Religión y religiones en la Biblia

Índice

Introducción

1 La religión de Israel en su contexto religioso y cultural

1.1 La religión de los patriarcas y matriarcas

1.2 Religión en la Monarquía

1.3 Religión en el exilio

1.4 Religión en el período persa

1.5 La religión en el período helenístico

2 La religión cristiana del Nuevo Testamento en su contexto religioso y cultural

2.1 Jesús de Nazaret, encarnado, crucificado y resucitado

2.2 El movimiento de Jesús y las primeras comunidades cristianas

2.3 Comunidades en Asia Menor, Grecia y Roma

2.4 Iglesias cristianas

Referencias

Introducción

El tema es amplio y complejo, ya que abarca el judaísmo y el cristianismo, con sus relaciones mutuas, en interacción con innumerables sistemas religiosos diferentes. Al mismo tiempo, la unidad de la religión bíblica está asegurada por un hilo conductor que atraviesa el canon establecido y aceptado conocido como Antiguo y Nuevo Testamento, que comprende la Biblia hebrea y las Escrituras cristianas. Para comprender la interacción con otras religiones son útiles las aportaciones de la arqueología y otros documentos, correspondientes a las épocas de la historiografía bíblica. El análisis está guiado por una lectura crítica y completa.

El tema también es amplio y complejo porque involucra Teología e Historia. Desde un punto de vista teológico, la religión bíblica parte del dato revelado, la fe en Dios que se manifiesta a la humanidad. Desde un punto de vista histórico, esta religión se encarna en un determinado contexto cultural, sufre adaptaciones y evoluciona, en un proceso de asimilación y purificación. El análisis propone establecer un puente entre Teología e Historia, sin perjuicio de una u otra.

El tema es amplio y complejo, más aún, porque el texto bíblico que tenemos a nuestra disposición, en su redacción final, es el resultado de un largo período de tradición vivida, narrada y escrita, que abarca más de un milenio. Como resultado, el Antiguo Testamento presenta una religión revelada, monoteísta, yahvista. Esta religión prepara la del Nuevo Testamento, la revelación plena en Jesucristo, el mesías encarnado como salvador de la humanidad, con la propuesta del Reino de Dios, realizada a través de su Iglesia. El análisis propone una lectura diacrónica que explica la elaboración de este proceso histórico.

1 La religión de Israel en su contexto religioso y cultural

La religión dominante, que podemos llamar la religión de Israel (judaísmo), es evolutiva e internamente plural, en confrontación con el mundo religioso interno (tradiciones cananeas e israelitas antiguas) y externo (desde las religiones egipcias y mesopotámicas hasta las persas – iraníes). – y helénico-romanas).

Esta dinámica de la religión de Israel pasa por varias etapas, según el proceso evolutivo del pueblo bíblico. Estas etapas están condicionadas por importantes acontecimientos históricos y contactos con distintas civilizaciones. Los estudios que presentan la “Historia de la Religión de Israel” establecen una periodización más o menos similar, como sigue en esta presentación: pre-estado, estado, exilio, período persa y período helenístico (ALBERTZ, 1999; FOHRER, 1982; GUNNEWEG, 2005; RENCKENS, 1969).

1.1 La religión de los patriarcas y matriarcas

Los orígenes de Israel y su religión deben remontarse a la tierra de Canaán, a partir del sistema tribal familiar. Fue dentro del territorio cananeo y en su contexto cultural donde se desarrolló la religión de los hebreos, con la participación de diversos grupos tribales del exterior, además de la influencia de las religiones de los pueblos vecinos (SCHWANTES, 2008, p. 31-33).

La prehistoria de Israel se caracteriza por el tribalismo, un sistema que continuó resistiendo incluso bajo regímenes posteriores. La tribu representa a la familia extensa, es decir, cada tribu está formada por clanes que, a su vez, agrupan a varias familias. La liga tribal se basa en la consanguinidad, aunque puede integrar diferentes clanes. Estos grupos han resistido durante milenios, como seminómadas o sedentarios, que viven en las estepas, en los márgenes de las ciudades. Su sustento básico es el pastoreo. También se les conoce como grupos abrahámicos, por tener al personaje Abraham como su principal representante (GERSTENBERGER, 2007, p. 32-33).

En este sistema, los eventos más valorados son los relacionados con la vida familiar, como el nacimiento, la circuncisión, el matrimonio y el entierro. El culto suele ser ejercido por un miembro de la familia, que puede ser el padre, como Abraham (Gn 17,23), o las mujeres o madres, como Séfora (Ex 4,24-26), ya que todavía no hay un sacerdocio organizado. El altar se construye como lugar de culto, sagrado, pero provisional, como típico de los pueblos migrantes, a ejemplo de Abraham, que construye altares conmemorativos (Gn 12,7.8). Si bien el altar es el lugar del rito, las columnas de piedra son memoriales de eventos importantes en la vida de la persona o tribu, como hizo Jacob (Gn 35,14). El culto está ligado a elementos de la naturaleza, como los robles de Mambré, en los relatos de Abraham (Gn 13,18) y los altares de piedra, como en la prescripción del código de la alianza (Ex 20,25). No faltó el culto a las divinidades domésticas, llamadas terafín, como las que Raquel tomó de su padre (Gn 31, 19.30). (SCHWANTES, 2008, p. 81-83).

Con el sedentarismo se establecieron lugares sagrados, santuarios alrededor de los cuales se confederaban las tribus, en una organización conocida como anfictionia, término griego que etimológicamente significa habitar alrededor. Así se conocen los santuarios de Siquem, Betel, Hebrón y Beerseba, entre otros. En Siquem, Abraham construyó un altar como memorial de su experiencia con Dios (Gn 12, 6-7). Betel recuerda especialmente a Jacob, porque allí se le apareció Dios, llamado El-de-Betel (Gn 31,13; 35, 7). Hebrón está asociado con Abraham, Isaac y Jacob (Gn 35,27). Beerseba era un antiguo lugar de culto cananeo y pasó a recordar a los patriarcas y matriarcas (Gn 21.1-34) (RENCKENS, 1969, p. 69-76).

¿A qué dios o dioses adoraban las familias y tribus en el período prehistórico de Israel? No hay evidencia de la invocación o presencia del Dios Yhwh[1] en estos orígenes. Los textos bíblicos que lo mencionan se redactan más tarde y reflejan el monoteísmo yahvista que prevaleció más tarde. Tampoco hay evidencia de monoteísmo o henoteísmo en tiempos patriarcales. Dos textos mencionan claramente que los antepasados ​​adoraban a otros dioses. A Moisés, Dios le dice que se apareció a Abraham, Isaac y Jacob como El Shaddai, y confirma: “Pero por mi nombre, Yhwh, no me conocían” (Ex 6, 3)[2]. En palabras de Josué: “Más allá del río habitaban en otra época vuestros padres, Tarah, padre de Abraham y de Nacor, y servían a otros dioses” (Jos 24, 2). Hay textos que hacen referencia a una ruptura con diferentes divinidades. Jacob propone a su familia: “Expulsad los dioses extranjeros que hay entre vosotros, purificaos y cambiad vuestra ropa” (Gn 35, 2). En la llamada asamblea de Siquem, Josué propone al pueblo: “Echad a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres al otro lado del río y en Egipto, y servid a Yhwh” (Jos 24,14). Hay testimonio de cultos privados, “sacrificios en los huertos, quemando incienso sobre ladrillos” (Is 65,3); con la mención de los dioses arameos, “preparáis una mesa para Gad, ofrecéis mezcla en copas llenas a Meni” (v. 11). Hay detalles de la adoración a Ishtar, la reina del cielo, probablemente diosa familiar, por parte de mujeres que declaran: “Porque continuaremos haciendo todo lo que prometemos; para ofrecer incienso a la reina del cielo y hacer sus libaciones, como solíamos hacer nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén “(Jr 44,17) (GERSTENBERGER, 2007, p. 66-80).

La presencia de deidades femeninas se encuentra en otros textos. Las palabras de Yhwh a Gedeón ordenan: “Toma el toro de tu padre, el toro de siete años destruye el altar de Baal que pertenece a tu padre, y rompe a Asherah junto a él” (Jc 6,25). La presencia de Asherah, que algunas Biblias traducen como “poste sagrado”, en realidad se refiere a una diosa también conocida como Astarté, en otros textos bíblicos (Jc 2,13), identificada como la diosa del amor y la fertilidad, consorte de Baal y, según hipótesis arqueológicas, del propio Yhwh (CORDEIRO, 2007, p. 1-22).

Cada una de las diferentes familias o clanes tenía sus propias divinidades, como atestiguan algunos textos. En el marco literario de la autopresentación divina, Yhwh aparece como: “el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3, 16). Esta referencia al Dios (elohim) de cuatro personas parece referirse a cuatro experiencias diferentes de Dios, o posiblemente a cuatro entidades religiosas diferentes. Estas experiencias se resumen en la expresión “Dios de los padres” (Ex 3,13). Además de estar asociados con diferentes personas, estas deidades tienen sus propios epítetos. Al Dios de Isaac se le conoce como el “Temor de Isaac” (Gn 31, 43.53); el Dios de Jacob es el “Fuerte / Fuerte de Jacob” (Gn 49,24; Is 49,26; 60,16; Sal 132,2.5). El Dios de Abraham estará asociado con el “Dios Todopoderoso” (Gn 17, 1). Así, tendríamos tres experiencias religiosas o tres teologías diferentes, cuya memoria se conservó en los textos bíblicos (SCHWANTES, 2008, p. 75-83).

Esta religión prehistórica, así como en otras etapas de la historia de Israel, está marcada por influencias de innumerables pueblos vecinos. Se menciona a los arameos, como en las historias de Jacob (Dt 26, 5; Gn 24-36); de madianitas, como en la familia del suegro de Moisés, Reuel o Jetro (Ex 2,16-22), también llamado Hobab el kenita (Jc 1,16; 4,11) y quizás con otras regiones como el norte de Arabia (SCHMIDT, 2004, p. 19).

El monoteísmo yahvista, que forma la redacción final del Antiguo Testamento, comienza con el evento del éxodo, asociado con la teofanía del Sinaí. Anteriormente, los padres y madres de Israel adoraban a El, que era el dios principal del panteón cananeo, y que más tarde se identificó con Yhwh. Muchos hebreos adoraban al dios cananeo Baal, posterior archirrival de Yhwh. La propia descripción de Yhwh representa a un dios de la tempestad, más acorde con el imaginario cananeo. El Dios Yhwh, por cierto, está asociado con el contexto del suegro de Moisés, Jetro, sacerdote de Madián (Ex 18, 1-12). El culto al Dios del Éxodo pudo haber llegado a Israel, por tanto, por el grupo de esclavos liberados de Egipto, o incluso por los mercaderes madianitas (RÖMER, 2016, p. 72-73).

Por lo tanto, se puede concluir que la adoración de Yhwh es anterior a Israel y proviene de fuera de Canaán. “Yhwh vino del Sinaí, amaneció para ellos desde Seir, brilló en el monte Pharan. De los grupos de Cades llegó a ellos, desde el sur hasta las faldas” (Dt 33, 2). Esta región del sur corresponde al territorio ocupado por los madianitas, kenitas, beduinos de Shasu. Alrededor de este Dios de la montaña, los hebreos habrían desarrollado el culto del Sinaí. Este culto está asociado con la ley divina, en el Código de la Alianza. Esta tradición del Sinaí se asoció más tarde con la tradición del Éxodo. El Dios de la montaña, manifestado en los fenómenos de la naturaleza, llegó a ser adorado como el Dios de la historia, liberador de la esclavitud en Egipto. (SILVA, 2004, p. 75-80).

1.2 Religión en la Monarquía

La confederación de tribus hacia una unidad ideal se consolidó en torno a un régimen específico, conocido como el período de los jueces, con una duración histórica de dos siglos, más o menos entre 1220 y 1040 a.C. y persistiendo durante los siglos venideros. Este movimiento de unificación tribal corresponde a un proceso de sedentarización y, en conjunto, de identificación cultural y religiosa. Los relatos bíblicos, principalmente de los libros de Josué y Jueces, presentan este proceso como una lucha por la conquista de la tierra, con la ayuda de la acción divina.

En todo caso, asentado en la tierra, este Israel siente la necesidad de un régimen monárquico, con un rey que ejerza la justicia, “como ocurre en todas las naciones” (1Sm 8, 5). La monarquía surgió, por tanto, como una imitación de los reinos circundantes, con varios intentos, que culminaron con la unción de Saúl, seguida de David y Salomón. Después de este tiempo de monarquía unida, que habría durado alrededor de un siglo, más o menos desde el 1040 al 930 a.C., el reino se divide entre el norte de Israel y el sur de Judá.

La monarquía introduce cambios en todos los sentidos en la vida de Israel. Desde un punto de vista político, el estado reemplaza al clan. El Estado, a su vez, se consolida como única instancia política y jurídica. En el aspecto económico, aparece la práctica de la tributación, con la concentración de bienes y productos y, especialmente, con la recaudación de impuestos. Se desarrolla el comercio centralizado por el estado.

La religión se ajusta al nuevo modelo político por un lado y la monarquía se ajusta a Dios Yhwh por el otro. El gobierno monárquico adquiere un carácter sagrado, como los reinos vecinos. El rey se presenta a sí mismo como el representante de la divinidad. Dios es el protector del rey y el pueblo se convierte en propiedad de Dios. El santuario y el templo pertenecen al rey. El sacerdocio se articula como poder y como instancia de apoyo al gobernante (SCARDELAI, 2008, p. 23-25).

La práctica religiosa de este período está marcada por el sincretismo. La población originaria de Canaán tenía una religión típicamente campesina, con variaciones de la pareja divina Baal y Astarté, que se adaptaba a las diferentes necesidades de la vida. Las manifestaciones religiosas estaban vinculadas a los fenómenos de la naturaleza y los ciclos de la vida humana y las actividades agrícolas. No faltaron prácticas degeneradas como la prostitución y el sacrificio de niños. En este entorno campesino, era difícil para el Dios de los nómadas competir con las divinidades sedentarias. (RENCKENS, 1969, p. 162-163).

La realeza de Israel, sin embargo, intenta adaptarse al yahvismo. Yhwh era Dios del desierto y la tormenta, al principio, habiendo asumido el papel de liberador de la esclavitud, en Egipto, luego un guerrero valiente, en la conquista, y ahora asume la función de campesino, en un estilo de vida sedentario. Mientras que la monarquía de Israel imita a la de las naciones vecinas, incluido el apoyo de sacerdotes y profetas de palacio, el culto a Yhwh le da una diferencia. Como Gedeón respondió a la gente, en un intento de establecer la realeza: “No seré yo quien reinará sobre vosotros, ni mi hijo, porque es Yhwh quien reinará sobre vosotros” (Jc 8,23). Esta convicción de que sólo el Señor es rey garantizará lo diferencial en la orientación de los distintos gobernantes de la nación. En vista de esto, el rey es el representante de Dios, pero está sujeto a la ley divina. Tiene el poder ejecutivo y judicial, pero no el legislativo, ya que la Ley fue dictada y le correspondía al rey ejecutarla (RENCKENS, 1969, p. 172).

La profecía asegura al yahvismo como la religión de Israel durante la secuencia de varios monarcas. También hubo profetas en otras monarquías de la época, pero con la función de brindar apoyo a la propia realeza. En Israel, los profetas asumen un papel crítico, para anunciar la propuesta divina y denunciar los excesos de los reyes[3].

La profecía de Israel hizo una contribución única a la historia, con su mensaje centrado en la justicia. Ante esto, los profetas se convirtieron en guardianes del yahvismo, la conciencia crítica de la monarquía, desde el principio. El profeta Samuel reprocha al rey Saúl su desobediencia (1Sm 15,24); tal como Natán denuncia a David (2Sam 12, 1-10); y Ahías de Silo apoya la revuelta contra Salomón (1 Rs 11,29-31). Esta tradición profética continúa a lo largo de la monarquía, con picos crecientes en tiempos de mayor crisis.

Elías representa un momento particular del choque entre el yahvismo y el baalismo, a mediados del siglo IX a. C. En ese momento, las deidades Baal y Asherah vieron aumentado su culto en Israel, gracias al matrimonio del rey Acab con la reina Jezabel, hija del rey de Tiro. El profeta Elías ataca al rey Acab y a la casa real: “Yo no soy el azote de Israel, sino tú y tu familia, porque has abandonado a Yhwh y has seguido a los Baales” (1 Rs 18,18). Desafía a los profetas de Baal en el monte Carmelo (1 Rs 18, 20-40). Condena a la reina por el soborno, asesinato y robo contra el dueño de la viña Nabot (1 Rs 21, 17-24). Las acciones de Elías, ante una reforma yahvista, continúan con Eliseo, a quien transfiere su manto profético, y con grupos conocidos como “hijos de profetas” o “hermanos profetas” (2 Rs 2, 7-18).

Este aumento del yahvismo se verá reforzado en el norte por las profecías de Amós y Oseas un siglo después, a mediados del siglo VIII a. C. Amós se precipita como león rugiente (Am 3,8), contra el santuario del rey en Betel, y contra su sacerdote Amasías (Am 7,10-17). Denuncia los crímenes de las naciones vecinas (Am 1-2) y del propio Israel, ya sea corrupción, soborno y explotación de los débiles. Anuncia el día de Yhwh como un día de tinieblas (Am 5, 18-20). Propone una ética diferente, basada en la justicia, que será una diferencia constante en la tradición religiosa de Israel, y se puede resumir en la formulación de Amós: “Corra la ley como agua y la justicia como río impetuoso” (Am 5, 24). Oseas alza la voz en el mismo tono y en el mismo contexto histórico, a través de la metáfora de la prostitución, “porque la tierra se ha prostituido constantemente, alejándose de Yhwh” (Os 1,2). De ahí la crítica a los cultos cananeos (Os 4,12-14); a las solicitudes de ayuda de Egipto y Asiria (Os 7,8-12); a la práctica religiosa exterior, sin coherencia con la vida (Os 8,11-14). Toda esta situación lleva al profeta a concluir, en el nombre del Señor: “Porque es amor lo que quiero y no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas 6, 6).

Mientras tanto, el profeta Isaías trabaja en el sur, durante un largo período, entre el 740 y el 700 a. C., y observa el ascenso de Asiria sobre Israel y Judá. Sus críticas inicialmente se centran en la corrupción generalizada de Judá (Is 3, 1- 15); luego, contra las alianzas con Israel y Siria (Is 7, 1-9); luego contra la sumisión de Judá a Asiria (Is 20,1-6); y, finalmente, sobre la fallida invasión de Jerusalén por Asiria (Is 14, 24-27). Con la caída de Samaria, el imperio asirio destruyó el reino del norte y con sucesivas incursiones militares redujo el sur al vasallaje. Con esto, los cultos extranjeros, especialmente los asirios, se introdujeron en los santuarios del norte, pero también en Jerusalén. El intento de Ezequías de reforma político-religiosa no impidió que las deidades cananeas, como Baal y Astarté, continuaran, ni la introducción de otras extranjeras como Ishtar, Shamash, Tamuz, con prácticas como la prostitución sagrada y el sacrificio de niños, llevando a la consecuente degradación moral.

Como concluyen las denuncias proféticas, durante la monarquía, el culto a Yhwh estuvo lejos de ser unánime. Lo que hace oficial el yahvismo es la reforma de Josías alrededor del 622 a. C. El rey aprovecha un período de auge del imperialismo asirio para emprender una reforma político-religiosa en el reino de Judá. Esta reforma se basa en el libro de la Ley o libro de la alianza (2 Rs 22-23), identificado con Deuteronomio, y se expresa en la teología deuteronomista, que se resume en tres pilares: un solo Dios, Yhwh; un templo central, Jerusalén; y un rey gobernante, de la dinastía de David. Esta teología reafirma las tradiciones yahvista, como las promesas a los patriarcas, la liberación de Egipto, la posesión de la tierra y la alianza con David, expresada en la profesión de fe (Dt 26, 5-10). El Templo de Jerusalén centraliza exclusivamente el culto a Yhwh (Dt 12,5). Esta estabilidad se refiere a la alianza del Señor con el rey David, un modelo ideal, según la tradición bíblica dominante (2Sm 7,1-17). Las consecuencias de la reforma de Josías para los cultos populares se describen en 2 Rs 23 y se resumen en la demolición de santuarios, destrucción de objetos de culto, remoción de sacerdotes, prohibición de los cultos de Baal y Asherah, las estrellas y otras deidades (NAKANOSE , 2000).

En un balance general de la vida religiosa de Israel, durante la monarquía, se pueden ver diferentes influencias. De Egipto, Israel heredó el modelo de monarquía, con todo su aparato institucional y con la ideología que lo sustentaba, y que se refleja en la historia de los reinos, en la literatura sapiencial y en innumerables tradiciones relacionadas con los reyes. De Mesopotamia heredó narrativas de orígenes, estructuras de algunos Salmos, poesías como Job y tradiciones legales. De Canaán, la representación de Dios como rey y las tradiciones de la lucha contra el caos (SCHMIDT, 2004, p. 20).

1.3 Religión em el exilio

El exilio babilónico marca el siglo VI a.C., con la deportación de oleadas de la población de Judá, principalmente ligadas a la élite. El drama histórico deja a la nación sin territorio, sin gobierno y sin Templo. Pero no sin fe. Es en el exilio donde se siente el efecto de la reforma de Josías. Si no hay territorio, se da la posibilidad de crear otros lazos de unión. Si no hay rey, es hora de reforzar el señorío de Yhwh. Si no hay templo, es una oportunidad para valorar el libro de la Ley. Si no hay sacerdocio, se valora la profecía. Babilonia es el entorno en el que se fortalece la religión de Israel, con prácticas renovadas de fe. “Es un hecho muy notable que la ruina de Israel no constituye al mismo tiempo el fin de su religión. No solo la historia de la religión de Israel aún no ha terminado, sino que es ahora que definitivamente comienza”(RENCKENS, 1969, p. 181).

La caída de Jerusalén se describe en 2 Rs 25,8-30, con el incendio del Templo, el palacio real y los edificios principales, con el saqueo de los objetos sagrados y con el arresto de sacerdotes y jefes. La descripción de la caída concluye con la declaración: “Entonces Judá fue desterrado lejos de su tierra” (2 Rs 25,21). Luego escribe una palabra sobre el remanente, los campesinos de Judá, llamados “la gente de la tierra” (2 Rs 25, 22-24), y otra sobre el grupo que fue deportado a Egipto. (2Rs 25,25-26).[4]

La situación del remanente en Judá se puede entender a partir del libro de Lamentaciones, una especie de recopilación de cantos fúnebres, lamentaciones individuales y colectivas. Reflejan el sufrimiento de la gente, ancianos abandonados, viudas indefensas, niños hambrientos. Se refieren a la destrucción de Jerusalén y tienen su entorno vital en los escombros del Templo. Constituyen “una especie de ‘cancionero’ de celebraciones litúrgicas junto a las ruinas del templo de Jerusalén” (SCHWANTES, 2009, p. 57).

La situación de los refugiados en Egipto se encuentra en Jr 42-45. El propio profeta acompañó al grupo y allí pronunció palabras de aliento y esperanza, además de denunciar las prácticas sacrificiales a la reina del cielo y otras abominaciones (Jr 44).

La situación de los deportados a Babilonia es la que revela más datos sobre la experiencia religiosa en ese momento. Se puede ver en las palabras del salmista: “A orillas de los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia por Sión” (Sal 137,1). La experiencia religiosa de los tiempos exílicos está registrada por las palabras y acciones de dos grandes profetas, Ezequiel y un discípulo de Isaías, conocido como Segundo Isaías o Deuteroisaías (Is 40-55).

Ezequiel era un sacerdote de la élite de Jerusalén y fue llamado a profecía en tierras de exilio, un hecho sin precedentes se convierte en el primer profeta en actuar fuera de la tierra de Israel (Ez 1, 3). El sacerdote se convierte en profeta, otro hecho extraordinario y, en esta condición, comienza a animar a las comunidades exiliadas (3,15; 8,1; 14,1 …). La gloria del Señor, que antes se manifestaba en el Templo de Jerusalén, ahora se traslada a ese valle (3,23), al río Cobar (Ez 1,3; 3,15,23). Con eso, la visión profética se expande y reconoce la presencia de Dios en medio de un grupo de esclavos. La salvación, en esta perspectiva, está en el exilio, no en Judá, que fue un pueblo rebelde (2,5; 12,2-3) y practicaba la abominación (6,9; 8,6). Ezequiel denuncia al rey (17), a los profetas (13), al Templo (8) y a la élite (22: 23-31). Su propuesta incluye un nuevo David, justo y dedicado a los pobres (34, 23-24; 37,24); un nuevo templo, controlado por sacerdotes, no políticos (40-48); un nuevo éxodo, con el regreso de los dispersos a la tierra de Israel (20,42; 36,24; 37,12). En esta visión de esperanza, los retornados serán purificados (36,25; 37,23). Los fracasos de antaño serán superados, de cara a una recreación radical, “a causa de mi santo nombre”, dice el Señor (36,22). La nación será reconstruida, con el efecto del Espíritu, capaz de avivar un valle de huesos secos (37). El profeta rompe la teología de la retribución, que justificaba los males y, específicamente, la destrucción de Judá, como castigo de Dios. En este sentido, desaprueba el proverbio que dice: “Los padres comieron uvas agrias pero los dientes de los hijos tienen la dentera” (18, 2); y agrega: “¡Sí, el que peca es el que muere! El hijo no sufre el castigo de la iniquidad del padre, como tampoco el padre sufre el castigo de la iniquidad del hijo: la justicia del justo le será imputada a él, como la iniquidad del impío le será imputada a él.” (18,20). (SCHWANTES, 2009, p. 75-92).

Deuteroisaías (Is 40-55) da un paso más. Representa a un profeta o una profecía comunitaria, portavoz de los grupos exiliados. Comienza proclamando: “Consuela, consuela a mi pueblo … di que su servicio está hecho, que su iniquidad está expiada” (Is 40, 1-2). El exilio fue un período de purificación, pero los pecados han sido borrados (43, 25-28). Lo que ahora está a la vista es una recreación (43,1), un nuevo éxodo (43,16), con el regreso a la tierra de Israel (48,20; 52,11-12). En esta liberación, la gloria de Yahvé se manifiesta (40,5), a través de la acción de Ciro, el ungido (45,1) (SCHWANTES, 2009, p. 92-108).

En el reino del exilio, Babilonia se convirtió en el punto de referencia para la renovación religiosa. En una carta enviada por Jeremías, desde Jerusalén, a los líderes del exilio, propone que reconstruyan la vida en esa nueva realidad, con la construcción de casas, la siembra de cultivos, realización de bodas y la vida social normal: “Buscad la paz de la ciudad adonde os he desterrado, y rogad al SEÑOR por ella; porque su paz será tu paz”(Jr 29,7). En este contexto, las personas deportadas pueden organizarse en colonias, conservar el derecho de ir y venir, trabajar en el campo. Pueden mantener su idioma, costumbres y, sobre todo, sus prácticas religiosas, que aseguran su identidad como pueblo.

En el contexto religioso del exilio, el yahvismo se afirma como el dominio de un solo Dios, por lo tanto como monoteísmo, para ser reafirmado en el período posterior al exilio, de manera absoluta y exclusiva, con el regreso de la élite sacerdotal. En boca de  Deuteroisaías  se coloca esta profesión de fe: “Yo soy Yhwh, y no hay nadie más, fuera de mí no hay Dios” (Is 45,5). El Dios de Israel gana fuerza, precisamente en el enfrentamiento con el dios babilónico Marduk, mientras asume atributos de esa deidad (REIMER, 2009, p. 48-50).

La ausencia de un lugar sagrado para la celebración de los servicios da lugar a encuentros en torno a la palabra, que adquieren mayor importancia en ese contexto. Independientemente de la ubicación geográfica, el yahvismo se puede practicar en cualquier contexto en el que las personas se reúnan. Ezequiel informa varias de estas reuniones (Ez 8,1; 14,1; 20,1). Posiblemente allí se pusieron las raíces de la sinagoga, institución que surgirá más tarde, con los edificios adecuados.

La observancia del sábado, una antigua tradición de los hebreos, se convierte en un rito destacado para los grupos exiliados. De hecho, el sábado se convierte en una insignia de la identidad de ese pueblo, ya que los babilonios no lo conocían. Con razón, Ezequiel recomienda: “Debes santificar mis sábados, para que sean una señal entre tú y yo, para que se sepa que yo soy Yhwh tu Dios” (Ez 20,20).

La circuncisión se convirtió en otra práctica fundamental para distinguir al pueblo del Señor. Habiendo sido una práctica común en Canaán, la circuncisión no se imponía en Mesopotamia, por lo que, para las personas en el exilio, se convirtió, junto con el sábado, en “una señal de la alianza” (RENCKENS, 1969, p. 231).

Sin embargo, la religión babilónica constituía una fuerte amenaza para el yahvismo. El dios Marduk era celebrado con pomposas procesiones y se presentaba victorioso, hasta el punto de que había derrotado al pueblo de Israel. No faltó quien, en sus hogares, erigiesen imágenes de los dioses babilónicos (Ez 14,1-11), o consultas con hechiceras de la magia de aquellas divinidades (Ez 13,18) (FOHRER, 1982, p. 285- 286).

A pesar de ello, el yahvismo resistió, se fortaleció y se recreó en el ambiente del exilio. Allí se cultivó y amplió el libro, que más tarde se denominaría Biblia. La palabra de Dios alimentó la vida espiritual, con la reinterpretación de las antiguas tradiciones, con la aplicación de leyes y mandamientos y con nuevos conceptos sobre Dios y sobre el pueblo. En el exilio se amplió el libro de la Ley, que básicamente constituye el Deuteronomio; se revisó la Obra Histórica Deuteronomista (Josué-Reyes); y se completó el Código de Santidad (Lv 17-26) (FOHRER, 1982, p. 388-390).

En el exilio babilónico, la religión de Israel fue completamente rehecha. Esta renovación constituyó una nueva creación: “Así dice Yhwh, tu redentor, el que te modeló desde el vientre de tu madre: Yo, Yhwh, hice todo” (Is 44, 24); nueva historia: “No te acuerdes de las cosas pasadas” (Is 43,18); nuevo éxodo: “He aquí que voy a hacer algo nuevo” (Is 43,19); nueva alianza: “Concluiré con ellos una alianza de paz, que será pacto eterno” (Ez 37,26). La esperanza para el futuro comienza a tomar contornos escatológicos, con visiones de una era futura de redención y liberación. La idea del pueblo de Dios sufre cambios radicales. La salvación es para un “resto”: “Entonces el resto de Sion y el resto de Jerusalén serán llamados santos” (Is 4,3; Sf 3,13); Dios rescata a la nación de las cenizas: “No temas, gusano de Jacob, y tú, gusano de Israel” (Is 41,14); el Mesías es un siervo sufriente, solidario con los esclavos de Babilonia: “Yhwh quiso herirlo, someterlo a la enfermedad. Pero si ofrece su vida como sacrificio por el pecado, ciertamente verá una descendencia, prolongará sus días y, a través de él, triunfará el designio de Dios ” (Is 53,10).

1.4 Religión en el período persa

La entrada del ejército de Ciro en Babilonia en 539 a. C. inaugura el imperio persa e introduce diferentes tácticas políticas y religiosas. Esta política de tolerancia permite la repatriación de los pueblos exiliados y la práctica de su religión. La administración política y legal persa está a cargo de las provincias, llamadas satrapías, con un sátrapa a la cabeza de cada una. Se mejora el sistema económico fiscal, incentivando la circulación de la moneda. Esto acentúa la explotación, la deuda y la esclavitud. La sociedad mixta, resultado de la política de repatriación, aumenta las diferencias sociales, legado de los babilonios. La religión oficial del imperio persa se basa en la tolerancia, lo que permite a cada pueblo practicar su fe y seguir sus costumbres. En el propio Imperio Persa, la práctica relig iosa persiste con un énfasis escatológico, con desdoblamientos de Zoroastro, mesianismo, dualismo, juicio y resurrección.

Este nuevo contexto permite el regreso de los exiliados y favorece la reconstrucción de Judá, por lo que el nuevo emperador será saludado como “pastor” (Is 44,28) y como “mesías” (Is 45,1). De hecho, el edicto de Ciro de 538, informado al final de 2 Crónicas y al comienzo de Esdras, corresponde a la ideología de la política persa. Habiéndose liberado la posibilidad de reconstrucción, se presentan varios proyectos, no exentos de conflictos y oposiciones.[5]

“En el primer año del rey Ciro, el rey Ciro ordenó: Templo de Dios en Jerusalén. El templo será reconstruido para ser un lugar donde se ofrezcan sacrificios y sus cimientos deberán ser restaurados” (Esd 6, 3). De hecho, el Templo de Jerusalén fue reconstruido en cinco años, desde el 520 al 515 a.C. Diversas fuerzas convergieron en la propuesta de la recuperación, la adoración y los sacrificios del sacerdocio. Con el apoyo del imperialismo persa, colaboran Zorobabel, descendiente del rey de Judá; Josué, descendiente del sumo sacerdote de Jerusalén; Esdras, escriba y representante del rey de Persia; Nehemías, gobernador de Judá, designado por el rey de Persia; los profetas Ageo y Zacarías. El proyecto de reconstrucción reunió claramente a las élites colaboracionistas, para unir trono y altar, política y religión, en una especie de sistema teocrático. En la competencia para identificar quién era el verdadero Israel, el grupo dominante obtuvo el apoyo de una gran parte de la gente para construir el llamado segundo Templo. Se recuperó la teología de la retribución, para justificar que el sufrimiento del pueblo era un castigo de Dios, por haber abandonado el Templo en ruinas (Ag 1,3-11); o que se debió a matrimonios con mujeres extranjeras (Esd 9, 1-2; 10, 2.10). La ideología que sustenta este proyecto exclusivista se expresa en la teología deuteronomista, ahora intensificada (VASCONCELLOS; SILVA, 2009, p. 161-170).

En resumen, la propuesta religiosa oficial propone el estricto cumplimiento de la Ley, explicada por Esdras y los levitas (Neh 8,1-8); la recuperación de la pureza de raza, con la consiguiente expulsión de mujeres y niños extranjeros nacidos de estas uniones (Ez 10,3.11); la construcción del Templo, como lugar exclusivo de culto al único Dios Yhwh; la restauración de la teología davídica, con la propuesta de un nuevo mesías.

Esta religión basada en la Ley, el Templo y la raza pura fue la que se impuso como oficial y constituyó los cimientos del judaísmo. Pero no sin oposición. En la construcción del Templo, se enfrentaron explícitamente a los samaritanos (Esd 4, 1-23), quienes comenzaron a formar una corriente religiosa diferente. Otros grupos o movimientos de oposición se pueden identificar entre las líneas de la literatura que siguió. Cinco rollos, debidamente nombrados Meguillot en hebreo, constituyen una especie de Pentateuco popular. Recogen historias como la de Rut, mujer, viuda, extranjera, pobre, que se une al pueblo y Dios de Israel: “Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rt 1,16); y da lugar al linaje de David, un mesías bastante diferente a ese rey ideal: “Le nació un hijo a Noemí, y lo llamaron Obed. Fue padre de Isaí, padre de David” (Rt 4, 17). El Cantar de los Cantares es otro libro del mismo contenido, protagonizado por el discurso de una mujer, campesina y pastora, decantando el amor y la pasión, la libertad de los cuerpos y la transgresión de las normas legales de pureza. La única mención del nombre divino en todo el libro sería una abreviatura de Yhwh, cuando declara: “¡Porque el amor es fuerte, es como la muerte! Cruel como un abismo es la pasión; sus llamas son llamas de fuego, una chispa de Yah” (Ct 8,6). Más adelante, en esta misma colección de cinco rollos, se encuentra Eclesiastés, cuestionando el significado mismo de la existencia bajo gobiernos opresores, y en el que ni siquiera se menciona el nombre de Dios. Los libros de Lamentaciones, sobre las ruinas de Jerusalén y Ester, sobre el heroísmo de una mujer completan la lista de cinco rollos. (MENA LÓPEZ, 2010, p. 9-158).

En esta línea de oposición al judaísmo oficial, se podría mencionar a Job, quien desafía la teología de la retribución; y Jonás, descontento con la conversión de Nínive. Y, sin embargo, las propuestas escatológicas de un cielo nuevo y una tierra nueva, incluidos los extranjeros, de Trito Isaías (Is 56-66); el derramamiento del Espíritu sobre los niños y los ancianos y sobre los esclavos y las esclavas, por el profeta Joel (Jl 3, 1-5); el pobre Mesías montado en un burro, según Déutero Zacarías (Zc 9,9-10); el Templo como centro de justicia, por el profeta Malaquías (Ml 3,1-5).

1.5 Religión en el período helenista

Alejandro, llamado el grande, al derrotar a los persas, fundó un nuevo imperio y comenzó el proyecto helenista, a partir del 333 a. C. Su breve y victoriosa trayectoria, resumida al comienzo del primer libro de los Macabeos, así como el reinado de sus sucesores y sus hijos, reciben un juicio lapidario: “Y los males se han multiplicado sobre la tierra” (1Mc 1,9). En la visión de Daniel, Alejandro se compara con un macho cabrío con cuernos, de cuyos cuernos nacen otros cuatro, que le sucedieron (Dn 8, 1-22). El cuerno más terrible será uno de sus descendientes, Antíoco Epífanes (Dn 7,8). La información del primer libro de los Macabeos es confirmada por la historia: “Alejandro … después de todo eso, se enfermó y se dio cuenta de que iba a morir … así que convocó a sus oficiales … y, estando aún vivo, repartió entre ellos el reino” (1 Mc 1,5,6). En efecto, el reino se dividió entre los cuatro generales de confianza de Alejandro, llamados diádocos. Quienes mantuvieron el control sobre Judea fueron los Ptolomeos de Egipto durante un siglo (301-198 a. C.), luego los seléucidas de Siria durante casi otro siglo. E impusieron, cada imperio a su manera, el pensamiento helenístico[6].

Después de Alejandro, de hecho, el mundo en ese momento comenzó a helenizarse, con consecuencias que perduran hasta nuestros días. La unidad política autónoma en el dominio helénico es la polis, la ciudad libre. La economía, basada en el libre mercado, aumenta la circulación de la riqueza y facilita la sociedad terrateniente y esclavista. La filosofía que sustenta el nuevo proyecto es racionalista, con implicaciones para el universalismo, el humanismo, el materialismo y el dualismo. La religión sigue los moldes filosóficos, con Zeus como el dios supremo de un panteón variado. La práctica religiosa incluía sacrificios a las deidades, prostitución sagrada y éxtasis místicos. La mitología explicó los grandes misterios del ser humano y del mundo. Las preocupaciones sobre la vida después de la muerte no fueron tan pronunciadas como en otras religiones (REINKE, 2019, p. 232-247).

El judaísmo oficial, al comienzo del período helenístico, debe estar bien constituido, teniendo en funcionamiento el Templo de Jerusalén, con todo su aparato litúrgico y con la jerarquía sacerdotal en ejercicio, como lo demuestran los libros de Levítico y Ezequiel. La Ley, llamada Torá, debe seguirse fielmente, como una forma de ser y de comportarse, según el Pentateuco, que ya tiene su forma definitiva. Para interpretar la Ley, aparece una nueva clase, junto a los sacerdotes, los escribas o doctores de la Ley. Mientras los sacerdotes se ocupan del Templo, ligados al culto, los escribas guían la sinagoga, centrados en el libro. Se les llama rabinos y mantendrán activo al judaísmo después de la destrucción del Templo. Históricamente, el Templo de Jerusalén, reconstruido tras el regreso del exilio, no llegó a ocupar la centralidad del culto, como había sucedido con el primer Templo, desde la época de la monarquía. La novedad del culto radica en la sinagoga, ya no centrada en los sacrificios sangrientos oficiados por sacerdotes, como los del Templo, sino en la participación de toda la comunidad, mujeres, niños y hombres judíos, como se atestigua desde la época persa, según la asamblea dirigida por el escriba Esdras, con lectura de las Escrituras y oración (Ne 8). En la sinagoga, “leer y aprender la Torá son las principales actividades, a las que se suman la oración y la meditación” (GERSTENBERGER, 2007, p. 306).

De la Biblia hebrea, se formaron dos colecciones, la Ley (Torá) y los Profetas (Nebiîm). La tercera colección, los Escritos (Ketubîm), es objeto de una fuerte actividad literaria en este período helenístico, con un acento en la sabiduría (RENCKENS, 1969, p. 241-243).

La literatura sapiencial, fuerte expresión del pensamiento judío, recibe su forma definitiva en este período cercano a la era cristiana, aunque sus raíces son muy antiguas. El libro de Proverbios expresa este aporte, a través de dichos populares, transmitidos de boca en boca, basados ​​en vivencias cotidianas. Precisamente por eso, los refranes reflejan las contradicciones de la vida, ya sea riqueza y pobreza, palacio y campo, reyes y esclavos, justicia e impiedad, mujeres y hombres, niños y ancianos, sabios y necios. La sabiduría en general, y los proverbios en particular, tuvieron influencias extranjeras, principalmente de Egipto (Pr 22, 17-24,22). En estos momentos de crisis, el libro de Eclesiastés elabora el pensamiento judío crítico en la diáspora egipcia, bajo el gobierno de Ptolomeo. El libro de Job, cuestionando el significado del sufrimiento de los inocentes, profundiza la crítica a la teología de la retribución (CRB, 1993, p. 13-33).

La literatura apocalíptica también ganó impulso en este período helenístico, con influencia persa y un acento en la escatología. A partir de la crisis del exilio, la profecía comienza a adquirir huellas apocalípticas, ya con Ezequiel (Ez 38-39) y con Isaías (Is 24 y 27; 34 y 35; 65 y 66). Sin embargo, gana más rasgos escatológicos con Joel, Malaquías, Déutero Zacarías (Zc 9-14) y, principalmente, con Daniel. Este género está ampliamente desarrollado en el período intertestamentario, en varios libros apócrifos. En el Nuevo Testamento, el Apocalipsis de Juan es la máxima expresión de esta teología. Se caracteriza por ser una expresión religiosa de resistencia por parte de quienes no tienen poder político; se traduce a un lenguaje fuertemente simbólico, para expresar las inquietudes religiosas; tiene, en general, una visión dualista del mundo y la historia; no pocas veces apela al seudónimo y a los nombres cifrados; busca, sobre todo, descifrar los misterios divinos en medio de la crisis (CRB, 1996, p. 32-59).

El jasidismo fue otro movimiento religioso de resistencia judía, contra el helenismo, en el período de dominación seléucida y, especialmente, contra la dominación de Antíoco IV Epífanes. Los jasídicos (piadosos) tenían raíces antiguas como grupo de observadores de la ley judía (1 Mc 2,29-42). Pero se manifestaron con vehemencia en el enfrentamiento con la helenización de los seléucidas, luchando junto a Judas Macabeo (2Mc 14,6). Posteriormente se unieron al sumo sacerdote Alcimo (fallecido en 159), pero éste los defraudó en sus esperanzas religiosas, ofendiéndolos con la destrucción de los muros exteriores del Templo, lo que facilitó el acceso de los paganos al lugar sagrado. Hay quienes atribuyen a los jasídicos los textos de Dan 7-12 y 2 Mc 6-7, textos sobre el martirio de Eleazar y la madre con sus siete hijos. El movimiento jasídico más tarde dio lugar a los fariseos y los esenios, estos vinculados a Cumrán. El nombre de fariseo fue dado por los griegos, con el significado de “separados” o “separatistas”. Los fariseos y saduceos nacieron en el período de Juan Hircano I (134-104 a. C.), el sacerdote comandante. Ambos preocupados por la ley, siendo los saduceos más liberales e inclinados a la política helenística (KONINGS, 2011, p. 102-103).

Las influencias del helenismo se sentirán, tanto en la religión de Israel como en el cristianismo, de diferentes formas. Mientras los judíos se identificaban con prácticas éticas y religiosas específicas, basadas en la Ley, los griegos proponían una religión universal, desconectada del contexto existencial. Si bien algunos judíos se adhirieron a estas ideas helenísticas, otros reaccionaron de manera radical. Entre las influencias helénicas sobre el judaísmo, destaca la traducción de la Biblia hebrea al griego, denominada Septuaginta o LXX. Esta Biblia será el vínculo con el cristianismo, principalmente a través del trabajo de los misioneros en las comunidades gentiles. La Septuaginta refleja el entorno de los judíos de la diáspora que viven en una comunidad helenizada en Egipto llamada Alejandría (SCARDELAI, 2008, p. 86-88).

La cultura helenística incidió tanto en los comienzos del cristianismo que hizo que Jesús y los apóstoles galileos hablaran griego; impuso la redacción de los Evangelios y todo el Nuevo Testamento en la misma lengua griega; y obligó a los hagiógrafos cristianos a citar la Biblia hebrea a partir de la traducción griega de la LXX. Otras influencias del helenismo se extienden sobre el cristianismo y la propia cultura occidental, e incluyen aspectos que involucran el concepto político de democracia, la filosofía racionalista, el movimiento renacentista, la visión dualista del ser humano como cuerpo y alma, y ​​la teología cristiana aristotélico-tomista.

2 La religión cristiana del Nuevo Testamento en su contexto religioso y cultural

La religión neotestamentaria está constituida por “una comunidad que nació del judaísmo antiguo, pero que, más allá de sus fronteras étnicas y culturales, se entendió a sí misma como la verdadera renovación de la Alianza y como un camino hacia la realización universal del ‘pueblo de Dios ‘: la comunidad cristiana” (KONINGS, 2011, p. 115).

La comunidad cristiana, de hecho, aparece como una renovación interna del mismo judaísmo, de cuya tradición heredó las Sagradas Escrituras, costumbres y prácticas que constituyen su matriz religiosa. También se afirmó en el diálogo, a veces amistoso, a veces conflictivo, con el helenismo, tanto en sus ideas filosóficas como en sus prácticas populares. Y se consolidó en el Imperio Romano, con un fuerte carácter de resistencia y superación.

Dada la amplitud y complejidad del tema, también hay una elaboración sintética, con intención didáctica, en el ámbito histórico del primer siglo de la era cristiana. Para la periodización de estos cien años se utilizan algunos hechos notables, con fechas redondeadas: nacimiento de Jesús (año 1), muerte de Jesús (año 30), inicio de las grandes misiones y redacción del Nuevo Testamento (año 50), caída de Jerusalén e incendio del Templo (año 70), finales del siglo I (año 100).[7]

2.1 Jesús de Nazaret, encarnado, crucificado y resucitado

Las primeras tres décadas del cristianismo, idealmente desde el año 1 hasta el año 30 de nuestra era, se ubican en los confines del Imperio Romano, entre el pueblo de Galilea de los Gentiles, llamado Nazaret, y la capital de la fe judía, la ciudad de Jerusalén. La trayectoria histórica de Jesús se desarrolla entre dos hechos extraordinarios para la fe, la Encarnación y la Resurrección. Lucas describe la encarnación con el anuncio de un ángel: “Hoy te ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor, en la ciudad de David” (Lc 2,11). Y la resurrección también la presenta Marcos con las palabras de un joven mensajero: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”(Mc 16,6). Los Evangelios reconocen en este hombre el cumplimiento de las esperanzas mesiánicas judías. Identifican al Mesías siervo sufriente con la persona del judío galileo de principios del siglo I. Jesús puede ser colocado “en el mundo judío en el que nació, se crio, se educó y por el cual fue crucificado salvajemente en la cruz romana” (SCARDELAI , 1998, pág.230).

Sus compatriotas lo reconocen como profeta, y más, como “el” profeta, el prometido en la antigüedad (Dt 18, 15.18), como declara la multitud después de la multiplicación de los panes: “Este es verdaderamente el profeta, el que es necesario que venga al mundo” (Jn 6, 14). A través de las palabras y acciones de Jesús, narradas en los Evangelios, emerge la figura de un profeta popular, con rasgos mesiánicos, atento principalmente al pan y la salud de los pobres y marginados. En la curación de enfermedades se revela la acción de Dios, y al compartir la mesa con los pobres se construye comunidad. Con un lenguaje sencillo y atractivo, a través de refranes y parábolas, llama la atención sobre un estilo de vida diferente. Esta propuesta desafiante requiere un radicalismo total, hasta el punto de renunciar a la propia vida. Y conduce a una relación diferente con Dios mismo, como un niño que va con su papá (Abba). Esta propuesta radical de Galilea se presenta como una buena noticia, preferentemente para los pobres, como se expresa en el llamado Sermón de la Montaña (Mt 5,1-12). Propone un Israel renovado, con condonación de deudas, recuperación de familias y comunidades, además de superar la enfermedad y el hambre. A este proyecto de vida radical el mismo Jesús lo llama Reino de Dios (PIXLEY, 1986, p. 85-96).

El proyecto de Jesús, como era de esperar, es atacado por las autoridades de la religión judía, por un lado, y, por otro, por las autoridades de la política romana. La combinación de estas fuerzas es lo que lo condenará a muerte. La frase sobre su cabeza lleva la acusación: “Rey de los judíos”.

Jesús vivió efectivamente la realidad de un campesino en Galilea, una región asfixiada por la presencia militar y la recaudación de impuestos por parte del Imperio Romano. Asimiló completamente las tradiciones religiosas de su pueblo, con las oraciones familiares y los servicios de la sinagoga. En Galilea, practicó la Torá y respetó la religión popular de su pueblo. Pero superó los límites legales, por la propuesta de justicia con piedad. En este sentido, rompió los grilletes del legalismo y la religión formal. (FREYNE, 1996).

2.2 El movimiento de Jesús y las primeras comunidades cristianas

Las próximas dos décadas, esquemáticamente, del año 30 al año 50, se sitúan en el contexto de la religión judía, con incursiones en el mundo helenístico, entre Jerusalén y Antioquía de Siria. Es el período de discipulado y misión, en el que muchas comunidades judías se adhieren a la forma de vida propuesta por Jesús. Tu memoria se convierte en una presencia constante e intensifica el cultivo de tus palabras y acciones. Se comienzan a recopilar sus dichos y parábolas, se elaboran relatos de pasión y se recopilan relatos de milagros.

Jesús llama discípulos, según Marcos (Mc 3,14-15), con tres propósitos específicos: quedarse con él, salir a predicar y echar fuera demonios. Este triple llamado se realiza plenamente después de la muerte y resurrección del Maestro. “Permanecer con Jesús” se lleva a cabo en la memoria viva, a través del cultivo de sus palabras y las celebraciones de su cena. “Salir a predicar” desencadena un movimiento misionero más allá de las fronteras geográficas y culturales. La “expulsión de demonios” tiene lugar en la lucha contra todas las formas de maldad que abundaban en diferentes contextos.

Lo que llamamos el movimiento de Jesús fue una propuesta de vida radical, que implicaba el desapego de la patria, la familia y las posesiones. El fundamento de esta propuesta es el llamado discurso misionero (Mt 10). Indica un estilo de vida itinerante, de dos en dos, de casa en casa, sin llevar nada consigo, para expulsar los males y traer la paz (HOORNAERT, 1994, p. 85-91).

Este movimiento misionero se afianza en sinagogas y hogares, constituyendo grupos locales, comunidades de fe con un nuevo formato. En torno a la persona de Jesús, su familia y vecinos, posiblemente se formen los primeros encuentros. Eran comunidades de habla aramea. Su experiencia marca los Evangelios, con características campesinas, vinculados a la pesca, víctimas de explotación, padeciendo muchas enfermedades, pero firmes en la fe y la esperanza. Los Evangelios ofrecen varias indicaciones de la importancia de Galilea para los inicios de la fe cristiana. Según Marcos, en cuanto se enteró del arresto del Bautista, Jesús comenzó a proclamar el Evangelio de Dios en Galilea (Mc 1,14). Según Lucas, en la sinagoga de Nazaret, pueblo natal de Jesús, proclamó su misión profética de evangelizar a los pobres (Lc 4,16-22). Los diversos relatos de las apariciones de Jesús se refieren al encuentro con el resucitado en Galilea (Mc 14,28; 16,7; Mt 28,7.110.16; Jn 21). Los Hechos de los Apóstoles también confirman la existencia de comunidades en Galilea (Hch 9,31). Y la presentación de lo que podría ser un primer plan misionero, en el poder del Espíritu Santo, la dice el Resucitado: “Y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8) (FREYNE, 1996, p. 229-231).

Pronto, en Jerusalén, se formaron comunidades en torno a la resurrección de Jesús y a la luz de Pentecostés. Al reunir a judíos y helenistas, estas comunidades enfrentan conflictos internos (Hch 6). La competencia se da entre la práctica de un judaísmo radical y legalista, representado por el grupo de Santiago (Hch 12,17; 15), y la propuesta de otro grupo más liberal y abierto a los gentiles, representado más tarde por el apóstol Pablo.

Entre Galilea y Judea, en Samaria, se forman comunidades cristianas que reúnen a judíos y samaritanos. Los Hechos de los Apóstoles registran la misión de Felipe, con el bautismo del eunuco (Hch 8). El Evangelio de Juan también da testimonio de esta presencia cristiana, a través de la evangelización de la mujer samaritana (Jn 4).

En Antioquía, capital de Siria, ya fuera de las fronteras de Israel, los seguidores de Jesús son llamados cristianos por primera vez (Hch 11,26). En esta comunidad, de tradición judía y con fuerte presencia de helenistas, se acentúa el conflicto entre dos formas de vivir la fe, según la Ley judía o abierta a la inclusión de los gentiles. La discusión entre Pedro y Pablo ilustra bien esta diferencia (Gal 2,11-14). Las diferencias se centraban en la necesidad o no de circuncidar a los no judíos, pero involucraban cuestiones de pureza, comer carne sacrificada a los ídolos y uniones ilegítimas, como se afirma en el llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15, 1-35).

2.3 Comunidades en Asia Menor, Grecia y Roma

En otras dos décadas, entre los años 50 y 70 d.C., el cristianismo se extiende desde la capital del judaísmo, Jerusalén, a Roma, la capital del Imperio. Es el período de apertura hacia el helenismo, pasando por Asia Menor, Grecia y Roma. Los conflictos con el judaísmo se acentúan a medida que se difunde la novedad cristiana. La revuelta del judaísmo contra el Imperio Romano terminó con la caída de Jerusalén en el año 70 y la consiguiente diáspora judía. Se impulsa el movimiento misionero cristiano, con énfasis en la obra del apóstol Pablo. La predicación de la Buena Nueva se concentra en las grandes ciudades del Imperio, pero también incluye a las comunidades rurales, como atestiguan las cartas a los Gálatas y la primera carta de Pedro. Durante este período, la tradición escrita ganó impulso, que formó las escrituras cristianas, el llamado Nuevo Testamento. Comienza con las cartas de Pablo y continúa con la redacción de los Evangelios, y con los demás escritos, hasta terminar con el Apocalipsis.

Pablo es el prototipo del judío helenístico que se adhiere al cristianismo. En su rica personalidad, logra conciliar características diferentes e incluso contradictorias: un judío radical de tradición farisaica, un griego helenístico de la diáspora, un romano de ciudadanía imperial, un apóstol cristiano y misionero. Su obra implica la colaboración de diferentes personas: la pareja Priscila y Aquila, el predicador egipcio Apolo (Hch 18,24), los líderes Cloé (1Cor 1,11) y Lidia (Hch 16,14), la diácono y patrona Febe (Rm 16,1,2), los misioneros Silvano y Timoteo, el médico y escritor Lucas, el escritor Tercio (Rom 16,22) y muchas otras personas (Rom 16). Este movimiento misionero se extiende por todo el Imperio y desata una innovación radical: el cristianismo supera a Asia y se extiende a Europa; amplía los conceptos de la religión judía con la inclusión del helenismo; extiende las prácticas campesinas al mundo urbano; supera a la familia patriarcal por la comunidad eclesial; reemplaza el imperio de la ley con el don de la gracia; y suplanta el sistema esclavista por la libertad en Cristo (MESTERS, 1991, p. 130-131).

En esta expansión misionera, el cristianismo recupera la importancia de la casa, un concepto judío que involucra el sentido de clan o familia extendida. La pareja Priscila y Aquila pusieron su hogar a disposición para fundar iglesias en Corinto, Éfeso y Roma (Rom 16, 3-5; 1Cor 16,19). Pablo escribe a Filemón saludando a “la iglesia de tu casa” (Flm 2). Otro ejemplo significativo es la “iglesia de la casa” de la mujer Ninfas (Col 4,15). Otra “iglesia en casa” dirigida por una mujer es la de Lidia, en Filipos, que acogió a Pablo (Hch 16,15.31.34) (COMBLIN, 1987, p. 320-355).

Además de la realidad de las casas, imprescindible para el sustento misionero, el cristianismo formaba parte de la práctica asociativa de la época. En el ámbito del Imperio Romano, diferentes categorías culturales o religiosas se reunieron en asociaciones, conocidas como collegia. Pueden ser de artesanos, deportistas, dramaturgos, creyentes de la misma fe y otros. La asociación de los orfebres en Éfeso se recuerda por la confrontación con Pablo (Hch 19, 23-24). La comunidad de Cumrán es un ejemplo radical de asociación religiosa. La más importante, para el cristianismo, fue la propia sinagoga judía, una asamblea religiosa que sirvió de matriz para las comunidades cristianas. Estas diversas asambleas crearon un ambiente favorable para la expansión religiosa. Las primeras misiones cristianas se insertaron en este ámbito religioso, en movimientos de aproximación y oposición, ante una propuesta original (COMBY; LÉMONON, 1988).

Estas primeras comunidades cristianas, generalmente de tradición paulina, cultivaban lazos de hermandad y de compartir, pero eran heterogéneas. Reunieron más gentiles (helenistas) que judíos. Los gentiles incluían “prosélitos”, paganos que se habían adherido plenamente al judaísmo, incluso con la práctica de la circuncisión, y paganos “temerosos de Dios” que se habían adherido a algunas prácticas del judaísmo. En su diversidad, las comunidades apostólicas incluían pobres y ricos, los más pobres de las afueras de las grandes ciudades, con gran número de esclavos. En la misma comunión con los esclavos participaron también libertos y libres. Las mujeres y los hombres participaban en pie de igualdad. Había personas rudas y otras cultas. Los líderes eran espontáneos, según los diferentes carismas, como apóstoles, profetas, maestros y muchos otros (MESTERS, 1991, p. 63-106).

La práctica de compartir incluía colectas solidarias, como las de las comunidades gentiles de Macedonia y Acaya para las comunidades judías de Jerusalén (Rom 15,26-28). Se recomienda el mismo ejemplo a la Iglesia de Corinto (1Cor 16,1-4), con motivación, alabanza y propuesta de organización de la colecta (2Cor 8,7-15). Pablo se refiere a compartir en el contexto de su propia defensa: “Después de muchos años vine a traer limosna a mi pueblo y también a presentar ofrendas” (H,ch, 24,17). Esta opción se formula expresamente, con absoluta prioridad, después de la asamblea de Jerusalén: “Solo debemos recordar a los pobres, que, por cierto, he tratado de hacer con solicitud” (Gal 2,10).

Dentro de las comunidades, las celebraciones avivaron la memoria de Jesucristo presente. Las principales menciones se refieren a la Palabra, la cena y el bautismo. La liturgia de la Palabra se llevaba a cabo con la lectura y el compartir de las personas en la asamblea. La celebración de la cena cobró una importancia central, al punto que se identificó con la religión de los misterios, en la que se comía la carne y se bebía la sangre de un Dios. El bautismo era el rito de adhesión de los nuevos creyentes a las comunidades cristianas. La expectativa de la inminente parusía, es decir, la próxima segunda venida de Jesús, animó la esperanza de las comunidades perseguidas, especialmente al comienzo de su vida cristiana.

2.4 Iglesias cristianas

El año 70 d.C. representa un trauma para las comunidades cristianas y judías. Después de cuatro años de resistencia, la revuelta judía es sofocada por Roma, con la caída de Jerusalén y el incendio del Templo. Las últimas tres décadas del siglo I están marcadas por la persecución de los romanos y por los conflictos entre judíos y cristianos, que evolucionan hacia la ruptura, con consecuencias históricas duraderas. Mientras algunos partidos político-religiosos como los saduceos, herodianos, zelotes y esenios iban perdiendo fuerza por la destrucción del Templo, los cristianos y los fariseos ganaban un nuevo impulso, pero tomaban caminos diferentes. El fariseísmo se concentra en Jamnia, donde se separa del cristianismo y evoluciona hacia el rabinismo judío (SCARDELAI, 2008, p.142-146).

Mientras tanto, en el período posterior a la destrucción de Jerusalén, los cristianos se afirman y se expanden en sus comunidades, con diferentes acentos teológicos.

Más conocidas son las comunidades pospaulinas, a partir de la información de los escritos atribuidos a Pablo, y conocidas como las cartas deuteropaulinas (2Ts; Cl; Ef; 1 y 2Tm; Tt; Hb). Estas cartas retratan el entorno de Asia Menor y reflejan una visión teológica diferente a las anteriores. Demuestran un cristianismo más centrado en la institucionalización jerárquica, organizativa y doctrinal. Mientras que las cartas anteriores estaban dirigidas a asambleas comunitarias, ahora tienden a estar dirigidas a líderes comunitarios como Timoteo y Tito. Timoteo está en Éfeso (1Tm 1,3) y Tito es responsable de organizar y constituir presbíteros en la Iglesia de Creta (Tt 1,5). Jesucristo era el maestro de las comunidades locales, ahora se presenta como cabeza de la Iglesia, centro del cosmos, por encima de tronos, dominaciones y potestades (Col 1,15-20). Las iglesias, antes que grupos de vivir y compartir, tienden ahora a ser comunidades organizadas en jerarquía, con obispos, presbíteros y diáconos (1Tm 3,1-13). Las relaciones interpersonales, que eran solidarias en igualdad, ahora son asimétricas, con poder de señores sobre esclavos y de hombres sobre mujeres (Col 3,18-4,1). La práctica eclesial, que solía centrarse en las orientaciones comunitarias, ahora se centra más en la ética y la piedad individual (Tt 2,2-10). La insistencia en la práctica del amor fraterno es suplantada por la recomendación con la sana doctrina (1Tm 1,10) y la prevención contra los falsos doctores (1Tm 4,1-11) (STRÖHER, 2006, p. 5-134).

Las comunidades joánicas se ubican a finales del siglo I, y pueden ser conocidas por su propia literatura, compuesta por un Evangelio (Jn), relacionado con tres Cartas (1, 2 y 3Jo) y un Apocalipsis (Ap). Retratan el ambiente de Asia Menor, alrededor de Éfeso, y se resienten de influencias filosóficas externas, de una ruptura con la sinagoga judía y de los conflictos doctrinales internos. Por eso, insisten en el testimonio, el amor y la fidelidad. Confirman la persecución y la perseverancia, con verdadero martirio de sangre y esperanza renovada de un cielo nuevo y una tierra nueva (KONINGS, 2011, p. 145-147).

Otras comunidades de fe cristiana, desde finales del siglo I, son retratadas en las denominadas Cartas católicas o universales (St; 1 y 2Pd; 1, 2, 3Jn; Jd), porque se dirigen a diferentes comunidades de una forma más amplia. Esa literatura ilustra la inserción del cristianismo en diferentes contextos, de manera fiel y creativa.

Sirva como conclusión de todo este transcurso histórico la afirmación de la carta de Santiago, que resume la dimensión ética de la religión de la Biblia: “La religión pura y sin mancha ante Dios nuestro Padre consiste en esto: visitar a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones y mantenerse libre de la corrupción del mundo”(St 1,27).

Valmor da Silva. PUC Goiás. Texto original en portugués.  Recibido: 05/01/2020. Aprobado: 09/11/2021. Publicado: 24/12/2021

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[1] Yhwh normalmente se usará como una transcripción del tetragrama del nombre divino, llamado Adonay, Yahweh, Jehová o Señor.

[2] Para la cita de textos bíblicos, normalmente se sigue la Biblia de Jerusalén. (2002).

[3] Sobre la importancia de la profecía en la religión de Israel hay numerosas obras. Las notas que siguen pueden profundizarse en Renckens (1969, p. 184-221); Fohrer (1982, p. 273 – 358); Gunneweg (2005, p. 235-283)..

[4] Sobre la religión en el exilio, se sigue aquí, fundamentalmente, Schwantes (2009), Renckens (1969, p. 222-233); Fohrer (1982, p. 381-407); Gunneweg (2005, p. 285-295).

[5] Sobre la religión en el período persa, se puede consultar Renckens (1969, p. 233-238); Fohrer (1982, p. 411-440); Gunneweg (2005, p. 297-306).

[6] Sobre la religión en el período helenista, veja Renckens (1969, p. 238-251); Fohrer (1982, p. 441-485); Gunneweg (2005, p. 307-341).

[7] Para obtener una vista panorámica de la historia y la literatura, consulte: Vasconcellos e Silva (2009, p. 223-370).