Cismas

Índice

1 Definición conceptual

2 Acto cismático en la historia de la Iglesia

3 El cisma como lucha por el poder en la Iglesia

3.1 Primer ejemplo: el cisma de Novato en Roma (251)

3.2 Segundo ejemplo: el cisma de las iglesias norteafricanas en el siglo IV

4 Cisma, herejía y violencia: los límites de la ortodoxia

5 Conclusión

6 Referencias bibliográficas

 1 Definición conceptual

De un punto de vista etimológico, el término cisma, oriundo del griego, significa el acto de separación, división o ruptura que acomete una colectividad, particularmente en el interior del cristianismo, por el cual un grupo de miembros de una determinada comunidad decide vivir los aspectos de la fe o del culto de un modo diferente de su comunidad inicial. Para ello, este grupo se aparta de la práctica común para buscar una experiencia más específica o particular de la fe, ya sea afirmando aspectos doctrinales diferentes (como en el caso del arrianismo o del pelagianismo), ya sea defendiendo una postura disciplinaria o moral diversa (como en el caso del novacianismo o del donatismo) (STARK, 2007, 54).

Sin embargo, desde un punto de vista histórico, es muy difícil sostener una comprensión fija y universal de cisma, pues se percibe que las comunidades religiosas elaboran a su modo el concepto de cisma guiándose por sus tradiciones e intereses particulares, lo que puede ampliar, endurecer o flexibilizar el significado real de ruptura o separación. Así, no es fácil para el estudioso contemporáneo identificar el acto cismático en su sentido empírico, en el pasado, pues la comprensión de cisma, muchas veces, se guiaba por juegos de poder en el interior de las comunidades y se convertía en un instrumento de deslegitimación de sujetos eclesiales específicos que se pretendía retirar del escenario oficial. Esta constatación nos forzará, en este texto, a indagar por la construcción histórica del concepto de cisma, desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, tomándolo como parte del desarrollo institucional de las comunidades cristianas. Por eso, haremos una discusión histórica amplia y general del concepto, teniendo en cuenta las manifestaciones concretas de actos cismáticos sin, no obstante, particularizarlos o aislarlos como acontecimientos atípicos o circunstanciales.

2 Acto cismático en la historia de la Iglesia

Siendo un acto de ruptura derivado de una situación de rebeldía, el cisma es particularmente sentido cuando la comunidad religiosa afirma la unidad como naturaleza fundamental, visible en un cuerpo doctrinal, disciplinario, sacramental y litúrgico compartido por los miembros de la comunidad; en este caso, el cisma es interpretado como secesión de una parte de esta comunidad que, a partir de un momento dado, toma un camino particular, distanciándose de la tradición común. Esta ruptura es, entonces, experimentada como un trauma, un acontecimiento de enorme magnitud que, no raras veces, viene acompañado de conflictos violentos, a veces mortales, practicados por la comunidad mayoritaria que, con el fin de salvaguardar la unidad, invierte todas sus fuerzas persuasivas para mantener al grupo considerado disidente dentro de la unidad original (GADDIS, 2005).

En el caso cristiano, la experiencia comunitaria del cisma se presenta especialmente traumática como consecuencia de una particular consideración de la unidad que, en el caso del Evangelio de Juan, es proclamada por Jesús durante el discurso de despedida, sobre todo en la oración sacerdotal: ” “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17,11); en la Primera Carta a los Corintios (12,12-14), Pablo identifica a la Iglesia al cuerpo místico de Cristo que, por analogía, debe ser una, como él, a pesar de la diversidad de sus miembros. Así pues, el acto cismático se convierte en un atentado no sólo contra la comunidad, sino sobre todo contra el misterio del Cuerpo de Cristo que la Iglesia-una representa.

Como se puede observar, las primitivas comunidades cristianas no veían los cismas como acontecimientos probables y comprensibles según las lógicas sociales que rigen los grupos humanos, cuyo desarrollo favorece a menudo las separaciones y desmembramientos para permitir la supervivencia de heteronomías que, a lo largo del tiempo, fueron asumidas como parte de la identidad de comunidades precisas dentro de una gran federación de comunidades. Por el contrario, las comunidades, a pesar de la diversidad de ciudades, lenguas y procedencias étnicas a partir de las cuales se encuadraban, profesaban una unidad, confundida con una pretendida homogeneidad, que, en la práctica, ocultaba sus naturales divergencias de prácticas y de creencias (BROWN, 1999, 22).

En un período en que no era todavía necesario un elaborado símbolo de la fe y no había todavía un canon exclusivo de los textos bíblicos válido para todas las comunidades, es casi imposible delimitar hasta dónde iba la diversidad tolerada (que todavía expresaba la unidad) y donde empezaba diversidad intolerable (esta sí definida como cisma). Un ejemplo de esta complicada comprensión se encuentra en Hechos de los Apóstoles, capítulo 15, cuando su autor, al retratar la divergencia entre la comunidad madre de Jerusalén, dirigida por Santiago, y la comunidad-hija de Antioquía, dirigida por Pablo y Bernabé, prefirió silenciar las profundas discordancias entre dos iglesias (y entre Santiago y Pablo), dando al episodio una resolución fácil que afirmaba una unidad muy frágil y amenazada, como reveló el propio apóstol Pablo, en su Carta a los Gálatas, capítulo 2. Se puede argumentar que Lucas, en su calidad de historiador del cristianismo naciente, se guiaba más por la teología y la visión providencialista de la historia que por los cánones de la historiografía helénica, que debía conocer (MARGUERAT, 2003, 31); sin embargo, su posición teológica de los hechos, centrada en la conducción pneumática, llevó al predominio de una visión conciliadora de las diversidades eclesiales. Una vez que los Hechos de los Apóstoles se convirtieron en una especie de prototipo de lo que vino a llamarse Historia Eclesiástica, expresión acuñada por el obispo Eusebio de Cesarea (263-339), se puede decir que esta visión conciliadora lucana se afirmó como paradigma originario para los autores cristianos antiguos y continuó fuerte incluso después, cuando se dio la sistematización general de la fe con el Concilio de Nicea (325).

El obispo Ireneo de Lyon (130-202), en su tratado contra las herejías (Liv. I, 10,2), reforzaba la unidad de la Iglesia que, según él, ya estaba esparcida por Oriente y Occidente, atribuyéndole la uniformidad de la fe, de la tradición y de la enseñanza a pesar de la variación lingüística que caracterizaba las regiones del mundo romano donde las iglesias se implantaron. Aunque su propia obra denunciara la existencia y la fuerza persuasiva de comunidades cristianas que seguían otra teología, por él llamadas heréticas o gnósticas, Ireneo creía que la unidad del creer era el sello de autenticidad de la Iglesia de la que formaba parte. En el mismo sentido, el teólogo Orígenes (185-254), en las Homilías sobre Ezequiel (9,1), consideraba que la unidad y la comunión derivaban de la virtud, mientras que la diversidad o multiplicidad se originaba en los pecados, donde los cismas, las herejías y las disensiones son necesariamente leídas como expresión de aquella rebeldía original que causó la desgracia del orden de la creación.

A la luz de ambos testimonios antiguos, se ve que la histórica diversidad y disputas entre las iglesias, evidentes desde el llamado Acuerdo de Jerusalén (Hch 15, Gál 2), fueron encubiertas por una lectura espiritualizante, es decir, que minimizó el dato histórico y social, con miras a la defensa de una ortodoxia que, sabemos, no se formó sin luchas y disensiones. Para la corriente eclesial representada por Ireneo y Orígenes, los cismas no se entendían apenas como algo mucho más grave que la separación o la individualización de las comunidades, sino sobre todo como una tremenda continuación del pecado en el mundo. Al asociar la diversidad al pecado y la uniformidad a la gracia, los discursos eclesiásticos contorsionaron las manifestaciones de heteronomías e identidades locales haciéndolas un obstáculo para la uniformización que debería autenticar a la comunidad; así, la diversidad pasó a ser vista como algo arriesgado y, probablemente, un atentado contra la supuesta uniformidad original. El caso del Contra las herejías, de Ireneo, nos permite ver cómo la salvaguardia de una cristología encarnada e histórica echó mano de una cierta plastificación de la uniformidad que, en el futuro, la convirtió en motivo para la acusación de cisma de todo aquello que no pasaba de respuesta local a la fe apostólica.

Esta comprensión ireniana de la unidad de la Iglesia, de cierta forma, condicionó la llamada Historia de los Dogmas. Se suele interpretar las etapas de la formación de la doctrina cristiana con base en fases generativas específicas, generalmente escritas con el nombre de controversias: controversia trinitaria, controversia cristológica, controversia pneumatológica, controversia iconoclasta, entre otras. Los historiadores y teólogos habitualmente creen que estas controversias constituyen etapas cronológicas, por lo tanto, históricas y reales (se diría hasta naturales) de una bimilenaria marcha del cristianismo por la historia. Lo curioso es que esta marcación es, en realidad, una abstracción explicativa creada a posteriori, sin el debido fundamento de realidad, desde que se mire a las fuentes históricas sin las lentes de una evolutiva interpretación controvertida de la Historia de la Iglesia. Esta observación nos enseña que, al hacer la historia de la teología, hay que evitar la seducción de la Teología de la Historia.

De esta forma, si el cisma nace de una controversia, debemos entonces redefinir el papel del cisma en la historia de la Iglesia, pues la controversia (en sus diversas manifestaciones) constituye el propio ethos de esta historia: suponer un “cristianismo normativo” desde los orígenes es más un acto de fe que de investigación historiográfica que, por el contrario, evidencia las extremas heteronomías de las comunidades, sean jurídicas, doctrinales o litúrgicas (JOHNSON, 2001, 58). Sin embargo, se necesita atención: no todo entendimiento diferente sobre materia teológica resulta en un conflicto eclesial, lo que nos lleva a proponer la pregunta: ¿por qué ciertas diferencias de entendimientos generan conflictos y rupturas y otras no generan? ¿Por qué algunos conflictos redundan en acuerdos (asimilación de la diferencia) y otros en cismas (eliminación de los desviadores)? Una lectura no generativa de la historia de la Iglesia (que no supone fases ineludibles y naturalizadas de crecimiento) nos lleva a percibir que, en una disputa teológica, al menos en la Antigüedad y en la Edad Media, generalmente lo que estaba en juego era la defensa del poder de quien establecía la doctrina y no propiamente la doctrina en sí misma, o la desviación de la doctrina.

En otros términos, las controversias dogmáticas eran parte de las expresiones de los choques entre comunidades o líderes de estas comunidades para afirmar la superioridad de una determinada cultura eclesial sobre la cultura de otra iglesia, como se percibe tantas veces en los enfrentamientos de las iglesias de Antioquía, Alejandría y Roma entre los siglos III y V. En la visión, por ejemplo, de Eusebio de Cesárea, la garantía de la unidad de la Iglesia no residía en la fijación de ideas, sino en la sucesión apostólica, es decir, en la continuidad de personas: esta elección nos indica que las comunidades negociaban el liderazgo y el poder echando mano de las controversias como motivo para la oposición de los “verdaderos” a los “falsos” ministros (CAMERON, 2005, 133).

3 El cisma como lucha por el poder en la Iglesia

3.1 El cisma de Novato em Roma (251)

Eusebio de Cesárea, en el Libro VI de su Historia Eclesiástica, narra los acontecimientos derivados de la llamada persecución del emperador Decio, en el 249; el decreto imperial obligaba a todos los cristianos a ofrecer sacrificios a los dioses imperiales, bajo riesgo de condenación a la muerte. El sacrificio tenía que ocurrir ante una autoridad romana en calidad de testigo del acto. Después del sacrificio, que podría consistir simplemente en la quema de una piedrita de incienso, sin ninguna necesidad de creer en los dioses, el cristiano recibía un certificado legal, llamado, en latín, de libellus, motivo por el cual aquellos que ofrecían el sacrificio fueron apodados (peyorativamente) de libellatici (FREND, 1982, 98). Para evitar la muerte y, al mismo tiempo, el ofrecimiento de sacrificio, muchos cristianos ricos sobornaron a las autoridades para que sus nombres fueran inscritos en el libellus sin que ellos hicieran el sacrificio. Para muchos cristianos, ese procedimiento era un escándalo, pues significaba que tales personas eran muy cobardes y, peor aún, habían apostatado y, por eso, ya no podían participar en la vida de la Iglesia. Para empeorar la situación, se sospechaba que los libellatici colaboraban con el imperio, ofreciendo informaciones sobre miembros de la comunidad que no estaban dispuestos al compromiso imperial. En este caso, el acto cismático estaría explícito tanto en el ofrecimiento del sacrificio como en la cobardía frente al martirio y su condenación se justificaba ante la traición de algunos miembros de la comunidad.

En este tiempo, corrientes rigurosas empezaron a predicar que todo cristiano que se convertía en libellaticus perdía la gracia del bautismo y, si quisiera volver a la comunidad, después de la persecución, necesitaba ser rebautizado. Otros ni siquiera aceptaban la reinserción, aunque hubiera nuevo bautismo. Este drama comunitario, que alcanzó las iglesias de Roma, Alejandría y hasta Cartago, en el norte de África, testimonia la existencia de un cuadro de exclusión interna a la iglesia que podía ser tan o más violento que la persecución imperial; la exclusión de los libellatici o lapsi (es decir, aquellos que cayeron por miedo al martirio) se convirtió en la otra cara de una verdadera persecución intraeclesial en la que los rigoristas buscaban expulsar de las iglesias a los miembros no deseados. La actitud de los sectores rigurosos, en esas iglesias, podría ser descrita como una especie de “caza de brujas”, lo que evidentemente causaba gran turbulencia entre los fieles y el clero.

Fue lo que sucedió en Roma cuando el martirio del obispo/papa Fabiano († 250), primera víctima del decreto de Decio. La contienda por la sucesión de Fabiano atestigua como la comunidad eclesial de Roma estaba dividida entre dos tendencias: los rigoristas, que consideraban a los lapsi cismáticos y designaron a Novato († 258) como su candidato; los demás, que podemos denominar “moderados”, es decir, que estaban dispuestos a admitir los lapsi, e indicaron a Cornelio († 253) que acabó venciendo la elección. En respuesta a la confianza de sus partidarios, Cornelio se esforzó para reconciliar a los lapsi sin exigir nuevo bautismo, aunque obligándolos a una penitencia pública. Los rigoristas aliados a Novato no aceptaron la derrota y desde entonces comenzó la rivalidad entre el nuevo obispo y su presbítero.

Novato comandó una revuelta interna en la iglesia romana, lo que le llevó, incluso, a ser ordenado obispo fuera de los procedimientos canónicos y a exigir la deposición de Cornelio – no en vano, muchos historiadores consideran a Novato el primer antipapa. Al narrar este acontecimiento, Eusebio de Cesárea no esconde su indignación por Novato. Se percibe, sin embargo, que esta indignación se derivaba, en primer lugar, del hecho de que, para él, era verdaderamente inconcebible que un presbítero pensara diferente de su obispo y, peor aún, que se insubordinase a él. Rebelarse contra su obispo fue el crimen imperdonable de Novato, su verdadero cisma, no su posición doctrinal rigurosa. Cornelio, por su parte, al defender una visión más inclusiva o misericordiosa en relación a los lapsi, procuraba asegurar la autoridad superlativa del obispo de Roma.

Los adeptos de Novato, conocidos como novacianos, no fueron reintegrados a la iglesia romana, después del conflicto, sino que formaron una iglesia autónoma, desvinculada de una ciudad precisa, y sus miembros se extendieron por diversas regiones del mundo romano; cuando en el Concilio de Nicea (325), los novacianos suscribieron el credo niceno, pasaron a ser vistos como ortodoxos, en la fe, pero disidentes en cuanto a la disciplina. En suma, la controversia en torno a los libellatici y el cisma de Novato no señala inmediatamente un problema doctrinal, sino a una disputa de poder entre grupos rivales, dentro de una misma comunidad, y una confrontación entre autoridades jerárquicas, como el obispo y su presbítero, frente a una derrota electoral no asimilada. La disputa de Novato contra Cornelio dio ocasión para que este último mostrase cuál es el lugar de un presbítero y cuál es el tamaño de la fuerza del episcopado romano.

Eusebio de Cesárea, ardoroso defensor de la autoridad episcopal frente a tendencias, digamos, más presbiterales o colegiales, nos lleva a detestar a Novato y a considerarlo un pérfido cismático. La expulsión de la memoria de Novato, tras su actitud de proclamarse obispo sin elección canónica, nos obliga a quedarnos sin respuesta a muchas cuestiones sobre la posición de Cornelio en la defensa de los lapsi. A pesar del pésimo retrato trazado por Eusebio, Novato y su movimiento no pueden, impunemente, ser vistos como víctimas minoritarias e indefensas de una comunidad mayoritaria y más fuerte, pues tanto una como la otra manifiestan comportamientos excluyentes y buscan, con los recursos que poseen, elevar su teología a la categoría de Teología, amenazando y persiguiendo a los diferentes.

3.2 El cisma de las iglesias norteafricanas en el siglo IV

El norte de África experimentó todas las consecuencias de la persecución de Decio, incluyendo el problema de los lapsi y las dificultades para su reinserción eclesial. A pesar de saber que gran parte de las iglesias africanas estaban compuestas por lapsi (FREND, 1982, 100), se difundió, durante y después de la represión, una arraigada devoción por los mártires que habían dado testimonio de constancia y fortaleza. La inmensa cantidad de relatos martiriales vinculados a cristianos africanos nos da una buena proporción de cuanto las iglesias de aquella región estaban íntimamente unidas a sus héroes y de cuánto el martirio era importante en la constitución de una identidad cristiana en África. No es difícil imaginar que esta identidad martirial pronto se volvería contra la aceptación de laicos y clérigos que, por diversas razones, prefirieron resistir a la muerte.

La situación se agravó cuando, en 303, la autoridad imperial lanzó una nueva ofensiva contra los cristianos. Esta vez, se pretendía destruir todas las copias de las Sagradas Escrituras, los objetos litúrgicos y quemar todas las iglesias a fin de que los fieles no tuvieran donde celebrar sus misterios (FREND, 1982, 116). Estas olas persecutorias movidas por el Estado romano pueden ser explicadas como reacción político-social frente a la incapacidad del Imperio de resolver sus problemas fiscales y militares, lo que ocasionaba continuas luchas entre el ejército romano y los ejércitos no romanos, llamados bárbaros, que se rebelaban contra la autoridad imperial. Para las élites romanas, esta crisis provenía del abandono del culto ancestral a los dioses y de la adhesión popular al cristianismo, de donde se entiende que las persecuciones de la época de Diocleciano (244-311) contaron con la participación de las élites municipales y provinciales, esta vez, en connivencia con el castigo de los cristianos.

Esta nueva represión imperial, en África, agravó la división entre los cristianos adeptos de una identidad martirial y aquellos, más moderados, que aceptaban negociar frente al peligro. Estos últimos fueron tachados de traditores (traidores), porque supuestamente entregaron a las autoridades los ejemplares de las Escrituras y denunciaron a sus hermanos de fe. Con el ascenso imperial de Constantino, en 311, las persecuciones cesaron, pero en el área africana, el resultado siguió siendo negativo, pues se inició una lucha interna en las iglesias con el fin de impedir que los traditores siguieran participando en la vida de fe, principalmente si fueran clérigos, ya que, en este caso, se consideraba que los sacramentos celebrados por ellos eran inválidos.

En la ciudad de Cartago, este grupo, que podemos llamar radical, fue capitaneado por el presbítero, después obispo, Donato de Casae Nigrae († c. 355). Su postura de total exclusión de los traditores, considerados colaboradores del Estado romano, originó una concepción de que la verdadera Iglesia de Cristo, por ser santa e inmaculada, debía ser formada tan sólo por los que resistieron al Imperio y no temieron la muerte: una Iglesia de puros y de santos que no pactaron con el enemigo. Por eso, las asambleas litúrgicas no podían admitir la comunión de los traidores de Cristo y ni el ministerio de clérigos que apostataron. Todos éstos, si deseaban volver a la comunidad, deberían recibir un nuevo bautismo y los clérigos nueva ordenación. Es importante destacar que, al negar la validez de las ordenaciones, los donatistas encontraron un modo de desmontar la organización jerárquica de las iglesias norteafricanas, sustituyéndola por su propia jerarquía.

En el otro lado, estaba el grupo más moderado, dirigido por el arcediano (el primero entre los diáconos), después obispo, Ceciliano († c.345), que negaba el rebautismo y las reordenaciones y consideraba que la Iglesia, mientras peregrina en este mundo, incluía tanto a los santos como a los pecadores y que sería imposible excluir a los últimos para que sólo quedaran los primeros. Este sector de la iglesia cartaginesa defendía que la validez de los sacramentos no dependía de la santidad personal del ministro, sino del ministerio recibido de la Iglesia, ella sí, santa por causa de Cristo.

El caso del donatismo, en el norte de África, nos coloca frente al problema: ¿cuál era la comunidad cismática? ¿la donatista, constituida por la mayor parte del episcopado africano, o la católica, representada por los pocos obispos seguidores de la propuesta moderada de Ceciliano y, después de Agustín de Hipona? ¿Quién se separó de quién? Desde el punto de vista donatista, es la comunidad católica la que había perdido la fidelidad a la propuesta de Cristo y, en este sentido, había dejado de ser una verdadera iglesia. El acto cismático, por lo tanto, habría partido de los católicos. Para los donatistas, el clero católico, corrompido, no era capaz de ministrar sacramentos válidos, pues la acción del Espíritu Santo no beneficiaba el gesto de los pecadores, aunque sea celebrado en el nombre de Cristo.

Con el fin de las persecuciones imperiales, en 311, resultado de la llamada paz constantiniana, los ánimos de los obispos norteafricanos no se debilitaron, pues Constantino, a fin de intentar pacificar la región, tomó el partido de Ceciliano y sus seguidores, dándoles no sólo el apoyo del Imperio, pero también incentivo económico y destacado puesto político. Los donatistas vieron en ello la confirmación de que la comunidad católica, pro-romana, era mancomunada con el Imperio y no podía, en modo alguno, ser una auténtica iglesia. Conviene observar que, en la acusación donatista a la comunidad católica, se esconde un cierto desprecio donatista por las referencias culturales romanas que caracterizaban una parte de los norteafricanos residentes en las ciudades altamente romanizadas del litoral.

La postura católica profesada por el grupo de Ceciliano se alía, de hecho, a la apertura cultural del mundo romano mediterráneo que postulaba el universalismo lo que, en este caso, casaba bien con la idea de catolicidad de la Iglesia. Es por eso que Constantino apoyó a los católicos, pues su proyecto de gobierno pretendía, justamente, afirmar la universalidad del Imperio contra los regionalismos fragmentadores. Los donatistas, por otro lado, formados por individuos y comunidades que defendían una cultura norteafricana local, menos romanizada y más exclusivista, no toleraban el vínculo entre la Iglesia y el Imperio, aunque fuera sólo en términos culturales. Lo que se puede aprehender de este cisma norteafricano es que los argumentos de carácter eclesiológico y sacramental escondían, más de fondo, un problema sociopolítico que afligía a la sociedad como un todo y que, incluso, incluía una aguda discrepancia y rivalidad entre comunidades campesinas, generalmente próximas a los donatistas, y comunidades urbanas, más próximas a los católicos. Si no se tiene en cuenta esta complicada red de relaciones, no se puede comprender la historia del cisma africano y, por consiguiente, ni siquiera la Historia de la Iglesia (BROWN, 2005, 251; FIGUINHA, 2009, 16; FREND, 1982, 126).

4 Cisma, herejía y violencia: los límites de la ortodoxia

En lo que se refiere a la relación entre las iglesias, el siglo V no fue menos turbulento; quizás haya sido aún peor, como se lee, por ejemplo, en la Historia Eclesiástica, de Sócrates de Constantinopla (380-440), principal testimonio del llamado cisma nestoriano de 431. Nestorio (386-451) fuera un monje antioqueno elegido obispo de Constantinopla en 428. Famoso por su piedad y elocuencia, él inició su mandato exhortando al emperador Teodosio II (401-450) a que sacase de la tierra todos los heréticos, si quisiera que Dios le diera la victoria sobre el Imperio persa enemigo. El texto de Sócrates (7.29.5 o 7.29.10) deja ver cómo, ya en la generación del 430, había en la Iglesia un sector de clérigos convencidos que el Estado romano era un buen instrumento de Dios para arrancar, con la fuerza de las armas, la mala hierba de la herejía y del cisma. Al Estado corresponde usar la fuerza en la Iglesia para librarla del error de algunos y, a la Iglesia, corresponde ayudar al Estado en sus necesidades políticas.

Esta opinión, por lo demás, no era, en sí, una novedad, pues Eusebio de Cesárea (Historia Eclesiástica VII, 27.29) sostenía la misma opinión, cuando relató el destino del obispo Pablo de Samosata (200-275), en la Sede de Antioquía que, alrededor de 260, resolvió expresarse, como obispo, de un modo que incomodaba a los demás obispos de Siria. Estos, entonces, recurrieron a la autoridad imperial a fin de sacar a Pablo a la fuerza del obispado – no olvidemos que, en 260, el Imperio todavía perseguía a la Iglesia; por lo tanto, este recurso al Imperio pagano demuestra que cuando se trataba de defender sus intereses, los obispos no veían ningún problema en acercarse al perseguidor. Los antiguos historiadores eclesiásticos, como Eusebio y Sócrates, mencionan actos de violencia practicados tanto por obispos considerados malvados y perdidos, como Nestorio, así como por obispos venerados hoy como santos, como Cirilo de Alejandría. En la Historia Eclesiástica (7.13), Sócrates narra la violencia con que el obispo San Cirilo extirpó a todos los judíos de la ciudad y mandó incendiar sus sinagogas, así como el episodio del asesinato de la filósofa alejandrina Hipatia (7.15.7). A pesar de que Sócrates no alimentaba simpatías por Cirilo, su relato no era fantasioso, pues tomó cuidado de no mezclar la furia del obispo y de sus correligionarios con el celo justo y admisible demostrado por aquellos que el historiador llama “hombres santos” de la Iglesia (” GADDIS, 2005, 222). A pesar de ello, la destrucción del templo de Serapis y la persecución a la Hipatia se sustentan en la legislación anti-pagana promulgada por el emperador Teodosio I, entre 391-392 (CAMERON, 1998, 60).

            En estas narraciones antiguas, es difícil separar el concepto de herejía de aquel de cisma; ambos son comportamientos flagrantemente contrarios a la unidad de la Iglesia y a la autoridad de sus pastores. Por eso, vemos que los obispos recurren casi siempre a la acción del Estado para que éste erradique de la Iglesia toda forma de expresión eclesial diferente: desde un punto de vista estrictamente histórico, el mantenimiento de la unidad y la erradicación del error derivan del uso de la violencia, tanto la del Estado como la de la propia Iglesia. Es importante tener en cuenta que la radicalización de ciertos sectores clericales (que no eran pocos) ocurrió durante y,  principalmente, después del fin de las persecuciones contra la fe: ¿qué explicaría eso? ¿Las iglesias no habían sufrido lo suficiente a lo largo de tres siglos? ¿No predicaban la paz? ¿No eran ellas esposas de Cristo, el príncipe de la paz? Es curioso observar que esta radicalización, al principio referida a judíos, paganos y herejes, se dirigió también contra los propios obispos y clérigos (al principio, no heréticos) y, por medio de una disputa duradera por el poder dentro de la ecúmene cristiana, la violencia contra judíos, paganos y herejes disminuyó un poco para concentrar sus fuerzas en la violencia de los obispos entre sí.

            Se creía que el uso de la violencia era justo porque mucho peor era el efecto del error presente en los cismas, herejías e idolatrías. El monje egipcio Shenoute (o Shenouda) de Atripe (385-466), abad del Monasterio Blanco de Sohag, una vez, invadió la casa de un aristocrático no cristiano y destruyó todos los ídolos que encontró. Acusado de haber cometido violencia y crimen de invasión y bandidaje, él respondió: “no hay crimen para aquellos que poseen a Cristo” (GADDIS, 2007, 1). La solución de Shenoute, además de ilegal, revela que también los cristianos podían forjar su propia comprensión de lo que era el crimen, la violencia, el error, el cisma y la herejía. Estas últimas no eran cosas objetivas, sino el resultado de una interpretación particular que podía variar al ritmo de las posiciones más radicales o más moderadas. Así, en vez de sorprendernos al ver que las comunidades eclesiales antiguas podían ser extremadamente violentas (GADDIS, 2007, JENKINS, 2013), necesitamos repensar el significado sociológico del conflicto y entenderlo a la luz del horizonte histórico de los personajes involucrados.

El conflicto o la gestión del conflicto, en los siglos IV-V, era un mecanismo importante en la definición de la autoridad episcopal (recordemos el caso de la querella entre Novato y Cornelio en Roma, o de Donato y Ceciliano en Cartago): luchar contra Novato, considerado por los católicos un cismático y herético, hizo de Cornelio un obispo aún más fuerte, por ser defensor de la fe, y le ayudó a definir mucho más nítidamente su papel de jefe de la iglesia romana y, aún más, lo colocó al frente de las iglesias italianas, pues el episodio justificó la deposición de los obispos que ordenaron a Novato ilícitamente. En Cartago, la posición de Donato se articulaba con la opinión mayoritaria de los obispos de Numidia que, descontentos con la situación de sus colegas tenidos por colaboracionistas, invalidaban su ordenación, lo que muestra que combatir a los considerados traidores formaba parte del oficio de obispo de la verdadera Iglesia, la de los puros e inmaculados donatistas. En otras palabras, los conflictos episcopales, cuando se gestionaban eficazmente, conferían a sus gestores una enorme consolidación de su autoridad, por un lado, y de su carisma personal, de otro. La declaración condenatoria de herejía o de cisma formaba parte del repertorio retórico y político movilizado por los obispos en el afán de sostener su poder a través de la contestación del poder de sus competidores.

5 Conclusión

Ante el marco expuesto, se concluye que, históricamente hablando, el cisma hasta puede ser un acto sectario, pero es más propiamente un modo de gestionar las diferencias – sociales, culturales, doctrinales y litúrgicas – dentro de una determinada comunidad eclesial o entre dos o más iglesias locales. Además, el cisma alude a las múltiples diferencias regionales, políticas y sociales que marcaban el Imperio romano y que, por extensión, marcaron también las comunidades cristianas que se desarrollaron en su suelo. Es engañoso suponer que las iglesias, de ayer y de hoy, responden sólo a sus demandas propias y que sus historias corren paralelas a la historia social de su entorno. En este caso, el cisma necesita ser reinterpretado en una clave que entiende que la diversidad, no la uniformidad, es consustancial a la propia identidad del cristianismo.

Esto no significa, como se dijo anteriormente, que la experiencia de ruptura en el interior de las iglesias no fuera vivida como algo doloroso y escandaloso, sin embargo, no podemos olvidar que las propias comunidades eclesiales, al definir y condenar los cismas, buscaban afirmar sus idiosincrasias y, en este sentido, defendían su perspectiva de vencedores, como encontramos, por ejemplo, en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea. Este obispo, cuando escribió su obra, sabía que era miembro de un imperio dirigido por un emperador cristiano y que los obispos, sucesores de los apóstoles, eran también verdaderos magistrados romanos que ocupaban las sedes de las ciudades de un imperio universal y por lo tanto eran hombres de poder. Su Historia refleja esta situación altamente privilegiada del episcopado monárquico, un tipo de gobierno eclesial que lentamente se impuso sobre otros modos de gobierno más colegiales. Al escribir la Historia Eclesiástica, Eusebio tejía alabanzas a la tradición episcopal y la elevaba a la condición de paradigma de la propia apostolicidad de la Iglesia que él percibía como la verdadera Iglesia, y quitó lo bueno de todas las sectas y cismas del período anterior. No es que él ingeniosamente manipulara la historia a favor de su partido, pero se puede observar que, como obispo y aliado del Imperio, su visión de los hechos concuerda con su posición en el mundo.

A partir de la constatación que las fuentes históricas de que disponemos son productos de corrientes cristianas que salieron victoriosas de sus embates y, por eso, son discursos despectivos de las diferencias, es muy difícil comprender el verdadero significado de los cismas, principalmente para los grupos que optaron por ellos como condición de supervivencia de la propia fe. Así, la historiografía y la teología son invitadas a superar la visión teleológica que marcó la historia de la Iglesia, de ayer y de hoy, para encontrar, por debajo de los escombros de la damnatio memoria (la condena de aspectos del pasado) los elementos más convenientes para elaborar su propia lectura de la historia de la Iglesia.

André Miatello. UFMG/FAJE, Belo Horizonte ( Brasil). Texto original português.

6 Referencias bibliográficas

BROWN, Peter. A Ascensão do Cristianismo no Ocidente. Trad. Eduardo Nogueira; Rev. Saul Barata. Lisboa: Editorial Presença, 1999.

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