La cuestión del mal

Índice

Introducción

1 La experiencia humana del mal en la historia de la teología moral

1.1  La experiencia humana del mal

1.2 En la historia de la teología moral

2 Características del mal

3 Simbólica del mal

4 Culpa y pecado

5 Formas de expresión

6 Respuesta al mal

7 Jesús frente al mal

8 Referencias Bibliográficas

Introducción

Antes de iniciar el desarrollo de cada uno de los puntos enunciados es necesario situar, de manera muy breve, el asunto del mal. En primer lugar, es importante tener presente que el asunto del mal ha sido y puede ser planteado de diversos modos, por ejemplo, desde el punto de vista psicológico; otros consideran que el mal es un asunto de naturaleza metafísica, otros que es casi exclusivamente de índole moral. Pero, en primer lugar, en lo que todos están de acuerdo es que el mal es una realidad que afecta a los seres humanos; segundo, existen varias teorías acerca de la naturaleza del mal, entre éstas están las que afirman: a) el mal forma parte de la realidad; b) el mal es el último grado del ser, entendido este grado como pobreza ontológica; c) el mal forma parte de lo real, pero como una entidad que opera dinámicamente y contribuye al desenvolvimiento lógico-metafísico de lo que hay; d) el mal es el sacrificio que ejecuta una parte en beneficio del todo; e) el mal es una falta completa de realidad, es pura y simplemente el no ser, f) el mal es concebido como un alejamiento de Dios y desde esta perspectiva religiosa se concibe como una manifestación del pecado; tercero, las doctrinas más destacadas sobre el origen del mal plantean que: a) el mal procede de Dios o de la causa primera; b) el mal tiene su origen en el ser humano; c) el mal es consecuencia del azar; d) es consecuencia de la naturaleza, de la materia o de otras fuentes; cuarto, tradicionalmente las clases de males se han clasificado entre el mal físico, que equivale al dolor y al sufrimiento, y el mal moral que es identificado con el pecado y que algunos autores concluyen que éste es el origen del mal físico. A partir de Leibniz, que clasificó el mal en tres tipos: metafísico, físico y moral, se habla también de mal metafísico; finalmente, las siguientes maneras de enfrentar el mal, o actitudes frente a éste, que se han identificado son: a) la aceptación del mal; b) la desesperación; c) la huida; d) la adhesión; e) la acción individual o colectiva para trasformar radicalmente el mal. (FERRATER MORA, 1979, p. 2079-2086).

Por último, es importante subrayar que en su mayoría las religiones han comprendido el problema del mal esencialmente desde su dimensión moral y no como una cuestión física o metafísica, aunque en los relatos míticos siempre se hayan relacionado todos estos aspectos. Para una gran mayoría de religiones el mal ha consistido en una infracción de la ley divina, por lo tanto el sufrimiento, el dolor y la muerte son consecuencias de la infracción. (González, p. 49).

1 La experiencia humana del mal en la historia de la teología moral

1.1  La experiencia humana del mal

Debemos empezar señalando que abordar una reflexión sobre la cuestión del mal no resulta ser una tarea fácil ni sencilla porque de todos los problemas, la presencia del mal en el mundo es, sin duda alguna, el que suscita más preguntas; la dificultad radica también en la multiplicidad de aproximaciones debido a la diversidad de las formas con las que se presenta el mal (Latourelle, 1984, p. 335-337).

De la misma manera, debemos aclarar que plantear la cuestión del mal en términos de problema es una consideración que puede resultar incompleta y quedarse corta, ya que el mal es una realidad que, también se presenta como misterio (LACOSTE, 2007, p. 733); por tanto, podemos decir que si el mal es a la vez problema y misterio, su abordaje no pertenece exclusivamente al campo filosófico, sino también al campo religioso y teológico (Latourelle, 1984, p. 337-339). “Todo el enigma del mal radica en que comprendemos bajo un mismo término, por lo menos en el occidente judeocristiano, fenómenos tan diversos como en una primera aproximación, el pecado, el sufrimiento, y la muerte. Hasta podría decirse que si la cuestión del mal se distingue de la del pecado y la culpa, es porque el sufrimiento es tomado constantemente como término de referencia” (Ricoeur, 2007, p. 23-24).

Por otra parte, el fenómeno del mal es un hecho indiscutible en la experiencia humana  (Bravo, 2006, p.17).  De una cosa, todos los seres humanos, y no solo los cristianos, somos conscientes: de la existencia del mal. No necesitamos de una revelación particular o de una demostración específica para constatar la experiencia de sus efectos (Gutierrez, 2014, p. 21). Todos podemos ver cómo “El problema del mal atraviesa como una espada, dura y terrible, la entera historia de la humanidad. Ninguna cultura, y dentro de ella ningún individuo, ha podido escapar a su afrontamiento”, (TORRES, 2011, 11). De esta experiencia del mal surgen las acuciantes preguntas de ¿por qué el hambre?, ¿por qué los genocidios?, ¿por qué tanta crueldad?, ¿por qué tantas guerras sin sentido?, ¿por qué el sufrimiento de tantos y tantos seres humanos inocentes?, etc. (RUBIO, 1999, 151-155).

Esta experiencia humana del mal la encontramos en los fenómenos naturales como terremotos, sequías, volcanes, inundaciones, etc.; en los males  físicos y psíquicos que están relacionados con las enfermedades físicas y mentales; por último, la experiencia del mal está presente en el mal moral que afecta tanto a los individuos como a los grupos. Podríamos decir que este último, el mal moral, desde una perspectiva teológica hace referencia al pecado; tiene su fuente en el corazón humano y es la causa de la mayoría de los males físicos y psíquicos (Latourelle, 1984, p. 339-340). Por consiguiente, la experiencia del mal está vinculada a lo que teológicamente llamamos pecado estructural, pecado colectivo o pecado social (Estrada, 2012, p. 92). Entonces, el mal moral compete a una problemática de la libertad. Intrínsecamente. Por eso se puede ser responsable de él, asumirlo, confesarlo y combatirlo. El mal está inscrito en el corazón del ser humano. El mal compete a una problemática de la libertad. O de la moral (Ricoeur, 2007, p. 15) si esto es así, la pregunta ya no es de dónde viene el mal sino de dónde viene que lo hagamos.

1.2 En la historia de la teología moral

Los Padres de la Iglesia, desde Orígenes, Clemente de Alejandría, Gregorio de Niza, hasta Agustín, plantearon el problema del mal con referencia a la creación; sin embargo, y a partir de Agustín, el mal se concibe no solo como negatividad sino, y sobre todo, como decisión libre de la persona. La causa es la deficiencia de la persona que se aplica a toda su voluntad. Porque aunque ésta tiende por naturaleza al bien, tiene la posibilidad de optar por el mal. Aquí radica la grandeza del ser humano pero también la mayor deficiencia de su ser. (Gonzalez, p. 5-9). Desde este planteamiento debemos hablar, ya no del mal, sino del pecado constitutivo, y éste como causa del pecado personal y del mal moral.

2 Características del mal

En el contexto de la racionalidad occidental y de la religión judeo-cristiana, el mal se caracteriza por ser universal, irracional, personal y social. Es universal porque de él dan testimonio los mitos más antiguos que buscan explicar la presencia del mal en el mundo.[1] Todas las etapas de la historia están atravesadas por la presencia del mal que, bajo diversas formas, llega hasta el presente. El mal, al menos como amenaza, se encuentra en todas las realidades creadas y adopta una multiplicidad de formas, de ahí que podamos afirmar que su presencia es universal y pluridimensional (Gelabert, 1999, p. 191-192). El mal es irracional. El mal siempre es irracional, no tiene razón de ser y está fuera de toda razón (Gelabert, 1999, p. 192-193). Por ejemplo, podemos ver esta irracionalidad en los campos de concentración de Auschwitz, en las bombas de  Hiroshima y Nagasaki; solo para ilustrar lo que decimos. Sin embargo, son muchísimas las situaciones que nos muestran esta irracionalidad del mal.

Una de sus características más importantes es que el mal es una problemática de la libertad humana. Por esta razón se puede ser responsable de él, asumirlo, confesarlo y combatirlo. El mal está inscrito en el corazón humano, en consecuencia, el mal es también de orden moral como ya lo hemos señalado (RICOEUR, 15).

3 Simbólica del mal

La simbólica del mal consiste en un intento de interpretar, comprender y explicar el asunto del mal, en otras palabras es una hermenéutica porque como afirma Ricoeur, “Si ‘el símbolo da que pensar’, lo que la simbólica del mal da que pensar concierne a la grandeza y al límite de toda visión ética del mundo, ya que el hombre, que esta simbólica pone de manifiesto, no parece ser menos víctima que culpable” (Ricoeur, 2004, 17)). Los símbolos son signos que expresan y comunican un sentido, con toda razón afirma Ricoeur que mythos ya es logos (Ricoeur, 2004, p. 179.183). Dentro de las cosmovisiones religiosas que presenta Ricoeur se pueden describir cuatro tipos de mitos sobre el mal: 1) en el primer relato mítico, Ricoeur sitúa el comienzo del mal en el origen mismo del ser, en los Dioses que crean el mundo; 2) en un segundo grupo de mitos, se afirma que el destino marca los acontecimientos, el mal, por lo tanto es intrínseco a la existencia y al sufrimiento permanente; 3) en tercer lugar está el mito adámico judeo-cristiano, el cual señala que es el ser humano el que introduce el mal en el mundo; 4) por ultimo, está el mito órfico que señala que un alma de origen divino es encarcelada en un cuerpo que la arrastra hacia el mal (DE COSSIO, 2011, 338-339). No hay, en efecto, un lenguaje directo, no simbólico, del mal padecido, sufrido o cometido. Ya sea que el hombre se reconozca a sí mismo como responsable o como víctima de un mal que lo ataca y que lo expresa desde el principio en una simbólica, (Ricoeur, S.M., p. 27). Sin embargo, los símbolos del mal por antonomasia,  son la indigencia y la finitud (Estrada, 2012, p. 74).

4 Culpa y pecado

Afirmábamos en el primer punto de este escrito que el mal se concibe no sólo como carencia o negatividad sino también como decisión libre del ser humano. Es decir que “el mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad”, (SAFRANSKI, 2005, 10). Por lo tanto, es desde este planteamiento desde donde debemos hablar, ya no del mal, sino del pecado constitutivo.[2] Sin embargo, al hablar de pecado debemos dar un paso más y es el paso de la razón a la fe porque, como señala Ricoeur, la relación personal con Dios establece el espacio espiritual en el que se intenta explicar el mal pero a nivel de pecado. Por consiguiente, la categoría que rige la noción de pecado es la categoría ante Dios. De esta forma, el pecado es una magnitud religiosa antes de ser ético, no es la lesión de una regla abstracta, ni la violación de una ley o norma sino, y principalmente, es la ruptura de un vínculo personal (Ricoeur, 2004, 214). Y el mal no aparece solo como carencia sino como la ruptura de una relación (Bravo, 218).

Además del pecado personal existe la realidad de un pecado social o estructural, en el sentido de que todo pecado personal tiene una repercusión sobre toda la comunidad. (Mathias, 2011). El autor afirma en su libro que existe un pecado estructural, cuyo sujeto está constituido por la comunidad presente en aquella institución social que atenta abiertamente contra la vida humana; y analiza también los efectos en los que se reconoce la existencia de un pecado estructural en un sistema social dado.  (VIDAL, 2012, P.261-292).

5 Formas de expresión

Es un hecho indiscutible que el ser humano se encuentra habitando un mundo en el que existe el mal y en el que se pueden reconocer varios tipos o formas de cómo éste se expresa. (Montero,  coord. 2010, p.7). Entre las  diversas manifestaciones del mal que el ser humano ha encontrado están las catástrofes naturales, el mal físico que se manifiesta en enfermedades como el cáncer, el Sida, el ébola, las enfermedades mentales, etc. Sin embargo, la presencia del mal moral como las guerras, el terrorismo, el hambre, la crueldad, la pena de muerte, la explotación, el maltrato y abuso a mujeres y niños, el mal vestido de progreso, la corrupción, y un sinfín de etcéteras, (López, 2012, p. 20-49) debe hacernos pensar porque aquí todos somos responsables. Para ilustrar lo dicho presentaremos algunos datos; en el 2000 el presidente del Banco mundial afirmaba:

Son demasiados los países donde el VIH/SIDA ha echado por tierra el aumento de la esperanza de vida y provocado tanto dolor y penurias. Son demasiados los países donde las armas, la guerra y los conflictos han echado por tierra el desarrollo. (..)

Vivimos en un mundo marcado por la desigualdad. Algo marcha mal cuando el 20% más rico de la población mundial recibe más del 80% del ingreso mundial. Algo marcha mal cuando el 10% de la población recibe la mitad del ingreso nacional, como sucede actualmente en muchos países. Algo marcha mal cuando el ingreso medio de los 20 países más ricos es 37 veces superior al ingreso medio de los 20 países más pobres, diferencia que se ha duplicado con creces en los últimos 40 años. Algo marcha mal cuando 1.200 millones de personas continúan subsistiendo con menos de US$1 al día y 2.800 millones viven con menos de US$2 al día. En vista de todas estas fuerzas que acercan más al mundo, ha llegado el momento de cambiar nuestra manera de pensar. Ha llegado el momento de reconocer que todos vivimos en un mundo, no en dos; esta pobreza está en nuestra comunidad, donde sea que vivamos. Es nuestra responsabilidad. Ha llegado el momento de que los dirigentes políticos reconozcan esa obligación, (Wolfensohn).

Stiglitz, premio nobel de economía 2001, afirma que el 1% de la población tiene lo que el 99% necesita. El 1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida.

El 1 de abril del 2014 Jim Yong Kim, presidente del Banco mundial afirmaba:

Vivimos en un mundo de desigualdades. Las disparidades entre ricos y pobres son tan evidentes aquí en la ciudad de Washington como en cualquier otra capital del mundo. Sin embargo, para muchos de nosotros en el mundo de los ricos las personas que están excluidas del progreso económico siguen siendo en gran medida invisibles. Como expresó textualmente el Papa Francisco: “Que algunas personas sin techo mueren de frío en la calle no es noticia. Al contrario, una bajada (…) en las bolsas constituye una tragedia.

El Papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium señala:

Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida, (EVAENGELII GAUDIUM 53).

Vivimos en un mundo roto por la injusticia, el hambre, las guerras, y un largo etcétera. Y algo estamos haciendo mal porque estas cifras que hemos presentado y otros muchos informes que se presentan cada año muestran la inequidad en el mundo, en vez de disminuir van en aumento.

Respuesta al mal

Debería ser un hecho indiscutible que “El mal convoca a todos a luchar en un frente común: el de encontrar respuestas que, a pesar de los terribles e inacabables envites del mal, permitan vivir sin sucumbir al absurdo y sin rendirse en el esfuerzo por reparar los estragos y buscar las mejoras posibles”, (TORRES, 2011, p. 111). Sin embargo, frente al mal encontramos un abanico muy diverso de respuestas, entre las que están: la aceptación alegre del mal (actitud que encuentra en el mal satisfacción o complacencia); la aceptación resignada (actitud pasiva o racionalizada ante el mal); la desesperación (actitud de escape psicológico); la adhesión (actitud de sometimiento o reconciliación con el mal); y finalmente, la acción (actitud de confrontación y contestación), individual y comunitaria (FERRATER MORA, 1979, p. 2084).

No cabe duda que para la teología la realidad del mal es un desafío (RICOEUR, 2006), y una invitación a pensar éste como la raíz común del pecado y del sufrimiento. La cuestión del mal exige una convergencia del pensamiento y la acción, que política y moralmente, exige a su vez una trasformación de los sentimientos. Por lo tanto, desde esta trasformación surge, no la clásica pregunta de un por qué, sino ¿qué hacer contra el mal?  (Ricoeur, 2006, p. 25. 58. 60).

La respuesta desde la fe en un Dios que libre y gratuitamente se autocomunica al ser humano (DV 2), nos lleva a afirmar con Ellacuría que hay que encararse con la realidad, cargar con ella y encargarse de transformarla (Estrada, 2012, 789). Teniendo presente que J. Sobrino considera la misericordia ante el sufrimiento de las víctimas como la actitud fundamental de todo ser humano cabal ante el sufrimiento de las víctimas y como categoría articuladora de la reflexión teológica. (Tamayo 241-242). Este enfoque hacia la acción no pretende dar una solución ya hecha, sino presentar, sólo es el esbozo de una respuesta (Bravo 220). Porque sabemos que “El triunfo humano sobre el mal es siempre parcial y toda conquista es precaria, antesala de nuevos desafíos (…)”, (ESTRADA, 2012, 87). Sin embargo, frente al mal, debemos tener esperanza, porque el amor del Dios encarnado en Jesús capacita al ser humano para generar el bien desde la experiencia de mal (Estrada, 2012, 94). No hay duda que el misterio del mal es muy profundo, pero más profundo es todavía el abismo del amor de Dios. La fuerza para luchar contra el mal la encontramos en un Dios que se ha comprometido con un amor misericordioso en la cruz y nos ofrece la esperanza del triunfo en la resurrección. En consecuencia, lo que nos hace cristianos es creer que la última y definitiva palabra de esperanza en la lucha contra el mal nos ha llegado en la cruz y en la resurrección (TORRES, 2005a, 267) de Cristo de quien se dijo que “(…) pasó haciendo el bien (…)” (Hch 10,38).

7 Jesús frente al mal

En el apartado anterior hemos hecho una breve aproximación al asunto de la respuesta al mal y hemos insinuado los límites y las posibilidades que ésta tiene. También hemos insinuado que la fuerza y la esperanza, en este intento de respuesta al mal, la encontramos en el amor de un Dios que se ha autocomunicado en Jesús de Nazaret. Por consiguiente, acercarnos a mirar cómo se situó Jesús frente al mal puede orientarnos en esta gran tarea que tenemos pendiente de responder y luchar contra el mal.

Debemos empezar señalando que uno de los rasgos característicos de Jesús es su sensibilidad hacia el sufrimiento. “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). Esta sensibilidad se transforma en compasión y solidaridad con quien está sufriendo y así nos lo demuestra con la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 29-37) donde nos muestra que no basta con ser cumplidores con los deberes religiosos, sino que nuestro amor a Dios debe traducirse en una solidaridad efectiva con los que sufren (TAMAYO 243).

Como consecuencia de su sensibilidad hacia el sufrimiento, Jesús es solidario con los que son estigmatizados y excluidos por causas religiosas, políticas y sociales como los leprosos (Lc 5, 12-15; 17, 11-19; Mt 8, 1-4), los ciegos (Mt 9, 27-31 ), los paralíticos (Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26), los poseídos por demonios (Mt 8, 28-34; 9, 32-34), los pecadores (Mt 9, 10-13; Lc 5, 29-32; Lc 7, 36-50), los samaritanos (Jn 4, 9- 10), etc. Son relaciones de reconocimiento y acogida. Es una solidaridad tan profunda que el propio Jesús se identifica con todos aquellos que sufren:

Porque tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel y viniste a verme. (…).  En verdad os digo que cuanto hiciste a cada uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.  (Mt 25, 31-46).

Pero Jesús no se queda únicamente en su trato misericordioso, solidario y compasivo con los que sufren, sino que va más allá y denuncia al poder religioso, político, social y económico que están causando este sufrimiento (Mt 23, 1-32; Lc 11, 37-54). Podríamos decir que su actitud con los marginados, excluidos y estigmatizados por todos estos poderes ya es una denuncia y una confrontación contra el mal; este mal que en términos teológicos identificamos con el pecado social o con las estructuras de pecado (Nebel, 292-340; SARMIENTO, 869-881; Moser, 1369-1383)

Resulta evidente que la persecución, el juicio, la condena, la cruz y la muerte que sufrió Jesús fue el resultado de su vida, de su lucha frontal contra el mal y de su compromiso en favor de la justicia y del bien (GELABERT, 217). Por lo tanto, la cruz no es signo de la debilidad de Dios, sino símbolo de la fuerza de su amor. La cruz no es el símbolo de un Dios que pacientemente acepta el sufrimiento al ser él mismo víctima del mal, al contrario, la cruz es el grito de protesta más fuerte que jamás alguien haya expresado contra el mal. La cruz no es signo de fracaso y desesperanza en la lucha contra el mal porque “(…) Dios se solidariza con la víctima. (…) Dios está en el crucificado y en todos los masacrados de la historia, incluyendo el que colgaba en las alambradas de Auschwitz. (…) Dios se implica en el mal no desde el poder sino desde el amor. (…) No elimina la muerte pero ofrece, desde ella, la vida”. (Lois, 35-36).

Al observar cuál es la actitud de Jesús frente al mal, debemos tener presente que “la referencia vinculante a la memoria del crucificado y resucitado, memoria subversiva y subyugante (…) permite intuir al creyente qué es lo que su Dios quiere de él en la relación con el mal existente (Lois, 40). Por consiguiente, el cristianismo no es, en primera línea, una doctrina que hay que mantener lo más pura posible sino una praxis que hay que vivir lo más radical posible (METZ, 33).

Algo aparece claro a partir de la vida y el mensaje de Jesús, de su  muerte y de su resurrección: Dios, su Dios, como señala Schillebeecbx, es el anti-mal. Ésta es la gran aportación de la fe cristiana al problema del mal. Al situar Jesús en el centro de su vida y mensaje el servicio a un Reino de justicia y de fraternidad, la lucha contra el mal se convierte en componente esencial de la vida de todo seguidor de Jesús (Lois, 40).

La actitud de Jesús frente al mal nos muestra que ni el pecado ni la muerte tienen la última palabra. La última palabra la tiene la cercanía amorosa e indulgente del Dios que se ha comunicado a Sí mismo y ha querido venir a formar parte de nuestra historia.

María Isabel Gil Espinosa, Facultad de Teología, Pontificia Universidad Javeriana

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[1] “El mal aparece en los mitos más antiguos como una potencia cuyas raíces se encuentran en un caos primordial o en los dominios de lo divino. Pertenece, como señaló M. Elaide, al mundo de lo religioso y supera las posibilidades del conocimiento, de la acción del hombre hasta que en los tiempos modernos empieza a sufrir un proceso de secularización”, Montero, 2010, p. 6-7.

[2] “La decisión de entrar en el problema del mal por la puerta estrecha de la realidad humana no expresa, por consiguiente, sino la elección de una perspectiva central (…) Se objetará que la elección de esta perspectiva es arbitraria, que es en sentido fuerte de la palabra, un prejuicio. En absoluto. La decisión de abordar el mal desde la perspectiva del hombre y de su libertad no es una elección arbitraria sino adecuada a la naturaleza misma del problema”, ( RICOEUR, 2004, p. 14).