Índice
1Evangelización, misión de la Iglesia
1.1 La Iglesia vive para evangelizar y para ser evangelizada
1.2 Objetivos primarios de la evangelización
2 Evangelización en el horizonte del misterio de la comunión trinitaria
2.1 La Trinidad como paradigma de una evangelización integral
3 Dimensiones de la Evangelización
3.1 Evangelización liberadora
3.2 Evangelización inculturada
3.3 Evangelización misionera
4 Desafíos y posibilidades de actualización de la Buena Nueva del Evangelio
4.1 Hacer del ser humano el camino de la Iglesia
4.2 El pluralismo como presupuesto, no sólo como apertura
4.3 Revalorización de la Iglesia local
5 Referencias Bibliográficas
1 Evangelización, misión de la Iglesia
1.1 La Iglesia vive para Evangelizar y para ser evangelizada
Uno de los cometidos esenciales de la Iglesia entendida no solamente como cuerpo institucional o jerárquico, sino como Pueblo de Dios en marcha (cf. Evangelii Gaudium EG 111), es Evangelizar. En esta acción encuentra su dicha y su identidad (Evangelii Nuntiandi EN 14). Evangelizar es fundamentalmente comunicar la Buena Nueva del Evangelio mediante obras y palabras. Esta encomienda le viene dada, como un imperativo de Jesús en quien se fundamenta: “Vayan y anuncien la Buena Nueva…” Por lo tanto, no surge como estrategia o como recurso para justificar su existencia, sino justamente lo contrario, vive para Evangelizar, ésta es su misión fundamental sin la cual todas las demás acciones pastorales pierden su horizonte y su fuerza. Es cierto que esta misión muchas veces se ha confundido y se ha reducido a una indoctrinación, aminorando así el contenido tan rico y profundo de la acción evangelizadora. Por lo tanto, más que transmitir doctrinas o verdades, de lo que se trata en la acción evangelizadora es anunciar, transmitir con hechos y palabras la confesión de fe en la persona de Jesús de Nazaret, unido siempre al proyecto del Reino. De este modo, se puede comprender que las prácticas eclesiales dirigidas hacia muchos horizontes y ambientes, realizadas en contextos variados, deben ser acciones o prácticas esencialmente evangelizadoras, que le dan sentido y rumbo a su identidad y misión.
El sujeto de la evangelización, es la comunidad creyente, Pueblo de Dios constituido por todas y todos los bautizados. Es un sujeto colectivo en donde todos somos responsables con distintos oficios y encargos (cf. Ad gentes AG 5, 11-12). Esto requiere que la Iglesia de la que formamos parte, se sitúe no sólo como maestra, sino también como discípula. En este sentido podemos decir que todo cristiano, cristiana, es al mismo tiempo evangelizador y evangelizado. Recordemos el caso emblemático de la conversión de Cornelio, en donde Pedro, el evangelizador, también queda convertido y evangelizado en este encuentro (Hch. 10, 34-43). Aquí el evangelizador entra en diálogo con el evangelizado, pone en juego y en consideración su propia comprensión de la fe. El anuncio y el diálogo son dos elementos constitutivos de la acción evangelizadora, que al saberlos articular en una actitud abierta dan mucho fruto (cf. Documento de Aparecida. DA 237). Antes de la conversión es necesaria la conversación (cf. EG 127).
Esta relación dialógica o confrontación seria entre evangelizando y evangelizador permite, como interlocutores, tomar una actitud de más humildad y vulnerabilidad a lo que como Iglesia se está poco acostumbrado. Esta actitud permite entrar y respetar el mundo y la cosmovisión del evangelizado, porque si no, ¿cómo se puede esperar que quien lo escucha esté en principio dispuesto a cambiar su vida y su pensamiento si él –el evangelizador- no está dispuesto a someterse a idéntica disciplina?
Esto es justamente lo interesante y lo rico del proceso evangelizador, que quien evangeliza, pone en juego su fe al realizar su cometido. Pues si no sucede esto, cuando se evangeliza partiendo de una postura fija e inconmovible, cerrándose a otras propuestas o análisis críticos, se corre el riesgo de convertirse más que en evangelizadores, en propagandistas de una marca o de un producto. “En este proceso de evangelización no existe evangelizador y evangelizado, como dos fracciones dentro de la Iglesia; ambos se evangelizan mutuamente construyendo así una Iglesia como comunidad fraterna, toda ella ministerial, servidora y misionera” ( BOFF, L., 1991, p.77).
1.2 Objetivos primarios de la Evangelización
Un primer objetivo que continúa siendo válido y legítimo en el proceso evangelizador es la conversión, es decir, introducir a las personas a una determinada visión del mundo, a un determinado estilo de vida que no se tenía antes. El adherirse a una determinada doctrina, a unas ciertas creencias. En un sentido general, esto continúa siendo válido.
Sin embargo, esta finalidad de conversión a la persona de Jesús y a su proyecto del Reino, se ve fortalecida con lo que el Documento de Puebla (cf. DP 1145) afirma al decir que el mejor servicio al hermano, y al hermano más pobre, “es la evangelización, que lo libera de las injusticias, lo promueve íntegramente y lo dispone a realizarse como hijo de Dios.” Aquí radica también una de las finalidades de la Evangelización entendida como liberación y promoción del hombre, para que se realice plenamente como hija e hijo de Dios. En los documentos de Medellín encontramos esta misma idea al afirmar que la evangelización consiste, fundamentalmente, en “pasar de situaciones menos humanas a situaciones más humanas” (Documento de Medellín Introducción n.6; Documento de Santo Domingo n. 162).
La evangelización unida a la conversión tiene como objetivo primario la humanización de todo hombre y de todo el hombre. Esto ya lo recordaba con mucha claridad Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi, al afirmar que entre promoción humana y evangelización existe una correlación profunda de orden antropológico, teológico y evangélico (EN 31).
Lo fundamental en la práctica evangelizadora es el anuncio de la persona de Jesús y la denuncia de todo lo que se oponga al establecimiento de su Reino como proyecto continuador de la voluntad del Padre, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Anunciamos, por tanto, no sólo unas verdades, sino principalmente la persona de Jesús que desde nuestra fe y desde nuestra identidad de cristianos representa una confesión de fe, una propuesta en medio de otras muchas. Anunciamos la Buena Nueva de Jesús, una noticia y un acontecimiento de carácter salvífico, a caminar según el Evangelio (Ef. 4,1; Col 1,10; Gal 5,16).
Sin embargo, no anunciamos sólo una persona en abstracto. Jesús no es sólo hombre, sino el hombre que vivió sujeto a las coordenadas del tiempo y del espacio de manera muy específica y concreta. Anunciamos a Jesús con todos sus componentes fundamentales. Uno de éstos es el proyecto de Reino que no se identifica con la Iglesia, ni con el progreso de la técnica, sino que fundamentalmente es la vivencia de unas nuevas relaciones, unas nuevas opciones.
El anuncio de Jesús, no es un anuncio cualquiera, ni bajo cualquier circunstancia. Es el anuncio de un Cristo, y éste crucificado (I Cor. 1,23); es por tanto un Jesús contextualizado, que “pasó haciendo el bien” (Hch. I Cor. 2,2; Gal. 3,1). No es un Jesús sólo de conceptos, sino un Jesús que padeció, que fue crucificado, que murió por una causa concreta, que entró en conflicto con los del centro, en fin, un Jesús que es Dios y que está presente y actuante en la historia.
2 Evangelización en el horizonte del misterio de la comunión trinitaria
2.1 La Trinidad como paradigma de una evangelización integral
Según EN 26, “evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo”. En este acto testimonial que tiene ya una base trinitaria, se dan varios paradigmas o puntos referenciales para su realización. Uno de estos es el paradigma o modelo trinitario en el que encontramos el principio básico de relacionalidad. Este principio funciona a nivel de personas y a nivel de culturas. “Éstas constituyen un sistema completo, pero abierto a otros sistemas y culturas, pues ninguna de ellas agota las potencialidades del ser humano personal y social. Entre las culturas debe regir lo que rige en el misterio trinitario, la radical relacionalidad entre las tres divinas Personas. Cada una es una e irreductible, pero siempre en relación y en “perijóresis” con las demás” (BOFF, L., 1991, p. 48).
La labor evangelizadora de la Iglesia tiene su origen y fundamento en el misterio de la comunión trinitaria, “en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo, según el designio del Dios Padre” (AG 2). Esta comunión trinitaria es el modelo de toda evangelización que busca la vivencia de la fe en la dimensión comunitaria, pues la vocación a vivir y a participar de esta comunión no se da de manera individual, sino en estrecha conexión mutua. “La evangelización es un llamado a la participación en la comunión trinitaria” (DP 218).
Jesús el enviado del Padre, puso su tienda en medio de nosotros, asumiendo la naturaleza humana entera, tal como se da en nosotros, menos en el pecado (Hb. 4,5; 9,28). El texto narrado por el evangelista Lucas, cuando Jesús entra en la sinagoga de Nazaret, es un pasaje programático y paradigmático, es un referente obligado y un programa a realizar desde la evangelización. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor” (Lc. 4,18-19).
Jesús es el modelo de evangelizador y la referencia obligada para toda acción evangelizadora, su persona es Buena Nueva que se hace concreta en palabras, gestos, actividades y acontecimientos de su ministerio. Para Jesús lo central y básico en el horizonte de su mensaje es el reino o reinado de Dios; todo lo demás es relativo (Mt 5, 3-12, EN 8), y se nos dará “por añadidura” (Mt 6,33).
Los evangelios dan cuenta de esta centralidad e importancia del Reino de Dios (Mt 5,3-12; 5-7…). El Reino es el regalo misericordioso del Padre que salva y libera al hombre y mujer de toda opresión; es invitación a encontrarse con Dios y a comprometerse para que este Reino se establezca en medio de la realidad social y personal, transformando con la “fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19).
Para llevar a cabo este programa evangelizador, contamos con la presencia santificadora del Espíritu Santo, es el Espíritu Santo el protagonista de toda auténtica evangelización, pues mediante su acción “unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos” (AG 4).
De esta manera, la acción evangelizadora de la Iglesia, tiene en el misterio de la Trinidad, su fundamento último en el sentido de ser el modelo por excelencia de relacionalidad y de comunitariedad en la que cada una de las personas contribuyen aportando su ser y su presencia.
3 Dimensiones de la Evangelización
3.1 Evangelización liberadora
“La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se estable entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre” (EN 29). Esta afirmación de Evangelii Nuntiandi, tiene sus repercusiones concretas en nuestro continente latinoamericano al expresarse como Evangelización Liberadora a la que hacen un llamado los obispos reunidos en Puebla, al reconocer que la situación vivida en tiempos de la Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Medellín (1968), es todavía mucho más grave. “Los pastores de América Latina tenemos razones gravísimas para urgir la evangelización liberadora, no sólo porque es necesario recordar el pecado individual y social sino también porque de Medellín para acá, la situación se ha agravado en la mayoría de nuestros países” (DP 487). De ese tiempo a la fecha, podríamos todavía afirmar la urgencia constante de esta evangelización liberadora, o esta evangelización con dimensión social como señala el Papa Francisco (EG 176). ¿En qué consiste fundamentalmente?
Aparecida nos da una pauta para entender de qué se trata cuando afirma que la labor esencial de la evangelización “incluye la opción preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana” (DA 146). En estos tres elementos radica fundamentalmente el contenido de una evangelización liberadora: en una opción por los pobres, en una promoción humana y la liberación cristiana.
La lucha por la justicia y la participación en favor de la transformación del mundo es, claramente, una dimensión constitutiva de la acción evangelizadora de la Iglesia. Así lo afirmó Juan Paulo II en su discurso inaugural de la Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Puebla (1979): “la misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre”.
La evangelización liberadora supone la superación de una evangelización puramente doctrinal y kerigmática sin ningún arraigo en la realidad. Su punto de anclaje es el de una Iglesia que vive en el horizonte del Reino como proyecto del Padre y busca la liberación integral de hombres y mujeres con la fuerza del Resucitado y la presencia actuante del Espíritu Santo.
En resumen, se puede afirmar que la evangelización liberadora no es opcional, que la inclusión de la promoción humana, los esfuerzos por la promoción de la justicia y la contribución a las transformaciones históricas no es cuestión de modas o de regiones geográficas, sino “parte integrante”, “parte indispensable”, “dimensión constitutiva” sin la cual simplemente no está completa la acción evangelizadora, faltando un componente importante y fundamental que le otorgan identidad, orientación y sentido. “Si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora” (EG 176).
3.2 Evangelización inculturada
Una de las tareas evangelizadoras de la Iglesia consiste en encarnar el Evangelio en el corazón de las culturas y, desde ahí, participar en la conquista de las grandes aspiraciones de la humanidad. Por esto, quedan en desautorización todo tipo de visión miope etnocéntrica y se impone la conciencia de que la Iglesia, al hacerse presente en la diversidad de pueblos y culturas, es también una realidad pluricultural. En coherencia con el misterio de la Encarnación, evangelizar no es como se ha dicho anteriormente anunciar una doctrina o incorporar personas a la Iglesia, sino ante todo, encarnar el Evangelio en la diversidad de las culturas.
Se trata entonces de un proceso, no en la línea de una “evangelización de las culturas”, sino de una “evangelización inculturada”. El primer paradigma parte del evangelio y se presta a la implantación de una Iglesia monocultural que no hace justicia a la lógica de la encarnación (EG 117); los destinatarios del evangelio, en este caso, son reducidos a receptores pasivos de un evangelio ya inculturado y concebidos como objetos de la evangelización. El segundo, parte de la cultura y de sus respectivos sujetos, propiciando el surgimiento de las Iglesias culturalmente nuevas. Aquí, no es tanto el evangelio que se incultura, sino los sujetos de la cultura que incorporan, a su modo, el evangelio.
Al contrario de una cierta “nueva evangelización”, que cree ser nueva solamente porque incorpora medios innovadores para hacer lo de siempre, una evangelización inculturada sigue la pedagogía de Evangelii Nuntiandi, respetando en primer lugar la obra de Dios ya presente en las culturas y el “sagrario de la conciencia” de los interlocutores. “Acompañar, cuidar y fortalecer las riquezas que ya existen” (EG 69). En esta misma dirección, se trata de llevar a cabo una evangelización por el testimonio (evangelización implícita); después, en la gratuidad por haber “recibido por gracia” el don del evangelio, proponerlo con delicadeza y amor, ofreciendo los medios necesarios para que los destinatarios puedan, desde la libre adhesión, encarnarlo en sus culturas (evangelización implícita). Se pueden vislumbrar estos dos momentos en los siguientes pasos (cf. BRIGHENTI, 1997, p.73-105):
Como evangelización implícita, implicaría, en un primer paso, ser presencia testimoniante o de empatía, siguiendo el dinamismo del misterio de la Encarnación. Ante todo, evangelizar significa insertarse gratuita y respetuosamente en el contexto en el cual se quiere desencadenar un proceso de evangelización inculturada. Se trata, siguiendo a Gaudium et Spes, de solidarizarse con los problemas, las alegrías y las tristezas, las angustias y las esperanzas del pueblo que se quiere evangelizar, pues, evangelizar significa testimoniar una actitud de respeto y de acogida de las culturas por causa de Dios y de la obra que Él realizó en el interior de las culturas.
En un segundo paso, se trata de establecer una relación dialógica o de simpatía entre agentes y miembros de la cultura, de tal manera que, en un clima de confianza, ambas partes expresen su modo existencial, pronuncien su propia palabra y cultiven la capacidad de escucha y de apropiación que requiere toda auténtica conversión. Evangelizar no es “ignorar ni imponer”.
El tercer paso, consistirá en identificar y reconocer los valores de la cultura como “semillas del Verbo” pues, sabemos que las culturas, tanto en su dimensión simbólica como en su dimensión ética, son eco de la voz de Dios, que siempre se dirige a la sociedad y a cada subjetividad humana. Sobre todo las religiones, como alma de las culturas, son reacciones a la acción primera de Dios y camino de la divinidad para las culturas.
Dados estos pasos, es posible pasar al segundo momento del proceso, el de una evangelización explícita. Por esto, primeramente (cuarto paso), se trata de anunciar amorosa y respetuosamente las verdades del cristianismo. Después de reafirmar que “el Dios de la cultura” es el Dios de Jesucristo, presente y actuante en la historia de todos los pueblos, es posible revelar explícitamente este Dios, o sea, dar a conocer la positividad cristiana. La tarea del evangelizador, en este cuarto paso, consiste únicamente en facilitar el texto de la Biblia, la historia del texto, la tradición de su interpretación y crear el contexto eclesial comunitario de fe necesario para leer e interpretar el Mensaje.
El quinto paso, consiste en llegar a una mutua evangelización explícita o reflexión crítica no solamente de los agentes en dirección a los miembros de la cultura, sino también de los propios miembros de la cultura en relación a los agentes. Se trata de que cada una de las partes ayude a la otra a no absolutizar la propia cultura ante la trascendencia del Evangelio, ni su modo de apropiación del mismo, para no caer en la “vanidosa sacralización de la propia cultura con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador” (EG 117). De un lado, se trata de inculturar el Mensaje y, de otro, de exculturarlo de versiones exógenas.
Finalmente, en un sexto paso, llega el momento de la apropiación o asimilación sintética, que consiste en llevar a cabo una simbiosis entre Evangelio y cultura, tanto por parte de los miembros de la cultura que entra en contacto con el Evangelio, como por parte de los evangelizadores que, si de hecho establecieron una relación dialógica con los nuevos miembros, no obtienen los mismos resultados de este encuentro. No se da una relación sincrética, sino sintética. El resultado de un proceso de evangelización inculturada con este (séptimo paso) es el surgimiento o crecimiento de Iglesias culturalmente nuevas, con “fisionomía propia” (EN 63). Se trata más de “creación” de una Iglesia particular autóctona, sustentada por una eclesialidad pluriforme, que de simple “implantación”. Tal como la Encarnación es un “asumir sin aniquilar”, el surgimiento de una Iglesia con “rostro propio” significa “inculturar sin identificar”. Un ejemplo de este esfuerzo muchas veces incomprendido es la diócesis de San Cristóbal de las Casas en México (cf. RUÍZ, 1999, p.113-127).
3.3 Evangelización misionera
Así como el documento de Puebla acentúa la dimensión liberadora de la evangelización, y Santo Domingo el de la inculturación, el documento de Aparecida sitúa la evangelización en una dinámica misionera (DA 13). Hace un fuerte llamado al compromiso por “una evangelización mucho más misionera, en diálogo con todos los cristianos y al servicio de todos los hombres”. Esta dimensión misionera hay que entenderla en su justa medida, pues no se trata de un movimiento hacia adentro que pretende el robustecimiento de la Iglesia como institución, sino un movimiento más de salida y de desconcentración en donde la propuesta deje de ser al estilo de proselitismo, y sea más de contagio y de atracción. Es necesario “dejar el cómodo criterio del ‘siempre se ha hecho así’, siendo más audaces y creativos” (EG 33).
La Iglesia cumple esta misión evangelizadora siguiendo los pasos de su Señor y adoptando sus actitudes (cf. Mt 9, 35-36).
“Por eso la Iglesia tiene que guardarse de la tentación de medir la gloria de Dios por el honor que se le rinde a ella, idea que podría inducirla a concentrar todos sus esfuerzos en el único objetivo de restablecer su fuerza, su crédito, su prestigio, su influencia sobre la sociedad. […] Pudo pensar que su misión consistía en imponer su presencia en el mundo con esplendor y poder para dar un testimonio indudable de la revelación cuyo depósito custodia” (MOING, 2011, p. 295).
La evangelización misionera implica una toma de conciencia de ser discípulos y misioneros a la vez, pues “son dos caras de la misma moneda”, porque el discípulo es por naturaleza misionero, y el misionero es el fiel seguidor de Jesús, que lo invita a proseguir la causa del Reino. Este llamado a realizar una evangelización misionera no es momentáneo ni pasajero, sino permanente (cf. DA 210). La conciencia misionera aunque no niega la dimensión territorial o geográfica, no se reduce a ella. “En efecto, los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del pueblo de Dios no son sólo los pueblos no cristianos y las tierras lejanas sino también los ámbitos socioculturales y, sobre todo, los corazones.”[1] Así las cosas, los ámbitos de la misión no están vinculados única ni primordialmente a lo territorial, sino también a las realidades en donde vive la gente, a las “periferias existenciales”.
En el DA nos encontramos con dos elementos que se podrían traducir en dos actitudes que configuran un cambio de paradigma en lo que a la misión se refiere: “atracción” e “irradiación”, atraer-irradiar, dos verbos que indican un movimiento de ida y vuelta. En el número 159 Aparecida nos dice que “la Iglesia crece no por proselitismo sino por atracción: como Cristo atrae todo a sí con la fuerza de su amor. La Iglesia atrae cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó (cf. Rm. 12, 4-13; Jn. 13, 34)”. De esta forma, se deja atrás toda la dinámica proselitista y se propone la atracción, descubriendo en el cristiano alguna singularidad que parece interesante en medio de tantas propuestas. Es necesario contar con esa fuerza para atraer, para convencer. Hoy la evangelización misionera se entiende a través de esta atracción-contagio. De vecino a vecino, nuestra iglesia ya no convence sólo con grandes concentraciones multitudinarias, grandes eventos. No es esa clase de atracción. “Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar” (EG 127).
Sobre este movimiento de irradiación, hay dos expresiones en el documento, los dos en relación a la comunidad parroquial y su misión: El DA pide “que las Parroquias sean centros de irradiación misionera en sus propios territorios” (DA306). “Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo.” (DA 362). Esto significa, en primer lugar, que las comunidades parroquiales estén iluminadas por la vida de Cristo, que ellas en primer lugar experimenten la presencia de Jesús en sus vidas y luego expandan esta luz de Jesús, este verbo irradiar está en un sentido de respeto de expandir la luz sin imponerla, sí proponerla como una confesión de fe a la humanidad.
4 Desafíos y Posibilidades de actuación de la Buena Nueva del Evangelio
4.1 Hacer del ser humano el camino de la Iglesia
La Iglesia hoy más que nunca necesita descentrarse de sus cuestiones internas y dejar de ser “autorreferencial”, para sintonizar con las grandes aspiraciones de la humanidad. Si de verdad quiere realizar una auténtica evangelización, más allá de un simple barniz y una acción superflua que no toca la realidad ni lo esencial del mensaje de Jesús, debe ser una Iglesia “en salida” (EG 24). “El espacio estrictamente religioso o intra-eclesial no agota la misión de la Iglesia, señal e instrumento del Reino de Dios en el corazón de la historia: Dios desea salvar a todos, y la Iglesia, como mediadora privilegiada, requiere ser la Iglesia de todos, aun de aquellos que no son Iglesia” (BRIGHENTI, 2009, p. 39).
Hacer del ser humano el camino de la Iglesia es tomar conciencia de todo lo abarcante de su existencia, en todas sus dimensiones y ámbitos. “Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia” (Redemptor Hominis RH 13).
Este camino es hoy un desafío y un requerimiento necesario para la acción evangelizadora, que exige superar los ya trillados paradigmas ontológico y hermenéutico, desde los cuales el ser humano es visto como si fuera simplemente una categoría universal, sin rostro y sin patria. Ya los obispos reunidos en Puebla, ponían en cuestión esta especie de “universalidad” a nivel cultural, que percibían como “sinónimo de nivelación y uniformidad que no respeta las diferentes culturas, debilitándolas, absorbiéndolas o eliminándolas. Con mayor razón, la Iglesia no acepta aquella instrumentación de la universalidad que equivale a la unificación de la humanidad por vía de una injustamente supremacía y dominación de unos pueblos o sectores sociales sobre otros pueblos y sectores” (DP 427).
Hacer del ser humano el camino de la Iglesia, implica tomar muy en cuenta la dimensión de alteridad, una cuestión que la teología latinoamericana asume con mucha seriedad al percibir que en muchos sectores, especialmente el económico, se ha negado la presencia y participación del “otro”, es decir del pobre o mejor dicho del empobrecido, privándolo de sus derechos más fundamentales. “Es hora de que la Iglesia saque las consecuencias del Evangelio social de Jesucristo, para que la religión cristiana sea de hecho una experiencia salvífica, tanto en la esfera personal como en la social. Está en juego la credibilidad no solo de la Iglesia, sino también el propio Evangelio.” (BRIGHENTI, 2009, p. 40).
4.2 El pluralismo como presupuesto, no solo como apertura
Es difícil desentenderse del pluralismo como un hecho evidente en nuestros días, casi nadie puede dudar de su influencia en todos los ámbitos. Pero lo importante no es solo caer en la cuenta de su existencia, sino asumirlo y considerarlo como algo ya prácticamente ineludible en todas las reflexiones y en las prácticas evangelizadoras, no basta presentarlo como una actitud de apertura a nuevas ideas o propuestas pastorales, sino incluirlo en los diseños y confecciones evangelizadoras como un componente propio de la Iglesia. “La Iglesia del futuro o será pluralista, o sea, respetuosa y promotora del pluralismo, o no será católica”.
El pluralismo –más propiamente una actitud pluralista- es una respuesta posible al hecho de la pluralidad. No es una concesión ante la realidad que se impone, o una apertura ante otras ofertas o posibilidades, sino un presupuesto de nuestros planteamientos evangelizadores. Esto significa que la Iglesia, antes de hablar de sí misma y sus propios proyectos, tiene que escuchar y tener en cuenta al otro, no como una prolongación de sí misma, sino como algo diferente, totalmente otro. La actitud pluralista nos lleva a considerar al diferente (cultura, lenguaje, símbolo, persona), no como una amenaza, una competencia o enemigo potencial, sino como un medio de enriquecimiento y una apertura a nuevas posibilidades pastorales.
De esta forma, en la acción evangelizadora, no hay destinatarios, sino interlocutores, como sucede en la revelación. Para que pueda haber revelación, no basta con que Dios se manifieste; es necesaria la respuesta humana. El punto de partida de la evangelización es el otro y sus circunstancias, sus necesidades, pues en tanto comunicación, solo se da en cuanto el otro responde.
La actitud que marca la pauta en el encuentro con el otro, el diferente, en lugar de la manipulación, o el proselitismo, es ante todo el testimonio. El testimonio es siempre la expresión de la discreta acción misteriosa de Dios, siempre respetuoso de la libertad humana.
4.3 Revalorización de la Iglesia local
El Concilio Vaticano II (LG 23, CD 11) redescubrió el gran valor de la Iglesia particular, no como una parte, sino como una porción de la Iglesia universal, en la que se contiene la Iglesia toda, aunque no toda la Iglesia, pues ninguna Iglesia local puede agotar el misterio eclesial. De aquí se desprende que la catolicidad de la Iglesia está, a partir de la Iglesia local, en la comunión de las Iglesias, dado que la Iglesia de Jesucristo es “Iglesia de iglesias” (cf. TILLARD, 1991).
Además, según nos recuerda el mismo Concilio, la Iglesia local está fundada sobre y edificada por la Palabra de Dios. La Iglesia es una institución de la Palabra, que precede a la congregación de los fieles. Ella misma es resultado de la evangelización. De ahí, justamente de la obra evangelizadora y misionera de la Iglesia local, surge la misión universal de la Iglesia. Esta es, primero, una llamada a evangelizarse continuamente, tomando un rostro propio en relación con la alteridad de las demás Iglesias, es después una llamada que incita a ir a todos los pueblos con el fin de hacer surgir comunidades que busquen inculturar la fe en su espacio local, a partir de sus particularidades, que reconfigurará a su vez el rostro de la Iglesia local.
Una de las exigencias de la evangelización es la conformación de grupos a “escala humana”, (cf. DA 180) como un medio privilegiado para la práctica evangelizadora de la Iglesia (cf. DA 307). La Iglesia latinoamericana, tributaria de la eclesiología de Pueblo de Dios y de Comunión, ha querido ser una Iglesia viva y dinámica (cf. Documento de Santo Domingo DSD 23), reflejando ese rostro en los diversos niveles de Iglesia, a partir de la vivencia de comunión y participación, realizada especialmente a través de las pequeñas comunidades eclesiales de base, que son consideradas como un signo de vitalidad eclesial, instrumento de evangelización y punto de partida válido para una nueva sociedad (cf. DSD 61).
Son consideradas así por varias razones: primero, esas comunidades descentralizan y articulan las “grandes comunidades” impersonales o masivas, transformándolas en ambientes sencillos y de mucha vitalidad, convirtiéndose de esa manera en un espacio promotor del rescate de la identidad, la dignidad y la autoestima. Segundo, abren un espacio a los excluidos, ya sea por cuestiones económicas, étnicas, de edad, sexo, cultura. Al interior de estas pequeñas comunidades los pobres se convierten en sujetos y actores de su propia historia, dejando de ser objeto de caridad o asistencia externa. Tercero, las pequeñas comunidades intentan unir fe y vida, aunando la religiosidad al sentido, conscientes de que Dios desea la vida a partir del cuerpo. En su seno, la religión, lejos de ser un medio de alienación, asume un carácter explícito de liberación, manifestando en la historia la parcialidad de Dios por el pobre ante el sufrimiento injusto. Cuarto, las pequeñas comunidades, haciendo eco del Concilio al recuperar el sentido del sacerdocio común de los fieles, afirman la urgencia del protagonismo de los laicos y laicas en la misión evangelizadora (cf. LG 10, DSD 103,293).
Ernesto Palafox. Pontificia Universidad Católica de México. México.
5 Referencia Bibliográfica
ACTAS Y DOCUMENTOS PONTIFICIOS. Evangelii Gaudium. La alegría del Evangelio. Exhortación Apostólica del Santo Padre Francisco, México: San Pablo, 2013.
BOFF, Leonardo. Nueva Evangelización: perspectiva de los oprimidos. México: Palabra, 1991. 126p.
BRIGHENTI, Agenor. Por una Evangelización Inculturada. Principios Pedagógicos y Pasos Metodológicos. Bogotá: Paulinas, 1997. 139p.
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CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO, Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo. Conferencias del Episcopado Latinoamericano, Bogotá: CELAM, 1994.
MOING, Joseph. Dios que viene al hombre. II/2 de la aparición al nacimiento de Dios. El nacimiento. Salamanca: Sígueme, 2011. 635p.
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RUÍZ GARCÍA, Samuel. Mi trabajo pastoral en la Diócesis de San Cristóbal de las Casas. Principios teológicos. México: Paulinas, 1999. 160p.
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PARA PROFUNDIZAR
AMALORPAVADASS, D. Evangelización y cultura, en Concilium 134 (1978), p.80-94.
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[1] Discurso del Papa Benedicto XVI a los miembros del Consejo Superior de las Obras Misionales Pontificias, 5 de mayo de 2007.