Reconciliación

Sumario

Introducción

1 Reconciliación: condición para la perfecta integración del ser humano consigo mismo, con Dios, con la comunidad eclesial, con la sociedad y con el cosmos.

2 La experiencia de la reconciliación en la Sagrada Escritura

2.1 Pecado – misericordia – conversión, en el Antiguo Testamento

2.2 Pecado – misericordia – conversión, en el Nuevo Testamento

3 La experiencia de la reconciliación en la práctica de la Iglesia

3.1 siglos I-VI: reconciliación a través de la penitencia canónica

3.2 Siglos VII-XI: reconciliación mediante penitencia tarifada / privada

3.3 siglos XI-XX: reconciliación a través de la penitencia de confesión

4 La experiencia de reconciliación propuesta en el Ritual de la Penitencia de 1973 y sus desafíos pastorales

4.1 El ritual de la penitencia de 1973

4.1.1 Aspectos teológico-litúrgicos destacados

4.1.2 Avances y límites

4.2 Celebrar la reconciliación hoy: pistas para la acción

Referencias

Introducción

El acercamiento al sacramento de la reconciliación se basará en los siguientes puntos: 1) La reconciliación como condición para la perfecta integración del ser humano consigo mismo, con Dios, con la comunidad eclesial, con la sociedad y con el cosmos; 2) La experiencia de la reconciliación en la Sagrada Escritura; 3) La experiencia de la reconciliación en la práctica de la Iglesia (enfoque histórico-teológico); 4) La experiencia de reconciliación propuesta en el nuevo ritual de penitencia y sus desafíos pastorales.

1 Reconciliación: condición para la perfecta integración del ser humano consigo mismo, con Dios, con la comunidad eclesial, con la sociedad y con el cosmos.

Entre las cuestiones existenciales planteadas por los seres humanos, a lo largo de la historia, quizás la que más preocupe sea la de la búsqueda de la paz. Entre las múltiples formas de comportamiento, tanto a nivel personal como social, existen aquellas que generan serias rupturas que van más allá del ámbito de las relaciones humanas, hasta el punto de poner en peligro incluso la viabilidad de la vida en el planeta. Parece que las divisiones y tensiones en el mundo tienden a desarrollarse en círculos concéntricos, es decir, desde simples conflictos interpersonales y familiares hasta grandes enfrentamientos generados por los intereses políticos de los pueblos y las naciones. El Papa Francisco, en su Constitución apostólica Veritatis Gaudium, enfoca lúcidamente en aspectos de este tema:

“…hoy no vivimos sólo una época de cambios sino un verdadero cambio de época, que está marcado por una «crisis antropológica» y «socioambiental» de ámbito global, en la que encontramos cada día más «síntomas de un punto de quiebre, a causa de la gran velocidad de los cambios y de la degradación, que se manifiestan tanto en catástrofes naturales regionales como en crisis sociales o incluso financieras». Se trata, en definitiva, de «cambiar el modelo de desarrollo global» y «redefinir el progreso»”. (VG n.3)

Este cambio y redefinición del modelo de comportamiento al que se refiere el Papa puede vincularse con la palabra “reconciliación”, tan querida por la tradición bíblico-litúrgica. Se sabe que los seres humanos, en esencia, aspiran a un mundo mejor, justo, fraterno y reconciliado. La realización de tal aspiración requiere que la persona de buena voluntad decida ponerse en un proceso continuo de metanoia, de un cambio radical en su pensar, actuar y sentir. Esto se debe a que el ser humano “no es ni un ‘no’ ni un ‘ya’, sino un ‘todavía no’, un ser inacabado llamado a perfeccionarse, que debe ser creativo y debe sentirse llamado a luchar y avanzar” (BOROBIO, 2009, p.298).

La reconciliación es una condición sine qua non para la perfecta integración del ser humano consigo mismo, con Dios, con la comunidad eclesial, con la sociedad y con el propio cosmos. Este proceso ocurre, en primera instancia, con el reconocimiento de las limitaciones y debilidades que inducen al ser humano a prácticas ilícitas e injustas.

Es falsa, por lo tanto, la reconciliación de quienes cierran los ojos a la realidad y hacen como si no existiera; o del que comienza disculpándose a sí mismo totalmente; o la de alguien que quiere reconciliarse aniquilando al contrario; o la de alguien que renuncia a todos los esfuerzos de reconciliación diciéndose a sí mismo: “No hay nada que hacer”. Estos caminos son falsos porque niegan, en principio, la condición básica para la reconciliación: aceptar los dos polos o realidades que deben reconciliarse (BOROBIO, 2009, p.297).

La reconciliación es, por lo tanto, el resultado de un proceso continuo de conversión que impregna toda acción humana, desde la simple tarea de cumplir con el deber cotidiano hasta acciones más grandes como: solidaridad, corrección fraterna, perdón mutuo, compromiso con la justicia, compromiso con la justicia. defensa de la vida en el planeta, etc. Por lo tanto, esta comprensión de la “conversión” y la consiguiente “reconciliación” suplantarán la mentalidad de que el perdón de Dios se limita solo al momento de celebración del sacramento de la reconciliación.

2 La experiencia de la reconciliación en la Sagrada Escritura

La historia de Israel está marcada por la intervención constante de aquel que es “paciente y misericordioso”, que no tiene en cuenta las faltas y los pecados de ese pueblo (Salmo 130,3). Esta acción salvadora del Eterno impregna toda la Sagrada Escritura. Aunque admitimos que hay otras posibilidades de enfocar el tema en cuestión, para el alcance de este texto optamos por elaborar algunas notas sobre la experiencia de reconciliación a partir de la tríada: pecado – misericordia – conversión (cf. NOCENT, 1989, p.149-154).

2.1 Pecado – misericordia – conversión, en el Antiguo Testamento

a) El pecado se remonta a los orígenes, es decir, al momento en que el ser humano aspira a tomar el lugar de Dios mismo. Debido a este pecado de origen, fuimos creados en la culpa (Sal 51,7). El pecado está relacionado con la Alianza. Es, por lo tanto, una apostasía de la fidelidad a Dios. Hay varios tipos de pecado, el más común y el más grave es el de la idolatría. Debido a estas “infidelidades”, el pueblo de Israel está sujeto a “castigos” y experimenta la alegría de “volver” a Dios. Aunque es responsabilidad de todos, incluidos los reyes, el pecado también es una responsabilidad individual. El pecado es esclavitud y, por lo tanto, atrae el castigo de Dios. Este castigo a menudo se interpreta como un tipo de medicina dada por Dios para corregir a sus hijos e hijas del pecado.

b) La misericordia de Dios se canta ampliamente en los textos sagrados, ya que él siempre ha sido misericordia (Dt 4,31). En el libro de los salmos, por ejemplo, encontramos voces elocuentes que cantan este acto de Dios: “Él perdona todas tus iniquidades y sana todas tus enfermedades” (Sal 103,3); “Has perdonado la maldad de tu pueblo, has cubierto todos sus pecados” (Salmo 85,3); “No actúa con nosotros según nuestros pecados, y no nos paga según nuestras iniquidades” (Sal 103,10); “Den gracias al Señor, porque él es bueno: su misericordia es para siempre” (Sal 136,1).

c) La conversión se experimenta como un regalo de Dios mismo. Él, en persona o por medio de los profetas, invita a su pueblo a la conversión: “Hijos de hombres, ¿hasta cuándo tendréis un corazón pesado? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?” (Sal 4,3); “No endurezcáis vuestros corazones como en Meribá, como en el día de Massa, en el desierto” (Sal 95,8); “Que cada cual vuelva atrás de su mal camino. Mejorad vuestra conducta y vuestras obras” (Jr 18,11); “Venid, volvamos al Señor” (Os 6,1). Finalmente, el Salmo 51 sintetiza, elocuentemente, la teología de la culpa, la conversión y la misericordia de Dios en el Primer Testamento.

2.2 Pecado – misericordia – conversión, en el Nuevo Testamento

a) El pecado, y todas sus implicaciones, debe abordarse a la luz del misterio de Cristo. Según el apóstol Pablo, el pecado entró en el mundo por un solo hombre (Rm 5,12) y por un hombre la muerte será vencida (1 Cor 15,21). Por lo tanto, el pecado proviene del comienzo del mundo y todos los seres humanos están involucrados en él: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8); “Aquel de vosotros que esté sin pecado, ¡que le arroje la primera piedra!” (Jn 8,7).

En general, en los escritos del Nuevo Testamento, el pecado consiste en el rechazo de la Palabra (Mt 13,22), en la negación de la Palabra y de la luz (Jn 3,19), el no reconocimiento de la propia ceguera (Jn 9,41), el rechazo de Cristo (Jn 1,11), en la práctica de la iniquidad (1 Jn 2,14-17). Finalmente, del “pecado” surgen los pecados, como señala el apóstol Pablo en una de sus listas: “libertinos, idólatras, adúlteros, sodomitas, ladrones, codiciosos, borrachos, maldecidores, estafadores (…)” (1Cor 6,9-10).

b) La misericordia caracteriza al Dios de los cristianos. Los fieles son el objeto de esta misericordia divina: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. “Cuando se completó el tiempo previsto, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido sujeto a la Ley, para rescatar a los que estaban sujetos a la Ley, y todos recibimos la dignidad de hijos” (Ga 4.4-5). El evangelista Lucas es ciertamente el que mejor reúne los diferentes comportamientos de Jesús que manifiestan misericordia. La parábola del padre y sus dos hijos es paradigmática: el padre, lleno de compasión, se apresura a encontrarse con el hijo que regresa y, después de haberlo abrazado cariñosamente (con abrazos y besos), haber escuchado su “confesión”, lo lleva al banquete (Lc 15,11-32). De hecho, la actitud de Jesús de mostrarse amigo de los pecadores, marginados, enfermos, afligidos, – ¡y que fue motivo de escándalo para los fariseos e incluso para algunos de sus discípulos! – se deriva de su misión principal, que es revelar la misericordia del Padre.

En fin, misericordia

es condición de nuestra salvación; es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad; es el acto último y supremo por el cual Dios viene a nuestro encuentro; es la ley fundamental que vive en el corazón de cada persona, cuando ve con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida; es el camino que une a Dios y al hombre” (MV n.2).

c) La conversión es un medio efectivo para obtener misericordia y tiene lugar bajo dos vertientes: el deseo humano de un cambio radical en la vida (metanoia) y el auxilio divino para su plena realización. Sin embargo, vale la pena mencionar que la iniciativa siempre es de Dios, como bien expresa el apóstol Pablo, Cristo fue enviado no cuando estábamos decididos a convertirnos, sino cuando estábamos en plena situación de pecado. (cf. Rm 5,6s).

Escuchar la Palabra de Dios y la consecuente adhesión a ella nos reposiciona en el camino de seguir a Cristo, porque él nos perdona el pecado y nos hace nuevas criaturas, gracias al misterio de su muerte y resurrección. En otras palabras, se trata de llevar a cabo, en nuestras vidas, la dinámica del misterio pascual de Cristo.

3 La experiencia de la reconciliación en la práctica de la Iglesia

La Iglesia, a lo largo de su historia, ha experimentado diferentes modalidades con respecto a la comprensión teológica y la práctica de celebración de la reconciliación. Para el alcance de este texto, el enfoque histórico-teológico tendrá lugar en los siguientes períodos: a) siglos I-VI (a través de la penitencia canónica); b) siglos VII-XI (reconciliación mediante penitencia tarifaria / privada); c) siglos XI-XX (reconciliación a través de la penitencia de la confesión).

3.1 siglos I-VI: reconciliación a través de la penitencia canónica

En los primeros dos siglos de la era cristiana, hay pocos datos que aludan a la práctica penitencial de los cristianos. Como ejemplo, citamos Didaché, la Carta de Bernabé, la Primera Carta de Clemente de Roma a los Corintios y El Pastor de Hermas. (cf. NOCENT, 1989, p.165-169).

a) La Didaché (siglo I), siguiendo los escritos del Nuevo Testamento, enumera algunos pecados graves, correspondientes a los mandamientos (cap. 2). También habla de la “confesión” de los pecados a la asamblea (cap. 4) e impone condiciones (confesión de los pecados) para participar plenamente en la mesa del Señor (cap. 14). Vale la pena señalar que tal “confesión” es posiblemente una especie de reconocimiento público de los propios pecados, como el “acto penitencial”, de nuestras celebraciones eucarísticas.

b) La primera carta de Clemente de Roma a los Corintios (siglo I) trae algo más concreto: Vosotros, pues, los que fuisteis origen de esta sedición, estad sometidos a los Presbíteros, y recibid esta corrección como penitencia, doblegando vuestros corazones” (57,1).

c) La Carta de Bernabé (siglo II), además de enumerar una serie de vicios que deben evitarse, trae advertencias de naturaleza escatológica: “El Señor está cerca, con su salario” (cap. 19).

d) El Pastor de Hermas (siglo II) aborda el tema penitencial desde los aspectos de la perspectiva escatológica, la conversión y la única posibilidad de recibir el perdón de la Iglesia.

A partir del siglo III, se ve más claramente la práctica penitencial. Se establece la penitencia “canónica” o “pública”, otorgada solo una vez en la vida por los pecados más graves. Es una disciplina estricta de expiación, que termina con la reconciliación eclesial, a través del ministerio del obispo. Consistía, básicamente, en tres momentos muy distintos: a) la confesión secreta del pecado, al obispo. Esto admitía a la persona en el grupo de “penitentes”; b) el tiempo necesario para llevar a cabo las obras de penitencia, es decir: ayunos prolongados, restricciones alimenticias, uso de prendas penitenciales y de cilicio, oración de rodillas, etc. El penitente también era responsable de pedir a los miembros de la comunidad de fe que rezaran por ellos; c) reconciliación o paz. Es el momento de celebración cuando el obispo y los ancianos presentes imponían las manos a los penitentes, otorgándoles la remisión de los pecados y su readmisión a la asamblea eclesial.

En fin, nadie duda del valor pedagógico de esta antigua práctica de la penitencia, respaldada por la conciencia de su estrecha conexión con el sacramento del bautismo. Éste es, de hecho, la “primera penitencia”. El sacramento de la reconciliación, a su vez, fue visto como un segundo bautismo. Sin embargo, el rigor extremo y el hecho de que se otorgase solo una vez en la vida y tuviese consecuencias para toda la vida contribuyó a que las personas pospusiesen, en la medida de lo posible, el acceso al sacramento de la reconciliación. Esto dio lugar a efectos colaterales como: la salida progresiva de la comunión eucarística y la transformación de la reconciliación en un sacramento para los ancianos y los moribundos.

3.2 Siglos VII-XI: reconciliación mediante penitencia tarifada / privada

El siglo VII es visto como un hito en términos de disciplina penitencial. Hay una ruptura con la vieja práctica: la reconciliación que podía realizarse privadamente y ser repetida. Esta práctica disciplinaria, utilizada por monjes irlandeses y escoceses, también se había extendido a las comunidades parroquiales. El hecho de que la mayoría de los obispos también sean monjes contribuyó a la expansión de esta “novedad”. De ahí los famosos “libros penitenciales”. Estos libros contienen tablas y listas de pecados y la pena correspondiente (tarifa) que se impondrá al penitente, por cada pecado cometido. La duración de estas oraciones varía según la gravedad del pecado, y puede extenderse a lo largo de días, semanas, meses, años de ayuno, etc. Por otro lado, continuaba vigente el principio: “Para el pecado grave y oculto, la penitencia secreta; para pecado grave y público, penitencia pública”.

En la práctica, la penitencia tarifada causó dudas, tales como: ¿cómo resolver casos en que, en una sola confesión, la persona se vea obligada a reparar muchos años de penitencia? En vista de esto, se crearon las llamadas conmutaciones o redenciones de la acción penitencial. Tales conmutaciones podrían realizarse de acuerdo con los cálculos previstos, por ejemplo: a) acción penitencial de larga duración: podría reemplazarse por una más corta pero más dura; b) acción penitencial intercambiada por dinero: el monto varía de acuerdo con la pena; c) acción penitencial substituida por la misa: se encargaba una determinada  cantidad de misas como pago de la penitencia impuesta; d) acción penitencial rescatada a través de otra persona: se basaba en el precepto evangélico de que algunos soportaran la carga de otros (cf. BAÑADOS, 2005, p.217).

Aunque el acceso repetido al sacramento ha sido un hecho positivo en la historia de la Penitencia, con respecto a la práctica pastoral, hubo límites considerables, por ejemplo, a la “mercantilización” de las penas. Esto, además de acentuar el carácter individual y mágico del sacramento, reforzó el binomio confesión-absolución, relativizando la penitencia como tal.

3.3 Siglos XI-XX: reconciliación a través de la penitencia de confesión

Aunque todavía existía penitencia pública reservada para los pecados públicos, considerados escandalosos, la confesión auricular gradualmente tomó su espacio, hasta el punto de convertirse en la única forma de celebrar el sacramento. Se desencadenó un tipo de “confesión devocional”, caracterizada por la acusación de pecados (por parte del penitente) y la absolución inmediata (por parte del ministro ordenado). Esta “confesión” se estaba convirtiendo gradualmente en una condición para la comunión eucarística, incluso una vez al año, como lo propuso el Consejo de Letrán (1215). Finalmente, la reconciliación que, en los primeros siglos, era concedida una vez en la vida, ya que este sacramento era visto como un segundo bautismo o “bautismo laborioso”, ahora se vuelve obligatoria una vez al año. Esta práctica se extendió hasta el Concilio de Trento. (siglo XVI).

En la época del Concilio de Trento, el problema teológico y disciplinario del sacramento de la penitencia era complejo no solo por la Reforma y su actitud hacia el sacramento, sino también por la complejidad del problema, de la disciplina del sacramento y de la Iglesia misma. De hecho, desde el punto de vista de la disciplina del sacramento, hubo varias divergencias en sus aplicaciones (NOCENT, 1989, p.204).

Limitándose a dar una respuesta dogmática a los ataques de los reformadores, el Concilio de Trento trata el sacramento de la penitencia en sí mismo, y cuando lo considera en relación con la Eucaristía, lo hace bajo el aspecto de la dignidad necesaria para la comunión y también para enfatizar que la Eucaristía no puede substituir la absolución en el caso de un pecado grave. De la doctrina sobre el sacramento de la penitencia enseñada por Trento, vale la pena destacar: a) la declaración sobre la institución del sacramento por Cristo y su necesidad por derecho divino, para la salvación de los que cayeron después del bautismo; b) la enseñanza de que la confesión solo se hace al sacerdote y es secreta; c) la necesidad de confesar todos los pecados, incluidos los veniales, al menos una vez al año.

Trento enfatiza la estrecha relación entre individuo y confesor: por parte del individuo se requiere una actitud de profunda contrición, seguida de la declaración de todos los pecados (confesión) y la satisfacción de las penas; El confesor, representante de Dios y juez, será responsable de absolver los pecados del penitente.

También vale la pena mencionar la enseñanza de Trento sobre la diferencia entre el sacramento de la penitencia y el sacramento del bautismo:

Es evidente que este sacramento es diferente del bautismo por muchas razones. Además de ser muy diferentes la materia y la forma que constituyen la esencia del sacramento, también consta que el ministro del bautismo no debe ser juez, porque la Iglesia no ejerce jurisdicción sobre la persona que no haya entrado primero por la puerta del bautismo. (…) Lo mismo no se da con los que son de la familia de la fe, los que Cristo el Señor, con el baño del bautismo, hizo, de una vez por todas, miembros de su cuerpo. De hecho, si éstos se contaminasen después de algún delito, deben, según su voluntad, purificarse, no mediante un nuevo bautismo, que de ninguna manera es legal en la Iglesia Católica, sino compareciendo como reos ante este tribunal de la penitencia, para que, por la sentencia del sacerdote, puedan ser liberados, no solo una vez, sino cada vez que, arrepintiéndose de sus pecados, recurriesen a él (DENZINGER-HÜNERMANN, 2007, n.1671).

En los siglos siguientes (post-tridentinos), la teología y la práctica pastoral del sacramento de la penitencia siguen el camino trazado por Trento y no presentan cambios sustanciales, a pesar de las acaloradas discusiones sobre la intensidad de la “contrición”. La “satisfacción” impuesta después de la absolución, además de llevar al penitente a aceptar la pena (cura de las consecuencias del pecado cometido), lo vuelve más cauteloso y vigilante en el futuro. Durante este período, también hubo repetidos llamados a la “confesión individual”, casi siempre vista como una condición para recibir la Eucaristía con dignidad. La confesión frecuente de todos los pecados (incluidos los veniales) se convierte en una obsesión por parte del clero.

4 La experiencia de reconciliación propuesta en el Ritual de la Penitencia de 1973 y sus desafíos pastorales

Esta última sección tratará, primero, del estudio del Ritual de la Penitencia de 1973, buscando resaltar su teología en él. Luego, se presentarán tres posibilidades de acción, con miras a una participación consciente, activa y fructífera de los fieles en la celebración de la reconciliación.

4.1 El ritual de la penitencia de 1973

En respuesta a la solicitud expresa del Concilio Vaticano de que “el rito y las fórmulas de la Penitencia sean revisadas de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto de este sacramento” (SC n.72), la Sagrada Congregación para el Culto Divino publicó, en Roma, el 2 de diciembre de 1973, el nuevo Ritual de la Penitencia (RP).

Este ritual consiste en una “Introducción general”, un “Rito para la reconciliación individual de los penitentes”, un “Rito para la reconciliación de varios penitentes con la confesión individual y la absolución”, un “Rito para la reconciliación de varios penitentes” con confesión y absolución general ”; un amplio “Leccionario”; y tres “Apéndices”, a saber: a) absolución de censuras y dispensa de irregularidades; b) ejemplos de celebraciones penitenciales: Cuaresma, Adviento, Celebraciones ordinarias para niños, para jóvenes, para enfermos; c) esquema para el examen de conciencia.

4.1.1 Aspectos teológico-litúrgicos destacados

La “Introducción general” del RP, en sintonía con Sacrosanctum Concilium, comienza con el enfoque del ministerio de reconciliación en el contexto de la historia de la Salvación: el Padre siempre ha mostrado su misericordia y reconcilió el mundo consigo mismo. Este plan divino alcanzó su apogeo en el misterio pascual de Cristo. Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de convocar a hombres y mujeres a la conversión, mediante la celebración del sacramento de la reconciliación. Este sacramento está asociado con el bautismo, “por el cual el hombre viejo es crucificado con Cristo para que, destruido el cuerpo del pecado, ya no sirvamos al pecado, sino que resucitemos con Cristo, vivamos para Dios”, y la eucaristía, que construye la Iglesia y hace de sus miembros “un solo cuerpo y un solo espíritu” (RP n. 1-2).

La segunda sección trata sobre la reconciliación de los penitentes en la vida de la Iglesia: Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, uniéndola a sí mismo como esposa. Ésta, a su vez, no siempre le es fiel y, por esta misma razón, necesita una purificación y renovación continuas. En el sacramento de la reconciliación, “los fieles obtienen por la misericordia divina el perdón por la ofensa cometida a Dios y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron por el pecado y que colabora para su conversión con la caridad, el ejemplo y las oraciones “(LG n. 11).

También en esta sección, se presentan las partes constitutivas del sacramento de la reconciliación, a saber:

a) La contrición. De la contrición interior depende la autenticidad de la penitencia. La conversión debe alcanzar íntimamente al ser humano para iluminarlo cada día, con mayor intensidad, y para configurarlo cada vez más en Cristo.

b) La confesión requiere del penitente la voluntad de abrir su corazón al ministro de Dios; y por la parte de éste, un juicio espiritual por el cual, actuando en el nombre de Cristo, pronuncia, en virtud del poder de las llaves, la sentencia de remisión o de la retención de pecados.

c) La satisfacción de la culpa es una expresión concreta de la verdadera conversión, es decir, de la reparación del daño causado. Es necesario, por lo tanto, que la satisfacción impuesta sea realmente un remedio para el pecado y, de alguna manera, una renovación de la vida. Así, el penitente, olvidando lo que pasó (Fil 3,13), se integra nuevamente en el misterio de la salvación, lanzándose hacia adelante.

d) La absolución. A través de la confesión sacramental, Dios concede el perdón mediante el signo de la absolución, y así realiza el sacramento de la reconciliación. A través de este sacramento, el Padre da la bienvenida a su hijo que regresa; Cristo coloca a la oveja perdida sobre sus hombros, llevándola de vuelta al redil; y el Espíritu Santo santifica su templo nuevamente o comienza a habitarlo más plenamente. Esto se manifiesta plenamente en la participación frecuente o más ferviente en la mesa del Señor, habiendo gran gozo en la Iglesia de Dios por el regreso del hijo distante (cf. RP n. 6).

Vale la pena señalar que la satisfacción aparece antes de la absolución, es decir, se ha restaurado el orden ideal de la estructura sacramental.

Con respecto a la reiteración del sacramento, entre otras recomendaciones, el RP aclara que.

no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de sin constante empeño en perfeccionar la gracia del bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús. (…) La celebración de este sacramento es siempre una acción en la que la Iglesia proclama su fe, da gracias a Dios por la libertad con que Cristo nos liberó y ofrece su vida como sacrificio espiritual en alabanza de la gloria de Dios y sale al encuentro de Cristo que se acerca (RP n.7).

La tercera sección trata de las funciones y ministerios en la reconciliación de penitentes. Además de destacar el papel de toda la comunidad en la celebración de la reconciliación, recuerda que la Iglesia está involucrada y actúa en la reconciliación; destaca la responsabilidad del obispo y los presbíteros (que actúan en comunión con el obispo) en la remisión de los pecados; recuerda que “mientras los fieles experimentan y proclaman la misericordia de Dios en sus vidas, celebran con el ministro ordenado la liturgia de una Iglesia que se renueva continuamente” (RP n. 8-11).

La cuarta sección, a su vez, describe las tres formas de celebrar el sacramento de la reconciliación, buscando mostrar su importancia en la vida de los fieles; enfatiza la teología de la fórmula de absolución, en estos términos:

La fórmula de la absolución significa cómo la reconciliación del penitente tiene su origen en la misericordia de Dios Padre; muestra el nexo entre la reconciliación del pecador y el misterio pascual de Cristo; subraya la intervención del Espíritu Santo en el perdón de los pecados; y, por último, ilumina el aspecto eclesial del sacramento, ya que la reconciliación con Dios se pide y se otorga por el ministerio de la Iglesia. (RP n.19)

La quinta sección habla sobre “Celebraciones penitenciales”. En cuanto a la naturaleza y la estructura, estas celebraciones son

reuniones del pueblo de Dios para oír la palabra de Dios, por la cual se invita a la conversión y a la renovación de vida y se proclama, además, nuestra liberación del pecado por la muerte y resurrección de Cristo. Su estructura es la que se acostumbra a observar en las celebraciones de la palabra de Dios, y que se propone en el «Rito para reconciliar a varios penitentes» (RP n.36).

En cuanto a la utilidad e importancia, las “celebraciones penitenciales” fomentan el espíritu de penitencia de la comunidad cristiana; ayudan a los fieles a preparar la confesión que cada uno podrá hacer oportunamente; educan a los niños a adquirir gradualmente una conciencia del pecado en la vida humana y de la liberación del pecado por parte de Cristo; ayudan a los catecúmenos en su conversión. Además, donde no hay ministros ordenados disponibles para otorgar la absolución sacramental, las celebraciones penitenciales son muy útiles para despertar en los fieles una contrición perfecta, nacida de la caridad, por la cual, con el deseo de recibir el sacramento de la reconciliación más tarde, pueden alcanzar la gracia de Dios (cf. RP n.37).

La última sección de la “Introducción general” del RP discute las “Adaptaciones del Rito a las diferentes regiones y circunstancias”. Dichas adaptaciones pueden realizarse por las Conferencias Episcopales (RP n. 38), por el obispo diocesano (RP n. 39) y por el ministro (RP n.40).

4.1.2 Avances y límites

Para emitir un juicio sobre el RP de 1973, es necesario tener en cuenta que este ritual es el resultado de un trabajo laborioso articulado por el Consilium. A. Bugnini, en su obra antológica La reforma litúrgica, se expresa de la siguiente manera: “La revisión de los ritos de la Penitencia ha atravesado un camino muy largo y difícil. Se necesitaron siete años para poner en práctica las pocas líneas que la Constitución litúrgica dedica a este tema” (2018, p.551).

Se discutieron cuestiones importantes, algunas de ellas, de manera “acalorada”, ya en la primera etapa de los trabajos (1966-1969), como el aspecto social y comunitario del pecado y de la reconciliación, la cuestión de una posible celebración comunitaria de reconciliación, con absolución general, sin previa confesión individual, una nueva fórmula sacramental para la absolución y la posibilidad de fórmulas sacramentales facultativas, etc.

Fue a partir de este contexto que se desarrolló el nuevo RP. Los tres tipos de celebración de reconciliación propuestos en este ritual son un buen ejemplo de esto. El célebre liturgista A. Nocent, en un análisis crítico de la RP, reconoce estas modalidades como positivas, bajo tres aspectos: a) el intento de restaurar la unidad entre la Palabra y el sacramento; b) la intervención, al menos parcialmente, de la comunidad eclesial; c) la presentación de un formulario de absolución dogmáticamente más rico, que corrige el aspecto jurídico. Por otro lado, lamenta que ninguna de las tres modalidades sea realmente satisfactoria y adecuada a las circunstancias actuales, en estos términos:

El primer ritual, el relacionado con el penitente que se encuentra con el confesor, no se lleva a cabo fácilmente: supone un contacto humano y espiritual para el diálogo, une al sacramento una breve liturgia de la Palabra, pero carece de la visibilidad de la comunidad y, sobre todo, es difícil de llevar a cabo. en una parroquia o en un grupo de personas que se presentan juntas; y eso imposibilita la práctica prevista por el ritual.

El segundo ritual enfatiza la preparación de la comunidad para la confesión, que no tiene base en la tradición, pero que de hecho constituye enriquecimiento. No obstante, en el momento en que el ritual sacramental debería acentuar el aspecto comunitario del sacramento, la absolución, sin el permiso del Ordinario, sigue siendo individual. Solo la preparación para el sacramento es comunitaria, mientras que el sacramento permanece visiblemente individual.

El tercer ritual, la absolución sin confesión previa, no encuentra apoyo en la tradición, ya que la antigüedad consideraba la absolución coronando la conversión. Aquí, por el contrario, la absolución se coloca en el plano jurídico, sin ningún control sobre cómo el penitente pretende convertirse. Sin embargo, es necesario reconocerlo, vivimos en situaciones nuevas, que la Iglesia antigua no conocía (NOCENT, 1989, p. 215-216).

4.2 Celebrar la reconciliación hoy: pistas para la acción

Celebrar la reconciliación en las comunidades de hoy en día sigue siendo un gran desafío. Aun así, nos atrevemos a señalar tres demandas que consideramos fundamentales para mejorar la pastoral de la reconciliación. Son las siguientes:

a) Promover una formación teológico-litúrgica sobre el sacramento de la reconciliación para el clero y el pueblo en general. Una vez que este sacramento es “un encuentro gozoso del ser humano con Dios, a través de la mediación de la Iglesia”, se puede llevar a cabo dicha capacitación utilizando esta triada:

– Dios: aquel que promueve y hace posible la plena reconciliación;

– La Iglesia: aquella que colabora y hace visible el encuentro de reconciliación;

– El penitente: la persona que acepta y participa activamente en la reconciliación. (BOROBIO, 2009, p.324).

b) Promover celebraciones penitenciales. Estas celebraciones, previstas en el RP, aún carecen de especial atención por parte de los pastores y líderes de las comunidades eclesiales. La liturgista I. Buyst da buenas razones para el aumento de tales celebraciones (cf. BUYST, 2008, p.54-66):

– Las celebraciones penitenciales pueden facilitar la transición de una concepción individualista, legalista y formalista a una mentalidad de reconciliación más bíblica y comunitaria-eclesial. Sin tener que preocuparse por la confesión y la absolución, las personas están más dispuestas a centrarse en la Palabra de Dios y dejarse transformar por ella. Y, sin embargo: el hecho de que la presidencia de estas celebraciones no se limite al ministro ordenado, se hace más evidente la responsabilidad de la comunidad y de cada persona como ministro de penitencia.

– La comunidad podrá favorecer momentos favorables para celebraciones penitenciales, tales como: durante la Cuaresma y el Adviento, en fiestas patronales, en reuniones de peregrinación, en momentos específicos del itinerario eclesial, especialmente en situaciones de enfrentamientos, desacuerdos, disputas, etc.

– Las celebraciones penitenciales pueden ayudar a las comunidades a comprender que la reconciliación es un viaje espiritual que dura toda la vida y que su objetivo principal es el “hombre nuevo”.

– Dado que las celebraciones penitenciales son “reuniones del pueblo de Dios para escuchar su Palabra, que lo invita a la conversión y a la renovación de la vida, proclamando también nuestra liberación del pecado a través de la muerte de Cristo” (RP n. 36), su aumento en la vida de la comunidad, proporcionará a los fieles la experiencia de la eficacia de la Palabra proclamada que, a través de la acción del Espíritu, produce la conversión y la renovación de la vida.

c) Presta atención al horizonte abierto de posibles “adaptaciones”. Como vimos anteriormente, la “Introducción general” del RP propone adaptaciones del rito a diferentes regiones y circunstancias, abarcando los niveles de la conferencia episcopal, el obispo diocesano y el ministro (RP n. 38-40).

Para los dos primeros niveles (de la conferencia episcopal y del obispo diocesano), a excepción de la exigencia explícita de que la fórmula sacramental deba mantenerse en su totalidad, el resto del ritual puede ser adaptado, inclusive con la composición de nuevos textos.

A nivel del ministro, especialmente los párrocos, la posibilidad de adaptar el rito a las circunstancias concretas de los penitentes está abierta, siempre que se conserve su estructura esencial y la integralidad de la fórmula de absolución. También se recomienda usar celebraciones penitenciales con frecuencia durante todo el año.

Por lo tanto, en el RP, hay una amplia gama de posibilidades para las adaptaciones del rito. Esto permitirá que la comunidad de fe celebre la reconciliación de una manera más consciente, activa y fructífera.

Concluimos este texto con una nota sobre el título del ritual. A. Bugnini lo justifica así:

El título general del volumen es Ordo Paenitentiae, porque contiene indicaciones para los ritos sacramentales y no sacramentales.

Para la acción litúrgica sacramental se prefiere, en los capítulos individuales de Ordo, el término Reconciliatio. Indica mejor que la penitencia sacramental es tanto la acción de Dios como del hombre, mientras que “Penitencia” enfatiza más la acción del hombre. (…)

Reconciliatio es utilizada más apropiadamente por la Iglesia antigua para el acto sacramental. (…) Esta terminología también sirve para llamar la atención y profundizar en un aspecto fundamental para la comprensión y renovación de la penitencia sacramental (2018, p.560-561).

En resumen, la reconciliación es acción de Dios, es iniciativa de Dios, como bien lo expresa el Apóstol:

“Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. 19.Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación.” (2Cor 5,18-19).

Joaquim Fonseca, OFM, Instituto Santo Tomás de Aquino. Texto original portugués. Postado en febrero del 2020.

Referencias

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BOROBIO, D. Celebrar para viver; liturgia e sacramentos da Igreja. São Paulo: Loyola, 2009.

BUGNINI, A. A reforma litúrgica (1948-1975). São Paulo: Paulus; Paulinas; Loyola, 2018.

BUYST, I. As celebrações penitenciais. In: CNBB. Deixai-vos reconciliar. São Paulo: Paulus, 2008, p. 49-66. Estudos da CNBB, n.96.

DENZINGER – HÜNERMANN. Compêndio dos símbolos, definições e declarações de fé e moral. São Paulo: Paulinas / Loyola, 2007.

FRANCISCO. Veritatis Gaudium. Sobre as universidades e as faculdades eclesiásticas. Disponible en: http://w2.vatican.va/content/francesco/pt/apost_constitutions/documents/papa-francesco_costituzione-ap_20171208_veritatis-gaudium.html Acceso en: 12 sept 2019.

______. Misericordiae Vultus. O rosto da misericórdia. Bula de proclamação do jubileu extraordinário da misericórdia. São Paulo: Paulus, 2015.

NOCENT, A. O sacramento da penitência e da reconciliação. In: NOCENT, A. et al. Os sacramentos; teologia e história da celebração. São Paulo: Paulinas, 1989, p.143-221. Anamnesis, 4.

VISENTIN, P. Penitência. In: VV.AA. Dicionário de liturgia. São Paulo: Paulus, 1992. p. 920-937.