Fe y Politica

Índice

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

1.2 El giro teológico del concilio Vaticano II: la historicidad de la fe

2 Fe y politica

2.1 Las relaciones respectivas de la fe y la política con la ética

2.1.1 Fe y obras

2.1.2 Amor y justicia

2.1.3 Ética y política

2.2 Cuatro modos de relación entre fe y política

2.3 La teología política: las búsquedas de la teología de la liberación y de la nueva teología política

Referencias bibliográficas

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

La relación de la fe cristiana con la razón, la política y la cultura se comprende mejor si consideramos tanto la metafísica de la substancia de los antiguos como la metafísica del sujeto de los modernos. La filosofía clásica nos ha enseñado con los trascendentales del ser, que además de ser uno, es simultáneamente verdadero, bueno y bello. La filosofía moderna con el pensamiento trascendental de Kant pregunta por las facultades que tiene el sujeto para conocer lo verdadero, actuar según el bien y gustar-juzgar de lo bello. Por las virtudes teologales sabemos que el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera. Podemos entonces vincular la fe que cree con la verdad y el conocer, la fe que ama con lo bueno y el actuar ético, y la fe que espera con la belleza y el gusto poético. La consideración del paso desde la metafísica clásica a la reducción moderna –que contrasta la fe solo con la ciencia, con el deber moral y la teleología– nos invita a dar un nuevo paso que supere tanto el desierto de la crítica como las tentaciones de volver hacia atrás al refugio premoderno: “No nos anima la nostalgia de las Atlántidas sumergidas, sino la esperanza de una recreación del lenguaje; más allá del desierto de la crítica, queremos ser nuevamente interpelados” (RICOEUR 1960). La fe cristiana es nuevamente interpelada por el giro hermenéutico de la razón contemporánea (GREISCH 1993), por el gran acontecimiento de gracia que ha significado la renovación del Concilio Vaticano II (HÜNERMANN 2014) y por la plenitud del lenguaje que se manifiesta en una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural. Como introducción a las relaciones entre fe y política desarrollaremos brevemente la segunda interpelación que considera la renovación que han significado estos 50 años de recepción conciliar en América latina.

1.2 El giro de la teología en el concilio Vaticano II: la historicidad de la fe

En sintonía con este nuevo horizonte conviene explicitar el giro dado por la experiencia creyente a raíz del Concilio Vaticano II. Este acontecimiento de gracia, inspirado en el doble movimiento de acercarse más a Jesucristo para así poder estar más cerca de los hombres y mujeres de este tiempo, ha renovado el rostro de la Iglesia católica. Con razón ha sido calificado por Juan XXIII como “un nuevo pentecostés” y por Juan Pablo II como “el acontecimiento de gracia del siglo XX” y “la brújula” que nos introduce en el tercer milenio. Nos detendremos en uno de los aspectos fundamentales de la renovación teológica conciliar: la entrada del tiempo y de la historia en el ejercicio y en el método de la teología.

El Concilio estuvo precedido de un trabajo ingente de muchos teólogos intentando superar la neoescolástica y asumir el desafío de la historicidad. Nos basta con recordar a los franceses –los dominicos de Saulchoir o los jesuitas de Fourvière–,  a la “Nouvelle Théologie”, a la teología de las realidades terrenas, a Rahner con el método antropológico trascendental. En estas búsquedas se trata de acusar recibo de la historicidad y reconocer a la historia (a sus acontecimientos, a los fenómenos sociales, a los signos de los tiempos) una positividad teológica. Es también la pretensión y valía de la teología de la liberación (TdL): reconocer que el continente es un antecedente teológico y no meramente un lugar de aplicación de una teología que es extrínseca a su realidad. Si es esto lo que está en juego, se pone en juego a la teología misma, se la pone en crisis y se la transforma. Pues “interpretar teológicamente el presente” o “comprender la significación teológica de los acontecimientos” solo puede hacerlo quien reconoce el estatuto histórico de la teología. Concebir la teología como “reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la Palabra” (GUTIÉRREZ 1972), o como “interpretatio temporis” (HÜNERMANN 2014) implica reconocer el doble movimiento hermenéutico que interpreta la escritura desde la historia concreta y que interpreta el presente a la luz de la fe.

Ignacio Ellacuria nos enseña que por historicidad de la salvación cristiana, se entienden dos cosas. La primera, pregunta por el carácter histórico de los hechos salvíficos; la segunda, por el carácter salvífico de los hechos históricos. Mientas a la primera le interesa fundamentar históricamente los hechos fundamentales de la fe (resurrección, milagros, sucesos salvíficos del AT), la segunda pretende discernir “qué hechos históricos traen salvación y cuáles otros traen condenación, qué hechos hacen más presente a Dios y como en ellos se actualiza y se hace eficaz esa presencia” (ELLACURIA 1994, 323). La segunda presupone la primera, y quiere repensar el problema de cómo se relacionan la salvación cristiana (“lo formalmente definitorio de la misión de los cristianos en tanto que cristianos”) y lo que es la liberación histórica (“lo formalmente definitorio de los Estados, las clases sociales, los ciudadanos y los hombres en tanto que hombres” (324)). Repensar la conexión entre la salvación cristiana y la promoción humana, entre el servicio de la fe y la promoción de la justicia, de la fe cristiana con la salvación-liberación de los pobres de la tierra, no es reducir la fe a una ética social, a un determinado compromiso político, sino, como lo ha proclamado hasta el cansancio la TdL, concebir una nueva forma de hacer teología.

Marie–Dominique Chenu, precursor y partícipe del Concilio, agrupó sus artículos en dos volúmenes que títuló, La fe en la inteligencia y El evangelio en el tiempo, indicándonos que las relaciones generales de la fe y el evangelio se establecen con la razón y con la historia: el paralelismo de los nombres de los dos volúmenes “se fundamenta en la ley encarnatoria de la Palabra de Dios, ya se considere en el espíritu del hombre o en el desarrollo de la historia” (1964, 8). El binomio verdad y justicia que, para Rawls en su Teoría de la justicia, son las primeras virtudes respectivas de las teorías y de las instituciones sociales, se ve modificado por este binomio inteligencia y tiempo. La verdad se amplía al vincularla a la inteligencia, al “espíritu del hombre”, y no solo al conocimiento que las diversas ciencias nos permiten, como quiere la reducción moderna. La justicia se ve profundamente alterada con esta consideración del tiempo, que como “desarrollo de la historia”, va más allá del imperativo categórico y de los deberes universalizables. Historicidad de la verdad y de la justicia; historicidad también de la fe y del Evangelio, que al encarnarse en la inteligencia y en el tiempo los amplía y crece con ellos. La fe amplía lo inteligible pues aporta “bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (DV 6) y el Evangelio de amor amplía a su vez los deberes de la justicia para que la historia llegue a la plenitud del reinado de Dios. Bienes divinos y deberes de justicia, signos de los tiempos que la iglesia está llamada a auscultar para descubrir la voz de Dios en medio de las voces de los hombres. Mandato conciliar que el magisterio y la teología latinoamericana han asumido con ejemplar dedicación en estos 50 años de recepción del Concilio.

2 Fe y Política

La fe que busca la inteligencia es una fe que busca también la justicia. La relación entre Fe y justicia es abordada en esta Enciclopedia en el eje temático Teología práctica y pastoral. Francisco de Aquino Junior aborda allí los elementos fundamentales de la relación de la justicia con la fe, con el Reino de Dios y con las opciones de la Iglesia latinoamericana. Muchas de estas consideraciones son determinantes para las relaciones entre fe y política. Las relaciones de la justicia y la política con la fe se ubican además en ell interior de un horizonte más amplio: el de las relaciones entre fe y ética. Tony Mifsud desarrolla en el eje temático Ética teológica la entrada Moral Social en la que toca varios aspectos estrechamente vinculados a nuestro tópico: el pensamiento social de la Iglesia tiene en el Evangelio su fuente y en la Enseñanza social su desarrollo; es posible enunciar una serie de principios permanentes que la orientan; ellos se aplica a la economía, la política y la cuestión ambiental; la solidaridad, los derechos humanos y la opción por los pobres son clave de esta enseñanza y compromiso social.

Trataremos aquí la relación fe y política suponiendo todas esas cuestiones y nos ocuparemos principalmente del modo como ellas pueden darse teniendo en cuenta tanto la renovación teológica conciliar como la elaboración que el magisterio y la teología latinoamericana ha hecho al respecto. Previamente a esta cuestión principal, y a modo de introducción, quisiéramos ofrecer una serie de aclaraciones y consideraciones terminológicas respecto de las nociones en juego, acusando recibo del giro hermenéutico de la razón contemporánea. La relación entre fe y política nos contrasta inevitablemente con la experiencia ética. Una breve reflexión sobre las relaciones respectivas de la fe con la ética y de lo político con lo ético parece necesaria.

2.1 Las relaciones respectivas de la fe y la política con la ética

La vinculación entre el servicio de la fe y la promoción de la justicia ha sido reiteradamente señalada por la renovación teológica conciliar. Puebla nos enseña que “la promoción de la justicia es parte integrante de la evangelización” (Puebla, 1254). Para ser fieles al Concilio los jesuitas han reformulado su misión como servicio de la fe, “del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta” (CG 32, 1975). Con ello se nos recuerda que la fe opera por la caridad, que el amor a Dios se verifica en el amor a los hermanos y que la fe sin obras es una fe muerte (St 2, 17).

Vincular fe y justicia es articular la experiencia religiosa con la experiencia ética, el don de la fe con el compromiso moral. Sabemos que se trata de dos experiencias diferentes, y que el estatuto de esa diferencia no es una oposición irreconciliable. Pero es menos claro cómo convertir la tensión en una dialéctica fecunda para ambas experiencias que reivindican su autonomía. Los dos primeros apartados se ocupan de presentar primero la radicalidad de esa diferencia y luego las posibilidades de su articulación. En el primero, la presentación de la oposición entre fe y obras en el problema de la justificación en Pablo, nos ayudará además a comprender mejor una de las alternativas de la relación entre fe y política que más adelante presentaremos.  Nos servirá también para comprender la legitimidad de las respectivas reivindicaciones de autonomía: de la experiencia moral, respecto de cualquier mandamiento religioso, y de la experiencia de fe que debe huir de la tentación pelagiana. En el segundo apartado profundizamos en la articulación entre fe y ética, reflexionando en la dialéctica entre amor y justicia, que según Ricoeur es la traducción al campo práctico de la relación teórica entre  fe y razón. Finalmente en un tercer apartado abordaremos brevemente la especificidad de lo político, de lo ético y de la relación entre ambos. 

2.1.1 Fe y obras

Para apreciar la diferencia entre fe y ética y la imposibilidad de reducir la una a la otra, conviene partir de la cuestión de la justificación por la fe, el articulus stantis del cristianismo según Lutero, y que en Pablo parece establecer una polaridad inconciliable entre fe y obras: lo que justifica es la fe en Jesucristo y no el cumplimiento de la ley. Somos salvados por el don gratuito de Dios y no por las obras de nuestros manos; son los méritos de Jesucristo y no los nuestros los que nos justifican y nos hacen agradables a Dios. La salvación es un regalo inmerecido y no una recompensa por lo buenos que somos. En realidad somos malos: paganos y judíos estamos bajo la cólera de Dios, merecedores de castigo si Dios tuviera en cuenta nuestros delitos y nos tratara según merecen nuestras acciones. Pero la misericordia de Dios, en virtud de los méritos de Jesucristo nos justifica, nos salva, nos perdona. Creer que nada nos puede separar del amor de Dios, nos hace libres y nos permite vivir de la fe en la acción de Dios por nosotros y no en el temor de depender de nuestras propias acciones.

Por ello la alternativa que parece oponer en forma inconciliable la acción de Dios y la acción humana, debe dar paso a la necesaria mediación entre ambas. El mediador es el mismo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. La fe es a la vez don de Dios y respuesta libre del hombre. Para que el don se convierta en un llamado que conmina a una respuesta, se requiere lo que Juan proclama en el Prólogo a su evangelio: “Y la Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”.  Gracias al cuerpo de Cristo podemos escuchar la Palabra y creer en ella. La fe es don de Dios que llega a nosotros por medio de Cristo en la Iglesia. La fe es al mismo tiempo teologal, eclesial y personal. Un don de Dios acogido en el cuerpo eclesial por cada creyente. Por la fe el hombre “se entrega entera y libremente  a Dios, “le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que Dios revela” (DV 5). Solo un don que se apropia, se acoge y se recibe con libertad puede ser un don que empapa la tierra, que la fecunda y que nos transforma. Un don que no se impone sino que interpela nuestra libertad, que puede aceptarlo o rechazarlo. “Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 11-12). Un poder que nos transforma pues la gracia es “inherente”: “La caridad de Dios se derrama… en los corazones de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente. Recibe el hombre la fe, la esperanza y la caridad, que a la vez se le infunden, por Jesucristo, por quien es injertado” (Trento, DH 1530).

La fe produce frutos. Lo creemos tanto católicos como luteranos. Por ellos se ha podido decir de la fe luterana: la sola fidei nunca sóla. Es lo que permite diferenciar entre la fe viva y la fe muerta. Por ello es perfectamente compatible la doctrina de la justificación por la fe de Pablo (aclarada por el debate tridentino y la “Declaración conjunta sobre la justificación» de 1997 entre católicos y luteranos), con la afirmación de Santiago, “la fe, sino tiene obras, está realmente muerta” (St 2, 17). La justicia justificante de Dios nos salva y solo en ella, que coincide con su misericordia, podemos confiar. Pero una confianza que no nos deja pasivos, sino por el contrario pide frutos de amor. No hay contradicción entre lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros hacemos: “ya que aquella justicia que se dice nuestra, porque de tenerla en nosotros nos justificamos, es también de Dios, porque nos es por Dios infundida a través de los merecimientos de Cristo” (DH, 1547). Lo dice bellamente la frase de Agustín, retomada por Trento: la bondad de Dios “es tan grande, que quiere que sean merecimientos de ellos, lo que son dones de Él” (DH, 1548). 

2.1.2 Amor y justicia

“Veo la relación entre el amor y la justicia como la forma práctica de la relación entre teología y filosofía” (RICOEUR 1994, 271). La diferencia entre la lógica del don que anima al amor y la lógica de la equivalencia que preside las relaciones de justicia, parece análoga a la que se da entre el lenguaje religioso (que es un tipo de lenguaje poético) y el discurso del argumento (que incluye el lenguaje de la ética). Es justamente esta lógica del don que anima a la fe bíblica, la que intentamos articular respectivamente con la razón, con la política y con la cultura.

Ricoeur nos enseña que el amor pertenece a la lógica de la superabundancia, característica de lo que llama economía del don. Distinta y otra es la lógica de la equivalencia que rige las diferentes esferas de la justicia. Rige también los intercambios económicos y es la lógica de la venganza y la ley del talión. Solo después de realizar una descripción esencial del amor y de la justicia, y dejar bien marcada la desproporción entre ambos, Ricoeur se aboca a la tarea de establecer un puente entre la «poética del amor» —lógica de la sobreabundancia— y la «prosa de la justicia» —lógica de la equivalencia—. El amor necesita la mediación de la justicia para entrar en la esfera práctica y ética: la justicia necesita de la “fuente” del amor para evitar caer en una simple regla utilitaria. La tarea de la filosofía y de la teología, en este nivel, consistiría en hacer ver que es perfectamente razonable la incorporación tenaz de un grado cada vez mayor de compasión en todos nuestros códigos legales. “Si en efecto el amor obliga, es en primer lugar a la justicia a la que obliga, pero a una justicia educada por la economía del don. Es como si la economía del don buscara infiltrar la economía de la equivalencia” (RICOEUR 1990b, 28)

“El amor… es el guardián de la justicia, en la medida que la justicia, a pesar de su grandeza en tanto que colocada bajo la égida de la reciprocidad y de la equivalencia, está siempre amenazada de recaer, a pesar de ella misma, en el nivel del cálculo interesado, del Do ut des (“Yo doy para que tú me des”). El amor protege la justicia contra esta malvada pendiente al proclamar: “Yo doy por que tú me has ya dado”. Es así que veo la relación entre la caridad y la justicia como la forma práctica de la relación entre lo teológico y lo filosófico” (RICOEUR 1994, 179). Desde esta perspectiva Ricoeur propone repensar lo teológico-político: “a saber el fin de un cierto teológico-político, construido sobre la relación vertical dominación/subordinación. Una teología política de otra manera orientada, debería, según yo, dejar de constituirse como teología de la dominación para instaurarse en justificación del querer vivir juntos en instituciones justas” (179).

Esta reflexión teológico-político,  “en confrontación con la problemática “del desencantamiento del mundo’” (179) se aleja de toda pretensión de fundamentación desde la fe. Ricoeur estima que desde la fe bíblica no se agregan contenidos éticos, no se dan las respuestas apropiadas que a la moral le faltarían. “En el plano ético y moral, la fe bíblica no agrega nada a los predicados “bueno” y “obligatorio” aplicados a la acción. El ágape bíblico forma parte de una economía del don de carácter meta-ético… Lo que me hace decir que no existe moral cristiana, excepto en el plano de la historia de las mentalidades, sino una moral común… que la fe bíblica coloca en una perspectiva nueva, donde el amor está ligado a la “nominación de Dios” (1990a, 37).

La relación entre amor y justicia nos ayuda a para pensar la relación entre fe y ética y a entrar en la discusión entre los teólogos moralistas sobre lo “especifico” de la ética cristiana. Por un lado están los defensores de la ética “autónoma”, que se acercan a la postura aquí enunciada de Ricoeur: la autonomía de la experiencia moral, la autonomía del imperativo categórico, universalizable y valido en todas las condiciones, es independiente de las motivaciones religiosas. Por el otro lado los partidarios de la llamada “ética de la fe” que atribuyen también a la fe principios concretos, que redimensionan el alcance universal de la capacidad de la razón: la experiencia cristiana sería una cantera de criterios morales para la política. Un debate que debe ser materia de otra entrada en esta Enciclopedia.   

2.1.3 Ética y política

Para comprender las relaciones entre fe y política, y dado que la política, además de ser objeto de las ciencias sociales, pertenece al campo de la ética, serán necesarias las clarificaciones terminológicas correspondientes: ¿qué es lo político?; ¿qué es lo ético?; ¿qué relación entre lo político y lo ético? Aquí solo enunciaremos las cuestiones en juego, que son materia de reflexión de la filosofía práctica.

Un análisis de la especificidad de lo político y su peculiaridad dentro del campo de la ética, nos obliga a asomarnos a la “paradoja de lo político”. Ricoeur reconoce, por un lado, la racionalidad específica de lo político, su autonomía, que es la búsqueda de un “bien-vivir” juntos, como ciudadanos en la polis, en el Estado. Por otro lado nos habla de su mal específico, la dominación, la violencia, el poder de unos sobre otros. “Racionalidad específica, mal especifico, tal es la doble y paradójica originalidad de lo político” (1990c, 230). Que el mal político proceda de la especificidad de lo político permite resistir a la tentación de oponer dos tipos de reflexión política, “una que privilegie la racionalidad de lo político, con Aristóteles, Rousseau, Hegel, y otro que pusiera el acento en la violencia y en la mentira del poder, según la crítica platónica del “tirano” la apología maquiavélica del “príncipe” y la crítica marxista de la “alienación política” (230). En la relación de lo político con la ética –y también con la fe– conviene saber que no se trata de elegir entre una buena y una mala política, sino de reconocer su carácter paradójico, su ambigüedad intrínseca.

Una palabra sobre la ética en general, nos invita a reconocer en ella dos momentos: lo que se estima bueno y lo que se impone como obligatorio. El primero es el modo optativo, la herencia aristotélica, el momento teleológico, que Ricoeur resume en “intención de vida buena con y para los otros en instituciones justas”; el segundo es el modo del imperativo, la herencia kantiana, el momento deontológico propio de las normas, las obligaciones, las prohibiciones caracterizadas por la exigencia de universalidad y los efectos coercitivos de la ley (Cf. la llamada “pequeña ética” de RICOEUR 1990a). Lo bueno es anterior a ley, pues las normas, que determinan lo permitido y lo prohibido, intentan encarnar los anhelos y deseos de vivir bien. Lo bueno también es posterior a la ley pues permite la interpretación y la aplicación de las normas a situaciones concretas que exigen un discernimiento de sabiduría práctica, particularmente en los casos difíciles. El momento de la norma –convencionalmente denominada “moral”– reconoce así un momento ético anterior, en el nivel de la fundamentación (la ética fundamental), y un momento ético posterior, en el nivel de la aplicación  (las éticas aplicadas) (RICOEUR 2001).

Aclarados lo términos respectivos, de lo político y lo ético, se estará en condiciones de analizar la relación entre ambos. Por un lado conviene tener una mirada sobre la historia de estas relaciones, que sea capaz de distinguir el modelo clásico, el modelo hegeliano y las articulaciones contemporáneas, desde Habermas a Benjamin (De la Garza 2002). Por otro lado un análisis de las actuales relaciones entre ética y política, no puede dejar de considerar la relación de ambas con lo económico. Nuevamente Ricoeur nos ayuda a comprender la distinción entre la lucha con la naturaleza para hacer posible la supervivencia y la producción económica y la sabiduría para ser capaces de vivir juntos en una comunidad política. Aparece aquí la distinción entre lo racional (de la maximización económica) y lo razonable (de las deliberaciones y decisiones para vivir juntos (RICOEUR 1992).

Supuesto este marco conceptual abordaremos ahora los diversos modos de articulación entre fe y política. Primero mediante una descripción fenomenológica de las cuatro posibilidades de articulación de la fe cristiana y lo político que de hecho se dan en AL. Enseguida con una reflexión crítica de los intentos de teología política realizados por la TdL y por la nueva teología política.

2.2. Cuatro modos de relación entre fe y política

En la década de los setenta Juan Carlos Scannone analiza “cuatro posiciones latinoamericanas sobre “fe y política” (SCANNONE 1976, 97-126). Sirviéndose de documentos episcopales distinguía la postura clásica tradicional, la del humanismo cristianismo reformado y dos muy cercanas a la naciente TdL (una más vinculada al movimiento de sacerdotes del tercer mundo y la otra a los cristianos para el socialismo). En los mismos años setenta Pedro Trigo hace una tipología en la que también reconoce cuatro tipos de catolicismos en AL: el tradicional de las elites, el reformado, el revolucionario y el de la religiosidad popular (TRIGO 2004, 37-121). Centrándonos en la cuestión del poder y en la actitud que la Iglesia tiene respecto de él y profundizando estos análisis tipológicos podemos vislumbrar cuatro tipos de relación entre fe y política.

La primera, la más clásica y que podemos apreciar en el catolicismo tradicional –sea de la elite conservadora, sea de la religión popular– es la propia de un régimen de cristiandad, donde las consecuencias sociales, políticas y hasta culturales de Evangelio se deducen directamente de él. Para esta postura el poder es algo obvio, lo recibe la iglesia de Dios y está a su servicio para unificar todos los órdenes de lo humano. Es lo que Paul Ricoeur ha llamado la “síntesis clerical de la verdad” (RICOEUR 1955, 155-160), que está muy cercana de la síntesis que pretende el totalitarismo en política. Junto a la grandeza de buscar la unidad se da “la tentación de unificar violentamente lo verdadero” por medio del poder espiritual o el poder temporal. Mientras el polo clerical hace uso de la autoridad especial que el creyente concede a la verdad revelada, el polo político pervierte su función natural y auténticamente dominante de nuestra existencia histórica. Aquí se manifiesta la paradoja de la política y del poder no solo como servicio al bien común y a las posibilidades de vivir juntos, sino como patología de la dominación. Nos detendremos en esta patología clerical, pues los otros tres tipos de relación que la fe establece con lo político, y que describimos a continuación, son modos de tratar de superarla, intentando seguir las exigencias de la modernidad al respecto.

La unificación violenta de la verdad está ligada a la teología y a la autoridad que el poder clerical tiene respecto de la verdad. Pero la teología “antes de ser esta tentación de violencia, es una realidad subordinada, sometida; su referencia más allá de ella es la Verdad que es y que se muestra como una Persona. …esta Verdad que se ha manifestado no llega a nosotros más que a través de una cadena de testigos y de testimonios. …el primer testimonio es la Escritura; a su verdad se subordina y con ella se mide la verdad de la predicación, que en el acto de culto transmite y explica a la comunidad de hoy el testimonio primero” (156). La predicación como interpretación de la Palabra, trata de evitar tanto “una repetición anacrónica” como “una aventurada adaptación de la Palabra a las necesidades actuales”.  Con esta verdad de la predicación se articula la verdad posible de la teología, que es un esfuerzo por comprender. Su función crítica respecto de la predicación (midiéndola con la Palabra de Dios), supone una función de totalización en la que integra la cultura de su tiempo y a la vez combate con la filosofía que también pretende captar el conjunto de nuestra existencia. El carácter de autoridad de todas estas instancias no es un accidente social sobreañadido, sino un aspecto fundamental de la Revelación y de la verdad que el creyente allí reconoce. “Todo un encadenamiento: la autoridad del Verbo, la del testimonio escriturístico, la de la predicación fiel, la de la teología” (158).  De aquí surge “la pretensión endémica de las iglesias de recapitular todos los planos de verdades en un sistema actual, que fuera a la vez una doctrina y una civilización” (158). Es la tentativa medieval  –tentación de todas las cristiandades– de “ligar la Palabra a un sistema del mundo, a una astronomía, a una física, a un sistema social” (158). En la búsqueda de la unidad se expresa a la vez una tarea grandiosa del hombre y la falta ambigua que da ocasión a las pasiones del poder que unifica con la violencia del poder clerical o político. “La pasión clerical es capaz de engendrar todas las figuras fundamentales de la mentira que volverá a inventar el totalitarismo político” (159). Por ello la idea de un “humanismo integral”, donde serían armoniosamente situados todos los planos de verdad es un espejismo: “el tiempo sigue siendo tiempo de debate, de discernimiento y de paciencia” (183).

Los otros tres tipos de relación entre fe y política son maneras muy diversas de crítica y superación de esta tentación pre-moderna. En la segunda tenemos el cristianismo reformado alimentado de la renovación que ha significado la enseñanza social de la iglesia de Rerum Novarum a Caritas in veritatis. La respuesta del catolicismo social a las urgencias de la cuestión social es contundente y novedosa: una toma de conciencia de la cuestión proletaria, de su pobreza y su injusticia; un temor al abandono masivo de la fe y de la iglesia por parte de las muchedumbres proletarias, seducidas por los apóstoles de la “fantasía del socialismo” (RN 11); una ruptura con los partidos católicos conservadores que hasta entonces eran el único cauce legítimo de los cristianos en política, validando el pluralismo cristiano en política; una vía media entre el capitalismo industrial injusto y la alternativa marxista, que se alimenta de la socialdemocracia, del humanismo cristiano y del magisterio pontificio.  “La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado” (BENEDICTO XVI, 2005). 

Si analizamos específicamente la relación de esta teología reformada con el poder, vemos que para ella el poder es un instrumento de servicio. Se estima que es un bien, pero no es un bien último, sino que sirve a bienes superiores. El cuestionamiento y la sospecha respecto de la distribución del poder y de su origen en la historia es débil, pero a diferencia de la figura anterior existe. Dado que el poder es “para el servicio”, lo importante es como se utiliza: la justicia de su posesión está dada por su orientación al bien. Los cristianos están llamados a servir al bien común y, desde los valores del Evangelio y la enseñanza social, un cristiano sabrá cómo hacerlo. Hacerse del poder o asumir el poder que se tiene, no solo es legítimo sino que es de los mayores servicios que se pueden hacer. “La vocación más grande después del sacerdocio” –dirá el San Alberto Hurtado; “la máxima expresión de la caridad” –sostendrá Pablo VI.

La tercera manera de relacionar fe y política se expresa con el surgimiento de un cristianismo revolucionario, que con la TdL dará razón de la irrupción de un cristianismo libertador que critica ya no solo al catolicismo conservador y al reformado, sino también al catolicismo popular. Mientras el primero es cómplice de las injusticias y el segundo no es la solución adecuada para superarlas, la “religiosidad popular” es acusada duramente de alienar al pueblo. Pero la religión popular, que será blanco de muchos ataques en la primera etapa de la TdL, poco a poco será revalorizada en las etapas ulteriores. Una evolución en la que tiene influencia tanto la crisis en el uso de las mediaciones analíticas como la madurez que va alcanzando producto de los cuestionamientos y el diálogo eclesial. Influirá también el surgimiento de una teología de la cultura que intenta mostrar que la lectura de la realidad se estrecha si al subrayar las variables sociopolíticas y económicas, se eclipsa con ello la hondura de la cultura y la religión latinoamericana. La teología del pueblo que parece propiciar el papa Francisco sigue atenta al discernimiento entre los valores de fe, solidaridad y sabiduría de “una cultura popular evangelizada” y las “debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio” (Evangelii Gaudium 68-69). La tipología de Scannone que mencionamos ya mostraba tempranamente dos versiones de la teología latinoamericana, que para él son dos versiones de la TdL. Para otros las posibilidades que ofrece una teología de la cultura son el modo de combatir los discursos liberacionistas. Hay quienes afirman que todo Puebla es el resultado de esta lucha entre culturalistas y liberacionistas. El debate llego al equívoco de que en un momento parecieron oponerse la liberación de los pobres con la evangelización de la cultura. El miedo a un neoclericalismo de izquierda surge en quienes temen que la liberación cristiana sea reducida a la emancipación política. La acusación más incisiva no provendrá de conservadores y reformados, sino del cristianismo radical, la cuarta figura que analizaremos. 

Si nos centramos en el asunto del poder vemos que esta teología, se ha alimentado de las nuevas teologías políticas de Moltmann, Pannenberg y Metz. Hay en todas ellas una crítica a la distribución del poder dominante y una lucha por la reversión del status quo. No solo importa que el poder esté al servicio del bien común; ni se valorará su justicia porque simplemente sirve al bien. Se critica y sospecha de una actitud ingenua y a menudo ideológica que no tiene en cuenta el origen de poder. Tal como se distribuyen los otros bienes, el poder debe también ser justamente distribuido. La pobreza es falta de poder y las diversas luchas por el reconocimiento y la emancipación de los más postergados buscan revertir esta situación y poner a los pobres en un sitial distinto, no como meros objetos sino como sujetos.

El panorama no estaría completo sino nos referimos a una cuarta posibilidad en las relaciones entre fe y política. El cristianismo radical, no se encuentra en los cuatro tipos de catolicismo que Trigo enunciaba en los años setenta pero si tiene alguna sintonía con alguno de los ocho tipos de catolicismos que describe en los años noventa (TRIGO 2004). Tipología ampliada que muestra por un lado la fragmentación y pluralización del catolicismo y por otro la pérdida de la hegemonía, sobre todo con el crecimiento del pentecostalismo, pero también con la presencia de las religiones autóctonas y los nuevos movimientos religiosos. Justamente la alternativa radical, que tiene su origen en las confesiones anabaptistas, quiere evitar tanto la cercanía (y a veces complicidad) con el poder que suele tener el catolicismo como la distancia (y a veces sometimiento) que siguiendo la tradición protestante caracteriza al pentecostalismo.

El cristianismo radical realiza una crítica a fondo del poder. Este puede ser un bien pero solo en referencia a Dios y por lo mismo limitado. El poder de unos siempre es a costa de otros. Por el contrario el Evangelio es un servicio que no se realiza de arriba hacia abajo; un servicio sin más poder que la fuerza del Espíritu. Se aboga por un igualitarismo radical. Como los poderes de este mundo están caducos, la única política es escatológica (1 Co 1-2) en una vida alternativa, que no pretende escapar a este mundo, sino vivir ya con la lógica del Reino. La comunidad cristiana es testigo del mundo verdadero y no un cómplice de este mundo que es basura.

El cristianismo radical tiende a posiciones anárquicas, promueve un pacifismo radical y desconfía totalmente del Estado.  William Cavanaugh explica que el estado moderno debe ser entendido como una soteriología alternativa a la de la Iglesia. Se trata de un invento de los últimos cuatro siglos: “un Poder abstracto y centralizado que mantiene un monopolio sobre la coerción física dentro de un territorio” (CAVANAUGH 2007, 24). Después de mostrar el relato cristiano y el del estado, disecciona el mito de las “guerras de religión” y refuta la interpretación habitual, mostrando que estas guerras no fueron causadas por la religión, sino que tuvieron como finalidad la creación misma de la religión. Rechaza el “mythos de la salvación por el estado” adoptado por muchos cristianos que se someten a sus prácticas e incluso entregan sus cuerpos a la guerra, “en la esperanza de conseguir la paz y la unidad prometidas por el estado. Lo que he intentado demostrar es que el mythos del estado y la religión del estado son distorsiones de nuestra esperanza, y que la tradición cristiana proporciona recursos para la resistencia” (62). Entre nosotros ha sido Antonio González quien criticando frontalmente la TdL ha profundizado los motivos teológicos del cristianismo radical (Teología de la praxis evangélica, 1999; Reinado de Dios e imperio, 2003; El evangelio de la paz y el reinado de Dios, 2008). 

2.3 La teología política: las búsquedas de la teología de la liberación y de la nueva teología política

Las cuatro posibilidades de relación entre fe y política ofrecen una panorámica fenomenológica que debe ser enriquecida con una reflexión crítico-hermenéutica sobre las implicaciones políticas de la fe cristiana. La hacemos teniendo en cuenta no solo la renovación teológica conciliar, sino también el giro hermenéutico de la razón contemporánea. Los desafíos de la secularización –como también los de la liberación– se resuelven, ya no con “una teología del cosmos ni con una teología trascendental de la existencia humana, sino con una teología política” (GEFFRE 1972 113). “El llamado problema fundamental hermenéutico de la teología no es propiamente el de la relación entre teología sistemática y teología histórica, entre dogma e historia, sino entre Teoría y Praxis, entre la inteligencia de la fe y la práctica social” (METZ 1971, 146). La política –la praxis, el acontecimiento histórico– aparece aquí como la tercera metáfora en reemplazo tanto de la substancia de los antiguos como del sujeto de los modernos. Ya no basta con la teología existencial y ‘antropocéntrica’, centrada en el presente y en un sujeto abstracto, con concepciones individualistas e idealistas (incluso de ciertos personalismos y de la teología trascendental), que tienden a permanecer distantes del mundo y la historia. Este tercer momento exige comprender el mundo y la iglesia como historia, lo político como mediación de lo humano y una teología política no en el sentido regional –como la teología del “trabajo” o del “desarrollo”– sino como una teología fundamental que toma en serio la dimensión escatológica del cristianismo. El programa de teología política de Johann Baptist Metz contemplará, por un lado, el momento negativo de criticar la tendencia a reducir la fe cristiana a la esfera de lo privado y, por otro, “la tarea positiva (política) de determinar un nuevo género de relaciones entre la religión y la sociedad, entre la Iglesia y la realidad publica social, entre la fe escatológica y la  practica social” (METZ 1968, 385).

Es la senda que seguirá en AL la TdL: “Por la inesperada brecha abierta por Bloch pasa la actual teología de la esperanza. J. Moltmann y W. Pannenberg han encontrado en los análisis de Bloch categorías que les permiten pensar algunos grandes temas bíblicos: escatología, promesa, esperanza” (GUTIÉRREZ 1990, 255-256). A la pregunta de Kant sobre “¿qué es posible esperar?”, Bloch contesta ‘allí donde hay esperanza, hay también religión. ”Esperar no es conocer el futuro sino estar dispuesto, en actitud de infancia espiritual, a acogerlo como don. Pero ese don se acoge en la negación de la injusticia… y en la lucha por la paz y la fraternidad. Es por ello que la esperanza cumple una función movilizadora y liberadora de la historia… Péguy decía ya que la pequeña esperanza que parece ser conducida por sus dos hermanas mayores, la fe y la caridad, es en verdad la que arrastra a ellas” (258). Gutiérrez sugiere que el paso de la insistencia en la ortodoxia a la preocupación por la ortopraxis tiene relación con el paso del primado de la fe al “primado de la caridad”. Son quizás los impases de la praxis (la pretensión de autojustificación, la reducción a la ética, etc.) los que han hecho que suceda un nuevo primado: “el de la esperanza, que libera la historia gracias a su abertura al Dios que viene” (259).

Dentro de las muchas críticas que ha recibido la nueva teología política nos interesa la que le ha hecho la TdL, al estimar que lo político en los escritos de Metz se mueva todavía en un terreno algo abstracto. Manifestando su aprecio y su deuda respecto de estas teologías europeas,  y después de reseñarlas en su obra fundadora Gutiérrez explicita sus distancias: “Leyendo los trabajos de Metz se tiene la impresión de una cierta insuficiencia en su análisis de la situación contemporánea. (El estar) lejos de la fermentación revolucionaria que se vive en los países del tercer mundo, no le permite calar hondo en la situación de dependencia, de injusticia y de expoliación en que se encuentra la mayor parte de la humanidad…, (ni experimentar) la aspiración a la liberación que surge de lo más profundo de este estado de cosas” (266-267). Ese ha sido el desafío que ha querido asumir la TdL, y más allá de sus aciertos y límites, lo ha emprendido bebiendo de la renovación del Concilio y de la recepción que de éste ha hecho el magisterio latinoamericano. Un esfuerzo por comprender las relaciones entre fe y política desde la situación del continente y en el horizonte de esta edad hermenéutica de la razón. Efectivamente, las dos características fundamentales de la TdL, la primacía del pobre y la primacía de la praxis, la ubican en este tercer paradigma del pensamiento contemporáneo (GONZALEZ 1993).

Una teología que quiere articular las esperanzas cristianas con las esperanzas humanas, una teología de la historia que se realiza como teología de los signos de los tiempos, no puede dejar de ser provisoria y acusar recibo de los nuevos desafíos que se dan en un contexto muy diferente del de los años sesenta que la vio nacer. La caída de los socialismos históricos hizo que algunos creyeran que había llegado el fin de la historia, gracias a la alianza entre capitalismo financiero-tecnológico y la democracia liberal. Pero esta ilusoria reconciliación final ha visto surgir nuevas crisis: financiera, con la crisis del sistema económico el 2008; ecológica, con la contaminación y el cambio climático; bélica, con nuevas guerras después del ataque a las Torres Gemelas; ciudadana, con la desafección y el malestar manifestado en las movilizaciones del 2011. Nuevas crisis que se suman a las antiguas que asolan hace ya tiempo el continente –la violencia, el narcotráfico, la corrupción –en un mundo que al incrementar simultáneamente la pobreza injusta, el consumo y la concentración, se vuelve crecientemente desigual e inequitativo.

Los cambios que han ocurrido a nivel mundial y continental en los últimos 30 años obligan a las teologías políticas y de la liberación a renovarse, a no repetirse, a volver a descubrir la acción y la pasión de Dios en nuestra historia. Deben vencer la tentación de ser simplemente teologías politizadas, nuevos clericalismos de izquierda o progresistas, evitando tanto la abstracción y la neutralidad como una concreción que desemboque en la sacralización de una teoría de la sociedad, de un programa político o de un determinado proyecto de acción. “Una teología cristiana que fuera solamente la justificación de la praxis de tal grupo particular, se arriesga a caer en la ideología” (GEFFRÉ 1987, 104). Se arriesga también a ser blanco de las críticas de quienes advierten el peligro de convertir el cristianismo en un pelagianismo de nuevo cuño, en mero compromiso moral con la causa de moda. La justificación por la fe y no por el cumplimiento de la ley, la superación del “esquema de las retribuciones y toda lógica de autojustificación (Col 2, 14)” (GONZALEZ 2008, 12) es la clave del Evangelio que el cristianismo radical nos recuerda: abandonar  “la vieja pretensión adámica de vivir de los resultados de las propias acciones” (12). Es lo que también parece advertir Metz cuando indica que la historicidad, como entrada del tiempo tanto en la fe y como en la política, implica la superación de toda identidad, como totalización o coincidencia entre lo real y lo racional. La novedad de conciencia histórica y hermenéutica es el abandono de la gran tentativa hegeliana que ahora se nos muestra como una gran tentación (RICOEUR 1985). Metz sostiene que el desafío de hacer una “teología después de Auschwitz” –y en AL “después de Ayacucho”–  significa, en primera instancia, “aceptar finalmente la irrupción de la historia concreta en el logos de la teología y la consiguiente vivencia teológica de la no identidad” (METZ, 2002, 142). Por la misma razón Gutiérrez en su prólogo “Mirar lejos” indica que la teología si quiere seguir fiel a Dios, a la Iglesia y al pueblo, lejos de ser una mera repetición, es un amor que profundiza y varia la forma de su expresión (1990, 53).

Eduardo Silva S.J., Universidad Católica de Chile y Universidad Alberto Hurtado, Chile. Texto original español.

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