Concilio Ecuménico Vaticano II

Índice

1 Antecedentes históricos del Concilio Vaticano II

1.1 Concilio Vaticano I

1.2 Movimientos anteriores al Concilio Vaticano II

1.3 Reformas de los papas Pio X e Pio XI

1.4 Reformas del papa Pio XII

2 El papa Juan XXIII

3 Preparación del Concilio Vaticano II

4 La novedad del Concilio Vaticano II

5 Documentos del Concilio Vaticano II

6 Las cuatro constituciones del Concilio Vaticano II

6.1 Sacrosanctum Concilium

6.2 Lumen gentium

6.3 Dei Verbum

6.4 Gaudium et spes

7 Los nueve decretos del Concilio Vaticano II

8 Las tres declaraciones del Concilio Vaticano II

9 El episcopado latino-americano en el Concilio Vaticano II

10 Actualidad e recepción del Concilio Vaticano II

11 Referencias bibliográficas

1 Antecedentes históricos del Concilio Vaticano II

1.1 Concilio Vaticano I

El Concilio Vaticano I (1869-1870) pasó a la historia como un “concilio inacabado”. En razón de circunstancias que les fueron impuestas por el momento histórico-político en la Europa de aquel momento, los padres conciliares no pudieron concluir satisfactoriamente la agenda propuesta en este concilio del siglo XIX. Por causa de la guerra franco-prusiana, y más precisamente de la invasión de Roma por las tropas italianas el día 20 de septiembre de 1870, el Papa Pio IX, el día 20 de octubre del mismo año, suspendió las actividades del Concilio sine die. De esta forma, correspondió a los papas posteriores a Pio IX la tarea de retomar y concluir los trabajos del Concilio Vaticano I, lo que normalmente debería ser hecho a través de la convocación de una nueva asamblea conciliar.

1.2 Movimientos anteriores al Concilio Vaticano II

En los tiempos anteriores al Vaticano II, en monasterios benedictinos europeos, se dieron los primeros pasos en la dirección de la reforma de la liturgia, una vez que monjes cultivaban el estudio de las fuentes de la liturgia y lo hacían mediante la lectura asidua de los Padres de la Iglesia. Tal movimiento hizo que la liturgia dejase de ser entendida como mero centro de la piedad cristiana individualista y fuese comprendida como dinámica de renovación espiritual de la sociedad como un todo. Iniciativas de Dom Prosper Guéranger (1805-1875), ya en el siglo XIX, abrieron puertas para tal rejuvenecimiento de la vida litúrgica, antes en los monasterios y, después, en las comunidades católicas, mientras que  Dom Lambert Beauduin (1873-1960) inició el movimiento litúrgico propiamente dicho. Digna de mención fue también la influencia ejercida por el jesuita austríaco Josef Andreas Jungmann (1889-1975), que en 1948 publicó, en dos volúmenes, una importante historia de la misa según el rito romano, Missarum Solemnia.

Ya en el campo de la reflexión teológica, surgieron esfuerzos en el sentido de renovar el modo de hacer teología. Teólogos como Johann Adam Möhler (1796-1838), de la Escuela de Tübingen, y Matthias Scheeben (1835-1888), de Colonia, fueron pioneros en la articulación entre eclesiología y liturgia. Además, debe mencionarse la Nouvelle théologie (Nueva teologia), nacida en Francia, y que proponía la sustitución de la teología escolástica por una síntesis teológica que respondiese más adecuadamente a las legítimas necesidades y aspiraciones humanas. La Nouvelle théologie defendía la articulación entre Biblia, liturgia y Padres de la Iglesia. Ora, estas nuevas manifestaciones teológicas fueron decisivas como  reacción  a la teología que fundamentó los primeros esquemas preparatorios que fueron entregados a los padres conciliares, teología marcada por la mentalidad curial y por la incapacidad de  abrirse a las cuestiones que la historia y la sociedad de entonces proponían a la Iglesia. En estos textos provisionales, se percibían rancios rasgos del lenguaje de la Contrarreforma y del combate al modernismo. En este horizonte de renovación teológica, fue notable la contribución que diversos teólogos dieron a los padres conciliares a través de conferencias realizadas en diversos lugares de Roma, llevándolos a abrirse a nuevas perspectivas teológicas y a sensibilizarse ante los “signos de los tiempos” que venían de la sociedad en su conjunto.

No se puede olvidar la influencia del movimiento ecuménico sobre el Concilio Vaticano II. Nacido en ámbito protestante, el movimiento ecuménico acabó por motivar líderes y teólogos católicos para trabajar, cada cual en su competencia, en dirección a la búsqueda de la unidad visible de los cristianos. A guisa de ejemplo, recuérdese la obra del teólogo dominico francés, Yves Congar, Vraie et fausse réforme dans l’Église (Verdadera y falsa reforma en la Iglesia), publicada en 1950.

Las décadas anteriores al Concilio también estuvieron marcadas  por el rescate del estudio de los Padres de la Iglesia. Digno de mención en este punto fue el emprendimiento de Jacques-Paul Migne, cuyo esfuerzo de editar los textos patrísticos de tradición latina, así como aquellos de tradición griega con la traducción al latín, hizo tales escritos accesibles a estudiosos que no tuvieron  recurrir más a ediciones dispersas de los textos de los Padres da Iglesia. Posteriormente, alrededor del año 1952, surgió en Francia la colección Sources Chrétiennes (Fuentes Cristianas), bajo la responsabilidad de los teólogos jesuitas Jean Daniélou y Henri de Lubac, que editaba textos patrísticos con la traducción al francés. Es innecesario decir como la relectura de los Padres de la Iglesia fue enriquecedora para la renovación de la teología en las décadas anteriores al Concilio.

Para el éxito del Concilio Vaticano II, fue también decisiva la contribución del movimiento bíblico, el cual intentó la adopción, en el campo católico, de una hermenéutica bíblica que se distanciaba de una lectura fundamentalista de la Sagrada Escritura. Tal avance significó la superación de una interpretación moralista de los escritos sagrados, mayormente en las predicaciones, así como el uso de la Escritura en la apologética, frente a los protestantes, por ejemplo. El movimiento bíblico intentó también la superación de cierta concepción mecánica de inspiración bíblica, como si los textos de la Escritura fuesen pura y simplemente la transcripción, hecha por el hagiógrafo, de un dictado del Espíritu Santo. De singular importancia para que se respirasen nuevos aires, en lo que se refiere a la lectura de la Biblia en la Iglesia católica romana, fue la publicación de la carta encíclica Divino afflante Spiritu, del papa Pio XII, que abrió puertas a los biblistas católicos para que se dedicasen a estudios bíblicos haciendo uso de recursos interpretativos modernos, tales como la crítica de las formas, el método histórico-crítico, la historia de las civilizaciones que circundaban al pueblo judío, la arqueología, los resultados de los estudios sobre el lenguaje y la hermenéutica.

1.3. Reformas de los papas Pio X e Pio XI

Deben ser reconocidas algunas iniciativas de reforma de la Iglesia católica romana, inmediatamente anteriores al Vaticano II, asumidas por papas del siglo XX. Tales medidas contribuyeron a madurar la decisión de convocar un nuevo concilio. Citemos algunos pocos ejemplos. Con la intención de promover la participación de los fieles en la liturgia, el papa Pio X (1903-1914) determinó la utilización del canto gregoriano en las parroquias, a través del motu proprio Inter Sollicitudines sobre la música sacra, de 1903, y también incentivó la recepción frecuente de la eucaristía. Y a su vez, el  papa Pio XI (1922-1939) incentivó la participación de los laicos en la vida de la Iglesia, en sintonía con la jerarquía, en los tiempos de la entonces influyente “Acción Católica”.

1.4 Reformas del papa Pio XII

El papa Pio XII (1939-1958) también promovió reformas significativas para la vida de la Iglesia, de las cuales mencionemos sólo algunos ejemplos. En lo concerniente a los estudios de la Sagrada Escritura, el papa Pacelli concedió libertad para la investigación bíblica, con los consecuentes logros con la utilización del método histórico-crítico en la exegesis a través de la ya mencionada carta encíclica Divino afflante Spiritu (cf. PIO XII, 1943). Con relación a la liturgia, deben mencionarse la publicación de la encíclica Mediator Dei, en 1947, y la promulgación, en 1955, de la Semana Santa restaurada (cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE LOS RITOS, 1955), particularmente, la reestructuración del Triduo pascal, con logros substanciales en lo que se refiere al enriquecimiento de la experiencia litúrgica del Pueblo de Dios. En todo  caso, la convocatoria de un concilio, aunque solamente fuese para concluir el Vaticano I, vino  a darse con el sucesor de Pio XII: el papa Juan XXIII (1958-1963).

2 El Papa Juan XXIII

Angelo Giuseppe Roncalli fue elegido papa el día 28 de octubre de 1958, a los 76 años de edad. Antes de haber sido escogido como sucesor de Pedro, había actuado durante 27 años en el servicio diplomático de la Santa Sede, tanto en Oriente como en Occidente, iniciado en Bulgaria en 1925. Además, durante seis años había ejercido el ministerio pastoral como Patriarca de Venecia. Su lema episcopal decía Obediencia y Paz. El papa Roncalli hizo pública su intención de convocar el Concilio Vaticano II el día 25 de enero de 1959, ¡transcurridos sólo noventa días desde su elección como obispo de Roma! Juan XXIII inauguró solemnemente los trabajos conciliares el día 11 de octubre de 1962 con el discurso Gaudet Mater Ecclesia, proferido delante de más de 2.800 obispos, además de abades y superiores generales de órdenes religiosas masculinas, procedentes de 116 países. En este discurso, Juan XXIII advirtió que el Vaticano II no propondría nuevas doctrinas, sino que presentaría el mismo e inmutable contenido de la fe cristiana a través de un lenguaje accesible a los hombres y mujeres del siglo XX. Es más, Roncalli enfatizó la orientación pastoral del Concilio y reafirmó que, frente a los errores, la Iglesia “prefiere usar más el remedio de la misericordia  que el de la severidad” (JUAN XXIII, 1962, 7,2). Como dirá el papa Pablo VI (1963-1978), poco más de tres años después, en la víspera de la solemne conclusión del Concilio: “La antigua historia del Samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio” (Vian, 2006, p.156).

3 Preparación del Concilio Vaticano II

De acuerdo con el Ordo Concilii, reglamento promulgado por Juan XXIII el día 6 de agosto de 1962 y que daba indicaciones para la organización de los trabajos conciliares, fue constituida una Comisión Preparatoria Central, así como diez comisiones temáticas, con la tarea de preparar textos que serían sometidos a la apreciación de los obispos una vez reunidos en el Vaticano.

4 La novedad del Concilio Vaticano II

En el Concilio Vaticano II (1962-1965), el 21º de la historia de la Iglesia y, quien sabe, la mayor asamblea de la historia de la humanidad, la Iglesia adoptó una postura totalmente diversa de aquellas asumidas en los concilios pasados, de Nicea hasta el Vaticano I. Se puede hablar de un estilo totalmente original. De esta forma, la Iglesia no empleará el lenguaje condenatorio peculiar de los concilios anteriores, indicador de la intransigencia de la Iglesia ante los grupos cismáticos y/o heréticos, o delante de aquellos que, fuera de ella, le hacían oposición. De hecho,

el Vaticano II modificó tan radicalmente el modelo legislativo y judicial que había prevalecido desde el primer concilio de Nicea […] hasta el punto de virtualmente abandonarlo. En su lugar, el Vaticano II instauró un modelo ampliamente basado en el convencimiento y en la invitación. (O’Malley, 2012, p.28)

En lo referente al problema de la división entre los cristianos, la Iglesia católica romana pasará a participar decididamente del movimiento ecuménico, y delante del mundo, ella asumirá una actitud de diálogo, abertura y comprensión (cf. Gaudium et spes). Como acontecimiento extremadamente original, el Vaticano II introdujo algo de nuevo en la tradición conciliar: buscar la corrección de algunos desvíos en el modo como la Iglesia actuaba en el mundo sin asumir una actitud defensiva y combativa. Se trató, con certeza, de un “concilio de transición de época”, en la expresión de Giuseppe Alberigo, autorizado historiador del Vaticano II (cf. Alberigo, 2005, p.26 e 40).

5 Documentos del Concilio Vaticano II

El magisterio del Concilio Vaticano II se encuentra consignado en dieciséis documentos: cuatro constituciones (Sacrosanctum concilium, Lumen gentium, Dei verbum y Gaudium et spes), nueve decretos (Unitatis redintegratio, Orientalium ecclesiarum, Ad gentes, Christus dominus, Presbyterorum ordinis, Perfectae caritatis, Optatam totius, Apostolicam actuositatem e Inter mirifica) y tres declaraciones (Gravissimum educationis, Dignitatis humanae y Nostra aetate).

6 Las cuatro constituciones del Concilio Vaticano II

6.1 Sacrosanctum Concilium

La constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, fue el primer documento conciliar que fue promulgado por el Papa Pablo VI, el 4 de diciembre de 1963. El texto que menos dificultades trajo a la asamblea conciliar, propone la reforma litúrgica en vista del bien de toda la Iglesia. La introducción de la constitución  trae una serie de motivos por los cuales se hace necesaria “la reforma y el incremento de la liturgia” (cf. SC 1; 3,1), lo que debe ser hecho en fidelidad a la Tradición (cf. SC 4). La reforma litúrgica propuesta por el Vaticano II, por tanto, no tuvo nada de búsqueda de la novedad por la novedad, sino que consistió en recuperar, en el bimilenario patrimonio litúrgico de la Iglesia, una serie de valores que fueron olvidados a lo largo de su historia. De esta forma, tal reforma litúrgica se materializó como rescate de la centralidad del misterio pascual de Cristo, Señor y Esposo de la Iglesia.

Los parágrafos 5 a 8 de la constitución presentan el misterio de Cristo en el amplio horizonte de la historia de la salvación. Siendo así,

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt., 18,20). (SC 7,1)

En la grande obra de la redención, “Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno” (SC 7,2). Con tales palabras, el Concilio evidencia que la liturgia no es cualquier acción de la Iglesia, sino que “es considerada como el ejercicio de la función sacerdotal de Cristo” (SC 7,3); por tanto, “por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia” (SC 7,4).

Digna de mención es la dimensión escatológica de la liturgia. Ella no es una acción circunscrita a las realidades de este mundo, sino que  tiene la facultad de impulsar a la Iglesia en busca de  su realización en la plena comunión con su Señor y Esposo. Así lo explica el Concilio:

En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (SC 8).

Por tanto, el Concilio presenta la liturgia como dinámica eclesial vivida, sí, en este mundo, pero que permanentemente anima a la Iglesia “a aguardar al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que aparezca como nuestra vida y nosotros aparezcamos con él en la gloria” (cf. ibid.). Es más: según el Concilio, la veneración de los santos se insiere en este horizonte escatológico (cf. ibid.). Así, el Vaticano II pretende hacer ver al Pueblo de Dios, en el conjunto de la vida litúrgica de la Iglesia, la justa medida de la devoción a los santos, a ser practicada con la debida moderación, una vez que Jesucristo, modelo y referencia última de la vida cristiana, es el único mediador entre los hombres y Dios Padre.

Buscando salvaguardar el compromiso kerigmático de la Iglesia, la constitución Sacrosanctum Concilium afirma que “La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia” (SC 9,1). O sea, el hecho de reconocer el carácter sagrado de la liturgia no puede llevar a la Iglesia a eximirse de su responsabilidad de anunciar el Evangelio a aquellos que aún no recibieron la fe cristiana. Además de eso, la liturgia no agota toda la acción de la Iglesia en la medida en que ella “es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10,1). O sea, el trabajo apostólico se debe inspirar en la liturgia, precisamente en lo que ésta tiene de dinámica de alabanza y glorificación de Dios por intermedio de Cristo en virtud del Espíritu Santo. Y también la liturgia, de modo especial la Eucaristía, es el lugar en que la Iglesia se alimenta para proseguir en su acción pastoral (cf. SC 10,2). Merece destaque aquí el tema de la eclesiología eucarística, altamente considerada por la Tradición oriental y  que valora especialmente la Iglesia particular:

Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros. (SC 41,2).

6.2 Lumen gentium

La constitución dogmática Lumen gentium (promulgada el 21 de noviembre de 1964) trae la enseñanza conciliar sobre el misterio de la Iglesia. Ya en su estructura, revela un cambio total de perspectiva en comparación con anteriores posturas de la Iglesia católica romana. Esto porque el proyecto de constitución propuesto por la comisión teológica de la Curia romana (centrado en el tema de la “Iglesia militante”) fue rechazado y porque una nueva serie de grandes temas fue presentado para la confección de la aludida constitución − a saber: la Iglesia como misterio, el episcopado, el laicado y la vocación a la santidad −, los obispos tomaron una decisión revolucionaria. Pasadas algunas discusiones – se llegó a la definición del siguiente orden de asuntos que serían los primeros capítulos de la Lumen gentium: Misterio de la Iglesia, Jerarquía y Pueblo de Dios −, los padres conciliares decidieron presentar la Iglesia, antes que nada, como comunidad cristiana que se refleja en la comunidad perfecta que es la Santísima Trinidad (cap. I: “El misterio de la Iglesia”) y que se insiere en la historia de los hombres (cap. II: “El Pueblo de Dios”), para, a continuación, tratar de la configuración jerárquica de la Iglesia (cap. III: “La constitución jerárquica de la Iglesia y en especial el Episcopado”). Esta opción fue significativa en la medida en que testimonia el deseo de la gran mayoría de los padres conciliares en proponer una “eclesiología total”, es decir, una autocomprensión de Iglesia que reconoce todos los bautizados como pertenecientes a ella. La expresión “eclesiología total” debe ser entendida en el contexto de la crítica de Yves Congar, al decir que, en un tiempo en que la reflexión teológica a respecto de la Iglesia tenía en cuenta tan sólo los ministerios de gobierno eclesiástico, ignorando a los laicos y religiosos, lo que se hacía era, pura y simplemente, jerarcología, y no eclesiología. Podemos afirmar que: en la comprensión del Vaticano II, la Iglesia no es hecha sólo de obispos, presbíteros y religiosos, sino  de todos los que siguen a Cristo, cada cual en su vocación y estado de vida.

Los tres siguientes capítulos de la Lumen gentium se refieren a la vocación de todos los bautizados a la santidad (cap. V: “La vocación universal a  la santidad”), y a las formas específicas de vivencia de la fe cristiana (cap. IV: “Los laicos” y cap. VI: “Los religiosos”). El penúltimo capítulo trata de la experiencia de la Iglesia que, en medio de las tribulaciones y dificultades en este mundo, camina en demanda de su consumación final como feliz Esposa del Cordero (cf. Ap 19,7; 21,9): cap. VII: “Índole escatológica de la Iglesia peregrina y su unión con la Iglesia celeste”. En cuanto a la  Mariología conciliar, se optó por la inserción del tema de María en la Lumen gentium, con el añadido de un último capítulo a la constitución dogmática (cap. VIII: “La Bienaventurada Virgen María Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia”). María es, así, reconocida como seguidora y discípula de Jesús, y como ícono de la Iglesia, por su fidelidad y ejemplaridad en esta misma vocación de seguidora y discípula.

6.3 Dei Verbum

La constitución dogmática Dei Verbum (promulgada el 18 de noviembre de 1965) presenta el tema de la revelación divina. Ora, una vez que se había llegado a la conclusión de que la revelación divina no es una mera comunicación de ideas, sino la auto-comunicación de un Dios que quiere estar junto a los hombres, se pensó en hablar de la revelación en términos de presencia y actuación de la Palabra de Dios en la historia de los hombres, siendo que la Palabra de Dios por excelencia es una Persona: el Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,14). O sea, más que revelar su voluntad mediante la comunicación de doctrinas, Dios se revela como el Emanuel, Dios-con nosotros. De ahí, entonces,  que se hable de una única auto-comunicación de Dios, que se da a lo largo de toda la historia de la salvación y culmina en el acontecimiento Cristo, y que se manifiesta a través de dos vías: la Escritura y la Tradición. Se reconoció, por tanto, la primacía y la centralidad de la Palabra de Dios en la Iglesia.

Una mirada más atenta al Concilio de Trento (1545-1563) puso de relieve el carácter exclusivamente interpretativo de la Tradición en lo que se refiere a la fe, pues en la Escritura se encuentran “las verdades necesarias para la salvación” (cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, qq. 106 e 108). De esta forma, la Tradición tiene carácter constitutivo sólo para las cuestiones de disciplina y de costumbres. Ocurrió, aquí, una solución conciliatoria significativa: el Vaticano II estableció una diferencia entre los datos constitutivos de la Escritura y la función criteriológica de la Tradición. O diciéndolo de otro modo: la Escritura es la “norma que norma” (norma normans) y la Tradición, una “norma normada” (norma normata). Se alcanzó, de esta forma, un equilibrio ecuménico de gran valor: ni la doctrina de las dos fuentes (propia del pensamiento católico romano), ni la doctrina de la sola Scriptura (característica del pensamiento luterano). Para la constitución dogmática Dei Verbum, la Tradición tiene dos sentidos: (a) el contenido que no está en la Escritura; e (b) el proceso de transmisión vital de la Revelación en la Iglesia. La Tradición es la Escritura en la Iglesia. La Iglesia, mediante la Tradición, con su enseñanza,  vida, culto etc., conserva y transmite a todas las generaciones “aquello que ella es” y “aquello en que ella cree”, gracias al “Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y  a través de ella al mundo entero” (DV 8).

La Tradición se concreta en los Santos Padres, en la liturgia, en los símbolos de la fé (= los credos), en los textos de los concilios, en las intervenciones magisteriales, en las vidas de los santos, en el testimonio cotidiano de los fieles cristianos de todos los tiempos y lugares etc. La Iglesia es la Tradición viva y el eje de toda la transmisión de la Revelación a través de los tiempos. Siendo así, volver a observar el pasado, que  nada tiene que ver con la nostalgia, y mucho menos con el tradicionalismo, proporciona a la Iglesia la posibilidad de rejuvenecerse y, de este modo, mantenerse fiel y dinámicamente obediente al Señor. Volviéndose al pasado como ejercicio de “memoria en el Espíritu”, la Iglesia será siempre obediente y fiel a su Esposo, como la mujer enamorada que procura oír la voz del amado (cf. el Cantar de los Cantares).

Hay un detalle significativo en la Dei Verbum: mientras el Concilio de Trento habla de “tradiciones” (en  plural y con “t” minúscula), el Concilio Vaticano II habla de “Tradición” (en singular y con “t” mayúscula). Esto deja claro que el Vaticano II entendió la Tradición no como mera comunicación de doctrinas e ideas, sino como un todo único, en que las partes se articulan armónicamente, y que, finalmente, se confunde con la propia vida de la Iglesia.

6.4 Gaudium et spes

La constitución pastoral Gaudium et spes (promulgada el 7 de diciembre de 1965) se dedica a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo en el cual ella se insiere. Si en Trento y en el Vaticano I las actitudes de la Iglesia fueron de clara hostilidad – en el primero, frente a los reformadores protestantes, y en el segundo, frente a los defensores de las ideas laicistas que se remontan a la Revolución francesa –, ahora la Iglesia asume una postura optimista frente al mundo. Ella se entiende servidora de la humanidad, lo que ya a dejar claro en la Lumen gentium y repite en la Gaudium et spes: “La Iglesia, en Cristo, es como el sacramento, o señal, y el instrumento de la íntima unión con Dios de la unidad de todo el género humano” (LG 1, cf. GS 42,3). De esta forma, la Iglesia se reconoce “experta en humanidad” (Pablo VI, 1965, p.878-85), lo que la hace sensible a todas las experiencias por las que pasan los hombres, sean buenas, sean malas (cf. GS 1). Su vocación es servir, razón por la cual ella puede decir que no está movida por “ninguna ambición terrestre” (GS 3,2).

Porque es “experta en humanidad”, la Iglesia se centra en el hombre dotado de aspiraciones elevadas (cf. GS 9) y cuyo corazón está inquieto a consecuencia de interrogaciones más profundas (cf. GS 10; 21,4). Y ella lo hace de modo respetuoso teniendo en cuenta el ámbito más íntimo del hombre: “la consciencia es el centro más secreto y el santuario del ser humano, en el cual se encuentra a solas con Dios, cuya voz se hace oír en la intimidad de su ser” (GS 16).

La solución del problema del hombre es formulada por el Concilio de modo sucinto: “El misterio del ser humano sólo se ilumina de hecho a la luz del misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1). Y esto vale no sólo para los cristianos, pues, al asumir la condición humana en todas sus dimensiones, el Verbo se asoció de cierto modo a todo hombre (cf. GS 22,2). Y se resalta también que, al asumir la condición humana por parte del Hijo de Dios, cuenta con la participación amorosa del Espíritu Santo; en efecto, “el Espíritu Santo da a todos la posibilidad de asociarse a este misterio pascual, de manera conocida solamente por Dios” (GS 22,5). La antropología centrada en Cristo − o sea, el hombre entendido a partir del misterio de Cristo – es, “en el fondo, una toma de posición que afirma que el hombre se humaniza sólo gracias a la divinización: la finalidad de plenitud a la cual estamos llamados es inalcanzable sin los auxilios de la gracia” (ARCE, 2008, p.434-5).

Se ha acusado a la Gaudium et spes de ser excesivamente optimista en su formulación. Atento a esta crítica, el Sínodo de los Obispos de 1985, celebrado para conmemorar los veinte años de conclusión del Concilio, propuso la teología de la cruz como polo de equilibrio para el contenido de esta constitución pastoral. O sea, las intuiciones y los horizontes abiertos por la Gaudium et spes deben ser considerados como principios propulsores de una acción pastoral que tiene en cuenta, con realismo, los desafíos y las dificultades colocados por el mundo contemporáneo a la Iglesia.

7 Los nueve decretos del Concilio Vaticano II

Los medios de comunicación social naturalmente despertaron el interés de los padres conciliares, ya que no se podía pensar la evangelización en los nuevos tiempos ignorando los recursos de comunicación de masas, mayormente los electrónicos. En respuesta a esta cuestión, se promulgó el decreto Inter mirifica (5 de diciembre de 1963).

El decreto Unitatis redintegratio (21 de noviembre de 1964) señala la inequívoca participación de la Iglesia católica romana en el movimiento ecuménico. Su fuerza está en la decisiva orientación para superar los preconceptos frente a los “hermanos separados” y en proponer principios teológicos para la discusión y solución de problemas en torno a la división de los cristianaos.

Ya el decreto Orientalium ecclesiarum (21 de noviembre de 1964) trata específicamente de las Iglesias orientales católicas. Se reconocen los valores mantenidos por la Tradición en estas Iglesias, tanto como los sacramentos y el gobierno eclesiástico, lo que contribuirá enormemente al incremento del diálogo ecuménico.

Christus dominus (28 de octubre de 1965) es el decreto que trata del encargo pastoral de los obispos. Antes de tratar de las responsabilidades particulares de los obispos – enseñar, santificar y gobernar –, se presenta el carácter colegial de su ministerio, dato de la tradición eclesial que señala la pronta colaboración de todos los obispos con la Iglesia de Cristo.

Los Institutos de vida consagrada son invitados a renovarse según el espíritu del Concilio. Es lo que queda patente en el decreto Perfectae caritatis (28 de octubre de 1965). Los padres conciliares reconocieron el valor de la vida religiosa en la Iglesia, manifestado en sus diversas y fecundas concreciones históricas.

No se descuida la formación de los presbíteros, y los padres conciliares tratan de este tema en el decreto Optatam totius (28 de octubre de 1965). Se destaca aquí la intención de promover una mejor preparación espiritual de los futuros presbíteros, sin olvidar una formación intelectual que los capacite para dialogar con el mundo.

En una configuración eclesial sugerida por el concepto de Iglesia Pueblo de Dios, contemplado en la Lumen gentium, el Concilio no podría olvidar el apostolado de los laicos, trabajado en el decreto Apostolicam actuositatem (18 de noviembre de 1965). Valores de la tradición eclesial tales como el sensus fidelium y el sacerdocio común de los fieles constituyen fundamento robusto para el compromiso de los fieles laicos en la obra de la evangelización.

Sobre los presbíteros el Concilio habla detenidamente en el decreto Presbyterorum ordinis (7 de diciembre de 1965). Como colaboradores del orden episcopal, los presbíteros deben, a ejemplo de los obispos, velar por el bien de todo el cuerpo eclesial, y lo hacen mediante las tareas que asumen en la Iglesia. Se dan, en este documento, orientaciones para la buena relación de los presbíteros entre sí, así como de ellos con los laicos.

La concepción conciliar de misión se establece en el decreto Ad gentes (7 de diciembre de 1965). Digno de mención es el carácter trinitario del documento, al tomar como punto de partida el designio de salvación del Padre, y las misiones propias del Hijo y del Espíritu Santo.

8 Las tres declaraciones del Concilio Vaticano II

Las tres declaraciones promulgadas en el Concilio Vaticano II, a saber: Gravissimum educationis (28 de diciembre de 1965), Dignitatis humanae (28 de diciembre de 1965) y Nostra aetate (7 de diciembre de 1965) se refieren, respectivamente, a la educación cristiana, a las religiones no cristianas y a la libertad religiosa.

9 El episcopado latino-americano en el Concilio Vaticano II

“América Latina era el único continente que, al llegar al Concilio, ya contaba con una estructura episcopal de carácter colegial, el Consejo Episcopal Latino-Americano, el CELAM, fundado en Rio de Janeiro (RJ), en 1955” (BEOZZO, 1998, p.823). Este espíritu colegial latino-americano, aún incipiente en el inicio del Concilio, se fue desarrollando a medida que el Concilio avanzaba en sus discusiones y decisiones. Además, el tema inspirador de la “Iglesia de los Pobres”, nacido de comunidades latino-americanas, ganó un cierto relieve en los debates conciliares – aunque haya aparecido en pocos pasajes de todos los documentos aprobados – hasta tal punto que dio ocasión a la iniciativa conocida como “Pacto de las Catacumbas”. Esta iniciativa consistió en la opción de obispos, no exclusivamente latino-americanos, de vivir con simplicidad en sus diócesis y comprometerse, efectivamente, con las causas de los empobrecidos. Además de esto, reflejo de estas inquietudes fue la promulgación, por el Papa Pablo VI, de la carta encíclica Populorum Progressio, en el año 1967. Ora, correspondió al episcopado latino-americano y caribeño, en sus sucesivas asambleas, de Medellín a Aparecida, con avances y retrocesos, acoger las inspiraciones del Concilio Vaticano II y utilizarlas en el análisis de los problemas vividos por los pueblos latino-americanos, inseridos en estructuras marcadas por la explotación socioeconómica de los pobres.

10 Actualidad y recepción del Concilio

La enseñanza del Concilio Vaticano II, de notable actualidad, aún no fue suficientemente asimilado pelas comunidades católicas esparcidas por todo el mundo. En realidad, nos encontramos en pleno proceso de recepción del contenido doctrinal de este gran y sorprendente acontecimiento eclesial, concluido en diciembre de 1965. Y además de este esfuerzo – el de recibir el contenido del Vaticano II –, debemos defenderlo de interpretaciones de los documentos conciliares que tienden a no respetar el más profundo significado de la doctrina contenida en ellos y el nuevo modo de proponer a los hombres y mujeres de todos los tiempos “ la belleza tan antigua y tan nueva que es Cristo Señor” (cf. SAN AGUSTÍN, Conf. 10,27). Esto significa, además de releer sus documentos, rescatar las inspiraciones más profundas – es decir: divinas – que están en la raíz de éste que es considerado, con justicia, el más significativo y prometedor acontecimiento eclesial del siglo XX.

Pablo César Barros, SJ, Departamento de Teologia da FAJE

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