Teología y Cultura

Índice

1 Introducción

2 De “cultura” a “culturas”

3 El impacto de Vaticano II

4 Teología de la inculturación y teología intercultural

5 Teología del Pueblo o de la Cultura

6 Evangelii Gaudium y la Teología del Pueblo

7 Referencias

1 Introducción

En febrero del 2017 un importante núcleo de teólogos y teólogas católicos de ibero-américa se reunió en Boston College (Massachusetts, USA) para hacer un discernimiento de los signos de los tiempos en una época de globalización, interculturalidad y exclusión. Las migraciones, la presencia de la diversidad de culturas y la vida en los márgenes de la sociedad de los más pobres, permitieron discernir que la relación entre teología y cultura, tan vieja como la historia de la Revelación, debía volver al escenario del quehacer teológico con una renovada vitalidad.

 La Declaración de Boston insistió en el tránsito de la pluriculturalidad a la interculturalidad en el campo socio-cultural con la correspondiente elaboración de teologías proféticas inculturadas y la construcción de procesos interculturales de reconocimiento de la alteridad y pluralidad para la reflexión teológica. La Declaración es explícita en su deseo de colaboración con el programa del Papa Francisco de promover una “cultura del encuentro” desde las periferias, auténticos lugares teológicos, y de una Iglesia pobre para los pobres. El texto aquí propuesto bajo el título Teología y Cultura se inscribe dentro de esta preocupación de la Declaración de Boston abordando el tránsito del monoculturalismo al pluralismo cultural en el imaginario eclesial, el impacto de Vaticano II para el giro cultural de la pastoral y la teología de la iglesia, inculturación e interculturalidad como los lenguajes teológicos para la relación entre teología-cultura en América Latina y el significado de la Teología del Pueblo, llamada también de Teología de la Cultura, en la reflexión latinoamericana y en el magisterio del Papa Francisco.

2 Da “cultura” a las “culturas”

La relación entre teología y cultura es tan antigua como la Historia de la Revelación (MIRANDA, 2001, 15-19). La fe no se da en forma pura, toda fe es expresada en un lenguaje cultural-religioso. No extraña que la pluralidad de lecturas de la Biblia incorpore en nuestros días a investigadores y teólogos de la cultura como incorpora, por ejemplo, lecturas estructuralistas, psicoanalíticas, feministas o ecológicas (SHORTER, 1988, 104-134). La lectura crítica-cultural de la Biblia interesa para descubrir cómo el plan de Dios se cumple a través de la interacción con las culturas. La opinión común de considerar la Biblia como un texto culturalmente etnocéntrico no tiene mucho fundamento, pues el pueblo judío y sus tradiciones fueron el producto de una notable interacción intercultural (SHORTER, 1988, 106). La “catolicidad” de la expansión del cristianismo primitivo se origina en el impulso del Espíritu para traducir la narrativa cristiana para distintas lenguas y culturas viviendo la identidad en la diversidad (VON SINNER, 2012, 58). Sin Pablo y su misión a los paganos, la “secta mesiánica de los nazarenos” hubiese permanecido como una secta de renovación dentro del judaísmo destinada a desaparecer o a ser reabsorbida por el judaísmo rabínico algunas generaciones más tarde (DUNN, 2017, 139).

La referencia a Pablo no es gratuita. Rahner, en su notable Interpretación Teológica Fundamental del Vaticano II, escribió que el paso del cristianismo judío al cristianismo de los gentiles supuso el tránsito hacia una situación histórico-cultural y teológica esencialmente nueva (RAHNER, 1979, 720-724). En el mencionado artículo, Rahner sustenta que la historia de la Iglesia puede ser leída desde tres grandes períodos. El primero de ellos, muy breve, fue el judío-cristiano; el segundo, el de la Iglesia existente en un área determinada del helenismo y de la civilización europea; el tercer período, el de la Iglesia Mundo (World Church). Vaticano II supuso una ruptura  en la Iglesia solo comparable con la que significó el paso de Iglesia judío-cristiana, que predicó el evento salvífico cristiano de la muerte y resurrección de Jesucristo en Israel y para Israel, a la Iglesia que creció en el terreno del paganismo. El nuevo tiempo, inaugurado por el Vaticano II, es el del giro de una iglesia occidental para una Iglesia Mundo. En nuestros días el Papa Francisco, citando a San Juan Pablo II, se refirió a la belleza de una Iglesia de “rostro pluriforme” y a la atracción de su “multiforme armonía” (FRANCISCO, EG, 2013,  n. 116-117).

Un concepto de cultura, que Bernard Lonergan definió como “clasicista”, explica esta miopía etnocéntrica que duró dieciséis siglos. Vaticano II pasó de una noción clasicista de cultura  a una noción pluralista y este paso determinó la apertura a la diversidad y pluralidad, de “cultura” en singular a “culturas” en plural. En efecto, la noción “clasicista” de cultura fue normativa, única, universal, plausible de ser implantada en cualquier lugar en una única y perfecta forma cultural. Todo lo que estaba fuera de ese molde era barbarie (LONERGAN, 1988, 293). Las demandas de otras historias, de otras culturas, de otras experiencias religiosas, fueron anatemizadas (SHORTER, 1988, 167). “La fe es Europa y Europa es la fe” (Hilaire Belloc). El Syllabus de errores en contra del liberalismo moderno (1864), el Vaticano I y su rechazo frontal al racionalismo y la defensa de la infalibilidad del Papa (1869), la condenación del modernismo por Pio X (1907) son buenas expresiones de una teología clasicista que se amuralló en contra de la conciencia histórica emergente, pero no pudo resistir a su embate pluralista. Frente al espíritu “clasicista” monocultural, el espíritu pluralista abrió la brecha para el reconocimiento y legitimidad de la multiplicidad de tradiciones culturales. La evangelización debía encontrar los caminos y medios para hacer de las culturas el vehículo de la comunicación del mensaje cristiano y ese camino fue el Concilio Vaticano II (LONERGAN, 1988, 348).

3 El impacto de Vaticano II

El reconocimiento del pluralismo cultural tiene, sin embargo, una breve historia anterior a Vaticano II. Según Aylward Shorter, en el discurso del Papa Pio XII a la Pontificia Sociedad de Ayuda Misionera, en 1944, se encuentra la primera afirmación oficial de la Iglesia reconociendo la pluralidad de culturas. Pero fue una afirmación ambigua. Pio XII seguía manteniendo que el objetivo de las misiones era de producir un catolicismo monolítico. Un pequeño avance se dio en la Encíclica Evangelii Praecones (Sobre el modo de promover la obra misional), de 1951, donde solicita respeto a las otras culturas. Hacia el final de su pontificado, en 1958, su idea de cultura había evolucionado hacia un concepto moderno y empírico que será heredado por Juan XXIII (SHORTER, 1988, 183-186).

El Papa Juan XXIII tiene dos intervenciones significativas. La primera de ellas fue en la Encíclica Princeps Pastorum, sobre el apostolado misionero, de 1959. Escribe que la “Iglesia no se identifica con ninguna cultura, ni siquiera con la cultura occidental, aun hallándose tan ligada a ésta su historia. Porque su misión propia es de otro orden: el de la salvación religiosa del hombre” (n.10). La segunda intervención significativa, aunque no nueva en la teología de la  Iglesia, subraya  la distinción entre la “substancia de la fe” y el “modo en el que se expresa”.

 En el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, formuló que “una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades contenidas en la doctrina revelada, y otra cosa el modo de expresar estas verdades conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado”. Aquí late la fórmula tomista de que el acto de fe del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad enunciada (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2). Pero ya esta distinción marcó la diferencia con la teología tridentina que no distinguía la verdad eterna y la formulación histórica contingente (MIRANDA, 2001, 24). Con esta distinción, polémica en su tiempo, Juan XXIII abrió la posibilidad de explorar la influencia de condicionamientos culturales, de historia y lenguaje, en las expresiones de fe.

Las contribuciones innovadoras del Concilio tienen mucho que ver con la ruptura de la hegemonía de la comprensión clasicista de cultura, en términos de Lonergan, y el inicio difuso de la comprensión de la pluralidad de culturas y de religiones. Las Constituciones sobre la Sagrada Liturgia y sobre la Iglesia en el Mundo; los Decretos sobre el Ecumenismo y la actividad misionera de la Iglesia; y la Declaración sobre las relaciones con las religiones no cristianas dan testimonio de este tránsito tenue. Pero una “teología de la cultura”, en opinión de Andrés Tornos, no llegó a “resolverse del todo” porque el aporte de Vaticano II sobre la relación entre fe y culturas, más que una definición, fue el descubrimiento de un campo de “tareas nunca formuladas, de necesidades que se habían hecho poco presentes hasta entonces en la conciencia eclesial” (TORNOS, 2001, 91-104). Habría que esperar el Sínodo de los obispos sobre la Evangelización de 1974 para que el lenguaje teológico sobre las culturas adquiriera consistencia. Tornos reconoce que Gaudium et Spes (GS) fue el documento que roturó ese “campo de tareas apenas formuladas”.

GS dedica expresamente el segundo capítulo de la  segunda parte al tema de la cultura. Elabora un concepto de cultura, se pronuncia sobre el compromiso de la Iglesia con el progreso cultural de la modernidad y deja abiertas las cuestiones sobre la pluralidad y relatividad de las culturas provocadas por los procesos de descolonización y los aportes de la antropología (TORNOS, 2001, 93-104). El número 53 es el principio hermenéutico. En 53 (a) se desarrolla un concepto humanista de cultura ya que por ella la persona “alcanza un nivel verdadero y plenamente humano” “cultivando los bienes y valores de la naturaleza”. En 53 (b) se gira a un concepto histórico-social y se comprende a la cultura en “un sentido sociológico y etnológico”, esto es, como “estilos de vida diversos y diversas formas de organizar los bienes de la vida”. En este sentido es que se habla de “pluralidad de culturas”. Lo determinante en este concepto histórico social es que se reconoce que las personas sin su cultura no serían quiénes son y que esa cultura está enraizada en una historia.

“Ninguna cultura es por tanto solamente un conjunto supra-histórico de saberes neutrales, sobre los que uno podría juzgar desde fuera de la historia de experiencias en que ellos fueron tomando forma, desde fuera de los estilos de convivencia social a los que esa historia de experiencias ha podido conducir” (TORNOS, 97).

Las implicancias teológicas de esta comprensión de cultura pueden verse en GS 58: La Revelación de Dios, desde las edades más remotas hasta su plena manifestación en Cristo Encarnado, ha hablado según la cultura de cada pueblo, la iglesia es una comunidad multiforme de fieles, no está ligada de una manera exclusiva e indisoluble a ninguna cultura, raza o género de vida particular y puede entrar en comunión con las diversas civilizaciones, con lo cual hay un mutuo enriquecimiento. La Buena Nueva de Cristo renueva la vida y la cultura del hombre caído, purifica y eleva continuamente la moralidad de los pueblos, fecunda por dentro las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo.

Para una lectura latinoamericana de la influencia de GS es recomendable la lectura del artículo de Juan Carlos Scannone, Influjo de Gaudium et Spes en la problemática de la Evangelización de la Cultura en América Latina- Evangelización, Liberación y Cultura Popular, de 1983. Para el teólogo argentino, el principal aporte de GS fue el giro decisivo hacia el hombre, la sociedad y las culturas de América Latina que motivó un nuevo modo de reflexión teológica. La teología de la liberación y la evangelización de las culturas, expresiones mayores de la recepción del Vaticano II en América Latina traducidas en las Conferencias Episcopales de Medellín (1969) y de Puebla (1979) nacieron bajo el influjo directo o indirecto de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes y concretamente de la nueva comprensión de “cultura” que la Constitución elaboró en una perspectiva antropocéntrica, histórica e integral.

Ya fue advertido que habría que esperar al IV Sínodo de Obispos de 1974 y a la Exhortación Evangelii Nuntiandi (EN) de 1975 para que la teología de la cultura adquiriese densidad. En EN por primera vez un documento de la Iglesia adoptó decidida y unitariamente el enfoque sociológico-antropológico para referirse a las relaciones entre Evangelio y culturas y desenterró lo ocultado a lo largos de dieciséis siglos: que es un drama la ruptura entre evangelio y cultura (EN 20). La evangelización debe alcanzar las raíces de la civilización y de las culturas, el Evangelio no se identifica con una cultura, que los “obreros de la evangelización” son las iglesias locales que hablan un determinado lenguaje, son tributarias de una herencia cultural, de una visión de mundo, de un pasado histórico y de un substrato humano específico (EN 62) y rescata la importancia de la religiosidad popular que expresa, bien orientada, cierta “sed de Dios que solamente los pobres y los simples pueden experimentar” y un camino de encuentro verdadero con Dios en Jesucristo (EN 48).

El legado de la Evangelii Nuntiandi  permanece vigente para América Latina y para la Iglesia Mundial. En marzo del 2017, el Papa Francisco habló de ella como “el mayor documento pastoral del postconcilio” en un coloquio con el clero italiano sobre la cultura de la diversidad frente a la tentación de la uniformidad (FRANCISCO, 2017).

4 Teología de la inculturación y teología intercultural

Si GS significó un giro decisivo hacia el hombre, la sociedad y la cultura por proponer un concepto de cultura histórico-social, el concepto de inculturación puede entenderse como un “giro dentro del giro” pues supuso la formulación de un paradigma teológico para la comprensión de las relaciones de la fe con las culturas. En  nuestros días este paradigma está en revisión por la fuerza crítica del policentrismo cultural y de las teologías interculturales y descolonizadoras (TAMAYO-ACOSTA, 2003, 31-49).

El origen del concepto está en el neologismo acuñado por el P. Joseph Masson, jesuita de la Universidad Gregoriana, que en 1962 escribió sobre la urgente necesidad de que el catolicismo sea inculturado en una variedad de formas (SHORTER, 1988, 10). Masson se apoyó en el concepto antropológico de “enculturation” elaborado por Melville Herskovits, en 1952, para referirse al proceso de socialización del individuo en una cultura. Este concepto desplazó a los términos de “adaptación”, “asimilación”, “acomodación”, “indigenización” utilizados oficialmente por la Iglesia desde 1950 hasta el Magisterio de Juan Pablo II para describir la relación entre fe y la cultura(s). No encontramos el término “inculturación” en ningún documento de Vaticano II ni en la Evangelii Nuntiandi. Los obispos de África y de Madagascar en el IV Sínodo de 1974 pidieron superar la “teología de adaptación” por una “teología de la encarnación” pero no utilizaron el neologismo (TEIXEIRA, 2001, 84).

Un aporte significativo para la incorporación y expansión del concepto en el lenguaje eclesiástico y en la elaboración de un paradigma teológico, fue la Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús (1974-1975), su órgano máximo de gobierno, que emitió un Decreto sobre la Inculturación de la Fe. El 15 de abril de 1978 el P. Pedro Arrupe, Superior General de los jesuitas, dirigió una carta a toda la Compañía de Jesús en su afán de impulsar la más amplia promoción de la inculturación en el trabajo evangelizador de la orden. Arrupe define la inculturación como

La encarnación de la vida cristiana y el mensaje cristiano en un contexto particular, de tal manera que esa experiencia no solamente encuentre expresión a través de los elementos propios de la cultura en cuestión (que podría ser no más que una adaptación superficial) sino que se convierta en el principio inspirador, normativo y unificador que transforme y re-cree esa cultura originando así una nueva creación” (ARRUPE, 1978).

Juan Pablo II acoge el término por primera vez en su alocución a los miembros de la Comisión Bíblica (1979), y luego en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae (1979). Cabe decir que todavía en estas dos referencias de Juan Pablo II, los términos “aculturación” e “inculturación” aparecen indistintamente mostrando que el concepto estaba “en construcción”. En la relación final del Sínodo de 1985 ya aparece el concepto más elaborado, como distinto de la simple adaptación exterior de la fe, “significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y el enraizamiento del cristianismo en las varias culturas humanas” (MIRANDA, 2001, 31). La Comisión Teológica Internacional elabora el documento La fe y la Inculturación, en 1988 y, por fin, en la Redemptoris Missio, de Juan Pablo II (diciembre de 1990) se puede encontrar una síntesis teológica bastante completa. Se comprende, entonces, que la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe reunido en Santo Domingo (1992) pueda hablar explícitamente de la “teología de la inculturación” y que las Directrices Generales de la Acción Evangelizadora de la Iglesia en Brasil de 1999-2002 esclarezca brevemente lo que significa la evangelización inculturada (MIRANDA, 2001, 34).

Después del “amanecer eclesial” que significó la teología de la inculturación por dos décadas, el paradigma está en cuestión. La filosofía intercultural, la emergencia de teologías locales críticas y la epistemología decolonizadora surgida desde el sur, han levantado serios interrogantes. El filósofo cubano Raúl Fornet-Betancourt colocó en agenda la necesidad del tránsito de la inculturación a la interculturalidad (FORNET-BETANCOURT, 2005). Seguimos aquí sus razones.

El autor reconoce que el término “inculturación” resume todo un programa de renovación teológica, pastoral, litúrgica y catequética y que la teología de la inculturación reorientó la presencia del cristianismo en la sociedad y dio inicio a una nueva forma de entender la relación entre evangelio y culturas así como la relación entre cristianismo y otras religiones. Objeta, sin embargo, que el programa de la inculturación, en los nuevos tiempos, refleja un proyecto interventor en las culturas de tal manera que éstas pierden sus derechos a la interacción por prevalecer la conciencia de la superioridad del cristianismo, la carencia de un auténtico respeto a la alteridad y una deficiencia en la reciprocidad. Otra observación añadida es que la inculturación instrumentaliza la pluralidad cultural. No es una apertura franca a la alteridad porque el encuentro con ella ya está planificado, sabe de antemano qué debe ocurrir y cuál debe ser la meta a la que se debe llegar. Instrumentaliza la diversidad porque la pone a su servicio. Es una forma de neo-colonización.

La interculturalidad, de otro lado, es dimisión, renuncia. Es una actitud que no se proyecta como “misión” de transmitir al otro de lo propio sino como permanente “dimisión” de lo propio para que pueda emerger en nosotros mismos el contexto de acogida en el que el encuentro con el otro es experiencia de convivencia y de búsqueda de la verdad. Las consecuencias para una teología de la cultura intercultural implican una serie de “renuncias”: renuncia  a la sacralización del origen de la propia tradición, es decir, saber dialogar críticamente con la historia de su tradición de fe y de reconocer la relacionalidad de la misma, que el origen no es absoluto sino parte de una cadena de sucesos; la renuncia a convertir la propia tradición en un itinerario seguro y exclusivo; la renuncia a ensanchar las “zonas de influencia” para estar presente en la sociedad como parte de un proyecto de convivencia en un flujo relacional simétrico sin disolver las identidades en mezclas sincréticas ni relativistas.

La razón fundamental de este conjunto de renuncias es el respeto al misterio de la gracia que está presente en las culturas y en la pluralidad de religiones; respeto que anula la pretensión de conquistar o influir y se expresa como escucha que se abandona al gozo de la experiencia de la riqueza de la pluralidad.

Portavoces de la teología de la inculturación en América Latina, como Paulo Suess y Diego Irarrázaval, hoy tienen como preocupación central la “cuestión intercultural” debido a su potencial emancipador de rezagos etnocéntricos y colonizadores (SUESS, 2007; IRARRÁZAVAL, 2002). Aloysius Pires, teólogo jesuita de Sri Lanka, es un crítico de la primera hora de la inculturación. Afirma que el concepto de inculturación está basado en la distinción latina entre religión y cultura, algo impensable en el sur asiático porque es pensar como una religión cristiana sin cultura se inserta en una cultura asiática sin religión no cristiana (PIERIS, 1991). Michael Amaladoss, jesuita de la India, opina que hay que ir “más allá de la inculturación”, un “bello principio teológico” que no ofrece un retrato verdadero de lo que ocurre cuando el evangelio se encuentra con una cultura porque el modelo es de adaptación de un evangelio preexistente y que, de alguna manera, para hacerse cristiano uno tiene que tornarse semita (AMALADOSS, 2005, 146-147).

¿Realmente son excluyentes estos paradigmas? La crítica intercultural ofrece correctivos a una inculturación que viola ese misterio de gracia al que hacía referencia Fornet-Betancourt. El desafío es de interculturalizar la inculturación, despojarla de sus distorsiones etnocéntricas y hacer de ese encuentro dialógico el espacio apropiado para la inter-fecundación en perspectiva de esa “nueva creación” a la que aludía el P. Arrupe. La palabra más adecuada puede ser “inter-culturar” o “inter-culturación”, palabra ya acuñada por el P. Joseph Blomjous, en 1980, obispo de Mwanza, Tanzania, y quien fuera padre conciliar (SHORTER, 1988, 13-16).

5 Teología del Pueblo o de la Cultura

Las raíces teológicas del Papa Francisco se encuentran en la Teología del Pueblo argentina, considerada una corriente de la Teología de la Liberación con acentos propios. Otros prefieren denominarla “teología de la cultura”, pues concibe al pueblo como sujeto creador de cultura (SCANNONE,  2015, 247). Sus máximos exponentes fueron Lucio Gera (1924–2012), Rafael Tello (1917–2002), Justino O´Farrell (1924-1981) y continúan siendo Juan Carlos Scannone (1931-) y Carlos Maria Galli (1957-).

La Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL), órgano de la Conferencia Episcopal Argentina fundada inmediatamente después del Vaticano II para la elaboración de un plan nacional de pastoral a la luz del Concilio, fue el espacio de reflexión que nutrió el surgimiento de la Teología del Pueblo bajo el liderazgo de Gera y Tello. El “Documento de San Miguel”, de 1969, documento conclusivo de la II Asamblea Extraordinaria del Episcopado Argentino, puede ser considerado como el documento fundante de la Teología del Pueblo, especialmente la parte de Pastoral Popular que aplicaba la Conferencia de Medellín a Argentina. Para la COEPAL interesaba la emergencia del laicado y la inserción de la Iglesia en la historia de los pueblos en cuanto sujetos de historia y cultura, receptores, pero también agentes de evangelización gracias a su fe inculturada (SCANNONE, 2014, 33-34).

Como una de las corrientes de la Teología de la Liberación, denominada por Scannone como “teología desde la praxis de los pueblos latinoamericanos”, se distingue en cuanto al método como en los énfasis temáticos, de la “teología de la praxis pastoral” (Eduardo Pironio), la “teología desde la praxis de grupos revolucionarios” (Hugo Assman) y la “teología de la praxis histórica” (Gustavo Gutiérrez) (SCANNONE, 1982, 3-40). En cuanto al método, la Teología del pueblo privilegia el análisis histórico-cultural y la mediación hermenéutica de la historia, la cultura y la religión enraizadas en el discernimiento sapiencial distanciándose del análisis marxista o histórico-estructural y de sus respectivas estrategias de acción. El enfoque temático destaca el concepto de cultura, valora teológica y pastoralmente la religión del pueblo o piedad popular, y la opción preferencial por los pobres.

Scannone no duda en el influjo de la Teología del Pueblo en el Sínodo de Obispos 1974 por las intervenciones de los obispos latinoamericano y en especial por las aportaciones del obispo Eduardo Pironio, formado también en la cantera de la COEPAL. De igual modo, el influjo de esta teología es evidente en el Documento de Puebla, en lo que concierne a la Evangelización de la Cultura (DP 385-443), gracias a la participación de Lucio Gera quien ya había sido perito en Vaticano II y en Medellín. El concepto de “cultura” trabajado en Puebla es obra de este teólogo, quien reinterpreta el concepto de la GS 53 en sentido de la teología de la cultura al añadir la expresión “determinado pueblo” al texto conciliar. “Con la palabra cultura se indica la manera particular como en determinado pueblo cultivan los hombres su relación con la naturaleza, sus relaciones entre sí y con Dios (GS 53a)”. Con esta inclusión se desplaza el sentido más humanista de cultura desarrollado en GS 53a hacia el sentido sociológico y etnológico que GS 53 (b) aborda en su tercer párrafo (SCANNONE, 2014, 35).

Precisemos la categoría pueblo y la religión del pueblo en esta teología de la cultura de raigambre argentina por representar dos categorías claves del pensamiento de Francisco.

El trazo diferencial propio de esta teología de la Cultura se encuentra en la comprensión de la categoría de “pueblo”. Las corrientes teológicas de la praxis histórica y de la praxis de grupos revolucionarios entendían “pueblo” como clase. Distanciándose de la sociología marxista y explorando en la historia y la cultura latinoamericana categorías de investigación, Lucio Gera concibió esta categoría como pueblo-nación, es decir, como la unidad plural determinada por una misma cultura o estilo de vida común que se concreta en una voluntad y decisión política de auto-determinación y auto-organización para la realización del bien común. La voluntad  de la solidaridad política y del querer actuar juntos es mayor que la diversidad y la pluralidad de opiniones o concepciones sobre el bien común. La cultura, entendida como diseño de vida, estructura la escala de valores, la memoria histórica y la proyección del futuro deseado de esa unidad plural que es el pueblo-nación. Entre “cultura” y “pobre” se da una estrecha interacción, pues la cultura del pueblo es conservada y transmitida precisamente por los pobres.  (SCANNONE, 2015, 240).

La relación entre religión y cultura elaborada por Paul Tillich tuvo un influjo importante  en la teología de Lucio Gera y en la irradiación de la Teología del Pueblo en el Magisterio Latinoamericano. Tillich escribió que la religión, como preocupación última, es la substancia que da sentido a la cultura y la cultura es la totalidad de formas que expresan las preocupaciones básicas de la religión. Su fórmula es clásica: “la religión es la substancia de la cultura y la cultura es la forma de la religión” (TILLICH, 1964, 42). La Evangelii Nuntiandi advierte la falta de sensibilidad frente a la religiosidad popular considerada por largo tiempo una forma religiosa “menos pura y a veces despreciada” y llama a reconocer los valores de ella que “reflejan una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” (EN 48). El Documento de Puebla insiste en que la religión del pueblo (religiosidad o piedad popular) es un acervo de las respuestas a las grandes incógnitas de la existencia (DP 444- 469) y que la cultura impregnada de fe es conservada de un modo vivo en los sectores pobres y se hace vida en la piedad y en los espacios de convivencia solidaria (DP 414). Pero es en el Documento de Aparecida (DA), del 2007, donde la piedad popular adquiere una solvencia teológica inequívoca. El Cardenal Bergoglio fue el presidente de la comisión de redacción del documento final.

Benedicto XVI, en su discurso inaugural, se refirió a la piedad popular como el “precioso tesoro de la Iglesia Católica en América Latina” y el Documento Final supo discernir en ella un lugar de encuentro con Jesucristo (DA 258–265) porque contiene y expresa un “intenso sentido de trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal” (DA, 263). También el documento identifica esa piedad como una forma de espiritualidad y una mística popular, ideas que encontramos en Evangelii Gaudium de Francisco. Se trata de una espiritualidad y de una mística popular encarnada en la cultura de los pobres que integra lo corpóreo, lo simbólico y las necesidades más concretas de las personas en esas fiestas patronales, en las novenas, en las peregrinaciones, en el rezo del rosario, en el tocar las imágenes. Esa piedad popular es mística que abre a las posibilidades de justicia y de santidad (DA, 264).

6 Evangelii Gaudium y la Teología del Pueblo

“Para comprender al Papa y sus reformas hay que conocer sus raíces teológicas y yo creo que la Teología del Pueblo está en la base de lo que él está haciendo y diciendo, como se ve muy claramente en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium” (SCANNONE, 2015 b). No pretendemos seguir el rastro de la Teología del Pueblo en la EG de manera exhaustiva, solamente destacar algunos temas relacionados con los rasgos desarrollados en este escrito, las categorías de “pueblo”, de “religión del pueblo” y los pobres.

El “Pueblo fiel”: el gesto del Papa Francisco de hacerse bendecir por el pueblo inmediatamente después de su elección habla por sí del aprecio teológico por el “pueblo fiel de Dios”. El Evangelio debe tener una real inserción en el “Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia” (EG 95). Dios nos ha convocado “como pueblo y no como seres aislados” (EG 113). “Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo” (EG 115). “En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra la belleza de este rostro pluriforme” (EG 116). “Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe – el sensus fidei – que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión” (EG 119).

La piedad popular y la opción preferencial por los pobres: Evangelii Gaudium  dedica varios números  a la fuerza evangelizadora de la piedad popular (EG 122-126), a la relación de la piedad popular con la inculturación (EG 68-70), el reconocimiento de la sabiduría peculiar de una cultura popular evangelizada (EG 68), la agencia de los pueblos en la evangelización “podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su historia” (EG 122). La Exhortación acepta, como la TdP, que las expresiones de la piedad popular son lugares teológicos para pensar la nueva evangelización por el testimonio vivido de los pobres y sencillos y su mística popular (EG 126). De otro lado, Evangelii Gaudium destaca el lugar del pobre en el Pueblo de Dios (EG 197-201), reafirma que para la Iglesia la opción por el pobre es una categoría teológica antes que cultural, social o filosófica y expresa su deseo de una Iglesia pobre para los pobres (EG 198).

Luís Augusto Herrera Rodríguez, SJ. FAJE, Belo Horizonte (Brasil). Texto original en español.

7 Referencias

ARRUPE, Pedro. Carta y Documento de Trabajo sobre la Inculturación. In: Acta Romana Societatis Iesu, t. XVIII, 1978, 229-255.

CELAM. A Evangelização no presente e no futuro da América Latina. III Conferência do Episcopado Latino-americano de Puebla. São Paulo: Loyola, 1979.

CELAM. V Conferência Geral do Episcopado Latino-Americano e do Caribe. Texto Conclusivo. São Paulo: Paulus, 2007.

DECLARACION DE BOSTON. El presente y el futuro de una teología iberoamericana inculturada en tiempos de globalización, interculturalidad y exclusión. http://teologia.javeriana.edu.co/documents/3722978/3755604/Declaraci%C3%B3n+de+Boston/88b338ce-d517-4604-8bba-176f6dd286aa. Acceso en 10/03/2017.

DUNN, James D.G. Jesus, Paulo e os Evangelhos. Petrópolis: Vozes, 2017.

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