16; 15,15).

Se cita frecuentemente, para ubicar el Cuarto Evangelio en su contexto sociohistórico, la expulsión de cristianos de la sinagoga (9,22; 12,42; 16,2). Al nivel del Jesús histórico, este tema es anacrónico, ya que la expulsión formal se produce a fines del siglo I, y durante la vida de Jesús el grupo de sus seguidores fue insignificante[8]. Juan alude a esta expulsión para mostrar que ser cristiano implica una ruptura con la pertenencia socio-religiosa dominante.

El Prólogo establece un paralelo entre “el mundo [que] no lo conoció” y “los suyos [que] no lo recibieron” (1,10-11). Estas frases no son absolutas, pues continúa Juan: “A cuántos, sin embargo, lo acogieron…” (1,13), incluido un buen número de judíos.

Juan no reprocha a los judíos en el sentido étnico; en las Cartas, algunos cristianos son criticados con el mismo rigor (cf. 1Jn 2,19; 4,3; 4,8; 2Jn 9; 3Jn 9-10). Al usar el término “los judíos” en sentido hostil, Juan no se refiere a los judíos en general, sino a los que rechazan a Jesús, grupos de peso político y social, con los que Jesús y los suyos rompieron, tanto en Jerusalén (Jn 1, 19 etc.), como en Galilea (Jn 6,41.52), tanto en los años 30 como en los 80.  Necesitamos leer el evangelio que más reprende a “los judíos” a partir de la herencia de Israel, es decir, desde el punto de vista de un judío que lamenta la ceguera de sus líderes (Jn 9,40-41).

El culto judío. Algunos comentaristas ven el EvJn como un evangelio “sacerdotal”. Algunas frases usan vocabulario sacerdotal (17, 17-19), y el Discípulo Amado parece conocer el ambiente sacerdotal en Jerusalén[9]. En los cap. 5 y 7-12, Juan muestra un interés crítico en el Templo, donde se hacen los grandes pronunciamientos de Jesús, pero en ninguna parte muestra connivencia con el sistema del Templo. Por esta razón, el culto del Templo (“bueyes y ovejas”, 2,15) se cuestiona desde el principio. De hecho, Juan se distancia de las instituciones judías en general: habla de “la fiesta de los judíos” (2,13; 5,1; 6,4; 7,2; 11,55), “vuestra Ley” (8,17; 10, 34; cf. “la Ley de ellos”, 15,25). Allí donde el lenguaje de Juan parece sugerir un nuevo culto (4, 22-24), está en línea con el culto “espiritual” o “racional” de las Cartas del NT (Rm 12,1; Hb 13,15; 1Pd 2, 5 ). Y si Jn 17,19 (como Hb 9,11-28) ve en la práctica de Jesús, fiel hasta la muerte, una “consagración”, esto debe entenderse como una nueva realidad, que hace superfluo el antiguo culto. Juan reemplaza los grandes símbolos del sistema religioso de Israel por la persona de Jesucristo.

Mientras que Santiago y Mateo enseñan que los cristianos deben guardar e interpretar la Torá con mayor perfección que el judaísmo, en Pablo y Juan el lazo umbilical con el judaísmo parece radicalmente cortado. Jesús les habla a los escribas y fariseos en términos de “vuestra ley”, etc. Sobre todo, Juan relata irónicamente que los “judíos” renunciaron a la expectativa mesiánica, cuando dicen: “No tenemos otro rey que el César”(19,15).

El movimiento de Juan Bautista. El EvJn resalta y relativiza la figura de Juan Bautista. En el Prólogo, explica que Juan no era la “luz”, sino que dio testimonio de la “luz” (1,6-8) y su preexistencia (1,15). Después del Prólogo, la narración comienza con un elaborado testimonio del Bautista, quien anuncia a Jesús como el Cordero e Hijo de Dios (1, 19-34) y dirige a sus discípulos a Jesús (1, 35-36). El Bautista y los discípulos regresan a la escena para otro testimonio en 3, 22-30. En 5,33-35, Jesús mismo señala a Juan el Bautista como una lámpara pasajera que anuncia la luz verdadera. En 10,40-42, la gente aprueba el testimonio de Juan el Bautista. Este ritmo decreciente de referencias ilustra la palabra del Bautista en 3.30: “Él debe aumentar, yo disminuiré”. Según Hch 18,24-19,7, incluso en la segunda mitad del siglo I, hubo discípulos de Juan el Bautista en Éfeso, presunto lugar de la redacción final del EvJn. ¿Quizás el evangelista buscó atraer a estos seguidores del Bautista a la comunidad cristiana? Cuando la comunidad bautista desapareció, su lugar fue reemplazado por la comunidad de Jesús. El EvJn presenta a los discípulos del Bautista transfiriéndose a Jesús (1,35-36); su movimiento disminuye ante Jesús (3,30), pues es provisional (5, 33-35), pero da testimonio a favor de Jesús (10, 40-42). Juan parece elevar al Bautista como principal testigo de Jesús ante los “judíos”, que pueden haber invocado al Bautista contra Jesús, por ser anterior y no haber violado su autoridad (KONINGS, 2017, p. 59-60).

Los samaritanos. La antigua oposición entre judíos y samaritanos (1 Re 12) se había intensificado después de la destrucción del templo samaritano de Garizim por el rey judío Juan Hircano en el 128 a. C. (cf. Jn 4, 19). Sin embargo, ambos pueblos son “hijos de Israel”. Los samaritanos celebran la Pascua, memorial del Éxodo, y leen los Libros de Moisés, prototipo del profeta que vendrá al mundo (cf. Jn 4, 25). Incluso tienen su propia traducción de la Torá en griego. El EvJn acerca a Jesús a los samaritanos (4,1-42), hasta el punto de ser insultado como samaritano (8,48). Jn 11, 52 parece aludir a la promesa mesiánica de una nueva unión entre judíos y samaritanos (cf. también10,16).

El helenismo. ¿Cómo se sitúa EvJn en relación con la omnipresente cultura helenística? ¿Es el silencio una indicación de su posición? No encontramos ninguna referencia a los sabios griegos,[10]ninguna admiración por la “filantropía” de los magistrados romanos. Hasta hace poco, debido al Prólogo, el Evangelio de Juan era admirado como un evangelio filosófico. Sin embargo, el término logos, en el Prólogo, no apunta a la filosofía griega, sino a la “Palabra” de Dios en la creación. El EvJn no está dirigido a un grupo ecléctico, y los términos simbólicos que utiliza son accesibles para cualquier persona con sensibilidad. Sus supuestos culturales son: familiaridad con los grandes temas de la Escritura y sensibilidad a los símbolos de la humanidad (luz y oscuridad, verdad y mentira, vida y muerte…).

El EvJn no tematiza la relación con otras religiones[11]. La apertura a los samaritanos es válida en la medida en que aceptan la palabra de Jesús (4,41-42). La “religión en Espíritu y en verdad”, que Jn 4,23 opone tanto al judaísmo como al samaritanismo, es la que bebe de la fuente que es Jesús; no tiene nada que ver con una religión mundial y / o no institucional. Sin embargo, la meditación joánica sobre Jesús-Mesías nos prepara para un diálogo profundo con las religiones y cosmovisiones en general. Conecta todo, no desde la superficie, sino desde la raíz. No se habla de filantropía “en general”, sino de amor fraterno concreto, como testimonio al mundo entero (Jn 13,34-35).

Sabiduría y conocimiento. En el lenguaje bíblico, la cultura se llama “sabiduría”. Los escribas “escudriñan las Escrituras” (5,39) y desprecian a los simples que “no conocen la ley” (7,49). El Jesús de Juan, sin embargo, muestra que el conocimiento de la Ley es inútil si no crees en él (3,10; 5,39 etc.). Por otro lado, los cristianos “conocen” a Dios en Jesús. Aquellos que creen en Jesús llegan al verdadero conocimiento saludable sin entregarse a ningún sistema judío o helenístico. El “conocer” propuesto por el Cuarto Evangelio es diferente a la sabiduría de los escribas y no es elitista. El mismo Jesús se hace pasar por alguien que no recibió instrucción (Jn 7, 15). En la colección de dichos de Jesús conocida como Q (Logienquelle), hay una frase llamada “ logion joánico” (Mt 11,25-27 = Lc 10,21-22): Jesús da gracias a Dios su Padre, porque  reveló a los sencillos y pequeños lo que estaba oculto a los sabios y entendidos. Juan comparte, no solo con los Sinópticos, sino también con Pablo (1Cor 1,20.26 etc.) y Santiago (3,1-2.13), la convicción de que el verdadero conocimiento no es la cultura de este mundo, sino el conocimiento del Padre, a quien conocemos en Jesús (Jn 17, 2). Este conocimiento no proviene de la sabiduría de este mundo, sino del amor de Cristo, del que se participa activamente en el amor fraterno.

En griego, el conocimiento se llama gnṓsis. Juan, aunque nunca usa este término (sino más bien el verbo ginōskein), se convirtió en el evangelio preferido de la gnosis que se extendió en el siglo II d.C., prometiendo a los iniciados una vida fuera de este “mundo maligno”. Así, el “Evangelio de la verdad” (que se encuentra en Nag-Hammadi, Egipto). Ahora bien, este escrito, que busca la salvación individual lejos del mundo maligno, es una interpretación egocéntrica del saber evangélico propuesto por Juan, para quien el saber “juicioso” no puede descuidar el amor fraterno (cf. Jn 13,34-35; 1Jn 4,20). –5.2), para ser practicado en el mundo, ¡aunque su fuente no sea el mundo!

El Cuarto Evangelio está ambientado en una comunidad judeocristiana helenística, en conflicto con el judaísmo dominante del último cuarto del siglo I y reservado en cuanto a las otras esferas “del mundo” (el Imperio Romano, la cultura helenística). Sin embargo, asume decididamente su misión “en el mundo”, en el testimonio de fe y caridad a partir de Jesús de Nazaret. (13,35).

4.3 La cosmovisión de Juan

El uso extensivo de símbolos y arquetipos le da al EvJn un alcance universal que trasciende su situación histórica y permite el diálogo con otros contextos. Por ejemplo, cuando Juan reacciona a la expulsión de los cristianos de la sinagoga, su expresión se desliza hacia categorías más amplias: el mundo, las tinieblas. Al mencionar a Judas, “uno de los Doce”, Juan evoca “el jefe de este mundo” (13, 2). Estos episodios son casos particulares de una realidad universal.

El horizonte más amplio del EvJn es “el mundo” (kosmos), la creación, especialmente la humanidad, en sentido neutro, vista como destinataria de la salvación divina (Jn 3,16). Sin embargo, a menudo, “el mundo” o “este mundo” indica la resistencia a la oferta de Dios y el rechazo de su Enviado y su comunidad. Por eso, tanto el Enviado como la comunidad son ajenos a este “mundo”: están en el mundo, pero no son del mundo (17,11.14), no pertenecen a él, no están subordinados a él.

El “mundo” en el sentido hostil se muestra, en términos generales, en el Imperio Romano con su cultura helenística y, más de cerca, en el judaísmo que rechaza a los cristianos. Sin embargo, no se deja identificar sin más con ningún sistema político, económico-social, cultural o religioso. Más bien parece un poder indefinido que, aunque condenado a la impotencia, extiende sus tentáculos por todo el universo, en el espacio y en el tiempo. Es el dominio del oponente de Dios – los demonios, el “jefe de este mundo” (12,31; 14,30; 16,11). El Prólogo ya menciona estos tres ámbitos: el mundo refractario en general (1,10), el pueblo elegido (“los suyos”, 1,12, que en 8,44 son acusados ​​de tener al diablo por padre) y la comunidad que acoge la Palabra (1,14. 16), pero en la que el diablo se insinuará en la persona de Judas (6,70; 13,2).

5 Teología y mística
5.1 La presencia de Dios en el Cristo “exaltado”

El núcleo de la teología joánica es la contemplación de Dios que se manifiesta como palabra y amor en la “carne”, en Jesucristo, a la luz de la Pascua y el don del Espíritu. Más que el evangelio de la encarnación en el sentido histórico, el EvJn es el evangelio de la manifestación de la gloria de Dios en Jesús “exaltado”. Después de la destrucción del Templo en el año 70 d. C., se enfrentaron dos formas de concebir la presencia salvadora de Dios. Para el judaísmo renovado, esta presencia se dio en la Torá (escrita y oral), fuertemente orientada hacia la halaka (órdenes rituales y morales). Para el cristianismo, la presencia de Dios se produjo en la praxis de Jesús de Nazaret, que la comunidad cristiana, experimentando el tiempo final e iluminada por el Espíritu, quiso actualizar en la práctica del amor fraterno (Jn 16, 13-15). Esto distingue la “Via Joánica” no solo del judaísmo, sino también de otros caminos de salvación (cultos al misterio, gnosis, etc.) y, sobre todo, de los caminos del desamor.

El Cuarto Evangelio quiere ser escuchado como testimonio apostólico de que Jesús es el Mesías y el Hijo Unigénito de Dios, para que, en la firmeza de esta fe, el oyente tenga “vida” (20,31). Este testimonio presenta a Jesús como el Enviado del Padre. Poco dice sobre el Reino de Dios, porque, como en Pablo, no es el “Reino”, sino Jesús mismo es el objeto del anuncio.[12] Juan menciona el “Reino” solo donde reproduce la lengua judía (Jn 3, 3, 5; 18, 36). No niega el mesianismo de aquel “de quien hablan la Ley y los Profetas” (1,45), pero sí sugiere correcciones fundamentales (6,14; 12,34).

Juan usa un lenguaje específico, que los forasteros no entienden (de ahí el doble significado, el malentendido, la ironía; → § 1.4). Es un evangelio para quienes buscan caminar en la luz, en la verdad, en contraposición a quienes viven en la mentira y las tinieblas (cf. Jn 12, 36). Sin embargo, no es esotérico como el gnosticismo. Para Juan, la iniciación no consiste en la posesión de la verdad, sino en la conciencia de estar envuelto en la verdad y de tener que dar testimonio de ella (Jn 3,14; 4,22; 1Jn 2,3.5; 3,16.24; 4,13.16; 5,2.20). Esta verdad que ilumina la vida no está al alcance del esfuerzo humano, pero es un don dado a partir de la “exaltación” de Jesús, a través del “Espíritu de la Verdad” (Jn 7,39; 14,17; 15,26).

No solo los rabinos judíos se quedan sin comprender, sino que el lector también es un aprendiz de la fe. El EvJn conduce al lector-oyente, de manera narrativa-dramática, por el camino de la fe. Recuerda los inicios (Jesús en los años 30) para fortalecer la fe del lector en el tiempo de crisis (años 80-100), abriendo la perspectiva para las generaciones venideras (17,20; 20,29), ayudadas por el Paráclito, que en todo momento los guiará “en la plena verdad” (16:13). Por tanto, Juan vuelve a dibujar los hechos y las palabras de Jesús, haciéndolos elocuentes para las generaciones posteriores, que deben creer en el testimonio del amor fraterno (13,35) y recibir la bienaventuranza por creer sin haber sido testigos de la primera hora (20,29). Así, según la estructura del texto (→ § 1.3), se dibuja el siguiente proceso / progreso: la invitación a la novedad del misterio (Jn 1-4), el conflicto, que conduce a la opción de la fe (5-12), en la intimidad de los discípulos fieles  (13-17), contemplando “la exaltación” (18–20).

5.2 Mística y contemplación

Si la mística es una búsqueda de unión con Dios, ella no nos encierra en el intimismo. El EvJn nos introduce en el nuevo Templo que es el Jesús eclesial (2, 22), un espacio de encuentro con Dios para todos (4, 21-24). Allí contemplamos al que revela la presencia de Dios (1,14), como ya anticipó Isaías (Is 6,10; cf. Jn 12,41). El EvJn es místico, porque señala la presencia de Dios en el mundo, pero sin pertenecer al mundo. Los discípulos no son del mundo, pero están en él (17, 14-15). Es en el mundo donde los fieles viven una vida unidos a Jesús, y eso siendo perseguidos y excluidos por el mundo, que amenaza con penetrar incluso en la comunidad cristiana, en forma de desamor, ambición, apostasía, traición. Por eso, la 1ª Carta de Juan se opone violentamente a la “codicia del mundo” (cf. 1Jn 2,16).

La mística joánica se expresa sobre todo en Jn 17, 20-23, en el tema de la unidad de los discípulos con Cristo y el Padre, tema que también se articula con el uso característico del verbo “permanecer” (menein), especialmente en la alegoría de la viña (Jn. 15,1-17) Esta alegoría muestra que el misticismo no acaba en la experiencia de la unión en la fe y el amor, sino que se expresa en la observancia del mandamiento, que es el amor fraterno (15, 9-11.12.16-17), praxis sellada por el don de la propia vida de Jesús. (15,13).

El misticismo, la experiencia de Dios en el misterio, es un factor de libertad, una percepción íntima de la incomparable grandeza de Dios, una fuente de resistencia a la explotación de los poderes mundanos. El EvJn nos hace contemplar la gloria de Dios en el don de la “carne” de Jesús (cf. 1,14). Juan reformula decisivamente la Torá en el nuevo mandamiento del amor fraternal (13, 34-35; 15,12), que no solo excluye el miedo (1Jn 4,18), sino todo lo que no está de acuerdo con Dios, que es “mi Padre y vuestro Padre “(20,17). Así, nos despierta a una acción solidaria integral y toca las raíces de la existencia cristiana. Aquí está la fuerza mística de este evangelio.

La mística de este evangelio no consiste en huir del mundo, sino en abrirse al Espíritu en las circunstancias de la existencia. El EvJn no presenta muchos hechos, ni recetas morales, pero, a la luz de Jesús, Palabra de Dios “en la carne”, muestra las opciones: luz / oscuridad, verdad / mentira, vida / muerte.

5.3 Evangelio “espiritual” y “teo-lógico”

 Clemente de Alejandría llamó al EvJn pneumático (“espiritual”), a diferencia de los otros tres, que serían más somáticos (“corporales”), describiendo la historia exterior de Jesús[13]. Sin embargo, Juan no es un “espiritualista”, ni predica un cristianismo ajeno al mundo histórico y material, sino que interpreta la vida y el mensaje de Jesús a la luz del Espíritu de Dios, que nos hace descubrir significados que son siempre nuevos y actuales. (cf. 16,13).

El Cuarto Evangelio es “teológico”: habla de Dios y lleva a Dios a hablar. Habla de Jesús como Hijo de Dios, o como “Hijo”, sin más, porque Dios es el horizonte omnipresente de aquel cuyos “signos” se narran en el evangelio (20,30; 1,18). En esto, conduce a Dios mismo a hablar, hasta el punto en que Jesús es llamado “el Verbo” de Dios (1,1).

La teología del Cuarto Evangelio es una teología … de Dios: ¡“teo-logía”! No permite que la cuestión de Dios quede relegada a un segundo plano. Sin Dios en su trascendencia e inmanencia, este evangelio no se puede entender: “No vine (hablé / actué) por mí mismo” (cf. 12,50). Jesús vino, habló y actuó porque el Padre, Dios, estaba en él y así se lo ordenó.

El EvJn nos enseña que la práctica de Jesús es la práctica de Dios mismo “en la carne”, en la existencia histórica humana. Jesús no presenta una doctrina sobre Dios ni una prescripción moral. En Jesús se da a conocer Aquel que nadie ha visto jamás, pero que es la máxima referencia de todo lo que somos y hacemos. Por eso podemos creer en Jesús, adherirnos a él, confiar en él de forma radical. En él, nuestro vivir tiene su punto de referencia inquebrantable. Juan no habla de Dios en términos abstractos, conceptuales, sino en lenguaje narrativo: al describir la práctica de Jesucristo, Juan “cuenta” a Dios y su presencia activa entre los hombres (1,18). En Jesús, Dios se convierte en “historia”: esto es lo que significa el término “carne” en Jn 1,14.

Hoy, Dios se ha convertido en un producto de supermercado, pero para leer el EvJn es preciso admitir el Transcendente verdadero y real. Juan nos enseña que tocamos a Dios internamente, en la medida en que lo Ilimitado nos envuelve, como el feto conoce a la madre en el útero. lo que nos proporciona Juan es tocar el Infinito desde dentro, al retratar a Jesús, nuestro hermano, quien, en el momento de la “exaltación”, nos habla de “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios” (20,17). Esto se expresa aún más claramente en 1 Juan 4,12, conocemos al Dios invisible si practicamos, guiados por la palabra de Cristo, aquello que Dios es interiormente: Amor. El amor al prójimo nos hace conocer a Dios por dentro (1Jn 4, 12) y ser iguales a su Hijo (1Jn 3,2).

5.4 La cruz y la gloria

Así como un gráfico debe leerse desde el punto cero, donde se cruzan los ejes horizontal y vertical, así debemos leer nuestra vida desde la cruz de Jesús, que dibuja los ejes para que nuestra vida se inscriba en la dinámica del amor de Dios (vertical) y amor al prójimo (horizontal), unidos inseparablemente (cf. Jn 15,9.12; cf. 1Jn 4,20-21).

Según la visión joánica, la vida de Jesús es el relato de Dios manifestándose en la “carne”, como existencia humana en la historia del mundo. Pero para que este Dios no sea un mero objeto de conocimiento externo, aprendemos a mirar, desde Jesús, en una sola visión, a Dios y a nuestros hermanos, viendo al Dios de Jesucristo en nuestros hermanos. Dios, Jesús y los hermanos se funden en una sola visión.

En su afán por mostrar la acción de Dios en Jesús Nazareno, Juan le presenta con todos los “títulos” de la cristología, pero ninguno es tan significativo y completo como el de “Hijo”, llamado “unigénito” (1, 14, 18; 3,16.18) para distinguirlo de otros amados hijos e hijas de Dios. El mesianismo y la divinidad de Jesús debe entenderse a partir de su amor filial, su “pasión” por hacer lo que el Padre desea y su misión de revelar lo que el Padre le da a conocer. “Yo y el Padre somos uno” (10,30), “Todo el que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (14,9). “El Padre es mayor que yo” (14,28): en estas frases se resume la cristología joánica.

Nuestra búsqueda y nuestras acciones serán guiadas por lo que vemos de Dios en Jesús (14,9). Tal cristocentrismo no es cristomonismo sectario. Tampoco se trata de hacer de Jesús otro Dios, como equivocadamente juzgaron “los judíos” (5,18; 10,33), porque no comprendieron el “misterio del Hijo”. Jesús es uno con Dios como Hijo. La “divinidad” de Jesús se nos manifiesta en su amor y obediencia filiales: “El Padre es mayor [= más importante] que yo” (14,28).

Así, el “cristocentrismo teológico” de Juan no excluye la apertura a quienes buscan a Dios por otros caminos. Lo que importa es la certeza de que el Dios verdadero manifiesta su rostro en Jesús de Nazaret. Así se entienden los signos narrados en el cuarto evangelio. No son “pruebas” de su divinidad, sino signos mediante los cuales Dios manifiesta que está con él (Jn 3, 2) y realiza en él sus obras (14, 11), en la “gloria del amar” (SYMOENS, 1981).

5.5 Escatología, pneumatología, eclesiología

La cristología y la escatología son inseparables, ya que Cristo / Mesías debe inaugurar el tiempo del Fin, el reino de Dios en el mundo, un tiempo de plenitud y paz, shalom. Sin embargo, tales representaciones son insuficientes. Juan inicialmente habla del “reino de Dios” usando el lenguaje del judaísmo (3,3.5; 18.36), pero luego reemplaza este concepto por “vida eterna”, vida recibida y asumida en la opción de la fe ante la palabra y práctica de Jesús. como ejercicio de la voluntad de Dios. Quien cree en Jesús vive lo que está de acuerdo con Dios, aquello que definitivamente es válido: “El que oye mi palabra y cree en el que me envió, tiene vida eterna y no va a juicio, sino que pasó [ tiempo perfecto con efecto en el presente] de la muerte a la vida ”(Jn 5, 24). La vida eterna debe entenderse no como una extensión cuantitativa de esta vida, sino como la vida del nuevo eón que reemplaza el tiempo precario “de este mundo”. Significa el salto cualitativo, en la fe y en el seguimiento de Cristo, ya ahora. La “exaltación”, muerte y resurrección de Jesús, fue la manifestación de esa vida que, en el don de sí misma, supera a la muerte. Por eso llamamos a esta “escatología-ya” “existencia pascual”.

Antes de hablar de la vida eterna, Jesús le enseña a Nicodemo el nacimiento de lo alto, que se refiere a la renovación, mediante la conversión y la enseñanza de Dios, del corazón de los que escuchan a Jesús (cf. Jr 33, 31-33; Ez 36; Is 54,13 etc.). El símbolo de esto es la efusión de agua que representa al Espíritu (Jn 3, 5). Juan el Bautista dice que el Espíritu Santo descendió sobre Jesús y permaneció (1,33), porque es él quien bautiza con el Espíritu Santo. Este don del Espíritu ocurre cuando Jesús, glorificado en la muerte en la cruz (cf. 7,39), regresa al Padre y nos confía el mundo para que podamos hacer “obras mayores” que él (14,12). En este momento de nuestra existencia pascual, Jesús pedirá al Padre que nos envíe el “Espíritu de verdad”, el Paráclito (14,16-17), para que sea nuestra ayuda en la misión en el mundo y nuestro defensor en el proceso con el mundo (16, 7-11), guiándonos en la verdad plena de cada momento histórico (16,13). Resucitado, Jesús da, el día de Pascua, a los discípulos, el don del Espíritu (20,19-23).

5.6 Coordenadas éticas

La enseñanza moral de Juan se resume en el binomio verdad y amor. Ambas realidades prácticas [14] tienen su fuente en Dios y su mediador en Jesús (15,12). Dios es verdadero (cf. 7,26; 8,26) en el sentido de auténtico, totalmente opuesto a la mentira y la falsedad. Él es fiel, su amor es eterno y su palabra es digna de confianza. Esa palabra es Jesús, en quien se encarna la verdad-fidelidad de Dios, junto con el amor y la gracia (1,14). En boca de Jesús, verdad significa: manifestación de la verdad del Padre en él (LA POTTERIE, 1977). Dios es amor (cf. 1 Jn 4,8.16), y es por este amor que su “Hijo unigénito” ama a los que Dios le ha dado, a los que aceptan su palabra, hasta el punto de dar su vida por ellos, como ejemplo para nosotros. En la fidelidad de Jesús hasta el fin, por amor, Dios nos ama y salva al mundo del “príncipe de este mundo” (Jn 3,16). Una mayor explicación de esta ética del amor se encuentra en 1 Jn 3, 11-18; 4,7-16; 5,1-2.

Estas son las coordenadas de la ética cristiana según Juan: veracidad-fidelidad y amor fraterno, fundamentada en Dios y vivida según el amor revelado por Jesús en el gesto parabólico de lavarles los pies, prefigurando su muerte (“como yo hice con vosotros”). Jn 13,15; “como yo os amé”, Jn 13,34-35; 15,12). Juan no ofrece listas de mandamientos, a la manera del Antiguo Testamento, o de virtudes, a la manera de la sabiduría griega. Confía en que los cristianos adultos den a la ética conocida desde su tradición y cultura la forma del amor de Cristo (cf.1 Jn 2, 7-8).

Johan Konings, SJ – FAJE. Texto original en portugués. Enviado: 23/06/2021. Aprobado:  26?09/2021. Publicado: : 24/12/2021.

Referencias

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[1] Usamos como texto crítico la 27ª edición de Nestle-Aland (ver Referencia).

[2] Cf. Proverbios cap. 8, Sirácida cap. 24, Baruc cap. 3-4 y Sabiduría (→§ 2.1)

[3]En las comunidades joánicas, Jesús mismo era el revelador, como aparece en el Apocalipsis (Jesús revela la visión divina sobre la comunidad, Ap 1,1), a la manera de la apocalíptica judía (Henoc etc.).

[4]El estudio más completo es BROWN, 1982.

[5]El “otro discípulo” (que no es Pedro) en 18,15; 20, 2.8 es muy probablemente el Discípulo Amado, quien también aparece con Pedro en21,7.20.23.

[6]El Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 18-19, distingue entre los apóstoles y los autores sagrados.

[7] Resumen del debate em HENGEL, 1989;  THEOBALD, 2010, p. 181-183; BEUTLER, 2015, p. 31-33. Lo mejor es respetar el anonimato (ZUMSTEIN, 2014, p. 86, n. 85).

[8] Sigue abierta la pregunta de si este conflicto con la sinagoga debe remontarse al final del primer siglo, en la época del sínodo rabínico de Jamnia y la inserción, en la oración matutina de los judíos, de la “bendición contra los herejes” (a birkat ha-minim, c. de 85 d.C.), o ya en décadas anteriores. De hecho, poco después de la muerte de Jesús hubo persecuciones dentro del judaísmo (Hch 6–7 y Hch 9) (ver también Mc 13,9-13 par.).

[9] El nombre “Juan”, atribuido al autor, es un nombre frecuente en las familias sacerdotales (cf. también Juan el Bautista, hijo de un sacerdote). De ahí la hipótesis, gratuita, de que el Discípulo Amado era Juan el Anciano mencionado por Papías (cf.2Jn 1 y 3Jo 1), o incluso el Juan de la familia sacerdotal de Anás (Hch 4,6 – ya que Anás recibe prominencia exclusiva en Juan 18,12-24).

[10]Los “griegos” en Jn 7,35; 12,20 pueden ser no judíos, llegados al judaísmo, o judíos helenistas de la diáspora, menos hostiles que los judíos de Jerusalén en el año 30 y del sínodo de Jamnia en los años 80.

[11] Implícitamente, Juan 10,16, con los verbos en el futuro, sugiere una dinámica que va del grupo joánico hacia otros grupos cristianos, realizando, en un sentido nuevo, la reunión escatológica de Israel en la perspectiva del mundo entero. (ZUMSTEIN, 2014, v. I, p. 345).

[12] “De anunciador, él se convirtió en el Anunciado” (BULTMANN, 1968, p. 35).

[13] Cf. EUSEBIO de Cesárea, Historia Eclesiástica, VI, 14,7.

[14]Jn 3,21; 1Jn 1,6: “hacer la verdad” =lo que es verdadero (según la revelación en Cristo).

La salvación en Jesucristo

Índice

Introducción

1 ¿Qué es salvación?

2 La fe cristiana en Jesús Salvador

3 Salvación mediante la Encarnación del Verbo Divino

4 Salvación mediante el ministerio público del Enviado del Padre

5 Salvación mediante la muerte y resurrección del Redentor

5.1 La muerte como ofrenda de sacrificio

5.2 La muerte como expiación por los pecados

5.3 la muerte como pago de rescate del cautiverio

5.4 La muerte como prestación de satisfacción a Dios

6 Salvación mediante la recapitulación de Cristo Cabeza

7 El anuncio de la salvación en Cristo en el contexto actual

Conclusión

Referencias 

Introducción

El contexto actual de secularismo, indiferencia religiosa y pluralismo religioso plantea un desafío apasionante a la fe cristiana. El cristianismo tiene como punto central de su doctrina la fe en Jesucristo como único Salvador de todo el género humano: es el único mediador entre Dios y la humanidad (1Tm 2,5); no hay otro nombre excepto el suyo, en el que todos son salvos (Hch 4,12).

Este artículo presenta los elementos básicos de la fe en la salvación en Jesucristo. Después de presentar el significado de la salvación, especialmente desde la reflexión pastoral y teológica de América Latina, expone los puntos clave de la fe cristiana en Jesús Salvador. Luego, analiza los enfoques tradicionales que caracterizaron la soteriología durante los dos milenios del cristianismo. Finalmente, indica formas de anunciar la salvación en Cristo en el contexto actual, sugiriendo como criterio de verificación pastoral la opción por los pobres.

1 ¿Qué es salvación?

Todo ser humano busca algo más, anhela trascenderse más allá de la rutina diaria, superar lo incompleto y llenar los vacíos que acompañan a la vida. Desde una perspectiva negativa, todo ser humano busca huir de situaciones adversas que obstaculizan su vida. Los pacientes buscan una cura. Los desempleados entregan sus currículos aquí y allá con vistas a su inserción en el mundo laboral. Pobres y miserables trabajan para poner pan en la mesa diaria. Los presos sueñan con la libertad. Las personas violadas en sus derechos básicos buscan la justicia para ver condenados a sus malhechores, para que se restituyan sus derechos, para obtener una indemnización.

En el lenguaje cristiano, el significado de la salvación se puede sintetizar a partir de tres elementos: a) el punto de partida es una situación negativa insoportable, marcada por situaciones opresivas de males físicos y morales, injusticia, enfermedades, inseguridad económica, miedo a la muerte, pecado, con la incapacidad personal para resistirlo y superarlo; b) el punto de llegada es una situación positiva frente a la anterior, confirmada por una vida satisfactoria, de bienestar, integridad física y moral, paz interior y sentido de la justicia, vivida como un don; c) la intervención de un agente externo, Dios Padre, que actúa a través de su Hijo y de su Espíritu Santo, y que hace que el individuo o las personas pasen de una situación negativa a una positiva (BATTAGLIA, 2013, p. 341-342 ).

Estos tres elementos se encuentran en dos párrafos de la Introducción a las Conclusiones de Medellín (1987). El primero y segundo elementos se revelan en la afirmación de que la transformación del pueblo latinoamericano se da a través del paso de situaciones negativas insoportables, inhumanas a situaciones más positivas, de dignidad humana, en las que se consideran los valores humanos y cristianos.

el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, acondiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin, y especialmente, la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres. (MEDELLÍN, Introducción, § 9, 1987, p. 7)

El tercer ítem aparece cuando se profesa que es Dios quien realiza la salvación de los seres humanos, actuando misteriosamente en la conducción de estos pasajes, a través de Jesucristo y su Espíritu Santo, y haciendo que estas conquistas humanas terrenales apunten a la eternidad:

No podemos, en efecto, los cristianos, dejar de presentir la presencia de Dios, que quiere salvar al hombre entero, alma y cuerpo. En el día definitivo de la salvación Dios resucitará también nuestros cuerpos, por cuya redención gemimos ahora, al tenerlas primicias del Espíritu. Dios ha resucitado a Cristo y, por consiguiente, a todos los que creen en El. Cristo, activamente presente en nuestra historia, anticipa su gesto escatológico no sólo en el anhelo impaciente del hombre por su total redención, sino también en aquellas conquistas que, como signos pronosticadores, va logrando el hombre a través de una actividad realizada en el amor (MEDELLÍN, Introducción, § 8, 1987, p. 6-7)

Por tanto, cuando la fe cristiana habla de salvación, no la reduce a un solo aspecto, sino que la comprende en sus más variadas dimensiones, ya que se trata de la salvación del ser humano, en cuerpo y alma, en su totalidad e integridad.  En resumen, se afirma que la salvación es redención del pecado con vistas a la vida eterna y también liberación sociopolítica con vistas a la justicia social en una sociedad democrática en la que la vida terrena se pueda vivir con dignidad. Desde Medellín, la visión de la salvación, tanto desde la teología como desde el Magisterio de la Iglesia latinoamericana, ha superado el dualismo que había prevalecido hasta entonces en los ámbitos eclesiales y abarcó al ser humano en todas sus dimensiones y relaciones: con uno mismo, con el mundo, con los hermanos y con Dios. Para la teología y el Magisterio de la Iglesia latinoamericana, la salvación se da en el proceso histórico de liberación de todo lo que impide la promoción y defensa de la vida. La salvación es, entonces, la realización cada vez más plena del ser humano en su historia personal, comunitaria, social y cósmica, hasta alcanzar la plenitud en la metahistoria, la felicidad eterna.

2 La fe cristiana en Jesús Salvador

Desde sus inicios, la fe cristiana afirma que los deseos más profundos del ser humano, ya sean los referidos a la vida en este mundo o los que apuntan a la vida después de la muerte, tienen su cumplimiento en Jesucristo, reconocido como el único Salvador de toda la humanidad. La soteriología (del griego soteria, salvación), disciplina teológica que estudia el proceso de la salvación humana a través de Jesucristo, considera que, a lo largo del Nuevo Testamento, no hay preocupación por la afirmación del ser de Jesús (que solo ocurrirá con los concilios cristológicos de los siglos IV al VIII), sino que el énfasis siempre se da a la acción salvífica de Jesús.

Es precisamente en el retorno a la acción salvífica de Jesús de Nazaret como la teología actual logrará escapar a las dos tesis problemáticas que obstaculizan el camino reflexivo actual: el exclusivismo y el relativismo (FELLER, 1995, p. 11-15). El exclusivismo descarta la posibilidad de la revelación y la salvación divina fuera del ámbito del cristianismo. Además del riesgo del imperialismo, del fanatismo y la intolerancia, actitudes que no son coherentes con el Evangelio de Cristo, esta tesis resulta insultante en relación con el amor de Dios, que “es mayor que nuestro corazón” (1Jn 3,20) y que sobrepasa todo nuestro conocimiento y pretensión de acapararlo. Tampoco da ninguna explicación de la ineficacia del cristianismo y el evangelio cristiano para la salvación de millones de personas. ¿Habría usado Dios un instrumento históricamente inadecuado para llevar a cabo su voluntad de salvación universal? (SHORTER, 1986, p. 230-234). El relativismo, a su vez, considera que las religiones no son verdaderas ni falsas, porque no hacen declaraciones sobre la realidad, sino que usan metáforas para describir un sentimiento personal o un compromiso. Además de exponer a las religiones al riesgo de banalización y nivelación en la línea de la mediocridad, esta tesis no respeta el diferencial de cada religión. En el caso del cristianismo, no se puede negar que la fe cristiana en la divinidad de Cristo no es puramente subjetiva, poética o metafórica, sino que se basa en la actualidad histórica (SHORTER, 1986, p. 234-237).

El cristianismo está esencialmente ligado a una insuperable particularidad histórica, que exige la necesidad de eliminar la pretensión cristiana de la verdad absoluta, condensada en pronunciados rasgos imperialistas a lo largo de su historia. Pero es en esta particularidad donde la fe cristiana, desde el principio, ve la manifestación de la salvación en su carácter escatológico, que requiere el esfuerzo de superar cualquier acomodación relativista. Para los cristianos, Jesús de Nazaret es una manifestación relativa (porque es histórica) de un sentido absoluto (porque es divino) (SCHILLEBEECKX, 1997, p.179). Es en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret donde los cristianos deben apoyarse para confesar la acción salvífica universal del Cristo de la fe. Citando la reflexión de von Balthasar sobre Jesús como un “universal concreto”, M. Bordoni explica que se trata de una afirmación cristológica que “se basa en la conjunción ontológica entre Dios y el hombre, que es el gran acontecimiento de la historia que ningún pensamiento humano podría imaginar: ‘ Cristo no es un individuo entre los demás, porque es Dios en persona, sin iguales entre los demás, ni es la norma como universal, porque es único ‘”(BORDONI, 1997, p. 77).

En consonancia con la perspectiva calcedoniana de la distinción en la unidad entre lo humano y lo divino, lo histórico y lo eterno, se cree que en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret se manifiesta y se cumple plenamente el único plan salvífico universal de Dios, el cual, a su vez, se expande e impulsa en las religiones y culturas de todos los pueblos. Esta perspectiva es coherente con las reflexiones cristológicas modernas que parten de la historia para llegar al misterio, de lo particular para llegar a lo universal. La teología actual parte de la humanidad de Jesús de Nazaret para afirmar la divinidad y el mesianismo salvador del Cristo de la fe. Así, siguiendo una cristología de abajo hacia arriba, partimos de la particularidad histórica de Jesús de Nazaret y su predilección por los pobres, para percibir y definir en él la revelación de la presencia y acción salvífica de Dios Padre a favor de todo.

En este sentido, se encajan aquí las cuatro trayectorias cristológicas básicas que, según Helmut Koester, se desarrollaron en los años transcurridos entre la muerte de Jesús y la redacción de los textos del Nuevo Testamento. Recordando a Jesús, sus enseñanzas, elecciones, decisiones y enfrentamientos, las primeras comunidades cristianas elaboraron estas trayectorias, todas ellas con contenido soteriológico, es decir, centradas en la acción salvífica de Jesús: a) en una cristología de la parusía, centrada en el futuro, Jesús es el Hijo del hombre y el Señor por venir, el agente divino que pronto volvería en gloria para juzgar al mundo; b) en una cristología de la vida pública, centrada en el presente de la comunidad, Jesús es el hombre divino, aprobado por Dios con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por medio de él entre los seres humanos; c) en una cristología de la sabiduría, interesada en el origen de Cristo, él es el maestro, el enviado de la sabiduría divina o incluso la sabiduría encarnada; d) en una cristología pascual, atenta al fin de la vida de Jesús y al comienzo de la comunidad cristiana, Jesús es el crucificado y el resucitado de entre los muertos (KOESTER, citado por GALVIN, 1997, p. 336-338).

A partir de estas trayectorias cristológicas, previas a la redacción de los textos del Nuevo Testamento, se desarrollarán, en el interior mismo del Nuevo Testamento y, después, a lo largo de la historia cristiana, diversos modelos o explicaciones soteriológicas sobre la forma en que obra la gracia de Cristo en favor de nuestra salvación.  Cabe señalar que estas explicaciones se centran en uno o más aspectos de la existencia de Cristo como salvífico, siendo los principales puntos de referencia la encarnación, la vida pública, la muerte y la resurrección de Cristo, la recapitulación final (GALVIN, 1997, p. 359).  La soteriología pascual, aunque con énfasis en la muerte más que en la resurrección, será predominante. Por su mayor fidelidad al Jesús histórico, mayor poder para construir la Iglesia, mayor aproximación a la realidad del sufrimiento humano, mayor capacidad para ofrecer una estructura vinculante para otros tipos soteriológicos, ella funcionará como factor unificador.

En los siguientes ítems veremos cómo estos enfoques fueron tomando nuevos matices y cómo se desarrollaron a lo largo de la historia de la fe cristiana.

3 Salvación mediante la Encarnación del Verbo Divino

El pensamiento gnóstico-dualista no aceptó la doctrina de la encarnación. Al postular dos principios metafísicos absolutos, uno espiritual y celestial, que era fuente de bien, y el otro material y terrenal, que era una fuente de mal, vieron el mundo creado bajo una luz negativa. Para esta visión negativa de la materia, lo divino, totalmente espiritual, no podría habitar, y mucho menos asumir, el mundo material. En reacción a este dualismo, los Padres de la Iglesia, apoyados en líneas generales en el Evangelio de Juan, afirmaron claramente que la Palabra de Dios realmente se hizo carne en el hombre de Nazaret. La fe en la encarnación es el fundamento de la práctica sacramental, mediante la cual las cosas creadas pueden mediar la presencia de Dios. Para Ireneo de Lyon († 202) está claro que, si el Verbo no se hizo realmente carne, no podría ser crucificado, no podría redimirnos con su sangre, no podría entregarse a nosotros en el sacramento eucarístico de su cuerpo. y sangre. Para Agustín de Hipona († 430) la encarnación es la expresión definitiva del amor de Dios, que se rebaja para entrar en el mundo de manera personal y así conseguirnos la salvación.

Vinculada a la encarnación está la noción de salvación a través de la educación o la iluminación (RYAN, 2020, p. 92-94). Esta noción tuvo su apogeo con los Padres Apostólicos y Apologistas a fines del siglo I y durante todo el siglo II. La Palabra de Dios se encarnó para transmitir la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos. Con sus enseñanzas y ejemplos, él es el maestro por excelencia, vino a sacarnos de la ignorancia, vino a traer luz a los que yacían en las tinieblas del error y el pecado. El cristianismo se ve como una nueva filosofía, una nueva forma de vida. Se trata, por tanto, de seguir sus enseñanzas, de cumplir su palabra, de convertirse en su fiel discípulo, de dejarse formar por este divino pedagogo. Este tema de la obra salvadora como educación o iluminación empezó a perder fuerza con la crítica de Agustín a los pelagianos, que proponían la salvación practicando las enseñanzas e imitando los ejemplos de Cristo. Para Agustín, en línea con san Pablo en su crítica a la confianza en la Ley, se necesitaba algo más transformador, algo que nos liberara del poder del pecado del mundo y así nos predispusiera a vivir según las enseñanzas de Cristo.

También relacionado con la encarnación está el tema de la divinización o deificación (RYAN, 2020, p. 94-97). El Verbo se hizo hombre para que los humanos pudiéramos volvernos divinos. A través de la divinización, que es más que la justificación o el perdón de los pecados, el ser humano comparte la propia vida de Dios, vive en comunión con él, se convierte en hijo por adopción. Es un intercambio maravilloso: Dios se disminuye para compartir la vida humana, con el fin de que podamos compartir la vida divina, que es incorruptible e inmortal. Esta deificación es posible, por tanto, no por un don natural del hombre, sino por la pura gracia divina, conseguida durante un largo proceso de asimilación a Cristo mediante el bautismo y la vivencia de los sacramentos.

La importancia de la soteriología basada en la encarnación de Jesús, con sus subteorías centradas en la educación y la divinización, no disminuye el impacto de la centralidad de la muerte de Jesús como predominante en las explicaciones de la acción salvífica a favor de la humanidad. En su gran explicación de la obra divina de la encarnación, así lo expresa Atanasio de Alejandría († 373), señalando a la muerte salvadora del Señor:

Viendo a todos los hombres sujetos a la muerte, se compadeció de nuestra raza y de nuestra debilidad; condescendió con nuestra corrupción y no soportó que la muerte nos dominara, para que la criatura no pereciera, ni la obra hecha por el Padre en beneficio de los hombres se volviera inútil. Por eso, el Verbo tomó un cuerpo como el nuestro (…) y lo entregó a la muerte, en beneficio de todos, presentándolo al Padre. Actuó así por filantropía. De esta manera, dado que todos en él mueren, la sentencia de corrupción pronunciada contra los hombres será abrogada, después de haber sido plenamente consumada en el cuerpo del Señor (ATANASIO, 2002, p. 134-135).

4 Salvación mediante el ministerio público del Enviado del Padre

Otra forma de presentar la salvación en Jesucristo se centra en su ministerio público, en particular la proclamación del Reino de Dios (RYAN, 2020, p. 55-59). En el discurso programático al inicio de su ministerio (Lc 4,18-19), Jesús se presenta como enviado del Padre, diciendo a lo que ha venido: para llevar la buena nueva a los pobres, liberar a los presos, devolver la vista a los ciegos, proclama el año de la gracia del Señor. A lo largo de su ministerio público, Jesús sana a los enfermos, echa fuera demonios, perdona a los pecadores, satisface el hambre de multitudes, llama a hombres sencillos y rudos a ser sus apóstoles, incluye mujeres en su grupo de seguidores, toma partido por los pobres y excluidos de la religión y sociedad (FELLER, 1995, p. 55-74). En Jesús de Nazaret, Dios se hizo cercano y compañero de los marginados y oprimidos de todo tipo. No vino “para juzgar al mundo, sino para salvarlo” (Jn 12, 47). Los excluidos de la vida religiosa y social eran los favoritos de Jesús, destinatarios del anuncio del Reino, elegidos como sujetos en la construcción del nuevo Pueblo de Dios, camino privilegiado de la revelación de Dios a todos. En la opción de Jesús por los pobres se descubre la voluntad divina para la salvación de todos.

El anuncio del Reino de Dios por Jesús indica que algo no está bien en la historia humana: hay personas en situación de no salvación, hay poderes activos en la obra de la creación divina que se oponen a Dios, hay agentes humanos que, aunque creados por Dios y para Dios, actúan en contra del ser y actuar de Dios. En el anuncio del Reino de Dios, que está intrínsecamente ligado a su persona, Jesús está indicando que Dios viene a salvar. Es cierto que “el mensaje de Jesús se centró en una futura venida de Dios para reinar, un tiempo en el que se manifestaría en toda su trascendente gloria y fuerza para reunir y salvar a su pueblo pecador pero arrepentido de Israel” (MEIER, 1997, p. 91). Pero el Reino de Dios no solo tenía una dimensión futura; ya estaba sucediendo, ya estaba presente en la persona misma, en las palabras y acciones salvadoras de Jesús, que

apunta al poder soberano de Dios, claramente revelado en los exorcismos (y en otras obras salvadoras) que él realiza y que muestran plenamente que el Reino de Dios ya ha llegado, al menos para aquellos que han experimentado la poderosa manifestación de Dios en su propia vida. carne. derrotando al mal (MEIER, 1997, p. 256).

Para mayor claridad, podríamos decir que el Reino de Dios predicado por Jesús es la realización de sueños divinos, transformados en sueños humanos, en tres grandes condiciones que expresan la realidad de la salvación. Tres condiciones, que no son mutuamente excluyentes, no son escalonadas, sino que se exigen mutuamente. Existe una condición mínima, que se manifiesta en el cuidado de la vida física, en la salud y bienestar del cuerpo, en la posesión de los bienes materiales necesarios para la integridad de la existencia: alimentación, hogar, salud, trabajo, seguridad, etc. Gran parte de la obra de Jesús se centró en la solución-salvación de problemas físicos y materiales: curación de enfermedades, multiplicación de los panes, exorcismos. De hecho, sin esta condición mínima, el Reino de Dios no tiene fundamento, no tiene sustentación. ¿Cómo ser feliz sin las condiciones mínimas para una vida digna? Pero esto no es suficiente. La felicidad humana apunta a una expresión más densa de salvación. Hay una condición media, que se manifiesta en el cultivo del espíritu, en el acceso a la educación, en la libertad de circulación y comunicación, en las expresiones artísticas, deportivas, culturales, en la promoción de los derechos humanos, personales y sociales, en la construcción de ciudadanía, en organización democrática, seguridad y paz. Aquí también vemos la predicación y la acción de Jesús: las bienaventuranzas, el mandamiento de amar al prójimo, las parábolas, la acogida y el perdón de los pecadores, la vida de oración. De hecho, ¿de qué sirve comer si no hay tranquilidad y paz, si no hay comunión? Pero la posesión de bienes materiales y espirituales es todavía poco para la felicidad humana. El ser humano tiene en sí mismo el deseo de lo absoluto, de la salvación eterna, un vacío que sólo se llenará en el encuentro definitivo con Dios. Existe, por tanto, una condición máxima y final para la realización del Reino de Dios, que Jesús señaló sin ambigüedades: la resurrección final, la posesión de los bienes eternos, la vida eterna, la feliz convivencia en el cielo.

El Reino de Dios es el mismo Jesús, en su forma de ser y de actuar. Él es el mediador supremo de la felicidad humana, de las salvaciones históricas y la salvación eterna. Es el Reino de Dios entre nosotros (Lc 17,21). En su persona y en su praxis se anunció e inició el Reino, se cumplió la salvación, aunque en forma embrionaria, a favor de los últimos y, a partir de ellos, a favor de todos.

5 Salvación mediante la muerte y resurrección del Redentor

Jesús no murió por casualidad, enfermedad o accidente. Aunque la comunidad cristiana dirá que su cruz se explica por los designios de la presciencia de Dios (Hch 2,23; 4,28), es necesario considerar los factores históricos. Jesús fue condenado a muerte por el anuncio del Reino de Dios, que también implicaba el anuncio de otra imagen de Dios. Ya sea la proclamación del Reino de inclusión e igualdad, de perdón y libertad, o la proclamación de Dios como Padre de ternura, compasión y misericordia, esto molestó a los líderes religiosos.

Desde el inicio de su ministerio público y a lo largo de su misión de anunciar el Reino y denunciar las prácticas idólatras anti-reino propagadas por los líderes religiosos, Jesús fue perseguido. Se hizo cada vez más claro, para Jesús, la percepción de que la realización de la voluntad del Padre tendría que implicar la entrega de su vida. Aunque los evangelios reflejan la interpretación de las comunidades cristianas, hay evidencia sólida de que el Jesús terrenal reveló ser consciente del significado salvador de su muerte (RYAN, 2020, p. 60-64). Esto es lo que se puede ver en la indicación de que no vino para ser servido sino para servir (Mc 10,45), en los anuncios de la pasión (Mc 8,31; 9,31; 10,32-34), en los relatos de la institución de la Eucaristía, en los que manifiesta la confianza de que su muerte servirá para la restauración de Israel y la renovación de la alianza divina (Mt 26,26-30; Mc 14,22-26; Lc 22,14-20), y en la oración en Getsemaní, en la que entrega su vida al que llamó Abba (Mt 26,36-45; Mc 14,32-42; Lc 22,39-46). El mismo Jesús, y no solo la comunidad cristiana, debe haber leído su muerte a la luz de los textos proféticos: el martirio de un judío fiel podía expiar los pecados del pueblo (2Mc 7, 37-38), el suplicio del siervo sufridor ejerce el papel de sufrimiento vicario en el plan de Dios (Is 52,13–53,12). La confesión de fe de los primeros cristianos de que la muerte de Jesús tenía poder salvador (1 Ts 5:10; Rm 4,25; 1Cor 15,3) se basó ciertamente en las actitudes y palabras del mismo Jesús.

5.1 La muerte como ofrenda de sacrificio

Vinculada a la muerte, la idea del sacrificio fue muy útil para que los Santos Padres explicaran cómo se produce la salvación de la humanidad a través de Jesucristo (RYAN, 2020, p. 97-100). Clemente de Roma enseñó que la sangre de Cristo era preciosa para el Padre, ya que fue derramada para la expiación del pecado humano y trajo la gracia del arrepentimiento. Atanasio enseñó que Jesús, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio sin tacha, se entregó a la muerte en lugar de todos los seres humanos, para ajustar cuentas con la muerte y liberarlos de las consecuencias de la primera transgresión. Según Ambrosio, por su propia ofrenda, Jesús redimió la carne humana, que estaba sujeta al pecado. Juan Crisóstomo, en sus homilías sobre la Carta a los Hebreos, se refiere a la muerte de Cristo como un sacrificio de propiciación para comprar el fin de la ira de Dios. De otra manera, Agustín afirma que el sacrificio de Cristo no fue para apaciguar la ira de un Dios furioso, sino una consecuencia de su encarnación, que implicó la manifestación de su plena solidaridad, hasta la muerte de cruz, con la humanidad herida y perdida.

Como sacrificio de Cristo, la comunidad cristiana también se ofrece en sacrificio en la Eucaristía, a través del sumo sacerdote Jesucristo, que se ofreció a Dios en su pasión por nosotros, en forma de siervo, para que pudiéramos participar de su cabeza gloriosa y, así, practicar las buenas obras que son el verdadero sacrificio para ofrecer a Dios.

5.2 La muerte como expiación por los pecados

Como único, verdadero, sumo y eterno sacerdote, Cristo se ofrece a sí mismo como víctima pascual. Así, supera la institución cultual del Antiguo Testamento, ligada al Templo y los sacrificios, indicando que, como la Ley, tampoco el culto salva. El único acto salvífico para asegurar, de una vez por todas (Hb 7,27; 9,12.26.28; 10,10), el perdón de los pecados y la comunión con Dios es la muerte en sacrificio de Jesús, que vino a servir y a dar. su vida por nosotros (Mt 20,28), para derramar su sangre y purificarnos del pecado (1 Jn 1, 7), para rescatarnos a todos del poder del mal (1Tm 2: 6). En lugar de una acción sagrada realizada en el recinto del Templo y con rituales precisos (Lv 1-15) que mediarían el deseo humano de expiación (Hb 9,1-10), el sacrificio de Jesús tiene lugar fuera del Templo y de la ciudad santa, como el asesinato de un malhechor (Hb 13,12). Este es el verdadero culto a Dios, que responde plenamente a los anhelos de expiación, ya que abre el camino al descanso divino y la herencia eterna. El gran ritual de expiación, que tenía como objetivo liberar a Israel de sus pecados y restaurar la alianza del pueblo con Dios (Lv 16), se realiza definitivamente en Jesucristo, quien cargó con el pecado del mundo y lo expió con su propia sangre (Hb 9, 6-14). La práctica sacrificial de animales es reemplazada por la ofrenda de un solo mediador entre Dios y los seres humanos (Hb 9,1-15), el único santuario, el único sacerdote, el único sacrificio realmente agradable a Dios, no el sacrificio simbólico celebrado con ritos religiosos, sino el verdadero sacrificio de toda una vida en favor de los hermanos. Con su muerte en sacrificio en la cruz, Cristo vence todos los ritos y sacrificios del antiguo pacto (Hb 10, 1-10). “Así suprime lo primero para establecer lo segundo” (Hb 10, 9). Por tanto, la ciudad nueva, la Iglesia, el cielo, no necesita santuario, “porque su santuario es el Señor mismo, Dios Todopoderoso y el Cordero” (Ap 21, 22).

De ahí la invitación a los cristianos a superar la negligencia (Hb 2,1), la incredulidad (Hb 3,12-13), la inmadurez espiritual (Hb 5,11-12) y a salir del recinto sagrado (Hb 13,13) para entrar en contacto con el mundo donde se encuentra el Cristo humillado, que no se avergüenza de ser nuestro hermano (Hb 2,11) y sigue cargando su cruz entre los pobres. Así, los fieles alcanzan la salvación asemejándose a Jesús, en la práctica del amor al prójimo, en el amor hasta el final, hasta la entrega de la propia vida.

5.3 La muerte como pago de rescate del cautiverio

Además de la idea de sacrificio, los Santos Padres también utilizaron la noción de rescate para presentar su explicación soteriológica. Utilizando el pasaje de Mc 10,45 (“el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”), algunos Padres de la Iglesia enseñan que, con su muerte y resurrección, Jesús triunfa sobre el mal y rescata a la humanidad que estaba cautiva, bajo el poder del diablo. Gregorio de Niza afirma que la humanidad, con el pecado, se había vendido a Satanás, quien llegó a tener derecho sobre nosotros. Por tanto, por una cuestión de justicia, Dios necesitaba darle al diablo, señor de la humanidad, la oportunidad de pedir lo que quisiese como precio por el rescate de los seres humanos. El diablo pidió lo que era más valioso que la raza humana: la sangre del Nazareno, nacido de una virgen y hacedor de tantos milagros. Pero se engañó porque no había visto a la divinidad escondida dentro de la humanidad del Señor. Al resucitar de entre los muertos, Jesús engaña al diablo y lo vence, y, uniendo a toda la raza humana a su cuerpo, los rescata del cautiverio diabólico. Para Agustín, el diablo adquirió derechos sobre la humanidad a través del pecado de los primeros padres. Por un acto de justicia y no de poder, Dios libera al género humano con la humildad de Cristo en la encarnación, cuando no solo se asemeja a nosotros, sino que, aunque inocente, también asume nuestro sufrimiento. Al matar a un hombre inocente, el diablo perdió sus derechos sobre la humanidad.

Sin embargo, esta idea de rescate no fue asimilada por todos. Gregorio de Nazianzo considera un ultraje espantoso imaginar que la sangre de Cristo fue el pago dado al diablo por la liberación del hombre; De manera diferente, entendió que el Padre aceptó la ofrenda gratuita de Cristo no a petición del diablo, sino porque, en la economía de la salvación, la humanidad debía ser santificada por la humanidad de Dios, para que él pudiera librarnos venciendo el poder del tirano y llevarnos hasta él por la mediación del Hijo.

5.4 La muerte como prestación de satisfacción a Dios

Con Anselmo da Canterbury, tenemos la transición del uso de imágenes o metáforas a la elaboración de una teoría soteriológica de la satisfacción (RYAN, 2020, p. 109-121). Él quiere ofrecer una elucidación racional de los misterios de la fe y responder a los pensadores judíos que encontraron la idea de la encarnación ofensiva para la dignidad e impasibilidad de Dios. De ahí el título de su obra principal: Cur Deus homo? (¿Por qué Dios se hizo hombre?). Su argumento soteriológico se contextualiza en el período feudal, en el que el sometimiento a la voluntad de la autoridad superior era fundamental para el mantenimiento del orden social y, por tanto, en caso de ofensa a la autoridad, se encontraba la satisfacción correspondiente al estatus social del ofendido. Se sitúa en el contexto del sistema penitencial, en el que se prescribían penitencias por pecados específicos con vistas a la satisfacción de la reparación de los pecados. La satisfacción ofrecida por el ofensor a la autoridad y por el pecador a Dios se convirtió en una analogía natural para explicar el sacrificio de Cristo por la redención de la humanidad.

Anselmo presupone la creencia cristiana de que Dios creó a la humanidad para la felicidad eterna, lo que requiere la completa sumisión de la voluntad humana a los planes divinos. Al pecar, todos rechazaron esta sumisión, deshonrando a Dios y, en consecuencia, perturbando el orden del universo. La superación del pecado, por lo tanto, implica la restauración del honor divino y la restauración de la armonía del universo. Para ello hay dos caminos, el castigo divino o el dar satisfacción a Dios. El castigo es una idea inconcebible, ya que contradice el deseo divino de que todos alcancen la bienaventuranza eterna. La provisión de satisfacción por parte del ser humano es imposible, ya que siendo infinita la dignidad de Dios, la ofensa contra él también es infinita y, por tanto, la humanidad es incapaz de cubrir la distancia entre el pecado cometido y el honor ofendido.

Por justicia y por respeto a la libertad y responsabilidad humanas, Dios no puede ignorar la ofensa y, por tanto, la exigencia de satisfacción. Por misericordia, Dios quiere llevar a cabo su plan de tener a todos con él en la felicidad eterna. La salida del impasse se encuentra en la encarnación de Dios. La prestación de la satisfacción será hecha por alguien que es al mismo tiempo perfecto Dios y perfecto hombre. La deuda la paga uno de la raza humana que, siendo Dios, se presenta como una ofrenda correspondiente al status divino de aquel cuyo honor ha sido ofendido. Dado que la muerte es efecto del pecado, el Hijo eterno de Dios no necesitaba morir, sino que deseaba entregarse libremente a la muerte para satisfacer el honor divino; por este acto extremo de libertad personal y obediencia al Padre, su auto-ofrenda tiene un valor infinito, mayor que todo el pecado de la humanidad. Su muerte da la debida satisfacción a Dios y trae consigo la redención de toda la raza humana.

Con ligeros matices de diferencia, Aquino abraza la teoría de la satisfacción, al tiempo que considera que

Sufriendo por amor y obediencia, Cristo ofreció a Dios más de lo que exigía la compensación por todas las ofensas de la humanidad. (…) Por tanto, la pasión de Cristo fue una satisfacción por los pecados humanos no solo suficiente, sino sobreabundante (TOMÁS DE AQUINO, 2002, p. 693)

Estas explicaciones de la salvación a través de la muerte (sacrificio, expiación, rescate, satisfacción) siempre se correlacionan con la resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, su muerte no tendría poder salvador. El primer efecto salvador de la muerte y resurrección del Señor se manifestó en los discípulos. La experiencia pascual del encuentro con Cristo resucitado hizo que los discípulos vivieran también su particular Pascua: de asustados y encerrados en casa, se volvieron valientes y atrevidos al anunciar la resurrección del Señor. Comenzaron a profesar la inauguración, aunque provisional, del Reino de Dios predicado por Jesús. La muerte del maestro fue aceptada por el Padre, que se vengó de los amos y asesinos, liberando a la víctima del poder de la muerte y dándole una nueva forma de vida. Por lo tanto, la resurrección de Jesús revela el significado universal de la persona, el mensaje y la obra salvadora de Jesús.

Como no es posible entender el ministerio público del anuncio del Reino sin el destino de muerte, tampoco es posible separar la muerte de la resurrección. Una interpretación soteriológica de la muerte y resurrección de Jesús surgió muy temprano en la comunidad, como dos eventos que se explican entre sí: en Jesús no hay muerte sin resurrección, no hay resurrección sin muerte. Su muerte se ve no solo como un evento histórico, sino como un evento salvador: murió por nuestros pecados, como parte integrante de la voluntad salvífica de Dios. Su resurrección, en relación con la muerte, se considera intrínseca a la revelación del designio salvífico de Dios.

6 Salvación mediante la recapitulación de Cristo Cabeza

La renovación de la humanidad y del mundo es uno de los conceptos soteriológicos centrales del Nuevo Testamento. Los primeros cristianos estaban convencidos de que en Cristo la humanidad y la historia tenían un nuevo comienzo. En el himno cristológico de la Carta a los Efesios (3, 1-10), Pablo bendice a Dios porque en Cristo se recapitulan todas las cosas. Esta doctrina se basa bíblicamente en la enseñanza paulina del nuevo Adán (Rm 5, 12-21; 1Cor 15, 20-28. 45-49), que supera en gracia y salvación los efectos nocivos del pecado del primer Adán.

Ireneo de Lyon desarrolló especialmente la doctrina de la recapitulación. (RYAN, 2020, p. 90-92). Contra el pensamiento gnóstico, la recapitulación lleva la intención de unir creación y redención: la acción salvífica de Dios en Cristo comienza con la creación, continúa con la redención y se realiza plenamente en la recapitulación. Según Ireneo, cuando el Verbo divino se hizo carne, unió a toda la humanidad, santificó todas las etapas de la vida humana y así inauguró una raza redimida. Como cabeza de la Iglesia y de la humanidad, con su obediencia rompió los lazos que nos ataban a la desobediencia y reorientó todas las cosas hacia él. Ahora, todos los seres humanos, e incluso todas las cosas, están orientadas hacia Cristo, encuentran su sentido en Cristo, han sido recapituladas, encabezadas en Cristo (IRINEU, 1995, p 349-351). Por su obediencia, Cristo devuelve a la humanidad la semejanza divina que se había perdido por la desobediencia, incorporando en sí toda la historia humana. Si la desobediencia del primer Adán fue de alcance universal, la obediencia del nuevo Adán tiene un alcance aún mayor y abarca a todos, convirtiéndose en el punto más alto de la historia humana. Completó todo el camino de la historia, asumiendo la condición humana en todas sus dimensiones, pero sin contaminarla con el pecado (Hb 4, 15). Aunque no había pecado en él (1 Jn 3,5; 1 Pd 2,22), se hizo pecado por nosotros para que fuéramos justificados (2 Cor 5,21). Así, Jesucristo imprime en la humanidad su victoria sobre el mal, el pecado y la muerte.

Esta perspectiva de la salvación por recapitulación, que, teniendo sus orígenes en el Oriente cristiano, transcurrió clandestinamente en la teología y espiritualidad occidental, es retomada en los tiempos modernos por un gran número de teólogos. Fue adoptado en sus líneas generales por Gaudium et Spes, donde obtuvo carácter oficial en un documento conciliar. Se refleja, por ejemplo, en los cuatro capítulos de la parte doctrinal del documento. De hecho, casi como una luz al final del túnel, que ilumina el camino recorrido anteriormente, Cristo, el Hombre Nuevo (GS 22), ilumina la doctrina sobre la dignidad de la persona humana (GS 12-21); el Verbo Encarnado (GS 32) dilucida la doctrina sobre la comunidad humana (GS 23-31); el Cristo que recapitula el cielo nuevo y la tierra nueva (GS 39) explica el significado de la actividad humana en el mundo (GS 33-38); el Cristo, alfa y omega (GS 45), interpreta el papel de la Iglesia en el mundo (GS 40-44). La perspectiva de la recapitulación ve el significado de la encarnación de Cristo no solo en la liberación del mal, sino sobre todo en la perfección del bien que está presente en toda la creación. Incluyendo evidentemente la redención como liberación del mal, la perspectiva de recapitular todo en Cristo es más amplia, más optimista, ofrece un mayor aliento místico para una teología que dialoga con otras iglesias, religiones y culturas, y está atenta a los grandes desafíos de la historia.

7 El anuncio de la salvación en Cristo en el contexto actual 

Al anunciar la salvación en Cristo en el contexto actual de pobreza creciente, de desmantelamiento de la democracia y las políticas públicas, de pluralismo religioso y del uso abusivo de la religión para manipular las conciencias para justificar la violencia, la corrupción, el asesinato de inocentes, es necesario tomar en cuenta el presupuesto básico de la unicidad de Jesús en el contexto de sus relaciones (TAVARES, 2004, p. 515-147), es decir, el regreso al ser humano de Jesús de Nazaret (TORRES QUEIRUGA, 1999, p. 305-310), a la humanidad de Jesús como camino para nuestra realización personal y para la construcción de un mundo nuevo. Esta concreción histórica es, de hecho, alguien situado en el tiempo y el espacio, un hombre de conflictos, con causas y opciones bien definidas, con relaciones diferenciadas con los pobres y los poderosos, con crisis, renuncias y enigmas[1], con prácticas provocativas que lo llevaron a ser condenado a muerte. Sólo desde la humanidad de Jesús tendrá sentido afirmar el “misterio de la gracia” del cristianismo, “el punto esencial donde el cristianismo se diferencia de otras religiones”, porque es en el hombre de Nazaret donde se revela la venida de Dios, donde se cumple “el anhelo presente en todas las religiones de la humanidad”; en él “el hombre (vivens homo) es la epifanía de la gloria de Dios, llamado a vivir en la plenitud de la vida en Dios” (JOÃO PAULO II, 1994, p. 11-12).

A partir del retorno a la humanidad histórica de Jesús se comprende mejor la relación entre la salvación cristiana y la opción por los pobres (FELLER, 2005, p. 56-78). Es necesario asumir la humanidad de Jesús en lo que se reveló de más dramática, hasta el punto de que sea posible afirmar que este hombre es Dios y, por tanto, el salvador de la humanidad. El Dios del judeocristianismo es un Dios que busca al ser humano, que viene al encuentro de cada ser humano y de la humanidad en general. Hasta el punto de convertirse en uno de los nuestros. La fe cristiana confiesa que, para conocerla, el ser humano necesita la ayuda especial de una revelación. No fue con la sabiduría del mundo, con el poder del dinero y el poder del mando que el cristianismo logró llegar a todos los pueblos. Tampoco hoy, no será con la fuerza de la razón, de la ley, del triunfo, que siempre albergan pretensiones de exclusividad, como el cristianismo logrará proponer la salvación de Cristo a los pobres, a los miembros de otras religiones, a la sociedad secular. Pero, sí, desde la pequeñez, la pobreza y el martirio. Estas actitudes nos recuerdan que “el servicio de la misión es la alegría de una Iglesia que anuncia al ser humano de hoy que es hijo de Dios en Cristo, comprometido con la liberación de todo hombre y de todos los hombres”. (MARADIAGA, 2004, p. 57).

La teología de la liberación, inspirada en la historia centenaria de la caridad cristiana, en las acciones pastorales de las comunidades eclesiales de base y en las enseñanzas del episcopado latinoamericano, centró su reflexión en la opción por los pobres. Así, sistematizó el mensaje del cristianismo en torno al lugar central que ocupan los pobres, preferidos del mensaje y la práctica de Jesús de Nazaret. El mensaje de salvación en Jesucristo también se comprende a través de la opción por los pobres. La centralidad de los pobres como destinatarios y, a partir de entonces, también sujetos del Reino de Dios, se convierte en clave para comprender la amplitud de ese mismo Reino, en pro de la inclusión, en él, de personas de todos los pueblos, culturas y culturas. religiones (AQUINO JÚNIOR, 2004, p. 515-554). Para comprender esta centralidad, vale la pena citar al exégeta alemán J. Jeremías:

Al constatar que Jesús proclamó el amanecer de la consumación del mundo, aún no hemos descrito completamente su predicación de la basilea. Al contrario, todavía no hemos mencionado el rasgo esencial (…) el ofrecimiento de salvación que Jesús hace a los pobres (…). El Reino pertenece únicamente a los pobres. (JEREMIAS apud SOBRINO, 1994, p. 124)

Los pobres son, de hecho, los primeros y únicos destinatarios del mensaje de Jesús, ungido por el Espíritu “para anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4,18). Una señal de que Jesús es el Mesías es: “a los pobres se anuncia la Buena Nueva (Lc 7,22; Mt 11,5). La primera bienaventuranza de Jesús es: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20).

Desde esta centralidad de los pobres para la comprensión y práctica del Reino de Dios, es necesario comprender la parcialidad del propio Reino de Dios (SOBRINO, 1994, p. 128-131). Como realidad escatológica, el plan salvífico de Dios para la humanidad y toda la creación, el Reino es universal, abierto a todas las personas y todos los pueblos. Revelado al pueblo judío, el Reino se abrió entonces a todas las naciones, a toda criatura (Mc 16,15). Esta apertura tuvo lugar, sin embargo, a través de la mediación de los pobres. No fueron los líderes religiosos y políticos los que aceptaron y propagaron el movimiento de Jesús. Por el contrario, si hubiera sido por ellos, el Reino de Dios habría sido sofocado como su predicador fue rechazado y asesinado. Si el Reino de Dios ha continuado en la historia, su apertura a los pueblos, con posibilidad de inserción en todas las culturas y diálogo con todas las religiones, se debe, en términos de acción humana, a los pobres de Israel. De la parcialidad a favor de los pobres, el Reino se abrió a todos los pueblos (AQUINO JÚNIOR, 2004, p. 518; FRAIJO, 2002).

Esta totalidad, por tanto, no se entenderá propiamente fuera de la parcialidad de los pobres, porque en ellos, como en el siervo sufriente Jesús de Nazaret, Dios sigue revelándose a nosotros.

En estos pobres aparece el rostro de Dios, la divinidad escarnecida. Que los seres humanos podamos ver algo de Dios en ellos no es programable, pero sucede. Algunos solo parecen expresar el no tener figura humana, no atesorar su condición divina, que les viene con la creación. Estos pobres, como el Hijo amado, hacen a Dios presente, silencioso y oculto, pero en última instancia Dios. (SOBRINO, 2000, p. 290)

 Ya en el Antiguo Testamento, Yahvé se había revelado como el Dios de un pueblo oprimido. Esta parcialidad no solo no se niega, sino que se corrobora en el Nuevo Testamento. Encontramos en la Escritura una serie de preferencias de Dios, que revela su parcialidad a favor de unos, precisamente al revelar su oposición a otros.

Esta parcialidad es una mediación esencial de su propia revelación. Dios no se revela, primero, como él es, y luego se muestra parcial hacia los oprimidos. Es más bien en y a través de su parcialidad hacia los oprimidos como Dios revela su propia realidad. (SOBRINO, 1994, p. 129)

Dios revela su ser, quién es y cómo es, a través de sus acciones. Si su acción se centra en la liberación de los pobres, entonces hay que concluir que el ser de Dios está marcado por la sencillez y la pobreza. Si “Dios es Amor” (1 Jn 4,16), en su comunión de amor no hay lugar para el orgullo y la arrogancia.

Vivida en Dios, la historia humana se convierte en un solo camino, un solo devenir humano, asumido irreversiblemente por Cristo, cuya obra salvífica comienza a abarcar todas las dimensiones de la existencia humana, pero siempre desde las situaciones en las que la vida es más frágil. Por eso,

las mediaciones históricas y políticas actuales, valoradas por sí mismas, cambian la experiencia y la reflexión sobre el misterio oculto todo el tiempo y ahora revelado, sobre el amor del Padre y la fraternidad humana, sobre la salvación que obra en el tiempo y da su unidad profunda a la historia humana (GUTIERREZ, 1981, p. 96)

Dios mismo, que se revela en la historia de los pobres de Nazaret en particular y de los pobres en general, quiere que los acontecimientos de la historia sean signos de su presencia salvífica y mediaciones para el encuentro con él.

Esta elección del mismo Dios nos hace ver que es abajo donde no solo están los deseos de libertad, sino también las prácticas de liberación, vividas en la comunión y en el diálogo entre las personas y los pueblos.

La comunión con los demás, esta igualdad que Cristo quiere que vivamos, se descubre por la carne y no por el espíritu. Es a través de la carne como Cristo es nuestro hermano, nuestro consanguíneo, igual a nosotros. Y esta fraternidad, la podemos descubrir en el nivel más bajo, en el nivel ínfimo. Mientras haya alguien más abajo que nosotros, mientras haya una cuota de “profundidad” que no hayamos alcanzado, esto significa que no realizamos toda la fraternidad. (PAOLI, 1983, p. 16)

En el esfuerzo por proclamar la salvación universal en Jesucristo, no se puede menospreciar la memoria y la práctica de la fe de los pobres que, incluso en su pobreza y debilidad, subvierten el orden del mundo para crear un nuevo orden cultural y religioso (GUTIERREZ , 1981, p. 78-85; 133-139; 245-313; SCANNONE, 1976, p. 217-252), para soñar con la globalización de la solidaridad, para garantizar en el horizonte de la historia que otro mundo es posible. En el mismo espíritu de seguimiento de Jesús y de la opción por los pobres, como criterios básicos para verificar la salvación universal y eterna, se entiende el decálogo, también propuesto por el CELAM (2003, p. 213-229), para vivir en este mundo globalizado. la experiencia de la acción salvífica de Dios en nuestra historia: descubrir un ethos común, una fuerza que une moralmente a personas y grupos, en medio del relativismo ético o de la ausencia total de la ética; apostar por la caridad, expresada en una opción real por los pobres frente a la exclusión; reconstruir el tejido social, a partir de la importancia de la familia y la comunidad política; promover una cultura de acogida, hospitalidad y gratuidad; dialogar con las ciencias, culturas y religiones, buscando y valorando un horizonte de crecimiento mutuo; democratizar la comunicación, especialmente en lo que respecta al intercambio de sentido; fortalecer la globalización desde abajo, destacando y ofreciendo alternativas para promover y defender la vida de los excluidos; acompañar las iniciativas de integración entre los países pobres, con miras a un destino mundial común; replanificar la educación, como apuesta por las nuevas generaciones; promover un nuevo modelo de desarrollo social y ecológicamente sostenible. En todo esto se expresan salvaciones históricas que son, a su vez, signos de salvación escatológica.

Conclusión

El ser humano nunca está contento con lo que es o con lo que tiene. Siempre busca algo más. Quiere deshacerse de situaciones insoportables, luchar por una vida más confortable. Desde Medellín, la teología latinoamericana ha entendido que la salvación cristiana engloba todos estos sueños humanos y apunta a su plena realización en la eternidad. Dios está activamente presente en la historia y hace que las luchas humanas por la liberación social, política y económica tengan significado teológico. La salvación eterna pasa por liberaciones históricas, aunque no se reduzca a ellas.

Desde el comienzo del cristianismo, como puede verse en los escritos del Nuevo Testamento, Jesús es designado como el salvador de la humanidad. La salvación en Jesucristo constituye el núcleo de la fe cristiana. Ya en el Nuevo Testamento y, a partir de entonces, en las teologías de estos veinte siglos, aparecieron varias imágenes soteriológicas que intentaban explicar cómo se produce la salvación de la humanidad en Cristo. Con un enfoque en la encarnación del Verbo eterno, se apunta a la educación o iluminación de sus fieles y a su divinización. El ministerio público de Jesús y su anuncio del Reino, aunque poco reflejado en estos dos milenios, ha sido pensado en los últimos tiempos como un lugar explícito de la obra salvífica de Jesús. La muerte redentora, vista como sacrificio, rescate, satisfacción, ganó tanto énfasis en la explicación de la acción salvífica de Cristo que, aunque siempre fue recordada, en realidad permaneció en la sombra, como ligada a la muerte, sirviendo como su sentido último. La recapitulación, que tuvo un gran impacto en los dos primeros milenios, vuelve a estar presente en la teología actual, ganando terreno en la teología del Concilio Vaticano II.

La teología latinoamericana, con su centralidad en la opción por los pobres, anuncia que la salvación universal y eterna tiene como punto de partida la concreción histórica de Jesús de Nazaret, en sus palabras y acciones liberadoras a favor de las multitudes marginadas. A partir de la parcialidad de los pobres, la salvación llega a todos los pueblos. Desde la historicidad de los gestos liberadores de Jesús, de la Iglesia y de los pobres, se apunta a la salvación eterna.

Vitor Galdino Feller. ITESC/FACASC. Texto original en protugués. Recibido:  22/05/2021. Aprobado:  30/10/2021. Publicado: 24/12/2021.

Referencias

 

AQUINO JÚNIOR, F. Diálogo inter-religioso a partir dos pobres – Por uma teologia da libertação das religiões. Revista Eclesiástica Brasileira,Petrópolis, v. 63, n. 252, p. 515-554, 2004.

ATANÁSIO. A encarnação do Verbo. In: ATANÁSIO. Contra os pagãos. A encarnação do Verbo. Apologia do imperador Constâncio. Apologia de sua fuga. Vida e conduta de S. Antão. São Paulo: Paulus, 2002. Coleção Patrística 18.

BATTAGLIA, V. Gesù Cristo luce del mondo. Manuale di cristologia. Roma: Antonianum, 2013.

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[1] Al preguntarse sobre “¿qué es un falso dios, sino aquel que nos remite a nuestras ideas míticas todopoderosas y portentosas, totalmente transparentes?”, A. Gesché se refiere a Cristo como aquel que “no quiso vaciar sus propios enigmas”. “Gritó en una cruz […] el enigma de un abandono; descendió a un infierno, el infierno de su muerte, y sólo porque entró allí, porque no rechazó el enigma, es por lo que él resucitó y recibió respuesta […]; renunció a la magia de la omnipotencia y el […] milagro […] Él venció porque vivió hasta el final una cierta agonía del sentido y de la evidencia […]. Nos enseña que el enigma salva, construye, puede ser saludable […] Todos tenemos lutos que trabajar y que no podemos evitar”.(GESCHÉ, A. Deus para pensar 2 – O ser humano, p. 20-21)

Cartas a los Tesalonicenses

Índice

1 Pablo y los tesalonicenses

1.1 Ciudad de Tesalónica

1.2 Comunidad cristiana

2 Estructura de las dos cartas

2.1 Propuesta literario-epistolar

2.2 Propuesta retórica

3 Teología

3.1 Líneas teológicas principales

3.2 Líneas teológicas menores

4 Contenidos

4.1 Primera carta a los tesalonicenses

4.2 Segunda carta a los Tesalonicenses

5 Referencias

1 Pablo y los tesalonicences
1.1 Ciudad de Tesalónica

Tesalónica era la capital de la provincia romana de Macedonia. Su nombre fue un homenaje a la esposa del general Casandro, quien, en el 315 a.C., trasladó varias aldeas y las estableció junto a una antigua terma, ubicada al fondo del golfo Termaico.

En el 168 a. C., Tesalónica, ya bajo el dominio del Imperio Romano, acogió la construcción de la importante Via Egnatia, convirtiéndose en un lugar indispensable para la logística militar y comercial entre Roma y Oriente.

A mediados de siglo. I d.C., Pablo encontró en la ciudad un ambiente de prosperidad comercial, cultural y política, con una población heterogénea y sincretista, que aprovechaba la pax e securitas que brindaba el Imperio Romano.

1.2 Comunidad cristiana

El grupo cristiano de Tesalónica era joven y pequeño. Alrededor del 49/50 d.C., Pablo y sus compañeros llegaron a la ciudad (Hch 17, 1-10) y fundaron una pequeña comunidad, pero después de algunos problemas con los judíos que residían allí, los misioneros abandonaron la ciudad y fueron a Atenas y Corinto (Hch 17,10-15; 1 Ts 2,17; 3.1).

Entonces, Timoteo regresó a la comunidad (1 Ts 3,2) y se dio cuenta de que la rápida evangelización no había sido perfecta y los miembros de la comunidad mostraban dudas e inquietudes. En un intento por responder tales preguntas y animar a los cristianos, entre los años 49-51 d.C., Pablo escribe, en Corinto, la Primera carta a los Tesalonicenses, considerando la imposibilidad de regresar a la comunidad (1 Ts 2,18) y la necesidad de completar lo que faltaba en la fe de los tesalonicenses (1 Ts 3,10). Esta es la carta más antigua escrita por el apóstol.

Unos años más tarde, se escribió la Segunda Carta a los Tesalonicenses, que la mayoría de los estudiosos consideran deuteropaulina. El texto es muy similar al primero, ya que refuerza los principales conceptos teológicos propuestos en un intento por dilucidar las mismas cuestiones escatológicas.

2 Estructura de las dos cartas
2.1 Propuesta literario-epistolar

Las dos cartas se dividen tradicionalmente en dos partes, según un modelo literario-epistolar que privilegia la estructura básica de una carta: el praescriptum, el extenso cuerpo de la carta con el amplio desarrollo del contenido y el postscriptum. Aquí está la propuesta estructural siguiendo el modelo literario-epistolar.

Primera carta a los tesalonicenses
Primera parte
1,1 Praescriptum – destinatarios y saludo inicial
1,2–3,10 Agradecimientos y recuerdo del paso por Tesalónica
3,11-13 Oración conclusiva
Segunda parte
4,1-12 Instrucción sobre la santidad y el amor
4,13–5,11 Instrucción escatológica
5,12-22 Exhortación pastoral
5,23-24 Oración conclusiva
5,25-28 Postscriptum – Saludo final
 
Segunda carta a los Tesalonicenses
Primera parte
1,1-2 Praescriptum – destinatarios y saludo inicial
1,3-12 Exhortación a la confianza
2,1-12 Instrucción escatológica
2,13-15 Exhortación a la perseverancia
2,16-17 Oración conclusiva
Segunda parte
3,1-5 Oración inicial
3,6-15 Otras exhortaciones
3,16-18 Postscriptum – Saludo final
2.2 Propuesta retórica

Además de la perspectiva literario-epistolar, algunos autores presentan el contenido según las cinco etapas del análisis retórico: inventio (inventario), dispositio (ordenamiento), elocutio (expresión), actio (acción) y memoria (memoria).

Tal propuesta enriquece el planteamiento de ambos escritos, sin embargo fuerza dentro de un esquema rígido lo que, en principio, eran cartas que privilegiaban la comunicación entre el autor y sus destinatarios y no discursos que buscasen convencer al público. La perspectiva retórica es esencial en la comprensión global del texto, sin embargo debe integrarse con la literario-epistolar.

3 Teología

La Primera Carta a los Tesalonicenses es el texto más antiguo de Pablo, por lo que su teología aún se encuentra en una fase inicial. La carta no tiene planteamientos doctrinales comparables a los de las grandes cartas, como la justificación por la fe (Rm), la diversidad de carismas (1Cor) o la libertad cristiana (Gl). Pablo trata superficialmente temas que se desarrollarán más adelante y tiene la escatología como su enfoque principal. El contenido de la Segunda carta a los Tesalonicenses es similar al de la primera, por lo que ambas cartas se consideran la principal fuente paulina de temas escatológicos como la muerte, la resurrección y la Parusía.

3.1 Líneas teológicas principales

Ambas cartas dedican gran atención a la teología escatológica. La esperanza cristiana era una de las dudas que llevó a Pablo a escribir a la comunidad. La escatología está directamente relacionada con la Parusía, ya que la posible venida del Señor pronto provocó preocupación y, al mismo tiempo, una crisis de esperanza en la joven comunidad.

Pablo también destaca la teología de la elección. Las secciones escatológicas de la primera carta (4, 13-18; 5, 11-11) usan una fuerte terminología apocalíptica que no pretende la literal descripción de los acontecimientos al final de los tiempos, sino que busca reforzar la conciencia comunitaria de que ellos están preparados para tales acontecimientos, ya que fueron elegidos por Dios. En definitiva, la teología de la elección señala que los miembros de la comunidad fueron elegidos por Dios antes de la llegada de los evangelizadores, porque la elección es un acto de amor que elige personas para la santidad.

La segunda carta retoma la Parusía presentada en la primera, sin embargo enriquece la exposición escatológica con la indicación del juicio de opresores y oprimidos (1,6-10), la mención de la futura apostasía (2,3), la cita del Anticristo que se revelará (2,3-4) y la manifestación del misterio de iniquidad (2,7-10) .

3.2 Líneas teológicas menores

El praescriptum de las cartas presenta al grupo de misioneros como apóstoles (1 Ts 1,1; 2 Ts 1,1-2) que realizan una actividad colegiada, aunque el sujeto y la voz verbal en primera del singular se utilizan en otras partes de los escritos (1 Ts 2,18 ; 3,5; 5,27).

Las cartas también presentan un recordatorio constante de los lazos de amistad que existían entre los remitentes y los destinatarios; expresan un marcado acento eclesial, ya que a los tesalonicenses se les llama “Iglesia” y son elegidos para estar unidos; así como, relatan una primitiva profesión de fe  (1 Ts 1,9-10; 4,14) y contienen las virtudes teologales (1 Ts 1,3; 5,8) que conducen a específicas actitudes  de comportamiento como la necesidad del trabajo (2 Ts 3, 6-12) y la corrección fraterna (2Ts 3,13-15).

4 Contenido
4.1 Primera carta a los tesalonicenses

La primera parte del texto tiene un praescriptum justo al principio (1,1), algo que caracterizaba las correspondencias antiguas al presentar el nombre de los remitentes, los destinatarios y un breve saludo inicial. Después, el autor inicia algo que también caracterizará sus sucesivas cartas: el agradecimiento (1,2-3) por todo lo sucedido en la rápida evangelización, cuyos elementos principales fueron las dificultades con los judíos, el deseo de una nueva visita, la visita. hecha por Timoteo y la buena noticia traída por él (1,4–3,10). La primera parte concluye con una oración (3,11-13).

La segunda parte deja a un lado los recuerdos y presenta una serie de exposiciones que tenían como objetivo resolver las dudas de la comunidad. La instrucción sobre la santidad y el amor (4,1-12) es una invitación a vivir con responsabilidad para seguir progresando en la fe, a pesar del sincretismo y la inmoralidad que permean la ciudad; El amor fraterno se ve como fundamental en esta propuesta de vivir la moral cristiana, ya que es una ayuda recíproca para vivir la elección a la santidad. La instrucción escatológica (4,13-5,11) se divide en dos partes, que son los textos más comentados y estudiados de toda la carta. En primer lugar, la Parusía (4,13-18) consistía en la visita oficial de un importante personaje que llegaba en procesión a una ciudad; Pablo usa el término y lo presenta como la visita de Cristo al final de los tiempos para resucitar a los muertos y arrebatar a los vivos, ya que el conocido ritual de la Parusía imperial hace que sea fácil de entender que, al final de los tiempos, todos irán al encuentro del Señor. En segundo lugar, el Día del Señor (5,1-11) contrapone el grupo de cristianos que se preparan para el fin de los tiempos con los demás, que viven el presente con exageraciones y sin pretensiones escatológicas, para los que no sería necesario hacer cálculos sobre cuando ocurrirá el fin de los tiempos, sino vivir bien el presente, sin preocuparse por el retraso de Parusía. La exhortación pastoral final (5,12-22) es una antología de consejos para mejorar la relación entre los miembros de la comunidad y sus líderes; el amor y el respeto sirven para superar los problemas de relación y colaborar en la organización de la joven comunidad. Una oración concluye la segunda parte. (5,23-24).

El postscriptum (5,25-28), finalmente, cierra la carta y recomienda que sea leída por todos. Este simple recordatorio hace que la comunidad lo preserve y, sucesivamente, lo pase también a otras comunidades. Este hecho hace que la carta sea conservada y, posteriormente, integre el canon del Nuevo Testamento, pues era conocida por las principales comunidades cristianas primitivas.

4.2 Segunda carta a los Tesalonicenses

La primera parte de la carta se inaugura con la repetición del praescriptum similar al de la primera carta (1,1-2). Luego, los autores hacen un agradecimiento, incluso ante la persecución sufrida, dejando de lado la típica entonación personal de la primera carta y preparando la interesante presentación apocalíptica del juicio escatológico de opresores y oprimidos (1,3-12). La instrucción escatológica (2,1-12) menciona la decisiva manifestación de Cristo contra el adversario con la petición de evitar el alarmismo inútil de quienes están inquietos y decidieron esperar el fin de los tiempos dejando a un lado sus tareas. En este sentido, la exhortación a la perseverancia (2,13-15) valora el presente y quita la excesiva atención al futuro. La primera parte concluye con una oración (2, 16-17).

La segunda parte incluye elementos que podrían provenir de otras fuentes, ya que repiten resumidamente lo ya fue mencionado en la propia carta: una nueva oración (3,1-5), una exhortación al trabajo (3,6-12) y una exhortación a corrección fraterna (3,13-15). El postscriptum (3,16-18) cierra la carta con los deseos de paz, reconciliación y buenas relaciones comunitarias.

Diones Rafael Paganotto, oad . Texto original en portugués. Somisión: 02/02/2021. Aprobación: 10/02/2021. Publicación: 24/12/2021.

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Carta a los Gálatas

Índice

Introducción

1 Formas literarias

2 Estructura

3 Aspectos teológicos destacados

4 Contenido

4.1 Encabezado: Ga 1,1-10

4.2 Cuerpo de la Carta

4.2.1 Parte I: Ga 1,11–2,21

4.2.2 Parte II: Ga 3,1–4,31

4.2.3 Parte III: Ga 5,1–6,10

4.3 Conclusión: Ga 6,11-18

Referencias

Introducción

La Carta a los Gálatas es considerada auténtica de Pablo, también llamada protopaulina. Su objetivo es superar la crisis provocada por los cristianos [1] provenientes del judaísmo, los llamados judaizantes (Ga 1,7,9; 4,17; 5,7,8-10,12; 6,12,13), al exigir que quienes se adhirieron a Jesucristo, sin pertenecer a la cultura y religión judía, se sometieran a la circuncisión y practicasen los mandamientos que determinan la identidad judía (Ga 3,2; 4,10,21; 5,3-4). Además, afirmaban que Pablo no anunció el verdadero Evangelio a los gentiles. Aunque no se identifican específicamente en la Carta a los Gálatas, los judaizantes probablemente eran cristianos procedentes de Jerusalén. La Carta a los Gálatas, por tanto, está fuertemente marcada por su carácter controvertido.

Hay dos propuestas para fechar esta carta, así como el lugar de su redacción. El primero sería entre los años 56-57 d.C., en Macedonia. La segunda hipótesis afirma que esta carta fue escrita en Éfeso, a mediados de los años 50 d.C. (entre 54-57). La segunda propuesta parece ser la más plausible, considerando los estudios actuales y la revisión de la datación de las otras cartas de Pablo.

Otro problema surge en cuanto a la identificación de los destinatarios de esta carta, dada la indicación genérica del encabezado (“Iglesias de Galacia”) y porque identificamos dos áreas geográficas con el mismo nombre: la Región de Galacia, denominada región Norte (Galacia Norte), y la provincia romana de Galacia, que abarcaba la región del sur de Asia Menor (Galacia Meridional). La opción por la Región, y no por la Provincia, es la más plausible, ya que se sabe que Pablo no suele mencionar los nombres oficiales de las provincias romanas en sus cartas, sino los de las regiones (Ga 1,17.21; 4.25; 1Ts 2,14; Rm 15,24).

Galacia estaba formada por una población de origen celta, que en el siglo III a.C. emigró al centro-norte de Asia Menor, y corresponde a la región central de la actual Turquía. Durante el período de dominación griega, no hubo resistencia de los gálatas mientras tenía lugar la helenización de la región. Más tarde, dadas las ventajas de los romanos, los gálatas los apoyaron, siendo recompensados ​​con la expansión de su territorio, por parte de Pompeyo y Augusto, y en el 25 a. C. se convirtió en una Provincia Romana (SCHNELLE, 2010, p. 331-335).

Pablo nos informa que su estadía en la región de Galacia se debió a una enfermedad (Ga 4, 13-14). Durante este período se fundó la comunidad, en su mayor parte formada por personas de origen pagano (Ga 4,8; 5,2s; 6,12s), de cultura greco-helenística.

Entrelazando datos autobiográficos y doctrinales, Pablo reafirma que los gentiles no necesitan ser circuncidados ni obedecer los mandamientos exigidos por los judaizantes, es decir, nadie necesita ser prosélito del judaísmo para luego convertirse en seguidor de Cristo con el bautismo, y prueba que la redención proviene de la fe en Cristo Jesús y no de la práctica de la ley. De este modo, defiende la vigencia de su Evangelio y aborda uno de los temas principales de su “teología”, la justificación por la fe en Cristo crucificado y resucitado, ya mencionado en la Carta a los Filipenses, pero no profundizado.

Al encontrarse en la fase final de la acción misionera de Pablo, Gálatas refleja toda la experiencia y madurez teológica de este incansable apóstol y misionero de Jesucristo, y nos ofrece mucha información sobre el cristianismo primitivo (Ga 2,1-14).

1 Formas literarias

Inicialmente, podemos decir que Gálatas pertenece al género epistolar, con una finalidad apostólica, es decir, hace llegar el discurso de Pablo dirigido a los Gálatas, en un determinado momento de crisis en la comunidad. Además de esta forma literaria general, algunos comentaristas, al resaltar sus aspectos retóricos, proponen otras clasificaciones, como: “reprensión-solicitud”, “retórica forense”, “retórica deliberativa” o la mezcla entre retórica “forense” (Ga 1,6– 4,11) y “deliberativa” (Ga 4,12–6,10).

2 Estructura

También hay varias propuestas de subdivisión del texto, pero asumiremos una, por privilegiar la estructura básica de una carta y el contenido (VANHOYE, 2000, p. 26-27; PITTA, 2019, p.162). En este caso, está el encabezado, que contiene el remitente, el destinatario, el saludo y la indicación del problema a tratar (Gal 1,1-10); el cuerpo de la carta (1,11–6,10), en el que se desarrolla el contenido, y el saludo final (6,11-18).

El cuerpo de la carta se divide en tres partes: a) datos autobiográficos y defensa de la justificación por la fe en Cristo, y no por la observancia de las obras de la ley (1,13-2,21); b) seis argumentos que prueban la justificación por la fe, extraídos de la experiencia de la comunidad y de las Escrituras, particularmente de Abraham (3,1–4,31); y c) la parte exhortativa, advirtiendo a los gálatas que mantengan su libertad en Cristo y que anden según el Espíritu (5,1–6,10). Concluye con algunos comentarios personales y una breve bendición (Ga 6,11-18), según el esquema que sigue:

Introducción

1,1-10

Encabezado y la indicación de la problemática

     Cuerpo

De la

Carta

1,11–2,21

I PARTE

Tesis principal de la carta (1,11-12)

Datos autobiográficos y defensa de la justificación por la fe (1,13–2,21)

3,1–4,31

II PARTE

Parte doctrinaria: seis argumentos que comprueban la justificación por la fe y no por la observancia de las obras de la ley

5,1– 6,10

III PARTE

Parte exhortativa: libertad y vida según el Espíritu

Conclusión

6,11-18

Firma, comentarios finales y bendición

 3 Aspectos teológicos destacados

Uno de los ejes teológicos centrales de Gálatas es la justificación por la fe y no por las obras de la ley. Para el apóstol, la ley se da para llevar al pueblo elegido a la plenitud de la revelación, lo que ocurre con la venida de Cristo. De esta manera, la promesa dada a Abraham (Gal 3,6-9), por haber creído, se cumple en Jesús (Ga 4,1-5), de manera particular, al conceder la redención a toda la humanidad (Ga 2, 16,17,21; 3,8,11,21,24; 5,4,5). Otro elemento importante es la fe como adhesión a la iniciativa salvífica del Padre, mediada por la obediencia del Hijo (Ga 2, 19-20) y la acción del Espíritu (Ga 4,6-7).

Pablo, para hablar del alegre anuncio salvífico centrado en el misterio de la vida de Cristo, especialmente el misterio pascual, utiliza el término Evangelio (Ga 1,11-12). El cristiano, acogiendo el Evangelio y adhiriéndose a él, participa gratuitamente, mediante el bautismo, en la filiación divina (Ga 3,26-4,7). Esta afiliación se expresa concretamente en la experiencia de la libertad en Cristo, que consiste en dejarse llevar por el Espíritu (Ga 5,1-26), es decir, tener una vida guiada por el amor, por el servicio (Ga 5,13; 6, 1-10), siendo una nueva criatura (Ga 6,15) (SILVANO, 2015, p.448-450).

4 Contenido

Presentaremos el contenido de la carta de acuerdo con la estructura antes mencionada: el encabezado; el cuerpo de la carta con sus tres partes y la conclusión.

4.1 Encabezado: Gal 1,1-10

El encabezado contiene el remitente (Ga 1, 1a-2b) y la referencia al destinatario (v. 3). Pablo enfatiza la procedencia divina de su vocación y misión, cuando se presenta como apóstol, enviado por Jesucristo Resucitado (Ga 1,1) y por Dios Padre; también destaca el plan salvífico del Padre, que se realiza a través de su Hijo Jesucristo. Este énfasis se da en vista de los problemas causados ​​en la comunidad por los supuestos oponentes, quienes, probablemente, afirmaban que Pablo no era un verdadero apóstol sino más bien el anunciador de un falso evangelio. Es importante resaltar que su preocupación no es la defensa de su identidad de apóstol, sino de la verdad y el origen divino del Evangelio.

La introducción de Gálatas se diferencia de otras cartas en que utiliza una expresión genérica al referirse a los colaboradores que están con Pablo y en que no contiene una acción de gracias específica dedicada a la comunidad.

En este encabezado, podemos observar que Pablo se ve a sí mismo como un instrumento de la acción escatológica de Dios en medio de los gentiles, y también del anuncio de la filiación divina abierta a toda la humanidad a través de la resurrección de Jesús. Encontramos, en Ga 1,4-5, una fórmula kerigmática, que expresa la acción soteriológica de Cristo (v.4), acompañada de una doxología (v.5) que cierra el saludo, enfatizando la acción redentora de Cristo, extendiéndose a todo el tiempo.

El término griego aivw,n (aiôn), en Ga 1,4, se puede traducir por siglo, eón o mundo. La expresión “tiempo presente perverso” proviene de la apocalíptica judía, que distinguía el tiempo dominado por el pecado, el tiempo de la esclavitud (tiempo perverso) y el tiempo por venir, del reino de Dios, que para Pablo comienza con Jesucristo.

Después de esta breve introducción, Pablo reemplazó la habitual acción de gracias por una amonestación que expresa su indignación por la inconstancia de los gálatas, al dejarse llevar por los argumentos de estas personas a las que Pablo llama adversarios. Su propósito es presentar la gravedad del problema y convencer a los gálatas de que regresen al camino ya iniciado según sus enseñanzas. Por eso, el apóstol defiende el Evangelio que anunció y lleva a los gálatas a darse cuenta de que no pueden dejarse seducir por el Evangelio que él llama diferente. Este evangelio diferente, probablemente, predicado por judeocristianos (“judaizantes”), defendía la necesidad de exigir a los bautizados, de origen pagano, la circuncisión y la observancia de la ley, especialmente las prescripciones relacionadas con la identidad judía, como el descanso sabático, leyes dietéticas y las relativas a los festivales anuales.

La expresión “el que os llamó por la gracia”, en Ga 1,6, se refiere a Dios Padre, y aporta el contenido que recorrerá toda la carta: la fe es un don gratuito de Dios que se da a todos los que se adhieren a Jesucristo. Por tanto, no solo se da al pueblo judío, siendo entonces injustificable exigir que los gentiles se conviertan en prosélitos del judaísmo, como si ésta fuera la única puerta a la fe cristiana, porque como dice Pablo, ésta no es la voluntad de Dios. De hecho, el apóstol afirma que quienes siguen un evangelio diferente al que él predicó son anatema, porque no siguen los designios de Dios. (Ga 1,8-9).

La palabra “Evangelio”, desde la perspectiva paulina, designa la revelación del Hijo Jesucristo, resucitado de entre los muertos (Ga 1,1; 1Cor 15,1-5) después de la muerte de cruz (1Cor 2,2). Así, Jesús muere porque es fiel al plan del Padre, que fue rechazado; pero Dios no se venga, sino que continúa revelando su amor rescatando a la humanidad del pecado y liberándola de la esclavitud. Expresa la solidaridad del Hijo en favor de todos y establece la economía de la justicia (Rm 1,16) anunciada por los profetas (Rm 16,25-26).

En Gálatas, la palabra “Evangelio” expresa, al mismo tiempo, la actividad del apóstol y el mensaje que anuncia. De esta forma, Pablo mantiene la autenticidad del mensaje y reafirma que el Evangelio anunciado por él no es de origen humano y que la redención no está condicionada a las obras humanas (v. 10). El mensaje es divino y tiene su centro en Cristo. La llamada a la fe es un don gratuito de Dios Padre (Ga 1,15; 5,8), basado en la obediencia filial de Cristo Jesús y en su amor generoso, que le llevó a entregarse por cada uno de nosotros. (Ga 2,19-20).

4.2 Cuerpo de la carta

El contenido del cuerpo de la carta se desarrollará por partes: a) Ga 1,11–2,21; b) Ga 3,1–4,31 e c) Ga 5,1–6,10.

4.2.1 I Parte: Ga 1,11–2,21

Después del encabezado, Paulo desarrolla el argumento de la carta en tres partes. La primera se describe en Ga 1,11-2,21 que, a su vez, se divide en dos grandes bloques: a) la tesis general (vv. 11-12), y b) los argumentos basados ​​en datos autobiográficos y en la defensa de la justificación por la fe.

El apóstol reafirma la naturaleza (v. 11) y el origen (v. 12) de su Evangelio, recibido por revelación de Dios. Para confirmar esta tesis central, aporta varios argumentos, el primero de los cuales es personal, o autobiográfico, que va desde su origen judío y celo por las tradiciones del judaísmo hasta la experiencia de la revelación de Jesucristo en el camino a Damasco, su estancia en esa ciudad y su viaje a Arabia (región al sur de Damasco) después de la revelación (Ga 1,13-17).

El verbo “aniquilar”, o “destruir”, utilizado en la carta para describir el motivo del viaje a Damasco, expresa la aversión del apóstol a la Iglesia naciente (Ga 1,23 y Hch 9,21), no porque Pablo fuera malvado, sino por ser un fariseo celoso de las tradiciones judías. Para los fariseos, Jesús no era el Mesías, era un impostor, por haber muerto crucificado y por no establecer la justicia anunciada; era un blasfemo que decía ser el Hijo de Dios. De esta manera, engañaba a los judíos y los alejaba de las tradiciones judías.

Pablo, como un fariseo celoso de sus tradiciones, no podía dejar que la gente fuera engañada y por eso decidió perseguir a estos seguidores de Jesús. No podía arrestar ni aplicar sanción disciplinaria por estos casos, que eran 40 latigazos, menos uno, pero sí podía llevarlos a las legítimas autoridades judías que ejercerían tal juicio y castigo (PENNA, 2018, p. 29). En Ga 1, 13-14, describe su conducta en el judaísmo, para mostrar la gratuidad de la intervención de Dios en su historia personal, garantizando así el origen divino de su Evangelio.

En Ga 1, 15-16, el apóstol define su experiencia en Damasco como una revelación directa de Jesucristo, por iniciativa de Dios Padre. Esta experiencia se funde con una llamada, es una vocación similar a la dada a los profetas del Pueblo de Dios (v. 15; Is 49, 1; 50,4; Jr 1,5). Según su relato, la revelación que Dios le dio tenía el siguiente contenido: Jesús, el Crucificado-Resucitado, es el Hijo de Dios y es el Mesías esperado (Evangelio). Pablo también recibe una misión: anunciar esta Buena Nueva (Evangelio) entre las naciones. Por tanto, la redención se ofrece gratuitamente a toda la humanidad, mediante la fe en Cristo. La narración termina con alguna información posterior a la revelación, como la visita que hizo el apóstol a Jerusalén; su contacto con Santiago, líder de la comunidad de Jerusalén (Ga 1,18-23; Hch 12,17; 15,13; 21,18; 1Cor 15,7), la Iglesia Madre; y su viaje a las regiones de Siria y Cilicia, para cumplir la misión de evangelizar.

En Ga 2,1-10, Pablo narra cómo en compañía de Bernabé y Tito conoció a los “notables” de la Iglesia Madre  en la llamada Asamblea de Jerusalén. El tema central de la Asamblea fue la exigencia, por parte de algunos judeocristianos (llamados por Pablo falsos hermanos o intrusos), de la observancia de las leyes judías y la circuncisión para los gentilcristianos. La circuncisión en Israel fue uno de los requisitos de la Alianza de Dios con Abraham (Gn 17, 1-14, 23-27) y descuidarla significaba violar la Alianza. Por lo tanto, bautizar a los gentiles sin requerir la circuncisión y la observancia de la ley, en el pensamiento de los judeocristianos, contradiría la afirmación de que Cristo es la realización máxima de la Alianza y las promesas hechas a los patriarcas. Para reforzar sus argumentos, Pablo se lleva consigo a Tito, por ser seguidor de Jesús de cultura griega, incircunciso, es decir, fue la representación del problema y el resultado de la Asamblea, dado que los notables no exigieron su circuncisión por haberse adherido a Jesucristo.

El segundo problema fue el hecho de que los gentilcristianos no obedecían los rituales de purificación y a las leyes alimentarias, lo que dificultaba compartir la mesa fraternal con los judeocristianos. En el judaísmo de la época, la comunión de mesa con los gentiles no estaba prohibida siempre que observaran las leyes alimentarias. Estas leyes consistían en evitar alimentos impuros (Lv 15,10-14; Dt 14), sangre de animales (cf. Gn 9,4; Lv 17,10-14; Dt 12,16,23-24) y carne sacrificada a los ídolos (1Cor 8-10). La observancia de las leyes alimentarias y su imposición a los gentiles era una forma de garantizar la fidelidad étnica y religiosa de los judíos.

El resultado de la Asamblea de Jerusalén fue la confirmación de la autenticidad del Evangelio anunciado a los gentiles y el reconocimiento oficial de la misión de Pablo por estos notables.

Poco después, el apóstol describe en su carta su discusión con Kefas (Pedro), quien inicialmente comía con cristianos gentiles en Antioquía en Siria, es decir, no le preocupaban las leyes dietéticas, pero después de la llegada de personas de Jerusalén, Pedro se niega a comer en la misma mesa con los gentiles. Es posible justificar la acción de Pedro por razones prácticas, una de las cuales no es escandalizar a los cristianos venidos de la ciudad santa, ya que, en la Asamblea de Jerusalén, Pedro fue confirmado como evangelizador de personas de cultura judía. Sin embargo, a los ojos de Pablo, esta actitud del líder principal de la Iglesia sonaba como una confirmación de que el Evangelio que predicaba no era verdadero y que los judaizantes tenían razón al exigir la circuncisión y el cumplimiento de las leyes dietéticas y aquellas propias de los judíos , dado que Jesús es el Mesías esperado por el pueblo judío y, por tanto, se cumplieron las promesas dadas al pueblo elegido, al pueblo de la Alianza, al pueblo elegido por Dios, y no a todos los pueblos. Así, desde la perspectiva de Pablo, la actitud de Pedro perpetuaba la división entre las comunidades compuestas por judíos y aquellas compuestas por personas de religiones helenísticas. Ante este escenario, el apóstol introduce uno de los puntos fundamentales de su teología, la justificación por la fe en Cristo y no por las obras de la ley (2,15-21).

La expresión obras de la ley (Ga 2,16) puede entenderse como la observancia de los actos prescritos en la ley mosaica (Ga 3,2.5.10; Rm 2.15; 3.20.27-28), pero sobre todo las leyes relacionadas con la identidad judía, como se mencionó. Para algunos judíos del Segundo Templo, solo la observancia de la ley aseguraba la salvación, por lo que debería cumplirse para ser reconocidos como justos. Para Pablo, por el contrario, la ley no puede hacer justo al culpable, sino únicamente sentenciarlo, precisamente porque la ha violado. El único que puede hacer a una persona justa es Jesucristo, por la redención que viene de su muerte en la cruz. Por tanto, es necesaria la fe, que, para Pablo, supone la experiencia personal con Jesucristo y la adhesión a él.

La expresión “por la ley, para la ley morí” (Ga 2, 19) se basa en la suposición de que el cristiano, a través del bautismo, se une a la pasión, muerte y resurrección de Cristo, en vista de vivir para Dios (Rm 6, 10). En cuanto a la función de la ley ante la muerte de Jesús, puede entenderse en dos sentidos: como deslegitimada por condenar a un inocente; o como inválida, ya que no tiene poder sobre un muerto. Estos aspectos teológicos serán explorados en la segunda parte del desarrollo de la carta. En esta segunda sección, el autor ya no utiliza datos autobiográficos, sino textos del Antiguo Testamento, especialmente de la historia de Abraham y la experiencia de fe de los gálatas después del bautismo (3,1–4,31).

4.2.2 II Parte: Ga 3,1–4,31

Hasta entonces, en la primera parte, Pablo había hablado de sí mismo: su trayectoria, su vocación, su relación con los demás apóstoles. Ahora, en la segunda, a través de preguntas retóricas, se refiere a la experiencia bautismal de los gálatas, para que tomen conciencia de la crisis que están viviendo (Ga 3, 1-5) y del error que cometerán cuando se dejen llevar por los judaizantes. Es una sección marcada por argumentos basados ​​en la historia de Abraham, aquel que cree (3,6-14) y en la precedencia de la promesa hecha a los patriarcas antes de Moisés, por lo tanto, no mediante la ley (3,15-18).

El argumento sintetizado en Ga 3,6-7 de que todos los bautizados son también hijos de Abraham es fundamental y se desarrollará en esta sección (3,7-29). Pablo parte del presupuesto de que Abraham fue justificado, antes de la circuncisión y de la ley dada a Moisés, por confiar en las promesas de Dios, según Gn 15,6. El contenido central de estas promesas es que en Abraham todas las naciones serán bendecidas, y el cumplimiento de esa promesa tiene lugar en Cristo. Por lo tanto, todos los bautizados, y no solo los judíos, son hijos de Abraham y disfrutan de las promesas y la herencia abrahámica. De esta manera el apóstol establece una relación entre la fe en Cristo y la filiación abrahámica, demostrando que, en la fe en Cristo, los gálatas se convierten en hijos de Abraham y de Dios. Consecuentemente, esta promesa no está ligada a la circuncisión, ni a las leyes dadas a Moisés, por lo tanto, no deben exigirse a los gentiles.

Estratégicamente, el autor utiliza a Abraham, siendo uno de los protagonistas de esta sección, por ser el destinatario de las promesas, el padre del pueblo elegido, el paradigma de la fe monoteísta, ya que es el primer prosélito que pasa de adorar ídolos a la adoración de Dios UNO. De hecho, Abraham fue considerado justo porque confiaba en las promesas dadas por Dios. Por lo tanto, para Pablo, él es el padre de aquellos que tienen fe en Cristo y que son justificados por esa fe. De esta manera, puede concluir afirmando que los gálatas son justificados por la gracia   y no por la ley (Ga 3,7-14).

En Ga 3, 15-29, Pablo probará que la ley fue dada para hacer que el pueblo tomase conciencia de las transgresiones y del pecado. Así, la ley es espiritual, buena (Rm 7,14,16), divina, tiene una naturaleza diferente a las promesas dadas a Abraham, que alcanzan su cumplimiento con la venida de Cristo (Ga 5,14). Tiene la función específica de indicar lo que es contrario a la voluntad de Dios, pero no tiene el poder de hacer justos a los culpables. La ley fue necesaria, en un período determinado, para la maduración del pueblo de Israel, como un pedagogo que guía al pueblo de Dios, pero con la venida de Cristo, la ley alcanza su pleno cumplimiento. Sin embargo, según el pensamiento de Pablo, no se elimina.

Cristo, por tanto, será el principio normativo para quienes se adhieran a Él, para quienes, mediante el bautismo, se inserten en el misterio pascual, asumiendo una nueva identidad (v. 27). En Ga 3,26-29, Pablo recoge tanto la tesis presente en Ga 3,6-7 como las cuestiones de la filiación, promesa y herencia abrahámicas, temas que impregnaron este capítulo, afirmando que todos son hijos de Dios a través de la fe en el Hijo, que nos redime (Ga 3,10.13.22). Así, las distinciones de raza, clase, género, presentes en la sociedad, no pueden reproducirse en las comunidades, ya que es necesario mantener la unicidad del cuerpo de Cristo.

Los elementos citados se reafirman en Ga 4, 1-7. En esta perícopa, para reflexionar sobre la acción salvífica de Dios en la historia, el apóstol utiliza el ejemplo de un heredero que no puede disfrutar de la herencia por ser menor de edad, quedando bajo el cuidado de tutores hasta alcanzar la madurez establecida por el padre. De manera similar, también ocurre con la humanidad que vivió una época de inmadurez, el período anterior a la venida del Mesías, influenciada por los elementos del mundo que indican tanto las fuerzas naturales y cósmicas, que eran divinizadas por los gentiles (4,3), como los ángeles (Ga 3,19) y las señas de identidad del judaísmo. Pero, en el tiempo predeterminado por el Padre, desde la creación, en la plenitud de los tiempos (vv. 4-5), Dios envía a su Hijo, para inaugurar el tiempo mesiánico al asumir la condición humana mortal (nacido de mujer), en un determinado contexto histórico-social-religioso específico (sujeto a la ley). Por tanto, Jesús es inserido plenamente en la humanidad y, de esta manera, podrá liberarla de la maldición de la ley, la muerte y el pecado. Dios también envía el Espíritu para certificar la llegada de la Era Mesiánica. Viene a habitar en el corazón de los bautizados, y en él clama la oración del Hijo: ¡Abba, Padre! El bautizado es adoptado como hijo en el Hijo, reunido por el Espíritu e insertado en una comunidad de hermanos y hermanas, cuyo único Padre es Dios. (SILVANO, 2018, p. 463-467).

Al resumir este apartado, se puede decir que la justificación viene sólo por la fe en Cristo crucificado y resucitado (Ga 3,1) y se ofrece a todos los que creen (Ga 3,6–4,7). En efecto, Cristo, cumpliendo la promesa de bendición de Dios a Abraham (Ga 3,8.14.18), une a judíos y paganos (3,26-29), pone fin a la maldición de la ley (Ga 3,10.13.22; 4,5) y les da la filiación divina. La participación de la filiación en Cristo es posible para todos los destinatarios del Evangelio mediante el don del Espíritu.

Después de esta sección, cargada de elementos teológicos, cristológicos y pneumatológicos, Pablo recuerda la acogida que recibió de los gálatas cuando permaneció en la región de Galacia a causa de una grave enfermedad, tratando de convencerlos de que existe una profunda experiencia entre él y la comunidad.  Por tanto, no comprende cómo se dejaron influir por los supuestos adversarios que decían que Pablo era enemigo de los gálatas, ni cómo aceptaron una predicación que contrastaba con todo lo que no solo les había anunciado el apóstol, sino que también vivieron y experimentaron con el bautismo (Ga 4,10).

Después de este momento de indignación ante la realidad de las comunidades, Pablo pasa a probar la libertad que se deriva de la adhesión a Cristo Jesús, en un intento de mostrar que esta libertad no puede tener su origen en la ley. Para ello, el autor utiliza dos personajes bíblicos, las matriarcas Sara y Agar, y elementos del judaísmo apocalíptico, que oponían la Jerusalén actual a la futura (Sal 87,3-5; Is 54,1; 60-66; Ez 40-48; Tb 13; Za 12-14). Así, Agar, la esclava, representa la Jerusalén actual, el presente tiempo perverso (1,4) y los elementos del mundo (4,3.9), frágiles y miserables, que son tanto las prácticas de las religiones paganas como las señas de identidad. del judaísmo, es decir, la experiencia de gentiles y judíos antes de la venida de Cristo. Mientras tanto, Sara, la mujer libre, representa a Jerusalén celestial, el comienzo de la Era Mesiánica, inaugurada con la muerte y resurrección de Cristo. Agar e Ismael representan la ley, que no puede justificar, ya que ésta no es su función. Sara e Isaac representan a Cristo, el cumplimiento de la ley, el principio normativo del cristiano, a través del cual, podemos ser hijos y, por tanto, libres.

4.2.3 III Parte: Ga 5,1–6,10

El final de la segunda parte, con el tema de la libertad, introduce la última etapa del desarrollo de la carta, en la que Pablo insta a los gálatas a perseverar en la libertad, dada por la fe en Cristo, y a no someterse al yugo de la esclavitud. Tal yugo puede entenderse como la condición de aquellas personas antes de la redención traída por Cristo, por lo tanto, es una crítica a los argumentos de los adversarios (Ga 4,24).

El apóstol reafirma que la libertad cristiana se basa en la entrega gratuita de Jesucristo, en su muerte y resurrección, por fidelidad al designio de amor del Padre. Este aspecto ya había sido abordado anteriormente, pero se utilizaron otras terminologías e imágenes soteriológicas, como rescatar, arrancar (1,4). En este apartado, la libertad adquiere un carácter soteriológico, cristológico (Ga 5,1) y pneumatológico.

El pasaje de Ga 5,2-12 se puede subdividir en dos partes. La primera (vv. 2-6), habla de la relación entre Pablo y los gálatas, y la segunda (vv. 7-12), describe la relación entre Pablo, los gálatas y los judaizantes. La primera es más lineal, la segunda está marcada por preguntas retóricas (vv.7.11), un proverbio (v.9), una amenaza (v.10b) y una invectiva irónica en el enfrentamiento con los agitadores (v. 12).

Con estas declaraciones, Pablo pretende defender el contenido de su anuncio universal, ya que anuncia el Evangelio de la libertad frente a la predicación de los judaizantes. Para Pablo, aceptar la circuncisión y la ley judía sería admitir que la obra de Cristo, el Hijo de Dios, no sería suficiente para obtener la redención (5,2-4; cf.2,21), y el plan salvífico del Padre se restringiría a los judíos.

En Ga 5,5-6, al unir la esperanza con la justicia, Pablo no sólo habla del don de la justicia, recibido al inicio de la vida cristiana (cf. Ga 2,16; 3,24; 1Cor 6,11), que se concreta en la experiencia de la fe y se expresa en el amor al prójimo y a Dios, sino que también afirma la esperanza de la justicia definitiva (1Cor 1,7; Flp 3,20), aquella futura que vendrá con la plenitud de la presencia, de la Parusía.  En estos versículos hay una armonía con Ga 3,28 y 6,15, y una interconexión entre fe, esperanza y caridad, la llamada tríada paulina. Es importante enfatizar que la acción cristiana (caridad) no es el resultado de un esfuerzo meramente humano, del voluntarismo, o de la fidelidad a la ley, sino que nace de una relación profunda con Jesús, de la experiencia de ser amado, redimido por Cristo, envuelto por su amor, siendo impulsado a amar también al prójimo.

Pablo nuevamente exhorta a los gálatas, expresando su indignación por su “adhesión” a los argumentos de los judaizantes (vv. 7-12). Para ello, utiliza una imagen deportiva, propia de las cartas paulinas (1Cor 9,24-26; Gal 2,2; Flp 2,16), que expresa el fervor inicial de los gálatas ahora desaparecido. Esta imagen, en el conjunto de la carta, nos remite a Gálatas 1,6-7, a la crisis que están viviendo los gálatas porque cedieron a la tentación de apartarse del verdadero Evangelio.

Tras esta exhortación, hay una reanudación de los argumentos, cuando Pablo afirma que vivir la libertad es una “llamada” que forma parte de la vocación cristiana, es decir, quien sigue a Cristo está llamado a la comunión con Dios y con los hermanos (1 Ts 2,12; 1Cor 1,9).

La verdadera libertad, según Pablo, es la liberación de la carne, es decir, de los deseos egoístas, del encerrarse en sí mismo, para dejarse guiar por Cristo, como principio normativo. Así, Pablo demuestra que la ley se cumplió plenamente por medio de Jesucristo, y que la norma que sintetiza toda acción ética cristiana está en Lv 19,18: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Esta síntesis, según Pablo, se basa en la participación en el misterio pascual de Cristo (Ga 5,14,24-25), que comenzó en el bautismo, pero que continúa a lo largo de la vida del bautizado. Este proceso de seguimiento y cristificación también es posible a través de la acción del Espíritu (Ga 5,16-18; 2Cor 3,17), que hace al bautizado hijo de Dios y lo guía a vivir el amor, en las diversas formas de relación. Así, el único fruto del Espíritu es el amor, que se expresa en sus manifestaciones (Ga 5, 22-23). La no adhesión a Cristo se expresa en las obras de la carne, que se dividen en tres grupos: la perversión de las relaciones humanas (sexuales y comunitarias), de la relación con Dios y consigo mismo. En esta lista de conductas inapropiadas, percibimos la perversión del amor humano (impureza), del amor a Dios (idolatría y magia), la ausencia de amor (divisiones) y la degradación total de la persona humana y su relación con el otro (excesos en la mesa). La obra del Espíritu, a su vez, da testimonio de los atributos de Dios: amor, paciencia, bondad, benevolencia, fidelidad, mansedumbre.

En Ga 6,1-10, hay una reflexión sobre las relaciones en la comunidad y la corrección fraterna. Esta corrección debe hacerse mediante los denominados espirituales, que pueden designar tanto a las personas que ya hicieron un proceso de madurez en la fe (1Cor 2,15; 3,1), como a todos los miembros de la comunidad, ya que, a través del bautismo , recibieron el Espíritu.

El apóstol también exhorta al amor recíproco, que debe ejercerse primero en la comunidad, luego con los demás hermanos y hermanas (1 Ts 5,15; Rm 12,18) y finalmente también con los enemigos (Rm 12,20).

En Ga 6.2, el autor sintetiza la solidaridad ya expresada en 6.1, al pedir a los cristianos que carguen el peso unos de otros. La palabra “peso” incluye todo el sufrimiento humano: desgracia, desventura, dolor físico, fracaso, debilidad moral, soledad, enfermedad, frustraciones, vejez (Rm 15,1; 2Cor 11,29). Ante la debilidad del otro, es necesario, antes de corregir al hermano, evaluar las motivaciones que llevan a la corrección fraterna (Ga 6, 3), teniendo en cuenta sus propias limitaciones, para que sea realmente por amor al hermano y no por vanagloria. La vanagloria, término típico en las cartas paulinas, es la actitud contraria a la fe, es el comportamiento de quien confía en las propias cualidades y no en la misericordia de Dios Padre y en la actitud del Hijo que se despojó de sí mismo (Flp 2,1- 11).

La carta termina instando a la comunidad a compartir los bienes materiales (Ga 6, 6) con quienes tienen la misión de instruir, de evangelizar. Sin embargo, Pablo nunca reclamó ese derecho para sí mismo. Estas actitudes dentro de la comunidad también reciben un carácter escatológico, dado que los bautizados serán juzgados por lo que hagan, pero ésta no debe ser la motivación para las acciones cristianas, sino el “hacer el bien a todos”.

 4.3 Conclusión: Ga  6,11-18

Pablo concluye resumiendo sus principales ideas y se despide. Escribe algunas cosas de su propia mano para autentificar la carta y retoma la polémica con los judaizantes, acusándolos de vanagloriarse de proselitismo, de no cumplir plenamente con la ley, en oposición al aspecto central del Evangelio, que es la cruz de Cristo. Pablo, a su vez, predica a Cristo crucificado y renuncia a toda gloria basada en motivos humanos. También afirma que la división entre circuncidados y no circuncidados no debe prevalecer, porque el bautizado ya vive en una nueva dimensión, en una nueva vida en Cristo. Lo que no quiere es sufrir más por la comunidad, pues ya lleva en su cuerpo los estigmas de Jesús. La palabra “estigma” probablemente se refiere a los sufrimientos resultantes de su apostolado, de su misión (2Cor 4, 10-12), que deben ser evaluados a la luz de su participación en la pasión y muerte de Cristo, su coparticipación en el misterio. pascual.

La carta termina con un saludo, en forma de bendición, pidiendo la gracia de la presencia de Jesucristo en la vida de la comunidad. Este aspecto cristológico recorre toda la carta como fundamento de la fe cristiana, dado que la preocupación del apóstol era proteger la fe de los gálatas del grave peligro de desviación que la amenazaba, que no era solo disciplinaria, o un detalle, sino que traía consigo serias implicaciones teológicas, ya que se trataba de decidir entre la fe en Cristo y la confianza en la ley, entre el don divino de la justificación por la fe y la pretensión humana de la autojustificación por las obras de la ley, entre permanecer sujeto a la ley o  someterse a la libertad derivada de la adhesión a Cristo.

En esta carta, Pablo revela el deseo de que los gálatas regresen a la experiencia del bautismo, comprendan la gran novedad del mesianismo de Jesús y que realmente puedan decir “(…) fui crucificado con Cristo. Por tanto, no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí; y mientras vivo en la carne, vivo en la fidelidad del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí ” (Ga 2,19c-20).

Zuleica Aparecida Silvano, fsp. Facultad Jesuita de Filosofía y Teología, Belo Horizonte, Brasil. Texto original en portugués. Postado en diciembre del 2020.

 Referencias

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SILVANO, Z. A. Carta aos Gálatas: tradução, introdução e comentários. In: A Bíblia: Novo Testamento. São Paulo: Paulinas, 2015. p. 448-450.

______. G’L como chave hermenêutica para a “redenção” na Carta aos Gálatas em diálogo com ‘Textes messianiques’ de Emmanuel Lévinas. 2018. Tese (Doutorado em Teologia) – Faculdade Jesuíta de Filosofia e Teologia, Departamento de Teologia, Belo Horizonte, 2018.

SOUZA, R. L. de. A mística na Epístola aos Gálatas. “Já não sou eu que vivo, mas é Cristo que vive em mim”. Estudos Bíblicos, Petrópolis, n. 97, p. 70-85, 2008.

[1] É um anacronismo usar o termo “cristão” no contexto do I século, mas iremos utilizá-lo somente como uma comodidade linguística, para não repetir a expressão “seguidores de Jesus Cristo”. Assim, a expressão “judeo-cristão” deve ser interpretada como o seguidor de Jesus Cristo proveniente da tradição e da cultura judaica; e o “gentio-cristão”, aquele oriundo das várias religiões politeístas, henoteístas e monolátricas ou até mesmo monoteístas, mas entendida na concepção da cultura greco-romana. A inadequação do uso de “judeo-cristão” e “gentio-cristão”, no sentido historiográfico, no século I, foi aprofundada por PESCE, M. De Jesus ao cristianismo. São Paulo: Loyola, 2017. p. 207-216. (Bíblica Loyola, 71) e ALETTI, J.-N. Eclesiología de las cartas de san Pablo. Estella (Navarra): Verbo Divino, 2010. p. 28-29. (Estudios Bíblicos, 40).

Canon de la Sagrada Escritura

Índice

Introducción

1 Etimología, definición y presupuestos

2 El canon del Antiguo Testamento

2.1 El canon del Antiguo Testamento antes del acontecimiento Cristo

2.2 Después del acontecimiento Cristo por judíos no cristianos

2.3 Después del acontecimiento Cristo por los cristianos

3 El canon del Nuevo Testamento

3.1 Reconocimiento de los escritos cristianos como sagrados

3.2 La evolución de las listas de textos sagrados cristianos

Conclusión

Referencias

Introducción

El canon de las Escrituras es un tema tratado tradicionalmente por la Teología Fundamental y es un tema clásico de este tratado teológico. Su enfoque presupone el de la entrada Inspiración e inerrancia. De hecho, el estudio del canon está vinculado al estudio del concepto teológico de inspiración. Cronológicamente, la inspiración de la Escritura vino antes de la elaboración del canon bíblico, que está, por tanto, vinculado a la inspiración de los libros por él reconocidos (O’COLLINS, 1991, p.292). En el canon están aquellos escritos que tenían a Dios como su autor, es decir, que fueron divinamente inspirados (GIBERT; THEOBALD, 2007, p.39). Fuera de él están aquellos escritos que, a pesar de su valor espiritual o histórico, no son inspirados, no tuvieron a Dios como autor.

Después de analizar la etimología de la palabra “canon”, su definición como concepto teológico y la explicación de sus presupuestos, se estudiará el canon bíblico del Antiguo y Nuevo Testamento.

1 Etimología, definición y presupuestos

La Sagrada Escritura fue escrita por innumerables autores humanos a lo largo de la historia del antiguo Israel hasta el siglo I después de Cristo. Dichos autores compusieron libros que, aunque constituían la única Sagrada Escritura, se distinguían entre sí ya en la época del origen de cada uno. Los diversos libros han sido aceptados como referencia de fe por comunidades de creyentes tanto en el antiguo Israel como en el cristianismo. Esto se debió principalmente al uso, especialmente en el ámbito litúrgico. Después, la recepción comenzó a expresarse mediante la elaboración formal de listas de escritos. La palabra griega para designar una lista de tales escritos es κανών (kanón) en su acepción derivada, que significa “regla” o “norma”. En el sentido propio, este término designaba una vara estándar utilizada por un albañil o carpintero para medir espacios. Es una palabra próxima y relacionada con otro término griego antiguo, κάννα (kánna), que significaba “caña”. En el origen remoto de esta palabra se encuentra el idioma sumerio, que entraría en lenguas semíticas con la raíz Qnh (PERANI, 2000, p.390), que de esta manera influiría en lenguas como el acadio, el ugarítico, el hebreo antiguo. y árabe (BROWN; COLLINS, 1990, p. 1035). En nuestro idioma, a través de la transliteración, existe con el mismo significado la forma “canon”.

En teología, el canon es la lista completa de libros que componen la Biblia y que constituyen “regla” o “norma” para la fe. Los escritos sagrados, tanto los producidos en tiempos de los apóstoles como los que ellos recibieron de su herencia judía, conforman una lista que se encuentra cerrada y que fue formalizada posteriormente a la época de los apóstoles. La lista completa de libros también es un reconocimiento de que los otros escritos que no se encuentran allí no tienen autoría divina. Por haber sido en ellos reconocidos la exclusiva autoría divina, las Sagradas Escrituras sirven a los fieles de manera inigualable como guía e instrucción en el encuentro con Jesucristo vivo, que es la Palabra- Verbum – por excelencia de Dios y que dialoga – real y no simbólicamente, con fieles de cada generación cristiana. Por eso la lista de estos libros es “regla” y “norma” para la fe. Los libros que se encuentran en el canon de la Sagrada Escritura tienen para la fe y la vida de las personas una autoridad exigente a ser reconocida de modo definitivo (CAMPENHAUSEN, 1971, p.6).

El primer presupuesto del canon de las Escrituras es la revelación divina. Este elemento constituye un fundamento hermenéutico en el acceso realizado por la comunidad de fe a los libros que se encuentran en el canon (AUWERS; DE JONGE, 2003, p.lxxxi). La existencia del canon presupone la recepción, por parte de la comunidad de fe, de ese proceso personalista de la revelación del “Alguien” divino verificado en Israel, teniendo a Cristo como cumbre, proceso que, como acontecimiento vivo, trasciende. y está más allá del “algo” que es la Biblia. La adopción, hecha con este presupuesto, de una determinada lista de libros como medida estándar fue el resultado de la conciencia, por parte de la comunidad de fe, del vivo proceso revelador en el que Dios se reveló principalmente a lo largo de la historia del antiguo Israel y que alcanzó la máxima profundidad posible en el acontecimiento Jesucristo.

El canon, la lista completa de libros que componen la Sagrada Escritura, no aparece en el contenido de ninguno de los libros de la Biblia. Por lo tanto, la segunda suposición del canon es la autoridad reveladora extrabíblica que lo estableció. La decisión que reconoció la lista de libros inspirados no está en sí misma garantizada por el carisma de la inspiración bíblica (GIBERT; THEOBALD, 2007, p.50).

La elaboración de un canon con este serio reconocimiento de la fe ha representado históricamente un proceso complejo, cuya consideración se facilita al examinar por separado los procesos de reconocimiento de las dos partes principales de la Biblia: Antiguo y Nuevo Testamento.

2 El canon del Antiguo Testamento

La Iglesia Católica Romana y varias iglesias ortodoxas reconocen el canon del Antiguo Testamento con 46 libros. Las iglesias reformadas y el judaísmo aceptan una versión abreviada de 39 libros, en este caso ordenados en diferentes secuencias y también agrupados de manera diferente. La diferencia de siete obras entre el canon de 46 libros y el canon de 39 se da por el reconocimiento o rechazo como textos inspirados de los libros de Tobías, Judit, 1 Macabeos, 2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico (Sirácida) y Baruc, más partes de los libros de Daniel (Dn 3,24-90; 13-14) y Ester. En este último, dicha parte reconocida o rechazada corresponde, según la numeración de la Vulgata, a Est 10.4-16.24. Sin embargo, en la numeración de Nueva Vulgata, esta parte aparece fraccionada como: Est 1, 1a-1k; 3,13a-13h; 3,15a-15i; 4,17a-17kk; 5,2a-2p; 8.12a-12cc; 9.19a; 10.3a-3k. Los siete libros en cuestión, más las partes de los libros de Daniel y Ester, son llamados por los católicos deuterocanónicos y por los protestantes apócrifos

Una tesis clásica para explicar la diferencia entre el canon de 46 libros y el canon de 39 fue lanzada por Herbert Ryle en 1892 en The Canon of the Old Testament. Según Ryle, a finales del siglo I d.C. ya existían dos listas oficiales de libros sagrados en el judaísmo. La primera, el canon veterotestamentario de 46 libros, sería precristiano del siglo II a. C. Se trataría del canon de Alejandría, que se encuentra en la Biblia de los Setenta o Septuaginta. La segunda, el canon veterotestamentario de 39 libros, solo habría sido cerrado por judíos no cristianos después del acontecimiento Jesucristo. Sería el canon palestino, con solo libros en hebreo, establecido por rabinos en la ciudad de Jamnia después de la destrucción del Templo de Jerusalén en el 70 d.C. Prácticamente cada detalle de la tesis de Ryle ha sido objeto de serias críticas y modificaciones (BROWN; COLLINS, 1990, p.1037). El estudio más preciso de la formación del canon del Antiguo Testamento se divide en tres fases: 1) antes del acontecimiento Cristo; 2) después de Cristo, pero fuera de la fe cristiana; 3) por cristianos.

2.1 El canon del Antiguo Testamento antes del acontecimiento Cristo

Incluso antes de Jesucristo hubo esfuerzos por parte del pueblo hebreo para establecer una colección de escritos denominada Sagrada Escritura. La definición más antigua de un canon la proporciona el antiguo traductor griego del Eclesiástico (Sirácida), originalmente escrito en hebreo (MANNUCCI, 1983, p.191). En el año 130 a. C., ese venerado traductor menciona tres veces en el prólogo del libro los tres grupos o categorías de la división canónica de la Biblia hebrea: “la Ley, los Profetas y los demás Escritos”, o incluso en la forma “Ley, Profetas y los demás libros”(Sir, prólogo). Esta división tripartita se conoció, sin embargo, sin que las tres categorías estuvieran ya cerradas en cuanto a la lista de obras que las componían (SCHNIEDEWIND, 2011, p.260).

El primer grupo fue la Ley (Torá) o Pentateuco, que estaba definida, al menos, desde la época de Esdras (Esd 7,25-26), alrededor del 420 o 400 a.C., aunque en gran parte ya estaba escrito antes del exilio en Babilonia en el 597 a.C. (BROWN; COLLINS, 1990, p.1037). El estudio de manuscritos antiguos muestra que dichos textos de la Biblia hebrea, en uso en el período del Segundo Templo de Jerusalén (entre 520 a. C. y 70 d. C.), no siempre son absolutamente idénticos al posterior texto masorético, a veces se acercan más al texto griego. de la Biblia de los Setenta y al Pentateuco Samaritano.

El segundo grupo era aquel que el traductor griego del Eclesiástico llama “Profetas” (Nebi’im). Esta categoría incluye lo que el judaísmo denomina “profetas anteriores” y los modernos llaman “obra deuteronomista de  historia”: los libros de Josué, Jueces, 1-2 Samuel y 1-2 Reyes (MANNUCCI, 1983, p.191). Es una colección de naturaleza pre-exílica. En los Nebi’im también se incluyó lo que el judaísmo designa como “profetas posteriores”: Isaías, Jeremías, Ezequiel y los “Doce profetas”. Estos últimos abarcan lo que los cristianos llaman “profetas menores” con la excepción de Baruc. Los “Profetas” en su conjunto, compuestos por los textos tal como los conocemos hoy, compusieron un canon bien establecido, por lo menos, desde la época en que el original hebreo del libro del Eclesiástico (no el prólogo griego escrito más tarde por el traductor) fue escrito, alrededor del 180 a.C. (BROWN; COLLINS, 1990, p.1037).

El tercer grupo era el de los “Escritos” (Ketubim). Esta categoría se refiere a un conjunto cuyo contenido en la era precristiana es difícil de definir con precisión, y es el que más revuelo provoca en cuanto a su fijación (MANNUCCI, 1983, p.191). La clásica tesis de Herbert Ryle, propuesta en 1892, sostenía que la traducción griega llamada Biblia de los Setenta reflejaría un canon judío alejandrino más largo, establecido antes del acontecimiento Jesucristo. Según Ryle, este canon alejandrino comprendería los libros deuterocanónicos junto con los “Escritos” poco tiempo y si la lista original de sus libros estuviera disponible. Sin embargo, la tesis de Ryle debe cambiarse debido al largo tiempo requerido para la traducción de la Septuaginta, sumado al hecho de que la relación exacta de los libros que la compusieron en la era precristiana no se puede determinar con precisión (MANNUCCI, 1983, p. 192). La inexactitud de las referencias a los “Escritos” en el judaísmo incluso en el siglo I d.C. es una señal más de que, en este contexto, el canon de “Escritos” no se definió rigurosamente antes del acontecimiento Jesucristo. (BROWN; COLLINS, 1990, p.1039).

2.2 Después del acontecimiento Cristo por judíos no cristianos

Después del acontecimiento Jesucristo, los judíos no cristianos continuaron organizando la colección de textos sagrados. Los expertos sugieren que la hostilidad hacia los cristianos habría estimulado este trabajo para definir el canon judío después de Cristo. Otros sugieren que el ímpetu para la definición provino de disputas internas en el judaísmo entre fariseos y sectas judías de tendencia apocalíptica como la de Qumrán (BROWN; COLLINS, 1990, p.1040).

El descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto a partir de 1947 permitió una mirada precisa a la situación del canon del Antiguo Testamento alrededor del año 70 d.C., cuando esos manuscritos fueron escondidos allí. “La biblioteca de Qumrán da la impresión de una cierta selectividad, pero difícilmente de una distinción precisa entre un canon cerrado y los demás textos” (BROWN; COLLINS, 1990, p.1041).  Se encuentran en Qumrán tanto la Ley como los Profetas y los Escritos, faltando el libro de Ester. Existen numerosos libros extracanónicos. De los Deuterocanónicos, están presentes parte de Baruc, así como Tobías y Eclesiástico. Sobre este último, fue también descubierto un pergamino en hebreo en 1964 en las ruinas de la fortaleza de Masada, lo que indica su gran importancia para aquellos judíos (MANNUCCI, 1983, p.194).

A finales del siglo I d.C., el historiador Flavio Josefo afirmó que los judíos de la época tenían libros sagrados considerados como tales debido a su origen divino (BROWN; COLLINS, 1990, p.1039). Josefo testifica que, en ese momento, había un canon judío acogido con veneración, pero que aún no estaba definido con absoluta precisión (MANNUCCI, 1983, p.193).

La afirmación de la tesis clásica de Herbert Ryle de que un canon judío palestino más corto (correspondiente al canon actual de 39 libros) habría sido fijado por rabinos en Jamnia después del 70 d. C. también debe cambiarse. En Jamnia, funcionaba una escuela dedicada al estudio de la Torá, y allí los rabinos tenían funciones de dirección dentro de la comunidad judía. Sin embargo, no hubo ningún sínodo de rabinos allí, un “concilio de Jamnia” (THEOBALD, 1990, p.140). Tampoco hay evidencia de que se haya elaborado allí una lista de libros sagrados (MANNUCCI, 1983, p. 195). La posición más segura hoy en día es que, hasta fines del siglo II d.C., en la esfera judía, no se estableció ningún canon equivalente a los 39 libros del actual canon veterotestamentario abreviado que excluyese escritos en griego (BROWN; COLLINS, 1990, p.1040). Además, la hipótesis del origen griego de los deuterocanónicos se vio comprometida al demostrar que una parte relevante de ellos había sido escrita originalmente en hebreo y que la mayoría de estas obras habían sido aceptadas por una parte de judíos palestinos no cristianos (AUWERS; DE JONGE , 2003, pág. Xviii).

Así, la fijación del canon por parte de judíos no cristianos no se produjo hasta principios del siglo II d.C. (PERANI, 2000, p.399). La razón última por la que el judaísmo no cristiano limitó su canon a los libros más antiguos puede haber sido el enfrentamiento con los cristianos, con el propósito de establecer una contraposición judeo-palestina más eficaz al esfuerzo de los cristianos, que a lo largo del siglo II d.C. asumieron un canon más amplio basado en la versión griega de la Biblia de los Setenta (MANNUCCI, 1983, p. 195).

2.3 Después del acontecimiento Cristo por los cristianos

Los cristianos, tanto de origen judío como pagano, comenzaron a hacer esfuerzos para definir la lista de libros sagrados precristianos. En este trabajo utilizaron el acontecimiento de Jesús como clave de lectura, lo que provocó una inflexión hermenéutica (GIBERT; THEOBALD, 2007, p.18). Para ellos, “el hecho constituido por Cristo [era …] como una clave escrita al principio de la partitura y que lo determina todo” (LOHFINK, 1964, p.172). Un pasaje del Evangelio de Juan – “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí;” (Jn 5,39) – refleja apropiadamente esta visión de los antiguos cristianos al considerar la Ley, los Profetas y los Escritos.

Se manifiesta desde ese más remoto origen el paradigma personalista de revelación con el que los cristianos de los primeros siglos concebían la autocomunicación de Dios e interpretaban los Libros Sagrados. Para ellos, la Palabra de Dios por excelencia era Jesucristo, Christus praesens – Cristo presente – en la vida de las comunidades y de los fieles. En relación con Él, cualquier Libro Sagrado era referido solo referido analógicamente como Palabra de Dios. La Sagrada Escritura como Palabra de Dios analógica estaba totalmente subordinada a aquel que es  la Palabra de Dios en sentido estricto y riguroso, la segunda persona divina invocada en las aclamaciones al “Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Se estaba lejos en este caso, del paradigma cosificado de la revelación que, en el segundo milenio, predominaría en el cristianismo en general y traería consigo la preocupación por determinar las letras exactas, la grafía y la fraseología del texto bíblico, cuando éste pasase, tardíamente, a ser comprendido como inmenso depósito de palabras divinamente reveladas.

Hasta fines del siglo II, no existía un canon veterotestamentario exacto y universalmente aceptado entre los cristianos. A partir de entonces, en paralelo con la progresiva fijación del canon hebreo entre los judíos no cristianos, los cristianos tomaron dos caminos para establecer el canon del Antiguo Testamento (BROWN; COLLINS, 1990, p.1042). Por un lado, esto se dio por repercusión opuesta, incluyendo en el AT tanto libros protocanónicos como deuterocanónicos con base en la Biblia de los Setenta. Un ejemplo es Justino Mártir, que no tenía origen judío. Afirmó que se debería tener como parte de la Sagrada Escritura todo lo que se encuentra en griego en la Biblia de los Setenta, incluso lo que los judíos no cristianos excluían (Dialogus cum Thryphone, n. 71). Orígenes, según el relato de Eusebio de Cesárea, incluyó en la lista de libros sagrados los deuterocanónicos Ester y 1-2 Macabeos (Historiae Ecclesiasticae VI, 25). El Códice Vaticano, un manuscrito de la Biblia griega de principios del siglo IV, presenta los libros de Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico y Sabiduría. El Códice Sinaítico de mediados del siglo IV es fragmentario en relación con el Antiguo Testamento, pero incluye los libros Deuterocanónicos de Tobías, Judith, 1 Macabeos, Eclesiástico y Sabiduría.

Por otro lado, en ámbitos cristianos que vivían en contacto con comunidades judías no cristianas, en ocasiones hubo una repercusión en sintonía. En estos ambientes, se avanzó hacia una concepción abreviada del canon del AT en la que uno de los criterios era la presunta originalidad en idioma hebreo del libro. Melitón, un judío convertido al cristianismo y obispo de Sardes, proporcionó a fines del siglo II el primer canon veterotestamentario cristiano que conocemos, aún más restringido que el canon abreviado de 39 libros por excluir el libro de Ester. La descripción sobre Melitón la proporciona Eusébio de Cesárea en la Historia Eclesiástica, en la que se reproduce la lista (Historiae Ecclesiasticae IV, 26). Autores cristianos entre el siglo IV y principios del V, como Cirilo de Jerusalén, Atanasio y Jerónimo, favorecen el canon abreviado, pero de una manera que debe matizarse. Cirilo de Jerusalén (EB 9) y Atanasio (EB 14) enumeran el canon abreviado, pero incluyen el deuterocanónico Baruc. Jerónimo cita a menudo libros deuterocanónicos, lo que demuestra el valor que estos libros tenían para él (MANNUCCI, 1983, p.197). Jerónimo, además, comenta en el prefacio de la traducción del libro de Tobías: “Creo que es mejor desagradar la decisión de los fariseos y servir a lo que determinaron los obispos” (Praefatio in Tobiam, c.25).

Las determinaciones de las obispos mencionadas por Jerónimo habían sido tomadas en varios concilios y reflejaban el sensus fidelium de la época. La mayoría de las veces, optaron por un canon largo. En el año 360 d. C., el sínodo de Laodicea promulgó una serie de decretos. En el último de ellos, el número 60, el sínodo definió un canon abreviado, que, a diferencia de Melitón, incluía el libro de Ester y también el libro deuterocanónico de Baruc (EB 11). El examen histórico de hoy arroja dudas sobre la autenticidad de este sexagésimo decreto de Laodicea (GONZAGA, 2019, p.90). Poco después, en 382, ​​el Sínodo de Roma definió, con el Decretum Damasi, un canon largo con los Deuterocanónicos, pero sin Ester ni Baruc (DH 179). A fines del siglo IV, la traducción de la Vulgata encargada por el Papa Dámaso a Jerónimo traía todos los deuterocanónicos.

Contemporáneamente en África, los Sínodos de Hipona, en el 393, y Cartago, en el 397 (DH 186) y 419 (GONZAGA, 2019, p.180), siguieron la línea de la Vulgata, pero no mencionan el libro de Baruc. Ésta fue la posición de Agustín, cuya autoridad contribuyó decisivamente a determinar las discusiones sobre el canon en el ámbito occidental (BROWN; COLLINS, 1990, p.1036). Agustín enumera las obras del canon con los libros deuterocanónicos sin Baruc (AUGUSTINE, De doctrina christiana II, 8.13). La misma línea de aceptación de estas obras dentro del AT se manifiesta en el 405 en la carta del Papa Inocencio I a Exuperio, obispo de Toulouse, en Francia. En cuanto a los profetas, la carta de Inocencio I habla genéricamente de “dieciséis libros de los profetas”, lo que parece excluir a Baruc e incluir solo a Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y los doce profetas menores (DH 213). Aproximadamente en 495, el Decretum Gelasii enumera los deuterocanónicos en el AT, también con la excepción de Baruc (EB 26).

En los últimos siglos del primer milenio, hubo un cambio en el cristianismo en la comprensión del paradigma de la revelación, que tendrá efectos en la consideración del canon bíblico. Pasa del paradigma personalista de la revelación al paradigma cosificado. Ahora, siguiendo el paradigma cosificado de la revelación, ésta se concebía como resultado de la transmisión de un inmenso conjunto de palabras (algo) de origen divino que estarían disponibles como revelación a los fieles en el tiempo antes de la muerte. Tal era el paradigma de la revelación, por ejemplo, de la teología escolástica. Este cambio en la concepción de la revelación producirá cambios en la comprensión del canon bíblico. En lugar de encontrar de manera viva a Aquel que es la Palabra de Dios por excelencia, Cristo, a través de la fiel orientación del registro de la revelación en la Sagrada Escritura, entraría en vigor   la preocupación por esclarecer rigurosamente los libros, en sus letras, grafías y fraseologías exactas,  que compondrían el depósito de palabras divinamente reveladas.

En cuanto al canon bíblico, un hito en el segundo milenio fue el sacerdote católico inglés John Wycliffe. En 1378, afirmó el principio de la suficiencia reveladora de la Sagrada Escritura (WYCLIFFE, 1905, p.181; 1906, p.131). Concebido según los moldes del paradigma cosificado de la revelación, este principio de la suficiencia reveladora de la Biblia (o sola Scriptura, como se llamaría más tarde) rechazaba cualquier otra cosa que no estuviese en la Biblia como revelación divina. Con eso en mente, Wycliffe realizó la primera traducción de la Biblia (de la Vulgata) al inglés con el propósito de hacer más accesible la revelación divina. Su traducción incluyó los deuterocanónicos en el Antiguo Testamento, pero en el prólogo solo contenía la lista canónica abreviada de 39 libros, con la declaración de que cualquier libro del Antiguo Testamento, que no sea uno de esos debería considerarse apócrifo.

John Wycliffe no se dio cuenta de la incoherencia lógica de que tales juicios sobre el canon extrapolan el principio de la suficiencia reveladora de la Biblia, o sola Scriptura. Dado que el propio texto sagrado  no incluye en ninguno de sus libros la lista de títulos que deben ser parte de la Biblia, quien apoya la exclusión de cualquier libro de la categoría de la Sagrada Escritura hace uso de una autoridad reveladora que no se encuentra en la Biblia sino fuera de ella.

En siglos posteriores, la discusión del canon del AT se reabriría nuevamente (¿46 libros o 39?), Pero ahora acoplada, aunque sea lógicamente incoherente, con un argumento típico del paradigma cosificado de la revelación: el de la revelación como sola Scriptura. En el siglo XVI, las ideas de John Wycliffe ganarían vigor con Martín Lutero. El pensamiento de Lutero estuvo motivado, entre otros elementos, por la idea de la suficiencia de la Biblia como revelación divina. Para hacer más accesible esta revelación divina, Martín Lutero publicó la Biblia traducida al alemán en Wittenberg. La primera edición del conjunto completo de libros bíblicos tuvo lugar en 1534, aunque en años anteriores se habían hecho impresiones que contenían partes de la Biblia.

En la Biblia de Lutero, los siete libros deuterocanónicos más los pasajes deuterocanónicos de Daniel y Ester fueron desplazados de ubicación, agrupados y colocados como un apéndice en una sección intermedia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Tales escritos fueron designados allí como apócrifos, seguidos de la explicación de que se trataba de escritos que no eran lo mismo que la Sagrada Escritura, pero que aun así eran útiles y apropiados para la lectura (BROWN; COLLINS, 1990, p.1042). Este apéndice fue posteriormente excluido de las ediciones protestantes de la Biblia. En la Reforma, el canon abreviado aparece expresado en detalle como una lista de 39 libros en confesiones nacionales como la Confessio Fidei Gallicana, 1559, la Confessio Belgica, 1561, la Confessio Anglicana, 1563 y la Confesión de Fe de Westminster, 1646.

En 1546, el Concilio de Trento abordó la cuestión del canon bíblico. En ese momento, él promulgó su decisión a favor del canon veterotestamentario largo. El Concilio de Trento, sin embargo, mantuvo el mismo paradigma cosificado de revelación que, característico del escolasticismo, también defendían John Wycliffe y los reformadores del siglo XVI. El texto del decreto presenta la lista de libros que componen el canon largo del AT con todos los deuterocanónicos (DH 1502).

Al aceptar el canon largo, Trento parece haber conservado la auténtica memoria de la época de los orígenes cristianos, mientras que los otros grupos cristianos [reformados], en un intento de volver al cristianismo primitivo, se contentaron con el canon abreviado de judíos [no cristianos] que, si los investigadores protestantes como A.C. Sundberg y J.P. Lewis tuviesen razón, habría sido creación de un período posterior. (BROWN; COLLINS, 1990, p.1042)

Aproximadamente tres siglos después, en 1870, el Concilio Vaticano I confirmaría la decisión del Concilio de Trento sobre el canon largo (DH 3006 y 3029). En 1965, el Concilio Vaticano II consideraría ya asentada la decisión de Trento con respecto al canon del Antiguo Testamento y, por lo tanto, no vio la necesidad de explicar su contenido. Sin embargo, habiendo dejado de lado el concepto de revelación divina cosificada, el Vaticano II rescató, en la Constitución Dei Verbum, el paradigma personalista de la revelación característico del “depósito de la fe”, es decir, del mismo Cristo y de los apóstoles, así como de la Iglesia en los primeros siglos de la era cristiana. Ahora, teniendo en mente nuevamente esta concepción personalista de la revelación, el Vaticano II alude al hecho de que el texto sagrado escrito en la antigüedad no contiene la lista de los libros canónicos bíblicos y que, para determinar tal lista, es inevitable utilizar una autoridad reveladora viva que no se encuentra en la Sagrada Escritura, sino fuera de ella: “mediante la Tradición, la Iglesia conoce todo el canon de los libros sagrados [… porque] Dios, que en otros momentos  habló, dialoga sin interrupción con la esposa de su amado Hijo” (Dei Verbum n.8).

3 El canon del Nuevo Testamento

Las primeras comunidades cristianas tenían escritos que consideraban sagrados, recibidos de su herencia judía. En su hermenéutica de estos escritos, utilizaron la clave de lectura proporcionada por el evento de la vida, muerte y resurrección de Cristo. Poco a poco estas primeras comunidades empezaron a escribir sus propios textos a la luz del acontecimiento de Jesucristo. La definición de un canon para estos nuevos escritos significó la elección de algunos y la exclusión de otros. El cristianismo en general – ortodoxo, católico y reformado – ha reconocido el canon de 27 libros del Nuevo Testamento durante siglos: cuatro evangelios, más los  Hechos de los Apóstoles, catorce cartas específicas en el corpus paulinum, siete cartas católicas o universales (de Santiago, Pedro, Juan y Judas) y el Apocalipsis de Juan. Hubo un proceso fuera de la Sagrada Escritura cuyo resultado – el canon – no fue escrito por ninguno de los hagiógrafos y no se encuentra dentro de ninguno de los libros de la Biblia. La historia de este proceso en los primeros seis siglos de la era cristiana es compleja. Se debe descartar una hipótesis simplista porque se demostró falsa: la de que en un principio habría habido una fase de reconocimiento pacífico de los 27 libros, pero que habría sido seguida por un período de duda, para finalmente volver al reconocimiento inicial (MANNUCCI, 1983, p.205

3.1 Reconocimiento de los escritos cristianos como sagrados

El sustantivo griego διαθήκη (diathéke) se puede traducir como “alianza” o “testamento”, y καινὴ (kainé) es el adjetivo “nueva”. La kainé diathéke (Nueva Alianza o Nuevo Testamento) es una fórmula importante utilizada por los cristianos desde el principio para referirse al hecho revelador total que se manifestó en el acontecimiento de Jesucristo. En los primeros siglos, la expresión “Nueva Alianza” o “Nuevo Testamento” tenía un alcance más amplio que la designación de los 27 libros del canon del NT, y significaba el acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de Cristo. Por ejemplo, Pablo habla de su actividad misionera diciendo que es “capaz de ejercer el ministerio de la Nueva Alianza [kainé diathéke]” (2Cor 3,6), refiriéndose con esa expresión a la amplia realidad manifestada en el acontecimiento de Jesucristo. Luego recuerda el hecho revelador del antiguo Israel y la Alianza Mosaica registrados en los libros que componen la Torá: “Hasta hoy, cuando [los israelitas] leen el Antiguo Testamento [palaiá diathéke, en el sentido de Antigua alianza…. ] ”(2Cor 3.14). En este pasaje, la expresión “Antiguo Testamento” o “Antigua Alianza” es un “término para designar la Ley [que] fue inventado por Pablo para subrayar que se había superado la revelación hecha a Moisés” (MURPHY-O’CONNOR, 1990 , pág. 820).

En la exposición paulina, la realidad designada como nueva (Nueva Alianza o Nuevo Testamento en el pasaje de 2Cor 3,6) sitúa la reflexión sobre la palaiá diathéke (Antigua Alianza o Antiguo Testamento) en el mismo amplio horizonte de comprensión del término diathéke. Desde el punto de vista de la exactitud de las fuentes, sería un anacronismo pensar que Pablo tuviese allí como implícita una “cosa”, la lista de 27 libros que más tarde se llamaría Nuevo Testamento.

El horizonte más amplio de comprensión de la expresión “Nuevo Testamento” debe mantenerse al considerar la elaboración del canon neotestamentario pues se mantuvo en los tiempos en que se estaba formando. En la era patrística, un autor que utiliza el horizonte más amplio de kainé diathéke es Ireneo de Lyon, en 180 d.C. en Adversus Haereses. En el cuarto y último libro de esta obra, el obispo de Lyon aborda con frecuencia el tema de las dos Alianzas. En Ireneo, la referencia a las dos Alianzas no equivale al uso que hacemos hoy de las fórmulas “Antiguo Testamento” y “Nuevo Testamento”. Él se refiere a los acontecimientos de las dos Alianzas, la del antiguo Israel y la nueva en Cristo, manifestadas en la historia del pueblo hebreo. Por lo tanto, la tesis de que Ireneo inventó la fórmula “Nuevo Testamento” para referirse a la lista de escritos cristianos reconocidos como sagrados no puede sustentarse.

Ya a mediados del siglo II, había testimonios de que los escritos redactados por cristianos eran reconocidos como sagrados. Hay, en las obras de Justino Mártir, claros indicios del reconocimiento de escritos cristianos en la misma categoría de sagrados en la que se encontraban los escritos judíos precristianos (MANNUCCI, 1983, p.203). Al hablar de textos cristianos él se refiere a un conjunto denominado “Memorias de los Apóstoles” en cuyo título el genitivo indica la autoría (FIALOVA, 2016, p.169, 171). Tales “Memorias” eran compuestas por los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan (FIALOVA, 2016, p.173). Justino comenta que estas “Memorias de los apóstoles” se “llaman Evangelios” (Apología I, 66).

La indicación del reconocimiento de la naturaleza sagrada de estos escritos se encuentra a continuación. Justino informa que el “día del sol”, el primer día de la semana, los cristianos de la ciudad y el campo se reunían y hacían “la lectura de las Memorias de los Apóstoles y de los Escritos de los Profetas” (Apología I, 67). Después de estas lecturas, eran compartidos el pan y el vino eucarísticos por el presidente de la celebración y se realizaba la acción de gracias. En Justino, se ve que las “Memorias de los Apóstoles” o “Evangelios” tenían el mismo carácter sagrado que las Sagradas Escrituras que se habían recibido del antiguo Israel (FIALOVA, 2016, p.177).

3.2 La evolución de las listas de textos sagrados cristianos

La lista más antigua de textos sagrados cristianos actualmente conocida es el Fragmento de Muratori. El documento representa el uso, a fines del siglo II en Roma, de los escritos cristianos allí reconocidos como Sagrada Escritura (MANNUCCI, 1983, p.204). Se trata de un fragmento de manuscrito latino del siglo VII en el que faltan las partes inicial y final. La crítica textual indica que fue traducida de un original griego. El Fragmento de Muratori está fechado a finales del siglo II porque se refiere a Pío, obispo de Roma de 140 a 155, como reciente. Los críticos en la línea de Albert Sundberg sostienen que el original del Fragmento de Muratori sería del siglo IV, pero los argumentos no se sostienen (AUWERS; DE JONGE, 2003, p.315). Falta la parte inicial del documento y no habla de los evangelios de Mateo y Marcos, pero Lucas y Juan se mencionan en las primeras líneas como el tercer y cuarto evangelio. Además de los cuatro evangelios y los Hechos de los Apóstoles, la lista establece que las trece cartas paulinas, la Primera y Segunda Carta de Juan, la Carta de Judas y el Apocalipsis de Juan deben ser aceptadas. El documento relata que debe ser aceptado un Apocalipsis de Pedro, pero señala que algunos en Roma lo rechazan. El Fragmento de Muratori no menciona la Carta a los Hebreos, la Carta de Santiago, la Primera y Segunda Carta de Pedro o la Tercera Carta de Juan, e indica algunos libros que no deben leerse en la Iglesia, incluyendo el Pastor de Hermas. (EB 1-7).

Sólo a partir del siglo IV empezó a llegar una consistente diversidad de testimonios sobre el canon del NT. A principios de ese siglo, Eusébio de Cesárea nos da noticia de la lista que habría sido reconocida por Orígenes en la primera mitad del siglo III (MANNUCCI, 1983, p.204). Están en ella presentes los cuatro Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, la Carta a los Hebreos, Apocalipsis, la Primera y Segunda Carta de Pedro (pero arrojando dudas sobre la segunda), tres cartas de Juan (poniendo en entredicho las dos últimas) y un número indeterminado de cartas de Pablo. No se menciona la carta de Santiago o la Carta de Judas (Historiae Ecclesiasticae VI, 25).

En otra parte de su obra, Eusébio aborda el tema de los libros cristianos que serían fidedignos, refiriéndose a ellos como “libros del Nuevo Testamento” (Historiae Ecclesiasticae III, 25). Básicamente, repite el elenco anterior que fue reconocido por Orígenes (MANNUCCI, 1983, p.204). La diferencia es que ahora, hablando por sí mismo, Eusébio comenta que la Carta de Santiago y la Carta de Judas también están en la categoría de dudosas. Testimonia, sin embargo, que ambas estaban siendo empleadas regularmente en varias iglesias (BROWN; COLLINS, 1990, p.1051). Además, advierte de una tercera categoría de libros que, a pesar de ser piadosos, no tienen su origen en el ámbito de los apóstoles, como Hechos de Pablo, Pastor de Hermas, Apocalipsis de Pedro, Carta de Bernabé y las Instituciones de los Apóstoles. Finalmente, enumera una cuarta categoría de obras que se alejaban enormemente de la ortodoxia y que, por lo tanto, deberían ser repudiadas. En esta categoría incluyó una serie de escritos que, recibiendo el nombre de “Evangelios”, fueron atribuidos erróneamente a Pedro, Tomé, Matías y André y difundidos por cristianos herejes. (Historiae Ecclesiasticae III, 25).

Contemporánea a estas listas es la de Cirilo de Jerusalén, aproximadamente del año 350, en la que enumera los libros cristianos que se leían en la Iglesia. Advierte que solo cuatro son los evangelios legítimos. Los otros escritos con ese nombre, como el Evangelio de Tomás, disfrazados “con la tinta exterior y el perfume del nombre del Evangelio, engañan a las almas de los más ingenuos” (EB 10). Cirilo continúa y enumera entre los otros textos legítimos los Hechos de los Apóstoles, la Carta de Santiago, la Segunda y Tercera Carta de Pedro, las tres Cartas de Juan, la Carta de Judas y catorce cartas paulinas (estas sin especificación individual). No menciona el Apocalipsis (EB 10). Una lista como ésta es la elaborada en 360 por el Concilio de Laodicea, que guarda silencio sobre el Apocalipsis de Juan. El canon de Laodicea especifica una a una las catorce cartas paulinas (EB 13).

Otros testimonios relevantes son del mismo período a lo largo del siglo IV. El Códice Vaticano presenta un corpus paulinum en el que faltan la Primera y Segunda Carta a Timoteo, la Carta a Tito y la Carta a Filemón, además de no presentar el libro del Apocalipsis. El Códice Sinaítico, a su vez, presenta los 27 libros del NT más la Carta de Bernabé y el Pastor de Hermas.

Además de los códices con el texto bíblico actual, hay testimonios proporcionados por listas nominales de libros bíblicos sin su texto. Uno de ellos es el Canon de Mommsem. Theodor Mommsen publicó, en 1890, el descubrimiento de una lista esticométrica de los libros bíblicos utilizado por copistas africanos a mediados del siglo IV para calcular el precio de un ejemplar  de la Biblia cristiana (AUWERS; DE JONGE, 2003, p.154) . El Canon de Mommsen no habla de la Carta a los Hebreos, de la de Santiago ni de la de Judas.

En la segunda mitad del siglo IV, se encuentra en Atanasio de Alejandría y en los Sínodos de Roma, Hipona y Cartago una concordancia sobre la lista de 27 libros de origen cristiano para ser leídos en las actividades litúrgicas (MANNUCCI, 1983, p.204). La Carta 39 de Atanasio, escrita en el 367, define un canon detallado del NT (EB 15). El Sínodo de Roma, en el 382, ​​con el Damasi Decretum, muestra un canon detallado idéntico. Él consta de los cuatro evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, de los Hechos de los Apóstoles, las catorce cartas paulinas identificadas una a una y con la Carta a los Hebreos, el Apocalipsis de Juan, la Primera y Segunda Carta de Pedro, una Carta de Santiago, las tres Cartas de Juan y una Carta de Judas (DH 180). El orden de las cartas católicas o universales (de Santiago, Pedro, Juan y Judas) sigue el orden de los apóstoles enumerados por Pablo en Gálatas 2, 9, donde Santiago, Pedro y Juan, en este orden, se conocen como “las columnas de la Iglesia”-, con la carta del apóstol Judas Tadeo insertada posteriormente (AUWERS; DE JONGE, 2003, p.574). El Sínodo de Hipona, en 393, establece la misma lista de libros (EB 17), que el III Sínodo de Cartago, en el 397, repite al pie de la letra (DH 186).

Otros ejemplos siguen a lo largo del siglo V. En el 405, la carta del Papa Inocencio I a Exuperio, obispo de Toulouse, además de enumerar los 27 libros del canon del NT, advierte contra los escritos no genuinos que circulan con los nombres de apóstoles como Matías, Santiago el Menor, Pedro, Juan y Tomé (DH 213). El Códice de Alejandría, de la primera mitad del siglo V, presenta los 27 libros del NT más la Primera y Segunda Carta de Clemente de Roma (BROWN; COLLINS, 1990, p.1050). A finales del siglo V, el Decretum Gelasii menciona los 27 libros del NT uno por uno. (EB 27).

A lo largo del siglo IV, las Iglesias latina y griega se dirigían a un proceso de aceptación del canon neotestamentario de 27 libros. En estos ámbitos, dicha aceptación se consumaría al final de este período (BROWN; COLLINS, 1990, p.1050). Sin embargo, esa no era la situación de las Iglesias en Siria, que utilizaban un canon de 17 libros. En éste, los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron reemplazados por el Diatéssaron de Taciano, que componía en una sola obra la armonización de los cuatro evangelios. También estaban presentes los Hechos de los Apóstoles y un corpus paulinum de 15 obras, con la Carta a los Hebreos y una Tercera Carta a los Corintios. Solo durante el siglo V las Iglesias en Siria reemplazaron el Diatésaron por los cuatro evangelios, suprimieron la Tercera Carta a los Corintios y recuperaron la Carta de Santiago, la Primera Carta de Pedro y la Primera Carta de Juan, pero se quedaron sin la Segunda Carta de Pedro, la Segunda y Tercera Carta de Juan, la Carta de Judas y el Apocalipsis. En una situación análoga se encontraba la Iglesia de Antioquía (MANNUCCI, 1983, p.205). La Iglesia Copta tenía un canon que incluía la Primera y Segunda Carta de Clemente de Roma, como en el Códice Alejandrino. La Iglesia Etíope tenía estas dos cartas y ocho decretos más, para un total de 35 libros. “Estas consideraciones deben dejar claro al estudiante cuánto se está generalizando al hablarse de un canon neotestamentario en la Iglesia de los primeros siglos” (BROWN; COLLINS, 1990, p.1051).

En el segundo milenio, con el predominio del modelo cosificante de la revelación, ya se atestigua el canon tal como se conoce hoy. Esta es la situación en 1441, en el Concilio de Florencia, que enumera el canon del NT con 27 libros (DH 1335). En el Concilio de Trento (1546), esta lista fue retomada y confirmada (DH 1503), como ocurrió en el Vaticano I (1870), que ratifica el canon de Trento, pero sin enumerar los libros individuales (DH 3006 y 3029).  Algo similar sucedió en 1965, en el Concilio Vaticano II (Dei Verbum n. 20).

El alcance de la Reforma Protestante generalmente mantuvo el canon del NT con 27 libros. La Biblia de Lutero traducida al alemán y publicada en su totalidad en el 1534 enumera y trae estos 27 libros. En Inglaterra, la edición inglesa de la Biblia autorizada por el rey Enrique VIII en 1539, titulada La Gran Biblia, tenía el número y la secuencia que hoy es usual para el NT. Este procedimiento continúa hoy, cuando una edición típica de la Biblia protestante trae en el mismo orden los mismos 27 libros del NT de una Biblia católica. La diferencia está en la óptica que se utiliza para acceder a los textos del canon. En la Reforma, tal óptica es el paradigma cosificado de la revelación en el que ésta es comprendida como sola Scriptura. La única revelación divina que está disponible para el creyente antes de su muerte es el texto bíblico que el lector tiene ante sí, como un inmenso depósito de palabras divinamente reveladas.

Conclusión

La revelación judeocristiana, desde su origen más remoto, tuvo el carácter del paradigma personalista, según el cual lo que se revela es, sobre todo, Alguien que, en la plenitud de ese proceso revelador, se manifestó en la persona de Jesús de Nazaret. Este fue el paradigma de la revelación del mismo Cristo y los apóstoles. Es este Alguien – Christus praesens, Cristo presente – quien sigue revelándose más tarde y en el tiempo presente, aunque lo que venga ahora a mostrarse ya se haya revelado antes en el tiempo de la revelación fundamental. La Sagrada Escritura definida sobre la base de un canon es el registro de esta revelación fundamental que culmina en Cristo. Ella es el registro que guía y orienta con seguridad el encuentro actual con el propio Cristo vivo. Eventuales incertidumbres sobre algunos de sus pasajes no testifican en contra de su carácter sagrado. Más bien, dan fe de que la Biblia, como Palabra de Dios subordinada, está en una relación de dependencia total en relación con Aquel que es la Palabra de Dios por excelencia, Jesús de Nazaret.

El estudio del canon de la Sagrada Escritura gana en calidad cuando se deja de lado el paradigma cosificado de la revelación, según el cual lo que Dios habría pasado de lo divino a lo humano serían palabras exactas conteniendo sus textos revelados en una precisa grafía y fraseología . Si bien el estudio de los manuscritos antiguos muestra que los textos de la Sagrada Escritura no han sufrido cambios fundamentales desde la antigüedad, también demuestra que existieron diferentes versiones de los textos sagrados utilizados por los judíos en el período del Segundo Templo (entre 520 a.C. y 70 d.C.), así como entre los cristianos del primer siglo. Los textos de esa época no siempre son absolutamente idénticos a textos posteriores como el texto masorético y los pergaminos griegos. Algunos están más cerca del texto griego de la Biblia de los Setenta, e incluso del Pentateuco samaritano. Tales diferencias, lejos de ser vistas como errores, falsificaciones o invenciones por copistas o traductores, sólo indican la insuficiencia del paradigma de la revelación. Es la concepción moldeada por tal paradigma -que no fue el de Cristo y los apóstoles- la que requeriría un rigor absoluto de letras, grafías y fraseologías determinadas por el canon de los libros sagrados.

César Andrade Alves SJ. Facultad Jesuita de Filosofía y Teología – Belo Horizonte, Brasil. Texto original en portugués. Postado en diciembre de 2020.

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