La fe

Índice

Introducción

1 Dimensión antropológica de la Fe

2 Dimensión teologal de la Fe

3 Dimensión comunitaria de la Fe

4 La transmisión de la Fe

 Introducción

Por medio de la Fe, el ser humano pretende fundar su realidad inmanente en la Realidad transcendente de Dios, en quien cree. Pero Dios es Dios, a quien “nunca ha visto nadie” (Jn 1, 18).  De ahí la complejidad planteada en la reflexión sobre la experiencia de fe; pues el “objeto” al que pretende remitir tal experiencia escapa a toda posible verificación directa. Dios es “oculto” (Is 45,15). Siendo así, “ninguna religión que no nos diga que Dios está oculto es verdadera y ninguna teología que no dé razón de esto es instructiva. Eso es todo para nosotros: Vere Tu es Deus absconditus… Aun así, la naturaleza es tal que por todas partes nos indica la existencia de un Dios oculto, tanto en el hombre como fuera del hombre” (PASCAL, 1858, XII, 5 y XIII,3). La Fe es, pues, necesariamente una ‘opción’ interpretativa de la realidad que puede ser abordada desde perspectivas diversas.

1 Dimensión antropológica de la Fe

El ser humano está inserto en el mundo sensorial y se relaciona con él sólo a través de los sentidos. No hay ideas innatas. Tampoco las ideas religiosas, con que intentamos expresar la fe sobre realidades invisibles, son innatas. Por lo mismo, la pregunta primera sobre el valor antropológico de la fe religiosa es: ¿Cuán razonable es creer en lo que creo?  Por lo mismo, estamos obligados a evitar la alternativa “dualista” de fe o razón, o de  fe o ciencia, e incluso de creyentes o ateos. La fe debe ser asumida por la razón, ya que  “una fe no razonable deja de ser fe, pues nadie puede creer en algo, si no es razonable creerlo” (AGUSTÍN, De praedestinatione sanctorum,  II, 5). 

A medida que las ciencias fueron verificando el carácter natural de los procesos mundanos en todo su proceso de causa-efecto, la cosmovisión pre-moderna mítico-ritual, que postulaba causas sobrenaturales para explicar los fenómenos mundanos fue secularizándose, resultando en una cosmovisión científico-técnica, propia de la modernidad ilustrada.  El ateísmo fue su forma más radical. Mientras la crítica al sobrenaturalismo se agudizó al reaccionar frente al abuso frecuente de la fe religiosa como pretexto para justificar opresiones sociales, tanto en Europa (Marx), como después en América (GUTIERREZ, G.,1992). El mismo Concilio Vaticano II asumió, de forma autocrítica, las razones inherentes al origen del  ateísmo (GS, 19).

¿Sin embargo, qué “indicios” hay, en la realidad mundana verificable, que puedan suscitar  razonablemente  la “opción creyente”? La realidad en la que el ser humano está inmerso, junto con plantear la pregunta por las “causas” (=ciencia aristotélica), suscita también otro tipo de interrogante. Es la cuestión del  ‘ser o no ser’, con que la conciencia se siente impactada al darse cuenta de que, todo lo que es, acaba siempre dejando de existir. Hay, pues, un riesgo real de que la nada y no el ser constituya, absurdamente,  la última palabra de la realidad observada. El mismo ‘yo’ prevé que dejará de ser yo, así como el ‘tú’ deja siempre de ser ‘tú’. Pues bien, a pesar de ese riesgo angustiante, ¿es razonable postular que el Ser, y no la nada, pueda constituir la última palabra de la realidad y que todo esto (la realidad) deba tener alguna Transcendencia?  En las situaciones sociales de marginación de los pueblos mayoritarios de Asia, Africa y América Latina y Caribeña, la cuestión por el sentido está fundamentalmente inserta en la religiosidad del pueblo, que clama por un Dios garante de la justicia, de manera que finalmente no dé lo mismo ser víctima que victimario.                                                                            

Es el clamor creyente del pobre Job bíblico y de los millones de sufrientes arrinconados por el poder de los más fuertes a lo largo de la historia. El prototipo de esas víctimas es el sufriente crucificado, Jesús de Nazaret: “¡Dios mío, por qué me has abandonado!” (Mc 15,34). Pero  el grito desesperado es transcendido por la fe confiada en el Dios que hace justicia: “En tus manos, Padre, encomiendo mi vida” (Lc 23,46).  De igual forma, la experiencia creyente del pueblo reconoce también que su clamor es acogido por Dios: “He visto, he visto la miseria de mi pueblo…y he prestado oído al grito que le arrancan sus opresores. Conozco sus angustias y he decidido liberarlo” (Ex 3, 7-8).

En ese nivel de la existencia humana es donde se ubica, y sigue ubicándose hoy día, particularmente en el mundo mayoritario de los pobres y oprimidos, la dimensión antropológica de la fe (ALFARO, J. 1988).

2 Dimensión teologal de la Fe       

Dentro de la dimensión antropológica, la fe es experimentada como una decisión psicológica del creyente. Sin embargo, por definición, el objeto propio de la fe es la Realidad misma de Dios que, como tal, transciende nuestra experiencia psicológica inmanente. Por eso, “no creemos en los enunciados, sino en lo que ellos quieren significar, puesto que la fe del creyente no tiene por objeto los enunciados (dogmáticos), sino la Realidad a la cual éstos remiten”(CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n.170). Así, pues, para que la experiencia creyente pueda  constituir un medio de conexión con la Realidad transcendente, tiene que incluir un “Don de lo Alto”(Jn 3, 3); el cual no puede, como tal, coincidir con la experiencia psicológica creyente, aun cuando sea inseparable de ella. Es lo que denominamos ‘Gracia’, única capaz de hacer que la fe, siendo mía, sea ‘infinitamente’ más que mía, como un ‘Don Transcendente’ (ROUSSELOT, 1910, 241-159 y 444-475).

Por eso los seres humanos podemos compartir la misma fe, aun cuando creamos de formas tan distintas, tanto a lo largo de la historia, con sus diversas religiones, como al interior de las mismas confesiones creyentes. La fe ‘teologal’ no consiste, pues, ni en una ‘gnosis’ (determinada ideología creyente), ni en un ‘sentimiento’ (determinada euforia psicológica); si bien siempre ‘se nos da’ encarnada en situaciones históricamente concretas, ideológicas y emotivas. La fe, que experimentamos como nuestra, nos coloca así en tensión hacia su Objeto propio: la Realidad misma de Dios, que es siempre un Dios “oculto” (Is 45,15).   Sin embargo, “Yo no he dicho a la progenie de Jacob: buscadme en vano. Soy Yo, Yahvé, mi Palabra es verdadera” (Is 45, 19). De esta manera, la fe se enraíza en una conciencia (corazón) abierta para dejarse interpelar por la Palabra.  Cuanto más abra alguien su corazón al impacto de la Palabra, más motivación experimentará su libertad para decidir en la dirección de aquello a lo que la Palabra interpela. Pero, si cierra el corazón, la Palabra no produce frutos y se pierde la motivación de la libertad. Tal como Jesús, en las parábolas del Reino, concluye advirtiendo: “Quien tenga oídos para escuchar, que escuche (Mc 4,23)…, porque a quien tiene se le dará, pero a quien no tiene se le quitará incluso lo que tenía” (Mc 4,25).

La fe no se mide, pues, por las ideas o las palabras religiosas, sino por la transformación del criterio de la acción libre: “No quien dice Señor, Señor, sino quien hace la voluntad del Padre” (Mt 7, 21-23).  La pregunta creyente es siempre: “¿qué debemos hacer, hermanos?” (He 2, 37;2,42-47;4,34-35).¿Cuál es el criterio para discernir en qué sentido apunta la interpelación de la Palabra y, por lo tanto, la respuesta a ella?  La tendencia narcisista del ser humano puede siempre llevarlo a ‘usar a Dios en función de los propios intereses’. Por lo mismo, cuanto menos sospechosa de narcisismo sea una opción creyente, más razonable será postular que puede remitir a una Realidad Transcendente, precisamente por no ser funcional a los intereses del propio yo. Dios garantiza, así, su presencia transcendente (la Gracia) en toda decisión humana que busque actuar con ‘buena voluntad’; es decir, sin referencia egocéntrica, sino por alteridad misericordiosa, según la misma “buena voluntad”  divina, “puesto que es Dios quien actúa en vosotros tanto el querer, como el obrar por buena voluntad”(Fil 2,13)[1].

Esa misma enseñanza la recoge Gaudium et Spes y, así, después de confesar que la Gracia divina actúa por mediación de la visibilidad de los sacramentos de la fe cristiana, concluye: “Ello es también verdad para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la Gracia de una manera invisible (o sea, aunque no haya la visibilidad sacramental) conocida por Dios”(GS, 22)

Esa apertura del Don de la fe a “todos los hombres de buena voluntad” constituye  el verdadero significado “católico” de la fe, “puesto que Cristo  murió por todos”. Tal afirmación corresponde a Rm 8,32; pero el texto de GS, 22 lo universaliza, omitiendo el ‘nosotros’ de Rm 8,32 citado por GS, en coherencia con la formulación católica del Concilio de Trento, que rechazó el criterio luterano-calvinista de la ‘doble predestinación’: “Si alguien dijera que la gracia de la justificación no se da sino en los predestinados a la vida, y todos los demás que son llamados, son ciertamente llamados, pero no reciben la gracia, por estar predestinados al mal por el poder divino, sea anatema” (DS, 1567).

Por lo mismo, esto también constituye la misión ‘católica’ de la Iglesia que, por ser tal, implica una verdadera apertura al ‘diálogo’ ecuménico, interreligioso  junto a todos los hombres y mujeres de buena voluntad,  particularmente con las culturas y espiritualidades indígenas en América Latina[2].

De tal manera que,  también nuestra fe (con sus enunciados, prácticas religiosas y morales), cuando es practicada con ‘buena voluntad’,  siendo decisión nuestra, es infinitamente más que nuestra (cf. Rm 8,24-27). Dicho en otros términos, siendo ‘nuestra propia espiritualidad’, es la presencia transcendente del Espíritu de Dios en nosotros: “Puesto que, por la Gracia, habéis sido salvados mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es Don de Dios”(Ef 2,8). El Don es “inherente” en nosotros,  y no sólo ‘imputado’ extrínsecamente por Dios[3]. Pues por la fe tenemos ya “la substancia (üpostasis) de lo que no vemos (la Filiación divina) y la garantía de la Realidad que esperamos (Vida eterna)” (He 11,1) [4].

3 Dimensión comunitaria de la Fe

Si la fe supone siempre ’buena voluntad’ compasiva, es obvio que, por su misma naturaleza, tiene una dimensión comunitaria.

Más a fondo aún, la fe es comunitaria porque Dios, en sí mismo, es Comunidad trinitaria (BOFF, 1987). Dios no es YO, sino YO-TÚ. No es ‘poder’, sino ‘Relación’ extrovertida eterna, al interior de sí mismo. ‘Alteridad’ que constituye su ‘único Espíritu’( Ga 4,6). De ahí que el criterio último de la acción humana no se mida por el poder, sino  por la ‘relación interpersonal’. En definitiva, la única pregunta para la autenticidad de la fe remite al reconocimiento del ’otro’ como ‘otro yo’:¿decidieron actuar compasivamente en favor de quien lo necesitaba, o evitaron hacerlo? (Mt 25,40ss).Todo lo demás queda ‘relativizado’ en ‘relación’ al Absoluto de la misericordia. Por eso, “la Realidad a la cual nos referimos a través de las formulaciones de la fe, nos permiten expresarla y transmitirla, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivirla cada vez más” (CATECISMO, 170). Sólo ‘conoce’ a Dios quien ‘ama a Dios’, puesto que quien no ama no conoce, sepa lo que sepa (SOBRINO, 1992). Por eso, “los maestros de la Ley (sabios “religiosos”) no me han conocido” (Jr 2,8). Pero “a Dios no lo ha visto nunca nadie”; por eso, “quien dice ‘yo amo a Dios’, y odia a su hermano es un mentiroso ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano a quien ve?” (1Jn 4, 8 y 20). Sin embargo, la categoría de ‘hermano’ puede ocultar sólo teorías filantrópicas universales. Lo que está en juego, en cambio, es el reconocimiento real y concreto del ‘otro’ que se me aproxima. Por eso, conoce-ama al hermano, quien conoce-ama al hermano que entra en mi proximidad. Si, pues, un ser humano forma parte de la categoría de enemigo, pero entra en tu proximidad, lo reconocerás-amarás como hermano, teniendo compasión por él. Y ése es el verdadero significado creyente del ‘amor al enemigo’ formulado por Jesús (Mt 5, 43-48). La fe es siempre una experiencia compartida junto a otros. Y son tanto más ‘otros’, cuanto más requieran de nuestra ‘alteridad’ compasiva, al margen del propio interés egocéntrico.  Hay, en efecto, un tipo de hermano que, cuando entra en mi proximidad, no me conviene decidir por él (ya que no tiene poder de retribución) ni pierdo nada si paso de largo (pues no tiene poder de represalia); si, en cambio, a pesar de ello, lo reconozco-amo como hermano, ahí verifico mi fe: conozco-amo a Dios. Y ese es, en definitiva, el significado bíblico del pobre o mísero (cf. Jr 22.15-16; 34.8,22; Is 52,6;58,6-7) que Jesús ilustró magistralmente con la parábola del herido necesitado de atención compasiva, contrastando la acción del ‘buen hereje samaritano’ con la indiferencia del religioso sacerdote y del levita: “Tú haz lo mismo” que el ‘buen samaritano’ y no imites al ortodoxo sacerdote o al levita (Lc 10, 25-37). Ello implica que la fe cristiana debe ser vivida en la proximidad con los pobres que están siempre ahí, sin intentar evitarlos. Pues son los pobres quienes viven más esa proximidad y pueden ser modelos de fe, como lo expresa en forma notable el Documento de Puebla, al destacar que las “Comunidades de Base han ayudado a la Iglesia a descubrir el potencial evangelizador de los pobres, por cuanto la interpelan constantemente, llamándola a la conversión y por cuanto muchos de ellos realizan en su vida los valores evangélicos de solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios” (n. 1147). La ‘opción por los pobres’ no es, pues, una de las opciones posibles; sino que es la única posible para el cristiano. Y la opción no es sólo por los pobres, sino con ellos, para no confundir la opción por los pobres con el ‘paternalismo’ desde arriba (los altos creyentes) hacia bajo (los bajos creyentes). Ése ha sido el aporte principal de la teología latinoamericana, redescubriendo el evangelio como un llamado del mismo Espíritu que penetró (como el Ungido-Cristo) a Jesús de Nazaret, para compartir la fe en comunidad con los pobres. Ello dio origen a la eclesiología de las Comunidades de Base, partiendo de la praxis-conocimiento (Iadath) de los pobres y con los pobres[5].

4 La transmisión de la Fe

La fe apostólica es, pues, una fe en la Encarnación no meramente fiel al enunciado niceno-constantinopolitano’, sino vivida de acuerdo a la historicidad de Jesús crucificado por lo que hizo y dijo, pero a quien Dios resucitó dándole la razón. De manera que todo aquel que enfrente su vida en la línea en que Jesús la enfrentó, y por lo cual fue condenado a muerte en la cruz, tiene razón, aunque lo maten por ello. Esa fe dio origen a la  Iglesia ‘martirial’ de los primeros cuatro siglos y es el núcleo eclesiológico de la fe transmitida que sigue alimentando el compromiso ‘martirial’ de las comunidades pobres de América Latina y de las periferias suburbanas y campesinas mayoritarias del mundo.

Esa fe vivida y celebrada, fue consignada desde el comienzo en las primeras ‘fórmulas  querigmáticas’, que Pablo recogerá en sus escritos como una ‘tradición’ recibida de la comunidad pre-paulina que había conocido a Jesús en vida y experimentado su Resurrección. Y así transmitirá la fe pascual, con esas palabras introductorias del querigma: “Yo les transmito (paredoka), lo mismo que a mí me ha sido transmitido (paredothe)…” (1Cor 15,1ss). Con la misma introducción, Pablo recoge la fórmula de la celebración comunitaria del querigma, tal como le ha sido también ‘transmitida’ (parádosis) de parte del Señor Jesús (1Cor 11,23).

De esta manera, en adelante, toda comunidad creyente y todo grupo humano de ‘buena voluntad’, podrá conectarse con la misma fe y la misma celebración apostólica que nos conecta con el acontecimiento histórico salvador que es Jesucristo: “Háganlo como memorial mío” (1Cor 11,24; Lc 22,19).

Es, pues,  la misma intención salvífica universal de Dios la que funda el carácter ‘transmisible’ de la Palabra que ‘comunica’ la fe apostólica. En eso consiste el verdadero significado de la Tradición de la Iglesia, que no puede ser ‘traicionada’. Por lo mismo, la fe apostólica no sólo funda una ‘comunidad’ (comunión) de fe’, sino también una ‘comunidad de misión (=Com-munus)’, correspondiente a la totalidad del Pueblo de Dios (LG c.2), con la diversidad de sus ministerios: “Hay diversidad de obras, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos. Y las manifestaciones del Espíritu, cada uno las recibe para compartirlas (pros to sun-féron)” (1Cor 12, 6-7).

Antonio Bentué, Universidad Católica de Chile, Chile.

5 Referencias Bibliográficas

AGUSTÍN San,  “Una fe no razonable no es fe, puesto que nadie puede creer en algo si ello no es razonable creerlo”, De praedestinatione sanctorum,  II, 5.

ALFARO, J. De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Ed. Sígueme, Salamanca, 1988.

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BOFF, L. La Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid, Paulinas,1987.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n.170, citando a Tomás de Aquino  (Summa Th. II-II, q1,a2 ad 2m).

GUTIERREZ,G.  En búsqueda de los pobres de Jesucristo, CEP, Lima, 1992.

PASCAL, B. Pensées, Ed.Louandre, París, 1858, XII, 5 y XIII,3.

ROUSSELOT, P. Les yeux de la foi, RSR (1910) 241-159 y 444-475.

SOBRINO, J. El principio misericordia, Sal Terrae, Santander, 1992.

[1] El original griego permite interpretar también esa ‘eudokía’ refiriéndola a los hombres que quieren actuar con ‘buena voluntad’; así lo traducen tanto la Biblia Latinoamericana Ed. San Pablo 1994, como el Nuevo Testamento de la Edición Pastoral Católica, Ed. Paulinas 1991: “tratando de agradarle”.

[2] A pesar de que la afirmación del Papa, en el discurso de apertura del Sínodo de Aparecida y recogida en el n. 95 del Documento final, no parece valorizar la religiosidad indígena precolombina, el mismo Sínodo reconoce que “existe un proceso de ocultamiento sistemático de los valores indígenas, de su historia, cultura y expresiones religiosas”, DA 96; por lo mismo, valora “su profundo aprecio comunitario por la vida, presente en toda la creación, en la existencia cotidiana y en la milenaria experiencia religiosa que dinamiza sus culturas, la que llega a su plenitud en la revelación del verdadero rostro de Dios en Jesucristo”, DA 529.

[3] De acuerdo al sentido del texto de Trento, en el anatema del Canon 11, DS 1561.

[4]  Comentando ese sentido de la ‘fe teologal’, Tomás de Aquino expresa: “La fe es, pues, el hábito de la conciencia por medio del cual se inicia la Vida eterna en nosotros…” , Summa Th. II-II, q4, a1.

[5] El término bíblico para expresar el ‘conocimiento’ (Iadath), significa al mismo tiempo ‘hacer el amor’ (cf. Gn 4,1 y 17).