Índice
1 Realidad actual de la eucaristía
2 Valoración del magisterio
3 Sacramento principal
4 Nombres
5 La doctrina fundamental
5.1 Instituida por Cristo en la última cena
5.2 Memorial de la Cena
5.3 Memorial del sacrificio
5.4 La presencia real de Cristo
5.5 La transubstanciación
5.6 La materia de las especies y la fórmula esencial
6 La eucaristía y la iglesia
7 La celebración, en síntesis
Referencias
1 Realidad actual de la eucaristía
La eucaristía, como principal celebración litúrgica de la Iglesia, sufre en estos tiempos las mismas tensiones y contradicciones que la fe cristiana en las sociedades contemporáneas. No es extraño, pues celebra, precisamente, la fe en Jesucristo muerto y resucitado en la vida actual de la humanidad y de cada creyente. La liturgia es sensible a los cambios en el mundo y en la Iglesia porque no se celebra en espacios y tiempos abstractos, sino en los concretos contextos humanos, culturales y eclesiales, de cada creyente y de cada comunidad. En general, se puede afirmar que en el último decenio gran número de católicos han dejado de participar en la eucaristía dominical y de practicar la vida sacramental. En general son aquellos cuya vinculación con la Iglesia estaba basada sobre todo en la recepción de los sacramentos y en la participación en funerales y grandes fiestas cristianas del año litúrgico o de santuarios. Las comunidades eclesiales de base, capillas de barrios más homogéneos o de sectores rurales, en cambio, suelen mantener una praxis celebrativa más viva y regular. Pero también ellas se han resentido muy a menudo con el alejamiento de los jóvenes y la dificultad para comprometer laicos y laicas en los diversos roles litúrgicos ligados a la eucaristía: coros, lectores, acólitos. La crisis por los abusos de poder, de conciencia y sexuales de miembros del clero, que en estos años ha sido ampliamente publicitada y ha afectado fuertemente a la Iglesia en muchos países del continente, ha sido un factor que, para muchos católicos con una pertenencia más frágil a la Iglesia, y/o una formación más superficial, los ha llevado a cesar prácticamente toda participación en ella, comenzando por la eucaristía dominical.
Ciertamente, la realidad de la celebración de la eucaristía es demasiado vasta y diversa para resumirla o generalizarla en unas pocas líneas. De un lado, hay comunidades con celebraciones muy vivas y participativas, y en el otro extremo, iglesias donde el número de fieles que asiste a la misa dominical ha disminuido drásticamente, a la vez que la edad media de los participantes ha subido con la misma drasticidad. Los planes pastorales diocesanos, el carisma de los párrocos o sacerdotes que presiden la eucaristía, la formación de los laicos y laicas y la tradición de la Iglesia local son determinantes para la calidad de vida litúrgica y, en particular, de las celebraciones eucarísticas. Las grandes diferencias en estos aspectos determinan también en buena medida las diferencias en la calidad, la participación y la vivacidad de las misas.
Esta mirada realista, que no pretende ser pesimista, se hace necesaria al inicio de un tratamiento doctrinal de la eucaristía, ya que los católicos hemos puesto este sacramento en el lugar más alto de la vida litúrgica de la Iglesia y no dejamos de proclamar su centralidad e importancia. A muchos puede parecerles que actualmente dichas declaraciones no corresponden a la realidad y, a decir verdad, no les faltaría razón. Por otra parte, ¿puede la Iglesia renunciar a afirmar y enseñar la importancia y centralidad de la eucaristía, sin afectar con ello el corazón mismo de su praxis litúrgico-sacramental?
2 Valoración del magisterio
El magisterio de la Iglesia continúa situando a la eucaristía en un lugar eminente de su praxis cultual. El Catecismo de la Iglesia Católica (en adelante, CEC) reafirma que la eucaristía es “fuente y cima de toda la vida cristiana”, citando Lumen Gentium 11 (CEC 1324); que “contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua”, citando Presbyterorum ordinis 5 (CEC 1325), y culmina afirmando que “la eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe” (CEC 1327).
Anteriormente la constitución sobre la liturgia del Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium (en adelante, SC), había afirmado que la liturgia, de la cual la eucaristía es la máxima expresión, es “la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10).
El Papa san Juan Pablo II dedicó a la eucaristía importantes páginas en su magisterio, entre las que destaca su última Carta encíclica, “Ecclesia de Eucharistia” (2003, en adelante, EdE). En ella hay pasajes testimoniales de una gran hondura, como el que dice: “Aquí (en la eucaristía) está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias” (EdE 59).
También el Papa emérito, Benedicto XVI, escribió sobre la eucaristía. Particularmente importante es su exhortación apostólica Sacramentum caritatis (2007, en adelante SC) en la que integra la reflexión del sínodo de obispos de 2005, cuyo tema fue precisamente la eucaristía.
El magisterio del papa Francisco, por su parte, ofrece una gran cantidad de catequesis, homilías y frases sobre la eucaristía. En su catequesis del 22 de noviembre de 2017, Francisco recuerda el antiguo e impresionante episodio de los mártires de Abitinia:
No podemos olvidar el gran número de cristianos que, en el mundo entero, en dos mil años de historia, han resistido hasta la muerte por defender la eucaristía; y cuantos, aun hoy, arriesgan la vida por participar en la misa dominical. En el año 304, durante la persecución de Diocleciano, un grupo de cristianos del norte de África fueron sorprendidos mientras celebraban la misa en una casa y fueron arrestados. El procónsul romano, en el interrogatorio, les preguntó por qué lo habían hecho, sabiendo que era absolutamente prohibido. Y ellos respondieron: «Sin el domingo no podemos vivir», que quería decir: si no podemos celebrar la eucaristía, no podemos vivir, nuestra vida cristiana moriría. De hecho, Jesús dice a sus discípulos: “Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 53-54). Estos cristianos del norte de África fueron asesinados por celebrar la eucaristía. Han dejado el testimonio que se puede renunciar a la vida terrena por la eucaristía, porque ella nos da la vida eterna, haciéndonos partícipes de la victoria de Cristo sobre la muerte. Un testimonio que nos interpela a todos y nos pide una respuesta sobre qué cosa signifique para cada uno de nosotros participar en el sacrificio de la misa y acercarnos al Banquete del Señor (FRANCISCO, 2017).
La pregunta del Papa Francisco es clave en nuestros días: ¿Qué significa la eucaristía, hoy, para nosotros? Si hubo tiempos en los que no era necesario plantearse tal cuestión, no son estos. Ciertamente, para valorar la eucaristía no basta con saber más acerca de ella. Si el saber no está en vital conexión con toda la vida de fe, no sirve de mucho. Puede hacernos más sabios, pero no celebrar mejor nuestra fe. La eucaristía es ante todo una experiencia. Una experiencia celebrativa, festiva, que brota de la gratuidad de ser cristianos. Podemos saber mucho sobre ella, pero para que adquiera su pleno sentido como sacramento de la Iglesia, debe ser experimentada, vivida, celebrada en la comunidad de los creyentes. Desde esa perspectiva se intenta aquí sintetizar su doctrina fundamental.
3 Sacramento principal
La liturgia y los ministerios de la Iglesia están orientados hacia la eucaristía. “Los demás sacramentos”, afirma el CEC 1324, “como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan”. Su centralidad en la Iglesia Católica es clara y está bien fundamentada en la praxis y doctrina de su historia. Por eso es necesario conocer esos fundamentos en tiempos en que la formación catequética de la Iglesia suele ser débil y escasa.
La eucaristía es el principal de los siete sacramentos. Dentro del mundo sacramental se ordena con el grupo de los sacramentos de la iniciación cristiana, junto al bautismo y a la confirmación. La tríada bautismo-confirmación-eucaristía fue durante los primeros siglos de cristianismo la puerta de ingreso a la comunidad cristiana, como una única celebración sacramental, simultánea, de la que la eucaristía era la culminación. Muy tardíamente en la historia de la Iglesia, recién a inicios del siglo XX, se generalizó la costumbre de adelantar la eucaristía a una edad más temprana, cambiando así el orden tradicional en el que se impartían los sacramentos de la iniciación: 1-bautismo, 2-confirmación y 3-eucaristía, a uno nuevo: 1-bautismo, 2-eucaristía y 3-confirmación. Pero ya anteriormente, en la Iglesia latina, la confirmación se había separado del bautismo en su momento de administración. La razón fue que, en el Occidente, contrariamente a las comunidades del Oriente cristiano, se estableció al obispo (y no al presbítero) como ministro ordinario (hoy lo denominamos originario) de la confirmación. Los presbíteros bautizaban a los recién nacidos, y sólo cuando el obispo visitaba el lugar, o cuando los niños o jóvenes podían ir a la sede episcopal, podían ser confirmados. Y a menudo pasaban años entre uno y otro sacramento. Pero aún en esa modalidad, la eucaristía se recibía por primera vez sólo en la confirmación, conservando así el orden tradicional: 1-bautismo, 2-confirmación y 3-eucaristía y, por ende, se conservaba también el signo concreto de la eucaristía como culminación de la iniciación cristiana.
Hoy se considera importante recuperar la unidad de estos tres sacramentos, teológica y pastoralmente vinculados e interdependientes. Ya que en las iglesias latinas dicha unidad no puede ser temporal – la costumbre y ciertas ventajas pastorales de administrar la primera eucaristía primero, y más tarde la confirmación, están demasiado arraigadas – se procura que al menos sea clara catequética y litúrgicamente: en la formación y en la ritualidad. Considerar a la eucaristía como la culminación de la iniciación cristiana se puede afirmar sólo teóricamente, ya que el signo establece como culminación (al menos, temporal) al sacramento de la confirmación.
El bautismo y la confirmación imprimen carácter, es decir, son sacramentos que sólo se reciben una vez en la vida, pues dejan una marca espiritual indeleble en quien los ha recibido. La eucaristía, en cambio, es el sacramento del camino cristiano: se recibe cuantas veces sea necesario, como alimento para vivir la unión personal con Cristo y el discipulado. Es el sacramento del caminante, del peregrino que quiere vivir su fe en seguimiento y fidelidad a la misión encomendada. En su homilía de Corpus Christi de 2015, el Papa Francisco afirmó que “la Eucaristía no es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles; para los pecadores es el perdón, el viático que nos ayuda a andar, a caminar”. Imagen profunda y realista: la comunión eucarística no puede erigirse en una recompensa por los méritos que tenga un cristiano, sino que, precisamente, es el alimento que necesita en su fragilidad y vulnerabilidad, para vivir y testimoniar su fe en el complejo mundo actual.
4 Nombres
La eucaristía ha recibido varios nombres a lo largo de la historia. Cada uno de ellos pone de relieve algún aspecto de su contenido teológico o de su forma celebrativa. El CEC los enumera más exhaustivamente en los números 1328 a 1332. Tres de ellos son particularmente importantes:
Fracción del pan. Esta expresión se halla en Hch 2,42.46, en el contexto de la descripción de la primera comunidad cristiana, y en Hch 20,7.11, en un contexto que se puede llamar litúrgico, de una asamblea en “el primer día de la semana” (domingo, día del Señor), con una larga charla (homilía) de san Pablo. La expresión fracción del pan alude directamente a una acción propia de la eucaristía, como es la de partir el pan para repartirlo, pero tiene su raíz en una costumbre judía mucho más antigua: la del padre de familia que, luego de bendecir la mesa, partía y repartía el pan a los suyos. En la cena de la Pascua judía, que es el antecedente inmediato de la eucaristía, este gesto era particularmente significativo.
Cena del Señor. En 1Co 11,20, san Pablo utiliza esta expresión para distinguir la cena fraternal que precedía a la “cena del Señor” (la eucaristía) en las primeras comunidades cristianas. En la comunidad de Corinto, las cenas previas eran escenario de excesos y desprecio por los más pobres, lo que motiva la crítica de Pablo. A pesar de no producirse en la misma cena del Señor, su inmediatez con ella debiera hacerlas coherentes con el espíritu cristiano de fraternidad, solidaridad y aprecio por los más pobres.
Eucaristía. Se halla este nombre, en su forma verbal, dar gracias, en Lc 22,19: “Tomó el pan, dio gracias…” y en 1Co 11,24: “Tomó pan, dando gracias lo partió…” Muy cercano es el término bendecir, que usa Mc 14,22 y Mt 26,26: “Tomó el pan, lo bendijo…” Dado que la acción de gracias y la bendición son acciones inherentes a la liturgia cristiana, y que en la eucaristía se manifiestan con particular claridad, es éste el término que la liturgia actual ha privilegiado sobre los demás.
¿Misa? Si bien la expresión “misa” sigue siendo utilizada en el lenguaje coloquial y pastoral en portugués, español y otros idiomas, es un término que ha dejado de ser usado en el lenguaje teológico por su escasa relación con algún aspecto central de la eucaristía. Su origen está en el medioevo, en la fórmula de despedida de los fieles al finalizar la eucaristía: “Ite, missa est” (literalmente, “vayan, ha sido enviada”, refiriéndose implícitamente a la celebración). De allí, por metonimia, la eucaristía pasó a ser denominada “misa”.
5 La doctrina fundamental
5.1 Instituida por Cristo en la última cena
La tradición cristiana, basándose en el Nuevo Testamento, afirma que la eucaristía fue instituida por Jesucristo en la cena que celebró con sus apóstoles la noche antes de su pasión. Los textos fundamentales son Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20; 1Co 11,23-25. Ellos trasmiten, con pequeñas variaciones, el relato de la institución que hasta hoy constituye la parte central de las Plegarias eucarísticas. También es fundamental Jn 13,1-15, que relata el lavatorio de los pies que Jesús hizo durante la cena, considerado un signo cuyo contenido y significado es paralelo y análogo al de la fracción del pan: la entrega radical de su vida al servicio de la humanidad. Dice que el Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de la cena, les lavó los pies y les dejó como misión el mandamiento del amor. Se trata del mismo contenido de la ofrenda del pan partido y el vino repartido, signos de la entrega radical de Jesús a los suyos, que sus discípulos deben imitar en su memoria.
En la cena Jesús dio a la Pascua, principal fiesta judía, su “sentido definitivo” (CEC 1340). “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico, (…) banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura” (SC 47).
Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles (“a quienes constituía sacerdotes del Nuevo Testamento”, Concilio de Trento, Denziger-Hünermann [en adelante DH] 1740) que hicieran lo mismo “en memoria suya” (Lc 22,19 y 1Co 11,24). Eucaristía y sacerdocio ministerial son dos temas que la tradición católica ha mantenido esencialmente vinculados.
Al hablar de la institución de la eucaristía, es preciso aludir a la comprensión contemporánea de “institución”: ella no es meramente un momento fundacional de un sacramento, sino sobre todo la voluntad de Jesús de salvar por medio de determinados signos rituales en los cuales él mismo sigue actuando por medio del Espíritu Santo, a través de ministros que lo hacen en su nombre y en su lugar. Es decir, la institución no es sólo una acción del pasado histórico, sino un efecto permanente de la misma, cada vez que el sacramento – en este caso, la eucaristía – se celebra de nuevo: allí está Jesucristo, ahora resucitado y glorioso, presidiendo cada asamblea que celebra su fe.
5.2 Memorial de la Cena
La eucaristía es “memorial”: “Hagan esto en memoria (conmemoración) mía”. Este concepto es clave en la comprensión sacramental contemporánea. Permite entender mejor el misterio de la presencia y actualización de la obra salvadora de Cristo en la liturgia, y especialmente en la eucaristía. No se trata de un mero recuerdo subjetivo individual, sino de una acción ritual y eclesial que hace actual y presente la fuerza liberadora de las acciones de Jesús. La eucaristía es así el memorial del misterio pascual de Cristo: no solamente evoca o recuerda, sino que trae de algún modo al aquí y ahora la obra de la salvación realizada por su vida, muerte y resurrección. Esa obra se hace presente y actual por medio de la acción litúrgica celebrada por la Iglesia.
Los ritos y las palabras constituyen la “materia prima” del mundo sacramental cristiano, y en particular, de la eucaristía. Esos ritos, que son acciones simbólicas realizadas por los creyentes en lugares y con objetos significativos, y acompañados de palabras igualmente significativas, habladas o cantadas, son los elementos básicos de toda celebración litúrgica. En la historia de la eucaristía, el ámbito significativo se extendió, más allá de los ritos y palabras, al edificio en el cual se celebra, cuyo centro visual y ritual lo ocupa el altar, acompañado por el ambón de la Palabra, a otros lugares significativos dentro de él (fuente bautismal, sagrario, sede, lugar de la penitencia, imágenes), y a la vestimenta de los ministros. Todos esos signos son elementos que “hablan”, comunicando un significado que excede la mera comprensión racional e involucra toda la persona de los que forman la asamblea que celebra su fe. En el “edificio-iglesia” se realiza la “Cena del Señor” que en su forma ritual evoca la cena de Jesús con sus discípulos antes de su pasión y muerte. Mesa (alimento) y palabra (comunicación) son también los elementos centrales de toda cena convival.
La eucaristía es memorial de la única cena histórica que Jesús celebró con sus discípulos antes de padecer. Tanto la última cena relatada por los Evangelios, como la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que aconteció inmediatamente después, sólo se han realizado una vez en la historia (“ephapax”). Lo que temporalmente se dio una vez para siempre, sacramentalmente, por obra del Espíritu Santo, se puede realizar “en memoria suya” todas las veces y en cualquier lugar que un grupo de cristianos quiera celebrar su fe, “hasta que venga” (1Co 11, 26), actualizando hic et nunc (aquí y ahora) la salvación que aconteció en el misterio pascual. Toda eucaristía de la historia participa así, sacramentalmente, de la única cena del pasado temporal por obra del Espíritu Santo. Toda eucaristía es memorial o conmemoración de la última cena.
5.3 Memorial del sacrificio
SC 47 afirma: “Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz…”.
Así como es memorial de la cena, la eucaristía es también memorial del único sacrificio histórico de Cristo en la cruz. Corrientemente se expresa esto diciendo, simplemente, que la eucaristía es sacrificio. Pero esa expresión puede suscitar comprensiones erróneas. Tal como sucede con la cena, cuando se dice que la eucaristía es sacrificio, no se afirma en sentido histórico, pues históricamente Jesús murió una sola vez en la cruz, sino en sentido sacramental o memorial: la eucaristía es el “sacramento del sacrificio (de la cruz)”. Sin embargo, esto no explica por qué o en qué sentido la cruz misma, es decir la muerte histórica de Jesucristo crucificado, es un sacrificio. El libro bíblico que desarrolla esta idea es la carta a los Hebreos (Heb 7,26-27; 10,1-14), afirmando que Cristo es el único sacerdote que ofrece un único sacrificio (ofreciéndose a sí mismo en la cruz), de una vez para siempre. Es decir, el sacrificio lo realiza Jesús ofreciéndose a sí mismo. De allí la expresión de que él es “sacerdote, víctima y altar”. Fuera de la Biblia, la Didajé, escrito contemporáneo a los últimos libros del Nuevo Testamento, es el primer escrito que habla de la eucaristía como “sacrificio”.
La eucaristía no es “sacrificio” en el sentido habitual de la palabra, es decir, una ofrenda hecha a Dios para atraer su favor, expiar alguna falta o purificarse. El Dios de Jesucristo no necesita sangre ni sacrificios humanos –como la terrible tortura y muerte en la cruz– para amar y favorecer a su pueblo. Jesús no se ofreció en sacrificio en ese sentido. El “cordero de Dios”, Jesucristo, que evoca aquel cordero sacrificado cada Pascua judía para comerlo en familia, haciendo memoria de la rápida comida de cordero asado, panes ázimos y verduras amargas antes de partir al éxodo, no puede ser comprendido como una ofrenda presentada por el ser humano como sacrificio a Dios, para aplacarlo o conseguir su favor.
Por otra parte, la crítica profética del Antiguo Testamento ya había advertido que los sacrificios cruentos (de animales sacrificados en distintas formas) no agradan a Dios si no conllevan una vida cotidiana coherente con el culto. “Misericordia quiero, no sacrificios”, dice Oseas 6,6, profetizando contra el culto vacío. E Isaías dice: “Harto estoy de holocaustos de carneros… y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada. (…) Busquen lo justo, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano, aboguen por la viuda” (Is 1,11. 17). Un sacrificio “espiritual”, es decir la oración creyente y el amor al prójimo, es más agradable a Dios que los sacrificios materiales de animales.
Lo que Jesús hizo fue entregar su vida por amor extremo, radical, a la humanidad, coronando así una vida y un ministerio de servicio humilde a la humanidad, representado en el lavatorio de los pies que el Evangelio según Juan pone en el lugar de la cena del Señor. Jesús no quería morir de la forma que vislumbraba: de ahí su oración desgarrada en el huerto de Getsemaní. Su entrega a la voluntad del Padre es la consecuencia de una misión entregada a la misión de dar vida, que con su muerte tendría su máxima expresión, la resurrección de entre los muertos. Sólo en este sentido se puede decir que la muerte de Cristo fue un sacrificio. Su vida entera fue ser pan partido/cuerpo entregado y vino/sangre derramada para su prójimo. En el sacrificio de la cruz culmina una actitud permanente de Jesús, que él entendió como esencial en la misión encomendada por el Padre: el despojo de sí mismo tomando condición de esclavo (Flp 2,6-8), sirviendo a la humanidad hasta la entrega voluntaria de la propia vida.
Por lo tanto, el carácter sacrificial de la eucaristía, afirmado siempre por la doctrina de la Iglesia católica, con fuerza extrema luego que Lutero y la Reforma del siglo XVI lo negaran, debe entenderse como una participación memorial en la entrega voluntaria y extrema de su vida, aceptada por Jesucristo como consecuencia de su misión en el mundo. Al mismo tiempo, y de allí el verdadero sentido de la presentación de las ofrendas en la celebración de la eucaristía, la asamblea actualiza el sentido sacrificial de su propia vida cristiana, es decir, se ofrece como instrumento del amor de Dios por la humanidad, y se compromete a perpetuar la misión de Cristo de anunciar y hacer presente el Reinado de Dios en el mundo.
La eucaristía es sacrificio en este horizonte. En cuanto es un don recibido de Dios, la eucaristía es memorial de su extremo amor, y en cuanto es ofrenda a Dios, es sacrificio: no para obtener algo de él, sino para entregar la propia vida por su Reinado, como Jesús.
5.4 La presencia real de Cristo
La Iglesia ha afirmado siempre que en las especies del pan y del vino “eucaristizados”, Cristo está presente. La base bíblica fundamental son las palabras de Jesús en los relatos de la institución: “Este es mi cuerpo… esta es mi sangre” (Mt 26, 26.28). La fe en la presencia de Cristo en la celebración y en las especies eucarísticas está desde el inicio de la formación de la liturgia cristiana.
Luego surgió, en el desarrollo histórico de la eucaristía, la veneración de las especies, especialmente del pan cuando quedaban pedazos después de la celebración. Eran conservados con respeto para distribuirlos a los enfermos o imposibilitados de participar en la eucaristía, y más adelante comenzaron a ser objeto de devoción y conservados en sagrarios o tabernáculos especialmente hechos para ese fin. Finalmente, en paralelo con una pérdida del sentido de la comunión eucarística, cuando nadie o muy pocos se acercaban ya a comulgar, se desarrolló más intensamente la adoración al pan consagrado como liturgia propia e independiente de la celebración de la eucaristía, y la construcción de los altares barrocos, que a menudo exaltaban la custodia para la adoración en exuberantes retablos que ocupaban todo lo ancho y lo alto del ábside de las iglesias.
La presencia de Cristo en la eucaristía es doctrina firme de la Iglesia Católica, que comparten también, aunque con diversos matices en su interpretación, las grandes iglesias reformadas. El Concilio de Trento formuló dogmáticamente esta afirmación diciendo que bajo las especies consagradas Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (DH 1640, 1651).
Sin embargo, la presencia real de Cristo en la eucaristía nunca ha sido fácil de comprender racionalmente; menos para la mentalidad científico-técnica contemporánea. Se advierte con mucha claridad, como sucede con todas las verdades cristianas fundamentales, que es sólo por la fe que puede ser aceptada. La pregunta acerca de cómo puede suceder eso ha acompañado siempre a los cristianos.
5.5 La transubstanciación
Fue esa permanente dificultad para comprender racionalmente la afirmación de que el pan y el vino consagrados son el cuerpo y la sangre de Cristo, cuando el sentido común y la evidencia de los sentidos de la vista, el olfato, el gusto y el tacto dicen que allí hay sólo pan y vino, la que llevó. ya en el tardo medioevo. a complejas reflexiones y arduas discusiones acerca de cómo acontece el cambio en las especies. Fruto de ellas fue la teoría finalmente aceptada por la Iglesia Católica: la doctrina de la transubstanciación (DH 1642).
Según ella, en el relato de la institución se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La doctrina explica que allí se efectúa un cambio de sustancia, o de esencia, del pan y del vino, que pasan a ser el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pero sin que cambien sus accidentes de pan y de vino (apariencia, peso, color, sabor, olor y textura), de modo que, aunque conserven las características del pan y del vino, han cambiado su esencia, siendo ahora, verdaderamente, la del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
La doctrina de la transubstanciación sigue siendo una explicación plausible del cómo sucede la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pero ha sido complementada o ampliada por otros aportes en época contemporánea, que critican en ella su concentración en lo que pasa con las especies sin considerar un factor esencial de la eucaristía: su significado y su finalidad; es decir, afirman que la doctrina de la transubstanciación considera las especies estáticamente, y postulan que la transformación de las especies debe ser entendida dinámicamente y conforme al significado del sacramento de la eucaristía: alimento espiritual, fuerza para la vida eclesial. De allí los nombres de dichas teorías: transignificación y transfinalización.
Especialmente interesante es la segunda, ya que Jesús, en la última cena, no se limitó a decir: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”; sino que realizó aquellos gestos y pronunció aquellas palabras con una finalidad: para repartir ese alimento y esa bebida entre los comensales y ser consumidos por ellos. Es decir: a la afirmación de que ese pan es su Cuerpo y ese vino es su Sangre, pertenecen teológica y ritualmente su consumo en la cena festiva y fraterna, como una sola acción litúrgica. Y, más allá aún, ese consumo tiene por finalidad alimentar la vida interior y la fidelidad al seguimiento de Cristo por parte de quienes lo hacen, no sólo individualmente, sino como Iglesia, Cuerpo de Cristo. No es suficiente considerar la transubstanciación en sí misma, sin hacerlo junto con su finalidad. Es por eso por lo que no podría haber una eucaristía en la que, al menos, comulgue el sacerdote celebrante, pues ella se celebra para la comunión eucarística, aunque se conserven luego parte de las especies para ser distribuidas más tarde o para la adoración eucarística.
5.6 La materia de las especies y la fórmula esencial
El pan de harina de trigo, hecho recientemente, y el vino natural, de uva, no corrompido, son la “materia” del sacramento. Al vino se debe mezclar un poco de agua. El Código de Derecho canónico especifica que “según la antigua tradición de la Iglesia latina, el sacerdote, dondequiera que celebre la Misa, debe hacerlo empleando pan ácimo” (CIC 924§1). El pan ácimo es pan hecho sin levadura. Los ritos orientales en general usan pan con levadura para la eucaristía.
La comunión, según la Introducción de la última edición del Misal Romano (2002), se puede ofrecer en muchas ocasiones bajo las dos especies (con pan y con vino), más que en el pasado. Pero sigue siendo válida la comunión bajo la sola especie del pan y, en caso de necesidad, cuando alguien no está en condiciones de deglutir sólidos, bajo la sola especie del vino. Más allá de la validez, la verdad del signo aconseja comulgar habitualmente bajo las dos especies, ya que así fue realizado por el Señor en la última cena y así se hizo durante siglos en todas las comunidades cristianas.
Todos los sacramentos tienen una fórmula esencial, a cuya proclamación está ligada su validez y que es tradicionalmente muy cuidada por la Iglesia. En la eucaristía se considera que dicha fórmula es la Plegaria eucarística completa, desde el diálogo antes del Prefacio hasta la doxología con el Amén final. El núcleo de la plegaria lo constituye el relato de la institución, que no corresponde literalmente a ninguno de los relatos bíblicos arriba mencionados (Mt, Mc, Lc y 1Co), pero contiene lo esencial de ellos: “Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes. / Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados. Hagan esto en conmemoración mía”.
6 La eucaristía y la iglesia
San Pablo afirma que los cristianos son el cuerpo de Cristo, y Cristo su cabeza (1Co 12, 13-30). Esta imagen tiene una expresión particularmente intensa en la celebración de la eucaristía. En ella los creyentes se encuentran como “asamblea” y se identifican como “iglesia” de Cristo (iglesia deriva del griego ecclesía, que significa originariamente asamblea). Cada vez que celebran la eucaristía, los cristianos se constituyen como comunidad de discípulos que continúa en la historia la misión de Jesús. Celebran reunidos en su nombre y “en memoria suya”, presididos por el mismo Cristo, presente en el ministro (SC 7) y en la asamblea misma, que es su Cuerpo.
Toda la liturgia, y de manera muy especial la eucaristía, es “ejercicio del sacerdocio de Cristo”, según la expresión de SC 7. Aquí está la raíz teológica de la participación activa que la reforma del Concilio Vaticano II impulsara para la liturgia. Cristo total, es decir, Cabeza y Cuerpo, ejerce su sacerdocio en la celebración de la eucaristía. Por lo tanto: no el sacerdote ministro solo ni aislado, sino él junto con toda la asamblea, que por el bautismo ha sido constituida en un “pueblo sacerdotal” (1Pe 2,9), y cada hombre o mujer bautizados, en “sacerdotes, profetas y reyes” (Ritual del Bautismo, oración de la unción con el crisma), lo que los hace protagonistas de la liturgia por la participación activa, plena, consciente y fructuosa (SC 48). La eucaristía, cada vez que es celebrada, es una expresión de la Iglesia entera, un signo histórico de la Iglesia celestial.
La participación activa de los fieles en la liturgia fue uno de los grandes logros del Concilio Vaticano II. Desde entonces se quiere que los cristianos no asistan a la eucaristía como extraños y mudos espectadores, sino que, conscientes de que en la eucaristía se produce un encuentro con Jesucristo vivo, y al mismo tiempo, comprendiéndola lo más posible, participen por la intimidad de la fe, por los ritos y oraciones, los servicios y ministerios, los cantos y gestos simbólicos, en la riqueza de la celebración. La renovación de ritos, textos y cantos, y sobre todo los esfuerzos de inculturación, han facilitado este propósito, aunque hoy, como se ha dicho más arriba, la eucaristía sufra otras amenazas desde nuestras sociedades secularizadas.
La Iglesia se nutre de la eucaristía: vive de ella porque es el sacramento del camino, de la peregrinación cristiana por las luces y las sombras de la vida y de la historia, continuando la misión de Jesucristo, hacia la plenitud del Reinado. La relación entre la eucaristía y la Iglesia pone particularmente de relieve la dimensión soteriológica (relativa a la salvación) y la escatológica (relativa al final de los tiempos), que están, además estrechamente vinculadas entre sí. Cuando celebra la eucaristía, la Iglesia es una Iglesia que experimenta la salvación y se alimenta para ser liberadora, y a la vez, por participar anticipadamente de la liturgia celestial (SC 8), es una Iglesia de la esperanza.
Esto no significa que la vida de los cristianos se reduzca a la eucaristía; significa más bien que, siendo la eucaristía cumbre y la fuente (LG 11) de la vida de la Iglesia, es el momento en el que toda nuestra vida se ofrece a Dios y recibe de él fuerza para continuar su camino. La eucaristía supone la vida y es para la vida, así como supone la fe y es para fortalecerla. Todos los sacramentos alimentan la vida cristiana, pero la eucaristía lo hace de una manera única, como encuentro del creyente en el centro mismo de su fe: Jesucristo muerto y resucitado para que todos tengan “vida en abundancia” (Jn 10, 10).
La participación activa en la celebración de la eucaristía es un signo de madurez de los cristianos. Responder en los diálogos con el ministro que preside, cantar cuando lo hace el coro, saludar a las personas vecinas en el rito de la paz y, sobre todo, comulgar, forman parte integrante de una buena celebración de la eucaristía y un signo visible de que ella no es una simple fiesta humana, sino un encuentro personal y eclesial con Cristo resucitado y vivo en la humanidad.
7 La celebración, en síntesis
La liturgia de la eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se fue formando y consolidando muy tempranamente y se ha conservado hasta nuestros días. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica, “un solo acto de culto” (SC 56): la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. A ellas están asociados los dos principales centros significativos del espacio litúrgico: el altar y el ambón, que deben ser siempre únicos. Se habla así de “las dos mesas”: la de la palabra y la de la eucaristía. Estas dos grandes partes están enmarcadas en los ritos iniciales y los ritos finales. Al primero pertenecen el acto penitencial y el canto del Gloria; al segundo la bendición final que envía a la asamblea a vivir lo que se ha celebrado.
La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II acentuó notoriamente la importancia de la Sagrada Escritura en la eucaristía y en toda la liturgia de la Iglesia. Enriqueció para ello el anterior ciclo anual, que se repetía cada año y ofrecía mucho menor cantidad de pasajes bíblicos y mucha repetición de algunos de ellos, ideando un ciclo de tres años para los domingos y de dos para las misas feriales, con una mucho mayor riqueza de pasajes bíblicos cuyo criterio de selección y distribución fue que quien celebre la eucaristía cada domingo, tenga en los tres años una visión global del conjunto de la Sagrada Escritura. Los ciclos (o “años”) dominicales se llamaron A, B y C, y a cada uno de ellos se asignó la lectura de un Evangelio: Mateo para el ciclo A, Marcos y Juan para el B y Lucas para el C. Para las eucaristías dominicales se establecieron lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Para las eucaristías feriales se estableció un ciclo de dos años, llamados I (años impares) y II (años pares), en los cuales se repite el Evangelio cada año, pero la primera lectura es distinta en los años pares e impares. Tanto en cantidad, como especialmente en calidad (criterios de selección de los textos), la Biblia tiene, desde la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, una presencia digna de su condición de “mesa de la Palabra”, parte esencial de la eucaristía y no mera preparación para la comunión. En relación con la riqueza bíblica, que necesita ser leída y aceptada como palabra viva, es decir como iluminación de la realidad de la asamblea celebrante, la reforma pide a los sacerdotes que hagan una homilía todos los domingos, y ojalá en toda eucaristía, y que ella se base en la Palabra de Dios proclamada.
La celebración de la eucaristía no ha sido ni puede ser estática. Manteniendo el núcleo testimoniado por la Biblia, sobre todo el Nuevo Testamento, y la primera praxis cristiana, ella corre la suerte de todo lo humano: se desarrolla, se adapta, cambia a lo largo de la historia. La esclerosis de sus normas o la inflexibilidad para adaptarlas a las culturas y grupos humanos sólo la ha alejado del Pueblo de Dios, que necesita celebrar su fe y siempre halla modo de hacerlo. Que ese modo tenga siempre a la eucaristía en el lugar principal, es la tarea permanente de la Iglesia para ser fiel a Jesús, que nos pidió hacer eso “en memoria suya”.
Referencias
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