Fe y praxis

Índice

1 Problemática

2 La fe como praxis

3 Aspectos o dimensiones de la fe-praxis

3.1 Dinamismo trinitario

3.2 Eclesialidad

3.3 Historicidad

3.4 Ecología integral

3.5 Tensión escatológica

3.6 Dimensión intelectual

3.7 Parcialidad por los pobres, marginados y sufrientes

4 Relevancia y actualidad de la problemática

5 Bibliografía

1 Problemática

Ciertamente, nadie niega de modo absoluto que exista un vínculo entre “fe y praxis” y desde el Concilio Vaticano II se hizo común y constante la denuncia de que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (GS 43). El problema radica en la naturaleza de ese vínculo. ¿La “y” de “fe y praxis” indica un vínculo meramente externo y consecutivo (relación entre relatos autosuficientes e independientes) o, más radicalmente, un vínculo interno y constitutivo (praxis como dinamismo propio de la fe y la fe como forma de vida)? En otras palabras: ¿son “fe y praxis” realidades completamente diferentes o la fe tiene una estructura y un dinamismo práxicos?

El hecho es que el desarrollo de la inteligencia de la fe según los cánones de la razón griega (theo-logia como intellectus fidei) estaba conduciendo a una visión excesivamente intelectual de la fe. Y tanto respecto al objeto de la fe – “verdad primera” (Cf. ST II-II, q. 1, a. 1), como respecto al acto de creer“pensar con asentimiento” (ST II -II, q. 2, a. 1) y “confesión de las verdades de la fe” (ST II-II, q. 3, a. 1). Y si en los grandes teólogos medievales, como Tomás de Aquino, la finura y el rigor de las distinciones y definiciones aún evitaban el reduccionismo y garantizaban un cierto equilibrio en la comprensión de la fe, eso se perderá en los siglos posteriores. Poco a poco se desarrolló e impuso una compresión excesivamente intelectual e intelectualizada de la fe, entendida simplemente como asentimiento a una verdad, como si la fe fuera un acto meramente intelectual (asentimiento) y como si el contenido de la fe fuera algo meramente intelectual (verdad). No es por casualidad que, incluso hoy en día, la comprensión más común de la fe tiene que ver con la adhesión y la confesión de la doctrina. En esta perspectiva, por supuesto, la fe aparece como algo completamente diferente y previo a la praxis (asentimiento a una verdad o doctrina), aunque puede o debe establecerse alguna relación con ella (iluminación de la praxis o aplicación en la praxis). Aquí, en todo caso, se trata de un vínculo puramente externo y consecutivo: relación entre relatos (fe y praxis) que, en sí y por sí mismos, no tienen nada que ver uno con otro.

Detrás de esta problemática hay una concepción de la fe excesivamente intelectualista e intelectualizada y una concepción de la praxis excesivamente empírico-pragmática. Y, en el fondo, estas concepciones reduccionistas de fe y praxis tienen su raíz en el dualismo o en la oposición más o menos radical entre “inteligir” y “sentir” que constituye y caracteriza a la civilización occidental desde sus inicios hasta la actualidad y que está en el origen muchos otros dualismos (Cf. ZUBIRI, 2006a, p. 19-26). Pero esto no hace justicia a la fe, tal como se vive, se comprende y se narra en la Sagrada Escritura y que tiene en Jesucristo su autor y realizador. (Cf. Hb 12,2).

2 Fe como praxis

Ciertamente, la fe tiene una dimensión intelectual irreductible, pero no se reduce a esa dimensión intelectual. Ni como acto (involucra la vida humana en su totalidad), ni en cuanto a su contenido (la realidad misma de Dios). La fe es el acto por el cual, con la fuerza y ​​el poder del Espíritu, nos entregamos a Dios y tratamos de configurar nuestra vida según el dinamismo y el designio de Dios, tales como se manifestaron en la vida de Jesucristo. Y este acto de entrega a Dios y configuración de la vida envuelve e implica la vida del creyente en todas sus dimensiones. En este sentido hablamos de fe como praxis; una praxis que involucra la totalidad de la vida (intelección, sentimiento, volición) (Cf. ZUBIRI, 1998, p. 11-41; 2006a, p. 281-285).

“La fe designa el acto por el cual la salvación que tuvo lugar en Cristo llega a las personas y comunidades, transformándolas y comenzando una nueva creación” (GONZÁLEZ, 2005, p. 369). Es, sobre todo, obra de Dios en nosotros y, como tal, un “don” (Ef 2, 8); pero un don que, una vez aceptado, nos recrea insertándonos activamente en su propio dinamismo: “creados en Cristo Jesús por las buenas obras que dispuso de antemano para que caminásemos en ellas” (Ef 2,10). Es, por tanto, un don y una tarea: algo que recibimos para realizar. No hay contradicción entre el carácter agraciado de la fe (don) y su carácter activo-práxico (tarea). Siendo la obra de Dios en nosotros, también es tarea nuestra en Dios. Como entrega confiada a Dios y configuración de la vida según Dios, la fe “no es algo que ocurre en una subjetividad pasiva, ajena a nuestra praxis”, sino “una estructuración concreta de nuestra praxis”. En este sentido, dice González, “creer no es algo previo a la praxis humana, como si cuando creyésemos no estuviéramos ya ejerciendo la praxis […]. Creer es siempre un ponerse en camino […] hacia un futuro que es de Dios” (GONZÁLEZ, 2005, p. 372). Y este “ponerse en camino” es, en sentido estricto, una praxis: praxis creyente o fe.

En la medida en que este camino se identifica con la vida de Jesucristo, la praxis cristiana o la fe cristiana se configura como un seguimiento de Jesucristo. Las Escrituras hablan de Jesús como Camino (Cf. Jn 14,6) y hablan de los cristianos como miembros del Camino y de la vida cristiana como participación en el Camino (Cf. Hch 9,2; 18,25.26; 19,9.23; 22, 4; 24,14.22). No por casualidad, Jon Sobrino habla del “seguimiento de Jesús” como “fórmula breve del cristianismo” (Cf. SOBRINO, 1999, p. 771). Y no es por casualidad que en América Latina se haya hecho común hablar de la fe cristiana como seguimiento de Jesús (Cf. AQUINO JÚNIOR, 2017, p. 19-50). Porque, como dice Ellacuría, “si el camino de Dios de los hombres es Jesús de Nazaret, el camino de Dios del hombre es seguir a ese mismo Jesús de Nazaret” (ELLACURIA, 2000, p. 642).

3 Aspectos o dimensiones de la fe-praxis

En cuanto entrega a Dios y configuración de la vida según Dios, la fe tiene un dinamismo práxico. Consiste en estructurar nuestra vida en Dios y desde Dios. Es un dinamismo muy complejo que involucra el misterio de Dios y la totalidad de nuestra vida; un dinamismo en el que se pueden distinguir muchos aspectos, entre los que destacaremos su carácter trinitario, eclesial e histórico, su dimensión ecológica, escatológica e intelectual y su parcialidad por los pobres y marginalizados.

3.1 Dinamismo trinitario

En cuanto entrega a Dios y configuración de la vida según su propio dinamismo y su designio salvífico para la humanidad, la fe cristiana está constitutiva y radicalmente determinada por el modo de ser de Dios en la historia de Israel y, definitivamente, en la vida / praxis de Jesús. de Nazaret. La fe cristiana no puede entenderse sino a partir y en función del Dios de Israel y de Jesús de Nazaret. Es una respuesta a la propuesta de este Dios. La iniciativa es de Él (propuesta). Pero, para volverse real y efectiva, debe ser asumida en la fuerza y ​​el poder del Espíritu por una persona y / o un pueblo (respuesta).

Para los cristianos, el misterio de Dios y la vida de Jesús de Nazaret son inseparables. Solo se puede hablar de uno en referencia al otro. La confesión de Jesús como Hijo de Dios, implica y / o presupone la confesión de Dios como Padre de Jesús. No se puede hablar de Dios sino a partir de Jesús: “Yo y el Padre somos uno ” (Jn 10,30); “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). De ahí la confesión de Dios como Padre: Creo en Dios Padre … El nombramiento trinitario de Dios nació de este esfuerzo por hablar de Dios de Jesús de Nazaret.

Jesús revela a Dios como Padre al relacionarse con él como Hijo: una actitud de confianza, obediencia, fidelidad a la muerte y muerte en la cruz. De eso se trata precisamente la fe. Esto hace de Jesús un hombre de fe en el sentido más auténtico y profundo de la palabra (Cfr. VON BALTHASAR, 1964, p. 57-96). Esto solo es posible con la fuerza y ​​el poder del Espíritu. Es la dimensión pneumatológica de la revelación y la fe en Jesucristo. En la fuerza y ​​en el poder del Espíritu (santificación), Jesús se relaciona con Dios como Hijo (filiación) y así revela a Dios como Padre (paternidad).

Pero Jesús no es solo un ejemplo o modelo de fe. Como autor y consumador de la fe (cf. Hb 12,2), es mediador de la fe (cf. 1 Tm 2,5; Hb 12,24). La fe cristiana es participación en la fe de Jesucristo. Pablo habla a menudo de la pistis Iesoû  Christoû,  relacionándola con nuestra justificación (cf. Gal 2,16.20; 3.22; Fil 3,9; Rom 3,22.26; Ef 3,12). Aunque la tendencia más común es traducir esta expresión por “fe en Jesucristo” (genitivo objetivo), parece más acorde con la teología paulina de la justificación por la fe, su traducción por “fe de Jesucristo” (genitivo subjetivo). No somos nosotros los que nos justificamos. Es Dios mismo quien nos justifica por la fe de Jesucristo y por su Espíritu. Nuestra fe consiste en la participación en la fe de Jesús, que es la fe que nos justifica (Cf. AQUINO JÚNIOR, 2017, p. 29-32). De ahí el carácter o dinamismo trinitario  de nuestra fe: participación en la relación de Jesús con el Padre (dimensión cristológica) en la fuerza y ​​poder del Espíritu (dimensión pneumatológica).

3.2 Eclesialidad

La participación en la fe de Jesús, en cuanto entrega confiada al Padre y la configuración de la vida desde y en función de su designio salvífico, está mediada por la Iglesia y nos constituye como Iglesia, su cuerpo vivo y activo en la historia. Es la dimensión eclesial de la fe en su doble vertiente de mediación e incorporación. (Cf. LIBANIO, 2000, p. 249-259).

La fe de Jesús nos llega a través de la Iglesia. A pesar de todas sus ambigüedades y contradicciones (pecado), es la Iglesia quien, con la fuerza y ​​el poder del Espíritu, conserva y transmite la fe de Jesús (santidad). No se puede hablar de fe cristiana independientemente de la Iglesia. La fe cristiana es la fe de la Iglesia. Por eso, en el bautismo de los niños, después de la profesión de fe, siempre se recuerda: “Ésta es nuestra fe, que hemos recibido de la Iglesia y sinceramente profesamos …”. Y, antes de bautizar al niño, se pregunta a los padres y padrinos si quieren que “se bauticen en la fe de la Iglesia que acabamos de profesar”. La fe es don / gracia de Dios en Jesucristo y en su Espíritu a través de la Iglesia que, “en su doctrina, en su vida y en su culto” (DV 8), conserva, transmite y actualiza la fe de Jesús y, así, se constituye, en sentido estricto, como Tradición de Jesús. Y, como mediación de fe, la Iglesia es parte del plan salvífico de Dios para la humanidad. Es obra del Espíritu, como se indica en el tercer artículo del símbolo de la fe.

La fe nos llega a través de la Iglesia (mediación) y nos constituye como Iglesia: pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu (incorporación). La eclesialidad de la fe se refiere no solo al hecho de que está mediada por la Iglesia (fe de la Iglesia), sino también al hecho de que se vive en la Iglesia y como Iglesia (fe en la Iglesia). La fe nos reúne y nos constituye como Iglesia – “una, santa, católica y apostólica”, como dice el símbolo niceno-constantinopolitano (DH 150) – en el doble sentido o aspecto del que habla el Concilio Vaticano II: “signo e instrumento” de la salvación o del reinado de Dios en el mundo (Cf. LG 1, 5, 9, 48; GS 45; AG 1, 5). Como “signo”, es un lugar privilegiado de memoria, celebración y experiencia de la salvación o del reinado de Dios (configuración de vida según el plan salvífico de Dios). Como “instrumento”, es una mediación privilegiada de la salvación o reinado de Dios en el mundo (levadura, sal, luz, semilla, germen de salvación o del reinado de Dios en la sociedad). Sin olvidar, por supuesto, que “fuera de su realidad visible, hay muchos elementos de santidad y verdad” (LG 8). Y no solo en las demás Iglesias cristianas, sino también en otras religiones y en los diversos sectores e instancias de la sociedad. De ahí la exhortación conciliar al diálogo ecuménico (Cf. UR), al diálogo interreligioso (Cf. NA) y al diálogo con el mundo de hoy. (Cf. GS).

3.3 Historicidad

La historicidad de la fe se refiere no sólo al hecho de ser vivida en la historia (tiempo-espacio-contexto), sino también y de manera más radical, al hecho de ser vivida de manera histórica (dinamismo práxico). La historia consiste formalmente en el proceso de “entrega” y “apropiación” de “posibilidades” de estar en la realidad y de hacer la vida de una determinada manera (Cfr. ZUBIRI, 2006b, p. 71-101; ELLACURIA, 1999, p. 491-602). Es, en sentido estricto, “tradición” (entrega) y tiene un carácter o dinamismo fundamentalmente práxico (apropiación y transmisión de posibilidades).

Este carácter práxico o dinamismo de la fe (apropiación-transmisión) presupone e implica el don de la fe (entrega) y requiere audacia y creatividad (mediaciones).

La insistencia en el carácter práxico de la fe no compromete el primado de la Gracia ni, en consecuencia, cae en la tentación de la autosuficiencia y autosalvación humanas, como si la salvación fuera el resultado de nuestra acción y no el don gratuito de Dios en Jesús y su Espíritu. Como afirma acertadamente Sobrino, “ha sido un error frecuente colocar la experiencia de la gratuidad en lo que recibimos, como si la acción fuera simplemente ‘obra del hombre’. De hecho, dice, “el don se experimenta como don en la propia donación” (SOBRINO, 1977, p. 193). En la formulación de Antonio González, “la acción humana no es, sin más, ‘obra’ del hombre, pero ‘el don se vive como don en la propia donación’, como fundamento de la misma”. De esta forma, concluye, “la fe es actividad humana en cuanto entrega a Dios como fundamento de la vida misma” (GONZÁLEZ, 1994, p. 68s).

Y esto es un riesgo o una aventura, en la medida en que depende, en gran medida, de la situación o contexto en el que nos encontremos y de las reales posibilidades (materiales, biológicas, sexuales, psicológicas, sociales, políticas, culturales, religiosas, etc.). ) con que se cuenta  en cada caso. De modo que la fe, siendo siempre la misma (participación en la fe de Jesús), siempre es diferente (fe de los cristianos en diferentes contextos y situaciones históricas). El gran desafío aquí es discernir y elegir en cada caso o situación, entre las posibilidades disponibles, la más adecuada y fecunda para la configuración de nuestra vida y de nuestro mundo según el dinamismo de vida suscitado por Jesús y su Espíritu. Si bien ninguna posibilidad concreta es absolutamente adecuada, en el sentido de agotar el potencial de este dinamismo, algunas son más (in) adecuadas que otras. Por eso la fe siempre implica algo de riesgo y apuesta. Pero un riesgo y una apuesta inevitables, bajo la pena de transformar la fe en pura abstracción, idealismo o fundamentalismo. Es la problemática de la mediación histórica de la fe.

3.4 Ecología integral

La fe involucra la totalidad de la vida humana. Y, en este sentido, tiene un carácter ecológico fundamental, entendido en la perspectiva de “ecología integral” de la que el Papa Francisco habla en su Encíclica Laudato Si “sobre el cuidado de la casa común”. Implica las dimensiones medioambiental, económica, social y cultural, la vida cotidiana, el bien común y la justicia intergeneracional (cf. LS 137-162). Todas las dimensiones de la vida deben configurarse de acuerdo con el plan salvífico de Dios manifestado en Jesucristo.

Ciertamente, se puede destacar un aspecto u otro, una u otra dimensión de la fe. Ya sea en la vida de los creyentes y de sus comunidades. Ya sea en diferentes situaciones y contextos históricos. Se puede dar mayor énfasis a la dimensión personal, social o ambiental, al carácter del don o de tarea, a los aspectos materiales o espirituales, a la dimensión doctrinal, litúrgica o existencial, a las cuestiones eclesiales o históricas, a la dimensión sapiencial o profética, al presente o al porvenir, etc. En principio, aquí no hay problema. Esto es posible, normal e incluso inevitable. Los contextos y circunstancias personales, eclesiales, sociales e históricos exigen y obligan a prestar especial atención o cuidado a determinadas dimensiones de la fe.

El problema comienza cuando esta atención o ese cuidado especial va siendo, consciente o inconscientemente, explícita o implícitamente, absolutizado. Poco a poco, la fe se va reduciendo a una de sus dimensiones o a un compartimento de la vida y, así, va perdiendo su horizonte de totalidad y su poder para configurar toda nuestra vida según el designio de Dios manifestado en Jesucristo y realizado en la fuerza de su Espíritu. Siempre es un riesgo. Y la situación puede complicarse aún más cuando se pierde de vista que, en la fe, hay aspectos o dimensiones que son más radicales y esenciales que otros o, peor aún, cuando se invierten las prioridades. Es posible comprender la insistencia de los profetas en la práctica de la ley y la justicia en relación con el culto y la centralidad que el NT otorga a la práctica del amor fraterno en relación con las prácticas religiosas y con la gnosis, así como el énfasis en la operatividad de la fe.

Aquí hay un triple desafío que enfrentar: a) debemos estar atentos a las necesidades e imperativos de los diferentes contextos y diferentes circunstancias; b) las necesidades de cada época y las circunstancias no pueden llevarnos a un reduccionismo de la fe a uno de sus aspectos o dimensiones; c) No debemos perder de vista que hay aspectos o dimensiones más radicales y esenciales que otros: la realización de la voluntad de Dios, que consiste en el amor fraterno y la práctica de la justicia.

3.5 Tensión escatológica

En la medida en que todos los aspectos o dimensiones de la vida humana deben configurarse según el dinamismo y designio salvífico de Dios, nada en nuestra vida es indiferente a Dios. Todo ocurre, en última instancia, consciente o inconscientemente, como afirmación (fe) o negación (pecado) de Dios y su designio salvífico. En este sentido, todo en nuestra vida tiene un carácter escatológico: último, definitivo. Pero, en la medida en que nuestra vida tiene un dinamismo histórico-práctico, condicionado, positiva o negativamente, por las posibilidades personales, sociales, eclesiales e históricas que tenemos en cada tiempo y en cada momento, es siempre un proceso limitado, contingente. ambiguo y a menudo contradictorio. Y esto también es cierto para la fe como forma de vivir la vida en Dios y según Dios, como indicamos anteriormente cuando hablábamos de la fe como un riesgo y una apuesta.

Ninguna expresión concreta o forma de vivir la fe puede absolutizarse, por legítima y trascendente que sea. Tampoco es posible reducir la realidad y el designio salvífico de Dios a una de sus expresiones históricas. Si la fe implica siempre mediaciones concretas, no se agota en ninguna de sus mediaciones, que, además, son siempre limitadas y ambiguas. Y el misterio amoroso de Dios y su designio salvífico para la humanidad no se identifican con ningún acontecimiento, experiencia o mediación. Siempre hay algo más, un exceso, que relativiza las experiencias y las mediaciones, por auténticas e intensas que sean, manteniendo abierta nuestra vida e historia más allá de sí mismas y llevándolas a la plena comunión con Dios. Aquello que Oscar Cullmann, al tratar del reino o del reinado de los cielos en el Evangelio según Mateo, en el contexto de las controversias escatológicas – “escatología consecuente” X “escatología realizada” – formula en términos de “ya” y “todavía no” (cf. CULMANN, 1966, p. 38-39) y que la teología acordó llamar “tensión escatológica”: el reinado de Dios ya está presente en el mundo, pero aún no se ha realizado plenamente.

En cuanto entrega a Dios y configuración de la vida según Dios, la fe se constituye como signo y mediación del reinado de Dios en el mundo (ya). En cuanto proceso histórico, siempre limitado y nunca libre de ambigüedades y contradicciones, la fe siempre tiene algo de relativo y provisional y siempre apunta y conduce al misterio inagotable de Dios hasta que “Dios sea todo en todos” (Cf. 1Cor 15,28) (todavía no). Es la tensión escatológica que caracteriza a la fe como dinamismo práxico.

3.6 Dimensión intelectual

Aunque la fe no se reduce a un acto meramente intelectual, la fe tiene una dimensión intelectual fundamental e irreductible. Y no se trata sólo de relacionar “fe y razón”, como si fuera posible pensar en una fe completamente desprovista de razón, aunque después se pudiera o debiera establecerse alguna relación entre ellas. No hay fe sin razón. Solo un animal inteligente-libre es capaz de optar por entregarse a Dios y hacer la vida según Dios. Si la opción (fe) se concreta como la apropiación de algo como posibilidad de vida (libertad), presupone e implica su aprehensión como realidad (inteligencia). Sólo es posible apropiarse de algo como posibilidad de vida (fe), en la medida en que ese algo se percibe como realidad, es decir, como alteridad radical (dimensión intelectual). Entonces, vale insistir y repetir, la fe tiene una dimensión intelectual fundamental e irreductible.

Pero esta dimensión intelectual de la fe es mucho más compleja de lo que parece al principio. Tanto en su dinamismo interno, como en su configuración y desarrollo histórico (Cf. AQUINO JÚNIOR, 2016, p. 262-263).

En primer lugar, hay que tener en cuenta que esta dimensión intelectual de la fe, por más irreductible y autónoma que sea, no consiste en una mera operación mental (cogitación y confesión) que se desarrolla al margen y / o en oposición a su dimensión corporal y a su carácter práxico. Como momento constitutivo de la acción humana (inteligencia-sentimiento-volición), la intelección tiene que ver con el sentimiento (inteligencia sintiente) y la volición (inteligencia determinante). El desarrollo de la inteligencia de la fe es inseparable de la experiencia de la fe como realidad corpórea-práxica.

Además, la dimensión intelectual de la fe no puede identificarse con su forma occidental, desarrollada en el encuentro y la interacción con la filosofía griega. La inteligencia de la fe (teología en sentido amplio) es algo mucho más amplio y complejo que la inteligencia racional de la fe (teología en sentido clásico estricto). La teo-logía como discurso racional de la fe nunca fue la única ni la forma predominante de inteligencia en la fe. Ni siquiera en Occidente (Cf. BEVANS, 2004, p. 44-45). De hecho, la inteligencia de la fe se ha desarrollado y se desarrolla mucho más de forma narrativa-simbólica-litúrgica-experiencial que de forma teórico-conceptual. No se trata de oponer la forma teórico-conceptual a la forma simbólico-sapiencial de la inteligencia de la fe. Se trata simplemente de prestar atención a la diversidad de formas de inteligencia de la fe y su mutuo enriquecimiento (Cf. AQUINO JÚNIOR, 2018, p. 98-103).

3.7 Parcialidad por los pobres, marginalizados y sufrientes

En la medida en que la fe se refiere a la actitud global de entrega, confianza, obediencia y fidelidad a Dios y al dinamismo vital que esta actitud desencadena, alimenta y conduce y en la medida en que Dios se revela en la historia de Israel y en la vida de Jesucristo como partidario de los pobres, marginalizados y sufrientes, la fe en este Dios es esencial y constitutivamente parcial en favor de los pobres, marginalizados y sufrientes. Rendirse a Dios y configurar la vida desde y en función de Dios implica entrar en su dinamismo salvífico en el mundo que, por escandaloso que sea o parezca, se da desde y en función de los pobres, marginalizados y sufrientes. La fe en un Dios parcial implica participación en su parcialidad.

No es casualidad que la defensa y el cuidado de los pobres, marginalizados y sufrientes ocupen un lugar tan central en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Como recuerda el Papa Francisco, “todo el camino de nuestra redención está marcado por los pobres” (EG 179), “hay un vínculo indisoluble entre nuestra fe y los pobres” (EG 48). Y hasta tal punto que ser “sordos” al grito de los pobres “nos pone fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto”; “La falta de solidaridad, en sus necesidades, influye directamente en nuestra relación con Dios” (EG 187). Dicho positivamente, “acordarse de los pobres” (Gal 2, 10) o “la opción por los últimos, por aquellos a quienes la sociedad descarta y arroja fuera” sigue siendo el “criterio clave de autenticidad” eclesial (EG 195). O también, como decía Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, Mt 25, 35-36 “no es una mera invitación a la caridad, sino una página de la cristología que proyecta un rayo de luz sobre el misterio de Cristo. En esta página, no menos de lo que hace con la vertiente de la ortodoxia, la Iglesia mide su fidelidad como Esposa de Cristo” (NMI 49).

Como tantas veces insistió Gustavo Gutiérrez, si bien pueden existir otras razones importantes y legítimas (análisis social, compasión humana, experiencia directa de la pobreza), “la razón última de la llamada ‘opción preferencial por los pobres’ se encuentra en el Dios en quien creemos”(GUTIÉRREZ, 2000a, pág. 27). Se trata, por tanto y en sentido estricto, de “una opción teocéntrica y profética que se arraiga en la gratuidad del amor de Dios” (GUTIÉRREZ, 2000b, p. 25); opción que “está implícita en la fe cristológica en ese Dios que se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (BENEDICTO XVI, 2007, p. 255); una opción que “forma parte de nuestra fe pneumatológica” (CODINA, 2015, p. 183).

4 Relevancia y actualidad de la problemática

En la medida en que se refiere a la estructura y al dinamismo de la fe en su complejidad y globalidad, la problemática fe-praxis  o el dinamismo práxico de la fe es algo sumamente relevante y decisivo en la vivencia de la fe. De esto depende, en gran parte, su eficacia y su relevancia histórico-salvíficas. Y en la medida en que este dinamismo práxico de la fe se ve comprometido por un “divorcio entre la fe profesada y la vida cotidiana” (GS 43) o por una oposición entre Dios y el hombre o por algún reduccionismo doctrinal, ritual, individualista, espiritualista o materialista, etc. de la fe, esta problemática se vuelve aún más actual y relevante.

En gran medida, se puede decir que todo movimiento de reforma eclesial iniciado por el Concilio Vaticano II y su acogida latinoamericana y reanudado con vigor y creatividad por el Papa Francisco gira en torno a esta problemática. El movimiento de apertura y diálogo con el mundo moderno (Vaticano II), de inserción en el mundo de los pobres (América Latina), de salida a las periferias del mundo (Papa Francisco) tiene en el dinamismo práxico de la fe su fundamento y su razón de ser.  Aquí está en juego nada menos que “la vocación universal a la santidad” (Cf. LG 39-42) o la “llamada a la santidad en el mundo actual” (Cf. GE) que, siendo un don de Dios en Jesucristo y en su Espíritu, es tarea nuestra, vivida siempre dentro de los límites de nuestras posibilidades y en la fuerza del Espíritu que se nos ha dado. En este sentido, como se dijo anteriormente, la fe es un don (Ef 2, 8), pero un don que, una vez aceptado, nos recrea, insertándonos activamente en su propio dinamismo (Ef 2, 10); es un don que solo se vive en la donación de sí mismo. En esto, precisamente, consiste el carácter práxico de la fe que tiene en el Dios de Jesucristo  su fuente y su dinamismo, que involucra todos los ámbitos y dimensiones de la vida, que se vive siempre en situaciones y contextos muy concretos, que no se agota en ninguna situación ni  en ningún  momento de la vida y que mantiene abierta nuestra vida y nuestra historia más allá de sí mismas, llevándolas, tras los pasos de Jesús y en la fuerza y ​​poder del Espíritu, a la plena comunión con Dios…

Francisco Aquino Junior. Universidad Católica de Pernambuco – Texto original portugués. Postado en diciembre del 2020.

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[1] Doctor en teología por la  Westfälische Wilhelms-Universität Münster; profesor de teología de la Facultad Católica de Fortaleza (FCF) y de la Universidad Católica de Pernambuco (UNICAP); presbítero de la Diócesis de Limoeiro do Norte – CE.