Espiritualidad cósmica y holística

Índice

Introducción

1 Religión sin culpas

2 El tiempo sin tiempo del amor

3 Cosmologías y espiritualidades

4 Del determinismo a la indeterminación

5 Realidades excluyentes y, sin embargo, complementarias

6 Espiritualidad cósmica y holística

7 Una visión holística de lo real, donde la diferencia no coincide con la divergencia

8 Rescate cuántico del sujeto histórico

9 La era de la mística

10 Espiritualidad en la posmodernidad

11 Diafonía

Referencias

Introducción

En el siglo XX, el arte cinematográfico nos introdujo en un nuevo concepto de tiempo. Ya no es el concepto lineal, histórico, que atraviesa la Biblia y también las obras de Aleijadinho o Sagarana, de Guimarães Rosa. En el cine predomina la simultaneidad. Se eliminan las barreras entre el tiempo y el espacio. El tiempo adquiere un carácter espacial y el espacio adquiere un carácter temporal. En el cine, el vídeo y otros recursos de la era imagética, la mirada de la cámara y del espectador pasa, con total libertad, del presente al pasado y, de éste, al futuro. No hay continuidad ininterrumpida.

La televisión, cuyo advenimiento oficial tuvo lugar en 1939, llevó esto al paroxismo. Frente a la simultaneidad de tiempos distintos, la única ancla es el aquí y ahora del (tele) espectador. No hay durabilidad ni dirección irreversible. El fondo de la historicidad, en el que se basan el relato bíblico y los paradigmas de la modernidad, incluido uno de sus frutos favoritos, el psicoanálisis, se diluye en el cóctel de eventos donde todos los tiempos se fusionan. Elis Regina, Gonzaguinha y Tom Jobim aparecen muertos y, en sus ataúdes, los clips los muestran vivos, interpretando sus éxitos musicales.

Así, poco a poco, el horizonte histórico se apaga, como las luces de un escenario después del espectáculo. La utopía abandona el escenario, lo que permitió a Fukuyama predecir: “el fin de la historia” (FUKUYAMA, 1992). Al contrario de lo que advierte Qohélet en Eclesiastés 3, no hay más tiempo para construir ni tiempo para destruir; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo para hacer la guerra y tiempo para establecer la paz. El tiempo es ahora. Y en él se superponen construcción y destrucción, amor y odio, guerra y paz.

La felicidad, que en sí misma resulta de un proyecto temporal, entonces se reduce al mero placer instantáneo derivado, preferiblemente, de la expansión del ego (poder, riqueza, proyección personal, etc.) y de los “toques” sensitivos (óptico, epidérmico, gustativo, etc.). Ella resulta, supuestamente, de la suma de placeres (BETTO; BOFF; CORTELLA, 2016). Se privatiza la utopía. Todo se reduce al éxito personal. La vida ya no se mueve por valores e ideales ni se justifica por la nobleza de las causas abrazadas. Basta tener acceso al consumo que proporciona seguridad y comodidad: el apartamento de lujo, la casa en la playa o en la montaña, el nuevo coche, el kit electrónico de comunicaciones (teléfono móvil, ordenador, etc.), los viajes de placer. Una isla de prosperidad y paz inmune a las tribulaciones que rodean un mundo impulsado por la violencia. Mientras que la Iglesia predica el cielo más allá de la vida en esta tierra, el consumismo señala el cielo en la tierra – es lo que prometen la publicidad, el turismo, los  nuevos equipos electrónicos, el banco, la tarjeta de crédito, etc. El nuevo aforismo posmoderno es “consumo, entonces existo” (LIPOVETSKY, 2008).

Ni la fe escapa a la sustracción de la temporalidad. El Reino de Dios deja de estar “más adelante” y se espera “allá arriba”. En esta perspectiva, como mero consuelo subjetivo, la fe se reduce a la esperanza de la salvación individual.

Impulsado por las nuevas tecnologías de la era de las imágenes, el tiempo ahora se limita al carácter subjetivo. Experimentarlo es tener consciencia tópica del presente. Si en la Edad Media lo sobrenatural impregnaba el ambiente que se respiraba y en la Ilustración era la esperanza del futuro lo que justificaba la fe en el progreso, ahora lo que importa es el presente inmediato. Se busca ansiosamente la eternización del presente. Michael Jackson era eternamente joven, y la multitud ejercita su cuerpo como si bebiera el elixir de la juventud. Moriremos todos sanos y delgados.

Se pulverizan los proyectos, incluso porque, en la mente de muchos, el tiempo es cíclico. La misma agua siempre fluye en el mismo río. En el pasado, existía el flirteo, el noviazgo, el compromiso y el matrimonio. Ahora se enrollan. Después de años de casado, puedes volver al tiempo de flirteo, noviazgo y, de nuevo, al de casado.  La creencia en la reencarnación gana terreno en la cultura occidental. Todo es susceptible de empezar de nuevo.

1 Religión sin culpas

La destemporalización de la existencia y la deshistorización del tiempo se alían con la desculpabilización de la conciencia. Este es el secreto de los templos electrónicos: no hay culpa personal ni social. Rodeados de ángeles por todos lados, somos amados por un Dios que ya no requiere cambios ni conversiones, comunidades y doctrinas. Solo la emoción de saber que te ama.

Una misma persona vive diferentes experiencias sin preguntarse por principios morales o religiosos, políticos o ideológicos. ¿No hay pastores y obispos corruptos? ¿No hay utopías que resultaron en opresión? ¿No muestra la televisión el honesto ayer y estafador hoy haciendo gestos humanitarios? ¿Dónde está la frontera entre el bien y el mal, lo cierto y lo erróneo, el pasado y el futuro? “Todo lo sólido se desmorona en el aire” (ARANTES, 1998).

Aire irrespirable de este inicio de siglo, cuya temporalidad se fragmenta en cortes y disolvencias, close-ups y flash-backs, con muchas nostalgias y pocas utopías. Mientras las Iglesias intentan alcanzar la modernidad, el mundo naufraga bajo los vientos de la posmodernidad (LOVELOCK, 1991).

2 El tiempo sin tiempo del amor

Sin embargo, hay algo positivo en esta simultaneidad, en este aquí y ahora, que se nos impone como negación del tiempo. Es la búsqueda de la interioridad. Del tiempo místico como tiempo absoluto. Tiempo síntesis / supresión de todos los tiempos. Kairós. He aquí, que irrumpe la eternidad, la eterna edad. Puro disfrute. Donde la vida es tierna.

El período medieval dio lugar a una espiritualidad de sumisión meritoria, basada en la obediencia a quienes representaban a Dios en el mundo: papas, reyes, abades y príncipes. Los creyentes vivían recluidos en esta Tierra considerada el centro del Universo (GUITTON, 1992).

La modernidad cambió el eje de la Tierra al Sol, estableció distancia entre el ser humano y el conjunto de la naturaleza, y estableció la espiritualidad de la conquista y – en el rescate del clasicismo griego – del héroe capaz de subir montañas a través de los escalones de las virtudes.

Ahora, la posmodernidad restaura la comunión holística entre el ser humano y la naturaleza, y nos invita a una espiritualidad sin mediaciones institucionales, centrada en la subjetividad abierta a lo Trascendente (RUMI, 1993). Esto se debe a que descubrimos que no fuimos caprichosamente creados por las manos de Yahweh. Somos hijos de simios y nuestros cuerpos están tejidos con átomos producidos hace 13,7 mil millones de años en el calor de las estrellas. La tierra que habitamos es solo un punto diminuto en las afueras de una estrella de quinta magnitud, el Sol, una de las 100 mil millones de estrellas que iluminan la Vía Láctea que se extiende a través del espacio cósmico de más de 200 mil millones de galaxias similares (BETTO, 2012).

¿Estaremos perdidos, sin salidas y sin metas? Sí, en el caso de que busquemos nuestro eje en algún punto geográfico, “en Jerusalén o en el monte Garizim”, como le pidió la samaritana a Jesús (Juan 4). Y él respondió que, ahora, se trata de adorar “en espíritu y en verdad”. La dimensión subjetiva (despojamiento) y la dimensión objetiva (coherencia).

Por tanto, no hay riesgo de perdernos si creemos, como decía san Agustín, que “Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos” (AUGUSTINHO, 2017). Y la teoría de la relatividad viene en nuestra ayuda para especificar que el centro del Universo es siempre el punto donde se encuentra el observador. Así, de una cosmología geocéntrica, se cambió una cosmología heliocéntrica y, ahora, vivimos el advenimiento de una cosmovisión antropocéntrica. Esto tiene importantes consecuencias para la espiritualidad. Ese niño de la calle, babeante, raquítico, es el centro del Universo. Y, según el Evangelio, morada viva de Dios (Juan 14,23).

3 Cosmologías y espiritualidades

Cada vez que cambia la cosmología, cambia nuestra idea del mundo, del ser humano y de Dios. Así fue cuando la modernidad abandonó la concepción geocéntrica de Ptolomeo para abrazar la concepción heliocéntrica de Copérnico. Miguel Ángel, en su fresco en el techo de la Capilla Sixtina, retrató bien esta transición del teocentrismo al antropocentrismo. Yahvé, cubierto de túnicas y barbas, extiende su dedo al Adán desnudo atraído magnéticamente hacia la Tierra, y Adán se esfuerza, también con el dedo extendido, por no perder el contacto con la fuente original.

El Dios inefable y pleno de atributos griegos del tomismo, dio paso al Dios amoroso cantado como “el Amado” por Teresa de Ávila y Juan de la Cruz y, poco antes, por el anónimo inglés de La nube del no saber (ANÓNIMO, 1998). Como en Elías, el fuego que sacudió los cimientos del mundo fue reemplazado por la suave brisa (1 Reyes 19,10-15).

Ahora somos contemporáneos de un nuevo cambio en los paradigmas cosmológicos. La mecánica celeste de la física de Newton, que explica muy bien lo infinitamente grande, da paso a la teoría de la relatividad de Einstein y, sobre todo, a la física cuántica de Planck, Bohr y Heisenberg, para explicar mejor lo infinitamente pequeño. A Teilhard de Chardin le hubiera gustado presenciar la confirmación científica de sus intuiciones sobre el corazón del Universo y el tejido de la materia (BETTO, 2011).

Universo, materia y espíritu son un solo tejido de líneas atómicas, en el que los místicos descifran el diseño del rostro de Dios. Es le milieu divin, el medio divino, centrado en el Punto Omega, el eje magnético que baña la energía divina toda la Creación. (CHARDIN, 1980).

4 Del determinismo a la indeterminación

Los paradigmas de la modernidad se basan en la filosofía de Descartes y la física de Newton. Racionalismo y determinismo serían las claves para llegar al conocimiento científico, libre de injerencias subjetivas, prejuicios y supersticiones. Llevada al paroxismo, la mecánica clásica -que describe las leyes deterministas que gobiernan el macrocosmos- sugirió al pensamiento marxista la idea, considerada ineludible y científica, de que el determinismo histórico gobernaría las sociedades hacia formas más perfectas de convivencia humana. Así, el materialismo histórico explicaría el avance del feudalismo al capitalismo y, de éste, al socialismo, sin evidencia de retrocesos sustanciales.

Ahora bien, el Muro de Berlín también cayó sobre esta transposición de la mecánica clásica a las ciencias sociales, enterrando el determinismo histórico y, con él, los paradigmas que daban una aparente consistencia a la modernidad. Para salvarnos de las teorías hipotéticas del caos y el azar, la formulación de nuevos paradigmas debe tener en cuenta dos parámetros fundamentales, derivados de la física cuántica (que se ocupa del microcosmos o partículas – quantum – existentes dentro del átomo): el principio de indeterminación o incertidumbre, de Werner Heisenberg, y el principio de complementariedad, de Niels Bohr (HEISENBERG, 1961).

El carné de identidad química del átomo se encuentra en el número de protones que contiene su núcleo. Son ellos los que determinan la carga eléctrica del núcleo, que a su vez proporciona el número de electrones en órbita alrededor del núcleo. Un solo átomo de hidrógeno tiene un solo protón, que también es su núcleo, rodeado por un electrón. Los átomos más pesados ​​tienen más protones y neutrones, y también más electrones que coronan el núcleo.

Medir la ubicación y trayectoria de miles de millones de partículas y, con los resultados, predecir el movimiento de los protones, es física clásica. Heisenberg pretendía demostrar que nunca podremos saber todo sobre los movimientos de una partícula. Aunque seamos conscientes de que en la ciencia todo resultado es provisional, no se puede dejar de admitir que el principio de indeterminación revolucionó la visión que tenía la física newtoniana del mundo. Ahora la física cuántica desafía nuestra lógica. Cuando un fotón, que es un quantum, alcanza un átomo y obliga al electrón a pasar instantáneamente de la órbita inferior a la superior, el electrón, como un acróbata, lo hace sin cruzar el espacio intermedio. Es lo que se llama salto cuántico que, además de ser un desafío científico, también es un problema filosófico. Es esta misma incertidumbre cuántica la que explica la colisión de protones con protones en las estrellas, lo que, a la luz de la física clásica, parece tan imposible como un buey volador. (ZOHAR, 1991).

Es más fácil creer en el buey volador que acoger sin interrogantes la teoría cuántica. El propio Einstein, uno de los pioneros de esta teoría y que formuló la hipótesis del fotón como un quantum de luz, llegó a afirmar que estaba íntimamente convencido de que los físicos no podían contentarse durante mucho tiempo con esta “descripción insuficiente de la realidad”. No estaba de acuerdo con la interpretación probabilística de la mecánica cuántica. Pero, por lo general, la insuficiencia no está en la naturaleza, sino en nuestra cabeza, lo que no significa que podamos alimentar la pretensión de penetrar todos los secretos de la naturaleza. Como si fuera una joven modesta, conservará para siempre ciertos misterios, como argumenta la Escuela de Copenhague al demostrar que ciertos accesos no están permitidos por la propia naturaleza (DAVIES, 1994).

Sin embargo, cuando Aristarco afirmó, diecisiete siglos antes de Copérnico, que la Tierra gira alrededor del Sol, los griegos apelaron al sentido común y convocaron a nuestros sentidos como testigos confiables de que la Tierra no se mueve, incluso si lo hiciera, los habitantes de Atenas serían arrojados por el viento hacia el Este, y los atletas de Olimpia darían un salto más grande que las piernas. Siglos después, se aplicó la misma lógica, en vano, para intentar descartar las teorías de Copérnico y Galileo.

5 Realidades excluyentes y, sin embargo, complementarias

La ruptura decisiva de la física cuántica con la física clásica se produjo en 1927 cuando Heisenberg estableció el principio de incertidumbre: se puede conocer la posición exacta de una partícula (un electrón, por ejemplo) o su velocidad, pero no ambas al mismo tiempo. (HEISENBERG, 1961).

Es imposible saber, simultáneamente, dónde está un electrón y hacia dónde se dirige. Se puede saber dónde está, pero nunca capturar su velocidad al mismo tiempo. Se puede medir su trayectoria, nunca su ubicación exacta.

En una cámara húmeda podemos observar la dirección en la que se mueve un protón, hasta que atraviesa el vapor de agua, cuando su desaceleración nos impedirá saber dónde se encuentra. La alternativa consiste en irradiar el protón tomando una foto de él, pero la luz o cualquier otra radiación utilizada en la fotografía lo desviará de su trayectoria, por lo que nunca sabremos cual habría sido su trayecto si no hubiese sido perturbado por el científico paparazzi.

Al contrario de lo que suponía Einstein, Dios parece jugar a los dados con el Universo. Las leyes inmutables y predecibles de la naturaleza en su dimensión macroscópica no se aplican a la dimensión microscópica; este es el descubrimiento fundamental de la física cuántica.

En la esfera de lo infinitamente pequeño, de acuerdo con el principio cuántico de indeterminación, el valor de todas las cantidades mensurables – velocidad y posición, momento y energía, por ejemplo – está sujeto a resultados que permanecen en el límite de la incertidumbre. Esto significa que nunca tendremos un conocimiento completo del mundo subatómico, donde los eventos, como pensaba Newton, no están necesariamente determinados por las causas que los preceden. Todas las respuestas que, en esa dimensión, nos brinda la naturaleza, se verán comprometidas ineludiblemente por nuestras preguntas.

¿Esta limitación de conocimiento no estaría condicionada actualmente por los recursos tecnológicos con los que contamos? ¿No podría crearse, en el futuro, un dispositivo capaz de seguir el movimiento del protón sin interferir en su trayectoria? La incertidumbre cuántica no depende de la calidad técnica del equipo utilizado para observar el mundo subatómico. Esta es una limitación absoluta (CAPRA, 1996).

En el mundo cuántico, la naturaleza es, por tanto, dual y dialógica. Dual, y no dualista, en el sentido platónico, pero, como enfatizó el físico danés Niels Bohr, en una interacción de complementariedad. También fue en 1927 cuando Niels Bohr formuló el principio de complementariedad. En el interior del átomo, la materia aparece con una aparente dualidad, a veces comportándose como partículas, que tienen trayectorias bien definidas, a veces comportándose como una onda, interactuando sobre sí misma. Ella es ser y no ser, hasta el punto de que los físicos toman prestados conceptos de la espiritualidad oriental para intentar definir los nuevos datos científicos. (ZOHAR, 1991).

De hecho, en el mundo cuántico, onda y partícula no son mutuamente excluyentes, aunque lo sean a la luz de nuestro lenguaje, que todavía es incapaz de desprenderse de los parámetros de la física clásica. Al establecer el principio de complementariedad, Bohr articuló dos concepciones que, a la luz de la física clásica, son contradictorias.

Bohr demostró que la noción de complementariedad se puede aplicar a otras áreas del conocimiento, como la psicología, que revela la complementariedad entre razón y emoción; el lenguaje (entre el uso práctico de una palabra y su definición etimológica); ética (entre justicia y compasión) etc. En resumen, hay más conexiones que exclusiones entre los fenómenos que el racionalismo cartesiano pretende distintos y contradictorios. ¡Este es el advenimiento de la holística! (BOHR, 1995).

Si un electrón aparece a veces como una onda, a veces como una partícula, energía y materia, Yin y Yang, esto significa que cesa la autonomía del reino de la objetividad: hay una interrelación entre observador y observado. Se derrumba, de este modo, el dogma de la inmaculada concepción de la neutralidad científica (JAPIASSU, 1975). La naturaleza responde a las preguntas que nos planteamos. La conciencia del observador influye en la definición e incluso en la existencia del objeto observado. Entre los dos hay un mismo sistema. Miro el ojo que me mira.

En 1926, en conversación con Heisenberg, Einstein le dijo: “Observar significa que construimos alguna conexión entre un fenómeno y nuestra concepción del fenómeno”. Así, la física cuántica afirma que no es posible separar cartesianamente por un lado la naturaleza y por otro, la información que se tiene sobre ella. En última instancia, predomina la interacción entre lo observado y el observador. De esta interacción sujeto-objeto trata el principio de indeterminación. Y sobre él, se erige la visión holística del Universo: hay una conexión íntima e indestructible entre todo lo que existe, desde las estrellas hasta el helado que disfruta un niño, desde las neuronas en nuestro cerebro hasta los neutrinos dentro del Sol. Mi yo está constituido por la misma energía primordial del Todo. Por tanto, todo lo que existe preexiste, subsiste y coexiste (BRANDÃO, 1991).

6 Espiritualidad cósmica y holística

Para los Hechos de los Apóstoles, “en él vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28). El Dios de Jesús es el mismo Dios creador y liberador. La física cuántica nos permite saber que, dentro del átomo, la materia es energía y la energía es materia. Como se dio cuenta Teilhard de Chardin, el Universo entero es una expresión sensible de una profunda densidad espiritual  (CHARDIN, 1963). Todo el material que teje la textura de la naturaleza no es más que energía condensada. No se trata, por tanto, de ceder al panteísmo y creer que todas las cosas son dioses. Mejor panenteísmo, es decir, Dios se manifiesta en todas las cosas, según capta la mirada del místico.

Quizás haya una sola tristeza, la de no hacer del Amor la única religión. ¿Qué más importa? No hay nada sustancialmente importante además de este movimiento ascendente engendrado en el útero de la naturaleza, donde el caos ha sido fertilizado por la luz, capaz de reunir materia infinitesimal y agregarla en quarks, electrones, protones, átomos, moléculas y células.

Esta emergencia, tan bien celebrada por Teilhard de Chardin en sus textos, deja a la naturaleza preñada de historia, con su vientre lleno ofreciendo todas las formas de vida posibles, y confirmando la intuición primordial de que todo el Universo no busca otra cosa más allá del Amor. (CHARDIN, 1962).

No importa si el movimiento parte de la mónada que tiembla al contacto con el agua o de la mujer que gime bajo el cuerpo rígido del amado. Hay, a lo largo de este camino, una sed insaciable de fusión, de comunión, que nos hace sentir una atracción compulsiva por la belleza, por la unidad, por todo aquello que nos trae armonía interior y exterior.

Sin embargo, el Amor siempre se nos escapa, como si quisiéramos retener el agua nutritiva de la fuente con nuestras manos. Y, al escapar, abre grietas en nuestro ser y en nuestra convivencia social. La nostalgia del amor genera desilusión y, con ella, esta forma disminuida de desesperación que consiste en querer institucionalizar la encantadora fluidez de la vida. Como no podemos volar y ni siquiera sabemos apreciar el vuelo libre de las aves, hacemos jaulas. Contienen aves, pero nos impiden disfrutar de la belleza del vuelo (CARDENAL, 1989).

Así ocurre en las relaciones contaminadas por la rutina, donde el deber reemplaza al placer y el beso siempre es despedida, nunca encuentro. O en Iglesias que creen aprisionar en los sagrarios la fuerza revolucionaria de la presencia de Jesús. Ahora, el vigoroso ascenso de la vida rompe necesariamente todos los límites impuestos por la razón implacable, indócil ante la imposibilidad de producir, dentro de la jaula, la curva sincronizada del vuelo que marca de infinito el horizonte.

El rostro del niño nunca corresponde al sueño de los padres y no hay dos panes, hechos por las mismas manos, con el mismo sabor. En el acto verdaderamente creativo, hay un punto de ruptura con el proyecto inicial: es cuando brota y se expande lo que hay de divino en cada creador, no importa si es la luz blanca que envuelve de silencioso sosiego el restaurante La Sirene, en el dibujo de Van Gogh, o el feto que toma forma en vientre materno.

Es este salto el que asusta tanto a la razón institucionalizada (COX, 1974).

Podemos aplicar estos principios a la historia de las religiones. En el pasado, no había conciencia de la interacción entre los fenómenos de la naturaleza. El mundo era una realidad fragmentada. La luz del día se oponía a la oscuridad de la noche, al igual que las tormentas y los relámpagos, los terremotos y los volcanes se veían como manifestaciones de la ira de los dioses. Principios antagónicos regían la morada de los vivos. Este aparente antagonismo entre fuerzas opuestas de la naturaleza creó el caldo de cultura favorable al politeísmo y la multiplicidad de deidades griegas.

La fe monoteísta de Abraham corresponde a una nueva visión del Universo. Se cierra el abanico. Ahora, todo depende de un solo principio: Yahweh. Es el creador de todas las cosas que, a través de su palabra, aparecen en la sucesión paradigmática de los siete días de la Creación. En la cultura semítica, 7 significa “muchos”, ya que el símbolo matemático ∞ significa “infinito”. Es por eso por lo que nuestros pecados serán perdonados “setenta veces siete …” El relato del Génesis propone la evolución de la naturaleza que la ciencia constataría muchos siglos después (HAWKING, 1988).

Aunque la creencia en un Dios único y creativo nos lleve a percibir la correlación entre todas las cosas creadas, la razón instrumental abrió una escisión entre la naturaleza y el ser humano. A diferencia de los pueblos indígenas que todavía están tribalizados, no vemos la naturaleza como un sujeto, sino como un objeto. La Mona Lisa de Leonardo da Vinci simboliza esta distancia entre los seres humanos y la naturaleza. En las pinturas medievales, las figuras humanas aparecen insertadas en el paisaje. De repente, vemos el rostro de una mujer, la de la Mona Lisa, interpretada por Leonardo da Vinci, sin que ni aparezca el resto del cuerpo. Comienza el proceso que daría lugar al Cogito ergo sum de Descartes, que rompe los lazos que unen el mundo interior y el mundo exterior. Fuera de la razón, capaz de desentrañar el mundo exterior sin depender de supersticiones y creencias, no hay salvación, proclamaron los padres de la modernidad.

7 Una visión holística de lo real, donde la diferencia no coincide con la divergencia

Para Descartes, el mundo era una máquina de la que los seres humanos son maestros y propietarios. La física de Newton permitirá el conocimiento científico de esta máquina, basta con desmontarla en sus partes constituyentes. Francis Bacon dirá que debemos “arrancar los secretos de la naturaleza mediante la tortura” (1653). Así, la ruptura entre un dato de la naturaleza – el ser humano – y el conjunto de la Creación, hizo que se perdiera la aprehensión cualitativa de la naturaleza, prevaleciendo su dimensión cuantitativa, medible (WEBER, 1991). Dios se convirtió en un fabricante de máquinas. El relojero invisible de Newton, capaz de dotar al Universo de leyes tan lógicas como el mundo de crear sociedades tan perfectas como, supuestamente, la institución eclesiástica …

Para el principio de indeterminación -que supone el de complementariedad- existe una conexión intrínseca entre conciencia y realidad. Así como la plenitud espiritual también se logra a través de la abstinencia, renunciando al imperio de los sentidos, no es posible comprender la teoría cuántica sin renunciar al concepto tradicional de materia como algo sólido y palpable.

En el umbral de este nuevo paradigma -que algún día también será viejo- debemos dejar atrás ideas que, a lo largo de las generaciones, han sido consideradas universales e inmutables.

Según los padres de la teoría cuántica, Heisenberg y Bohr, en la esfera subatómica, conceptos sensatos como distancia y tiempo, y la división entre conciencia y realidad, dejan de existir. De modo que los científicos se ven obligados a renunciar a la simetría que tanto los seduce para doblegarse a la imposición de la naturaleza, porque quien gobierna el átomo no es la mecánica newtoniana, sino la mecánica cuántica.

En la esfera de lo infinitamente pequeño, la ciencia se ve obligada a entrar en el reino impredecible y oscuro de las probabilidades. El principio de indeterminación revoluciona nuestra percepción de la naturaleza y la historia. Y nos hace tomar consciencia de que, en la naturaleza, la incertidumbre cuántica no está presente solo en las partículas subatómicas. Miles de millones de años después del predominio cuántico en los albores del Universo, emergería un extraño e inteligente fenómeno dotado de la imprevisibilidad inherente a su libre albedrío: los seres humanos. (CHARDIN, 1955).

8 Rescate cuántico del sujeto histórico

El principio de indeterminación también se aplica a la historia. La libertad humana es un reducto cuántico. A menudo vemos personas a las que podríamos llamar “partículas”, como los políticos, y otras que se parecen más a “ondas”, como los artistas. En cada uno de nosotros se manifiesta también esta doble dimensión, superponiéndose, como análisis e intuición, razón y corazón, inteligencia y fe. Una expresión humana típicamente cuántica es el jazz, donde cada músico improvisa dentro de las leyes de la armonía, interpretando su propia melodía con su instrumento. No es posible predecir exactamente la intensidad y el ritmo de cada improvisación, sin embargo, el resultado es siempre armonioso.

No existen leyes ni cálculos que predigan lo que hará un ser humano, aunque sea un esclavo. En el núcleo central de nuestra libertad, la conciencia, nadie puede penetrar. Ni siquiera se puede obligar al ser humano a la aceptación de la verdad. Tomás de Aquino, que no sabía nada de física cuántica, pero sabía mucho de la condición humana, llega a decir que es “ilícito incluso el acto de fe en Cristo realizado por alguien que, absurdamente, estaba convencido de obrar mal al hacerlo”. (LIMA VAZ, 1999).

El rescate de la libertad humana a través de la óptica cuántica y, por tanto, el abandono de los viejos esquemas deterministas reinstala al ser humano como sujeto histórico, superando cualquier intento de atomización y potenciando su interrelación con la naturaleza y con sus semejantes. Esta visión holística también descarta los intentos de aprisionar al individuo en un mundo sin historia, ideales y utopías, restringido a los medios de supervivencia y sujeto a las leyes implacables del mercado.

Cualquier síntesis es incómoda para cualquiera de los extremos. La reintroducción de la subjetividad en la esfera de la ciencia afecta a   los bloqueos emocionales asentados en profundas raíces históricas. En nombre de la fe, una experiencia subjetiva, innumerables científicos, etiquetados como herejes o magos, fueron condenados al fuego de la Inquisición. A mediados del Renacimiento, Giordano Bruno murió quemado y Galileo se vio obligado a retractarse. Con la Ilustración, en el siglo XVIII, los científicos asumieron la hegemonía del conocimiento y el control de las universidades, identificando creatividad y libertad con objetividad, y relegando a la subjetividad todo lo que parecía irracional e intolerante (EINSTEIN, 1981).

En la práctica, todavía estamos lejos de rescatar la unidad. En Occidente, las universidades permanecen cerradas a métodos de conocimiento y experiencia simbólica como la intuición, la premonición, la astrología, el tarot, el I Ching y, en el caso de América Latina, las religiones y ritos y mitos de origen indígena y africano.  Tales “supersticiones” son ignoradas por los currículos académicos, aunque hay teólogos que leen las manos y asisten a terreiros y mães de santo[1], así como profesores y alumnos que consultan el I Ching, las cartas del Zodíaco y los búzios[2].

Por otro lado, en las escuelas de formación religiosa o teológica todavía no hay lugar para la actualización científica, ni se mira al cielo a través de las lentes de la astronomía ni a la intimidad de la materia a través de ecuaciones cuánticas. La pluridisciplinariedad, hacia la epistemología holística, sigue siendo un desafío y una meta. Sin embargo, hay motivos para el optimismo cuando vemos la creciente apertura de la cartesiana medicina occidental a la acupuntura y el interés de científicos de renombre por la sabiduría contenida en las culturas de India y China. Y hay motivos para regocijarse al leer en la encíclica socioambiental Laudato Si, del Papa Francisco, que “todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su ilimitado cariño por nosotros. El sol, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios” (LS 84).

La teología enseña que hay tres fuentes de revelación divina: la Biblia, el magisterio y la tradición de la Iglesia. El Papa Francisco se atreve a incluir una cuarta, la naturaleza: “Junto con la Revelación propiamente dicha, contenida en la Sagrada Escritura, se produce una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche” (LS 85).

En política se habla cada vez más de ética y, en religiones, se recupera la dimensión mística. La ecología rehumaniza la relación entre los seres humanos y la naturaleza, y las comunicaciones reducen el mundo a una aldea global. Queda por afrontar el gran desafío de poner el capital -en forma de dinero, tecnología y conocimiento- al servicio de la felicidad humana, rompiendo las barreras de la discriminación racial, social, étnica y religiosa. En ese momento, encontraremos los caminos que conducen al jardín del Edén.

9 La era de la mística          

André Malraux sugirió que el siglo XXI sería la era de la mística. El teólogo Karl Rahner predijo que el hombre del futuro será místico, alguien que experimenta algo o no podrá ser religioso. Como decía Newman, una fe pasiva, de herencia familiar, corre el riesgo de desembocar, en las personas cultas, en indiferencia; en la gente sencilla, en superstición.

Dios se comunica con nosotros a través de las fuentes de su revelación y su Espíritu. Nos comunicamos con Dios a través de los sacramentos, la oración, la apertura a su gracia. Esto es religiosidad. Una comunicación intensa se convierte en comunión. Esto es místico.

Dios es, en la experiencia fundacional de Elías, una suave brisa (1 Reyes 19, 10-15). Para Jesús, el Espíritu divino es como el viento que sopla donde quiere; escuchamos su ruido, pero nadie sabe de dónde viene ni hacia dónde va (Jn 3,8).

Espiritualidad es hacer experiencia de ese Ser. Por lo tanto, la espiritualidad requiere más que la adhesión de la inteligencia a las verdades reveladas. Exige apertura a lo Trascendente y, en las relaciones personales, la práctica del amor, inclusive al enemigo (Mt 5,43-44); y, en las relaciones sociales, compartir los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano. Raíz y fruto no pueden estar separados.

La tradición religiosa nos ofrece una amplia gama de espiritualidades: hindú, judía, cristiana, islámica; y, dentro del cristianismo, católica, ortodoxa, protestante; y, dentro del catolicismo, benedictina, franciscana, dominicana, jesuita, carmelitana, vicentina, etc. Lo que identifica estas diversas espiritualidades es abrir al ser humano la posibilidad de transformar el corazón de piedra en un corazón de carne, deshacerse de los miedos y egoísmos, volverse mejores, más compasivos y solidarios, despojados de los apegos e ilusiones que dificultan una existencia marcada por el predominio de lo espiritual. A su vez, lo que caracteriza a la espiritualidad cristiana es todo eso centrado en el seguimiento de Jesús (BETTO, 2015).

Al entrar a una librería católica, encontramos una sección de espiritualidad. Allí, los grabados muestran imágenes de montañas al amanecer, lagos paradisíacos, bosques otoñales cubiertos de hojas y atravesados ​​por rayos dorados del sol. Este es también el caso de las portadas de los libros de espiritualidad cristiana. Lo que sugieren esas imágenes es que estaremos más cerca de Dios cuanto más lejos del mundo.

Al observar aquellas fotos, pienso en los trabajadores y desempleados que durante años asesoré en la Pastoral Obrera del ABC en São Paulo. Al considerar las tribulaciones de sus vidas, siempre amenazadas por la pobreza, solo regalándoles un boleto a Suiza para que puedan acercarse a Dios …

Afortunadamente, esas sugerencias monásticas poco tienen que ver con el paradigma de la espiritualidad cristiana: Jesús de Nazaret. Lo que nos comunica el Evangelio está más cerca de las fotos de Sebastião Salgado. Jesús es aquel que vivió la espiritualidad del conflicto. El conflicto marcó toda su existencia, desde la fase prenatal, por la desconfianza del adulterio de María, hasta la muerte como maldito en la cruz. Por tanto, se engañan quienes buscan una espiritualidad desencarnada en nombre del Verbo encarnado.

Las pautas de la espiritualidad de Jesús están muy bien delineadas en el Sermón de la Montaña, especialmente en las Bienaventuranzas, en el capítulo 25 de Mateo, y en los capítulos 13 al 17 de Juan. Dos aspectos las caracterizan: la apertura a quienes necesitan los dones esenciales para la vida y la intimidad con Dios, sobre todo en los momentos especialmente reservados para orar a solas (Lucas 6,12; 9,18). Jesús se deja desinstalar permanentemente por el prójimo y por el Padre. El Espíritu de Dios no cabe dentro de los límites geométricos de nuestros apegos y proyectos, ya que, en el camino que va de Jerusalén a Jericó, siempre hay alguien que requiere nuestro cambio de ruta.

Todas las peticiones que Jesús escucha se reducen a dos: “Señor, ¿qué debo hacer para merecer la vida eterna?” Esta primera pregunta nunca sale de la boca de un pobre. Esto es lo que piden los que ya tienen asegurada la vida terrena: Nicodemo, Zaqueo, el hombre rico y el doctor de la ley en la parábola del buen samaritano. A estos Jesús responde con desagrado e ironía.

La segunda petición viene de la boca de los pobres: Señor, tengo la mano seca y necesito trabajar; mi hija está en agonía y la quiero viva; mi criado está enfermo y quiero verlo en buena salud; mi ojo está ciego y quiero ver, etc. A quienes piden vida en esta vida, Jesús les responde con compasión y cariño. Porque vino “para que todos tengan vida y vida en plenitud” (Jn 10,10).

10 Espiritualidad en la posmodernidad

Nosotros, hombres y mujeres de la modernidad, somos hijos de padres separados: cultura semítica, no dualista, y cultura griega, dualista, cuyo matrimonio fue bendecido por San Agustín. La lectura de la Biblia con lentes griegas favoreció una espiritualidad donde predominaba la adhesión a un catálogo de verdades sobre la conversio cordis y conversio morum: cambio de valores, hábitos y actitudes.

Platón había situado las ideas en un mundo aparte, contrario a nuestra sensibilidad. Aristóteles tuvo el mérito de encarnarlas en el corazón de la materia. No hay ideas a no ser a través de la puerta de los sentidos. Ahora bien, ¿no hay algo platónico en una espiritualidad que pretende prescindir de los sentidos? El ascetismo medieval, influenciado por Plotino, creó el antagonismo entre cielo y tierra, sobrenatural y natural, cuerpo y espíritu y, en consecuencia, Iglesia y mundo. El racionalismo moderno ha definido campos entre lo profano y lo sagrado, la religión y la política, la Iglesia y el Estado. A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César …

La posmodernidad hace que la experiencia religiosa sobrepase los límites de las instituciones religiosas e irrumpa en los círculos científicos y políticos. El mundo se reencanta, suprimiendo las mediaciones entre lo humano y lo sagrado. Los físicos buscan ansiosamente lo que está en la mente de Dios, y políticos, como Gandhi, Luther King y Mandela, extraen de sus experiencias y creencias religiosas la ética que guía sus actividades políticas.

Al igual que el juego de búsqueda de Wally, hoy nadie más escucha el anuncio de Nietzsche de que Dios ha muerto, y todos preguntan: ¿Dónde está Dios? (BETTO, 2013).

Hay multitud de respuestas. La Nueva Era se apresura a proponer movimientos religiosos sin iglesias, sin mandamientos, sin Dios, bien adaptados al individualismo que marca la sociedad actual. Habría una especie de conspiración cósmica universal, que hace converger energías positivas a través del yoga, la meditación trascendental, la medicina alternativa, la alimentación macrobiótica. La relación entre los seres humanos y la naturaleza ya no es conflictiva; la serenidad favorece el amor; la paz interior se convierte en el bien mayor.

Todo esto es bueno, siempre y cuando no caigas en la trampa del sistema de dominación, que pretende aislar en islas de utopías aquellas energías que podrían converger para transformarlo. Cambio mis hábitos, pero no cambio el mundo. Excepto por las ballenas, pero no me esfuerzo por liberar del hambre a los niños del África subsahariana. Busco mi serenidad, sin amenazar las estructuras sociales que perpetúan las desigualdades y engendran violencia.

El sistema no es indiferente a tales manifestaciones. Por eso, busca cooptarlas. El consumismo construye centros comerciales con líneas arquitectónicas de catedrales estilizadas; transfiere los iconos a los objetos de consumo; hace del mercado un templo; y los índices bursátiles y las fluctuaciones del dólar se convierten en los oráculos que deciden nuestra salvación o perdición.

En ausencia de utopías y alternativas históricas, es la experiencia religiosa la que da sentido a la vida de las personas. Aunque esta experiencia está inversamente contenida en el valor agregado a una mercancía: el coche que me hace más importante; la ropa de marca que me hace más notable; los hábitos de consumo que me introducen en el estrecho círculo de quienes, en la vida, son canonizados por el estatus que disfrutan.

La religión hoy tiene que ser una elección del sujeto, lo que implica cierta experiencia. Ya no se nace religioso. Se adhiere a una de las propuestas del mercado de la credulidad. Se adopta un estilo de religiosidad deliberadamente sincrético, con elementos de múltiples tradiciones. Se convierte a comunidades capaces de configurar entre sí sus sistemas de creencias, prácticas, actitudes y ritos, que constituyen el cuerpo de mediaciones de cada religión. La era de la subjetividad traslada el centro de la religión a la experiencia personal, que requiere el factor místico, como personalización de la experiencia religiosa.

El desafío ahora es rescatar la dimensión cósmica e histórica de la revelación judeocristiana y romper el dualismo entre Marta y María. Nuestro Dios no es un dios cualquiera. Tiene una impronta histórica, un currículum, es el “Dios de Abraham, Isaac y Jacob”. Es el Dios de Jesús y los apóstoles. Es el Dios creador. A su vez, la acción debe surgir de la contemplación y la contemplación debe alimentar la acción. “Marta y María deben estar juntas para albergar al Señor …” (Teresa de Ávila, Moradas 4, 12).

Debemos aprender de los místicos a relativizar las mediaciones que nos llevan a la unión con Dios. El templo no es mejor que la calle; la vida religiosa no es mejor que la profana; la liturgia no es mejor que el trabajo; el bosque bañado al amanecer no es mejor que las fábricas de ABC paulista. El encuentro con Dios no se hace por éxtasis o emociones piadosas. Se hace a la manera del Samaritano, cuando alimentamos al hambriento y damos de beber al sediento. Se da por el sentido histórico que nos lleva al lugar que tenemos por delante: el Reino de Dios.

11 Diafanía

Identificar el ideal de la vida cristiana con la figura tradicional del místico, el anacoreta, el monje, es proponer al pueblo de Dios una entrega al universo religioso y un radicalismo ascético incompatible con la vida actual, la familia, la profesión. Es dividir la vida cristiana entre un pequeño grupo de personas selectas llamadas a la perfección y el resto, obligado a conformarse con una vida mediocre. Rahner habló de “mística cotidiana” y de la “intensa experiencia de Trascendencia”. J.B.Metz enfatiza la “mística con los ojos abiertos”. Levinas enfatizó el carácter ético de la espiritualidad cuando afirmó que “la voz de Dios es el rostro de los demás” (RAHNER, 1969).

Por tanto, debemos aprender de Jesús a conciliar el anuncio del Reino en medio de la multitud y los momentos de intimidad solitaria con el Padre. Oración y acción como caras de una misma moneda. Así, si somos capaces de reconocer el carácter sacramental de la naturaleza y encontrar el tesoro escondido en el rostro de quien se identificó con los condenados de la Tierra (Mt 25,31), entonces habremos encontrado el Agua Viva que sale de nuestro propio pozo (BETTO, 2019).

Todo lo dicho arriba parece resumirse en este texto de La Misa sobre el Mundo, que Teilhard de Chardin escribió en China, en 1923, en el desierto de Ordos:

Cristo glorioso, influencia secretamente difundida en el seno de la Materia y Centro deslumbrador en el que se encuentran las innumerables fibras de lo Múltiple, potencia implacable como el Mundo y cálida como la vida. Tú, en quien la frente es de nieve, los ojos de fuego, y los pies son más centelleantes que el oro en fusión; tú, cuyas manos aprisionan las estrellas, tú, que eres el primero y el último, el vivo, y el muerto y el resucitado; tú, que concentras en tu unidad exuberante todos los encantos, todos los gustos, todas las fuerzas, todos los estados; a ti era a quien llamaba mi ser con un ansia tan amplia como el Universo: ¡Tú eres realmente mi Señor y mi Dios!

Señor, introdúceme en lo más profundo de las entrañas de tu corazón. Y una vez ahí, abrázame, purifícame, inflámame, sublímame hasta la más completa satisfacción de tus gustos y hasta la más completa aniquilación de mí mismo.

Toda mi alegría y mis éxitos, toda mi razón de ser y mi gusto por la vida, Dios mío, penden de esa visión fundamental de tu conjunción con el Universo. ¡Que otros anuncien, conforme a su función más elevada, los esplendores de tu puro Espíritu! Para mí, dominado por una vocación anclada en las últimas fibras de mi naturaleza, no quiero ni puedo decir otra cosa que las innumerables prolongaciones de tu Ser, encarnado a través de la materia: ¡nunca sabría predicar más que el Misterio de tu Carne, oh, alma que transparece en todo lo que nos rodea!

A tu Cuerpo, con todo lo que comprende, es decir al mundo transformado, por tu poder y por mi fe, en el crisol magnífico y vivo en el que todo desaparece para renacer me entrego para vivir y para morir en tu servicio, Jesús.

Muchos siglos antes de Teilhard de Chardin, el apóstol Pablo nos aseguró:

La propia naturaleza creada será liberada de la servidumbre de la corrupción en que se encuentra para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación todavía gime a una, como si tuviera dolores de parto. Y no solo ella, sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra adopción como hijos, y la redención de nuestro cuerpo. (Rm 8, 21-23).

Frei Betto es fraile dominico y escritor, asesor de movimientos pastorales y sociales. Texto original portugués. Postado en diciembre del 2020.

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[1] Nota del traductor: terreiros son los espacios en los que se celebran los ritos de los diferentes cultos afrobrasileños, como la macumba y el candomblé (religiones importadas desde África por los esclavos, que fueron desarrolladas en Brasil y que pervive arraigada en algunos estamentos populares); mãe de santo es la mujer responsable del culto, es la   oficiante de estos ritos.

[2] Búzios es una de las artes adivinatorias utilizadas en las religiones tradicionales africanas y en las religiones de la diáspora africana instaladas en muchos países de América.