Fe y Cultura

Índice

1 Cuestines fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

1.2 Un giro hacia la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural

2 Fe y cultura

2.1 Evangelización de la cultura e inculturación de la fe

2.2 La Palabra encarnada: la dialéctica entre la verdad inmutable y su expresión cultural

2.3 Toda cultura es ad-evangelio y todo Evangelio es transcultural

3 Referencias bibliográficas

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción

La relación de la fe cristiana con la razón, la política y la cultura se comprende mejor si consideramos tanto la metafísica de la substancia de los antiguos como la metafísica del sujeto de los modernos. La filosofía clásica nos ha enseñado con los trascendentales del ser, que además de ser uno, es simultáneamente verdadero, bueno y bello. La filosofía moderna con el pensamiento trascendental de Kant pregunta por las facultades que tiene el sujeto para conocer lo verdadero, actuar según el bien y gustar-juzgar de lo bello. Por las virtudes teologales sabemos que el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera. Podemos entonces vincular la fe que cree con la verdad y el conocer, la fe que ama con el bien y el actuar ético, y la fe que espera con la belleza y el gusto poético. La consideración del paso desde la metafísica clásica a la reducción moderna –que contrasta la fe sólo con la ciencia, con el deber moral y la teleología– nos invita a dar un nuevo paso que supere tanto el desierto de la crítica como las tentaciones de volver hacia atrás, al refugio premoderno: “No nos anima la nostalgia de las Atlántidas sumergidas, sino la esperanza de una recreación del lenguaje; más allá del desierto de la crítica, queremos ser nuevamente interpelados” (RICOEUR 1960). La fe cristiana es nuevamente interpelada por el giro hermenéutico de la razón contemporánea (GREISCH 1993), por el gran acontecimiento de gracia que ha significado la renovación del Concilio Vaticano II (HÜNERMANN 2014) y por la plenitud del lenguaje que se manifiesta en una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural. Como introducción a las relaciones entre fe y cultura desarrollaremos brevemente la tercera interpelación,  que manifiesta una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestro tiempo de pluralidad cultural que la tenida por antiguos y por modernos.

1.2 Un giro hacia la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo cultural

Rawls comienza su Teoría de la justicia afirmando que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales como la verdad lo es de las teorías”. Las ideas de verdad y justicia presiden respectivamente la filosofía teórica y la filosofía práctica. Pero a este esquema que distingue en la razón lo teórico de lo práctico, que bebe de la moderna crítica kantiana y sigue la estela de los clásicos  trascendentales, le falta todavía la idea de lo bello.

La crítica del juicio de los modernos y la idea de belleza de los antiguos, parecen completar el panteón de las posibilidades de la condición humana. La fe cristiana, que aquí relacionaremos con el saber racional, con el actuar político y con el valor cultural, tiene una especial conexión con la belleza, además de las que tiene con la verdad y la bondad. “Es preciso partir de la escucha de las personas y dar razón de la belleza y de la verdad, de una apertura incondicional a la vida” (Relatio Synodi 2014). Conviene esbozar un mapa para orientarnos en el vasto territorio donde estas relaciones se sitúan hoy.   

Verdad, bondad y belleza, los trascendentales del ser, son reformulados con las tres preguntas –¿qué podemos conocer?, ¿qué debemos hacer? y ¿qué es posible esperar?– que Kant responde con las tres críticas. Verdad y justicia claramente tienen que ver con las dos primeras. La belleza merece una breve explicación. En la crítica del juicio, la facultad de juzgar, ya no determinante, sino reflexiva,  ve en el principio teleológico la posibilidad del orden, de la totalidad y del sentido en la experiencia estética y en la organización de la vida. El mismo Kant vincula la facultad de juzgar reflexiva con la filosofía de la cultura y Cassirer ha hecho desarrollos notables al respecto. Colocamos entonces bajo el patronazgo de estos tres principios (la razón teórica, la razón práctica y la facultad de juzgar), de estas tres dimensiones (del saber, la ética y la poética), de los tres trascendentales, las cuestiones que refieren a la razón, a la política y a la cultura, que queremos vincular a la fe cristiana.

Estimamos además que dichas relaciones se enriquecen si las vinculamos al conjunto de las virtudes teologales. Dado que, como  acabamos de mencionar, el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera, se puede sostener la hipótesis que cada virtud teologal tiene un vínculo más estrecho con alguno de los tres trascendentales del ser: así la fe con la verdad, el amor con el bien y la esperanza con la belleza. Pero además de percibir las relaciones de la fe con estos tres tópicos –razón, política y cultura– nos interesa particularmente resaltar la dimensión que el pensamiento moderno había dejado en la penumbra. No es casual que este redescubrimiento de la belleza y de la poética ocurra en el momento en que las reducciones modernas, que han privilegiado la unidad abstracta y una razón sin atributos, ceden terreno al aprecio por la diferencia y a la valoración del pluralismo cultural. Felizmente en la teología contemporánea también podemos encontrar este mayor aprecio por la estética. Así la trilogía de Hans Urs von Balthasar, ha sido capaz de privilegiar como punto de partida una estética teológica que luego es continuada con una teopragmática y una teológica. Su notable empresa nos ha enseñado que el don de Dios se  manifiesta como bello, se da como bien y se dice como verdadero. Así también John Sobrino, por su parte, comprende la teología como “intellectus amoris”, que implica un intellectus justitiae y un intellectus gratiae, que debe relacionarse con un “intellectus spei”, para poder ser realmente intellectus fidei (SOBRINO 1992). Esfuerzos teológicos que están en sintonía con el transito que el Concilio Vaticano II intenta al pasar de una Iglesia europea occidental a una iglesia que por primera vez se autocomprende como mundial y en diálogo con todas las culturas. 

2. Fe y cultura

2.1 Evangelización de la cultura e inculturación de la fe

La fe no puede buscar la inteligencia y la justicia sino se encarna en las diferentes culturas. A las expresiones  la fe en la inteligencia y el evangelio en el tiempo habría que agregar la raíz de ambos que el propio Chenu recuerda: “la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn1, 14). La Palabra encarnada puede ser una expresión propicia para señalar las relaciones de la fe con la cultura, que busca una cultura evangelizada y una fe inculturada.     

La preocupación por la evangelización de la cultura y la inculturación de la fe ha tenido una serie de hitos doctrinales importantes desde el Vaticano II a nuestros días. En el mismo Concilio hay vestigios del giro que significa comprender la cultura, ya no sólo en su definición tradicional clásica (creación elevada del espíritu humano que se manifiesta en el saber filosófico humanista, en el derecho, en las artes y es muy propia de las elites más refinadas), sino, gracias a los aportes de las ciencias sociales y humanidades, como el modo de vivir, habitar y cultivar que tienen los distintos pueblos o sociedades. La valoración positiva de las diversidad cultural, rompe con él eurocentrismo, que considerando al resto como barbaros y no cultos, impone las aspiraciones y los cánones normativos de una cultura hegemónica que se considera universal. Por el contrario hoy podemos definir la cultura por todo aquello que el hombre y la mujer han venido “cultivando”, de lo que van sembrando, cosechando, produciendo. Según la Unesco, la cultura se entiende como la manera de vivir juntos.

Pese a las ambigüedades que se encuentran todavía en Gaudium et Spes, en el largo capítulo titulado “El sano fomento del Progreso Cultural”, donde se habla de cultura de un modo equivalente a como se habla de “mundo”, ambos designaran “el objeto elemental al cual queda referida la Iglesia. Cultura, como mundo, es el polo en referencia al cual se define al mismo ser ad extra de la Iglesia” (NOEMI 1990, 12). Esta eclesiología, que para decir su relación al mundo contemporáneo hace uso de la noción de cultura, si bien se encuentra también en LG o AG, sólo se desarrollará decididamente en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, fruto posterior del sínodo de 1974 dedicado a la Evangelización. Dado que la asamblea no fue capaz de producir un documento de consenso, se encomendó la tarea a Pablo VI. El giro esbozado en el Concilio reconociendo el pluralismo cultural alcanza aquí una orientación decisiva: “La ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas” (EN 20). Los destinatarios de la evangelización siguen siendo las personas, pero también ahora las culturas, pues hay que “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad“, pues importa evangelizar no de manera superficial, “sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre” (EN 18-20). En este proceso cada iglesia particular tiene una triple función: “asimilar lo esencial del mensaje evangélico”,…“trasvasarlo sin la menor traición… al lenguaje que esos hombres comprenden, y… anunciarlo en ese mismo lenguaje” (EN 63). Para algunos, esta teología de una iglesia multicultural no ha sido superada por ningún otro documento oficial, y sería lo mejor que tenemos sobre el tema. Juan Pablo II, que como cardenal participó decididamente en su redacción,  ha considerado desde el comienzo de su pontificado “que el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es el terreno vital en que se juega el destino del mundo al final de este siglo XX”. Dos aportes son dignos de considerar. El primero es la utilización del término “inculturación” ya en la temprana Catechesi Tradendae de 1979, retomada en la Encíclica Slavorum Apostoli en 1985:”La inculturación es la encarnación del Evangelio en las culturas autóctonas y, la introducción de esas culturas en la vida de la Iglesia” (No 21) . Francisco recientemente en Evangelli Gaudium ha confirmado el tópico precisando que “es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio” (69). El segundo es su constante llamado pastoral a una “Nueva Evangelización”. Esta reiterada consigna papal fue proclamada por primera vez en Haití en 1983, desarrollada en Redemptoris Missio en 1990 y recepcionada en Santo Domingo en 1992. “En nombre de nuestras Iglesias Particulares de AL y el Caribe nos comprometemos a: 1. Una Nueva Evangelización de nuestros pueblos. 2. Una promoción integral de los pueblos latinoamericanos y caribeños. 3. Una evangelización inculturada” (Conclusiones SANTO DOMINGO).  Más allá del debate sobre los aciertos y límites de la primera evangelización (BOFF 1991), algunos sostienen que esta “nueva evangelización” se ha estado realizando en AL, con anterioridad al llamamiento que el Papa dirigió a la Iglesia universal. “No es sólo un proyecto de cara al futuro. Constituye una realidad en curso a partir de los años 60. Su símbolo mayor es Medellín, ampliado y profundizado por Puebla, pero el proceso arranca del Vaticano II, pasando por… Evangelii Nuntiandi” (ROLFES 1992, 16). Un proceso en el que “han ido surgiendo nuevas formas de vivir el Evangelio en la Iglesia (CEBs), nuevos métodos de evangelización (desde la opción referencial por los pobres), nuevas expresiones litúrgicas y reflexivas de la fe (la teología de la liberación)” (VERDUGO 2003, 28).  

En AL esta preocupación de EN por la evangelización de la cultura fue clave en el documento de Puebla. Las relaciones entre fe y cultura en Puebla y en general en el magisterio latinoamericano merecen un desarrollo particular con una entrada propia en esta Enciclopedia. Lo mismo sería necesario respecto a los desarrollos específicos y los problemas que se han dado en torno a la expresión “Inculturación de la fe”, como al movimiento teológico que se autodenomina “teología contextual” (BEVANS 1992), “teología local” (SCHREITER 1993), o “teología de la inculturación” (SHORTER)), Teologías que insisten en que la teología debe ser siempre contextual, local o inculturada.

2.2 La Palabra encarnada: la dialéctica entre la verdad inmutable y su expresión cultural

Pero el giro mayor que propicia el magisterio y la teología posconciliar no está en una nueva comprensión de lo que son las culturas. El giro mayor es teológico y tiene que ver con la cuestión decisiva que orienta  nuestra indagación: la historicidad de la fe y del Evangelio. Vale la pena volver a escuchar las conocidas palabras de Juan XXIII al inaugurar el Concilio: “Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (GME, 1962)

La distinción papal entre “la verdad inmutable” y “el modo como se enuncian estas verdades”, nos recuerda el clásico adagio sobre las afirmaciones dogmáticas que “no terminan en el enunciado sino en la cosa” y la distinción también clásica del filósofo Gottlob Frege entre sentido y referencia (Sinn und Bedeutung) que influyo tanto la fenomenología de Husserl como la filosofía del lenguaje de Wittgenstein: una cosa es aquello a lo que refiero y otra el modo de decirlo. El referente de la Escritura, la cosa del dogma, la verdad inmutable, es Dios mismo que se autocomunica por el Espíritu en su único Hijo, Jesucristo, el Señor: “El único sujeto que se nos ha dado” –nos dice Benedicto XVI, justamente comentando estas palabras inaugurales del Concilio. Propone distinguir entre “las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios” y “los principios (que) expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro” (BENEDICTO XVI 2005). La distinción le permite explicar los cambios que ha propiciado el Concilio, que parecen estar en discontinuidad con una parte de la tradición. “Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar… El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad” (BENEDICTO XVI 2005).

La distinción entre la verdad que permanece y su expresión contingente, o entre “los principios” duraderos y de fondo y “las formas concretas”, es clave para comprender –para distinguir y vincular– el Evangelio y el modo como lo viven y expresan las distintas culturas. Pero esta distinción entre, por un lado, lo inmutable y permanente (de la verdad y los principios) y, por otro, lo contingente y cambiante (de la expresión y las formas concretas) puede dejar de ser una simple oposición y articularse dialécticamente gracias al nuevo horizonte de la historicidad tanto de la fe como de la cultura. Para ello ayuda filosóficamente, situar en un mismo nivel la verdad y la belleza, como momentos segundos en referencia a un momento primero, que Ricoeur ha denominado la función meta (1995). Del mismo modo, en teología podemos situar en un mismo nivel la verdad y su expresión, distinguiéndola de la experiencia primera de la comunicación de Dios en el don de la fe. Es lo que haremos al vincular el Evangelio primeramente a Dios y las culturas con sus verdades y expresiones al hombre. Son estas distinciones y vinculaciones las que se aclaran en este nuevo horizonte del pensamiento contemporáneo y en la renovación teológica que implica pensar en la historicidad del evangelio y de la fe.

2.3 Toda cultura es ad-evangelio y todo Evangelio es transcultural

Se impone entonces primero reconocer la distinción fundamental entre Evangelio y cultura, para luego ver sus vínculos y mediaciones. Juan Noemi (1990, 11-24) nos señala que “la raíz de la diversidad se establece a nivel de los diversos sujetos”: mientras la cultura es el cultivo del mundo “operado por el hombre”, el Evangelio es el anuncio bueno “operado radicalmente por Dios” (13). Esta referencia radical del Evangelio a Dios –de “Dios, sujeto del Evangelio”– es una verdad que se reduce a un implícito cuando se insiste “en el papel que compete a los sujetos instrumentales y secundarios en el anuncio evangélico” (13). Una insistencia que puede hacer palidecer el que sea también Dios, “el objeto propio del Evangelio”. Pero esta radical diversidad entre Evangelio y cultura debida a la diversidad de sujetos que operan, es básica pero no ab-soluta. Si Dios “nos ha hablado en el Hijo” (Heb 1,2-3), Jesús es el medio por el cual Dios nos habla. Es el punto de partida de EN: “Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y el más grande evangelizador” (EN 7). Un momento ulterior lo constituye lo eclesial. “La realidad de Dios como sujeto del Evangelio se encuentra mediada por Jesús y la Iglesia” (NOEMI 1990,15).

Un proceso inverso se da en el otro polo, donde es el hombre el sujeto propio de la cultura. La verdad es que el cultivo mundano del hombre no se da separado de Dios. La cultura es del hombre y el hombre es de Dios. No se da una antinomia, pues el mandato de cultivar el jardín se realiza a través de la capacidad autónoma que el mismo Dios le dado al hombre en la creación. “Ni Dios es sujeto absoluto del Evangelio, ni el hombre de la cultura. El evangelio acaece a través del hombre Jesús y de los hombres que constituyen la Iglesia. La cultura del hombre acaece como fuerza de Dios inscrita en el ser creatural del hombre” (15). Descartado que la diferencia sea oposición (que el Evangelio sea a-cultura y que la cultura sea a-evangelio), Noemi puede concluir que el “Evangelio se diferencia de cultura como trans-cultura y la cultura del Evangelio como ad-evangelio, es decir, como algo que tiende al Evangelio” (17).

Evangelio como trans-cultura “significa que la locución de Dios al darse por medio de Jesús y de su Iglesia asume elementos culturales, pero no se disuelve en los mismos, sino que los supera” (16).

Así Jesús de Nazareth asumió y operó en la cultura judía de su tiempo. También la Iglesia a lo largo de su historia ha ido asumiendo y operando las diversas culturas donde se ha encarnado. Ninguna de ellas es indisoluble del Evangelio sino encarnaciones sucesivas y, en el actual panorama de pluralismo cultural, encarnaciones simultáneas. Tanto la crítica a la llamada helenización del cristianismo, que considera una depravación del Evangelio su paso del judaísmo al helenismo, como las nostalgias por la cultura occidental cristiana, sea la cristiandad medieval u otra, además de románticas son idolátricas en cuanto absolutizan una cultura determinada.

Una absolutización que implica la no aceptación de “los círculos hermenéuticos inherentes a la constitución escriturística de la fe judía y cristiana” (RICOEUR 1994 268). Conviene que nos detengamos en estos círculos constitutivos, pues muestran con nítida claridad el carácter histórico del Evangelio: 1) el círculo entre Palabra y Escritura (por un lado el propio Jesús interpreta la escritura de Israel y se la aplica; por otro lado la comunidad apostólica reconociéndolo como la Palabra de Dios definitiva da origen a una segunda escritura); 2) el círculo entre Palabra y Escritura juntas y la comunidad eclesial (la Biblia es el espejo en el que la iglesia se reconoce y al interpretarla va generando una tradición teológica y magisterial que le permite comprenderse a sí misma); 3) el círculo existencial por el que cada creyente es confrontado con la predicación eclesial que lo interpela a comprender su vida a partir de la revelación de una Palabra que le llega a través de la Escritura y la tradición y a apropiársela en la fe. En cada uno de estos tres círculos la Palabra de Dios se encuentra frente a otro que ella (la huella escriturística, la comunidad confesante, cada creyente) que la encarna, la media y la amplia Un ampliación que incluye tanto la cultura con la que se escribe la Escritura como la cultura de la que participa la comunidad confesante y cada creyente que la interpreta. Tenemos aquí la tensión clásica entre Escritura y tradición. Por un lado debemos “proclamar el primado de la Escritura sobre la tradición”, y acoger la posición de los Reformadores de la Sola scriptura! (que supone la capacidad que ella tiene de interpretarse a sí misma). Por otro lado “es necesario confesar que una Escritura virgen de toda interpretación es propiamente hablando inencontrable” (269). Evitando “la oposición entre la fidelidad al texto originario y la creatividad propia de la historia de la interpretación” (269), la tradición no será la simple transmisión de un depósito inmutable, sino la continua novedad de una interpretación sin la cual la letra permanecería muerta. Por ello Gregorio el Grande ha podido decir que “la Escritura crece con aquellos que la leen”. Se trata de una enseñanza mayor de la hermenéutica contemporánea: el texto esa allí disponible para que en cada momento de la historia la comunidad creyente se lo apropie y al interpretarlo lo actualice y lo amplíe con la cultura de su tiempo.

En el proceso de conformación de la tradición es muy considerable el segmento que se debe a préstamos de las culturas adyacentes. Las mismas Escrituras judías nacen con la incorporación de conjuntos milenarios que vienen de Egipto, Mesopotamia, Persia y del encuentro con el helenismo, que inicia “el largo diálogo entre Jerusalén y Atenas, del que somos los herederos, sea que lo aceptemos o lo rechacemos” (269). La helenización del judaísmo o la cristianización del helenismo no es una lamentable contaminación, sino un destino histórico que proseguirá con la incorporación de Aristóteles en el medioevo, y después “de Descartes y de otros cartesianos, de Kant y todo el idealismo alemán, sin olvidar los poshegelianos judíos de comienzos del siglo XX, de Hermann Cohen a Mendelsohn y Rosenzweig” (270).

La trascendencia del evangelio respecto de la cultura no significa un docetismo cultural: “que la cultura constituya una apariencia irrelevante, una cáscara insignificante en la cual se da el Evangelio” (NOEMI 1990 16). Lo trans-cultural implica un momento in-cultural. El momento in-cultural del Evangelio no deriva de la sola imposibilidad de que el Evangelio se dé sin intermediación cultural. Positivamente se fundamenta en que es anuncio de Dios que se dirige al hombre y no a un más allá de éste. “De la transformación que produce la aceptación del Evangelio no queda exenta ninguna actividad humana; tampoco la que es cultivo del mundo” (17). El Evangelio establece una transformación radical del sujeto de la cultura; del hombre devenido “nueva creatura”. La novedad evangélica no lo desarraiga de este mundo, no lo exime de su mundanidad. Ofrece un nuevo horizonte al quehacer mundano, sin suprimir la tarea temporal que compete a todo ser humano.

Cultura como ad-evangelio no implica negar la autonomía de la misma. Por ello, el desarrollo de la cultura que depende de la capacidad que alcanza el hombre en su cultivo de mundo, no comporta en sí mismo una mayor proximidad al Evangelio. Se sigue una consecuencia negativa y otra positiva.

Negativamente: “Cultivo mundano operado por el hombre no es equivalente a la realización del hombre… La inadecuación entre hombre y cultura reside en la incapacidad permanente, crónica del hombre de auto-objetivarse unívocamente, reside en la realidad del pecado que pone toda operación del hombre bajo el signo de la ambigüedad. Es por esto que la cultura en tanto objetivación autónoma del hombre comporta siempre alienación. El hombre que identifica su realización con la objetivación de la cual es capaz autónomamente termina alienado de sí mismo, porque pretende acabarse en la obra que nunca lo acaba a sí mismo” (18-19). Pretende vivir del fruto de sus manos, del resultado de sus acciones, pretende justificarse por sus obras.

Positivamente: “El hombre no se define como pecador sino como criatura y para Dios” (19). La aversión a Dios tiene una situación antecedente que es de conversión a Dios. “El ser para Dios del hombre ha quedado trastrocado, desordenado, pero no ha sido aniquilado por el pecado… El desorden no suprime la orientación radical del hombre a Dios, ni plantea como alternativa una conversión al mismo, al margen del orden creacional…. La gracia de la Redención hace posible que esta orientación a Dios no sea una “pasión inútil” del hombre; ella, sin embargo, no exime ni libera de la inserción en el orden creacional” (19).

La cultura se sitúa por tanto como un camino insoslayable en la actualización del ser para Dios del hombre. El motivo vuelve a ser el mismo que explicaba las relaciones de la fe con la razón y con la política: “el designio salvador de Dios expresado en el Evangelio no reduce ni suprime el designio inscrito en toda la creación” (20). Esta vinculación entre creación y salvación, entre encarnación y cruz, hace que la fe al mismo tiempo que no se identifica con ninguna cultura no se da nunca desnuda y siempre se viva encarnada en una determinada cultura. La encarnación y la cruz señalan también la necesidad de por un lado asumir y apropiar aspectos de la cultura y por el otro de enfrentar y padecer las contradicciones de su propia cultura. Por lo tanto la fe siempre se dará en una forma de ser, que alienta determinados  valores, que se expresa en algunas imágenes, que propicia ciertos comportamientos, que se sabe depositaria de una historia. Algunos de estas determinaciones son parte irrenunciable de la Tradición y otras pertenecen a ciertas tradiciones. En cada momento histórico y cultural será necesario discernir si esas vestimentas y lenguajes aptos para otras épocas, lo siguen siendo  para la cultura actual. Como ya lo dijimos en el apartado dedicado a la fe y la razón, es clave distinguir entre el “verdadero escándalo” (el de Jesús, el de la cruz) y el “falso escándalo” (maneras y usos propios de otras épocas, aptos para el pasado pero que en el presente pueden estar ahogando el Evangelio)

De lo dicho podemos sacar algunas conclusiones respecto del momento positivo y negativo de esta compleja relación, en la que siempre hay un momento de crítica y un momento de asunción de la cultura por parte del Evangelio. Si la fe y el evangelio niegan y afirman la cultura será siempre necesario un discernimiento que sea capaz de diferencias entre distintas culturas y distinguir los aspectos que de ellas deben ser asumidos y los que deben ser criticados. Un discernimiento que no hacemos aquí pero que una teología de los signos de los tiempos, como nueva teología de la historia, tiene que realizar. Tarea pendiente y que debe ser materia de otra entrada de esta Enciclopedia. Por ahora terminemos con algunas conclusiones respecto del momento positivo y negativo de esta compleja relación, que si bien tiene obvias semejanzas con lo dicho sobre la relación entre fe y razón, avanzan con más decisión respecto de los aportes que el Evangelio está llamado a dar a toda cultura.

 En primer lugar la diferencia entre ambas no es una simple oposición ni una mera contradicción La diferencia del Evangelio implica un y un no dialéctico sobre la cultura que implica una superación de la cultura. Por una parte, “Evangelio es negación de la cultura en cuanto niega la posibilidad de una cultura como realización total del hombre” (21). No es una negación indistinta de la cultura sino que una crítica de la misma, como determinación de los límites de lo que cultura puede ser para el hombre. Por otra parte, “Evangelio es afirmación de la cultura en tanto niega la posibilidad de una realización del hombre disociada y ajena al orden creacional” (21). Ni la negación ni la afirmación se hacen en referencia a algún patrón o modelo de cultura evangélica definible, ni respecto a un ideal abstracto que fuera posible deducir del anuncio evangélico.

 Por ello, en segundo lugar, la “Evangelización de la cultura no es un intento por imponer un ideal cultural determinado” (21). La cultura será negada o afirmada en la medida que permita la realización del ser humano como ser para Dios (establecido en la creación, desordenado por el pecado y posibilitado en su actualización por la gracia). El Evangelio es negación o afirmación de la cultura, si ésta se cierra (imposibilitando) o se abre (no impidiendo) a un horizonte concreto de libertad. Afirmación condicionada, porque permite la realización humana que trasciende toda cultura y permanece abierta al don de Dios. Negación determinada de la cultura, pues es “negación de aquello que en una cultura cierra y coarta un horizonte y ejercicio concreto de libertad” (22).

 En tercer lugar, dado que la actualización del ser para Dios, no acaece al margen sino que a través del cultivo del mundo, el Evangelio, que posibilita ese ser para Dios, tiene una función libertaria en la vida cultural. “Que el Evangelio sea garantía de la libertad del hombre… no es una concesión a la conciencia moderna post-ilustrada. La libertad no se funda en un a priori abstracto de autonomía, sino en la orientación positiva y concreta del hombre a Dios” (23). Ser para Dios es lo que define radicalmente al hombre según el Evangelio. La libertad que el Evangelio garantiza no es la proclamación abstracta de un valor, ni un campo de elecciones posibles, sino que el resguardo de un horizonte definitivo de libertad. Es garantía absoluta (se funda en Dios como destino y fin irremplazable) y concreta (denuncia todo lo que se opone a la prosecución de ese fin). .

 Por último y en cuarto lugar, “la cultura en cuanto operación del hombre está sujeta a una ambigüedad radical” (23). Toda cultura tiende a encubrir su ambigüedad (todas apelan a un ideal de humanidad) y esto constituye la falacia de la cultura. “La falacia de la cultura tiene su condición de posibilidad y no es sino una manifestación de lo demoniaco, es decir del mal que se objetiva como una eficiencia hipócrita y potente” (24). Bajo el pretexto de ser vehículo de la libertad, comporta un mecanismo de destrucción de la libertad. Cuando la cultura se absolutiza y se convierte en un “objeto objetivizante” y alienante del hombre se da un “demonismo cultural” (NOEMI 1975, 167-212). Por ello la crítica evangélica de la cultura no se reduce a un discurso moralizante ni a meras exhortaciones parenéticas. La denuncia profética de lo que hay de pecado en una cultura, de dominaciones políticas en un Estado, o de patologías de la razón en nuestro mundo, si es evangélica viene siempre acompañado de un anuncio esperanzado que se obliga a discernir las posibilidades de teonomía cultural que allí de manifiestan. La teonomía lejos de ser una heteronomía es verdadera autonomía, garantía de liberación, en tanto impide que la libertad se cierre. El Evangelio de Jesucristo que nos abre mediante la fe, la esperanza y el amor al Reinado de Dios, nos libera de toda cerrazón y de toda esclavitud, sea cultural, política o racional.

Eduardo Silva S.J., Universidad Católica de Chile y Universidad Alberto Hurtado, Chile.

Referencias Bibliográficas

Textos magisteriales

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