Cristología (I)

Índice

1 Cristología y seguimiento

2 Método y punto de partida

3 Regreso a los Evangelios

4 Bautismo y mesianismo asuntivo

5 La centralidad del Reino

6 Los destinatarios: pobres y excluidos

7 El Dios de Jesús

 1 Cristología y seguimiento

La cristología preconciliar se componía de dos tratados: De Iesu, legato divino y De Verbo incarnato (MOINGT, J., 1995, Vol. I, p. 7-16). El primero consistía en demostrar que Jesús era el enviado de Dios y que no era un simple ser humano. Se apoyaba en los milagros como acciones sobrenaturales. El segundo tratado explicaba cómo lo que Jesús hacía era propio de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo. Sin embargo, el sujeto de la acción y la reflexión no era Jesús de Nazaret sino el Hijo eterno de Dios. La cristología postconciliar, por el contrario, entiende que en Jesús se da una unidad indisoluble entre lo humano y lo divino, porque “el que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto” haciendo que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes 22).

La novedad conciliar llevó a que la reflexión cristológica latinoamericana se enmarcara dentro de la praxis discipular que llamamos seguimiento, pues conocer a Cristo es seguir su praxis histórica en medio de los pobres (SOBRINO, J., 1991, 56). Esto significa que el conocimiento de la relación de Jesús con su Padre y con su época es el que obtuvieron sus discípulos a través del seguimiento. Ellos tuvieron que recordar lo de Jesús, sus palabras y gestos, todo aquello de lo que ellos habían sido testigos. Este recuerdo primero llevó a la pregunta por el sentido que comenzó a desvelarse en el discernimiento pospascual.

Por ello, aunque tengamos en cuenta lo que puede conocerse científicamente sobre Jesús de Nazaret, la cristología está basada en lo que los testigos recuerdan y nos dicen de él, tal como lo consignaron en el Nuevo Testamento y sobre todo en los evangelios (DUNN, J., 2009, p. 167). Las investigaciones contemporáneas han insistido en la importancia de rescatar la historia de Jesús o lo que tiene de histórico y significativo para su época. Éste es para nosotros el Jesús de la historia o Jesús prepascual. Sin embargo, Jesús es mucho más que los datos históricos que podamos saber acerca de él. Es una persona vista desde la fe, desvelada por el Espíritu (Jn 14,26) y actualizada en el seguimiento.

2 Método y punto de partida

El estudio Cristológico se motiva en la pregunta que le hizo Jesús a Pedro: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27-30). A lo largo de la historia se han manifestado diferentes respuestas. Cada una presupone un punto de partida metodológico. Podemos mencionar algunas (LUCIANI, R., 2005, p. 17-116):

(a) Afirmaciones dogmáticas: algunas investigaciones parten de los dogmas definidos en los Concilios Ecuménicos. Es el caso de Calcedonia (451 d.C.) al afirmar que en Cristo cohabitan dos naturalezas, una humana y otra divina, unidas, sin divisiones. Habría que considerar aquí que los dogmas son siempre un punto de llegada en los procesos de reflexión eclesial y no un punto de partida (RAHNER, K., 1961, p. 51-92);

(b) Afirmaciones bíblicas: otras investigaciones asumen como punto de partida la proclamación de la fe en Jesús a partir de los títulos cristológicos (Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Mesías) o desde las teologizaciones que se han hecho de los acontecimientos más importantes de su vida (la Resurrección). Habría que precisar que el Nuevo Testamento es el Antiguo Testamento aconteciendo de una manera completamente nueva, definitiva y plena en la persona de Jesús de Nazaret. No podemos separar ambos testamentos, como tampoco tratar a los pasajes bíblicos sin su debida correlación con nuestra época ;

(c) El Kerygma: según esta postura el verdadero Cristo es el Cristo predicado por los evangelistas, como sostuvo Martin Kähler en 1882 en su conferencia El llamado Jesús histórico y el Cristo existencialmente histórico y bíblico. Para esta escuela no podemos saber acerca de su vida histórica como tal;

(d) El culto: según otra corriente, el Cristo total sólo se descubriría en el culto eclesial. El peligro radica en caer en ciertos espiritualismos y subjetivismos que relativicen la experiencia social y comunitaria de la fe en Jesucristo, así como de entender a la liturgia como fuente y no como celebración, colocándola por encima de la Escritura;

(e) Teologías postconciliares: el jesuita Karl Rahner propone un giro antropológico en consonancia con el Vaticano II. Entiende que la humanidad de Cristo es sacramental y, por ello, su carne, es decir, su humanidad, es el camino concreto para acceder al misterio de Dios. Así da paso a la vía antropológica como lugar de conocimiento y de encuentro con Dios;

(f) Latinoamérica: partiendo del Jesús Histórico se invita a leer los signos de los tiempos de nuestra realidad presente para asumir el compromiso por la Liberación de las situaciones que niegan la presencia del Reino de Dios. El punto de partida es el seguimiento de Jesús que establece siempre una correlación entre el modo cómo Jesús vivió y asumió su época, y la toma de conciencia frente a la realidad de injusticia que vivimos en la nuestra. Por ello, la cristología latinoamericana no parte de una pregunta aislada sobre los datos recuperables de la vida histórica de Jesús. Aquí, se entiende por histórico a “las actividades de Jesús para operar sobre la realidad social y transformarla en la dirección precisa del Reino de Dios. Histórico es lo que desencadena historia” (cfr. SOBRINO, J., 1991, p. 77). Se rompe así con la teología de la primera ilustración, en la cual sólo se libera el pensamiento, la razón, más no la realidad sociocultural en todas sus dimensiones. Este punto de partida exige un regreso a Jesús de Nazaret, al Jesús de los Evangelios, y el impacto de sus palabras y gestos para el mundo de hoy.

3 Regreso a los Evangelios

Esta necesidad de regresar a los Evangelios planteada por las investigaciones contemporáneas no buscan reconstruir una biografía de Jesús, sino su praxis histórica en cuanto actual e interpelante. Sin embargo, la distancia cultural entre las primeras comunidades y nosotros hace que algunos términos no se entiendan con claridad hoy. Por ello, debemos tener en cuenta los géneros literarios tanto del judaísmo como del helenismo, y las características redaccionales propias de cada evangelista. Hay que distinguir entre los hechos prepascuales y las interpretaciones postpascuales, pero partiendo de la unidad indisoluble existente entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.

El diálogo entre la ciencia histórica y la teología protestante alemana permitió rescatar la relación entre la persona de Jesús, predicada por los discípulos tras la Pascua, y su mensaje del Reino, centro indiscutible de interés del Jesús prepascual. Sin embargo, la teología dialéctica insistió, luego, en la dificultad de reconciliar el carácter escatológico del mensaje de Jesús con los datos accesibles por la ciencia histórica. De este modo, sólo se podía llegar al kerygma proclamado en la Iglesia. Estos primeros debates llevaron a posturas fideístas, como la de los postbulmanianos, que sostuvieron poder creer en Jesús sin saber nada histórico de él. Estos debates contribuyeron con la necesidad de pensar una nueva articulación del discurso sobre la pertinencia de la historia en la teología. Esta es la tarea de hoy, es decir, fundamentar de nuevo la proclamación de la fe, el kerygma, en el relato evangélico que se nos da como paradigma de discernimiento y seguimiento. El teólogo tiene el reto de aprender a leer el evangelio a la doble luz de la historia y de la fe, sabiendo que dicha relación no es necesariamente convergente, pero sí expresa la fe de la Iglesia.

La cristología latinoamericana ha contribuido en advertir que los textos del Nuevo Testamento no pueden ser usados de forma aislada con la sola preocupación de estratificarlos hasta lograr probar lo que pudo haber dicho o hecho Jesús mismo, y lo que posteriormente fue construido por las comunidades pospascuales. Tampoco han de estudiarse con la sola pretensión de comprender a Jesús en el marco histórico del judaísmo del siglo I. Un elemento clave es ver la trascendencia que brotó del espíritu con el que Jesús vivió, el cual provocó una novedad radical respecto al mismo judaísmo a partir de su opción por el Reino de Dios. El reto para la actual investigación es el de lograr transmitir nuevamente el impacto que produce la humanidad de Jesús en el hoy de nuestra historia, iluminando los grandes problemas que afrontamos globalmente. Se trata de correlacionar el modo en que él vivió —según las Escrituras y como oyente de la palabra del Padre— con el modo en que, luego, sus seguidores, impactados por ese estilo de vida, debían transmitirlo en un contexto hermenéutico judío; y a partir de este marco podemos, entonces, correlacionarlo con el modo en que nosotros estamos llamados a actualizar su mensaje en nuestras realidades concretas.

Tal aproximación permitirá ir descubriendo el proceso de Jesús, como fue discerniendo y asumiendo aquellos rasgos de humanidad que correspondían fielmente al proyecto del Reino a la luz de las Escrituras, seleccionando las tradiciones proféticas y sapienciales que expresaban mejor la imagen que fue brotando de su experiencia del Dios del Reino. Proceso que se inicia con el acontecimiento que se representa en el Bautismo de Jesús.

4 Bautismo y mesianismo asuntivo

La conciencia histórica de Jesús se enmarca inicialmente tanto en la espiritualidad de los pobres de Yahvé compartida por su madre, cuanto en el discernimiento personal que hace de su vocación humana como seguidor del proyecto del Reino, según fue predicado y creído por Juan Bautista. Jesús no solo se bautizó (Mt 3,13-15; Mc 1,9; Lc 3,21) sino que también comenzó a practicar y a fomentar el rito del bautismo entre sus propios discípulos y seguidores (Jn 3,22-23; 3,26; 4,1-3). El Bautismo es la clave hermenéutica para comprender su misión y su proceso de conversión personal al Dios del Reino. Hay una continuidad inicial con el proyecto de Juan que encuentra luego su momento decisivo de ruptura a partir del encarcelamiento y muerte del Bautista (Mc 6, 17-29; Mt 14,3-13). Tras este acontecimiento, Jesús entiende que el tiempo de la preparación había terminado y se iniciaba uno nuevo, el de la irrupción del reinado de Dios (Mt 4,23).

Los relatos de las tentaciones que siguen al bautismo explicitan este proceso de discernimiento y conversión que hace Jesús tras la muerte de Juan. ¿Quién era el sujeto real del Reino? ¿era Dios Padre? ¿Qué implicaba ser Hijo de un Dios que era Padre bueno y misericordioso? (Lc 4,3; Mt 4,3) ¿cómo hablar de un Reino que no tiene rey ni ejércitos? ¿se podía proclamar el Reino por la vía de la imposición, esperando su irrupción violenta, como esperaba el Bautista? Jesús nunca se identificó con las expectativas mesiánicas dominantes en su época. Él había optado por un estilo de vida mesiánico no político. Practicaba un mesianismo asuntivo (LUCIANI, R., 2014, p. 117-136) cuyas consecuencias socio-políticas y religiosas serían inevitables, pero nunca provocadas ni forzadas por la vía de la violencia y el ejercicio de la fuerza armada (Jn 18,36). Asume la causa del pobre como algo deseado y favorable a los ojos de Dios, el Señor, Yahvé, con la nueva época que él inauguraba: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis oído» (Lc 4,21). La época del Reino.

5 La centralidad del Reino

El tema del Reino es estructural y estructurante de todo el quehacer teológico y la vida cristiana. Cuando la teología alemana del siglo XIX planteó serias interrogantes sobre la imposibilidad de escribir una vida sobre Jesús, más que presentar un problema de interés historiográfico o biográfico, estaba abriendo paso, tal vez sin saber, a la búsqueda de la ultimidad del cómo y por qué vivió el Jesús histórico su vida de una manera determinada (para sí) y determinante (para otros). En otras palabras, qué lo hizo vivir de esa manera y no de otra. La investigación histórica permitió el abordaje de nuevas perspectivas en la investigación sobre la vida de Jesús de Nazaret que ahondaban no sólo en la forma de su revelación (problema clásico), sino en el contenido de la misma, referido tanto a las razones para vivir así y las implicaciones que esto le trajo. En este sentido el tema del Reino de Dios como una cuestión de ultimidad y absolutez frente a lo relativo es el eje central de todo el quehacer de Jesús de Nazaret.

La lógica de Reino de Dios implica una inversión de valores: “los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” o “el que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mt 19,30; Mc 10,31; Mt 20,16; Lc 13,30; Mc 9,35). Dicha inversión es cualitativa y relacional. Invierte relaciones establecidas que deshumanizan por otras que humanizan. Podemos mencionar tres ejemplos. El primero es de la relación patrono-asalariado, tal y como lo narra la parábola de los jornaleros (Mt 20,1-6), que recibieron, al final del día, la misma paga y, sin embargo, los que más trabajaron protestaron. El segundo esquema es el del Rey-súbdito o la del Rey que invitó a todos a su mesa porque los invitados primeros invitados no se presentaron (Mt 22,1-10). El Rey ya no se relaciona más con los otros como a sus súbditos, sino que los reconoce como personas en toda su dignidad. El tercer esquema se refiere al Padre-hijo, según se nos narra en la parábola del Padre bueno (Lc 15,11-32). En ella la proporción o correspondencia no es el criterio del discernimiento del Padre frente a las actitudes de los dos hijos, sino el de la gratuidad. Los esquemas cuantitativos de status o posición social son superados por los cualitativos, donde lo central es lo que humaniza y reconoce al otro como hermano.

La noción de Reino expresa, así, un modo de vivir el amor a Dios por medio del servicio al hermano. En Mt 22,40 se nos narra: “amarás al prójimo como a ti mismo”. En Lev 19,8 ya aparece la referencia al otro, y en Dt 6,4 (Shemá Israel) se habla del Otro, Dios. Jesús coloca ambos criterios al mismo nivel práxico, más no ontológicamente. La consecuencia es que sólo por medio del otro que es nuestro hermano (fraternidad) podemos encontrar a Dios como hijos (filiación). He aquí la gran inversión. El horizonte de la humanización es superpuesto al de la ley y el culto. La experiencia del Reino lleva a construir la vida fraterna de los hijos/as de Dios.

Diversos han sido los modelos teológicos europeos que explican la noción del Reino. Podemos resaltar algunos. (a) Rudolf Bultmann desplaza la mediación (el Reino de Dios) por el mediador (Jesucristo) como lo último. Lo que importa es el Kerygma, el anuncio de Jesucristo Resucitado que es Buena Nueva para todos los hombres. El Reino de Dios queda reducido al marco de una fe individual; (b) Wolfhart Pannenberg presenta su escatología como anticipación del futuro último. La esperanza relaciona la historia con el futuro. Su visión no toma en cuenta las condiciones del antirreino en la historia, sino las del individuo esperanzado (racionalmente) ante el futuro ofrecido en la Resurrección; (c) Jürgen Moltmann considera que el eschatón sigue siendo el futuro que se manifiesta en la esperanza del hombre a Dios. Advierte que hay realidades históricas que contradicen al Reino de Dios. Por tanto, el futuro ha de ser crítica a la negatividad del presente; (d) Para Walter Kasper el Reino de Dios “es la imposición y reconocimiento de Dios en la historia” (escatológico), “el día en que Yahvé será todo en todos” (soteriológico), e implica “la superación de los poderes del mal, destructores, enemigos de la creación y el comienzo de una nueva era” (soteriológico); (e) Edward Schillebeeckx hace resaltar el carácter operativo del reinado de Dios. Para él, la “soberanía de Dios implica hacer la voluntad de Dios”. Ya no es la esperanza estética del esperar en Dios, sino la relación que se instaura entre los hombres y Dios para prolongar aquí, en la historia, el poder de Dios, su voluntad salvífica. Pero “es también un juicio sobre nuestra historia”. No sólo comunica una noticia alegre, sino que realiza una crítica a los antivalores presentes en la historia bajo relaciones de dominio, ambición y poder. El reino de Dios es un “todavía por venir” (Mc 14,25; Lc 22,15-18) que comienza a hacerse presente mediante la praxis de Jesús.

Por otra parte, el planteamiento teológico Latinoamericano plantea cuatro grandes temas. (a) En presencia de y contra el antirreino: se parte de la realidad en toda su crudeza y concreción en la que el pecado se ha hecho estructural y oprime a grandes cantidades de personas, para quienes vivir es sobrevivir. Esta realidad opresora y destructora de vida es el antirreino, como la califica Jon Sobrino. La salvación es ofrecida como su liberación; (b) Los pobres como destinatarios: en ellos Dios se revela y a través de ellos Dios nos evangeliza ayudándonos a descubrir los valores de la gratuidad y la esperanza a pesar del peso de la vida. Jesús vivió ofreciendo la Buena Noticia del Reino a los pobres: curándolos, sanándolos, perdonándolos y comiendo con ellos; (c) Lo histórico: el Reino anuncia lo escatológico realizándolo desde el ahora, desde las relaciones constituidas en el presente en todos sus ámbitos, desde lo social, a lo económico y lo político. Reino e Historia se relacionan profundamente en la persona de Jesús. Él vive en un pueblo pobre y hace presente con sus actividades el amor de Dios que favorece al marginado y oprimido. “Hoy se cumplen estas profecías que acaban de escuchar” (Lc 4,21) revela esta historicidad del reino y la ruptura de toda concepción dualista de la historia (sagrada-profana); (d) Lo popular: existe una reciprocidad histórica, tanto soteriológica como escatológica, entre la presencia del Reino de Dios y el pueblo de Dios. Ignacio Ellacuría proponía una clara implicación del reino con la pertenencia a un pueblo histórico que, en América Latina, es un pueblo pobre y crucificado. Todo el mensaje Bíblico está dirigido a sujetos que viven en un pueblo situado, en una historia concreta, ante la cual Dios ofrece gratuitamente su Liberación en contra de toda forma de opresión.

A partir de estos ejes de reflexión, la cristología latinoamericana insiste en la necesidad de sincerar nuestro seguimiento de Jesús. La construcción del reinado de Dios hoy pasa por la constitución de comunidades fraternas de hijos/as de Dios que asuman la causa del pobre. Esta praxis es esencial al modelo de Iglesia como Pueblo de Dios, porque la Iglesia realiza su sacramentalidad anunciando al reino de Dios en la historia. En este sentido, queda establecida una hermosa analogía entre la cristología del seguimiento de Jesús y la eclesiología del Pueblo de Dios. Como lo explica Ellacuría, “Jesús fue el cuerpo histórico de Dios, la actualidad plena de Dios entre los hombres, y la Iglesia debe ser el cuerpo histórico de Cristo, al modo como Jesús lo fue de Dios Padre. La continuación en la historia de la vida y de la misión de Jesús, que le compete a la Iglesia, animada y unificada por el Espíritu de Cristo, hace de ella que sea su cuerpo, su presencia visible y operante” (ELLACURÍA, I., 1990, Tomo II, p. 131). Y esto lo hace en medio de los pobres pero en contra de la pobreza. Una tal cristología pasa por establecer relaciones concretas que nos ayuden a constituirnos en pueblo de Dios. Relaciones que en América Latina, dada la situación de pobreza, claman por una vida justa y equitativa.

6 Los destinatarios: pobres y excluidos

Jesús orienta su praxis hacia los marginados y excluidos. Ante la pregunta: “¿eres tú el que debe de venir o tenemos que esperar a otro?”, él responde: “vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: que los ciegos ven, que los cojos andan, que los leprosos quedan sanos, que los sordos oyen, que los muertos resucitan y que se predica la Buena Nueva a los desdichados” (Mt 11,3-6). El Reino de Dios se está construyendo entre los “desdichados”, que son los pobres, los marginados y los que otros consideran pecadores.

En la lógica de Jesús, tenemos que salir a buscar a la oveja perdida para incluirla, aunque tengamos a las otras 99 con nosotros. Esta forma de valorar no es algo pacífico del todo, hace crear rupturas, arranca viejos modos-de-conocer y crea conflictividad en ocasiones. Por ello, es criticado como “comedor y amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,9), perturbado mental (Mc 3,21), seductor (Mt 27,63), y hasta será contado entre los delincuentes (Lc 22,37).

Un rasgo histórico, muy propio de Jesús, es el comer con los marginados. La comida es una forma, dentro del mundo oriental, de honrar a una persona. Expresa una relación de cercanía y acogida. Es un momento donde se perdona y da la paz. Es el lugar del Shalom. Lo distintivo de Jesús no son los milagros sino la convivencia fraterna con los desheredados, descartados y olvidados. La comida simboliza una escatología ya presente. Los pobres son incorporados a la mesa de la salvación, al banquete de la comunión. De este modo se rompe con el sectarismo y se universaliza el ofrecimiento de la salvación por medio del restablecimiento de la comunión fraterna (GONZÁLEZ FAUS, J.I., 1984, p. 88-89).

Desde el servicio a los pobres, Jesús llama a los que marginan y viven con privilegios para que se conviertan e integren al proyecto del Reino. Es el caso de los siguientes grupos: (a) los ricos: en Lc 6,24 la riqueza deshumaniza cuando el rico se apega a lo material como algo absoluto. Jesús llama al rico a ser justo y a servir al pobre (Lc 16,19). “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13; Mt 6,24). Servir a Dios es servir al pobre. El rico no es cuestionado por ser rico, sino por su actitud ante la riqueza y ante el pobre; (b) los escribas y fariseos: Jesús cuestiona el sentido de la ley. Llama hipócritas (Mc 12,38) y opresores del pueblo (Mc 12,40) a quienes la interpretan por encima del sujeto humano y sus condiciones de vida digna; (c) los sacerdotes: su crítica al Templo lo enfrenta al sistema religioso de su época que dividía a las personas en puras e impuras, y les dotaba de privilegios y status. Jesús plantea un nuevo lugar de encuentro con Dios, la comunidad fraterna, la mesa de los reunidos (Mt 18,19) en espíritu y verdad (Jn 4,21).

7 El Dios de Jesús

La opción de Jesús por los pobres y excluidos es fruto de su fe en un Dios Padre que ama con la misericordia de una madre. En Heb 12,2 Jesús es presentado como iniciador y culmen de la fe, como quien la ha vivido y por eso la puede llevar hacia su consumación. La fe es lo que lo hace participar, desde su humanidad, de la vida compasiva de Dios. Lo hace asumir su vida como creyente, discerniendo todo lo que hace, ora y vive desde el proyecto del Reino. Jesús es ontológicamente Dios, pero como ser humano tiene que ir descubriendo procesualmente lo que él ya es, porque su divinidad está encarnada en una historia y en una época concretas. Lo antropológico es el único medio para ir conociendo lo ontológico. La fe de Jesús nos revela quién es Dios para él. En este sentido Jesús tuvo que habérselas con Dios desde su propio proceso humano.

Jesús llama a Dios Abbá. Lo comprende como un Padre que lo ama como Hijo. La experiencia del Padre es la de quien se da, mientras que la del Hijo la de quien recibe gratuitamente semejante amor y le corresponde con su entrega y obediencia filial. Esta relación de filiación no significó, en ningún momento, una especie de experiencia intimista que lo enajenaba de la existencia de los otros. Por una parte, Jesús aprende a reconocer en el otro a un hermano, y en estas relaciones de fraternidad puede vivirse como Hijo, pues los hermanos son todos hijos de un mismo Padre bueno. Pero por otra parte, esta experiencia de filiación revela el modo específico y único como Dios trata a Jesús, es decir, como su Hijo y, en esta filiación, es posible comprender la dimensión salvífica de la fraternidad de todos los seres humanos.

En el Antiguo Testamento se utiliza la palabra Padre unas 15 veces para designar a Dios, sin embargo, la novedad radical no se encuentra en llamar a Dios Padre, ya que otros pueblos del antiguo oriente lo hacían, inclusive expresando un carácter materno en algunas expresiones. “La novedad consiste en que la elección de Israel como primogénito se manifiesta en un acto histórico: la salida de Egipto” (cfr. JEREMIAS, J., 1989, p. 20). La experiencia de Israel es la experiencia de un Salvador siempre trascendente, no de un Padre amoroso, por ello la palabra utilizada para designar la paternidad de Dios será Abí, comprendiendo la relación con Dios a partir de acciones históricas, de acontecimientos de carácter histórico‑salvíficos, antes que relaciones personales y filiales. La expresión Abí podía significar Padre mío, pero dentro de un sentido autoritario, solemne, comunitario, e informado por la lógica de la separación entre lo divino, como absolutamente Santo (otro-distinto) y lo humano. La palabra Abí surge y se extiende en la época imperial, asumiendo un carácter de sumisión ante la autoridad paterna.

En el Antiguo Testamento también encontramos el uso de las palabras Abbá, que significa papá e imma que significa mamá. Estas palabras se usaban en la vida familiar de cada día. Abbá surge del lenguaje balbuceante infantil (aba-abba). Por lo tanto, pudo haber sido considerado una falta de respeto dirigirse a Dios con un término tan cercano y familiar, pues Dios era siempre era el Otro, el distinto, el Santo.

Esta experiencia de Dios-Padre (Abbá) vivida por Jesús en su fe y comunicada a sus discípulos va a ser asumida y transmitida por las comunidades cristianas. En los Evangelios el término Padre aparece más de 170 veces en labios de Jesús. En Marcos 4 veces, en Lucas 15, en Mateo 42 y en Juan 109. Según Jeremías, “la designación de Dios como Padre empezó a difundirse ampliamente en una etapa anterior a Mateo dentro de la tradición de las palabras de Jesús”, pero “es en los escritos de Juan donde el término ho patér (el Padre), empleado absolutamente, se convirtió sin más en el nombre de Dios para los cristianos” (JEREMIAS, J., 1989, p. 41).

El uso de esta palabra en los escritos neotestamentarios encuentra tres razones básicas. Primero, se trata de una palabra auténtica de Jesús, de hecho se ha mantenido en arameo, la lengua de Jesús, sin traducirse. Segundo, tiene un sentido catequético, pues pone el mensaje de Jesús al alcance de los creyentes. Tercero, expresa una referencia teológica, al revelar con ella, un contenido y un rostro específico en el actuar y proceder de Dios en relación con el ser humano, como un Padre bondadoso y misericordioso que nos recibe como hijos suyos, no por nuestros méritos (lógica cuantitativa), sino por el hecho gratuito de ser sus hijos (lógica cualitativa).

Cuando Jesús confía a sus discípulos las palabras del Padre Nuestro, no sólo les está enseñando a orar, sino que les está dando el poder de decir como él, de hablar como él con su Padre Dios. Más aún, dada la dimensión performativa de la palabra en el mundo hebreo, decirle a Dios Padre significa tratarlo como Padre. No estamos ante un uso nominal del lenguaje, sino realizativo o performativo. Jesús no sólo da poder para llamar a Dios como Padre, sino para tratarlo y, así, relacionarlos con Él como tal. La invocación no tiene sentido si no va acompañada del trato que se implica en ella.

Los evangelios nos remiten a tres expresiones para referirse a Dios como Padre. La primera, El Padre, nos plantea un problema teológico, es decir, quién es Dios. La segunda, Vuestro Padre, así como la otra, Padre Nuestro, revela la condición fraternal de la experiencia teologal de los hombres con Dios. No se dice sólo que Dios es Padre, sino de quién es Padre. Es Padre nuestro, de todos nosotros, a la vez, de los muchos, y no de unos pocos. Mientras que Padre denota la realidad de Dios y lo que produce, filiación (verticalidad), Nuestro señala la realidad del Reino y lo que la filiación produce, la fraternidad (horizontalidad). La tercera expresión, Mi Padre, plantea un problema cristológico: ¿qué revela Jesús de sí mismo al llamar a Dios Abbá?

Rafael Luciani (Venezuela). Boston College (USA). Texto original en español.

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