Memorial  

Índice

1 El concepto bíblico de memorial

1.1 Memorial: en el Antiguo Testamento

1.2 Memorial: en el Nuevo Testamento

2 El memorial eucarístico

2.1 La memoria y la comprensión mistérico-sacramental de la eucaristía

2.2 La eucaristía, sacrificio memorial

2.3 En el memorial vivimos el “tiempo sacramental” o “tiempo redimido”

1 El concepto bíblico de memorial (cf. CHENDERLIN, 1982; NEUNHEUSER, 1992)

La importancia teológica del concepto de “memorial” radica en la orden de Jesús en la última cena, al instituir la Eucaristía: “Haced esto en memoria mía” (cf. 1Cor 11,24-25; Lc 22,19). Jesús lo dice en su contexto histórico y cultural, desde el horizonte vetero-testamentario y judío que le es propio. Por tanto, es necesario volver a las raíces bíblicas del memorial/anámnesis/zikkaron.

“Memorial” – y no memoria – es la mejor traducción de la palabra griega anámnesis que aparece en las palabras de Jesús en la Última Cena al instituir la Eucaristía y expresa lo que él mandó hacer cada vez que comemos el pan y bebemos el vino eucarístico (cf. 1Cor 11,24-25). La palabra griega, a su vez, traduce el término hebreo zikkaron que se encuentra, por ejemplo, en Ex 12,14, en el relato de la institución de la cena pascual judía.

1.1 Memorial: en el Antiguo Testamento (cf. EISING, 1977)

Lo primero que hay que decir es que zakar (qal), mimneiskomai (“recordar / acordarse”), en la Biblia, no es una mera acción de una subjetividad que se aferra al pasado. No es una retrospección histórica o psicológica. Se podría decir que “recordar” es un verbo performativo, realiza algo, expresa una acción con consecuencias para el presente y el futuro y, con ello, una acción que, desde el pasado, irrumpe en el presente, abriendo el futuro. Para mostrar un caso profano, no litúrgico, pensemos en el “recuerdo” del copero del faraón en Gn 40,14,23 y 41,9. “Acordarse” de José es intervenir en su favor. Cuando el mismo verbo aparece en el contexto religioso del culto o de la oración, se refuerza su dimensión performativa, porque cuando Dios “se acuerda”, actúa salvíficamente según sus promesas. Basta considerar que, en 68 apariciones veterotestamentarias del verbo zakar en qal (una de las formas de conjugación verbal del hebreo), Dios es el sujeto del “acordarse” y el objeto es su acción a favor de la humanidad, y cuando el sujeto de zakar es el ser humano, 69 veces el objeto desde el punto de vista gramatical es Dios o su acción salvadora. Esta mención significa que el pasado recordado se vuelve actuante, lleno de eficacia salvífica. Tal perspectiva se comprueba por lo opuesto, al considerar un texto como Sal 34,17 o 9,7: Dios borra la memoria de los impíos. Su desaparición, como si nunca hubiera existido, se atribuye a Dios. De esto se sigue que el “acordarse” de alguien, por parte de Dios, es algo que pertenece, por así decirlo, al orden ontológico, es existir ante Dios y por la acción de Dios. “El ser humano vive, porque Dios se acuerda de él y éste tiene el deber de alabar a Dios, recordando sus maravillas” (EISING, 1977, p.586). Por parte de Dios, zakar es una acción creadora a favor de su pueblo (cf. EISING, 1977, p.591). El “acordarse” es, por tanto, eficaz, produce efecto.

El sujeto de la acción de “acordarse” puede ser Dios o el ser humano, pero el complemento, cuando se trata de un contexto religioso, es la alianza, la acción salvífica de Dios y la respuesta humana positiva o negativa.

De esta manera, el grupo semántico en torno a la palabra “memorial” no debe reducirse a un solo lado, como si un aspecto excluyera al otro. Al afirmar que el memorial tiene como objetivo recordar a Dios, no se excluye que también pretende recordar al ser humano y viceversa.

En el contexto de la alianza, el grupo de palabras evoca la petición persistente y generalizada, junto con la acción de gracias, en la que el pueblo pide a Dios que […] “recuerde sus promesas de la alianza”, una práctica que, simultáneamente, enfatiza que los que piden están, ellos mismos, acordándose de esas promesas (CHENDERLIN: 1982, p. 216-217, § 448).

Con el concepto de zikkaron, a la idea de “acordarse” se le añade la idea de “signo” y, por ello, a menudo se vincula con ‘ôt, signo (cf. Js 4,6.7; Ex 13,9; Nm 17, 3,5; Ex 12,13-14). Y ese signo puede ser tanto para Dios como para el hombre. Y, por tanto, tener el propósito tanto de recordar a Dios como de recordar al ser humano.

“Recordar” aparece, por tanto, como una referencia al pasado que se hace en el presente. Pero es preciso añadir también su intencionalidad con respecto al futuro. Is 47,7 y Qo 11,8, por ejemplo, muestran cómo el futuro también puede ser objeto del “acordarse”. El futuro puede ser recordado porque seguramente llegará y tendrá consecuencias predecibles. O también, porque en él se cumplirán las promesas de Dios, ya conocidas. Al presentificar en el culto la pasada acción salvífica de Dios, se actualiza la promesa de salvación ligada al evento y así ya ocurre la salvación. Lanzar un clamor a Dios que recuerda sus promesas despierta la esperanza: ellas se cumplirán. Decir al ser humano que se “acuerde” de las acciones de Dios en la historia incita a la obediencia, la observancia de los mandamientos y, en consecuencia, a acoger la salvación de Dios.

La anamnesis es, pues, un “acordarse” del origen que permanece decisivo para el presente y para el futuro. Se recuerda el pasado para interpretar el presente y hacer posible el futuro (cf. FABRY, 1993, p. 590). El culto de Israel es siempre una anamnesis. Las fiestas –muchas de ellas o incluso todas– que se originaron de una religión de la naturaleza son historizadas, convirtiéndose, en el Antiguo Testamento, en anamnesis de las grandes hazañas de Dios: la liberación de Egipto (Pascua), la concesión de la Torá (Pentecostés), la permanencia del pueblo en el desierto (Fiesta de las Tiendas). De esta forma las fiestas testimonian la presencia permanente de Dios en la historia, conjugando el recuerdo del pasado, el significado permanente y la perspectiva escatológica. Así se ve que no se trata simplemente de  dar vueltas alrededor de algo que ya ha pasado, que no vuelve más y está cada vez más lejos, sino que la anamnesis es una fuerza actualizante que revela que la acción de Dios permanece en el presente. Recordar es una mediación entre la acción de Dios en el pasado que, como tal, permanece en el pasado y no se repite, y la significación permanente de esa misma acción que tiene sus raíces y orígenes en ese pasado que se evoca en la anamnesis y es mediada para nuestros días mediante una celebración o un determinado gesto litúrgico, como la celebración de la Cena pascual cada año.

1.2 Memorial: em el Nuevo Testamento (cf. MICHEL, 1942)

La complejidad de los términos memorial / anámnesis / zikkaron, recordar / zakar / mimimneiskomai permanece presente en el Nuevo Testamento. “La palabra de Jesús muestra su fuerza permaneciendo viva en la memoria de los discípulos” (MICHEL 1942, p. 681). Pedro recuerda la profecía de Jesús sobre su negación y, por eso, llora amargamente (cf. Mc 14,72; Mt 26,75; Lc 22,61-62). Pero es especialmente después de la resurrección cuando se manifiesta la eficacia del “recuerdo” de los discípulos (cf. Lc 24,6.8). El evangelio de Juan insiste en este aspecto como fuente de fe y de conocimiento (cf. Jn 2,22 y 12,16). “Acordarse” es verdadero conocimiento, porque resulta de la acción del Espíritu (cf. Jn 14, 26). “El Espíritu Santo confirma, consolida, aclara la obra de Jesús y trae así un recuerdo definitivo y concluyente” (MICHEL 1942, p.681). La Tradición, en el sentido teológico fuerte del término, es ese “acordarse” que se produce por la acción del Espíritu Santo en la transmisión de la Palabra, en la conformación cristiana de la existencia a través del amor al necesitado (cf. Hb 13, 3), en celebración de la liturgia. No se trata de un recuerdo historizante, ni intelectual o doctrinal, sino de una vivificación por la Palabra en una experiencia celebrada en la liturgia bajo la acción del Espíritu de Cristo. Es fundamental, para la comprensión del memorial / anámnesis / zikkaron en el sentido neotestamentario, esta afirmación del Espíritu Santo como fuente y garantía del realismo salvífico que en ella se opera.

Gracias a la obra del Espíritu Santo, el memorial es eficaz, no corre el peligro de ser la nuda commemoratio que el Concilio de Trento excluyó como explicación de lo que ocurre en la Eucaristía (cf. DH n. 1753). Al actuar el Espíritu de Cristo, se puede reconocer la eficacia del memorial. Él es capaz de hacer perenne el sacrificio de Cristo y hacernos participantes de su misterio salvífico.

En cuanto a la temporalidad del memorial, el Nuevo Testamento añade un aspecto nuevo y esencial. Las promesas de Dios se cumplieron definitivamente en Jesucristo (él es el “sí” de Dios, cf. 2Cor 1,20), han llegado los tiempos escatológicos (cf. Hb 1,1), el futuro se hace presente, porque en la resurrección de Jesús los discípulos palparon con las manos (cf. 1 Jn 1,1) el futuro que nos aguarda. La memoria es, así, también “memoria del futuro”.

Hay que tener en cuenta toda esta riqueza semántica del término bíblico memorial / anámnesis / zikkaron para entender el orden en que Jesús estableció la iteración del rito creado por él en la última cena. La interpretación del orden de iteración como “Haced esto para mantener viva mi memoria” estrecha e incluso tergiversa el sentido de “memorial”. Primero, porque entiende “memoria” en el sentido psicológico íntimista. Si no se repite siempre lo que hizo Jesús, caerá en el olvido. Se dependería de la acción humana para mantenerse vivo el recuerdo del Señor y su acción salvadora. En este caso, el memorial sería una mera acción humana y dependería de nuestra iniciativa la presentificación del misterio pascual y nuestra participación en la salvación que Cristo nos ha dado. No hacemos el memorial “para mantener viva la memoria de Jesús”, sino que Dios mismo nos convoca (como ekklesia) para celebrar el memorial y así nos lleva a “mantener viva la memoria de Jesús”.

En otras palabras: el memorial es un don. El memorial es la acción del Espíritu Santo en el sacramento, en el misterio, en la semejanza, según la dinámica propia de la acción sacramental (cf. GIRAUDO, 2003, p. 509-512). Es primeramente la acción de Dios la que nos convoca (ek-klesía) para, con la fuerza del Espíritu Santo, realizar el signo (ôt) que es memorial (zikkaron) del misterio de Cristo. El signo es el gesto de tomar pan y vino según el mandato de Jesús. Se convierte en memorial cuando pronunciamos sobre las ofrendas la acción de gracias por la obra salvadora consumada por Cristo. Memorial es pura gracia, porque es obediencia al mandamiento del Señor. Es Cristo quien actúa en el Espíritu Santo para hacernos “contemporáneos” del Calvario y del sepulcro del Resucitado, comulgando del pan que hace de nosotros cuerpo de Cristo para ser entregado por los demás.

El concepto de memorial / anámnesis / zikkaron no corresponde, por tanto, al uso común del vocabulario de “recuerdo, memoria” que denota subjetivismo. En un momento nostálgico, vuelvo mi pensamiento al pasado y “recuerdo” los momentos alegres o los pasajes dolorosos de la vida. El pasado permanece pasado, el presente se alimenta de un recuerdo que despierta ciertos sentimientos y la vida sigue. Es pura nostalgia. En el contexto bíblico, litúrgico, teológico, memorial es mucho más; es una institución establecida por Dios que nos remite al pasado, da sentido al presente y nos abre al futuro.

2 El memorial eucarístico

Las raíces bíblicas y judías del “memorial” y su uso en el contexto de la institución de la cena pascual judía (cf. Ex 12,14) iluminan la Eucaristía como Pascua cristiana, ya que es obediencia a la orden de iteración dada por el Señor en la última cena que los evangelios sinópticos identifican como una cena pascual (cf. GIRAUDO, 2003, p. 127-143. GIRAUDO, 1989, p. 162-186).

2.1 El memorial y la comprensión mistérico-sacramental de la eucaristía

La comprensión judía del memorial pascual es muy clara en el dicho atribuido por la tradición talmúdica al rabino Gamaliel, quien sería el propio maestro de Pablo en el judaísmo (cf. Hch 22, 3), o su nieto homónimo. Resume de una manera lapidaria lo que cada judío piadoso vivía al comer anualmente el cordero pascual, los panes ázimos y hierbas amargas. (cf. GIRAUDO, 2003, p. 112-115; GIRAUDO, 1989, p. 143-146):

De generación en generación, cada uno está obligado a verse a sí mismo como habiendo salido él mismo de Egipto, como se dijo: “En aquel día harás saber a tu hijo: ‘Esto es con motivo de lo que hizo conmigo el Señor (lo que él hizo), cuando salí de Egipto” [Ex 13,8]. El Santo no solo redimió a nuestros padres – ¡bendito sea! – sino también a nosotros nos remidió con ellos, como está dicho: “Y nos hizo salir de allí, para hacernos venir y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres” [Dt 6,23]. (GIRAUDO, 2003, 112s; la negrita es mía, la cursiva del autor)

Primero nótese lo que está en cursiva, a saber: expresiones que incluyen en el evento fundacional – la liberación de Egipto – a aquel que ahora celebra la Pascua. No fueron solo ellos, nuestros padres, sino nosotros hoy quienes salimos de Egipto; a nosotros el Altísimo nos redimió. Esta perspectiva se ve confirmada por otro momento del ritual pascual: la alegoría de los cuatro hijos. El segundo hijo, calificado de malvado, no se incluye a sí mismo en la salvación provocada por la liberación de Egipto y, por tanto, tampoco en la comunidad de Israel, negando así sus raíces. (cf. GIRAUDO, 1989, p. 137; GIRAUDO, 2003, p. 107).

Es tan fundamental saberse incluido en la celebración de la intervención histórica e irrepetible de YHWH que no hacerlo excluye el efecto salvador propio de la acción divina. Se trata, por tanto, de una comprensión mistérico-sacramental de la cena pascual, en la que está en juego la noción de memoria sacramental. Este es el primer punto que debemos tener en cuenta para entender la Eucaristía como memorial.

Un segundo punto para tener en cuenta en la cláusula de Gamaliel es lo que está en negrita. Se trata de la interpretación de Ex 13.8. “Es por esto”. Se puede preguntar “de esto” ¿qué? En el caso de la Pascua judía: del cordero, del ázimo y de las hierbas amargas (cf. Ex 12,1-14). Es decir: los elementos esenciales que no pueden faltar en la cena pascual judía son los signos sacramentales que remiten figurativamente a los participantes de la cena, al acontecimiento pascual del paso del Mar Rojo (cf. Ex 14,15-31), acontecimiento único e irrepetible. Los comensales de hoy se hacen presentes en misterio en el hecho fundacional; son transportados por estos signos al paso del Mar, que, como todo acontecimiento histórico, ya no se puede repetir. La Pascua de hoy es la misma Pascua que la de los padres. En términos de salvación, en el plano mistérico-sacramental, no hay diferencia entre el cordero, el ázimo y la hierba amarga de esa última cena en Egipto y los mismos elementos de la Pascua actual. Y “es por esto” (del cordero, del ázimo, de la hierba amarga) que el Señor nos redimió.

Esta perspectiva de la cena pascual judía aclara el sentido de la Eucaristía. Con la misma intención de instituir un zikkaron / memorial / anámnesis, Jesús partió el pan y distribuyó el cáliz. La perspectiva mistérico-sacramental heredada del judaísmo nos permite comprender el alcance del gesto de Jesús. Plagiando la amonestación de Gamaliel, vale la pena decir:

De generación en generación, cada uno de nosotros está obligado a verse a sí mismo -con los ojos penetrantes de la fe- como habiendo estado allí en el Calvario el primer Viernes Santo y ante el sepulcro vacío en la mañana de la resurrección. Porque no solo estaban nuestros padres allí; sino también todos nosotros, reunidos hoy aquí para celebrar la eucaristía, estábamos allí con ellos, dispuestos a morir en la muerte de Cristo y a resucitar en su resurrección. (GIRAUDO, 2003, p. 90; GIRAUDO, 1989, p. 116).

En los signos del pan y del vino que dejó Jesús, nos hacemos hoy salvíficamente contemporáneos del acontecimiento redentor de la muerte y resurrección del Señor. En misterio o sacramento, participamos del acontecimiento histórico único e irrepetible que nos trajo la redención. Por este pan y vino en el que se pronunció la acción de gracias del memorial y para los cuales se suplicó la venida del Espíritu Santo, somos verdaderamente transportados – en la fe – al evento fundacional y participamos en él. “Es por esto” (del signo del pan y del vino en el que se pronunció el memorial de acción de gracias) que somos redimidos (cf. JOÃO PAULO II, 2003, n. 4; GIRAUDO, 2008, p. 51).

La transposición de la mistagogía judía a la Eucaristía nos permite captar mejor el realismo de la Eucaristía: a través del memorial de la entrega del Señor bajo los signos del pan y del vino, nos apropiamos de la redención en Cristo y él se hace presente, como el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. También podemos decir: este pan que ahora partimos es el que partió Jesús, significando proféticamente su cuerpo entregado por nosotros; este vino, que ahora está aquí en el cáliz, es ese vino que Jesús bebió en la última cena, anunciando proféticamente su sangre derramada (cf. GIRAUDO, 1989, p. 221-222. GIRAUDO, 2003, p. 168-169).

2.2 La eucaristía, sacrificio memorial

Desde el realismo salvífico del memorial, se puede reconocer la eucaristía como sacrificio. En este punto, lo primero que hay que hacer es subrayar que el carácter sacrificial de la Eucaristía no resta valor a la unicidad del sacrificio de Cristo. Él es el único sacerdote de la nueva y eterna alianza; su sacrificio también es único, ya que no es ritual, sino histórico, vivencial, existencial y, como todo hecho histórico, irrepetible. Sin embargo, para expresarlo, el autor de la Epístola a los Hebreos hace uso del vocabulario cultural, ritual y sacerdotal, pero lo transforma intrínsecamente, aplicándolo a la realidad profana de la existencia histórica de Jesús. La referencia constante al culto levítico sirve para distanciarse de él y mostrarlo superado por el culto histórico realizado por Jesús, que culmina con su muerte en la cruz. Como acontecimiento histórico, con todos los horrores de las torturas a las que son sometidos los condenados como malhechores, el sacrificio de Cristo es absolutamente irrepetible, sucedió de una vez para siempre (cf. Hb 9,12 y 26) y, con ello, abolió todos los sacrificios. Así, Cristo es el fin del sacerdocio y los sacrificios, como lo es de la Ley (cf. Rm 10, 4). Fin significa tanto “término” como “meta”. En este sentido, Cristo es el fin y la realización de todo sacerdocio, y su vida, que culmina en la cruz y la resurrección, es el fin y la realización de todo sacrificio. En esta condición, se vuelven innecesarios ulteriores sacrificios, porque en su vida realizó, escatológicamente, la pretensión de todo acto de sacrificial: presentarnos a Dios y ser acogidos con una mirada benévola.

A partir de esta afirmación irreductible de la unicidad del sacerdocio y del sacrificio de Cristo, se ilumina el significado de la Eucaristía y su carácter sacrificial. La Eucaristía no es el paralelo neotestamentario de los sacrificios en el templo. En el templo de Jerusalén (y en los sacrificios de todas las religiones), cada sacrificio es un nuevo acto sacrificial, distinto del anterior, de modo que se pueden numerar, y treinta sacrificios valen más que diez. La Eucaristía, por el contrario, es todo Calvario y nada más que el Calvario. Y nada le añade.

Para comprender cómo, a pesar de la unicidad y suficiencia del sacrificio de Cristo, la Eucaristía puede ser y es “un sacrificio <en el sentido> verdadero y propio” (DH n. 1751), es de ayuda el concepto de memorial. Permite que la Eucaristía se vea totalmente relacionada con el sacrificio de la cruz. Es sacrificio porque es memorial; es sacrificio porque es sacramento del único sacrificio (cf. AVERBECK, 1967).

2.3 En el memorial vivimos el “tiempo sacramental” o “tiempo redimido” (PAMPALONI, 2008, p. 87-103)

Si el memorial nos hace contemporáneos de la acción histórica que es la muerte de Jesús y su manifestación a los discípulos como Resucitado, se puede explicar distinguiendo entre “tiempo físico” y “tiempo sacramental“. Respondiendo al cuestionamiento de Calvino de que negaba la presencia de Cristo en el pan eucarístico, porque estando en el cielo, a la diestra del Padre, no podía estar al mismo tiempo en la tierra bajo las especies del pan y del vino, el Concilio de Trento hace una importante distinción entre “espacio físico” y “espacio sacramental“, declarando que no hay contradicción entre ambos (cf. GIRAUDO, 2003, p.540). La presencia de Cristo en el cielo, a la diestra del Padre, no impide que se nos presente sacramentalmente en su sustancia, en muchos otros lugares, “según una forma de existencia que, aunque difícilmente podamos expresar con palabras, podemos reconocer con el pensamiento iluminado por la fe como posible para Dios y en el que debemos creer firmemente” (DH n. 1636).

En otras palabras: no hay contradicción entre la presencia física – que, por definición, es única – y la presencia sacramental, múltiple, en todas las Eucaristías que se celebran sobre la faz de la tierra. Del mismo modo, debe ser posible afirmar que no existe contradicción entre el tiempo físico en el que tuvo lugar el sacrificio del Calvario y su perpetuación en cada “hoy” de las celebraciones eucarísticas. El concepto de “tiempo sacramental” es muy apropiado por evocar que es en sacramento, en misterio, que, a través de las palabras de Cristo y la invocación del Espíritu Santo (cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2003, n. 1333; TABORDA, 2015, p. 287-309), nos hemos convertido aquí y ahora en contemporáneos del acontecimiento del Calvario y de la experiencia vivida por las mujeres en la mañana del domingo en la tumba del Resucitado.

Massimo Pampaloni sugiere que entendamos el “tiempo sacramental” como una irrupción de Dios en el tiempo cronológico, calificándolo como “tiempo redimido” (PAMPALONI, 2004, p. 98-100; TABORDA, 2015, p. 79-84). En la liturgia vivimos inmersos en la anticipación sacramental del tiempo redimido, que es el “tiempo” que experimentaremos en la comunión final y escatológica con Dios. El tiempo litúrgico es, por tanto, un tiempo redimido que no vive la fragmentación del aquí y no allí, del ahora y no después. La liturgia no es una repetición del pasado; pero, transportándonos por la fe y por los signos sacramentales al acontecimiento fundacional, es, cada vez que se celebra, un paso más en nuestro camino hacia la definitividad de la unión plena con el Señor en el cuerpo eclesial escatológico.

Nuestra contemporaneidad con el pasado y el futuro es posible gracias a la resurrección de Cristo, porque, habiendo ascendido al cielo, en él se realiza ya esa unión. Podríamos ilustrarlo a través de dos perspectivas bíblicas que se encuentran, respectivamente, en la Epístola a los Hebreos y en el Apocalipsis.

En el Apocalipsis, el vidente ve al Cordero de pie en el centro del trono, de pie y como inmolado (cf. Ap 5, 6). El Cordero es el Resucitado en la gloria del Padre. Está de pie, triunfante, como alguien que tiene una dignidad especial y puede estar en pie delante de Dios (cf. Hch 7, 55). Pero está “como inmolado”, porque el Resucitado es el Crucificado y Jesús está en la gloria del Padre con toda su historia que culmina y se resume en su muerte. Nosotros, cada uno de nosotros, somos aquello en lo que nos convertimos en el curso de nuestra historia. Nadie nace preparado; nos hacemos día a día, a través de nuestras decisiones ante las luchas que sufrimos, delante de las circunstancias en las que se desarrolla nuestra existencia, del escenario en el que vivimos. Nos hacemos cada día, y solo en el momento de la muerte podemos decir quiénes somos realmente, porque solo entonces entramos en la definitividad. Por eso Jesús, siendo un verdadero hombre, está al lado del Padre con su historia, su vida de entrega hasta la cruz.

En la Epístola a los Hebreos, Cristo es presentado como el verdadero sacerdote que supera y realiza el sacerdocio levítico. El punto de partida es la liturgia del Día del Perdón (Yom Kippur), el gran día de la expiación, la fiesta máxima del templo de Jerusalén (cf. Lv 16,3-34). En ese único día del año, el Sumo Sacerdote (y solo él), para ofrecer la sangre de las víctimas a Dios, atravesaba el velo que separaba de la mirada profana la parte más sagrada del templo, el Santo de los Santos. Pero, para tener acceso a la presencia del Altísimo, necesitaba limpiarse de sus pecados mediante el sacrificio de novillos y cabras.

El autor de la Epístola a los Hebreos ve en esta liturgia del templo una “sombra de bienes futuros” (Hb 10, 1). El verdadero sacerdote es Cristo que entró de una vez por todas en el verdadero Santo de los Santos, el cielo, sin tener que purificarse de antemano, porque se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado (cf. Hb 4,15). Y él entró no por un acto ritual, sino por un acto histórico, su muerte como condenado, expulsado del lugar sagrado e incluso de la Ciudad Santa, debiendo llevar la ignominia de la cruz (cf. Hb 13,12-13).  Su sacrificio es él mismo, su vida, su historia. Por eso mismo supera todo culto antiguo y allí está, con el Padre, para interceder por nosotros para siempre (cf. Hb 7,25), presentando al Padre su vida desde que entró en el mundo (cf. Hb 10,5-7). hasta la muerte de cruz (cf. Hb 13,12). Él es, como dice la liturgia, “al mismo tiempo sacerdote, altar y cordero” (MISAL ROMANO, Prefacio de la Pascua V).

En vista de estas dos perspectivas bíblicas del Apocalipsis y la Epístola a los Hebreos, hubo quien postuló la admisión de un “sacrificio celestial” (LEPIN, 1926, p. 737-758). La historia de cada uno es lo que lo identifica como esa persona (es el “cuerpo” de la persona). Ahora bien, en la plenitud escatológica, no perdemos nuestra identidad; al contrario, la afirmamos, porque allí también “cargaremos”, para bien y para mal, nuestra propia historia, que es la historia de nuestra libertad. Lo mismo ocurre con el Cristo glorioso, de modo que el “sacrificio celestial” no es “otro sacrificio”, al que se referiría la Eucaristía, sino el mismo sacrificio del Calvario perennizado en la gloria como “sacrificio celestial” que sirve de mediación para que, celebrando la eucaristía, nos hagamos contemporáneos del sacrificio de la cruz perpetuado por la existencia de Cristo en la eternidad, el vencedor de la muerte que lleva en su cuerpo las llagas del Crucificado (cf. Jn 20,20 e 27).

En resumen: el memorial eucarístico hace presente a Cristo y, con él, su vida, muerte, resurrección, manifestación en el Espíritu, parusía, porque en su misterio pascual Cristo redime el tiempo. A través del memorial, bajo la acción del Espíritu Santo (epíclesis), participamos de este “tiempo redimido” y, con eso, Cristo se hace presente a nosotros y en nosotros, transformándonos, por la comunión, en su cuerpo eclesial. Por eso, en la plegaria eucarística, después de alabar al Padre, recordando (= memorial) lo que hizo por nosotros en su Hijo Jesús y en vista de él, le imploramos que envíe el Espíritu con el doble propósito: transformar los dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para que, comulgando, podamos ser transformados en el cuerpo eclesial. (cf. GIRAUDO, 2003, p. 306-318; GIRAUDO, 1989,p. 436-439).

Francisco Taborda SJ. Facultad Jesuita de Filosofía y Teología. Texto original portugués. Postado en diciembre del 2020.

Referencias

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CHENDERLIN, F. “Do This as My Memorial”.  The Semantic and Conceptual Background and Value of ‘anamnesis’ in 1 Corinthians 11:24-25. Rome: Biblical Institute Press, 1982.

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