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La modernidad y la Iglesia católica                                              

Índice

1 La modernidad

1.1 Cambios de la modernidad

1.2 El proceso secularizador

2 La modernidad y la Iglesia Católica

2.1 Los inicios de las “guerras culturales” en Europa

2.2 La crisis modernista

2.3 Compromiso social del catolicismo conservador

3 La modernidad y la Iglesia católica en América Latina

3.1 Consolidación de los Estados y de las Iglesias

3.2 Catolicismo social en América Latina

4 Compleja relación de la Iglesia con la modernidad

4.1 Intentos de reconciliación de la Iglesia y la modernidad

4.2 Concilio Vaticano II y Conferencias del Episcopado latinoamericano

4.3 El diálogo necesario con los tiempos históricos

5 Referencias bibliográficas

1 La modernidad    

1.2 Cambios de la modernidad

El mundo occidental sufrió profundas transformaciones a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Por un lado, la revolución industrial implicó cambios tecnológicos, económicos y sociales irreversibles, de consecuencias muy significativas para  Iberoamérica, que ingresó al comercio atlántico con un nuevo protagonismo. Por otro lado, en el campo político, el régimen de las libertades civiles y religiosas simbolizado por la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” condujo a un período de agitación que muchos temieron. Parecía haber “una relación directa entre los principios de 1789 y la destrucción de los valores tradicionales en el orden moral, social y religioso” (AUBERT, 1977, p. 44). El mundo occidental ingresó en la “era de las revoluciones” -según la clásica expresión de Jacques Godechot- que se extendería por varias décadas. La revolución de las colonias inglesas, la Revolución Francesa, la revolución hispanoamericana y las revoluciones liberales de 1830 y 1848 suscitaron realidades políticas y sociales diversas. Nuevos actores colectivos -movimientos ideológicos, partidos, ejércitos, Estados, repúblicas, naciones- se convertirían en los nuevos protagonistas de la historia. El liberalismo, la democracia y la ciudadanía entraron en escena tanto en Europa como en América.

Estos procesos implicaron cambios en las ideas, en las creencias, los imaginarios, los valores, los comportamientos. Se generó entonces, al decir de François-Xavier Guerra, “un nuevo sistema de referencias: la victoria del individuo, considerado como valor supremo y criterio de referencia con el que deben medirse tanto las instituciones como los comportamientos”. Guerra señala que esta victoria del individuo tuvo consecuencias significativas en el campo de la sociabilidad. La nueva sociabilidad moderna se caracterizó por la asociación de individuos de origen diverso, que se reunían para discutir en común y para sacar sus propias conclusiones. Los salones, clubes, tertulias, logias y asociaciones eran sociedades igualitarias, en las que surgió la “opinión pública moderna, producto de la discusión pública y del consenso de sus miembros” (GUERRA, 2009, p. 40).

No debe, sin embargo, considerarse que la modernidad surgió contra la Iglesia católica. Por una parte, esto implicaría identificar, en forma completa, los orígenes de la modernidad con algunos postulados de la Ilustración del siglo XVIII. Y hubo ciertamente ilustrados católicos. Por otro lado, no puede desconocerse, como señala Christopher Clark, el carácter selectivo e ideológico que implicó, en el siglo XIX, el uso del término “moderno” o “antimoderno” (CLARK, 2003, p. 46). En resumen, se debe matizar la imagen antitética de la Iglesia y los católicos que rechazan en bloque a la modernidad.

1.2 El proceso secularizador

En el contexto de modernización industrial y de cambio en los referentes y en las costumbres, se desarrollaron los procesos de secularización, a través de los cuales algunas o diversas esferas de la vida social comenzaron a ganar autonomía en relación a la esfera religiosa. No conviene simplificar el concepto de secularización, por cierto muy complejo; tampoco se puede limitar su desarrollo a períodos acotados de la historia. Es preferible concebir la secularización como “desarrollo en curso, como trabajo permanente de la religión que en nuestras sociedades modernas se recompone, relocaliza y adquiere modalidades múltiples, fragmentadas, subjetivas, tal vez elusivas”. “Secularización es -afirma Di Stefano- […], por un lado, el tránsito de los regímenes de cristiandad a los de modernidad religiosa; por otro, la permanente recreación de las identidades religiosas que ese tránsito ha puesto en movimiento” (DI STEFANO, 2011, p. 4).

Este proceso se desarrolló en niveles diversos y con consecuencias también variadas. De acuerdo a la propuesta de Karel Dobbelaere, pueden distinguirse tres niveles de secularización. La “secularización societal” se refiere a las relaciones entre sociedad y religión, y a la progresiva desacralización de la vida social, vinculándose con la laicización promovida desde la política. En el nivel medio, la “secularización organizacional” implica la progresiva autonomía de organizaciones, mayormente de origen eclesiástico, que toman distancia de sus referentes morales y religiosos, y se adaptan progresivamente al entorno profano. Finalmente, la “secularización individual” se vincula con la menor influencia eclesiástica en las creencias y las conductas de las personas, lo que no implica necesariamente una declinación de la creencia en Dios o del espíritu religioso. (DOBBELAERE, 2002, p. 29-43).

En Iberoamérica este intrincado proceso se manifestó más claramente a partir de la segunda mitad del siglo XIX e impactó más en los sectores intelectuales -influidos por las corrientes de pensamiento racionalistas y positivistas- y en las sociedades de cristianización más tardía. La secularización se haría sentir sobre todo en los grupos de élite que, aunque reducidos, tuvieron un rol protagónico en la vida política, cultural y social. De todos modos, la Iglesia católica continuó ejerciendo amplia y profunda influencia en vastos sectores sociales y culturales.

Por otra parte, en la mayoría de las repúblicas latinoamericanas, el proceso de secularización coincidió con otros dos procesos de suma importancia, lo que multiplicó debates y conflictos. Efectivamente, convergieron la construcción de los Estados nacionales y la conformación de las Iglesias católicas locales y romanizadas, como procesos no exentos de tensiones. Por otra parte, estos procesos serían agentes y consecuencias del proceso secularizador, que obligaba a establecer fronteras, determinar espacios específicos y redefinir la vinculación entre lo religioso y lo político (DI STEFANO, 2012, p. 220-222).

2 La modernidad y la Iglesia Católica

2.1 Los inicios de las “guerras culturales” en Europa

La reafirmación católica, que se inició en Europa desde 1815, se consolidó con la Restauración, que revitalizó la alianza entre el trono y el altar. Aunque las revoluciones liberales se vieron acompañadas por nuevas oleadas anticlericales y si bien se asistía al nacimiento de la sociedad industrial, la vida cristiana vivió un período de fortalecimiento que se extendería hasta 1880. Por un lado, se fortaleció el resurgimiento y la creación de las órdenes y congregaciones religiosas. Por otro lado, la acción pastoral se desarrolló según un nuevo espíritu, que dio especial valor a la religiosidad popular. Fueron tiempos de fiestas patronales y de procesiones, de obras de juventud y de libros religiosos populares, de devoción al Sagrado Corazón, de culto eucarístico y de piedad mariana, de construcción de iglesias y de gran impulso a las peregrinaciones colectivas.

A mediados de 1846, Giovanni Mastai Ferretti, quien había recorrido las capitales del Cono Sur en la década de 1820, se convirtió en el papa Pío IX. Su pontificado, que duró más de 30 años, coincidió con este renacimiento religioso y también con el proceso de centralización romana, que parecía fundarse en cierta aprensión ante la multiplicidad de las Iglesias locales y apoyaba la subordinación del episcopado a las directivas de Roma. El Sumo Pontífice y su entorno estaban convencidos de que así se aseguraría la restauración de la vida católica y se reagruparían las fuerzas de la Iglesia para enfrentar los desafíos del liberalismo anticristiano. Con el apoyo de las nunciaturas y de las congregaciones religiosas, entre las que se destacó la Compañía de Jesús, la romanización marcó por varias décadas la vida de la Iglesia y contó con la adhesión calurosa de las masas católicas, atraídas por la integridad  y el carisma de Pío IX.

En la defensa de los valores cristianos, los católicos romanos y romanizados adoptaron todos los medios modernos de organización, movilización y comunicación. Fundaron diarios y periódicos, que criticaban al liberalismo político y a la cultura secularizada, y apoyaron la creación de partidos políticos, para mantener la solidaridad y la moral de los católicos, creando una verdadera red en el continente europeo, y un poco más tarde en Iberoamérica.

2.2 La crisis modernista

Desde mediados del siglo XIX, la afirmación de la Iglesia romana como referente de la Iglesia universal, así como las progresivas condenas a las ideas liberales y a los avances del racionalismo provocaron el rechazo creciente de los grupos dirigentes y de quienes interpretaban la posición vaticana como un anuncio de ruptura con la modernidad. Por otra parte, entre 1861 y 1870, la “cuestión romana”, en torno al rol de Roma como capital de los Estados Pontificios o como capital del reino de Italia en formación, motivó la alineación de la sociedad católica europea detrás del Sumo Pontífice, cuya plena libertad se reivindicaba.

De 1854 data la constitución apostólica Ineffabilis Deus, en la cual Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción de María. El 8 de diciembre del mismo año, fiesta de la Purísima Concepción, se promulgó el decreto correspondiente. María, llamada a ser la Madre de Dios, había sido preservada del pecado original, del que procedía la debilidad original de la razón humana. Exactamente diez años más tarde, el 8 de diciembre de 1864, Pío IX publicó la encíclica Quanta Cura, acompañada de un catálogo de ochenta proposiciones que se consideraban inaceptables, conocido luego como Syllabus errorum. En este documento, Pío IX condenaba errores rechazados por todas las escuelas teológicas e incluía advertencias contra el totalitarismo estatal y contra los excesos del liberalismo económico. También se oponía abiertamente a la concepción liberal de la religión y de la sociedad -el monopolio estatal de la educación, la laicización de las instituciones, la separación de la Iglesia y el Estado, la completa libertad de cultos y de prensa. El último de los errores condenados era el siguiente: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”. El Syllabus fue un texto polémico y provocó complejas reacciones dentro y fuera de la Iglesia católica, sobre todo entre los católicos liberales en Francia y Bélgica (AUBERT: 1977, p. 49-50). El avance de las tropas italianas, la desconfianza ante la Prusia protestante, la presión ejercida por la burguesía anticlerical imperante en las repúblicas liberales y los impulsos del socialismo, consolidado con la reunión de la Primera Internacional en Londres en 1864, la difusión del positivismo cientificista y del evolucionismo de Carlos Darwin, el desarrollo de la propaganda laicista habían provocado una fuerte alarma, motivaron la exasperación de los ánimos y condujeron a condenas rotundas.

La invasión de los Estados Pontificios y la caída de Roma, en setiembre de 1870, agravarían la “cuestión romana”. En el Concilio Vaticano I, abierto el 8 de diciembre de 1869 y suspendido por la entrada a Roma de las tropas italianas, fueron aprobados, luego de tensos debates, dos importantes documentos: la constitución dogmática Filius Dei -que reafirmaba los fundamentos del cristianismo ante los errores modernos: el racionalismo, el materialismo y el ateísmo- y la constitución Pastor Aeternus -que determinaba el primado del obispo de Roma y la infalibilidad papal.

Entre 1870 y 1914, la “crisis modernista” alcanzó su mayor desarrollo y afectó a las principales naciones de Europa occidental: el Imperio Austro-húngaro, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Bélgica e Italia. La exégesis bíblica de origen protestante y la publicación de las primeras obras evolucionistas de Carlos Darwin influyeron en este proceso. El Papado y las sociedades católicas se resistieron, por diversos medios, a los avances de la secularización y también del anticlericalismo. Sin embargo, desde 1878, el papa León XIII inició un pontificado marcado por la prudencia y el estilo pedagógico. Si bien el nuevo pontífice mantuvo la condena al liberalismo -la libertad de cultos, de prensa, de enseñanza y de conciencia- al indiferentismo y al laicismo, sus propuestas fueron renovadoras en el campo social e incluso político -encíclicas Catholicae Ecclesiae (1890), Rerum Novarum (1891) y Graves de Communi Re (1901).

 A comienzos del siglo XX, la revitalización del llamado modernismo teológico, influido por la teología protestante, en particular por la Escuela de Tübingen, provocó nuevas fricciones. En esta nueva etapa, se destacaron el teólogo francés Alfred Loisy (1857-1940) y el jesuita irlandés George Tyrrell (1861-1909), condenados ambos. Según el Cardenal Desiré Mercier, arzobispo de Malinas, renombrado teólogo neotomista y rector de la Universidad Católica de Lovaina, el modernismo teológico  tenía en su origen dos importantes equívocos: primeramente, “el pretendido antagonismo entre la Iglesia y el progreso”, y en segundo lugar, “la asimilación inconsciente de la constitución de la Iglesia católica a las organizaciones políticas de las sociedades modernas”, desconociendo la autoridad del Papa y de los obispos como “continuadores de la misión apostólica” de Jesucristo. (MERCIER, 1907, p. 35-38)

En 1907, la encíclica Pascendi Dominici gregis de Pío X condenó el modernismo, como “la síntesis de todas las herejías”. Asimismo se instituyó el “juramento antimodernista”, obligatorio para “todo el clero, los pastores, confesores, predicadores, superiores religiosos y profesores de filosofía y teología en seminarios”.

2.3 Compromiso social del catolicismo conservador

En forma casi paralela a la condena de la modernidad, se manifestó, tanto en Europa como en el continente americano, un progresivo compromiso de los católicos conservadores frente a la “cuestión social”. Propuestas diversas y variadas denuncias tenían en común el rechazo terminante del liberalismo individualista y del socialismo, asociado al uso de la violencia. En 1848, Federico Ozanam lanzó su llamado “Vayamos hacia los bárbaros y sigamos a Pío IX”; los “bárbaros” eran los obreros -que muchos cristianos consideraban peligrosos-, acosados por el maquinismo y cuyas necesidades Ozanam conocía muy bien. Siguieron las advertencias de numerosos obispos: Mons. Wilhelm Ketteler en Maguncia, Mons. Maurice de Bonald en Lyon, Mons. Henry Edward Manning en Westminster, el entonces Mons. Vincenzo Pecci en Perugia, futuro León XIII, apelando al compromiso de los laicos católicos. Los objetivos eran la defensa de la Iglesia, acosada en diversos frentes, y la reconquista de la sociedad para Cristo.

Si bien el naciente catolicismo social incluyó varias tendencias, se impuso la corriente más antiliberal, en parte como consecuencia de las revueltas de 1848. En este contexto, se produjo el encuentro de las diversas fuentes del catolicismo social. Prisioneros durante la guerra franco prusiana, los franceses Albert de Mun y René de la Tour du Pin descubrieron el catolicismo social alemán y la figura de Mons. Ketteler. Ya libres, De Mun y La Tour du Pin promovieron la obra de los Círculos Católicos de Obreros en Francia. La obra se difundió por toda Europa y contribuyó, de manera significativa, a la recristianización de las clases dirigentes y al fortalecimiento los núcleos de obreros cristianos.

La coordinación del catolicismo social europeo se vio estimulada a partir de la caída de Roma, con la asociación del laicado católico conservador, muy cercano a los temas sociales. En octubre de 1870, con el apoyo papal, surgió en Ginebra el “Comité de defensa católica”, también llamado “Comité de Ginebra”, presidido por Mons. Gaspard Mermillod, obispo auxiliar de Lausana-Ginebra. Integrado por importantes católicos de Austria, Francia, Suiza, Bélgica y los Países Bajos, el Comité desarrolló dos tareas importantes: por un lado, la publicación del periódico la Correspondance de Genève, que difundía la información que llegaba secretamente del Vaticano; por otra parte, el impulso de la sociedad católica a través de contactos permanentes con comités católicos europeos y con el Vaticano. Desde 1871, los miembros del Comité se autodenominaron “Internacional cristiana o católica”, incluso “Internacional negra”, y la “cuestión social” ocupó un lugar de privilegio en la temática de sus reuniones anuales. Sostenían que el gran desafío social de la Iglesia era el combate de la pobreza y recomendaban un mayor compromiso social del clero, el establecimiento de asociaciones obreras cristianas, la organización de conferencias populares, la creación de una prensa popular y, sobre todo, “la restauración del derecho público cristiano”, fundamento social indispensable. En 1875, el Comité aprobó el principio del intervencionismo social del Estado y convocó a los católicos a promover el control del trabajo de mujeres y niños, la mejora de las viviendas obreras, y el descanso dominical.

Personalidades vinculadas con el Comité de Ginebra o sus congresos integraron los círculos de estudio y los comités que dieron origen a la Unión de Friburgo, presidida por Mermillod, creada en 1885 y activa hasta 1891. Bajo la influencia de la Escuela vienesa y de La Tour du Pin, la Unión de Friburgo dio forma al corporativismo organicista que se oponía frontalmente al capitalismo liberal. Con vinculaciones con el antiguo Comité de Ginebra, este laboratorio de ideas incidió, en algunos aspectos, en la preparación de la encíclica Rerum Novarum y en la definición de la doctrina social de la Iglesia, que integró también elementos de raíz más democrática. (LAMBERTS, 2002, p. 15-101).

3  La modernidad y la Iglesia católica en América Latina

3.1  Consolidación de los Estados y de las Iglesias

A los complejos inicios de la vida independiente siguió, en los jóvenes estados iberoamericanos, el desarrollo de dos procesos paralelos de concentración de poder. Por un lado, a nivel del gobierno civil, tuvo lugar la gradual consolidación del poder del Estado en las nuevas naciones. Por otra parte, las autoridades eclesiásticas reivindicaron su autonomía y se acercaron progresivamente a Roma, lo que implicaba la revisión del concepto histórico del patronato real. Como consecuencia se multiplicaron los conflictos en torno a dos ejes, la interpretación diversa del alcance jurídico del derecho de patronato, y la concepción también diversa de la Iglesia, para unos una institución dependiente del Estado, para otros una sociedad independiente y soberana.

En los enfrentamientos de las autoridades eclesiásticas, celosas de su autonomía, con las pretensiones de los gobiernos republicanos de ser herederos del patronato real, el apoyo de la Santa Sede jugó un rol decisivo. Además, la afirmación del ultramontanismo y las duras condenas a las ideas liberales provenientes del papado provocaron el rechazo creciente de grupos intelectuales, de dirigentes políticos y de todos aquellos que interpretaban las posiciones vaticanas y de las Iglesias locales como un anuncio de alejamiento -incluso de ruptura- con la modernidad.

Este proceso de consolidación de las Iglesias católicas locales, en comunión con el Papa, se realizó a través de instrumentos precisos. A la presencia, en algunas ciudades, de los legados pontificios, se agregó el trabajo constante por la mejor formación del clero, a través de la fundación o refundación de seminarios, con frecuencia bajo la dirección de la Compañía de Jesús, y la formación de sacerdotes en Roma. En tal sentido, en 1858 se fundó el Colegio Pío Latinoamericano, a cargo de los padres jesuitas, que recibió a seminaristas de todo el continente, futuros obispos y formadores del clero. También se desarrolló la prensa católica, los centros culturales católicos y los centros de enseñanza, de diversos niveles y dirigidos a todos los sectores socio-económicos. La llegada desde Europa de numerosas congregaciones religiosas de vida activa, consagradas a la educación o al trabajo social, fue otro aporte fundamental del período. Asimismo, siguiendo el modelo europeo, se organizaron Congresos Católicos con importante participación del laicado: en Buenos Aires en 1883, en Montevideo en 1889, en México en 1903. Finalmente, los obispos latinoamericanos reafirmaron su lealtad a Roma con su participación en el Concilio Vaticano I -48 de los 700 participantes provenían de América Latina- y en el Concilio Plenario Latinoamericano, de 1899 (LYNCH, 2000, p. 78-79).

Durante todo este proceso, fue determinante el rol de los obispos, que marcaron en profundidad a las Iglesias locales. Una generación de prelados, designados por Pío IX desde fines de la década de 1840, se caracterizó por un fuerte perfil misionero, por su gran cercanía a Roma y por sus enfrentamientos con los gobiernos liberales que culminaron con frecuencia en el destierro. En 1847, Rafael Valentín Valdivieso fue designado arzobispo de Santiago de Chile; en 1852, Silvestre Guevara y Lira fue nombrado arzobispo de Caracas; en 1853, Pedro Espinosa y Dávalos asumió como obispo de Guadalajara (México) y como primer arzobispo en 1863; en 1854, Mariano José de Escalada fue nombrado obispo de Buenos Aires, y en 1866 primer arzobispo. Ellos fueron los participantes en el Concilio Vaticano I. Bajo el liderazgo de León XIII, se consolidó una nueva generación, formada en el Colegio Pío-Latinoamericano, doctorada en la Universidad Gregoriana, y más comprometida con la acción educativa y social de la Iglesia. Entre ellos estarían los participantes en el Concilio Plenario Latinoamericano: Pedro Rafael González y Calixto, obispo de Ibarra en 1876 y arzobispo de Quito desde 1893; Mariano Soler, obispo de Montevideo en 1881y primer arzobispo en 1897; Jerónimo Tomé da Silva, obispo de Belém do Pará desde 1890 y arzobispo de Salvador de Bahía desde 1893.

Todos representaban, al decir de Christopher Clark, el “Nuevo Catolicismo”, cuyo discurso reafirmó la influencia “civilizadora” de la Iglesia católica a lo largo de la historia de Occidente. El cristianismo era sinónimo de civilización y la mejor sociedad posible era la que se fundaba en la fe cristiana, en la práctica de las virtudes religiosas y en la presencia docente y orientadora de la Jerarquía católica.

3.2  Catolicismo social en América Latina

Como en Europa, los círculos católicos conservadores manifestaron un fuerte compromiso, ante las primeras manifestaciones de la “cuestión social”. La formación de círculos de obreros, asociaciones de ayuda mutua y cooperativas fueron las primeras acciones del movimiento social cristiano en América Latina.  Desde la década de 1870, se fundaron Círculos Católicos de Obreros en varias ciudades latinoamericanas. En 1878, el P. Ramón Ángel Jara Ruiz y Abdón Cifuentes promovieron la fundación del primer Círculo Católico de Obreros en Santiago de Chile y el modelo se reprodujo en otras ciudades de Chile. También en Santiago, en 1885 fue creada la Sociedad de Obreros San José, a impulsos del sacerdote español Hilario Fernández y del vicario general del arzobispado de Santiago, Joaquín Larraín Gandarillas. En el mismo año 1885 nació, en Montevideo, el primer Círculo Católico de Obreros por iniciativa de un grupo de laicos de la Orden Tercera Franciscana. En Argentina, el primer Círculo Obrero fue fundado en Buenos Aires en febrero de 1892, por el padre redentorista alemán Federico Grote. En México, la primera Unión de Círculos Católicos de Obreros, o Unión Católica Obrera, surgió del Congreso Católico de 1907. En todos los casos, los círculos de obreros fueron una de las propuestas más notorias para combatir las consecuencias de la pobreza y para instruir a los obreros en la doctrina social cristiana.

La recepción de la encíclica Rerum Novarum de León XIII, de mayo de 1891, asumió caracteres diversos en las Iglesias de Iberoamérica, dependiendo tanto del desarrollo económico y social de cada nación, como del grado de compromiso de la jerarquía, el clero y el laicado con la “cuestión social”. Su aplicación fue más temprana en Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y México, más tardía en Colombia y Cuba. De todos modos, primó lo que Gérard Cholvy ha llamado la “interpretación minimalista” de la Rerum Novarum, propia de los católicos conservadores, quienes consideraron excesivas algunas de las propuestas de la encíclica o bien concluyeron que la misma no estaba dirigida a sus respectivas sociedades. En Argentina, la prensa católica divulgó extensamente la encíclica, pero no hubo comentarios de Mons. Federico Aneiros, arzobispo de Buenos Aires. En Chile, la difusión del documento fue acompañada por una carta pastoral del arzobispo de Santiago, Mons. Mariano Casanova, insistiendo en la amenaza del desarrollo del socialismo y de los resentimientos entre los grupos sociales. En México, en pleno régimen porfirista, la encíclica fue publicada y difundida, en diversas regiones, por el clero y organizaciones católicas; los obispos guardaron una posición más conciliadora o ambivalente en relación con el gobierno. La recepción de la encíclica de León XIII fue tardía en Uruguay; Mariano Soler, obispo de Montevideo desde 1890, publicó seis años más tarde la Carta Pastoral sobre la Iglesia y las Cuestiones Sociales y un voluminoso ensayo complementario La cuestión social ante las teorías racionalistas y el criterio católico (SARANYANA, 2001, p. 199-255).

4   Compleja relación de la Iglesia con la modernidad

4.1 Intentos de reconciliación de la Iglesia y la modernidad

Desde mediados del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, hubo momentos de especial intensidad en las controversias, entre los mismos católicos, sobre las relaciones de la Iglesia con las libertades modernas. Los énfasis de estos debates transitaron por temas políticos, sociales o netamente teológicos; su eje radicaría en el complejo equilibro entre el respeto a la doctrina y al magisterio de la Iglesia, y la necesidad de dialogar e integrarse en sociedades en constante proceso de cambio.

En un primer momento, la crisis del catolicismo liberal, tanto en Europa como en América Latina, se centró en las nuevas propuestas políticas y en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Enfrentó a los partidarios del Antiguo Régimen y a quienes adherían a la llamada más tarde “autonomía de lo temporal”; ambas posiciones manifestaron sus debilidades al tornarse extremas (AUBERT, 1977, p. 45). Este episodio motivaría la primera manifestación del denominado “catolicismo de conciliación” -de retorno a las fuentes y con voluntad de entendimiento con los nuevos tiempos de democracia política, de liberalismo económico y de libertad cultural. Se enfrentaría el “catolicismo de rechazo”, que implicaba la asunción, por parte de algunos sectores de la Iglesia, de posiciones a la defensiva acérrima de la tradición, incluso de atrincheramiento (MALLIMACI, 2004, p. 27-28). En tal sentido, la publicación del Syllabus, en 1864, crearía un marcado desconcierto entre los espíritus modernos, miembros de la Iglesia.

En las dos primeras décadas del siglo XX, se daría el segundo momento de aguda controversia con la “crisis modernista” propiamente dicha, de carácter marcadamente intelectual. Sus protagonistas intentaron abrir el diálogo entre la cultura católica y las corrientes modernas de pensamiento en el campo científico, histórico y crítico. Los intentos de relacionar fe e historia, de profundizar y comparar las enseñanzas de Jesús de Nazaret y las enseñanzas de la Iglesia requerían trabajo bien fundamentado y homogéneo, demandaban guías y maestros; no siempre lo lograron. El nuevo intento de “conciliación” provocó un nuevo “rechazo”. En 1907, la encíclica Pascendi de Pío X condenó los trabajos de exégesis bíblicas como iniciativas anticatólicas y definió a los “modernistas” como “enemigos interiores”. Las consecuencias fueron complejas: por un lado, se consolidó la corriente integrista, que pasaría de resistir la modernización de la sociedad a enfrentar los posibles cambios dentro de la misma Iglesia, incluso a través de obras penosas como La Sapinière; por otro lado, se daría un desarrollo constante de los estudios bíblicos y de la historia de las religiones – Pontificio Instituto Bíblico de Roma, Escuela Bíblica de Jerusalén- unido al acompañamiento romano, con la creación de la Pontificia Comisión Bíblica.

Un tercer momento se manifestó, desde fines de la década de 1940, cuando volvieron a manifestarse el “catolicismo de conciliación” y el “catolicismo de rechazo”, a partir de los trabajos teológicos renovadores desarrollados por los dominicos en Le Saulchoir (Etioles-sur-Seine, Francia) y por los jesuitas en Fourvière (Lyon, Francia). Esta Nouvelle Théologie objetaba el intelectualismo escolástico, profundizó el estudio de los Padres de la Iglesia y cuestionó la distancia entre la teología y la cultura moderna. También motivaría las censuras de la encíclica Humani Generis, de Pío XII, en 1950, y las purgas de Fourvière y Le Saulchoir algunos años más tarde. Menos de quince años después, varios de los teólogos penados actuarían como expertos en el Concilio Vaticano II. Jean Daniélou, S.J., Yves Congar, O.P. y Henri de Lubac, S.J. serían creados cardenales.

4.2 Concilio Vaticano II y Conferencias del Episcopado latinoamericano

Apenas se había iniciado el proceso de reunificación de las Iglesias de América Latina, con la reunión de la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Río de Janeiro en 1955 -de la que surgiría el CELAM- cuando se iniciaron los trabajos de preparación del Concilio Vaticano II en 1959, a impulsos de Juan XXIII.

El Concilio Vaticano II representó, de acuerdo a Alberto Methol Ferré, la primera superación de la modernidad por parte de la Iglesia. “Para “aggiornarse”, la Iglesia tenía que reasumir el conjunto de la modernidad, de la que se había defendido en el proceso de descomposición de la vieja cristiandad medieval y barroca” (METHOL y METALLI, 2006, p. 64) No sin dificultades, la Iglesia habría logrado en el Vaticano II, responder a los desafíos de la Reforma protestante y de la Ilustración secularista, asumiendo sus retos y asimilando lo mejor de cada uno de estos procesos.

Sin embargo, el Concilio Vaticano II, que abriría una nueva época en la historia de la Iglesia católica, fue vivido en forma tenue por las Iglesias latinoamericanas. “Las Iglesias de América Latina recrearon el Concilio una vez concluido”- señala Methol. En efecto, a fines de los sesenta, “la lógica del Concilio” entró en América Latina a través de la constitución apostólica Gaudium et Spes, de diciembre de 1965, de la encíclica Populorum Progressio, de marzo de 1967, y de la reunión de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, a mediados de 1968 (METHOL y METALLI, 2006, p. 62).

Tres años después de la clausura del Concilio, se reunió la Conferencia de Medellín, que provocó un giro sin precedentes en las Iglesias y en las sociedades latinoamericanas. A partir de la revalorización de la dimensión humanista, no por eso menos trascendente, del cristianismo, la Conferencia de Medellín contribuyó a acrecentar la preocupación por la justicia y a revalorizar la política con sentido de servicio. “La preocupación no [fue] la “defensa de la fe” como en Río de Janeiro, sino la solidaridad radical de la Iglesia con los pobres y oprimidos de América Latina y el sentido bíblico de la irrupción del Dios liberador en la historia” (METHOL, 1986).

La Iglesia latinoamericana atravesó, en la década siguiente, un proceso de riesgos y de valiosas definiciones. Los resultados de la elaboración y de la reflexión teológicas latinoamericana se manifestaron en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, en 1979. Fuertemente inspirada en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, la Conferencia de Puebla se centró en el tema de la evangelización continental y concluyó con la reafirmación de la necesidad de conversión de toda la Iglesia hacia una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral.

4.3 El diálogo necesario con los tiempos históricos

En su relación con los cambios de los tiempos históricos, se manifiesta la complejidad de las definiciones eclesiales. La Iglesia católica es ciertamente una, por su fe en Jesucristo, sus verdades doctrinales y su seguimiento del Magisterio; la Iglesia es también diversa porque debe insertarse en circunstancias históricas y culturales cambiantes, y dialogar con ellas.

En tal sentido el compromiso con la unidad y con la pluralidad implica riesgos. La mirada que se centra exclusivamente en la unidad podría suscitar actitudes integristas y el rechazo de toda manifestación del “catolicismo de conciliación”. Por otra parte, la mirada que pone el énfasis en la en la diversidad podría posiciones relativistas porque ciertamente la conciliación no es siempre posible.

 “Dialogar con el mundo supone ser perfectamente bilingües, es decir, portar la Revelación de Jesucristo en la carne propia y conocer los lenguajes contemporáneos de los hombres” (POUPARD, 2005, p. 26) afirmaba el cardenal Poupard en 2004, invitando a ser fieles a la fe y al mismo tiempo abiertos e innovadores.

Susana Monreal, Universidad Católica de Uruguay.

5   Referencias bibliográficas

AUBERT, R. La Iglesia Católica desde La crisis de 1848 hasta la Primera Guerra Mundial. In: AUBERT, R. y otros (Ed.). Nueva Historia de la Iglesia. Tomo V. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1977, p. 13-204.

DI STÉFANO, R. ¿De qué hablamos cuando decimos “Iglesia”? Reflexiones sobre el uso historiográfico de un término polisémico. Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, n. 1, p. 197-222, 2012. Disponible en:

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Iglesia y sociedad

Índice

1 Relación iglesia-sociedad en la historia

2 Diferentes imágenes explicativas de la relación

3 Pasajes importantes de la Escritura]

4 Los acercamientos de las diferentes confesiones cristianas

5 Relación iglesia-sociedad en la actualidad: El paradigma democrático de separación iglesia-Estado

6 El reto de la secularización y la privatización de la religión

7 Propuestas de presencia pública de la iglesia en las sociedades plurales

7.1 El modelo de la ley natural

7.2 Propuestas de teología pública

7.3 Propuestas de la teología de la liberación

7.4 Propuestas de iglesia como comunidad alternativa

8 Referencias bibliográficas

1 Relación iglesia-sociedad en la historia  

La relación entre la iglesia y la sociedad ha variado mucho a lo largo de la historia del cristianismo y según las diferentes confesiones cristianas. De esta manera podemos ver épocas de profunda oposición entre la iglesia y la sociedad, como por ejemplo durante las persecuciones del imperio romano, durante la revolución francesa o los regímenes liberales; y épocas de clara connivencia, como durante el final del Imperio Romano, tras el edicto de Tesalónica del 380, o durante la Edad Media en Europa.

Como veremos, esta problemática se puede plantear de dos maneras: en términos más reducidos como relación entre la iglesia y el Estado – entendido como parte de la sociedad –, o bien en términos más amplios en cuanto a la relación general de la iglesia con el conjunto de la sociedad. Si durante gran parte de la historia del cristianismo la problemática principal era la primera, hoy en día es más bien la segunda la que está en primer plano con el debate sobre la privatización de las religiones.

2 Diferentes imágenes explicativas de la relación

La gran imagen explicativa de la relación iglesia-sociedad ha sido históricamente la idea de las dos ciudades presentes en la historia, la ciudad de Dios y la ciudad terrena, que propone Agustín en La ciudad de Dios. La imagen de las ciudades supone una teología de la historia que se fija en el amor que mueve a los hombres, ya sea el amor propio en el caso de la ciudad terrena o el amor de Dios en el caso de la ciudad celestial (Libro XIV, 28) Ambas sociedades humanas coinciden en la historia y ambas se reparten a los seres humanos existentes (Libro XV, 1) El origen y el fin de la ciudad celeste es Dios. Además, una parte de la ciudad terrena, la Iglesia, simboliza en la historia la Ciudad de Dios (Libro XV, 2) A pesar del tratamiento extenso de esta imagen por parte San Agustín, es difícil saber con precisión la relación concreta que Agustín propone para ambas ciudades y más aún la relación de la Iglesia con ellas. Esta dificultad para interpretar con fidelidad el pensamiento de San Agustín ha llevado a que la misma imagen puede entenderse en la forma de una relación de colaboración entre la iglesia y la ciudad terrena o de una relación de antagonismo.

Otro paradigma explicativo importante es el que propuso el teólogo alemán Ernst Throeltsch (1865-1923) Éste estudió las diferentes confesiones cristianas en relación con su visión de la sociedad, y ello le permitió proponer una distinción básica entre las diferentes confesiones cristianas. Así Troeltsch distingue en su obra La enseñanza social de las iglesias cristianas, publicada en alemán en 1912, entre la categoría “secta” o comunidad eclesial que se limite a dar un testimonio por su modo de vida, y la categoría “iglesia” que considera que la comunidad cristiana tiene una responsabilidad en la configuración del conjunto de la sociedad (TROELTSCH, 2009).

Tal vez, la tipología explicativa más completa en este sentido es la que ofrece el teólogo norteamericano H. Richard Niebuhr (1894-1962) en su obra Christ and Culture (NIEBUHR, 1951). En esta obra el autor identifica cinco visiones diferentes de la relación entre la iglesia y la sociedad: Cristo en contra de la cultura, el Cristo de la cultura, Cristo sobre la cultura, Cristo y la cultura como paradoja, y Cristo transformador de la cultura. Niebuhr asocia de manera general cada categoría a una confesión cristiana. El autor claramente privilegia la última categoría, Cristo transformador de la cultura, que él identifica con su propia confesión calvinista.

3 Pasajes importantes de la Escritura

Es posible ver una base común a la visión de la relación con la sociedad de las confesiones cristianas inspirada principalmente en Mt 22,15-21 y su llamada a dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar. Esta base implicaría una distinción entre iglesia y sociedad que contrasta, por ejemplo, con la visión de la tradición musulmana que tiende a ver la religión y la sociedad como un todo inseparable.

En su comentario al evangelio de Mateo, Ulrich Luz considera, sin embargo, que no es posible elaborar toda una teoría del Estado a partir de este pasaje de Mateo, pues no era esa la intención del evangelista (LUZ, 2003, pp. 332-343). El autor del evangelio de Mateo busca tan sólo mostrar la malicia de los fariseos ante Jesús al tenderle una trampa y cómo Jesús sale airoso de ésta. Sin embargo, sí es cierto que la historia de la interpretación del pasaje lo ha identificado como clave para entender la relación iglesia-sociedad. En concreto, la tradición ha puesto el acento en el versículo 21 preguntándose si la obligación de obediencia a Dios y la obligación fiscal de pagar el tributo al Cesar están al mismo nivel.

Para Luz, una interpretación rigurosa del pasaje ha de reconocer que el mensaje principal es que la obediencia a Dios está por encima de cualquier otra obediencia, pero que no niega necesariamente estas otras obediencias. De esta manera, se reconoce que la obediencia al Estado es necesaria, pero se afirma que nunca puede estar por encima de la obediencia a Dios. Dios es el Señor por encima de toda autoridad. Luz advierte, sin embargo, que un peligro cierto a evitar al interpretar este pasaje es identificar sin más la obediencia a Dios con la obediencia a la Iglesia.

Otro pasaje importante que ha marcado la historia de las relaciones entre la iglesia y la sociedad es Rm 13,1-7. En este pasaje de la Carta a los Romanos San Pablo llama a someterse a la autoridad civil porque “no hay autoridad que no provenga de Dios” (Rm 13,1) Esta afirmación ha llevado a que históricamente este pasaje se utilice para exigir a la comunidad cristiana la obediencia al Estado y al poder político. Ha sido así un pasaje clásico para intentar legitimar formas de gobierno absolutistas.

Simon Légasse reconoce, al estudiar el pasaje, que Pablo está haciendo una llamada a la sumisión a las autoridades civiles y que hay una visión implícita de fondo sobre la relación entre la iglesia y la sociedad (LÉGASSE, 2002, pp. 807-834). Sin embargo, Légasse afirma que esta posición de Pablo responde a una situación histórica concreta: los primeros momentos de la comunidad cristiana cuando aún no hay persecuciones por parte del Estado romano y cuándo es posible encontrar cristianos y hombres prudentes (como Séneca) en el gobierno del Imperio. La enseñanza de Pablo supone una auténtica teología del poder civil porque implica que la autoridad política es necesaria para la vida en sociedad y que es querida por Dios como servidora de sus planes. La comunidad cristiana, para vivir comprometida con su sociedad, debe reconocer esto y acatar su autoridad. Sin embargo, esta misma teología permitiría legitimar la desobediencia o la crítica al poder si éste no cumpliera su papel como servidor del plan de Dios y de la sociedad.

4 Los acercamientos de las diferentes confesiones cristianas

Más allá de esta base común bíblica, podemos identificar diferentes posiciones según se interpreten estos pasajes en función de la historia y circunstancias de cada confesión cristiana. Estas diferentes posiciones nos ofrecen alternativas de interpretación de las fuentes cristianas que nos permiten continuar profundizando en ellas.

Por una parte la posición católica – desde el Papa Gelasio I en 496 y su argumento del Duo sunt frente al emperador bizantino– ha defendido la existencia de dos poderes independientes, iglesia y Estado, uno espiritual y otro temporal con órdenes de derecho distintos: civil y eclesiástico. Ambos órdenes tienen, sin embargo, un marco moral común de fondo que se suele expresar por la ley natural. Iglesia y Estado se consideran por tanto dos “sociedades perfectas”, es decir, que tienen en sí mismas todos los recursos para logar su fin y no necesitan de la intervención del otro. Ambas se diferencias por su fin: el bien común terrestre de la sociedad y el bien común espiritual de la iglesia. Sí se considera que el fin de la iglesia es superior al del Estado y que lo engloba.

Por su parte, la ortodoxia diferencia iglesia y sociedad-Estado pero habla de una relación de “sinfonía” entre ambas, es decir de mutuo reconocimiento y respeto sin pretender estar uno por encima del otro. Esta visión es el desarrollo de la experiencia del intervencionismo de los emperadores bizantinos en la vida de la Iglesia ortodoxa.

Lutero, reaccionando a la confusión entre poder político y religioso del renacimiento, desarrolló su teoría de los dos reinos. Está teoría, difícil de precisar en sus concreciones, supone que los ámbitos de la iglesia y de la autoridad política (el magistrado) son completamente diferentes siendo el de la iglesia puramente espiritual, y siendo la acción temporal del Estado necesaria para refrenar el mal de los hombres. Por ello la iglesia no puede intervenir en la vida temporal y la lógica del Estado no puede ser contrastada por la iglesia. A la vez el Estado tiene la responsabilidad de ocuparse de la dimensión temporal de la vida de la iglesia.

Calvino tiene una visión más positiva del Estado que Lutero y considera que éste puede contribuir al bienestar del hombre, no sólo a refrenar el pecado. Calvino incluso propone un sistema de contrapesos del poder dentro del gobierno. Aquí influye el fuerte acento que pone en las profesiones civiles como vocaciones cristianas. Estado e iglesia deben cooperar para el bien de la sociedad, pero si quien gobierna se levanta contra Dios, pierde su autoridad y debe ser depuesto.

Es particularmente interesante la comprensión de la relación iglesia-sociedad que ofrece el movimiento menonita. Para éste hay una necesaria oposición entre la sociedad y la iglesia, y ésta última ha de convertirse en una sociedad alternativa que ofrezca una propuesta de vida en sociedad contraria a la de la sociedad. La iglesia debe vivir según el evangelio mientras la sociedad vive en oposición a él.

5 Relación iglesia-sociedad en la actualidad: El paradigma democrático de separación iglesia-Estado

La interpretación sesgada medieval de La ciudad de Dios de San Agustín llevó al paradigma clásico medieval de relación iglesia-Estado que Henri-Xavier Arquillière en 1934 denominó “agustinismo político” (ARQUILLIÈRE, 2005). Para Arquillière ésta interpretación de la obra de San Agustín identificaba la ciudad de Dios con la iglesia y la ciudad terrena con el Estado y la sociedad. Cada uno tenía un ámbito de actuación pero el fin de la iglesia era superior, lo que implicaba la subordinación del Estado a ella.

Esta interpretación de la relación iglesia-Estado en la práctica conducía a una situación opuesta, pues con la excusa de servir a la iglesia los gobernantes con frecuencia intervenían y condicionaban su vida interna. Un buen ejemplo de esto es el regalismo de los reyes de los nacientes Estados nacionales del siglo XVI y XVII, como en el caso de los Reyes Católicos en España. Este regalismo se hizo extremo en el siglo XVIII con medidas como la necesidad de aprobación previa por parte de los reyes para poder publicar documentos papales en un país.

La Revolución Francesa, y el liberalismo extremo de las revoluciones del siglo XIX, implicaban, en gran parte, una reacción de rechazo frente a esta estrecha interrelación entre iglesia y Estado. En concreto, la Iglesia católica vivió como agresión y a la defensiva esta postura del liberalismo político durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Sin embargo poco a poco, se fue estableciendo un diálogo entre ambas posturas que acabó permitiendo a la Iglesia recibir los valores de la postura liberal.

En la actualidad hay un consenso práctico – con algunos matices – en las diferentes confesiones cristianas sobre el modelo político de la democracia pluralista occidental, lo que implica la separación iglesia-Estado. En el caso católico llegar a este consenso ha llevado tiempo y múltiples discusiones a lo largo de los siglos XIX y XX pues las primeras propuestas democráticas de la Revolución Francesa se presentaban como explícitamente anti-católicas.

Históricamente se pueden encontrar raíces de este modelo democrático en el pensamiento católico clásico. Así Francisco Suárez en De Legibus (Libro 1) habla del origen del poder del príncipe como proviniendo de Dios, pero teniendo como origen inmediato la sociedad humana misma.

Un primer paso de aceptación de este modelo la realizó León XIII con su teoría de la tesis-hipótesis. Esta visión queda reflejada de manera privilegiada en la encíclica Libertas Praestantissimum de 1888. Según esta visión, la religión católica sigue siendo la verdadera fe por lo que es responsabilidad del Estado proteger la verdadera fe como parte del bien común (tesis). Se defiende así la existencia de Estados confesionalmente católicos y las restricciones al culto público de otras confesiones, aunque no a la práctica privada. Sin embargo se acepta la tolerancia con el culto público de otras confesiones cristianas si las circunstancias prácticas lo exigen por el bien de la paz social (hipótesis). Un ejemplo clásico de esta situación sería un país mayoritariamente protestante donde sea impensable el intentar imponer un Estado católico.

El gran paso adelante en la Iglesia católica se produce con el Concilio Vaticano II dónde se afirman explícitamente el derecho a la libertad religiosa y a la participación política, dos pilares de la democracia moderna. Sin embargo, estos principios no son nuevos en el magisterio social católico pues habían sido ya anunciados por los Radio-mensajes de Navidad de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial (1942 y 1944).

Desde la perspectiva de la imagen de las dos ciudades de La ciudad de Dios el Concilio, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, habla explícitamente de una “compenetración” (compenetratio) entre la ciudad terrena y ciudad de Dios, que implica una interrelación entre ambas. Recogiendo la complejidad de esta interrelación, habla la Constitución que ésta tiene un cierto grado de misterio (Gaudium et Spes, 40). El Concilio reconoce así la ayuda mutua que se prestan Iglesia y mundo y como se necesitan una y otro (Gaudium et Spes, 41-44)

En la declaración Dignitatis Humanae el Concilio afirma que, como consecuencia de la dignidad humana, los seres humanos no deben ser coaccionados en su conciencia y deben gozar de libertad religiosa. El Concilio no cae en el relativismo al decir esto pues se afirma que hay una obligación moral de buscar la verdad. La clave está en que esta verdad ha de ser encontrada libremente (DH, 2)

En la Constitución Gaudium et Spes el Concilio, recogiendo enseñanzas anteriores, reafirma el derecho a la participación en la vida política como expresión de la dignidad humana (GS, 73) La garantía de esta participación es el respeto por parte del Estado a los derechos humanos de los ciudadanos.

El reconocimiento de la autonomía y valor de la vida socio-política, la afirmación explícita del derecho a la libertad religiosa y a la participación política como consecuencia de la dignidad humana, y la exigencia del respeto por parte del Estado de los derechos humanos supone la plena aceptación del paradigma de democracia pluralista moderna por parte de la Iglesia católica.  Tras esta toma de postura conciliar el magisterio social de la Iglesia se ha ido reafirmando en esta posición en cada nuevo documento social. Últimamente hay, sin embargo, un matiz nuevo más crítico en el tratamiento del modelo de las democracias occidentales. A este modelo se le acusa, sobre todo, de haber renunciado a un orden moral más hondo que el mero orden legal como base para la organización social. Así lo afirmaba, por ejemplo, Juan Pablo II en 1991 en Centesimus Annus párrafo 47.

6 El reto de la secularización y la privatización de la religión

El consenso sobre el paradigma de democracia pluralista moderna ha permitido superar hasta cierto punto la controversia sobre la relación iglesia-Estado. Sin embargo, los cambios sociales, en particular el proceso de secularización, han puesto en primer plano una controversia ligeramente diferente, la de la relación iglesia-sociedad en general. Desde algunas posiciones – como las de John Rawls (RAWLS, 1995) o Marcel Gauchet (GAUCHET, 2005) – se afirma así que una auténtica democracia exige la reducción de las creencias al ámbito privado y se rechaza cualquier presencia pública de la Iglesia por suponer la imposición de unas creencias concretas al conjunto de la sociedad. Si la justa separación entre iglesia y Estado se denomina laicidad, el rechazo a la presencia pública de las religiones se puede llamar laicismo, laicidad negativa o excluyente (CONSEJO DE REDACCIÓN, 2009)

El modelo de esta posición lo representa la propuesta de Rousseau en El contrato social de elaborar una religión civil que sustituya en la plaza pública a las religiones particulares. La tradición republicana francesa se quiere inspirar directamente en estas posiciones, su mejor expresión es la ley francesa de separación entre la iglesia y el Estado de 1905. Esta visión ha estado apoyada por las teorías de la secularización de autores como Thomas Luckmann que afirmaban que el declive de las religiones hasta su desaparición era un proceso histórico necesario (LUCKMANN, 1973)

Frente a esta visión privatizadora de la religión, el reto para el pensamiento teológico está en mostrar la necesidad y bondad de una presencia pública de las religiones como consecuencia de la necesaria dimensión social de la fe. A este esfuerzo colabora un hecho de nuestro mundo globalizado actual: La creciente presencia en las sociedades occidentales de comunidades venidas de otras regiones del mundo y con diferentes religiones. De esta manera, las democracias occidentales se ven obligadas hoy a gestionar la presencia de nuevas religiones, en especial la presencia del islam, que se rigen por parámetros diferentes y que demandan una presencia pública esencial a su mismo ser. Este nuevo hecho obliga a repensar estas posiciones más privatizadoras de lo religioso.

De hecho en el pensamiento filosófico y político actual hay una clara recuperación del valor de lo religioso y de su contribución a la vida pública. Jürgen Habermas habla incluso de un tiempo post-secular en el que es necesario reconocer la aportación de las religiones a la vida social (HABERMAS, 2006, pp. 122-155) Por su parte, José Casanova rechaza las teorías de la secularización y afirma que el declive de las religiones en occidente no es un proceso necesario sino coyuntural y que hoy vivimos más bien un proceso de des-privatización de las religiones (CASANOVA, 1994) Ante esta creciente presencia pública de las religiones, Casanova ofrece un modelo de presencia positiva que él llama “religión pública”. La religión pública es aquella capaz de aportar a la vida pública desde las fuentes de su tradición pero desde la aceptación plena de las libertades políticas y la separación religión-Estado. Los ejemplos de España, Polonia, Brasil o Estados Unidos demuestran que una tal presencia pública positiva de las religiones es perfectamente posible.

El reto es pues mostrar como las religiones – integrando plenamente la separación religión-Estado – pueden suponer una contribución al bien común de una sociedad por medio de su presencia pública. Una posición así se denomina laicismo positivo o inclusivo. Esta es la posición que defiende el magisterio social de la Iglesia Católica más reciente (cf. Caritas in Veritate, 55-56)

7 Propuestas de presencia pública de la iglesia en las sociedades plurales

Desde la perspectiva teológica, actualmente una questio disputata en el campo de la relación iglesia-sociedad es la forma de articular el discurso de la iglesia en las democracias pluralistas. Esta cuestión es muy importante porque la forma en que se elabore el discurso acaba condicionando el tipo de presencia pública de la iglesia en la sociedad. Actualmente encontramos diferentes modelos de articulación del discurso religioso. Cada modelo implica una visión de la iglesia y la sociedad diferente y se podrían retrotraer incluso a las diferentes posiciones de las confesiones cristianas.

7.1 El modelo de la ley natural

En la tradición de la Iglesia católica tiene una enorme importancia el paradigma ético de la ley natural, éste ha estado siempre presente en el magisterio católico, aunque lo estuviera más discretamente en el Concilio Vaticano II. Este paradigma implica la existencia de un orden moral, que todo ser humano puede reconocer por la razón, que debe guiar la organización social y las leyes y que la comunidad cristiana puede ayudar a descubrir iluminándolo desde el evangelio. El jesuita americano John Courtney Murray proponía adoptar el paradigma de la ley natural para elaborar una filosofía pública que pusiera las bases morales y políticas de la sociedad plural estadounidense de los años 50 y 60 (MURRAY, 2005).

Articular la presencia pública de la iglesia desde el paradigma de la ley natural implica suponer que existe un espacio de diálogo sobre los principios éticos en las sociedades modernas. Este diálogo sería plenamente racional y común a todas las tradiciones religiosas. A él podría contribuir la iglesia en la forma de un discurso racional similar al de otros actores. Un problema de esta visión de la sociedad es que desde entornos no creyentes y laicistas se rechaza el paradigma de la ley natural por considerarlo un subterfugio por parte de la Iglesia para imponer su propia moral.

La visión de la ley natural misma ha variado y aún variará más en el futuro. Si en el pasado se ha entendido de manera muy rígida y excesivamente detallada, hoy en día se entiende más en la forma de un cierto consenso sobre algunos principios éticos entre las diferentes tradiciones culturales y religiosas. Son especialmente importantes en este sentido las aportaciones de Jean Porter (PORTER, 1999) y de Lisa Cahill (CAHILL, 2013).

7.2 Propuestas de teología pública

Desde comienzo del siglo XX ha habido un creciente interés por mostrar las consecuencias sociales de la fe cristiana en las diferentes confesiones. Un buen ejemplo de esta preocupación fue la conferencia del movimiento ecuménico celebrada en Oxford de 1937 bajo el título “Iglesia, comunidad y Estado”.

En el entorno católico, esta preocupación por las consecuencias sociales de la fe que venía desde el siglo XIX se formuló de manera privilegiada en el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, 30). A partir de ahí se han desarrollado varias propuestas de comprensión de la teología desde una perspectiva social. Entre estas propuestas encontramos la teología de la liberación, la teología política o la teología pública. En todas ellas se puede percibir de fondo una influencia del esquema teológico de Karl Rahner (MARTÍNEZ, 2002, pp. 216-251).

De estas corrientes fue la teología pública la que ha reflexionado más directamente sobre el discurso público de la Iglesia en sociedades plurales. La teología pública implica un desarrollo de la idea de John Courtney Murray de una filosofía pública pero buscando elaborar un discurso explícitamente teológico que sea a la vez significativo y relevante para la sociedad plural. De esta manera esta forma de argumentación quiere afirmar los dos polos: el respeto al pluralismo moral y religioso de la sociedad democrática y la integridad del discurso teológico y de las fuentes cristianas. Esto supone que se cree que la iglesia y la fe cristiana pueden aportar al bien común de la sociedad plural desde su propia identidad y respetando la pluralidad de visiones. En el entorno católico es David Tracy quien ha dado una metodología concreta más sólida para esta tarea, el paradigma de la correlación crítica (TRACY, 1981). Por su parte, el moralista David Hollenbach se ha encargado de aplicar esta metodología a diversos problemas sociales (HOLLENBACH, 2002).

7.3 Propuestas de la teología de la liberación

Aunque la problemática que afronta la teología de la liberación no es directamente el problema de la relación iglesia sociedad, al ser un modelo de mediación entre la revelación y la vida social inevitablemente implica una determinada visión de esta relación. Su origen puramente latinoamericano, pero sobre todo, su enorme difusión e influencia, hacen muy importante su tratamiento. La teología de la liberación parte de las posiciones del Vaticano II que ya hemos visto y que fueron recibidas en Latinoamérica a través de la Conferencia General del Episcopado Latino-americano en Medellín en 1968. En las conclusiones de dicha conferencia se afirmaba que al mirar al hombre latinoamericano lo primero que se percibía era la situación de injusticia en que está, y se describía la acción de salvación de Dios en la historia ante esta situación como un proceso de liberación (Cf. Episcopado Latinoamericano Conferencias Generales 1993, 109-111).

Gustavo Gutiérrez desarrolló estas intuiciones en su obra programática Teología de la liberación. Perspectivas de 1971. Gutiérrez ve la salvación que nos trae Dios como un proceso de liberación con tres etapas que se condicionan entre ellas: liberación política, liberación del hombre y liberación del pecado. Ello quiere decir que la salvación de Dios tiene que tener efectos y suponer cambios en la dimensión socio-histórica. Esta salvación, el Reino de Dios, es un don de Dios, pero el ser humano colabora a esa salvación por medio de su lucha histórica por la liberación, lucha a la que le mueve la acción de Dios en él. (Cf. Gutiérrez 1972, 236-241). Siguiendo la inspiración eclesiológica del Vaticano II, el papel, pues, de la Iglesia en la sociedad sería el de ser sacramento, pero sacramento de esa liberación que trae Dios. Esto supone estar presente y sostener a sus miembros comprometidos en esa lucha socio-histórica por la liberación (Cf. Gutiérrez 1972, 325-336)

Por su parte, Ignacio Ellacuría contribuyó también a la fundamentación de la tradición de la teología de la liberación, especialmente desde la filosofía. Su acercamiento le lleva a una perspectiva sobre la relación Iglesia-sociedad muy concreta. Para Ellacuría, la Iglesia tiene que ser una Iglesia institucionalizada por ser un signo de la salvación que es histórica. Sin embargo, esta institucionalización tiene siempre un peligro de caer en mundanización poniéndose en el centro de su propia actividad. Para evitar esta deriva, la Iglesia ha de tener presente que su centro está fuera de sí misma, su centro es el Reino de Dios. Esto permite a la Iglesia el ir abandonando esa mundanización e ir avanzando hacia el Reino, Reino tiene como protagonistas y vencedores a los pobres y los oprimidos (Cf. Ellacuría 2000) Ellacuría verá pues a la Iglesia en la sociedad como una Iglesia que ha de tener a los pobres como principal sujeto y principio de su propia estructura, hablará así de una auténtica Iglesia de los pobres (Cf. Ellacuría 1990, 147).

Como vemos, la tradición de la teología de la liberación al mirar la relación Iglesia-sociedad al mismo tiempo que propone un papel para la iglesia en la sociedad, es muy exigente con la integridad entre la vida de la Iglesia y el mensaje que presenta. Esta integridad pasa por un poner en el centro a los pobres y su liberación, así como por concretar su mensaje en prácticas socio-histórica en favor de estos. El lugar de la Iglesia en la sociedad es determinado, por tanto, por el principio de la opción preferencial por los pobres que se plantea ya en Medellín y que se consagrará en la Conferencia de Puebla en 1979 (Cf. Episcopado Latinoamericano Conferencias Generales 1993, 436).

7.3 Propuestas de iglesia como comunidad alternativa

A partir de la tradición anabaptista, actualizada por John Howard Yoder (YODER, 1972), y reforzada por la renovación de la ética aristotélica de Alisdair McIntyre (MACINTYRE, 1987), aparece a partir de los años 80 una nueva posición en la controversia sobre iglesia y sociedad. Podríamos llamar esta posición la postura de la iglesia como comunidad alternativa. Esta posición, defendida por autores como John Milbank (MILBANK, 1990) – fundador del movimiento Radical Orthodoxy –, Stanley Hauerwas (HAUERWAS, 1981) o Michael Baxter (BAXTER, 1996), implica una visión relativamente negativa de la sociedad. Consideran así estos autores que cualquier esfuerzo por elaborar un discurso de la iglesia en términos significativos y cercanos a los de la sociedad supone hacer necesariamente concesiones en la integridad de la identidad cristiana de la comunidad. Por lo tanto consideran que el objetivo deber ser más bien cuidar la vida interna de la comunidad cristiana esforzándose que sea fiel al modelo del evangelio. Esta centralidad de la vida e identidad de la comunidad se entiende desde la ética de las virtudes pues busca reforzar el carácter de la comunidad.

Una comunidad cristiana así se convierte en una comunidad de contraste que confronta los valores y prácticas de la sociedad. Este tipo de articulación del discurso cristiano implica una visión de la relación iglesia-sociedad que pone en el centro la oposición entre ambas. La iglesia participa en la misión salvadora de Cristo por medio de compartir el sufrimiento y el rechazo que él vivió en su propia sociedad. La iglesia puede aportar e iluminar la vida social pero lo hará desde el contraste, confrontando a la sociedad en sus valores y desde el testimonio de una vida alternativa.

No hay que ver estas tres posiciones como necesariamente excluyentes sino más bien como complementarias o cómo diferentes formas de estar presentes en la sociedad según las circunstancias de ésta. El paradigma de la ley natural permite llegar a consensos morales de gran fuerza normativa y autoridad, lo que puede ser muy importante ante problemas morales graves. El paradigma de la iglesia como comunidad alternativa es una perspectiva interesante de cara a pensar la presencia de la comunidad cristiana en entornos secularizados que puedan erosionar su identidad. El paradigma de la teología pública supone una propuesta moderada y constructiva especialmente válida para situaciones de gran pluralismo religioso y moral.

El reto para las confesiones cristianas hoy en día está en ser capaces de ser religiones públicas, según los términos de José Casanova. Es necesario partir de un reconocimiento pleno teórico y práctico de los valores de la democracia pluralista moderna, pero mantener una voz propia, inspirada por las fuentes cristianas, y capaz de aportar una visión crítica de la sociedad – especialmente en defensa de los más pobres – cuando sea necesario. Junto con esto, el creciente pluralismo religioso de las sociedades modernas empieza a exigir que la presencia y la voz pública de la iglesia en la sociedad sea capaz de entrar en diálogo y aunar posturas con otras religiones presentes en la sociedad como pueda ser el Islam. Una palabra común de las religiones en la sociedad en favor de la justicia tiene una fuerza sin igual que ha de ser aprovechada.

Gonzalo Villagrán Medina, SJ. Facultad de Teología de Granada, España.

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Concilio Ecuménico Vaticano II

Índice

1 Antecedentes históricos del Concilio Vaticano II

1.1 Concilio Vaticano I

1.2 Movimientos anteriores al Concilio Vaticano II

1.3 Reformas de los papas Pio X e Pio XI

1.4 Reformas del papa Pio XII

2 El papa Juan XXIII

3 Preparación del Concilio Vaticano II

4 La novedad del Concilio Vaticano II

5 Documentos del Concilio Vaticano II

6 Las cuatro constituciones del Concilio Vaticano II

6.1 Sacrosanctum Concilium

6.2 Lumen gentium

6.3 Dei Verbum

6.4 Gaudium et spes

7 Los nueve decretos del Concilio Vaticano II

8 Las tres declaraciones del Concilio Vaticano II

9 El episcopado latino-americano en el Concilio Vaticano II

10 Actualidad e recepción del Concilio Vaticano II

11 Referencias bibliográficas

1 Antecedentes históricos del Concilio Vaticano II

1.1 Concilio Vaticano I

El Concilio Vaticano I (1869-1870) pasó a la historia como un “concilio inacabado”. En razón de circunstancias que les fueron impuestas por el momento histórico-político en la Europa de aquel momento, los padres conciliares no pudieron concluir satisfactoriamente la agenda propuesta en este concilio del siglo XIX. Por causa de la guerra franco-prusiana, y más precisamente de la invasión de Roma por las tropas italianas el día 20 de septiembre de 1870, el Papa Pio IX, el día 20 de octubre del mismo año, suspendió las actividades del Concilio sine die. De esta forma, correspondió a los papas posteriores a Pio IX la tarea de retomar y concluir los trabajos del Concilio Vaticano I, lo que normalmente debería ser hecho a través de la convocación de una nueva asamblea conciliar.

1.2 Movimientos anteriores al Concilio Vaticano II

En los tiempos anteriores al Vaticano II, en monasterios benedictinos europeos, se dieron los primeros pasos en la dirección de la reforma de la liturgia, una vez que monjes cultivaban el estudio de las fuentes de la liturgia y lo hacían mediante la lectura asidua de los Padres de la Iglesia. Tal movimiento hizo que la liturgia dejase de ser entendida como mero centro de la piedad cristiana individualista y fuese comprendida como dinámica de renovación espiritual de la sociedad como un todo. Iniciativas de Dom Prosper Guéranger (1805-1875), ya en el siglo XIX, abrieron puertas para tal rejuvenecimiento de la vida litúrgica, antes en los monasterios y, después, en las comunidades católicas, mientras que  Dom Lambert Beauduin (1873-1960) inició el movimiento litúrgico propiamente dicho. Digna de mención fue también la influencia ejercida por el jesuita austríaco Josef Andreas Jungmann (1889-1975), que en 1948 publicó, en dos volúmenes, una importante historia de la misa según el rito romano, Missarum Solemnia.

Ya en el campo de la reflexión teológica, surgieron esfuerzos en el sentido de renovar el modo de hacer teología. Teólogos como Johann Adam Möhler (1796-1838), de la Escuela de Tübingen, y Matthias Scheeben (1835-1888), de Colonia, fueron pioneros en la articulación entre eclesiología y liturgia. Además, debe mencionarse la Nouvelle théologie (Nueva teologia), nacida en Francia, y que proponía la sustitución de la teología escolástica por una síntesis teológica que respondiese más adecuadamente a las legítimas necesidades y aspiraciones humanas. La Nouvelle théologie defendía la articulación entre Biblia, liturgia y Padres de la Iglesia. Ora, estas nuevas manifestaciones teológicas fueron decisivas como  reacción  a la teología que fundamentó los primeros esquemas preparatorios que fueron entregados a los padres conciliares, teología marcada por la mentalidad curial y por la incapacidad de  abrirse a las cuestiones que la historia y la sociedad de entonces proponían a la Iglesia. En estos textos provisionales, se percibían rancios rasgos del lenguaje de la Contrarreforma y del combate al modernismo. En este horizonte de renovación teológica, fue notable la contribución que diversos teólogos dieron a los padres conciliares a través de conferencias realizadas en diversos lugares de Roma, llevándolos a abrirse a nuevas perspectivas teológicas y a sensibilizarse ante los “signos de los tiempos” que venían de la sociedad en su conjunto.

No se puede olvidar la influencia del movimiento ecuménico sobre el Concilio Vaticano II. Nacido en ámbito protestante, el movimiento ecuménico acabó por motivar líderes y teólogos católicos para trabajar, cada cual en su competencia, en dirección a la búsqueda de la unidad visible de los cristianos. A guisa de ejemplo, recuérdese la obra del teólogo dominico francés, Yves Congar, Vraie et fausse réforme dans l’Église (Verdadera y falsa reforma en la Iglesia), publicada en 1950.

Las décadas anteriores al Concilio también estuvieron marcadas  por el rescate del estudio de los Padres de la Iglesia. Digno de mención en este punto fue el emprendimiento de Jacques-Paul Migne, cuyo esfuerzo de editar los textos patrísticos de tradición latina, así como aquellos de tradición griega con la traducción al latín, hizo tales escritos accesibles a estudiosos que no tuvieron  recurrir más a ediciones dispersas de los textos de los Padres da Iglesia. Posteriormente, alrededor del año 1952, surgió en Francia la colección Sources Chrétiennes (Fuentes Cristianas), bajo la responsabilidad de los teólogos jesuitas Jean Daniélou y Henri de Lubac, que editaba textos patrísticos con la traducción al francés. Es innecesario decir como la relectura de los Padres de la Iglesia fue enriquecedora para la renovación de la teología en las décadas anteriores al Concilio.

Para el éxito del Concilio Vaticano II, fue también decisiva la contribución del movimiento bíblico, el cual intentó la adopción, en el campo católico, de una hermenéutica bíblica que se distanciaba de una lectura fundamentalista de la Sagrada Escritura. Tal avance significó la superación de una interpretación moralista de los escritos sagrados, mayormente en las predicaciones, así como el uso de la Escritura en la apologética, frente a los protestantes, por ejemplo. El movimiento bíblico intentó también la superación de cierta concepción mecánica de inspiración bíblica, como si los textos de la Escritura fuesen pura y simplemente la transcripción, hecha por el hagiógrafo, de un dictado del Espíritu Santo. De singular importancia para que se respirasen nuevos aires, en lo que se refiere a la lectura de la Biblia en la Iglesia católica romana, fue la publicación de la carta encíclica Divino afflante Spiritu, del papa Pio XII, que abrió puertas a los biblistas católicos para que se dedicasen a estudios bíblicos haciendo uso de recursos interpretativos modernos, tales como la crítica de las formas, el método histórico-crítico, la historia de las civilizaciones que circundaban al pueblo judío, la arqueología, los resultados de los estudios sobre el lenguaje y la hermenéutica.

1.3. Reformas de los papas Pio X e Pio XI

Deben ser reconocidas algunas iniciativas de reforma de la Iglesia católica romana, inmediatamente anteriores al Vaticano II, asumidas por papas del siglo XX. Tales medidas contribuyeron a madurar la decisión de convocar un nuevo concilio. Citemos algunos pocos ejemplos. Con la intención de promover la participación de los fieles en la liturgia, el papa Pio X (1903-1914) determinó la utilización del canto gregoriano en las parroquias, a través del motu proprio Inter Sollicitudines sobre la música sacra, de 1903, y también incentivó la recepción frecuente de la eucaristía. Y a su vez, el  papa Pio XI (1922-1939) incentivó la participación de los laicos en la vida de la Iglesia, en sintonía con la jerarquía, en los tiempos de la entonces influyente “Acción Católica”.

1.4 Reformas del papa Pio XII

El papa Pio XII (1939-1958) también promovió reformas significativas para la vida de la Iglesia, de las cuales mencionemos sólo algunos ejemplos. En lo concerniente a los estudios de la Sagrada Escritura, el papa Pacelli concedió libertad para la investigación bíblica, con los consecuentes logros con la utilización del método histórico-crítico en la exegesis a través de la ya mencionada carta encíclica Divino afflante Spiritu (cf. PIO XII, 1943). Con relación a la liturgia, deben mencionarse la publicación de la encíclica Mediator Dei, en 1947, y la promulgación, en 1955, de la Semana Santa restaurada (cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE LOS RITOS, 1955), particularmente, la reestructuración del Triduo pascal, con logros substanciales en lo que se refiere al enriquecimiento de la experiencia litúrgica del Pueblo de Dios. En todo  caso, la convocatoria de un concilio, aunque solamente fuese para concluir el Vaticano I, vino  a darse con el sucesor de Pio XII: el papa Juan XXIII (1958-1963).

2 El Papa Juan XXIII

Angelo Giuseppe Roncalli fue elegido papa el día 28 de octubre de 1958, a los 76 años de edad. Antes de haber sido escogido como sucesor de Pedro, había actuado durante 27 años en el servicio diplomático de la Santa Sede, tanto en Oriente como en Occidente, iniciado en Bulgaria en 1925. Además, durante seis años había ejercido el ministerio pastoral como Patriarca de Venecia. Su lema episcopal decía Obediencia y Paz. El papa Roncalli hizo pública su intención de convocar el Concilio Vaticano II el día 25 de enero de 1959, ¡transcurridos sólo noventa días desde su elección como obispo de Roma! Juan XXIII inauguró solemnemente los trabajos conciliares el día 11 de octubre de 1962 con el discurso Gaudet Mater Ecclesia, proferido delante de más de 2.800 obispos, además de abades y superiores generales de órdenes religiosas masculinas, procedentes de 116 países. En este discurso, Juan XXIII advirtió que el Vaticano II no propondría nuevas doctrinas, sino que presentaría el mismo e inmutable contenido de la fe cristiana a través de un lenguaje accesible a los hombres y mujeres del siglo XX. Es más, Roncalli enfatizó la orientación pastoral del Concilio y reafirmó que, frente a los errores, la Iglesia “prefiere usar más el remedio de la misericordia  que el de la severidad” (JUAN XXIII, 1962, 7,2). Como dirá el papa Pablo VI (1963-1978), poco más de tres años después, en la víspera de la solemne conclusión del Concilio: “La antigua historia del Samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio” (Vian, 2006, p.156).

3 Preparación del Concilio Vaticano II

De acuerdo con el Ordo Concilii, reglamento promulgado por Juan XXIII el día 6 de agosto de 1962 y que daba indicaciones para la organización de los trabajos conciliares, fue constituida una Comisión Preparatoria Central, así como diez comisiones temáticas, con la tarea de preparar textos que serían sometidos a la apreciación de los obispos una vez reunidos en el Vaticano.

4 La novedad del Concilio Vaticano II

En el Concilio Vaticano II (1962-1965), el 21º de la historia de la Iglesia y, quien sabe, la mayor asamblea de la historia de la humanidad, la Iglesia adoptó una postura totalmente diversa de aquellas asumidas en los concilios pasados, de Nicea hasta el Vaticano I. Se puede hablar de un estilo totalmente original. De esta forma, la Iglesia no empleará el lenguaje condenatorio peculiar de los concilios anteriores, indicador de la intransigencia de la Iglesia ante los grupos cismáticos y/o heréticos, o delante de aquellos que, fuera de ella, le hacían oposición. De hecho,

el Vaticano II modificó tan radicalmente el modelo legislativo y judicial que había prevalecido desde el primer concilio de Nicea […] hasta el punto de virtualmente abandonarlo. En su lugar, el Vaticano II instauró un modelo ampliamente basado en el convencimiento y en la invitación. (O’Malley, 2012, p.28)

En lo referente al problema de la división entre los cristianos, la Iglesia católica romana pasará a participar decididamente del movimiento ecuménico, y delante del mundo, ella asumirá una actitud de diálogo, abertura y comprensión (cf. Gaudium et spes). Como acontecimiento extremadamente original, el Vaticano II introdujo algo de nuevo en la tradición conciliar: buscar la corrección de algunos desvíos en el modo como la Iglesia actuaba en el mundo sin asumir una actitud defensiva y combativa. Se trató, con certeza, de un “concilio de transición de época”, en la expresión de Giuseppe Alberigo, autorizado historiador del Vaticano II (cf. Alberigo, 2005, p.26 e 40).

5 Documentos del Concilio Vaticano II

El magisterio del Concilio Vaticano II se encuentra consignado en dieciséis documentos: cuatro constituciones (Sacrosanctum concilium, Lumen gentium, Dei verbum y Gaudium et spes), nueve decretos (Unitatis redintegratio, Orientalium ecclesiarum, Ad gentes, Christus dominus, Presbyterorum ordinis, Perfectae caritatis, Optatam totius, Apostolicam actuositatem e Inter mirifica) y tres declaraciones (Gravissimum educationis, Dignitatis humanae y Nostra aetate).

6 Las cuatro constituciones del Concilio Vaticano II

6.1 Sacrosanctum Concilium

La constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, fue el primer documento conciliar que fue promulgado por el Papa Pablo VI, el 4 de diciembre de 1963. El texto que menos dificultades trajo a la asamblea conciliar, propone la reforma litúrgica en vista del bien de toda la Iglesia. La introducción de la constitución  trae una serie de motivos por los cuales se hace necesaria “la reforma y el incremento de la liturgia” (cf. SC 1; 3,1), lo que debe ser hecho en fidelidad a la Tradición (cf. SC 4). La reforma litúrgica propuesta por el Vaticano II, por tanto, no tuvo nada de búsqueda de la novedad por la novedad, sino que consistió en recuperar, en el bimilenario patrimonio litúrgico de la Iglesia, una serie de valores que fueron olvidados a lo largo de su historia. De esta forma, tal reforma litúrgica se materializó como rescate de la centralidad del misterio pascual de Cristo, Señor y Esposo de la Iglesia.

Los parágrafos 5 a 8 de la constitución presentan el misterio de Cristo en el amplio horizonte de la historia de la salvación. Siendo así,

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt., 18,20). (SC 7,1)

En la grande obra de la redención, “Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno” (SC 7,2). Con tales palabras, el Concilio evidencia que la liturgia no es cualquier acción de la Iglesia, sino que “es considerada como el ejercicio de la función sacerdotal de Cristo” (SC 7,3); por tanto, “por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia” (SC 7,4).

Digna de mención es la dimensión escatológica de la liturgia. Ella no es una acción circunscrita a las realidades de este mundo, sino que  tiene la facultad de impulsar a la Iglesia en busca de  su realización en la plena comunión con su Señor y Esposo. Así lo explica el Concilio:

En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (SC 8).

Por tanto, el Concilio presenta la liturgia como dinámica eclesial vivida, sí, en este mundo, pero que permanentemente anima a la Iglesia “a aguardar al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que aparezca como nuestra vida y nosotros aparezcamos con él en la gloria” (cf. ibid.). Es más: según el Concilio, la veneración de los santos se insiere en este horizonte escatológico (cf. ibid.). Así, el Vaticano II pretende hacer ver al Pueblo de Dios, en el conjunto de la vida litúrgica de la Iglesia, la justa medida de la devoción a los santos, a ser practicada con la debida moderación, una vez que Jesucristo, modelo y referencia última de la vida cristiana, es el único mediador entre los hombres y Dios Padre.

Buscando salvaguardar el compromiso kerigmático de la Iglesia, la constitución Sacrosanctum Concilium afirma que “La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia” (SC 9,1). O sea, el hecho de reconocer el carácter sagrado de la liturgia no puede llevar a la Iglesia a eximirse de su responsabilidad de anunciar el Evangelio a aquellos que aún no recibieron la fe cristiana. Además de eso, la liturgia no agota toda la acción de la Iglesia en la medida en que ella “es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10,1). O sea, el trabajo apostólico se debe inspirar en la liturgia, precisamente en lo que ésta tiene de dinámica de alabanza y glorificación de Dios por intermedio de Cristo en virtud del Espíritu Santo. Y también la liturgia, de modo especial la Eucaristía, es el lugar en que la Iglesia se alimenta para proseguir en su acción pastoral (cf. SC 10,2). Merece destaque aquí el tema de la eclesiología eucarística, altamente considerada por la Tradición oriental y  que valora especialmente la Iglesia particular:

Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros. (SC 41,2).

6.2 Lumen gentium

La constitución dogmática Lumen gentium (promulgada el 21 de noviembre de 1964) trae la enseñanza conciliar sobre el misterio de la Iglesia. Ya en su estructura, revela un cambio total de perspectiva en comparación con anteriores posturas de la Iglesia católica romana. Esto porque el proyecto de constitución propuesto por la comisión teológica de la Curia romana (centrado en el tema de la “Iglesia militante”) fue rechazado y porque una nueva serie de grandes temas fue presentado para la confección de la aludida constitución − a saber: la Iglesia como misterio, el episcopado, el laicado y la vocación a la santidad −, los obispos tomaron una decisión revolucionaria. Pasadas algunas discusiones – se llegó a la definición del siguiente orden de asuntos que serían los primeros capítulos de la Lumen gentium: Misterio de la Iglesia, Jerarquía y Pueblo de Dios −, los padres conciliares decidieron presentar la Iglesia, antes que nada, como comunidad cristiana que se refleja en la comunidad perfecta que es la Santísima Trinidad (cap. I: “El misterio de la Iglesia”) y que se insiere en la historia de los hombres (cap. II: “El Pueblo de Dios”), para, a continuación, tratar de la configuración jerárquica de la Iglesia (cap. III: “La constitución jerárquica de la Iglesia y en especial el Episcopado”). Esta opción fue significativa en la medida en que testimonia el deseo de la gran mayoría de los padres conciliares en proponer una “eclesiología total”, es decir, una autocomprensión de Iglesia que reconoce todos los bautizados como pertenecientes a ella. La expresión “eclesiología total” debe ser entendida en el contexto de la crítica de Yves Congar, al decir que, en un tiempo en que la reflexión teológica a respecto de la Iglesia tenía en cuenta tan sólo los ministerios de gobierno eclesiástico, ignorando a los laicos y religiosos, lo que se hacía era, pura y simplemente, jerarcología, y no eclesiología. Podemos afirmar que: en la comprensión del Vaticano II, la Iglesia no es hecha sólo de obispos, presbíteros y religiosos, sino  de todos los que siguen a Cristo, cada cual en su vocación y estado de vida.

Los tres siguientes capítulos de la Lumen gentium se refieren a la vocación de todos los bautizados a la santidad (cap. V: “La vocación universal a  la santidad”), y a las formas específicas de vivencia de la fe cristiana (cap. IV: “Los laicos” y cap. VI: “Los religiosos”). El penúltimo capítulo trata de la experiencia de la Iglesia que, en medio de las tribulaciones y dificultades en este mundo, camina en demanda de su consumación final como feliz Esposa del Cordero (cf. Ap 19,7; 21,9): cap. VII: “Índole escatológica de la Iglesia peregrina y su unión con la Iglesia celeste”. En cuanto a la  Mariología conciliar, se optó por la inserción del tema de María en la Lumen gentium, con el añadido de un último capítulo a la constitución dogmática (cap. VIII: “La Bienaventurada Virgen María Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia”). María es, así, reconocida como seguidora y discípula de Jesús, y como ícono de la Iglesia, por su fidelidad y ejemplaridad en esta misma vocación de seguidora y discípula.

6.3 Dei Verbum

La constitución dogmática Dei Verbum (promulgada el 18 de noviembre de 1965) presenta el tema de la revelación divina. Ora, una vez que se había llegado a la conclusión de que la revelación divina no es una mera comunicación de ideas, sino la auto-comunicación de un Dios que quiere estar junto a los hombres, se pensó en hablar de la revelación en términos de presencia y actuación de la Palabra de Dios en la historia de los hombres, siendo que la Palabra de Dios por excelencia es una Persona: el Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,14). O sea, más que revelar su voluntad mediante la comunicación de doctrinas, Dios se revela como el Emanuel, Dios-con nosotros. De ahí, entonces,  que se hable de una única auto-comunicación de Dios, que se da a lo largo de toda la historia de la salvación y culmina en el acontecimiento Cristo, y que se manifiesta a través de dos vías: la Escritura y la Tradición. Se reconoció, por tanto, la primacía y la centralidad de la Palabra de Dios en la Iglesia.

Una mirada más atenta al Concilio de Trento (1545-1563) puso de relieve el carácter exclusivamente interpretativo de la Tradición en lo que se refiere a la fe, pues en la Escritura se encuentran “las verdades necesarias para la salvación” (cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, qq. 106 e 108). De esta forma, la Tradición tiene carácter constitutivo sólo para las cuestiones de disciplina y de costumbres. Ocurrió, aquí, una solución conciliatoria significativa: el Vaticano II estableció una diferencia entre los datos constitutivos de la Escritura y la función criteriológica de la Tradición. O diciéndolo de otro modo: la Escritura es la “norma que norma” (norma normans) y la Tradición, una “norma normada” (norma normata). Se alcanzó, de esta forma, un equilibrio ecuménico de gran valor: ni la doctrina de las dos fuentes (propia del pensamiento católico romano), ni la doctrina de la sola Scriptura (característica del pensamiento luterano). Para la constitución dogmática Dei Verbum, la Tradición tiene dos sentidos: (a) el contenido que no está en la Escritura; e (b) el proceso de transmisión vital de la Revelación en la Iglesia. La Tradición es la Escritura en la Iglesia. La Iglesia, mediante la Tradición, con su enseñanza,  vida, culto etc., conserva y transmite a todas las generaciones “aquello que ella es” y “aquello en que ella cree”, gracias al “Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y  a través de ella al mundo entero” (DV 8).

La Tradición se concreta en los Santos Padres, en la liturgia, en los símbolos de la fé (= los credos), en los textos de los concilios, en las intervenciones magisteriales, en las vidas de los santos, en el testimonio cotidiano de los fieles cristianos de todos los tiempos y lugares etc. La Iglesia es la Tradición viva y el eje de toda la transmisión de la Revelación a través de los tiempos. Siendo así, volver a observar el pasado, que  nada tiene que ver con la nostalgia, y mucho menos con el tradicionalismo, proporciona a la Iglesia la posibilidad de rejuvenecerse y, de este modo, mantenerse fiel y dinámicamente obediente al Señor. Volviéndose al pasado como ejercicio de “memoria en el Espíritu”, la Iglesia será siempre obediente y fiel a su Esposo, como la mujer enamorada que procura oír la voz del amado (cf. el Cantar de los Cantares).

Hay un detalle significativo en la Dei Verbum: mientras el Concilio de Trento habla de “tradiciones” (en  plural y con “t” minúscula), el Concilio Vaticano II habla de “Tradición” (en singular y con “t” mayúscula). Esto deja claro que el Vaticano II entendió la Tradición no como mera comunicación de doctrinas e ideas, sino como un todo único, en que las partes se articulan armónicamente, y que, finalmente, se confunde con la propia vida de la Iglesia.

6.4 Gaudium et spes

La constitución pastoral Gaudium et spes (promulgada el 7 de diciembre de 1965) se dedica a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo en el cual ella se insiere. Si en Trento y en el Vaticano I las actitudes de la Iglesia fueron de clara hostilidad – en el primero, frente a los reformadores protestantes, y en el segundo, frente a los defensores de las ideas laicistas que se remontan a la Revolución francesa –, ahora la Iglesia asume una postura optimista frente al mundo. Ella se entiende servidora de la humanidad, lo que ya a dejar claro en la Lumen gentium y repite en la Gaudium et spes: “La Iglesia, en Cristo, es como el sacramento, o señal, y el instrumento de la íntima unión con Dios de la unidad de todo el género humano” (LG 1, cf. GS 42,3). De esta forma, la Iglesia se reconoce “experta en humanidad” (Pablo VI, 1965, p.878-85), lo que la hace sensible a todas las experiencias por las que pasan los hombres, sean buenas, sean malas (cf. GS 1). Su vocación es servir, razón por la cual ella puede decir que no está movida por “ninguna ambición terrestre” (GS 3,2).

Porque es “experta en humanidad”, la Iglesia se centra en el hombre dotado de aspiraciones elevadas (cf. GS 9) y cuyo corazón está inquieto a consecuencia de interrogaciones más profundas (cf. GS 10; 21,4). Y ella lo hace de modo respetuoso teniendo en cuenta el ámbito más íntimo del hombre: “la consciencia es el centro más secreto y el santuario del ser humano, en el cual se encuentra a solas con Dios, cuya voz se hace oír en la intimidad de su ser” (GS 16).

La solución del problema del hombre es formulada por el Concilio de modo sucinto: “El misterio del ser humano sólo se ilumina de hecho a la luz del misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1). Y esto vale no sólo para los cristianos, pues, al asumir la condición humana en todas sus dimensiones, el Verbo se asoció de cierto modo a todo hombre (cf. GS 22,2). Y se resalta también que, al asumir la condición humana por parte del Hijo de Dios, cuenta con la participación amorosa del Espíritu Santo; en efecto, “el Espíritu Santo da a todos la posibilidad de asociarse a este misterio pascual, de manera conocida solamente por Dios” (GS 22,5). La antropología centrada en Cristo − o sea, el hombre entendido a partir del misterio de Cristo – es, “en el fondo, una toma de posición que afirma que el hombre se humaniza sólo gracias a la divinización: la finalidad de plenitud a la cual estamos llamados es inalcanzable sin los auxilios de la gracia” (ARCE, 2008, p.434-5).

Se ha acusado a la Gaudium et spes de ser excesivamente optimista en su formulación. Atento a esta crítica, el Sínodo de los Obispos de 1985, celebrado para conmemorar los veinte años de conclusión del Concilio, propuso la teología de la cruz como polo de equilibrio para el contenido de esta constitución pastoral. O sea, las intuiciones y los horizontes abiertos por la Gaudium et spes deben ser considerados como principios propulsores de una acción pastoral que tiene en cuenta, con realismo, los desafíos y las dificultades colocados por el mundo contemporáneo a la Iglesia.

7 Los nueve decretos del Concilio Vaticano II

Los medios de comunicación social naturalmente despertaron el interés de los padres conciliares, ya que no se podía pensar la evangelización en los nuevos tiempos ignorando los recursos de comunicación de masas, mayormente los electrónicos. En respuesta a esta cuestión, se promulgó el decreto Inter mirifica (5 de diciembre de 1963).

El decreto Unitatis redintegratio (21 de noviembre de 1964) señala la inequívoca participación de la Iglesia católica romana en el movimiento ecuménico. Su fuerza está en la decisiva orientación para superar los preconceptos frente a los “hermanos separados” y en proponer principios teológicos para la discusión y solución de problemas en torno a la división de los cristianaos.

Ya el decreto Orientalium ecclesiarum (21 de noviembre de 1964) trata específicamente de las Iglesias orientales católicas. Se reconocen los valores mantenidos por la Tradición en estas Iglesias, tanto como los sacramentos y el gobierno eclesiástico, lo que contribuirá enormemente al incremento del diálogo ecuménico.

Christus dominus (28 de octubre de 1965) es el decreto que trata del encargo pastoral de los obispos. Antes de tratar de las responsabilidades particulares de los obispos – enseñar, santificar y gobernar –, se presenta el carácter colegial de su ministerio, dato de la tradición eclesial que señala la pronta colaboración de todos los obispos con la Iglesia de Cristo.

Los Institutos de vida consagrada son invitados a renovarse según el espíritu del Concilio. Es lo que queda patente en el decreto Perfectae caritatis (28 de octubre de 1965). Los padres conciliares reconocieron el valor de la vida religiosa en la Iglesia, manifestado en sus diversas y fecundas concreciones históricas.

No se descuida la formación de los presbíteros, y los padres conciliares tratan de este tema en el decreto Optatam totius (28 de octubre de 1965). Se destaca aquí la intención de promover una mejor preparación espiritual de los futuros presbíteros, sin olvidar una formación intelectual que los capacite para dialogar con el mundo.

En una configuración eclesial sugerida por el concepto de Iglesia Pueblo de Dios, contemplado en la Lumen gentium, el Concilio no podría olvidar el apostolado de los laicos, trabajado en el decreto Apostolicam actuositatem (18 de noviembre de 1965). Valores de la tradición eclesial tales como el sensus fidelium y el sacerdocio común de los fieles constituyen fundamento robusto para el compromiso de los fieles laicos en la obra de la evangelización.

Sobre los presbíteros el Concilio habla detenidamente en el decreto Presbyterorum ordinis (7 de diciembre de 1965). Como colaboradores del orden episcopal, los presbíteros deben, a ejemplo de los obispos, velar por el bien de todo el cuerpo eclesial, y lo hacen mediante las tareas que asumen en la Iglesia. Se dan, en este documento, orientaciones para la buena relación de los presbíteros entre sí, así como de ellos con los laicos.

La concepción conciliar de misión se establece en el decreto Ad gentes (7 de diciembre de 1965). Digno de mención es el carácter trinitario del documento, al tomar como punto de partida el designio de salvación del Padre, y las misiones propias del Hijo y del Espíritu Santo.

8 Las tres declaraciones del Concilio Vaticano II

Las tres declaraciones promulgadas en el Concilio Vaticano II, a saber: Gravissimum educationis (28 de diciembre de 1965), Dignitatis humanae (28 de diciembre de 1965) y Nostra aetate (7 de diciembre de 1965) se refieren, respectivamente, a la educación cristiana, a las religiones no cristianas y a la libertad religiosa.

9 El episcopado latino-americano en el Concilio Vaticano II

“América Latina era el único continente que, al llegar al Concilio, ya contaba con una estructura episcopal de carácter colegial, el Consejo Episcopal Latino-Americano, el CELAM, fundado en Rio de Janeiro (RJ), en 1955” (BEOZZO, 1998, p.823). Este espíritu colegial latino-americano, aún incipiente en el inicio del Concilio, se fue desarrollando a medida que el Concilio avanzaba en sus discusiones y decisiones. Además, el tema inspirador de la “Iglesia de los Pobres”, nacido de comunidades latino-americanas, ganó un cierto relieve en los debates conciliares – aunque haya aparecido en pocos pasajes de todos los documentos aprobados – hasta tal punto que dio ocasión a la iniciativa conocida como “Pacto de las Catacumbas”. Esta iniciativa consistió en la opción de obispos, no exclusivamente latino-americanos, de vivir con simplicidad en sus diócesis y comprometerse, efectivamente, con las causas de los empobrecidos. Además de esto, reflejo de estas inquietudes fue la promulgación, por el Papa Pablo VI, de la carta encíclica Populorum Progressio, en el año 1967. Ora, correspondió al episcopado latino-americano y caribeño, en sus sucesivas asambleas, de Medellín a Aparecida, con avances y retrocesos, acoger las inspiraciones del Concilio Vaticano II y utilizarlas en el análisis de los problemas vividos por los pueblos latino-americanos, inseridos en estructuras marcadas por la explotación socioeconómica de los pobres.

10 Actualidad y recepción del Concilio

La enseñanza del Concilio Vaticano II, de notable actualidad, aún no fue suficientemente asimilado pelas comunidades católicas esparcidas por todo el mundo. En realidad, nos encontramos en pleno proceso de recepción del contenido doctrinal de este gran y sorprendente acontecimiento eclesial, concluido en diciembre de 1965. Y además de este esfuerzo – el de recibir el contenido del Vaticano II –, debemos defenderlo de interpretaciones de los documentos conciliares que tienden a no respetar el más profundo significado de la doctrina contenida en ellos y el nuevo modo de proponer a los hombres y mujeres de todos los tiempos “ la belleza tan antigua y tan nueva que es Cristo Señor” (cf. SAN AGUSTÍN, Conf. 10,27). Esto significa, además de releer sus documentos, rescatar las inspiraciones más profundas – es decir: divinas – que están en la raíz de éste que es considerado, con justicia, el más significativo y prometedor acontecimiento eclesial del siglo XX.

Pablo César Barros, SJ, Departamento de Teologia da FAJE

 11 Referencias bibliográficas

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Catolicismo contemporáneo

Índice

1 Revolución francesa y la Iglesia católica

1.1 Revolución inspirada en el iluminismo

2 Catolicismo y el proceso de restauración (1814-1846)

2.1 Restauración, un concepto

2.2 Estrategia agresiva contra la modernidad

3 Catolicismo y el combate al liberalismo (1846-1878)

4 Cuestión social y el catolicismo

4.1 León XIII (1878-1903) y la cuestión social

4.2 Rerum Novarum (1891)

5 Condenación del modernismo y las reformas intereclesiales

5.1 Contra el modernismo

5.2 Reformas intereclesiales

6 Movimientos de renovación

7 Catolicismo y las Grandes Guerras

7.1 Período entre Guerras

7.2 Pio XII: pastoral, teología y la 2ª Guerra Mundial

8 Transición y renovación, el papa cristiano 8.1 Juan XXIII (1958-1963)

8.1 Vaticano II (1962-1965) y su relación con la modernidad

8.3 Pablo VI, reformador e incomprendido (1963-1978)

9 El santo criticado y su continuador

9.1 Juan Pablo II (1978-2005)

9.2 Benedicto XVI (2005-2013)

10 El retorno al Cristianismo: Francisco

11 Referencias Bibliográficas

1 Revolución francesa y la Iglesia católica

1.1 Revolución inspirada en el iluminismo

En la transición de los siglos XVIII-XIX, la sociedad europea entra en el gran escenario de la transformación impulsada por las revoluciones de la Ilustración (pensamiento), francesa (social burguesa) e industrial (económica capitalista). La Ilustración, en el “siglo de las luces” (XVIII), rompe con el determinismo religioso, imprime fuerza incondicional en la acción crítica de la razón, cuestiona la  obediencia sumisa, organiza el conocimiento criando métodos de investigación, critica la  autoridad y el poder. No ahorraron críticas a la Iglesia Católica: la  brecha social entre el clero alto y bajo, la indiferencia ante  las dificultades del pueblo. La revolución social francesa afectó a todo el occidente, dejando marcas profundas en el catolicismo. La lucha se basa en los resultados de la sociedad medieval (clero, nobleza, artesanos) y la sociedad industrial (burguesía y los trabajadores). La revolución económica provoca cambios en el sistema de producción, el capitalismo explota las riquezas naturales, se beneficia del avance científico, pero el progreso lleva consigo graves consecuencias para la sociedad. Entre ellos, la exploración humana: largas jornadas de trabajo, el éxodo rural, fin de artesanos, la división social del trabajo, las concentraciones urbanas, precarias condiciones de vida, la prostitución, el alcoholismo, la delincuencia, las epidemias y una inmensidad de desposeídos.

La Revolución Francesa fue un acontecimiento inesperado para la Iglesia Católica, gestado en el seno de la Ilustración. En su despliegue se sucedieron otras revoluciones hasta la dictadura militar de Napoleón Bonaparte. El siglo XIX se inicia, para la Iglesia, con un nuevo pontificado, Pío VII (1800-1823). Después de varias negociaciones, el Papa firma junto con Napoleón el Concordato (1801). El documento es un intento de recuperar las relaciones diplomáticas entre ambos Estados. Así, la Iglesia renunció a los bienes expropiados y aceptó que la remuneración del clero fuera realizada por el Estado francés. Bonaparte añadió en secreto al Concordato 77 ‘artículos orgánicos’, que abolió en parte, las conquistas del  mismo. La protesta del papa no tuvo ningún efecto, y Pío VII aún sufriría otras humillaciones por parte de Napoleón, que en 1808 ordenó la ocupación de Roma y los Estados Pontificios. El Papa excomulgó a Napoleón y éste hizo a Pío VII prisionero en Fontainebleau, siendo presionado para renunciar al Estado Pontificio. Con la caída de Napoleón, a raíz de la campaña de Rusia (1812) y la Batalla de Leipzig (1813), y de las tropas aliadas haber invadido París (1814), el reordenamiento de Europa puede ser realizado por el Congreso de Viena (1814-15).

A principios del siglo XIX, el papado parecía atravesar  uno de los momentos más difíciles de la era moderna. Pío VI había muerto (1799) solo y abandonado, prisionero de la Revolución Francesa. El episcopalismo parecía triunfar, siendo el sistema papal y la infalibilidad, según algunos autores alemanes y franceses, cuestiones anticuadas y sin importancia histórica. Ningún otro evento histórico contribuyó tanto al triunfo del papado en el Vaticano I (1869-1870) como la Revolución Francesa. Con Pío VII se lleva a cabo la reorganización de la Iglesia de Francia (1801), y 36 obispos que vivían fuera de Francia fueron depuestos, lo que demuestra, a pesar de todo, que el papado tenía poder. Este fue un paso para el ultramontanismo.

2 Catolicismo y el proceso de restauración (1814-1846)

2.1 Restauración, un concepto

Con el final de la Revolución Francesa y del período napoleónico, Europa estaba en una situación política, cultural y religiosa de total desorden. Era esencial, pensaban que el sistema religioso y varios miembros de la sociedad, restablecer el orden restaurando  los principios de autoridad, de la religión y de la moral, tal y como eran en el Antiguo Régimen.

2.2 Estrategia agresiva contra la modernidad

El programa de restauración es evidente en el pontificado del Papa León XII (1823-1829). Su preocupación era recuperar todo lo que la secularización y la revolución habían destruido. La intención nunca fue adaptar la Iglesia a las exigencias de los tiempos, sino una restauración a los tiempos anteriores. Su sucesor, Pío VIII (1829-1830), no fue un Papa con objetivos diferentes. Su acción fue defensiva de la Iglesia y de la fe católica, defenderla de los errores de esas doctrinas, según él  mentirosas y perversas,  que atacaban la fe. La educación debería  estar en manos de la religión católica. Estaba claro que este pontificado sería una escala de transición. El gran cambio vendría con su sucesor.

La reacción agresiva de la institución católica contra la modernidad no tardaría. Gregorio XVI (1831-1846), el nuevo papa realizó un pontificado dentro de una línea programática de la situación cultural y política de la época. La cultura fue dominada por la Ilustración, el anticlericalismo, la masonería y el elemento anti-religioso, mientras que en  la política oficial predominó la restauración. En este contexto, el Papa publicó la encíclica Mirari vos (1832). Entre los temas tratados en términos muy duros, están las dos fuentes del mal: la libertad de prensa y la indiferencia religiosa. En la mentalidad de la cristiandad medieval y de la sociedad perfecta reinantes, el Papa no puede encontrar ninguna señal positiva en su tiempo y, a su vez, no identifica las situaciones preocupantes dentro de la institución religiosa que necesitan de transformación. La idea de  renovación de la Iglesia es rechazada, considerada un ultraje. Condena las vías férreas, puentes, electricidad. Todo es señal  de la modernidad y, por tanto, errores que deben ser condenados. El modelo de Iglesia de la Cristiandad prevalecerá durante todo el siglo XIX.

Un aspecto importante de este período fue la vitalidad de la actividad misionera de la Iglesia a través de muchas comunidades religiosas y un interesante florecimiento de nuevas congregaciones, especialmente en el campo de la educación, la asistencia a los enfermos y el compromiso misionero. Las contradicciones de la historia se sucedieron en el transcurso del siglo XIX. Si, por una parte, un segmento de la institución construye un choque con la modernidad, otros sectores se ven dentro de una fiebre misionera, de la fundación de congregaciones dedicadas exclusivamente a las misiones, así como de preparación para futuras iglesias locales.

3 Catolicismo y el combate al liberalismo (1846-1878)

El final del pontificado Gregorio XVI era para los romanos una liberación. El Papa y su secretario de Estado, el cardenal Lambruschini no eran queridos y su gobierno fue considerado tiránico y oscurantista. Todo el mundo esperaba  un nuevo papa capaz de hacer frente, de forma diplomática, la situación social y política. Elegido Pío IX (1846-1878), los liberales y los demócratas construyeron la imagen del Papa liberal, aunque  luego fuese acusado de enemigo de la libertad de conciencia y de culto y de promover una Iglesia hostil a la sociedad moderna. Defendía la plena independencia del papa y la Iglesia en relación al Estado, siendo opositor  combativo del galicanismo. Si, por una parte, los anticlericales se convirtieron en grandiosos enemigos del Papa, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, por el contrario, los ultramontanos adoraban exageradamente al Papa al que atribuían el título de “Grande”. Hay tres puntos fundamentales en su pontificado: la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (1854); publicación de la encíclica Quanta Cura y su anexo Syllabus (1864); y el Concilio Vaticano I (1869-1870).

Pío IX no aceptaba el régimen constitucional, no sólo por entender que no era apto para la Iglesia, sino porque lo enjuiciaba como ruin en sí mismo. Enorme era su aversión a los católicos liberales. El auge de su política antiliberal se da con la publicación de Quanta Cura y Syllabus. La encíclica tiene como objetivo señalar los errores “modernos” que colocaron la fe de la Iglesia en peligro y demuestran su capacidad de recuperación, la afirmación de la autoridad de la Iglesia, fundada en la autoridad divina. Estos errores resultantes de la aparición de las  filosofías modernas como  teorías de un nuevo estado de espíritu, distorsionan la conciencia humana y la conciencia eclesial. Se perdieron los valores morales y el carácter sagrado de la sociedad actual. Los errores modernos destacados son el naturalismo y el panteísmo, el liberalismo, el comunismo y el socialismo, la separación de iglesia y estado. El anexo de la encíclica, el Syllabus es una lista de 80 errores de la modernidad que habían sido expuestos y condenados en los documentos anteriores. El documento se publica en el momento en que hay una disonancia entre los católicos. Además de las motivaciones de la sociedad para mostrar estos errores, el Papa analiza negativamente a los católicos que estaban abiertos al diálogo con la sociedad moderna, democrática, progresista, constitucional. Sin embargo, los papistas, los tradicionalistas y los ultramontanos estaban dando demasiado  culto al pasado.

Las críticas de Pío IX pretendían salvaguardar la fe de la Iglesia y la autoridad de la Iglesia misma en la sociedad moderna. Su apologética, incluyendo el dogma de la Inmaculada Concepción, puso de relieve la posición de la Iglesia para defenderse de la modernidad y afirmar su identidad, construida en el Concilio de Trento (1545-1563). Las críticas también sirvieron para señalar los maximalismos tanto de los partidarios cuanto de los oponentes de la modernidad. Este Apologética hizo posible establecer un clima necesario buscar un equilibrio en la relación entre la iglesia y el estado, la fe y la razón.

En la  fiesta de la Inmaculada de 1869, se abrió el Concilio Vaticano I, que fue organizado con un principal objetivo: completar y confirmar el trabajo de exposición doctrinal anterior contra el racionalismo teórico y práctico del siglo XIX. Se aprobaron dos constituciones, una sobre la fe católica y la otra sobre el papel del Romano Pontífice y su autoridad doctrinal. En julio de 1870, la guerra franco-prusiana obligó a la suspensión del Vaticano I, que nunca más se volvió a abrir. También en 1870, el Estado papal fue anexado  oficialmente al territorio  italiano,  situación tan conflictiva que el Papa excomulgó al rey Vittorio Emanuelle y se refugió en su residencia, el Quirinal. Pío IX no autorizaba a los italianos que fuesen  candidatos o que votasen en las elecciones. Esta situación se prolongó durante más de treinta años. Empezaba la Cuestión romana (1870-1929).

A pesar de las controversias historiográficas, el Papa Juan Pablo II pidió la continuación del proceso de beatificación de Pío IX, que se llevó a cabo junto con el del  Papa Juan XXIII, el 3 de septiembre de 2000.

4 Cuestión social y el catolicismo

4.1 León XIII (1878-1903) y la cuestión social

Este pontificado consiguió alcanzar un prestigio no logrado en épocas anteriores. La situación final del siglo XIX coincidió con una serie de cambios radicales en el campo político, económico, social y científico. En 1892, el Papa aconseja a los franceses a aceptar la República, lo que significa el fin para el mundo católico, de la cristiandad. Su magisterio se ocupó de varios asuntos de gran importancia en aquel contexto, de la vida religiosa a la social. La sociedad estaba dividida por el conflicto entre capital y trabajo: se trata de la cuestión social. Esta preocupación social había comenzado en la segunda mitad del siglo XIX, cuando en diversos países fueron fundadas muchas asociaciones y círculos en favor de los trabajadores. León XIII publicará un documento histórico que trató de manera  objetiva del trabajo y la cuestión social: la encíclica Rerum Novarum.

4.2 Rerum Novarum (1891)

La encíclica dio a la Iglesia Católica una especie de carta de ciudadanía. Sin lugar a dudas, la encíclica fue a la acción social cristiana lo que fue el “Manifiesto Comunista” y “el Capital” de Karl Marx, para la acción socialista. El documento trata de la cuestión laboral, conteniendo los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia, que serán recuperados, profundizados y aplicados en los sucesivos documentos y pronunciamientos del Magisterio. Esta encíclica es el primer texto del magisterio eclesiástico a estudiar seriamente los problemas sociales causados ​​por la industrialización. El texto, al mismo tiempo, condenaba el liberalismo y el socialismo, pero reconocía el derecho natural a la propiedad e hizo hincapié en su valor social atribuía al Estado el papel de promotor del bien común, de la prosperidad pública y de la privada, superando el absolutismo social del  estado liberal, y reconocía el derecho de los trabajadores a un salario justo. Condenaba la lucha de clases y aceptaba el derecho del trabajador a asociarse para defender sus intereses.

La encíclica fue publicada 44 años después de la aparición del ‘Manifiesto de Marx, y aparentemente no fue tan importante para el movimiento de emancipación de los trabajadores. A menudo  utiliza un lenguaje abstracto, sin analizar la situación real creada por el capitalismo y no presenta un análisis estructural de las causas de la miseria de la clase trabajadora. A pesar de estas y otras deficiencias, el documento representa una posición importante en la historia de la Iglesia Católica.

Estos cambios en la postura de la Iglesia también  producirán dificultades: no fueron pocas  las personas que pedían la conversión de León XIII, que lo consideraban entregado a las tesis marxistas. La otra cara de la moneda es que en países como Francia, Bélgica e Italia, nació un movimiento llamado democratacristiano, uniendo las aspiraciones apostólicas, el deseo de reformas sociales y una preocupación política, no siempre clara, pero a favor de la democracia.

5 Condenación del modernismo y reformas intereclesiales

5.1 Contra el modernismo

El modernismo y su consecuente crisis comenzó en tiempos de León XIII, pero su punto focal se produjo en el pontificado de Pío X (1903-1914). Este movimiento surge en el ámbito universitario liberal. Elaboró un pensamiento que consistió en la aplicación de métodos modernos de investigación científica a la teología. El objetivo era abrir el cristianismo a las exigencias filosóficas e históricas de la sociedad contemporánea. Un intento para acoger el pensamiento modernista se llevó a cabo en la obra filosófica de Maurice Blondel, L’Action (1893) .

Las ideas del modernismo se aplicaron a la teología y a la Escritura. Las proposiciones aplicadas en el campo eclesiológico tendían  a reducir la Iglesia a una forma democrática. El modernismo fue el intento de reconciliar a la Iglesia Católica con los resultados obtenidos por la crítica histórica. En este sentido, la Iglesia no es la jerarquía, sino que es  originaria de la conciencia colectiva, nacida no de la voluntad de Dios, sino dela  necesidad. Generada desde abajo hacia arriba. Las proposiciones modernistas fueron censuradas por la Iglesia, pero no encontraron apoyo, ya que se alejaban del proyecto de  cristiandad. Algunos representantes del modernismo tenían sus obras sometidas al Índice. Algunos se reconciliaron con la Iglesia y otros fueron excomulgados. Dos de los protagonistas son el cura francés Alfred Loisy (1857-1940) y el jesuita inglés George Tyrrell (1861-1909). El primero, que  fue excomulgado, interpretaba en sentido escatológico la predicación de Jesús, negaba la inmutabilidad y el valor objetivo de los dogmas; reducía el valor de la autoridad eclesiástica, predicaba la completa separación entre la fe y la historia. El segundo afirmaba que podía quedarse en el catolicismo con la condición de distinguir entre la fe viva y la teología muerta, entre la Iglesia real y la autoridad que la gobierna. Fue expulsado de la Compañía de Jesús y no fue aceptado en ninguna diócesis. Más tarde se decretó su exclusión de los sacramentos, pero no la excomunión.

A través de la encíclica Pascendi Dominici Gregis y del Decreto Lamentabili (1907), Pío X presenta una fuerte condena del modernismo, reprimiendo la conciliación de la doctrina cristiana con la ciencia y el conocimiento moderno. Se llevó a cabo una caza formal a la herejía de los teólogos reformistas, especialmente a exegetas e  historiadores. Son excluidas de la enseñanza  las obras de Lagrange, Funk, Delehaye, Duchesne. En 1910, es impuesto a los profesores de  seminarios  el juramento antimodernista. Son realizadas visitas apostólicas a los seminarios italianos, lo que resulta en  informes a veces duros  por parte de los visitadores. Uno de los evaluadores en estas visitas fue Ángelo Roncalli, el futuro Juan XXIII.

5.2 Reformas intereclesiales           

El Papa Sarto fue uno de los grandes reformadores de la Iglesia. Es de su iniciativa la organización legislativa de la Iglesia a través del Código de Derecho Canónico. Su presentación final se llevó a cabo en 1917 en el pontificado de Benedicto XV. Otras reformas se llevaron a cabo en la catequesis y la liturgia. Se organizó un catecismo de la doctrina cristiana. En la liturgia, publicó documentos sobre la música sacra (restauración del canto gregoriano), Breviario (armonización del Breviario y del año litúrgico) y la eucaristía (comunión frecuente y la edad para la primera Eucaristía). Pío X fue canonizado por el Papa Pío XII en 1954.

6 Movimientos de renovación

Los movimientos bíblico, litúrgico y ecuménico fueron la puerta de entrada del sujeto moderno en la Iglesia. Surgen en el siglo XIX y el siglo XX se despliegan. En los albores del Vaticano II también tiene su gestación en estos movimientos. El movimiento ecuménico, por ejemplo, nació fuera de la Iglesia Católica. En Edimburgo (Escocia) en 1910, los misioneros protestantes organizaron una conferencia para estudiar las posibilidades y los medios de unión en vista de una sola evangelización cristiana. Nacía el movimiento ecuménico. En 1960, en el pontificado de Juan XXIII, fue creada la Secretaría para la Unión de los Cristianos, presidida por el cardenal jesuita alemán Agustín Bea. El movimiento nació en el mundo protestante por razones de evangelización y asume relevancia en la Iglesia Católica a medida que los teólogos defienden un proyecto de este tipo.

7 Catolicismo y las grandes Guerras

En una línea intermedia y de gran importancia histórica para la comprensión de la modernidad está el pontificado de Benedicto XV (1914-1922). El Papa estuvo involucrado en la mediación con la 1ª Guerra Mundial, pero sin éxito. El caos global de la guerra (1914-1918)  hizo evidente que los valores fundamentales de la modernidad estaban en crisis: la absolutización de la razón moderna, del progreso, de la nación y de la industria. La creencia absoluta en la razón, en el progreso, en el nacionalismo, en el capitalismo y en el socialismo había fracasado. Europa estaba pagando un alto precio con los movimientos reaccionarios del fascismo, el nazismo y el comunismo. Estos movimientos idealizaban, de una manera moderna, la raza, la clase y sus líderes impidieron un orden mundial nuevo y mejor.

La 1ª Guerra puso en marcha una revolución global que se haría explícita después de la 2ª Guerra Mundial: el cambio del paradigma eurocéntrico de la modernidad, que tenía una marca colonialista, imperialista y capitalista. El nuevo paradigma, que había comenzado a desarrollarse, de la posmodernidad sería global, policéntrica y de orientación ecuménica. La Iglesia Católica reconocerá esto sólo en parte, y un poco tarde.

7.1 Período entre Guerras

El significado del pontificado de Pío XI (1922-1939), en el período de entreguerras, debe entenderse dentro de los acontecimientos políticos de su tiempo: una humanidad oprimida por los totalitarismos generados por la sociedad de masas, las profundas diferencias ideológicas que hicieron, sobre todo durante la guerra , los valores cristianos y la Iglesia acosados y perseguidos. La realización de este pontificado sucedió durante el drama de los grandes acontecimientos que marcaron el mundo contemporáneo: el fascismo, el nazismo y el totalitarismo estalinista. Todo este contexto justificó, en cierto modo, su política concordataria llevada a cabo en Italia con los Pactos de Letrán (1929). El desarrollo de sus actividades se explicará a través de las encíclicas: Non abbiamo Bisogno (1931), Quadragesimo anno (1931), Mit brennender Sorge (1937), y luego la condena del comunismo ateo en Divini Redemptoris (1937).

La Acción Católica (movimiento laico), organizada en  este pontificado, está en  la base de  la preparación del Vaticano II. A pesar de esta intención inicial, los laicos de la Acción Católica llevaron los estudiantes (JEC), los universitarios (JUC), los trabajadores (JOC, ACO), el mundo rural (JAC) y personas de medios independientes (JIC), a inserirse en sus ambientes específicos, hasta el punto de que ellos trajeron hacia dentro de la iglesia todos los problemas y la reflexión moderna que en tales situaciones se vivían. Esta actuación del laicado en el mundo, su implicación, asumiendo compromisos políticos, condujo a una mayor participación en la Iglesia, requiriendo una mayor formación espiritual y teológica. Es ahí que ese laicado se enfrenta a los problemas de la modernidad. Los grandes pensadores Yves Congar, Jacques Maritain y Emmanuel Mounier desarrollaron reflexiones teológicas sobre la presencia de los laicos cristianos en la Iglesia y en el mundo. Toda esta mentalidad se caracteriza por los señales de la modernidad.

Frente a las medidas fascistas adoptadas en Italia en junio de 1938, y también porque en Alemania el problema judío se estaba agravando, Pío XI encargó al jesuita estadounidense John La Farge la tarea de preparar un texto sobre la unidad del género humano, dirigido a particularmente condenar el racismo y el antisemitismo. El proyecto del texto  llegó a manos del papa sólo al final de 1938. El Papa estaba enfermo y poco después moriría, la encíclica nunca fue publicada. En Brasil la encíclica (y un extenso comentario) fue publicado por la Editora Vozes con el título “La Encíclica escondida de Pío XI”

7.2 Pio XII: pastoral, teología y la  2ª Guerra Mundial

Pío XII (1939-1958) hizo resurgir el proyecto de una civilización cristiana. Eugenio Pacelli, que había sido nuncio en Munich, tuvo un pontificado de extremos. Esto se explica por el marcado contraste entre su figura y  orientación y las de su sucesor Juan XXIII (el papa del siglo). Representaba  la encarnación del papado en toda su dignidad y superioridad. Heredó de su antecesor una Iglesia fuertemente centralizada. Las actividades de este papa fueron adquiriendo otro tono distante, especialmente en sus relaciones con Alemania y el nazismo. En este sentido, su pontificado fue muy criticado por algunos, que afirmaban la ausencia de  manifestaciones públicas del papa en la cuestión judía del Holocausto, y defendido por otros, que se decían que el Papa estaba haciendo todo lo posible por medios diplomáticos.

El magisterio de Pío XII se puede entender a través de sus mensajes, discursos y encíclicas. Su pontificado se puede considerar el último de la era anti-moderna medieval. Tenía muchos aspectos autoritarios: rechazó las doctrinas evolucionistas, existencialistas, historicistas y sus infiltraciones en la teología católica fueron de gran impacto, como censuras a los estudiosos Maritain, Congar, Chenu, de Lubac, Mazzolari, Milani y a  los sacerdotes obreros franceses.

La situación mundial e incluso, en muchos sentidos, el interior de la Iglesia respiraban un aire deseoso de novedad. Pío XII veía de forma positiva las reformas, pero su actitud tendía a una mayor precaución. Su creciente preocupación con una iglesia involucrada en un mundo de agitaciones y tensiones revolucionarias explica, en parte, porque comenzó a concentrar el gobierno en sus manos. Eugenio Pacelli veía en la exposición de la doctrina de la Iglesia, ante muchos problemas del  mundo moderno,  su misión más importante. Publicó numerosos encíclicas. Las principales fueron Mystici Corporis (1950) y Humani generis (1950). La primera trata de la identidad y el ordenamiento de la Iglesia, con franco combate a la nueva teología. La segunda determina la posición del Papa respecto a la moderna teoría evolutiva,  conteniendo rechazo a algunas hipótesis  de la escuela de Teilhard de Chardin (sin dar nombres). Dispensó una especial atención a la cuestión acerca de María. En 1950 proclamó el dogma de la Asunción de Nuestra Señora.

8 Transición y renovación, el  papa cristiano

8.1 Juan XXIII (1958-1963)

El pontificado de Juan XXIII fue marcado por una eclesiología profética y su pastoral en  continuación con la  tradición de la Iglesia. Sus primeros gestos pastorales indicaban una nueva dirección para la Iglesia. En 1959, anunció tres eventos eclesiales: el Sínodo diocesano de Roma, la revisión del Código de Derecho Canónico y un Concilio, el Vaticano II. Su pontificado de aggiornamento marcó un cambio de dirección debido a su intuición en la convocatoria del Concilio.

Angelo Giuseppe Roncalli nació en el pueblo de Sotto il Monte, en la provincia de Bérgamo, Italia, el 25 de noviembre de 1881, de una pobre familia campesina. El joven Roncalli estudió los dos primeros años de teología en el seminario de Bérgamo, siendo admitido en el año 1896 en la Orden Franciscana Secular, donde profesó las reglas en mayo de 1897. Con una beca que consiguió de su diócesis, fue alumno del Pontificio Seminario Romano, donde recibió su ordenación en agosto de 1904 – Roma. En 1905, fue nombrado secretario del obispo de Bérgamo, D. Giacomo Tedeschi Radini, lo que le permitió realizar innumerables viajes, visitas pastorales y colaborar con múltiples iniciativas apostólicas como sínodos, redacción de boletín  diocesano y obras sociales. Colaboró ​​con el periódico católico de la diócesis de Bérgamo y fue asistente de la Mujer de la Acción Católica Femenina. Fue como profesor en el seminario de la diócesis cuando profundizó sus estudios sobre tres predicadores católicos: San Francisco de Sales, San Gregorio Barbarigo (en aquel momento era beatificado y luego fue canonizado por el propio Roncalli en 1960), y San Carlos Borromeo, de quien publicó las actas de visitas realizadas en la diócesis de Bérgamo en el año 1575. Después de la muerte del obispo de su diócesis en 1914, del cual  era secretario, el padre Roncalli continuó su ministerio sacerdotal en la diócesis, donde tenía la intención de permanecer.

En 1915, Roncalli fue a la guerra para defender su país, pues en los años de seminarista en Roma había prestado un año de servicio militar. Roncalli fue llamado como sargento sanitario y nombrado capellán militar los soldados heridos que regresaban de la línea de combate, cuando Italia después de que el Tratado de Londres de 26 de abril 1915 renunció al acuerdo con la Triple Alianza, entrando en la guerra.

La segunda fase de su vida comenzó en 1921, con una llamada del Papa Benedicto XV (1914-1922), para formar parte del Consejo de las Obras Pontificias para  la Propagación de la Fe, de la que fue presidente, cargo que le obligó a pasar por numerosas diócesis italianas, organizando círculos misioneros. Esta fase romana y la vida aparentemente tranquila de presbítero  no duraron mucho. En el papado de Pío XI (1922-1938), el cura de la pequeña localidad de Sotto il Monte fue elevado al episcopado en 1925 y nombrado Visitador Apostólico para Bulgaria. En 1934, fue designado Delegado Apostólico en Turquía y Grecia y, al mismo tiempo, administrador del Vicariato Apostólico de Estambul, donde se destacó en el diálogo con los musulmanes y los ortodoxos.

En 1944, el Papa Pío XII nombró a Roncalli nuncio apostólico en París. Su nombramiento contó con la intervención directa del pro-secretario de Estado, Mons. Montini. A los cincuenta y tres años de edad, Roncalli fue elevado a cardenal y dos años más tarde patriarca de Venecia. A los setenta y siete años llegó al cónclave y fue elegido el Papa Juan XXIII. Su encíclica Pacem in Terris (1963) fue el último acto de un pontificado muy breve, pero intenso, dinámico e incisivo.

La muerte del Papa el 3 de junio 1963 –  día de Pentecostés – fue recibida con gran conmoción en varias partes del mundo católico. Impresionante esta ocasión, a diferencia de otras ocasiones, cuando los hombres y mujeres de todos los países y todas las religiones lloraban su muerte. Juan XXIII fue canonizado en abril de 2014, por el Papa Francisco.

8.2 Vaticano II (1962-1965) y su relación con la  modernidad

El 11 de octubre de 1962, el Papa Juan XXIII abrió el primer período del Concilio. El texto de apertura es de importancia fundamental (Gaudet Mater Ecclesia) y tuvo una profunda influencia en la redacción de todos los documentos conciliares. Tres puntos son dignos de mención. En primer lugar, el Papa se dirige a los profetas que anuncian sólo desgracias, viendo en el mundo moderno sólo deterioro y  desastres, comportándose como si  no hubieran aprendido nada de la historia. En segundo lugar, el punto central del Concilio. No será sólo una discusión de uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo y proclamando las enseñanzas de los Padres y de los teólogos antiguos y modernos, pues se asume que eso ya es muy presente y familiar. Para ello, no habría necesidad de un concilio. Se trata de  una renovación, con serena y tranquila adhesión a toda la enseñanza de la Iglesia. En tercer lugar, la Iglesia siempre se ha opuesto a los errores; a menudo, incluso condenando  severamente. La Iglesia ahora tomando a través del Concilio la antorcha de la verdad religiosa, desea mostrarse madre amorosa de todos, benigna, paciente y llena de misericordia con sus hijos separados de ella.

El Vaticano II promulgó dieciséis constituciones, decretos y declaraciones. Hay un consenso de que la Constitución dogmática Lumen Gentium y la Constitución pastoral Gaudium et spes son el eje del Concilio. La Iglesia tuvo el valor de mirar a su pasado, reflexionar y crear una nueva relación en el presente. La continuidad del diálogo y de todos los frutos generó continúan en marcha.

El acontecimiento conciliar tuvo dos grandes personalidades al frente: Juan XXIII, que murió después del primer período del Concilio, a los 82 años, y Pablo VI (1963-1978), quien reemplazó. Montini (Pablo VI – beatificado en 2014 por el Papa Francisco) se tomó en serio su gran tarea de continuar el Concilio, por supuesto, con una tónica diferente. Roncalli (Juan XXIII) era pastor y Montini era integrante de la curia. En este sentido, el análisis del post-concilio merece una reflexión sobre los avances y retrocesos dentro del propio acontecimiento conciliar. A pesar de las concesiones sobre la reforma de la liturgia, la renovación de la Iglesia Católica y el diálogo ecuménico con las otras Iglesias cristianas, deseada por Juan XXIII, el Concilio no tuvo un  gran avance, pero sí una estabilidad. Históricamente era demasiado pronto, a pesar de la ventana abierta, para percibir en la práctica cotidiana relaciones de transformaciones absolutas, abriendo la ventana, puertas, limpiando el gran polvo de los   muebles, y especialmente de sus interiores.. Fue un gran paso para el diálogo con la modernidad. A veces se hizo de nuevo monólogo.

8.3 Pablo VI, reformador e incomprendido (1963-1978)

El Papa Pablo VI, Giovanni Battista Montini nació en Concesio, cerca de Brescia, en el año 1897. En familia acomodada, su madre, muy católica, fue presidente de la Asociación de Mujeres Católicas de Brescia; su padre era un doctor en derecho, escritor y fundador del periódico “Il cittadino de Brescia”, fue presidente de la Unión Electoral Católica de Brescia y diputado en el Parlamento por el Partido Popular, del que fue uno de los fundadores. Ordenado sacerdote en 1920, Montini estudió derecho canónico en la Universidad Gregoriana (Roma) y después de un examen de admisión  se convirtió en  profesor por un período corto.

Después de su trabajo en la Secretaría de Estado de la Santa Sede, Montini fue nombrado arzobispo de Milán. En el período de su arzobispado de Milán (1955-1963), se acercó a los trabajadores, y a las reivindicaciones de la izquierda que actuaban en su arquidiócesis, y también no se olvidó de los que estaban lejos de la Iglesia. Uno de los acontecimientos más importantes que se celebró en Milán fue la misión de Milán (5-24 de noviembre de 1957). Fue un enorme trabajo pastoral, que implicó a toda la inmensa ciudad. Preparado durante dos años, participaron 500 agentes de pastoral, dos cardenales, 24 obispos, y se llevaron a cabo siete mil discursos y conferencias en las iglesias, establecimientos industriales, entidades culturales. El tema central de todas las predicaciones era Dios  Padre. El arzobispo Montini participó directamente en estas actividades a través de radio, escritos y conferencias. Trató de establecer una reforma pastoral  favoreciendo la renovación de la liturgia y promoviendo la construcción de nuevas iglesias. Consagró 72 iglesias en el período que  permaneció en Milán. En el momento de la elección papal, otras 19 iglesias estaban en construcción.

 El día después de su elección, Pablo VI anunció a través de un mensaje de radio, su intención de continuar con el Consejo. Coordinó los siguientes tres períodos del Vaticano II.

De América Latina, el Papa recibió denuncias de la situación degradante de las poblaciones empobrecidas que vivían en situación de miseria y en gran parte bajo regímenes dictatoriales funestos, apoyados por el capitalismo “democrático” estadounidense. El papa no era inmune a esta situación, lanzando la Encíclica Populorum  Progressio (1967), lo que causó gran debate en los medios eclesiales y fuera de ellos, especialmente entre los conservadores de la Curia, que pensaban que el Papa se había excedido en sus colocaciones a la izquierda, como por ejemplo, cuando citó y cuestionó la supremacía de la propiedad privada en detrimento de los derechos colectivos.

El Papa publicó otras encíclicas, pero la que causó más discusión fue Humanae Vitae (1968). La encíclica trataba un tema muy complejo para la sociedad: el control de la natalidad. Nunca una encíclica causó tantas controversias internas y externas. El texto aborda el tema de la sexualidad humana. La pretensión es que la sexualidad debe ser vista no como placer  animalesco. La incomprensión del documento se debe principalmente a una lectura reductiva de la encíclica, teniendo en cuenta la cuestión de la prohibición de la píldora y haciendo caso omiso de otra parte muy positiva: la función creadora de la sexualidad, no sólo biológica, sino personalista.

En Jerusalén (1964), abrazó con el patriarca Antenágoras el diálogo con todos los cristianos. En el Congreso Eucarístico de Bombay (India – 1964), estuvo presente en el encuentro con los fieles católicos. Discursó en  la ONU (1965) ante 117 delegados de varios países, marcando el diálogo con la sociedad. Celebró misa en Fátima, Portugal, en 1967, para conmemorar los 50 años de la aparición de María a los pastorcitos. En el Congreso Eucarístico de Bogotá (1968), abrió la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín II, un encuentro con los pobres del entonces tercer mundo. En el encuentro de oración en el Congreso Ecuménico  de las Iglesias en Ginebra (1969), abraza todos los hermanos cristianos de otras denominaciones.

La cuestión de la colegialidad fue para Pablo VI, fundamental, por estar conectada a otra que le preocupaba, el ecumenismo. A estas cuestiones internas se une a la gran pregunta que hoy sigue siendo de gran importancia y con la que la institución religiosa tiene dificultades para manejar: el diálogo con la sociedad. Para encaminar estos temas abordados en el Vaticano, el papa era consciente de que dentro de la institución había dos polos opuestos en alta conflictividad: la novedad y la tradición, la verdad y la caridad, la historicidad y la permanencia, la autoridad y la libertad, el poder y la fraternidad, la superioridad y la humildad, la separación del mundo y la unidad con el mundo. Pablo VI también era plenamente consciente de que debería reconciliar estas dicotomías. También es importante destacar que este pontificado se inició en un período conciliar y tuvo su continuidad difícil en los primeros años del post-Concilio.

Pablo VI murió el 6 de agosto de 1978 en Castel Gandolfo, con 81 años de edad. Fue enterrado en la cripta de la basílica de San Pedro, en una tumba humilde, como él mismo pidió en su testamento.

9 El santo criticado y su continuador

9.1 Juan Pablo II (1978-2005)

Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, elegido en 1978 después de la repentina muerte de Juan Pablo I, con 33 días de pontificado, recibió el legado espiritual de Pablo VI y el espíritu pastoral del Vaticano II. Su pontificado largo (1978-2005) se caracterizó por varios factores, uno de los cuales es religioso. Aumentando este carácter religioso, el Papa propuso una nueva evangelización. Él escribió 14 encíclicas (3 sociales) y otros documentos y catequesis. El Código de Derecho Canónico (1983) y el Catecismo de la Iglesia Católica fueron la culminación de un proceso iniciado y enriquecido en este pontificado. Presentó duras críticas al sistema totalitario comunista y al capitalismo. Alentó el ecumenismo y el diálogo interreligioso. Visitó 114 países, reuniendo multitudes. El Jubileo, en 2000, fue una gran celebración y estimuló la nueva evangelización.

El pontificado Wojtyla también sufrió críticas, como las del jesuita brasileño João Batista Libânio (2005) sobre el Código y el Catecismo, y se refiere a los puentes que no crearon la continuidad con el  Vaticano II. Varios teólogos presentaron sus observaciones sobre el Sínodo 1985 extraordinario convocado para evaluar el Vaticano II, pero visto, sin embargo, como un retorno al pre-concilio. Juan Pablo II es criticado, a pesar de la afirmación de la colegialidad, por la centralización que tenía como pilar de la curia romana, con una eclesiología jerárquica, perjudicando la concreción de la Iglesia del Pueblo de Dios. Fueron cuestionadas las restricciones hechas a las mujeres en los distintos niveles ministeriales y la condena de muchos teólogos. Renació el  autoritarismo y el clericalismo durante el pontificado, a diferencia de las directrices del Vaticano II.

El Papa enfrentó muchos sufrimientos particulares relacionados con su salud, incluyendo un atentado en 1981 en medio de la plaza de San Pedro. Su salud pasó por muchos momentos difíciles, lo que llevó a un sufrimiento general de los fieles en los últimos años de su pontificado. Una multitud acompañó a su largo velorio en Roma y pidió que fuese  hecho santo inmediatamente. Su canonización tuvo lugar en 2014, juntamente con Juan XXIII.

9.2 Benedicto XVI (2005-2013)

El sucesor de Juan Pablo II fue su  brazo derecho en la Curia Romana, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal alemán Joseph Ratzinger. La elección realizada en el cónclave fue recibida con numerosas reservas en esferas eclesiásticas. Se enfrentó a una serie de dificultades y pasará a la historia como el Papa teólogo y el que renunció.

El 11 de febrero de 2013 en la Ciudad del Vaticano, en la sala del consistorio, Benedicto XVI presidió un consistorio público para la canonización de Beatos. Luego siguió la lectura de una breve declaración en latín que  llevaba su firma y la fecha del día anterior, en la que anunciaba su decisión de renunciar al pontificado por razones de edad, indicando que la Sede de Pedro quedaría vacante a partir de las 20 horas del dia  28 de febrero. La declaración consta de 22 líneas, líneas destinadas a cambiar la historia de la Iglesia. Su renuncia es un gran gesto, que se convertirá en revolucionario. Benedicto XVI llevó el papado a los tiempos modernos.

Su pontificado fue extremadamente difícil. Cargado de obstáculos, ataques, crisis, escándalos (pedofilia) y las tensiones en el gobierno de la Curia Romana, el arribismo, las luchas internas. Sus pocos años de su pontificado fueron marcados por otras situaciones conflictivas: las relaciones con los obispos lefebvrianos; la autorización de la misa en latín a través del motu proprio Summorum Pontificum (2007), trayendo a colación la oración por la conversión de los Judíos; las discusiones sobre las hermenéuticas del Vaticano II; el discurso en Ratisbona (Alemania 2006); el caso Richard Williamson de la Fraternidad San Pio X, excomulgado por el Papa Juan Pablo II y rehabilitado por el Papa Ratzinger; las notificaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe para varios teólogos. Entre ellos se encuentran: Roger Haight, Jon Sobrino, Jacques Dupuis, Peter Phan, Queiruga Torres, José Antonio Pagola.

Algunos de los proyectos iniciados por Benedicto XVI se paralizaron, desde  los de “la reforma de la reforma” de la liturgia a la relación con los lefebvrianos, pasando por el diálogo ecuménico. El caso Vatileaks, en el último año del pontificado, creó una realidad compleja, sin duda no  limitada sólo a la traición del mayordomo Paolo Gabriele, entregando los documentos secretos a terceros no autorizados, los cuales fueron después publicados.  Este es el contexto en el que el Papa Benedicto renuncia y, al mismo tiempo, el escenario de crisis en la que se eligió a Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco. Su elección (2013) parece evocar aquella visión de ocho siglos atrás: “Va Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas.” Su misión, otorgada por sus cardenales electores, es cambiar la imagen áspera de la Iglesia.

10 El retorno al Cristianismo: Francisco

Elegido en 2013, Francisco es el primer papa jesuita y latinoamericano (Argentina) en 20 siglos de la Iglesia Católica. Su nombre es un programa pontificado: la proximidad a los pobres y el compromiso de renovar la Iglesia. El cardenal Bergoglio nació en 1936, en el barrio de Flores, el corazón de Buenos Aires. En 1957, entra en la Compañía de Jesús. Sus años de estudio de la teología y la filosofía se dieron en Argentina y Chile. En diciembre de 1969, fue ordenado sacerdote. No se puede definir como un gran arribista, fue prior Provincial de los Jesuitas en Argentina de 1973 a 1979. De 1980 a 1986 fue decano de la Facultad de Teología de San Miguel. En 1992, fue nombrado obispo auxiliar de la archidiócesis de Buenos Aires, dirigido por el cardenal Antonio Quarracino. Desde 1998, con la muerte de Quarracino, Bergoglio será el nuevo arzobispo de Buenos Aires. Fue creado cardenal por Juan Pablo II en 2001. En la tarde del 13 de marzo de 2013, en la Capilla Sixtina, Ciudad del Vaticano, a las 16:30 en la cuarta votación, es elegido como nuevo Papa. Francisco se enfrentará a una tarea enorme, no sólo para el servicio en sí, sino por las enormes dificultades que vive la institución en este contexto. Son  desafíos que el Papa jesuita conoce bien; es importante sembrar la semilla, pero no es necesario cosechar los frutos en el tiempo presente. Francisco dijo: “Desconfío de  las decisiones tomadas de modo repentino” (SPADARO, 2013, p.11). En este primer año de su pontificado,  se puso en marcha la encíclica Lumen Fidei, iniciada por Benedicto XVI.

En tiempos de neoliberalismo, nada es tan actual como elaborar enseñanzas sociales en situaciones siempre nuevas ahí anunciarlas profética y críticamente. El Papa Francisco, preocupado por la tarea pendiente del Vaticano II y en curso, dice que el mandamiento de no matar pone un límite claro para garantizar el valor de la vida humana, por lo que, hoy en día, hay que decir “no a la economía de la exclusión y la desigualdad social “( Evangelii Gaudium n.53  ). La Exhortación Apostólica del Papa, Evangelii Gaudium, publicada en 2013, ya causó gran debate en todo el mundo. Por un lado, muchos analizan el documento como un gran paso en la cuestión social, pero, por otro lado, los empresarios, especialmente los estadounidenses, eran extremadamente descontentos con las críticas al capitalismo. Críticas que Juan Pablo II ya había hecho. En la exhortación Francisco denuncia que “el ser humano es considerado en sí mismo, como una mercancía que se puede utilizar y luego echar fuera” (EG n.53). Por lo tanto es una declaración y, al mismo tiempo, una necesidad de actualizar  el Vaticano II,  valorando la dignidad de la persona y diciendo, sin temor, un enorme no a la sacralización del mercado. No a un dinero que gobierna en lugar de servir.

Lo que el Papa está realizando fue un sueño de Juan XXIII, a saber, que la Iglesia saliese del Vaticano II y permaneciese muy cerca de los pobres para ellos se sintiesen dentro de la iglesia en su casa, pero que en el  fondo documental del Concilio, los pobres se pierden. Los empobrecidos no pueden salir de la óptica de una Iglesia que sigue las inspiraciones del Vaticano II. Este tema está evangélicamente siempre presente, aunque a menudo ha sido silenciado en la sociedad e incluso dentro de la Iglesia en ciertos sectores eclesiásticos.

El Papa ha demostrado su capacidad para relacionarse con judíos, musulmanes y otros de diferentes denominaciones religiosas, desde la perspectiva de una eclesiología misionera: Iglesia en salida,  centró en la sociedad y al servicio de la humanidad. Iglesia que sepa escuchar y realizar la urgente enculturación de la fe, enculturación que fue obstaculizada en los últimos años por la centralización.

Un acontecimiento histórico y emblemático del inicio de su pontificado fue la celebración de la XXVIII  Jornada Mundial de la Juventud (julio de 2013), en Río de Janeiro – Brasil. Sus discursos, homilías, los gestos y la inmensa presencia de fieles pusieron de manifiesto la relación que ya se marca este pontificado: cercano al pueblo, no sólo en el discurso sino también en una rebelión sana contra su seguridad personal. Visitó periferias de la ciudad maravillosa y celebró en el Santuario de Aparecida del Norte, en Sao Paulo. Se reunió con argentinos en la catedral de San Sebastián de Río de Janeiro. Por donde pasó dejó un signo diferente del obispo de Roma, en el camino hacia Asís en busca de  reformas de la Iglesia y de una Iglesia misionera. En ese mismo año visitó aún, en Italia, Cagliari, Asís y el viaje emblemático a Lampedusa y su discurso sobre la tragedia global de la inmigración y delas innumerables de muertes en el mar, especialmente el naufragio de africanos.

El Papa visitó en 2014, Turquía, Tirana (Albania), el Parlamento Europeo, Corea del Sur y Tierra Santa. En Italia, llevó a cabo visitas en 2014: Redipuglia, Caserta, Campobasso y Boiano, Isernia-Vesafro y Cassano allo Jonio. Convocó y participó del Sínodo extraordinario de la Familia en 2014, que tuvo su continuidad y fin en octubre de 2015. En 2015, visitó las Filipinas, donde más de 6 millones de personas asistieron a la misa celebrada en Manila, y Sri Lanka; Ecuador, Bolivia, Paraguay, Bosnia, Cuba y los Estados Unidos y las Naciones Unidas (ONU). Y, también, en noviembre visitó Kenia, Uganda y la República Centroafricana. En Italia, ya visitó, en 2015, Prato, Florencia, Turín, Pompeya y Nápoles.

“Cuando insisto en la frontera, en particular, me refiero a la necesidad de que el hombre de la cultura esté inserido en el contexto en el que opera y sobre el cual reflexiona. Está siempre al acecho el peligro de vivir en un laboratorio “y también Francisco continua afirmando que” nuestra fe no es una fe-laboratorio, sino una fe-camino, una fe histórica. Dios se reveló como historia, no como un compendio de verdades abstractas … es preciso vivir en la frontera “(SPADARO de 2013 p.33-4).

En otra encíclica de 2015 Laudato Si ‘- “Alabado Seas, sobre el cuidado del hogar común”, el Papa ofrece una gran reflexión para las discusiones sobre el tema de la ecología integral. El texto presenta un análisis de lo que está sucediendo en el planeta (la contaminación, el clima, el agua, la biodiversidad, el deterioro de la vida y la degradación social). Luego trata de la Creación y abordar el problema de la raíz humana de la crisis ecológica. Se trata sin duda de un documento magistral que presenta enorme contribución y críticas al sistema económico generador de las crisis de la integridad ecológica.

En su bula Misericordiae Vultus (2015), invita a la realización del Año Santo del Jubileo extraordinario de la Misericordia a ser realizado entre el 8 de diciembre de 2015 (Fiesta de la Inmaculada Concepción) y 20 de noviembre de, 2016 (fiesta de Cristo Rey)

Ney de Souza, PUC São Paulo

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Bautismo – Confirmación

Índice

1 La unidad de la iniciación cristiana

2 De la lex orandi a la lex credendi

2.1 La iniciación cristiana en el siglo. III

2.2 La caracterización del bautismo-confirmación

2.2.1 Bautismo-confirmación, sacramento de la fe

2.2.2 Bautismo-confirmación, sacramento de la conversión

2.2.3 Bautismo-confirmación, sacramento de iniciación

2.3 La distinción entre el bautismo y la confirmación

3 La dimensión eclesial del bautismo-confirmación

3.1 La Iglesia hace el bautismo-confirmación

3.2 El bautismo-confirmación hace a la Iglesia

4 Referencias bibliográficas

 1 La unidad de la iniciación cristiana (TABORDA, 2013, p. 23-28)

 Bautismo y  confirmación son dos sacramentos, como puede verse en la lista de los siete sacramentos definida por el Concilio de Trento (cf. DH 1901). Pero son dos sacramentos estrechamente unidos. Junto con la Eucaristía bautismal son los sacramentos de la iniciación cristiana. Como la Eucaristía no es sólo un sacramento de iniciación, aquí se tratará solamente del bautismo y la confirmación en su unidad. Así fue, en sus orígenes, la práctica de la tradición eclesial conservada aún hoy día en el Oriente, incluso para los niños de pecho. La práctica actual de la Iglesia latina está atestiguada desde el siglo V (cf. DH 215). Como resultado de esta práctica,  se perdió en la Iglesia latina la visión de la unidad de los sacramentos de la iniciación cristiana y se intentó (sin éxito) desarrollar una teología de la confirmación independiente del bautismo. Sólo considerando la unidad de los dos sacramentos es posible hacer una teología de la confirmación que no “robe” algo del bautismo, y viceversa, una teología del bautismo que no “pierda” algo para que la confirmación pueda existir.

2 De la lex orandi a la lex credendi (TABORDA, 2015, p. 23-47)

Gracias a la vuelta a las fuentes, la teología redescubrió en la Patrística una forma de reflexionar sobre los sacramentos, diferente de la forma habitual de teología sacramental sistematizada por la Escolástica. La Patrística parte de la celebración vivida en comunidad. La práctica litúrgica de la Iglesia, tal como fue  “en todas partes, siempre y por todos” celebrada (Vicente de Lerins, † 450),  contiene una teología implícita a ser desarrollada. De acuerdo con el viejo axioma, verificando cómo la Iglesia ora (lex orandi), llegamos a la conclusión sobre lo que debemos creer (lex credendi).

2.1 La iniciación Cristiana en el siglo III (BRADSHAW; JOHNSON; PHILLIPS, 2002; JOHNSON, 1999, p.82-135; TRADIÇÃO APOSTÓLICA, 1971, p.40-55)

La llamada “Tradición Apostólica,” otrora atribuida a Hipólito de Roma (BRADSHAW, 1996), es un antiquísimo testimonio detallado de cómo se desarrollaba la iniciación cristiana en los siglos III-IV. El texto que presenta la tradición del santo bautismo se puede dividir en cinco escenas: 1) la presentación y el examen del candidato para el bautismo; 2) el catecumenado y la elección de aquellos que serán bautizados; 3) la preparación inmediata para el bautismo; 4) la celebración del bautismo; 5) la vida cristiana posterior. Aunque se habla de la tradición del santo bautismo, se trata de lo que podría llamarse “el gran bautismo”, que incluye todos los ritos de la iniciación cristiana, incluyendo la confirmación y la eucaristía, pues la iniciación cristiana constituye una unidad que consta de una serie de acciones y ritos, por los cuales la persona se convierte en un cristiano. El proceso toma como punto de partida la vida anterior (paganismo) y como punto de llegada, la práctica de la vida cristiana. Es, por lo tanto, un proceso de conversión y de iniciación que culmina en el baño bautismal, durante el cual el elegido profesa la fe trinitaria. Por lo tanto, en su estructura litúrgica más tradicional, el bautismo-confirmación se revela como  sacramento de la fe, la conversión y la iniciación cristiana.

2.2 La caracterización del bautismo-confirmación (TABORDA, 2013, p.39-47)

2.2.1 Bautismo- confirmación, sacramento de la fe (TABORDA, 2013, p.58-89)

Sobre la base de la profesión de fe trinitaria que acompaña el baño bautismal, el (gran) bautismo es  sacramento de la fe. La fe no es innata al ser humano. Ella viene por la predicación del Evangelio (cf. Rm 10,17), la buena noticia de que Dios se ha revelado en el Cristo crucificado (cf. 1 Cor 1,23). Sin embargo, él es un escándalo para los “piadosos” y locura para los “sabios”, ya que significa que la salvación de Dios viene por medio de un rechazado. Ambos grupos dicen saber cómo es Dios y cómo se debe revelar. Los piadosos sólo admiten que él se muestre en lo maravilloso y extraordinario; los sabios, en lo razonable. Piadosos y sabios personifican la falta de fe. Coinciden en pretender  saber exactamente quién es Dios y querer dar reglas para su obrar.

Revelándose en el “crucificado por la injusticia” (cf. Puebla), Dios manifestó su cercanía, ya que el último a los ojos humanos es  fuente de  salvación. Pero, al mismo tiempo, él revela el pecado y el perdón de Dios. “Ninguno de los poderosos de este mundo la conoció [la sabiduría de Dios, Cristo crucificado]. Porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria “(1 Cor 2,8). Fuera de la fe es imposible reconocer el pecado y acoger el perdón. El pecado no es una buena noticia, pero el Evangelio muestra claramente el pecado como contrapunto de la fe. Como sacramento de la fe, el bautismo-confirmación sella la aceptación de la fe e incluye, por lo tanto, la remisión de los pecados como el otro lado de la “obediencia de la fe” (cf. Rm 1,5).

El reconocimiento del pecado permite captar la incapacidad humana para salvarse por sus propias fuerzas (auto-salvación). Ni la mera contemplación de la verdad (sabios) o la observancia abstracta de la Ley (piadosos) son capaces de salvar,  pero la acción del Espíritu que impulsa al ser humano a “hacer la verdad” (cf. Jn 3,21), acercándose de quien está al margen del camino  (cf. Lc 10.29- 37) y haciendo el bien concreto, que ahora se presenta para ser hecho,  incluso aunque la ley pudiera lanzar dudas sobre su  licitud (cf. curaciones en sábado).

La fe en el Evangelio es un don y presencia del Espíritu, porque la creatura animada por el Espíritu no vive de sí mismo, sino de Dios. Esta nueva vida es el resultado de un nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu (cf. Jn 3,5). Como para el baño bautismal el catecúmeno tiene que desnudarse y luego vestir  ropas nuevas, así también, por  la fe y por el bautismo, el neófito se reviste del “hombre nuevo, creado a imagen de Dios, en la verdadera justicia y santidad” (Ef 4,24). La nueva creación que surge de la fuente bautismal, por un lado, sólo se realizará plenamente en la consumación del mundo y, por tanto, es objeto de la esperanza; Por otra parte, ya está presente en la novedad traída por Cristo. El “viejo hombre” que muere en el bautismo es el ser humano afectado por el pecado, hasta  la raíz de su existencia histórica (cf. pecado original, pecado social).

Si el Evangelio es el Cristo crucificado, éste se concreta, por su obediencia hasta la muerte, en el reino de Dios. Es el “reino en persona” (autobasileia, Orígenes † 254). El Reino de Dios es un nuevo orden de cosas, fundamentado en Dios, donde predominan la justicia, fraternidad, amor,  igualdad,  solidaridad. Cuando Dios reina, la fraternidad no está en las palabras, sino que va a la práctica y se convierte en  historia. El bautismo-confirmación expresa y realiza la adhesión al Reino, de acuerdo con el Espíritu de Jesús,  aprendiendo la obediencia en su entrega al Padre (cf Hb 5,8).

2.2.2 Bautismo-confirmación, sacramento de la conversión (TABORDA, 2013, p.90-131)

La “Tradición Apostólica” describe el proceso bautismal como cambio de costumbres y hábitos, paso de los ídolos al Dios verdadero (cf. 1 Ts 1,9). La idolatría no necesariamente tiene perspectiva religiosa, pues consiste en poner como absoluto de nuestra existencia aquello que es relativo. Todo puede convertirse en ídolo. Hoy día es sobre todo  la riqueza, el poder, el placer y el saber, cosas buenas en sí mismas, que se convierten en un ídolo cuando se  hace de ellas el valor supremo de la vida. Por eso, el cuidado que se observa en la “Tradición Apostólica” para que el candidato abandone toda  actividad que, de alguna manera, huela a idolatría.

Pertenece a la naturaleza del ídolo exigir  sacrificios humanos (cf. Dt 12,31; 2Rs 16,3; Os 13,2; Mq 6,7; Jr 7,31 y 19,5; Ez 20,31 y 23,39) porque son fuerzas de muerte. Para conseguirlos, se atropellan los derechos de los demás, o los propios idólatras se sacrifican, desgastándose para obtener intimidad con el ídolo. El Dios vivo, Padre de Jesucristo, por el contrario, quiere la vida del ser humano, y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). De este modo, en Cristo se acerca a los excluidos y los pecadores. Lanza el desafío a la gente para que cambie de vida, aproximándose a quién está al margen y  es despreciado (Lc 10.29-37). Sólo desde abajo se puede construir la igualdad exigida por el Reino de Dios. Jesús va por delante (Hb 12,2), allanando el camino para que Dios sea reconocido en los pequeños y  humillados, pues él  mismo cargó la humillación de la muerte en la cruz fuera de los muros de la Ciudad Santa (cf. Hb 13,12- 13).

La conversión de los ídolos al Dios verdadero es un paso de la muerte a la vida. Es Pascua, como la existencia de Jesús (Jn 16,28). El misterio pascual de Cristo sólo puede entenderse correctamente cuando es visto como una consecuencia de su vida. Jesús murió condenado a muerte porque vivió de la forma que vivió. Resucitó porque vivió y murió de esa manera. Ora, la vida y obra de Jesús se resumen en la fidelidad a su misión de hacer presente  el Reino de Dios, que exige que se absolutice solo a Dios y a nada más, ni a nadie más (Mt 13,44 – 46). Donde Dios es el único absoluto, se  practica la primacía de la justicia, de la verdad, de la solidaridad, de la fraternidad y de todos los demás valores del Reino.

El mensaje del Reino que Jesús tematiza en sus acciones y en sus palabras es, pues,  un mensaje de vida en contra de los ídolos de la muerte. Nada más natural que los ídolos se vuelvan contra Jesús y traten de eliminarlo. Por su actuación, Jesús entra en la lucha entre los ídolos y Dios y muere víctima de estos ídolos. La Ley de los judíos absolutizada y el poder de los romanos deificado son los dos ídolos que determinan la condena de Jesús. Por eso, la conversión de los ídolos al Dios verdadero es participación en la lucha de vida y muerte de Jesús en contra de los ídolos.

El misterio pascual es el paso de Cristo de la muerte a la vida. El aspecto de la “vida” en el Misterio Pascual es una unidad estructurada y diferenciada en tres momentos: resurrección-ascensión-Pentecostés. Estos tres pasos se pueden presentar en un esquema temporal, como lo hace Lucas en su doble obra (Evangelio y Hechos) y el final canónico de Marcos (cf. Mc 16.9-20). Pero también se pueden ver en su unidad, tal como explica Juan bajo el concepto de “glorificación” que entrelaza la muerte, resurrección, ida al Padre y envío del Espíritu en una unidad indisoluble. Mateo, aunque no distinga los tres momentos, los supone en la única aparición de Jesús a los discípulos en una montaña en Galilea (cf. Mt 28,16-20).

La unidad diferenciada del misterio pascual de Cristo nos permite que reconozcamos lo mismo para el bautismo y la confirmación. El paso a través del agua – ahogamiento y fuente de vida – simboliza la participación en el misterio pascual como un paso de la muerte a la vida (resurrección); los gestos simbólicos de la confirmación expresan la comunión en el misterio pascual de Cristo como un nuevo Pentecostés (cf. a continuación  apartado 2.3).

Por la conversión a Cristo, el ser humano también hace  su Pascua o “pasaje”, en Cristo y con Cristo al Padre. Aceptar en la fe el misterio pascual y aceptar participar  de él sólo es posible si se nos da la misma libertad de Cristo, su Espíritu que transformó los apóstoles de temerosos en audaces y valientes. No por casualidad, Pentecostés es una dimensión del misterio pascual de Cristo, su cierre y  resultado. Participar del misterio pascual de Cristo es participar en su libertad. Ora, la libertad está allí, donde está el Espíritu del Señor (cf. 2 Cor 3,17).

La conversión, de los ídolos al Dios verdadero, no es simplemente un acto nuestro: es don de Dios, gracia. Dios tiene la iniciativa en la llamada a la conversión. La acción de Dios despierta la libertad humana y despertándola la “carga”, acompaña, libera y salva de los ídolos, fuerzas de muerte. La idolatría hace la libertad humana, esclava del  pecado (cf. Jn 8,34). Mediante la conversión a la fe cristiana y por el (gran) bautismo, “fuimos llamados a la libertad” (Gal 5,13).

La libertad tiene dos polos: es libertad de y libertad para. Negativamente, es la libertad de: la libertad del pecado, de la ley, de la muerte, de las fuerzas de muerte propias de la idolatría. Positivamente, se concreta como la libertad para Dios (cf. Rm 6,18-22; Gal 5,13; 1Pd 2,16; 1Cor 7,21s),  libertad para los demás (cf.  Gal 5,13s.22s; 1Cor 6,12), libertad en Cristo y por medio de él (cf. Gal 2,4; 5,1; Jn 8,36). La libertad según el Espíritu de Cristo es  servicio mutuo (cf. Gal 5,13), da espacio a la libertad de los demás, se limita por amor al otro (cf. 1Cor 8,13; Rm 14,20-21).

2.2.3 Bautismo-confirmación, sacramento de iniciación cristiana (TABORDA, 2013, p.132-163)

El proceso bautismal descrito en la “Tradición Apostólica” también muestra que es preciso aprender a ser cristiano porque, como decía Tertuliano, “no nacemos cristianos; nos hacemos cristianos “(Apologeticus, c.18). Este proceso consiste en que, por el Espíritu Santo, el candidato sea introducido en el misterio de Dios (mistagogía), ya que sólo en el Espíritu tenemos acceso al Padre para clamar “Abba” (Rm 8.14- 17; Gal 4, 4-7). Sin él, no se puede conocer al Padre (cf. 1 Cor 2,10-12) o confesar al Hijo (cf. 1 Cor 12,3). Por eso, tradicionalmente, el (gran) bautismo fue llamado  “iluminación”: sólo se puede tener acceso al misterio de Dios por la luz de lo alto.

Al igual que en el conocimiento entre las personas, también  el conocimiento de Dios sólo es posible en la revelación mutua que se auto-supera en el amor: es un tipo de conocimiento no  meramente intelectual; él se  da en la praxis del seguimiento de Jesús. El que se convierte a Cristo no sólo necesita ser instruido en la doctrina, sino ponerse en contacto con una persona viva a quien se entrega en el amor.

El seguimiento  es la concreción de la fe en Jesús. Él va adelante (cf. Hb 12,2), pero junto con él, siguiéndole, viene toda la “nube de testigos” (cf. Hb 12,1), a los cuales está prometido llegar a la “plena realización “(Hb 11,40). El camino del seguimiento de Jesús es comunitario, eclesial. Seguir a Jesús significa parecerse a él (proximidad) por una práctica similar a la suya (movimiento subordinado), que tiene un desenlace como el suyo, en la cruz. Porque sólo desde la cruz se puede conocer a Jesús y por lo tanto al Padre, porque entonces realmente se rompen todos los esquemas humanos acerca de quién es Dios y lo que significa ser Hijo de Dios. La cruz es  crisis y revolución en la idea de Dios. Dios,  que generalmente se considera como  poder,  fuerza y gloria, se muestra en la impotencia, la vergüenza y la ignominia, en el absurdo (kénosis).

El Espíritu Santo nos lleva a fijar la mirada en Jesús, para que en él veamos al Padre (cf. Jn 14,9) y caminemos con él hacia el Padre, porque toda su vida fue pasaje hacia el Padre (Pascua). Seguir a Jesús nos revela el rostro del Padre como nuestro Padre, porque, bajo la acción del Espíritu, somos hechos  “hijos en el Hijo” por la fe y el bautismo.

En esta condición, podemos dirigirnos al Padre en la apertura y la libertad (parrhesía) de hijas e hijos. Por eso, al rito de iniciación cristiana pertenece  “la entrega del Padre Nuestro”, que es el aprendizaje de la oración cristiana con sus características propias, diferentes de las de otras religiones. La oración específicamente cristiana siempre se dirige al Padre, a través de la mediación del Hijo en el Espíritu Santo, porque no es la oración de un extraño, sino de alguien que está inserido en el misterio de Dios y en el cual  habita Dios por su Espíritu (cf. 1 Cor 6 19). De hecho, por el Espíritu Santo nos encontramos inmersos en el misterio de Dios que vino a nosotros en Jesucristo. Al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, la oración del cristiano es la gracia de participar en la dinámica  misma de la vida trinitaria.

Se destacan  dos elementos esenciales de la oración cristiana: la conciencia de no saber orar como conviene y, por lo tanto, dejar que el Espíritu ore por nosotros “con gemidos indecibles” (cf. Rm 8,14-27); y no huir de la realidad para orar, sino dirigirnos al Padre a partir de  nuestra inserción en la historia humana, escuchando y haciendo eco de los gemidos de la creación (cf. Rm 8.22-23).

2.3 La distinción entre el bautismo y la confirmación (TABORDA, 2013, p.177-184; 234-266)

Hasta el momento fue explicada la gracia común al bautismo y a la confirmación, que se puede resumir como la participación en el misterio pascual de Cristo y, por lo tanto, en la vida trinitaria. Ora, el misterio pascual con sus tres momentos (resurrección, ascensión y Pentecostés) es una unidad diferenciada. Análogamente, los sacramentos de la iniciación, en su unidad, se diferencian en  bautismo y  confirmación (y Eucaristía). Bautismo y  confirmación, mediante los gestos simbólicos con que se realizan, se refieren a dos momentos del misterio pascual de Cristo: la muerte-resurrección (paso de la muerte a la vida) y Pentecostés (la efusión del Espíritu para el testimonio). El paso de la muerte a la vida está simbolizado en el baño bautismal porque el ahogamiento lleva a la muerte, pero de esta inmersión en la muerte se sale con una vida nueva. Pentecostés se entiende por el  gesto simple y complejo de la imposición de las manos y la unción con óleo perfumado. La imposición de manos es un gesto de bendición; en este caso, la bendición por excelencia que es el Espíritu (cf. Lc 11,13). Ser marcado con un sello es señal de pertenencia a alguien, y bíblicamente es también un signo de salvación para el juicio escatológico de Dios (cf. Ez 9,4-6, Ap. 7.3 y 9.4). En la confirmación, significa que ahora ya pertenecemos a Dios (cf. 2 Co 1,22), aunque esa  pertenencia todavía no se manifieste en plenitud (cf. 1 Jn 3,2). La unción indica que por el bautismo- crisma somos sacerdotes, profetas y reyes. Como, sin embargo, se trata de  un óleo perfumado, el sacramento nos constituye, por nuestra propia vida, en testigos del Resucitado, pues el perfume permite percibir la presencia de alguien, incluso sin ver a la persona.

Los gestos simbólicos distinguen los dos sacramentos (bautismo y confirmación), pero es en su unidad como ellos deben ser entendidos como participación en el misterio pascual. La eucaristía, tercer sacramento de la iniciación, tiene una característica específica: es el sacramento cotidiano de nuestra entrega  con Cristo al Padre por la acción del Espíritu Santo. Nos da parte en el misterio pascual en cuanto sacrificio.

3 La dimensión eclesial del bautismo-confirmación

La característica del Sacramento es su dimensión eclesial (→ Eclesialidad de los sacramentos). Existe una relación recíproca entre  Iglesia y  Sacramento,  expresada en el axioma “la Iglesia hace  los sacramentos; los sacramentos hacen la Iglesia”.

3.1 La Iglesia hace el bautismo-confirmación (TABORDA, 2013, p.271-291)

La misión de la Iglesia se expresa en Mt 28,19-20, en términos de hacer todos los pueblos discípulos de Jesús, bautizándolos. Bautizar es intrínseco al ser de la Iglesia. A ella cabe, no sólo iniciar en la fe por el (gran) bautismo, sino  también proporcionar a los bautizados un crecimiento constante en la fe recibida en el bautismo, ya que si bien la fe es un acto personal, libre e intransferible, es esencialmente comunitaria. Siendo la fe adhesión al misterio inagotable de Dios, nadie es capaz de vivirla plenamente; tiene que contrastarse siempre con otras maneras de acoger y vivir el Dios que se autocomunica por medio de Cristo en el Espíritu Santo.

La Iglesia es creada por el Espíritu de Cristo, que despierta la fe, mueve a la conversión, actúa en la iniciación. El Espíritu Santo es el Espíritu de unidad y diversidad. En el bautismo-confirmación él  eleva los iniciados a la dignidad de hijos e hijas de Dios. Les da una dignidad que hace que todos los miembros de la Iglesia sean iguales. Pero, como  Espíritu de  vida “en la variedad de los dones celestiales y la diversidad de los miembros,” hace “crecer con admirable unidad” del Cuerpo de Cristo (plegaria de ordenación diaconal de la liturgia romana). Como los miembros del cuerpo no son iguales, también  cada miembro de la Iglesia tiene su carisma para ser vivido en armonía con otros carismas, pues todos provienen del Espíritu que nos fue dado en el (gran)  bautismo.

3.2 El bautismo-confirmación hace la Iglesia (TABORDA, 2013, p.292-316)

Al dar a todos los cristianos igual dignidad, el (gran) bautismo crea la Iglesia como una comunidad de iguales. Gal 3,26-28 profesa que la Iglesia por el bautismo, es una comunidad donde todas las diferencias sociales, culturales, religiosas, nacionales, raciales y de género son superadas o al menos deberían serlo, porque todos fueron revestidos de Cristo. Lo que cuenta, desde el bautismo, no son los roles sociales, culturales y religiosos, sino el discipulado y el poder dado por el Espíritu. Dando igualdad a judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, la Iglesia vive en tensión constante, creada por el bautismo, entre la igualdad en Cristo y las desigualdades creadas por la sociedad.

La igualdad  bautismal se basa en la dignidad de sacerdotes, profetas y reyes, común a todos los bautizados. Esta triple función se resume en dar testimonio de la fe. Como sacerdote, el cristiano proclama las maravillas de Dios en Cristo Jesús (cf. 1 Pe 2,9), adora a Dios con su vida,  rechazando los ídolos históricos de la riqueza, el poder, el placer y el saber, descubre la imagen de Dios ultrajada en el rostro del pobre. Como rey, concreta el reino en la busca de la justicia y el derecho, combatiendo contra los ídolos que, para vivir, exigen  la muerte de los pobres, luchando para implantar la igualdad bautismal, más allá de todas las diferencias de raza, condición social y de género que, en las condiciones concretas de la historia, sólo se hace privilegiando a quien es descartado. Como profeta, desenmascara la falta de fe como egoísmo y  negación del otro, especialmente del pobre, se muestra libre para  Dios y para el prójimo, denuncia toda desfiguración de la  imagen de Dios en el ser humano, que resulta de la explotación de unos por los otros.

Aunque la Iglesia sea una por el bautismo, existe en varias denominaciones, debido a los pecados de los cristianos. Desde este punto de vista, sirve lo que declaró el Documento de Lima (1982): “Nuestro único bautismo en Cristo constituye un llamamiento a las Iglesias para que superen sus divisiones y manifiesten ostensiblemente su comunión”,  pues el bautismo “nos une a Cristo en la  fe” y “es así un vínculo fundamental de unidad” (CONSEJO MUNDIAL DE IGLESIAS, 1982, n.6).

Francisco Taborda, SJ. FAJE, Belo Horizonte (Brasil). Texto original en portugues.

4 Referencias bibliográficas

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TRADIÇÃO APOSTÓLICA DE HIPÓLITO DE ROMA: liturgia e catequese em Roma no séc. III. Tradução da versão latina e notas por Maria da Glória Novak; introdução de Maucyr Gibin. Petrópolis: Vozes, 1971.

Ascesis pagana

Índice

1 El concepto de ascesis

2 Ascesis pagana

2.1 Pitágoras y órficos

2.2 Sócrates

2.3 Platón

2.4 Cínicos

2.5 Estoicos

3 Conclusiones

4 Referencias Bibliográficas

1 El concepto de ascesis

La palabra ascesis proviene del griego áskesis y su sentido básico es el de  ejercicio. Originario del ámbito del  atletismo, el término tiene una estrecha relación con todos los términos relacionados con el esfuerzo, la disciplina y el trabajo con miras a la adquisición de una habilidad específica, como los términos meléte, gymnastiké etc. La transposición del ámbito del  entrenamiento físico al entrenamiento moral / espiritual se da explícitamente en los cínicos, como veremos a continuación. En este ámbito moral y espiritual, el concepto de ascesis gira en torno a la relación humana con sus propios deseos e impulsos, y puede ser: 1) una relación de negación total del deseo y de los instintos de la vida animal, eliminando al mínimo posible las necesidades del cuerpo o 2) una redirección del deseo y de los impulsos para su aprovechamiento en la búsqueda de una evolución moral o espiritual.

Así, tendríamos dos polos en las definiciones de ascesis, ambos basados en una idea del entrenamiento humano en relación con sus deseos con miras a un mejoramiento moral y espiritual. En el primero, una renuncia, represión y  mortificación de las tendencias e impulsos corporales; en el segundo, un refinamiento y una redirección del deseo, inicialmente vinculado al mundo humano y mortal, hacia lo  espiritual y eterno, en dirección a la vita contemplativa, sea contemplando las ideas (pagana-neoplatónica), sea en la unión mística (cristiana), con la experiencia de la presencia de Dios. De acuerdo con el Dictionnaire de Spiritualité, la mayoría de los eruditos cristianos tienden a definir el ascetismo en el primer sentido, pero los estudios más modernos como los presentados en Wimbush y Valantasis (1995) ponen de manifiesto el segundo sentido.

En cualquier caso, el concepto de entrenamiento tiene relaciones tanto con el ámbito deportivo como con el ámbito militar, pues la ascesis está vinculada a un entrenamiento para la lucha contra de los principios maléficos para los hombres, al igual que las famosas luchas contra demonios de los primeros monjes del desierto (San Antón, Pacomio, etc., siglos IV y V ; ver ATANASIO,  2002). Ascesis se refiere a todo lo que, en la vida espiritual, es ejercicio, esfuerzo y lucha contra sí y contra las tentaciones externas, buscando la mejora de las habilidades espirituales. La ascesis es generalmente vista como la etapa de la purgación y purificación de las tendencias viciosas, la etapa de preparación para obtener la vida espiritual más intensa  de la experiencia mística. Podría relacionarse la ascesis con la praxis del hombre espiritual, su vida de trabajo diario  y cuidado de los demás. Sin embargo, el aspecto de la theoria de esta vida, su aspecto contemplativo, estaría compuesto por las experiencias espirituales de la cercanía con lo divino, la unio mystica. Así, la ascesis es un camino hacia la mística, al igual que la cruz puede ser pensada como el camino a la resurrección.

Incluso en la primera forma de definir la ascesis, en su aspecto de negación radical de los deseos, tenemos el aviso ante el peligro de los excesos en la tendencia de auto-negación. El Dictionnaire de Spiritualité informa de la herejía ascética, en la que la visión más negativa del ascetismo alcanza extremos repudiados por varias instancias del propio cristianismo incipiente (VILLER, 1935, p.936)

2 Ascesis Pagana

Desde la obra de Pierre Hadot (edición francesa en 1987, en Brasil en 2014), toda la historia de la filosofía griega se ha reinterpretado a la luz del hecho de que ella sea una forma de vida. Se trata de pensar  la filosofía antigua como compuesta por  escuelas de formación de  seres humanos íntegros, moralmente educados, en los que ciertos ejercicios espirituales serían fundamentales para la formación del carácter. El mismo Hadot nos dice que tomó el término ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, y transpuso este concepto para pensar  el proceso de aprendizaje de las escuelas filosóficas griegas. De este modo, podemos interpretar toda la filosofía griega como construida por métodos ascéticos (métodos de ejercicio y disciplina) de mejoramiento espiritual y el cristianismo, cuando nace, absorbe claramente estas prácticas en sus propias prácticas ascéticas (véase, por ejemplo, el término de apatheia de Evagrio extraído explícitamente de los estoicos). El conocimiento previo de los puntos principales  de la ascesis  griega es esencial para una correcta comprensión de la ascesis cristiana. La filosofía griega construye varios tipos de ejercicios espirituales, todos basados en la idea de algún tipo de control de los deseos para que se produzca la mejora moral humana. Se puede decir que la ascesis griega en relación con la ascesis cristiana, es más intelectual, dirigiéndose a un entrenamiento de las capacidades cognitivas humanas, con algún impacto en la relación con los deseos corporales. Ya la ascesis cristiana, especialmente la practicada por los Padres del Desierto (San Antón, Pacomio, etc.) está más claramente dirigida al control de los deseos del cuerpo (sexo, comida, bebida), aunque el ejercicio de la lectura y la escritura, por ejemplo, también es practicado por los monjes.

2.1 Pitágoras y órficos

A finales del siglo VI e inicios del siglo V antes de Cristo, se formaron grupos en el sur de Italia,  algunos llamados pitagóricos y otros órficos (vinculado a Orfeo, poeta mitológico), con prácticas ascéticas. Junto con los cultos de misterio, los pitagóricos y los órficos creían en ciclo de reencarnación y que la verdadera naturaleza humana sería una parte divina, el alma, atrapada en este cuerpo como en una tumba (relación entre los términos soma, cuerpo, y sema, tumba, ver Crátilo de Platón, 400b-c). El alma humana se encuentra en esta situación por un error primordial que debería ser expiado a través de prácticas de purificación. Por lo tanto, la filosofía era una práctica de purificación del alma en esta vida con el fin de una mejor migración  a otra vida. Tanto el término philosophia como el término kátharsis provienen de los grupos pitagóricos, y están en estrecha relación uno con el otro. Por lo tanto, el filósofo se inicia en varios procesos de purificación, tales como la abstinencia del sexo y de la carne, los ayunos y vigilias, para preparar su alma para revelaciones místicas que purificarán su alma de impurezas de sus vidas anteriores. (Para las fuentes más  antiguas del pitagorismo, ver GOUTRIE, 1987. Véase también KAHN, 2007).

2.2 Sócrates

Para buena  parte de la ascesis helenística, Sócrates es el paradigma principal. La kartería (fuerza de voluntad) socrática es conocida desde la antigüedad, incluso en  aquellos textos que buscan criticarle (Aristófanes, Las nubes 362). En el discurso de Alcibíades en el Banquete (215a-222d) de Platón, tenemos quizás el marco general más fiel para describir su auto-continencia. Se trata de su famosa participación en la Batalla de Potidea (219e-221b), en la que  demostró una capacidad excepcional para resistir la fatiga y el hambre, cuando las circunstancias le obligaron, y sobre todo el frío durante el invierno. Su marcha a través de la nieve con los pies descalzos, llegó incluso a irritar a sus compañeros del ejército, que suponían que fuese una vana demostración de superioridad. Su resistencia al vino también era notoria, sin haber sido visto borracho a pesar de beber tanto o más que los otros. El pasaje central, importante para la tradición,  describe a Sócrates de pie durante veinticuatro horas, investigando en solitario  un determinado problema, y no se daba por vencido hasta encontrar lo que buscaba. Comienza por la mañana y se prolonga hasta el amanecer del día siguiente, cuando hace una oración al dios sol y va a realizar sus actividades. He aquí un pasaje sobre el ascetismo socrático que reúne a la perfección tanto  un aspecto filosófico y racional (ya que trata de resolver un problema) como un devocional y religioso (ya que termina su empresa con una oración). Así, se puede ver en Sócrates aspectos tanto filosóficos como religiosos en su ascetismo.

En cuanto a la sexualidad, su encuentro con Alcibíades, también descrito en el Banquete (216c-219d), es uno de los momentos más ejemplares. Sócrates propone al bellísimo joven Alcibíades que no se entreguen uno al otro hasta que no tengan la seguridad de esto es lo mejor para el bien de ambos. También en Cármides, Sócrates se presenta como deseando ardientemente el  joven a su lado, pero se contiene y conversa sobre  filosofía con él.

Estos rasgos de resistencia físicas tienen su evidente correlato moral y ético. En teoría, Sócrates basa su enkrateia (auto-continencia) en un estricto intelectualismo: la virtud se logra mediante el conocimiento. La ecuación “virtud es conocimiento” funda la ética socrática. Tal identificación  lo obliga a negar la posibilidad de akrasía, es decir, de que el alma no tenga fuerza para hacer el bien. El argumento principal se basa en la constatación más o menos evidente que el hombre siempre busca lo mejor, siendo la causa de su error la ignorancia sobre qué es lo mejor. Incluso los hombres que practican el mal, lo hacen porque creen que tal acto es bueno en alguna medida: aunque sea para su propio bien en detrimento del bien ajeno, el hombre siempre está en busca del bien. Por lo tanto, la solución a los malos entendidos en los asuntos humanos es el resultado de la clarificación adecuada de lo que es el bien, pues naturalmente el hombre seguiría el bien  correcto si lo conociese.

Por lo tanto, no se puede hablar de una división interna en el alma humana en la visión socrática. No hay dos impulsos en conflicto en su psique, siendo que el hombre no precisa luchar contra sí mismo. Si no hay división en la concepción socrática  de alma, no podría haber una lucha entre un principio psíquico bajo y malvado y otro superior y espiritualizado. El proceso de mejora moral se da a través de una investigación racional de lo que es el bien. Esto, cuando es comprendido, orienta perfectamente al hombre hacia lo que realmente desea. Por lo tanto, el principio paulino de la falta de fuerza del alma para hacer el bien (Rom 7,19) es negado en esta perspectiva fundamentalmente intelectualista de la ética socrática. Una vez más, no hay akrasía, falta de fuerza en el alma humana, ella siempre trata de lograr lo que más obviamente le parece el bien.

2.3 Platón

Una de las diferencias importantes de Platón en comparación con Sócrates, sobre la noción de alma, es la introducción de una tripartición psíquica (especialmente en República III y IV, Fedro 246a-246d y 253d-254e, Timeo 69b-71e): 1) la parte apetitiva (deseo sexual,  por alimento y bebida); 2) la parte del orgullo o emocional (que protege y se emociona); y 3) la parte racional y reflexiva (que razona en busca de lo mejor). Esto hace que sea posible resolver uno de los mayores  problemas en la noción psíquica socrática, a saber, la falta de fuerza del alma (akrasía) para hacer lo que se muestra cómo lo mejor. En la concepción platónica del alma, su falta de armonía y  virtud está en el hecho de haber un conflicto entre las tres partes fundamentales del alma. Por tanto, es necesario que las partes apetitiva  y  emocional se subordinen a la parte racional, ya que esta última tiene el conocimiento del bien, que proporciona directrices a las otras dos. Existe, por tanto, sobre la base de la ascesis platónica, una exigencia de subordinación de los impulsos emocionales y desiderativos a los principios racionales.

El Banquete o Simposio de Platón es un texto importante en la historia del ascetismo, ya que informa de un proceso de sublimación del deseo erótico. En el discurso de Sócrates sobre el eros, se muestra la sabiduría de una sacerdotisa, la Diotima (198a-212c). Ella nos presenta los altos misterios de Eros (210a-212c), donde hay un aprendizaje de la verdadera naturaleza del objeto erótico deseado. Existe por lo tanto una pedagogía erótica que toma el interés por el mundo corporal, conduciéndolo al mundo espiritual / intelectual. El joven aprendiz de Eros debe comenzar sintiéndose  atraído por los cuerpos bellos, pero debe ser educado para darse cuenta de una belleza aún más intensa en las almas. Después de aprender a desear almas bellas, el aprendiz debe aprender a apreciar la belleza de las leyes y actitudes que hacen que estas almas sean bellas. Continuando ascendiendo en su búsqueda del objeto erótico por excelencia, el joven aprende a amar las ciencias  bellas y encuentra allí  una intensidad de Eros  mucho mayor de lo que sentía por el cuerpo. Por último, el aprendiz comprende  la fuente de todo su Eros y la causa última de que todas las realidades anteriores se presenten como bellas: la propia esencia de lo bello, la Idea de  Bello. Este texto fue profundamente influyente en la historia de todo el Occidente, en particular del cristianismo (como puede verse en Orígenes, en su Comentario sobre el Cantar de los Cantares, que cita varias veces el texto de Platón), como base de la comprensión de la búsqueda amorosa de Dios y una crítica a la posibilidad de que nuestros verdaderos deseos sean satisfechos sólo en el mundo sensible y corporal.

En el diálogo Fedón encontramos algunos puntos clave sobre la noción de purificación (kátharsis) de cuerpo y del alma. Se trata del supuesto último diálogo que Sócrates entabla con sus amigos antes de tomar cicuta y morir. En este diálogo, Sócrates investiga lo que es la muerte (la separación del alma y del cuerpo) y trata de defender (en cuatro argumentos centrales de acuerdo con la mayoría de los comentaristas) que el alma es eterna. De acuerdo con la tradición socrática que define al hombre más como  alma que como cuerpo, Platón nos presenta en este diálogo, la necesidad del cuidado y  la purificación del alma. La propia filosofía se define como purificación (influencia pitagórica), es decir, como ejercicio de una separación del alma y del cuerpo. Este proceso de purificación se describe como un intento de mantener el cuerpo con sus necesidades y apetitos, lo más quieto posible para que el alma pueda trabajar por su cuenta en busca de la verdad. Por lo tanto, el filósofo no debe tener como principal preocupación saciar impulsos corporales, y su atención primaria debe estar centrada en el conocimiento de la verdad utilizando sólo el intelecto en sí mismo, elemento puramente psíquico. Por último, sólo  indicar que el mito de la caverna puede ser visto como un proceso ascético. En ella, el mundo de las sombras, de los hombres encadenados en la caverna, se describe como el mundo de los sentidos atados al cuerpo. La salida de la cueva es un proceso doloroso de trabajo (ascetismo) y de descubrimiento de un mundo más allá del mundo sensible que  fundamenta tanto  ontológica como epistemológicamente el mundo sensible.

2.4 Cínicos

El movimiento cínico (ver DUDLEY, 1937 y en portugués GOULET-CAZÉ y BRANHAM, 2010) tiene una gran importancia para la consolidación de las prácticas ascéticas, tanto en el mundo griego pagano como en el latino  cristiano (DOWNING, 1992 y KRUEGER, 1993). Los cínicos fueron, en algunos puntos, incluso confundidos con los primeros cristianos, y, probablemente, de aquéllos copiaron sus sencillas vestiduras: un zurrón, un bastón y una pequeña bolsa de cuero eran las ropas típicas que identificaban  un cínico, filósofo errante y pobre. Su filosofía aboga por una imperiosa necesidad de volver a lo natural y combatir los artificios de la sociedad, como el poder, la fama y la riqueza material. De acuerdo con los cínicos, ésas serían invenciones artificiales que alejan a los hombres de la naturaleza y no producen una verdadera realización humana. El propio término cínico (kynikos, canino, referente al perro, kyon) se refiere al intento de volver a la sencilla vida de los animales, creyendo en la fuerza de la  naturaleza para la realización humana.

Diógenes (413-327 aC), también llamado el Can Celestial, es el primero en utilizar el término áskesis para describir la propia actividad del filósofo que busca refinar moralmente su alma. Con Diógenes  el término eleva su nivel propiamente ético y filosófico (LAERCIO 1977, VI 70-72; véase especialmente el libro de GOULET-CAZÉ, 1986). Se trata, en definitiva, de buscar el paradigma del esfuerzo moral de auto-perfeccionamiento en las actividades del atletismo y de las técnicas artísticas. Así como el cuerpo puede llegar a ser mejor cuando se ejercita en la carrera o en la flauta, también el alma puede llegar a ser mejor al realizar ejercicios áskesis. La filosofía de Diógenes nos es relatada por sus anécdotas que describen un estilo de vida simple en que el esfuerzo y el trabajo (pónos) son los componentes clave para acostumbrarnos a vivir naturalmente. Diógenes  era conocido por abrazar estatuas de bronce heladas en invierno y rodar sobre la arena caliente en el verano para que su cuerpo se acostumbrase a las intemperies de la naturaleza. Una vez vio un ratón comiendo las migajas de su pan y se sintió avergonzado por ser  una rata más simple que él. La historia más famosa de Diógenes nos cuenta su encuentro con Alejandro Magno. Éste lo habría encontrado tomando el sol y, al ponerse enfrente, le pregunta: Pídeme lo que quieras. A lo que Diógenes respondió: “salga de delante de mi sol”. Aquí tenemos la lucha ejemplar del hombre que consiguió todo lo que el poder militar y político le puede dar, en contraste con el hombre que está satisfecho con lo que la naturaleza le puede ofrecer.

Todos estos relatos nos describen los modelos de una vida compuesta de ejercicios que formaban parte de un proyecto ético y moral destinado a fortalecer el carácter y la aceptación de los límites naturales. Por lo tanto, la vida sencilla y el entrenamiento para realizarse  con la simplicidad de la naturaleza es el proceso de aprendizaje moral del cinismo, moldeando por primera vez en términos filosóficos una vida ascética.

2.5 Estoicos

Los estoicos son descendientes espirituales de los cínicos, ya que se dice que el primer estoico, Zenón de Citio, fue discípulo de Crates, un cínico. Sin embargo, las prácticas y ejercicios morales, que antes, en el cinismo, estaban vinculados al cuerpo, adquieren un aspecto más teórico en el  estoicismo. Se puede decir que, en el estoicismo la ascesis es muy teórica en el sentido de que el combate y el entrenamiento (ascesis)  inciden sobre las opiniones falsas que conducen al hombre a juzgar equivocadamente lo que es su propio bien. Así, la transformación moral en el estoicismo está en la  modificación de las opiniones erróneas que tenemos sobre el mundo y sobre los valores.

Una distinción clave en el estoicismo la existente entre las realidades que están a mi cargo y las que no lo están, siendo que sólo lo que es de mi responsabilidad puede tener valor moral. En la medida en que sólo 1) mis opiniones o 2) mis impulsos para actuar y mis 3) deseos están bajo mi responsabilidad, sólo aquellos podrán ser considerados buenos o malos. Todo el resto, es decir, el poder político, mi reputación, mis bienes materiales son por principio realidades indiferentes en su aspecto moral, ya que no están bajo mi responsabilidad, es decir, son  independientes de una acción que provenga  de mi elección. Todo valor moral está vinculado a ser virtuoso, es decir, a lo que es mi responsabilidad, lo que está a mi cargo (opiniones, impulso para actuar, y los deseos), por lo que las realidades independientes de mí no tienen ningún valor moral no son ni buenas ni malas. Por lo tanto, ser pobre o rico, tener buena o mala reputación, estar sano o enfermo son realidades indiferentes frente a la felicidad humana que consiste estrictamente en ser virtuoso.

Ser virtuoso es vivir de acuerdo con la naturaleza, como los cínicos, y así nuestras opiniones también deben estar de acuerdo con la naturaleza. La muerte, por ejemplo, es un hecho natural y debe ser visto como tal: no es ni bueno ni malo, porque está más allá del alcance de mi responsabilidad. En este sentido, moral estoica profesa  indiferencia a las realidades que son externas a aquellas que están bajo mi responsabilidad. Todo esfuerzo, todo el trabajo (ascetismo) para convertirse en un filósofo estoico se basa en la transformación de opiniones para que ellas se adapten al mundo tal como es. Por lo tanto, el examen de conciencia es uno de los trabajos ascéticos más desarrollados en el estoicismo, pudiendo incluso definir el texto completo de las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador estoico del siglo II dC. A partir de esto, podemos entender la indiferencia radical de la postura estoica en los supuestos beneficios de los bienes materiales y los placeres. La búsqueda de una buena vida no consiste en la acumulación de bienes materiales, o en conseguir una buena reputación o ganar poder político, sino en la elección correcta para adaptarse a lo que ocurre  naturalmente por la aceptación de la vida natural. Pasar por momentos en los que no se tiene acceso a placeres, por momentos en que se está enfermo, en los que se pierde un ser querido, todo esto es parte de la naturaleza y el hombre virtuoso es aquel que opta por aceptar la vida tal como se presenta. Como hemos dicho, las realidades externas son indiferentes moralmente, y lo único que nos traerá la felicidad es una elección correcta de acuerdo a la naturaleza.

3 Conclusiones

La filosofía antigua, generalmente considerada como una forma de vida, tiene como intención básica educar al hombre a partir de ejercicios espirituales para que él sea feliz (eudaimonia). Aunque cada una de las corrientes tiene su propia visión de lo que es la felicidad y el método para lograr esto, todas profesan algún tipo de continencia en relación con los deseos. El hombre debe aprender a enfrentar sus deseos si desea realizar plenamente sus potencialidades y ese aprendizaje pasa por determinados ejercicios, físicos e intelectuales, para adaptarse a la vida propiamente humana. En general, se puede decir que la ascesis griega-pagana es más intelectual, centrada en  prácticas como el examen de conciencia, la dialéctica, la investigación racional de cierto tema ético o científico – a pesar de que tales ejercicios intelectuales siempre acarrearon  algún tipo de relación específica con los deseos y el cuerpo en general. Por último, indicar que las prácticas ascéticas cristianas se centrarán más en el cuerpo y el control de los deseos corporales, a pesar de que los diversos aspectos de la ascesis más intelectual de los griegos estén presentes explícitamente en el ascetismo cristiano.

Marcus Reis Pinheiro, Departamento de Filosofía de la UFF

4 Referencias Bibliográficas

ATANASIO. Vida de Santo Antão e outros. São Paulo: Paulus, 2002.

ARISTÓFANES. As Nuvens. In: Sócrates. Coleção Os Pensadores. São Paulo: Nova Cultural, 1987.

CHADWICK, O. Western Asceticism. Louiseville: Westminster John Knox Press, 1958.

DOWNING, F. G. Cynics and Christian Origins.Edinburg: T&T Clark, 1992.

DUDLEY, D. R. A history of cynicism.London: Methuen, 1937

GOUTRIE, K.S. (ed.) The pythagorean sourcebook and library : an anthology of ancient writings which relate to Pythagoras and Pythagoran Philosophy. Grand Rapids: Phanes Press, 1987.

GOULET-CAZÉ, M.O. L’Ascèse Cynique. Un commentaire de Diogène Laerce VI 70-71.Paris: Vrin, 1986.

GOULET-CAZÉ; BRANHAM. Os Cínicos. O movimento cínico e seu legado.São Paulo: Loyola, 2010.

HADOT, P. Exercícios Espirituais e Filosofia Antiga. São Paulo: E. Realizações, 2014.

LAERCIO, D. Vidas e doutrinas dos filósofos ilustres. Brasília: Editora da Universidade Federal de Brasília, 1977.

KAHN, C. Pitágoras e os pitagóricos. São Paulo: Loyola, 2007.

KRUEGER, D. Diogenes the Cynic among the Fourth Century Fathers.VigiliaeChristianae, v.47, n.1, p.29-49, Mar. 1993.

PLATÃO. Diálogos. Belém: Universidade Federal do Pará, 1988.

VILLER, S. J. (ed) Dictionnaire de Spiritualité. Paris: Beauchesne, 1935-1995.

WIMBUSH, V.; VALANTASIS, R. (eds.) Asceticism.Oxoford: Oxford University Press, 1995.

Aborto

Indice

1 Introducción

2 El aborto en una Iglesia Maestra y Madre

3 La Iglesia Maestra: defender la vida

4 La Iglesia Madre: crecer en la acogida

5 Consideraciones finales

6 Referencias bibliográficas

Introducción

El aborto, entendido cómo retirar el feto antes de que tenga condiciones de sobrevivir fuera del útero,  es uno de los temas más debatidos en la historia de la Iglesia y sigue dividiendo opiniones en la actualidad. Es necesario aclarar que cuando se trata de aborto en el contexto de la reflexión moral y ética se refiere, por supuesto, al aborto provocado. El aborto involuntario que se produce por muchas razones, no implica cuestiones morales, por muy doloroso que pueda ser para las personas involucradas.

El abordaje del tema en el ámbito de la teología se hace necesario, para que podamos tener una visión más compleja de la problemática. Nos gustaría ir más allá de la pobre dicotomía que se asentó sobre este asunto: “estar a favor o en contra”.  Ciertamente, la alerta de Bernard Häering, ya pronunciada hace cuatro décadas, es muy actual y propicia para la Iglesia Católica en nuestros días:

La condena de la Iglesia al aborto es totalmente aceptable sólo si al mismo tiempo se hacen todos los esfuerzos posibles para eliminar las principales causas de aborto. Estos esfuerzos deberían incluir una verdadera aplicación pastoral de la doctrina, así como todo tipo de acción social a favor de aquellos que están particularmente expuestos al peligro de “resolver” sus difíciles problemas por el aborto (1970, p.35).

Publicamos recientemente artículos que abordaron el tema del aborto en una perspectiva pastoral[1], donde señalamos que una visión más completa de la posición de la Iglesia sobre el aborto es posible si lo hacemos en una doble perspectiva: la posición de la Iglesia Maestra y la posición de la Iglesia Madre. La propuesta no sugiere un conflicto entre estas dos posiciones, pero muestra que siempre que se hace hincapié en una  en detrimento de la otra, la enseñanza de la Iglesia sobre el tema se resiente gravemente. Entendemos que la falta de una visión conjunta de estas posiciones se debe a que el aborto no se ha pensado en una dimensión pastoral, es decir,  refleja la dificultad de percibir que  cuando discutimos del aborto estamos evaluando dos realidades: el acto en sí mismo y la persona que lo practicó. Estas realidades son diferentes: una cosa es evaluar la moralidad del acto del aborto, otra cosa es pensar cuál es la mejor actitud pastoral hacia la persona que cometió el acto y que está inserida en condiciones sociales, históricas y personales bien definidas. Precisamos tener en cuenta el hecho de que en la teología católica distinguimos  el nivel de la teología moral y el nivel pastoral nivel (HÄERING, 1970, p. 139).

2 El aborto en una Iglesia Maestra y Madre

Abordar estas dos realidades es extremadamente importante para hacer justicia a la visión de la Iglesia Católica ante el aborto. Para ello, hacemos hincapié en que la Iglesia se presenta a menudo como Maestra y Madre[2]: como maestra ella enseña fielmente el mensaje recibido de su fundador y no puede ser condescendiente con verdades de ocasión; como madre ella es consciente de los conflictos y las limitaciones que rodean la vida de sus hijos e hijas y no asume una actitud de condena, consciente de que esta actitud no les ayudaría a crecer y a cumplir la alta misión a la que han sido llamados.

Por eso, nos damos cuenta de que es posible indicar – y lo haremos a continuación – que la Iglesia entiende que la cuestión del aborto, la mayoría de las veces, no es un acto de una sola persona, sino una red de relaciones, y que, por tanto, antes de culpar a la mujer, la Iglesia atribuye la responsabilidad del aborto al hombre y al entorno social, especialmente en una sociedad machista, hedonista y permisiva y agresiva contra las mujeres.

Proponemos, por lo tanto, que presentar una visión completa sobre el aborto en la iglesia sólo es posible a partir de este delicado equilibrio: rechazar con firmeza el acto en sí mismo y acoger con misericordia a la mujer que cometió el acto. Por un lado, la misericordia cristiana no puede ser confundida con la falsa piedad. Ella significa todo el empeño para buscar la “oveja perdida” y no construir mecanismos de justificación para dejarla en la exclusión. Significa rápida acogida de todos los que buscan el perdón y no negar la gravedad del conflicto. Por otro lado, la misericordia en la Iglesia no puede ser vista como algo que los fuertes dispensan a los débiles, asumiendo la postura de aquellos que, en la sociedad, tienen el poder de distribuir los privilegios. Llevar la buena noticia a los pobres (Lucas 7,22) es la esencia de la misión de la Iglesia y no puede suavizar la fuerza profética del Evangelio, porque si en verdad buscamos el Reino tenemos que ponernos al servicio de los excluidos, conscientes de que la salvación es siempre comunitaria, como afirma Benedicto XVI: “Nadie vive solo. Nadie peca solo. Nadie se salva solo “(Spe Salvi n.48).

3 La Iglesia Maestra: defender la vida

La posición de la Iglesia sobre el aborto – en esta perspectiva que llamamos  Iglesia Maestra – ha sido bien definida en los recientes pronunciamientos del Magisterio. Pío XI en 1930 en la encíclica Casti Connubii, señala que algunas personas exigían el aborto como un derecho de las mujeres, mientras que otros lo consideraban aceptable para salvar la vida de la madre o como control de la población. El Pontífice dijo que la madre y la vida del niño son igualmente sagradas y nadie, ni siquiera la autoridad pública, pueden tener el derecho de destruirlas, rechazando, por tanto, los argumentos destinados a justificar el aborto en estas situaciones.

Grisez (1972) en su gran obra sobre el aborto, también hace hincapié en que Pío XII repite incansablemente la doctrina tradicional católica – a los médicos, biólogos, comadronas y  políticos de su época – rechazando la muerte directa del feto, diciendo que nunca se puede suprimir la vida de un inocente y que la paz social depende de la inviolabilidad de la vida humana. Pío XII rechaza el “o la madre o el hijo” a favor de ambos “la madre y el hijo”. Llevar esto a cabo  pertenece a la técnica médica; cuando ésta no lo consigue, se recurre a la providencia divina y no a la elección humana de una vida con preferencia a otra.

Cuando hay que elegir entre la vida de la madre o del niño, la teología moral tradicional distinguía claramente el aborto directo e indirecto, para condenar el primero y aceptar el segundo. Sin embargo, el aborto indirecto puede ser lícito solo cuando no es  aborto en un sentido moral. Los casos aceptados sin cuestionamientos han sido el embarazo ectópico o tubárico – cuando el embarazo se encuentra fuera de la cavidad uterina, que es el lugar habitual de su implantación y desarrollo – y los casos donde el útero debe ser eliminado por una enfermedad, como el cáncer . En tales casos, el objetivo de la acción médica es la salud de la madre y el aborto se produce como un efecto secundario. Por otra parte, Noonan señala que el sacrificio de la propia vida será siempre un acto de generosidad, el fruto de la libertad y nunca una obligación moral (NOONAN JR, 1970, p. xi).

El Concilio Vaticano II aborda directamente el tema del aborto. La Constitución Pastoral Gaudium et Spes se refiere a ella en dos situaciones: en el número 27 el aborto aparece entre los crímenes contra la persona humana, al lado del homicidio y otros crímenes. En el número 51 la otra referencia al aborto está en el contexto del matrimonio e indica formalmente que el aborto es un crimen desde el momento de la concepción, en un diálogo claro con el conocimiento científico actual y el abandono de las distinciones entre embrión inanimado o animado – a menudo presente en debates sobre el aborto a lo largo de la historia (GS, n.51).

En 1968, Pablo VI repitió la tradicional condena del aborto en la Humanae Vitae y Juan Pablo II se convierte en el Papa que  hará hincapié en la posición de la Iglesia sobre el tema, pronunciándose sobre ello en diversos momentos de su pontificado y más claramente en la Encíclica Evangelium Vitae (EV) donde el aborto está clasificado como crimen abominable (n.58), una clara referencia al mandamiento divino: no matarás (Dt 5,17). En este documento, Juan Pablo II ha expresado – con toda la conciencia y la responsabilidad del sucesor de Pedro: “Declaro que el aborto directo, es decir, querido como un fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, por tratarse de la muerte deliberada de un ser humano inocente “(EV n.62).

Uno de los  aspectos de la visión de la Iglesia que la sociedad no siempre comprende  es que,  junto con el concepto de que la vida es un don, también la dignidad humana es  gratuidad. La vida es un regalo y el reconocimiento de su valor se basa en el hecho de que es un don de Dios,  aspecto muy destacado en el documento de Santo Domingo (SD n.215). El valor de cada persona se basa en el modo como Dios mismo la crea: a imagen y semejanza suya (Gn 1,27). Exactamente por eso la dignidad no es un logro humano, no es algo añadido que se pierde o se gana, sino que es gratuidad y se establece en el simple existir de cada ser humano, ya que cada uno existe por un gesto del Creador que lo llama a la existencia. El misterio de la persona de Jesucristo – humano y divino – pone un fundamento aún más palpable para la dignidad humana, porque cada ser humano es co-humano con todos los demás seres humanos y también co-humano con Cristo, destinado a participar en la vida divina .

Es de conocimiento común en la teología que esta posición del Magisterio de la Iglesia en el siglo XX sobre el aborto es el resultado de una larga y bien definida tradición cristiana sobre el tema. Por último, esta posición de la Iglesia Maestra representa una fuerza profética en nuestro tiempo en el que el valor de la vida humana pasa por un proceso de relativización. La legalización del aborto es una causa y consecuencia de un cambio de paradigma en la sociedad actual, donde se logra el bienestar de algunos a costa de sacrificios de muchos. Vale la pena señalar que la posición de la Iglesia no está aislada, pues muchas otras iglesias cristianas y  otras religiones asumen conjuntamente la posición de que el aborto es inaceptable y configura un serio problema moral.

4 La Iglesia Madre: defender la vida

El mismo estudio de los documentos de la Iglesia que revela una clara posición de condena del aborto también indica que la Iglesia expresa claramente su preocupación pastoral para explicar una posición de acogida a las personas que practicaron el aborto. Por mucho que esta posición de la Iglesia – que llamamos aquí de Iglesia Madre – sea expresada en numerosas declaraciones del Magisterio, nuestras sociedades no parece que reciban este mensaje con claridad, o tal vez no estemos insistiendo  también en esta perspectiva.

Para desarrollar la posición que revela esta Iglesia Madre, podemos empezar por un reciente documento de la Iglesia en América Latina y el Caribe – Documento de Aparecida (DAp) – que en sintonía con el Sumo Pontífice, insta a todos a “acoger con misericordia a aquellas que abortaron para ayudarlas a sanar sus heridas e  invitarlas a ser defensoras de la vida “(n.469). Esta exhortación a “acoger con misericordia a aquellas que abortaron” nace de la comprensión de que la mujer que practicó aborto, a menudo es una víctima – y como tal sufre con la situación, más que promoverla – o se convierte en una víctima de su acto al practicarlo. “El aborto hace dos víctimas: sin duda el niño, pero también  la madre” (n.469). La Iglesia en América Latina es consciente de que ofrece un “servicio de caridad” (n.98) a los pueblos de este continente y en situaciones concretas precisa ser rápida para prestar servicio y lenta en el juicio, manifestando conciencia de que  está inserida en un contexto dramático, pues se estima que en América Latina y el Caribe se producen anualmente 18 millones de embarazos, y, de éstos, el 23% terminan en aborto y en Brasil la tasa estimada es del 31% (BRASIL, 2005, p.7).

El Papa Juan Pablo II, en el mismo documento que confirma la posición de condena del aborto, la Evangelium Vitae, demuestra conocimiento del drama alrededor del mismo, asumiendo  el rostro de la Iglesia Madre, y así se expresa:

Desearía reservar un  pensamiento especial para vosotras, las mujeres que recurristeis al aborto. La Iglesia es consciente de los muchos factores que pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos fue una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida en vuestro espíritu  todavía no está curada (EV n.99).

Y hace esto in negar la crueldad del aborto, sino como un servicio de caridad que acoge y promueve a las personas, ofreciéndoles el bien más precioso de la Iglesia, el perdón, en un momento en que necesitan aliento y esperanza: “O Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación “(EV n.99). Esta posición del Magisterio de la Iglesia reafirma un punto central de la moral católica en su preocupación pastoral, que establece la distinción entre la moralidad del acto cometido y la persona que lo hizo, rechazando el error y acogiendo a las personas. La actitud de acogida a la mujer que practicó  el aborto puede convertirse en una medida eficaz contra el aborto, ya que hay estudios que indican que entre las mujeres que practicaron aborto el 12% ya había hecho aborto antes  (ASANDI; BRAZ, 2010, p.135).

Cuando la Iglesia ve a la mujer que practica el aborto como una víctima, ella manifiesta una clara percepción de la realidad social que promueve la cultura de la muerte (EV n.12) con situaciones viciadas por una cultura de “permisividad hedonista y de machismo agresivo”. En este contexto, Juan Pablo II se pronunció también en la Carta a las mujeres: “En estas condiciones, la elección del aborto, que  sigue siendo siempre un pecado grave,  antes de ser una responsabilidad atribuible a la  mujer, es un crimen que debe ser atribuido al hombre y a la complicidad del entorno que lo rodea “(CM n.5). Esta declaración de Juan Pablo II demuestra que la Iglesia tiene una vista de la complejidad de los contextos sociales que conducen al aborto, e indica que atribuir la responsabilidad del aborto principalmente a la mujer que abortó sería injusto, y reflejaría una visión reduccionista que oculta – y ocultando disculpa – otros agentes morales involucrados en el tema del aborto. Aquí la Iglesia, y junto a ella muchos movimientos feministas, se preguntan: ¿Dónde está el hombre? ¿O la mujer se quedó embarazada sola? ¿Cuál es la actitud del hombre cuando supo que su pareja estaba embarazada? El aborto comienza a ocurrir cuando un hombre no asume la paternidad y le dice a su compañera que “éste es su problema.” Esta huida de la  responsabilidad por parte del hombre ha sido denunciada por los estudiosos en América Latina (PESSINI y BARCHIFONTAINE 1997, p.266) y el propio Juan Pablo II deja claro que la responsabilidad de aborto – en una situación de este tipo – es atribuible principalmente antes a este el hombre que a la  mujer.

Lo que más escandaliza a la sociedad brasileña actual en el contexto de la discusión sobre el aborto es el  inaceptable número de casos de violencia sexual contra las mujeres – por desgracia, un dato también presente en otras sociedades. . Entre las causas del aborto está la violencia de género y en particular la violencia doméstica. Esta ha sido la razón que lleva a muchas mujeres a buscar aborto: cuando el resultado de la violación es un embarazo no deseado, que, como indican los estudios, es también una de las causas de mortalidad materna (MARSTON y CLELAND, 2004, p.15) .

Otros pasajes de los documentos de la Iglesia ya demostraron el reconocimiento de que las mujeres a menudo abortan bajo presión. “La mujer, frecuentemente, se somete a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto” (EV n.59). Este pasaje no se refiere exclusivamente a los casos de violación, pero sin duda la violencia sexual es un factor importante que limita las mujeres a “ceder al aborto”, recordando la reflexión de la teología moral que reconoce que hay situaciones en que la persona se vuelve incapaz de enfrentar  ciertos imperativos morales. El pasaje de la Evangelium Vitae también concluye que, en tales casos, la responsabilidad moral del aborto “pesa sobre todo en aquellos que directa o indirectamente la obligaron a abortar” (n.59).

El Papa también habla de la responsabilidad del “ambiente circundante” – y por lo tanto lleva al contexto del debate sobre el aborto, el papel de la familia, la comunidad y el Estado[3]. La familia – en particular los padres de la mujer y del hombre que practica el aborto – puede tomar actitudes irresponsables ante la noticia de un embarazo: la indiferencia, el rechazo, y hasta la  presión para abortar de modo que salve el honor de la familia.

La Iglesia – como  comunidad – está reclamando para sí misma la responsabilidad, y quiere desarrollar en su interior una posición que permita de hecho “apoyar y acompañar pastoralmente con especial  ternura y solidaridad a las mujeres que decidieron no abortar” (DAp, n.469), esperanzada con que el desarrollo de la acogida con ternura  y solidaridad lleve a muchas  mujeres a no “ceder al aborto.” La acogida con misericordia a aquellas que abortaron puede crear en ellas condiciones para que no aborten de  nuevo. Por otra parte, la Iglesia cree ellas pueden convertirse en agentes de pastoral de nuestras comunidades, como auténticas  “defensores de la vida” (DAp, n.469).

Esta misma perspectiva de la misericordia ha sido la principal orientación tomada por Francisco en su pontificado. Ya en la Evangelii Gaudium insiste en que “la Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre” (EG n.47), una posición también tomada pastoralmente en la Carta con motivo del Jubileo extraordinario de la misericordia, de 2015, donde la cuestión del aborto fue enfatizada y el papa concede a  “todos los sacerdotes para el Año jubilar la facultad de absolver el pecado del aborto a cuantos lo cometieron y , arrepentidos de corazón, pidan que les sea perdonado.”

5 Consideraciones finales

Observamos que la posición de Iglesia Madre y Maestra llama a la acción. Esta constatación de que la Iglesia asume una posición de Maestra y Madre sobre el aborto nos desafía a pensar en forma propositiva el papel de cada uno en su familia y en su comunidad. Dado que estamos evitando reducir nuestras posibilidades a una posición dual – estar a favor o en contra – percibimos que el mayor desafío para la sociedad es el de superar la realidad del aborto, si no totalmente, al menos el de aquellos abortos que se  producen por un embarazo indeseado  inducido por factores socioeconómicos y culturales. Asumimos, por tanto, la conciencia de  que, como Iglesia, somos también parte del “ambiente circundante”, también responsable, sobre todo porque las causas son susceptibles de ser trabajadas una evangelización integral.

Este es también un desafío para la teología. Por lo tanto, nos gustaría indicar algunas de las cuestiones relacionadas con la realidad del aborto que necesitan ser mejor comprendidas y pensadas a la luz de la reflexión teológica, en diálogo con otras ciencias, especialmente en el ámbito de la bioética: altas tasas de aborto en los países de América Latina ; la maternidad en el contexto de la salud de las mujeres y las altas tasas de morbilidad y mortalidad materna; la violencia institucionalizada contra las mujeres; el papel de la familia y la comunidad cristiana como el espacio de acogida; el tema de los derechos sexuales y reproductivos; la figura masculina en las relaciones familiares. Algunos de estos desafíos apuntan a áreas en las que la Iglesia tiene una actuación histórica, que la teología debe aprender a valorar más. Otros desafíos son nuevos, donde la presencia de la Iglesia aún es inusitada.

Podemos señalar, como conclusión, que el hecho de que la Iglesia se posicione  claramente contra el aborto – y lo hará siempre, en aras de la coherencia – ha llevado a muchos cristianos a la conclusión de que la Iglesia condena, excluye y expulsa, a la mujer que abortó, de la comunión eclesial . Esta es una conclusión precipitada, simplista, reduccionista y no refleja las enseñanzas de la Iglesia se expresa en los documentos del Magisterio. En aras de la justicia, no podemos tirar piedras a las madres que juzgaron no tener condiciones de criar un hijo no deseado (PESSINI y BARCHIFONTAINE 1997, p.270). La Iglesia Maestra siempre rechaza el aborto y la Iglesia Madre quiere dar la bienvenida a la mujer que practicó el aborto, como un padre y una madre acogen a sus hijos siempre, y demuestran una mayor afecto, atención y amor en los momentos enque ellos enfrentan a dificultades.

Mário Antônio Sanches[4], PUC PR

5 Referencias bibliográficas

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BRASIL, Ministério da Saúde. Atenção Humanizada ao Abortamento: norma técnica. Brasília: Ministério da Saúde, 2005.

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GRISEZ, Germain G. El aborto: mitos, realidades e argumentos. Edciones Sígueme, 1972.

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PESSINI, Leo; BARCHIFONTAINE, Christian de Paul. Problemas atuais de Bioética. 4.ed. São Paulo: Loyola, 1997.

MARSTON, Cicely; CLELAND, John. The effects of contraception on obstetric outcomes. Department of Reproductive Health and Research, World Health Organization, Geneva, 2004.

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[1] SANCHES, M. A. O Aborto numa Perspectiva Pastoral.  REB – RevistaBrasileira, Fasc. 285, Janeiro, 2012, p.119 et seq.. SANCHES, M. A.; CASAGRANDE, C. H. V.; GOMES, E. M. D. Aborto numa Igreja mestra e mãe: na perspectiva de agentes de pastoral. Atualidade Teológica (PUC-Rio), v.48, 2014, p.359 et seq..

[2] Mater et Magistra de Juan XXIII, en 1961, donde se aborda el problema de exceso de población y se refiere a las leyes divinas inviolables e inmutables que gobiernan el matrimonio y la transmisión de la vida humana.  La expresión en otros documentos de la Iglesia, como en Familiaris Consortium, de Juan Pablo II, está claramente relacionada con el contexto familiar: “También en el campo de la moral conyugal la Iglesia es y actúa como Maestra y madre.” (n.33)

[3]También en Evangelium Vitae n.59 Juan Pablo II extiende la responsabilidad del aborto a la familia, los legisladores, los promotores de una mentalidad hedonista, en resumen, el conjunto de la sociedad.

[4] Mário Antônio Sanches es   Doctor en Teología por las EST / IEPG, RS, con post-doctorado en Bioética (2011) por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid). Es profesor titular  de la PUCPR donde trabaja en el Programa de Postgrado en Teología y coordina la Maestría de Bioética. E-mail: m.sanches@pucpr.br.

Moral Social

Sumario

1 Evangelio: fuente de la preocupación social de la Iglesia

2 La enseñanza social de la Iglesia

3 Principios permanentes

4  Ámbitos de aplicación

4.1 Economía

4.2 Política

4.3 Cuestión ambiental

5 La solidaridad como propuesta ética

6 Los derechos humanos como un reto urgente

7 Una relectura de la opción por los pobres

 1 Evangelio: fuente de preocupación social de la Iglesia

La Sagrada Escritura es el alma de la teología (Dei Verbum, n. 24), es la fuente inspiradora del pensamiento social. De ella brotan las interpelaciones a los grandes temas de la actualidad social; justicia, derechos humanos, la fraternidad y la solidaridad. Jesús y su Mensaje, el Reino de Dios, es el punto de partida y de llegada (Mc 1, 15; Mt 5, 3-12). El Amor (ágape) es el concepto más importante (cfr. 1 Cor 13) y la regla de oro de la moral social de la Iglesia: “Todo aquello que queréis que los hombres hagan por vosotros, haced con ellos de la misma manera: ésta es la ley y los profetas” (Mt 7, 12, Lc 6, 31). El Evangelio debe ser anunciado en el mundo del trabajo, de la economía, de la política, de la cultura, de la familia. Todas estas realidades forman parte de la vida humana, luego, son alcanzadas por la salvación traídas por Cristo.

La experiencia del amor cristiano se convierte en compromiso por amor; la fe busca la expresión ética. Esto es afirmado con toda claridad en la Carta de Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras?, ¿Acaso podrá salvarle la fe?.  Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes les dice: ‘Váyanse en paz, caliéntense y hártense’, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (Tg 2, 14 – 17; ver 1 Jn 4, 19 – 21).

La experiencia del amor se hace solicitación y búsqueda por la configuración de una sociedad justa donde todos están incluidos para participar en su organización y gozar de su bienestar.  Lo social forma parte esencial del ser humano y, entonces, con toda razón los obispos latinoamericanos han declarado que “nuestra conducta social es parte integrante de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla, n. 476).

Al respecto, la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25 – 37; Mt 22, 34 – 40; Mc 12, 28-31) es muy iluminadora. El escriba o el jurista le pregunta a Jesús ¿quién es mi prójimo?, ya que es preciso no equivocarse en este punto donde uno juega su vida eterna.

La respuesta de Jesús es sorprendente porque no da una definición teórica del concepto de prójimo, ni exige tampoco – al estilo de los griegos – un amor universal a la humanidad, sino que muestra mediante la parábola el procedimiento concreto del auténtico amor al prójimo. Es decir, Jesús no se detiene a indagar quién es, o a preguntar cuál es su nacionalidad o confesión, sino que procede a mostrar que todo aquel que necesita de nuestra ayuda es nuestro prójimo y nosotros lo somos de él.

A partir de la parábola se pueden sacar las siguientes conclusiones éticas sobre el amor cristiano:

1. La ruptura en el concepto vigente de “prójimo”. La pregunta inicial del experto de la Ley presumía una delimitación excluyente en la categoría de prójimo (¿hasta quiénes llega mi obligación de amar? o ¿quiénes están incluidos en el concepto de prójimo?). Jesús rehúsa responder a esta pregunta y destaca que el prójimo es aquél que sale a nuestro encuentro en el momento particular y concreto de la vida diaria.  El concepto cristiano de prójimo es el resultado de la historia y no su punto de partida.  En otras palabras, Jesús no define el concepto de prójimo sino que describe la acción mediante la cual se hace del otro un prójimo. En nuestro lenguaje corriente, la palabra “prójimo” tiene el sentido general de “vecino” o “fulano”, un significado abstracto, pasivo y neutro. Pero, en la parábola, el concepto de prójimo se relaciona con una acción dinámica, comprometedora e histórica. El prójimo no es simplemente otro, sino aquél a quien yo hago que sea un otro relevante y significativo; hacer del otro, mediante una acción concreta, mi prójimo.

2. El criterio de la compasión. La descripción de la acción de projimidad no se define por la presencia (el sacerdote y el levita estuvieron presentes) sino por la capacidad de compadecerse frente a la necesidad del otro. Sólo aquel que tuvo compasión (padecer con) es señalado por Jesús como aquel que se comportó como prójimo. El doctor de la Ley preguntaba: ¿quién es mi prójimo?, y Jesús contesta con otra pregunta: ¿a quién trataste como prójimo?. Es decir, el criterio fundamental de projimidad se define a partir de la necesidad del otro. Por lo tanto, el prójimo no se define por la mera presencia sino por la acción de acudir al otro que es un necesitado.

3. La práctica del amor. La capacidad de compadecerse frente a las necesidades del otro hace que el amor no se manifieste sólo a través de sentimientos y palabras, sino también -y muy especialmente- en hechos concretos. El Samaritano se preocupó por el herido: se acercó, le vendó las heridas, ungiéndolas con aceite y vino, lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó al albergue y se ocupó de cuidarlo. Y la respuesta de Jesús es: “haz tú lo mismo” y “haz esto y vivirás”. A Jesús no le interesó la elaboración teórico-legalista de la delimitación del concepto de prójimo, pues le urge la práctica concreta del amor frente a la necesidad del otro.

4. El amor sin límites. La auténtica compasión conduce a la radicalidad en la práctica del amor.  Esta radicalidad se muestra en la ayuda desinteresada del Samaritano frente al desvalido porque más allá de divisiones nacionales y cúlticas, el otro es un herido. La vida de Jesús es el ejemplo de este amor sin límites y mediante su propia vida la propone como modelo de servicio a los demás.

5. El necesitado como referente primario. El doctor de la Ley pregunta por el objeto del amor (el saber teórico de ¿a quién debo amar?) mientras que Jesús responde en términos de sujeto del amor (la realización práctica de cómo se debe amar).  La respuesta de Jesús coloca al sujeto en la posición de aquel que padece la necesidad y, desde su situación de abandono, plantea la pregunta: ¿qué puedo hacer?  Es justamente la capacidad de compasión quien lo hace sensible frente a la necesidad del otro y conduce a una práctica de amor. El necesitado llega a ser la medida concreta de un amor sin límites, expresión y verificación del amor hacia Dios.

Jesús hace del amor al otro una pregunta altruista (plantear el interrogante a partir de la necesidad del otro) y no una observación egocéntrica (cómo puedo yo ayudar al otro desde mi situación cómoda de no necesitado). Por lo tanto, la justicia tiene su origen en Dios. El Amor, la verdad y la justicia constituyen una unidad en Dios. “El amor – «caritas» – es una fuerza extraordinaria que impele a las personas a comprometerse con coraje y generosidad en el campo de la justicia y la paz” (Caritas in veritate, n. 1). El amor gana forma operativa en la justicia. Si por un lado, la justicia no puede ser separada de la caridad (Populorum Progressio, n 22), por otro lado, es ella el primer camino de la caridad: ¡reconocer y respetar los derechos de los individuos y los pueblos! (Caritas in Veritate, n. 6). La justicia que brota del amor a Dios es el fundamento de la justicia social y de la opción por los marginalizados, indefensos y excluidos de la sociedad.

2 La enseñanza social de la Iglesia

La Enseñanza Social de la Iglesia (Doutrina Social da Igreja) es la elaboración, en forma sistemática, de la preocupación del Magisterio por los problemas sociales, explicitando las obligaciones sociales. Es decir, el deber cristiano de colaborar con la edificación de un mundo humano y justo (Gaudium et Spes, nn. 34, 43, 72; Octogesima Adveniens, n. 24).

El documento inaugural es la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, publicada el 15 de mayo de 1891. Es la primera vez que un documento del Magisterio se dedica integralmente a la llamada “cuestión social”. La Iglesia se vuelca hacia los problemas que afligen a los pobres. Su contexto es el de una sociedad profundamente transformada por la Revolución Industrial: revolución socio-económica, con el surgimiento y la consolidación de la industria; política, a través del fortalecimiento de los Estados-Nación; científica, por medio de la profundización del conocimiento aliado a la técnica; filosófica, fundada en el pensamiento de la razón ilustrada y en la emergencia de la subjetividad. Al final del siglo XIX la Iglesia se encuentra frente al capitalismo y al socialismo marxista.

Listado de los principales Documentos de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) en orden cronológico:

Rerum novarum (RN): León XIII, 1891.

Quadragesimo anno (QA): Pío XI, 1931.

Radiomensaje La solennitá: Pío XII, 1941.

Mater et magistra (MM): Juan XXIII, 1961.

Pacem in terris (PT): Juan XXIII, 1963.

Constitución Pastoral Gaudium et spes: Concilio Vaticano II, 1965.

Declaración Dignitatis humanae: Concilio Vaticano II, 1965.

Populorum progressio (PP): Pablo VI, 1967

Octogesima adveniens (OA): Pablo VI 1971.

Justicia en el mundo: Sínodo de los Obispos, 1971.

Sollicitudo rei socialis (SRS): Juan Pablo II, 1987.

Laborem exercens (LE): Juan Pablo II, 1981.

Centesimus annus (CA): Juan Pablo II, 1991.

Caritas in veritate (CV): Benedicto XVI: 2009.

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI): Pontifício Consejo de Justicia y Paz, 2004.

En América Latina y el Caribe, los documentos de las Asambleas de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam) en Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), ofrecen elementos para el pensamiento social. Son textos caracterizados por el profetismo, por la opción preferencial por los pobres, por la defensa y la promoción de la dignidad humana. La condición fundamental de la auténtica liberación es la superación de todas las formas de esclavitud. El evangelio debe iluminar el compromiso por la liberación del todo hombre y de todos los hombres.

El Documento de Aparecida elaboró directrices para una agenda social (nn. 347-546):  globalización de la solidaridad y de la justicia, compromiso con los nuevos rostros de Cristo (pueblo de la calle, inmigrantes, enfermos, dependientes químicos, prisioneros); empeño en la defensa de la Familia y de la vida humana (infancia, juventud, personas de la tercera edad, mujeres); la necesidad de una pastoral de la comunicación social; la presencia más efectiva y profética en la política; el compromiso solidario con los pueblos indígenas y afrodescendientes. La Teología de la Liberación también ofrece una contribución inestimable para la reflexión y la praxis social de los cristianos.

3 Principios permanentes

A lo largo de las distintas encíclicas sociales surgidas desde la Rerum Novarum hasta los días actuales – y a pesar de los cambios sucedidos durante el mismo lapso de tiempo -, se reiteran un conjunto de principios éticos que conforman la esencia del pensamiento social de la Iglesia.

En primer lugar, encontramos la afirmación solemne de la sagrada dignidad del ser humano, de todo hombre y toda mujer. El núcleo central de la antropología bíblica es la semejanza del ser humano con su creador Gn 1, 26-28; cf. Sab 2, 23; Eclo 17, 3). Y, como imagen y semejanza de Dios se revela de modo perfecto y pleno en la persona de Jesús Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre (2 Cor 4, 4; Col 1, 15).

Esta dignidad es la raíz de los derechos humanos y debe ser proclamada y defendida contra todo tipo de agresión. Por lo tanto, solamente el reconocimiento de la dignidad humana es condición de la posibilidad de una sociedad justa y solidaria. En este sentido, el auténtico progreso se entiende como un desarrollo integral del paso de unas condiciones “menos humanas” a unas condiciones “más humanas”; es decir, el auténtico desarrollo no se mide tan sólo ni de manera privilegiada por la cantidad, sino muy especialmente por la calidad; y esto significa el deber de solidaridad, de justicia social y de caridad universal e internacional (Mater et Magistra, n. 97-103; Pacem in Terris, n. 123; Populorum Progressio, n. 65; Laborem Exercens, n. 15; Sollicitudo Rei Socialis, n. 44). “La fe cristiana se ocupa del desarrollo contando apenas con Cristo, a quien debe hacer referencia toda vocación auténtica al desarrollo integral humano” (Caritas in Veritate, n. 18).

La exigencia del bien común es una de las claves principales de la ética social porque sus exigencias constituyen el criterio de la justicia social; el bien común se entiende como el conjunto de aquellas condiciones de vida social en las cuales los hombres y las mujeres, las familias, las asociaciones y los pueblos pueden llegar con mayor plenitud y facilidad a su propia realización. En el principio de equidad – el cuidado especial por los más desvalidos en la sociedad – se incluye el principio del bien común, de modo que el bien de todos tiene un referente privilegiado (Rerum Novarum, nn. 24, 25; Quadragesimo Anno, n. 110; Mater et Magistra, n. 65; Pacem in Terris, n. 53-66; Gaudium et spes, n. 74; Sollicitudo rei socialis, nn. 42, 43).

El principio de subsidiariedad resalta la dignidad y la responsabilidad del individuo y de los cuerpos intermedios, evitando el individualismo liberal y el estatismo totalitario, porque propicia la intervención estatal en aras del bien común, facilitando la iniciativa del individuo y del grupo en su aporte a la comunidad humana (Rerum novarum, n. 26; Quadragesimo anno, n. 76 – 80; Mater et Magistra, nn. 51–58).

El principio del destino universal de los bienes tiene prioridad sobre el derecho a la propiedad, porque es la traducción del bien común en el campo socio-económico (Rerum Novarum, n.16; Quadragesimo Anno, nn. 45-50; Populorum Progressio, nn. 23-24): “Dios destinó la tierra y todo lo que ella contiene para el uso de todos los hombres y de todos los pueblos (Gn 1, 28-29), de suerte que los bienes creados deben ser repartidos equitativamente a todos, según la regla de la justicia, inseparable de la caridad” (Gaudium et spes, n. 69). El Derecho al acceso universal de toda persona al uso de los bienes debe estar equitativamente garantizado a cada individuo (Centesimus annus, n. 6). Es un deber social grave y urgente conducirlos a su finalidad  Populorum Progressio, n. 22).

Se reconoce el derecho a la propiedad privada, incluso de los medios de producción, pero dentro del contexto del principio primario del destino universal de los bienes, ya que todos los demás derechos le están subordinados (Gaudium et spes, n. 71). Toda propiedad de los medios de producción tiene la función social y debe contribuir con el bien común.

El trabajo ocupa la clave esencial y el centro de la misma cuestión social (Laborem Exercens, n. 3). El ser humano es el sujeto del trabajo, por lo cual se afirma la prioridad del trabajo sobre el capital. “Todo trabajo humano procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina” (Gaudium et spes, n. 67). La cuestión salarial, la flexibilización, la precariedad y el desempleo están entre las grandes preocupaciones de la moral social. Se rechaza la reducción del trabajo a una simple mercancía o a una fuerza anónima, y se insiste en la responsabilidad del empresario directo e indirecto sobre el trabajo. También se aboga por una solidaridad de y con los hombres y las mujeres del trabajo (Quadragesimo anno, n. 53; Laborem exercens, nn. 3, 6, 7, 8, 12, 16, 17). El cumplimiento del principio del salario justo es la medida concreta para cumplir con la justicia social en la relación entre el trabajador y el empresario.

Benedicto XVI aboga por la universalización del trabajo decente: “Un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de la comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que permita a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer” (Caritas in veritate, n. 63). La Iglesia apoya los sindicatos y las diversas luchas de clase trabajadora por sus derechos (Compêndio, n. 305). Los sucesivos documentos han buscado acompañar la evolución de los desafíos sindicales que han ido surgiendo en el capitalismo (Rerum novarum 34, 39-40; Gaudium et spes, n. 68). Las organizaciones obreras son “protagonistas de la lucha por la justicia social” (Laborem exercens, n. 20)

4 Ámbitos de aplicación

4.1 Economía

El Papa Francisco tiene una mirada crítica-profética de la economía contemporánea. “Vivimos en una economía de exclusión y de desigualdad. ¡Esta economía mata! (Evangelii Gaudium, n. 53). Retomando un tema importante de la teología de la liberación, la Iglesia condena la idolatría al dinero. “Creamos nuevos ídolos. La adoración del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-35) encontró una nueva y cruel versión del fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin rostro y sin objetivo verdaderamente humano”  (Evangelii Gaudium, n. 53). “En la vida económico-social debe respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social” (Gaudium et spes, n. 63).

La economía en todas sus extensiones, es un sector de la actividad humana. La relación entre economía y ética es necesaria, aunque ellas sean reguladas, cada una en su ámbito, por principios propios. De hecho, para Benedicto XVI, “la economía tiene una necesidad de ética para que funcione correctamente; no de cualquier ética, sino de una ética que sea amiga de la persona” (Caritas in veritate, n. 45). El objetivo de la economía es la de producir riqueza y su incremento está orientado al desarrollo global y solidario del hombre y de la sociedad. Pero, “la finalidad principal de la producción no es el mero aumento de la cantidad de productos, ni el lucro o el poder, sino el servicio del hombre; del hombre integral, es decir, teniendo en cuenta el orden de sus necesidades materiales y de las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa” (Gaudium et spes, n. 64).

El desarrollo económico “no se debe entregar solamente al arbitrio de algunos pocos individuos o grupos económicamente más fuertes o solo a las comunidades políticas o a algunas naciones más poderosas” (Gaudium et spes, n. 65). Las necesidades de los pobres no permiten prórroga. Por lo tanto, deben tener prioridades sobre los deseos de los ricos. Existen necesidades económicas que son derechos humanos fundamentales (Pacem in terris, n. 11). “No es un mero aumento de la productividad, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio del hombre integral” (Gaudium et spes, n. 64).

Según Benedicto XVI, existen iniciativas dentro de la economía que indican que “se puedan vivir relaciones auténticamente humanas de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica” (Caritas in Veritate, n. 36). Hay unos cuantos ejemplos: los fondos de inversión ética, los microcréditos (Caritas in Veritate, n. 45 e 65), cooperativas de consumo (n. 66) y la economía civil y de comunión (n. 46). Efectivamente, toda empresa debería caracterizarse por la capacidad de servir el bien común de la sociedad mediante la producción y la oferta de bienes y servicios útiles y necesarios a las personas. Debe crear riqueza para toda la sociedad, no solamente para el empresario (Compendio, n. 344).

4.2 Política

La persona humana es fundamento y objetivo de la convivencia política (Gaudium et spes, n. 25).  La comunidad política procede de la naturaleza de las personas y existe para obtener el bien común, que sería inalcanzable de otra manera (Gaudium et seps, n.74). No obstante, para colaborar en la transformación de un sociedad injusta, los cristianos deber participar de la política. “Aunque el orden justo de la sociedad y del Estado sea el deber central de la Política, la Iglesia no puede ni debe quedar al margen de la lucha por la justicia” (Evangelii Gaudium n. 183; Deus caritas est, n. 28). El mensaje bíblico inspira el compromiso cristiano: la “política es una forma de ofrecer el culto a Dios” (Puebla, n. 521).

En la sociedad política se destacan como requisitos éticos los valores de la igualdad y la participación dentro de una estructura democrática (Democracia), porque corresponden mejor a la dignidad y al sentido de responsabilidad del ciudadano (Mater et Magistra, n. 83; Octogesima adveniens, nn. 24, 26, 30-35; Pacem in terris, n. 159; Sollicitudo rei socialis, nn. 20 – 21).

La autoridad política es necesaria en función de las tareas que le son atribuidas y debe ser un componente positivo y insustituible de la convivencia civil (Pacem in terris, n. 279). Tal autoridad debe garantizar la armonía social, sin tomar el lugar de libre actividad de los individuos y de los grupos, pero orientándola, en el respeto y la tutela de la independencia de los sujetos individuales y sociales para la realización del bien común.

El sujeto de la autoridad política es el pueblo considerado en su totalidad como el detentor de la soberanía. Por eso, la Iglesia encara con simpatía el sistema de la democracia, mientras que asegura la participación de los ciudadanos y garantiza que la posibilidad sea de elegir a sus gobernantes o de substituirlos (Gaudium et spes, n. 75). “ Es una exigencia de la dignidad humana que todos puedan con pleno derecho dedicarse a la vida pública” (Pacem in terris, n. 73).  Una auténtica democracia solo es posible en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana (Centesimus annus, n. 46).  En este sentido, los partidos políticos tienen la función de favorecer la participación y el acceso de todos a las responsabilidades públicas y orientar la sociedad hacia el bien común (Gaudium et spes, n. 75). Otro instrumento de participación política es el referendum, en el que se realiza una forma directa de elecciones políticas.

La Iglesia y la comunidad política, aunque ambas se expresen con estructuras organizativas visibles, son de diversa naturaleza, sea por su configuración o por la finalidad que persiguen: “en el terreno que le es propio, la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas” (Gaudium et spes, 76). Por esta razón, la Iglesia mantiene su autonomía frente a las ideologías. Todo sistema, según el cual las relaciones sociales están determinadas enteramente por los factores económicos, es contrario a la naturaleza humana (Catecismo, n. 2423-2425). Se rechaza la ideología liberal (Liberalismo, Capitalismo)  por su materialismo práctico (jerarquía errada de valores), como también la ideología marxista (Marxismo) por su materialismo dialéctico (una visión errada de reducir el ser humano a un resultado de las relaciones económicas).

4.3 Cuestión ambiental

La cuestión moral contempla la naturaleza como “expresión de un designio de amor y de verdad” (Caritas in veritate, n. 48). El medio ambiente fue dado por Dios a todos, constituyendo su uso como una responsabilidad que tenemos para con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad (…). Si falta esta perspectiva, el hombre acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, por el contrario, por abusar de ella. Ni una ni otra actitud corresponde a la visión cristiana de la naturaleza, fruto de la creación de Dios (Caritas in Veritate, n. 48).

Frente a los cambios climáticos, de extinción de la biodiversidad y de la contaminación, las cuestiones relacionadas con la preservación del ambiente deben tener la debida consideración de las problemáticas energéticas. El desarrollo debe basarse “en la constatación más urgente de las limitaciones de los recursos naturales, algunos de los cuales no son renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con control absoluto, pone seriamente en peligro su disponibilidad no solo para la generación presente, sino, sobre todo, para las futuras generaciones” (Sollicitudo rei socialis, n. 34).

La comunidad internacional tiene el deber de encontrar las vías institucionales para regular la exploración de los recursos no renovables, también con participación de los países pobres, de modo que se pueda planificar en forma conjunta el futuro. Esta responsabilidad es global, porque no se relaciona solamente con la energía, sino con toda la creación, puesto que no debemos dejar despojadas de recursos a las nuevas generaciones (Caritas in Veritate, n. 50). En suma, es necesario un cambio real de mentalidad que nos induzca a adoptar nuevos estilos de vida (Centesimus annus, n. 36).

Se requiere una especie de ecología humana, entendido en su justo sentido (Caritas in Veritate, n. 51).  El Documento de Aparecida presenta propuestas en esta dirección: profundizar la presencia pastoral en las poblaciones más frágiles y amenazadas por el desarrollo predador, y apoyarlas en sus esfuerzos, para conseguir una distribución equitativa de la tierra, del agua y de los espacios urbanos; buscando un modelo de desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad de una auténtica ecología natural y humana, que se fundamente en el evangelio de la justicia, de la solidaridad y del destino universal de los bienes (Aparecida, n. 474).

5 La solidaridad como propuesta ética

La moral social plantea la solidaridad humana como exigencia inalienable (Gaudium et spes, n. 12-32; Sollicitudo rei socialis, n. 38-40). La solidaridad es la expresión humana de la responsabilidad social del individuo y de la sociedad con el otro y entre todos. Por ello, la solidaridad se considera como una exigencia humana, ya que todo individuo es un ser social, forma parte de una sociedad, y la realización del individuo pasa necesariamente por la realización de cada uno. Vivir es convivir.

La solidaridad se transforma en una condición de existencia para todos. No se tiende la mano desde arriba hacia aquel que se encuentra abajo, sino que se camina junto con el otro; no es una visión verticalista de la sociedad sino horizontal, donde no se tiende una mano paternalista de un grupo social hacia el otro, sino que se estrecha la mano del otro desde un reconocimiento de la misma dignidad. Por ello, la solidaridad no significa dar lo que le sobra a uno, sino que constituye una expresión de amor por los semejantes. El otro llega a ser un prójimo en cuanto uno se acerca a él.

El concepto de solidaridad ocupa un lugar privilegiado en la visión cristiana. La Sagrada Escritura es el relato de la historia solidaria de Dios con la humanidad y la condición humana de criatura, llega a significar una superación de la mera dependencia por la responsabilidad en un contexto dialogal entre Dios y la humanidad. Es decir, la comunidad divina (el misterio de la Trinidad) se revela como comunión con la humanidad en la Persona de Jesús, el Cristo, e invita al humano a compartir una vida en común unión con lo divino y entre sí. La experiencia de la solidaridad divina se convierte en responsabilidad ética de solidaridad en las relaciones interpersonales y su estructuración en instituciones (Jo 13, 34-35).

La solidaridad, aclara Juan Pablo II, no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos (Sollicitudo rei socialis, n. 38).

Esta comprensión de la solidaridad tiene profundas raíces bíblicas. “Yahvéh dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Contestó: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4, 9). La respuesta de Caín contrasta radicalmente con la afirmación de Jesús: “En verdad, les digo, que cuanto hicieron a unos de éstos mis hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicieron” (Mt 25, 40).  Así, mientras Caín desconoce a su propio hermano, Jesús se identifica con los más débiles de la sociedad, haciéndose su hermano.

En una sociedad globalizada, escribe Benedicto XVI, el sentido cristiano de la solidaridad debe tener alcance mundial. “La solidaridad universal es para nosotros no solo un hecho y un beneficio, sino también un deber. Hoy, muchas personas tienden a alimentar la pretensión de que no deben nada a nadie, a no ser a sí mismos. Considerándose dueños solamente de derecho, frecuentemente se deparan con fuertes obstáculos para madurar una responsabilidad en el ámbito del desarrollo integral propio y ajeno” (Caritas in veritate, n. 43).

6 Los derechos humanos como reto urgente

La toma progresiva de conciencia de los derechos fundamentales de la persona humana, como expresión jurídica y política de la dignidad del ser humano, tiene una formulación privilegiada en la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en París el 1948. Esta Declaración constituye un verdadero hito cultural en la historia de la humanidad, al afirmar que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (Artículo 1) y que estos derechos pertenecen a toda persona, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Artículo 2).

Esta proclamación destaca aquellos derechos que le corresponden a la persona humana en cuanto tal y, por consiguiente, son lógica e históricamente anteriores al Estado. Así, el Estado no otorga estos derechos sino simple y necesariamente tiene que reconocerlos. Estos derechos son inalienables porque corresponden a las condiciones básicas que permiten la realización del individuo en sociedad o de una sociedad formada por individuos y, por ello, pertenecen a la misma naturaleza humana.

En el pensamiento pontificio, el auténtico desarrollo de la sociedad se fundamenta en el respeto y la promoción de los derechos humanos. “No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones de los pueblos (…). Tanto los pueblos como las personas deben disfrutar de una igualdad fundamental” (Sollicitudo rei socialis, n. 33).

En la actualidad la Iglesia comprende que la defensa de los derechos humanos, como expresión de la dignidad inalienable de todo ser humano, forma parte esencial de su misión evangelizadora. De hecho, el episcopado latinoamericano proclama solemnemente: “Nos sentimos urgidos a cumplir por todos los medios lo que puede ser el imperativo original de esta hora de Dios en nuestro continente; una audaz profesión cristiana y una eficaz promoción de la dignidad humana y de sus fundamentos divinos, precisamente entre quienes más lo necesitan, ya sea porque la desprecian, ya sea sobre todo porque, sufriendo ese desprecio, buscan – acaso a tientas – la libertad de los hijos de Dios y el advenimiento del hombre nuevo en Jesucristo” (Puebla, n. 320).

La responsabilidad de una reflexión sobre los derechos humanos desde los olvidados de la historia es determinante para que este discurso tenga la legitimidad de una ética universal, ya que de otra manera el horizonte de los derechos humanos tan sólo será aplicable para algunos dentro de la sociedad.

7 Una relectura de la opción por los pobres

La preocupación por los pobres y los explotados sociales constituye una de las raíces más profundas de la moral social. La causa de los marginados confirma la misión y el servicio de la Iglesia como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la Iglesia de los pobres (Laborem exercens, n. 8). El Papa Francisco proclama una “Iglesia Pobre para los pobres” (Evangelii Gaudium, n. 198),  pues “para la Iglesia, la opción por los pobres es más una categoría teológica que cultural, sociológica, política o filosófica […] entendida como una forma especial de primado en la práctica de la caridad cristiana, testimoniada por toda la Tradición de la Iglesia” (Evangelii Gaudium, n. 199).

La particular visión cristiana, que fundamenta e ilumina los derechos y los deberes humanos, encuentra en la opción por los pobres su verificación de radical autenticidad (Teologia da libertação). La finalidad de la opción por los pobres es su personalización en la sociedad porque consiste ante todo en una relación, una alianza, un jugarse con ellos la suerte.  Esta alianza con los perdedores de la historia (y también sus víctimas) es, en cierto modo, un perder la propia vida. Al pobre lo salva de su minusvalía y, al que opta, es liberado de su alienación. Lo que salva es la trascendencia que implica la relación: salir de sí y llegar respetuosamente al otro, y en esta doble trascendencia, la trascendencia mayor de dejar actuar al Espíritu, de reconocer a Jesús en el pobre, y de obrar el designio del Padre.

Esta opción no es distinta de aquella por la humanidad, sino que consiste justamente en el camino concreto para hacerla efectiva. Dios, en Jesús, entabla una alianza con toda la humanidad y, en primer lugar, con los pobres porque en ellos no es reconocida esa humanidad, por carecer de lo que la cultura vigente considera valioso y digno del ser humano. Así, al optar por aquellos que según el paradigma humano dominante no tienen valor, Dios deja en claro que su opción es por la humanidad y que esa condición es inherente a cada uno de los seres humanos. “Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio” (Evangelii Gaudium, n. 48).

Dios, al reconocerlos (Mt 25, 31-46), demuestra que no es el Dios de los sabios o de los ricos o de los poderosos, sino el Dios de los seres humanos. Pero, además, proclama que el individuo no llega a la categoría de persona humana por la posesión de esos atributos. En otras palabras, como los pobres tienden a sentirse no humanos al introyectar la apreciación negativa de la cultura dominante, Dios al optar por ellos certifica su condición humana y posibilita que la asuman.

El pobre que acepta esta relación con Dios ya no se siente excluido sino reconocido. Esta aceptación es fuente de vida porque lo capacita para asumir la realidad y relacionarse con otros en ella. Ya no cabe la resignación, porque el descubrimiento del respeto hacia sí mismo lo abre hacia el otro y el compromiso con la realidad.

Al que opta por los pobres, desde otro grupo social, le implica una relación que significa darse. El darse supone crear condiciones de igualdad. Es la lógica de la Encarnación: Jesús no se aferra a su rango divino, sino que se despoja de todo privilegio para ser uno de tantos (Flp 2, 6-7). Así, darse de verdad incluye también el dar lo que uno tiene. Por eso, al que quiere seguir a Jesús, éste le habla de venderlo todo y dárselo a los pobres (Mt 19, 21). Por eso, esta opción “está implícita en la fe cristológica, en aquel Dios que se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (Documento de Aparecida: Discurso Inaugural, n. 3).

La superación de la pobreza, como expresión de un respeto efectivo a toda y cada persona humana, exige un sujeto universal. El núcleo de este sujeto universal son los mismos pobres, pero los demás son también necesarios para apoyar y posibilitar este proceso. La integración del pobre en la sociedad como sujeto social es una condición necesaria, pero no suficiente, para superar la pobreza, porque también se necesita una alianza con los no pobres que opten por ellos. ¡Para que “no haya pobres entre vosotros” (Dt 15,4)!

Esta opción conlleva una redimensión de la existencia, personal y social, de aquellos que la asuman desde otros grupos sociales. Por ello, la dinámica de la opción por los pobres tiende a la constitución de una cultura alternativa. Así, la opción por los pobres, que comienza siendo una salida de sí mismo para afirmar al otro que es negado, que comienza entonces viviéndose como pérdida y sacrificio realizado como correspondencia a la fe en Dios que funda la vida de uno, se convierte progresivamente en una oportunidad no sólo de humanización radical sino también de avance en cuanto ser cultural y aún de valorización profesional.

Para superar la pobreza, y afirmar la dignidad del pobre, hay que redimensionar lo que existe para dar un lugar a los pobres en la sociedad. Este dar lugar a los pobres significa un reajuste estructural tan profundo que equivale a configurar una nueva figura histórica; implica renunciar a muchos elementos del actual sistema de bienestar; renunciar, ante todo, a ese consumismo frenético y poner coto a la sed ilimitada de riqueza y de poder. De hecho, “en cuanto no se elimine la exclusión y la desigualdad dentro de la sociedad y entre los diversos pueblos será imposible desarraigar la violencia (…). Cuando la sociedad –local, nacional o mundial- abandone en la periferia una parte de sí misma, no haya programas políticos, ni fuerzas del orden o servicios secretos que puedan garantizar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede apenas porque la desigualdad social provoca la reacción violenta de los que están excluidos por el sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Si cada acción tiene consecuencias, un mal inmerso en las estructuras de una sociedad siempre contiene un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en las estructuras sociales injustas, a partir del cual no podemos esperar un futuro mejor (Evangelii Gaudium, 59).

La fundamentación de esta dirección vital consiste en el reconocimiento real del otro en el acto de reconocerse a uno mismo (hijo de Dios y hermano de todos). Pero el reconocimiento positivo de los pobres – que se realiza tanto en las relaciones estructurales como en las relaciones personales – provoca una transformación tan honda en la propia vida, y es una novedad tan radical en la figura histórica vigente, que no puede realizarse si no se abren horizontes muy motivadores: sin un corazón de carne (cf. Os 6, 6) jamás habrá justicia, ni por consiguiente ser posible la vida humana sobre la tierra.  Esto es lo que está en juego en la opción por los pobres. Por lo tanto, según el Papa Francisco, “nadie debería decir que está lejos de los pobres, porque sus opciones de vida implican dar más atención a otras incumbencias. Esto es una disculpa frecuente en los medios académicos, empresariales o profesionales y hasta mismo eclesiales […] nadie puede sentirse exonerado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” (Evangelii Gaudium, n. 201).  Solamente habrá paz en el mundo cuando se haga justicia a los pobres (Populorum Progressio, n. 76).  ¡Justicia y paz se abrazarán! (Sal 85).

 8 Referencias Bibliográficas Para saber más

No fue posible optar solamente por una referencia bibliográfica de estos textos pontificios de la DSI. Por eso se encuentra la lista ya en el inicio del texto. Son documentos de dominio universal. TODOS ESTÁN disponibles en Internet, como también en las diversas versiones de las editoras diseminadas por el continente latinoamericano.

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ZAMAGNI, Stefano. Por una economía del bien común. Madrid: Ciudad Nueva, 2012.

Fe y Razón

Índice

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

1.2 El giro hermenéutico de la razón: el tercer horizonte del pensamiento contemporáneo

2 Fe y razón

2.1 Dos modos complementarios y no contradictorios de acceso a la verdad

2.2 La historia de las relaciones entre fe y razón

2.3 El giro hermenéutico de la fe y la razón: del rechazo a la mutua colaboración

 3 Referencias bibliográficas

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

La relación de la fe cristiana con la razón, la política y la cultura se comprende mejor si consideramos tanto la metafísica de la substancia de los antiguos como la metafísica del sujeto de los modernos. La filosofía clásica nos ha enseñado con los trascendentales del ser, que además de ser uno, es simultáneamente verdadero, bueno y bello. La filosofía moderna con el pensamiento trascendental de Kant pregunta por las facultades que tiene el sujeto para conocer lo verdadero, actuar según el bien y gustar-juzgar de lo bello. Por las virtudes teologales sabemos que el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera. Podemos entonces vincular la fe que cree con la verdad y el conocer, la fe que ama con lo bueno y el actuar ético, y la fe que espera con la belleza y el gusto poético. La consideración del paso desde la metafísica clásica a la reducción moderna –que contrasta la fe solo con la ciencia, con el deber moral y la teleología– nos invita a dar un nuevo paso que supere tanto el desierto de la crítica como las tentaciones de volver hacia atrás al refugio premoderno: “No nos anima la nostalgia de las Atlántidas sumergidas, sino la esperanza de una recreación del lenguaje; más allá del desierto de la crítica, queremos ser nuevamente interpelados” (RICOEUR 1960). La fe cristiana es nuevamente interpelada por el giro hermenéutico de la razón contemporánea (GREISCH 1993), por el gran acontecimiento de gracia que ha significado la renovación del Concilio Vaticano II (HÜNERMANN 2014) y por la plenitud del lenguaje que se manifiesta en una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural. Como introducción a las relaciones entre fe y razón desarrollaremos brevemente la primera interpelación que postula un tercer horizonte en el pensamiento contemporáneo.

1.2 El giro hermenéutico de la razón: el tercer horizonte del pensamiento contemporáneo

Sostener que la razón contemporánea ha dado un giro o que nos encontramos en un nuevo horizonte, implica reconocer no solo la distancia respecto de la metafísica clásica (que sostiene los trascendentales del ser), sino la crisis padecida por la metafísica del sujeto (que sustenta una filosofía trascendental y se pregunta por las condiciones de posibilidad). Son innumerables los filósofos que lo sostienen, desde Ortega y Zubiri hasta Vattimo y Habermas. Ortega acuña la imagen de las dos metáforas, insinuando un tercer momento, paradigma, horizonte del pensamiento contemporáneo después de las metáforas (o metafísicas) de la sustancia y el sujeto. Un tercer horizonte se asoma después del pensamiento antiguo-medieval y del pensamiento moderno (GONZALEZ 1993).

La discusión de si se trata de una crisis de estas particulares metafísicas o de la metafísica en general, se dirime si nos ponemos de acuerdo sobre cuál es el enfermo al que se le diagnostica la crisis: la ilustración que ve como el romanticismo vuelve a estar en auge; la modernidad liberal que ha sido superada por la modernidad tardía o por la llamada postmodernidad; o la metafísica del sujeto, que es superada por un tercer horizonte. Pero en todos los casos –sea el Cogito cartesiano, los apriori de la razón, el saber absoluto, o el sujeto trascendental– podemos observar como las pretensiones de “la sola razón” (trascendental, sin atributos y constituyente de todo lo real), palidecen pues tenemos más bien un Cogito herido, más bien frágil que busca poder reinstalarse al interior del ser y se reconoce constituido por lo otro que sí mismo.

Sea cual sea la hondura de la crisis la hipótesis de un tercer horizonte del pensamiento contemporáneo, sostiene que la tercera metáfora ya no piensa el ser ni en términos de naturaleza ni en términos de conciencia (GEFFRE, C. 1992), sino en referencia a otras metáforas que tratan de ceñirse la corona de los nuevos tiempos: la alteridad, el lenguaje, la praxis y el acontecimiento. “La edad hermenéutica de la razón” (GREISCH 1985) parece ser fruto de muchos giros que ha dado la razón contemporánea:   giro hermenéutico, giro lingüístico, giro pragmático, giro intersubjetivo, giro hacia la alteridad, etc. (SCANNONE 2009). Independientemente de cual sea la categoría vencedora hay suficientes indicios de que la crisis parece ser un signo del tiempo.

Si lo que tenemos es un nuevo horizonte de pensamiento, éste obviamente afectará a los interlocutores de la fe: a la razón y el conocimiento, a la política y la justicia, a la cultura y nuestros valores (estéticos y afectivos) y esperanzas (religiosas y seculares). Nos volvemos a preguntar por la verdad que podemos conocer con el uso del entendimiento y de la razón, por la justicia que debemos alcanzar con nuestras prácticas éticas y políticas, por la belleza que nuestros juicos estéticos y reflexivos modelan en cada cultura. Pero obviamente afectara también a la propia experiencia creyente y religiosa, cuyo giro ha quedado expresado para la comunidad eclesial católica en la renovación que ha significado el Concilio Vaticano II.

2 Fe y razón

2.1 Dos modos complementarios y no contradictorios de acceder a la verdad.

“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Fides et ratio de Juan Pablo II entronca así con lo que nos enseña el Vaticano II en Dei Verbum  –que a su vez sigue casi al pie de la letra las enseñanzas del Vaticano I en Dei Filius, que tiene en cuenta los principios del Concilio de Trento: “Por medio de la revelación Dios quiso manifestarse a Sí mismo y sus planes de salvar al hombre, para que el hombre “se haga partícipe de los bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (DV 6). Indicado el camino de la revelación Vaticano II señala el camino de la razón citando Vaticano I: “El Santo Sínodo profesa que el hombre “puede conocer ciertamente a Dios con la razón natural, por medio de las cosas creadas” (cf. Rom 1,20); y enseña respecto de dicha revelación, que “todos los hombres, en la condición presente de la humanidad, pueden conocer fácilmente, con absoluta certeza y sin error las realidades divinas que en sí no son inaccesibles a la razón humana” (DV 6). La verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica o de las disciplinas científicas no se confunde ni se contradice, sino que se enriquece con la verdad que proviene de la revelación. “Hay un doble orden de conocimiento, distinto no solo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por la fe divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, al no haber sido definitivamente revelados, no se pudiera tener noticia” (Dei Filius, DS 3015).

El reconocimiento de una diferencia no implica ningún dualismo, o contraposición entre fe y razón, ni en el plano epistemológico oponiendo fe y conocimiento, ni en el plano ontológico abogando por dos realidades separadas. La fe y la razón se miden frente a la verdad y la verdad es una sola, si bien hay aspectos de ella, de los que solo sabemos por la fe, gracias a que Dios nos los ha revelado. “La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe…  No hay motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización” (Fides et ratio 16-17).

La contradicción asoma cuando una y otra no respetan sus respectivos ámbitos de competencia. Racionalismo y fideísmo son la clara expresión de la desmesura de una y otra. Así el racionalismo  es una “concepción que considera que la razón puede o debe fundamentar la fe, y que hay que demostrar su verdad con argumentos de razón o al menos hacerla plausible” (KNAUER 1989, 257). Por el contrario la verdad de la fe solo puede ser reconocida por la fe. El colorido y la luz de los vitrales de una catedral solo se pueden ver desde dentro. Desde fuera solo se ven sombríos y grises. La belleza de Dios se reconoce desde la experiencia de fe, desde la acogida en la fe de lo que Dios ha revelado. Solo puede entrar en comunión con Dios quien cree que es Dios mismo quien se ha autocomunicado.  El fideísmo, por su parte “sostiene que la fe no puede ni necesita justificarse ante la razón” (258). Por el contrario la fe debe ser examinada por la razón para eliminar de ella lo que la contradiga. “Toda objeción contra la fe de parte de la razón se refuta en el mismo campo de la razón” (258).

Ambos equívocos se superan al afirmar que la fe necesita la razón. Muy lejos de ser un enemigo de la fe (por que la perjudicaría o pudiera contradecirla) o algo de lo que la fe pudiera prescindir (porque bastándose a sí misma no la requiere), la razón es una ayuda para la fe. Pero no la necesita para que sea su fundamento: la fe se fundamenta a sí misma, pues se basa en la Palabra de Dios. No la necesita para que la pruebe o la demuestre: es Dios mismo que se muestra, que se autocomunica en la revelación. La fe es acogida de eso que Dios comunica. “El mensaje cristiano se hace inteligible por sí mismo; la fe solo puede explicarse ella misma” (252). Por lo tanto no se puede probar la fe a fuerza de razones, no se la puede encuadrar en el marco de la razón, no se la puede subordinar, como si su fundamentación dependiera de nuestros razonamientos. De la afirmación racional de que Dios es creador de mundo y todopoderoso no es posible deducir la posibilidad de la comunión con él. Ello depende de Dios mismo, de su amor gratuito y libre.

La fe necesita de la razón, no como su fundamento, sino con la función negativa de ser un filtro para fe. La razón es una ayuda imprescindible, pues nos ayuda a filtrar la fe de supersticiones, a purificarla de irracionalidades, a ser cedazo y criba de posibles fetiches. El mensaje cristiano quiere y debe ser examinado por la razón, pues no se debe creer nada que contradiga la razón en su autonomía: “la autonomía de la realidad creada no se interrumpe ni se quebranta en ninguna parte por la comunión con Dios… Esto excluye cualquier creencia supersticiosa en milagros, que considera la interrupción de las leyes naturales, como prueba de intervención especial divina” (253-254).

En resumen la fe no se fundamenta en la razón, pero si puede ser examinada por ella. La revelación de Dios en la que se basa, no es demostrable a partir del mundo; es reconocible solo desde la fe. Por lo tanto ninguna afirmación de la razón puede amenazar la fe.  “Como teniendo fe ya no se vive del temor, se puede utilizar la razón sin anteojos” (257).  Hay dos ayudas más que le dispensa: le ofrece algunos presupuestos y le ayuda a pensar, dar unidad y coherencia al conjunto del misterio cristiano. Una colaboración desde fuera, dado que “la fe presupone determinadas verdades que se pueden reconocer por la razón: nuestro propio ser creatural y nuestra responsabilidad moral” (257). Una colaboración dentro de la fe, pues “la razón ayuda a una clara comprensión de la fe. La razón iluminada por la fe abarca la unidad interior de todas las afirmaciones de fe” (257). Colaboración que impide se dé un conflicto insoluble entre la fe y la razón. Pero la historicidad de la fe –expresada en la doctrina de la iglesia– y la historicidad de la razón –expresada en las adquisiciones de los diversos saberes y ciencias– no ha impedido la existencia de múltiples conflictos y desencuentros entre esa doctrina y esas adquisiciones a lo largo de la historia.

2.2 La historia de las relaciones entre fe y razón

Lejos de una contraposición entre creer y saber, que hace del primero un saber inseguro, en la Biblia la fe aparece como el fundamento. Mientras en el AT se proclama la confianza por ser el pueblo elegido y la esperanza en las acciones de Dios, en el NT se trata de creer en lo que Dios ya ha realizado y manifestado en  Cristo Jesús que anticipa la plenitud escatológica: “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Heb 11, 1). El judeocristianismo que cree que el Dios salvador es el mismo que el Dios creador confía en la razón humana y no teme ser juzgado por ella al momento de intentar dar razón de su esperanza. El reproche del libro de la Sabiduría a quienes “no fueron capaces de conocer por las cosas buenas que se ven a Aquel que es”… “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sab 13, 1.5), lo reitera Pablo, a quienes “aprisionan la verdad en la injusticia”… “porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (Rom 1, 18.20). En los comienzos San Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). San Juan no teme identificar al Cristo con el logos y abre un camino que recorrerán los Padres, que de distintas maneras identificarán la sabiduría bíblica y la filosofía griega, en la figura del logos. Justino a este respecto será ejemplar y ve en la fe cristiana la verdadera filosofía y en la filosofía a los precursores del cristianismo. “Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón dada por Dios” (BENEDICTO XVI, 2005). Por ello, las Escrituras judeo-cristiano, el macizo hebreo, no temerá medirse y articularse con el macizo griego, y los que filosóficamente le sucederán. Toda la historia del cristianismo da testimonio de esta apropiación de la racionalidad filosófica, en un esfuerzo permanente de traducción al lenguaje de los cada vez nuevos destinatarios de la Buena Nueva. El talante secularizador y desmitificador de esta religión es la consecuencia de esta disposición a ser purificada y criticada por la razón (TAYLOR 2007).

Agustín, “el maestro indiscutible del Alto Medioevo, cuya influencia permanece a lo largo del segundo milenio” considera que una fe no pensada es una fe muerta y estima que “el conocimiento del hombre y el de Dios son convergentes”, pues la propia interioridad, “la subjetividad es el lugar por excelencia para conocer a Dios” (ESTRADA 1996, 45). Por su parte Anselmo, el padre de la Escolástica, como buen discípulo de Agustín proclama el Fides quaerens intellectum: la fe que busca su inteligencia. Las palabras de Anselmo en el Proslogión se han convertido en una carta magna respecto de la convergencia armónica entre fe y razón: “Señor, yo no pretendo penetrar en tu profundidad: ¿cómo iba a comparar mi inteligencia con tu misterio? Pero deseo comprender de algún modo esa verdad que creo y que mi corazón ama. No busco comprender para creer, sino que creo primero, para esforzarme luego en comprender. Porque creo una cosa: si no empiezo por creer, no comprenderé jamás”. Nace de aquí una teología como Intellectus fidei, que intenta mostrar el carácter razonable de la fe. Pero la razón encuentra lo que la fe ya sabe; el raciocinio vale para ayudar a descubrir la verdad, no para determinarla. La fe, don de Dios que la Palabra revelada suscita debe ser asumida racionalmente para que sea humana. El esfuerzo por inteligir no elimina la contemplación sino que la supone.

En el siglo XIII, gracias a filósofos judíos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la tradición platónica El genio de Santo Tomás capto que la ratio aristotélica podía ser una mediación cultural más adecuada que la platónica para expresar la fe de los hombres de su tiempo. Fue capaz de mediar “el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante en su tiempo” (BENEDICTO XVI 2005). Con Tomás las diferencias entre fe y razón son claramente ordenadas en relación a la unidad y totalidad de la verdad, pues, la verdad no puede contradecir a la verdad.

Esta claridad comienza a palidecer hasta oscurecerse con la llegada de la modernidad, el desarrollo de las ciencias y la reivindicación de autonomía del mundo moderno. La propia articulación entre Atenas y Jerusalén para formar un occidente que bebe de la filosofía griega, del derecho romano, de la escolástica medieval, del renacimiento europeo, ofrece los motivos para que también la modernidad sea edificada a partir de un acto de fe en la razón humana. Pero la confianza en la razón, puede volverse desmesura, si se reivindica para la sola razón el acceso en exclusiva a la verdad. Gracias a luz de la razón pueden ser superadas las oscuridades del mito y la religión. La reacción defensiva de la Iglesia y su refugio en apologías y condenas no siempre razonables, no contribuyó a mejorar las cosas. El épico caso Galileo es solo la muestra de una querella que se acrecentara entre la sola ratio autosuficiente y una revelación cada vez más opaca y autoritativa. La exhortación kantiana a atreverse a pensar por ti mismo (el “sapere aude”), enfrenta desafiante a todos los tutores, que impiden la autonomía: entre ellos la Iglesia y la fe. “El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”” (Idem), provocó de parte de la Iglesia en el siglo XIX, “ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna” y a la vez de parte de los representantes de la edad moderna “drásticos rechazos” a la fe eclesial. Es frente a esta iglesia católica amurallada delante de un mundo moderno hostil y adverso, que el Concilio Vaticano II acomete el desafió de “determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna” (Idem).

Benedicto XVI constata que “se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas” –tanto las ciencias naturales como las ciencias históricas. “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno… En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa” –y por cierto la libertad religiosa– “una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo” (2005) y las culturas en general. Son justamente estos tres problemas los que pueden ser abordados con una renovada comprensión de las relaciones de la fe con la razón, con la política y con la cultura.

2.3 El giro hermenéutico de la fe y la razón: del rechazo a la mutua colaboración

En nuestros días una hermenéutica tanto de la fe como de las ciencias hace propicio el fin de las mutuas condenas y permite un acercamiento, reconociendo cada uno su ámbito de competencia. Hubo un momento en que las ciencias modernas competían y amenazaban la fe, no solo desde las ciencias naturales, sino también desde la ciencia histórica. Las explicaciones religiosas y teológicas debían retroceder en la explicación del mundo y también respecto de la comprensión de las propias sagradas Escrituras, por la pretensión del método histórico-crítico de ser la última palabra en la interpretación de la Biblia. De esta desmesura de la razón ilustrada se ha pasado a una actitud más modesta.

“Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad” (Benedicto XVI, 2005). Abandonando todo positivismo y todo dogmatismo, la ciencia se vuelve más modesta y ya no pretende ser la única aproximación valida sobre la realidad. Con conciencia hermenéutica, el sueño de la modernidad ilustrada de poseer el único punto de vista, comienza a reconocer instrumentos diversos según se trate de afirmaciones lógicas o matemáticas, de las ciencias de la naturaleza o de las ciencias sociales, de las humanidades o del arte. La multiplicidad de saberes exige multiplicidad de aproximaciones. El camino ha sido arduo desde la diferenciación entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu (Dilthey) hasta sostener que mientras más se explica mejor se comprende (Ricoeur), desde el reconocimiento de los intereses de los distintos tipos de conocimientos (Habermas) hasta la conciencia de que el observador nunca es neutro y que en ciertos casos, como la historia, el lenguaje o el arte, pertenece a la realidad que investiga (Gadamer).

Por su parte también el discurso de la fe, las afirmaciones magisteriales y la teología adquieren conciencia hermenéutica. También la teología se ha vuelto más modesta y ya no pretende enfrentar las afirmaciones científicas o históricas con sus enunciados bíblicos o pretender irénicos concordismos. El texto bíblico no pretende suplantar o contradecir los conocimientos adquiridos por la razón. Su pretensión es salvífica y no científica. Como lo aprendimos de Galileo, la Biblia no nos enseña cómo va el mundo, sino hacia donde va. No hay motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe, pero si la necesidad de colaboración mutua. Ya vimos que la fe necesita de la razón para purificarse, para corregir el rumbo si alguna de sus afirmaciones entra en contradicción con lo razonable. “Cuando a causa de la verdad uno le vuelve la espalda a Cristo, corre directamente hacia sus brazos” (KNAUER 1989, 248). El cristianismo tiene “la convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios” (BENEDICTO XVI 2006).

Pero ¿es posible sostener también lo inverso? Que actuar contra la fe esté en contradicción con la naturaleza de lo humano. ¿La razón necesita de la fe? Fides et ratio lo afirma: “Conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos” (16). Lo reitera Caritas in veritate, abogando por la interacción de los diferentes saberes, incluyendo el rol de la caridad: “La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de la inteligencia… Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor” (30). Por un lado, “al afrontar los fenómenos que tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender”, respetando la especificidad de cada saber. Por otro, “la caridad no es una añadidura posterior, sino que dialoga (con las disciplinas) desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las condiciones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad” (30). Pero la caridad debe respetar los mismos límites que tiene la fe. Tanto la caridad como la fe, y tendríamos que agregar la esperanza, saben que éste ir más allá que ellas alientan, esta ampliación de la razón, “nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor (30).

La inclusión del amor, nos acerca a la praxis y a nuestra reflexión sobre las relaciones entre fe y política, que deberá considerar las relaciones entre amor y política. Terminemos con una última consideración respecto de si la razón necesita de la fe y del amor cristiano. En su famoso diálogo con Habermas, Ratzinger se anima a sugerirlo. Sin aceptar el discurso positivista de que la gradual eliminación y superación de la religión es el camino del progreso de la humanidad, de la libertad y la tolerancia universal, admite la existencia de “patologías de la religión” (desde los fundamentalismos más extremos hasta los integrismos más sutiles) para las cuales el diálogo con la razón es una saludable cura. Pero no deja de  señalar una patología que se hace cada vez más evidente en nuestro  mundo actual: la “patología de la razón”. “Antes había surgido la cuestión de si hay que considerar la religión como una fuerza moral positiva; ahora debe surgir la duda sobre la fiabilidad de la razón. Al fin y al cabo, la bomba atómica es un producto de la razón; al fin y al cabo, también la producción y selección de hombres han sido creadas por la razón. En este caso, ¿no habría que poner a la razón bajo observación? Pero ¿por medio de quién o de qué? ¿O no deberían quizá circunscribirse recíprocamente la religión y la razón, mostrarse una a la otra los respectivos límites y ayudarse a encontrar el camino? (RATZINGER 2008, 43-44).

Frente a las patologías de la razón, a su hybris (con peligros tan amenazadores como la bomba atómica y el ser humano entendido como producto), se le debe exigir que también “reconozca sus límites y aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad” (53). “Por ello, yo hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo” (53).  Pero advierte que en el actual contexto intercultural, los dos agentes principales, la fe cristiana y la racionalidad occidental laica, no pueden desentenderse de las demás culturas y deben escucharlas para no repetir un falso eurocentrismo. Solo con esta correlación polifónica podrá adquirir “nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que cohesiona la mundo” (54). Ratzinger está hablando de los fundamentos morales y prepolíticos del estado liberal, de la necesidad de “encontrar una evidencia ética eficaz que tenga suficiente fuerza de motivación y que sea capaz de responder a los desafíos mencionados y ayudar a superarlos” (44).

Se sigue entonces una doble ayuda de la razón a la fe y de la fe –y el amor– a la razón. La razón puede ayudar a la fe eliminando contradicciones erróneas o superfluas que obstaculizan y dificultan que el mundo actual pueda comprender el Evangelio, en toda su grandeza y belleza. La razón no puede abolir las contradicciones entre el Evangelio y los errores y pecados del hombre. La iglesia se acerca al mundo para servirlo anunciando la Buena Nueva, evitando siempre la tentación de mundanizarse. Existe la distancia cristiana, que preserva de cualquier acomodación o adaptación espuria pues el Evangelio y la iglesia siguen siendo “signo de contradicción”. La razón sólo nos ayuda a eliminar los falsos escándalos (formas que sirvieron para otras épocas y que hoy ya no tienen vigencia) para que brille el verdadero escándalo, la cruz que es locura para los griegos y escandalo para los judíos. La reforma propiciada por el Concilio para hacer comprensible el Evangelio al mundo de hoy es un nuevo momento en esta larga historia entre la fe y la razón.

La fe cristiana en el reinado de Dios se vuelve a abrir paso entre el racionalismo y el fideísmo, sorteando las distintas versiones que se repiten tanto en la modernidad ilustrada (en el positivismo científico, en el marxismo totalitario o en el economicismo neoliberal) como en el romanticismo posmoderno (en los fanatismos e integrismos religiosos o en los fundamentalismos seculares de algunas versiones del ecologismo, del indigenismo, del populismo).  Junto con dejarse ayudar para impedir que en ella se den “patologías de la religión”, la fe, el amor y la esperanza cristiana pueden ayudar a la razón contemporánea en los desafíos que enfrenta nuestro mundo. Puede ayudar a detectar y denunciar las “patologías de la razón”, las deshumanizaciones que obstaculizan un desarrollo integral. Puede colaborar en la búsqueda de esa “evidencia ética eficaz”, de esos fundamentos morales y prepolíticos que no pretenden reemplazar la autonomía de la moral y de la política, pero que si pueden enriquecer con amor nuestras búsquedas de justicia y llenar de esperanza los anhelos de cada una de nuestras culturas.

Eduardo Silva S.J., Universidad Católica de Chile y Universidad Alberto Hurtado, Chile.

3 Referencias Bibliográficas

Textos magisteriales

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Otros textos

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Fe y Politica

Índice

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

1.2 El giro teológico del concilio Vaticano II: la historicidad de la fe

2 Fe y politica

2.1 Las relaciones respectivas de la fe y la política con la ética

2.1.1 Fe y obras

2.1.2 Amor y justicia

2.1.3 Ética y política

2.2 Cuatro modos de relación entre fe y política

2.3 La teología política: las búsquedas de la teología de la liberación y de la nueva teología política

Referencias bibliográficas

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

La relación de la fe cristiana con la razón, la política y la cultura se comprende mejor si consideramos tanto la metafísica de la substancia de los antiguos como la metafísica del sujeto de los modernos. La filosofía clásica nos ha enseñado con los trascendentales del ser, que además de ser uno, es simultáneamente verdadero, bueno y bello. La filosofía moderna con el pensamiento trascendental de Kant pregunta por las facultades que tiene el sujeto para conocer lo verdadero, actuar según el bien y gustar-juzgar de lo bello. Por las virtudes teologales sabemos que el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera. Podemos entonces vincular la fe que cree con la verdad y el conocer, la fe que ama con lo bueno y el actuar ético, y la fe que espera con la belleza y el gusto poético. La consideración del paso desde la metafísica clásica a la reducción moderna –que contrasta la fe solo con la ciencia, con el deber moral y la teleología– nos invita a dar un nuevo paso que supere tanto el desierto de la crítica como las tentaciones de volver hacia atrás al refugio premoderno: “No nos anima la nostalgia de las Atlántidas sumergidas, sino la esperanza de una recreación del lenguaje; más allá del desierto de la crítica, queremos ser nuevamente interpelados” (RICOEUR 1960). La fe cristiana es nuevamente interpelada por el giro hermenéutico de la razón contemporánea (GREISCH 1993), por el gran acontecimiento de gracia que ha significado la renovación del Concilio Vaticano II (HÜNERMANN 2014) y por la plenitud del lenguaje que se manifiesta en una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural. Como introducción a las relaciones entre fe y política desarrollaremos brevemente la segunda interpelación que considera la renovación que han significado estos 50 años de recepción conciliar en América latina.

1.2 El giro de la teología en el concilio Vaticano II: la historicidad de la fe

En sintonía con este nuevo horizonte conviene explicitar el giro dado por la experiencia creyente a raíz del Concilio Vaticano II. Este acontecimiento de gracia, inspirado en el doble movimiento de acercarse más a Jesucristo para así poder estar más cerca de los hombres y mujeres de este tiempo, ha renovado el rostro de la Iglesia católica. Con razón ha sido calificado por Juan XXIII como “un nuevo pentecostés” y por Juan Pablo II como “el acontecimiento de gracia del siglo XX” y “la brújula” que nos introduce en el tercer milenio. Nos detendremos en uno de los aspectos fundamentales de la renovación teológica conciliar: la entrada del tiempo y de la historia en el ejercicio y en el método de la teología.

El Concilio estuvo precedido de un trabajo ingente de muchos teólogos intentando superar la neoescolástica y asumir el desafío de la historicidad. Nos basta con recordar a los franceses –los dominicos de Saulchoir o los jesuitas de Fourvière–,  a la “Nouvelle Théologie”, a la teología de las realidades terrenas, a Rahner con el método antropológico trascendental. En estas búsquedas se trata de acusar recibo de la historicidad y reconocer a la historia (a sus acontecimientos, a los fenómenos sociales, a los signos de los tiempos) una positividad teológica. Es también la pretensión y valía de la teología de la liberación (TdL): reconocer que el continente es un antecedente teológico y no meramente un lugar de aplicación de una teología que es extrínseca a su realidad. Si es esto lo que está en juego, se pone en juego a la teología misma, se la pone en crisis y se la transforma. Pues “interpretar teológicamente el presente” o “comprender la significación teológica de los acontecimientos” solo puede hacerlo quien reconoce el estatuto histórico de la teología. Concebir la teología como “reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la Palabra” (GUTIÉRREZ 1972), o como “interpretatio temporis” (HÜNERMANN 2014) implica reconocer el doble movimiento hermenéutico que interpreta la escritura desde la historia concreta y que interpreta el presente a la luz de la fe.

Ignacio Ellacuria nos enseña que por historicidad de la salvación cristiana, se entienden dos cosas. La primera, pregunta por el carácter histórico de los hechos salvíficos; la segunda, por el carácter salvífico de los hechos históricos. Mientas a la primera le interesa fundamentar históricamente los hechos fundamentales de la fe (resurrección, milagros, sucesos salvíficos del AT), la segunda pretende discernir “qué hechos históricos traen salvación y cuáles otros traen condenación, qué hechos hacen más presente a Dios y como en ellos se actualiza y se hace eficaz esa presencia” (ELLACURIA 1994, 323). La segunda presupone la primera, y quiere repensar el problema de cómo se relacionan la salvación cristiana (“lo formalmente definitorio de la misión de los cristianos en tanto que cristianos”) y lo que es la liberación histórica (“lo formalmente definitorio de los Estados, las clases sociales, los ciudadanos y los hombres en tanto que hombres” (324)). Repensar la conexión entre la salvación cristiana y la promoción humana, entre el servicio de la fe y la promoción de la justicia, de la fe cristiana con la salvación-liberación de los pobres de la tierra, no es reducir la fe a una ética social, a un determinado compromiso político, sino, como lo ha proclamado hasta el cansancio la TdL, concebir una nueva forma de hacer teología.

Marie–Dominique Chenu, precursor y partícipe del Concilio, agrupó sus artículos en dos volúmenes que títuló, La fe en la inteligencia y El evangelio en el tiempo, indicándonos que las relaciones generales de la fe y el evangelio se establecen con la razón y con la historia: el paralelismo de los nombres de los dos volúmenes “se fundamenta en la ley encarnatoria de la Palabra de Dios, ya se considere en el espíritu del hombre o en el desarrollo de la historia” (1964, 8). El binomio verdad y justicia que, para Rawls en su Teoría de la justicia, son las primeras virtudes respectivas de las teorías y de las instituciones sociales, se ve modificado por este binomio inteligencia y tiempo. La verdad se amplía al vincularla a la inteligencia, al “espíritu del hombre”, y no solo al conocimiento que las diversas ciencias nos permiten, como quiere la reducción moderna. La justicia se ve profundamente alterada con esta consideración del tiempo, que como “desarrollo de la historia”, va más allá del imperativo categórico y de los deberes universalizables. Historicidad de la verdad y de la justicia; historicidad también de la fe y del Evangelio, que al encarnarse en la inteligencia y en el tiempo los amplía y crece con ellos. La fe amplía lo inteligible pues aporta “bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (DV 6) y el Evangelio de amor amplía a su vez los deberes de la justicia para que la historia llegue a la plenitud del reinado de Dios. Bienes divinos y deberes de justicia, signos de los tiempos que la iglesia está llamada a auscultar para descubrir la voz de Dios en medio de las voces de los hombres. Mandato conciliar que el magisterio y la teología latinoamericana han asumido con ejemplar dedicación en estos 50 años de recepción del Concilio.

2 Fe y Política

La fe que busca la inteligencia es una fe que busca también la justicia. La relación entre Fe y justicia es abordada en esta Enciclopedia en el eje temático Teología práctica y pastoral. Francisco de Aquino Junior aborda allí los elementos fundamentales de la relación de la justicia con la fe, con el Reino de Dios y con las opciones de la Iglesia latinoamericana. Muchas de estas consideraciones son determinantes para las relaciones entre fe y política. Las relaciones de la justicia y la política con la fe se ubican además en ell interior de un horizonte más amplio: el de las relaciones entre fe y ética. Tony Mifsud desarrolla en el eje temático Ética teológica la entrada Moral Social en la que toca varios aspectos estrechamente vinculados a nuestro tópico: el pensamiento social de la Iglesia tiene en el Evangelio su fuente y en la Enseñanza social su desarrollo; es posible enunciar una serie de principios permanentes que la orientan; ellos se aplica a la economía, la política y la cuestión ambiental; la solidaridad, los derechos humanos y la opción por los pobres son clave de esta enseñanza y compromiso social.

Trataremos aquí la relación fe y política suponiendo todas esas cuestiones y nos ocuparemos principalmente del modo como ellas pueden darse teniendo en cuenta tanto la renovación teológica conciliar como la elaboración que el magisterio y la teología latinoamericana ha hecho al respecto. Previamente a esta cuestión principal, y a modo de introducción, quisiéramos ofrecer una serie de aclaraciones y consideraciones terminológicas respecto de las nociones en juego, acusando recibo del giro hermenéutico de la razón contemporánea. La relación entre fe y política nos contrasta inevitablemente con la experiencia ética. Una breve reflexión sobre las relaciones respectivas de la fe con la ética y de lo político con lo ético parece necesaria.

2.1 Las relaciones respectivas de la fe y la política con la ética

La vinculación entre el servicio de la fe y la promoción de la justicia ha sido reiteradamente señalada por la renovación teológica conciliar. Puebla nos enseña que “la promoción de la justicia es parte integrante de la evangelización” (Puebla, 1254). Para ser fieles al Concilio los jesuitas han reformulado su misión como servicio de la fe, “del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta” (CG 32, 1975). Con ello se nos recuerda que la fe opera por la caridad, que el amor a Dios se verifica en el amor a los hermanos y que la fe sin obras es una fe muerte (St 2, 17).

Vincular fe y justicia es articular la experiencia religiosa con la experiencia ética, el don de la fe con el compromiso moral. Sabemos que se trata de dos experiencias diferentes, y que el estatuto de esa diferencia no es una oposición irreconciliable. Pero es menos claro cómo convertir la tensión en una dialéctica fecunda para ambas experiencias que reivindican su autonomía. Los dos primeros apartados se ocupan de presentar primero la radicalidad de esa diferencia y luego las posibilidades de su articulación. En el primero, la presentación de la oposición entre fe y obras en el problema de la justificación en Pablo, nos ayudará además a comprender mejor una de las alternativas de la relación entre fe y política que más adelante presentaremos.  Nos servirá también para comprender la legitimidad de las respectivas reivindicaciones de autonomía: de la experiencia moral, respecto de cualquier mandamiento religioso, y de la experiencia de fe que debe huir de la tentación pelagiana. En el segundo apartado profundizamos en la articulación entre fe y ética, reflexionando en la dialéctica entre amor y justicia, que según Ricoeur es la traducción al campo práctico de la relación teórica entre  fe y razón. Finalmente en un tercer apartado abordaremos brevemente la especificidad de lo político, de lo ético y de la relación entre ambos. 

2.1.1 Fe y obras

Para apreciar la diferencia entre fe y ética y la imposibilidad de reducir la una a la otra, conviene partir de la cuestión de la justificación por la fe, el articulus stantis del cristianismo según Lutero, y que en Pablo parece establecer una polaridad inconciliable entre fe y obras: lo que justifica es la fe en Jesucristo y no el cumplimiento de la ley. Somos salvados por el don gratuito de Dios y no por las obras de nuestros manos; son los méritos de Jesucristo y no los nuestros los que nos justifican y nos hacen agradables a Dios. La salvación es un regalo inmerecido y no una recompensa por lo buenos que somos. En realidad somos malos: paganos y judíos estamos bajo la cólera de Dios, merecedores de castigo si Dios tuviera en cuenta nuestros delitos y nos tratara según merecen nuestras acciones. Pero la misericordia de Dios, en virtud de los méritos de Jesucristo nos justifica, nos salva, nos perdona. Creer que nada nos puede separar del amor de Dios, nos hace libres y nos permite vivir de la fe en la acción de Dios por nosotros y no en el temor de depender de nuestras propias acciones.

Por ello la alternativa que parece oponer en forma inconciliable la acción de Dios y la acción humana, debe dar paso a la necesaria mediación entre ambas. El mediador es el mismo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. La fe es a la vez don de Dios y respuesta libre del hombre. Para que el don se convierta en un llamado que conmina a una respuesta, se requiere lo que Juan proclama en el Prólogo a su evangelio: “Y la Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”.  Gracias al cuerpo de Cristo podemos escuchar la Palabra y creer en ella. La fe es don de Dios que llega a nosotros por medio de Cristo en la Iglesia. La fe es al mismo tiempo teologal, eclesial y personal. Un don de Dios acogido en el cuerpo eclesial por cada creyente. Por la fe el hombre “se entrega entera y libremente  a Dios, “le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que Dios revela” (DV 5). Solo un don que se apropia, se acoge y se recibe con libertad puede ser un don que empapa la tierra, que la fecunda y que nos transforma. Un don que no se impone sino que interpela nuestra libertad, que puede aceptarlo o rechazarlo. “Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 11-12). Un poder que nos transforma pues la gracia es “inherente”: “La caridad de Dios se derrama… en los corazones de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente. Recibe el hombre la fe, la esperanza y la caridad, que a la vez se le infunden, por Jesucristo, por quien es injertado” (Trento, DH 1530).

La fe produce frutos. Lo creemos tanto católicos como luteranos. Por ellos se ha podido decir de la fe luterana: la sola fidei nunca sóla. Es lo que permite diferenciar entre la fe viva y la fe muerta. Por ello es perfectamente compatible la doctrina de la justificación por la fe de Pablo (aclarada por el debate tridentino y la “Declaración conjunta sobre la justificación» de 1997 entre católicos y luteranos), con la afirmación de Santiago, “la fe, sino tiene obras, está realmente muerta” (St 2, 17). La justicia justificante de Dios nos salva y solo en ella, que coincide con su misericordia, podemos confiar. Pero una confianza que no nos deja pasivos, sino por el contrario pide frutos de amor. No hay contradicción entre lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros hacemos: “ya que aquella justicia que se dice nuestra, porque de tenerla en nosotros nos justificamos, es también de Dios, porque nos es por Dios infundida a través de los merecimientos de Cristo” (DH, 1547). Lo dice bellamente la frase de Agustín, retomada por Trento: la bondad de Dios “es tan grande, que quiere que sean merecimientos de ellos, lo que son dones de Él” (DH, 1548). 

2.1.2 Amor y justicia

“Veo la relación entre el amor y la justicia como la forma práctica de la relación entre teología y filosofía” (RICOEUR 1994, 271). La diferencia entre la lógica del don que anima al amor y la lógica de la equivalencia que preside las relaciones de justicia, parece análoga a la que se da entre el lenguaje religioso (que es un tipo de lenguaje poético) y el discurso del argumento (que incluye el lenguaje de la ética). Es justamente esta lógica del don que anima a la fe bíblica, la que intentamos articular respectivamente con la razón, con la política y con la cultura.

Ricoeur nos enseña que el amor pertenece a la lógica de la superabundancia, característica de lo que llama economía del don. Distinta y otra es la lógica de la equivalencia que rige las diferentes esferas de la justicia. Rige también los intercambios económicos y es la lógica de la venganza y la ley del talión. Solo después de realizar una descripción esencial del amor y de la justicia, y dejar bien marcada la desproporción entre ambos, Ricoeur se aboca a la tarea de establecer un puente entre la «poética del amor» —lógica de la sobreabundancia— y la «prosa de la justicia» —lógica de la equivalencia—. El amor necesita la mediación de la justicia para entrar en la esfera práctica y ética: la justicia necesita de la “fuente” del amor para evitar caer en una simple regla utilitaria. La tarea de la filosofía y de la teología, en este nivel, consistiría en hacer ver que es perfectamente razonable la incorporación tenaz de un grado cada vez mayor de compasión en todos nuestros códigos legales. “Si en efecto el amor obliga, es en primer lugar a la justicia a la que obliga, pero a una justicia educada por la economía del don. Es como si la economía del don buscara infiltrar la economía de la equivalencia” (RICOEUR 1990b, 28)

“El amor… es el guardián de la justicia, en la medida que la justicia, a pesar de su grandeza en tanto que colocada bajo la égida de la reciprocidad y de la equivalencia, está siempre amenazada de recaer, a pesar de ella misma, en el nivel del cálculo interesado, del Do ut des (“Yo doy para que tú me des”). El amor protege la justicia contra esta malvada pendiente al proclamar: “Yo doy por que tú me has ya dado”. Es así que veo la relación entre la caridad y la justicia como la forma práctica de la relación entre lo teológico y lo filosófico” (RICOEUR 1994, 179). Desde esta perspectiva Ricoeur propone repensar lo teológico-político: “a saber el fin de un cierto teológico-político, construido sobre la relación vertical dominación/subordinación. Una teología política de otra manera orientada, debería, según yo, dejar de constituirse como teología de la dominación para instaurarse en justificación del querer vivir juntos en instituciones justas” (179).

Esta reflexión teológico-político,  “en confrontación con la problemática “del desencantamiento del mundo’” (179) se aleja de toda pretensión de fundamentación desde la fe. Ricoeur estima que desde la fe bíblica no se agregan contenidos éticos, no se dan las respuestas apropiadas que a la moral le faltarían. “En el plano ético y moral, la fe bíblica no agrega nada a los predicados “bueno” y “obligatorio” aplicados a la acción. El ágape bíblico forma parte de una economía del don de carácter meta-ético… Lo que me hace decir que no existe moral cristiana, excepto en el plano de la historia de las mentalidades, sino una moral común… que la fe bíblica coloca en una perspectiva nueva, donde el amor está ligado a la “nominación de Dios” (1990a, 37).

La relación entre amor y justicia nos ayuda a para pensar la relación entre fe y ética y a entrar en la discusión entre los teólogos moralistas sobre lo “especifico” de la ética cristiana. Por un lado están los defensores de la ética “autónoma”, que se acercan a la postura aquí enunciada de Ricoeur: la autonomía de la experiencia moral, la autonomía del imperativo categórico, universalizable y valido en todas las condiciones, es independiente de las motivaciones religiosas. Por el otro lado los partidarios de la llamada “ética de la fe” que atribuyen también a la fe principios concretos, que redimensionan el alcance universal de la capacidad de la razón: la experiencia cristiana sería una cantera de criterios morales para la política. Un debate que debe ser materia de otra entrada en esta Enciclopedia.   

2.1.3 Ética y política

Para comprender las relaciones entre fe y política, y dado que la política, además de ser objeto de las ciencias sociales, pertenece al campo de la ética, serán necesarias las clarificaciones terminológicas correspondientes: ¿qué es lo político?; ¿qué es lo ético?; ¿qué relación entre lo político y lo ético? Aquí solo enunciaremos las cuestiones en juego, que son materia de reflexión de la filosofía práctica.

Un análisis de la especificidad de lo político y su peculiaridad dentro del campo de la ética, nos obliga a asomarnos a la “paradoja de lo político”. Ricoeur reconoce, por un lado, la racionalidad específica de lo político, su autonomía, que es la búsqueda de un “bien-vivir” juntos, como ciudadanos en la polis, en el Estado. Por otro lado nos habla de su mal específico, la dominación, la violencia, el poder de unos sobre otros. “Racionalidad específica, mal especifico, tal es la doble y paradójica originalidad de lo político” (1990c, 230). Que el mal político proceda de la especificidad de lo político permite resistir a la tentación de oponer dos tipos de reflexión política, “una que privilegie la racionalidad de lo político, con Aristóteles, Rousseau, Hegel, y otro que pusiera el acento en la violencia y en la mentira del poder, según la crítica platónica del “tirano” la apología maquiavélica del “príncipe” y la crítica marxista de la “alienación política” (230). En la relación de lo político con la ética –y también con la fe– conviene saber que no se trata de elegir entre una buena y una mala política, sino de reconocer su carácter paradójico, su ambigüedad intrínseca.

Una palabra sobre la ética en general, nos invita a reconocer en ella dos momentos: lo que se estima bueno y lo que se impone como obligatorio. El primero es el modo optativo, la herencia aristotélica, el momento teleológico, que Ricoeur resume en “intención de vida buena con y para los otros en instituciones justas”; el segundo es el modo del imperativo, la herencia kantiana, el momento deontológico propio de las normas, las obligaciones, las prohibiciones caracterizadas por la exigencia de universalidad y los efectos coercitivos de la ley (Cf. la llamada “pequeña ética” de RICOEUR 1990a). Lo bueno es anterior a ley, pues las normas, que determinan lo permitido y lo prohibido, intentan encarnar los anhelos y deseos de vivir bien. Lo bueno también es posterior a la ley pues permite la interpretación y la aplicación de las normas a situaciones concretas que exigen un discernimiento de sabiduría práctica, particularmente en los casos difíciles. El momento de la norma –convencionalmente denominada “moral”– reconoce así un momento ético anterior, en el nivel de la fundamentación (la ética fundamental), y un momento ético posterior, en el nivel de la aplicación  (las éticas aplicadas) (RICOEUR 2001).

Aclarados lo términos respectivos, de lo político y lo ético, se estará en condiciones de analizar la relación entre ambos. Por un lado conviene tener una mirada sobre la historia de estas relaciones, que sea capaz de distinguir el modelo clásico, el modelo hegeliano y las articulaciones contemporáneas, desde Habermas a Benjamin (De la Garza 2002). Por otro lado un análisis de las actuales relaciones entre ética y política, no puede dejar de considerar la relación de ambas con lo económico. Nuevamente Ricoeur nos ayuda a comprender la distinción entre la lucha con la naturaleza para hacer posible la supervivencia y la producción económica y la sabiduría para ser capaces de vivir juntos en una comunidad política. Aparece aquí la distinción entre lo racional (de la maximización económica) y lo razonable (de las deliberaciones y decisiones para vivir juntos (RICOEUR 1992).

Supuesto este marco conceptual abordaremos ahora los diversos modos de articulación entre fe y política. Primero mediante una descripción fenomenológica de las cuatro posibilidades de articulación de la fe cristiana y lo político que de hecho se dan en AL. Enseguida con una reflexión crítica de los intentos de teología política realizados por la TdL y por la nueva teología política.

2.2. Cuatro modos de relación entre fe y política

En la década de los setenta Juan Carlos Scannone analiza “cuatro posiciones latinoamericanas sobre “fe y política” (SCANNONE 1976, 97-126). Sirviéndose de documentos episcopales distinguía la postura clásica tradicional, la del humanismo cristianismo reformado y dos muy cercanas a la naciente TdL (una más vinculada al movimiento de sacerdotes del tercer mundo y la otra a los cristianos para el socialismo). En los mismos años setenta Pedro Trigo hace una tipología en la que también reconoce cuatro tipos de catolicismos en AL: el tradicional de las elites, el reformado, el revolucionario y el de la religiosidad popular (TRIGO 2004, 37-121). Centrándonos en la cuestión del poder y en la actitud que la Iglesia tiene respecto de él y profundizando estos análisis tipológicos podemos vislumbrar cuatro tipos de relación entre fe y política.

La primera, la más clásica y que podemos apreciar en el catolicismo tradicional –sea de la elite conservadora, sea de la religión popular– es la propia de un régimen de cristiandad, donde las consecuencias sociales, políticas y hasta culturales de Evangelio se deducen directamente de él. Para esta postura el poder es algo obvio, lo recibe la iglesia de Dios y está a su servicio para unificar todos los órdenes de lo humano. Es lo que Paul Ricoeur ha llamado la “síntesis clerical de la verdad” (RICOEUR 1955, 155-160), que está muy cercana de la síntesis que pretende el totalitarismo en política. Junto a la grandeza de buscar la unidad se da “la tentación de unificar violentamente lo verdadero” por medio del poder espiritual o el poder temporal. Mientras el polo clerical hace uso de la autoridad especial que el creyente concede a la verdad revelada, el polo político pervierte su función natural y auténticamente dominante de nuestra existencia histórica. Aquí se manifiesta la paradoja de la política y del poder no solo como servicio al bien común y a las posibilidades de vivir juntos, sino como patología de la dominación. Nos detendremos en esta patología clerical, pues los otros tres tipos de relación que la fe establece con lo político, y que describimos a continuación, son modos de tratar de superarla, intentando seguir las exigencias de la modernidad al respecto.

La unificación violenta de la verdad está ligada a la teología y a la autoridad que el poder clerical tiene respecto de la verdad. Pero la teología “antes de ser esta tentación de violencia, es una realidad subordinada, sometida; su referencia más allá de ella es la Verdad que es y que se muestra como una Persona. …esta Verdad que se ha manifestado no llega a nosotros más que a través de una cadena de testigos y de testimonios. …el primer testimonio es la Escritura; a su verdad se subordina y con ella se mide la verdad de la predicación, que en el acto de culto transmite y explica a la comunidad de hoy el testimonio primero” (156). La predicación como interpretación de la Palabra, trata de evitar tanto “una repetición anacrónica” como “una aventurada adaptación de la Palabra a las necesidades actuales”.  Con esta verdad de la predicación se articula la verdad posible de la teología, que es un esfuerzo por comprender. Su función crítica respecto de la predicación (midiéndola con la Palabra de Dios), supone una función de totalización en la que integra la cultura de su tiempo y a la vez combate con la filosofía que también pretende captar el conjunto de nuestra existencia. El carácter de autoridad de todas estas instancias no es un accidente social sobreañadido, sino un aspecto fundamental de la Revelación y de la verdad que el creyente allí reconoce. “Todo un encadenamiento: la autoridad del Verbo, la del testimonio escriturístico, la de la predicación fiel, la de la teología” (158).  De aquí surge “la pretensión endémica de las iglesias de recapitular todos los planos de verdades en un sistema actual, que fuera a la vez una doctrina y una civilización” (158). Es la tentativa medieval  –tentación de todas las cristiandades– de “ligar la Palabra a un sistema del mundo, a una astronomía, a una física, a un sistema social” (158). En la búsqueda de la unidad se expresa a la vez una tarea grandiosa del hombre y la falta ambigua que da ocasión a las pasiones del poder que unifica con la violencia del poder clerical o político. “La pasión clerical es capaz de engendrar todas las figuras fundamentales de la mentira que volverá a inventar el totalitarismo político” (159). Por ello la idea de un “humanismo integral”, donde serían armoniosamente situados todos los planos de verdad es un espejismo: “el tiempo sigue siendo tiempo de debate, de discernimiento y de paciencia” (183).

Los otros tres tipos de relación entre fe y política son maneras muy diversas de crítica y superación de esta tentación pre-moderna. En la segunda tenemos el cristianismo reformado alimentado de la renovación que ha significado la enseñanza social de la iglesia de Rerum Novarum a Caritas in veritatis. La respuesta del catolicismo social a las urgencias de la cuestión social es contundente y novedosa: una toma de conciencia de la cuestión proletaria, de su pobreza y su injusticia; un temor al abandono masivo de la fe y de la iglesia por parte de las muchedumbres proletarias, seducidas por los apóstoles de la “fantasía del socialismo” (RN 11); una ruptura con los partidos católicos conservadores que hasta entonces eran el único cauce legítimo de los cristianos en política, validando el pluralismo cristiano en política; una vía media entre el capitalismo industrial injusto y la alternativa marxista, que se alimenta de la socialdemocracia, del humanismo cristiano y del magisterio pontificio.  “La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado” (BENEDICTO XVI, 2005). 

Si analizamos específicamente la relación de esta teología reformada con el poder, vemos que para ella el poder es un instrumento de servicio. Se estima que es un bien, pero no es un bien último, sino que sirve a bienes superiores. El cuestionamiento y la sospecha respecto de la distribución del poder y de su origen en la historia es débil, pero a diferencia de la figura anterior existe. Dado que el poder es “para el servicio”, lo importante es como se utiliza: la justicia de su posesión está dada por su orientación al bien. Los cristianos están llamados a servir al bien común y, desde los valores del Evangelio y la enseñanza social, un cristiano sabrá cómo hacerlo. Hacerse del poder o asumir el poder que se tiene, no solo es legítimo sino que es de los mayores servicios que se pueden hacer. “La vocación más grande después del sacerdocio” –dirá el San Alberto Hurtado; “la máxima expresión de la caridad” –sostendrá Pablo VI.

La tercera manera de relacionar fe y política se expresa con el surgimiento de un cristianismo revolucionario, que con la TdL dará razón de la irrupción de un cristianismo libertador que critica ya no solo al catolicismo conservador y al reformado, sino también al catolicismo popular. Mientras el primero es cómplice de las injusticias y el segundo no es la solución adecuada para superarlas, la “religiosidad popular” es acusada duramente de alienar al pueblo. Pero la religión popular, que será blanco de muchos ataques en la primera etapa de la TdL, poco a poco será revalorizada en las etapas ulteriores. Una evolución en la que tiene influencia tanto la crisis en el uso de las mediaciones analíticas como la madurez que va alcanzando producto de los cuestionamientos y el diálogo eclesial. Influirá también el surgimiento de una teología de la cultura que intenta mostrar que la lectura de la realidad se estrecha si al subrayar las variables sociopolíticas y económicas, se eclipsa con ello la hondura de la cultura y la religión latinoamericana. La teología del pueblo que parece propiciar el papa Francisco sigue atenta al discernimiento entre los valores de fe, solidaridad y sabiduría de “una cultura popular evangelizada” y las “debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio” (Evangelii Gaudium 68-69). La tipología de Scannone que mencionamos ya mostraba tempranamente dos versiones de la teología latinoamericana, que para él son dos versiones de la TdL. Para otros las posibilidades que ofrece una teología de la cultura son el modo de combatir los discursos liberacionistas. Hay quienes afirman que todo Puebla es el resultado de esta lucha entre culturalistas y liberacionistas. El debate llego al equívoco de que en un momento parecieron oponerse la liberación de los pobres con la evangelización de la cultura. El miedo a un neoclericalismo de izquierda surge en quienes temen que la liberación cristiana sea reducida a la emancipación política. La acusación más incisiva no provendrá de conservadores y reformados, sino del cristianismo radical, la cuarta figura que analizaremos. 

Si nos centramos en el asunto del poder vemos que esta teología, se ha alimentado de las nuevas teologías políticas de Moltmann, Pannenberg y Metz. Hay en todas ellas una crítica a la distribución del poder dominante y una lucha por la reversión del status quo. No solo importa que el poder esté al servicio del bien común; ni se valorará su justicia porque simplemente sirve al bien. Se critica y sospecha de una actitud ingenua y a menudo ideológica que no tiene en cuenta el origen de poder. Tal como se distribuyen los otros bienes, el poder debe también ser justamente distribuido. La pobreza es falta de poder y las diversas luchas por el reconocimiento y la emancipación de los más postergados buscan revertir esta situación y poner a los pobres en un sitial distinto, no como meros objetos sino como sujetos.

El panorama no estaría completo sino nos referimos a una cuarta posibilidad en las relaciones entre fe y política. El cristianismo radical, no se encuentra en los cuatro tipos de catolicismo que Trigo enunciaba en los años setenta pero si tiene alguna sintonía con alguno de los ocho tipos de catolicismos que describe en los años noventa (TRIGO 2004). Tipología ampliada que muestra por un lado la fragmentación y pluralización del catolicismo y por otro la pérdida de la hegemonía, sobre todo con el crecimiento del pentecostalismo, pero también con la presencia de las religiones autóctonas y los nuevos movimientos religiosos. Justamente la alternativa radical, que tiene su origen en las confesiones anabaptistas, quiere evitar tanto la cercanía (y a veces complicidad) con el poder que suele tener el catolicismo como la distancia (y a veces sometimiento) que siguiendo la tradición protestante caracteriza al pentecostalismo.

El cristianismo radical realiza una crítica a fondo del poder. Este puede ser un bien pero solo en referencia a Dios y por lo mismo limitado. El poder de unos siempre es a costa de otros. Por el contrario el Evangelio es un servicio que no se realiza de arriba hacia abajo; un servicio sin más poder que la fuerza del Espíritu. Se aboga por un igualitarismo radical. Como los poderes de este mundo están caducos, la única política es escatológica (1 Co 1-2) en una vida alternativa, que no pretende escapar a este mundo, sino vivir ya con la lógica del Reino. La comunidad cristiana es testigo del mundo verdadero y no un cómplice de este mundo que es basura.

El cristianismo radical tiende a posiciones anárquicas, promueve un pacifismo radical y desconfía totalmente del Estado.  William Cavanaugh explica que el estado moderno debe ser entendido como una soteriología alternativa a la de la Iglesia. Se trata de un invento de los últimos cuatro siglos: “un Poder abstracto y centralizado que mantiene un monopolio sobre la coerción física dentro de un territorio” (CAVANAUGH 2007, 24). Después de mostrar el relato cristiano y el del estado, disecciona el mito de las “guerras de religión” y refuta la interpretación habitual, mostrando que estas guerras no fueron causadas por la religión, sino que tuvieron como finalidad la creación misma de la religión. Rechaza el “mythos de la salvación por el estado” adoptado por muchos cristianos que se someten a sus prácticas e incluso entregan sus cuerpos a la guerra, “en la esperanza de conseguir la paz y la unidad prometidas por el estado. Lo que he intentado demostrar es que el mythos del estado y la religión del estado son distorsiones de nuestra esperanza, y que la tradición cristiana proporciona recursos para la resistencia” (62). Entre nosotros ha sido Antonio González quien criticando frontalmente la TdL ha profundizado los motivos teológicos del cristianismo radical (Teología de la praxis evangélica, 1999; Reinado de Dios e imperio, 2003; El evangelio de la paz y el reinado de Dios, 2008). 

2.3 La teología política: las búsquedas de la teología de la liberación y de la nueva teología política

Las cuatro posibilidades de relación entre fe y política ofrecen una panorámica fenomenológica que debe ser enriquecida con una reflexión crítico-hermenéutica sobre las implicaciones políticas de la fe cristiana. La hacemos teniendo en cuenta no solo la renovación teológica conciliar, sino también el giro hermenéutico de la razón contemporánea. Los desafíos de la secularización –como también los de la liberación– se resuelven, ya no con “una teología del cosmos ni con una teología trascendental de la existencia humana, sino con una teología política” (GEFFRE 1972 113). “El llamado problema fundamental hermenéutico de la teología no es propiamente el de la relación entre teología sistemática y teología histórica, entre dogma e historia, sino entre Teoría y Praxis, entre la inteligencia de la fe y la práctica social” (METZ 1971, 146). La política –la praxis, el acontecimiento histórico– aparece aquí como la tercera metáfora en reemplazo tanto de la substancia de los antiguos como del sujeto de los modernos. Ya no basta con la teología existencial y ‘antropocéntrica’, centrada en el presente y en un sujeto abstracto, con concepciones individualistas e idealistas (incluso de ciertos personalismos y de la teología trascendental), que tienden a permanecer distantes del mundo y la historia. Este tercer momento exige comprender el mundo y la iglesia como historia, lo político como mediación de lo humano y una teología política no en el sentido regional –como la teología del “trabajo” o del “desarrollo”– sino como una teología fundamental que toma en serio la dimensión escatológica del cristianismo. El programa de teología política de Johann Baptist Metz contemplará, por un lado, el momento negativo de criticar la tendencia a reducir la fe cristiana a la esfera de lo privado y, por otro, “la tarea positiva (política) de determinar un nuevo género de relaciones entre la religión y la sociedad, entre la Iglesia y la realidad publica social, entre la fe escatológica y la  practica social” (METZ 1968, 385).

Es la senda que seguirá en AL la TdL: “Por la inesperada brecha abierta por Bloch pasa la actual teología de la esperanza. J. Moltmann y W. Pannenberg han encontrado en los análisis de Bloch categorías que les permiten pensar algunos grandes temas bíblicos: escatología, promesa, esperanza” (GUTIÉRREZ 1990, 255-256). A la pregunta de Kant sobre “¿qué es posible esperar?”, Bloch contesta ‘allí donde hay esperanza, hay también religión. ”Esperar no es conocer el futuro sino estar dispuesto, en actitud de infancia espiritual, a acogerlo como don. Pero ese don se acoge en la negación de la injusticia… y en la lucha por la paz y la fraternidad. Es por ello que la esperanza cumple una función movilizadora y liberadora de la historia… Péguy decía ya que la pequeña esperanza que parece ser conducida por sus dos hermanas mayores, la fe y la caridad, es en verdad la que arrastra a ellas” (258). Gutiérrez sugiere que el paso de la insistencia en la ortodoxia a la preocupación por la ortopraxis tiene relación con el paso del primado de la fe al “primado de la caridad”. Son quizás los impases de la praxis (la pretensión de autojustificación, la reducción a la ética, etc.) los que han hecho que suceda un nuevo primado: “el de la esperanza, que libera la historia gracias a su abertura al Dios que viene” (259).

Dentro de las muchas críticas que ha recibido la nueva teología política nos interesa la que le ha hecho la TdL, al estimar que lo político en los escritos de Metz se mueva todavía en un terreno algo abstracto. Manifestando su aprecio y su deuda respecto de estas teologías europeas,  y después de reseñarlas en su obra fundadora Gutiérrez explicita sus distancias: “Leyendo los trabajos de Metz se tiene la impresión de una cierta insuficiencia en su análisis de la situación contemporánea. (El estar) lejos de la fermentación revolucionaria que se vive en los países del tercer mundo, no le permite calar hondo en la situación de dependencia, de injusticia y de expoliación en que se encuentra la mayor parte de la humanidad…, (ni experimentar) la aspiración a la liberación que surge de lo más profundo de este estado de cosas” (266-267). Ese ha sido el desafío que ha querido asumir la TdL, y más allá de sus aciertos y límites, lo ha emprendido bebiendo de la renovación del Concilio y de la recepción que de éste ha hecho el magisterio latinoamericano. Un esfuerzo por comprender las relaciones entre fe y política desde la situación del continente y en el horizonte de esta edad hermenéutica de la razón. Efectivamente, las dos características fundamentales de la TdL, la primacía del pobre y la primacía de la praxis, la ubican en este tercer paradigma del pensamiento contemporáneo (GONZALEZ 1993).

Una teología que quiere articular las esperanzas cristianas con las esperanzas humanas, una teología de la historia que se realiza como teología de los signos de los tiempos, no puede dejar de ser provisoria y acusar recibo de los nuevos desafíos que se dan en un contexto muy diferente del de los años sesenta que la vio nacer. La caída de los socialismos históricos hizo que algunos creyeran que había llegado el fin de la historia, gracias a la alianza entre capitalismo financiero-tecnológico y la democracia liberal. Pero esta ilusoria reconciliación final ha visto surgir nuevas crisis: financiera, con la crisis del sistema económico el 2008; ecológica, con la contaminación y el cambio climático; bélica, con nuevas guerras después del ataque a las Torres Gemelas; ciudadana, con la desafección y el malestar manifestado en las movilizaciones del 2011. Nuevas crisis que se suman a las antiguas que asolan hace ya tiempo el continente –la violencia, el narcotráfico, la corrupción –en un mundo que al incrementar simultáneamente la pobreza injusta, el consumo y la concentración, se vuelve crecientemente desigual e inequitativo.

Los cambios que han ocurrido a nivel mundial y continental en los últimos 30 años obligan a las teologías políticas y de la liberación a renovarse, a no repetirse, a volver a descubrir la acción y la pasión de Dios en nuestra historia. Deben vencer la tentación de ser simplemente teologías politizadas, nuevos clericalismos de izquierda o progresistas, evitando tanto la abstracción y la neutralidad como una concreción que desemboque en la sacralización de una teoría de la sociedad, de un programa político o de un determinado proyecto de acción. “Una teología cristiana que fuera solamente la justificación de la praxis de tal grupo particular, se arriesga a caer en la ideología” (GEFFRÉ 1987, 104). Se arriesga también a ser blanco de las críticas de quienes advierten el peligro de convertir el cristianismo en un pelagianismo de nuevo cuño, en mero compromiso moral con la causa de moda. La justificación por la fe y no por el cumplimiento de la ley, la superación del “esquema de las retribuciones y toda lógica de autojustificación (Col 2, 14)” (GONZALEZ 2008, 12) es la clave del Evangelio que el cristianismo radical nos recuerda: abandonar  “la vieja pretensión adámica de vivir de los resultados de las propias acciones” (12). Es lo que también parece advertir Metz cuando indica que la historicidad, como entrada del tiempo tanto en la fe y como en la política, implica la superación de toda identidad, como totalización o coincidencia entre lo real y lo racional. La novedad de conciencia histórica y hermenéutica es el abandono de la gran tentativa hegeliana que ahora se nos muestra como una gran tentación (RICOEUR 1985). Metz sostiene que el desafío de hacer una “teología después de Auschwitz” –y en AL “después de Ayacucho”–  significa, en primera instancia, “aceptar finalmente la irrupción de la historia concreta en el logos de la teología y la consiguiente vivencia teológica de la no identidad” (METZ, 2002, 142). Por la misma razón Gutiérrez en su prólogo “Mirar lejos” indica que la teología si quiere seguir fiel a Dios, a la Iglesia y al pueblo, lejos de ser una mera repetición, es un amor que profundiza y varia la forma de su expresión (1990, 53).

Eduardo Silva S.J., Universidad Católica de Chile y Universidad Alberto Hurtado, Chile. Texto original español.

 3 Referencias Bibliográficas

Textos magisteriales

JUAN XXIII, Gaudet Mater Ecclesia (GME), 11 de octubre de 1962.

PAULO VI, Evangelii Nuntiandi, 1975.

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